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La visita de la condesa

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La visita de la condesa

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La visita de la condesa

Todos los derechos reservados.Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley,cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obrasin contar con autorización de los titulares de propiedadintelectual. La infracción de los derechos mencionadospuede ser constitutiva de delito contra la propiedadintelectual.

Edición adaptada - © Colegial Bolivariana, C.A. Rif: J-00007102 (Adaptación de un libro de Pearson Educación España)

Adaptación: © Departamento Editorial de Colegial Bolivariana, C.A.

ISBN: Depósito Legal:

Edición original© 2007, PEARSON EDUCACIÓN, S.A.www.pearsoneducacion.com

ISBN: 978-84-205-5377-1

© del texto: Pilar Molina Llorente© de las ilustraciones: Juan Ramón Alonso

Equipo editorial:Editora: Mónica SantosTécnico editorial: Esther Martín González

Coordinación de producción: José Antonio Clares

Impreso en Venezuela - Printed in Venezuela

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Pilar Molina Llorente

La visita

de la condesaIlustraciones de

Juan Ramón Alonso

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Para Julen, con cariño.

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1. Fontenera

Había amanecido un día gris y frío que ame-nazaba con blanquear los tejados de la aldeaantes del mediodía.Las calles estaban desiertas y, sólo de vez

en cuando, alguien cruzaba o avanzaba pega-do a las paredes y envuelto en su capa. Frentea la casa del alcalde, resoplaba aterido un ca -ballo.Después de hacer esperar un buen rato al

correo, la enorme barriga del alcalde apareciótras la cortina.—¿Me buscaba?—¿Es usted el alcalde, señor?—Sí, soy el alcalde.Sin decir una palabra más, el mensajero

entregó un pliego sellado y salió.Brito, el alcalde de Fontenera, rompió el

sello, estiró el pliego, se acercó al candil ysuspi rando se dispuso a leer lo que se le comu -nicaba. Después de diez minutos de forzar sus ojos y sus sesos, avanzó sin saber

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dónde iba, retrocedió, suspiró, bufó y por fingritó:—¡Rufo!El secretario del alcalde era tan delgado que

apenas movió la cortina al entrar.—¿Me habíais llamado, señor alcalde, o tal

vez sólo me lo pareció a mí? He creído oír minombre pero tal vez fue sólo una apreciaciónmía. No obstante, y por si realmente se trata-ba de una llamada vuestra, me he atrevido apresentarme ante vos, aunque tal vez...—Basta —dijo Brito—. Necesito que reú-

nas al Consejo.—¿El Consejo, señor? Sin duda habréis

reparado en la crudeza del día y en lo desapa-cible del ambiente. Los señores consejeros noquerrán acudir a la reunión; sería preferible,con vuestra venia, que se dejase para otro díaya que...—¡Reúne al Consejo! —insistió el alcalde.Rufo dio una patada en el suelo. El capricho

del alcalde suponía para él tener que salir a lacalle y avisar a los aldeanos que componían el

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Consejo, helarse de frío, recorrerse las callesde la aldea y soportar las maldiciones de losconsejeros. Él, que había estudiado enSalamanca, que hablaba y escribía en tres idio-mas, que había servido al Rey de Francia, quehabía vivido en Florencia... Y arropado en sucapa parda, continuó exponiéndose a sí mis-mo sus méritos mientras se enfrentaba con labrisa helada calle mayor abajo.Dos horas tardó en reunirse el Consejo y

cuando Brito apareció en la sala de juntas delAyuntamiento, los diez hombres hablaron almismo tiempo:—¿Estás loco, Brito?—¿Pero tú has salido a la calle?—¡Hombre, esto no se hace!—Yo ya estaba en la cama.—Mira, creo que tengo quebranto.—¡Abusador!Brito intentó calmar a sus vecinos con pala -

bras y gestos, pero hasta que no ordenó aRufo que les sirviera vino caliente, no consi-guió que se sentaran y escucharan.

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—He recibido un correo de la capital delcondado. La señora condesa viene a visi tarnos.En el silencio se oyó con toda claridad el

chisporroteo de la grasa del candil.—¿Qué estás diciendo? —se atrevió a pre-

guntar el barbero casi en voz baja.—Que nos visita la condesa.—Pero si no ha venido nunca por aquí.—Precisamente por eso —explicó el alcal-

de—. La señora condesa nos anuncia su visi-ta para el primer día de primavera. Ella mismadice que Fontenera es la única aldea de sucondado que le falta por conocer. Firma per-sonalmente.La carta de la condesa pasó de mano en

mano. Los consejeros se miraron en silencio.Los primeros pellizcos de nieve se asomabancuriosos por la ventana de la sala de juntas delAyuntamiento.—Bueno —dijo el barbero, que era el más

viejo—. Pues que venga. Es su condado y pue-de visitar cada aldea cuando le venga en gana,¿no?

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—Claro.El barbero se levantó.—Puesto que hemos llegado a una conclu-

sión, me vuelvo a mi casa. Para esto no hacíafalta tanta prisa ni tanto alboroto.Todos empezaron a levantarse y a ponerse

sus capas hasta los ojos.—¡Un momento, un momento! —gritó el

alcalde—. Para el primer día de pri maveraapenas quedan tres meses y hay que prepararun recibimiento digno de la con desa.—Cuando visitó Matamarilla la recibie-

ron con alfombras de flores —observó elherrero—. Me lo contó mi prima, que viveallí.—Aquí no tenemos tantas flores.—Podemos recibirla con música —dijo el

barbero—. Nico toca muy bien la flauta.—La condesa tiene a su servicio los mú -

sicos más ilustres y virtuosos de Europa. Re cibirla con la música de Nico sería unaofensa —dijo Rufo desde un rincón junto a lachimenea.

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Todos miraron hacia la escuálida figura delsecretario.—¿Tú la conoces?—Claro —ahuecó la voz Rufo—. Yo, en

mi modestia, he visitado los mejores palaciosy he conocido a las personas de más eleva-do rango y linaje. Tuve el honor de servir a la egregia señora condesa durante unosmeses.—¿Y cómo es? —preguntaron todos a la

vez.—Hermosa como las estrellas. Serena

como el agua del lago. Delicada como la flordel cardo. Blanca como una paloma. Bon -dadosa como...—Sí, sí, pero de cobrar los impuestos no se

olvida nunca —interrumpió el barbero—.Dejémonos de tonterías y pensemos un pro-grama para recibir a la condesa. Sólo así nues-tro querido alcalde nos dejará volver a casa.Se quitaron de nuevo las capas. Se senta-

ron frente a sus copas de vino y se pusieron ahablar entre ellos.

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Sólo después de seis horas y tres rondas devino, llegaron los aldeanos a varios acuerdos yelaboraron un programa para recibir a la con-desa como ella se merecía. Entre el calor delas discusiones y la bebida, se habían olvidadode la nieve. Por eso, al salir ya casi de noche, seencontraron con la sorpresa de una calle blan-ca y redondeada. Se despidieron deprisa ycorrieron bien tapados hasta sus casas.El alcalde cerró la puerta y se fue a acostar. A la luz del tembloroso candil de grasa,

Rufo pasó a limpio el pregón que, a la maña-na siguiente, leería Nico en la plaza. Nico tenía doce años poco más o menos.

No sabía con seguridad cuándo había nacido.Celebraba su cumpleaños en la fecha en la que,doce años atrás, fue encontrado envuelto enuna manta debajo de la taza de la fuente delpez alado, en la plaza mayor de Fontenera.Fontenera era una aldea humilde com-

puesta por unas pocas familias que se ganaban

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la vida cultivando sus huertas, dejándose lasmanos entre las ramas de los olivos y cui-dando sus animales. No eran ricos, peronunca había faltado un vaso de leche o unchaleco de piel de cordero para Nico. Todoel pueblo quería al muchacho y podía entraren todas las casas como si fuera la suya pro-pia, aunque Nico prefería sentarse bajo lataza de la fuente a tocar la flauta y ver pasara los aldeanos. Pero si alguien lo necesitaba,podía contar con él a cualquier hora del díao de la noche.Aquella mañana, la mujer del alcalde pre-

paró a Nico un plato hondo de sopa calientey cuando se lo hubo tomado, le colocó bien labufanda, le dio unos guantes de piel que yano le servían a su hijo y le recomendó:—No te enfríes. Ten cuidado con las esqui-

nas de las calles, allí sopla un viento que hie-la, y no te destapes la boca.Nico dijo que sí a todo, pero se quedó pen-

sando cómo podría leer el pregón del alcaldesin destaparse la boca.

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—Gracias —dijo Nico. Agarró el pliego ysalió a la calle.—¡Ay! —suspiró la alcaldesa—. ¡Qué ojos

tiene este muchacho!Y continuó arreglando la ropa del baúl

mientras recordaba los reflejos del río que sedetenía un momento en el molino de su padre,allá lejos, en el pueblo donde había nacido.

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Nico caminó calle abajo a paso ligero. El vien-to le venía de cara y parecía empujarle haciaatrás. Paró al entrar en la plaza y miró a sualrededor. No había nadie. Tal vez si tocaba latrompetilla...La alfombra de nieve absorbió el sonido

estridente de la trompeta y sólo una mujer seasomó por la mirilla.—¿Qué pasa? —preguntó.—Un pregón del señor alcalde.—Pues sí que... vaya un día para dar un

pregón. Todo el mundo está en su casa. Nadiese va a enterar, te puedes ahorrar darlo.

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Y volvió a cerrar la mirilla.Nico pensó que tenía razón. De nada ser-

viría que forzara la voz ni que tocara la trom-petilla hasta quedarse sin aliento. Pero laorden del alcalde tenía que ser conocida portodos los vecinos. Lo mejor era leérsela a cadauno en su propia casa. Y así lo hizo. Visitó al barbero que desayunaba con su familia. A la señorita Pomponia que asaba manzanasen el fogón. Al boticario que removía sus pre-parados...—«Por orden del señor alcalde se hace

saber...».El tazón de leche caliente en casa del bar-

bero le hizo entrar en calor.—«... Que habiendo llegado la noticia de

la próxima visita de nuestra señora, la magní-fica condesa Dorotea, a Fontenera...».Nadie asaba las manzanas como la señori-

ta Pomponia. El pliego se manchó un poqui-to de miel.—«... Y deseando que su estancia sea lo más

grata y agradable a su excelencia y, al mismo

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tiempo, demostrar que nuestra aldea es dignade su atención, venimos a disponer...».Nico no tenía tos pero el boticario insistió

en que debía llevarse un frasco, porque ir decasa en casa y leer tantas veces el pregón podíaacabar por dañarle la garganta. Además, eljarabe de la tos sabía a cerezas.Atravesó la plaza y entró en otra calle. Leyó

el pliego en casa del herrero y de Lucrecio elinventor. Se lo leyó también al viejo Cefe rino,a la madre de Tirso...—«Primero: cada vecino está obligado a

limpiar y adecentar la fachada de su casa, asícomo el trozo de calle que le corresponda...».La mujer del herrero hacía el mejor queso

fresco de toda la región.—«Segundo: durante los días que dure la

visita de la señora condesa, cada vecino vigi-lará de manera especial a sus animales de for-ma que no anden sueltos por la calle ni esténtumbados en la plaza...».Lucrecio siempre tan amable. Aquel vasito

plegable no le abultaba nada en el bolsillo y,

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sin embargo, le sería muy útil para beber sinque se le quedaran las manos frías.—«Tercero: se pondrá especial cuidado en

no hacer aguas mayores ni menores en lasfachadas, calles y plazas desde dos semanasantes de la visita de la señora condesa para evi-tar, en lo posible, los nauseabundos olores quehacen intransitables algunas de nuestrascalles...».¿Quién le haría los bollitos al viejo

Ceferino? Nico no se lo imaginaba amasando,pero la realidad es que estaban deliciosos.—«Cuarto: se establece un premio de cin-

cuenta monedas de oro para el poseedor deaquello en lo que primero se fije la señora con-desa a su entrada en el salón del Ayun -tamiento. Vuestro alcalde, que confía envosotros, Brito de Cavangosta».La madre de Tirso le dio las gracias y un

beso.Nico continuó su ronda por el pueblo. Se

aseguró de que nadie se quedara sin conocerel contenido del pliego. Cuando terminó con

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la última casa de la aldea y volvió a pasar porla plaza se quedó asombrado. Medio puebloestaba allí reunido. Envueltos en mantas y encapas, comentaban entre temblores de dienteslos puntos de la orden. Había comentariospara todos los gustos. Algunos estaban deacuerdo con lo dispuesto en el pregón. Otroslo encontraban excesivo.—Si no va a poder uno hacer sus necesida-

des en la calle, ¿dónde las va a hacer?—Limpiar las calles es cosa del Ayun -

ta miento, no de los propietarios de las casas.—No podemos quedar peor que los de

Matamarilla.—A ver cómo sujeto yo veinte gallinas sin

que salgan de casa. Se van a morir todas jun-tas en un corral tan pequeño.Pero lo que más atención despertaba era

el último punto del pregón: las cincuentamonedas de oro para aquello que consiguieraprovocar la atención de la condesa. Cada unade las cabezas del pueblo se había puesto afuncionar buscando algo distinto, algo capaz

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de despertar el interés de una señora que lotenía todo, lo conocía todo y no era fácil deasombrar.Nico se encogió de hombros. Dobló el

pliego y volvió a casa del alcalde. Olía a gui-sado de verduras y carne. Se sentó junto alfuego para calentarse las manos y la nariz has-ta que oyó la voz de Brito a su espalda.—Te quedas a comer, ¿eh, Nico?El chico se volvió.—Gracias, señor alcalde.Y al mirarlo, Brito recordó sin querer el

color de las hojas de la parra del porche cuan-do se empapaban de sol en verano.

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2. La torta

Desde la ventana de la cocina, Pomponia po -día ver la plaza y a sus convecinos que comen -taban el pregón.—A buenas horas se acuerda de Fontenera

la señora —murmuró—. Parece mentira quela gente pueda ser tan olvidadiza y desagrade-cida.Volvió al fogón y retiró la última manzana.

Buscó un plato, pero estaban todos sucios y seamontonaban en el fregadero. Desde quehabía comenzado aquella ola de frío, Pom -ponia no había salido al patio por agua parafregar. Tenía un botellón lleno, pero la guar-daba para beber.—Quién sabe lo que va a durar el frío

—decía.Tomó un plato sucio, lo volvió y puso sobre

él la manzana.—Mira —se dijo—. No se me había ocu-

rrido que los platos tienen dos caras y por lotanto dos usos.

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Se comió la manzana despacio, saboreán-dola al mismo tiempo que sus recuerdos.—La condesa Dorotea tendrá poco más o

menos mi edad, claro que ella parecerá másjoven, para eso es condesa. Aunque era másfea. Sí, tenía muchas pecas y granitos y erapálida y muy delgadita. Pomponia dejó el plato con el tallo de la

manzana en el fregadero y se tumbó en eldiván frente al fuego. Un mechón de lana seescapó por un costado.—A ver si coso este almohadón —se dijo

con fastidio.Pomponia tenía dos distracciones: una en

verano y otra en invierno. Cuando el sol inun-daba la cocina, Pomponia abría la ventana y sesentaba a ver crecer las plantas y pasar a lagente. No hablaba con casi nadie y sólo algu-na vez se le oía dirigirse a los claveles.—¿No te da vergüenza? Mira qué tallo tan

raquítico. Los claveles blancos han echadodos flores más que tú. Si no te avispas te ga -narán los blancos y los rosas.

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En invierno cerraba la ventana y se tumba -ba en aquel viejo y descosido diván a verpasar los recuerdos en el fuego de la chi -menea.—Mi madre fue la niñera de la condesa

hasta que cumplió diez años —recordaba—.Hasta que la llenaron de maestros y precep-tores. Al principio escribía una carta porNavidad, luego ya...Pomponia recordaba vagamente los pasi-

llos de palacio y los dibujos de los mosaicosdel suelo, los tapices y las lámparas y el in -menso jardín. Pero lo que mejor recordabaera una muñeca de porcelana siempre sentadaen la cama de la condesa Dorotea, y la cocinade palacio.Pomponia creyó oler de nuevo los asados y

los vinos, el pan recién hecho y las guarnicio-nes de frutas. Recordó con añoranza la tortade manzana y uvas que su madre hacía para elcumpleaños de la condesa niña.—Seguro que eso no lo ha olvidado. Le

emocionaba la meriendita en la habitación,

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antes de la fiesta oficial. Aquella torta que noscomíamos juntas sus damas, ella y yo en elrincón de la ventana, a escondidas.De pronto, una idea iluminó la mente de

Pomponia.—¡La torta! ¡Por fuerza tendrá que fijarse

en la torta!Se levantó y dio varias vueltas por la co cina.—Mi madre tenía la receta pero, ¿dónde

estará? Yo no sabría hacerla sin la receta.Arriba, no podía estar más que arriba, en

las habitaciones del segundo piso.Pomponia abrió la puerta del pasillo y miró

hacia fuera. Hacía muchos años que no subíaarriba. Desde la muerte de su madre comía,vivía y dormía en la cocina. Al principio lim-piaba toda la casa y abría todas las ventanas.Luego sólo subió a limpiar dos veces al año.Después sólo limpió una vez y, en los últimoscinco años, no había subido para nada al pisode arriba. —Para qué voy a abrir las ventanas —so-

lía decirse—. Nadie necesita luz arriba. Para

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qué limpiar si nadie lo ve. A nadie le inte-resa si está limpio o sucio y yo no voy asubir.Pomponia cada vez hacía menos cosas. Ya

no se arreglaba los vestidos ni blanqueaba lacocina. Comía sólo verduras y frutas que cul-tivaba en el patio. Cada vez le importabamenos la gente y la calle y el mundo. Sólo leinteresaba el fuego de su cocina y los milrecuerdos que encerraba.Sin embargo...El recuerdo de la receta de la torta y el últi-

mo párrafo del pregón que le había leído Nicose unían en su mente y despertaban un deste-llo de ilusión. ¡Cincuenta monedas de oro! Podría gas-

tarlas en fabricarse nuevos recuerdos. En vivirco sas nuevas para revivirlas luego frente alfuego.Pomponia apartó las telarañas del pasillo,

encendió un candil y empezó a subir la empi-nada y oscura escalera que llevaba a la sala dearriba.

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Hacía frío. La nieve debía de cubrir el teja-do sobre la habitación. La sala era grande.Pegadas a las paredes había dos camas condosel y cortinas que en otro tiempo fueron deestampados granates y verdes. En el fondo,una cómoda de grandes cajones guardaba sussecretos con la boca cerrada.—¡Ahí tiene que estar!Pomponia acercó el candil y abrió el pri-

mer cajón. Estaba hasta arriba de papelesescritos, documentos, pliegos sellados...—¡Qué barbaridad! —exclamó.El segundo cajón se resistía, pero por fin

Pomponia consiguió abrirlo de un golpe.Otro montón de papeles voló levantando unanube de polvo para caer suavemente esparci-dos por el suelo.Pomponia abrió todos los cajones. ¿Cómo

era posible que su madre guardara tantospapeles? ¿Y la receta de la torta?Era como buscar una aguja en un pajar.Pomponia tenía frío y empezaba a echar de

menos su viejo diván frente al fuego de la

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cocina. Agarró un montón de papeles, salióde la sala, bajó la escalera alfombrada de pol-vo y cerró la puerta de la cocina con un hon-do suspiro de alivio.Sentada en el diván, empleó la tarde en

repasar el montón de papeles. Algunos eranapuntes de direcciones de familiares y genteconocida, viejas cartas, listas y facturas decompras. Otros parecían papeles oficiales opor lo menos importantes.—¿Lo boto? —se preguntaba Pomponia a

cada momento—. ¿Y si sirve? ¿Y si es algoimportante? A mí no me parece que diganada importante, pero como no entiendo deestas cosas... ¡Ay, Dios mío! Rodeada de papeles se durmió Pomponia y

soñó que hacía una torta de papel y telarañaspara la condesa.

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A la mañana siguiente la despertó la flauta deNi co en la plaza. Pomponia se acercó a la ven-tana.

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—Buenos días.—Buenos días, señorita Pomponia. ¿Ne -

cesita algo?—Pues... bueno, verás. Es difícil de expli-

car. ¿Puedes entrar un momento?A Nico no le gustaba entrar en la cocina

de la señorita Pomponia porque había unolor entre agrio y húmedo. Cuando llevabadentro un rato ya no lo notaba, pero alentrar de la calle, Nico tenía que disimularlas nauseas.—Siéntate ahí, cerca del fuego.Nico se quedó un poco aturdido. Los pape-

les esparcidos por el suelo eran lo que le falta-ba a la cocina para terminar de parecer unapocilga.—¿Ves estos papeles? —preguntó Pom -

ponia.Nico asintió.—Pues hay veinte veces más en la sala de

arriba.—¿Los va a bajar todos? —preguntó el chi-

co asustado.

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—Necesito encontrar una receta de tortade manzana y uvas. Quiero hacerla para lacondesa.Nico pensó que una torta no era nada ex -

traordinario como para asombrar a la conde-sa, pero no dijo nada porque quería a laseñorita Pomponia y no deseaba verla mástriste de lo que ya estaba siempre.—¿Quiere que le ayude a buscarla?—Te lo agradezco mucho, Nico, pero ¿tú

entiendes de papeles?—¿De papeles?—Sí. ¿Sabes si un papel es importante y

hay que guardarlo o si no vale nada y se pue-de botar?Nico nunca se había preocupado por saber

si valían o no los papeles. Además, él no teníaningún papel.—No, no entiendo nada de papeles.—¿Y qué voy a hacer con todo esto? —se

lamentaba Pomponia.—Puede ir echándolos al fuego hasta que

encuentre la receta.

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—Pero... ¿y si son valiosos?Nico pensó un momento. Luego dijo.—Podemos mirar uno por uno y volver a

guardarlos donde estaban. Los vamos sacandopoco a poco hasta encontrar la re ceta y así noserá necesario moverlos todos.—¿Guardarlos de nuevo? ¿Y si son valio-

sos para alguien? Antes no sabía que estabanarriba, pero ahora que lo sé no podría vivirtranquila.Se acercó al fuego y removió la olla. Luego

tomó dos cucharas de madera de la repisa dela cocina y tendió una al muchacho.—Anda, come de la olla. Son coles cocidas

y están buenas. Ya verás.Nico metió la cuchara en la olla y empezó a

comer. Cerca de él, sobre el banco, había unode aquellos papeles de Pomponia. Estaba sella-do y tenía adornos de orlas dibujadas con tin-tas doradas y rojas. Empezó a leer por la mitad.—«...que ante vuestra presencia, humilde-

mente se presenta el que esto sella y suscribe,a fin de proveer...».

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Nico no entendía nada pero aquella mane-ra de expresarse le era conocida. ¿Quién ha -bla ba de aquella manera tan enrevesada ydifícil? ¿Quién? ¿Quién?—¡Rufo!Pomponia soltó la cuchara asustada.—¿Dónde? ¿Qué pasa?—Nada. No os asustéis. Es que de pronto

me he acordado de alguien que entiende depapeles.—¿Quién? —preguntó Pomponia esperan -

zada.—Rufo —repitió Nico—. Rufo entiende

mucho de todo. Estudió en Salamanca.Pomponia limpió la cuchara con la falda de

su delantal.—¿Crees que Rufo querrá venir a ayudarme?Nico se encogió de hombros.—Se lo preguntaré enseguida.Se limpió la boca, se envolvió en la bufanda

y salió. Pomponia le siguió con la mirada. Nosabía por qué aquel chico le recordaba lasmanzanas recién nacidas.

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Pasado el mediodía, Nico llamó a la puerta dePomponia. Le acompañaba la delgada figurade Rufo, envuelta en capa parda.—Señorita Pomponia —dijo Rufo con una

reverencia—. Es para mí un privilegio que oshayáis acordado de mí para este servicio.—¿Va a ayudarme? —preguntó Pom po -

nia.Rufo se quitó la capa y el reflejo del fuego

exa geró su delgadez y aumentó su estatura. Mi -ró los papeles que cubrían el suelo y preguntó:—¿Puedo empezar?—Por favor —dijo Pomponia—. Cuando

guste.Rufo se sentó en el suelo y empezó a leer

con toda su atención. Nico se acomodó en elbanco cerca del fuego y Pomponia se reclinóen su diván.Pasó una hora, dos, tres... Rufo seguía le -

yendo. Iba ordenando los papeles en distintosmontones con exquisito cuidado.

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Nico se había quedado dormido junto alfuego y Pomponia daba cabezadas que inten-taba disimular.Cuando empezaba a anochecer, Rufo se

levantó y dijo:—Debo irme. Si no os he sido gravoso e

incómodo desearía, si ello no os disturba, meconcedierais de nuevo el privilegio de tratarde ayudaros con mi humilde conocimientosobre epístolas y legajos, a desvelar el arcanomisterio de tan abundantes documentos.—¡Oh, oh! —dijo Pomponia impresio-

nada.Rufo se inclinó, beso la mano de Pom ponia

y salió acompañado de Nico que se restregabala nariz.

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A la mañana siguiente, Pomponia pensó queera una vergüenza que aquel caballero tancorrecto y educado viera los platos en el fre-gadero. Se envolvió bien en una manta y salióal patio para sacar una cubeta de agua

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del pozo. Fregó los cacharros y barrió un pocola cocina para evitar que, entre los papeles,Rufo encontrara montoncitos de pelusa omigas de pan duro.Aquella tarde, Rufo terminó de mirar los

papeles que Pomponia había esparcido por lacocina. Levantó la cabeza y dijo:—Lamento molestaros pero, por lo incom-

pleto de algunos temas de los tratados enestos documentos, deduzco, si ello me es per-mitido, que existen en alguna parte de estavivienda más papeles que puedan terminar deesclarecer la intrincada, a la par que apasio-nante, procedencia y el misterioso destino detodos ellos.—¿Cómo dice? —preguntó Pomponia

que no había podido entender bien al secre-tario del alcalde.—Os pregunto si guardáis más papeles de

estos —aclaró Rufo.—¡Oh, sí! Es que dice tan bien las cosas...Pomponia tomó una luz, abrió la puerta

del pasillo que iba a la escalera e invitó:

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—Acompáñeme, por favor.Rufo la siguió. El polvo y la arenilla rechi-

naban bajo sus botas y las telarañas se le pega-ban en la frente y en las orejas. Pero era uncaballero y siguió adelante sin hacer notar sumalestar.Al llegar a la sala, Pomponia dejó la luz

sobre la cómoda y dijo:—Este mueble está lleno de papeles. Si

quiere podemos bajarlos a la cocina.—No. No será necesario. Si no os molesta

puedo comprobarlos aquí mismo —dijoRufo que había notado que en aquella sala,por lo menos, no olía a agrio.—Como quiera, pero aquí hace más frío.—No importa. Bajad vos a la cocina y no

os preocupéis por mí.Pomponia deseaba bajar enseguida a su

querido diván pero había un problema, sólotenía aquel candil. Si se lo llevaba, ¿cómo ibaa leer Rufo?Se acercó a la ventana de la sala e intentó

abrirla. Estaba durísima. Las lluvias habían

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hinchado las maderas y los calores del veranolas habían secado una y otra vez hasta defor-marlas. Después de mucho tirar consiguióabrir una contraventana.—¿Tendrás suficiente luz para leer? —pre -

guntó.Rufo se levantó y, sin decir una palabra,

abrió de un golpe el resto de las ventanas. Lasala ofrecía a la luz toda la vergüenza de sulamentable aspecto. Pomponia sintió que seponía colorada.—Desde que murió mi madre... —em -

pezó.—Fantástica —dijo Rufo—. Sin duda esta

habitación ha sido bellísima.Pomponia se sintió mejor. Realmente, daba

gusto tratar con caballeros.Antes de bajar hacia la cocina se volvió y

dijo al secretario del alcalde:—¡Ah! Si encunetra entre los papeles

una receta de torta de manzana y uvas,démela enseguida, por favor. Es muy impor-tante.

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—Descuidad, señora. Si la encuentro os loharé saber al instante.Y Pomponia bajó con el candil y se sentó

frente al fuego.Al día siguiente, antes de que Rufo reanu-

dara el estudio de los papeles, Pomponia lim-pió las telarañas del pasillo y la sala del pisosuperior. Encendió la chimenea para que lahabitación estuviera caliente a la llegada delcaballero y preparó un pastel de castañas.El domingo lo dedicó Pomponia a hacer

limpieza general de la sala de arriba. Quitólas cortinas, las mantas y los doseles y lossacudió en el patio antes de volverlos a colo-car. Enceró los muebles y fregó las baldosasde barro cocido y la madera de la escalera.Con la ayuda de Nico, consiguió por fin abrirla ventana del todo. El limpio aire fríoinundó de vida la preciosa sala de la casa dePom ponia.Cuando todo estuvo bien ventilado, la

pobre Pomponia, cansada pero feliz, cerró laventana, encendió la chimenea para entibiar

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el ambiente y bajó a la cocina a vigilar la cre-ma de nueces que tenía a medio hacer.Cuando ya se iba Nico, llegó Rufo.—Buenas tardes. Siento el retraso que, sin

duda, os habrá molestado, mi apreciada seño-ra, pero asuntos de la alcaldía me han mante-nido atento a mis deberes para con elAyuntamiento y me he visto obligado a pos-poner esta visita a vuestra casa que tan ama-blemente me permitís hacer cada tarde.—¡Oh! —dijo Pomponia admirada.Nico se despidió y Rufo pasó hacia la

cocina.—¡Qué ojos tiene este niño! —comentó

mientras recordaba los reflejos de la lagunaveneciana.

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Durante las semanas siguientes, Rufo siguióvisitando a la señorita Pomponia. Miraba yestudiaba los papeles, los clasificaba en mon-tones y, a media tarde, se sentaba a junto a ellapara merendar y charlar.

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Así se enteró Rufo de que la señoritaPomponia había dejado pasar su juventud sindarse cuenta, cuidando de su madre enferma,y que sólo le había quedado una casa dema-siado grande, un patio con sol y huerta, tresmacetas de claveles, un diván y una chimeneallena de recuerdos. Pero también se enteró deque estaba satisfecha.—Lo volvería a hacer de nuevo —dijo, y su

voz era triste.También Pomponia se enteró de que Rufo

había viajado por todo el mundo. Que habíaestudiado en Salamanca y que conocía losmejores lugares del momento y los detalles delas vidas de los más insignes señores. Le contóhistorias y leyendas y muchas más cosas queRufo sabía y que ella nunca había imaginado.—Pero todo es vanidad, mi querida amiga

—concluyó Rufo—. Nada hay comparable ala calma intemporal de una modesta aldea nia la apacible charla de dos seres que se com-prenden ante el amoroso testigo de un acoge-dor hogar.

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Y Pomponia sólo acertaba a decir:—¡Oh!Una tarde, cuando Pomponia, después de

limpiar y ventilar su preciosa casa y de do-rar una deliciosa empanada de higos, rebus-caba en el baúl viejo que dormitaba en lacocina algo distinto que ponerse, descubrióun rollito de papeles atado con una cinta ver-de. Eran las pocas cartas que la condesa habíaescrito a su madre, un papel lleno de firmasy sellos que Pomponia no consiguió enten-der y, finalmente, un pliego gastado y dobla-do en cuatro. Lo abrió con cuidado y... ¡allíestaba! Era la receta de la torta. Hasta habíaun pequeño dibujo para que se entendierabien la decoración final y la presentación quemás agradaba a la condesa niña.—¡La encontré! ¡La encontré! —gritaba

Pomponia saltando por la cocina.Cuando llegó Rufo le tendió el papel, tem-

blorosa por la emoción.—¡Mire, mire!

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—Una medida grande de harina, seis hue-vos, cuatro manzanas grandes y maduras... —leyó el caballero—. ¿Pero, qué es esto? —La receta. Es la receta de la que le hablé.Y Pomponia volvió a contar a Rufo la his-

toria de la torta y su intención de hacerla denuevo para la condesa. Pero el secretario dela alcaldía no la oía. Leía con mucha atenciónaquel papel lleno de sellos que Pomponiahabía tirado sobre la mesa.—¿Habéis visto este documento? —pre-

guntó muy serio después de un rato.—Sí, pero no he podido entenderlo. ¿Es

importante?—Importantísimo para vos, mi querida

ami ga. Este documento es nada menos que ellegado de unas tierras de cultivo en la partemás rica del valle. Están a vuestro nombre y alde vuestra madre. Es una donación de la con-desa en agradecimiento a los servicios de vues-tra madre. Hace años de esta donación. ¿Cómono sabíais que erais dueña de esas tierras?Pomponia se encogió de hombros.

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—Mi madre nunca dijo nada. Ella sóloquería vivir tranquila, sin problemas, y comomurió de repente... —explicó Pomponia contristeza.—Esto... esto... —tartamudeó Rufo—.

Esto dificulta en grado sumo algo que queríadeciros y que ahora resulta, por culpa de mimala estrella, de dudoso gusto y oportunidad.—Perdone, señor. No le entiendo.—Yo, señora..., concurre el caso que...—¿Quiere explicarse?Rufo dio varias zancadas por la cocina y se

detuvo frente al fuego de los mil recuerdos dePomponia.—Señora —dijo con voz grave—. Los

papeles que desde hace unas semanas ordenopara vos son, en su mayoría, hojas de un libroque vuestro padre traducía de un originalescrito en una lengua antigua y de misteriosaprocedencia. Es un trabajo muy interesanteque posee gran interés para los amantes delas buenas letras y que despertará la admira-ción y la curiosidad de cuantos estudiosos de

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esa extraña lengua hay por el mundo. En elcaso, claro está, de que me permitáis publi-carlo.—Yo... —empezó Pomponia.—Esperad, dejadme terminar. La ordena-

ción de las páginas y una necesaria correcciónde los textos me llevará mucho tiempo. Porotra parte, nunca hasta ahora había podidodisfrutar de la compañía de una dama serenay discreta como vos. Ha sido la mejor épocade mi maltrecha existencia y, por ello, era miintención pediros, con mi mayor respeto yadmiración...Se interrumpió y, durante unos segundos,

sólo se oyó el chasquido del fuego.—Deseaba pediros que os casaseis conmi-

go, pero ahora pensaréis que os lo pido por-que poseéis tierras.Pomponia se había quedado con la boca

abierta. En unos minutos su vida, paradadurante años, se había agitado como un jara-be añejo. La deseada receta de la torta, el lega-do de las tierras, el valioso libro traducido por

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su padre y la propuesta de matrimonio delcaballero más fino y culto de la aldea. Erademasiado. Pomponia sentía que se le iba lacabeza. Todo le daba vueltas, el fuego de lachimenea subía y bajaba como si se hubiesevuelto loco.—¿Os encontráis bien? ¿Os sucede algo,

mi querida señora?—Yo... yo..., sí, ya me encuentro mejor.Suspiró hondo y se sentó en su gastado

diván. Miró el fuego que ya había parado ensus ojos, repasó sus recuerdos y entonces sedio cuenta de lo poco que tenía. Sólo le que-daba el dibujo de la sonrisa dulce de su madre,la esperanza de una primavera en sus clavelesy la ternura de la mirada verde de Nico. Nadamás.—Sí —dijo de pronto.—¿Eh? ¿Qué decís?—Digo que sí. Que no me importan esas

tierras ni lo que diga la gente. Que te regalo ellibro de mi padre que tanto te interesa y quesí quiero casarme contigo.

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—E... estáis segura... ¿Queréis casaros con-migo?—Sí.Rufo se inclinó y besó la mano de Pom -

ponia, que aún apretaba la receta amarillenta.—¿Me ayudarás a hacer la torta?—Sí —dijo el caballero y el fuego le pare-

ció doble a través de sus lágrimas.

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3. Los zapatos calientes

—¿Por qué le has dado el vaso al muchacho?—preguntó Pío a su hermano cuando Nicose hubo ido.Lucrecio se encogió de hombros.—Me cae simpático ese chico. Además,

¿para qué queremos nosotros un vaso plega-ble? Tenemos todos los que necesitamos enla despensa.—Sí, pero no son plegables.Lucrecio volvió a encogerse de hombros y

empezó a pasear despacio por la habitaciónmordiéndose las uñas.—Porque, digo yo —continuaba Pío—.

Para qué tanto trabajo en pensar, proyectar,rectificar y pulir. Tantas horas de trabajo paraque luego, lo que se ha fabricado se le regale alprimer chico que entra por la puerta.—Cincuenta monedas —susurraba Lu -

crecio.—¡Hombre, está el tiempo como para per -

derlo en hacer regalos!

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—Podríamos llevar a Holanda nuestrosmejores proyectos —seguía Lucrecio.—...y acabará perdiéndolo. Se lo dejará en

algún lado. Un muchacho es siempre un serdespistado.—Mejor a Milán. Sí, a la exposición de

ciencia y maquinaria.—Seguro que alguien habría pagado muy a

gusto por un vaso así —insistía Pío—. Pormuy simpático que sea el chico, nosotrostenemos que vivir de lo que nos pagan pornuestros trabajos.—Sólo así podríamos darnos a conocer.

Conseguir que el mundo vea nuestro desagüeextensible, nuestro apagavelas sin humos y,sobre todo, nuestra armadura completa quese dobla y cabe en una bolsa. Pío, todavía nohemos decidido un nombre para esa armadu -ra pero... ¡Eso sí que es un invento! —Lu -crecio suspiró—. En fin, lo mejor de nuestrostrabajos.Los dos hermanos se miraron. Habían pro-

nunciado a la vez las palabras «nuestros tra-

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bajos», aunque ninguno de los dos habíaescuchado al otro.—¿Qué dices?—¿Eh?Se echaron a reír.—Pensaba en alto —explicó Lucrecio—.

Pensaba en las cincuenta monedas que ofre-ce el Ayuntamiento por sorprender a la con-desa.Pío se acercó a la chimenea y avivó el fue-

go con una paleta de tres hojas inventada porél.—¡Demonios! ¡Qué frío hace!—Si pudiéramos inventar algo muy espe-

cial...—Algo muy especial... algo muy especial...

¿Qué puede sorprender a una condesa rica ypoderosa que lo tiene todo? No hay nada quehacer.—Seguro que hay algo que le gustaría tener.—Pues con pedirlo, asunto arreglado —di -

jo Pío mientras iba en busca de una mantapara envolverse.

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Lucrecio continuó su paseo por la habita-ción. La casa de Pío y Lucrecio se componíade una sola habitación de techo altísimo yparedes ennegrecidas en las que se amonto-naban mil cosas diferentes. Para pasear,Lucrecio debía sortear sillas, cubetas con acei-tes y pinturas, rollos de papel, cestos rebosan-tes de extrañas piezas...—¿Qué tal un plato en el que no se enfríe

nunca la comida?—¡Bah! —dijo su hermano—. Tiene pla-

tos de oro y sus criados no dejan que se leenfríe la comida.Lucrecio siguió paseando. De vez en cuan -

do se paraba y se quedaba quieto unos mi -nutos. Luego sacudía la cabeza y seguíapaseando.—Una silla de montar con amortiguación

por aire.—No monta a caballo. Tiene coches de

maderas finas forradas de encaje.—Una trompetilla conectada a distancia

para llamar a los criados.

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—¿Para qué va a llamar a los criados?Siempre los tiene alrededor.—Un brasero de tres pisos.—Dicen que en sus habitaciones hay una

chimenea en cada pared.Cada nueva idea de Lucrecio era rebatida al

instante por su hermano. Pero no se daba porvencido.Pasaron la mañana dando vueltas a la mis-

ma idea. Comieron en silencio y dejaronpasar la fría tarde sentados junto al fuego, di -rigiéndose la palabra sólo cuando Lucreciotenía una idea.—Un espejo de aumento.Pío estaba ya aburrido.—Tiene un salón lleno de espejos de todos

los tipos y colores traídos de Venecia.Incluso, cuando los dos hermanos ya estaban

acostados en sus carcomidas camas entre potes,papeles y alambres retorcidos, Lucrecio dijo:—Un abanico mecánico.—Tiene criados que la abanican —con-

testó Pío con un bostezo.

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Y cuando todo quedó oscuro y sólo se oíael aullido lejano de un perro y el suave goteode la nieve derretida sobre la ventana, Lu -crecio dijo entre sueños:—Un candil que no dé olor.La voz de Pío contestó muy grave:—Ya tiene.

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Al día siguiente Lucrecio se levantó tempra-no. Tomó un trago de vino caliente y salió a lacalle.—Preguntaré al herrero —pensaba—. Él

conoce cosas de la vida y las costumbres de lacondesa. Su prima vive en Matamarilla y pudover a la condesa el año pasado.La nieve se había helado y Lucrecio tenía

que pisar con cuidado para no resbalar.—Pío es un pesimista. Sólo pone dificul-

tades y no sabe nada de la condesa. Nunca ha salido de aquí. Todo lo que dice que tienela condesa es lo que le ha oído contar a Rufo. A saber si es verdad. No sé como mi

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hermano es amigo de un hombre tan pom-poso.Pero el herrero no le sacó de dudas. Se

mostró muy amable, le contó todo lo quesabía de la visita a Matamarilla de la señoracondesa y terminó diciendo:—Ella es gorda como la campana de una

catedral y lleva oro, piedras preciosas y pie-les por todas partes. Va siempre rodeada desecretarios y servidores y nunca está de pie.La llevan de una parte a otra en silla de ma -nos. Mi prima dice que hacía gestos de dolorcuando tenía que levantarse y estar de pie unrato.—Gracias —dijo Lucrecio, y se despidió.Cuando llegó a su casa, contó a su herma-

no su conversación con el herrero.—¿Ves? —le reprochó Pío—. ¿Por qué

tenías que ponerte en ridículo al preguntar anadie? ¿No te confiabas de mí? Eres imposi-ble cuando se te mete algo en la cabeza y...Pero Lucrecio no le oía. Seguía pensando.

No hacía nada que no fuera pasear o sentarse

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en el borde de su camastro con la cabeza apo-yada en las manos y Pío estaba empezando apreocuparse.—Se va a poner enfermo. Es terco como

una mula.Una tarde, cuando Pío volvía de la botica

de comprar un preparado para dar ánimo a suhermano, se encontró con Nico.—¿Está enfermo Lucrecio? —preguntó el

muchacho.Pío le contó lo que ocurría y Nico pasó a

visitarle.—¿Qué te pasa? —preguntó.Lucrecio se encogió de hombros.—Tienes que animarte —dijo Nico

sentándose a su lado—. Nadie se llevará elpremio. No creo que haya nada en esta aldeaque pueda interesar a la condesa. Ella tienetodo lo que desea. ¿Por qué pensar tanto?¿Para qué perder el tiempo en inventar nadapara ella?—Las cincuenta monedas —dijo Lucrecio

en voz baja—. La exposición de Milán. Si no

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es allí, nadie nos conocerá nunca ni sabrá denuestros inventos y nuestros trabajos.—¿Para qué quieres que te conozcan? Aquí

te conocemos todos y sabemos que son muyinteligentes y sus ideas nos dejan asombrados.Todo el pueblo te quiere. ¿Qué más puedesdesear?Lucrecio no contestó. Nico era aún muy

joven y se conformaba con poco.—Yo creo —continuó el muchacho— que

lo principal es ser feliz y estar contento con loque se tiene. Yo soy muy feliz porque tengomuchos amigos y sé que todos me quieren,por eso no me importa ser pobre y no tenernada mío.—Lo más importante es la salud —dijo Pío

mientras ponía en un vaso dos cucharaditasdel jarabe.—Claro que sí. Si se está enfermo no valen

de nada todas las riquezas del mundo —insis-tió Nico—. Por ejemplo, la señora condesacon todo lo que tiene. Dicen que padece delos pies. Seguro que cambiaría su palacio y sus

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joyas por unos buenos zapatos cómodos ycalientes.—¡Eso es!Lucrecio se había levantado de un salto.—¡Eso es! —repitió.Pío miró a Nico angustiado.—Está cada vez peor.—Dale el jarabe —aconsejó el chico.—No, no —dijo Lucrecio apartando el

vaso—. Ya no me hace falta. Ya lo tengo. Túme has dado la idea. Haremos unos zapatoscómodos y calientes.—¿Unos qué? —preguntó Pío pálido

como la cera.—Unos zapatos calientes. La condesa

tendrá mucho dolor de pies con el ajetreo delviaje y lo que llamará su atención serán unosatractivos zapatos calientes.Pío dejó el vaso sobre la mesa y se acercó al

fuego con la cabeza baja.—Dios mío —murmuró—. En qué aca-

bará todo esto.Nico se acercó preocupado.

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—¿Puedo ayudarte en algo?—No creo que se pueda hacer nada.

Cuando se le mete algo en la cabeza es inútilintentar convencerlo. Sólo cabe seguirle lacorriente.—Siento haber hablado de los zapatos.—No te preocupes —le tranquilizó Pío—.

De no haber sido eso, habría sido otra cosa.Está demasiado obsesionado.—Si me necesitas para algo, llámame —se

ofreció el muchacho.—Gracias —dijo Pío con voz grave.Nico se despidió y se marchó muy preo-

cupado. Pío le vio alejarse mientras recor-daba, sin saber por qué, los reflejos verdeazulados de la turmalina del anillo de sumadre.

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Los días siguientes fueron febriles para Lu -crecio. Dibujaba, medía, componía, volvía amedir, sacaba patrones, volvía a dibujar... Píono decía nada. Se limitaba a ayudarle en lo

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que podía, a preparar la comida, a vigilar quesu hermano se la comiera y a convencerlo conbuenas palabras de que debía dormir unashoras por lo menos.Una tarde Lucrecio lo llamó:—Pío ven. Ya tengo el modelo. Es necesa-

rio que las probemos antes de hacer unas defi-nitivas.Pío se acercó a la mesa en donde trabajaba

su hermano entre papeles y potes.—Mira.Eran unos zapatos corrientes de cuero

negro y deslucido.—Son horribles —dijo.—Es sólo el modelo. Luego las haré más

elegantes. Pruébatelas, verás que maravilla.Pío los tomó con aprensión y con mucho

cuidado, se los puso. Llevaban detrás, en eltalón, una pequeña caja de metal.—Son algo pesados —observó.—La condesa está gorda y lo más lógico es

que arrastre los pies al andar. No notará quepesan un poco.

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Pío sintió enseguida un agradable calor ensus pies, siempre helados.—Sí, realmente parecen muy calientes.Lucrecio estaba satisfecho.—Debes llevarlos todo el día. Sólo así

sabré si funcionan.Pío asintió. Se sentía más tranquilo viendo

a su hermano tan animado.Las primeras horas todo fue bien. Pío tenía

los pies calientes y sólo le resultaba un pocomolesto el peso de aquellos zapatos, que con-vertían su andar inquieto en un penoso tra-bajo.—¿Por qué pesan tanto? —preguntó Pío

mientras se sentaba cerca de la chimenea.—Llevan entre el cuero y el forro, un siste-

ma de canales por donde fluye un compuestode cera y aceite que se calienta al pasar por...—¡Ahhh!Lucrecio se sobresaltó al oír el grito de su

hermano.—¡Ahhh! —seguía aullando Pío.—¿Qué te pasa?

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—¡El zapato! ¡El zapato!Lucrecio miró los pies de su hermano. Pío

se había cruzado de piernas y una de las caji-tas de metal se había abierto, dejando caer unabrasa encendida y el líquido caliente sobre supierna.Pío miró la brasa que brillaba en el suelo.—Pero... ¿Qué es eso?—Una brasa. No me has dejado terminar

de explicártelo. El compuesto de cera y aceitese calienta al pasar por una brasa compuestade carbón y aleaciones de varios metales, quela mantienen incandescente durante variashoras.—¡Estás loco! —estalló Pío—. Son pesa-

dos, peligrosos e incómodos. ¿Te imaginas loque supone tener que cambiar el líquido yponer a calentar la brasa?Lucrecio lo miró desilusionado y, sin decir

una palabra, se metió vestido en la cama y sequedó adormilado.A la mañana siguiente, Lucrecio se levantó

como un rayo y volvió a empezar. Dibu-

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jó, recortó, midió, volvió a dibujar... Pío sehabía puesto un ungüento en la quemadura yse la había vendado para que no le diera elaire.—Por lo menos no se ha desanimado —le

comentó a Nico cuando el chico fue a visitar-lo.A los tres días, Lucrecio tenía ya preparado

otro modelo de zapatos.—Pío, anda, pruébatelos.—¿Por qué no las pruebas tú?—Tú siempre tienes los pies fríos —ar -

gumentó Lucrecio—. Yo no sabría si son efi-caces.Pío le miró y cuando vio que le brillaban

los ojos, no tuvo valor para negarse.—Está bien.Aquellos zapatos también pesaban bastan-

te pero no tenían cajita de metal. Pío se lospuso y enseguida empezó a notar calor.—Qué agradable.En realidad eran muy agradables. Lo único

un poco más molesto era aquel ligero vaivén

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que a veces parecía que iba a hacerle perder elequilibrio.Poco a poco los zapatos se fueron enfrian-

do y cuando Pío abrió la puerta de la calle y seentretuvo unos minutos en el nevado porchepara atender a un vecino que traía una cocinapara arreglar, notó que sus pies se habían que-dado como barras de hielo. Casi no podía vol-ver junto a la chimenea.—¡Ay, no siento los pies!Lucrecio se había quedado dormido sobre

la mesa.—¡Lucrecio! —gritó Pío.Nada.Pío agarró la silla que tenía más cerca y la

tiró cerca de la mesa. Lucrecio dio un salto.—¿Qué pasa?—¡Los zapatos!Lucrecio los miró.—¿Qué les pasa?—Y yo qué sé. Pesan tanto que no puedo

moverlos y además tengo los pies fríos comotémpanos.

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Lucrecio se levantó y quitó los zapatos a suhermano.—Había que cambiar el agua.—¿Qué agua?—Llevan un conducto —explicó Lu cre -

cio—. Van llenos de agua caliente que correpor el conducto con el movimiento al andar.Pero hay que cambiar el agua cuando seenfría.—¡Pero es una porquería! —gritó Pío—.

¿No te das cuenta de lo molesto que es tenerque cambiar el agua? Además, al contacto conel frío el agua se hiela. Eso es lo que me hapasado a mí cuando he abierto la puerta paraatender a Bruno.—Te habrás entretenido demasiado tiem-

po charlando y...—¡Cállate! No busques explicaciones y

convéncete. ¡Esos zapatos son una porquería!Pío se arrepintió enseguida de haber habla-

do así a su hermano. Lucrecio agarró los zapa-tos. Los echó al fuego y se tiró en la cama sinhacer el menor comentario.

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—He sido duro —pensaba Pío—, pero yaestoy harto de tanto capricho y tanto mimopara que no se moleste. Si se molesta que semoleste, ya es mayorcito para hacer tantasbobadas y encima tener que consentirlo.Como si yo no tuviera nada importante quehacer. Hombre, que no. Que juegue a otracosa.Pero cada vez que pasaba junto a Lucrecio

y lo veía quieto, con los ojos perdidos enalgún punto entre las vigas del techo, sentíauna opresión en el pecho.—Qué frío —se dijo—. He debido de

tener la puerta abierta demasiado tiempocuando ha venido Bruno a traer la estufa. Lahabitación se ha quedado helada.Olía mal. Los zapatos producían al que-

marse un humo negro y apestoso. Pío salió alcobertizo y volvió con unas cuantas ramas depino y las echó al fuego. Un chisporroteo yuna llamarada rojiza animaron por unmomento la casa de los dos inventores. Píovio entonces cómo brillaban dos lágrimas en

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la cara de su hermano y como no se le ocurríaotra cosa, se quitó su manta de lana y tapó conella a Lucrecio.Pasaron dos horas. El olor de las ramas de

pino se había extendido por toda la casa yLucrecio parecía dormir bajo la manta calien-te de su hermano. Pío pensaba mientras mor-disqueaba un trozo de queso sentado frenteal fuego.—¿Sabes lo que estoy pensando? —dijo

Lucrecio de pronto con voz calmada.Pío no contestó pero miró a su hermano.—Estoy pensando que no hay nada más

caliente que la lana. Nada tan caliente comotu manta. Mantiene el calor del cuerpo y nohay que recambiar nada.Pío iba a protestar, pero Lucrecio ya se

había levantado y buscaba sus patrones paradiseñar de nuevo unos zapatos para la conde-sa.—Esta vez serán unos zapatos corrientes,

sólo que de lana. De la lana más caliente quehe visto nunca. De la lana de tu manta.

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Pío se había quedado rígido.—Mi man... —empezó a decir.Pero la cara de su hermano aún estaba roja

por las lágrimas y el disgusto y, una vez más,Pío cedió.—¡Bah! —dijo para desahogarse y se

acercó a la mesa en la que ya trabajaba su her-mano.—Será mejor que te ayude. Si no, eres

capaz de cualquier cosa.Lucrecio lo miró y sonrió.

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Los dos hermanos trabajaron con entusiasmolas semanas siguientes. Los zapatos de lana de la manta de Pío tenían que quedar perfec-tos. Los cosieron con mucho cuidado paraque las costuras fueran iguales. Los forraronde la misma lana para que resultaran muchomás calientes y les pusieron una suela doble decuero grueso y bien curtido para aislar los piesdel frío del suelo.

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Pío se los probó. Eran fantásticos. Lo sufi-cientemente amplias como para que entrara elpie de la condesa por grande y grueso que fue-ra, pero con un cordón de seda para ceñirlossi era necesario. Suaves al tacto, Lucreciohabía tenido cuidado al cortar la manta paraque el pelo de la lana quedara siempre en lamisma dirección, y hermosos con el preciosocolor rojo vino de aquella manta que se habíacomprando hacía años, cuando visitó Escocia.Eran fantásticos. Verdaderamente, unos bue-nos zapatos.—¿Qué tal?—Perfectos.—Ya decía yo que no había nada tan calien-

te.Pío pensaba que su manta era de buena

lana, bien tejida y trabajada, pero su calor lehabía parecido especial a Lucrecio aquel díaen que, después del disgusto, lo había tapadocon ella.Suspiró.—Les falta algo —dijo de pronto.

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—¿Qué? —preguntó Lucrecio alarmado.—Una hebilla con el escudo de armas de la

condesa.—¡Eres genial! —exclamó Lucrecio.Y empezaron a dibujar el escudo, a medir,

a cortar, a pulir...

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4. La medalla

Ceferino cerró la puerta y se volvió a superro.—Buen muchacho este Nico, ¿eh, Amigo?

Si no nos lo corrompen... o nos lo quitan.Su voz se había vuelto triste y lenta.—Me recuerda a mi hijo, a mi Sito. Tú no

puedes acordarte, apenas eras un cachorrilloque se enredaba entre sus pies.Ceferino recopiló los bollitos sobrantes y

los colocó con cuidado en una caja de lata.—Yo lo crié. Lo crié desde que nos dejó su

madre aquel maldito año de la peste. Lo criécon horas de sueño, con trozos de vida, conmiradas largas y pensamientos buenos. Locrié fuerte y valiente, lleno de ilusiones y deesperanzas.Guardó la lata de los bollitos y se sentó a su

mesa cubierta con tapete alfombrado. Amigose acostó a sus pies, cerca de la cocina.—¿Que viene la condesa a Fontenera?

—comentaba Ceferino en voz alta—. ¿Y por

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eso tanto alboroto? Tanto preparar y limpiar,¿para qué? No mirará y si mira, sólo verá loque quiera ver.Su mirada se perdió por el paisaje nevado

que se veía desde su ventana y recordó otramañana blanca y fría de muchos años atrás.

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—¡Padre, padre! ¡En el Ayuntamiento hayvarios jinetes! ¡Traen un encargo de la conde-sa!Ceferino tenía grabada la voz de Sito en

aquella mañana que rompió su calma y suvida.—¿Qué encargo?—No sé. El alcalde quiere reunir a todos

los mozos de la aldea.—Será algún capricho de la señora —ha bía

comentado Ceferino—. Querrá orga nizaruna cacería o algunos juegos de prima vera.—Ya te lo contaré luego.—¿Dónde vas?

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—Yo también estoy citado —dijo Sito conorgullo.Y Ceferino se dio cuenta entonces de que

ya no tenía las manos regordetas ni los piesinseguros, de que su cara se había afilado y supelo se había tupido y sintió como si alguienle hubiera robado de repente a su preciosoniño, a su tesoro.—¡Ten cuidado! —le gritó tragándose las

lágrimas.—Hay que cumplir una misión muy

importante. Necesitan un joven valiente yfuerte —explicó Sito cuando volvió a la horade la comida.—¿Importante para quién?—Para el condado. El alcalde dice que es

una misión secreta y que ni siquiera el mozoque la lleve a cabo sabrá de qué se trata. Peroes algo muy importante para el condado.Ceferino le miró asustado. Le preocupaba

el entusiasmo de su hijo.—El condado no somos ni tú ni yo. El con -

dado es la señora. Será importante para ella.

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Sito comía deprisa.—Al elegido le darán un uniforme y un

caballo y dicen que cuando haya cumplido lamisión, le darán tierras y animales en el lugarque desee.—¿Y por qué no cumple esa misión uno de

sus soldados?Sito le miró con asombro.—Pues, no lo he preguntado. Nadie lo ha

preguntado.—Sito, hijo, no te dejes embaucar. Si sus

soldados no pueden cumplirla es porque no esalgo limpio o es demasiado peligrosa.Pero Sito sólo pensaba en el uniforme y en

el caballo.Las pruebas las realizó el alcalde en la pla-

za. Una carrera de velocidad, tirar piedras,levantar un tronco, luchar contra un atacan-te... Sito consiguió la máxima puntuación.Los vecinos felicitaban a Ceferino.—¡Vaya muchacho! ¿Eh?—Te felicito, Ceferino. Tu hijo es un toro.—Si su pobre madre pudiera verlo...

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Pero Ceferino no estaba contento ni sesentía feliz. Le dolían los cortes que tenía suhijo en los brazos y en la cara y le preocupabamucho la idea de que le iban a dar un unifor-me con el que sentirse lo que no era y un caba-llo con el que volar lejos.Aquella noche, Ceferino intentó conven-

cer al muchacho.—Sito, hijo, te están engañando. Nadie te

ha dicho cuáles son los riesgos de esa misiónni a dónde tienes que ir. No sabes si lo que vasa hacer es digno o es una canallada. No sabesnada de nada.—Es en favor del condado, padre.Ceferino le miró lleno de pena.—¿Qué conoces del condado?—Fontenera.—Tu pueblo. Sólo conoces tu pueblo.

El condado no te ha dado nada ni te conocede nada. El condado es ella y ella es quien teva a utilizar en su favor. Tú no le importasnada, ni te conoce ni querrá conocertejamás.

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—Padre, he sido elegido. La condesa menecesita y debo ir.—Pero, ¿adónde? —preguntaba Ceferino

desesperado.Ni esa ni ninguna otra pregunta obtuvie-

ron respuesta. Era una misión secreta. Algoimportante para el condado.Ceferino recorrió el Ayuntamiento, la igle-

sia y el cuartel. Preguntó a los vecinos, visitóa los consejeros..., nada. Nadie sabía nada. Eraalgo importante. Era algo secreto.—Si fuese muy importante —razonaba

Ceferino—, no mandarían a un muchachosin experiencia. A un desconocido del pueblomás alejado, del más olvidado del condado.Esto es para algo sucio o algo horrible.Pero nadie quería oír. Todos opinaban que

era una suerte. Un honor.—Deberías estar orgulloso y no tan preo-

cupado —decían.—No te entiendo. Ya me gustaría que

hubieran elegido a mi hijo.Ceferino temblaba.

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Y aquella noche, antes de que Sito vistiesesu uniforme de nadie y montara su caballo delejos, Ceferino lo abrazó y sintió por últimavez el calor de su cara y su olor de familia, yvio los ojos limpios de su niño. De un niñoque no era ningún otro, que era sólo su niño,único, irrepetible, que no había existido antesni existiría después, que no era un número deuniforme, ni una orden, ni un capricho, queera sólo su Sito. Y llorando dejó que se lo qui-taran porque era secreto, era importante y erapara el condado.Pasaron los días y Ceferino no recibía noti-

cias. Nadie sabía nada. Nadie contestaba.Nadie hablaba.Sentado a su mesa de mantel alfombrado

llevaba Ceferino años esperando una explica-ción, alguien que le contara qué había ocurri-do. Una noticia sobre la misión o sobre suhijo, pero nada.Un año, en verano, entre los muchos trafi-

cantes y vendedores que visitaban el pueblo,Ceferino encontró un pariente. Era un primo

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segundo de su difunta esposa. Se interesó porSito.—¿Una misión secreta? —preguntó cuan-

do Ceferino le hubo contado la historia de ladesaparición de su hijo—. ¿Y en esas fechas?Claro, no puede ser otra cosa. Estaba yo pre-cisamente en la capital.Ceferino le invitó a comer para que le con-

tara todo lo que supiera.—No es mucho —empezó el pariente—.

Por lo que yo sé, la condesa estaba en trancede matrimonio, bueno, ya sabes, buscandoalguien con quien le conviniera casarse. Ellabuscaba un hombre rico y listo y, como no tie-ne demasiadas luces y está rodeada de conse-jeros estúpidos y ridículos, sólo se le ocurriómandar adivinanzas a los pretendientes másricos. El que adivinara mayor cantidad de adi-vinanzas se casaría con la condesa.—Es increíble tanta frivolidad —comentó

Ceferino.—Espera, verás: Un turco, poseedor de tie-

rras y gentes, se enteró del caso y se le ocurrió

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decir que nadie se atrevería a intentar medirsu ingenio de aquella manera tan absurda yque si recibía las adivinanzas, él sabría con-testar. La condesa, picada en su amor propio,buscó un mensajero que no supiera nada y leenvió las adivinanzas al turco.—Mi Sito —dijo Ceferino con amargura.El pariente titubeaba. No sabía si continuar

la historia. Ceferino le insistió.—Debo saberlo todo. Es peor la duda.—Pues el turco lo tomó como un reto.

Contestó en público a las adivinanzas entregroserías y ofensas a la condesa y... mató almensajero.Ceferino sintió que se le hundía el mundo.

Había guardado siempre una pequeña luz,una esperanza. Ahora ya no quedaba espe-ranza y al evocar a su hijo lo sintió con la cari-ta llorosa apoyada en su pecho y sus manosregordetas alrededor de su cuello.—Mi Sito —dijo. Y se echó a llorar.

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Cuando Ceferino consiguió dominarse yempezó a recuperar un poco su calma, habíanpasado tres años. Entonces tomó un pliegoen blanco y una pluma y escribió una cartalarga y dura a la condesa. En ella le pedíaexplicaciones por su ligereza, le hablaba desu hijo y le reprochaba su falta de atención yde humanidad. Cerró la carta, la metió enuna bolsa de cuero y la envió por medio deRufo que tenía que ir a la capital a formalizarunos papeles. A su vuelta, el secretario delalcalde le aseguró:—La he entregado en mano al pasante de

la condesa.Pasaron dos años más y una mañana

Ceferino recibió un paquete. Lo traía uncorreo especial que no dio ninguna explica-ción. Entregó el paquete sin descabalgar ysalió del pueblo.Ceferino lo abrió con calma. Llevaba sellos

y lacres de la casa de la condesa. Había dosenvoltorios y un papel. Ceferino desdobló elpapel y leyó: «Es para Nos un deber enviar a

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Ceferino de Vera la medalla que con tantovalor mereció su hijo Sito en el cumplimien-to de la misión que llevó a cabo. Nos, la grancondesa Dorotea. Y la fecha».Ceferino abrió uno de los paquetes y vio

una medalla de oro con el escudo de la con-desa y un lazo azul. Por detrás podía leerse«Al valor» y el nombre de su hijo. En el otropaquete estaba el cinturón de cuero negro queCeferino había regalado a su hijo y que Sitollevaba puesto porque el pantalón del unifor-me le estaba ancho. Lo acercó a su cara, sóloolía a cuero y a lacre.Ceferino colocó el cinturón sobre la repisa

de la chimenea y guardó la medalla en el fon-do del baúl junto a los títulos de propiedadde su casa y de su pequeña tierra y otros pape-les legales.—Lo oficial con lo oficial —dijo, y añadió

cerrando el baúl—: Lo estúpido con lo estú-pido.El papel firmado por la condesa que acom-

pañaba la medalla estaba aún sobre la

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mesa. Lo agarró como si manchara y lo tiró alfuego. Después, se sentó viéndolo arder mien-tras una vocecita subía desde su pecho y lehacía un nudo en la garganta. «Padre, teroagua».

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El paso del tiempo serena los recuerdos. Ce -ferino hacía bollitos y cuidaba sus gallinas.Paseaba a veces por las calles con la miradaperdida y las manos temblorosas. Hablabapoco y miraba todo con cuidado. Paseaba asu viejo Amigo calle arriba... calle abajo.Aquella mañana, después de que Nico le

leyera el pregón con las órdenes del alcalde,Ceferino había tomado una decisión.—No sé si me ganaré las cincuenta mone-

das de oro, ni me importan, pero lo que sí sées que la condesa reparará en mi presente.Se levantó, abrió el baúl y buscó en el fon-

do. Allí, entre otros asuntos oficiales carga-dos de polvo y apolillados, estaba la medalla.La sacó y la miró con rencor.

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—La limpiaré hasta que su brillo la ciegue.La tendrá que ver por fuerza y sabrá que, almenos por parte de un vecino, no es bien reci-bida. La verá y temblará de remordimientos.Después de un rato, Ceferino reflexionó.—Lo más probable es que ni siquiera se

acuerde, pero mi «presente» estará en elAyuntamiento y tendrá que verlo quiera o no.Y Ceferino se dispuso a limpiar la medalla

hasta hacerla brillar para ponerla ante los ojosde la condesa, cuando lo que deseaba en rea-lidad era poder tirársela a la cara.

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5. El perfume de oriente

Cuando Nico salió de la botica oliendo sujarabe de cerezas, Tila dejó caer la cortina concuidado para que no se diera cuenta su padrede que había estado escuchando y echó acorrer escaleras arriba.—¡Malva, Menta! —llamó a sus hermanas.Las dos jóvenes volvieron la cabeza sor-

prendidas.—¿Qué pasa?—¿Hay fuego?Tila entró en la habitación y cerró la puer-

ta.—Traigo una noticia estupenda. Nico aca-

ba de estar en la botica leyendo un bando.—¿Un bando? —preguntaron las gemelas

a coro.Tila se sentó entre sus hermanas y les contó

con todo detalle los puntos de la noticia queestaba revolucionando la tranquila aldea deFontenera.—La condesa aquí —dijo Malva.

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—Y nosotras sin nada que ponernos —sequejó Menta.Tila sonrió con su mueca de demonio.—Tengo una idea genial.—¿Cuál? —preguntaron las gemelas.—El premio. Las cincuenta monedas de

oro. Si ganamos ese dinero podremos com-prarnos vestidos y lazos para ir bien vestidas albaile anual de Matamarilla. Y podríamosreponer nuestro ropero con alguna capa deterciopelo, un bolso bordado en azabaches,quizá un sombrero bordado...—Y zapatos de tacón —dijo Menta.—Y camisas de encaje —suspiró Malva.Y empezaron a contarse unas a otras sus

ilusiones y sus deseos.—Unas chinelas de seda.—Y una caja de castañas dulces.—¡Chissssss! —intervino Gusindo aso-

mando la cabeza a la habitación de las treshermanas—. Su madre descansa.Gusindo era bajo, rechoncho y pelirrojo.

Había entrado de niño al servicio del botica-

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rio como ayudante o «mancebo de botica»,pero enseguida se convirtió también en apo-yo de la recién casada boticaria y en guardiánde las tres niñas que nacieron.—¡Chissss! —repitieron las chicas mirán-

dose unas a otras.—Nadie debe enterarse de nuestros planes

—dijo Tila—. Si padre llega a conocer lo quetramamos, nos encerrará en casa y no nosdejará salir más.Menta se asomó a la ventana. Desde allí

se podía ver el patio con un almendro florecido de nieve y las ventanas de la reboti-ca donde su padre molía, mezclaba y analiza-ba.—Padre está muy ocupado.Malva atravesó la sala de puntillas y se

asomó al cuarto de su madre. Doña Cameliadormitaba entre quejidos y sudores.—Madre está como siempre —anunció.—Bien —dijo Tila—, pero de todas mane-

ras, bajemos la voz.—¿Qué podemos ofrecer a la condesa?

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—Nada le asombrará. Habrá visto tantascosas...—Menta puede tocar el laúd. Lo hace muy

bien —apuntó Malva.—Sí —contestó Tila—. A nosotras nos

parece que toca muy bien, pero estoy segurade que la condesa habrá oído tocar a los músi-cos más afamados y aclamados por todo elmundo.—Malva puede presentar sus bordados o

alguna de sus pinturas —propuso Menta.—Con mis bordados y mis pinturas ocu-

rrirá lo mismo. Seguro que los ha visto muchomejores.—Entonces...—Pues, siendo así...—Y sin tener dinero...—Sólo disponemos de las cosas que encon-

tremos en casa. No podemos pensar en nadamás. Las tres jóvenes se sentaron en las camas.

De nuevo volaban sus sueños en forma de ves-tidos, lazos y zapatos.

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—En casa sólo hay productos de botica.—Y con eso sólo se pueden hacer medici-

nas.—¡Ay!—¡Qué lástima!—¡Un momento! —dijo Tila—. Tengo

una idea.—¿Sí? —Los perfumes están muy cotizados. Un

perfume raro es un tesoro y la condesa semuere por ellos.—¿Cómo lo sabes? —preguntó Menta

incrédula.—Me lo ha contado Berta, la hija del herre-

ro. Dice que su tía, la de Matamarilla, vio quela condesa llevaba un bolso repleto de perfu-mes y que después de olerlos todos no sabíacuál usar. Dicen que a pesar de tener tantosperfumes y aromas exóticos huele muy malporque está gorda.—No será porque está gorda —observó

Menta—. Olerá mal porque no se lavará unavez al mes, como hacemos nosotras.

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—Nosotras somos unas chicas modernas ysabemos lo beneficioso que resulta el bañomensual —comentó su hermana gemela—.La condesa ya es vieja y no tiene las costum-bres de las jóvenes.—No es cuestión de edad ni de costum-

bres. Es que la gente, cuanto más rica, mássucia.—Eso no es una razón. No tiene nada que

ver la riqueza con el aseo.—¿No? —No.—Pues a los ricos no les dice nadie lo que

tienen que hacer. Hacen lo que les place y sino quieren bañarse, pues no se bañan. Y sihuelen mal, nadie se atreve a decirles nadapara que no se molesten.—Eso no es por ser ricos. Es porque son

sucios.—No estoy de acuerdo.—¿Cómo que no?—¿Qué pasa, hijas? —dijo una voz lastime -

ra desde la habitación al otro lado de la sala.

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La figura regordeta de Gusindo aparecióen el arco de la sala.—No pueden callar. No se dan cuenta de

que a vuestra madre le duele el hígado.Parecen gallinas peleonas. Si no bajan la vozse lo tendré que decir al maestro.—Gusindo, espera un momento, por favor

—pidió Tila— ¿Tú sabes cómo se hace unperfume?—¿Un perfume?El pobre Gusindo estaba escandalizado.

Sin darse cuenta había levantado la voz.—¿Para qué quieren un perfume? Su padre

las matará.—¿Qué pasa? —preguntó la voz lastimera.—Nada, señora. Hablaba con sus hijas.—¡Ay! —respondió la madre desde la

cama.Tila insistió en voz baja.—No queremos un perfume. Sólo que -

ríamos conocer los componentes. Menta di -ce que se hacen con hilos de seda y yo

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sostengo que se fabrican con cocimientos dehierbas.—¡Qué barbaridad! —exclamó también

en voz baja el hombrecillo—. Los perfumesllevan esencias de flores y un componentealcohólico que al evaporarse, difunde el aro-ma. Las distintas mezclas y proporciones danlugar a la variedad de olores.—Cuánto sabes, Gusindo.—No sé qué haríamos sin ti.Y el ayudante del boticario bajó a la cocina

satisfecho y agradecido.—¿Han oído? Esencia de flores y alcohol.

En cuanto padre se ausente de la botica, lointentamos.

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Dos días después, el boticario tenía que llevarunos preparados al barbero. Cuando estoocurría, su ausencia duraba varias horas. Elboticario y el barbero eran buenos amigos yles gustaba entretenerse comentando loscasos y los pacientes que los visitaban,

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hablando de política, de los vecinos o de loshijos.Apenas había salido por la puerta el boti-

cario, abrigado hasta los ojos, Tila se dirigió asus hermanas:—Ahora es el momento.Entraron en la habitación de la madre, que

aquella tarde estaba enferma del estómago, y escucharon su respiración acompasada. Seasomaron a la cocina donde Gusindo dormi-taba sobre su jergón y, con mucho cuidado,atravesaron el patio y entraron en la botica.La mesa de trabajo de su padre estaba orde-

nada. Las probetas, los matraces y las retortasestaban bien limpios y colocados en sussoportes.—Todo lo que usemos lo colocaremos lue-

go como estaba, hay que fijarse bien de dón-de se toma cada cosa —dijo Tila.Sus hermanas asintieron. Estaban muy

asustadas.—¿Dónde estarán las esencias? preguntó

Malva.

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Empezaron a buscar en las estanterías,entre los tarros etiquetados con palabrasextrañas. Menta corrió la cortina por si sumadre o Gusindo se asomaban al patio y veíanla luz del candil de la botica.—Aquí hay rosa, hinojo, manzanilla...—Miren, aquí hay frascos con polvos de

colores.—Serán esencias de flores machacadas

—dijo Malva—. Sólo las flores pueden darcolores tan hermosos.—¡He encontrado el alcohol! —dijo Tila

con aire de triunfo.Se remangaron las camisas y cada una tomó

una probeta.—No es necesario hacer mucha cantidad.

Los perfumes van siempre en frascos muypequeños, me lo ha dicho Berta.—Con media probeta será suficiente.El olor limpio del alcohol llenó de culpa

las cabezas de las tres hermanas.—¡Ánimo! —dijo Tila al ver la cara pálida

de Malva y el gesto asustado de Menta—.

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Piensen en nuestros vestidos y zapatos nue-vos. Imaginen fiestas y dulces.Las gemelas sonrieron un momento y lue-

go se concentraron en su trabajo.—Debemos poner esencia de rosas. Las

rosas son las reinas de las flores.—Estos polvos amarillentos deben de ser

de flores silvestres. Le dará al perfume un olora campo.—No me gusta el color —observó Ti-

la—. Es demasiado naranja. Parece un jara-be. Tiene que tener una apariencia agra -dable.Malva acercó un pote pequeño.—Estos polvos blancos parecen muy espe-

sos. Seguro que aclaran el color.Tila tomó una pequeña cantidad con la

pun ta de la espátula de madera y con muchocui dado, lo metió por la boca de la probeta.Al ins tante el tubo de cristal pareció hervir.La mez cla subió como por arte de magia y seextendió por la habitación con un fogonazoazulado. So naron algunos vidrios y se apagó el

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candil. Des pués todo fue silencio duranteunos minutos.—Tila.La voz asustada de Malva parecía venir del

aire.—Tila.—Estoy bien.—¿Dónde estás?—Aquí.Tila alargó la mano buscando la de su her-

mana en la oscuridad. Avanzó a tientas por lahabitación y sus pies tropezaron con algo quese movía.—¡Ah! —gritó pegando un salto.—¡Hi, hi, hi! —gritaba nerviosa Malva

buscando la salida.—¡Ay, ay, ay...! —se quejaba Menta del

pisotón de su hermana mientras intentabalevantarse, todavía aturdida.Ya en su habitación, con la luz apagada y

metidas en la cama con ropa y todo, las treshermanas intentaban serenarse.—¿Qué ha pasado? —preguntó Malva.

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—Debimos mezclar algo explosivo.—¡Qué horror!Tila suspiró.—Lo peor es lo que ocurrirá mañana,

cuan do padre entre en la botica.

* * *

El boticario no salía de su asombro.—Pero... ¿Qué ha pasado aquí? ¡Gusindo!—Sí, maestro.—¿Quién ha entrado en la botica?—Nadie, maestro.—¿Nadie? Ven conmigo.Tila, Menta y Malva temblaron entre las

sábanas.—¡Qué destrozo! ¡Podría haber volado

la casa entera! ¿Quién ha podido hacer esto?Desde su habitación, doña Camelia pre-

guntaba con su voz lastimera:—¿Qué pasa? ¡Gusindo! ¡Ay mis piernas!El boticario siguió a Gusindo por las esca-

leras sin dejar de regañarle.

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—Tú eres el responsable en mi ausencia.Nadie puede entrar en la rebotica sin mi per-miso. ¿Lo oyes? ¡Nadie!Gusindo asentía con apuro. Sólo acertaba a

decir:—Sí, maestro. No, maestro.A partir de aquel día, cada vez que el boti-

cario salía, cerraba la puerta de la botica conllave y se la daba a su ayudante.—Gusindo, toma la llave. Ya sabes: ¡NA -

DIE!—Nadie, maestro.Tila, que ya había olvidado el susto, pro-

puso una tarde a sus hermanas:—Esta noche padre se reunirá con el bar-

bero. Les he oído decir no sé qué de un elixirnuevo que quieren analizar. Tardará en vol-ver a casa. Podríamos... intentar de nuevo lafabricación de nuestro perfume.Las dos gemelas retrocedieron espantadas.—Ah, no. Conmigo no cuentes —se apre-

suró a decir Menta.—Conmigo tampoco —aseguró Malva.

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—Son unas tontas y unas cobardes. ¿Ya noquieren los vestidos?Malva y Menta se miraron en silencio.—Yo ya he pensado cómo lo quiero. Me

mandaré hacer para el baile un vestido amari-llo con encajes blancos y cintas de seda. Loquiero muy recto para que dibuje mi figura.Quiero que se note que estoy esbelta. Si des-pués, cuando me lo pruebe, me resulta dema-siado ligero, lo haré adornar con terciopeloocre.—Yo lo quiero verde con mangas de broca-

do —saltó Menta sin poderse contener.—Yo, yo... —dijo Malva, y se echó a llorar.Lo peor era conseguir la llave de la reboti-

ca. Gusindo la llevaba colgada de una cinta asu cuello.Tila entró en el cuarto de su madre. El

hombrecillo avivaba el fuego para que doñaCamelia dejase de tiritar.—¡Ay, mis riñones! ¡Qué dolor!Tila miró a su madre. Hacía años que no se

levantaba de la cama y cada día tenía dolores

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en lugares diferentes. El médico decía queeran los nervios, pero Tila pensaba que sumadre sólo quería llamar la atención.Intentaba que alguien le hiciera caso.Tila se acercó a la mesita de noche y agarró

el frasquito del somnífero que su padre pre-paraba para que doña Camelia pudiera des-cansar tranquila por la noche. Echó unasgotas en un vasito que llevaba oculto en lamano y salió.Cuando Gusindo bajaba hacia la cocina,

Tila le salió al encuentro.—Gusindo.El hombrecillo se volvió asustado.—Hemos preparado crema de almendras

y no sabemos si hemos conseguido el punto.¿Te importaría probarla?Gusindo probó la cucharada de crema que

le acercaba Tila.—No está mal. Tal vez un poco amarga.

Hay que seleccionar mejor las almendras.Una sola almendra amarga puede estropeartodo el dulce.

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—Gracias, Gusindo. Lo tendré en cuenta.Y Tila entró en el cuarto conteniendo la

risa.—¿Se ha tomado la cucharada? —pregun-

taron las hermanas.—Enterita —rió Tila—. Ni siquiera le ha

extrañado el amargor del somnífero.Quitarle la llave a Gusindo fue lo más fácil.

El criado dormía profundamente con la cabe-za apoyada en la mesa de la cocina.En aquella ocasión la mesa de trabajo

del boticario no estaba tan ordenada como lavez anterior. Había algunos preparados encajoncitos de madera y, en una retor-ta, un líquido blanquecino humeaba despa-cio.—Cuidado —dijo Tila—. No toquemos

nada y no tendremos disgustos.Eligieron una probeta limpia, echaron

esencia de rosa, una gota de romero y unacucharadita de un polvo violeta que teníaun olor penetrante y un color muy atrac -tivo.

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—Ahora el alcohol. Apártense un poco,creo que ahora va a salir bien.Echó el alcohol poco a poco. No parecía

que hubiera reacción. Nada se movía. Nadaexplotaba. Sólo una pequeña nube de humovioláceo se pegaba a las paredes y al techo dela rebotica.—¡Qué bien huele! —exclamó Malva.—¡Lo hemos conseguido!—Y tiene un color precioso. La nubecilla violeta iba bajando hacia la

mesa. Algunos de los preparados del boticariocambiaron de color. Un vaso de pruebas sevolvió opaco.—Me está entrando sueño —dijo Menta.—Aguanta un poco. Buscaré un frasco

vacío para poner el perfume y nos iremos aacostar.—¡Aaaaah! —bostezó Malva, y se recostó

contra la pared mientras veía, como ensueños, su deseado vestido violeta mientrasmurmuraba—: Con cintas en las mangas ybordado en plata y perlas...

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—Me duermo, no puedo más —dijoMenta un poco asustada al ver cómo saltabanlucecitas ante sus ojos.—¿Qué nos pasa? —se preguntó Tila antes

de caer sin sentido entre sus hermanas.

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Cuando llegó el boticario y vio a Gusindodormido y sin la llave de la rebotica, se asustó.Bajó corriendo y de una patada tiró la puerta.La nubecilla violácea escapó por la botica a lacalle.—¡Tila, Menta, Malva! —exclamó—.

¡Hijas! ¿Qué han hecho?Las sacó como pudo y las recostó en la fría

pared del patio. El aire limpio y helado rea-nimó a las muchachas.—¿Qué hacían en la rebotica? Me han

estropeado todos los preparados. Se hacorrido la tinta de las recetas y han estado apunto de envenenarse con ese gas. ¿Québuscaban en la rebotica? ¡Exijo una res-puesta!

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Las tres hermanas se miraron y se echarona llorar. El boticario no consiguió sacarles niuna palabra.A la mañana siguiente Gusindo subió a ver-

las a su habitación.—El maestro me manda decirles que no

pueden bajar, ni comer, ni moverse de estahabitación hasta que no confiesen sus propó-sitos al entrar en la rebotica.—¿Está enfadado? —preguntó Malva.—¿Tú qué crees? —contestó preguntando

el hombrecillo.Y dando media vuelta, bajó a la cocina.—Yo no pienso decir nada —dijo Tila

frunciendo la boca—. Nos castigará más si losabe.Malva lloraba bajito.Pasaron dos días. Menta estaba muerta de

hambre y Malva no dejaba de llorar. Para Tila,lo más duro era no poder salir. Aquella mismatarde se dieron por vencidas. El boticariosubió a la habitación de sus hijas y escuchó ensilencio el relato y las disculpas de las mucha-

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chas. Cuando acabaron las miró despacio unaa una y luego dijo:—No tengo dinero para comprarles los

vestidos que desean ni para organizar fiestasni bailes. Pero tengo lo que buscaban.—¿El qué?—El perfume.Salió de la habitación y volvió al poco

rato con una cajita dorada. La abrió y sacóde dentro un frasco pequeño con forma deánfora y un tapón dorado con flecos de seday cadenilla.—Aquí está. Es un perfume oriental autén-

tico. Me lo regaló un viajero al que preparéun ungüento y no tenía dinero para pagar. Selo doy y deseo que tengan suerte el día de lavisita de la condesa.Cuando ya iba a salir de la habitación se

volvió y muy despacio dijo:—Mucho me ha molestado la desobe-

diencia y los destrozos que han causado enla rebotica, pero lo que más me disgusta es eltrato que han dado al pobre Gusindo y

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la desconfianza que han mostrado hacia mí.—Creíamos que no nos comprenderías.

Como siempre nos regañas si hablamos defiestas y vestidos...—Porque no puedo costear sus sueños, no

porque no los comprenda.Y sin decir nada bajó hacia la boti-

ca. Gusindo sonreía desde un ángulo de lasala.—¡Ay mi cabeza! ¡Me va a reventar la cabe-

za! ¡Gusindo! ¡Gusindo!El criado salió corriendo a la llamada de la

señora y las tres hermanas se miraron y empe-zaron a hablar al mismo tiempo.—Con volantes de encaje.—Y cintas de terciopelo.—Yo quiero unos zapatos de tacón. Es lo

que me hace más ilusión.—Están como locas —explicó Gusindo a

Nico cuando el muchacho fue a buscar la cre-ma para las varices de la alcaldesa—. Esto esun paraíso de egoísmo. Cada uno a lo suyo.

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Son todos unos pobrecillos. De verdad, sien-to lástima por ellos.—A lo mejor es que tú eres demasiado

generoso —comentó Nico.Gusindo cerró la puerta despacio y subió

hacia la habitación de doña Camelia, queaullaba buscando atención. Estaba cansado,lo notaba porque los ojos de Nico le habíanrecordado las playas tranquilas de Levante.

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6. Nada

Cuando Nico no tenía nada que hacer, lo quemás le gustaba era ir a jugar a casa de Tirso. Tirso tenía dos años menos que Nico pero

sabía tantas cosas que él nunca se aburría a sulado: jugaba al ajedrez, escribía cuentos,inventaba juegos de números...La madre de Tirso estaba nerviosa. Desde

que Nico le leyera el bando del alcalde nopodía descansar tranquila.—Si yo tuviera ese dinero —decía—, man-

daría a Tirso a estudiar a Salamanca.A Nico no le gustaba demasiado estudiar,

él prefería andar por las calles o dormitar bajola fuente pero comprendía que su amigodebía estudiar en aquellas universidades don-de convertían a los niños en hombres impor-tantes.La madre de Tirso había hablado varias

veces con el alcalde para contarle su caso.—Se lo aseguro, señor alcalde. Mi hijo

habla latín y griego.

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Brito la había mirado con incredulidad.—Pregúntele a Rufo, su secretario, él y el

señor cura le han enseñado.Pero siempre obtenía la misma respuesta.—Si por mí fuera, puede estar segura de

que el muchacho estudiaría, pero no dependede mí. La alcaldía tiene muchos gastos y debodar cuenta a los administradores de la conde-sa hasta de las partidas más pequeñas. Créameque lo siento, de verdad.Tal vez lo sentía y quizá fuera cierto que no

había dinero para mandar a estudiar a unmuchacho pero, para la madre de Tirso, eramuy doloroso ver los derroches que se hacíanen las fiestas de la aldea donde corría el vinocon tanta generosidad.El señor cura también lo había intentado,

pero sin resultado.—...Si el muchacho fuera de familia no -

ble... Si tuviera alguna dote... Si al menos nofuera huérfano...Rufo había escrito a sus compañeros de

Salamanca; fue inútil, no había cupos de

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becados y menos para un niño tan pequeño,aunque supiera latín, griego, gramática, geo-grafía, historia...—¿Has probado a escribir a la condesa? —

preguntó Nico.—Sí, lo he hecho muchas veces, pero nun-

ca he recibido respuesta. Ni siquiera sé si hanllegado mis cartas.Tirso no parecía enterarse de nada. Seguía

leyendo los libros que su padre, que había sidomaestro de Fontenera hasta su muerte, dejaraen las estanterías de la casa. Se los sabía dememoria.En las tardes frías de invierno, Tirso se sen-

taba junto a Nico cerca de la cocina y le con-taba extrañas historias mientras asabancastañas.—Si tuviera algo que impresionara a la

condesa... —se decía la madre de Tirso a cadamomento.Subió al desván y revisó cosa por cosa todos

los cachivaches: baúles, camas viejas, sillas des-tartaladas, mesas de estudio, candiles rotos...

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Nada.En el desván sólo valía la pena el retrato de

los abuelos pintado sobre una tabla y el cua-drito de sol que calentaba el suelo de maderadel altillo y el techo de la sala de abajo duran-te toda la tarde.La madre de Tirso bajó de nuevo a la sala e

intentó mirarlo todo con ojos nuevos: unamesa de nogal muy rayada, un candil de dosbrazos algo destartalado, tres banquetas, lasilla de su difunto marido...Nada.Pasó a la alcoba. La cama parecía venirse

encima con sus columnas deslucidas y sus cor-tinas desflecadas. La alfombra estaba tan gas-tada que parecía transparente.Nada.La cocina era apenas un pasillo junto a la

sala. Los pocos utensilios que utilizaban eranburdos y viejos, aunque la madre de Tirsoapreciaba especialmente la pala de la chime-nea porque había sido de su madre y cuidabala jarra de vino de su marido como si fuera

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una joya. Para ella todo estaba lleno de valor,pero para la condesa...Sólo quedaba por revisar el baúl. Lo abrió

con cuidado. Un penetrante olor a manzanasse extendió por la sala. La madre de Tirsoquitó el lienzo que cubría la ropa y empezó amirar muy despacio. Sábanas bordadas consus iniciales, un mantel de hilo, la ropa de sumarido, su traje de novia...Nada.Sus pequeños tesoros, sus recuerdos, no

tenían ningún valor para la condesa. Ellatenía todo lo mejor.

* * *

Las primeras semanas, después de la lecturadel bando, la madre de Tirso mantuvo viva lailusión de encontrar algo con lo que impre-sionar a la condesa. Luego se dio por venciday decidió aprovechar la visita de la señora dela única manera que sabía: limpiando. La primera orden del pregón del alcalde

obligaba a los vecinos a limpiar y adecentar

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las fachadas y el trozo de calle que lescorrespondía. Nadie quería hacerlo. Era un trabajo muy duro restregar las piedrasde la fachada manchadas por los perros ylos paseantes, y quitar toda la basura y lasmalas hierbas que se habían acumuladodurante años a los lados de las calles. Lamadre de Tirso se ofreció a hacerlo. No fijóun precio, cada vecino pagaría lo que creyese justo.Durante dos meses, la madre de Tirso

restregó y limpió hasta hacerse sangre en lasmanos, aunque parecía no notarlo. Limpiótodo, incluso las ventanas para que los cris-tales reflejaran la suave luz de Fontenera yraspó y desinfectó las cuadras y los galline-ros de toda la aldea para llevarse los malosolores.Los vecinos la miraban compasivos.—Pobre mujer. Tener que hacer un trabajo

tan horrible.—Debe de estar loca, yo no lo haría ni por

todo el oro del mundo.

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Pero la madre de Tirso seguía incansable,con la boca apretada, las manos heladas y losojos puestos en el futuro de su hijo.Cuando dio por terminada su tarea y todo

el pueblo parecía recién estrenado, la madrede Tirso se dispuso a cobrar.—Me da angustia ir cobrando casa por casa

—le dijo a Nico.—No es pedir limosna, es cobrar tu traba-

jo. Lo tienes bien ganado.—Sí, pero hay gentes muy pobres en el

pueblo. No debo ponerles en la vergüenza deno poderme pagar lo que quisieran.Pensó un momento y luego dijo:—Ya sé lo que haré: pasaré una bolsa por

las casas y cada vecino pondrá en ella lo quequiera o lo que pueda.Nico se abrigó en su chaqueta y acompañó

a la madre de Tirso de puerta en puerta. Laprimera puerta a la que llamaron acabó con elbuen ánimo de la señora.—Oye mira —comentó de mala gana el

herrero—, este trabajo lo tenía que haber

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hecho el Ayuntamiento y no dejarlo en ma nosde los vecinos. Para eso pagamos impuestos,¿no? Tú has hecho un buen trabajo. Ve alalcalde y que te pague de mi parte.—¡Dios mío! ¿Cómo es posible? Con el

dinero que tiene.—No te desanimes —dijo Nico—. No

todos los vecinos son iguales. Vamos a seguir.Nadie les recibió mal, pero tampoco bien.

Cuando se enteraban de que tenían quepagar, las sonrisas se convertían en muecas.—Ha quedado todo muy limpio, sí. Bueno,

espera un momento.—Sí, sí. Le hacía falta a la aldea una lim-

pieza así, a fondo. Pero... el caso es que..., bue-no, espera. Voy a ver lo que puedo darte.La tarde pasó lenta para la madre de Tirso

y Nico. Ir de puerta en puerta, llamar, decir aqué se va y esperar el comentario y el dinero.Era demasiado para una mujer que había vivi-do sin estrecheces casi toda su vida. Cuando volvieron a casa, la madre de Tirso

se sentó junto al fuego y, antes de abrir la

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bolsa, calentó un vaso de leche para cada uno.Tirso se había quedado dormido sobre lamesa de la sala rodeado de libros. Nico sesentó junto a la madre de su amigo dispuestoa ayudarla a contar el dinero recaudado.Las monedas sonaron contra la madera, los

ojos de la mujer se nublaron; a simple vista seadivinaba que era muy poco, casi todo eranmonedas pequeñas de cobre.—Cómo voy a llevar a Tirso a estudiar si

con dos meses de trabajo no he podido ganarni para darle de comer quince días.Levantó la cabeza para tratar de evitar que

las lágrimas bañaran su cara, pero no lo con-siguió y Nico vio cómo se estrellaban contralas monedas dividiéndose en mil gotitas.Después de un rato, la señora se levantó,

tomó a Tirso en sus brazos y lo acostó. Luegose dirigió a Nico:—¿Quieres quedarte a dormir aquí?Nico dijo que no con la cabeza. No podía

hablar, tenía un nudo de rabia y de pena queapretaba su garganta. Necesitaba salir a la

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calle. Se levantó de un salto y salió al fresco dela noche.Bajó despacio hacia las cuadras del

Ayuntamiento. Allí dormía caliente y solo ypodía pensar y llorar o reír.—Qué gente —iba pensando—. Con lo

que ha trabajado esa mujer. Si yo pudiera... Siyo tuviera dinero...Repasaba en su cabeza todo lo que tenía en

su bolsa de tela escondida debajo de la fuen-te.Nada.—Nada que pueda interesar a la condesa.

Si yo tuviera algo se lo daría a la madre deTirso. Ella sí merece un premio, aunque nosorprenda a la condesa. Si yo encontrara algode valor, Tirso estudiaría en Salamanca.Pero Nico no tenía nada de valor. Nada

con lo que ganar el premio que toda la aldeacodiciaba.Fontenera, limpia como nunca en su his-

toria, empezaba a dormir. Las luces que semovían entre las cortinas se fueron apagando

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y desde el arco de la cuadra del Ayunta miento,Nico, abrigado con una manta y acostadosobre un montón de paja nueva, pensó entodos los habitantes y en sus ilusiones y dese-os, en sus necesidades y miserias, en sus vani-dades y virtudes.Y se fue quedando dormido poco a poco.

Le dolían en la garganta las lágrimas de lamadre de Tirso.

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7. El libro de color

Brito paseaba su barriga por la habitación. Éltambién quería ofrecer un presente a la con-desa. Algo que llamase la atención y le diese laoportunidad de embolsarse las cincuentamonedas de oro.—¿Qué podría ser, qué podría ser...?Su mujer intentaba abrocharse el vestido.—No sé qué voy a ponerme el día que ven-

ga la condesa. No sé qué debo llevar. Un ves-tido sencillo... un traje de fiesta... no sé. ¡Quéproblema!—Pregúntale a Rufo —dijo el alcal-

de—. Él sabe qué se debe hacer en cada mo -mento.—Sí, eso haré. Has tenido una gran idea.

No se debe dejar nada a la casualidad, es nece-sario prepararlo todo. Una visita así no serecuerda en toda Fontenera. Es necesariohacer historia.Hacer historia. Brito pensó que aquello

sonaba muy importante. La historia de Fon -

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tenera escrita en un libro. Ese era un verdade-ro regalo.Se vistió deprisa. Necesitaba ver enseguida

a Rufo.El secretario no estaba en el despacho.—¿Dónde está este hombre? Es tan del-

gado que temo que se pierda entre los pa -sillos.—¡Rufo!El secretario apareció jadeante tras la cor-

tina.—Disculpadme, señor. Estaba... estaba...,

bueno, ya venía.Brito le miró asombrado. ¡Rufo tartamu-

deando!—¿Te ocurre algo?—Nada, señor. Brito hizo una mueca de duda y fue al tema

que le interesaba.—Vamos a ver. ¿Dónde está escrita la his-

toria de la aldea?Rufo lo miró como si hablase otro idioma.—¿Qué historia, señor?

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—¿Cuál va a ser? Pues la de la fundación deFontenera y los hechos y las vidas de sus gen-tes.Rufo lo miraba con curiosidad.—Que yo sepa, señor, no existen noticias

de que nadie fundara esta aldea. Se formó porun proceso natural de vecindades y en el deve-nir de los tiempos, no ha ocurrido nada quesea digno de mención.—¡No es posible! Todos los lugares tienen

historia.Rufo negó con la cabeza.—Fontenera, no.Brito se impacientaba. Se acercó a la mesa

y dio un puñetazo para impresionar a Rufo.—¿Dónde se escriben las cosas que pasan a

diario? La pelea de dos vecinos, las muertes,los nacimientos, los años de sequía, la vida deeste lugar...—En hojas sueltas, señor.—¿En hojas sueltas? ¿Por qué?Rufo se encogió de hombros. Él no había

empezado la costumbre. Cuando llegó a la

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aldea y obtuvo el puesto de secretario delalcalde, ya encontró los pocos acontecimien-tos dignos de mención escritos en hojas sueltas.—Pues es necesario encuadernar esas

hojas.—¿Para qué, señor? Si me es permitido

preguntarlo.—Para formar un libro.Rufo temía despertar la ira del alcalde.—Mi humilde impresión es que eso que

deseáis resulta imposible.—¿Por qué?—Las hojas sueltas son disconformes.

Presentan distintos tamaños, grosores y colo-res.Brito estaba empezando a enfadarse.—Pues si es tan difícil, se compra un libro

en blanco y se pasan todos los hechos históri-cos a él. ¿Ha quedado claro?El secretario asintió. No se atrevía a pre-

guntar quién iba a pasar a limpio la historiadel pueblo.

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Durante los días siguientes, Rufo ordenóel despacho y sacó los archivos. No había másde veinte hojas con cosas interesantes quehabían ocurrido en Fontenera en toda su his-toria. Rufo las miró por encima.—Caso de una pelea entre vecinos por la

posesión de un cerdo. Dos vecinas se tiran delpelo por haberse manchado la ropa tendida.La caída de un rayo calcina el pinar en elcamino a Matamarilla. Sólo una de aquellasactas tenía cierto interés: la que dejaba cons-tancia de las pruebas realizadas y la partida asu misión de Sito, el hijo de Ceferino.Rufo buscó al alcalde.—Señor, no hay nada que contar. Va a que-

dar un libro muy ridículo, con unas cuantashojas escritas y las demás en blanco.—¡Qué de dificultades! —gruñó Brito,

que odiaba las complicaciones.Rufo esperaba órdenes.—Pues si no hay historia te la inventas

—dijo de pronto—. Tú verás lo que haces,pero quiero ese libro lleno de episodios apa-

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sionantes y me da igual que sea verdad o purainvención.Brito dio media vuelta y su barriga desapa-

reció tras el arco de la entrada.Rufo se quedó parado. Sentado en la silla

que le sobraba por todas partes, pensaba:«Inventar la historia. Es inmoral escribir cosasque no han ocurrido y hacerlas pasar comoverdaderas. La fundación de la ciudad será unfraude. Las nuevas generaciones nacidas enFontenera se juzgarán por hechos que nuncaocurrieron. ¿Qué pasará si alguien coteja losdatos de la falsa historia con la verdadera?».Lleno de preocupación buscó al alcalde e

intentó convencerle, pero Brito era muycabezón.—He dicho que te inventes la historia de la

aldea y la escribas en el libro. Nadie se va aenterar de si es verdad o mentira. Sólo losabremos tú y yo. Empieza ya y no me vuelvascon dificultades. Rufo se puso a la tarea. Empezó tímida-

mente, creando para Fontenera una leyenda

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en la que su fundador se remontaba a la épo-ca de los romanos. Luego fue inventando per-sonajes, situaciones, conflictos... Cuandoquiso darse cuenta, casi había llenado el libro.—Ya está bien —pensó.Y se lo presentó al alcalde. Brito lo miró

con satisfacción y luego dijo:—Perfecto, pero quiero un libro muy boni-

to. Píntalo o fórralo. Quiero que la condesasólo tenga ojos para ese libro.Rufo empezaba a estar harto. Entre el tra-

bajo en casa de Pomponia y aquel libro, esta-ba de letras y de papeles que parecía que todoél era un tubo de fino papel transparente.Miró el grueso volumen. ¿Cómo pintarlo?

¿Con qué?Camino a casa de Pomponia se le ocurrió

algo genial. Al volver a su habitación en elAyuntamiento lo puso en práctica.Brito estaba nervioso. Los días corrían y la

visita de la condesa se anunciaba con la pri-mavera. Iba y venía ultimando todos los deta-lles. Las ceremonias, los recibimientos, los

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discursos... todo se amontonaba. En tododebía tomar decisiones.Una tarde en que Brito tuvo un respiro y

pudo sentarse tras los cristales de la ventanade su despacho a tomar el sol, recordó su pre-sente a la condesa.—¡Rufo!El secretario se presentó al instante. Estaba

más delgado aún, si eso era posible.—Rufo, ¿cómo va aquel libro con la histo-

ria de la aldea que estabas preparando paramí? Sin contestar una palabra, el secretario fue

a la vitrina, abrió una de las puertas y sacó ellibro. Siempre en silencio, se lo tendió al alcal-de.Brito tuvo que contenerse para no gritar de

emoción. Sobre la piel que encuadernaba elgrueso volumen, Rufo había escrito con pre-ciosas letras doradas: Historia de Fontenera y,en el centro, con forma de medallón y pinta-do a todo color, el perfil seco de la condesatal y como la recordaba Rufo.

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—¡Fantástico! ¡Es fantástico!Desde aquel día Brito consideró un poco

más a su secretario. Ya no le parecía tan del-gado ni tan cursi. Solía decir cuando se habla-ba de Rufo:—Es muy inteligente y muy elegante.Y cuando el secretario le comunicó su idea

de casarse con Pomponia, Brito se ofrecióenseguida para ser el padrino.Rufo se sentía más feliz que nunca. Él, que

había vivido mucho y entre todo tipo de gen-te, sabía que ser feliz era estar en paz. Y él loestaba. Ni siquiera ambicionaba, como todoslos demás, aquellas cincuenta monedas deoro. Él ya las había ganado, gracias a aquelestúpido concurso había conocido aPomponia y había conseguido la considera-ción del alcalde. ¿Qué más podía pedir?

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8. La visita

Amanecía el primer día de primavera.Fontenera ofrecía un aspecto impresionante.No se veía ningún animal suelto y la aldearesultaba de una gran belleza con sus limpiascalles irregulares, sus casas antiguas y su hori-zonte de montañas azules de nieve.Todo estaba preparado desde varios días

atrás. La entrada a la aldea estaba alfombradacon pétalos de geranios y de árbol a árbol sehabían colgado guirnaldas con medallones demadera en los que estaba pintado el escudode armas de la condesa alternando con las ini-ciales de su nombre. Rufo había trabajadomucho.Los fontenerinos habían madrugado para

sacar sus mejores mantas y alfombras y ador-nar sus balcones. Se habían lavado más quede costumbre y vestían sus mejores galas.Algunas mujeres que guardaban los bordadostrajes festivos de sus abuelas, los lucían conorgullo.

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Las calles olían a flores y a asado y se oíanvoces nerviosas y pequeños gritos por todoslados.Pomponia se había puesto su falda de ter-

ciopelo y el delantal de blonda de su madre.Se había lavado mucho y con cuidado, y ata-ba su pelo con un largo lazo bordado en pla-ta que había permanecido dormido en elbaúl por más de cien años. En una antiguaquesera de cristal con campana tallada, lle-vaba la torta de manzana y uvas al Ayunta -miento.—Con mucho cuidado —advirtió—. Aún

está caliente.Rufo la colocó sobre la mesa de recepción

que desde el día anterior estaba instalada en elcentro de la sala grande del Ayuntamiento.Sonrió a Pomponia. Le hubiera gustado colo-car la tarta en un lugar preferente, pero su sen-tido de la justicia no se lo permitía.Pomponia estaba nerviosa y no sólo por la

visita de la condesa, ni siquiera porque su tor-ta entrase en el juego de la sorpresa, sino por-

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que Rufo y ella habían elegido aquel día paraanunciar a todos su compromiso.Rufo le apretó la mano con disimulo para

darle ánimos y Pomponia salió de la sala delAyuntamiento con la cara encendida y elcorazón alegre.

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Lucrecio y Pío no habían podido dormir entoda la noche. A Lucrecio no lo dejaron losnervios y a Pío no lo dejó su hermano consus continuos paseos y sus suspiros entre-cortados.Con ojeras, pero limpios y vestidos de

negro de arriba abajo, los dos hermanosentraron en la sala del Ayuntamiento deFontenera. Los ojos de sus vecinos inten -taban adivinar el contenido de la caja quellevaba Lucrecio entre sus manos temblo -rosas.Rufo los vio llegar por el pasillo.—Sin duda se trata de alguno de vuestros

geniales inventos. Será extraordinario, como

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todo lo que hacéis —dijo Rufo, que se sentíamuy generoso.Pío esbozó una sonrisa mientras su herma-

no abría la caja con mucho cuidado. Las hebi-llas con escudo grabado que adornaban laszapatillas lanzaron un destello al ver el sol.—¡Qué belleza! —comentó Rufo.Y Lucrecio se puso tan nervioso que tro-

pezó con tres sillas seguidas antes deencontrar la puerta de la sala.

* * *

Ceferino no se había lavado ni cambiado suraído traje gris ni sus botas polvorientas.Avanzaba por la calle con las manos en losbolsillos sin mirar a nadie. Ni siquiera presta-ba atención a las guirnaldas ni a los tenderetesde mantones y mantas bordadas que adorna-ban las ventanas. Avanzaba despacio, con supaso de siempre, al ritmo lento que marcabasu viejo perro.Los muchos curiosos que se agolpaban en

la calle del Ayuntamiento lanzaron una excla-

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mación cuando vieron que Ceferino entrabaen la sala.—¡Oh! Trae algo para la condesa. ¿Qué

puede ser?—Yo creía que la odiaba —comentó la

mujer del barbero.Ceferino entregó la medalla a Rufo y dijo

con voz grave:—No me importa el premio, pero ponla

en un lugar en donde tenga que verla porfuerza. No se sorprenderá, pero quiero quele entre por los ojos, que le entre bien dentro,hasta que se le clave en el corazón, si es que lotiene.Rufo tomó la medalla impresionado, la

cara del anciano daba miedo. Puso la medallaen el centro de la enorme bandeja que se habíapreparado para los regalos. Era imposibledejar de verla, destacaba su cinta azul sobre eldorado viejo de la bandeja.Ceferino dio la vuelta y, acompañado por

su perro, volvió a su casa y se encerró paratodo el día.

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No se habían apagado aún los comentariosque había levantado la presencia de Ceferinocuando, de nuevo, los curiosos que esperabanjunto al Ayuntamiento empezaron a darsecodazos y a cuchichear.—Sí, sí. Es doña Camelia y... ¡viene cami-

nando!El boticario llegaba frente al Ayuntamien-

to. De su brazo se colgaba la figura pálida yfrágil de su mujer. Detrás, en arremolinadotrotecillo, venían las niñas. Gusindo llegabadetrás; llevaba la capa de piel de su señora porsi tenía frío.Los boticarios se detuvieron en la puerta.

Los vecinos se acercaban con más curiosidadque educación.—¿Cómo se encuentra, doña Camelia?—Cuánto tiempo sin verla. Le veo muy

buena cara.Tila, Menta y Malva entraron en la sala del

Ayuntamiento mirando a todos lados.

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Llevaban sus vestidos de siempre pero reciénlavados, planchados y repasados, y olían aesencia de lavanda desde varios metros antesde que se acercaran.—¿Hay muchos regalos?—¿Cómo son?—¿A qué hora llega?—¡Ay, qué nervios tengo!—Y esa torta, ¿de quién es?—¡Quieta! —gritó Rufo.Menta se quedó con el dedo en el aire.

Había estado a punto de estropear el presen-te de Pomponia.Menta le miró poniendo una mueca.—Sólo iba a probarla.—Sería más conveniente para todos que

probaseis a tener un poco más de educación yrespeto. Estoy seguro de que todos cuantostienen el disgusto de conoceros os agrade-cerían el detalle —dijo Rufo conteniendo suira.—¡Qué grosero! —dijo Menta.—¡Y qué antiguo! —comentó Malva.

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—¡Es del año de la túnica! —rió Tila.Rufo se estaba hartando.—¿Traéis o no traéis regalo para la con -

desa?—¿Hay que dártelo a ti? —preguntó Tila

con mucho descaro.—Sí —dijo Rufo conteniendo sus manos.—Pues sí que sabe elegir bien nuestro alcal-

de. Tú saldrás barato en uniformes, ¿no? Conel borde de un metro te salen cuatro.Las dos gemelas reían a carcajadas las ocu-

rrencias de su hermana.—¡Ay, que me muero! —gritaba Malva.—¡Ay, que me caigo! —lloraba Menta.—¡Ya está bien! Me dais el presente o salís

de aquí ahora mismo.—Dáselo, dáselo, no vaya a sudar un poco

y se evapore.—¿Podrás con ello? —preguntó Tila ten-

diendo a Rufo el pequeño frasco de perfumeoriental.—Que le traigan una silla, que no lo resis-

te —dijo Malva.

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—¡Ay, vámonos! Me duele la barriga de tan-to reír —dijo Menta avanzando hacia la salida.Rufo suspiró cuando las tres hermanas

salieron de la sala del Ayuntamiento.—Si esto es lo moderno —comentó para

sí—, prefiero mil veces lo antiguo. ¡Qué malrato he pasado!—Qué cosas tan bonitas.—Tirso, ¿qué haces aquí? ¿Traes regalo

para la condesa?El niño se encogió de hombros.—No.Entonces no puedes entrar todavía. Tienes

que esperar fuera.La madre de Tirso entró por él.—Niño, no puedes estar aquí.—Sí, ya me lo ha dicho Rufo. Pero ven,

mira qué cosas tan bonitas.La madre de Tirso miró un momento sin

demasiada atención.—¡Mira qué torta!—Sí, muy hermosa. Vamos fuera, hijo. Hay

que esperar.

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Rufo siguió colocando cosas. Había unmanto de seda roja bordada en oro y una esta-tuilla de mármol antiguo y una chaqueta depiel de zorro...—Cuántas cosas. Va a ser muy difícil saber

qué es lo que mira la condesa con másatención.

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Rufo miraba, meditaba, pensaba en Pom -ponia y en el día que se preparaba, lleno deexperiencias y emociones.—Rufo.La voz del alcalde le sacó de sí mismo.—Señor.—Nuestro libro. ¿Has colocado nuestro

libro en la bandeja?—Todavía no, señor.—¿A qué esperas? Vamos, vamos... espera.

Yo lo traeré.—¿Cómo queda todo? —preguntó la

mujer del alcalde, que había prestado la enor-me bandeja para la ocasión.

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—Bien, señora. Aunque pienso que hay unproblema.—¿Un problema? ¿Qué problema? No

podemos tener problemas ahora. Está a pun-to de llegar —casi gritó Brito que ve-nía corriendo con su falsa historia en lasmanos.—Cuando la señora condesa se acerque a la

mesa y observe la bandeja con los regalos, losmirará todos y no dirá cuál le causa mayorimpresión. Ella es una señora muy bien edu-cada.—Ya —dijo Brito—. Y tú, ¿qué sugieres?Rufo pensó un momento.—Es necesario que alguien se sitúe detrás

de la bandeja para ver de frente la expresiónde la cara de la señora condesa. Sólo así esta-remos en disposición de juzgar, sin temor aequivocarnos, qué presente causa la primeraemoción en la Señora.—Sí —dijo el alcalde—. Es buena idea. Yo

me sentaré detrás de la bandeja.—Eso no le gustará al pueblo, señor.

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—¿Por qué? Yo soy el alcalde y debo sen-tarme en lugar preferente.—Es cierto, señor. Sin embargo, no podéis

erigiros en juez de este lance, ya que presentáistambién un regalo.—Tiene razón —dijo la alcaldesa, que se

encontraba incómoda con su estrecho vestidoazul—. Imagínate como se pondrían algunos.—Entonces... ¿qué podemos hacer?—Hay que pensar deprisa —comentó la

señora—. Debe de estar al llegar.Rufo paseó un poco por la reluciente sala

del Ayuntamiento. Hasta allí llegaban lasvoces nerviosas de los habitantes de Fon -tenera. Incluso oyó las risas cacareantes de lashijas del boticario.¿Cómo hacerlo de la manera más justa y

más segura? El concurso de presentes teníaque ser de lo más correcto y limpio. Para esoestaba allí él.Rufo estaba demasiado nervioso. Lo nota-

ba porque no acudían a su mente las ideas nilas palabras. Se acercó a una ventana trasera

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desde la que se veía el campo sembrado queempezaba a reverdecer.—¡Nico! —dijo de pronto.—¿Qué pasa? —preguntó el alcalde.—¿Qué le pasa al chico? —preguntó preo-

cupada la alcaldesa.Rufo se explicó.—No pasa nada. De pronto me he acor-

dado de él. Puede hacer de paje. Le situare-mos detrás de la bandeja y él nos dirá qué eslo primero que llama la atención de la con-desa.—Me parece una buena idea, pero los

sillones presidenciales los pondremos tam-bién de cara a la condesa. Yo también mequiero enterar.—Como gustéis, señor.—Voy a encargarme de que Nico esté pre-

parado —dijo la alcaldesa.Y desapareció por la puerta trasera queján-

dose de su vestido.—Con lo a gusto que se está con el delan-

tal...

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Los murmullos subieron de tono. Rufointerpretó que ya se veía llegar la comitiva porla carretera del pueblo.—Ya está ahí.—¿Quién? —preguntó Brito muy nervio-

so.—¿Quién va a ser? La condesa.—¡Ah, sí, sí! ¡Ay, ¿qué tengo que hacer?!

¡No me acordaré de todo!Rufo sonrió. Aquél no parecía el mismo

hombre que llenaba de gritos el despacho dela alcaldía.Se oían aplausos y vítores. Rufo se asomó

a la ventana que daba a la calle principal. Loscaballos blancos adornados con plumerosgranates llenaron su cabeza de recuerdosentremezclados. Dos lacayos, seis ministros,tres doncellas, una veintena de soldados y lacarroza de madera dorada forrada de sedagranate, velada por cortinas de encaje através de cuyos agujeritos la condesa veía sinser vista.—¡Viva nuestra señora!

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—¡Viva la condesa!Rufo recordó las malas palabras que le diri-

gió aquel día cuando lo echó de su gabinete deconsejeros por no querer participar en unoscuro asunto que tenía tintes de traición ymuerte contra el hermano menor de la con-desa.—En mi condado —había dicho en aque-

lla ocasión la egregia señora traspasando aRufo con la mirada—, el que no está conmi-go, se arrastra toda la vida.Y Rufo había preferido arrastrarse hasta

una pequeña aldea, donde pasar desaper -cibido pero limpio de traiciones y de muerte.La comitiva había parado frente a la puer-

ta principal del Ayuntamiento. Brito corriópor el pasillo de la sala y se abrió camino has-ta la carroza.—Señora —dijo Brito casi gritando—, es

para el pueblo de Fontenera y para mí, quesoy su alcalde, más que un placer, una bendi-ción su visita y nos sentimos tan honrados

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por su presencia, que no acertamos a expre-sarte nuestros sentimientos.La puerta de la carroza se abrió y dos laca-

yos se acercaron corriendo, agarraron a laseñora por debajo de los brazos y la dejaronsuavemente en el suelo. Una vez en el suelo, la condesa miró a

todos lados con desgana. Estaba mucho másgorda y había arrugas nuevas alrededor de susojos y de su boca. La nariz le había crecidounos centímetros y se curvaba ligeramentesobre la boca. Rufo pensó que no se parecía ala pintura que había realizado en el falso librode historia.Brito se acercó a darle la bienvenida y, mien-

tras tanto y tal como estaba convenido, losvecinos de Fontenera entraron en la sala y ocu-paron sus sitios para escuchar los discursos yatender a las celebraciones. Pero lo que másinteresaba a todos era el premio de los presen-tes en los que habían puesto tanta ilusión.Se encendieron los candiles y la bandeja

dorada brilló como si fuera de oro.

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Nico, vestido de terciopelo verde y muylavado y peinado, esperaba de pie tras la ban-deja. Ya le habían explicado seis veces cuál erasu misión:—Fíjate bien. Tienes que estar muy atento.

No dejes de mirar a la señora. Tenemos quesaber qué regalo le causa mayor sensación.Entre los vecinos se cruzaban apuestas y

comentarios.—Lo más hermoso es la chaqueta de piel

de zorro.—Deja, deja. Yo apuesto por las zapatillas.

¿No te has fijado en lo mal que está de lospies? La condesa ya avanzaba por el pasillo cen-

tral. Tenía mucha dificultad para caminar ysus inmensas caderas parecían querer arras-trar a sus súbditos a cada movimiento.Miraba a los lados, agradeciendo sin ganas

el júbilo de los vecinos.—Gracias... gracias...De pronto descubrió a Rufo y se paró en

seco en el pasillo alfombrado. La comitiva se

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apelotonó detrás. Algunos consejeros se caye-ron al suelo.—¿Tu aquí, Rufo? Con razón no me ape-

tecía visitar este pueblo.—Estoy totalmente de acuerdo con vos,

señora —dijo Rufo con una forzada inclina-ción de cabeza—. A mí tampoco me apetecíavuestra visita.—¿Qué ha dicho? —comentaba la gente.—¿Qué ha querido decir con eso?—Es un cumplido.—¡Ah, bueno!Pero la condesa le había entendido y le

mandó su fulgurante mirada que ya no era tandestructiva como años atrás.La señora siguió caminando muy despacio.

Iba pensando qué podía hacer con Rufo, perono podía mover un dedo contra él sin descu-brir su participación en la desaparición de suhermano. Debía callar. Lo más inteligente erahacer ver que no se enteraba de nada.El alcalde y el resto de la comitiva ocupa-

ron sus lugares detrás de la bandeja.

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La condesa paró un momento para tomaraire. Todo le parecía feo y aburrido en aquellaaldea. Antes de llegar, ya deseaba volver a supalacio y ver a Rufo había terminado de enve-nenarle el ánimo.—Qué fea es —dijo Menta a sus hermanas.—Está gordísima.—Parece un elefante viejo.La condesa era gorda, fea, vieja y estaba

arrugada, pero oía perfectamente. Se volvió y vio a las tres hijas del boticario que nopodían contener la risa. Apartó la mirada.Estaba cansada.—Qué horrible es esta aldea —dijo con un

suspiro.Siguió caminando. Quedaban unos pocos

metros y tres escalones hasta aquella mesa lle-na de cosas, tras la que habían situado lamullida butaca de brazos del Ayuntamientoen la que por fin podría sentarse. Luego, unpar de horas de aguantar discursos y salu-dos y podría volver a la comodidad de su pa -lacio.

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—Qué horrible es todo esto —repetíaentre dientes—. Sucio, vacío, inútil, opaco,aburrido...Había llegado hasta la bandeja. Las autori-

dades se pusieron de puntillas para no perderla reacción de la señora ante los regalos. Elpúblico contuvo la respiración y en el pesadosilencio de la sala se oyó muy clara la voz de lacondesa:—¡Oh, qué maravilla! ¡Qué belleza!—¿Qué es? ¿Qué es? —se preguntaban

unos a otros.—¡Nunca vi nada igual! —seguía la señora.No se oía nada en la sala.—¡Qué ojos tiene este niño!Y sólo se oyó el gemido emocionado de la

madre de Tirso.—Es Nico —dijo Rufo—. Era de esperar.

A la condesa sólo le pueden impresionar losojos limpios de un niño. Y muy satisfecho, Rufo dio media vuelta,

tomó el saquito con las cincuenta monedasde oro y se lo dio a Nico.

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—Toma, es tuyo.Pero el chico no acababa de enterarse.—¿Mío? ¿Por qué?

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Epílogo

Durante varios días, Fontenera recordó lavisita de la condesa en sus calles más limpiasque nunca, en los adornos de la plaza y en losmil detalles que cada vecino comentaba.—¿No viste su cara cuando miró la me -

dalla?—Sí, se le revolvieron las tripas.—¿Y la chaqueta de zorro? ¿Te diste cuen-

ta cómo la volvía para ver el forro?—Con lo preciosa que era la cestita de por-

celana... ¿De quién era? ¿De Rosaura?Después de los pesados discursos del alcal-

de y del gobernador, el pueblo de Fontenerahabía ofrecido la bandeja completa a la con-desa para que eligiese los regalos que le ape-tecieran, pero la señora se había mostradopoco interesada por nada. Probó una cucha-rada de la tarta, pero no recordó nada de suinfancia. No pudo probarse los zapatos por-que tenía los pies muy hinchados. Apartó lanariz al oler el concentrado perfume de

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oriente. Apenas hojeó el falso libro porqueno veía bien de cerca. Desdobló con desganauna manta que olía a lavanda. Tocó el forrode aquella chaqueta de piel de zorro, quevalía más que toda la chaqueta y suspiró abu-rrida. Casi no miró el resto de las cosas, elbrillo acusador de la medalla de Ceferino lehacía apartar los ojos de la bandeja y fijarlosen algún punto lejano entre su fastidio y susrecuerdos.Pero los vecinos habían visto muchos deta-

lles diferentes que interpretaban a su gusto.También se comentaba mucho en la aldea lafiesta que había tenido lugar en la plaza, des-pués de que el carruaje de la condesa desapa-reciera entre el polvo y los pinos del camino.La fiesta de compromiso de Rufo yPomponia, que duró hasta que las estrellasempezaron a brillar en los ojos de la novia.Fontenera no había cambiado nada. Sólo

había una placa nueva de bronce con unafecha grabada en la puerta del salón delAyuntamiento. Una placa que se fue enne-

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greciendo como las calles y las casas de laaldea con el paso de los días. Lo único que había cambiado era el futuro

de Tirso. Nico había dado las monedas de oroa la madre de su amigo.—No puedo aceptarlo, Nico —había

dicho la madre de Tirso—. El premio es tuyo,te lo has ganado.—Pero yo no he hecho nada para ganarlo

—protestaba Nico—. Yo no tengo la culpa deque la condesa me mirara a mí en vez de mirarla bandeja.—Tú necesitas ese dinero. No tienes nada,

hijo.—Yo tengo todo lo que necesito —había

dicho Nico—. Todos en Fontenera me quie-ren y me cuidan, soy como su familia. Mequedo a comer en la casa que me queda cercacuando es la hora de comer y duermo dondequiero. La señora del alcalde me da la ropaque dejan sus hijos y algunas veces me la com-pra nueva para mí. Todos me dan dulces ycaprichos y cuando quiero jugar vengo aquí.

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Tirso es mi mejor amigo y él sí necesita estedinero.La madre de Tirso dudaba.—Pero... tu futuro...—Yo siempre viviré aquí. Este es el sitio

que me gusta, es mi pueblo y tengo un tra-bajo en el Ayuntamiento. Con el tiempo, talvez pueda ser secretario. Rufo me va aenseñar. Y la madre de Tirso había mirado a su

pequeño, que clasificaba unas hojas de cas-taño en su cuaderno de hojas mientras con-sultaba un libro tan grande que casi no podíamover. Y pensó que hay personas que necesi-tan algo más que comer, dormir y jugar. Pensóque el mundo avanzaba porque, de vez encuando, algún niño como su pequeño Tirso,podía estudiar, y otras personas de miradalimpia, como Nico, podían ayudar a conse-guirlo.La madre de Tirso se había envuelto en su

gastado chal, había dado un beso a cada unode los niños y había salido con el saquito de

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monedas en busca de Rufo para que le acon-sejara lo mejor para su hijo.Nico la vio correr hacia el Ayuntamiento.

Antes de llegar a la fuente, la madre de Tirsose volvió y sonrió, y aquella sonrisa se quedódibujada en los preciosos ojos de Nico parasiempre.

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Índice

1. Fontenera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5

2. La tarta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 20

3. Las zapatillas calientes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 46

4. La medalla . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69

5. El perfume de oriente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83

6. Nada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107

7. El libro de color . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119

8. La visita . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 129

Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151