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LA PINTURA DE LA CRISIS: ALBRECHT DÜRER Y LA REFORMA Antonio Rivera García 1* “Asciende de lo visible a lo invisible” (Erasmo) “Es necesario llevar el alma de las cosas externas a las internas” (M. Ficino) 1. Historia de los conceptos e iconografía: sobre la relación entre el concepto y la imagen En las siguientes páginas nos aproximaremos a un fenómeno que no pertenece al arte, el acontecimiento histórico y la doctrina teológica de la Reforma, pero desde el ámbito artístico, desde la obra del genio de Nüremberg Albrecht Dürer. Como es natural, la pintura del gran artista alemán puede ser abordada de muy diversas maneras. Se puede hacer lo contrario de lo que acabamos de comentar: podemos estudiar la obra de Durero como perteneciente a una esfera autónoma, la artística, y, por tanto, con independencia de las otras esferas de saber, teóricas o prácticas. Y ello se podría realizar desde un estrecho punto de vista sincrónico, limitándonos a valorar a Durero de acuerdo con las fuentes contemporáneas al pintor alemán; o, como hacen todos los historiadores del arte de forma más o menos intencionada, desde el punto de vista diacrónico que nos proporciona la historia de los conceptos estéticos. Cuando analizamos la obra de Durero y su teoría sobre la pintura desde este último enfoque, resulta imposible o, al menos improductivo, no reconocer que estos conceptos están atravesados por otros conceptos teológicos, políticos, etc. Es más, desde la perspectiva de la estética moderna, resulta insostenible una clara distinción entre arte y no-arte. Pero ahora nos interesa la imagen como medio de expresión del concepto no artístico, esto es, el arte al servicio de otras esferas, en nuestro caso, la religión y la política. El creador puede consciente o inconscientemente expresar con sus imágenes pictóricas conceptos que no pertenecen a la estética. Y no me refiero a que el contenido, el tema o los motivos sean extraídos de la teología, política, moral, etc., sino a que el signo plástico se convierta en simple vehículo de conceptos. Sólo entonces el arte puede transformarse en emblema, empresa o jeroglífico, en una especie de lenguaje internacional o de esperanto. El mismo Durero, mucho antes de la codificación de Alciato y sus seguidores, es uno de los pioneros en el cultivo de la emblemática. Recordemos que su gran amigo Pirckheimer 1 * Profesor Titular de Filosofía Política. Universidad de Murcia, España. E-mail: [email protected]. -100- Artificium. Revista Iberoamericana de Estudios Culturales y Análisis Conceptual (ISSN 1853-0451) [Año 1-Vol. 1]

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LA PINTURA DE LA CRISIS: ALBRECHT DÜRER Y LA REFORMA

Antonio Rivera García1*

“Asciende de lo visible a lo invisible”(Erasmo)

“Es necesario llevar el alma de las cosas externas a las internas” (M. Ficino)

1. Historia de los conceptos e iconografía: sobre la relación entre el concepto y la imagen

En las siguientes páginas nos aproximaremos a un fenómeno que no pertenece al arte, el acontecimiento histórico y la doctrina teológica de la Reforma, pero desde el ámbito artístico, desde la obra del genio de Nüremberg Albrecht Dürer. Como es natural, la pintura del gran artista alemán puede ser abordada de muy diversas maneras. Se puede hacer lo contrario de lo que acabamos de comentar: podemos estudiar la obra de Durero como perteneciente a una esfera autónoma, la artística, y, por tanto, con independencia de las otras esferas de saber, teóricas o prácticas. Y ello se podría realizar desde un estrecho punto de vista sincrónico, limitándonos a valorar a Durero de acuerdo con las fuentes contemporáneas al pintor alemán; o, como hacen todos los historiadores del arte de forma más o menos intencionada, desde el punto de vista diacrónico que nos proporciona la historia de los conceptos estéticos. Cuando analizamos la obra de Durero y su teoría sobre la pintura desde este último enfoque, resulta imposible o, al menos improductivo, no reconocer que estos conceptos están atravesados por otros conceptos teológicos, políticos, etc. Es más, desde la perspectiva de la estética moderna, resulta insostenible una clara distinción entre arte y no-arte.

Pero ahora nos interesa la imagen como medio de expresión del concepto no artístico, esto es, el arte al

servicio de otras esferas, en nuestro caso, la religión y la política. El creador puede consciente o inconscientemente expresar con sus imágenes pictóricas conceptos que no pertenecen a la estética. Y no me refiero a que el contenido, el tema o los motivos sean extraídos de la teología, política, moral, etc., sino a que el signo plástico se convierta en simple vehículo de conceptos. Sólo entonces el arte puede transformarse en emblema, empresa o jeroglífico, en una especie de lenguaje internacional o de esperanto. El mismo Durero, mucho antes de la codificación de Alciato y sus seguidores, es uno de los pioneros en el cultivo de la emblemática. Recordemos que su gran amigo Pirckheimer

1 * Profesor Titular de Filosofía Política. Universidad de Murcia, España. E-mail: [email protected]

Artificium. Revista Iberoamericana de Estudios Culturales y Análisis Conceptual (ISSN 1853-0451) [Año 1-Vol. 1]

había comenzado a traducir un tratado sobre jeroglíficos egipcios titulado Hieroglyphica compuesto por un tal Horus Apollo en el siglo II o IV.2 Durero debía encargarse de la ilustración de este tratado, donde un perro revestido con una estola significa un príncipe o juez; un hombre devorando un reloj de sol denota el horóscopo; un balde de agua junto a una hoguera significa ignorancia, etc.

Ahora bien, los cuadros de Durero en los que podemos encontrar la huella de la Reforma no son emblemas. La significación de la religión protestante, que desdeña una religiosidad basada en innumerables ceremonias, ritos y otros signos externos, explica en parte este hecho. Conviene notar que la codificación de las imágenes, su reducción a emblemas, se desarrolla especialmente en el contexto cultural católico. Ignacio de Loyola, con las composiciones viendo el lugar, es quien logra la enmienda teológica de la imagen porque la convierte, como ha demostrado Roland Barthes, en la unidad de un lenguaje destinado a descifrar las acciones buenas o ajustadas a la ley natural y divina.3 La concepción jesuítica de la imagen, capaz de hacer visible las ideas más abstractas y las convicciones más íntimas, alcanza su máxima expresión en la paradójica pintura de visiones del siglo XVII.

La codificación católica de la imagen llegó incluso a regular la representación más irrepresentable, la experiencia íntima del éxtasis y del temor místico. La pintura de estas experiencias radicales –y sirva de ejemplo la magnífica Visión de la Jerusalén celestial: escenas de la vida de Pedro Nolasco de Zurbarán (fig. 1)– se convierte en un género aceptable para la ortodoxia católica cuando se imponen, ya en el siglo XVII, las consignas del Concilio de Trento, que, en su sesión 25, prescribía a los obispos instruir y confirmar al pueblo en los artículos de la fe “por medio de las historias de los misterios de nuestra redención, expresadas en pinturas y en otras imágenes”.4 Pero no se olvide que para poder ser representadas pictóricamente resultaba preciso que dichas visiones pasaran por el control de la autoridad eclesiástica y fueran objeto de una estricta codificación.5 En cambio, la Reforma más rigurosa con sus presupuestos, con la minusvaloración de las ceremonias y ritos externos, puede ser incluso iconoclasta y considerar que ninguna imagen resulta capaz de expresar la nueva religión de la interioridad, de la fe o de la conversación íntima entre el cristiano y la divinidad.

En Durero, el jeroglífico, el emblema, está sobre todo vinculado con el estilo decorativo cultivado para el emperador Maximiliano I a partir de 1512. El Durero de la Reforma parece ser, sin embargo, el artista melancólico, siempre consciente de los límites de la imaginación artística e incapaz no sólo de plasmar la belleza que conoce únicamente la divinidad, sino de alcanzar las cimas logradas por el verbo del teólogo. Durero, sabedor de la insuficiencia de la imagen artística para llegar al corazón de la fe, practicará con el paso del tiempo un estilo cada vez más sencillo, austero y rígido. Hasta el punto de que en uno de sus grabados, La Última Cena de 1523, el vacío, la ausencia de rito e imagen, se convierte en lo que da sentido al grabado. Mas las obras que, para un hombre del siglo XVI formado inicialmente en la tradición humanista e influido por los Alberti, Leonardo, Ficino, etc., son testimonio de los límites del saber del pintor comparado con el del teólogo; para el hombre moderno son signo de la libertad del creador que cuestiona las convenciones del régimen representativo, o que al menos percibe las limitaciones de la geometría para expresar lo que no pertenece al campo del arte: la religión interior de la fe.

2 E. Panofsky, Vida y arte de Alberto Durero, Alianza, Madrid, 1995, p. 188. En adelante citaré esta obra con la abreviatura D.3 R. Barthes, Sade, Fourier, Loyola, Cátedra, Madrid, 1997, pp. 67 ss.4 S. Sebastián, Contrarreforma y Barroco, Alianza, Madrid, 1981, pp. 62-63.5 Cf. V. Stoichita, El ojo místico. Pintura y visión religiosa en el Siglo de Oro español, Alianza, Madrid, 1995.

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Fig. 1: la Visión de la Jerusalén celestial: escenas de la vida de Pedro Nolasco de F. Zurbarán

El artista, conscientemente, puede utilizar la imagen para hacer algo que no es pintura: puede servirse de ella para defender una nueva confesión; puede emplearla, como sucede con las imágenes astrológicas de comienzos del XVI, relativas a diluvios, monstruos o prodigios, con una clara intencionalidad política, etc. Pero también es cierto que en muchas ocasiones el creador de imágenes, sin quererlo, inconscientemente, logra expresar las preocupaciones culturales de su época. Sólo en los tiempos modernos, tras la Revolución francesa, los filósofos e historiadores han convertido el arte del pasado en símbolo o en metáfora de hechos sociales, políticos, económicos, religiosos o incluso de todo un periodo histórico. Así sucede cuando Hegel considera que el verdadero tema de la pintura de género holandesa no son las escenas costumbristas o de interiores, sino la libertad de un pueblo impresa en los reflejos de la luz; o cuando Koselleck encuentra en las esculturas de los monumentos funerarios del siglo XX la expresión de una cultura marcada por la emergencia de las masas.

Todavía cabe utilizar –y esto es algo impensable en el pasado, antes de la revolución estética de los siglos XIX y XX– las pinturas como ilustración de conceptos, teorías filosóficas y metáforas absolutas que nada tienen que ver con la intención del artista. Esto sucede cuando el intérprete libera la imagen de su contexto histórico y la une a otro muy distinto: la Batalla de Alejandro de Altdorfer le sirve a Koselleck para explicar al comienzo de Futuro pasado los retos de la historia conceptual, en la que varios estratos temporales se superponen; La caída de Ícaro de Brueghel le sirve a Karl Löwith o al poeta Auden para criticar la mesiánica filosofía de la historia; o Viaje a Citterea para ilustrar el principio-esperanza de Bloch.6 Se trata, en definitiva, de proseguir la fructífera senda abierta por Aby Warburg, y reivindicar la necesidad de que la historia del arte y de otras disciplinas científicas, teología, política, etc., se encuentren en torno al “laboratorio de la ciencia cultural de la historia de la imagen” (Kulturwissenschaftlicher Bildgeschichte).6 Cf. R. Koselleck, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Paidós, Barcelona, 1993, p. 22; K. Löwith, El hom-bre en el centro de la historia. Balance filosófico del siglo XX, Herder, Barcelona, 1998, p. 324; W. H. Auden, “Musée des Beaux Arts”, en Poemas escogidos, Madrid, Visor, 1995; E. Bloch, El principio esperanza, Trotta, Madrid, 2004-2006.

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2. La influencia de la teología de Erasmo: “asciende de lo visible a lo invisible”

Erasmo y Lutero son los dos teólogos que más influyen en el artista de Nüremberg. El Erasmo que parece estar detrás de algunos de los famosos grabados de Durero, en especial de las dos obras maestras conocidas como El caballero, la muerte y el demonio y San Jerónimo en su celda, es el que se presenta como uno de los primeros heraldos de la Reforma. Como se sabe, esta revolución religiosa no se entendería si antes no se hubiera producido la renovación humanista, cuyo máximo exponente es Erasmo, de la exégesis bíblica. Tal renovación se fundaba en el retorno a las fuentes, en la crítica de la teología escolástica y en la gran importancia dada a los Padres de la Iglesia, en los cuales apreciaba Erasmo el punto de unión entre la teología cristiana y la cultura clásica. Pero el principal lugar de encuentro entre la Reforma y el Humanismo cristiano de Erasmo se daba en la crítica a las ceremonias o constituciones papistas. El holandés, en muchos de sus escritos, ya había criticado la abstinencia, que consideraba un precepto más judío que cristiano, el celibato obligatorio de los sacerdotes, el excesivo número de festividades, la codicia de una Iglesia capaz de manipular preceptos eclesiásticos y cometer abusos en la concesión de dispensas, y, claro está, el culto de las imágenes7.

La inicial identificación de la Reforma con Erasmo se comprende cuando advertimos que el propio humanista consideraba la filosofía cristiana de Lutero muy superior a la supersticiosa teología fomentada por los escolásticos; o cuando comprobamos que, en sus inicios, dentro del mismo campo de la Reforma, se subrayaba la proximidad de ambos teólogos. Este es el Erasmo –todavía queda lejos el desencuentro con Lutero a propósito del libre albedrío– que admira Durero, y que quizá inspira el buril de 1513 conocido hoy con el título de El caballero, la muerte y el demonio (fig. 2). Parece ser que Durero pintó en él a un caballero eclesiástico. Sin embargo, durante una buena parte del siglo XX, historiadores de formación marxista interpretaron este grabado como una crítica social a un fenómeno habitual en la época: la conversión de caballeros en bandidos. Para Mathias Mende,8 esta teoría resulta insostenible, sobre todo si tenemos en cuenta que Leonhard Beck realizó en el siglo XVI una entalladura donde el emperador Maximiliano I posa como el caballero de la estampa de Durero. Si el grabado dureriano hubiera sido una denuncia contra la caballería de bandidaje, difícilmente se le habría ocurrido colocar en esa posición al emperador.

Herman Grimm, en el siglo XIX, es quien primero relaciona esta obra con el Enchiridion militis christiani de Erasmo, aunque es Panofsky el encargado de consagrar definitivamente esta tesis. Nos encontramos ante un abstracto tratado de piedad cristiana, publicado en 1503, y cuyo mayor éxito y número de ediciones se alcanza en la segunda década del siglo XVI, en los años en que comienza a extenderse la Reforma luterana.9 El Enchiridion, palabra que significa tanto puñal como pequeño tratado, no influye sobre Durero porque proporcione motivos iconográficos. En realidad, son pocas las imágenes suministradas al artista por un libro que quizá, por su carácter abstracto y desapasionado, decepcionó al capitán de la Compañía de Jesús, Ignacio de Loyola, hasta el punto de comentar que el texto disminuyó su ardor y apagó su devoción.10 Desde luego, el soldado de Cristo de Loyola es muy distinto del sereno e imperturbable caballero del buril.

7 La crítica a este culto procede de argumentos erasmistas según nos dice Cornelis Augustijn en Erasmo de Rotterdam. Vida y obra, Crítica, Barcelona, 1990, p. 217.8 Cf. M. Mende, “El caballero, la muerte y el demonio”, en J. M. Matilla (ed.), Durero. Obras maestras de la Albertina , Museo Nacional del Prado, Madrid, 2005, p. 159.9 C. Augustijn, o. c., p. 51.10 J. Huizinga, Erasmo, Salvat, Barcelona, 1987, p. 325.

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Los motivos iconográficos presentes en el cuadro no son nada originales: la comparación del cristiano con el soldado resulta habitual desde Pablo de Tarso, y se halla muy presente en los textos medievales y xilografías del siglo XV; la muerte y el demonio suelen aparecer en un tema ligado al anterior, la representación del peregrino cristiano. Y las dos ideas anteriores, la marcha del soldado y el viaje del peregrino, se entremezclan en xilografías y aguafuertes del siglo XVI (D, p. 167). Ahora bien, Durero –según la interpretación moderna que se impone desde Grimm– utiliza estos motivos muy gastados, convertidos en tópicos de la pintura de género, para expresar el nuevo mensaje que anuncia Erasmo en su Enchiridion; y que, en pocas palabras, se resume en menosprecio de la religiosidad exterior y defensa de una relación más interna con la divinidad.

En una carta a Colet, Erasmo explicaba que había escrito el Enchiridion, “una especie de arte de la piedad”,

“para liberar de su error a los que generalmente reducen la religión a ceremonias y a la observancia eminentemente judaica y de carácter material, a la vez que desatienden las cosas que incitan a la piedad”.11 El motivo central del libro es “la vida como lucha contra los demonios y el mundo” o –podemos añadir nosotros– contra el diablo y la muerte. En esta lucha el cristiano cuenta principalmente con dos armas, la oración y el conocimiento o el estudio de las Sagradas Escrituras, pues las letras humanas tan sólo sirven de preparación. El libro contiene veinte reglas para guiarse de acuerdo con la verdadera piedad cristiana. La que mayor repercusión tuvo a comienzos del siglo XVI fue la quinta, la que contiene la siguiente exhortación: “asciende de lo visible a lo invisible”. Se podría decir que en estas vagas palabras se encierra tanto el programa teológico de la nueva religión interior como el reto del pintor de Nüremberg y la razón de su crisis, de su conversión en artista melancólico. No podemos estar seguros, pero quizá el viaje del caballero supone una ascensión desde el mundo de la carne, donde nos aguardan la muerte y el diablo, al mundo espiritual representado por el castillo que, situado arriba y al fondo, parece ser el destino del caballero.Panofsky no alude a la regla quinta, mas sí se refiere a la tercera para explicar el misterio del buril:

Para que no te dejes apartar del camino de la virtud –escribe Erasmo– porque parezca abrupto y terrible, porque tal vez hayas de renunciar a las comodidades del mundo, y porque constantemente has de combatir contra tres enemigos en lucha desigual, que son la carne, el demonio y el mundo, te será propuesta esta tercera norma: todos esos espectros y fantasmas que se abaten sobre ti como en las mismísimas fauces del Hades, has de tenerlos en nada, siguiendo el ejemplo del Eneas de Virgilio.

Erasmo nos proporciona aquí la idea de una fe tan poderosa que convierte en irreales, en espectros y fantasmas, a los peligros y tentaciones del mundo. Durero habría intentado plasmar –según Panofsky– este mismo pensamiento, ya que en el grabado “los enemigos del hombre no parecen poseer realidad”, es decir, la muerte y el diablo son –como dice la regla tercera– espectros y fantasmas que resulta necesario ignorar. En cambio, el caballero –la personificación de la fe cristiana– y el perro animoso y de buen olfato –el símbolo de las virtudes del celo incansable, saber y razonamiento veraz–12 sugieren “una existencia más sólida y real que las de la Muerte y el Demonio, que se nos aparecen como poco más que sombras del yermo”. “El hecho mismo –añade Panofsky– de que hombre, caballo y perro estén representados de perfil puro nos convence de que ninguno de ellos es siquiera consciente de la presencia del peligro, y por lo tanto expresa la idea de la imperturbabilidad.” (D, p. 169). Reconozco que nos movemos en un terreno resbaladizo. Otros eminentes especialistas en Durero, como Mathias Mende, sostienen, por el contrario, que

11 Cit. en ibíd., p. 110.12 Benjamin pone de relieve que en Durero el perro es una figura compleja: mientras en El caballero... el can está relacionado con el olfato y la perseverancia, en Melencolia I representa la rabia localizada en el bazo que es, precisamente, la sede de la melancolía. Cf. W. Benjamin, El origen del drama barroco alemán, Taurus, Madrid, 1990, p. 144.

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“la reacción del perro demuestra” que las dos figuras monstruosas “son reales y no meras imágenes fantasmagóricas producto de la fantasía del personaje principal”.13

Otros muchos fragmentos del tratado de Erasmo podrían leerse en relación con esta obra maestra del grabado. Como aquél donde la criatura aparece bajo los rasgos de un peregrino; o el pasaje donde se critica a todos los hombres que, lejos de ser como el caballero de la fe y ascender de lo visible a lo invisible, de la carne al espíritu, se dejan impresionar por lo que perciben a través de sus sentidos: apenas se “encontrará algunos –nos comenta Erasmo– que no deambulen por el camino de la carne. De ahí ese enorme abatimiento anímico: tiemblan cuando no hay nada que temer y bostezan adormilados cuando mayor es el peligro. De ahí ese perpetuo estado de infancia en Jesucristo”.14

Si es cierto que el Enchiridion sirve de inspiración al buril –de lo cual nunca podremos estar seguros–, hemos de admitir que la clave de esta imagen es la imperturbabilidad del caballero (D, p. 169), quien, seguro de su fe, no se deja afectar por el mundo externo. El grabado expresa de este modo la indiferencia del cristiano, del hombre que no teme ni al diablo ni a la muerte. Un caballero, seguro de sí mismo, que avanza sin ver lo que ve el espectador, no es otro el misterio de la estampa. Todo ello está relacionado con la piedad de Erasmo, pero también ya con la de Lutero; pues la libertad cristiana predicada por el reformador alemán conlleva fundamentalmente una actitud de profunda indiferencia ante las cosas externas, cambiantes y finitas, ante el diablo y la muerte.

Sólo dicha interpretación permite salvar al grabado de las críticas que vieron en él una mera unión de figuras y planos, sin que nunca se fusionen y logren un todo armonioso. Ese amontonamiento sin orden, sin claridad, sin

13 M. Mende, o. c., p. 156.14 Cit. en C. Augustijn, o. c., p. 55.

La correspondencia entre el grabado y el mensaje de Erasmo se deshace si no aceptamos que la muerte y el diablo son meros fantoches. Mas si seguimos la interpretación de Panofsky resulta forzoso reconocer que la imperturbabilidad del caballero es la propia del elegido, del hombre de fe, a quien ya no le afectan las cosas externas, el mundo. El buril, en el caso de que admitamos su vinculación con el Enchiridion, se encuentra así al servicio de una teología que rechaza la justificación por las obras y al hombre supersticioso, quien, por no depositar toda su confianza en Dios, teme las asechanzas del mundo cambiante –el diablo, como nos recuerda Blumenberg, se caracteriza por sus innumerables metamorfosis– y mortal.

Fig. 2: Albert Durero: El caballero, la muer-te y el demonio

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principio, es precisamente la causa del malestar barroco.15 Lo que salva a la estampa de este mal es el principio invisible, la referencia a la fe, a la verdadera piedad, de la cual trata el libro de Erasmo, y que nunca la imagen podrá plasmar con claridad y sin ambigüedad. La conexión del grabado con el Enchiridion invita a pensar que, en contraste con las pinturas de visiones místicas, la representación de lo más invisible, la piedad del auténtico cristiano, pasa por ahondar en la inexpresividad, por una imagen muda, casi autista, que únicamente dice algo por su ausencia. Tal imagen puede lograrse principalmente a través de dos vías: o bien la imagen se vacía, o bien –como en el caso de El caballero...– las figuras representadas se tornan rígidas y todo el cuadro pierde verosimilitud. La misma verosimilitud garantizada por el arte clásico con toda una serie de reglas y técnicas que, como la perspectiva, tuvieron paradójicamente en Durero a uno de sus principales teóricos.

Otra de las grandes obras maestras de 1514, el San Jerónimo en su celda (fig. 3), representa, a juicio de Panofsky, un ideal de vida contemplativa, de serenidad erudita o de “apacible sabiduría divina” que, en cierto modo, podría pasar también por un retrato de Erasmo (D, p. 170). Quizá sea cierto, pues no era extraño representar a los grandes personajes de esta época con el aspecto de San Jerónimo en su celda. Así lo hace, por ejemplo, Lucas Cranach con el cardenal Alberto de Brandeburgo. La sabiduría apacible del teólogo, del Jerónimo de la estampa, contrasta claramente con la Melencolia I (fig. 4), con un buril que puede leerse como la expresión del desasosiego y de la 15 Durero se apartará pronto, como nos dice Warburg, de la tendencia barroca que puede apreciarse en el mismo Renacimiento. Ya en 1506, el artista alemán se inclina hacia la claridad apolínea, busca las proporciones ideales y se aleja del pathos decorativo de las estampas de 1492-5. Huye entonces del lenguaje gestual barroco estimulado en 1506 por el descubrimiento del Laocoonte; si bien es cierto que el estilo barroco era buscado mucho antes, como prueba el hecho de que durante el siglo XV se aspirara a copiar el dionisiaco lenguaje gestual patético de la Antigüedad. Cf. A. Warburg, “Durero y la Antigüedad italiana”, en El renacimiento del paganismo. Aportaciones a la historia cultural del Renacimiento europeo, Alianza, Madrid, 2005, p. 406.

Fig. 3: Albert Durero: San Jerónimo en su celda.

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impotencia del artista, quien, con sus imágenes y el saber de la geometría, nunca puede alcanzar la profundidad de las abstracciones teológicas. En relación con dicha impotencia, recordemos que, en el famoso grabado de Erasmo de 1526, aparece la leyenda en griego: “su mejor imagen la mostrarán sus escritos”.

3. Melancolía y astrología “en la época de Lutero”: el tránsito “de las cosas externas a las internas”

Durero y melancolía parecen dos términos indisociables. Suficientemente conocida es la importancia que adquiere para el artista de Nüremberg la teoría –a la cual todavía se refiere Kant en su Antropología– de los cuatro humores, sanguíneo, colérico, melancólico y flemático, o de los cuatro fluidos básicos, sangre, bilis amarilla, bilis negra y flema, coesenciales a su vez con los cuatro elementos, cuatro vientos, cuatro estaciones, cuatro horas del día y cuatro fases de la vida, desde la infancia a la ancianidad. En un ser humano completamente sano, lo cual es imposible porque los hombres son por naturaleza imperfectos, los cuatro humores están perfectamente equilibrados, pero, en la práctica uno de ellos prevalece y determina la personalidad. Cuando uno de los humores invade casi por completo el cuerpo y la mente, el hombre enferma y puede incluso morir (D, pp. 171-172).

Fig. 4: Albert Durero: Melencolia I

La visión patológica de la melancolía aparece en el aguafuerte de 1515, normalmente conocido como El desesperado (fig. 5). En la estampa, un individuo normal, para el que Durero se sirvió de un dibujo del año anterior donde había retratado a su hermano Endres, es comparado con cuatro figuras, cada una de las cuales representa un tipo específico de demencia humoral. El hombre desesperado que se arranca el cabello, y del cual ha tomado el aguafuerte su nombre popular, coincide con el hombre de la melancolía colérica; el del rostro demacrado simboliza al sujeto doblemente melancólico; el joven que se consume en la bebida y en la lujuria se identifica con el hombre

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de la melancolía sanguínea; y la mujer desnuda y dormida representa a la melancolía flemática.16

Pero la bilis negra no sólo causa la peor de las patologías, la demencia, sino también favorece el estado propio del hombre genial. Debemos disociar, por tanto, la melancolía común y perniciosa de la melancolía sublime. La famosa Melencolia I pertenece a este segundo tipo. Si en el grabado anterior era la nueva teología de Erasmo la llave para descubrir su secreto, ahora la clave se encuentra en la cosmología de origen pagano, que, como ha demostrado Aby Warburg en un célebre artículo de 1920,17 todavía tiene especial relevancia en el contexto alemán de la Reforma. El mismo Warburg añade que algunas de las creaciones de Durero “están tan arraigadas en este suelo primitivo de la credulidad cosmológico-pagana que, si no tuviéramos conocimiento de ella, nos estaría vedado el acceso, por ejemplo, al grabado de Melencolia I, tal vez el fruto más maduro y misterioso de la cultura cosmológica maximiliana” (P, p. 480).

La astrología constituye todo un reto al investigador debido a su doble dimensión, mítica y racional. En ella se reúnen dos fuerzas espirituales tan heterogéneas como la matemática, “la herramienta más precisa del pensamiento abstracto”, y la magia o el miedo a los demonios, “la forma más primitiva de la causalidad religiosa” (P, p. 458). La filosofía de Blumenberg, en la medida que subraya la racionalidad de los mitos, su función eminentemente racional, puede ayudarnos a comprender esta dualidad de la astrología. Como una vez más nos recuerda Warburg, en una época recién salida de la Edad Media, en la que todavía se teme la novedad, los horóscopos y profecías permiten asimilar y comprender fenómenos históricos de la dimensión de la Reforma luterana. La astrología satisfacía por aquel entonces, aun con medios falsos o míticos, una –en palabras de Goethe– “necesidad verdadera”, y aparecía, por tanto, como un instrumento para explicar “la causa de un poder que de otro modo se hubiera dicho sobrehumano y, por tanto, incomprensible” (P, p. 490). Los dos grandes reformadores alemanes, Lutero y su principal discípulo, Melanchton, no compartían idéntica opinión acerca de la astrología: uno, Lutero, negaba todo valor a esta pseudociencia, mientras que el humanista Melanchton, el amigo de Durero, tenía tanta fe como Ficino en los horóscopos y profecías cosmológicas. Repasemos brevemente esta controversia surgida en el núcleo de la Reforma alemana con el objeto de comprender mejor la Melancolía de Durero.

Fig. 5: Albert Durero: El desesperado Fig. 6: Albert Durero: El sueño de Durero

16 Esta división de la melancolía patológica en cuatro tipos, sistematizada por primera vez por Avicena, coincide completamente con el pensamiento de Melanchton (D, p. 208).17 A. Warburg, “Profecía pagana en palabras e imágenes en la época de Lutero”, en El renacimiento del paganismo, cit. Este artículo será citado a partir de ahora con la abreviatura P

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3.1. El rechazo de la astrología en los inicios de la Reforma. Lutero, que fue astralizado en innumerables ocasiones, rechazaba todos esos horóscopos con los cuales se pretendía aclarar su misterio, el de un hombre capaz de romper la secular ordenación de la Iglesia católica18. Para el teólogo de Wittemberg, todo lo que sucedía en el cosmos era obra de Dios y nada debía atribuirse a la influencia de las estrellas: la “astrología –escribía Lutero– no es un arte, pues no tiene principios ni demostraciones en las cuales pueda basarse y fundarse con firmeza y certeza” (P, p. 466).

El prólogo de Martin Lutero al libro de la profecía de Johannes Lichtenberger, publicado en 1527, quizá sea el texto donde mejor puede apreciarse la opinión del reformador sobre la astrología. A pesar de su hostilidad hacia el arte de las estrellas, el teólogo valoraba las cuarenta y tres imágenes contenidas en el libro de Lichtenberger como advertencias dirigidas contra los malos sacerdotes que habían participado y salido indemnes de la Guerra de los campesinos (P, p. 467). Los hombres de la época de Lutero leyeron la profecía de Lichtenberger, que al parecer fue tomada de Paulus von Middelburg y pertenece a un tiempo anterior a la Reforma, en relación con este conflicto social y religioso de los años veinte.

Lichtenberger profetizaba la llegada de un monje que habría de limpiar la religión de arriba abajo, y a este mismo monje le colocaba un demonio sobre la nunca. Desde luego muchos identificaron tal monje con Lutero. Valerius Herberger, en su texto de 1612, Gloria Lutheri, hace referencia a una anécdota en la que el propio reformador no desprecia tal identificación. De acuerdo con este relato, a la pregunta de por qué deseaba la traducción de un libro que supuestamente hablaba contra él, Lutero respondía que el demonio está sobre la nuca y no sobre el corazón: “en el corazón –expresaba el Lutero de Herberger– es donde mora mi señor Jesús, hasta allí no llegará jamás el demonio, pero creo que está sentado en mi nuca en referencia al Papa, al emperador, a los poderosos” (P, p. 473).

En el citado prólogo, Lutero distingue tres tipos de profecías. En primer lugar, las puras o inspiradas por el Espíritu Santo, como las recogidas por las sagradas Escrituras. Tales profecías tienen como “tema y fundamento el hecho de que los impíos serán condenados y los piadosos redimidos, y su objetivo es siempre afianzar y alentar las conciencias y la fe en Dios”. En segundo lugar tenemos las profecías satánicas, esto es, cuando falsos profetas o herejes corrompen la fe en Dios, destruyen y tientan las conciencias, y consuelan “con mentiras y amenazan con falsedades”. Por último, Lutero menciona la profecía natural. A diferencia de las dos anteriores, la natural, la de Lichtenberger, “ni remite al Espíritu Santo ni se jacta de estar inspirada por él, como hacen los verdaderos y los falsos profetas, sino que fundamenta su predicción en la dinámica celeste y en el arte natural de los astros con sus influencias y efectos”. Tal profecía se limita a decir “cosas malas referentes al futuro, ya conciernan a impíos o a piadosos, tal y como se lo da a conocer su arte astral”. En suma, se trata de un arte pagano de origen muy antiguo, pues ya era utilizado por romanos y caldeos, y completamente “referente a cosas materiales y mundanas”. Lutero admite, no obstante, que “ni yo mismo puedo despreciar a este Lichtenberger en todos los casos”; “sobre todo con las imágenes y las figuras se ha acercado a la verdad casi más que con las palabras”.

La astrología y el arte de las predicciones proceden, según Lutero, del intento de interpretar las señales (omina) y de “hacer de ello un arte certero”. Muchos, como Lichtenberger, pensaron que las estrellas y la naturaleza eran la causa de lo que en realidad es obra de Dios o de sus ángeles, de los únicos que pueden “saber y referir lo que está por venir”. El pesimismo antropológico del reformador le lleva a decir que Dios “lo hace todo a través

18 En muchos horóscopos, el natalicio de Lutero fue modificado y, en lugar del real, 10 de noviembre de 1483, se estableció la fecha del 22 de octubre de 1484, pues en este año se produjo una gran conjunción planetaria en Escorpión (se pensaba que cuando Júpiter y Saturno coinciden en Escorpio originan “hombres heroicos”) “de la que hacía generaciones que se esperaba la señal del comienzo de una nueva era en la evolución religiosa de Occidente.” (P, p. 454).

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de nosotros y nosotros sólo somos sus máscaras tras las que se esconde y obra”. Las señales y prodigios, como los cometas, los eclipses o los monstruos,19 además de ser dispuestos por los ángeles o por la divinidad, son advertencias de que va a ocurrir una desgracia, y por este motivo sólo conciernen a los impíos de cualquier estado.20 Los piadosos, los verdaderos cristianos, no tienen, en cambio, necesidad de tales señales ni deben temerlas.

El diablo, añade Lutero, también inspira las profecías de algunos adivinos. Estas no siempre son equivocadas porque Satanás, aparte de conocer “el corazón de aquellos a quienes posee”, los impíos, y “la condición del mundo”, sabe, con su larga experiencia, “qué camino llevan los acontecimientos”. Ahora bien, como Dios no le permite vaticinar la verdad constantemente, las profecías inspiradas por el diablo siguen siendo inciertas. En relación con las profecías de Lichtenberger, Lutero sostiene que cuando acierta, o bien “lo hace a partir de las señales y advertencias de Dios”, “o bien se debe a la inspiración de Satán por designio divino”; y cuando falla, “el motivo sólo ha de buscarse en su arte y en la tentación de Satán”. Por todo ello, está claro que, en el fondo, las profecías se reducen a dos tipos, a las inspiradas por Dios y por el diablo.21 Ciertamente, Lutero contribuye al desencantamiento del mundo al rechazar el fatalismo astrológico, esto es, al rechazar la fabricación de horóscopos y la “superhumanidad demoníaca de los astros”, pero sigue viviendo en un mundo encantado cuando muestra su temor a la influencia terrenal del demonio y a los prodigios, monstruos o señales cósmicas (P, p. 488).

Fig. 7: Albert Durero: San Jerónimo de Lisboa

19 Uno de esos monstra o prodigios aparece en el grabado de Durero titulado “La cerda de Landser”.20 En los siguientes fragmentos, Lutero demuestra creer en unos presagios y señales que siempre son una advertencia de Dios dirigida a los impíos de cualquier estado, señores o campesinos: “Tantos signos espantosos, que se han visto en el cielo y en la tierra, anun-cian una gran desgracia y muestran importantes cambios en Alemania, aunque desgraciadamente pensemos poco en ello.” (M. Lutero, “Exhortación a la paz en contestación a los doce artículos del campesinado de Suabia” (1525), en Escritos Políticos, Tecnos, Madrid, 1990, p. 69); “Las señales del cielo y los prodigios en la tierra os conciernen a vosotros, queridos señores; nada bueno significan para vosotros, nada bueno os sucederá. Una gran parte de esta cólera ya se ha realizado, al enviarnos Dios tantos profetas y doctores falsos.” (Ibíd., p. 70); “Sabéis también que Dios es suficientemente poderoso y fuerte para castigaros, conforme a su amenaza, si tomáis en vano su nombre [...]. Para él, que anegó el mundo con el diluvio y abrasó Sodoma con el fuego, es una cosa fácil aniquilar a los campesinos o frenarlos.” (Ibíd., p. 75). “El demonio ha enviado entre vosotros falsos profetas, guardaos de ellos.” (Ibíd., p. 78).21 Todas las citas del prólogo pueden encontrarse en el apéndice A del artículo de Warburg, P, pp. 497-500.

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Esta posición luterana ya fue, no obstante, anticipada por Savonarola y sus seguidores. El mayor enemigo de estos italianos era el platonismo ficiniano, un humanismo que, lejos del pesimismo antropológico y de la separación luterana de los dos reinos, intentaba restaurar la potencia natural de la criatura y conciliar la transcendencia cristiana con el naturalismo mágico e inmanente de la tradición pagana.22 En contraste con el platonismo de Ficino o el naturalismo de Pomponazzi o Maquiavelo, el fraile partía, en sus obras Compendio di rivelazione y Dialogus de veritate prophetica, de una antropología tan pesimista como la de Lutero. Desde este punto de vista, el hombre carece de la suficiente luz natural para conocer anticipadamente los futuros contingentes, salvo que sea inspirado por la divinidad. La verdadera profecía, la de origen exclusivamente sobrenatural, no requiere ni de la naturaleza melancólica del profeta, ni de sueños ni de la fuerza de la imaginación.23 Savonarola también aludía a toda una serie de criterios que nos permiten saber si una profecía tiene un origen divino: absoluta certeza subjetiva en la fuente divina de visión; vida virtuosa del profeta; éxito de la predicación del profeta; crecimiento de la profecía en la adversidad; y bondad de sus seguidores.24

Gianfrancesco Pico, el sobrino del gran Pico, fue quien en su obra De rerum prænotione (1506) sistematiza la posición savonaroliana. Distinguía en ella cuatro modalidades de profecía prænotio o conocimiento anticipado de las cosas. La prenoción natural, la causada únicamente por el hombre, constituye una simple conjetura que nunca rebasa el nivel de la mera probabilidad. Resulta legítima siempre que no degenere en prenoción curiosa. Esta última se da cuando “se desea saber o se buscan cosas que en su fin mismo son raras, superfluas o prohibidas”. Tal prenoción debe ser estudiada en relación con el rechazo premoderno de la curiositas;25 y, por tanto, en un contexto contrario al hombre moderno que, en lugar de la docta ignorantia, decide adentrarse en un territorio hasta entonces vedado y se niega a subordinar todo su conocimiento al fin religioso. En tercer lugar, Pico habla de la prenoción supersticiosa o diabólica. Se trata de la magia, la astrología o la idolatría, de las artes influidas por el diablo. Por último menciona la prenoción divina, o el conocimiento anticipado de futuros contingentes por revelación o inspiración divina. Pico, al rebajar la profecía natural a una simple conjetura, y negar la posibilidad de lograr por la naturaleza o estudio la visión anticipada de las cosas, acaba, como Lutero y Savonarola, reconociendo solamente dos tipos de profecías: la verdadera o sugerida por Dios, y la falsa (curiosa y supersticiosa) o causada por el diablo.

22 M. A. Granada, Cosmología, religión y política en el Renacimiento. Ficino, Savonarola, Pomponazzi, Maquiavelo, Anthropos, Bar-celona, 1988 p. 103.23 Ibíd., p. 81.24 Ibíd., pp. 84-85.25 Sobre la historia del concepto de curiositas, véase la tercera parte de la obra de Hans Blumenberg Die Legitimität der Neuzeit, Suhrkamp Verlag, Frankfurt, 1988.

Fig. 8: Albert Durero: La Última Cena

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3.2. La melancolía de Durero: la influencia del humanismo italiano y alemán. El Durero del grabado Melencolia I se encuentra íntimamente ligado a la versión humanista de la Reforma, a la que todavía no ha cortado con la tradición pagana y valora el conocimiento natural de los astros; esto es, se halla más cerca de Melanchton que de Lutero. Precisamente, la melancolía es revalorizada por el Humanismo, tanto en su modalidad italiana como alemana, por su vínculo con la astrología y la profecía. Veamos, para terminar este apartado, cómo se produce dicha conexión y cómo la melancolía deja de ser un simple estado patológico o pecaminoso.

La doctrina médica de la antigüedad distinguía dos formas de melancolía, la severa y la leve. La “severa la causaba la bilis negra y producía estados maniacos”, como el del Hércules furens. Marsilio Ficino proponía utilizar contra ella una terapia mixta que combinara el procedimiento médico-científico, el mágico o astrológico y el tratamiento espiritual. Estos tres elementos se hallan presentes en el grabado de Durero. Así, la cabeza de la melancolía en lugar de estar adornada de laurel, lo está de teucrio, la planta medicinal utilizada contra este humor sombrío (P, p. 488). Entre los medios mágicos, los humanistas hablaban de aprovecharse de la conjunción planetaria más favorable, y contraponer Júpiter, el planeta benigno, al peligroso Saturno, la divinidad astral bajo cuya influencia se encontraban los melancólicos. Pero si no se disponía de la conjunción favorable, también se podía hacer uso de ese cuadrado mágico o tabla numérica que cuelga de la pared en Melencolia I, y que, al parecer, procede de las lecturas que Durero hizo de Agrippa de Nettersheim, uno de los humanistas alemanes en los que más influye el neoplatónico Marsilio Ficino (P, p. 481).26

La concentración espiritual también permitía transformar al triste, solitario y contemplativo melancólico

en un genio capaz de profetizar el porvenir. Ficino, en el libro XIII de la Theologia platonica, nos explica esta íntima relación de la melancolía con la profecía. Alude aquí a dos tipos de profecías: la divina, “la efectuada sin arte y sin reflexión”; y la natural, la que se da cuando, tras desvincularse el alma del cuidado del cuerpo y retornar a sí misma, se produce un estado de vacatio animæ que permite, primero, conocer el cosmos, caracterizado siempre por la interconexión (simpatheia) entre todos los miembros de un determinado grado o nivel ontológico, y, después, profetizar el futuro. Marsilio Ficino menciona la melancolía entre las siete vías (sueño, desvanecimiento, humor melancólico, complexión regulada, soledad, admiración y castidad) a través de las cuales se consigue la liberación del cuerpo y el estado de vacatio animæ: “el tercer modo de liberación –escribe el humanista italiano– se produce por la contracción del humor melancólico, que aparta al alma de los negocios externos, de manera que el alma está tan libre en estado de vigilia como suele estarlo en ocasiones en el sueño”.27

Desde luego, ésta es la actitud contemplativa, ensimismada, dirigida hacia el interior, de la figura grabada por Durero, y que, como nos sugiere el siguiente fragmento de Ficino, es subrayada por dos de los elementos principales del buril, el compás y la esfera: “es necesario llevar el alma de las cosas externas a las internas, lo mismo que llevamos el trazo del compás hasta el punto central, llamado centrum” (P, p. 485). Se trata de un movimiento, de lo externo a lo interno, que, por su analogía con el movimiento del otro grabado, de lo visible a lo invisible, nos permite aventurar una posible convergencia del nuevo cristianismo de la Reforma, ya anunciado por Erasmo y simbolizado por El caballero, la muerte y el demonio, con la tradición pagana revitalizada, entre otros, por Ficino y representada por la Melencolia I. La vacatio animæ propia del humor melancólico28 también guarda cierta semejanza 26 Parece ser que un texto árabe escrito en la España del siglo X, y que circulará más tarde en latín con el nombre de Picatrix, influye en Ficino y otros cultivadores de la astrología: “La magia –escribe Warburg– de las imágenes de Ficino y los cuadrados numéricos de Agrippa se vinculan [...] a la antiquísima práctica pagana, hundiendo sus raíces en la magia hermética curativa que habían transmitido los árabes.” (P, p. 483).27 M. A. Granada, o. c., pp. 119-120.28 Benjamin nos muestra, en cambio, el lado perverso de la vacatio animæ. En el Trauerspiel, el vacío, en lugar de hacer hombres

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con el vacío absoluto, con el abandono de los deseos e inclinaciones naturales, que caracteriza a la libertad cristiana de la Reforma. Sabiduría pagana y libertad cristiana, teoría y praxis, empiezan así por un vacío que, con los años, se convertirá en una de las claves del arte de Durero.

Fig. 9: Albert Durero:Los cuatro apóstoles

A menudo se ha interpretado el grabado de la Melancolía como una especie de autorretrato. A este respecto se suele citar la opinión, cargada de referencias astrológicas, de Melanchton. Para el reformador, el genio de Durero pertenecía a la forma más generosa y elevada de melancolía, la heroica, la que nace de una posición favorable de los astros, en concreto cuando “la conjunción de Saturno y Júpiter es templada en libra” (P, p. 485). Sin embargo, la interpretación de Panofsky, además de subrayar la influencia pagana de la Melancolía de Durero, también afirma su inferioridad con respecto a otras modalidades de melancolía. Panofsky ha argumentado que el I, más que a una secuencia de grabados, hace referencia a una escala de valores. Para demostrar esta tesis se basa en la que, a su juicio, parece ser la fuente literaria más importante de la composición de Durero: el De Occulta Philosophia de Cornelius Agrippa de Nettersheim, en su versión original de 1509-1510. Agrippa distingue tres modalidades de grandes hombres, magos o genios en los que influye el furor melancholicus, el furor inducido por Saturno. En primer lugar, tenemos a los artistas y artesanos, en los cuales predomina la imaginación, y si son agraciados con el don de la profecía, éste se restringe a fenómenos materiales: tempestades, terremotos y otras catástrofes parecidas. En segundo lugar, los científicos, médicos o estadistas. En ellos predomina la razón discursiva, y, en el caso de virtuosos y sabios, conduce a la fría y triste melancolía de los príncipes, la propia de los tiranos que no conocen el sol de la justicia. De ahí la necesidad de “que nunca se dé el vacío” en la vida de los reyes, de que incluso el tiempo de ocio esté ocupado por todo tipo de placeres y juegos. Cf. W. Benjamin, o. c., p. 135.

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hacer predicciones, se refieren a acontecimientos políticos. En tercer, y último lugar, tenemos a los teólogos, a los hombres en los que predomina la mente intuitiva; los cuales, en el caso de poseer espíritu profético, pronosticarán crisis religiosas como la aparición de un nuevo profeta o credo (D, pp. 182-183).

La Melencolia I es así la del artista, la de Durero, la del hombre que se mueve en la esfera de la imaginación o de las capacidades espaciales. El grabado se transforma, desde este punto de vista, en una alegoría del pintor, que, a pesar de dominar el arte de la geometría, cuyos instrumentos yacen en el suelo, resulta incapaz de acceder al mundo metafísico (D, p. 183). Al artista le corresponde el genio inferior: su pensamiento no puede ir más allá de los límites del espacio. Se entiende así por qué, en uno de sus escritos, se lamenta de las limitaciones de la geometría: “puede demostrar la verdad de algunas cosas; pero en lo que atañe a otras hay que contentarse con la opinión y el juicio de los hombres” (D, p. 184).

Comentábamos antes que las profecías del pintor se reducen a fenómenos materiales, como tempestades y diluvios. Se diría que este aspecto de la teoría de Agrippa se cumple con la aguada conocida con el nombre de El sueño de Durero (fig. 6), en la que el creador alemán pinta el 8 de junio de 1525, precisamente el año en el que se extiende la Guerra de los campesinos, la pesadilla sufrida la noche anterior. Durero sueña y plasma en el papel al día siguiente grandes columnas de agua –la más grande tiene el extraño aspecto de un hongo atómico invertido– cayendo del cielo. El pánico al diluvio es, por lo demás, una constante de estos años de crisis. Los astrólogos anunciaban desde hacía más de veinte años que en 1524 sucederían veinte conjunciones planetarias, dieciséis de las cuales eran del signo del agua, Piscis, y por ello eran señal de un próximo diluvio universal. Lo cierto es que en una época en la cual Saturno, el más enigmático y peligroso de los planetas en conjunción, era representado como un campesino, muchos vieron en la Bauernkrieg la prueba de la verdad de las profecías naturales basadas en la interpretación de los astros.29

4. La pintura de la crisis: la influencia del luteranismo en el artista

Los especialistas en Durero suelen afirmar que la muerte de Maximiliano I en 1519 coincide más o menos con una crisis en la pintura del maestro de Nüremberg, con un cambio de rumbo que afecta tanto a los temas tratados como al estilo, aunque ya algunos grabados la anuncian, especialmente los tres grandes buriles de 1513-1514. En relación con el contenido de sus obras, cada vez serán más raras las de carácter profano y más abundantes las obras centradas en los apóstoles, evangelistas y pasión de Cristo. En cuanto a la cuestión formal (D, pp. 215-217), abandona el estilo decorativo, como pone de manifiesto que utilice técnicas poco adecuadas a dicho estilo como el grabado a buril y la pintura, y tiende a una mayor austeridad y sencillez, que se puede resumir con estas tres notas: racionalización cubista del cuerpo humano; esquematización del movimiento y del espacio; búsqueda de una solemnidad rígida como de relieve. Esta evolución ascética implica una mayor mecanización de las posturas y gestos, una preferencia por el plano frontal y una reducción del espacio. Tales obras producen –según Panofsky– “una emoción tan intensa que no se puede comunicar si no es mediante la represión” (D, p. 217).30 Se comprende así que Durero dijera a Melanchton: “Cuando yo era joven buscaba la variedad y la novedad; ahora que ya soy viejo he empezado a ver el semblante nativo de la naturaleza y he llegado a darme cuenta de que esa sencillez es el objetivo supremo del arte” (D, p. 240). Me atrevería a decir que gran parte de los artistas –desde los más clásicos a

29 Cf. G. H Williams, La reforma radical, México, FCE, 1983, p. 86; E. Bloch, Thomas Müntzer, teólogo de la revolución, La Balsa de la Medusa, Madrid, 2002, pp. 64-65.30 Para ejemplificar este cambio, Panofsky compara la Virgen coronada por dos ángeles (1518) con la Virgen de la leche (1519): “el acento se ha trasladado de los valores lineales y el movimiento dinámico al volumen esquematizado” (D, p. 213). Es decir, el estilo deco-rativo ha dejado paso a un estilo volumétrico o cubista.

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los más modernos, desde Durero a Mark Rothko y Robert Bresson31– que asumen el reto de “ascender de lo visible a lo invisible”, de transitar desde lo exterior hacia lo interior, pero que al mismo tiempo son conscientes de la insuficiencia de la imagen para lograrlo, tienden a un estilo ascético, desnudo, sencillo.

En la base del cambio de Durero parece encontrarse la Reforma luterana. De la serenidad que proporciona la piedad reivindicada por Erasmo pasamos a la inquietud generada por el futuro incierto de la Reforma. Estos son los años en los que la nueva religión no sólo debe luchar contra el catolicismo, sino también contra los excesos que tienen lugar dentro del campo reformado, cuya primera gran manifestación será la Bauernkrieg. Ecos de todos estos acontecimientos se pueden hallar en la pintura de Durero, en especial en Los cuatro apóstoles.

Que el héroe ya no es tanto Erasmo sino Lutero, y que incluso se extiende la sospecha de que el holandés carece del coraje necesario para unirse a la Iglesia verdadera, se puede comprobar en un conocido fragmento de los diarios de Durero de 1521. Se trata de un pasaje de claro corte milenarista donde se percibe el temor a que sean ciertos los rumores acerca del secuestro y asesinato de Lutero32 De este mismo año data el San Jerónimo de Lisboa (fig. 7), una pintura de clara inspiración flamenca. Mientras el buril de 1514 se ajustaba a la serenidad erudita de Erasmo, la pintura de 1521, un verdadero memento mori, parece reflejar, como nos dice Panofsky, el espíritu de Lutero (D, p. 224), o, lo cual resulta aún más probable, el del propio Durero marcado por el temor y la tristeza. No olvidemos, por lo demás, que el artista melancólico esperó durante mucho tiempo, aunque sin éxito, tener la oportunidad de pintar al reformador.

31 Algo parecido se puede observar en Robert Bresson, un cineasta que también estaba profundamente afectado por la religión. En concreto, por esa versión reformada del catolicismo que, en mi opinión, es el jansenismo.32 “Oh Dios, si Lutero ha muerto, ¿quién a partir de ahora nos explicará tan claramente los Santos Evangelios? Oh Dios, ¡qué no podría haber escrito aún para nosotros en diez o veinte años! ¡Oh devotos cristianos todos, ayudadme a llorar a este hombre iluminado por Dios y a rogarle que nos envíe otro iluminado! Oh Erasme Roderodame, ¿de qué lado te pondrás? [...] Tú eres un hombre pequeño y viejo; he oído decir que no te concedes arriba de dos años para hacer algo. Empléalos bien, para provecho de los Evangelios y de la verda-dera fe cristiana, y haz oír tu voz, y así las Puertas del infierno, la Sede de Roma, como ha dicho Cristo, no prevalecerán sobre ti [...]. Oh cristianos, suplicad la ayuda de Dios, pues Su Juicio está cerca y Su justicia se manifestará. Entonces veremos sangrar a los inocentes que han sido juzgados y condenados por el Papa, los sacerdotes y los mojes. Apocalipsis. Estos son aquellos que fueron muertos, postrados bajo el altar, y a gritos piden venganza, a lo cual responde la voz de Dios, diciendo: ‘Esperad a que esté colmado el número de los inocentes asesinados; entonces juzgaré.” (Cit. en D, pp. 211-212).

Fig. 10: Albert Durero:Autorretrato de 1521

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El cuadro que mejor ejemplifica la evolución experimentada por Durero como consecuencia de su luteranismo, quizá sea la sencilla estampa de La última Cena de 1523 (fig. 8). Este grabado refleja la controversia teológica sobre la Eucaristía. El reformador, en su escrito de 1520 Sermón sobre el Nuevo Testamento o sobre la Santa Misa, había escrito que la misa no es un sacrificio, sino un sacramento mediante el cual “bajo el sello de un símbolo se promete la redención del pecado” (D, p. 233). El debate sobre la Santa Cena, sobre la distancia entre el símbolo o los signos visibles de la ceremonia y la verdad invisible de la Eucaristía, estaba muy relacionado con la cuestión de las imágenes o del culto de las estatuas y cuadros. En el mismo año de La Última Cena, en 1523, la denuncia de la idolatría del altar y de las imágenes había terminado desembocando en Zurich en el estallido del movimiento iconoclasta. Era sobre todo la Reforma radical, de la cual Durero siempre procuró apartarse, la que insistía, primero, en reducir las imágenes a simples ídolos, pues cualquier cristiano podía dirigirse directamente a Dios; y, segundo, en denunciar tales imágenes porque, lejos de ser “libros para los iletrados”, habían llegado a ser sustitutos del Libro sagrado.33 En el fondo, los iconoclastas, al dirigirse contra una imagen convertida en un mero instrumentum religionis,34 en un objeto de culto, favorecían, con independencia de que fueran conscientes de ello, la obra de arte autónoma.

Pues bien, el grabado de Durero se convierte casi en una ilustración de la teología luterana al dejar únicamente sobre la mesa el cáliz sacramental (los símbolos más materiales de la Eucaristía, el cesto de pan y la jarra de vino están en el suelo) y eliminar el cordero sacrificial que, sin embargo, figuraba en xilografías anteriores. Para subrayar esta ausencia y poner de relieve que la misa no es un sacrificio, vemos en primer término una fuente vacía. De nuevo, ascender de lo visible a lo invisible, de la ritualizada religión católica que sacraliza los objetos, la materia, a la nueva religión interior, supone eliminar, desnudar, vaciar el cuadro, aunque, desde luego, nunca lo suficiente. De la xilografía también resulta digno de mención el hecho de que represente –y según Panofsky “por primera y última vez en la historia” (D, p. 233)– el final de la Última Cena descrito por Juan, el evangelista favorito de Lutero. Se trata del momento en el que Judas ha salido de la estancia, quedan once apóstoles, y Jesús da un mandamiento nuevo: “que, como yo os he amado, así os améis también los unos a los otros...”

En 1525, en plena Guerra de los campesinos, Durero empieza a pintar su “testamento artístico”, la obra maestra de Los cuatro apóstoles (fig. 9), que donará a su ciudad natal, Nüremberg, en 1526. Las dos tablas están íntimamente relacionadas con el monumental grabado de San Felipe, inmóvil, de perfil y erguido, que, si bien Durero tiene listo en 1523, no publicará hasta después de acabar Los cuatro apóstoles (D, pp. 241-245). Parece ser que las dos tablas eran las alas de un tríptico dedicado inicialmente a una Sacra Conversazione (la Virgen con ocho santos en el centro); proyecto que probablemente abandonó al triunfar el luteranismo en la ciudad de Nüremberg. Johann Neudörffer, el calígrafo de Durero, nos informa en su libro sobre los artistas de Nüremberg que Los cuatro apóstoles representan un sanguíneo, un colérico, un flemático y un melancólico. En la primera tabla, en primer término, tenemos al joven apóstol Juan, quien, con toda seguridad, debe ser el sanguíneo, y quizá represente el estado del hombre antes del pecado original; al fondo, Pedro, el más anciano, con la cara cansada y la mirada baja, sin duda es el flemático. En el segundo cuadro, tenemos al fondo al evangelista Marcos (de ahí que sea incorrecto el título de los cuatro apóstoles), cuyo símbolo, el león, y faz, con los dientes descubiertos y los ojos desorbitados, remiten sin duda al colérico; y en primer término a Pablo de Tarso, cuya importancia sobre la Reforma resulta sobradamente conocida. En esta austera, ascética y sombría figura, que mira de perfil y guarda cierto parecido, por su monumentalidad, con el Felipe del grabado, Durero representa al hombre melancólico. Quizá ésta sea –y así lo cree Panofsky–, la Melancolía III, la del teólogo o santo, la del ingenio superior que se encuentra en contacto con 33 G. H. Williams, o. c., p. 117.34 De forma similar se critica al tirano en esta época porque convierte la religión en instrumentum regni, porque la subordina a un fin –el político– exterior a la propia religión.

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la verdad metafísica, con la más invisible, y que el arte limitado del pintor nunca podrá expresar. La pintura de la crisis, la marcada por la Reforma, es la propia del artista melancólico, de quien conoce las limitaciones de su arte, sobre todo si las comparamos con el saber del teólogo.

El cuadro también nos interesa por su relación con la Reforma radical, de la que Erasmo fue en parte promotor involuntario. Cada una de las tablas tienen al pie una banda en la cual Durero manda escribir una serie de pasajes que sirven tanto para condenar la Reforma Radical como el catolicismo, y por ello se comprende que fueran eliminadas cuando este cuadro fue trasladado en 1627 a la católica Munich. Las leyendas de los cuadros comienzan con una advertencia a los poderes seculares “para que no acojan la seducción humana como palabra de Dios”. Seguidamente cita toda una serie de fragmentos pertenecientes a los personajes pintados: proclama contra los “falsos profetas”, las “herejías execrables” y el “espíritu que no es de Dios” (2 Pedro, 2; y 1 Juan 4), citas que pueden hacer referencia perfectamente a la Reforma Radical; contra los “pecadores que tienen apariencia de piedad pero niegan el poder de la misma” (2 Timoteo, 3) y contra “los escribas que gustan pasear con largos ropajes y ser saludados en las plazas” (Marcos 12, 38-40).

Durero vivió los episodios que, en relación con la Reforma Radical, tuvieron a la ciudad de Nüremberg como protagonista. Nuestro hombre ridiculizó incluso a los campesinos en su tratado sobre la Geometría de 1525. Sin duda había conocido a Carlstadt y Denck y, como luterano ortodoxo, se había alejado de ellos. El espiritualista y sacramentario Carlstadt, antes de seguir la vía radical, había publicado en 1519, con dedicatoria a Dürer, su “amado patrono”, un tratado en el cual sostenía que el precepto de Cristo había sido simplemente comer y alegrarse, y no adorar el pan y el vino.

Nüremberg también fue la ciudad de Johannes Denck, el llamado obispo o Papa de los anabaptistas que pasó del humanismo católico de Erasmo al sectarismo anabaptista. Denck, quien probablemente acogió en su casa de Nüremberg a Thomas Müntzer durante la Bauernkrieg, en 1524, se caracterizó por fundir la piedad humanista descubierta en la Basilea de Erasmo con la piedad mística. El espiritualismo de Denck tuvo una honda repercusión en los denominados pintores ateos, Georg Pencz y los hermanos Sebald y Barthel Beham, expulsados de Nüremberg unos meses antes que el propio Denck. La posición de este último sobre la predestinación y el libre albedrío era cercana a la de Erasmo, a quien Lutero ya había replicado en 1525. En una de sus obras Denck recogió, a imitación del teólogo de Rotterdam, una amplia muestra de las contradicciones contenidas en las Sagradas Escrituras; y todo ello con el objeto de invitar a dejar de lado la palabra escrita, externa, y entregarse al verdadero Maestro, al Espíritu Santo, el único que podía hacer ver la Palabra interior que hay detrás de las palabras. El espiritualismo de Denck no sólo desvalorizaba cualquier imagen, sino hasta las mismas palabras sagradas.35 Llevaba así hasta sus últimos extremos uno de los principios inherentes a la Reforma, la invisibilidad de la institución cristiana.

5. El artista proto-romántico

Durero es, como se sabe, uno de los grandes humanistas y teóricos del Renacimiento alemán. Su teoría, recogida básicamente en los Vier Bücher von Menschlicher Proportion, está influida por los Leonardo y Alberti, por los grandes humanistas italianos. El autor de la Melencolia pensaba que la obra de arte debía ser una imitación fiel de la naturaleza. Para conseguirlo, el artista, aparte de conocer las cosas naturales, necesitaba desarrollar un sistema matemático y geométrico, la perspectiva, que fuera capaz de representar los fenómenos naturales sobre la superficie

35 Sobre Carlstadt y Denck, véase G. H. Williams, o. c., pp. 178 ss.-117-

bidimensional. Como todos los creadores que pertenecían al régimen mimético, poético o representativo del arte, Durero perseguía la verosimilitud de las obras artísticas y las proporciones más armoniosas, simétricas o, en definitiva, bellas. Con este fin, buscaba las “partes”, criterios o buenas reglas que permitían crear y juzgar qué obras son bellas; y entre estos criterios, solía mencionar la utilidad, que no haya ni deficiencia ni sobreabundancia, la aprobación acrítica o consensus omnium, el justo medio, etc.

No obstante, en la misma obra teórica de Durero encontramos algunas opiniones o tesis disonantes con respecto al régimen mimético. El alemán insiste así en que el valor estético de la obra no depende del valor del objeto pintado: un cuadro que represente una cosa ruda, fea e incluso monstruosa puede ser mejor que otro que represente una figura hermosa; es decir, el valor de la obra de arte, su belleza, no depende del objeto natural imitado. Separa asimismo las cualidades externas de la obra, las relativas al tamaño, técnica o esfuerzo, de su calidad genuinamente artística, de modo que un dibujo esbozado en unas horas puede llegar a ser mejor que un gran óleo. Y, sobre todo, insiste en su última época, cuando se convierte fundamentalmente en un creador de la Reforma, en que la belleza absoluta resulta inalcanzable para el hombre, cuyo poder no es nada frente a la creación divina. En contra de lo que escribió en el pasado, cuando más estaba influido por los humanistas italianos, por aquellos que, como Leonardo, comparaban la libre capacidad de engendrar del pintor con la mente divina, el último Durero opina, sin embargo, que el artista ya no puede ser equiparado a Dios. Si bien no es menos cierto que, a veces, se encuentra entre los elegidos, y posee el don milagroso de hacer bellas pinturas sin esfuerzo (D, pp. 291-292). El creador de Nüremberg, el fiel luterano, se consideraba sin duda entre los hijos amados de Dios, como Rafael o Leonardo, y pensaba que esta elección equivalía a lo que más tarde los románticos llamarán genio.

Fig. 11: Albert Durero: Autorretrato como Varón de Dolores

La interpretación de Durero en relación con la Reforma, como hemos intentado hacer aquí, invita a pensar –y, desde Panofsky, esto no es infrecuente– en el alemán como un proto-romántico. Ello nos permite encontrar en la obra de Durero valores, generalmente relacionados con las infracciones de las reglas y convenciones clásicas, que forzosamente eran desconocidos para sus contemporáneos. La estética moderna legitima esta operación, pues no se limita a oponer lo antiguo a lo moderno, sino dos regímenes de historicidad: una historia que separa radicalmente las cosas antiguas de las modernas, y otra –la asumida en estas páginas– que cuestiona, como dice primero Warburg

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y más tarde Koselleck, la compartimentación de la historia del mundo en varias épocas,36 y que por ello también ve en el pasado, en el arte antiguo o en Durero, el futuro del arte. Esta segunda historia no cesa de reinterpretar lo antiguo a la luz del presente y viceversa, como hace Schiller con el arte griego, Hegel con la pintura holandesa, Nietzsche con la tragedia griega, Warburg con el arte pagano de la Antigüedad, o Panofsky con Albrecht Dürer. Además, tiene ojos para aquellas cosas (las artes aplicadas, la influencia de la teología, la política, etc.) que antes eran consideradas la parte no-artística de las obras.37

Nosotros hemos intentado comprender el arte de Durero a partir de la regla de Erasmo “asciende de lo visible a lo invisible”. Pero Durero intuye que pintar lo invisible, la belleza absoluta del espíritu, lo infinito, sólo podría hacerlo un hombre que fuera igual a Dios. Al artista sólo le cabe el presentimiento de una imposibilidad, de un límite: el espacio geométrico en el que se mueve el hacedor de imágenes siempre es finito. En cambio, durante el siglo XX, toda una serie de pintores abstractos identificarán al artista con un nuevo hombre-dios capaz de acceder con su arte a lo más invisible, a lo absoluto. Mondrian reconocerá en la pintura abstracta “la posibilidad de penetrar y acceder al yo profundo, al hombre auténtico, al hombre-dios e incluso a Dios”. Kupka escribirá que “el gran arte consiste en hacer de lo invisible e intangible, de la idea suprasensible de lo desconocido [...] una realidad visible y tangible”. Malevitch no sólo hablará de “la ascensión hasta el infinito blanco suprematista donde ya no se encuentra ningún límite”, sino que incluso afirmará que “el hombre se ha fijado como objetivo ser tan infinito como Dios”. Y Barnet Newman comentará que el pintor debe ir más allá de lo visible y lo conocido, y comprometerse en la búsqueda de las verdades escondidas, con el objeto de traducirlas en símbolos visibles.38

La pintura del Durero de la Reforma pertenece a una clase muy distinta: se halla lejos de esa comunión mística del genio con lo infinito. Aunque para el alemán menos es más, y su pintura, siempre dentro del orden de lo sensible, desea entrar en relación con lo que no es de este orden, tampoco nos propone una especie de teología negativa, sino más bien una pintura de los límites. El artista –y he ahí quizá la razón de la melancolía– está atrapado por las limitaciones del arte de la geometría, por la experiencia de la finitud, por una experiencia que al final se revela profundamente dolorosa. En realidad, el cuadro no nos envía más allá, sino que nos devuelve aquí abajo. Éste es el secreto que se esconde en los autorretratos de la última época (figs. 10 y 11), en los que la naturaleza, la del propio Albrecht Dürer, se muestra bajo el aspecto del dolor y la muerte.

36 Warburg, en un seminario sobre Jacob Burckhardt, comentaba que la “tentativa de fijar divisiones puramente cronológicas puede producir principios de clasificación no atendibles o banales.” (El Renacimiento del paganismo, cit., p. 28). 37 Se trata de superar, como pretendía Warburg, las fronteras tradicionales de la historia del arte, “tanto por lo que se refiere a su ámbito material como espacial”. Por ello hemos de ofrecer un “análisis iconológico, que, rom-piendo el control policial que se ejerce sobre nuestras fronteras metodológicas, contemple la Antigüedad, el Medie-vo y la Edad Moderna como épocas interrelacionadas, e interrogue, tanto las obras de arte autónomo como a las artes aplicadas, considerándolas como documentos expresivos de idéntica relevancia.” (A. Warburg, “Arte italiano y astrología internacional en el Palazzo Schifanoia de Ferrara”, en El Renacimiento..., p. 434).38 Cf. Y. Ishaghpour, Rothko. Une absence d’image: lumière de la couleur, Farrago, Tours, 2003, pp. 37-38 y 104.

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