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LA REINCIDENCIA DEL RECUERDO Cada vez que intento relatar algún suceso de mayor o menor relevancia en mi memoria, hechos de mi ya largo recorrido por la vida, me sumerjo, sin solución de continuidad, en el ocaso de la década de los cuarenta y principios de los cincuenta. Esta fue una época en que la vida parece (o fueron quienes manejaban la vida) que nos tendió una trampa. Una trampa que nos mantuvo cautivos en las celdas de la miseria y el hambre. Encadenados a los caprichos de ciertos señoritos, y atrapados en las telarañas de la necesidad. Apartados de la cultura de progreso que imperaba en otras tierras, éramos conducidos por unos caminos oscuros, de los cuales desconocíamos su destino final, e imposibilitados de influir en él, nos veíamos abocados el precipicio del atraso en una sociedad menguada en sus capacidades. Pero Enguera es tierra de hombres y mujeres, que no se resignan a vivir marginados en su propio destino. Durante la ya larga historia de esta tierra, los enguerinos, han sabido adaptarse a los tiempos y sacar de ellos lo mejor, como lo demuestra la constante lucha contra los inconvenientes de una tierra flaca y sacarle cosechas para su mantenimiento, y aún para intercambiar mercancías con otros lugares. Viñas, olivos, algarrobos, almendros, y todo aquello que era endémico del secano mediterráneo. De los pinares de su extensa sierra, propiedad del pueblo, salió remedio para muchas carencias colectivas. También la ganadería fue un buen recurso hasta que desapareció de nuestro monte. Luego vino el riego artificial, y los cultivos se fueron diversificando aportando nueva riqueza. La industria textil también tiene su apartado en el esfuerzo colectivo por mejorar la calidad de vida de los enguerinos. Y esta industria, dentro del gremio de la lana, tuvo sus momentos de supremacía en la actividad laboral de Enguera. La creación de varias fábricas, y el laboreo doméstico, con la instalación de telares en las casas particulares, supuso ocupación para muchos enguerinos, y aún de forasteros atraídos por el trabajo en la floreciente industria. El constante trasiego de ganados venidos de Castilla hacia el

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LA REINCIDENCIA DEL RECUERDO

Cada vez que intento relatar algún suceso de mayor o menor relevancia en mi memoria, hechos de mi ya largo recorrido por la vida, me sumerjo, sin solución de continuidad, en el ocaso de la década de los cuarenta y principios de los cincuenta. Esta fue una época en que la vida parece (o fueron quienes manejaban la vida) que nos tendió una trampa. Una trampa que nos mantuvo cautivos en las celdas de la miseria y el hambre. Encadenados a los caprichos de ciertos señoritos, y atrapados en las telarañas de la necesidad. Apartados de la cultura de progreso que imperaba en otras tierras, éramos conducidos por unos caminos oscuros, de los cuales desconocíamos su destino final, e imposibilitados de influir en él, nos veíamos abocados el precipicio del atraso en una sociedad menguada en sus capacidades. Pero Enguera es tierra de hombres y mujeres, que no se resignan a vivir marginados en su propio destino. Durante la ya larga historia de esta tierra, los enguerinos, han sabido adaptarse a los tiempos y sacar de ellos lo mejor, como lo demuestra la constante lucha contra los inconvenientes de una tierra flaca y sacarle cosechas para su mantenimiento, y aún para intercambiar mercancías con otros lugares. Viñas, olivos, algarrobos, almendros, y todo aquello que era endémico del secano mediterráneo. De los pinares de su extensa sierra, propiedad del pueblo, salió remedio para muchas carencias colectivas. También la ganadería fue un buen recurso hasta que desapareció de nuestro monte. Luego vino el riego artificial, y los cultivos se fueron diversificando aportando nueva riqueza. La industria textil también tiene su apartado en el esfuerzo colectivo por mejorar la calidad de vida de los enguerinos. Y esta industria, dentro del gremio de la lana, tuvo sus momentos de supremacía en la actividad laboral de Enguera. La creación de varias fábricas, y el laboreo doméstico, con la instalación de telares en las casas particulares, supuso ocupación para muchos enguerinos, y aún de forasteros atraídos por el trabajo en la floreciente industria. El constante trasiego de ganados venidos de Castilla hacia el

Reino de Valencia, y siendo Enguera territorio fronterizo, facilitó el establecer un acuerdo entre quienes dejaban el producto de la esquila, y quienes lo convertían en paño de la mejor calidad. Así debió nacer en Enguera la industria Textil de la Lana.

Por eso, en esa época, para la generación nacida durante le Guerra Civil y los años más próximos a ella, tanto anteriores como posteriores, no era el mayor problema la falta de trabajo, aún siendo este siempre un conflicto para los pobres, sino la falta de cultura y conocimiento en el que se encontraba. Pero mientras unos lloraban de impotencia ante el hecho, otros pensaban, y sabían, que el progreso llegaría con la cultura y el conocimiento, y Enguera, a pesar de todo, no estaba ausente de dichos valores. Algunos vecinos, en sus casas, a hurtadillas, fueron cultivando la lectura, y engrosando así su afán de conocimiento. Esta persistencia en la lectura, con el paso de los tiempos dio su fruto.

Muchos escogieron el mundo del arte, como afición, para desarrollar esos someros conocimientos. La música, y también el teatro, fueron lugares donde se podía abrir la mente a mundos distintos al constreñido en que les obligaban a vivir. El teatro del Círculo de Obreros Católicos, (el Teatro de la Música) fue un lugar donde la gente ávida de nuevas cosas se reunía cuando se realizaban representaciones de Teatro, así como de Variedades. Unos interviniendo en las

representaciones, y otros como espectadores, vivían fantasías que les despertaban sus ansias de un despertar que les sacara de aquel letargo.

Pero la lectura siguió siendo la mejor escuela. No era fácil conseguir libros que se salieran del guión dictado por la autoridad.

Los pocos que se podían comprar, eran los obligatorios para la escuela: una Enciclopedia para toda la familia, y era objeto de herencia. En lo de los libros, la censura era implacable, los que se podían salvar de la quema de los censores, estaban ocultos en el arca de la cambra. En la única librería del pueblo, se podía encontrar, sin problemas, el Catecismo de la Iglesia Católica Apostólica Romana, los Cuentos de Calleja, de los Hermanos Grim, alguna obra de Charles Dikes y de Julio Verne, y también novelas del Oeste. ¡Nada más!

En este pobre panorama tenía que luchar el afán cultural de muchos enguerinos. También muchos Maestros de la Escuela Pública de la República, perdedores de la guerra, fueron apartados del ejercicio de su Magisterio, abandonados a la precariedad económica que aquel injusto despido les abocó, con la irreparable perdida que para el saber popular supuso el destierro de aquellos Maestros. Luego todo fue una enseñanza ideológizada desde los postulados de la Iglesia y del Estado Fascista.

Desgraciadamente, para nuestra generación, no era las letras, ni la escuela, la prioridad a los doce o trece años. La Cultura, la Religión de los hijos, era la del comer cada día, y la de nuestros padres, conseguir los medios para ello. Todo ello sacrificando la presencia de muchos alumnos bastantes días durante el Curso Escolar a las saturadas aulas, con más de cuarenta alumnos por clase, donde los Maestros, algunos de ellos muy a su pesar, poco podían ofrecer a los alumnos. Muchos niños repasaban la lección en los resecos rastrojos, o recogiendo olivas en los fríos días invernales. Cuerpo frío, estómago

vacío, y pies descalzos. Pero nuestros padres sabían, que en la escuela, aún en aquella, estaba el saber para mejorar el futuro de todos nosotros.

Era un sistema de enseñanza censurado y controlado, tanto por la Iglesia, como por La Falange. Con grandes lagunas en la Historia, donde solo aparecía las gestas de héroes glorificados por el Régimen, como eran: Guzmán El Bueno, Don Pelayo, El Cid Campeador, los Reyes Católicos, Colón, Jaime I El Conquistador, Agustina de Aragón, y unos pocos más, hasta culminar con “El Glorioso Alzamiento Nacional”, o sea, la rebelión militar contra La República.

En esta dinámica, muchos de los enguerinos que componíamos aquella generación, tuvimos que abandonar la escuela antes de tiempo, algunos ni siquiera llegaron a saber lo que era un aula. Pero muchos de esos jóvenes no se rendían ante tanta fatalidad. Durante los Gobiernos de La República, se crearon las Escuelas para Adultos, y bastantes enguerinos acudieron a ellas para conseguir formarse y adquirir una buena base cultural. Estos hombres instruidos, siguiendo el ejemplo de aquellos Maestros depurados por el Régimen, en sus propias casas, por las noches, luego de terminada la jornada laboral, reunían a varios niños y jóvenes, para enseñarles lo básico en la enseñanza, y así también aliviaban su precaria economía doméstica.

Mi padre fue uno de esos hombres privilegiados con una buena formación para la época, en una ocasión formó parte del Consejo Escolar Municipal, que quiso compartir y trasladar a muchos jóvenes sus conocimientos. Jóvenes de los cuales aun conservo recuerdo de sus nombres escritos en un viejo cuaderno cuadriculado, y por lo que se puede ver en él, todos eran de familias muy humildes. Mi padre anotaba en dicho cuaderno los nombres de sus alumnos, lo que no aparece por ningún sitio es una anotación sobre el pago de alguno de ellos, aunque no creo que mi padre por eso les prestara menor atención.

Como ya hemos anotado, el Teatro de la Música, era lugar para evadirse y olvidar por unas horas la cruda realidad. En más de una ocasión hubo que elegir entre teatro o cenar. El teatro ganó en más de una ocasión. Como los actuantes eran todos del pueblo, el aforo se compañía de familiares, amigos y vecinos, ya que en aquellas épocas, la amistad a veces sustituía carencias familiares, aún en ocasiones de necesidad llegando hasta compartir entre ellos las escasas viandas. Recuerdo que en cierta ocasión, era la hora de la comida del mediodía, y mi madre había guisado “Arroz Caldosico”, que era el plato más común en las mesas de los enguerinos, sencillo en su elaboración, y económico por sus ingredientes: Arroz, bledas o colejos, nabos, habichuelas de “careta”, y al perol, o a la cazuela, a hervir durante toda la mañana sobre el hornillo alimentado por carbón. Era una de las variedades llamadas “arroz de ayuno”. Pues bien, estábamos a punto de comenzar a comer, cuando llamó a la puerta de la calle una voz. Una voz que mi madre, sin ver a la persona, ya sabía de quién se trataba y qué es lo que quería. Se levantó de la mesa y fue a buscar un plato limpio, de nuestros propios platos fue quitando un par de cucharadas de arroz de cada uno, llenó

el plato vacío, y se lo dio a la persona que llamó a la puerta. Este, pues era un hombre, sentado en el portal lo comió, dio las gracias, y se marchó. En la actualidad, parece ser que el individuo valora más el deseo por lo que no tiene, que la satisfacción de las pertenencias, y ello debe ser debido a la inmadurez del personal que no es capaz de colocar una frontera entre la satisfacción y la ambición. Cierto es que una condición de la humanidad es la ambición, cosa esta positiva, pero que encierra peligros cuando esa ambición se convierte en avaricia depredadora de lo ajeno. Ello le hace adentrarse en negocios pantanosos, y son absorbidos por las arenas movedizas da la amoralidad y el delito, devorados por su propia malsana ambición. Ahora, variemos de tercio, y vayamos a otra cosa. Vayamos al Teatro de la

Música, para vivir una velada artística a manos de los entusiastas artistas enguerinos. Artistas que sin haber pasado por ninguna escuela de canto, supieron aprender a cantar con bastante acierto, cada uno en su especialidad. Las funciones que yo más recuerdo ahora son las Revistas Musicales y los Varietés. Enguera contaba con un amplio elenco de artistas de varios estilos, los cuales cumplían con creces las expectativas y exigencias del director. En la especialidad de Operetas y Zarzuela, como Tenores, competían el señor Olcina, de oficio zapatero remendón, y el sastre Leoncio Poveda. En el Cante Aflamencado, eran competidores: Modesto Sarrión, también zapatero como el señor Olcina, (estas dos personas emparentaron al casarse Modesto con una hija de Olcina) y el

trabajador textil Francisco Aparicio “Mincho”. “Mincho” era sobrino del famoso jugador de fúlbol conocido como Aparicio, que fue extremo izquierda, y en una ocasión fue preseleccionado para la Selección Nacional de Fútbol, compartiendo puesto con el fabuloso jugador “Gorostiza”, del Atleti de Bilbao. En la Copla Española, estaban Consuelo Gascón y Conchín Francés, dominando con gran estilo tan sentidas canciones. También los hermanos Isabel y Juan Vila componían una pareja artística muy aplaudida. Pero el “pique” más esperado por el público era el de los cantantes de Tangos, Francisco Sanchiz “Barruga”, y Pedro Ballester “El Pintor”. Ambos tenían como ídolo a Carlos Gardel, aunque cada uno tenía su propio estilo de interpretarlos.

No se sabría decir quién aventajaba al otro en lo de cantar, pero el primero, “Barruga”, sí tenía una ventaja sobre “El Pintor”, y era su gracia para contar chistes y recitar poesías, estas cosas se llevaban mucho por entonces en los espectáculos de variedades. “Barruga”, pudo vivir de los escenarios. Pero “El Pintor”, tenía un aire bohemio que le venía muy bien para el Tango, y llenaba de aplausos el Teatro cuando aparecía junto al acordeonista José Ferrándiz “Poliñá”. Su bohemia triste podía venirle al haber enviudado de su primera mujer muy joven.

La lista de artistas enguerinos se haría interminable, paro valgan estos nombres como muestra de la actividad artística que había en Enguera por entonces, y que, como todos saben, ha seguido a lo largo de los años. Los enguerinos tendrán en mente otros

muchos nombres, que si no en esta ocasión, sí que tendrán su recuerdo y reconocimiento en memorias mejores que la mía.

Al paso de esta reflexión sobre la memoria y el recuerdo, acude a mí cierta anécdota de algo ocurrido allá por el año 1954, (puede que fuese un año después). Estaba yo sentado a la puerta de casa, disfrutando del escaso fresco que las tardes de Agosto nos solían regalar. Estaba inmerso en la lectura de una novela policíaca, cuando un paisano se detuvo al pasar frente a mí. Nos saludamos, ya que nuestro conocimiento venía desde los años de la niñez. Su padre era propietario de una peluquería de caballeros, y esa fue mi primera peluquería.

Pronto comenzó una conversación sobre las cosas de la vida. Fuimos retrocediendo en el tiempo a caballo de su fecunda memoria hasta llegar a los sucesos ocurridos durante el incendio de la fábrica de Piqueras y Marín. Esa noche, pues el incendio fue durante la noche, los enguerinos dieron una muestra más de su generosidad y solidaridad.

Esa noche, recuerdo, que gran parte de los enguerinos, entre los que me contaba yo, estábamos en plena actividad laboral, ya que debido a la restricción eléctrica se tenía que trabajar de noche, cuando de pronto empezó a sonar la campana Micaela, conocida como la Campana Gorda, llamando a fuego, ahogando el ruido de los telares mecánicos que sonaban por doquier. En unos minutos, toda actividad quedó paralizada ante la imperiosa llamada.

La noticia y el lugar del incendio, habían llegado hasta el último rincón del pueblo. La gente acudió corriendo portando cubos y cuantos recipientes sirvieran para trasportar agua. Pronto se formó un cordón de hombres, mujeres y niños, que rodearon el fuego y descargaban sobre él una generosa lluvia de agua. Durante una hora la lucha fue feroz y sin desmayo hasta la total extinción del maldito fuego. La humareda que salía por las ventanas sin cristales calcinados por las llamas, se fue empequeñeciendo hasta su total desaparición.

Cuando llegaron los Bomberos desde Játiva, quedaron asombrados viendo el valioso y arriesgado trabajo que los vecinos de Enguera habían realizado, que fueron capaces, ellos solos, de enfrentarse a pecho descubierto al peligroso incendio. Cuando estos profesionales se hicieron cargo de la situación, los que no éramos trabajadores de aquella empresa marchamos, unos, rumbo a sus casas, y otros, regresamos a reanudar el trabajo que habíamos abandonado precipitadamente.

En la puerta de la fábrica estaban los dueños de la misma, y viendo salir, tiznados de humo, a tanta gente, entre ellos muchos que habían considerado contrarios a ellos y a sus intereses, hicieron un comentario que fue oído por varios de ellos: ¡Hermano, en este pueblo ya no tenemos enemigos!

Un problema, no menor, con el que tropezaban las familias era El Servicio Militar Obligatorio, “La Mili”. La estructura familiar de aquellas familias con hijos varones se resquebrajaba en cuanto estos cumplían los veintidós años. Este era el

momento en que los jóvenes llegaban al final del aprendizaje en los distintos trabajos, era también cuando los padres necesitaban del jornal de sus hijos para sacar la familia adelante, o para el casamiento de alguno de ellos, y era cuando tenían que marchar al Ejército rompiendo así el funcionamiento de la casa, dejando en el aire el trabajo de aquellos que tenían que pasar un par de años sirviendo a la Patria.

También en esa etapa es cuando los abuelos, metidos en la ancianidad, por la falta de ayuda del Estado, se convertían en una carga para la economía familiar. Algún hijo, a cambio de un campo, o una casa, se hacían cargo del cuidado de sus mayores. Cuando no cabía esa posibilidad, el problema se multiplicaba.

Algunos jóvenes, veían en esa salida del pueblo para hacer “La Mili”, una oportunidad para conocer otras tierras y otras oportunidades. Alguno hubo que se marchó voluntario al Ejército. Tanto unos como otros, comprendieron que aquella salida del pueblo no era una panacea. Cuando cumplieron su tiempo de servicio, volvían al pueblo, defraudados y con la sensación de haber perdido parte de los mejores años de su vida. A los que trabajaban de plantilla en la industria, se les reservaba el puesto de trabajo, si la empresa aún existía, y a los trabajadores agrícolas les esperaba la azada tras la puerta, en el establo una mula y un arado, si es que sus padres no tuvieron que venderlos durante su ausencia.

Y la vida seguía

su curso. Los niños teníamos en los tebeos una buena fuente para practicar la lectura. Si bien la censura de aquellos tiempos solía cambiar el sentido de las historietas que leíamos, como ellas se construían con las letras del Abecedario, nos servían para tal fin. Los niños hacíamos muchas

preguntas a nuestros padres sobre cosas que nos parecían poco claras, o que sabíamos que se nos ocultaban deliberadamente, pero las respuestas, si las había, estaban muy lejos de la realidad. ¡Un error! Pero la censura, y la represión, eran muy fuertes, y se filtraban a través de las rendijas de las puertas como adormidera para las memorias ya anestesiadas por el miedo.

En los cines se veía una muestra de aquella realidad: en las sesiones cinematográficas, antes de la proyección de las películas, se nos deleitaba con un prólogo llamado “NODO”. En el se nos ofrecía la imagen de una España en el País de las Maravillas. Era pura propaganda para tapar las dificultades de un País salido de una Guerra Civil dominado por una férrea Dictadura donde el pan era para los vencedores, y el hambre para los vencidos. También las películas españolas obedecían ese guión. Las extranjeras eran censuradas hasta el ridículo.

Otro acontecimiento ocurría por las noches. Después de la cena, mi padre solía acudir a la casa de unos vecinos, y siempre en horario fijo: faltando cinco minutos para las diez de la noche. Estas horas, en verano, podían parecer normales para hacer visitas, pero en invierno no era horario de visitas, pese a ello, mi padre era fiel al reloj ya fuese Enero o Agosto.

Una noche yo le pude acompañar, quería saber qué ocurría durante aquellas visitas. Mientras yo me senté ante la lumbre, acompañado por los hijos pequeños de aquella familia, mi padre y el dueño de la casa entraron en la sala que se conocía como recibidor. La habitación servía como comedor familiar y como lugar de atender a las visitas. Allí, en un rincón, sobre un soporte de madera anclado en la pared, había un pequeño aparato de radio de la marca “Marconi”. Los dos hombres se sentaron frente a él, y el dueño lo conectó. En ese momento comenzó una batalla con la rueda del dial. El hombre quería escuchar cierta emisora, y el aparato parecía negarle la petición. Según supe después, esto no se conseguía siempre, pero esa noche, tras una ardua tarea de rastreo, se pudo conseguir.

La habitación estaba a oscuras, y la radio emitía en un volumen de voz que no se podía escuchar desde mi posición, por eso los dos hombre permanecían con la oreja pegada a la radio como en conversación de enamorados. Aquellas precauciones eran necesarias para que los oídos que recorrían las calles del pueblo no les pudieran oír. Aquella emisora, “La Pirenaica”, estaba prohibida por el Régimen, y a quienes sorprendían escuchándola eran castigados severamente. En esa emisora, todas las noches, se podían escuchar las noticias que aquí, en España, estaban censuradas. Desde ella, la voz de la célebre Dolores Ibarruri “La Pasionaria”, arengaba a los españoles a seguir la lucha en defensa de los derechos de los trabajadores que habían sido derogados por las nuevas autoridades. Todos estos detalles los supe yo tiempo después, y no de la voz de mi padre, si no por uno de los hijos mayores de mis vecinos. Aquel aparato de radio era el único que había en la vecindad. Los domingos por la tarde, solíamos estar escuchando los partidos de fútbol. Aquello era un privilegio para la época. Esas tardes de fúlbol, la voz del famoso locutor Matías Prats, narraba con tal vehemencia las jugadas de los encuentros, que teníamos la sensación de estar en el mismo campo presenciando el partido.

Las noches enguerinas tenían una buena actividad artística. En el Teatro de La Música, con las veladas teatrales por parte del grupo de aficionados de la localidad. También con alguna compañía profesional que nos visitaba, tanto de Teatro como de Variedades, y del conjunto de cantantes que lo había, y bueno, de enguerinos, que nada tenían que envidiar a algunos de los que venían con las compañías profesionales.

Es de destacar las representaciones de uno u otro tipo que se hacían con carácter benéfico para cubrir alguna necesidad de algún vecino, o de alguna institución. Recuerdo un viaje que hizo el grupo de teatro al Sanatorio de Fontilles para llevar las viandas de todo tipo recaudadas en el festival benéfico que se organizó para tal fin. También, algunos vecinos, a título personal, hicieron su aportación. Fueron unas horas de intensa emoción pasadas entre aquellos enfermos, que agradecían, no solo los regalos, si no el hecho de la presencia de tanta gente a quienes no les importaba la grave enfermedad que padecían.

En el teatro Musical, tenía su sede, y lugar de ensayo, la Unión Musical Santa Cecilia de Enguera. Un par de días por semana se reunían los músicos para preparar las obras a tocar en alguno de los conciertos que tenían lugar a lo largo del año. También se ensayaban los pasodobles para los pasacalles, las marchas para las procesiones, y las alegres dianas para las mañanas de fiesta. Los ensayos se intensificaban cuando tenían que salir para cumplir algún compromiso, bien en Fallas, o en fiestas de moros y cristianos.

Por entonces se formó un grupo musical entre algunos músicos, y personas del mundo intelectual local, que a la media noche, en víspera de algún día festivo, deleitaban a la vecindad con deliciosas serenatas. También fueron requeridos, en más de una ocasión, por enamorados para rondar a su amada. Era una dulce guitarra, que bajo

las sabias manos de Ricardo Ros, hacía soñar en las noches primaverales. Una mágica flauta, en labios de Jaime Palomares “Chapín”, con su sonido te arrastraba detrás durante todo el recorrido. El flexible acordeón de José Ferrándiz, que con ágiles dedos acompañaba los alegres valses, y las bravas polcas, que el genial maestro Eugenio Vila dominaba a la perfección con su dúctil violín. La trompeta de Rodolfo Marín rasgaba el aire con la misma virtuosidad que luego lo hizo en el famoso Circo Americano. Cerraba el grupo el polifacético maestro Octavio Castillo al mando de su suave mandolín.

La creación en Enguera de la Academia San Miguel, sita en el local de Falange, para estudiar el Bachillerato, significó una gran oportunidad para aquellos jóvenes estudiantes que, hasta eso momento, estaban obligados a cursar el dicho Bachiller, bien en Játiva o en Valencia. Este hecho supuso un nuevo panorama para aquellos escolares que destacaban por su interés y aplicación en el estudio en las Escuelas Nacionales, para, a instancia de sus maestros, seguir los estudios en la Academia. Hasta ese momento no era posible en la mayoría de los casos, pues el estudiar el Bachiller, y más hacerlo fuera de Enguera, estaba fuera del alcance de las economías modestas que era la situación de la mayoría de las familias enguerinas.

Esta fue una ardua lucha por parte de alguno de los maestros y los padres, para romper el círculo en que se movían entonces las familias de trabajadores. Estaba claro que aquella oportunidad no era para los hijos mayores, ya que se esperaba su llegada a la edad de dejar la escuela para comenzar a trabajar y aportar un jornal a la economía familiar. Pero sí que algunos padres entendieron la oportunidad que para el bien de sus hijos, y para la familia, suponía el que uno de sus hijos hiciera carrera en los estudios, y consintieron, no sin esfuerzo, en que uno de sus hijos pequeños comenzase a estudiar en la Academia. Esta situación no era de conformidad para otros miembros de la familia que veían en ello un privilegio para el que se dedicaba al estudio. También con esto tuvieron que luchar los padres en aquellos tiempos.

Otro peligro para que algunos no se decidieran, teniendo aptitud para ello, a estudiar en la Academia, fue el hecho de que entonces la demanda de trabajadores en Enguera era alta. Se tenía la sensación de que los empresarios esperaban que los escolares terminasen la escuela, con el Certificado de Estudios Primarios en el bolsillo, para ofrecerles trabajo en sus empresas, y como las familias también estaban esperando ese momento para contar con un trabajador más en la casa, hizo que este fuese el camino que siguiesen la mayoría de jóvenes enguerinos.

Cierto número de jóvenes enguerinos, vieron en el Seminario, para hacerse Cura, una salida para sus vidas, y así lo hicieron con mayor o menor aceptación de sus familias. Entonces, la España oficial, era Católica Apostólica y Romana, con un fervor enfermizo, por lo que era imposible luchar contra esa elección de algunos jóvenes enguerinos.

La entrada en el Seminario se hacía a una edad muy temprana, en la que los muchachos todavía no tenían muy formado su carácter y personalidad, por ello, en

muchos casos, el tiempo corrigió esa anomalía. Con el paso de los años, algunos muchachos, ya entrados en la adolescencia, comprendieron que las normas que regían en la Institución, y la vida que como sacerdotes les deparaba para el futuro, no iban con ellos, y decidieron salirse del Seminario, a abandonar la carrera del Sacerdocio, y volver a su vida familiar. Estos jóvenes volvían con una gran formación lograda en los años de estudio, y que les permitió, a unos, ingresar en la Universidad, y a otros, conseguir empleos a los cuales no pudieron acceder el resto de sus antiguos compañeros de clase. La Academia San Miguel, y el Seminario, sirvieron de trampolín para que muchos jóvenes enguerinos fueran a la Universidad a estudiar diversas carreras. Los resultados, en algunos de ellos, fueron magníficos, uniéndose al buen número de Enguerinos Ilustres que les precedieron a lo largo de la Historia, entrando a formar parte de la nómina del denominado Laboratorio, o Fábrica de Cerebritos, con que hoy se denomina al conjunto de enguerinos que destacaron, y destacan, en su vida profesional.

Médicos, Arquitectos, Músicos, Ingenieros, Catedráticos, en el mundo de las telecomunicaciones, incluso en la Diplomacia. Escritores de Investigación, Novelistas, Autores Dramáticos, Cirugía de Trasplantes, y hasta en la Judicatura, han habido, y hay, enguerinos que destacar como verdaderos “Cerebritos” producto del Laboratorio Enguerino.

Esta nueva oportunidad para los jóvenes de Enguera, trajo también nuevas situaciones familiares. En aquellas casas de trabajadores donde había más de un hijo en edad de estudiar, para los padres supuso una incertidumbre a la hora de enviar a uno de sus hijos a estudiar. ¿A cuál de ellos? Los maestros, con sus consejos, siempre señalaban al que, ellos, veían más capacitado para el estudio, pero a pesar de ello, siempre entraba la duda de si la elección era un acierto. Ya hemos dicho que los hijos mayores quedaban fuera de esa opción, por eso los segundos eran generalmente los elegidos.

Pero para los padres, a pesar de que la elección fuese acertada, y del orgullo de ver a uno de sus hijos, pulcramente vestido, marchar hacia la ciudad en busca de un mejor futuro, era doloroso ver a sus otros hijos marchar, los unos rumbo a la fábrica, y otros al tajo en cualquier bancal, viendo sin esperanzas pasar un día tras otro. Unos calcetines remendados con amor que unas abarcas disimulaban, pantalones parcheados, a veces hasta de distinto color, y la camisa descolorida por la acción del sol y las inclemencias del tiempo. Lucían como enseña el saquet de la berenda bajo el brazo, y la azada al hombro en un infinito andar por los polvorientos caminos de la campiña enguerina. La boina, o la gorra, era su tocado. Esto era doloroso para los padres, pero también lo era para los hermanos que quedaban en casa a continuar la rutina laboral y social del pueblo.

A pesar de ello, fueron decisiones muy importantes en un momento de nuestra historia en el que no se sabía qué podía suceder de un momento para otro, como tampoco nadie podía predecir el resultado de todo aquello. Unos jóvenes, procedentes de familias humildes, iban a compartir aulas en la Universidad, un lugar donde las clases privilegiadas de la sociedad se creían dueños, con alumnos muy diferentes a ellos, y poco dispuestos a compartir espacio con quienes consideraban inferiores. Algunos de esos jóvenes voluntariosos, al sentirse rechazados en aquel mundo, volvieron a casa con su familia, perdiendo así una gran oportunidad para sus vidas.

Tal vez mi propia familia podría servir de ejemplo, si bien del más positivo, de cuanto acabo de decir. En casa éramos tres hermanos. Mi familia era humilde, pobre, y fue el hijo del medio, nacido en 1941, el que realizó el viaje rumbo a la ciudad para cursar estudios en ella. Tuvo suerte, y con su esfuerzo y aplicación, pudo finalizar la

carrera con buena nota. Los otros dos hermanos, que quedamos en casa, tuvimos que luchar en distintos frentes para sacar nuestras vidas adelante.

El paso de los tiempos es inexorable, y el transcurrir de los años fue abriendo, con paso tímido, ventanas por donde entraba una nueva luz, y un nuevo aire, a aquella sociedad anquilosada y atrasada por hábitos retrógrados llenos de ignorancia, y que hoy me sirven a mí para salir de esta maraña de recuerdos de un tiempo pasado que nunca fue mejor. Tal vez, en otro momento, vuelva a rebobinar el celuloide rancio de mi memoria, y vuelva a relatar cosas de un pasado que muchos recuerdan, y muchos ignoran.

José Marín Tortosa. En la Villa de Enguera, Agosto de 2011.