la racionalidad de la phrónesis.pdf
TRANSCRIPT
La racionalidad de la Phrónesis. Algunas resonancias en el
pensamiento actual sobre la acción y la ética.
Luis Varela
http://www.favanet.com.ar/ratio/art7.htm
Algunos conceptos elaborados por la tradición filosófica
tienen la virtud de resistir el desgaste del tiempo y
volver a cobrar vitalidad en las discusiones del presente.
Uno de esos conceptos es el de phrónesis (prudencia), cuya
determinación terminológica fue establecida por Aristóteles
en los escritos sobre ética. En tiempos de ostensible
complejidad e incertidumbre, como los nuestros, es un
síntoma destacable del pensamiento actual, la preferencia
por el concepto de phrónesis en lugar del concepto más
orgulloso de epistéme, para dar cuenta de los desafíos que
plantea el conocimiento y la acción.
El interés por el tipo de racionalidad práctica que
sugiere la exposición aristotélica de phrónesis - que la
tradición suele denominar con la fórmula de "racionalidad
prudencial"- tiene que ver 1) con la fuerte presunción de
que este concepto encierra en su significación ética una
ambiguedad, que la elaboración técnica desarrollada en los
cursos de ética del estagirita, no ha logrado disipar del
todo, 2) por el hecho de ofrecer un modelo de aplicación
y, 3) por representar una razón de lo contingente.
I. Una ambiguedad en la tradición de la phrónesis.
La división que Aristóteles establece dentro de la diánoia
entre un logos teorético y un logos práctico, ayudó a
acentuar una ambiguedad ya latente en el concepto de
phrónesis: la de representar tanto un conocimiento
éticamente desinteresado, como también incluir en su
significación un conocimiento "interesado" de carácter
utilitario y pragmático. Así, por ejemplo, ophélimos y
symphéron, como adjetivos que suelen acompañar el uso de
phrónesis, poseen un significado ambiguo, pues ya expresan
lo que es conveniente en sentido egoísta, como lo que es
moralmente beneficioso. Esta circunstancia oscurece la
transparencia semántica de phrónesis: ¿es un saber
práctico-moral o es un saber práctico egoísta-pragmático?.
Esta posibilidad exegética de phrónesis vuelve interesante
su interpelación dentro de las teorías actuales sobre la
racionalidad de la acción.
Dos tradiciones en las que hunde sus raíces la
conceptualización de phrónesis como racionalidad práctica
-la tradición platónica y la popular-literaria- subyacen en
el fondo de esta cuestión. Como mostró muy bien Aubenque,
las fuentes de la doctrina aristotélica de phrónesis hay
que buscarlos, más que en la Academia platónica, en la
tradición prefilosófica popular, sobre todo en la tragedia
griega, la que "posiblemente disimula, en sus sentencias,
más verdad sobre el hombre, el mundo y los dioses, que la
antropología, la cosmología o la teología sabia de los
filósofos" (Aubenque, 1986, p. 25-26).
La síntesis que Aristóteles había hecho entre una
phrónesis como capacidad intelectual (socrático-platónica)
y una phrónesis eminentemente práctica y pragmática
(tradición popular y literaria) no deja de ser más que una
síntesis conflictiva, y es observable que Aristóteles no
logró conciliar satisfactoriamente ambos elementos de la
tradición: por un lado, rehabilita la noción tradicional de
phrónesis a través de las metáforas de “medida”,
“equilibrio” y “moderación”referidas a la práxis-; por otro
lado, no abandona del todo la inspiración platónica de
phrónesis como capacidad del intelecto: la phrónesis no es
epistéme, pero por ello no deja de ser un conocimiento, ya
no de las cosas más elevadas, aunque en los asuntos
humanos, es el conocimiento mejor posible.
II. Modelo de aplicación.
De acuerdo con los análisis de la acción en el libro III
de la Ética nicomaquea, corresponde a la phrónesis una
función de deliberación y selección (“adaptación”)de medios
(acciones) para alcanzar un fin propuesto. Explícitamente
se afirma que el saber fronético no es determinante de la
rectitud del fin o del bien a realizar en la acción, sino
la disposición ética. De este modo, la rectitud de la
acción (o de la vida en su conjunto) depende de la
inclinación del carácter, pues sólo un carácter bien
dispuesto asegura el deseo de un fin recto; la cuestión de
la eficacia y rectitud de los medios para alcanzar el fin
queda como la función exclusiva de la phrónesis. Se corre
el riesgo, así, de concebir al saber práctico como un mero
cálculo eficaz ejercido sobre los medios, indiferente a la
calidad del fin perseguido. Tal reducción "técnica" de
phrónesis -apoyada en numerosos pasajes de la ética
aristotélica- compromete la función que le corresponde como
saber o racionalidad moral.
Pero, al lado de la función de adaptación y adecuación de
los medios para la consecución de un fin, corresponde
tradicionalmente a la phrónesis una función de “aplicación”
en el ámbito de las acciones, pues su objeto es tanto lo
universal como lo particular (Et.nic.1141b14-16). Por el
conocimiento de lo particular, la prudencia incluye
experiencia y opinión; y por el conocimiento de lo
universal
se aproxima al estatuto de ciencia, pero sin serlo: "la
phrónesis no es epistéme, sino otra especie de
conocimiento" (Et.eud.1246b35-36).
La función de aplicación hace posible pensar la acción
bajo el esquema universal-particular, según el cual la
acción que es siempre particular se subsume bajo un
principio práctico universal, en tanto puede reconocerse
que esa acción es un caso de aplicación del principio. Este
esquema de la acción -que se expresa silogísticamente en
una de las variantes del "silogismo práctico"- se destaca
frente al otro esquema de la acción: fines-medios, por el
cual la acción se representa no como un caso de aplicación
de un principio, sino como medio o instrumento para
alcanzar un fin otro que la acción misma, lo que introduce
en la acción un matiz de carácter técnico-instrumental.
Frente al esquema de la acción fines-medios, algunos
intérpretes han privilegiado el esquema de la relación
universal-particular por ser el más compatible con la
exigencia de que una acción ética debe encerrar un valor en
sí misma. Tenemos así dos posibles lecturas de la ética
aristotélica en función del peso relativo que se de a uno u
otro esquema de la acción: una lectura teleológica, que
enfatiza el esquema de acción fines-medios; y otra,
deontológica, que privilegia el esquema universal-
particular.
Si bien es posible compatibilizar los dos esquemas de
acción, con lo cual esta diferenciación no puede llevarse
demasiado lejos, esta duplicidad es importante pues nos da
un indicio de que la racionalidad práctica de la phrónesis
parece operar en dos sentidos: como una racionalidad de
medios para fines y como una racionalidad de aplicación de
lo universal a lo particular (tal es el caso de la
epiekeia).
III. Un Logos de lo contingente
Si bien, la doctrina de Aristóteles acerca de la phrónesis
contiene innumerables ambiguedades y aspectos conflictivos,
sin embargo tuvo el importante mérito de reconocer con
plena conciencia la exigencia de un logos adecuado a la
dimensión práctica del hombre, de un logos humano diferente
del logos formal puro que corresponde a la dimensión
cognoscitiva-científica del hombre. La phrónesis es
tematizada como la razón de lo contingente. En efecto, en
un mundo contingente, en el que juega el azar y el kairós,
la prudencia a los ojos de Aistóteles es esa capacidad
intelectual imprescindible para orientarse frente a los
embates de las circunstancias. La tradición literaria
suministra una magnífica imagen de esta situación humana
mediante las peripecias de Ulises.
Cuando Aristóteles delimita el saber fronético del saber
científico, del saber técnico y, también, del saber
filosófico-especulativo, no hace otra cosa que reconocer la
singularidad de un saber que rige la acción, no a espaldas
de ella, sino en medio de ella. En función de su objetivo
como areté dianoetiké -decide aquí y ahora cómo actuar para
realizar el bien humano- incluye en su contextura el deseo
y la disposición ética, es decir toda la complejidad del
ser moral o êthos del hombre. Este entramado entre la
phrónesis, el deseo y la disposición ética, parece ser el
recurso extremo al que apela Aristóteles para neutralizar
el riesgo de una racionalidad orientada más hacia la
adecuación de medios a fines, que a la elección de los
fines mismos de la acción.
IV. El desafío de la Ilustración: prioridad del deber.
Como es bien sabido, Kant excluye la prudentia de la
moralidad. Bajo el peso de la tradición kantiana, el
principio de la prudencia se expone como “el amor de sí
mismo ilustrado” (Frankena, 1965). El punto de vista moral
se separa del punto de vista de la prudencia. Aunque la
prudencia como conocimiento práctico no necesariamente es
inmoral, puede llegar a serlo. En definitiva, representará
en lo sucesivo una capacidad intelectual amoral.
La racionalidad práctica de Kant, en tanto deontológica,
excluye del ámbito de la moralidad toda racionalidad
práctica teleológica por estar condicionada a intereses e
inclinaciones personales y/o grupales. Pero la primacía del
deber sobre la búsqueda de una vida buena plantea una
disociación dentro de la racionalidad práctica misma y de
la teoría ética que no parece conformarse con las
exigencias de las necesidades humanas. Justicia sí, pero
también -¿por qué no?- felicidad.
La rehabilitación y reinvindicación de la prudencia
-concretamente, de la phrónesis aristotélica- que desde
distintos ámbitos filosóficos se ha efectuado en las
últimas décadas, reaviva la discusión otra vez sobre la
incumbencia de la prudencia para la vida moral; la
impotencia evidente de los principios frente a la realidad
vuelve a plantear la necesidad de determinar la función de
la prudencia, como forma de racionalidad práctica en el
ámbito de los problemas de la ética normativa y aplicada.
Uno de los planteamientos que neoaristotélicos y
comunitaristas hacen a las teorías racionalistas de la
moral consiste en el rechazo del modelo deontológico de
racionalidad práctica y la aceptación de la superioridad de
los modelos teleológicos. Es así que, desde una perspectiva
antideontológica, MacIntyre expone en Tras la Virtud (1987)
que la ética de la ilustración al olvidar la matriz
teleológica de las éticas clásicas desemboca en la actual
situación de escepticismo y emotivismo que caracteriza a la
cultura contemporánea. Justamente, el abandono de la
perspectiva del telos sustantivo de la actividad humana
como justificación de la acción moral, hace que la cuestión
central de la moral concierna únicamente a las reglas. A
las preguntas, ¿que debemos elegir? y ¿cómo debemos elegir?
se responde preguntando no ¿qué clase de persona voy a
ser?, sino ¿qué reglas debemos seguir y por qué?. Desde la
perspectiva del liberalismo moderno "las preguntas acerca
de la vida buena para el hombre o los fines de la vida
humana se contemplan desde el punto de vista público como
sistemáticamente no planteables. Los individuos son libres
de estar o no de acuerdo al respecto" (1987, p. 152-153).
Con este argumento, señala MacIntyre, no sorprende que las
reglas (hegelianamente, el "mero deber") pasen a ser
centrales en la vida moral. Así, la primacía de la
racionalidad deontológica -cuya lógica sería "debo porque
es justo"- desliga la acción moral de toda finalidad
natural de la acción, con lo cual se dessustantiviza la
noción de bien o bondad y la dimensión moral se hace
abstracta y descarnada.
En un intento de matizar estas críticas a la racionalidad
deontológica de las éticas procedimentalistas, se observa
que en ellas aparece una concepción "devaluada" del
programa moderno, en tanto se elude la referencia a los
valores más destacables de ese programa como son las ideas
de autonomía y de igualdad de los individuos. En este
sentido, Ch.Taylor es un ejemplo de neohegeliano
comunitarista quien combina el cuestionamiento al carácter
abstracto del deontologismo, cuando prescinde de los
contenidos morales sustantivos que son las fuentes en las
que se constituyen los sujetos morales, con el
reconocimiento de que las nociones éticas de dignidad,
autonomía, individualismo e igualdad son una herencia
irrenunciable de la Ilustración, sin los cuales no podemos
concebir tampoco nuestras identidades (Thibeaut, 1992,
p.28-29).
En el pensamiento contemporáneo, varias corrientes que han
asumido el desafío de la Ilustración han reconsiderado la
exclusión kantiana de la prudencia mostrando las
dificultades que ese acto implica, situación que ha
conducido a nuevos o, mejor dicho, más “depurados”
planteamientos sobre la racionalidad práctica. En este
sentido, no cabe duda acerca de la relevancia que el tema
de la racionalidad de la phrónesis tiene en el debate
ético-político entre el universalismo {etico y las
corrientes sustantivistas, en la época de la
tardomodernidad.
En función de escudriñar huellas del concepto de phrónesis
en el pensamiento actual, considero relevante como punto de
partida la clasificación de los tipos de acción que
establece Max Weber en Economía y Sociedad, según los
grados de racionalidad presente en ellos. Desde esta base
weberiana, podemos tomar en cuenta dos direcciones opuestas
que se perfilan dentro del campo de la ética contemporánea:
una (1),
representada por
(a) el neoaristotelismo de MacIntyre, cuya apelación a una
"ética de las virtudes" contextualizada, en oposición a
una "ética de las normas", puede considerarse como la
respuesta crítica al mundo desencantado de Weber, en el que
predomina la racionalidad teleológica;
(b) la hermenéutica filosófica de Gadamer, quien destaca
el concepto phrónesis como modelo de aplicación
hermenéutica. La racionalidad hermenéutica como
racionalidad práctica asegura a la filosofía práctica su
especificidad frente a la planificación técnica.
La otra dirección (2), corresponde a los
representantes de la ética comunicativa, de cuño kantiana,
Habermas y Apel, quienes, frente al subjetivismo axiológico
de Weber, "intentarán darle la vuelta al tema de la
racionalidad de la acción, ligando la conciencia moral a
una regulación consensual de conflictos interpersonales de
acción" (Cortina, 1986, p. 84).
Aunque este espectro es limitado si se lo compara con el
amplio debate dentro de la literatura sobre la naturaleza
de la racionalidad (véase, por ej. la compilación de
trabajos realizada por Oscar Nudler sobre esta cuestión,
con el título de La racionalidad: su poder y sus límites),
sin embargo estimo que todos las corrientes mencionadas
guardan una vinculación significativa con el problema de la
phrónesis, a cuyo enriquecimiento contribuyen.
V. Racionalidad y mundo desencantado
Max Weber, en el comienzo de Economía y Sociedad (1987)
expone una clasificación de la acción social y de la
racionalidad implicada. De los tipos de acción
discriminados - racional-teleológico, racional-axiológico,
afectiva y tradicional- el primer rango en un orden
decreciente de racionalidad lo ocupa la acción racional-
teleológica. Precisamente, el proceso de racionalización
que, según Max Weber ha caracterizado la evolución de
Occidente, consiste en el predominio de la racionalidad
teleológica, según la cual lo racional se define como la
aplicación adecuada de medios a fines que se persiguen,
tomando en cuenta las consecuencias. Esta racionalidad
despliega progresivamente su dominio sobre diversos
sectores de la vida social, particularmente en la esfera de
la economía y de la administración burocrática.
En oposición a la "racionalidad teleológica" Weber alude a
una "racionalidad valorativa" que rige una acción con
arreglo a valores, por lo cual se obra según convicciones,
sin atender a las consecuencias previsibles (1987, p.20-
21). Pero, esta racionalidad valorativa no resuelve los
conflictos entre valores (que en el fondo son conflictos
entre intereses). Y esta resolución dependerá de la
imposición de la fuerza o el poder.
Como resultado del proceso de racionalización, se produce
ese fenómeno que Weber denominó el "desencantamiento" del
mundo, metáfora que da cuenta sugestivamente del estado de
ánimo del hombre moderno frente al avance de la
racionalización de los ámbitos de existencia. La
declinación de las imágenes filosóficas y religiosas que en
el pasado cumplían una función vinculante en la vida social
se constata como el hecho sociológico más relevante de la
modernidad (Weber, 1978).
Otra consecuencia: el monoteísmo axiológico ha dado lugar
al politeísmo axiológico en el cual cada uno tiene su
propio dios. Esto significa que en materia de valores y/o
fines rige un relativismo axiológico en el que opera otra
forma de acción y racionalidad: la accción racional-
axiológica. En El político y el científico (1967), Weber se
refiere a las "éticas de la convicción" de cuño kantiana y
protestante, a las que distingue de una "ética de la
responsabilidad".
Según la "ética de la convicción" hay actos que deben
realizarse porque encierran valores intrínsecos, sin que
importen las posibles consecuencias que se sigan. Los
valores últimos orientan la intención de la acción,
haciendo abstracción de los medios y, sobre todo, de las
consecuencias probables. Esta ética se configura como un
rechazo explícito del mundo empírico, es una ética de otro
mundo. Aquí domina el valor que como tal se resume en una
creencia subjetiva imposible de objetivar. Frente al valor,
la argumentación cede su lugar a la fe. Por esto se
explica, también, que la racionalidad de medio-fines sea
para Weber la única que posibilite un conocimiento
objetivo, en tanto excluye de su dominio las valoraciones.
La racionalidad teleológica a diferencia de la racionalidad
axiológica toma en cuenta las consecuencias de la acción y
es valorativamente neutral.
A diferencia de la “ética de la convicción” la "ética de
la responsabilidad", sin renunciar a los principios, se
preocupa de las consecuencias previsibles de la acción.
Aquí interviene la decisión personal y el cálculo o
deliberación. Quien actúa conforme a esta ética se propone
fines, sopesa los medios conducentes a ellos y las
consecuencias resultantes; asume, por lo tanto, las
consecuencias y los costos en sus acciones. En el ámbito de
la política "no es verdad que de lo bueno sólo puede salir
lo bueno y de lo malo, solo lo malo, sino a menudo lo
inverso. Quien no comprenda esto es, en realidad,
políticamente un niño". No hay duda que la "ética de la
responsabilidad" configura una ética de la prudencia y esto
ha sido generalmente aceptado. Pero, es observable que la
manera en que Weber expone esta ética de la prudencia en el
terreno de la política, ha dado pie a que muchos vieran en
la prudencia política una expresión de un crudo pragmatismo
o realismo político. Que esta interpretación es posible, se
vincula con esa esa ambiguedad que la noción de prudencia
arrastra desde sus orígenes griegos y que en la modernidad
se ha extremado, sobre todo por la elaboración de Baltasar
Gracián, cuya prudencia “mundana” expresa a la perfección
una racionalidad práctica valorativamente neutral.
VI. Tradición y virtud
En Tras la Virtud, Alasdair MacIntyre afirma que la
visión contemporánea del mundo es predominantemente
weberiana, en tanto esta concepción -la del politeísmo
axiológico- es responsable del triunfo de la cultura
emotivista. Desde el punto de vista del emotivismo, la
práctica social moderna exhibe lo siguiente:
? emergencia de una racionalidad burocrática empeñada en
armonizar medios con fines predeterminados (a diferencia
del esteta rico, que sobrado de medios, busca siempre fines
en qué emplearlos).
? la pregunta sobre los fines son preguntas sobre los
valores y la razón calla ante el intento de justificarlos.
Los valores descansan en una elección o decisión cuya
justificación es puramente subjetiva.
De acuerdo con esto, Weber se presenta como un emotivista
que ha borrado la distinción entre poder y autoridad. En
efecto, según Weber, ninguna autoridad puede legitimarse en
criterios racionales (autoridad religiosa, política), con
excepción de la autoridad burocrática que apela a su propia
eficacia; y es en esa apelación donde se ve que la
autoridad burocrática es el poder triunfante. En oposición
a ello, MacIntyre apela al modelo aristotélico de las
virtudes éticas, en el que destaca: 1) que la pericia
burocrática del experto que conecta medios y fines de
manera valorativamente neutra no encuentra lugar en una
cultura en donde la racionalidad de la phrónesis esté
firmemente vinculada a las virtudes éticas (1987, p.195-6);
2) que la visión aristotélica de las acciones prohibidas u
obligatorias es teleológica, aunque no consecuencialista
(1987, p.190) y 3) el carácter contextual del ejercicio de
la phrónesis asociada a las virtudes éticas.
En consecuencia, vivimos en una cultura emotivista en la
que el yo ha sido separado de su entorno social y concebido
sin identidad social. Los "personajes" representativos como
modelos de la cultura emotivista son el esteta rico, el
burócrata y el terapeuta. En la terminología de Charles
Taylor (Ética de la autenticidad) la cultura emotivista es
la cultura de la autorrealización del individuo que ha
perdido los lazos con la comunidad, replegándose en una
esfera de intimidad egoística y narcisista (Taylor, 1994).
Para MacIntyre, esta desvinculación marca el comienzo de
la decadencia moral de nuestra época: al fracasar el
proyecto ilustrado por el hecho de no hallar una
justificación última racional de los principios morales
universales, se instala en nuestro tiempo la convicción no
razonada, más implícita que explícita, de la cultura
emotivista que niega la posibilidad de objetividad de los
juicios morales y la existencia de criterios racionales que
justifiquen la elección de principios. Tanto la elección de
principios como las decisiones morales se harán depender de
las preferencias de la voluntad individual, con lo cual los
discursos morales se vuelven inconmensurables y el acuerdo
moral imposible. Esto, para MacIntyre, no significa que la
moral ya no es lo que fue, sino que "lo que la moral fue ha
desaparecido en amplio grado, y que esto marca una
degeneración y una grave pérdida cultural" (1987, p.39). De
allí que el propósito de MacIntyre sea reformular la
tradición aristotélica de las virtudes para evaluar sus
pretensiones de verdad.
MacIntyre señala que el proyecto ilustrado de
justificación de la moral ha fracasado debido a que se ha
perdido el concepto funcional de hombre, es decir la
concepción clásica de que el hombre posee un télos. Al
haberse abandonado en la Ilustración el concepto de una
naturaleza esencial como visión teleológica, queda para los
filósofos morales ilustrados un esquema moral, en el cual
pierden sustento los mandatos morales provenientes de un
contexto teleológico. Se da así una falta de conexión entre
los preceptos de la moral y la facticidad de la naturaleza
humana. Gradualmente, y como consecuencia de esta
inconexión, la Ilustración se acercó cada vez más a la
aceptación del argumento de que partiendo de premisas
fácticas, no podía llegarse a conclusiones valorativas o
morales. El principio "ningún debe de un es" es la
conclusión del proyecto de la Ilustración. Frente a ello,
el intento de MacIntyre es revalorizar el concepto de
virtud con el propósito de proponer una "ética de la
virtud", que sea una real opción frente a una "ética de la
norma". Las virtudes aristotélicas, en tanto éxeis que
constituyen una segunda naturaleza, no pueden tener como
soporte al yo concebido al modo emotivista, pues un yo
separado de sus papeles o funciones, como en Sartre, pierde
la trama de relaciones sociales en las cuales esas virtudes
pueden ser efectivas. La vida virtuosa desde el yo
emotivista no es más que convencionalismo. En cambio, una
vida conforme a las virtudes supone un yo narrativo, para
el cual la unidad de una vida individual es la unidad de
una narración que se encarna en una vida. En este sentido,
lo bueno para el individuo será el vivir mejor esa unidad y
llevarla a su plenitud. Ahora bien, esa unidad es la unidad
de un relato de
búsqueda de lo bueno, búsqueda que se sostiene en la
virtud.
Pero, buscar el bien tanto como ejercer la virtud es una
tarea imposible de realizarse individualmente. Uno
pertenece a una familia, a una ciudad, a un país, de cuyas
tradiciones hereda "una variedad de deberes, herencias,
expectativas correctas y obligaciones" (1987, p.271), que
en su conjunto conformarán la substancia de la vida moral.
De este modo, tanto la práctica de las virtudes éticas como
de la virtud intelectual de la phrónesis se ejercen dentro
de un marco contextual que es la tradición.("Una tradición
es una discusión que se desarrolla a través del tiempo...")
La identidad moral que el yo encuentra en su tradición no
implica que el yo no pueda cuestionar las limitaciones
morales de esa tradición. Ocurre que "sin esas
particularidades morales de las que partir, no habría
ningún lugar desde donde partir; en el avanzar desde esas
particularidades consiste el buscar el bien, lo universal"
(1987, p.272). La conclusión de MacIntyre es que el yo
reforzado por la identidad que le presta la unidad
narrativa de una historia, que en el fondo se entronca en
la historia de las tradiciones, es en gran parte lo que ha
heredado del pasado. El yo forma parte de una historia que
le escribe parte de su guión. Por eso, le guste o no le
guste, el yo es soporte de su tradición.
VII. Phrónesis como racionalidad hermenéutica.
Desde la corriente hermenéutica Gadamer se propone
recuperar el valor de la "aplicación" dentro del proceso
hermenéutico. Es en medio de esta pretensión que la
phrónesis aristotélica adquiere relevancia en tanto se
exhibe como modelo de aplicacación hermenéutica. En la
vieja tradición, se distinguían tres momentos en el proceso
hermenéutico: una subtilitas intelligendi (comprensión),
una subtilitas explicandi (interpretación) y un tercer
componente que fue añadido por el pietismo, la subtilitas
applicandi. La hermenéutica romántica de Schleiermacher,
había establecido la unidad interna de intelligere y
explicare: comprensión e interpretación se interpenetran
íntimamente de modo tal que comprender es siempre
interpretar. Pero, además, con esta fusión se deja de lado
el tercer momento del problema hermenéutico: el de la
aplicación. Por aplicación se entendía un momento posterior
al acto de cmprender e interpretar. En este punto, la tesis
de Gadamer es que "en la comprensión siempre tiene lugar
algo así como una aplicación del texto que se quiere
comprender a la situación actual del intérprete" (Gadamer,
1977, p.379). El proceso de comprender incluye, además de
la comprensión y la interpretación, el momento de la
aplicación. "En toda lectura tiene lugar una aplicación, y
el que lee un texto, se encuentra también él dentro del
mismo conforme al sentido que percibe. El mismo pertenece
al texto que entiende" (1977, p. 413-414). Comprender es
así una instancia de aplicación de algo universal (texto,
palabra o ley) a algo particular (la situación del
intérprete). El texto representa lo universal y la
situación del intérprete lo particular. En tanto que el
intérprete se encuentra históricamente en situaciones
diferentes, el texto será entendido también en cada momento
de una manera diferente. Se da así el hecho paradójico de
que lo que se comprende de un texto es siempre diferente,
aún cuando el texto permanece siendo lo mismo. En el
proceso de comprensión de un texto, no puede ser
desatendida la situación del que interpreta. Pero esto no
significa que haya primero una comprensión objetiva del
significado ideal de un texto y que se aplique después de
un modo secundario al punto de vista particular del
intérprete, como sucede con el saber científico y el saber
técnico; ya la comprensión misma está determinada desde el
principio por el intérprete y la situación hermenéutica en
la que se encuentra.
Ahora bien, la función de aplicación dentro del ámbito de
la práxis ético-política corresponde al saber práctico o
prudencia que Aristóteles tematiza con la palabra
phrónesis. La prudencia se refiere tanto a los hechos
singulares y cambiantes, como a las reglas universales de
acción. La presencia en la elaboración aristotélica de un
lenguaje silogístico -por ej. el razonamiento práctico del
acrático- confirma esta función de aplicación, según la
cual la acción se representa como una relación entre lo
universal (principios o reglas) y lo particular
(descripciones de hechos y situaciones). Tambien en la
tradición medieval se atestigua la asignación a la
prudencia la capacidad de aplicar el conocimiento universal
a las cosas particulares: "prudentia applicat universalem
cognitionem ad particularia" (St.Th.II, II,49,1ad1). La
prudencia tiene, entonces, la función de llenar la
distancia infinita que existe entre los principios
demasiados generales y la diversidad de las situaciones
particulares opaca al pensamiento racional o, lo que es
igual, la distancia también infinita entre la real eficacia
de los medios y la realización del fin. Esta distancia
infinita, que se expresa en el nombre "contingencia", exige
ser llenada por mediaciones laboriosas e inseguras,
corriéndose siempre el riesgo de fracasar. Una cosa es
segura: si el bien o lo mejor posible no puede concretarse,
hay que seguir el ejemplo del piloto avisado que para
llegar al objetivo "adopta como segunda navegación el menor
mal" (Et.nic.1139a34-35).
Sobre esta doctrina, la argumentación de Gadamer -que es
un ejemplo de apropiación hermenéutica de un texto clásico-
consiste en destacar el modo peculiar de aplicación que
caracteriza al saber práctico de la phrónesis, en contraste
con los modos de aplicación característicos del saber
científico (epistéme) y el saber técnico (téjne). Ante
todo, el saber práctico no puede ser representado a la
manera de un conocimiento objetivo de una realidad
necesaria y ahistórica, es decir a la manera de un
conocimiento científico. Por el contrario, su objeto es la
realidad humana e histórica que requiere un conocimiento de
experiencia, en el que tienen lugar los procedimientos de
deliberación y elección. Su propósito no es la
contemplación, sino la acción. Tampoco, el saber práctico
es asimilable al saber técnico, a pesar de sus indudables
afinidades. Una delimitación entre ambos es decisiva, pues
el saber hacer (poiesis) pertenece también a la práxis
humana, aunque no en el sentido de un saber ético-político.
Si el saber práctico fuera semejante, su universalidad
sería comparable a la universalidad de un proyecto o plan
técnico, de tal modo que la actuación ética sería algo así
como una autoproducción de uno mismo por la impresión de
una "forma" previamente determinada. Se dispone, sin duda,
de orientaciones generales sobre el obrar justo e injusto,
solidario o cruel, etc., que se ha aprendido por educación
y por origen y que forma parte, como decía Hegel, de la
sustancia ética. Pero, estas imágenes difieren de las
imágenes con la que el artesano fabrica su objeto, ya que
se determinan previamente al acto de producir. Puede, por
supuesto, ser modificadas y, en este caso, deben ser
reemplazadas por otras; pero el proceso de aplicación está
regido por un conocimiento previo de las imágenes. En
cambio, el saber de "lo que es justo no se determina por
entero con independencia de la situación que me pide
justicia" (1977, p. 389).
La universalidad del saber práctico, por consiguiente, se
diferencia de la universalidad del saber científico y
técnico en que: por un lado, su universalidad no es
representable como una ley objetiva en su aplicación al
caso, ni tampoco como una premisa universal de la cual
pueda deducirse la acción. Por otro lado, su universalidad
no es representable a la manera de una forma o diseño
previo aplicado que se imprime a un material. Más bien, la
universalidad que le pertenece es una universalidad situada
o mediada por la situación, que hace que siempre debe ser
comprendida de una manera diferente de acuerdo con las
diversa situaciones.
De esta manera, en la concreción del saber práctico se
efectúa una aplicación hermenéutica: si el saber práctico
fuera un conocimiento científico o técnico, lo justo en
general sería determinado objetivamente y conocido
previamente a la situación de acción. En este sentido, la
aplicación consistiría o bien en el reconocimiento de una
acción como un caso particular de ejemplificación de una
ley universal, o bien en la configuración de la vida humana
de acuerdo a un modelo. En ambas alternativas, la
aplicación es determinante, pues las acciones son
determinadas ya por principios objetivos ya por reglas
técnico-prácticas. Difieren sólo en la forma de la relación
entre lo universal y lo particular, pues en la primera
alternativa la relación es de "ejemplificación" y en la
segunda, la relación conduce a la "imitación" (la vida
humana como obra de arte). Pero, la aplicación del saber
práctico es hermenéutico, lo que implica una mediación
heurística: lo justo aquí y ahora debe ser descubierto en
la mediación del saber práctico universal y la situación
particular, a través de un proceso deliberativo que es
también autodeliberativo en tanto implica al que debe
actuar. Esto supone que el saber práctico no es completo
por sí mismo, sino que necesita de la situación para
completarse y adquirir un
contenido. Uno debe ser capáz de ver en cada situación, lo
que ésta exige de uno a la luz de lo que es justo en
general (Gadamer, 1989, p.25-26). En la forma de operar de
la conciencia moral del agente, como también en la
conciencia del jurista por la epikeia, se pone en juego una
racionalidad que debe calificarse de "hermenéutica", y esa
racionalidad corresponde a ese singular conocimiento que la
tradición denominó phrónesis y prudentia. En este sentido,
es necesario preguntarse sobre el alcance de la observación
que Vattimo realiza cuando afirma que en Verdad y Método no
se discute nunca a fondo sobre la cuestión de la
"racionalidad" de la hermenéutica (Vattimo, 1994, p.149-
151).
VIII. Habermas: acción y racionalidad comunicativa.
Habermas asume el proceso weberiano de "racionalización",
pero lo incluye en el marco de un proceso más vasto que
coincide con la realización del programa de la Ilustración
(Cortina, 1986). En la tipología weberiana de las acciones,
la racionalidad predominante le correspondía a la
racionalidad teleológica, con lo cual en Weber el progreso
de la racionalización era entendido como la extensión de
los subsistemas de la acción racional-teleológica,
característico del capitalismo liberal. Según Habermas, al
no haber distinguido claramente Weber entre relaciones
sociales mediadas por intereses y relaciones sociales
mediadas por un acuerdo normativo, no pudo comprender las
consecuencias que para los sistemas de acción tiene la
racionalización ética. El problema para Habermas era evitar
que el progreso de la racionalización teleológica
(perspectiva de la sociedad como sistema) absorviera la
posibilidad de un progreso en la racionalización de la
interacción consistente en la discusión sobre los fines,
para resolver conflictos y hacer valer los propios
intereses de manera comunicativa (perspectiva de la
sociedad como forma de vida).
El problema, entonces, reside en defender la idea de una
racionalidad práctica; es decir, de un uso moral de la
razón. En función de ello, Habermas introduce una
distinción entre a) acción teleológicamente racional
(trabajo) y b) acción comunicativa (interacción).
a) la acción teleológicamente racional es aquella en que
el actor se orienta al logro de un objetivo, para lo cual
elige los medios y calcula las consecuencias. Se divide a
su vez en:
? acción instrumental: basada en reglas técnicas de acción
para controlar racionalmente el medio natural (pueden
vincularse a la interacción).
? acción estratégica: basada en reglas estratégicas
tendientes a controlar racionalmente el medio social
(acción social).
b) acción comunicativa: apunta a la comprensión
intersubjetiva a través del lenguaje. En ella los actores
coordinan los planes de acción sobre la base de acuerdos y
no de cálculos egocéntricos.
El concepto de una acción comunicativa, diferente de la
acción racional-teleológica, hace posible la idea de una
racionalidad práctica, ella misma normativa, que a
diferencia de la racionalidad práctica kantiana no es
monológica (paradigma de la conciencia), sino dialógica o
discursiva (paradigma del lenguaje). Se está así ante una
racionalidad que hunde sus raíces en el lenguaje humano,
más precisamente en su dimensión pragmática. Tanto Habermas
como Apel reconocen que el uso linguístico está orientado
originalmente a producir entendimiento, al acuerdo entre
los interlocutores: "el acuerdo es inherente como "télos"
al lenguaje humano", de allí que por acción comunicativa se
entienda finalmente las interacciones en que "todos" los
participantes concilien sus intereses individuales y sigan
"sin reservas" sus metas ilocucionarias. La ética del
discurso tomará en cuenta la consideración pragmática del
lenguaje, en tanto privilegia la concepción del lenguaje
como proceso de comunicación. De esta manera, hay una
reorientación de la filosofía entera hacia la filosofía del
lenguaje.
La estructura linguística de la racionalidad comunicativa
se explicitará tanto en la pragmática universal (Habermas)
como en la pragmática trascendental (Apel). En ambas, se
pone de relieve cómo a partir de las pretensiones formales
de validez -verdad, corrección, veracidad e
inteligibilidad- supuestas pragmáticamente en los actos de
habla que son inmanentes a formas de vida concreta, pueden
trascender en sus pretensiones a esas formas de vida, o sea
universalizarse. Tales pretensiones configuran el mínimo de
racionalidad para exigir un mínimo de normatividad
universal (Cortina, 1990, p. 164-165).
IX. Ética y estrategia.
Por su parte, Apel -el otro principal referente junto con
Habermas de la ética comunicativa- a partir de la teoría
comunicativa de la acción y su racionalidad propuesta por
Habermas introduce algunos elementos que para nuestro
objetivo son de suma importancia. En primer lugar, Apel
reconoce la vigencia hasta hoy de la racionalidad
teleológica técnico- instrumental como standard de
racionalidad de la acción social. Esta racionalidad incluye
a) la teoría matemática de la elección racional, b) de la
decisión racional y c) de la teoría estratégica de los
juegos. Es particularmente esta última teoría la que aclara
la estructura de la racionalidad de la interacción como una
racionalidad estratégica: "reciprocidad reflexionada de la
instrumentalización" (los actores aplican un pensamiento
instrumental a objetos que se sabe hacen lo mismo con esos
actores) (Apel, 1986).
Ahora bien, frente al monopolio de la racionalidad
estratégica en al ámbito de la acción social -que pone en
tela de juicio la posibilidad de una ética como la de Kant-
el argumento de Apel es mostrar (de acuerdo con Habermas)
que esta racionalidad no explica la función de la
comunicación linguística y de la interacción comunicativa.
Por la vía, nuevamente, del presupuesto del telos del
discurso como formación de consenso, surge la distinción
-de carácter a priori- entre dos tipos de racionalidad de
la interacción humana:
? la racionalidad formadora de consenso, orientada
transubjetivamente, de la comunicación lingüística a
través de actos ilocucionarios.
? la racionalidad teleológica, orientada subjetivamente,
de la interacción estratégica a través de actos
perlocucionarios.
Esta distinción, aclara Apel, sólo puede hacerse desde la
racionalidad consensual comunicativa y no desde la
racionalidad estratégica. Sólo desde la racionalidad
comunicativa puede pensarse una racionalidad ética, es
decir "una razón práctica legisladora en el sentido de
Kant" (Apel, 1991).
Pero, si bien la defensa de una racionalidad éticamente
relevante, frente al monopolio de la racionalidad
estratégica, es una toma de distancia de Weber, Apel
reconoce que en parte tiene Weber razón, con lo cual se
abre la posibilidad de conciliar desde la razón ética la
racionalidad comunicativa
con la estratégica. En efecto, la concepción weberiana de
una "ética de la responsabilidad" plantea el problema de
que actuar de acuerdo con el imperativo categórico puede
entrar en conflicto con un actuar responsable. Para Apel,
recordando la polémica Kant-Constant, la ética discursiva
incluye el motivo de la responsabilidad por las
consecuencias que se siguen de las acciones. Se trata de
tomar en cuenta las condiciones reales de la acción y
reconocer, dice Apel, que "las personas están obligadas a
actuar siempre también estratégicamente y, sin embargo, al
mismo tiempo -desde la formación del pensamiento
dependiente del lenguaje-, a actuar comunicativamente...a
coordinar sus acciones de acuerdo con pretensiones
normativas de validez que, en el discurso argumentativo,
pueden ser justificadas sólo a través de una racionalidad
no estratégica" (Apel, 1986, p. 99).
La necesidad de conciliar o complementar la racionalidad
discursiva con la racionalidad estratégica responde a la
exigencia de la ética discursiva de incluir una ética de la
responsabilidad, ante el hecho indiscutible de que los
discursos prácticos son insuficientes para solucionar todos
los conflictos emergentes de la interacción social. Esto
obliga a plantear un programa de "estrategia ética" a largo
plazo, en donde la racionalidad estratégica opere bajo la
guía de un télos ético en la solución de los obstáculos que
dificultan la comunicación y la aplicación de normas
consensuales.
La propuesta de Apel sobre la necesidad de un programa de
"ética estratégica" parece conducir otra vez al
reconocimiento del valor estratégico que la tradición ha
asignado siempre al saber práctico de la phrónesis, es
decir, como esa capacidad de determinar intelectualmente el
mejor equilibrio entre la eficacia de los medios y la
calidad moral de los fines.
Volver a la pagina principal