la planta

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LA PLANTA UN BUEN DÍA EL BARÓN Amevert dejó de pasearse con su corcel por los comercios de nuestro mercado, al que venía siempre junto a su inseparable criado. Cierto es que el viejo no apreciaba mucho este sitio y sus visitas eran siempre apuradas; pero a pesar de que a primera impresión parecía un hombre huraño, no lo era, y gustaba de charlar y contar las anécdotas del bello mundo de sus juventudes, de aquel exuberante mundo extinguido, tan diferente del vacío desolador de estos yermos que nos carcomen la piel y nos secan los ojos. Así es, amigo, tú eres muy joven para saberlo, pero antes este cruel desierto era una hermosa comarca de frescos bosques, y si no pregúntales a los viejos. Al criado se lo siguió viendo un tiempo, pero sus visitas al mercado eran furtivas, iba siempre con la capucha echada sobre la cabeza y evitaba cualquier charla. Supusimos todos que el Barón sufría alguna dolencia y por eso su criado venía solo a hacer las compras. Pero finalmente el criado también dejó de venir por aquí. Luego de un tiempo un rumor corrió por la comarca; algunos pobladores aseguraban que del castillo del Barón surgían ruidos curiosamente salvajes y que la vieja construcción presentaba un aspecto de caverna. La gente no creía que el Barón hubiese muerto sino más bien que había enloquecido junto con su criado, y de ahí los ruidos. Fue entonces cuando con algunos comerciantes del mercado, los más jóvenes (los que aún mantenemos vivo el fuego de la curiosidad), fuimos a visitar en comitiva el castillo para develar el misterio. Fuimos acompañados por un grupo de campesinos cuya curiosidad también llameaba en el pecho. Nadie respondió a nuestros llamados al llegar a los portones del castillo, de modo que tuvimos que saltar el muro de piedras que lo rodea. No hubo que violentar la puerta de entrada al castillo puesto que estaba en ruinas y algunas tablas se habían salido y pasamos entre ellas. Al entrar nos encontramos con la monstruosa planta. Al abrirnos paso con los machetes entre las ramas para penetrar en el castillo, descubrimos algo horroroso que casi nos hace huir asqueados de allí. Los detalles de este repugnante descubrimiento los narraré luego de transcribir las espantosas notas que hallamos sobre el escritorio del Barón, al que llegamos luego de mucho esfuerzo y recurriendo a todo el temple de nuestros espíritus. Los papeles estaban dentro de un sobre lacrado colocado en el ruinoso e invadido escritorio. Son en realidad un conjunto de notas que componen una especie de diario sin fechas. Algunas son más largas y otras más breves; están ordenadas y dicen lo siguiente: “Había ya olvidado lo hermoso que es el verde. La gente de este horrendo lugar en el que habitamos se ha acostumbrado a ser quemada por el sol y a que la arena que soplan los vientos le cincele violentos surcos en los rostros, y pareciera que además disfruta de eso. Los viejos ya casi han olvidado la frescura de los bosques que rodeaban a esta comarca, y los más jóvenes tal vez ni siquiera han conocido lo que es un árbol. Pero hay esperanzas, mi buen Pierrot, hay esperanzas porque ha ocurrido algo maravilloso. Ha sido el bastón aquel que cuelga en mi sala de baño; sí, aquel viejo bastón que me obsequiaron los diminutos Taotbat, una extraña tribu de una islita de la provincia de Palawa, en Filipinas. Porque aunque resulte

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LA PLANTA

UN BUEN DÍA EL BARÓN Amevert dejó de pasearse con su corcel por los comercios de nuestro

mercado, al que venía siempre junto a su inseparable criado. Cierto es que el viejo no

apreciaba mucho este sitio y sus visitas eran siempre apuradas; pero a pesar de que a primera

impresión parecía un hombre huraño, no lo era, y gustaba de charlar y contar las anécdotas

del bello mundo de sus juventudes, de aquel exuberante mundo extinguido, tan diferente del

vacío desolador de estos yermos que nos carcomen la piel y nos secan los ojos. Así es, amigo,

tú eres muy joven para saberlo, pero antes este cruel desierto era una hermosa comarca de

frescos bosques, y si no pregúntales a los viejos. Al criado se lo siguió viendo un tiempo,

pero sus visitas al mercado eran furtivas, iba siempre con la capucha echada sobre la cabeza

y evitaba cualquier charla. Supusimos todos que el Barón sufría alguna dolencia y por eso su

criado venía solo a hacer las compras. Pero finalmente el criado también dejó de venir por

aquí. Luego de un tiempo un rumor corrió por la comarca; algunos pobladores aseguraban

que del castillo del Barón surgían ruidos curiosamente salvajes y que la vieja construcción

presentaba un aspecto de caverna. La gente no creía que el Barón hubiese muerto sino más

bien que había enloquecido junto con su criado, y de ahí los ruidos. Fue entonces cuando con

algunos comerciantes del mercado, los más jóvenes (los que aún mantenemos vivo el fuego

de la curiosidad), fuimos a visitar en comitiva el castillo para develar el misterio. Fuimos

acompañados por un grupo de campesinos cuya curiosidad también llameaba en el pecho.

Nadie respondió a nuestros llamados al llegar a los portones del castillo, de modo que

tuvimos que saltar el muro de piedras que lo rodea. No hubo que violentar la puerta de entrada

al castillo puesto que estaba en ruinas y algunas tablas se habían salido y pasamos entre ellas.

Al entrar nos encontramos con la monstruosa planta. Al abrirnos paso con los machetes entre

las ramas para penetrar en el castillo, descubrimos algo horroroso que casi nos hace huir

asqueados de allí. Los detalles de este repugnante descubrimiento los narraré luego de

transcribir las espantosas notas que hallamos sobre el escritorio del Barón, al que llegamos

luego de mucho esfuerzo y recurriendo a todo el temple de nuestros espíritus. Los papeles

estaban dentro de un sobre lacrado colocado en el ruinoso e invadido escritorio. Son en

realidad un conjunto de notas que componen una especie de diario sin fechas. Algunas son

más largas y otras más breves; están ordenadas y dicen lo siguiente:

“Había ya olvidado lo hermoso que es el verde. La gente de este horrendo lugar en el que

habitamos se ha acostumbrado a ser quemada por el sol y a que la arena que soplan los vientos

le cincele violentos surcos en los rostros, y pareciera que además disfruta de eso. Los viejos

ya casi han olvidado la frescura de los bosques que rodeaban a esta comarca, y los más

jóvenes tal vez ni siquiera han conocido lo que es un árbol. Pero hay esperanzas, mi buen

Pierrot, hay esperanzas porque ha ocurrido algo maravilloso. Ha sido el bastón aquel que

cuelga en mi sala de baño; sí, aquel viejo bastón que me obsequiaron los diminutos Taotbat,

una extraña tribu de una islita de la provincia de Palawa, en Filipinas. Porque aunque resulte

increíble ha brotado. ¡Sí, ha brotado! Y esto no lo he soñado, Pierrot, no lo he soñado porque

tú también lo has visto, y no hay modo (que yo sepa) de que tú estés viendo cosas que ocurran

en un sueño mío.

Es decir, ha brotado en la realidad de despiertos, mi buen Pierrot.”

“El encuentro con los hombres Taotbat ocurrió en mis tiempos de juventud cuando

comerciaba telas del Oriente; las telas tenían entonces colores más vivos que ahora, igual que

mi piel y mis cabellos. Fue un encuentro completamente azaroso; navegábamos a través de

las islas que componen la provincia de Palawa, cuando el capitán de mi flotilla me comunicó

que, habiendo amenaza de tormenta y estando uno de los barcos de la flotilla con algunas

averías, era prudente hacer tierra en alguna de las islas cercanas para soportar la tormenta y

reparar el barco averiado. Como no tenía intenciones de arriesgar ni mi vida ni la carga,

decidimos anclar hasta que pasaran las tormentas y se reparara la nave. Lo hicimos en una

isla solitaria. A las pocas horas de haber armado el campamento en tierra aparecieron aquellos

diminutos personajes cargando una incontable cantidad de vituallas que nos ofrecieron con

servicial amabilidad. Durante dos días enteros el cielo descargó su fecundidad sobre aquella

isla de exuberante vida vegetal, y luego, ya con la atmósfera en calma, el barco pudo ser

reparado. Antes de hacernos nuevamente a la mar, se acercó al campamento un grupo de

aquellos pigmeos. Sus vestimentas eran extrañas y escasas, pero muy pomposas. Uno de

ellos, que a juzgar por su edad y vestidos debía de ser el jefe, se acercó hasta mí y, luego de

pronunciar un largo e incomprensible discurso al que respondí con una elocuente reverencia,

levantó un bastón tallado y me lo entregó solemnemente. Allí está el bastón, colgado desde

entonces en la sala de baño. Y ahora, sí, vaya misterio, ha brotado, ¡y con qué vigor! Qué

curiosidad ¿no, Pierrot? Tal vez la humedad desprendida del agua durante mis prolongados

baños haya reavivado las células dormidas en la leña. Ahora que pienso en la despampanante

manifestación de potencia vegetal que parecía estallar de la tierra en aquella feliz islita, y la

comparo con la pasmosa desolación de estos páramos ardientes… Sí, Pierrot, por eso aquellas

sonrisas en los rostros de esos sujetos diminutos. Pero ahora nosotros disfrutamos de un

átomo de aquella exuberancia, porque tenemos una planta Pierrot, una hermosa planta

brotando del bastón; una verde esperanza.”

“Vi cruzar una pequeña lagartija y esconderse en la ranura del muro y recordé que soñé

que era un lagarto. No sé si fue hoy o hace dos años, pero lo soñé, y mi lengua se separaba

horriblemente en dos, y buscaba viscosos insectos entre los escombros, y les hablaba; venid,

insectos, venid con el tío lagarto. Todos estamos un poco locos, Pierrot, es lo que tú no

entiendes. El brote se ha bifurcado en numerosos vástagos que se extienden hacia el suelo.

El bastón, que ya va perdiendo su forma, está amurado a unos dos metros y medio de altura,

y los vástagos cuelgan ya casi un metro y medio hacia abajo. Al entrar a la sala de baño me

invade la placentera sensación de estar entrando en una cueva en el bosque (aquellos que vi

cuando era joven y cuando el mundo era mundo), y el agua resbalando por mi cuerpo es la

humedad que se escurre entre las rocas de un exquisito manantial; y el aroma ¡ah!… aroma

a vida, Pierrot, yo sé que te das cuenta de eso, lo veo en el brillo de tus ojillos. Dejaré que

tomes también tus baños en mi sala, mi fiel Pierrot, no soportaría que te perdieras de esta

maravilla herbácea.”

“Las ramas han tocado el suelo. Anoche me quedé mirando esa maravilla durante casi

media hora sin pestañar. Pierrot me acercó un farol y yo me quedé allí sentado observando y

deleitándome. Él se quedó también su buen rato mirando. Qué gracioso es el buen Pedrolino.

Se lo nota feliz; sé que la planta también conmueve la profundidad de sus tripas y que se

acuesta, como yo, pensando en ella. Me costó dormirme. La noche era agitada. El viento

rugía malhumorado, escupiendo su arena y su esterilidad sobre los muros; los aires quieren

devorar y hacer desaparecer al ser humano para vengarse por tanto desprecio. Y yo pensaba:

el viento vomita su desierto sobre los muros pero en mi sala de baño los vástagos tocan el

suelo. Mis vástagos; mis húmedos, verdes y turgentes vástagos, inyectados de dulce y

musculosa savia. ¡Hay esperanza, mi Pierrot! El verdor se abrirá paso al final y vencerá a la

muerte del desierto y de los hombres. De a poco me fui enredando en el sopor de los sueños…

la arena cubre las inmensidades aplastadas por el sol durante el día, resecos gusanos se

retuercen en el polvo, desesperadamente sedientos, fuego, piel quebrada de llagas, una gota

para el pobre Epulón que se arrastra en el desierto, sólo una gota, mi querido Pierrot, humilde

Lázaro de mi viejo castillo, sólo una gota de savia de mis amados vástagos.”

“La planta cubre ya casi todo el suelo de la sala. ¡Sí! Los vástagos han comenzado a

extenderse ahora por las paredes. Entrar descalzo a la sala de baño y sentir la frescura mullida

de las hojas me genera un placer inexplicable. Siento como si algo de la savia de las hojas

atravesara la planta de mis pies y se mezclara con mi sangre. Prolongo mis baños casi dos

horas; acaricio las hojas, inhalo el aroma de verdor vivo. Sí, mi Pierrot, sé que tú también lo

disfrutas. Siento tus pisadas cuando subes a hurtadillas por la noche. Me lo imagino allí

arrodillado con las narices pegadas a las hojas en un delirio vegetal, susurrando al follaje sus

verdes amores, besando los microscópicos estomas, mezclando sus respiraciones… ah… mi

planta, mi hermosa planta… también es tuya, mi fiel Pierrot, ¡es nuestra planta!”

“Su crecimiento es cada vez más asombroso. Toda la sala de baño está cubierta de hojas

y tallos. He medido el desarrollo de algunos vástagos y llegan a extenderse hasta cuarenta

centímetros por día. ¡Qué vigor Pierrot!, ¡qué vigor! Me he visto obligado a abrir una especie

de sendero para poder acceder hasta mi bañera. Moverme dentro de la sala me produce un

placer inmenso; sentir las hojas rozando mi piel desnuda, permanecer envuelto en los vapores

del agua tibia, con los rayos del sol que entran por la claraboya proyectando narcóticos

fulgores, ¡ah, Pierrot, deberías probarlo, es una delicia! Pienso que el Edén ha de haber sido

algo muy parecido a esto. ¡Qué espécimen vegetal! ¡Bendito sea el diminuto rey Taotbat que

me obsequió este mágico bastón! A propósito, durante uno de mis baños me asaltó de pronto

la curiosidad al caer en la cuenta de que la planta no había echado raíces a pesar de haber

desarrollado tanto follaje. Entonces me levanté y, aprovechando algunas ramas leñosas que

ya tienen un grosor considerable, hice pie hasta alcanzar el lugar donde estaba originalmente

el brotado bastón. Descubrí entonces que sí han brotado raíces también, pero se hunden

inmediatamente en los muros; vaya uno a saber hasta dónde habrán penetrado. No imaginé

que entre las rocas de los muros podría haber ocultos tantos nutrientes como para permitir

semejante desarrollo. De hecho, de noche se alcanza a escuchar el arrastrar de los vástagos

en su crecimiento. Mientras me dejo llevar por mis sueños, me quedo escuchando atento este

maravilloso sonido, que es casi como un susurro, el susurro de la planta que quiere hablarnos,

Pierrot, que quiere también cantar sus amores. Nos ama, Pierrot, ella también nos ama.”

“Los vástagos han crecido por fuera de la sala de baño y han penetrado hasta mi

habitación. ¡Dios!, ¿cómo explicar con palabras el deleite que siento por las noches? Es un

frenesí, un éxtasis de placer. No creo que el pobre de Pierrot tenga la suerte de alcanzar a

disfrutar de esto porque su habitación está en la planta baja, en el punto más alejado de las

escaleras, y no sé si la planta llegará hasta allí algún día. Aunque su crecimiento es cada vez

más asombroso; los vástagos han comenzado a extenderse por todo el piso superior, y, ¿lo

has notado, Pierrot? Mirando detenidamente uno alcanza a ver el desarrollo de la planta, su

movimiento ¡Es como un enorme pulpo, Pierrot! Y, no te lo contaré a ti, porque esto es sólo

mío, ya sabrás si lo vives, será un secreto con mis notas; sé que has notado que los vástagos

llegan hasta mi cama; todos los días cuando subes a arreglar la habitación tú los quitas, y yo

vuelvo a colocarlos sobre la cama antes de acostarme. La planta se enrosca sobre mis piernas

y sobre mis brazos mientras duermo, ¡y es una cosa tan exquisita, mi buen Pierrot! Lo siento

en mis sueños, siento las lentas caricias de los tallos deslizándose sobre mi piel, entre mis

dedos, el húmedo beso de las hojas, y me revuelco dormido en ese éxtasis, y me produce esto

sueños muy extraños, y ¡vaya!, ¡admito que bastante intensos! Pero no soy yo… soy… cómo

decirlo, Pierrot, mi buen Pierrot… Me siento como saboreado, absorbido, deglutido por la

planta, como si nos uniéramos formando una sola cosa, una sola masa vegetal, ¡ah, Pierrot!,

¡qué perfecta forma de vida son las plantas! Al despertar desprendo de mi cuerpo suavemente

los gajos para no dañarlos, liberando mis miembros uno por uno. Algún día tal vez amanezca

tan enroscado que no pueda liberarme; ah, ¡qué feliz sorpresa sería, Pierrot! No me sueltes,

déjame, deja que la planta me devore.”

“Salto de entusiasmo, no puedo contener mi emoción; ¡un pimpollo! Sí, sí, en mi propia

habitación, es increíble. La planta se ha extendido finalmente también por el piso de abajo,

algunos gajos han llegado incluso hasta la puerta de la habitación de Pierrot. ¡Eh, Pierrot! ya

verás, déjate envolver, déjate enroscar, te empalagarás de verdor, de caricias herbáceas. El

piso superior está casi completamente tomado por la planta. Por la noche el sonido es un

murmullo permanente, un rozar de hojas, un deslizar de tallos, es como estar en el interior

mismo de la planta, sumergido en una especie de estómago vegetal. Se escuchan también

crujir las rocas de los muros. ¡Se nos vendrá el castillo encima, Pierrot! Es broma, no te

asustes; no te asustes que la propia estructura de la planta lo sostendrá. Es curioso que ningún

gajo haya salido aún hacia el exterior del castillo; ni siquiera parecen buscar la luz, a pesar

de que el verdor de las hojas demuestra su capacidad fotosintética. En fin, el asunto de

importancia ahora es que hay un pimpollo en mi habitación. Al principio tenía mis dudas

acerca de lo que era aquel bulto, pues es enorme, pero ahora ya estoy convencido, y además

ya puede adivinarse el color de los pétalos de la futura flor, que será de un rosado salmón o

rojo, o naranja. Se lo he mostrado a Pierrot. He notado que cuando él sube aquí su rostro

expresa cierto temor; como si el excesivo desarrollo que ha alcanzado la planta en el piso

superior le causara algún rechazo, como si percibiera en todo esto algo monstruoso. Yo no

puedo contener mi emoción y le muestro; mira, Pierrot, mira este tallo, ayer estaba por allí,

ha crecido tres metros durante la noche, ¡tres metros!, y ven aquí, siente, Pierrot, siente la

suavidad de estas hojas que no reciben mucha luz, siente, verás que están cubiertas como de

unos pelillos, ¡ah…!, ¿sientes, Pierrot? Son mucho más suaves que aquellas hojas de allí. Y

cuando le mostré el descomunal pimpollo ¡epa!, ha dado un salto hacia atrás con cara de

espanto; oye, Pedrolino querido, basta con tus morisquetas, que esto no es la Comedia del

Arte; es nada más que la hermosa planta de nuestro castillo, nuestra amada planta que nos

regala esta maravilla, un signo de la perfección de la naturaleza; ven, Pierrot, tócala, siente

la ternura de estos pétalos, su dulzura, ah, Pierrot, qué exquisitez.”

“¡Es como una enorme boca! Sí, una enorme y hermosa bocaza. El castillete entero está

ya invadido por la planta. Habitado más bien, porque sólo invade aquello que no es deseado,

pero tú no, mi querido monstruo herbáceo, tú eres más que deseado; eres adorado, amado.

Ah… tus hojas; tus suaves hojas en mi rostro, tus retoños enroscados en mis brazos, húmedos,

turgentes, deliciosos, como si fueran parte de mi propio cuerpo. Y tú, Pierrot, ¡apuesto a que

ya lo has gozado! Claro, si ya vi que los vigorosos vástagos entran a tu habitación, y vi que

llegan hasta tu cama. Por supuesto que no voy a dejarte podar ni el más ínfimo brote; no me

importa que ya no pueda andarse bien uno por las cocinas; nosotros somos secundarios, mi

buen Pierrot, ahora nuestra amada planta es la protagonista y dueña de este castillo, y ella

decide cómo morarlo, y si decide ocupar con su follaje todas las dependencias y ambientes,

pues así sea, habitaremos nosotros como mejor podamos disfrutando de nuestra casa bosque.

¿Acaso prefieres el horroroso desierto que reina afuera, Pierrot? ¿Has visto lo que es aquello?

Sólo arena, sólo arcilla resquebrajada y sal, sólo gris; una llanura yerma y estéril. Si no fuera

por aquellos hombres que traen el alimento a la comarca estaríamos todos muertos, mi Pierrot

(y el vino, claro). Y esos pobrecitos comiendo sólo insectos, mira lo que le ha quedado al

hombre, Pierrot, insectos y gusanos en sus constreñidos estómagos. ¡Pero nosotros estamos

salvados!, tenemos nuestra enorme planta, nuestra brutal enamorada de los muros del

diminuto Taotbat, nuestro bosque filipino, nuestra salvaje fronda. Y mejor aún, Pierrot,

coronando tanta majestuosidad tenemos ahora la descomunal y maravillosa flor. No puedo

entender cómo tan extraordinario prodigio puede causar la repugnancia que expresa tu rostro

al verla. ¡No seas tan cobarde, Pedrolino! Ya sé que más que el aspecto de una flor tiene el

aspecto de una enorme boca. ¿Tú lo has notado, Pierrot? Claro que lo has notado, se siente

su aliento. Dudo que te hayas acercado lo suficiente, pero si lo haces notarás como si la planta

respirara por allí, y se siente su vaho a musgo, a selva. Es una hermosa boca, Pierrot; colorida,

hipnótica, voluptuosa, ah, Pierrot, ¡qué hermosos deben de ser sus besos! Y ese temor que

tienes es insensato, mi buen amigo, porque si te devora, ¡qué mejor manera de unirse por fin

a ella!”

“No pude ya contenerme; necesitaba sentirla en mi interior. Pero no me basta… necesito

más, y tengo una idea para experimentar más, mucho más… ¡todo! Estaba tomando un baño

y sentía las hojas acariciando mi rostro mientras el vapor del agua refluía en mis narices, me

fui abandonando en un dulce sopor, embriagado por la humedad exuberante de mi botánico

edén, y borracho de verdor, casi sin darme cuenta, me encontré de pronto comiendo las hojas

de la planta. Cuánto placer; el aroma a savia fresca atravesando mi garganta, expandiéndose

por mis órganos; tomé más hojas y las devoré con la loca avidez de un famélico. ¡Qué

exquisitez! El buen Pierrot ha notado los verdes pigmentos en mis dientes y nuevamente ha

puesto cara de susto. ¡No te exaltes, mi Pierrot! le he dicho; debes probarlo, no conoces aún

lo que es la felicidad. Ha agachado la cabeza mirando al suelo y se ha marchado sin

pronunciar palabra. Pobre hombre, no se anima aún a entregarse por completo al vegetal

disfrute. Pero yo voy a ayudarte, mi fiel Pierrot, dije que tengo una idea y la llevaré a la

práctica, lo haré contigo y lo haré conmigo mismo. La gigantesca flor ha comenzado a

secretar como una baba. Es un líquido viscoso y tibio que al contacto con la piel genera una

singular sensación de picazón y erizo, pero una picazón dulce, como una caricia de mujer en

la espalda desnuda (dichosa juventud). Y bajo su influjo uno va siendo poseído por un

adormecimiento aterciopelado y cálido que parece el preámbulo de un precioso sueño. Hay

que dejarse llevar por el hechizo, mi Pierrot, ¡eso haremos!, ¡nos dejaremos llevar por el

hechizo!”

“¡Lo he hecho! ¡Ha sido formidable, soberbio! ¿No, Pierrot?, ¡imagino que habrá sido

realmente maravilloso! Ahora es mi turno; el turno de alcanzar lo sublime, lo máximo, de

saborear la cumbre de las delicias, de llegar al cenit del placer… eso será; mientras el desierto

afuera vomita su fuego, yo aquí en mi edén alcanzaré la gloria, licuándome en tibia y dulce

savia, uniéndome plenamente al verdor, a la maravilla herbácea de mi planta. En los últimos

días había notado un incremento en la secreción de la flor, y lo más grandioso es que poseyó

movimiento; sí ¡se mueve!, como una enorme babosa. Al colocar el brazo sobre ella, la boca

comienza a cerrarse y uno va sintiendo la deliciosa succión de sus besos. Y no sólo eso; si

uno se acerca, el tallo de la flor se tuerce y se estira hacia uno. Hace rato ya que Pierrot se

negaba a entrar en mi habitación; pero esta vez lo logré. Al principio gemía un poco por

temor, pero luego yo sé que lo disfrutó profundamente, ¿no Pierrot? Le hice preparar una

cena magnífica diciéndole que había que festejar una gran noticia, ¡y ciertamente había que

festejarla! Lo senté a la mesa conmigo y lo invité a alzar muchas veces la copa de vino, y el

pobre Pierrot se ha emborrachado hasta casi no poder caminar. ¿Y qué debemos festejar,

señor? me preguntó entre hipos y ziceos ya al final de la cena. Ven mi buen Pierrot, ven que

te mostraré. Para poder subir las escaleras debió apoyarse en mis hombros; trastabillaba a

cada paso. Cuando se percató de que nos dirigíamos a mi habitación comenzó a ofrecer cierta

resistencia, pero lo sostuve con mis brazos y lo forcé a continuar mientras lo alentaba con

palabras tranquilizadoras. Al entrar a la habitación sentí que su cuerpo sufría una ligera

convulsión y, al ver la magnífica flor, su cara roja de alcohol palideció. ¡Otra vez con tus

muecas de comedia, Pedrolino! No exageres, ya verás que experimentarás el mayor placer

de entre los placeres, mejor que aquellas delicias de Las mil y una noches. Quiso tratar de

zafarse pero lo tomé sólidamente de los hombros, refunfuñó un poco y balbuceó algunos

quejidos que se transformaron en lamentables gemidos a medida que lo arrastraba

acercándonos hacia la flor. Al aproximarnos suficientemente la flor se abalanzó sobre él con

un movimiento casi de predador, envolviéndolo por completo. ¡Vaya, parece que está muy

enamorada de ti, mi suertudo Pierrot! Comenzó a succionarlo con movimientos como de

gigante molusco mientras los gemidos de Pierrot se apagaban ahogados por los húmedos

besos vegetales. El efecto soporífero de los fluidos de la flor se sumó al del alcohol

adormeciendo a Pierrot, que finalmente dejó de resistirse; aunque yo creo más bien que las

herbáceas delicias de nuestra planta terminaron venciendo de placeres su voluntad. Cuando

estuve seguro de que la unión entre la planta y mi fiel Pierrot era ya irreversible, quité mis

brazos (con bastante esfuerzo ya que habían sido también succionados por la gigantesca flor),

y me senté en la cama a observar el glorioso espectáculo. La enorme y bella monstruosidad

estuvo unas tres horas deglutiendo al feliz Pierrot, con movimientos que me recordaron a

aquellas gigantescas serpientes del Asia que devoran pacientemente a su cervatillo. No me

perdí un solo segundo de aquel espectáculo, pensando permanentemente en los deleitosos

sueños en los que estaría sumergido el buen Pierrot mientras la planta lo hacía suyo.

”Ahora es mi turno. Ésta será mi última nota sobre el formidable espécimen que ha

brotado del bastoncillo del diminuto Taotbat de la lejana isla de Palawa. Sí, yo también me

uniré a mi amada planta, porque no me basta sentir sus caricias por las noches, porque no me

basta besar ni comer sus hojas, ni aspirar sus aromas vegetales, ni dejar besar mi brazo por

su magnífica y narcótica flor; necesito más, necesito una unión total, una alianza completa y

pura, necesito sentir que somos uno. Dejaré esta nota en mi escritorio junto con las otras, y

si la planta no se devora todo el castillo o a quien se atreva a entrar en él, tal vez las lea

alguien y pueda contar al mundo esta maravilla. Pero nada de eso importa, porque nuestra

planta, mi fiel Pierrot y yo, seremos uno. ¡Adiós!”

Éstas fueron las infames notas que hallamos sobre el escritorio del Barón. Llegar a lo que

había sido su habitación fue realmente difícil, porque las ramas de la planta se enredaban

intrincadamente y habíamos preferido no utilizar los machetes por la repugnancia que nos

dio el primer machetazo que dimos al entrar al castillo. Al llegar al escritorio vimos las notas,

y al leer las horrorosas revelaciones que allí se hacían, resolvimos que había que cercenar de

cuajo aquel monstruo, por grande que fuera el rechazo que nos produjera hacerlo. Buscamos

lo que sería la sala de baño donde, según la carta, se hallaba el famoso bastón, y vimos que

de allí surgía lo que parecía ser el tronco principal de la gigantesca enredadera. Cortarlo fue

un trabajo arduo y sumamente desagradable, pero finalmente lo logramos; aunque no

pudimos evitar quedar todos horrorosamente cubiertos e impregnados de aquella asquerosa

savia cuyo vaho morboso sigue aún pegoteado en nuestra memoria; aquella espantosa savia

que ya no era verde, como mencionaba el pobre y desquiciado Barón, sino roja y tibia, como

la sangre. FIN