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LA VERDADERA ESPIRITUALIDAD FE Y AVIVAMIENTO

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Por Jonathan Edwards. Editado por James M. Houston. Originalmente publicado como Religious Affections.

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Categoría: Vida Cristiana

Jonathan Edwards fue la figura central del Primer Gran Desper-tamiento, un avivamiento en la década de 1740 en Nueva In-glaterra, Estados Unidos. Habiendo sido un reconocido pastor en Northampton, Massachusetts, este mover de Dios inspiró los escritos de Edwards y preparó el camino para que fuera uno de los hombres más reconocidos del avivamiento. El predica-ba con pasión sobre la soberanía de Dios, la pecaminosidad del hombre, los horrores del infierno, y la necesidad de un ¨nuevo nacimiento.¨

Durante el Gran Despertar, Edwards fue testigo tanto de las se-ñales verdaderas y falsas del avivamiento, como así también las conversiones falsas y las verdaderas; esto le llevó a escribir acerca de las diferencias. En esta adaptación del libro original, Religious Affections, vemos claramente un llamado a través de los siglos a un verdadero avivamiento y de emociones puras y equilibradas en la vida cristiana.

¡INCLUYE UNA GUÍA PARA EL ESTUDIO PERSONAL O EN GRUPO!

El doctor James M. Houston es un reconocido erudito y pione-ro en el campo de espiritualidad evangélica. El llegó a los Esta-dos Unidos desde Inglaterra en 1968 para dirigir Regent College en Vancouver, Canadá, una escuela internacional de posgrado para estudios cristianos. Hoy es profesor del Regent Board of Governors en teología espiritual, obtuvo maestría en artes en Edinburgh, y maestría en artes, bachillerato en ciencias, y un doctorado de filosofía en Oxford.

Originalmente publicado como Religious Affections

LA VERDADERA ESPIRITUALIDAD

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FE Y AVIVAMIENTO

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LA VERDADERA ESPIRITUALIDAD

© 2013 por Editorial Patmos

Publicado por Editorial Patmos, Miami, FL 33169, E.U.A.

Todos los derechos reservados.

Publicado originalmente en inglés por David C. Cook, 4050 Lee Vance

View, Colorado Springs, CO 80918, con el título Faith Beyond Feelings.

© 2004 James M. Houston

Adaptación por James M. Houston de Treatise Concerning the Religious

Affections, por Jonathan Edwards, publicado en el año 1746 d.C.

A menos que se indique lo contrario, las citas bíblicas se toman de la

versión Reina-Valera © 1960, Sociedades Bíblicas Unidas.

Traducido: Luis Magín Álvarez

Diseño de portada: Jonas Lemos

ISBN 10: 1-58802-445-8

ISBN 13: 978-1-58802-445-9

Categoría: Vida cristiana

Impreso en Brasil

Printed in Brazil

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Contenido

Introducción por Charles W. Colson ........................................................5

PARTE I: LA NATURALEZA Y LA IMPORTANCIA DE LOS AFECTOS ..............................................................................23

Capítulo 1: Los afectos como evidencia de la religión verdadera ...............................................................................25

PARTE II: LA MANERA COMO PUEDEN SER EVALUADOS FALSAMENTE LOS AFECTOS RELIGIOSOS ................55

Capítulo 2: Falsas señales de los verdaderos afectos religiosos .........57

PARTE III: LAS SEÑALES DISTINTIVAS DE LOS AFECTOS VERDADERAMENTE SANTOS RESULTANTES DE LA GRACIA ..............................................................................101

Capítulo 3: Cómo conocer los afectos resultantes de la gracia ........103

Capítulo 4: El propósito y el fundamento de los afectos de la gracia ...................................................................... 121

Capítulo 5: La formación de los afectos de la gracia .........................139

Capítulo 6: Certeza y humildad en los afectos de la gracia .............153

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Capítulo 7: Los afectos de la gracia nos transforman para que tengamos un carácter más parecido al de Cristo ........181

Capítulo 8: Los afectos de la gracia son equilibrados, pero dinámicos en cuanto a crecimiento ..................................................201

Capítulo 9: Los afectos de la gracia son intensamente prácticos ....213

Capítulo 10: Los afectos son la principal evidencia, en la religión verdadera, de una sinceridad salvadora .....................229

Guía del lector: ......................................................................................241

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INTRODUCCIÓN

Cuando mi apreciado amigo Jim Houston me invitó a presentar un libro de la serie de clásicos, elegí los escritos de John Edwards sin vacilar.

Lo hice, primero, porque admiro profundamente a Edwards, un hombre considerado, en general, como el teólogo más grande de la historia de Estados Unidos, y señalado por algunos como el mayor intelecto que ha producido Norteamérica. Fue un predicador y escritor clásico que tuvo una profunda infl uencia en el Gran Avivamiento del siglo 18, y también un profeta de la iglesia de su tiempo que criticó los excesos de ese mismo movimiento. Es esa crítica, uno de sus escritos más brillantes, la que usted leerá en las páginas que siguen, el Treatise Concerning the Religious Affections [Tratado acerca de los afectos religiosos].

La segunda razón que tuve para elegir a Edwards, fue que su libro es más que un mensaje aislado a los creyentes de su tiempo; es una declaración clásica de la verdad eterna, penetrante y profética. La iglesia occidental, gran parte de la cual está siendo llevada por la corriente; absorbida por la cultura y contaminada por una gracia barata, necesita desesperadamente oír el desafío de Edwards.

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EDWARDS, EL HOMBREPero, antes de hacerlo, permítame sugerirle que conozcamos al hombre, para ver la vida de ese notable erudito, teólogo, pastor, rector universitario, misionero y gran pensador. Porque la vida de Edwards pone de manifiesto uno de los principios más fundamentales de su fe religiosa: la verdadera doctrina tiene que ser vivida, demostrada, no sólo a través de la aquiescencia intelectual, sino también por medio de las acciones.

Varios malentendidos enturbian la percepción que la mayoría de las personas tienen en cuanto a Edwards. Para muchos, su reputación está basada solamente en un sermón, “Pecadores en las manos de un Dios airado”, y en una imagen: la del desventurado pecador colgando de un frágil hilo que se deshace, sobre las devoradoras llamas del infierno.

Ese memorable mensaje evoca una imagen de Edwards como un predicador sensacionalista de los fuegos del infierno, golpeándose el pecho en el púlpito y aterrorizando a su rebaño para que se arrepienta y pueda así entrar en el Reino de Dios.

Ese sermón, como todos los sermones de Edwards, tiene una base bíblica, es inexorablemente lógico, y está salpicado de imágenes para presentar las realidades de la Biblia a su público. Fue un sermón que predicó Edwards con su acostumbrado estilo, inclinado sobre el atril, y casi sin levantar la vista mientras leía el manuscrito con un aburrido tono monótono. Pero el efecto de sus vívidas imágenes y el poder de sus argumentos, provocaban dramáticas reacciones de vehemente pesar y arrepentimiento de sus oyentes. El sermón no fue simplemente un intento de aterrorizar a su congregación, como algunos han dicho; porque Edwards acompañó su presentación de la ira de Dios con una seguridad igualmente dramática de la mano moderada de Dios y de su tierna gracia.

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Otro malentendido común asocia a Edwards con la América puritana. Cuando nació en 1703, los colonos que venían a América ya no eran necesariamente peregrinos en busca de libertad religiosa; eran aventureros atraídos a las colonias por la prosperidad material. Como dice un académico de ese tiempo: “Se había convertido en un principio implícito para la mayoría de los estadounidenses, que la religión era un asunto privado; el papel de la iglesia era estimular la piedad personal, no desafi ar la ética de una comunidad orientada por el lucro.”

Edwards desafi ó los temas populares de su época, insistiendo en que la fe de la persona no era un asunto de conveniente vinculación con una iglesia, ni una religiosidad socialmente aceptable; era un asunto del corazón, activado por la voluntad. El cristianismo verdadero, decía Edwards, se demostraba mediante la acción; por hacer, no simplemente oír, la Palabra de Dios.

Cuando los académicos se concentran en los brillantes, y a menudo profundamente difíciles, escritos de Edwards, los detalles de su vida personal no son tenidos en cuenta algunas veces. Edwards comenzó sus estudios de latín, hebreo y griego a la edad de cinco años, y fue un joven precoz con una inmensa curiosidad intelectual. Su primer gran escrito, un exhaustivo estudio sobre las arañas voladoras, revela una mente profunda y un depurado conocimiento de las ciencias naturales; esto lo escribió cuando tenía once años de edad.

Edwards ingresó a la Universidad de Yale a los trece años, y se graduó a los diecisiete. En esta misma universidad hizo su maestría y enseñó posteriormente. En 1726 fue llamado como pastor asistente de la Iglesia Northampton, de Northampton, Massachusetts, pastoreada por su abuelo, Solomon Stoddard. Cuando éste murió poco después, Edwards se convirtió en su pastor; en 1727 se casó con Sarah Pierrrepont. Su unión, de

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la cual nacerían doce hijos, fue un romance poco común que se mantuvo siempre, inflamado por su común dedicación a Cristo y a su relación con Él.

Aunque era un hombre frágil que se enfermaba con frecuencia, Edwards pasaba trece horas cada día en su oficina, estudiando las Escrituras, orando y aconsejando a su congregación. Particularmente después de que el avivamiento llegó a su iglesia en 1734, sus feligreses acudían a Edwards en busca de consejo. Relatos de su época cuentan que las tabernas de su zona perdieron a muchos de sus clientes; las personas dejaron de ir a ellas para desahogarse con los meseros, para ir donde Edwards en busca de luz espiritual y ayuda práctica.

Si Edwards hubiera sido un severo pastor que disfrutaba sádicamente aterrorizando a su congregación con visiones del infierno, como algunos han escrito, la verdad es que no podría haber sido ese accesible confidente para su rebaño. Su cálido corazón y su compasión demuestran lo contrario. Con Cristo como su modelo, Edwards escribe: “Los verdaderos afectos de la gracia… se preocupan por tener en cuenta… el espíritu y la disposición de Jesucristo… engendran y fomentan por naturaleza ese espíritu de amor, mansedumbre, paz, perdón y misericordia que había en Cristo.”

La única recreación de Edwards era montar a caballo todos los días; le encantaba el bosque tranquilo, el cual le proporcionaba un terreno fértil para el pensamiento. Siempre preparado, llevaba pluma y papel a dondequiera que se dirigía. Mientras iba. , anotaba pensamientos y se los ponía en la solapa, para después transferirlos a un diario a su regreso; el comentario era que el pastor Edwards podía salir a dar un paseo a caballo el mediodía de un caluroso día de verano, y volver dando la impresión de que había pasado a través de una tormenta de nieve de pedacitos de papel blanco.

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UNA VOZ PROFÉTICAEdwards estuvo en el centro del Gran Avivamiento de 1740; su iglesia había experimentado una ola de renovación, aun antes de que el avivamiento comenzara a extenderse a otras colonias. Sin embargo, pronto se vio haciendo el doble papel de defensor y crítico.

Cuando los excesos emocionales del Avivamiento, mostrados por los entusiastas convertidos (desmayos, temblores, convulsiones y otras cosas por el estilo) generaron críticas de los observadores, Edwards defendió la obra del Espíritu convenciendo de pecado, a veces de manera dramática. Pero también reconoció que siempre que está a la vista una gran obra de Dios, también está presente la tentación de la obra de la carne. Por eso, en 1742 predicó una serie de sermones en los que advertía que Satanás había tenido, sin duda, un papel importante en el asunto. Sus refl exiones lo llevaron a darse cuenta de lo urgente que era para los cristianos discernir las verdaderas características del arrepentimiento en una persona, y de la nueva vida en Cristo.

Éste fue el origen de su brillante libro Treatise Concerning the Religious Affections, una obra que demuestra la consagración de Edwards a la verdad bíblica de que la fe verdadera se manifi esta por los frutos de agradecimiento del pecador arrepentido a un Dios misericordioso.

A mediados de siglo, la relación de Edwards con su iglesia comenzó a ir mal cuando comenzó a cuestionar una práctica de la iglesia, el Acuerdo de Tolerancia, establecido por su abuelo. Como implica su nombre, era una claudicación a las conveniencias políticas de su tiempo.

Puesto que era socialmente ventajoso estar vinculado con una iglesia local, el acuerdo daba membresía en la iglesia a las personas, y la oportunidad de bautizar a sus hijos (si bien no podían participar en la Cena del Señor, ni votar en asuntos de

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la iglesia), aunque no hubieran manifestado su aceptación de Cristo, ni la disposición de tratar de obedecer sus mandamientos.

Como ejemplo valiente de un hombre que defendía sus convicciones, en vez de rendirse a las presiones sociales y políticas, Edwards rechazó el Acuerdo de Tolerancia. Y en una secuencia de acontecimientos cargados de emociones, su congregación se volvió contra él, y llamó a una votación para despedirlo.

Edwards no habló en su defensa, sino que pidió que fuera juzgado sólo por quienes lo habían oído predicar o leído sus escritos sobre el punto en discusión. Esta petición le fue negada, y Edwards se retiró de la batalla, diciendo que su vindicación no era responsabilidad suya, sino de Dios.

La congregación votó 200 contra 20 contra Edwards; sin embargo, años más tarde, el cabecilla de esa acción, evidentemente torturado por un sentimiento de culpa, se arrepintió, y publicó en un periódico de Boston una larga disculpa por su parte en el despido de Edwards.

Después de seis meses de estar desempleado, Edwards fue llamado a pastorear una iglesia local en Stockbridge, Massachusetts, y a servir como misionero entre los indígenas nativos. Aunque las dificultades de su vida allí arruinaron su salud, su amor por los indígenas generó un poderoso ministerio. Durante ese tiempo escribió varias de sus grandes obras, entre ellas Treatise on Freedom of the Will (Tratado sobre la libertad de la voluntad) y Treatise on Original Sin (Tratado sobre el pecado original). Esto dio a Edwards notoriedad teológica e intelectual tanto en Norteamérica como en el extranjero.

En 1757 falleció de repente el presidente de la Universidad de Princeton, Aaron Burr, padre, yerno de Edwards, y la universidad lo llamó para que fuera su presidente. Alegando que no era competente como orador público, aceptó el cargo a regañadientes.

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En ese tiempo, la viruela mataba a la gente en las colonias. Ésta también se había convertido en material de sermones de muchos pastores, algunos de los cuales predicaban ardientemente contra las vacunas experimentales que se estaban usando, mientras que otros pronunciaban sermones en su favor. Edwards no pontifi có sobre los benefi cios de la investigación en cuanto a la viruela: simplemente se ofreció como candidato para ser vacunado. Sin embargo, por su frágil condición física, tuvo una severa reacción a la inoculación, y contrajo la enfermedad; cinco semanas después de asumir la presidencia de Princeton, Jonathan Edwards murió a la edad de 55 años.

EL VACÍO MODERNOLas obras de Jonathan Edwards son hoy clásicos cristianos. Pero, para apreciar su profunda relevancia para la cultura occidental, a más de dos siglos de haber sido escritas, necesitamos dar una mirada refl exiva a nuestro mundo hoy.

Me horroriza ver que las características predominantes de nuestra cultura hoy son el narcisismo, el material y el hedonismo extendidos. Nuestra cultura se hace pasar como cristiana, con cincuenta millones de estadounidenses que, de acuerdo con la encuestadora Gallup, dicen ser “nacidos de nuevo”. Pero es una cultura dominada casi en su totalidad por el relativismo. La mentalidad de “haz lo que te venga en gana” nos ha “liberado” de la estructura absoluta de la fe y las convicciones, y llevado a la deriva por un mar de la nada.

Nos hemos vuelto víctimas, en un grado alarmante, de nuestra frívola conformidad; somos los seres prendados de sí mismos, indiferentes, con el corazón vacío, y “huecos”, de los cuales escribió T. S. Elliot a comienzos del siglo pasado. El nihilismo es lo que predomina en estos tiempos de apatía.

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Un dramático ejemplo de esto fue la muerte de David Kennedy, el tercer hijo del senador Robert Kennedy. Un afligido amigo suyo dijo: “En el caso de David, no había nada que lo conectara con la vida. Aunque estaba libre de la influencia de las drogas, había una profunda y abrumadora sensación de nihilismo en su personalidad. Ninguna persona, ningún trabajo, ningún hobby, pudieron darle algo con lo cual pudiera conectarse.”

A ese vacío fue lo que Dorothy Sayers, la inteligente contemporánea de C. S. Lewis, llamó “el pecado que no cree en nada, que no le importa nada, que no busca saber nada, que no interfiere con nada, que no disfruta nada, que no odia nada, que no encuentra propósito en nada, que no vive para nada y que sigue vivo porque no hay nada por lo cual quiera morir.”

Esa nada es la premisa que subyace en Treatise Concerning the Religious Affections. Edwards enfatizó que los afectos era la “fuente de las acciones de los hombres”. Puesto que el hombre es inactivo por naturaleza, toda actividad suya cesa a menos que sea movida por algún afecto. Edwards escribió: “Quitemos el amor y el odio, toda esperanza y todo temor, toda ira, todo celo y todo deseo de afecto, y el mundo se paralizará y morirá en gran parte; no habría ninguna actividad en la humanidad, ninguna entusiasta búsqueda de nada”.

Aunque pudo haber estado hablando de manera abstracta acerca de la naturaleza de la vida en el vacío de los afectos, sus palabras se parecen mucho a las de Dorothy Sayers, y son tristemente descriptivas de nuestro tiempo.

Porque en la hastiada, egocéntrica y materialista sociedad de hoy, se puede ver claramente que el gran tirano vencedor no es el totalitarismo; es el nihilismo. Como cultura, nos hemos rendido a la insidiosa esclavitud de la autogratificación. Pero el villano, en resumidas cuentas, somos nosotros.

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¿Le parece un punto de vista demasiado extremo? Considere, entonces, algunas de las siguientes manifestaciones:

En el nombre del “derecho” de una mujer de controlar su cuerpo, un millón y medio de niños son asesinados en los Estados Unidos en un año. A más seres humanos se les ha quitado la vida en este país desde la legalización del aborto que durante el Holocausto de la Segunda Guerra Mundial. ¿Quién, podría yo preguntar, ha infl igido una tiranía más grande, Hitler, un dictador maníaco, o nuestra insensible e indiferente sociedad? Es posible que unos “fanáticos religiosos” pongan el grito en el cielo por esto, pero la mayoría de la gente no son afectadas emocionalmente por estas muertes.

Como sociedad hemos creído en la afi rmación de Sócrates, de que el pecado es resultado de la ignorancia; y en la de Hegel, de que el hombre está evolucionando hacia niveles morales superiores a través del desarrollo de los conocimientos. Hemos liquidado cualquier sentido de responsabilidad individual.

¡Qué engaño tan grande! En esta sociedad, la más educada y más técnicamente avanzada que el mundo haya conocido jamás, tenemos una tasa de divorcios que ha aumentado sin cesar durante décadas; tasas de criminalidad cada vez mayores; abuso infantil generalizado, e incontables familias destruidas. Una cultura sin valores engendra la tiranía más espantosa.

Como nación, hemos sido bendecidos con una abundancia material nunca antes vista; pero lo que esto ha producido es un aburrimiento tan fuerte, que el uso de las drogas se ha convertido en una epidemia. Un empresario sumamente exitoso me dijo que él había descubierto un enorme negocio no explotado. La rehabilitación por causa del alcohol y las drogas “es la industria de más rápido crecimiento en Estados Unidos, con benefi cios seguros”, dijo. “El reciente aumento en el consumo alcohólico y en la drogadicción ha sido tan grande,

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que el tamaño y el número de nuestras instalaciones no son suficientes”.

No es de extrañarse, entonces, de que el crítico estadounidense Leslie Fiedler haya llegado a esta conclusión: “El hombre occidental ha decidido destruirse a sí mismo, creando su aburrimiento de su propia abundancia… habiéndose educado a si mismo para la imbecilidad, y al envilecerse y drogarse en busca de mayores emociones, se desploma como una viejo, cansado y golpeado brontosauro, extinguiéndose.”

El obsesivo egocentrismo de la cultura actual, el narcisismo, crea una tiranía especial propia. Un artículo de Psychology Today [Psicología hoy] cita las palabras de una joven; ésta tiene los nervios destrozados por tantas fiestas de toda la noche, y por una vida interminable de droga, bebida y sexo. Cuando el psiquiatra le preguntó: “¿Por qué no dejas de hacerlo?”, ella respondió: “¿Me está usted diciendo, en realidad, que no debo hacer lo que quiero hacer?”

¿Quién es el tirano en una sociedad hedonista? No es un monstruo totalitario. Es algo mucho peor. Somos nosotros.

UNA IGLESIA PARALIZADAPero el hecho más aterrador de nuestros tiempos, es que la iglesia de Jesucristo tiene casi tantos problemas como nuestra cultura. Sin pensar, hemos aceptado casi por completo el sistema de valores seculares. Hace poco leí en la página de editoriales de un periódico, las siguientes afirmaciones de un prominente líder cristiano: “Haga que Dios trabaje para usted, y maximice su potencial en nuestro sistema capitalista divinamente ordenado por Dios.”

Ésa no es sólo una mala teología, es una peligrosa herejía.Pero, lamentablemente, es lo típico de gran parte del mensaje

cristiano hoy. Le estamos diciendo al mundo que no sólo

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estamos de acuerdo con su sistema de valores, sino que además podemos perfeccionarlo ya que Dios está de nuestro lado. Son este evangelio distorsionado y esta gracia barata, lo que le está impidiendo a la iglesia hoy hacer un impacto verdadero por Cristo en nuestra cultura.

Los cristianos no pueden luchar de verdad contra el secularismo, porque estamos llenos de nosotros mismos. Mucho del cristianismo que habilidosamente mercadeamos, no es más que una adaptación religiosa de los valores egoístas de nuestra cultura secular. El asistente de un renombrado pastor me dijo cuando le pregunté cuál era la clave del éxito de este hombre: “Le damos a la gente lo que quiere”, me respondió. Esto, también, es herejía. La herejía está en la raíz misma de la mentalidad de “¿qué hay para mí?”, tan generalizada en occidente hoy, una mentalidad nacida de las semillas del materialismo plantadas aun en los días de Edwards.

La pregunta para la iglesia no es: “¿Qué puede hacer Dios por nosotros?”, sabemos que Él nos ama, sino “¿Qué estamos llamados a hacer por Él?” ¿Cómo amamos a nuestro Dios? Amar a Dios implica mucho más que tener efusiones de sentimentalismo o de palabras piadosas. Amar a Dios exige obediencia a Él en cada aspecto de nuestra vida, y llamar a otros a la obediencia, ya sea popular o no ese mensaje.

EL MENSAJE DE EDWARDS PARA EL DÍA DE HOYLa obediencia está en el corazón del mensaje de Edwards, y él la predicaba con fi delidad, aunque no fuera popular. Pero él tenía discernimiento de la absoluta supremacía de la obediencia bíblica, particularmente al mandamiento de Cristo de que fuéramos sus testigos. Por consiguiente, Edwards habría estado de acuerdo con el dicho de A. N. Whitehead, de

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que “matemática es lo que hacemos, pero religión es lo que somos”. La cualidad de la integridad personal, vivir de verdad el evangelio como un siervo del Cristo vivo, es una verdad ausente hoy en gran parte de la vida religiosa de los Estados Unidos. Hemos organizado, empaquetado, vendido, politizado e institucionalizado la religión como tantos productos y programas. A una persona verdaderamente cristiana le preocupa lo que es delante de Dios y la transformación del carácter personal hecha por la gracia de Dios en el corazón.

Edwards descansaba en la afirmación de la Biblia, de que oír la Palabra no es suficiente, ni tampoco entender la doctrina. La totalidad de la persona debe ser movida por el Espíritu Santo, para responder con amor y gratitud a Dios. El resultado de esto es una vida santa.

Con esta comprensión, Edwards luchaba contra los teóricos doctrinarios y rígidos de la religión, por una parte, y contra los entusiastas desequilibrados y emocionales, por la otra. Él rechazaba mucha de la histeria, de las emociones extravagantes y el entusiasmo efímero asociado con las reuniones de avivamiento de su tiempo.

Treatise Concerning the Religious Affections podría muy bien haber sido escrito para nuestra cultura; nosotros simplemente hemos sustituido el emocionalismo extremo de la época de Edwards (aunque usted puede sintonizar algunos canales de TV cristianos y ver amplias demostraciones de eso, también) por nuestras más sutiles manifestaciones de cristianismo cultural. Muchos de los que se sientan hoy en los bancos de la iglesia utilizan la jerga cristiana, participan en todos los desayunos de oración, en grupos pequeños de estudio bíblico y en asociaciones cristianas, pero sus corazones están tan endurecidos e impenitentes como los de aquellos a quienes Cristo dirá un día: “Nunca os conocí; apartaos de mí.” [Mateo 7.23]

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Edwards hacía hincapié en que nunca podremos cultivar verdaderos afectos religiosos sin una profunda sensación de pecado. El verdadero corazón de la conversión cristiana está en confrontar nuestro pecado y desear desesperadamente el vernos libres de él. Una vez que nos vemos libres de nuestro pecado, podemos vivir agradecidos por la maravillosa gracia de Dios.

Sé muy íntimamente lo que es esto. En la agonía de Watergate, fui a hablar con mi amigo Tom Phillips. Su explicación de haber “aceptado a Cristo” me desconcertó. Yo estaba cansado, vacío, harto de escándalos y de acusaciones, pero ni una sola vez me vi realmente como alguien que había pecado. La política era un negocio sucio, y yo era bueno en ella. Lo que yo había hecho, razoné, no era diferente a lo de las maniobras políticas normales. Además, el bien y el mal eran relativos, y mi motivación era para el bien del país –, al menos, eso era lo que yo creía.

Pero esa noche, cuando me marché de la casa de Tom y me senté solo en mi auto, mi pecado, no sólo la sucia política, sino el odio, el orgullo y la iniquidad que había dentro de mí, se mostró ante mis ojos de una manera convincente y dolorosa. Por primera vez en mi vida, me sentí sucio y, lo peor de todo, era que no podía escapar. En esos momentos de claridad, me encontré conducido irresistiblemente a los brazos del Dios vivo. Desde esa noche, he sido cada vez más consciente de mi naturaleza pecaminosa; sé que lo que hay de bueno en mí es producto, más allá de toda duda, de las justicia de Jesucristo. Edwards se refi rió a esta misma conciencia veinte años después de su conversión:

“Tengo tal sentir de mi pecaminosidad y de mi vileza, que con frecuencia ese sentir se apodera de mí hasta tal grado que me pongo a llorar en voz alta, por lo que me fuerzo a callarme. He tenido

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un sentir mucho más grande de mi iniquidad y de la maldad de mi corazón, que el que había tenido antes de mi conversión.

“… Me impresiona ahora pensar cuán ignorante era, siendo un cristiano joven, de las insondables e infinitas profundidades de iniquidad, orgullo, hipocresía y falsedad que quedaban en mi corazón.”

El resultado de esta mayor conciencia de pecado, dice Edwards, es que “el corazón crecerá en ternura”. Y de esta ternura fluye una profunda gratitud a Dios por su misericordia, un agradecimiento que sólo puede expresarse en servicio a Él.

Edwards dedica la mayor parte de su libro a la afirmación de que “los santos afectos de la gracia tienen su ejercicio de fe en la práctica cristiana”. Tener fe en la Palabra de Dios tiene que significar ponerla por obra, convirtiéndola en la práctica de una fiel, y radical, vida de santidad. La práctica de las obras de caridad hacia los hombres, el amor a nuestros semejantes, es simplemente exteriorizar la aceptación del amor de Dios que hay en nuestros corazones. Un cristianismo simplemente conceptual es una contradicción que mata a la religión vital. Edwards veía que la práctica cristiana es una señal segura de sinceridad. Los hechos constituyen la más importante “señal visible y exterior de la gracia espiritual e interior”. Como dijo él, haciéndose eco de las palabras de la Biblia, “los hechos de los hombres son los más fieles intérpretes de sus mentes, no sus palabras”.

¿Pero, cómo –podemos preguntar– puede la práctica utilizarse como una prueba del verdadero cristianismo? Porque el compromiso con Cristo no se evidencia por la simple conformidad a reglas, sino teniendo un nuevo corazón; lo que

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cuenta es la actitud que hay detrás de la acción. Por eso, aunque es posible que hagamos cosas cristianas, como cruzados de alguna causa, como políticos o como ciudadanos solidarios, sin un auténtico y abnegado servicio, nuestras obras son vacías. Es sólo el Espíritu Santo quien motiva realmente, quien nos da esa vitalidad que hace madurar y fructifi car nuestro carácter, nacida de la gratitud a Dios.

Por eso Edward observaba con tanto cuidado las evidencias de la verdadera conversión, el fruto que resulta de vivir como Cristo. El avivamiento no es sufi ciente. La acción política no es sufi ciente. La fi lantropía no es sufi ciente. Quienes promueven las tendencias modernas de externalizar el cristianismo que se practica en Estados Unidos necesitan ser reeducados por este libro de Edwards. Porque él llega a esta conclusión:

“Hay una clase de práctica religiosa externa sin una experiencia interior, que no tiene ningún valor a los ojos de Dios. No sirve de nada. Y está también la llamada experiencia carente de toda práctica que, por tanto, no es seguida por una conducta cristiana. Esto es peor que nada. Porque siempre que una persona encuentra dentro de ella un corazón capaz de responder a Dios como Dios, cuando es enviada descubrirá siempre que su disposición es afectada en la experiencia práctica de la misma. Entonces, si la religión consiste en su mayor parte de un santo afecto, es en el ejercicio práctico del afecto que se muestra su disposición en la verdadera religión…”

Si la realidad del Cristo vivo ha de signifi car algo para la cultura occidental del siglo veintiuno, Él debe ser visto de esta manera entre nosotros. El evangelio se tiene que revelar a través del cambio de nuestro carácter y expresarse a través

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del servicio abnegado en una cultura que exalta el yo personal. Tiene que comunicarse por medio de expresiones prácticas de compasión, compartiendo el sufrimiento y respondiendo a las necesidades del pobre, del hambriento, del enfermo y del encarcelado.

Sólo a través de estas expresiones prácticas de los verdaderos afectos religiosos, y de una relación real con el Cristo resucitado, podrá la cosmovisión cristiana, tan golpeada desde adentro y desde afuera, prevalecer en el vacío que existe en el siglo veintiuno.

Medio siglo después de Edwards, William Wilberforce escribió Cristianismo real [Real Christianity], el primero de esta serie de clásicos que volverá a ser publicada por Victor Books. El ejemplo de Wilberforce nos señala el camino.

En primer lugar, Wilberforce recuperó la realidad del cristianismo en sus propios afectos personales; vivió de verdad su incansable cruzada a favor de la abolición de la esclavitud. En medio de una Europa inundada por la marejada del humanismo, él escribió: “La falta de fe ha levantado su cabeza sin ninguna vergüenza”, pero concluyó: “Tengo que confesar igualmente, y con valentía, que mis firmes esperanzas en cuanto al bienestar de mi patria dependen, no tanto de sus navíos ni de sus ejércitos, ni tampoco de la sabiduría de sus gobernantes, ni del espíritu de su gente, sino de la convicción de que ella tiene a muchas personas que aman y obedecen el evangelio de Cristo. Creo que sus oraciones podrán prevalecer”2.

Poco después de esto se produjo uno de los grandes avivamientos de los tiempos modernos. Yo también creo que las oraciones y el trabajo de quienes aman y obedecen a Cristo en nuestro mundo, prevalecerán mientras tengan el mismo mensaje de Jonathan Edwards. Entonces, como vislumbró Edwards, el verdadero cristianismo será “declarado y revelado

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de tal manera que en vez de espectadores endurecidos, y del fomento del escepticismo y del ateísmo, el hombre se convencerá de que hay una realidad en la religión; al ver su buena obra, habrá otros que glorifi carán a su Padre, que está en los cielos.”

Charles W. Colson

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CAPÍTULO 10

Los afectos son la principal evidencia, en la religión verdadera, de una

sinceridad salvadora

La práctica cristiana es mucho más preferible como evidencia de salvación, que la conversión repentina, la iluminación mística o la mera experiencia de bienestar espiritual que comienza y termina con la contemplación.1

Primer argumentoLa razón demuestra claramente que la verdadera prueba de lo que el hombre prefi ere de veras, es ver en realidad lo que él afi rma y practica cuando se le da la oportunidad de elegir. La sinceridad de la religión consiste en dar a Dios el lugar más elevado en el corazón, preferirlo sobre todo lo demás y renunciar a todo por Cristo. Pero las acciones del hombre son la verdadera prueba de su corazón. Por ejemplo, cuando Dios y otras cosas, ya sean intereses o placeres mundanos están en competencia entre sí, la conducta del hombre será probada por lo que él desea en realidad y a lo que se aferra, y por lo que deja. La sinceridad consiste, entonces, en dejar todo porque se tiene a Cristo en el corazón, y a dejarlo todo por Cristo cuando

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uno sea llamado a hacerlo. En hacer esto reside la prueba. Por tanto, la piedad consiste no simplemente en tener un corazón dispuesto a hacer la voluntad de Dios, sino en tener un corazón que la haga en realidad. En Deuteronomio 5.27-29, los israelitas tenían un corazón dispuesto a obedecer los mandamientos de Dios, pero Dios les muestra que esto estaba muy lejos de lo que Él deseaba, porque ellos en realidad no los guardaron.

Es absurdo pretender tener un buen corazón, y vivir al mismo tiempo una vida de pecado. Porque el sencillo hecho de la experiencia no puede ser refutado. “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gá 6.7). Tal simulación, sin la práctica, es lo que a menudo se describe en la Biblia con la palabra “engaño”. Por eso Dalila le dice a Sansón: “He aquí tú me has engañado, y me has dicho mentiras” (Jue 16.10, 13). Los hombres pueden ser engañados, pero el gran juez, cuyos ojos son como llama de fuego, no será engañado ni confundido por ninguna simulación. “No hay tinieblas ni sombra de muerte donde se escondan los que hacen maldad” (Job 34.22).

Segundo argumentoEn la Biblia, la realidad de la fe auténtica se prueba a menudo por medio de lo difícil de vencer. Las pruebas o las tentaciones2 son la demostración verdadera mediante las cuales se puede determinar en verdad si un hombre tiene la correcta disposición de corazón de ser fiel o no a Dios. “Y te acordarás de todo el camino por donde te ha traído Jehová tu Dios estos cuarenta años en el desierto, para afligirte, para probarte, para saber lo que había en tu corazón, si habías de guardar o no sus mandamientos” (Dt 8.2; cf. Jos 2.21, 22; Jue 3.1; Éx 16.4).

Estas dificultades de la fe son llamadas pruebas o tentaciones en la Biblia, para probar la fe de los hombres. “Hermanos míos,

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tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas pruebas, sabiendo que la prueba de vuestra fe produce paciencia” (Stg 1.2, 3). “Aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afl igidos en diversas pruebas, para que [sea] sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro” (1 P 1.6, 7). También el apóstol Pablo habla de dar a los pobres como prueba de la sinceridad del amor de los cristianos (2 Co 8.8).Tales casos son ilustrados con frecuencia con la imagen de refi nación del oro y la plata (Sal 66.10, 11; Zac 13.9; Ap 3.17, 18).

Cuando se dice que Dios probó a Israel por medio de las difi cultades que encontraron en el desierto, y de sus enemigos en Canaán, fue para saber qué había en sus corazones, para saber si iban a obedecer sus mandamientos. De la misma manera, cuando Dios probó a Abraham con la difícil orden de sacrifi car a su hijo, le dijo: “Ya conozco que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste tu hijo, tu único”. [Génesis 22.12] Cristo usó una prueba parecida con el joven rico de Mateo 19.16.

Tercer argumentoEsta santa práctica, en el sentido que lo hemos explicado, es la mejor evidencia de la realidad de la gracia en la conciencia cristiana. En cuanto a esto, el apóstol Santiago dice: “¿No ves que la fe actuó juntamente con sus obras, y que la fe se perfeccionó por las obras? (Stg 2.22), o, como indica la frase en el original: “se completó”. Por tanto, se dice que el amor a Dios se perfecciona o completa cuando se guardan sus mandamientos. “El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él; pero el que guarda su palabra, en éste verdaderamente el amor de Dios se ha perfeccionado” (1 Jn 2.4, 5).

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Se dice que la gracia, o el amor de Dios, se perfeccionan con la práctica santa, de la misma manera que el árbol se perfecciona con el fruto que da. No se ha perfeccionado cuando la semilla es simplemente plantada en la tierra, o cuando produce hojas, o cuando florece. Se perfecciona sólo cuando produce fruto bueno y maduro, porque entonces ha logrado el fin deseado. Así es la gracia en su ejercicio práctico.

Cuarto argumentoLa Escritura insiste en la importancia de la práctica santa, como la principal evidencia para juzgar tanto nuestra sinceridad como la de los demás. “En esto sabemos que le conocemos; en esto se manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del diablo; el que tiene esto, edifica sobre buen fundamento; el que no lo tiene, edifica sobre la arena; y aseguraremos nuestros corazones delante de él”. De todas las evidencias de la verdadera piedad, ninguna es tan específica como el tener amor los unos por los otros. “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos” (1 Jn 3.14; Ro 13.8, 10; Gá 5.14; Mt 22.39, 40).

Quinto argumentoLa Palabra de Dios habla claramente de la práctica cristiana como la principal evidencia de la verdad de la gracia, no sólo para los demás, sino también para nuestras propias conciencias. Ella es presentada como la prueba fundamental para uno mismo. “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama (Jn 14.21). Es conspicua la repetición de ese énfasis, porque en el versículo el Señor dice: “Si me amáis, guardad mis mandamientos; en el versículo 23: “El que me ama, mi palabra guardará; y en el versículo 24: “El que no me ama, no guarda mis palabras”. En el capítulo que sigue, Jesús repite el mismo énfasis, una y otra vez (Jn 15.2, 8, 14). El mismo énfasis lo tenemos en 1 Juan.

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Sexto argumentoEsta gran evidencia de la santa práctica será utilizada ante el tribunal de Dios. En el juicio futuro, habrá un juicio a puertas abiertas de los profesantes, y se utilizarán evidencias para juzgarlos. Ese juicio declaratorio revelará la justicia del juicio de Dios a la conciencia de los hombres y al mundo. Por tanto del día del Juicio es llamado “el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios” (Ro 2.5; cf Mt 18.31; 20.8-15; 22.11-13; 25.19-30; Lc 19.11-23).

Las Escrituras nos enseñan profusamente que la mayor evidencia del juez serán las obras o las prácticas del hombre aquí en este mundo (Ap 20.12; 2 Co 5.10). “Porque Dios traerá toda obra a juicio, juntamente con toda cosa encubierta, sea buena o sea mala” (Ec 12.14).

De esto podemos inferir, sin ninguna duda, que las obras de los hombres, tomadas en el sentido que han sido explicadas, son la principal evidencia por la cual deben ellos evaluarse hoy. Nuestro juez supremo hará uso de ellas para juzgarnos cuando estemos de pie delante de Él, si entretanto no hemos hecho uso de ellas para juzgarnos a nosotros mismos.3 De no haber sido revelado de esta manera qué evidencia utilizará el juez con nosotros, sería normal que la persona preguntara: “¿Cómo podía yo saber lo que Dios iba a examinar y sobre lo cual iba a insistir en ese juicio fi nal y decisivo?” Pero, puesto que Dios ha revelado de una manera tan clara y abundante lo que será esta evidencia, es ciertamente prudente y de suma importancia que nos probemos por ella ahora mismo.

La práctica cristiana es, entonces, la mayor de todas las evidencias, que confirma y corona la prueba de una vida piadosa. Es también la prueba cierta del verdadero y salvador conocimiento de Dios. “Y en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos”.

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[1 Juan 2.3] Porque si conocemos a Dios, pero no lo glorificamos como Dios, entonces nuestro conocimiento sólo servirá para condenarnos, no para salvarnos (cf Ro 1.21). “Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis” (Jn 13.17).

La práctica santa es la evidencia verdadera del arrepentimiento. Cuando los judíos manifestaban arrepentimiento, confesando sus pecados a Juan en el bautismo de arrepentimiento, él les decía lo que tenían que hacer: “Haced, pues, frutos dignos de arrepentimiento” (Mt 3.8).

La práctica santa es la evidencia verdadera de una fe salvadora, como vemos en el ejemplo que el apóstol Santiago da de Abraham (Stg 2.21-24). La práctica es la mejor evidencia de haber venido realmente a Cristo y de haberle aceptado. Cristo nos promete vida eterna con la condición de que vengamos a Él. La práctica santa es también la evidencia verdadera de nuestra confianza en Cristo para salvación. Tal confianza es una realidad práctica de dependencia. “Por lo cual asimismo padezco esto; pero no me avergüenzo, porque yo sé a quién he creído, y estoy seguro que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día” (2 Ti 1.12).

La práctica santa es también la evidencia verdadera del amor a Dios y a los hombres, como resultado de la gracia. Es también la evidencia de humildad y del temor a Dios. Es evidencia de una verdadera gratitud: “¿Qué pagaré a Jehová por todos sus beneficios para conmigo? (Sal 116.12). El salmista dice también: “El que sacrifica alabanza me honrará; y al que ordenare su camino, le mostraré la salvación de Dios” (Sal 50.23). De nuevo, la práctica sana es la evidencia verdadera de los deseos y anhelos de la gracia; de una esperanza basada en la gracia; de hacer la voluntad de Dios en santo amor; de fortaleza cristiana; y de la realidad de la gracia.

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Antes de concluir esta disertación, permítame dar una breve respuesta a dos objeciones que cuestionan a la práctica cristiana como la evidencia principal de la gracia salvadora.

La primera objeción es que la experiencia interna y espiritual de un cristiano verdadero debe ser la principal evidencia de la gracia verdadera. ¿No gobierna y dirige a la expresión corporal esta santa práctica de la mente? En realidad, estos ejercicios espirituales no son, de ninguna manera el aspecto menor de la experiencia cristiana, ya que la conducta exterior esta íntimamente conectada con ellos. Pero hablar de la experiencia cristiana y de la práctica cristiana como dos cosas diferentes, es hacer una distinción no razonable. En realidad, toda experiencia cristiana no es llamada con propiedad práctica cristiana, pero toda práctica cristiana es experiencia. Hacer una distinción no es bíblico. Jeremías pregunta: “¿No comió y bebió tu padre, e hizo juicio y justicia… El juzgó la causa del afl igido y del menesteroso…? ¿No es esto conocerme a mí? dice Jehová.” (Jer 22.15-16). Nuestro conocimiento interior de Dios será la característica dominante de nuestra experiencia religiosa, o práctica santa. Podrían citarse muchos pasajes bíblicos para ilustrar esto; por ejemplo: 1 Juan 5.3; 2 Juan 6; Salmo 34.11; gran parte del salmo 119, y muchos otros.

Hay un tipo de práctica religiosa externa, sin ninguna experiencia interior, que no le interesa a Dios; no sirve para nada. Y hay también una experiencia sin nada de práctica, que no tiene una conducta cristiana, lo cual es peor que nada. Porque siempre que una persona descubre que tiene un corazón para Dios, y es probada en esto, tendrá una disposición efectiva en la experiencia práctica de ese descubrimiento. Entonces, si la religión consiste especialmente de afectos santos, la religión verdadera se distingue principalmente por el ejercicio práctico del afecto. La amistad entre amigos terrenales consiste de

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mucho afecto, y cuando esos fuertes vínculos de afecto los llevan a tener grandes dificultades, ello les permite tener la prueba de que su amistad es verdadera.

Cuando los teólogos dicen que no hay evidencias seguras de la gracia sin los hechos de la gracia, están diciendo lo que vemos en la experiencia diaria. Después que un hombre ha visto a su vecino, tiene una prueba de su existencia. Pero al verlo todos los días, y hablar frecuentemente con él en diversas circunstancias, queda establecida la evidencia. Por ejemplo, cuando los discípulos vieron por primera vez a Cristo después de su resurrección, tuvieron una buena evidencia de que Él estaba vivo. Pero después de conversar con Jesús durante cuarenta días y ver muchas pruebas infalibles de su identidad, tuvieron una evidencia aun mayor.4 De la misma manera, el testimonio o el sello del Espíritu se ve en el efecto del Espíritu de Dios sobre el corazón. A medida que la gracia es implantada y ejercida, la experiencia también crece. Esta presencia interior del Espíritu Santo es la mayor evidencia de nuestra adopción como hijos de Dios.

También puede objetarse que la insistencia en la práctica cristiana como la principal evidencia de la realidad de la gracia, es una doctrina legalista. Dar tal importancia a la práctica sólo exalta el esfuerzo propio, llevando a las personas a dar un gran valor a sus acciones, perdiendo así la bienaventuranza de la gracia gratuita. ¿De qué manera es consistente esto con la gran doctrina del evangelio de la justificación sólo por la gracia?

Esta objeción es completamente absurda. ¿Cómo puede una práctica santa, como señal de la gracia divina, ser inconsistente con la libertad que da la gracia de Dios? No sería razonable ofrecer nuestras obras como el pago del favor de Dios. Pero decir que su ejercicio es prueba del don de la gracia, no es algo inconsistente. La falta de méritos del hombre para hacer

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algo justo es lo importante de enfatizar. Éste es el signifi cado de la justifi cación sin obras de que habla la Escritura. Somos justifi cados sólo por la justicia de Dios, no por nuestra propia justicia. Cuando las obras son enfrentadas a la fe en este asunto, se nos dice con toda verdad que somos justifi cados por la fe, no por obras. Pero esto no es argumento para negar que la gracia se exprese en la práctica santa. Porque indudablemente no es consistente con el don gratuito de la gracia del evangelio, que se dé a los hombres derecho a la salvación, a menos que los benefi cios de Cristo tengan expresión en un corazón renovado, santifi cado y bienaventurado que ama a Dios y que es como Dios, porque tiene la experiencia del gozo en el Espíritu Santo. No dar importancia a las obras, porque no somos justifi cados por las obras, es como no dar importancia a la verdadera religión, a toda gracia y santidad, y a toda experiencia de la gracia.

Es muy dañino para la religión verdadera que las personas no den importancia a las obras, y que den poco énfasis a las cosas que las Escrituras muestran que son importantes. Adoptar esa idea enfatiza el legalismo, y hace impráctico el antiguo pacto. En vano buscaremos una mejor evidencia de santidad que la que da la Biblia, y en la que más insiste. Como dice Agur: “Toda palabra de Dios es limpia; El es escudo a los que en él esperan. No añadas a sus palabras, para que no te reprenda, y seas hallado mentiroso” (Pr 30.5, 6). No podemos confi ar en nuestro discernimiento del corazón de los hombres. Vemos poco de la realidad del alma y de las profundidades del corazón del hombre. Los afectos personales pueden ser movidos sin ninguna infl uencia sobrenatural. Están tan enterrados y son tan herméticos e infl uenciados de tantas maneras, que no se puede confi ar en ellos.

En vez de ello, debemos seguir muy de cerca la señal que Dios nos ha dado en su Palabra. Él sabe por qué insiste en las

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mismas cosas, y por qué nos las explica, para que las probemos por nosotros mismos en vez de hacerlo por otros medios. Talvez sabe qué cosas nos causan menos perplejidad, y cuáles nos exponen menos al engaño. Él es quien mejor conoce nuestra naturaleza. Quien conoce mejor la manera de que estemos a salvo. Sabe en qué puede ser indulgente con la iglesia y con el temperamento diferente de cada personal. Por consiguiente, es prudente que no quitemos de sus manos el trabajo que está haciendo, y que le obedezcamos de la manera que Él nos ha dicho.

No es de extrañarse, entonces, que nos sintamos desconcertados, confundidos y desorientados si hacemos lo contrario. Sin embargo, si nos formamos el hábito de mirar especialmente las cosas que Cristo, sus apóstoles y los profetas han enfatizado y en las que han insistido, y luego nos juzgamos a nosotros mismos y a los demás por los ejercicios prácticos y los efectos de la gracia, sin descuidar al mismo tiempo otras cosas, el resultado será bueno y feliz. Esto traerá convicción de pecado a los farsantes equivocados, y evitará que sean engañados quien tienes sólo un compromiso tibio con el camino angosto que lleva a la vida. Asimismo, nos ayudará a ponernos a salvo de las innumerables perplejidades y de los diversos esquemas en conflicto que abundan en la experiencia. También impedirá que los profesantes de la fe descuiden la sobriedad de la vida, y fomentará el fervor y la fidelidad en su andar cristiano.

Veremos entonces una fe dinámica en nuestra generación. Los cristianos que sean amigos íntimos comenzarán a compartir mutuamente sus experiencias y consolaciones de una manera más digna de la humildad y de la modestia cristianas, y más provechosa para ambos. Medirán muy bien sus palabras, no se vanagloriarán y actuarán de acuerdo con el prudente ejemplo

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de los bienaventurados (2 Co 12.6). Así se le cerrará una gran puerta al diablo. Serán quitadas muchas de las grandes piedras de tropiezo que hay en contra la fe real y vigorosa.

La verdadera religión se manifestará y revelará entonces de tal manera, que los hombres quedarán convencidos de que hay autenticidad en la religión, en vez de convertirse en unos espectadores endurecidos, o en unos escépticos o ateos. Esto los desafi ará y ganará, al convencer sus conciencias de la importancia y excelencia de la religión verdadera. Así, la luz de ese testimonio brillará de tal forma delante de los hombres, que los demás verán sus buenas obras, y glorifi carán al Padre de ellos que está en los cielos.