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La racionalidad de la Phrónesis. Algunas resonancias en el pensamiento actual sobre la acción y la ética. Luis Varela http://www.favanet.com.ar/ratio/art7.htm Algunos conceptos elaborados por la tradición filosófica tienen la virtud de resistir el desgaste del tiempo y volver a cobrar vitalidad en las discusiones del presente. Uno de esos conceptos es el de phrónesis (prudencia), cuya determinación terminológica fue establecida por Aristóteles en los escritos sobre ética. En tiempos de ostensible complejidad e incertidumbre, como los nuestros, es un síntoma destacable del pensamiento actual, la preferencia por el concepto de phrónesis en lugar del concepto más orgulloso de epistéme, para dar cuenta de los desafíos que plantea el conocimiento y la acción. El interés por el tipo de racionalidad práctica que sugiere la exposición aristotélica de phrónesis - que la tradición suele denominar con la fórmula de "racionalidad prudencial"- tiene que ver 1) con la fuerte presunción de que este concepto encierra en su significación ética una ambiguedad, que la elaboración técnica desarrollada en los cursos de ética del estagirita, no ha logrado disipar del todo, 2) por el hecho de ofrecer un modelo de aplicación y, 3) por representar una razón de lo contingente. I. Una ambiguedad en la tradición de la phrónesis.

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La racionalidad de la Phrónesis. Algunas resonancias en el

pensamiento actual sobre la acción y la ética.

Luis Varela

http://www.favanet.com.ar/ratio/art7.htm

Algunos conceptos elaborados por la tradición filosófica

tienen la virtud de resistir el desgaste del tiempo y

volver a cobrar vitalidad en las discusiones del presente.

Uno de esos conceptos es el de phrónesis (prudencia), cuya

determinación terminológica fue establecida por Aristóteles

en los escritos sobre ética. En tiempos de ostensible

complejidad e incertidumbre, como los nuestros, es un

síntoma destacable del pensamiento actual, la preferencia

por el concepto de phrónesis en lugar del concepto más

orgulloso de epistéme, para dar cuenta de los desafíos que

plantea el conocimiento y la acción.

El interés por el tipo de racionalidad práctica que

sugiere la exposición aristotélica de phrónesis - que la

tradición suele denominar con la fórmula de "racionalidad

prudencial"- tiene que ver 1) con la fuerte presunción de

que este concepto encierra en su significación ética una

ambiguedad, que la elaboración técnica desarrollada en los

cursos de ética del estagirita, no ha logrado disipar del

todo, 2) por el hecho de ofrecer un modelo de aplicación

y, 3) por representar una razón de lo contingente.

I. Una ambiguedad en la tradición de la phrónesis.

La división que Aristóteles establece dentro de la diánoia

entre un logos teorético y un logos práctico, ayudó a

acentuar una ambiguedad ya latente en el concepto de

phrónesis: la de representar tanto un conocimiento

éticamente desinteresado, como también incluir en su

significación un conocimiento "interesado" de carácter

utilitario y pragmático. Así, por ejemplo, ophélimos y

symphéron, como adjetivos que suelen acompañar el uso de

phrónesis, poseen un significado ambiguo, pues ya expresan

lo que es conveniente en sentido egoísta, como lo que es

moralmente beneficioso. Esta circunstancia oscurece la

transparencia semántica de phrónesis: ¿es un saber

práctico-moral o es un saber práctico egoísta-pragmático?.

Esta posibilidad exegética de phrónesis vuelve interesante

su interpelación dentro de las teorías actuales sobre la

racionalidad de la acción.

Dos tradiciones en las que hunde sus raíces la

conceptualización de phrónesis como racionalidad práctica

-la tradición platónica y la popular-literaria- subyacen en

el fondo de esta cuestión. Como mostró muy bien Aubenque,

las fuentes de la doctrina aristotélica de phrónesis hay

que buscarlos, más que en la Academia platónica, en la

tradición prefilosófica popular, sobre todo en la tragedia

griega, la que "posiblemente disimula, en sus sentencias,

más verdad sobre el hombre, el mundo y los dioses, que la

antropología, la cosmología o la teología sabia de los

filósofos" (Aubenque, 1986, p. 25-26).

La síntesis que Aristóteles había hecho entre una

phrónesis como capacidad intelectual (socrático-platónica)

y una phrónesis eminentemente práctica y pragmática

(tradición popular y literaria) no deja de ser más que una

síntesis conflictiva, y es observable que Aristóteles no

logró conciliar satisfactoriamente ambos elementos de la

tradición: por un lado, rehabilita la noción tradicional de

phrónesis a través de las metáforas de “medida”,

“equilibrio” y “moderación”referidas a la práxis-; por otro

lado, no abandona del todo la inspiración platónica de

phrónesis como capacidad del intelecto: la phrónesis no es

epistéme, pero por ello no deja de ser un conocimiento, ya

no de las cosas más elevadas, aunque en los asuntos

humanos, es el conocimiento mejor posible.

II. Modelo de aplicación.

De acuerdo con los análisis de la acción en el libro III

de la Ética nicomaquea, corresponde a la phrónesis una

función de deliberación y selección (“adaptación”)de medios

(acciones) para alcanzar un fin propuesto. Explícitamente

se afirma que el saber fronético no es determinante de la

rectitud del fin o del bien a realizar en la acción, sino

la disposición ética. De este modo, la rectitud de la

acción (o de la vida en su conjunto) depende de la

inclinación del carácter, pues sólo un carácter bien

dispuesto asegura el deseo de un fin recto; la cuestión de

la eficacia y rectitud de los medios para alcanzar el fin

queda como la función exclusiva de la phrónesis. Se corre

el riesgo, así, de concebir al saber práctico como un mero

cálculo eficaz ejercido sobre los medios, indiferente a la

calidad del fin perseguido. Tal reducción "técnica" de

phrónesis -apoyada en numerosos pasajes de la ética

aristotélica- compromete la función que le corresponde como

saber o racionalidad moral.

Pero, al lado de la función de adaptación y adecuación de

los medios para la consecución de un fin, corresponde

tradicionalmente a la phrónesis una función de “aplicación”

en el ámbito de las acciones, pues su objeto es tanto lo

universal como lo particular (Et.nic.1141b14-16). Por el

conocimiento de lo particular, la prudencia incluye

experiencia y opinión; y por el conocimiento de lo

universal

se aproxima al estatuto de ciencia, pero sin serlo: "la

phrónesis no es epistéme, sino otra especie de

conocimiento" (Et.eud.1246b35-36).

La función de aplicación hace posible pensar la acción

bajo el esquema universal-particular, según el cual la

acción que es siempre particular se subsume bajo un

principio práctico universal, en tanto puede reconocerse

que esa acción es un caso de aplicación del principio. Este

esquema de la acción -que se expresa silogísticamente en

una de las variantes del "silogismo práctico"- se destaca

frente al otro esquema de la acción: fines-medios, por el

cual la acción se representa no como un caso de aplicación

de un principio, sino como medio o instrumento para

alcanzar un fin otro que la acción misma, lo que introduce

en la acción un matiz de carácter técnico-instrumental.

Frente al esquema de la acción fines-medios, algunos

intérpretes han privilegiado el esquema de la relación

universal-particular por ser el más compatible con la

exigencia de que una acción ética debe encerrar un valor en

sí misma. Tenemos así dos posibles lecturas de la ética

aristotélica en función del peso relativo que se de a uno u

otro esquema de la acción: una lectura teleológica, que

enfatiza el esquema de acción fines-medios; y otra,

deontológica, que privilegia el esquema universal-

particular.

Si bien es posible compatibilizar los dos esquemas de

acción, con lo cual esta diferenciación no puede llevarse

demasiado lejos, esta duplicidad es importante pues nos da

un indicio de que la racionalidad práctica de la phrónesis

parece operar en dos sentidos: como una racionalidad de

medios para fines y como una racionalidad de aplicación de

lo universal a lo particular (tal es el caso de la

epiekeia).

III. Un Logos de lo contingente

Si bien, la doctrina de Aristóteles acerca de la phrónesis

contiene innumerables ambiguedades y aspectos conflictivos,

sin embargo tuvo el importante mérito de reconocer con

plena conciencia la exigencia de un logos adecuado a la

dimensión práctica del hombre, de un logos humano diferente

del logos formal puro que corresponde a la dimensión

cognoscitiva-científica del hombre. La phrónesis es

tematizada como la razón de lo contingente. En efecto, en

un mundo contingente, en el que juega el azar y el kairós,

la prudencia a los ojos de Aistóteles es esa capacidad

intelectual imprescindible para orientarse frente a los

embates de las circunstancias. La tradición literaria

suministra una magnífica imagen de esta situación humana

mediante las peripecias de Ulises.

Cuando Aristóteles delimita el saber fronético del saber

científico, del saber técnico y, también, del saber

filosófico-especulativo, no hace otra cosa que reconocer la

singularidad de un saber que rige la acción, no a espaldas

de ella, sino en medio de ella. En función de su objetivo

como areté dianoetiké -decide aquí y ahora cómo actuar para

realizar el bien humano- incluye en su contextura el deseo

y la disposición ética, es decir toda la complejidad del

ser moral o êthos del hombre. Este entramado entre la

phrónesis, el deseo y la disposición ética, parece ser el

recurso extremo al que apela Aristóteles para neutralizar

el riesgo de una racionalidad orientada más hacia la

adecuación de medios a fines, que a la elección de los

fines mismos de la acción.

IV. El desafío de la Ilustración: prioridad del deber.

Como es bien sabido, Kant excluye la prudentia de la

moralidad. Bajo el peso de la tradición kantiana, el

principio de la prudencia se expone como “el amor de sí

mismo ilustrado” (Frankena, 1965). El punto de vista moral

se separa del punto de vista de la prudencia. Aunque la

prudencia como conocimiento práctico no necesariamente es

inmoral, puede llegar a serlo. En definitiva, representará

en lo sucesivo una capacidad intelectual amoral.

La racionalidad práctica de Kant, en tanto deontológica,

excluye del ámbito de la moralidad toda racionalidad

práctica teleológica por estar condicionada a intereses e

inclinaciones personales y/o grupales. Pero la primacía del

deber sobre la búsqueda de una vida buena plantea una

disociación dentro de la racionalidad práctica misma y de

la teoría ética que no parece conformarse con las

exigencias de las necesidades humanas. Justicia sí, pero

también -¿por qué no?- felicidad.

La rehabilitación y reinvindicación de la prudencia

-concretamente, de la phrónesis aristotélica- que desde

distintos ámbitos filosóficos se ha efectuado en las

últimas décadas, reaviva la discusión otra vez sobre la

incumbencia de la prudencia para la vida moral; la

impotencia evidente de los principios frente a la realidad

vuelve a plantear la necesidad de determinar la función de

la prudencia, como forma de racionalidad práctica en el

ámbito de los problemas de la ética normativa y aplicada.

Uno de los planteamientos que neoaristotélicos y

comunitaristas hacen a las teorías racionalistas de la

moral consiste en el rechazo del modelo deontológico de

racionalidad práctica y la aceptación de la superioridad de

los modelos teleológicos. Es así que, desde una perspectiva

antideontológica, MacIntyre expone en Tras la Virtud (1987)

que la ética de la ilustración al olvidar la matriz

teleológica de las éticas clásicas desemboca en la actual

situación de escepticismo y emotivismo que caracteriza a la

cultura contemporánea. Justamente, el abandono de la

perspectiva del telos sustantivo de la actividad humana

como justificación de la acción moral, hace que la cuestión

central de la moral concierna únicamente a las reglas. A

las preguntas, ¿que debemos elegir? y ¿cómo debemos elegir?

se responde preguntando no ¿qué clase de persona voy a

ser?, sino ¿qué reglas debemos seguir y por qué?. Desde la

perspectiva del liberalismo moderno "las preguntas acerca

de la vida buena para el hombre o los fines de la vida

humana se contemplan desde el punto de vista público como

sistemáticamente no planteables. Los individuos son libres

de estar o no de acuerdo al respecto" (1987, p. 152-153).

Con este argumento, señala MacIntyre, no sorprende que las

reglas (hegelianamente, el "mero deber") pasen a ser

centrales en la vida moral. Así, la primacía de la

racionalidad deontológica -cuya lógica sería "debo porque

es justo"- desliga la acción moral de toda finalidad

natural de la acción, con lo cual se dessustantiviza la

noción de bien o bondad y la dimensión moral se hace

abstracta y descarnada.

En un intento de matizar estas críticas a la racionalidad

deontológica de las éticas procedimentalistas, se observa

que en ellas aparece una concepción "devaluada" del

programa moderno, en tanto se elude la referencia a los

valores más destacables de ese programa como son las ideas

de autonomía y de igualdad de los individuos. En este

sentido, Ch.Taylor es un ejemplo de neohegeliano

comunitarista quien combina el cuestionamiento al carácter

abstracto del deontologismo, cuando prescinde de los

contenidos morales sustantivos que son las fuentes en las

que se constituyen los sujetos morales, con el

reconocimiento de que las nociones éticas de dignidad,

autonomía, individualismo e igualdad son una herencia

irrenunciable de la Ilustración, sin los cuales no podemos

concebir tampoco nuestras identidades (Thibeaut, 1992,

p.28-29).

En el pensamiento contemporáneo, varias corrientes que han

asumido el desafío de la Ilustración han reconsiderado la

exclusión kantiana de la prudencia mostrando las

dificultades que ese acto implica, situación que ha

conducido a nuevos o, mejor dicho, más “depurados”

planteamientos sobre la racionalidad práctica. En este

sentido, no cabe duda acerca de la relevancia que el tema

de la racionalidad de la phrónesis tiene en el debate

ético-político entre el universalismo {etico y las

corrientes sustantivistas, en la época de la

tardomodernidad.

En función de escudriñar huellas del concepto de phrónesis

en el pensamiento actual, considero relevante como punto de

partida la clasificación de los tipos de acción que

establece Max Weber en Economía y Sociedad, según los

grados de racionalidad presente en ellos. Desde esta base

weberiana, podemos tomar en cuenta dos direcciones opuestas

que se perfilan dentro del campo de la ética contemporánea:

una (1),

representada por

(a) el neoaristotelismo de MacIntyre, cuya apelación a una

"ética de las virtudes" contextualizada, en oposición a

una "ética de las normas", puede considerarse como la

respuesta crítica al mundo desencantado de Weber, en el que

predomina la racionalidad teleológica;

(b) la hermenéutica filosófica de Gadamer, quien destaca

el concepto phrónesis como modelo de aplicación

hermenéutica. La racionalidad hermenéutica como

racionalidad práctica asegura a la filosofía práctica su

especificidad frente a la planificación técnica.

La otra dirección (2), corresponde a los

representantes de la ética comunicativa, de cuño kantiana,

Habermas y Apel, quienes, frente al subjetivismo axiológico

de Weber, "intentarán darle la vuelta al tema de la

racionalidad de la acción, ligando la conciencia moral a

una regulación consensual de conflictos interpersonales de

acción" (Cortina, 1986, p. 84).

Aunque este espectro es limitado si se lo compara con el

amplio debate dentro de la literatura sobre la naturaleza

de la racionalidad (véase, por ej. la compilación de

trabajos realizada por Oscar Nudler sobre esta cuestión,

con el título de La racionalidad: su poder y sus límites),

sin embargo estimo que todos las corrientes mencionadas

guardan una vinculación significativa con el problema de la

phrónesis, a cuyo enriquecimiento contribuyen.

V. Racionalidad y mundo desencantado

Max Weber, en el comienzo de Economía y Sociedad (1987)

expone una clasificación de la acción social y de la

racionalidad implicada. De los tipos de acción

discriminados - racional-teleológico, racional-axiológico,

afectiva y tradicional- el primer rango en un orden

decreciente de racionalidad lo ocupa la acción racional-

teleológica. Precisamente, el proceso de racionalización

que, según Max Weber ha caracterizado la evolución de

Occidente, consiste en el predominio de la racionalidad

teleológica, según la cual lo racional se define como la

aplicación adecuada de medios a fines que se persiguen,

tomando en cuenta las consecuencias. Esta racionalidad

despliega progresivamente su dominio sobre diversos

sectores de la vida social, particularmente en la esfera de

la economía y de la administración burocrática.

En oposición a la "racionalidad teleológica" Weber alude a

una "racionalidad valorativa" que rige una acción con

arreglo a valores, por lo cual se obra según convicciones,

sin atender a las consecuencias previsibles (1987, p.20-

21). Pero, esta racionalidad valorativa no resuelve los

conflictos entre valores (que en el fondo son conflictos

entre intereses). Y esta resolución dependerá de la

imposición de la fuerza o el poder.

Como resultado del proceso de racionalización, se produce

ese fenómeno que Weber denominó el "desencantamiento" del

mundo, metáfora que da cuenta sugestivamente del estado de

ánimo del hombre moderno frente al avance de la

racionalización de los ámbitos de existencia. La

declinación de las imágenes filosóficas y religiosas que en

el pasado cumplían una función vinculante en la vida social

se constata como el hecho sociológico más relevante de la

modernidad (Weber, 1978).

Otra consecuencia: el monoteísmo axiológico ha dado lugar

al politeísmo axiológico en el cual cada uno tiene su

propio dios. Esto significa que en materia de valores y/o

fines rige un relativismo axiológico en el que opera otra

forma de acción y racionalidad: la accción racional-

axiológica. En El político y el científico (1967), Weber se

refiere a las "éticas de la convicción" de cuño kantiana y

protestante, a las que distingue de una "ética de la

responsabilidad".

Según la "ética de la convicción" hay actos que deben

realizarse porque encierran valores intrínsecos, sin que

importen las posibles consecuencias que se sigan. Los

valores últimos orientan la intención de la acción,

haciendo abstracción de los medios y, sobre todo, de las

consecuencias probables. Esta ética se configura como un

rechazo explícito del mundo empírico, es una ética de otro

mundo. Aquí domina el valor que como tal se resume en una

creencia subjetiva imposible de objetivar. Frente al valor,

la argumentación cede su lugar a la fe. Por esto se

explica, también, que la racionalidad de medio-fines sea

para Weber la única que posibilite un conocimiento

objetivo, en tanto excluye de su dominio las valoraciones.

La racionalidad teleológica a diferencia de la racionalidad

axiológica toma en cuenta las consecuencias de la acción y

es valorativamente neutral.

A diferencia de la “ética de la convicción” la "ética de

la responsabilidad", sin renunciar a los principios, se

preocupa de las consecuencias previsibles de la acción.

Aquí interviene la decisión personal y el cálculo o

deliberación. Quien actúa conforme a esta ética se propone

fines, sopesa los medios conducentes a ellos y las

consecuencias resultantes; asume, por lo tanto, las

consecuencias y los costos en sus acciones. En el ámbito de

la política "no es verdad que de lo bueno sólo puede salir

lo bueno y de lo malo, solo lo malo, sino a menudo lo

inverso. Quien no comprenda esto es, en realidad,

políticamente un niño". No hay duda que la "ética de la

responsabilidad" configura una ética de la prudencia y esto

ha sido generalmente aceptado. Pero, es observable que la

manera en que Weber expone esta ética de la prudencia en el

terreno de la política, ha dado pie a que muchos vieran en

la prudencia política una expresión de un crudo pragmatismo

o realismo político. Que esta interpretación es posible, se

vincula con esa esa ambiguedad que la noción de prudencia

arrastra desde sus orígenes griegos y que en la modernidad

se ha extremado, sobre todo por la elaboración de Baltasar

Gracián, cuya prudencia “mundana” expresa a la perfección

una racionalidad práctica valorativamente neutral.

VI. Tradición y virtud

En Tras la Virtud, Alasdair MacIntyre afirma que la

visión contemporánea del mundo es predominantemente

weberiana, en tanto esta concepción -la del politeísmo

axiológico- es responsable del triunfo de la cultura

emotivista. Desde el punto de vista del emotivismo, la

práctica social moderna exhibe lo siguiente:

? emergencia de una racionalidad burocrática empeñada en

armonizar medios con fines predeterminados (a diferencia

del esteta rico, que sobrado de medios, busca siempre fines

en qué emplearlos).

? la pregunta sobre los fines son preguntas sobre los

valores y la razón calla ante el intento de justificarlos.

Los valores descansan en una elección o decisión cuya

justificación es puramente subjetiva.

De acuerdo con esto, Weber se presenta como un emotivista

que ha borrado la distinción entre poder y autoridad. En

efecto, según Weber, ninguna autoridad puede legitimarse en

criterios racionales (autoridad religiosa, política), con

excepción de la autoridad burocrática que apela a su propia

eficacia; y es en esa apelación donde se ve que la

autoridad burocrática es el poder triunfante. En oposición

a ello, MacIntyre apela al modelo aristotélico de las

virtudes éticas, en el que destaca: 1) que la pericia

burocrática del experto que conecta medios y fines de

manera valorativamente neutra no encuentra lugar en una

cultura en donde la racionalidad de la phrónesis esté

firmemente vinculada a las virtudes éticas (1987, p.195-6);

2) que la visión aristotélica de las acciones prohibidas u

obligatorias es teleológica, aunque no consecuencialista

(1987, p.190) y 3) el carácter contextual del ejercicio de

la phrónesis asociada a las virtudes éticas.

En consecuencia, vivimos en una cultura emotivista en la

que el yo ha sido separado de su entorno social y concebido

sin identidad social. Los "personajes" representativos como

modelos de la cultura emotivista son el esteta rico, el

burócrata y el terapeuta. En la terminología de Charles

Taylor (Ética de la autenticidad) la cultura emotivista es

la cultura de la autorrealización del individuo que ha

perdido los lazos con la comunidad, replegándose en una

esfera de intimidad egoística y narcisista (Taylor, 1994).

Para MacIntyre, esta desvinculación marca el comienzo de

la decadencia moral de nuestra época: al fracasar el

proyecto ilustrado por el hecho de no hallar una

justificación última racional de los principios morales

universales, se instala en nuestro tiempo la convicción no

razonada, más implícita que explícita, de la cultura

emotivista que niega la posibilidad de objetividad de los

juicios morales y la existencia de criterios racionales que

justifiquen la elección de principios. Tanto la elección de

principios como las decisiones morales se harán depender de

las preferencias de la voluntad individual, con lo cual los

discursos morales se vuelven inconmensurables y el acuerdo

moral imposible. Esto, para MacIntyre, no significa que la

moral ya no es lo que fue, sino que "lo que la moral fue ha

desaparecido en amplio grado, y que esto marca una

degeneración y una grave pérdida cultural" (1987, p.39). De

allí que el propósito de MacIntyre sea reformular la

tradición aristotélica de las virtudes para evaluar sus

pretensiones de verdad.

MacIntyre señala que el proyecto ilustrado de

justificación de la moral ha fracasado debido a que se ha

perdido el concepto funcional de hombre, es decir la

concepción clásica de que el hombre posee un télos. Al

haberse abandonado en la Ilustración el concepto de una

naturaleza esencial como visión teleológica, queda para los

filósofos morales ilustrados un esquema moral, en el cual

pierden sustento los mandatos morales provenientes de un

contexto teleológico. Se da así una falta de conexión entre

los preceptos de la moral y la facticidad de la naturaleza

humana. Gradualmente, y como consecuencia de esta

inconexión, la Ilustración se acercó cada vez más a la

aceptación del argumento de que partiendo de premisas

fácticas, no podía llegarse a conclusiones valorativas o

morales. El principio "ningún debe de un es" es la

conclusión del proyecto de la Ilustración. Frente a ello,

el intento de MacIntyre es revalorizar el concepto de

virtud con el propósito de proponer una "ética de la

virtud", que sea una real opción frente a una "ética de la

norma". Las virtudes aristotélicas, en tanto éxeis que

constituyen una segunda naturaleza, no pueden tener como

soporte al yo concebido al modo emotivista, pues un yo

separado de sus papeles o funciones, como en Sartre, pierde

la trama de relaciones sociales en las cuales esas virtudes

pueden ser efectivas. La vida virtuosa desde el yo

emotivista no es más que convencionalismo. En cambio, una

vida conforme a las virtudes supone un yo narrativo, para

el cual la unidad de una vida individual es la unidad de

una narración que se encarna en una vida. En este sentido,

lo bueno para el individuo será el vivir mejor esa unidad y

llevarla a su plenitud. Ahora bien, esa unidad es la unidad

de un relato de

búsqueda de lo bueno, búsqueda que se sostiene en la

virtud.

Pero, buscar el bien tanto como ejercer la virtud es una

tarea imposible de realizarse individualmente. Uno

pertenece a una familia, a una ciudad, a un país, de cuyas

tradiciones hereda "una variedad de deberes, herencias,

expectativas correctas y obligaciones" (1987, p.271), que

en su conjunto conformarán la substancia de la vida moral.

De este modo, tanto la práctica de las virtudes éticas como

de la virtud intelectual de la phrónesis se ejercen dentro

de un marco contextual que es la tradición.("Una tradición

es una discusión que se desarrolla a través del tiempo...")

La identidad moral que el yo encuentra en su tradición no

implica que el yo no pueda cuestionar las limitaciones

morales de esa tradición. Ocurre que "sin esas

particularidades morales de las que partir, no habría

ningún lugar desde donde partir; en el avanzar desde esas

particularidades consiste el buscar el bien, lo universal"

(1987, p.272). La conclusión de MacIntyre es que el yo

reforzado por la identidad que le presta la unidad

narrativa de una historia, que en el fondo se entronca en

la historia de las tradiciones, es en gran parte lo que ha

heredado del pasado. El yo forma parte de una historia que

le escribe parte de su guión. Por eso, le guste o no le

guste, el yo es soporte de su tradición.

VII. Phrónesis como racionalidad hermenéutica.

Desde la corriente hermenéutica Gadamer se propone

recuperar el valor de la "aplicación" dentro del proceso

hermenéutico. Es en medio de esta pretensión que la

phrónesis aristotélica adquiere relevancia en tanto se

exhibe como modelo de aplicacación hermenéutica. En la

vieja tradición, se distinguían tres momentos en el proceso

hermenéutico: una subtilitas intelligendi (comprensión),

una subtilitas explicandi (interpretación) y un tercer

componente que fue añadido por el pietismo, la subtilitas

applicandi. La hermenéutica romántica de Schleiermacher,

había establecido la unidad interna de intelligere y

explicare: comprensión e interpretación se interpenetran

íntimamente de modo tal que comprender es siempre

interpretar. Pero, además, con esta fusión se deja de lado

el tercer momento del problema hermenéutico: el de la

aplicación. Por aplicación se entendía un momento posterior

al acto de cmprender e interpretar. En este punto, la tesis

de Gadamer es que "en la comprensión siempre tiene lugar

algo así como una aplicación del texto que se quiere

comprender a la situación actual del intérprete" (Gadamer,

1977, p.379). El proceso de comprender incluye, además de

la comprensión y la interpretación, el momento de la

aplicación. "En toda lectura tiene lugar una aplicación, y

el que lee un texto, se encuentra también él dentro del

mismo conforme al sentido que percibe. El mismo pertenece

al texto que entiende" (1977, p. 413-414). Comprender es

así una instancia de aplicación de algo universal (texto,

palabra o ley) a algo particular (la situación del

intérprete). El texto representa lo universal y la

situación del intérprete lo particular. En tanto que el

intérprete se encuentra históricamente en situaciones

diferentes, el texto será entendido también en cada momento

de una manera diferente. Se da así el hecho paradójico de

que lo que se comprende de un texto es siempre diferente,

aún cuando el texto permanece siendo lo mismo. En el

proceso de comprensión de un texto, no puede ser

desatendida la situación del que interpreta. Pero esto no

significa que haya primero una comprensión objetiva del

significado ideal de un texto y que se aplique después de

un modo secundario al punto de vista particular del

intérprete, como sucede con el saber científico y el saber

técnico; ya la comprensión misma está determinada desde el

principio por el intérprete y la situación hermenéutica en

la que se encuentra.

Ahora bien, la función de aplicación dentro del ámbito de

la práxis ético-política corresponde al saber práctico o

prudencia que Aristóteles tematiza con la palabra

phrónesis. La prudencia se refiere tanto a los hechos

singulares y cambiantes, como a las reglas universales de

acción. La presencia en la elaboración aristotélica de un

lenguaje silogístico -por ej. el razonamiento práctico del

acrático- confirma esta función de aplicación, según la

cual la acción se representa como una relación entre lo

universal (principios o reglas) y lo particular

(descripciones de hechos y situaciones). Tambien en la

tradición medieval se atestigua la asignación a la

prudencia la capacidad de aplicar el conocimiento universal

a las cosas particulares: "prudentia applicat universalem

cognitionem ad particularia" (St.Th.II, II,49,1ad1). La

prudencia tiene, entonces, la función de llenar la

distancia infinita que existe entre los principios

demasiados generales y la diversidad de las situaciones

particulares opaca al pensamiento racional o, lo que es

igual, la distancia también infinita entre la real eficacia

de los medios y la realización del fin. Esta distancia

infinita, que se expresa en el nombre "contingencia", exige

ser llenada por mediaciones laboriosas e inseguras,

corriéndose siempre el riesgo de fracasar. Una cosa es

segura: si el bien o lo mejor posible no puede concretarse,

hay que seguir el ejemplo del piloto avisado que para

llegar al objetivo "adopta como segunda navegación el menor

mal" (Et.nic.1139a34-35).

Sobre esta doctrina, la argumentación de Gadamer -que es

un ejemplo de apropiación hermenéutica de un texto clásico-

consiste en destacar el modo peculiar de aplicación que

caracteriza al saber práctico de la phrónesis, en contraste

con los modos de aplicación característicos del saber

científico (epistéme) y el saber técnico (téjne). Ante

todo, el saber práctico no puede ser representado a la

manera de un conocimiento objetivo de una realidad

necesaria y ahistórica, es decir a la manera de un

conocimiento científico. Por el contrario, su objeto es la

realidad humana e histórica que requiere un conocimiento de

experiencia, en el que tienen lugar los procedimientos de

deliberación y elección. Su propósito no es la

contemplación, sino la acción. Tampoco, el saber práctico

es asimilable al saber técnico, a pesar de sus indudables

afinidades. Una delimitación entre ambos es decisiva, pues

el saber hacer (poiesis) pertenece también a la práxis

humana, aunque no en el sentido de un saber ético-político.

Si el saber práctico fuera semejante, su universalidad

sería comparable a la universalidad de un proyecto o plan

técnico, de tal modo que la actuación ética sería algo así

como una autoproducción de uno mismo por la impresión de

una "forma" previamente determinada. Se dispone, sin duda,

de orientaciones generales sobre el obrar justo e injusto,

solidario o cruel, etc., que se ha aprendido por educación

y por origen y que forma parte, como decía Hegel, de la

sustancia ética. Pero, estas imágenes difieren de las

imágenes con la que el artesano fabrica su objeto, ya que

se determinan previamente al acto de producir. Puede, por

supuesto, ser modificadas y, en este caso, deben ser

reemplazadas por otras; pero el proceso de aplicación está

regido por un conocimiento previo de las imágenes. En

cambio, el saber de "lo que es justo no se determina por

entero con independencia de la situación que me pide

justicia" (1977, p. 389).

La universalidad del saber práctico, por consiguiente, se

diferencia de la universalidad del saber científico y

técnico en que: por un lado, su universalidad no es

representable como una ley objetiva en su aplicación al

caso, ni tampoco como una premisa universal de la cual

pueda deducirse la acción. Por otro lado, su universalidad

no es representable a la manera de una forma o diseño

previo aplicado que se imprime a un material. Más bien, la

universalidad que le pertenece es una universalidad situada

o mediada por la situación, que hace que siempre debe ser

comprendida de una manera diferente de acuerdo con las

diversa situaciones.

De esta manera, en la concreción del saber práctico se

efectúa una aplicación hermenéutica: si el saber práctico

fuera un conocimiento científico o técnico, lo justo en

general sería determinado objetivamente y conocido

previamente a la situación de acción. En este sentido, la

aplicación consistiría o bien en el reconocimiento de una

acción como un caso particular de ejemplificación de una

ley universal, o bien en la configuración de la vida humana

de acuerdo a un modelo. En ambas alternativas, la

aplicación es determinante, pues las acciones son

determinadas ya por principios objetivos ya por reglas

técnico-prácticas. Difieren sólo en la forma de la relación

entre lo universal y lo particular, pues en la primera

alternativa la relación es de "ejemplificación" y en la

segunda, la relación conduce a la "imitación" (la vida

humana como obra de arte). Pero, la aplicación del saber

práctico es hermenéutico, lo que implica una mediación

heurística: lo justo aquí y ahora debe ser descubierto en

la mediación del saber práctico universal y la situación

particular, a través de un proceso deliberativo que es

también autodeliberativo en tanto implica al que debe

actuar. Esto supone que el saber práctico no es completo

por sí mismo, sino que necesita de la situación para

completarse y adquirir un

contenido. Uno debe ser capáz de ver en cada situación, lo

que ésta exige de uno a la luz de lo que es justo en

general (Gadamer, 1989, p.25-26). En la forma de operar de

la conciencia moral del agente, como también en la

conciencia del jurista por la epikeia, se pone en juego una

racionalidad que debe calificarse de "hermenéutica", y esa

racionalidad corresponde a ese singular conocimiento que la

tradición denominó phrónesis y prudentia. En este sentido,

es necesario preguntarse sobre el alcance de la observación

que Vattimo realiza cuando afirma que en Verdad y Método no

se discute nunca a fondo sobre la cuestión de la

"racionalidad" de la hermenéutica (Vattimo, 1994, p.149-

151).

VIII. Habermas: acción y racionalidad comunicativa.

Habermas asume el proceso weberiano de "racionalización",

pero lo incluye en el marco de un proceso más vasto que

coincide con la realización del programa de la Ilustración

(Cortina, 1986). En la tipología weberiana de las acciones,

la racionalidad predominante le correspondía a la

racionalidad teleológica, con lo cual en Weber el progreso

de la racionalización era entendido como la extensión de

los subsistemas de la acción racional-teleológica,

característico del capitalismo liberal. Según Habermas, al

no haber distinguido claramente Weber entre relaciones

sociales mediadas por intereses y relaciones sociales

mediadas por un acuerdo normativo, no pudo comprender las

consecuencias que para los sistemas de acción tiene la

racionalización ética. El problema para Habermas era evitar

que el progreso de la racionalización teleológica

(perspectiva de la sociedad como sistema) absorviera la

posibilidad de un progreso en la racionalización de la

interacción consistente en la discusión sobre los fines,

para resolver conflictos y hacer valer los propios

intereses de manera comunicativa (perspectiva de la

sociedad como forma de vida).

El problema, entonces, reside en defender la idea de una

racionalidad práctica; es decir, de un uso moral de la

razón. En función de ello, Habermas introduce una

distinción entre a) acción teleológicamente racional

(trabajo) y b) acción comunicativa (interacción).

a) la acción teleológicamente racional es aquella en que

el actor se orienta al logro de un objetivo, para lo cual

elige los medios y calcula las consecuencias. Se divide a

su vez en:

? acción instrumental: basada en reglas técnicas de acción

para controlar racionalmente el medio natural (pueden

vincularse a la interacción).

? acción estratégica: basada en reglas estratégicas

tendientes a controlar racionalmente el medio social

(acción social).

b) acción comunicativa: apunta a la comprensión

intersubjetiva a través del lenguaje. En ella los actores

coordinan los planes de acción sobre la base de acuerdos y

no de cálculos egocéntricos.

El concepto de una acción comunicativa, diferente de la

acción racional-teleológica, hace posible la idea de una

racionalidad práctica, ella misma normativa, que a

diferencia de la racionalidad práctica kantiana no es

monológica (paradigma de la conciencia), sino dialógica o

discursiva (paradigma del lenguaje). Se está así ante una

racionalidad que hunde sus raíces en el lenguaje humano,

más precisamente en su dimensión pragmática. Tanto Habermas

como Apel reconocen que el uso linguístico está orientado

originalmente a producir entendimiento, al acuerdo entre

los interlocutores: "el acuerdo es inherente como "télos"

al lenguaje humano", de allí que por acción comunicativa se

entienda finalmente las interacciones en que "todos" los

participantes concilien sus intereses individuales y sigan

"sin reservas" sus metas ilocucionarias. La ética del

discurso tomará en cuenta la consideración pragmática del

lenguaje, en tanto privilegia la concepción del lenguaje

como proceso de comunicación. De esta manera, hay una

reorientación de la filosofía entera hacia la filosofía del

lenguaje.

La estructura linguística de la racionalidad comunicativa

se explicitará tanto en la pragmática universal (Habermas)

como en la pragmática trascendental (Apel). En ambas, se

pone de relieve cómo a partir de las pretensiones formales

de validez -verdad, corrección, veracidad e

inteligibilidad- supuestas pragmáticamente en los actos de

habla que son inmanentes a formas de vida concreta, pueden

trascender en sus pretensiones a esas formas de vida, o sea

universalizarse. Tales pretensiones configuran el mínimo de

racionalidad para exigir un mínimo de normatividad

universal (Cortina, 1990, p. 164-165).

IX. Ética y estrategia.

Por su parte, Apel -el otro principal referente junto con

Habermas de la ética comunicativa- a partir de la teoría

comunicativa de la acción y su racionalidad propuesta por

Habermas introduce algunos elementos que para nuestro

objetivo son de suma importancia. En primer lugar, Apel

reconoce la vigencia hasta hoy de la racionalidad

teleológica técnico- instrumental como standard de

racionalidad de la acción social. Esta racionalidad incluye

a) la teoría matemática de la elección racional, b) de la

decisión racional y c) de la teoría estratégica de los

juegos. Es particularmente esta última teoría la que aclara

la estructura de la racionalidad de la interacción como una

racionalidad estratégica: "reciprocidad reflexionada de la

instrumentalización" (los actores aplican un pensamiento

instrumental a objetos que se sabe hacen lo mismo con esos

actores) (Apel, 1986).

Ahora bien, frente al monopolio de la racionalidad

estratégica en al ámbito de la acción social -que pone en

tela de juicio la posibilidad de una ética como la de Kant-

el argumento de Apel es mostrar (de acuerdo con Habermas)

que esta racionalidad no explica la función de la

comunicación linguística y de la interacción comunicativa.

Por la vía, nuevamente, del presupuesto del telos del

discurso como formación de consenso, surge la distinción

-de carácter a priori- entre dos tipos de racionalidad de

la interacción humana:

? la racionalidad formadora de consenso, orientada

transubjetivamente, de la comunicación lingüística a

través de actos ilocucionarios.

? la racionalidad teleológica, orientada subjetivamente,

de la interacción estratégica a través de actos

perlocucionarios.

Esta distinción, aclara Apel, sólo puede hacerse desde la

racionalidad consensual comunicativa y no desde la

racionalidad estratégica. Sólo desde la racionalidad

comunicativa puede pensarse una racionalidad ética, es

decir "una razón práctica legisladora en el sentido de

Kant" (Apel, 1991).

Pero, si bien la defensa de una racionalidad éticamente

relevante, frente al monopolio de la racionalidad

estratégica, es una toma de distancia de Weber, Apel

reconoce que en parte tiene Weber razón, con lo cual se

abre la posibilidad de conciliar desde la razón ética la

racionalidad comunicativa

con la estratégica. En efecto, la concepción weberiana de

una "ética de la responsabilidad" plantea el problema de

que actuar de acuerdo con el imperativo categórico puede

entrar en conflicto con un actuar responsable. Para Apel,

recordando la polémica Kant-Constant, la ética discursiva

incluye el motivo de la responsabilidad por las

consecuencias que se siguen de las acciones. Se trata de

tomar en cuenta las condiciones reales de la acción y

reconocer, dice Apel, que "las personas están obligadas a

actuar siempre también estratégicamente y, sin embargo, al

mismo tiempo -desde la formación del pensamiento

dependiente del lenguaje-, a actuar comunicativamente...a

coordinar sus acciones de acuerdo con pretensiones

normativas de validez que, en el discurso argumentativo,

pueden ser justificadas sólo a través de una racionalidad

no estratégica" (Apel, 1986, p. 99).

La necesidad de conciliar o complementar la racionalidad

discursiva con la racionalidad estratégica responde a la

exigencia de la ética discursiva de incluir una ética de la

responsabilidad, ante el hecho indiscutible de que los

discursos prácticos son insuficientes para solucionar todos

los conflictos emergentes de la interacción social. Esto

obliga a plantear un programa de "estrategia ética" a largo

plazo, en donde la racionalidad estratégica opere bajo la

guía de un télos ético en la solución de los obstáculos que

dificultan la comunicación y la aplicación de normas

consensuales.

La propuesta de Apel sobre la necesidad de un programa de

"ética estratégica" parece conducir otra vez al

reconocimiento del valor estratégico que la tradición ha

asignado siempre al saber práctico de la phrónesis, es

decir, como esa capacidad de determinar intelectualmente el

mejor equilibrio entre la eficacia de los medios y la

calidad moral de los fines.

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