"las cenizas del exilio", patrick bard (kailas)

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    PATRICK BARD

    LAS CENIZAS

    DEL EXILIO

    Traduccin de Tamara Somoza Gil

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    Las cenizas del exilioTtulo original:Poussires d exil

    2015, Patrick Bard 2016, Kailas Editorial, S. L.

    Calle Tutor, 51, 7. 28008 [email protected] 2016, traduccin de Tamara Somoza Gil

    Diseo de cubierta: Rafael RicoyMaquetacin interior: Autoedicin y diseo Torre, S. L.

    ISBN: 978-84-16523-19-1Depsito Legal: M-12684-2016

    Impreso en Artes Grficas Cofs, S. A.

    Todos los derechos reservados. Esta publicacin no puede serreproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitidapor un sistema de recuperacin de informacin en ninguna formani por ningn medio, sea mecnico, fotomecnico, electrnico,magntico, electroptico, por fotocopia o cualquier otro, sin elpermiso por escrito de la editorial.

    www.kailas.eswww.twitter.com/kailaseditorialwww.facebook.com/KailasEditorial

    Impreso en Espaa Printed in Spain

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    Para Marie-Berthe

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    Nota de la traductora

    A lo largo de la novela, el autor introduce en el texto nume-rosos trminos en castellano y en valenciano. En el caso de los

    trminos en valenciano, se han mantenido tal cual en la edicinespaola, resaltndolos en cursiva. Con los castellanos se ha op-tado por mantener la cursiva original con la intencin de que ellector sepa que se trata de un trmino escrito en castellano enel original, pues, dada su abundancia, resultara excesivamenteengorroso indicarlo en nota en cada ocasin.

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    Deberamos ser capaces de comprender que las co-sas son irremediables y, sin embargo, estar dispuestos acambiarlas.

    F S F,El Crack-Up

    Se alza el viento! Hay que intentar vivir!.

    P V,El cementerio marino

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    Primera parte

    Quisimos domesticar el viento

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    1Lea

    La Horta d en Carrer, Espaa, 1904

    S , sers una ignorante hasta elfin de tus das! E irs al infierno!

    S, ya, menuda historia. Que no y que no,que no pensaba aprender a leer. Ni tampoco aescribir. Nunca! As escarmentara aquel cuervo en sotana.

    Qu se crea? Que no se haba enterado de nada? Que nosaba que era hija del cura? Los nios pueden llegar a ser muycrueles. Por las noches, despus de cenar, los padres hablaban. Alda siguiente, sus palabras se convertan en afiladas cuchillas enboca de sus vstagos. Cuntas veces no haba hecho callar a pu-etazos a aquellos mocosos, tirndolos al suelo y patendoloshasta que se retorcan entre el polvo de las calles salpicadas deexcrementos de burro?

    j j j

    Lea Expsito Pascua vino al mundo un domingo de Pascuadel ao 1890 bajo el signo de Aries, en la planta baja de una ca-sucha del barrio de El Cabaal, no lejos del puerto de Valencia.

    En ausencia de padre reconocido y de madre identificada, le

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    pusieron de primer apellido Expsito como se sola hacer contodos los hurfanos y, de segundo, el nombre del da corres-pondiente del calendario romano: Pascua. El nombre de pila se lodeba a santa Lea, patrona de la parroquia, cuya fiesta se habacelebrado quince das antes.

    En realidad, Lea era hija de Carmen Pons Mart, de profe-sin criada de cura, que haba muerto en el parto. La recin na-cida qued registrada en lainclusade Valencia, en un pergaminosellado, segn los usos aplicados a los hijos no reconocidos, ydespus la confiaron temporalmente a un orfelinato de la ciudad,

    hasta que su progenitor, el cura de la parroquia, la recogi y se lallev en diligencia al campo. All se la entreg a una familia deacogida de La Horta den Carrer, la aldea a la que lo haban des-tinado despus de prear a su criada. Desde las chozas del case-ro, que parecan colgadas de las laderas de las colinas, se vean lasplayas de Sant Balaguer de la Font.

    Un lugar que haca que el clrigo sintiese nostalgia de su an-tigua parroquia de Nuestra Seora de la Buena Muerte, donde

    oficiaba tanto en el plpito como en la sacrista. Y con genero-sidad.Condenado a velar por las conciencias de los pobres de una

    aldea perdida, encontr una familia de pirotcnicos que accedia acoger el fruto de su concupiscencia. Hubo, adems, que bauti-zar a la nia. En el momento de ungir al beb, que una madrinareclutada para la ocasin sujetaba con los brazos estirados, el pa-dre Vicente se content con hacerle una fugaz seal de la cruz enla frente enrojecida por el llanto, mirando hacia otra parte, y elasunto qued zanjado con un par de aspersiones de agua bendita.

    Ya bautizada, Lea regres, sin dejar de gimotear, a los brazos desu madre adoptiva, Manuela Julbe, encogida bajo el viento queinflaba sus faldas oscuras en el camino polvoriento, como evo-cando las velas enlutadas de un barco que parte. Un negro navoempujado por el poniente, que transportaba la arena desde lasplayas de Sant Balaguer de la Font hasta las puertas de las caba-as de los pescadores, flagelando la madera con su azote enfure-

    cido.

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    La buena mujer se encamin hacia la casona rodeada de na-ranjos. Un hogar lleno de nios, entre los que ninguno era leg-timo.

    Nadie saba si el vientre de la madre Julbe se haba secado comoun pimiento olvidado al sol o si era que los cojones arrugados de sumarido le colgaban intilmente entre las piernas, vacos comoodres al da siguiente de las bodas de Can. El caso es que, pese adenodados esfuerzos, Manuela y Eluctario Julbe jams haban lo-grado tener descendencia. Como la fertilidad de la Huerta valen-ciana solo era comparable a la esterilidad del matrimonio Julbe,

    una tropa de hurfanos acogidos trabajaba en la fbrica de fuegosartificiales y cosechaba en los campos las lustrosas naranjas de om-bligo, astros de carne jugosa, contante y sonante, y tantas olivas quesu peso doblaba las ramas sobre las terrazas de piedras secas.

    En casa de los Julbe no se desaprovechaba nada. Todo era sus-ceptible de transformarse en pesetas.

    Por lo tanto, en las horas trridas en que las corrientes empu-jaban el aire llegado de frica y el llano se recoca como si un

    olvidadizo aprendiz de panadero se hubiese dejado abierta lapuerta de un horno gigante, en las horas en que todo se abrasabaal paso de los vientos del Shara, nada de siesta. La familia enteraestaba atareada confeccionando petardos para las fiestas de lospueblos de los alrededores, empleando reservas de plvora negraque la menor chispa habra transformado en un infierno. Demodo que los Julbe haban aceptado de buen grado el beb queles ofreca el padre Vicente.

    Les habra venido mejor un varn, promesa de brazos fuertesy aptos para el trabajo, pero haba que contentarse con lo que lesmandaba el buen Dios.

    Ya a los cuatro aos, Lea corra entre las hileras de naranjosrecogiendo los frutos cados de las cestas que los gitanos contra-tados para la cosecha cargaban sobre sus hombros relucientes desudor. Sus talones rebeldes haban rechazado la tortura de lossocs1. Las sandalias de cuerda le martirizaban la piel, ya cubierta

    1. En valenciano, alpargatas.

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    de callosidades y afecta al contacto de la tierra polvorienta, y du-rante mucho tiempo, hasta su exilio en la ciudad, ira con los piesdescalzos, como una nia salvaje, incluso en los bailes a los queiba a aturdirse hasta la madrugada.

    La irrupcin de la electricidad en la casa constituy para lania el primer deslumbramiento que recordara. Haban venidoa instalar los cables unos hombres que actuaban de forma miste-riosa y, cuando se encendi la bombilla, Lea se sobresalt y dioun paso atrs, parpadeando ante aquella luz tan intensa. No obs-tante, la magia dur poco. Las lmparas de petrleo y de carburo

    llevaban demasiado tiempo siendo dueas y seoras de la ilumina-cin domstica como para que a los Julbe se les ocurriese siquieraencender aquella dispendiosa bombilla. As pues, se anunci quelos infractores seran llamados al orden econmico mediante unsopapo.

    A los seis aos, Lea se haba hecho fuerte como un chico yera ms terca que la ola que desgasta incansable la duna. Reaciaa cualquier autoridad, pretenda, no obstante, mandar perma-

    nentemente sobre los otros once nios de la casa y daba rdenesa diestro y siniestro, sin distincin de sexo ni edad, hasta el puntode que sus compaeros no tardaron en rehuir su caprichosa com-paa. Aquel que se resista reciba de inmediato su castigo, enforma de un puntapi propinado con sus pies endurecidos por loscallos en donde ms duele. As fue acostumbrndose a la soledad

    y se gan un sobrenombre que le iba que ni pintado a su inde-pendencia crnica y a los zarpazos que sola dar: la Gateta.

    Con el tiempo acabaron por salirle garras. nicamente los dela casa eran capaces de hacerla entrar en razn, y solo a palos.Incluso el padre Vicente, que trataba de ensearles los rudimentosdel castellano, la aritmtica y los Evangelios a los cros mugrien-tos de la parroquia antes de que el trabajo en el campo se apode-rase de ellos, fracasaba en sus intentos de que lo obedeciese.

    Peor an: hacia l, la Gateta mostraba ms desconfianza quehacia nadie, pues se negaba a descifrar la menor letra del alfabeto

    y menos an a pronunciar una sola palabra en la lengua de Cer-

    vantes. Lea! Habla en cristiano!, se enfadaba cada dos por tres

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    el cura. Pero era en vano. Llegada a la edad de ocho aos, la muyimpertinente segua negndose a emplear el espaol y solo seexpresaba en valenciano, actitud en la que persisti hasta su l-timo da.

    Su gesto ladino pareca desafiar al cura, habituado a la defe-rencia de las campesinas andrajosas que se apresuraban a besarlela mano cada vez que pasaba por los campos, encaramado a sucaballo andaluz para no mancharse de barro. Al final de sus due-los mudos, el padre Vicente siempre acababa por agachar los ojosavergonzado, mientras la Gateta lo miraba fijamente con aque-

    llas pupilas oscuras que lo escrutaban, que saban, hasta que selevantaba y sala disparada, descalza, volando por el camino quellevaba a las umbras terrazas donde crecan los naranjos. El curanunca lleg a sospechar que la Gateta, en el secreto de su alma,aprenda sola a contar. La nia, inclusera pero ms lista que elhambre, haba comprendido que solo las cifras importan paraquien aspira a escapar de la miseria y la mugre destinadas a losbastardos de su especie.

    Las labores del campo haban fortalecido los msculos de susbrazos tostados por el sol. El pelo, que nunca haba aceptadocortarse, le llegaba ya hasta la cintura. Manuela Julbe le exiga ala Gateta que la llamase madre, algo que la muchacha solo hacacon la boca pequea. A cambio, la madre adoptiva la despio-

    jaba con regularidad en el patio. Fue el nico amago de cariciaque la pequea lleg a aceptar de los dems. Las tardes de verano,cuando la luz se demoraba, le gustaba abandonarse a las manosde la patrona, que se sumergan, valindose de un peine de huesode apretadas pas, en su espesa cabellera castaa en busca depiojos. Con el rostro exttico, se preguntaba, perdida en la con-templacin de las cucarachas que huan de los ltimos rayos delcrepsculo tratando de refugiarse en el porche, cmo controlar atal multitud. Fue as como Manuela Julbe logr, contra toda ex-pectativa, ensear a la pequea salvaje el arte de lavarse la melenacon el agua del pozo y peinrsela en una gruesa trenza recogidaen un moo, sobre el que poda llevar hasta diez kilos de carga

    sin ayudarse jams de las manos.

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    Solo tena once aos cuando le crecieron los pechos. Nadie lehaba enseado el significado de esa sangre que cada luna le bro-taba de entre las piernas, ni tampoco el modo de calmar la quebulla en sus venas y le calentaba el cerebro como un sol de agosto.Era de una poca en que las mujeres no llevaban bragas y mea-ban de pie. La madre le ense el arte de atarse las enaguas entrelas piernas en los das impuros, y no hubo ms. La observacin delos animales de la granja no le proporcion mejor respuesta y,adems, le pareca que tenan un aspecto estpido en el momentode aparearse. Tambin descubri sola la forma de calmar sus fie-

    bres: apretaba los muslos durante noches enteras, hasta lastimarselos msculos, a la espera del estremecimiento liberador. El placerfue para ella tal revelacin que al levantarse ya estaba impacientepor volver al secreto de su jergn para repetir varias veces segui-das el ejercicio, hasta el punto de que le quit el sueo. La formaen que los hombres contemplaban su cuerpo en floracin habacambiado, y con sus ojos negros ella empez a observar a los j-

    venes sin bajar la mirada ms que ante el cura, salvo cuando se

    demoraba en el enigma que resida en el centro del comps for-mado por las piernas slidas de los campesinos.Apretando los muslos hasta perder el sentido, privada de

    sueo y desganada, a cada poco presa de convulsiones, la Gatetacreca y se marchitaba a ojos vistas, hasta aquella tarde en que,tras escaparse una vez ms, se encontr con el pastor. Haba idoa refrescarse a la fuente del pueblo. Durante todo el da, el calorhaba martilleado la tierra como un herrero una plancha de hie-rro, como siempre sucede en las semanas anteriores a la fiesta dela Virgen. Con las sienes palpitando de fiebre, Lea haba rociadoagua sobre sus hombros tostados por el sol, que la camisa gastadadejaba al descubierto. Se haba estremecido al sentir el frescor delagua que le corra entre los pechos, haba sumergido la cara ensus palmas llenas de pequeos charcos helados, haba observadoel baile enloquecido de los mosquitos en el aire trmulo, habaescuchado el canto de los grillos, tan mareante como el traqueteode la mquina de coser a pedal que la madre Julbe haba adqui-

    rido haca poco, y cuya llegada haba atrado una aglomeracin

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    de curiosos del pueblo. En el momento en que el sol desaparecatras las montaas occidentales, el cabrero sali de entre los cipre-ses que ocultaban el camino, en medio de la nube de polvo quelevantaban sus animales. Lea ni siquiera haba hecho ademn de

    volver a vestirse. Mientras las cabras se abrevaban a grandes len-getazos, haba avanzado y, sin mediar palabra, haba cogido alhombre del puo para llevarlo al abrigo de un alcornoque. All,mientras la oscuridad iba ganando terreno, le haba abierto labragueta al pastor, en silencio. A la altura de su frente, el pechodel hombre un pecho con olor a macho cabro, pens suba

    y bajaba como si fuese el de un caballo tirando del arado en unatierra demasiado dura. Sin osar creerse su suerte, el cabrero tra-taba en vano de ahogar sus suspiros, por miedo a que pusiesen fina su milagroso suplicio. Cuando ella extrajo su sexo erecto, secontent con emitir pequeos gemidos sordos, temblando, apo-

    yado en el tronco nudoso, con las speras mejillas perladas desudor y los rizos de pelo negro pegados a las sienes. Desde lo altode sus doce aos, la Gateta examinaba la textura del miembro,

    apreciaba la suavidad de la piel hinchada en la penumbra. Instin-tivamente, empez a masturbarlo mientras apretaba los musloscon toda la fuerza de que era capaz. No dur mucho. Una decenade idas y venidas de la mano bastaron para acabar con la fortalezadel hombre, que lleg al clmax con un estertor, mientras lanzabaa un lado y a otro miradas temerosas, revolviendo los ojos comouna mula enloquecida. Ella se llev la mano a las fosas nasales,dilatadas. El semen del hombre exhalaba un extrao olor a al-mendra amarga y pescado. Hizo una mueca, se limpi la manoderecha en las enaguas, todava intrigada por el lquido caliente ypegajoso que haba brotado del miembro endurecido como si lohubiese ordeado, mientras el pastorcillo, seguido por sus des-preocupadas cabras, hua en el crepsculo abrochndose la bra-gueta. A continuacin, ella regres a casa, donde, por primera vezen largos meses, se durmi en el acto.

    Quiz fuera porque le llegaron chismes de los aldeanos sobrela desvergenza de su hija o tal vez porque se cans de intentar

    educarla para nada, pero el caso es que el padre Vicente decidi

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    llevrsela lo ms lejos posible de La Horta den Carrer. En elmomento de despedirse, aquel padre que jams haba confesadoser el suyo contempl a la muchacha:

    Entonces, es tu ltima palabra? Te niegas a aprender aleer y escribir? Pues te quedars idiota, mi pobre nia!

    Lea baj por fin la cabeza, se balance un momento de un piea otro, sin contestar, acariciando con la mirada sus pies, que seobstinaba en llevar descalzos, con las uas enlutadas. Luego le-

    vant la barbilla y fij sus pupilas oscuras en las del padre, dilata-das. Aquel hombre haba fecundado a una madre que Lea echaba

    de menos. Grav en su memoria los rasgos de quien la habahecho hurfana.

    El cura se rindi:Sea. T lo has querido. Voy a confiarte a quien sabr me-

    terte en cintura.La marcha de la Gateta se recibi con alivio entre los otros

    nios, que quedaron libres de sus persecuciones, y solo lamentsu partida Manuela Julbe, que ya nunca ms la despiojara en el

    frescor del anochecer. De pronto vido de redencin tanto paral como para su hija, el cura empez a mortificarse en su recto-ra y prometi ponerse el capirote de penitente en el mes demayo para entrar de rodillas en la catedral de Valencia cuandosacasen en procesin a la Virgen de los Desamparados, cubiertade diamantes, en medio de diez mil mendigos, mancos, tullidossin piernas, leprosos, vagabundos y otros pordioseros en alegre

    jolgorio, llegados para la ocasin desde los cuatro confines deEspaa.

    j j j

    Internaron a Lea con las monjas de clausura de la beata Gra-cia, en el convento de Torrente, cerca de Valencia. Lo peor noeran los austeros edificios por los que circulaban las monjas. No,lo peor era la celda. En La Horta den Carrer, Lea se haba acos-tumbrado a las habitaciones comunes. Esperaba encontrarse en

    compaa de otros nios. Pero las nias a las que las hermanas

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    enseaban las letras y las buenas maneras eran de una extraccindiferente a la suya. Saltaba a la vista que a las monjas no les gus-taba mezclar los orgenes. A no ser que su encierro fuese conse-cuencia del desliz que haba tenido en el pueblo. O de su rebel-da. La celda, s, eso era lo peor. Eso y los altos muros de piedra,infranqueables.

    La recibi sor Redencin, una vieja cretina desdentada y s-dica, que ola a orines y a la que el buen Dios haba dotado deuna imaginacin sin lmites, que ella enriqueca an ms inspi-rndose en la imaginera piadosa de los suplicios infligidos a los

    santos. Las imgenes de los pezones de los mrtires arrancadoscon alicates, de predicadores decapitados, de santos atravesados porlas flechas o desollados vivos parecan animarla ms que nada.

    Enseguida las dos se olisquearon como animales dispuestos aenfrentarse.

    Todo en sor Redencin rezumaba autoridad, voluntad de so-meter al nio.

    Todo en Lea clamaba la insumisin, por sus principios, pero

    sobre todo por su naturaleza.La vieja condujo a la joven por largos pasillos hasta una hilerade puertas. Tom una pesada llave atada a su cintura con unacuerda y luch un buen rato con la cerradura antes de poder abrir.

    Entra ah.Lea mir desafiante a la religiosa y sacudi la cabeza con

    energa.Que entres te digo.Como Lea se demoraba, la cogi del hombro y la empuj a la

    oscuridad de la mazmorra.Yo duermo en un cuarto como este, muchacha. No te mo-

    rirs. Ya que parece que te niegas a aprender a leer y a escribir,que sepas que no saldrs de aqu hasta que cambies de opinin.

    La puerta se cerr. Lea dio media vuelta para arrojarse contodas sus fuerzas contra ella. En vano, por supuesto. Entoncesretrocedi, tom impulso y la embisti bajando la cabeza. Perdiel sentido, pero nadie acudi en su ayuda. Cuando recuper la

    consciencia, se haba hecho de noche. Por el ventanuco no entraba

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    ms luz que la dbil iluminacin de la calle vecina. Lea trephasta el tragaluz, se aferr a los barrotes y llam.

    Nadie le contest. Se pas el resto de la noche caminandopor su prisin, mientras sus dedos ciegos recorran el relieve delas inscripciones hechas por generaciones de nias encerradasentre aquellas mismas paredes. Inscripciones que ella era incapaz dedescifrar, trazadas en la cal con la punta de un palo o con la ua.

    Lea se ahogaba, presa del pnico, como si la hubieran ente-rrado viva en una tumba. Por qu le causaban dao? Qu habahecho ella?

    Trat de calmarse evocando las imgenes apacibles de lagranja de La Horta den Carrer, mientras apoyaba la frente ardo-rosa en la piedra fresca. Al fin, se sac del bolsillo un pauelito dealgodn en el que haba metido unas cuantas flores de madre-selva recogidas antes de su partida. Apret los olorosos pistiloscontra su nariz, mientras se imaginaba fuera, corriendo, descalzasobre el suelo terroso, y luego levantando el vuelo y marchndose,al fin libre. Poco a poco fue calmndose.

    Termin por dormirse cuando rompa el alba.La cegadora luz del da que entraba por la puerta abierta ladespert con un sobresalto. Tena la impresin de que acababa deadormecerse. Sor Redencin estaba plantada en el umbral de lapuerta.

    Has cambiado de opinin?An dolorida y abotargada por el sueo, Lea se incorpor,

    con la melena alborotada y salpicada de briznas de paja arranca-das al jergn. Neg con la cabeza.

    Me lo imaginaba dijo triunfante sor Redencin, y laarrastr hacia las cocinas.

    Cuando llegaron a la antecocina, le puso un cepillo entre lasmanos y le encarg que fregase el suelo.

    Soy generosa, lo ves? Escapas a la reclusin, que sera de-masiado suave para ti. Pero, como no quieres aprender, has desaber que aqu hay que ganarse el pan. Vamos, ponte en marcha!Cuando vuelva, esas baldosas tienen que brillar tanto que el sol

    se refleje en ellas. A trabajar, muchacha!

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    Lea se puso a sacarle brillo al suelo, pero enseguida se dis-trajo de su tarea con un rayo de sol que atravesaba la ventana,contra la que se golpeaba obstinadamente una mariposa, igualque haba hecho ella la vspera contra la puerta de su celda. Tam-poco la mariposa soportaba estar encerrada. A Lea le habra gus-tado abrirle, pero los batientes quedaban demasiado arriba. Fas-cinada, la mir un poco antes de buscar a su alrededor algo conlo que poder ayudarla. Al final descubri una silla alta, que arras-tr hasta la ventana. Pero ni siquiera de puntillas era capaz dealcanzar la falleba. Se aventur a subirse al respaldo, en un

    intento de liberar a la mariposa accionando el mecanismo deapertura con la punta de la escoba. Y pas lo que tena quepasar. La silla empez a tambalearse bajo su peso, el pie descalzoresbal, Lea cay pesadamente y su cabeza fue a golpear lasbaldosas.

    Sor Redencin la encontr desvanecida, con la frente ensan-grentada. La observ unos instantes, recogi impasible el cubo

    vaco, fue a llenarlo de agua helada sacada del pozo que serva

    para abastecer a las cocinas y vaci tranquilamente su contenidoen la cara de Lea. A continuacin lo dej caer con estrpito. Laadolescente parpade, tratando de afinar su visin, nublada por eldolor, y se llev la mano al crneo magullado.

    Nos has ensuciado el suelo con tu sangre en vez de lim-piarlo! Pequea idiota! Recgelo! A limpiar eso!

    La hermana acompa su ladrido con una patada en los rio-nes de la adolescente, tan brutal que esta apret los dientes. Unarepentina bocanada de algo que nunca haba sentido, algo incre-blemente fuerte, le llen de golpe el pecho, la invadi y la hizoponerse en pie. El odio. Lea cerr los ojos, cogi con el pensa-miento mondas de verduras imaginarias y las frot por el rostroretorcido de la monja.

    Espera y vers, vieja perra. Mira lo que te hago en mi ima-ginacin. Algn da te lo har de verdad. Ya llegar mi hora.Mientras tanto, si crees que voy a ceder, ests muy equivocada.Nunca. Nunca, me oyes! Eres vieja y fea, la muerte llama a tu

    puerta, hermana. Y yo soy joven, soy hermosa y un da escapar

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    de aqu. Algn da ser rica y poderosa, y te aplastar como a larata de sacrista que eres.

    Con los labios sellados y el cerebro bullendo, Lea se levantpara hacer frente a la monja.

    No me mires as! Vamos, a trabajar!Con calculada parsimonia, Lea se puso manos a la obra. Sor

    Redencin, con los puos apoyados en las amplias caderas, sabo-reaba el espectculo: la pequea limpiaba su propia sangre, derodillas en el suelo, y enjuagaba el trapo en el agua del cubo quehaba ido a llenar.

    Cuando hubo acabado, la religiosa la agarr del codo y laarrastr hasta la capilla por la escalera que llevaba a la cripta. Deun empujn la tir a los pies del altar.

    De rodillas! Con los brazos en cruz! De rodillas, te digo!Ya te har yo perder el orgullo, seorita!

    Desde las profundidades de la tierra, con el mentn rozandolas fras baldosas, Lea sinti de nuevo como creca en ella el odioms puro. Como una ola. Una marea que iba conquistando su

    cuerpo y la inundaba.El reencuentro con la celda fue ms rudo. Esa vez la puertano volvi a abrirse por la maana. La joven se trag su rencor ysu miedo, los dej macerar en la oscuridad y transformarse pocoa poco en fuerza. En adelante, iba a preferir morir antes que dejarescapar la menor queja, la menor lgrima. Los das fueron pa-sando, interminables, mientras ella iba de un lado a otro por losexiguos metros cuadrados de su prisin, orinando y defecando enun cubo que una novicia vena a vaciar todas las maanas, yendode una pared a otra, negndose a beber y comer hasta que se dig-naran abrirle.

    Al cabo de una semana, volvi a ver la cegadora luz del ex-terior.

    j j j

    Transcurri un mes. Octubre iba tocando a su fin. Convertida

    en fregona del convento, Lea les sacaba brillo al suelo y a las pa-

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    redes del edificio durante todo el da, a cambio de su racin depan, sopa y tomates, antes de regresar cada noche al secreto de sucelda, donde cultivaba su resentimiento.

    En cuanto poda, escapaba a la vigilancia de las religiosaspara perderse por los jardines del monasterio. Era su nico con-suelo, su nica evasin. Ella, que no amaba nada tanto como lacontemplacin de los jazmines y los geranios, se deslizaba entrelos cenadores con viejos rosales, que formaban un laberinto vege-tal. En su refugio clandestino, se sentaba en el suelo y observabala multitud de laboriosas hormigas ocupadas en transportar su

    carga de miguitas en interminables columnas.Un abejorro se puso a revolotear en torno a una flor de hi-

    bisco de un increble color carmn. Lea sigui con la mirada laevolucin del insecto en busca de abejas, se tumb boca arriba yse abandon a la ensoacin, a la contemplacin de la carrera delas nubes por el cielo, mientras trataba de imaginar cmo sera sufuturo, lo que hara cuando fuese vieja. Cuando tuviese cuarentaaos. Quiz tendra un jardn. Y una gran casa. Campos. S, con

    naranjos. Y un marido rico que la quisiera.Y entretanto la vieja zorra de sor Redencin habra reventado.Se pregunt cmo sera hacer el amor con un hombre. Aquelmiembro que haba tenido entre sus manos, cuando la penetrase,qu sensacin le producira? Instintivamente, apret las piernas.Las nubes desaparecieron. De pronto oscureci su campo de

    visin la silueta densa de sor Redencin, a la que no haba vistovenir. La manaza de la religiosa se abati sobre ella como ungancho.

    Te he estado buscando por todas partes, descarada. Por finte he encontrado. Qu haces aqu, cuando deberas estar traba-

    jando duro o, si no, aprendiendo a leer y escribir, y a comportartecomo una buena cristiana?

    Encerrada a cal y canto en su interior, Lea aguardaba su cas-tigo. Contra lo que caba esperar, sor Redencin se content conhacerle pasar el resto de la tarde de rodillas sobre una regla me-tlica, que le dej las rtulas hinchadas.

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    La tempestad, la de verdad, estall la vspera de Todos losSantos en forma de un burro que forz la puerta del convento, loque le proporcion a la religiosa el tema de la tarea del da. Lamadre superiora haba mandado a buscar a su dueo, pues parecaque el animal no tena intencin de marcharse sin oponer resis-tencia. Mientras el campesino, ayudado por sus dos hijos, tirabacon todas sus fuerzas de una cuerda, sor Redencin inst a las

    jvenes alumnas a narrar el episodio. Lea estaba barriendo el aula,humillacin impuesta por la religiosa, que haba renunciado defi-nitivamente a ensearle a leer y escribir. Las plumas rascaban el

    papel, sin otra distraccin que el roce de la escoba contra el suelodel aula, entre las hileras de mesas.

    De pronto, Lea apoy la escoba y se pas el antebrazo por lafrente manchada de polvo pegado por el sudor. Sor Redencinalz la vista.

    Qu te pasa? Por qu paras, pequea idiota? Acaso te hepedido que te detengas?

    Las alumnas abandonaron por un momento sus redacciones.

    Sor Redencin golpe el suelo con el pie.Y a vosotras qu es lo que os interesa tanto, eh? Vamos, atrabajar! La historia del burro. Contad...

    De pronto se elev la voz de Lea, quebrando el silencio:Baj entre sus semejantes y no lo reconocieron....

    Tuvieron que transcurrir unos segundos interminables hastaque la religiosa comprendi el sentido de lo que acababa de or.Entonces, cuando empezaban a sonar algunas risas en el aula,lleg el inevitable castigo.

    Lea ni siquiera intent evitarlo. Lo afront, con la cabezaalta, sin pestaear, y se dej conducir hacia las profundidades dela antecocina por sor Redencin.

    Ah, conque no quieres llorar, eh? Pues yo voy a hacertellorar! Ya que no te basta con barrer, vamos a ver si te gusta pelarcebollas.

    Lea mir a su verdugo sin comprender. Qu se le haba me-tido en la cabeza a la vieja cerda? A qu vena hablar de cebollas?

    No lo comprendi hasta que vio el enorme manojo de bulbos

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    amarillos y abultados que ocupaba un lugar de honor en medio dela larga mesa de la cocina. As pues, la vieja perra haba hallado elmodo de sacarle las lgrimas. Rechinando los dientes y apretandolos prpados, Lea se dispuso a pelar su kilo de cebollas, mientrasla monja, de pie tras ella, se aseguraba de que no se le olvidaba niuna. De poco le sirvi a Lea cerrar los ojos, fue incapaz de retenerlas lgrimas que ya le corran por las mejillas, en tal cantidad quele costaba distinguir a sor Redencin a travs de sus prpadoshinchados. La vieja haba ganado. Con el pecho inflado, Lea li-ber su llanto. En el rostro de sor Redencin se dibuj una son-

    risa de satisfaccin y sus ojos humedecidos por las emanacionesde las cebollas peladas se entrecerraron.

    Ahora, cmetelas.Como Lea tardaba en obedecer, agarr una cebolla cruda,

    tom un cuchillo y la parti en dos. Luego le tendi un trozo.Que te la comas.Qu mosca le haba picado a la vieja? Acaso se haba vuelto

    loca? Al fin y al cabo... Lea se encogi de hombros y se comi la

    media cebolla. Luego la otra.Ms orden la monja ofrecindole otro bulbo.Y luego otro. Y otro ms, hasta acabar con el montn.Cuando cay la noche, Lea regres a su cuarto, derrotada,

    arrastrando los pies, con el rostro hinchado por el edema. Susprpados haban duplicado su volumen y vea borroso, como atravs de un vaso sucio. Tena la impresin de que los ojos que-ran salrsele de las rbitas. Se derrumb sobre el jergn, agotada,con la piel ardiendo, jurando que la vieja nunca ms le arrancarael menor sollozo, aunque tuviera que matarla.

    Se sucedi un extrao periodo de tregua. Satisfecha por sutriunfo, sor Redencin afloj durante un tiempo su vigilancia.Aprovechando aquel simulacro de libertad que a pesar de todo laconfinaba tras los altos muros del convento, Lea se tom el tiempode digerir su derrota. De dejar reposar el veneno de la venganza.

    Al llegar el invierno, con el fro, sus emociones se congelaron,

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    como si hubiesen quedado atrapadas en el hielo de aquella excep-cional maana de enero, que transform el agua de la fuente enuna bandeja de cristal. A pesar de la escarcha, siempre iba des-calza por los caminos del claustro, tras el cual se extendan los

    vastos dominios de las monjas, donde trabajaba una inagotablechusma campesina, siempre pronta al trabajo.

    Su obstinada negativa a calzarse estuvo en el origen de laexclusin definitiva de Lea.

    j j j

    Sor Redencin es una cabra vieja! Sor Redencin es unacabra vieja!. Lea lo recita, como una cantinela. Sor Redencines una cabra vieja que apesta.

    Podra salirse del camino, esconderse tras el grueso tronco dellaurel, evitar el enfrentamiento. Pero no. Con la cabeza alta, secruza con la monja y le sostiene la mirada.

    Por un momento, un breve instante, la religiosa titubea. Fin-

    gir que no ha visto nada. Pero no bien la ha dejado atrs, chilla:Lea! Aqu!Los ojillos atrapados en la hinchazn de los prpados y las

    ojeras. La papada que le tiembla bajo la toca.Lea se detiene. Se da la vuelta.Lea, ve a ponerte un par de socs, me oyes? Ya estoy harta

    de verte correr descalza por los caminos del jardn!Lea sonre, pero no se mueve.Lea, me oyes? Y borra esa sonrisa insolente de tu boca,

    seorita! No te bast con la leccin del otro da?Lea sigue sin moverse. Y sin borrar esa sonrisa que lo es todo

    menos la confesin de su sumisin. Todo menos una aceptacin.Esa sonrisa que provoca. Que borra las lgrimas que le arrancen la cocina el da de las cebollas.

    Lea observa a la religiosa. Sus mejillas fofas, agitadas por untic nervioso, una mosca que da vueltas por encima de su toca, elolor acre de la orina debajo del hbito. Sor Redencin levanta

    el brazo.

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    T lo has querido!El bofetn alcanza su objetivo. La mejilla se vuelve encar-

    nada.Ahora un mechn de pelo cruza la sonrisa de Lea.Te he dicho que borres esa sonrisa de tu cara, descarada!

    Y baja la vista! Ahora mismo!El segundo bofetn no le hace ni pestaear. Aparte de la san-

    gre que afluye tras el golpe y que le hincha un poco la mejilla, nose mueve nada, no cambia nada. Ni la sonrisa ni la mirada fija enlos ojos amarillentos y surcados de venillas de sor Redencin. El

    tercer bofetn es brutal, capaz de hacer repicar todas las campa-nas de Valencia. Lea ha cerrado los ojos en el momento de reci-birlo. Pero es todo. Vuelve a abrirlos, sigue sonriendo. La monjala escudria, acecha la aparicin de una lgrima. Nada. Una bo-fetada doble, esta vez.

    Para que una mejilla no se cele de la otra, te arreglar lasdos, guapa. Borra esa sonrisa!

    Y, como la Gateta no se achanta, la religiosa se abalanza sobre

    ella, la golpea, la golpea mientras da alaridos, tanto y tan fuerteque al final acuden dos monjas sujetndose la toca con una manoy las faldas con la otra. Sor Redencin no deja de propinarle pa-tadas y puetazos a la adolescente inmvil, que sigue sonriendo,con los pies plantados en la tierra recocida del camino.

    Las dos monjas reducen a sor Redencin, le arrancan supresa, mientras ella chilla:

    Puta! Pequea puta!Las religiosas se santiguan. Lea da un paso adelante, se acerca

    a su verdugo y le suelta:Si te golpean en la mejilla derecha, ofrece la izquierda.Sor Redencin lanza un aullido, que resuena a lo largo de las

    galeras hasta el despacho de la madre superiora, y se desploma.Las otras dos miran pasmadas a una Lea que sigue sonriendo,como si fuera el Maligno en persona.

    Vomitando improperios, suplicando que alejen a esa emana-cin del diablo que sigue sonriendo, sor Redencin se rasga el

    hbito, se arranca la toca, dejando al descubierto una cabellera

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    griscea, comida por la calvicie. Mientras se la llevan, todavaechando espuma por la boca, Lea se vuelve por ltima vez, conla vista an nublada por los golpes, para saborear la visin de lamonja pataleando, en pleno ataque de nervios.

    j j j

    Convocaron al padre Vicente, pero este se neg a ver a Lea.Cmo castigar a una nia insensible a todo castigo?

    Comprendiendo que nunca hara de ella otra cosa que una

    criada analfabeta, la confi a una familia adinerada de Valencia,que viva en un gran piso en la primera planta de un suntuosoedificio de la calle de la Paz, justo encima del taller de un lutier. Si

    ya estaba familiarizada con el odio, all conoci la envidia, loscelos y el uso de los zapatos. La seora de la casa era una mujerelegante, de manos regordetas, aquejada de un estrabismo que ladotaba de un aspecto cmico. Su esposo, eternamente enfundadoen un chaleco a rayas, solo en raras ocasiones sonrea bajo su bi-

    gote de puntas enceradas y siempre se expresaba en castellano,lengua de la que Lea se obstinaba en pretender no comprenderuna palabra. Como, de todos modos, no tena muchas ocasionesde dirigirle la palabra, no supona un obstculo para las tareasencomendadas a la joven: cuidar y distraer a los tres hijos de lapareja. En realidad, pasaba la mayor parte del tiempo jugandocon ellos y, por primera vez, llevaba una vida agradable.

    Los muebles encerados, las mullidas alfombras, los cuadrosque representaban a miembros de la familia e incluso una foto-grafa donde apareca el rey Alfonso XIII hicieron nacer en Leams de un sueo de opulencia. Envidiaba al amoy a su mujer. Lehabra gustado parecerse a ellos.

    En la ciudad todo la maravillaba. Iba por la calle con la narizpegada a las tiendas de abanicos, y el ir y venir de los carruajes ladejaba atnita. Por no hablar de la primera vez que vio un auto-mvil. Aquella mquina le inspir un miedo inmediato. Cmopoda avanzar sin que tirase de ella ningn animal? Al menos los

    tranvas estaban unidos a unos hilos que corran por el cielo.

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    Y todos aquellos hombres tan guapos, los seoritos,y aquellasdamas tan hermosas y tan bien vestidas... Le recordaban a los

    jueces del Tribunal de las Aguas, que se reunan cada mes delantede la catedral, engalanados con sus lujosos atavos, para dirimirlos conflictos que surgan en relacin con el riego de los campos.Aunque no comprenda nada de las disputas que se sometan altribunal consuetudinario, la cautivaba su complejo protocolo.

    Algn da tambin ella sera rica. Analfabeta, s, eso no podaevitarlo. Pero rica.

    Encontrara un marido con bigote y que llevara un chaleco

    con cadena y reloj de bolsillo, igual que el seor, el amo.No tena tiempo que perder.Lea decidi iniciar la bsqueda del marido ideal y empez a

    frecuentar los bailes con asiduidad. Los seores la haban vestidode la cabeza a los pies. Para su desgracia, tambin la haban cal-zado con unos borcegues de cuero cocido, que le torturaban losdedos. En aquella poca, desde las Fallas hasta los primeros dasdel otoo, Valencia era una fiesta. Burguesa, enriquecida por las

    naranjas, la ciudad ofreca un baile tras otro. Con las castaetasen la mano, a la hermosa Lea le bast con poner a bailar sus bo-tines por las plazas el da de libranza de las criadas para hacerque las cabezas dieran vueltas al ritmo de endiabladas sardanas ode cautivadorespasodobles. En esas anduvo hasta sus diecisis aos.

    Al cabo de este tiempo de despreocupacin, acab por echarleel ojo a un tal Manolito, un joven con buena planta en el que de-posit todas sus ambiciones. Era cuatro aos mayor que ella y sededicaba a ir por el campo vendiendo de puerta en puerta encajes,cuentas de vidrio y productos de las Amricas, adems de sumi-nistrar medicamentos para caballos a los gitanos de los puebloscircundantes. El vendedor ambulante haba heredado de su padrela carreta y el burro flaco que la acompaaba. Soaba con hacersepaero y trabajaba duro para ahorrar y poder algn da abrir supropia tienda. Ms que el propio comerciante, era la palabratienda lo que haba seducido a Lea. La Gateta ya se imaginabadirigiendo el cotarro tras el mostrador, desplegando metros de

    tejidos llegados de las Indias para tentar a las elegantes valencianas.

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    Ya llegara su hora. Tambin ella tendra algn da una criada a sudisposicin para que se ocupara de los nios. Y un sombrero con

    velo. Y ya nadie podra obligarla a llevar zapatos.Si bien supo emplear todas sus armas de mujer para seducir a

    Manolito, no cedi ante l, contentndose con las audacias quehaba probado con el pastor de La Horta den Carrer, convencidade que su virginidad era su mejor baza para cazar al elegido.

    Fue difcil. La sangre le bulla, sin que Lea supiese hasta qupunto iba a ser rudo el combate que durante toda su vida iba atener que librar para domar aquella sensualidad demasiado im-

    periosa.En 1906, poco despus de la Semana Santa, en mitad de un

    baile que se celebraba no lejos del puerto de Valencia, Manolito,pronto cansado de su aparente virtud, la plant para irse a bailarel resto de la noche con una morena granujienta, de nombreRemedios, con fama de ser mucho menos arisca que ella. Con lasmejillas encendidas por el fuego de los celos, Lea golpe el suelocon su taln calloso, jurando pagarle con la misma moneda a su

    novio en el acto.Cualquiera le servira, daba igual quien fuese. Mientras esta-llaba una tormenta de proporciones bblicas que no iba a tardaren provocar una desbandada entre msicos y bailarines, observa los que contemplaban a aquellos que se obstinaban en seguirdando vueltas por la pista empapada en agua. Le llam la aten-cin una melena roja, que brillaba destacando entre la muche-dumbre. El hombre le sacaba al menos una cabeza a quienes lorodeaban y su silueta seca y alargada brotaba como un tallo porencima de los sombreros relucientes de lluvia. Estaba all plan-tado, indiferente al aguacero, a decir verdad, indiferente a todo loque lo rodeaba, como perdido en el interior de s mismo.

    Lea le lanz una ltima mirada furibunda a Manolito y avanzhacia el pelirrojo, al que arrastr hasta el centro de la pista, yadesierta, mientras el vendedor ambulante se llevaba a la cama asu nueva conquista.

    El joven habra querido decir algo, ella lo notaba en su respi-

    racin entrecortada. Pero ni una palabra sali de su boca.

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    Fue as como, por despecho, Lea Expsito Pascua conoci aFrancisco Soler Pericas, apodado el Rotg, quien se convertiraen su marido. El Rotg no era comerciante, ni mucho menos

    vendedor ambulante. Tampoco era el hombre de sus sueos, yhaba pocas probabilidades de que llegase a serlo algn da. Igualque Manolito, era cuatro aos mayor que la joven y haba esca-pado a sus obligaciones militares por haber venido al mundo elmismo da que el rey Alfonso XIII, lo cual le haba valido, comoa todos los nacidos en esa fecha, para ser dispensado del recluta-miento por gracia real. Fue el nico golpe de suerte que tuvo en

    su vida, a no ser que se considerase que su encuentro con Leafuese tal cosa.

    El Rotg no era ms que un modesto obrero, aprendiz en unacarpintera de barrio, situada en Sant Balaguer de la Font, dondefabricaba ms atades que muebles y haca las veces de enterra-dor cada vez que este ltimo deca que estaba enfermo, es decir,siempre que andaba con resaca, y hay que decir que el sepulturerotitular era un hombre con mucha sed.

    Francisco Soler tambin se ofreca como jornalero por la co-marca. Humilde y taciturno, no posea ni tierra ni vivienda. Estono impidi que Lea se formase el proyecto de un futuro radiantepara ellos. Durante todo el tiempo que estuvieron de novios, lacriada sigui viviendo en la calle de la Paz, donde trabajaba. Elnoviazgo dur tres aos, al cabo de los cuales se hizo urgenteproceder al casamiento, pues el temperamento de la Gateta porfin haba impuesto un calendario acelerado.

    j j j

    Las otras criadas con las que se cruza en el mercado de Va-lencia la han avisado: la primera vez se sangra mucho. Es decep-cionante, no se experimenta ningn placer. Nada que ver con lostoqueteos hbiles y solitarios que se prodigan ellas mismas.

    Cmo se equivocan! Lea est tendida, con la cabeza apoyadaen el vientre liso de su hombre. Su piel es plida, semejante a una

    hoja de papel desplegada a la sombra de la higuera bajo la que se

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    han refugiado. Observa el sexo de Francisco, que parece un ani-malillo dormido. A su alrededor, todo es blanco bajo la luna,como cubierto de nieve. Han caminado hasta el campo, se hanbuscado un rincn. Cuando l la penetr, ella no sinti ningndolor. Solo un pellizco. Apenas una o dos gotas de sangre en lafalda, que habra que lavar. Se concentr en las sensaciones. Ladureza de l, tan suave en su interior. Sinti cmo iba creciendoel placer a lo lejos, como una confirmacin, en oleadas, y se incor-por para pegarse ms a su hombre. Las palabras salieron solasde su boca, como si no las estuviese pronunciando ella. Pensaba:

    Hazme el amor, hazme el amor. Pero en vez de eso grit: F-llame! Fllame!. Fue ms fuerte que ella. Y luego goz al mismotiempo que l. Las imgenes daban vueltas en su cabeza, la delpastor al que haba masturbado mucho tiempo atrs, la del Rotg,

    y luego todo se ti de rojo y permanecieron encajados el uno enel otro, sin aliento, congestionados. Tambin para l era la pri-mera vez.

    Distrada, ella le acaricia el miembro.

    Tarda mucho en volver a levantarse?El Rotg sonre.No lo s. Un poco. Pero contigo puede que sea ms rpido.Por instinto, Lea sabe. Se abalanza sobre l y lo engulle, se

    deleita con los sabores de ambos mezclados. Un placer animal.No tarda quince minutos ni diez, ni siquiera cinco. Lea saboreala asombrosa sensacin de ese miembro que se hincha bajo sulengua, como dotado de vida propia. Experimenta con ese nuevopoder. Su poder de mujer.

    Dnde has aprendido a hacer eso? A hablar as? Me hasmentido, no es la primera vez.

    Lea tiene que ensearle la sangre que mancha su falda paraconvencerlo. Con todo y con eso, l sigue dudando y toma suinstinto por experiencia. Ella insiste, l se aparta. El Rotg no com-prende que Lea no es ms que eso: instinto. Una animal dotadopara la supervivencia. La suya, la de su especie.

    A partir de ese momento, Lea solo piensa en volver a hacerlo.

    A la menor ocasin. Por la noche, en casa de los seores, donde

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    el Rotg se cuela a hurtadillas. En todas partes, todo el tiempo, nopiensa en otra cosa.

    j j j

    Lea deja su empleo tras un largo y sensual noviazgo. Se subea la diligencia que va a Sant Balaguer de la Font, donde la esperaFrancisco. All, su Rotg haba logrado encontrar una casucha deuna sola estancia para alojar a su futura familia. Esperaban elnacimiento para finales del verano. Lea palpaba con asombro sus

    pechos hinchados, su vientre redondo. En la fuente, las mujeresevocaban el dolor del alumbramiento con palabras dramticas, seacordaban de la Juana, que haba muerto de parto el mes anterior,de la Lourdes, que haba sufrido una hemorragia en Nochebuena

    y haba perdido el nio. Lea se encoga de hombros, recordandolos relatos aterradores de las otras criadas cuando contaban cmolas haban desvirgado. Y, aunque tuviesen razn, el dolor era paraella un viejo compaero, al que haba domado mucho tiempo

    atrs, gracias a sor Redencin. No tena miedo.Aunque celebraron una boda furtiva, tuvieron que hacerlo,como mandaba la ley, en la iglesia de Sant Balaguer, en losprimeros meses del ao 1910. El 11 de septiembre del mismoao, las manos arrugadas de una vieja del barrio extraan de entrelos muslos de Lea a un nio tan pelirrojo como su padre. Ellaobserv con curiosidad a su beb cubierto de sangre y humores.Cmo poda haber salido de sus entraas aquel ser? Al menosera un varn, un machote. Fue bautizado tambin era una obli-gacin legal con el nombre de Niceto.

    El Rotg era un hombre tranquilo y ms bueno que el pan. Alldonde lo pusieran, se quedaba quieto y no se mova. No obstante,la noche de bodas haba revelado a Lea el singular defecto de suesposo: Francisco Soler padeca sonambulismo crnico. Aquellanoche, ella tuvo un sueo extrao. Vagaba en plena noche, des-nuda por un camino, regada por una lluvia ms ardiente an quelos chaparrones de agosto. Tard un buen rato en despertarse.

    Cuando abri los ojos, se encontr a su marido de pie sobre el

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    camastro donde dorman, orinando encima de ella. Soaba queestaba hacindolo contra un muro, en la calle. Lea peg un salto,maldiciendo, pero enseguida se seren. En efecto, haba odo de-cir que bajo ningn concepto se deba despertar a un sonmbulo,pues se corra el riesgo de sumergirlo en una locura de la que nosaldra jams. As pues, se limit a bajarse de la cama para ir asecarse a la luz de la luna. Cuando regres a la casa, el Rotg haba

    vuelto a acostarse y roncaba como un oso.

    j j j

    Despus de la noche de bodas, el Rotg no volvi a orinarsobre su mujer, pero ella lo sorprendi infinidad de veces va-gando por la nica estancia de la casucha, cuando no era por elcorral, donde a la mnima despertaba a las pocas gallinas que lapareja haba conseguido reunir a base de privaciones. Erraba unrato por all y la mayor parte de las veces luego volva a acostarsel solo, de tal manera que, salvo contadsimas excepciones, la Ga-

    teta acab por dejar de prestar atencin a los caprichos nocturnosde su marido. Hay que decir que tena muchas otras preocupa-ciones en la cabeza. Lejos quedaban los sueos de abundancia,Lea haba entrado de lleno en la realidad. Una realidad de ham-bre cotidiana, suerte comn de un ejrcito de campesinos pobres

    y sin tierra. La leche que sala de los pechos de la hambrienta Leano vala gran cosa. Niceto creca mal. Aparte de los pocos huevosque ponan sus gallinas, los Soler tenan que contentarse con higos,una sopa demasiado aguada y algo de pan. La carne? Un hori-zonte inalcanzable. El pescado? Ya no tenan fuerzas ni de irhasta el mar. Niceto no solo haba heredado la pelambrera cobrizade su padre, que enseguida le haba valido el sobrenombre deRotget, sino que adems padeca el mismo mal nocturno que l.A veces Lea sorprenda a padre e hijo ciegos y mudos, dando

    vueltas en un silencioso tiovivo alrededor de la mesa coja, frotandocon los pies descalzos el suelo de tierra pisada, sin llegar nunca a cho-car entre ellos ni a dar con la camita del nio, que el Rotg haba

    fabricado con sus propias manos, usando descartes de madera.

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    La lactancia posee virtudes anticonceptivas bien conocidaspor las mujeres. Por ello, la Gateta amamant al pequeo Nicetotanto tiempo como le fue posible. Pero sus senos acabaron porsecarse debido a la falta de alimentos y volvi a quedarse embara-zada. Ramn naci pelirrojo como los otros varones de la familiaSoler.

    Las mujeres tenan razn. Los embarazos eran una fatalidad.Hasta que los cuerpos se secaban o moran.

    Le costaba querer a Ramn tanto como a su primognito.Cargaba con l con mucha menos ligereza, pues este se haba

    impuesto a pesar de la necesidad en la que se hunda la familia.Como se haban aprendido bien la leccin anticonceptiva, desdeel da de su nacimiento Ramn no haba vuelto a separar los la-bios de los pezones de su madre, agrietados por la demandaconstante. La criatura era insaciable y Lea se marchitaba a ojos

    vistas.Porque la Gateta, el Rotg y sus dos pequeos pelirrojos lite-

    ralmente se moran de hambre. Por mucho que Francisco en-

    samblase lo mejor que poda los cuatro tablones de los atades,que su mujer y l se empleasen como jornaleros a diestro y sinies-tro, en los naranjales, en los olivares, que trabajasen la tierraingrata del huerto y que hiciesen fuego con cualquier resto demadera, no les salan las cuentas. Durante un tiempo, pensaronen tomar un arriendo. Unafinca. Era el sueo de Lea. Solo quehabra que pagarle por ello al amo. Lo cual no dejaba a los apar-ceros ms que una nfima proporcin de las cosechas. Apenassuficiente para sobrevivir. Quienes se aventuraban a hacerlo, afalta de algo mejor, andaban por los caminos con la panza tan

    vaca como ellos.

    Haba sido un mal ao. Seco. Perdido. El precio del trigo es-taba por las nubes. Tanto que lleg a faltarles el pan.

    Lea y Francisco sacrificaron las gallinas. Despus, tuvieronque contentarse con olivas, algunos tomates frotados sobre un

    mendrugo aderezado con un poco de ajo, naranjas cadas del

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    rbol, ranas y caracoles cazados furtivamente en la red de ace-quiasque baaban los campos con un hilillo de agua.

    El arroz de El Saler, la vecina albufera situada al sur de Va-lencia, era un lujo; el queso, una utopa; y la leche de cabra, unabendicin que a veces les proporcionaba algn alma caritativa.Los Soler vestan andrajos. El pozo de su casucha exhalaba unhedor a animal muerto.

    Pronto se abati sobre la regin una epidemia de clera y lamuerte fue segando vidas en todas las casas, sin hacer distingos.Sin embargo, la de los Soler se libr, por lo que los vecinos em-

    pezaron a mirar de reojo a aquellos Rotgescuya mugrienta mise-ria solo era comparable con su insolente suerte.

    Entonces estall la guerra entre Francia y Alemania. En SantBalaguer de la Font no se supo gran cosa de este sangriento con-flicto hasta que los rumores les llevaron un viento de exilio. Deexilio y de trabajo por fin remunerado, en dinero contante y so-nante de la Repblica Francesa.

    All, en el norte, hacan la guerra corriendo por los bosques y

    los campos desde el 3 de agosto de 1914 y los ejrcitos alemanesse dirigan a toda velocidad hacia Pars, embistiendo con sus afi-lados cascos, de modo que pocos das antes de que llegase el otoo

    ya estaban en Meaux. En un esfuerzo desesperado, los franceseshaban repelido al enemigo hasta ms all del ro Marne el 19 deseptiembre de ese mismo ao. A partir de ese da, la guerra a pasode carga se convirti en conflicto de posiciones. Los ejrcitoscombatientes empezaron a enterrarse. En el invierno de 1914 lle-garon a Espaa las primeras ofertas de empleo. Hacan falta ma-nos para cavar trincheras y, como las de los orgullosos galos esta-ban ocupadas en empuar fusiles y bayonetas, se hizo saber a losobreros agrcolas de allende los Pirineos que en el frente los espe-raban las palas, junto con los jornales que las acompaaban. Lanoticia se propag con la velocidad de una tramontana invernal,cruz la frontera, atraves Catalua y lleg a Sant Balaguer de laFont.

    Aunque les faltaba el pan, Lea no haba renunciado por com-

    pleto a sus sueos. No era propio de su carcter abandonar. Bien

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    es cierto que haba tirado a la albufera la quimera de montar unatienda, pero no haba olvidado ni por un momento el voto que sehaba hecho con el Rotg. Una tierra. S, algn da tendran unatierra para ellos. No un pedazo de tierra, reducida por las heren-cias sucesivas al tamao de un pauelo apolillado. Su hombre seconvertira en amo, y ella sera la seora. Seora de una tierra,una de verdad, que los alimentara, abundante, frtil, como lasque posean los dueos de aquellos inmensos latifundios que seextendan hasta donde alcanzaba la vista y que tanto ansiaban loscampesinos sin tierra y las huestes de vagabundos analfabetos

    que haban tenido que echarse a los caminos.

    El Rotg agarr su mugriento sombrero negro de ala ancha yse uni a los hombres de Sant Balaguer de la Font, apiados enlas diligencias que partan hacia Valencia, donde los espaolesiniciaban un interminable viaje que llevara cohortes enteras deellos hasta los campos de batalla franceses.

    Al principio, las autoridades francesas estuvieron tentadas deconstituir con ellos unidades de combate. El ejrcito andrajosoque cavaba las trincheras y colocaba hileras de alambre de espinorecibi el pomposo nombre de batalln de trabajadores extran-

    jeros. Solo que aquel conglomerado de solicitantes de asilo, dejudos que huan de los pogromos, de aptridas, de rusos dema-crados, de polacos esquelticos, de jornaleros espaoles y de ita-lianos muertos de hambre, aquella torre de Babel, demostr serimposible de gobernar. Bastaba una orden de un suboficial paraque de inmediato se disgregase la pulcra formacin de la tropa

    y se transformase en una asamblea informe que se preguntaba endiez lenguas y veinte dialectos: Chto?, Qu dice?, O!. Re-sultaba mucho ms sencillo sealar con un dedo la pala y con elotro la tierra, imitando el gesto de cavar. El estado mayor prontorenunci a lanzar a la carga a los miserables, pues consideraba ala poblacin de las colonias mucho ms apta para ese sacrificio.

    Francisco no escribi sobre nada de esto a la Gateta, que de to-

    dos modos no saba leer. No poda describirle aquel pas demasiado

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    rico, abandonado por los hombres movilizados en el frente. Loscoches, las luces de las ciudades, los seores bien vestidos quehaba podido vislumbrar gracias a un breve permiso en la reta-guardia. El horizonte gris, ceniciento, los espectros de los rbolesdescarnados, los bosques talados, los campos sin cultivar, arra-sados por los obuses, las hileras de alambre de espino que surcabanla llanura, las redes de trincheras que se extendan como venasabiertas por el fango de la comarca de Soissonais. Y todos esos hom-bres cargados, demasiado equipados, que volvan cubiertos de barro

    y de sangre, tambalendose como fantasmas, mientras a lo lejos

    las manos gigantescas de los obuses arrasaban el paisaje y hacantemblar el aire. Echaba de menos a Lea. Echaba de menos a sushijos. No verlos crecer le provocaba un sufrimiento comparableal de no poder dejar correr su boca por la piel de la Gateta. Ellaera tan audaz en la cama que a veces lo asustaba. Dispuesta atodos los experimentos, a todas las exploraciones, se atreva a todo,no se resista jams, salvo cuando la invada el miedo de quedarseembarazada. Pero, aun entonces, nunca resista durante mucho

    tiempo. A menudo se haba preguntado de dnde le vendra talapetito por la cama. Luego haba decidido no pensar ms en ello,aunque a veces segua visitndolo el demonio de los celos. Nosiempre lo consegua, pero se esforzaba por expulsarlo y amaba aLea con un amor inquieto.

    No, de todo eso el Rotg no escribi nada. Son cosas de las queno se habla. Se limit a enviar dinero y con eso bast para reavi-

    var el cario de Lea hacia su esposo.

    j j j

    El patio de la casa, abrasado por el sol. El polvo. De nuevolas gallinas, cacareando en el calor. Y los huevos. Y los tomates,e incluso un poco de queso de cabra. De carne, nada. Tampocohay que pasarse. Lea sabe que su Rotg ha de estar pasandohambre, fro, all, en el norte. Ha cambiado un gallo por unapata, que est cocinndose a fuego lento. La tapa de la olla de

    barro se levanta, deja escapar un eructo. A los pies de Lea, una

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    nube de plumas. Sus manos acarician el plumn. Luego, a bra-zadas, recogen las plumas inmaculadas y las van metiendo en labolsa de algodn virginal. La llenan hasta que no caben ms.Las manos cosen, cierran la almohada. Seguramente el Rotgduerme en el duro suelo. Lea piensa en el fro glacial. Sobre lamesa, colocada de travs, dos libras de peras una fruta escasa

    y cara, como prueba de su amor. Vienen de los Pirineos. Poruna vez Lea no ha escatimado. Con delicadeza, coloca la almo-hada en el fondo del paquete y deposita con cuidado las perassobre el mullido colchoncito de plumas. Hay que evitar que se

    aplasten. Huele el perfume sutil de los frutos en sus dedos,aprieta los muslos.

    Por suerte, el cartero sabe leer, y tambin escribir. Es l quienanota en el paquete el nombre de Francisco Soler, ocupado encavar en algn lugar cercano a Soissons. El pecho de Lea se le-

    vanta. Contempla a su progenie de pelirrojos entretenida en ju-gar al corre que te pillo por el suelo de tierra pisada. Una carga.Pesada, demasiado pesada para ella. Para ayudarlas, las otras mu-

    jeres tienen madres, abuelas. Lea no. Lea est sola.j j j

    El paquete no tard menos de tres meses en llegar a su des-tino. De maduras, las peras haban pasado a un estado avanzadode descomposicin, y la peste que eman del paquete cuando elRotg lo abri hizo que almohada, plumas y frutas fuesen directasal basurero del campo.

    De la guerra, a fin de cuentas, Francisco no vio gran cosa,aparte de los trenes que transportaban a los heridos hacia la reta-guardia y las tropas de refresco hacia el frente, y de aquel singularamontonamiento de cuerpos entrevisto un da en el andn deuna estacin cuyo nombre haba olvidado, visin fugaz engullidapor los rales. Al principio, haba tomado a aquellos hombresamontonados por mutilados a los que estaban evacuando, hastaque, asombrado por su rigidez y su inmovilidad, el antiguo ente-

    rrador por azar se percat de su estado de estatuas cubiertas por

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    una costra de tierra, de cadveres a la espera de un tren que, comoel suyo, se dirigira hacia Pars.

    La Gateta no conoci la funesta suerte que haban corrido lasperas y la almohada hasta el regreso del esposo prdigo. l seabalanz como un muerto de hambre sobre los pechos de su mu-

    jer, que no se hizo de rogar, pues ya no aguantaba ms aquellaabstinencia. El pequeo Ramn haba cumplido dos aos y lalactancia prolongada haba concluido. Sucedi lo que tena que

    suceder. Con el nuevo embarazo, Lea descubri que la fatalidadpoda ir de la mano del orgullo. El orgullo de ser una mujer de

    verdad, que se acostaba con su hombre y luca la prueba de ello,mientras que tantas otras esperaban en vano las suyas.

    Llevados por el viento, los rumores circulaban veloces entre elsur de Francia y Espaa. Se deca que quienes se iban a trabajarlas tierras de Narbona o de Carcasona no siempre se contentabancon arar los campos. En los pueblos de Francia haba una legin

    de viudas, e infinidad de maridos espaoles no pensaban regresara su tierra, pues haban encontrado all hermosas enlutadas nece-sitadas de consuelo. Lea iba a la fuente luciendo orgullosa supanza. Los cacareos de las madres abandonadas murieron ante elespectculo de su redondez.

    As naci Batista. Rompiendo la costumbre, vino al mundorubio y libre de sonambulismo. Niceto segua siendo el preferido deLea. Ramn era torpe, taciturno como su padre, retrasado entodo. Niceto, en cambio, se lanzaba sin pensarlo mucho. Aunquesolo tena un ao y medio ms que su hermano, ya era ms espa-bilado que nadie, capaz de colocar lazos para cazar de cuando encuando algn que otro conejo. Era como ella. Pero Batista, tanrubio, con esa sonrisa... Un machoteencantador, un futuro seduc-tor al que Lea, rendida, cubra de besos.

    Por su parte, el Rotg no conoci la felicidad de abrazar al

    recin nacido. Francisco Soler, que se haba librado del recluta-

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    miento en Espaa por haber nacido el mismo da que el rey Al-fonso XIII, aunque cansado de las trincheras, del barro y de losuniformes, haba retomado una vez ms el camino de Francia,igual que otros trescientos mil compatriotas que haban partidopara sustituir a los campesinos del sur, sacrificados al ogro delsiglo naciente.

    Como ellos, el Rotg empujaba el arado entre las hileras devias por tierras de Bziers. Ms al norte, en las trincheras, el rojode la sangre se mezclaba con el del tinto de mala calidad. El vi-nacho. Si acaso llegase a faltar, tal vez a los soldados, recuperados

    de su ebriedad, les diese por sublevarse, quin poda saberlo?Tena que correr a raudales para que la tropa se inmolase sinprotestar demasiado. La industria vitcola funcionaba a plenorendimiento.

    Antes de que Europa terminase de destriparse, Soler ya habahecho dos campaas en los llanos del Minervois. Entre medias, an

    haba encontrado la forma de prear otra vez a la Gateta.El hombre haba cambiado. Segua siendo tranquilo y taci-turno, pero a veces, con una voz cargada de la autoridad que ledaba el haber recorrido mundo, se permita soltar speros co-mentarios polticos, citando el ejemplo de los pordioseros que seliberaban del yugo que los someta, all, en las vias francesas, yconclua sus diatribas con un lapidario: La tierra es de quienesla trabajan.

    La Gateta no pensaba dejar a Francisco Soler para otra msgolosa que ella. Haba acabado la guerra, o al menos se habafirmado el armisticio en aquel pas cuya opulencia todos exalta-ban, pero cuyos campos haban quedado vacos de poblacinmasculina en edad de procrear. As, cuando Francisco se embarcpara una tercera campaa, su mujer le comunic su deseo deacompaarlo.

    j j j

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    Hace semanas que lo sabe. Vaya suerte la de las mujeres!Pero ese idiota del Rotg ni se ha molestado en dar marcha atrs!No es el momento. De verdad que no. No quiere irse a Franciacon ese beb que llega en el peor instante, justo cuando se pre-paraba para levantar el vuelo. Ha probado de todo para abortar.Se ha pasado das enteros saltando en el sitio, en vano. As que vaa hacerse dao.

    La escalera pesa y le cuesta moverla. Lea hace una mueca.ltimamente tiene la espalda hecha polvo. La apoya contra lacasa. Como si se pudiera llamar casa a aquello! La apoya con fir-

    meza, tampoco pretende matarse. La sacude. Est bien. Conprudencia, va subiendo, un escaln, dos. Venga, tres, para no que-darse corta. Se da la vuelta con torpeza y encaja los talones en lamadera rugosa. Toma aliento, cierra los ojos y salta. Da con sushuesos en el suelo. Se golpea la barbilla. Le entrechocan los dien-tes. Se sienta, se palpa el vientre, se levanta despacio. Tiene lasrodillas en carne viva. Hace una mueca y se agarra a la escalera.Un escaln, dos, tres, cuatro, cinco. Hop! Esta vez le ha tocado a los

    codos. Est destrozada, de la cabeza a los pies. Por la noche el Rotgle pregunta qu le ha pasado, ella le contesta que ha resbalado.Espera con impaciencia. Cuenta los das. Pero nada. El en-

    gendro est bien agarrado.Entonces coloca una tina a pleno sol y la llena tanto como

    puede de agua, que ha puesto a hervir en una marmita al fuego, enla chimenea, siguiendo las indicaciones de una vecina que le haexplicado que un bao muy caliente poda provocar un parto pre-maturo. De todos modos, a Lea le encanta el agua. An no le hadicho nada al Rotg. Se pondra furioso. Quin sabe si no la aban-donara en el acto para irse a hacerle carantoas a una francesa?

    Vierte el agua abrasadora por su cuello, por sus areolas oscu-ras, engrandecidas por el embarazo. Se abandona a la voluptuo-sidad del bao, cerrando los ojos. Es agradable. Trata de imaginaral beb saliendo, ahogndose. Pero tampoco funciona.

    Entonces Lea engulle litros de pociones y de tisanas aborti-vas de sabor infecto, al tiempo que maldice a la criatura que lleva

    en su vientre, conminndola a salir en el acto, insultndola con

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    tal regularidad que el beb se acordar mucho despus de su na-cimiento. Pero no acaba de decidirse a ir a ver a la abortera.

    Ella. Una nia, adems es una nia, lo presiente, lo siente ensus carnes, en su vientre. Y ya la odia.

    j j j

    Se llam Gloria. Y el tonto del Rotg, que se encariaba conella! Claro. Ahora que ya le haba dado tres varones, poda enca-riarse con una nia, el muy canalla! Y qu iba a hacer ella con

    esos tres? Eh? All, en el norte, habra que trabajar duro. Nohabra nadie que pudiese cuidrselos y velar por ellos. Lea no sesenta con fuerzas para llevrselos. Haba que dejarlos. Volvera apor ellos ms adelante. Entretanto, saba a quin confirselos.

    Manuela Julbe se haba hundido bajo el peso de los aos, elpelo se le haba vuelto quebradizo y la plvora de los fuegos arti-ficiales haba empaado su piel, ms gris que el polvo de meteo-rito. Al verla, Lea sinti que regresaban los recuerdos de infancia

    y de libertad, las carreras entre los naranjos, sus pies descalzoslevantando nubes de polvo rido, las manos de Manuela Julbedespiojndola.

    S, all estaran bien. No era un abandono, como el del padreVicente. Su padre, aquel maldito cura que se haba deshecho deella como de... No, sus chicos no eran una carga. Al menos, nodurante mucho tiempo.

    Las manos de Manuela, las manos de la ternura, se retuercenmientras le suplica a la Gateta.

    Ests completamente loca, Lea. No querrs abandonar atus hijos! No querrs hacerles pasar por lo que pasaste t! Norecuerdas que odiabas al mundo entero? Llvatelos contigo, Lea.No es que no quiera quedarme con ellos, hay sitio... Pero lo en-tiendes, no?

    La Gateta insiste:La tierra, mareJulbe, la tierra. Eso es lo que voy a buscar.

    Para ellos, para nosotros. Es por su bien! Mranos. Mira lo que

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    somos. Unos miserables. Menos que eso. No puedo llevrmelos.No podr ocuparme de ellos.

    Manuela Julbe lleva a Lea hacia la arboleda. Ha dejado a sumarido con el Rotg. Le coge la mano a la Gateta y la obliga a

    volverse hacia ella.No es para ellos para quienes quieres una tierra. Ellos te

    dan igual. Esa tierra la quieres para ti.Lea retira la mano con brusquedad.No, no es cierto. Ya ver, vendr a buscarlos.

    j j j

    Lea y su Rotg huyeron sin volver la vista hacia las miradasclaras y fras de los tres nios, que los atravesaban mientras sealejaban en direccin al portn, pugnando por escapar al vacoque iba abrindose en sus entraas, por contener aquellas lgri-mas a punto de desbordarse.

    La madre Julbe, en el fondo satisfecha de aquella contribu-

    cin de hijos varones, cuyos brazos pronto seran fornidos comoramas de naranjo y labraran las terrazas mejor de lo que la Ga-teta haba podido hacerlo jams, observ a Lea y a su Rotg mien-tras se alejaban por el camino.

    Pas los brazos por los hombros de los dos mayores y suspir.Niceto abrazaba con fuerza al pequeo Batista, que lloriqueabacomo una niita.

    Cllate le mand su hermano mayor. Los chicos nolloran.

    Por Manuela Julbe Lea haba sabido de la muerte del padreVicente. Haba recibido la noticia con aparente indiferencia.Que le pongan paja en el culo, que le prendan fuego y que ardaen el infierno. Si es que exista. Ese haba sido su nico comen-tario antes de abandonar aquel pas ingrato, aquella tierra quetanto se haba resistido a alimentarlos.

    Francia. Pero esta vez de verdad. Para quedarse.

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    Se pusieron en marcha en el invierno del 18, unos das des-pus de haber abandonado a sus hijos en casa de los Julbe, y fue-ron a sumarse a la multitud de destripaterrones hambrientos que,acompaados de sus familias, iban a buscar empleo en Francia.Llegados a Portbou, Lea y Gloria se quedaron, junto con las otrasmujeres y los nios, resguardadas al abrigo de carretas cargadas decolchones y de trastos heterogneos, en medio de un campamentoimprovisado del lado espaol, mientras el Rotg cruzaba la fron-tera en busca de unos cuantos jornales. Los empleados de aduanasles preguntaron con desgana si tenan pasaporte o cualquier otro

    documento de identidad. No tenan nada. Devastada por cua-tro aos de sangrienta guerra, Francia an estaba por reconstruir

    y tena una cruel carencia de brazos. Los polizontes de la aduanahaban recibido instrucciones, hicieron la vista gorda. El Rotg

    y sus compaeros consiguieron emplearse unos cuantos das enlas vias de Port-Vendres. Ese mismo da, regresaron a buscar a lossuyos. Con Gloria a la espalda, encaramaron a Lea en lo alto deuna carreta, en direccin al sur de Francia. Pasaron juntos su pri-

    mera noche en Francia, amontonados en un granero, con sacos dearpillera colgados de las vigas para separar a unas familias de otras,con el objetivo de proporcionarles cierta intimidad. Al cabo de esaprimera semana, gracias al dinero que haban ganado, los Soleremprendieron la marcha hacia el Languedoc.

    j j j

    Devorada por el deseo de esa famosa tierra que tendrn algnda, Lea lleva varios meses cavando la tierra reseca del Minervois,

    junto al Rotg y a ms de cincuenta compatriotas, cargando sobrela cabeza las pesadas tinas llenas de racimos encarnados y de-

    jando a su beb a la sombra, entre las hileras de cepas bien orde-nadas. Solo se detiene, cubierta de sudor y de polvo de tierrasfrancesas, para amamantar a Gloria, cuando sus berridos se im-ponen sobre los cantos de los campesinos.

    Ha descubierto Narbona, sus coches, sus cafs, y ve la ciudad

    como una tierra prometida, que por fin le dar lo que ella le exige

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    a la vida. Ms an que en Valencia, las avenidas estn llenas deseores con poblados bigotes, de damas elegantes que se prote-gen bajo amplios parasoles y de magnficos automviles. Los pa-seantes se congregan el domingo en torno al quiosco de msica,cerca de la estacin, o bien deambulan a lo largo del canal delMedioda hasta el puente de los Comerciantes.

    Pero Argeliers queda lejos de Narbona. Aqu, hasta dondealcanza la vista, la via devora el paisaje. Aqu se produce la mi-tad del vino de mesa nacional. Las fincas son vastas. Inmensas.

    Y, como en Espaa, los amos son ricos. Muy ricos. Y los Soler son

    pobres. Como los dems. S, es cierto que sacian su hambre, perode qu les sirve, si su vida se limita a alimentarse, si no puedenni siquiera ahorrar?

    Una vez ms, Lea cuenta. Sus dolores, sus msculos maltre-chos, sus callos en las manos y esa tos que se apodera de ella cada

    vez que sulfata. Y su hombre igual. Solo que l gana el triple.

    Lea no tiene pelos en la lengua y esa tarde, cuando le llega elturno, en la fila de jornaleros que se extiende frente a la via, seplanta frente a la mesa de Claude, el capataz. La cadena de platadel reloj que desaparece en el bolsillo del chaleco a rayas delhombre.

    Oye, Claude, dime una cosa. Por qu nos pagan tres vecesmenos que a los hombres de la varada? Y no te hablo del mani-

    jero, que gana an ms.La varada es la cuadrilla de jornaleros. Y el manijero, el que

    manda en ella. Han venido a vendimiar a la Grande Canague, enCapestang, a algunos kilmetros de Argeliers. Han tenido que

    venir caminando, por si fuera poco trabajar de pie, doblados endos, durante siete horas seguidas.

    Sorprendido, Claude alza la vista hacia la tropa de muertos dehambre llegados de Espaa. Le sostiene la mirada a la Gateta, luegoestira el cuello para ver el beb dormido en su espalda. Lea insiste:

    Caramba! Cuando mi hombre gana siete francos, a m no

    me das ms que dos.

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    Oye risas ahogadas entre las otras mujeres. Detrs de ella, elRotg, que espera su turno, le pone una mano en el hombro. Ellase zafa. Un ltimo rayo de sol acaricia las hileras que ondulan enlas colinas. Una compaera asiente:

    Tiene razn.El capataz replica en occitano, rodando las erres:De acuerdo. No es normal. Sabes qu? No vuelvas maana.

    Ni tampoco tu hombre. As no podrs quejarte, ganaris lo mismo.En la fila, nadie dice nada ms. El capataz le da el jornal.Lea farfulla entre dientes:

    Cabrn hijo de puta! Algn da acabaremos con vosotros,no valis ms que vuestros amos.

    El capataz se levanta de un salto.Qu has dicho?Levanta la mano.El Rotg aparta a Lea con un gesto del brazo. Su puo se

    abate sobre la sien del hombre, que no tiene tiempo de ver venirel golpe. Cae como un buey en el matadero. Los jornaleros que

    esperan su salario se desatan:Vamos, acaba con l!Mtalo!Sin aliento, el Rotg se inclina sobre el hombre. Est incons-

    ciente, pero respira. Ha bastado con un solo golpe.Sus manos abren los dedos del capataz, crispados sobre el

    billete, y le arrancan el dinero. Se lo da a su mujer.Ms tarde, el Rotg camina delante de Lea, por el camino de

    regreso. Sus pies levantan una fina polvareda que centellea a laplida luz de la luna llena.

    Lea trota para alcanzar a su marido.Qu?El Rotg no contesta.Qu? No vas a estar de morros toda la vida, o s?l se detiene y le suelta:No pierdes ocasin.Reemprende la marcha. La Gateta le muerde los talones con

    sus palabras:

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    Cmo que no pierdo ocasin? Desde que llegamos, he-mos ganado setecientos sesenta francos. De ellos, solo me handado a m doscientos, y eso que trabajo tanto como t y, encima,tengo que amamantar a la nia. A ti te parece justo?

    No digo eso. Pero en la vendimia nos han pagado sesentafrancos ms.

    De acuerdo, ganamos ms que en Espaa, mucho ms.Pero mira: hay que pagar el alquiler, la choza que nos conseguisteen Argeliers cuesta trescientos sesenta y cinco francos. El pannos cuesta otro tanto. Y en el resto, la carne, las verduras, el cal-zado, la ropa, se van otros ciento cincuenta.

    El Rotg ha vuelto a detenerse. Calcula mentalmente.Son cerca de mil.Pues s... No llegamos. No estamos mejor que en Espaa,

    mi Rotg. Nos gastamos todo lo que ganamos y no hay forma deahorrar.

    Es cierto, pero no es as como lo conseguiremos, haciendoque nos pongan de patitas en la calle. Cra fama y chate a dormir.

    Y que lo digas... Con la que le has metido...Cuando dice eso, arden en el fondo de sus ojos unos destellos

    que no puede ver, aunque s nota que su voz tiembla, solo unpoco, como siempre que tiene ganas.

    Han llegado. El Rotg abre la puerta, que est algo descoyun-tada, por lo que hay que levantarla un poco sobre sus goznes. Lesha alquilado la vivienda un gavach, un montas de Lozre. Noes mucho ms rico que ellos. Simplemente lleva all ms tiempo.

    Nunca ha regresado a su tierra, en las Cevenas. La estancia huelea excrementos de ratn y a paja. El Rotg enciende una vela. Unaluz rojiza se extiende por la habitacin. Lea deposita al beb enla cama.

    Soler sabe cmo calmarla. Avanza despacio, la mira fijamentea los ojos, se queda inmvil frente a ella, le pone las manos en lospechos. Lea suspira. Cierra los ojos. Con la palma de la manobusca la verga de su hombre a travs del tejido spero del pan-

    taln.

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    No se siente bien en ninguna parte. Aqu, deseara estar lejos,all, en ese lugar que tanto deseaba abandonar. La verdad es queecha de menos a sus chicos.

    j j j

    Para superar la nostalgia, Lea escardaba, Lea podaba, junto aaquellos rudos languedocianos que hablaban una lengua tan pa-recida a la suya que le evitaba el esfuerzo de tener que aprenderfrancs. La conversacin flua, sobre todo en torno a la poltica.

    Al Rotg le gustaba escuchar a los mayores, que haban partici-pado en la rebelin del Medioda francs, la llamada revuelta delos harapientos.

    El Medioda rojo haba parido las primeras cooperativas, deideologa socialista. Francisco descubra un mundo nuevo. Unmundo de palabras de ira y de hambre Pas pourr mangea de

    pan!2, entonadas en occitano.Marcelin Albert, al que en el pueblo apodaban Lou Cigal por

    su pasin por la escena y la cancin ligera, era a un tiempo meso-nero y viticultor. Este barbudo haba encabezado el Comit deDefensa Vitcola instalado en el caf Rouvire. Aquel domingo,Lea y el Rotg pararon en la tasca para beber un vaso de vino de

    verdad, del bueno, no aquel inmundo vinazo aguado que les ser-van los capataces de las vias los das de trabajo. La conversacinflua. El relato de la hazaa pugilstica del Rotg haba llegadohasta all.

    Dios mo, menudo sopapo le metiste al Claude! Claro quese lo haba buscado le asegur el viejo Marcelin mientras se-caba los vasos. Ya vers, algn da tendremos aqu la revo-lucin, como en Rusia. Lo que os pas en la Grande Canaguees intolerable. A esa gente la metern en la crcel. Les quitarn

    2. Frase en occitano que apareca en una de las pancartas exhibidas en las ma-nifestaciones de la rebelin de los viticultores del Medioda francs: Abr

    tant de boun bi et pas pourrer manjea de pan!, Tener tanto vino bueno y nopoder comer pan! (N. de la T.)

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    todo para devolvrselo al pueblo y tendrn que trabajar, comonosotros.

    El Rotg asinti, y todos los jornaleros presentes aplaudieron.Sigue hablando pens Lea. Puedes esperar sentado la

    revolucin. Si te piensas que van a dejarnos ocupar su lugar, teequivocas. Lo que yo quiero es ser igual que ellos.

    El Rotg le haba descrito tantas veces esa sociedad nueva queun da no muy lejano construiran los miserables sobre las ruinasdel antiguo mundo, cuando, para matar el tiempo, con la punta desu navaja Laguiole, haca nacer la silueta de un caballo en un pe-

    dazo de madera, se la haba descrito tantas veces, s, que ya no selo crea. Segua tallando juguetes para Gloria. Su alma, su vida. Sufavorita. Para desesperacin de Lea, que prefera soar con sushijos. Con sutierra. Aquella que algn da sera suya. Porque creaen eso mucho ms que en un maana feliz para la clase obrera.

    j j j

    Ese sueo iba a cobrar forma gracias al padre Cayrol, el dueode las bodegas de Argeliers. Un hombre que perteneca a eseorden ancestral que Francisco Soler aspiraba a hacer caer.

    Cayrol posea en la plaza mayor de Argeliers una gran casacubierta de tejas rojas, una de esas casonas de bodeguero, con lafachada cubierta de parra virgen, que esconda a las miradas unasbodegas altas como catedrales, bajo cuyas vigas el vino madurabaen la sombra y en el secreto del roble. El hombre gobernaba un

    vasto dominio que siempre inspeccionaba a caballo, con los pulga-res apoyados en los tirantes y el rostro arrugado, los ojos marchitos

    y el bigote ceniciento disimulados bajo un gran sombrero gris.Por culpa de la maldita guerra, buena parte de las tierras antes

    arrendadas volva a comrsela la maleza, a falta de mano de obra,y la casa del aparcero, que todo el mundo llamaba la casa deldesertor, se haba quedado vaca. Nadie saba con exactitud qule haba sucedido a su ocupante. El aparcero Raynal se haba

    volatilizado justo despus de la movilizacin general, en el 14.

    Acaso se haba embarcado hacia las colonias? En direccin a

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    Amrica? El caso es que nadie haba vuelto a verlo por los con-tornos y Lea le haba echado el ojo a la pequea granja abando-nada. Para desesperacin del padre Cayrol, la via se haba con-

    vertido en terreno baldo.Un da, Lea se decidi a abrigarse con un apolillado abrigo de

    lana y dirigirse hacia el pueblo. Llam a la pesada puerta de lacasona de los Cayrol. La criada la mir de la cabeza a los pies conun mohn de desprecio y la dej plantada en el umbral.

    Lea estaba observando con envidia la entrada enlosada, lasparedes cubiertas de verdadero papel pintado, como en casa de

    sus seores, en Valencia, cuando reconoci el paso arrastrado delpadre Cayrol. l no la invit a entrar, solo se limit a mascullarun vago:

    Qu quiere?Lea intent defender su causa, alabando los mritos del Rotg,

    ya reconocidos, y su propia constancia en el trabajo.Cayrol pas un buen rato haciendo girar una punta de su

    bigote gris entre el pulgar y el ndice.

    Parece que causasteis problemas en la Grande Canague, enCapestang.Lea no se achant:Fue el capataz quien quiso pegarme. Usted dejara que un

    hombre pegase a su mujer?Cayrol sacudi la cabeza.No es propio del Claude. Algo hara usted para sacarlo de

    sus casillas... No, lo siento, pero por ahora la respuesta es no.De nada le sirvi insistir, Lea volvi con las manos vacas y

    no habl a nadie de su fracaso.Solo cuando descubri a la pequea Soler algn tiempo des-

    pus en sus vias, cuando vio a la criatura pelirroja que an ma-maba del pecho blanco de Lea, inexplicablemente cambi deopinin.

    Anunci a los otros jornaleros que acababa de encontrar a sunuevo ramonet,el empleado al que confiara las vias y la casaabandonada a orillas del canal del Medioda. Como patrn pru-

    dente, esperara a la poca de la labranza para firmar el acuerdo.

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    Claro est que la tierra no iba a ser para ellos, que solo se laconfiaban. Como mucho, unos cuantos arpendes de via para cul-tivar, a cambio de un salario, escaso, pero salario al fin y al cabo,del disfrute del huerto y de un litro de vino al da.

    Una tierra, era una tierra. Y una tierra, para los campesinossin tierra, lo era todo.

    La Gateta ya se crea propietaria. Al fin le haba entrado en lacabeza la frase favorita del Rotg: La tierra es de