las cosas superfluas

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Texto de opinión sobre la novelle “Las cosas superfluas de la vida” de Ludwig Tieck En “Las cosas superfluas de la vida” puede verse un desmesurado egoísmo burgués bajo la máscara de una exacerbada sensibilidad del corazón propia del primer romanticismo alemán. La novelle, escrita en 1838, nos relata a una pareja que decide aislarse de manera extrema del contacto exterior: viven en el piso alto de un departamento y su único contacto con el mundo es a través de una escalera que los comunica con el piso de abajo en donde se encuentra su criada, Cristina, quien proveerá a la pareja de alimentos, fruto de su trabajo en casas vecinas. La novelle (o novela corta) nos introduce en las vivencias de una pareja (Clara y Enrique) que disipan la delgada línea que separa el ideal del romanticismo con la soberbia de la burguesía intelectual. El individualismo excéntrico de la dupla se plasmará en conversaciones que carecen que autenticidad a medida que nos damos cuenta que la subsistencia de esta pareja no podría ser eficaz si no fuera por los alimentos que les lleva todos los días su criada Cristina. “Es preferible que vivamos como buenos burgueses y no como príncipes” señala Enrique, y es exactamente lo que la pareja hará, pues para ser unos buenos burgueses lo único que deben hacer es criticar mientras son mantenidos por las “superfluas” cosas que venderán y, cuando el dinero de aquello se acabe, los mantendrá su criada a costa de su trabajo diurno y nocturno. La maraña de pensamientos en los que la pareja se regocija en criticar, van desde la filosofía, a la cual reprochan su incapacidad de vivir experiencias verdaderas” , hasta la reprenda a quienes ejercen la medicina, a los que tildan como “camaradas de puño duro (los cuales) tienen el deber de librarse, en aras de la ciencia, de la ilusión que nos ofrecen la apariencia y la intimidad encubierta. Pues también el investigador abandonará la ilusión de la belleza únicamente para caer en otra ilusión que acaso titule saber conocimiento, naturaleza.” Intercalando diferentes reproches hacia la civilización de la cual ellos son parte, se nos presenta todo el relato adornado de frases y párrafos enteros cargados de poeticidad banal y pegajosa: “Los príncipes mas acaudalados de la antigüedad nos envidiarían el invento de nuestros vasos ordinarios. Tiene que ser aburrido beber en copones de oro, especialmente una agua como ésta: hermosa, pura, sana. En nuestros vasos flota la ola refrescante tan alegremente cristalina, tan unida al vaso, que uno de veras se siente tentado a creer que liba el propio éter vuelto líquido… Ha terminado la comida, ¡abracémonos!” Como si fuera poco, e intuyendo que el amor propio no les remediaría el frío que debían de pasar en el crudo invierno que Sofía Aguiar

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Page 1: las cosas superfluas

Texto de opinión sobre la novelle “Las cosas superfluas de la vida” de Ludwig Tieck

En “Las cosas superfluas de la vida” puede verse un desmesurado egoísmo burgués bajo la máscara de una exacerbada sensibilidad del corazón propia del primer romanticismo alemán. La novelle, escrita en 1838, nos relata a una pareja que decide aislarse de manera extrema del contacto exterior: viven en el piso alto de un departamento y su único contacto con el mundo es a través de una escalera que los comunica con el piso de abajo en donde se encuentra su criada, Cristina, quien proveerá a la pareja de alimentos, fruto de su trabajo en casas vecinas.

La novelle (o novela corta) nos introduce en las vivencias de una pareja (Clara y Enrique) que disipan la delgada línea que separa el ideal del romanticismo con la soberbia de la burguesía intelectual. El individualismo excéntrico de la dupla se plasmará en conversaciones que carecen que autenticidad a medida que nos damos cuenta que la subsistencia de esta pareja no podría ser eficaz si no fuera por los alimentos que les lleva todos los días su criada Cristina.

“Es preferible que vivamos como buenos burgueses y no como príncipes” señala Enrique, y es exactamente lo que la pareja hará, pues para ser unos buenos burgueses lo único que deben hacer es criticar mientras son mantenidos por las “superfluas” cosas que venderán y, cuando el dinero de aquello se acabe, los mantendrá su criada a costa de su trabajo diurno y nocturno.

La maraña de pensamientos en los que la pareja se regocija en criticar, van desde la filosofía, a la cual reprochan su “incapacidad de vivir experiencias verdaderas”, hasta la reprenda a quienes ejercen la medicina, a los que tildan como “camaradas de puño duro (los cuales) tienen el deber de librarse, en aras de la ciencia, de la ilusión que nos ofrecen la apariencia y la intimidad encubierta. Pues también el investigador abandonará la ilusión de la belleza únicamente para caer en otra ilusión que acaso titule saber conocimiento, naturaleza.”

Intercalando diferentes reproches hacia la civilización de la cual ellos son parte, se nos presenta todo el relato adornado de frases y párrafos enteros cargados de poeticidad banal y pegajosa:

“Los príncipes mas acaudalados de la antigüedad nos envidiarían el invento de nuestros vasos ordinarios. Tiene que ser aburrido beber en copones de oro, especialmente una agua como ésta: hermosa, pura, sana. En nuestros vasos flota la ola refrescante tan alegremente cristalina, tan unida al vaso, que uno de veras se siente tentado a creer que liba el propio éter vuelto líquido… Ha terminado la comida, ¡abracémonos!”

Como si fuera poco, e intuyendo que el amor propio no les remediaría el frío que debían de pasar en el crudo invierno que se acercaba, puesto que no les quedaba más leña que tirar a la estufa de su pequeño departamento, al final de la novela Enrique decide quemar completamente la escalera que los comunicaba con su criada, ante lo cual Clara muestra una forzada extrañeza. Enrique justifica sus actos de la siguiente manera:

“Primero eres el ser humano que mas me es familiar en todo el mundo; segundo, eres el único, pues mi trato reducido a lo mas indispensable con la vieja Cristina no cuenta; tercero, el invierno seguía siendo duro y no era posible conseguir leña; cuarto, la precaución era casi ridícula, ya sabes que estaba directamente a nuestros pies una leña óptima, la más dura, más seca y mejor aprovechable; quinto no necesitábamos en absoluto la escalera; y sexto, ya está prácticamente quemada a excepción de unas pocas reliquias.

-Pero, ¿y Cristina? – preguntó ella.-Oh, está muy bien – replicó el marido -. Todas las mañanas le bajo una soga a la que ata

su canastito: la alzo y luego hago lo mismo con la jarra de agua y así la vida en nuestra casa se desarrolla ordenada y pacíficamente (…) pues la escalera no era más que un lujo, un excedente innecesario”

Ya cuando el colmo del romanticismo burgués personificado en Clara y Enrique parecía haber tocado fondo, cuando Clara empezaba a preocuparse que harían luego de que se acabe la leña, cuando parecía que el relato se había agotado de conversaciones intelectuales y triviales acerca del mundo que los rodeaba, un hecho inaudito y fortuito (la visita de Valdelmeer) complacerá a la pareja concluyendo en un final feliz absolutamente inverosímil que eludirá el final trágico que, yo por lo menos, esperaba con ansias.

Sofía Aguiar