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LA NOVENA GENERACIÓN ALFONSO PEÑA CON UN PIE EN EL ASFALTO La ciudad ha enmudecido ¡Se cerró poco a poco la mandíbula asfaltohormigón de la ciudad! NAZIM HIKMET

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LA NOVENA GENERACIÓN

ALFONSO PEÑA

CON UN PIE EN EL ASFALTO

La ciudad ha enmudecido ¡Se cerró poco a poco la mandíbula

asfalto­hormigón de la ciudad!

NAZIM HIKMET

Entre los acústicos ronquidos del Gato Barbieri y la portada de una revista

catalana con una foto de la Dietrich tirada descuidadamente sobre un

escritorio, J.C. balmón pensó que era un perseguido.

Lo venía olfateando. Varios días atrás. ¿Meses?

O sería su pésimo talante. Méndez, el médico, se lo dijo: “Tomate un

descanso”. Charlaron un buen rato, así como son esos profesionales, en su

estirayencoge, en la enumeración de pacientes y moribundos escribió la

acostumbrada receta y chao.

La playa era un vocablo que sonaba atractivo. Tenía un especial tamborileo en

el momento de esbozarlo en sus labios: p­l­a­y­a; a­l­p­y­a… No recordaba

cuánto tiempo hacía que no realizaba un viaje en tren.

La última vez fue de niño, con algún pariente en un aburrido itinerario. Sin

percatarse, se vio de pronto acomodado en el asiento de un vagón, sintiendo

como la potente máquina se abría paso entre la tierra colorada.

J.C. Balmón estaba seguro de que era observado, que cada movimiento suyo

era medido. No se explicaba cual era la causa. No eran ideas absurdas, no eran

rollos en su mente. Mejor era seguir escuchando al Gato. Pero no. Tenía que

enfrentarlo. No tenía por qué esconderse. Tomar precauciones. ¿Por qué? Da

risa. Mejor olvidarse. Recordó el tren… “la hierba y las florecillas mueren a

su paso…” Que bien suena el Gato. Ya se estaba escondiendo. Ya había

empezado con ese acto tan humano y tan bestial: la defensa. No le daba la

espalda a nadie. No utilizaba avenidas congestionadas. Buscaba atajos y

rodeos. No se trataba de temor gratuito, de una acelerada carrera rumbo a la

enajenación. Probablemente lo había visto. Lo reconocería en cualquier lugar.

Este Gato es magnético. Tiene jalón. “Puede suceder que la pitoreta corra con

ritmo asordinado desde la máquina hasta el cabus.” Estaba seguro. Lo repetía

para sí mismo. Sabía que no era casualidad. Burdas gafas negras, sweter

verde, brazos velludos, toscas manos…

Pudieron haber sido cuatro o cinco veces (en cierto momento lo sintió cerca de

su mesa, en algún cafetín, con el periódico tapándole la cara), pero la verdad

es que la primera vez que tuvieron un encuentro fue en un ascensor. Lo

recordaba con tembladera. Aquella mañana fue bien movida. Desde el

momento en que puso un pie en el asfalto, no existió reposo. Ya a las nueve

estaba visitando clientes, recogiendo la correspondencia, internándose en las

laberínticas oficinas bancarias. Soñando con su acostumbrado té de canela. A

eso del mediodía se encontraba en el edificio Doble B, conversando con un

transeúnte sobre las noticias del día, sobre asaltos y atentados, cambios de

actitud en la cúpula del gobierno, nacimientos y defunciones (la página de

sociales no se la pierde nadie), removiendo ¿por qué no? Las tranquilas

conciencias josefinas. Una punzada en el estómago le indicó que llegaba la

hora del almuerzo. Con viejas frases gastadas se despidió del transeúnte y a

grandes pasos fue hacia el ascensor. Con impaciencia se movía de un lado

para otro, observando con qué lentitud descendía: PB, M, 2, 6, 5, 4, 2, 1, M,

PB… Urgido, penetró en la cámara metálica: alfombrada, reluciente, aséptica.

Presionó el botón PB y se arrecostó en una de las paredes de acero inoxidable.

Con disgusto aceptó que se detuviera en el piso 5. De inmediato se sumó otro

pasajero. Las puertas de la cámara metálica se cerraron. Desde que lo vio, su

mirada fue de tácita repulsión. El hombre de las gafas negras no le quitaba la

vista de encima. Parecía que quisiera traspasarlo. Detrás de sus lentes, unos

ojos pérfidos le asediaban.

Lleno de altanería, dijo:

—¿Nos conocemos? Digo, me parece que nos conocemos… si, ¿no? ¡Ah!

No…

Se expresaba entrecortadamente. Era casi como un jadeo.

No tenía por qué contestar. No lo conocía. No sabía quien era. ¡Por Dios, qué

forma de iniciar una conversación! Con que le gusta intimidar. Manos de

bestia.

Infló su plexo a apretó los puños.

El hombre del sweter verde volvió a hablarle:

—¿ Sabe que le vengo buscando hace tiempo?

No escuchó más… Habían llegado.

A la mañana siguiente, mientras preparaba el desayuno, acompañado

solamente de los nítidos rayos del sol de verano, se preguntó si lo que había

sucedido el día anterior era cierto o si, al fin y al cabo, era su agotamiento, su

irritabilidad, ante cualquier ínfima situación, pero es que lo ocurrido en el

ascensor fue grave, y más grave aun lo que sucedió en la calle.

Tras dejar el edificio Doble B, se confundió con las agitadas pulsaciones del

mediodía. Era caminar a toda prisa, previendo la aparición del horrible sujeto.

Era deslizarse por los vericuetos urbanos. Era aquel terrible aliento resbalando

en sus espaldas…

Te he buscado. Ps. Pst. Mire hacia acá. Usted es. Ps. No se haga el loquito. Sí.

Sí. Te conozco. A mí con zafaditas. Te gusta mi sweter, ¿verdad qué es

bonito? Ps, ps, pst, ¿Qué dice? ¿Le agradan mis anteojos? Que sí… Que no…

Te quiero decir algo… los tipos como usted me revientan los cojones… Ps,

muñequito, mírale las manos a Papá, verdad que son de macho… de muy

hombre. No corras tan de prisa. No vas a escapar. Mejor conversamos

¡Boquitazucarada! ¡Masmelito! No creas que vas a escapar. Si lo intentas,

Papá te va a joder en la próxima esquina. ¡Qué valentía! Meter tu vieja barriga

a apretar tus puñitos. Ps. Ya te lo dije, eres un indeseable extranjero. Largo.

Fuera. Muerte a los forasteros. Con que te agradan los restaurantes chinos

olorosos a wan tan, hongosconarroz, papapasensalsadefaisán, para que se te

quite lo pálido, ja ja, cobarde, por qué no me vuelves a ver, no me digas que

las manos de papá te asustan. No huyas, no huyas, ni en los ascensores, ni en

las escaleras de emergencia, ni en los sótanos, ni en las alcantarillas vas a estar

a salvo… Ps, desde hace tiempo te busco… Ps, desde hace tiempo que estás

en la mira… cuestión de segundos…

Durante todo ese largo día escuchó su quebradiza voz y en todo momento

(detrás de una vitrina, fumando un cigarrillo en el dintel de una puerta,

arregostado en una columna) observó su aspecto brutal y sus simiescas manos.

Con insistencia se preguntaba cuáles eran los intereses del hombre del suéter

verde. De seguro era un orate. O quizá era su negocio: un extorsionador. Sí,

eso era posible. ¿Cuántos utilizan técnicas agresivas para sobrevivir? Sabía de

muchos casos. Amigos suyos se lo habían contado. Lo había asediado durante

varios días y luego desapareció.

Volvió a sonar el Gato Barbieri. Sus maullidos saturaban todo el espacio. La

sala se llenaba de aquel ritmo donde la presión de los timbales, congas y

tumbadoras, destacaba por intervalos. El bajo hacía que las paredes

retumbaran. J.C. Balmón decía para sí: “Este Gato es increíble; pero desde que

me sucede eso, ya no es lo mimso…”

Daba ligeros pasitos. Se sentaba en un sillón y de inmediato se volvía a

incorporar. Subió el volumen del estéreo. Sus pensamientos, de nuevo en el

tren y con la máquina: Dense, su última mujer. Con ella estuvo poco tiempo.

Algunos días de tranquilidad. No como ahora. El encierro. La espera. El

martirio. Quizá preparar un trago. Se fue directo sobre la botella de ron.

Mientras lo preparaba, sonó el teléfono. ¿Quién podría ser? Ya casi no tenía

amigos. A nadie le había contado. Extranjero. ¿Extranjero? Un loco. Puso la

mano sobre el auricular. Lo dudó. Alzó y dijo: Aló. Una especie de ronroneo

fue la respuesta. Estaba seguro de que era el sujeto. Volvió a concentrarse y se

dijo que debía mantener serenidad. La verdad es que todo estaba muy confuso.

Al principio eran solo ideas; ahora sentía el asedio en la casa y fuera de ella.

Nadie le creería.

De un solo sorbo se tomó el trago. ¿Cómo podría comenzar a contar lo que le

estaba sucediendo? Estaba seguro que se burlarían de él.

Llamar a Dense sería como una violenta irrupción en la realidad. Su relación

se había acabado hacía mucho tiempo. ¿Cómo le podría contar? Claro,

primero el saludo, después todos los pormenores de sus vidas, aquellos

empalagosos diálogos, y nada. Hasta su número telefónico se le había

olvidado. Se recriminó a sí misma por tan absurda idea.

Dando diminutos pasos, tarareando la canción, se acercó a la puerta principal.

La tarde se eclipsaba. Todo estaba salpicado de luces neblinosas. Débiles

focos. Los autos pasaban veloces. La gente corría. Sería delicioso tomarse un

trago. Observar las parejas. La gente que va para sus casas. Las muchachas

que pasan corriendo y piensan solo en su novio. J.C. Balmón se dio cuenta de

que estaba animado. No era posible continuar viviendo de esa manera.

Méndez se lo había repetido. Largarse de la ciudad. Todo estaba en su

imaginación. No podía ser.

Acomodó sus brazos en la desgastada barra. Frente a él, el vaso de vidrio.

Lleno de ron. Doble de ron viejo, dijo una anónima voz. “Volver con la frente

marchita” —cantaba, enronquecido, un leal tomador de aquel bar. J.C.

Balmón había decidido salir por la mañana rumbo a la costa. Se sentía

contento. Experimentaba el placer de la libertad de elección, de ejecución.

Pidió otro trago y se lo tomó de un solo golpe. Pagó y volvió a caminar por las

oscuras calles. Dio un rodeo por un parque cercano y, sin inmutarse, reconoció

el perfil de su perseguidor. En aquel momento se dijo que la próxima vez

esperaría al sujeto. Hablaría por las buenas… o las malas. Era demasiado.

Emprendió con lentitud el regreso. Ya no le tenía temor. Atrás había quedado

el hombre de los lentes negros. Su mente se iluminó por un violento alto

contraste: se vio matando al hombre. Un estremecimiento le recorrió su

cuerpo. Con ansiedad, deseó estar en la casa. Corrió hacia ella. Abrió con

rapidez la puerta. Sin detenerse llegó a la mesa. Tomó la botella de ron entre

sus manos y brindó por aquella muerte próxima. Una más.

ESCUCHÁBAMOS EMISIONES

EXTRANJERAS EN CUARENTA

METROS

Y desde entonces, en las buhardillas de

los brillantes infelices, donde flota el sueño azul, se

piensa en el porvenir como en la aurora, y se

oyen risas que quitan la tristeza, y se bailan extrañas

farándolas alrededor de un blanco Apolo, de un lindo

paisaje, de un violín viejo, de un amarillento manuscrito…

RUBÉN DARÍO, AZUL

La última vez que miré a Elsa, llevaba puesto un lindo vestido beige con rayas

azules. ¡Cómo me obsesiona el azul! Frecuentemente le decía: Qué bien te va

el azul. Azul cielo. Azul marino.

No creo que por causa de mis palabras se haya molestado. Más bin el asunto

proviene de una cuestión familiar. En muchos casos, los síntomas han sido

semejantes. Al principio, sus rostros adquieren un aire de ausencia; se vuelven

indolentes y la angustia se va apoderando de ellos. Si anteriormente eran

economizadores de lenguaje, ahora, por el contrario, se tornaban habladores y

garruleros. Y, como es de suponer, si eran despilfarradores de vocablos, se

convertían después en frías máquinas silenciosas.

Dentro de esta incertidumbre, el tiempo ha ido avanzando. He sido testigo. El

guardián de la casa. Mi vida se ha reducido a observar cómo mi familia se ha

evaporado. Lo único —además de mí mismo— que ha permanecido en su

sitio ha sido la casa. Ella, no se ha visto perturbada por el cambio que ha

sufrido la barriada. Una que otra vez se han reparado los bajantes de las

canoas; cada quince años el volátil olor de la pintura ha acabado con los

laberintos que forman la polilla y las telarañas. Por lo demás, sigue igual.

Siempre en la calle veintiséis, casi pegando con la botica Pinzón. No puedo

decir que la antigua, por que ésta (la moderna), es un cubo de dos pisos

congelado y aséptico. ¿Y la plazoleta qué daba frente a la casa? En pocos

años, se convirtió en un parque, seguro, de modelo importado. Con añoranza

la recuerdo, su amplísima columna de cipreses., que sobresalían enhiestos en

los cuatro puntos cardinales.

Reiteradamente trato de explicarme, qué es lo que nos une, el hilo conductor

que hace que estemos juntos: la casa y yo.

Seguramente, es porque no me muevo de sus dominios. Raídas paredes.

Carcomidas guarniciones. Claro que lo que digo, lo que pienso, es solo para

justificarme, para autoamputarme de lo que me interesa o de lo que me duele,

¿no?

Continúo pensando en ella. En su regreso. ¡De verdad que con Elsa la vida era

tan diferente! “Habíamos hecho un pacto”. “Habíamos dicho que

permaneceríamos unidos”. “Juramos que ninguno la dejaría”.

Juntos vivimos la amargura de ver cómo la familia quedaba mutilada.

Empezó con Antonio. De un día para otro su aspecto se volvió sombrío; eso sí,

no dejaba de hablar. Se la pasaba diciendo que con el tiempo tenía que irse.

Que lo habían llamado. Que aunque no creyéramos, él se iriía a vivir con

Cronos. Todos tomaban esas afirmaciones como el vuelo imaginativo del hijo

menor. No se le daba demasiada importancia. Entonces él reventaba y decía

que éramos unos imbéciles, pues no entendíamos que existía un sitio —un

espacio— donde los relojes tenían su mundo.

En pocos días, había convertido su habitación en una pieza atiborrada de

relojes de pared, de mesa, pulsera, bolsillo, y se sentía muy complacido al

enseñar una destartalada clepsidra.

Salía temprano por las mañanas y regresaba a altas horas de la noche cargado

con sus mecanismos. Una tarde, acomodó sus relojes en varias cajas y nos

dijo: “Me marcho”. Frente a la casa había un auto, esperando, con el motor

encendido.

Con el correr de los años, solo quedamos Elsa y yo. Antes de que los viejos se

marcharan, ya habíamos dispuesto (acumulando datos y más datos, dándole

vueltas siempre al mismo tema) no permitir que esa suerte cayera también

sobre nosotros.

Una mañana de enero marcó el signo esperado. Logramos verlos, asomándose

disimuladamente por un visillo que daba a la calle. Sus ojos fijos, adheridos a

los cristales, los dos repitiendo como si fuera una sola voz: “Ah, sí, los perros,

vistes como nos llaman, vistes al pequinés de pelo gris, qué belleza,

escuchaste, nos llaman…”

Desde aquél día, aceptamos que una maldición caía sobre nosotros: los

Gálvez.

Elsa lloró desconsoladamente. Como puede, traté de convencerla de que no se

preocupara. Sin embargo, también quise llorar.

No nos separamos de ellos, pero era lamentable verlos y escucharlos hablando

y farfullando de perros de todas las razas y especies. Así fueron transcurriendo

los días. Hasta que una mañana me dí cuenta de que ya no estaban…

No tuve necesidad de narrarle a Elsa lo ocurrido. Lo leyó en mis ojos, lo

vislumbró en mi piel, que saltaba convulsamente. Traté de tranquilizarla, mas

su voz —con un tono enérgico— me sorprendió al decirme: “Tengo que

limpiar la casa”. En ese momento, no entendí que quería decir con esa

alocución. Mi respuesta se quedó trabada en mis labios. La vi correr hacia el

interior de la casa y traer en sus brazos la radio Grundig, la preciosa radio

donde escuchábamos emisiones extranjeras en cuarenta y noventa metros.

¿Qué hacés?, fue lo único que pude decir. Como si estuviese sola, atravesó la

sala, corrió por el zaguán que daba a la calle y lanzó la radio. Cuando regresó,

su voz tenía un dejo imperioso: “¿Es que no me vas a ayudar a limpiar la

casa?”, y continuó sin detenerse hasta la habitación donde estaba el televisor.

La seguí, ya lo había desconectado y con gran dificultad trataba de moverlo

(Era uno de aquellos primeros televisores que llegaron al país: pesaba

demasiado…). En el momento de ayudarle —ahora lo pienso—, lo hice sin

convicción, pero, cuando nos adentramos en el zaguán, sentía que el corazón

me saltaba fieramente. Al igual que Elsa estaba convencido de que el mal

provenía de los innecesarios objetos que existían en la casa. Después de tirar

el televisor a la calle, continuamos con lo que quedaba.

Tras ese tráfago, nos sentamos en el sofá, nos abrazamos y así permanecimos

no sé cuantas horas. Desde ese momento, comprendimos que algo nuevo, que

algún acontecimiento desconocido se presentaba ante nosotros.

Acordamos que lo más prudente sería seguir durmiendo por el día y viviendo

por la noche y la madrugada. Entusiasmados con la idea, nos pusimos a

trabajar: bloqueamos la puerta del patio y enrejamos todas las ventanas que

existían en la casa. La puerta principal la aseguramos con fuertes aldabas.

Luego de ejecutar esa operación, no prometimos que no saldríamos a la calle,

salvo cuando fuera realmente necesario. De ahí en adelante, nuestro habitat estaba dentro de la casa; la calle, el exterior no debían importarnos. En pocos

días nos habíamos acostumbrado a ese nuevo ritmo de vida. Nos sentíamos

complacidos por haber despertado en nosotros habilidades que teníamos

adormecidas.

Elsa descubrió que tenía una gran habilidad para el dibujo. Comenzó por hacer

desproporcionadas figuras, luego fue avanzando, corriegiendo, puliendo, hasta

llegar a dominar bastante bien la técnica del lápiz. Sus dibujos y trazos se

extendieron por paredes, por el piso, por las maderas de los pocos muebles

que quedaban. Su aptitud se convirtió casi en una manía. En cualquier

momento llegaba y me decía: “Vení, vení a ver el dibujo que acabo de

terminar”.

En algunas ocasiones, mientras Elsa dibujaba (manchones y rayas avanzaban

descomedidamente), yo revisaba empolvadas revistas que encontraba en la

biblioteca. Con interés leía artículos que versaban sobre acupuntura, algún

ensayo sobre la eternidad del universo, o simplemente me quedaba embebido

(a la caza de imágenes) y analizaba el retrato de una acartonada señora o de un

almidonado señor. Por mi mente desfilaban muchas ideas, hasta que me

decidía y le pegaba un grito:

—Hagamos un juego…

—¿De qué se trata?

—Vos lo conocés…

—¡Oh, no! Otra vez el juego de las caras…

—¿No te parece?

—Sí, pero déjame terminar este boceto…

Mientras Elsa, terminaba su dibujo, yo me dedicaba a recortar el retrato del

señor X y de la señora Z; a partir de ese instante daba inicio el juego de las

caras.

En madrugadas atrás lo habíamos concebido, entre sesiones febriles, donde la

imaginación rodaba atolondradamente, develando nuevos descubrimientos,

hallazgos…

—¿Estás lista?

Ahora lo recuerdo; utilizaba en mi voz un tono falsete como de arlequín, o de

anunciador de baratijas. Y, otra vez: ¿Está preparada la clarividente? Que sí.

Entonces, con nosotros se encuentra la cara macilenta del señor X. Este señor

esta hastiado de su rostro, le agradaría convertirse en un personaje importante,

como, por ejemplo, en Valentino 93.

Tomaba la revista en mis manos, recortaba el retrato del señor X y se lo

mostraba a Elsa. De inmediato, ella, empezaba a dibujar. Mientras estaba en

su tarea, yo me paseaba por pasillos y aposentos de la casa, hablando en voz

alta, gesticulando y resoplando acerca del señor X.

—¿Y cómo le va a la clarividente? Puede, o no, complacer… Que sí. Pues

bien. Veamos. Me parece que no está mal. Pero quizá sería conveniente

retocarlo, reafirmar, ese su carácter. ¿Está de acuerdo la clarividente?

¡Adelante!

Y yo continuaba, caminando, corriendo, brincando por pasillos y alzando la

voz a cada momento: “ustedes saben, respetable público, que si la clarividente

falla, o no acierta en su interpretación, la señora Z con su rostro acartonado se

va a contrariar. Lo digo sin que la señora Z me escuche; también ella sueña

con llegar a ser la señora Cosmético modelo 99… La clarividente no puede

fallar. Por favor, no puede quedar hecho una caricatura. Sería lamentable. Que

horror. Una pareja desigual. ¡Terrible desilusión! Su galán no es como lo

soñó. ¡Excelente clarividente! ¡Lo has logrado! Señoras y señores, observen el

milagro. ¿Recuerdan la cara almidonada del señor X? Pues, bien, admírenlo,

la clarividente lo ha convertido en flamante Valentino 89.

—Aplausos, aplausos, señoras y señores.

Con nosotros está la señora Z. En esta oportunidad, la clarividente va a tener

que trabajar con mucho sigilo. La maniobra no es fácil. Imagínense lo que

significa transformar una cara cuarteada y derruída en un cosmético modelo

99. ¿Se dan cuenta lo que eso significa?

Así, como efectuábamos ese juego, teníamos otros divertimentos. Me recuerdo

de algunos que quizá por lo grotesco y mordaz no se me pueden olvidar, claro,

Guiñol de la calle 27, la Danza de la Casa de los Muertos. Partíamos de un

silencio, de una pausa, de un instante de modorra… lo que puede ocurrir,

cuando se fijan los ojos en el mosaico, pero eso que se está viendo lo

transformás en una imagen que se tiene que dar y entonces decís: “Zaz, aquí

empieza la vaina”.

Ahora que lo pienso, me parece que lo que ocurrió con Elsa, también

pertenece a lo imprevisto: un juego. Aunque meditándolo con frialdad, fuera

de pasión, es esa especie de signo, el estigma de los Gálvez.

Desde que nos quedamos con la casa, nunca habíamos querido abrir la puerta,

pese a los llamados que se daban por el día.

Una mañana (seguro que estábamos dormidos) la puerta emitió algunos

distantes ruidos. Luego el repiqueteo de la madera fue creciendo hasta que nos

despertó por completo. Me senté en el borde de la cama, tenía enormes deseos

de mandar al carajo al inoportuno. De repente llegó Elsa; se le veía animada,

hasta sonreía. Tenía un rostro descansado.

Sin dejar de sonreír, me dijo:

—¡A ver quién llega de primero a la puerta!

—¿Querés que abramos? —interrogué, alarmado.

—¿Y la promesa dónde la dejás?

—Si solo es para cambiar la rutina… Sin embargo, no me parece… —insistí

gravemente, tratando de apaciguarla.

—Tómalo como un juego —Aseveró con un tono de convencimiento.

—Está bien… —dije, aceptando con desgano.

No había concluido con la frase, cuando ya ella corría por los pasillos de la

casa. La seguí sin poner mucha atención. Más bien me sentía temeroso. Ya

había perdido el interés de escuchar otras voces, con la de ella era suficiente.

Manipuló las aldabas y con celeridad abrió la puerta. Cuando la luz de la calle

se filtró por el dintel e inundó las paredes interiores, en ese momento

comprendí que algo extraño pasaba. Amoldado a una de las paredes, escuché

una serie de saludos, de gracias, mire usted… Cuando volvió a cerrar la

puerta, de inmediato observé que traía una flor de crisantemo agitándola en la

mano izquierda…

—¿Y eso? —pregunté, alterado.

—Era la vendedora de flores, me regaló ésta, ¿verdad qué es linda?

Los días que siguieron estuvieron realzados por la angustia. Era como si una

oleada de residuos terrosos hubiera opacado nuestra vida. Elsa se volvió

invivible. No hablaba. No reía. No dibujaba. Los hábitos y costumbres que

habíamos llevado hasta esa mañana se olvidaron por completo.

—¿Y a quién endosarle la culpa?

Solo se podía sacar una conclusión: la vieja, la horrible vieja vendedora de

flores. Ahí, sobre la mesa de noche de la habitación, estaba la respuesta: la

marchita flor de crisantemo.

En múltiples ocasiones traté de hablarle. Cuando lo logré, me encontré con

una barrera que evadía toda comunicación, que con refinados artificios me

alejaba. ¿Qué podía pedir ante ese desusado comportamiento? Lo que sí podía

advertirse es que la casa estaba en el umbral de presenciar una nueva retirada.

…en un amanecer ultramarino, en una tarde azul, madrugada cargada de

reflejos granates. Nos dijimos adiós. En silencio. La belleza del soliloquio. No

quiso agregar nada más. La insistencia de que era una flor. Aquellos gestos cargados de melancolía: brazos como suaves estambres, ojos como carpelos,

pétalos acinturados. Y no podía ser de otra manera: la reverberación en las

estancias; muchos aromas de flores conocidas.

En ciertos momentos un heliotropo que me hablaba entrecortadamente:

“comnprendeme, soy del Reino de las Flores…”

Y decir para mí, como tratando de ser condescendiente, debe, tiene que estar

enferma. Pero nada de eso. Al contrario. La respuesta rápida desequilibrante: “ ¡Claro, estoy enferma, no te das cuenta que nosotras no podemos estar

encerradas!” Tres, cuatro pasos, sacudiendo su cuerpo como el tallo de una nocturnal pitahaya. Estar alerta. A la espera. Y sus últimas palabras:

“Pertenezco al Reino de las Flores, me lo dijo la señora” y de inmediato

aquel terrible llanto, enormes gotas que resbalan por sus mejillas texturadas, por las hojas­epidermis, pétalos­cabellos. El asombrarme, no aceptar lo que

ocurre, el no puede ser, es una ilusión, otro de nuestros juegos…

Debo admitir que aquella hermosa flor corre vertiginosamente por los

pasillos de la casa y que su envolvente hálito queda martillando para siempre en mi memoria.

COMO SI FUERA HOY

Una vez más insistamos en que ninguno de

los protagonistas de este teatro, e incluso

el que ostentaba el cargo de espectador,

tenía conciencia de interpretar un papel.

JEAN COCTEAU, LES ENFANTS TERRIBLES

Lo recuerdo como si fuera hoy. Desmochar. Era el salir en pandilla. Cada cual

tratando de demostrar que era el mejor. En asuntos de mujeres. De conquistas.

Hacedor de túneles y perritas. Durar menos tiempo en tocar el fondo de la

poza. Con estilo poner el ayote en el fondo del aro. Partidas sangrientas de

básquetbol.

Al caminar muy despacio, al patear con desgano los papeles que circulan por

la calle, mis ojos recrean imágenes suspendidas apenas por algunas

reverberaciones. Casi siempre después de la agitación de la tarde (ese día

jugamos jupas apostadas) venía la tertulia y el qué haremos esta noche. Ya se

había acordado. Iríamos a desmochar al cine Líbano. Días atrás lo habíamos descubierto. Teníamos que traspasar la línea imaginaria que separaba nuestro

barrio de aquellas calles, sórdidas, encantadoras, prohibidas.

Me veo avanzando en la penumbra. Me acompañan Marino y Octavio. Todos

dispuestos a vencer el miedo. Convencidos de que hay que dejar atrás los

predios para adelantarse en las entrañas de la ciudad. Con ojos asustados,

contamos los innumerables faroles, burbujas coloreadas en las herméticas

residencias, lámparas de alumbrado público; dejano atrás el Paseo Colón y

acortamos camino por la Sinagoga. Mercedes. Calle 20. Farmacia. Tapio.

Muchas brahem culebreando. Dejando atosigado el aire. Con sus cantos y su

danza. Su caminar color nocturno de mariposa. Intercambios de miradas.

Tratar de acercarse. Morderles el pelo. Más no puede ser. Primero el deber. Ya

tendremos otra oportunidad. ¿De verdad crees que tendremos otra?

Octavio parsimoniosamente describe la ubicación del cine. En voz alta va

enumerando las veintitantas cuadras que faltan para llegar. Los recovecos

peligrosos. Los enemigos. De frente. Atrás. A la vuelta de la esquina. Marino

hablando para sí mismo (¿retraído? ¿ensimismado?) afirma que ya lo conoce.

Vos sabés, vine la semana pasada con el carapálida. Me enseñó como llegar.

Como avanzar sorteando y burlando calles y lugares.

Coro. Se presta. Claro que si. Perfecto. No hay de qué. Ese es el lugar. Puede

ser que hoy estén presentando: Víctimas del Pecado, los Hermanos del Hierro.

A estar preparados, que el asunto va a estar caliente.

Ahí en la bocacalle, entre el rumor de autos que chillan y el movimiento de la

gente que quiere entrar al cine Líbano, esperamos la Segunda Tanda. Varios

carteles antiguos esperan ser removidos, cambiados por actores y películas

que estén de moda. Todavía pensamos en lo que iremos a ver. Bela Lugosi.

Alcoriza. Visconti. No nada de eso. No importa lo que exhiban. La intención,

la verdadera intención es desmochar. Juntos preparamos el movimiento. Cada

uno en un sitio diferente. Vos te ubicarás en el ala izquierda. Vos en el balcón

del extremo derecho. Marino por el centro, con la pantalla de frente. Parece

que el que diera las órdenes fuera un coach. Risas. Carcajadas. Murmullos.

Con cuidado. Que nadie se entere.

Estamos cerca del inicio. Ya casi. Mucha gente ha llegado. Muchos repiten la

tanda. Fiebres. Calenturientos.

En fila india entramos al Cine Líbano. Lo más prudente era no mostrar el

rostro. Pasar desapercibidos. Como cualquier transeúnte. Ni vernos. Que nadie

se entere de que somos amigos. Continuamos caminando, buscando el túnel de

acceso a la sala. Muchos espejos, colocados por los pasillos, repitiendo

nuestros rostros, pálidos, enigmáticos. De inmediato subimos por las gradas

alfombradas. Al palomar. Al segundo piso. Cada uno a lo suyo.

Amoldarse a la situación. Seguir por los corredores. Los “ojos de gato”

(naranja fosforescente) claveteados en el piso; indicando, tácitamente, cual era

el camino correcto. Ascender, dando pequeños saltitos por las gradas.

Observar con atención el sitio más estratégico. Con cuidado sentarse. Esperar

el momento oportuno. Cerca de mí: una, o quizás dos parejas. Enrollados. Sus

brazos y cabezas insinuando sugestivas formas a la talla directa. Desde esa

posición trato de situar a mis compinches. Algunas imágenes en movimiento

(24 cuadros por segundo) me confirman que la cinta ya comenzó. No logro

verlos. Deben estar amparados en las sombras. Como lo dijimos. Como lo

pensamos.

Seguramente dejamos pasar unos diez minutos. El inicio de una película

define, casi siempre, el ánimo de los asistentes.

Nosotros sabíamos que ese momento, ese instante es primordial. Teníamos

que aprovecharnos. Aquello que se presentaba era un caramelo. Un melomelo.

Era una cinta especial para nuestro propósito. Anticipadamente lo habíamos

acordado.

Tenía las manos frías. Me tocaba iniciar la partitura. Me restregué varias veces

sobre la butaca. Una nerviosa tos me sirvió para finar mis pulmones. Coloqué

mis dos manos en la boca y como especie de sordina apoyándome en la butaca

delantera lancé el primer alarido. Pudo haber sido más bien un prolongado

chillido. De inmediato otro graznido me contestó en lo más alto del segundo

piso. No había terminado de celebrarlo, cuando un tipo que estaba con su

mujer (levantándose del asiento) me dijo: “cultura por favor cultura”. Percibí

su rabia. Su compañera era ciega. En ese momento comprendí porque el tipo

en voz alta le iba contando la película. El primer susto había pasado.

Tras un prolongado silencio, pudieron ser ocho u once minutos. Durante todo

ese rato recuerdo que tuve extraños sueños y visiones. Sabía que estaba en el

cine Líbano, ante mi vista pasaban imágenes. Otras veces creí ser el hombre

que conversaba con una de las mujeres que se presentaban en la pantalla. Al

mismo tiempo me quedaba perplejo escuchando aquella pavorosa voz que

monocordemente iba contando la película. Más de una vez me llevé los dedos

al oído para tapármelos y pensé: “esto es una porquería”. La ciega en algún

momento dejó escapar una siniestra risa. Aquello me despertó del letargo y la

volví a ver, estaba encorvada en la butaca y varias puntas de los pañuelos que

llevaba asidos de la garganta se movían, de sus ojos emergía una terrible

niebla. Entre sombras el rostro del hombre se interpuso, me dijo: “¿Qué es la

cosa?”. Un escalofrío me recorrió el rostro y en ese preciso momento un coro

de gritos resoplaron por todo el cine. El proyector disminuyó la velocidad y

lucecitas ámbar alumbraron el cielo del cine alto y estrellado…

Desmochar, esa era la misión. Es probable que ya la hubiésemos cumplido.

Tal vez el exceso de responsabilidad nos indujo a permanecer más de lo

debido en el cine Líbano. Ocatavio y Marino habían mostrado una y otra vez

sus cualidades. En varias ocasiones pude descifrar sus larguísimos alaridos.

Sus imitaciones como locas pitoretas. Sus gorgoteos que parecían

desprendimientos rocosos. Ecos cavernarios.

Me alejé de la Ciega. Sin levantarme me fui arrastrando entre las butacas.

Buscando el sitio idóneo para el despegue.

Ya lo habíamos conversado. Teníamos que marcharnos antes del final. Como

si estuviese hablando con mis amigos, pensaba que esto se terminó. Por hoy es

todo. Estuvo bien. ¡Nadie supo donde estábamos! A vernos en la Soda Los

gigantes. Cada uno con su historia. Cada uno con su versión. ¡La mía es la

mejor!

¡Que bueno sería mandarse un yodo!

No se si la culpa fue de la Banda Sonora. Una agitada melodía cargada de

sonidos como los del acordeón y flautas barrocas hicieron que me detuviera.

Justo en la puertita del balcón que conducía al primer piso. Miré hacía la

pantalla y uno de los personajes aulló: “Muero por la Patria” y se dejó caer en

medio de una rojiza explosión. De inmediato el cine se convirtió en un enorme

aplauso. Pero no solo fue el aplauso, también —bien ejecutados— brutales

gritos y alaridos continuaron bombardeando, duarante varios minutos, al cine

Líbano… De inmediato me di cuenta que había más desmochadores.

Anónimos. Me alegré. Me apoyé en la baranda y con todas mis fuerzas lancé

mi grito de guerra. Quizá fue el más potente de todos los gritos. La confusión

fue total. Otros gritos viajaban por el cielo del cine. Otros gritos pedían orden.

Justicia. La cinta fue cortada de un tirón. Los celadores corrían por los pasillos

encendiendo y apagando sus linternas. Las luces fueron puestas en su

totalidad. Los asistentes con sus pulgares levantados me señalaban. De

inmediato entendí que venían por mí. Me dolía la garganta. La ciega seguía en

su butaca. Dos guardas me tomaron de los brazos. Caminé con ellos. Al llegar

al primer piso, un extravagante hombre (como salido de la película) se acercó

y mascullando sus palabras de una forma pastosa me dijo: “Maestro, ustedes

son maravillosos… ¿Cuándo y dónde la próxima vez…?