la testadura no. 25: fernando zesati
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La Testadura, una literatura de paso no. 25: "La realidad es absurda" por Fernando Zesati.TRANSCRIPT
Coordinación editorial:
Mario Eduardo Ángeles.
Equipo editorial:
Mo. Eduardo Ángeles, Pedro Serrot, Jesús Reyes, Lizeth
Briseño.
Fotografías e ilustraciones:
El Pulpo Santo.
Agradecimientos especiales a la Facultad de Lenguas y Letras de la Universidad Autónoma de Querétaro, a Roxana Jaramillo, Diana Isabel Enríquez, Cristian Padi-
lla, Tzolquín Montiel, Enrique Ibarra y David Morales.
Consejo Editorial: Manuel Bañuelos, Miguel Escamilla, Salvador Huerta, Pedro M. Serrot, Mo. Eduardo Ánge-
les, y Jesús Reyes.
Contacto:
México, Noviembre 2012.
Los derechos de los textos publicados pertenecen a sus
autores. Cuida el planeta, no desperdicies papel.
Fernando Zesati
Tengo 23 años y es-
tudié en la facultad
de filosofía de la Universidad Autóno-
ma de Querétaro. He sido selecciona-
do en los certámenes "Tinta fresca"
2011 y "Pluma, tinta y papel" en el
2012. He publicado textos en la
(desaparecida) revista zacatecana
"Sigma" y en la compilación "Su
sombra y otros relatos" en 2011.
CONTENIDO
Una situación sencilla
Una situación absurda
Una situación real
Una situación eterna
Una situación monetaria
Una situación complicada
Una situación sencilla
Después del naufragio y después de
haberse reunido todos alrededor de un
fuego (casi dos docenas de sobrevivien-
tes), se sintieron envueltos por ese pe-
culiar vínculo que reúne a los hombres
durante las desgracias y nació en ellos
el sentimiento de comunidad.
Se organizaron, en poco tiempo,
para construir refugios, procurarse agua
La Testadura 1
y alimento y encomendar a un grupo de
ellos que se encargara de las señales de
auxilio. Decidieron sólo usar las benga-
las, aunque tenían demasiadas, cuando
hubiera algún medio de rescate en su
proximidad. Y, en efecto, este medio se
presentó, quizás demasiado pronto.
A sólo seis semanas de encontrarse
ahí, un gran buque de apariencia militar
se detuvo a pocos kilómetros de la isla,
durante un día de abril con bastante
humedad y poco viento. Los náufragos
lanzaron una bengala y obtuvieron una
respuesta; se emocionaron mucho. Brin-
caron, algunos, y otros comenzaron a re-
La Testadura 2
unir sus cosas, se abrazaron y dieron
gritos de júbilo, una joven se desmayó,
hubo lágrimas.
Pasaron un par de horas y, después,
un par de pares de horas, sin que el bu-
que se moviera de su sitio. Ellos lanza-
ron otra bengala y esta vez no hubo res-
puesta; sus rescatistas guardaron silen-
cio y la cosa se mantuvo así de ahí en
adelante. El buque pasó semanas fijo en
su lugar y ellos siguieron enviando seña-
les, a pesar de que estaban desespera-
dos y no comprendían porqué el rescate
tardaba tanto en realizarse. Pasaban
sus días contemplando el horizonte y, en
La Testadura 3
él, se concentraban en ese barco que
debía llevarlos a casa; mantenían aún
las actividades necesarias para sobrevi-
vir – pescaban y recolectaban frutas,
entre otras cosas – pero su actividad
principal era observar al buque y espe-
cular el porqué de su lejanía.
Tenían tan fija su atención en ese
barco que todos estuvieron ahí el día en
que naufragó, en medio de un incendio,
soltando su contenido hacia los estóma-
gos del océano. Para ellos fue más una
muerte que un naufragio, la muerte de
quien los llevaría a casa, de su rescatis-
ta. Y, como toda muerte, los h izo llorar
La Testadura 4
un poco y les quitó el sueño, pero ellos
no desistirían: seguirían lanzando ben-
galas, periódicamente, y haciendo seña-
les de todo tipo. Estaban convencidos
de que serían rescatados, de una u otra
manera, e interpretaban que lo sucedido
con aquel buque era de algún modo
presagio de ello.
Pero los días pasaron y se volvieron
semanas y meses, sin que nadie aten-
diera sus gritos transoceánicos de auxi-
lio. Ellos siguieron con sus bengalas, y
con todas las señales que conocían. Y
cada año, cuando llegaba el mes de
abril hacían una gran fogata y lanzaban
La Testadura 5
luminarias toda la noche para conme-
morar la aparición del gran buque de
apariencia militar.
Años más tarde, el día de hoy, pare-
cería que han enloquecido, ciegos todos
por un delirio sobrenatural, una fantasía
mitológica – se dice entre los náufragos
que el buque aguarda aún en el mismo
punto, pero bajo el agua, esperando
algo que debe ocurrir antes de que pue-
da rescatarlos.
La Testadura 6
Una situación absurda
No le molestó, en principio, que al-
guien más se hubiera convertido en diri-
gente de los náufragos, pues no estaba
tan necesitado de dirigir ni de dictar. La
molestia se había asomado a su rostro,
más bien, porque nadie lo consideró
siquiera para el cargo, que habría recha-
zado, de cualquier manera.
Sin embargo, independientemente
La Testadura 8
de que él quisiera o no llevar las riendas
del grupo, le parecía que haberlo convo-
cado para que lo hiciera era, sencilla-
mente, lo más lógico y lo más razonable,
considerando que había sido alcalde
antes de zozobrar en aquella miserable
isla. Y, si se le piensa bien, la situación
era por completo absurda: tenían a un
gobernante profesional entre ellos pero
decidieron, mejor, que un veterinario
jubilado fungiría como líder. Vaya mon-
tón de cabezas huecas.
Cuando, después de algunos días,
se acostumbró a la idea de no ser él
quien mandaba, comenzó a ver las ven-
La Testadura 9
tajas y beneficios de aquella posición.
Nadie vendría a reclamarle si el alimen-
to era escaso, ni tendría que rendir
cuentas sobre el manejo del agua pota-
ble, ni planificar la construcción de refu-
gios, ni resolver los conflictos entre los
isleños; antes bien, sería él quien podría
hacer todos los reclamos que quisiera y
exigir que su líder pusiera el esfuerzo
necesario para satisfacerlos. O, al me-
nos, así lo veía él. Y quizás sólo él.
Lo cierto es que la gente se quejaba
poco y, más que eso, lo que hacían era
sugerir y cooperar para que las sugeren-
cias se vieran realizadas. Su pequeña
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sociedad estaba muy lejos, como todas
las demás, de la perfección utópica con
que sueñan algunos hombres, pero la
cosa no iba tan mal, gracias a una preo-
cupación generalizada por el bien co-
mún (que resulta del todo comprensible,
pues no eran realmente tantos y, por
ello, todos tenían una función y necesi-
taban unos de los otros.)
Sólo él emitía constantes reproches
y se dedicó durante algunas semanas a
criticar las decisiones del régimen, sin
ser tomado en serio. . Y no se le escuchó
ni se le dio seguimiento a sus quejas por
una sencilla razón: no existía tal régi-
La Testadura 11
men.
Los náufragos habían colocado a
uno de ellos a cargo únicamente para
tener una especie de dictamen último
en las discusiones, algún baremo fijo
que no estuviera sujeto a sus variados y
ondulantes criterios. Pero ese líder nun-
ca decidía él mismo sobre nada; siem-
pre había consenso, siempre se habla-
ron los temas importantes y nadie le
reclamó asunto alguno, pues sabían
todos que cualquier reclamo estaría
dirigido a la comunidad entera.
Llegó el día – algún tiempo después
de la aparición y el hundimiento del bu-
La Testadura 12
que de apariencia militar – en que él,
que estaba tan molesto, aunque no que-
ría llevar las riendas, reunió al líder y al
resto de sus compañeros para hacerles
ver que si las decisiones las tomarían
comunitariamente, no hacía falta tener
al viejo veterinario ocupando su puesto.
Ellos lo pensaron un rato y, después, le
dieron la razón y decidieron que nunca
más habría entre ellos un jefe y que na-
die estaría más allá de nadie.
Eso representó para él el final de
todo cuanto era razonable y justo. No
soportaba la idea de que nadie mandara
y temió que el orden desapareciera y
La Testadura 13
comenzaran, pronto, a comportarse co-
mo salvajes; y pensó que quizás ya lo
eran: perdidos a mitad de una nada
oceánica, en una isla incivilizada, indó-
mita, inhumana, sin estructura y sin nor-
ma. Y eso lo hizo enloquecer un poco,
retirarse de los otros y pasar varios días
sin comer; hasta que una noche, sin que
nadie se diera cuenta, ató sus extremi-
dades a una valija que contenía la totali-
dad de sus posesiones y se lanzó a las
aguas y en ellas murió ahogado.
Es probable que se haya hundido
hasta tocar, con los pies aun dentro de
los zapatos, la cubierta del buque. Y pue-
La Testadura 14
de que ahí haya descansado con una
sonrisa satisfecha, estando en una em-
barcación militar, donde, aún muerta la
tripulación, existen las jerarquías y, so-
bre todo, se respetan.
La Testadura 15
Una situación real
Siempre había sido una mujer socia-
ble y había ayudado enormemente a que
los náufragos se organizaran. Era una
importante pieza en la estructura social
que mantenía unidos a los sobrevivien-
tes, pero le gustaba, por qué no, pasar
un poco de tiempo a solas.
Cada mediodía se adentraba en las
pobladas selvas insulares y las recorría
La Testadura 16
a paso lento, pensando o a veces ha-
blando consigo misma, lejos de todos
los demás. Y fue en uno de esos paseos
que realizó el bello descubrimiento: la
flor de pétalos amarillos con puntos de
un ligero tono magenta, que encontró,
sin pretenderlo, a la sombra de un árbol.
Esa flor o, mejor dicho, esas flores
tenían algo que la cautivaba y que la
llevó a comunicar el hallazgo a otros de
sus compañeros. Eran plantas únicas,
que no guardaban similitud con ninguna
otra que ella hubiera visto antes. Y, se-
gún confirmó con los otros, parecían
pertenecer a una especie aun no regis-
La Testadura 18
trada en las bases de datos de las co-
munidades científicas internacionales.
Ya que el descubrimiento había sido
suyo (y a nadie más le importaba tanto
como a ella) decidieron todos que ella
sería la encargada de ponerle nombre,
aunque todo el grupo debía estar de
acuerdo. Pero no se le ocurría ningún
apelativo y, además, no tenía noticia de
los latinismos que para eso se usaban,
ni conocía las reglas de nomenclatura
de los hombres de ciencia. Así que optó
por reunir a varios de los náufragos y
que la nombraran en conjunto.
Hubo una gran cantidad de opciones;
La Testadura 19
unas rendían homenaje a sus héroes y
familiares más caros, otras se derivaban
de palabras habituales y había algunas
de extravagante fonética, producto de
imaginaciones desbocadas. Lo que no
hubo fue un acuerdo.
Pese a las labores que debían reali-
zar para conseguir la subsistencia, los
náufragos tenían cantidades enormes
de tiempo libre y podían pasar tardes y
quizás jornadas enteras discutiendo
sobre este tipo de asuntos. Hablaron
sobre el posible nombre para la flor du-
rante semanas. Y hablaron y hablaron y
hablaron, sin llegar a una solución defi-
La Testadura 20
nitiva.
Ella, por otro lado, ya había perdido
el interés y se dedicaba, ahora, a reco-
lectar frutos y muy rara vez se demoraba
en el tema de las flores.
La última vez que pensó en el asun-
to, un martes típico en aquella isla
(mediodía, ninguna nube, sol amarillo),
la discusión le recordó al viejo diálogo
familiar, de hacía varias décadas, en el
que se habló largo y tendido sobre el
posible nombre de su hermana. Sus
padres decidieron, al final, llamarla
Claudia y eso a ella la dejó igual. Veía
los nombres como simples palabras,
La Testadura 21
vanos conjuntos de letras, y no le impor-
taba mucho si su hermana recibía eso
nombre o cualquier otro.
Mientras los demás seguían pensan-
do en cómo debía llamarse la planta,
ella había asumido que el nombre poco
importaba y que, de cualquier manera,
pasaría lo mismo que había pasado con
su hermana menor: tomaría un nombre
genérico que no podría describirla ja-
más, pues no hay nombre ni palabra que
permita conocer una cosa o una persona
en específico, sino que se aplican a
cualquiera por igual y sin distinciones.
Estando ahí, en una isla perdida en
La Testadura 22
algún punto del océano, lo había com-
prendido todo finalmente. Nunca podría
hablarse de aquellas flores, mucho me-
nos de una de ellas, ésa, que tenía ella
en la mano mientras pensaba estas co-
sas, pues flor se dice de cualquier flor,
de una flor abstracta, irreal. Las pala-
bras guardaban toda la lógica y el senti-
do de lo que podía hablarse y la reali-
dad, si es que la había, se encontraba
muy lejos de todo esto y debía ser inde-
finible, innombrable y por completo ab-
surda.
Ya lo había comprendido. Y estuvo a
punto de comentarlo con los otros, de
La Testadura 23
no ser porque se enteró de que alguien
había vislumbrado un barco y parecía
que pronto podrían dejar la isla. Lo olvi-
dó todo de pronto y se concentró en re-
unir sus cosas y alegrarse por lo que
acababa de escuchar, esas palabras,
irreales palabras, esa promesa de poder
regresar a casa.
La Testadura 24
Una situación eterna
Sabía muy bien que esa no era su
función, siendo apenas un grumete,
pero estaba dispuesto a hacer el trabajo
y a hacerlo lo mejor posible. Considera-
ba que esa era la oportunidad perfecta
para hacer ver a sus superiores que no
era tan torpe como muchos pensaban y
que, de hecho, podría tener un futuro
brillante, o por lo menos un poco ilumi-
La Testadura 25
nado, en la marina y sus corporaciones.
Su trabajo era copiar la lista, ya revi-
sada por los oficiales correspondientes,
de las embarcaciones que llegarían a
los puertos y las que los dejarían. Era un
trabajo tedioso pero sencillo, como bus-
car un número o un nombre en el direc-
torio telefónico. Y eso no importaba, él
iba a realizarlo a la perfección y a de-
mostrar a todos que era capaz y eficien-
te, quizás más que la mayoría.
Tenía una intención firme de sobre-
salir en el cuartel, de hacerse notar por
su dedicación y esmero, y por eso, entre
otras cosas, hacía que su apariencia se
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mantuviera dentro de las precisiones
que había leído en los códigos navales.
Cuidaba mucho el largo de su cabello
(que debía ser mínimo), la presencia de
la barba en su rostro y la limpieza de
cada partícula de su joven anatomía y
de su uniforme. Trataba de asimilar su
imagen a la de los cadetes en los afi-
ches. Y casi siempre conseguía una si-
militud exacta. Pero le parecía, a veces,
que era demasiado esfuerzo, no por
difícil de realizar, sino por la periodici-
dad y la constancia de su repetición.
Ahora que hacía la copia final de la
lista, revisaba doblemente cada número
La Testadura 27
de matrícula, poniendo todo el cuidado
del que era capaz y haciendo un enorme
esfuerzo por evitar confundir una fila con
la otra, una columna con su vecina. Pero
pensaba también en la repetición de las
sesiones de corte para su cabello, en la
necesidad de lavarse las manos todo el
tiempo, en la obligación diaria del baño.
Y no sólo eso: también repasaba el
asunto de la alimentación y del proceso
contrario a ella, la aparición del sueño
que siempre debía ser saciada en el
curso de una noche y, en general, en
todo aquello que debía hacerse una y
otra vez para mantenerse en condicio-
La Testadura 28
nes de ser considerado el mejor de su
grupo o, sencillamente, para mantener-
se con vida.
Los marineros de los afiches, por
otro lado, se mantenían siempre idénti-
cos, nunca tenían que cortarse el cabe-
llo, ni hacía falta que limaran sus uñas,
ni habían de lavarse el rostro. Y, ade-
más, sus uniformes se encontraban im-
pecables cada vez que los inspecciona-
ba.
Se imaginaba que esa permanencia
era justo lo que necesitaba. Lejos del
constante cambio y del flujo de todo, se
mantendría siempre igual, siempre per-
La Testadura 29
fecto y en las condiciones esperadas de
un oficial de marina. Aunque también
era cierto que el afiche mismo se había
deteriorado un poco; estaba manchado
en una esquina y era notorio el efecto de
la humedad en el papel. Y, además, el
estatismo de aquella imagen no era
exactamente lo que a él le convenía.
Él soñaba con crecer y subir de rango
en la marina y para eso había que cam-
biar, no mantenerse inmóvil, aunque
perfecto, como los cadetes del afiche.
Ellos no estaban vivos, pero tampoco
estaban muertos, quizás nunca hubieran
existido, o no de ese modo; quizá nunca
La Testadura 30
fueron soldados, sino actores o modelos
que recibían una paga por posar para
esos carteles. Ahora estaban ahí, en
aquella situación eterna, inmóviles,
mientras él los veía y admiraba su gra-
cia, más allá del tiempo y de todo cam-
bio.
Esa visión momentánea de la eterni-
dad en un afiche le produjo un pavor
extraño, que se disolvió a los pocos mi-
nutos cuando la lista estuvo terminada.
Él se sintió muy bien, yendo a entregar el
documento un cuarto de hora antes de
que se venciera el tiempo que le habían
asignado. Y comenzó otra vez a pensar
La Testadura 31
en que así demostraría lo capaz que era
y lo dedicado de su labor, arañando casi
un sueño que le parecía cada vez más
próximo, como si fueran a ascenderlo
sólo por haber hecho un esfuerzo tan
sencillo.
Y, de hecho, su esfuerzo resultó
vano. Desatendió, sin darse cuenta, los
números de catorce embarcaciones que
llegaban y nueve que se iban. Y fue da-
do de baja cuando los oficiales corres-
pondientes se percataron del enorme
error que había cometido, por estar en
pensando en eternidades y cortes de
cabello.
La Testadura 32
Una situación monetaria
Todos los hombres tienden por natu-
raleza al conocimiento, según dijo un
filósofo. Y tienden también, como todos
hemos visto, a acumular riquezas, qui-
zás por naturaleza, por costumbre o in-
cluso por un tedio insoportable, como
en este caso.
El barco llevaba meses en altamar y
parecía muy lejano el día en que tocaría
La Testadura 36
la tierra, así que la tripulación se entre-
tenía, por momentos, pues tenían otras
ocupaciones, en jugar a la baraja. Y
apostaban, como era de esperarse, y
perdían y ganaban, algunos más que
otros.
Él estaba entre los que ganaban más
frecuentemente, casi todo el tiempo, y
había acumulado una buena cantidad
de dinero. Al principio le interesaba sólo
jugar y pasar el rato, distraerse, no pen-
sar tanto en la continuidad ridícula de
las aguas oceánicas. Pero llegó el punto
en que su interés no era otro que el eco-
nómico: apilar las monedas una sobre
La Testadura 37
otra y pasar sus intervalos de ocio con-
tando billetes; no sabía por qué pero
algo en aquella pequeña fortuna, que
aumentaba constantemente, lo hacía
sentirse bastante bien.
Su función había sido mantener la
comunicación entre el buque y los puer-
tos, pero no habiendo puertos ni costas
ni playas, su trabajo se había esfumado
y sólo le quedaba juntar dinero. Jugó a
las cartas hasta que sus compañeros se
convencieron de que hacía trampas – y
las hacía, pero no siempre – y decidie-
ron no jugar contra él. Después comenzó
a vender las botellas que había traído a
La Testadura 38
bordo y de eso obtuvo una buena ganan-
cia, pues los rangos elevados mantenían
escondido, en algún compartimiento
secreto, el resto del licor (llevado por
ellos mismos pese a la clara prohibición
del reglamento naval).
Cuando se terminaron las botellas,
vendió parte de su ración alimentaria, se
ofreció a realizar las tareas de otros, por
un módico precio, y, en sólo tres ocasio-
nes, llegó a robar lo que descuidada-
mente había sido dejado a su alcance.
También vendió un poco de su equipaje,
fungió como intermediario entre otros
marineros y sustituyó a un hombre en un
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par de peleas a puño a limpio; todo,
claro, con alguna ganancia.
Llegó el día en que se volvió propie-
tario de todo el capital que había en la
embarcación. No tuvo que hacer algún
trabajo, ni estafar a nadie con los nai-
pes, ni robar ni vender nada; simple-
mente encontró el billete, con un hermo-
so número cincuenta impreso en él,
mientras subía una de las escaleras que
llevaban a la cubierta.
Cuando supo, gracias a varias con-
versaciones con varios de los marinos,
que era el hombre más rico del barco, se
sintió contento como nunca antes en to-
La Testadura 40
da su vida. Jamás había sido el más
acaudalado de ningún lugar, bajo ningu-
na situación. Y ahora tenía todo el dine-
ro de un buque militar y era el hombre
más feliz del mundo. Y comenzaba a
sentirse distinto, como si hubiera, de
pronto, alcanzado un rango más alto
que cualquiera de los oficiales en el
navío, como si así nada más, casi por
accidente, se hubiera convertido en un
monarca marítimo.
A partir de ese momento no volvió a
realizar ningún tipo de trabajo en el bar-
co; convencía a todo mundo de hacer
sus labores, prometiéndoles un pago,
La Testadura 41
que no acontecía jamás. Comenzó a dar
órdenes a sus compañeros y a promover
la idea de que al tener todo el dinero
tenía, también, todo el poder. Y eso le
funcionó muy bien, pero sólo durante
algunos días.
Un jueves, o quizás era martes, salió
de su camarote (ahora ocupaba una de
las habitaciones más grandes) y pidió a
un grumete que tendiera sus sábanas,
sin que el muchacho siquiera lo volteara
a ver. Después quiso que le lustraran las
botas y que recortaran su cabello, pero
recibió sólo negativas y en muchos ca-
sos risillas burlonas. Ni siquiera los más
La Testadura 42
sumisos de los marineros parecían dis-
puestos a prestarle algún servicio, aun
cuando él les recordaba que era el hom-
bre más rico del barco.
De hecho, fue por recordar aquel
asunto de la riqueza que comprendió lo
que sucedía. Sus compañeros se lo ex-
plicaron, haciendo un enorme esfuerzo
por no soltar la carcajada a mitad del
diálogo. La noche anterior, en un conci-
lio que él desconocía por completo, se
acordó cambiar de moneda, por lo me-
nos hasta que desembarcaran en algún
lugar.
La nueva moneda, o más bien los
La Testadura 43
nuevos billetes, eran unas delgadas
tiras de papel blanco que llevaban un
número (había de cinco, de diez y de
cincuenta) y un sello del capitán que los
volvía oficiales y válidos. Cada marinero,
excepto él, que antes era el más rico de
todos, había recibido la misma cantidad
de billetes y era libre de hacer con ellos
lo que mejor le pareciera. Y, como era
obvio que iba a pasar, nadie quería que
uno solo de esos billetes tocara las ma-
nos del campeón de los naipes.
A él sólo le daban alimentos y los
insumos necesarios para permanecer
con vida, si realizaba las tareas que le
La Testadura 44
correspondían, dejándolo con una pe-
queña pero maciza fortuna de billetes y
monedas que no tenían, ya, ningún valor
más que el sentimental, que, por su-
puesto, no alcanza para comprar un solo
átomo de nada.
La Testadura 45
Una situación complicada
Después de haber visto la costa, el
capitán comenzó a sentirse muy alegre y
avisó a su tripulación que pronto pisa-
rían en firme y que la desdicha había
terminado. ¡Tierra, tierra, tierra! – gritó
frente a los marinos y éstos se prepara-
ron para desembarcar y pensaron que,
tal vez, les sería posible beber algunas
cervezas esa misma noche.
La Testadura 46
El capitán y su tripulación habían
sido víctimas, como tantos otros, de la
desidia de algún burócrata, que no
anexó el número de su buque a la lista
de navíos con autorización para volver a
casa. Y, debido a la guerra (esto ocurrió
hace bastantes años), ningún otro país
los quería cerca de sus playas; de modo
que habían pasado la mitad de un se-
mestre en alta mar y se estaban quedan-
do sin suministros. Por eso es que la
vista de un horizonte sólido emocionó
tanto a todo mundo y por eso se imagi-
naban a las puertas del Paraíso, a punto
de entrar.
La Testadura 47
En algún momento las personas en
tierra lanzaron una bengala y ellos res-
pondieron con otra. Les pareció que eso
era un gesto de bienvenida y se sintieron
a salvo, por primera vez, tras varios me-
ses vagando sobre el agua salada.
Se sentían vivos y, sobre todo, segu-
ros, confiados y con ganas de celebrar; y
como ya no tenían que moderarse con
las provisiones, terminaron con sus bo-
degas en un banquete vespertino.
Calcularon que más adentrada la
noche podrían reabastecerse, pero, en
medio del júbilo, el capitán y sus subal-
ternos liberaron las botellas que habían
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mantenido escondidas y la cosa se puso
grave – la juerga fue tal que se olvidaron
de echar a andar los motores y desper-
taron, a la mañana siguiente, con una
resaca a cuestas y estando aún en el
mismo punto sobre el océano.
Pese al malestar, a la náusea y al
dolor de cabeza (que se agigantan con
sol de altamar), algunos miembros de la
tripulación se colocaron al timón y se
dispusieron a navegar hasta llegar la
costa.
Y navegaron, en verdad, y durante
muchas horas, pero daba la impresión
de que la isla permanecía siempre a la
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misma distancia. Parecía que no se mo-
vían o que la playa retrocedía mientras
ellos avanzaban o alguna otra cosa que
no podían comprender. Aceleraran o
desaceleraran, la costa seguía estando
sólo un poco lejos, como si pudiera
igualar su velocidad y detenerse cuando
ellos lo hicieran para mantenerse, siem-
pre, más allá de ellos. Eso, al menos, es
lo que parecía. Y no faltó, entre los mari-
nos, quien tuviera alguna ocurrencia que
explicara lo que pasaba; aunque, ya se
dijo, nadie sabía exactamente qué esta-
ba sucediendo.
La hipótesis más repetida, de hecho,
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durante semanas, fue que por haberse
embriagado y haber armado la bacanal
a bordo no merecían desembarcar y que
por ello la Isla se alejaba de ellos y les
negaba el rescate constantemente. Por
supuesto que no todos lo creyeron y se
formó una discusión, después una
disputa, luego un pleito y, finalmente,
un motín, en el que todos enloquecieron
y terminaron incendiando el buque.
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