las sotanas bajo la metralla

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Segunda Guerra Mundial

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Page 1: Las Sotanas Bajo La Metralla

Derechos reservados

[ÉSTiTIP. N.PONCELLl

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AL

DOCTOR ROGÉE FROMY MÉDICO MAYOR DE PRIMERA CLASE

QUIEN CON SU MAGNÍFICO TALENTO Y SU INCAN-

SABLE LABOR HA SALVADO A TANTOS HERIDOS.

DEDICO ESTE LIBRO COMO HOMENAJE DE AGRA-

DECIMIENTO, DE RESPETO Y DE VALOR.

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PREFACIO

En los diversos países de Europa en que rige el servicio personal y obligatorio, gozan de dispensa los miembros del Clero.

El motivo salta a la vista: Llevar a los campos de batalla, para tomar parte en la lucha, a los Ministros de una Religión de paz es obligarlos a obrar en opo-sición con su misión. En todos los ejércitos, pues, salvo en el nuestro, sólo figuran a titulo de sacerdotes, y se incorporan a las diversas unidades con la mira de pro-porcionar a los combatientes los auxilios de su minis-terio.

Cuando en nuestra patria, so color de igualdad, se juzgó oportuno dar al traste con esta doctrina, no se hizo sin segunda intención en la mente de cierto número de nuestros legisladores, que pensaban cegar asi 1a fuente del reclutamiento del Clero. Se atribuía a las dispensas considerable influencia para provocar determinadas vocaciones, y se contaba con la estancia prolongada en el cuartel para hacer naufragar muchas otras.

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Por de pronto, para hacer aceptar esa disposición e introducirla, se convino en incorporar a los eclesiás-ticos a los servicios de sanidad, en los cuales se utili-zaría su abnegación sin obligarlos al porte y uso de las armas. Pero este paliativo sólo tuvo carácter transitorio, y cuando, para implantar la ley de dos años, se suprimió toda clase de dispensas, se sometió al mismo tiempo a los eclesiásticos, que, en adelante, no se las tenían en cuenta en la ley común, obligándolos al servicio armado. Estas medidas, sin embargo, no pro-dujeron todo el efecto esperado, pues si ciertamente eliminaron, a los principios de la carrera, vocaciones poco sólidas, y si el tanto por ciento del reclutamiento se resintió hasta cierto punto, la repercusión fué más notable en la calidad. Por su parte, la estancia en el cuartel constituye como una segunda criba por cuyas mallas no pasaron sino contados náufragos. Ahora bien, en toda carrera ¿no es preferible un naufragio en el puerto al que acontece en plena travesía?

La gran mayoría de los sacerdotes llegó, con un poco de tacto y de firmeza, a hacer respetar entre los soldados sus creencias, aún en sus manifestaciones exteriores, al mismo tiempo que su buen humor, su sencillez, su compañerismo y el concienzudo cumpli-miento de sus tareas les granjeaban las simpatías de sus camaradas y la estima de sus jefes. Por otra parte, en semejante medio, adquirían, acerca de tristes realidades de la vida que su educación tenía veladas para ellos, detalles que sólo un prolongado ejercicio de su ministerio les hubiera proporcionado poco a poco.

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Al perder, a expensas del candor de sus almas, mu-chas ilusiones, adquirían algo brutalmente, es cierto, una experiencia precoz que podrían utilizar en su mi-sión de consejeros y directores de conciencia. Algunos Obispos, a mi entender los más advertidos y pruden-tes, consideraron un deber exhortar a los sacerdotes a pretender, a su paso por el cuartel, los galones y hasta la estrella de oficial. Puesto que no había medio alguno de sustraerles al servicio armado, ¿por qué no se valdrían de la instrucción superior que ha-bían recibido, del espíritu de deber que les animaba y que se había confirmado en el Seminario, para in-tentar desempeñar en el ejército a que habían sido in-corporados a pesar suyof una misión directora en vez de atenerse a ¡a de la ejecución pasiva y siempre subal-terna?

Por lo que al tiempo de paz se refiere, salió el clero de esta prueba, que puede calificarse de dolorosa, sin que experimentaran graves perjuicios ni su reclu-tamiento ni, sobre todo, su valor moral y sacerdotal.

¿Qué acontecería si surgía de pronto la gran prueba de la guerra? ¿cómo respondería el Clero a la movilización y se portaría en el fuego?

Es corriente que aquellos de nuestros legisladores que habían descontado la ruina del Clero por su paso por el cuartel pertenecieran a la categoría de los pa-cifistas, testarudos y crédulos, que, juzgando imposible para lo porvenir la guerra, apartaban con obstinación de su pensamiento hasta su simple eventualidad. De lo contrario, si por ventura hubieran estado dotados de

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una chispa de psicología. hubieran previsto que las vir-tudes de deber, de abnegación y efe sacrificio, que son la base de la educación y regla de la vida sacerdotal virtudes que se manifiestan al sobrevenir la prueba, iban a transformar a esas personas, sobre las que se había arrojado la nota de infamia al prohibirles la enseñanza, contra las que se habían fomentado pre-juicios, en un ejemplo vivo de virtudes militares, que también son de deber, de abnegación y de sacrificio. Hubieran comprendido que preparaban para el perío-do de la guerra, la glorificación pública y solemne de ese Clero que se habían propuesto destruir.

Si dentro del país, al efectuarse la movilización, se dirigieron los sacerdotes, como los demás, con pron-titud a los cuerpos a que estaban destinados, en el extranjero provocaron universal admiración por el ardor de que dieron prueba y por el ingenio que usa-ron para vencer los obstáculos que en ciertos puntos sembraron a su paso. En su reseña oficial nuestro embajador en Constantinopla, M. Bompard, ños muestra a todos esos regulares de las más diversas Ordenes, cuya existencia se consagra a enseñar nues-tra lengua y a inculcar el amor de nuestro país a los niños de razas y de religiones diversas que se les con-fía, rivalizando en ardor y entusiasmo para volver cuanto antes a Francia y llevarle el testimonio más vivo y total de su afecto a la patria tanto más querida cuanto más lejana.

En las filas del ejército pudo manifestarse la acción de nuestros sacerdotes bajo las más variadas formas:

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capellanes destinados regularmente a las ambulancias, y cuya designación diferida, aunque reglamentaria, sólo se hizo en el último instante; capellanes volunta-rios y supernumerarios, última creación del llorado conde de Mun, obra, como tantas otras, alimentada por los católicos y destinada a suplir la insuficiencia numé-rica de los capellanes titulares; sacerdotes incorpo-rados bajo el régimen de transición y afectados a las formaciones sanitarias del ejército como enfermeros o camilleros o a los hospitales permanentes o temporales del interior; por fin sacerdotes soldados, especie de Maítre Jacques que, contrariamente al dicho popular, han sabido mostrarse sucesiva y a veces simultánea-mente valientes soldados porque, preparados a morir, no temían la muerte, y sacerdotes sublimes porque ora antes, ora durante, ora después de la acción, se ponían a disposición de sus hermanos de armas para procu* rarles el medio más eficaz para no temerla.

Los relatos de los periódicos, las citaciones en la orden del día, las inscripciones en las listas de ascenso y de concurso para la Legión de Honor y la medalla militar nos han mostrado a nuestros sacerdotes manos a la obra, dando a los que les rodean, el ejemplo del valor, animando a los soldados por su actitud y su humor sereno, enseñándoles a morir, dulcificando el sacrificio de su vida, curando sus heridas, bendiciendo y absolviendo antes de la carrera al asalto, celebran-do el Santo Sacrificio al aire libre, dejando aparecer, bajo los hábitos sacerdotales, el pantalón rojo y las polainas, arrastrándose frente a las trincheras enemi-

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gas para salvar a algún herido, recogiendo la última voluntad de un moribundo.

Pero estos relatos sueltos, y estas citaciones no eran suficientes; convenía agruparlos, condensarlos en un libro que fuese como un monumento erigido para la gloria de nuestro hermoso Clero católico francés.

Este libro es el que nos ofrece M. René Gaéll como persona que perfectamente documentada, y no sin motivo, acerca del alma del sacerdote y del solda-do; nos los muestra a ambos ora en contacto uno con otro, ora confundidos en un solo y mismo personaje, siempre en acción y tomados del natural.

Nos pinta al soldado francés tal como lo he cono-cido en el transcurso de mi larga carrera, con su len-guaje lleno de imágenest su espléndida audacia, la sonrisa burlona conque disfraza una senfimentalidad que le sonroja. Nos lo presenta preocupado por lo de ultratumba, porque tiene un fondo religioso, y aprove-chando presuroso la presencia del sacerdote para eliminar un cuidado que le asedia y podría hacerle menos valiente, menos dispuesto a «arriesgar el pellejo*. Nos lo presenta amordazando el dolor arrogante en la misma mesa de operaciones, sabiendo adoptar admira-blemente un lenguaje cpintoresco* en presencia de la hermana, de la enfermera y del sacerdote, amoldán-dose sin esfuerzo a un medio que no es el del cuartel.

Estoy sumamente agradecido a M. Gaéll por ha-bérnoslo ofrecido con toda exactitud en su verdadera actitud, tan apartada de lo trivial como de un ideal inverosímil, y por haber provocado, en cuadros muy

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reales, sin ser realistas, alternativamente la admiración y el entusiasmo del lector con la vida y hechos de nues-tros inimitables soldados.

Ale ha parecido porque en este punto no me con-sidero, como para el soldado, juez competente, que sus sacerdotes son también muy verdaderos. La per-manencia en el cuartel les ha comunicado la *manera* de conversar con toda clase de soldados: les ha ense-ñado como matizando su autoridad moral con cierto aire de confianza, se pone al soldado a sus anchas y se provocan sus confidencias y su vuelta a las prácti-cas religiosas. La experiencia adquirida entre las mise-rias del cuartel se beneficia en provecho del sagrado ministerio.

Los sacerdotes de M. Gaélt están llenos de vida y de actividad, sublimes en su sencillez y por efecto de ella. A todas sus tareas militares se asocia un sen-timiento cristiano y sacerdotal, y la descripción de este consorcio del deber militar y del deber espiritual uno sosteniendo y sacrificando al otro, constituye uno de los encantos del libro.

Hay un pasaje, y este solo citaré para no aguar el gusto del lector, que particularmente ha cautivado mi atención. Un sacerdote sargento se ha ofrecido a realizar una misión peligrosa; la salvación de los suyos exige no provocar alarma. Frente a él se encuentra un centinela enemigo que, advertido por el más leve ruido, dará la voz de alarma. Hay que deshacerse de él sin ruido. El sargento se acerca a él arrastrándose, lo estrangula y lo remata con su bayoneta. Acaba de por-

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tarse como soldado. como soldado prudente, que para cumplir su misión ha puesto en acción su inteligencia toda, su valor, SÍ/ fuerza muscular, además su bayo-netaf el arma silenciosa. Realizado el trabajo, y Aa c/e~ i>/</o costar a su alma sacerdotal el soldado vuelve a su ser de sacerdote, y reza por e/ a/ma </e agí/e/ <7*/e acaba de inmolar por deber. Más tarde en la ambulan-cia, donde se cura su herida, su primera misa se dirá por la intención de su víctima.

Al mismo tiempo que nos hace penetrar en la con-ciencia del sacerdote soldado, que nos hace entrever lo doloroso de esta antinomia entre la muerte legal que comete por cuenta de su patria y la misión de paz a que ha consagrado su existencia, ha querido M. Gaéll y su acierto ha sido feliz, determinar un punto de doc-trina. Nos ha demostrado como un alma1 recta sabe conciliar, sin sacrificar uno a otro, dos deberes en apariencia inconciliables y cumplir ambos como valiente soldado y sacerdote escrupuloso. Este capítulo del libro es realmente hermoso.

No es necesario desear a la obra de M. Gaéll buena acogida. AI leerla el soldado tendrá que sentir-se satisfecho de verse así fotografiado en instantáneas alternativamente alegres, conmovedoras, angustiosas y tomadas siempre en el momento oportuno; el sacer-dote se convencerá una vez más y la Historia no se cansará de enseñarlo, que las pruebas, sufridas con resignación y acogidas con resolución, redundan en provecho de aquel a quien se han impuesto, y a menu-do, y este es el caso, en su honra.

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En cuanto al lector, ni sacerdote ni soldado, que desee sacar una lección de este libro, podrá formar la convicción, si ya no la poseet de que la Religión es y seguirá siendo siempre poderosa palanca qúe consti-tuye el apoyo más firme y seguro del patriotismo, y quet por solo este aspecto, ya merece puesto de honor en la educación de un pueblo.

General HUMBEL

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Las sotanas b a j o la metralla

i

El llamamiento del deber

—Esta vez — me dijo mi viejo amigo el Gene-ral — no se trata de una broma.

Era esto la tarde del Congreso internacional de Lourdes. Todas las voces se habían unido para la incomparable plegaria y en todas las almas se pro-longaba silencioso el «hosanna» del universo.

Yo también realizaba ese sueño de paz que pa-recía no tener ya fin.

Y él preocupado, casi brutal, de lleno ya en la realidad, disipaba nuestras felices ilusiones, que una nueva confianza había hecho brotar en nues-tras almas :

—No — dijo, con esa espléndida energíia que sabe mirar frente a frente los dolores necesarios y calma la fiebre que hace brotar en los cerebros la idea de uñ porvenir desconocido y pavoroso. — «No», no se trata de una broma; tenemos guerra.

Y se puso a explicarme el encadenamiento de las 2

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complicaciones internacionales; el espantoso or-gullo de Alemania, reducida a esta alternativa : ensancharse o perecer. Me demostró la ineficacia de la diplomacia, la mala fe de las intervenciones pacíficas, el precipitarse de los acontecimientos hacia la catástrofe inevitable y sangrienta.

— Dentro de una semana, y aun antes quizás, millones de hombres estarán en marcha y Europa sudará sangre.

Cinco días más tarde salía de Lourdes, casi de-sierto. En la portada roja de mi carnet militar había leído — y bien me parece que por vez pri-mera — mi destino para la hora trágica, la orden de dirigirme a mi puesto de movilización. Y esta hoja vulgar se me ofreció de pronto con una elo-cuencia formidable.

Era soldado todavía y, esta vez, no de broma, como decía el general, sino para la guerra.

Dentro de-mí se estremecía el ciudadano, como todos nos hemos estremecido durante esas horas cuya emoción perdura todavía y no está a punto de terminar.

Pero el sacerdote se sentía más grande, más hu-mano, más consolador, y a los que entonces nos encontraban con esta pregunta que estaba en todos los labios : — ¿ Marcha usted ? — contestábamos : — S í ; pero no para matar, sino para curar, cuidar y sobre todo para absolver.

Y sentíamos que nos miraban ojos humedecidos y que a nuestro paso se robustecían la confianza, la seguridad, el ánimo.

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La madre cuyos cinco hijos iban a marchar al campo de batalla — una desconocida, sin embargo, y el azar de un viaje precipitado había colocado junto a mí — me decía con voz firme que no eran parte a alterar sus valientes lágrimas :

— Han sembrado a los capellanes en los regi-mientos ; estaréis en todas partes y ese será el desquite de Dios.

¡ Cuántas angustias calmadas, cuántos sacrifi-cios mejor aceptados, cuánta valentía idealizada con este pensamiento : «Allí estarán» !

Nos encontramos en el depósito de la Sección del Servicio Sanitario, en los primeros días de la movilización. Allí, como en todas partes, reina la fiebre de los grandes preparativos. La actividad tumultuosa en el orden admirable del gran mo-vimiento previsto y preparado. Por la gran ciudad desfilan regimientos que marchan al fuego, acla-mados, festejados, cubiertos de flores, adornados, vitoreados, colmados de besos.

Estamos más de mil y sólo se trata de un primer llamamiento, pues muchos otros serán indispensa-bles. La mitad son sacerdotes, y nuestras sotanas atraen ardientes simpatías. Los dos grandes amo-res mucho tiempo separados, aunque inseparables, vuelven a encontrarse y ahora fraternalmente, y se unen como dos grandes elementos necesarios.

No es momento propicio para la fanfarronería ni para la indiferencia ; nuestra misión se afirma y el pensamiento del sacerdote consolador se im-

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pone. Nos estrechan la mano, se acercan a nos-otros, somos la fuerza que inspira serenidad.

Un oficial se dirige a nosotros y frente a esta muchedumbre de personas reunidas nos saluda :

— «Señores, desearía poder abrazar a todos us-des en nombre de todas las madres. Si supieran cómo cuentan con ustedes esas mujeres y cómo bendicen a ustedes, los consoladores. Nosotros no conocemos las palabras que inspiran fuerza e igno-ramos las plegarias que mecen la agonía. Pero ustedes...»

Y al decir esto lloraba sin tratar de ocultar su emoción, porque presentía la inmensidad del sa-crificio y la importancia de los hombres para con-solar de los horrores de la muerte en plena ju-ventud.

No, no se trataba de una broma ahora, y todos lo sentían hondamente y lo afirmaban en miradas de respeto dirigidas a nosotros.

Los demás, aquellos millones de hombres que se encaminaban hacia la frontera, se dirigían a lo desconocido ; en cuanto a nosotros, se confirmaba una certidumbre, nos hacía ya percibir la triste y santa misión que la guerra nos preparaba : cui-dar a los heridos y abrirles las puertas del cielo, curar las llagas y reanimar el valor decaído por una prueba demasiado pesada impuesta a la carne, agigantar las voluntades y robustecer las ener-gías : nunca nos habíamos sentido dueños de almas tan apostólicas y de corazones tan fraternales.

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— II —

— ; Firmes! Reinó el silencio. No percibían ya los ojos sino

los apartados campos de la trágica lejanía. Una voz citaba nuestros nombres, nos designaba para la labor de humanidad, de auxilio y de caridad.

Primero los camilleros. Larga era la lista de los que dentro de dos horas iban a salir para el frente con la misión de recoger heridos en la línea de fuego, bajo la muerte, casi en plena batalla.

De vez en cuando rompía el oficial la monotonía del llamamiento con breves reflexiones, como se formulan en estos instantes, en que cada cual acep-ta la parte de sacrificio que le corresponde, con la serenidad de almas olvidadas de sí mismas y dis-puestas a aceptarlo todo porque es el deber.

— Tan expuestos estarán ustedes como los mis-mos combatientes. El enemigo dispara sobre las ambulancias, y la Cruz Roja de los brazales y de los pabellones no resguarda de las balas alemanas.

La lista se alargaba. Alternativamente, hom-bres de treinta anos, de cuarenta, recibían la in-vestidura del sacrificio y del peligro. El jefe con-tinuaba :

— Los hay entre ustedes que no volverán, pero su valor cobrará con ello nueva hermosura. PoT

drán matarlos : ustedes no matarán; su único deber consiste en amar, a pesar de todo, el su-frimiento, cualquiera que sea el ser mutilado caído a su paso que les grite : «Piedad».

Salió una voz de las filas :

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— II —

— ¿ También los boches ? Miró el oficial, sonrió ligeramente y, como a

pesar suyo : — S í ; también los boches, compañero. Hubo entre nosotros un murmullo de protesta

regocijada y sin convicción. — Les comprendo — dijo el jefe ; —> pero pues-

to que es cosa entendida que el deber para ustedes es el heroísmo sin esperanza de desquite... el he-roísmo a secas y la abnegación sobrehumana, la de los apóstoles que son de la madera de los santos...

El que había protestado poco ha y que el azar de la formación había colocado junto a mí, era un amigo muy querido, una de esas almas valerosas y hermosamente temerarias siempre dispuestas a las labores atrevidas y a las empresas audaces. Era un hermoso y arrogante mosquetero con so-tana.

Era de los que salían para el frente, y cuando poco ha se pronunció su nombre^ súbita alegría había inundado su rostro.

— Por fin. Yo que tenía tanto miedo de que-darme.

Permanecer lejos del peligro era, para todos nos-otros, como una sentencia condenatoria, una es-pecie de degradación, una aureola perdida. Y sen-tíamos nosotros, los antiguos de la territorial, estar destinados a los hospitales del Oeste, que debían cobijar a los heridos, lejos de los peligros de la invasión.

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El abate Duroy vivía ya en la realidad. Sus ojos veían el cercano porvenir y su corazón en este ins-tante se entregaba plenamente a su generosa labor. Yo le admiraba, porque era hermoso y porque re-presentaba en esta circunstancia al sacerdocio todo, amigo de los que sufren, impaciente por consa-grarse a las tareas santas que hacen aceptar la guerra y suavizan sus horrores.

Marchaba al lugar terrible, hacia la angustia y la muerte, y en él me parecía ver a todos los sacer-dotes de Francia encaminándose a la frontera, investidos de la misión divina de abrir la vida eter-na en el momento en que perece la vida mortal.

Cuando rompimos filas y cada cual preparaba su impedimenta para la marcha, Duroy me llevó bajo los árboles :

— Estás envidioso — me dijo. — ¿ Cómo no ? — Te comprendo, j Nos cuadra tan perfecta-

mente esta existencia que empieza y esta abnega-ción que nos exigen! Pero dime, ¿ crees tú que fuera necesario estar movilizados para hacer lo que hacemos ? ¿ Qué significa la orden de llamada inscrita en nuestro carnet militar? Desde hace veinte años, desde siempre, éramos hombres de la patria, soldados de bendición y de sostén.

Suena una corneta. Es el primer anuncio de la marcha.

Me tendió la mano ; uniéronse nuestras miradas en el mismo grandioso pensamiento y también en el mismo terrible temor.

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Yo fui más débil, y la pregunta que me oprimía el corazón e impulsaba mis labios escapó a la vio-lencia de mi emoción :

— ¿Cuándo nos volveremos a ver? Él, muy valiente y muy dueño de sí, ante la

evocación del peligro, repitió como un eco : — ¿Nos volveremos a ver ? Luego rompió el silencio que, como él adivinaba,

era deprimente para su valor : — Morir así a los treinta años... temo no mere-

cer semejante gracia... Entonces, volviendo a ser el soldado que nunca

dejaba de ser, Duroy me dio un golpecito en la espalda :

— Una idea, querido... Desde allá te escribiré, mientras pueda escribir. Con tus impresiones uni-das a las mías, estoy cierto, escribirás páginas llenas de emoción... Soy tu corresponsal de guerra.

Me abrazó, y yo sentí que su promesa era de las que se cumplen y no engañan.

Él en el frente, yo en el hospital; los dos co-rriendo peligros diferentes, ocupados en la misma labor, era asunto suficiente para tentar mi pluma.

Y tal es el motivo que me ha incitado a empren-der esta obra, que no contendrá sino páginas sin-ceras, escritas en medio del dolor paciente, del sa-crificio y de la sangre.

La orden de movilización me ha hecho enfer-mero de un hospital que no alcanzarán ni los obu-

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ses alemanes ni las cobardes bombas de los tatibes. Y , sin embargo, a la vista de estos cuerpos muti-lados, de modestos héroes caídos frente al enemigo, he aprendido las grandes y rudas lecciones del sufrimiento experimentado por la causa sublime.

A veces, mientras escribo, llevan mis manos las manchas mal lavadas de la sangre que ha corrido de las heridas curadas durante horas enteras. Mi delantal blanco, que es mi uniforme, está rojo a trechos, y en este rincón de la sala del hospital donde nuestros chicos dormitan o gimen, experi-mento, en determinados momentos, el estreme-cimiento de la guerra. Tomo parte en el dolor común.

Un herido de diez y nueve años, que tiene el brazo izquierdo triturado, me dijo una tarde, mien-tras me esforzaba por devolver a su corazón la serenidad :

— Al fin y al cabo, lo bueno en nuestra des-gracia es que nos cuidan ustedes...

Y como me esforzaba por hacerle precisar lo que le parecía tan bueno en nuestros cuidados, me atrajo junto a sí como un niño mimoso.

— Porque ustedes nos quieren — murmuró. ¡ Quererlos ! es nuestra ocupación, nuestra dulce

obligación, nuestra pasión. En todos encuentran la benevolencia humana ; en nosotros encuentran la caridad divina.

Un marsonin de Marruecos, a quien han desar-ticulado cuatro dedos aplastados, voceaba el otro día en la sala :

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— A mí poco me importaba que me rompieran algo en la guerra. En habiendo curas para cui-darle a uno, «hay bueno», como dicen los árabes.

Actualmente, veinte mil sacerdotes franceses asisten a los heridos... ¡ Más que nunca, Dios vela por la patria!

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II

El relato del herido

Es de noche y oigo dar las horas, las horas de guardia, que serían largas si junto a mí no tuviera presente y gimiendo el dolor que pide consuelo...

Quince días han transcurrido aguardando a los que ahora atraen toda nuestra solicitud y lo mejor de nuestra piedad.

Ahí están, echados en este vasto dormitorio de Colegio convertido en Hospital militar, donde te-nemos nuestro puesto de cómbate. Sufren silen-ciosos o se quejan con grandes alaridos, lanzados en medio de una pesadilla y arrancados a su valor, que desfallece por la tortura de los miembros mu-tilados.

Me acerco a una cama, en la que el resplandor suave y amortiguado de la lámpara me dibuja una desgraciada figura de veintiún años, por las violen-tas sacudidas de un mal cuyo despertar es terrible. Le vi poco ha, en una camilla, he,cho un verdadero

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andrajo, con los ojos dilatados por las fatigas de un viaje horroroso y, sobre todo, abatido por el terror, que se prolonga fuera del -peligro, de las horas pasadas en medio de la muerte, en el fragor de la tempestad de hierro y fuego.

¡ Qué atroces visiones vislumbro en sus ojos! Me parecía presenciar todo el horror de la guerra.

Al preguntarle, los sollozos ahogaban mi voz. Era joven y ¡ parecía tan quebradizo!

En su camilla, inmovilizado por la herida, tenía el aspecto de un cadáver, con los ojos medio abier-tos, indiferente a todo. Luego cuando lo levanta-mos — ¡ con cuántas precauciones, sin embargo !— se puso a gritar. Un médico tuvo que renovarle allí mismo la cura, que no se había hecho desde hacía cuatro días. Su pobre pierna triturada reco-braba de pronto su embotada sensibilidad y su carne toda, todos sus huesos, se estremecían con un prolongado e inmenso dolor, que retorcía sus músculos y agitaba su cuerpo martirizado.

Entre todos los demás, mutilados también, atra-vesados y palpitantes, había notado a ese pequeño marsellés con cara de niño, y me pareció, desde el primer momepto, que su sufrimiento era más acreedor a la compasión.

Cuando me toca estar de guardia, en esta pri-mera tarde triste, me acerco a él y en su desgra-cia se concentra mi ternura.

Me inclino hacia él, y con el tuteo instintivo que la compasión impone a los que tratan de consolar :

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— ¿Sufres, sufresj muchacho? Él, sin contestar, despega lentamente su ardien-

te y húmeda mano de las mantas y siento en mi cuello la presión de un brazo; oigo, sobre todo, su apagada voz que jadeante implora :

— Señor cura, señor cura, voy a morir. ¿Cómo contestar? No lo sé. Y aun cuando lo

supiera con certidumbre, ¿ acaso se hacen semejan-tes declaraciones así, brutalmente ?

Entonces el pequeño herido adivina que le he comprendido mal y su alma heroica y arrogante quiere conservar su título de soldado que ha arros-trado la muerte y el peligró sin desfallecer. Desa-fió la muerte y encuentra fuerzas para sonreír.

— i Oh, no es que tenga miedo, señor cura ; pero le pregunto esto... ! — se detiene y llora ; su mano aumenta la presión y, más acariciadora, me acerca a él.

Su gesto no quiere expresar temor ; bien com-prendo que este joven militar, que ha vivido la cruenta epopeya, no es accesible al temor que en-loquece ; su corazón tiene temple viril.

Un mes de campaña . ha hecho de él un viejo veterano de las trágicas aventuras.

— No — dice ; — no tengo miedo. He visto morir a tantos junto a mí, que no tengo apego a la vida... Sólo que... se trata de mi madre... Si me voy, no podrá resignarse y mi herida dará la muerte a dos.

Poco a poco, en la sala inundada de pálidos re-

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flejos, han cesado los suspiros y las quejas. En el silencio imponente, que atraviesan pavorosos sue-ños, sólo se oyen palabras solemnes de él a mí; todo lo restante se concentra en este encuentro de dos seres que en este momento son más que dos hombres : el soldado y el sacerdote a quien Fran-cia ha confiado la defensa de sus fronteras y el tesoro de su ideal.

Entonces, conociendo de qué pujantes relaciones es capaz la naturaleza y confiando en el vigor de la sangre de la raza, me atrevo a asegurarle que no está herido de muerte :

—No, muchacho; no, no morirás... a tu edad no se muere.

Una sonrisa irónica corta la fórmula trivial del consuelo impotente :

— Y los que quedaron allá... Todavía un silencio. ¡ Qué difícil es, pues, con-

solar bien! Sin embargo, yo mismo no puedo creer que esté sentenciada esta existencia dolorida. El médico mayor, un ojo clínico cuya primera mi-rada diseca una llaga y escudriña un organismo, ha declarado hace poco que lo salvaría ; tengo con-fianza y creo en su palabra :

— Yo te digo que curarás. Me mira el enfermo, y ahora mi ardiente convic-

ción ha penetrado en su alma. Se incorpora un poco, suelta la mano, hace la señal dÉ la cruz, y sabiendo que ahora conozco su alma, murmura con el recogimiento de los momentos de piedad :

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— Tiene usted que rezar por mí. Sus ojos se; habían entornado para la plegaria ;

los míos no percibían ya su rostro, porque las lá-grimas turbaban mi mirada. Sólo para mejor pro-tegerle y mejor bendecirle había colocado mi mano sobre su pecho.

Se estremeció. — Dispense, señor cura; no apoye en este

lado... también aquí tengo una bala. No bastaba que tuviera la pierna triturada, era

necesario que su pobre cuerpo estuviese atravesado en el pecho, por encima del corazón. La camisa estaba enrojecida con la sangre que había empa-pado las vendas.

Y al verle así no me vino la idea de pensar : ¡ Cómo debe sufrir!

El paciente no estaba allí; sólo apareció a mi vista el mártir de la guerra santa con su aureola de bravura y temeridad. Ese muchacho que sabía sufrir tan bien, había debido luchar magníficamen-te ; la energía de hoy era la prolongación del he-roísmo de ayer. Cuando mi brazo se alzó para bendecirle, repetía obstinadamente mi pensa-miento :

— j Qué hermoso es! Cuatro medallas colgaban de su cuello y me las

tendió para que las besara. Tenían el gusto de sangre, y aun conservo en los labios el extraño sabor de aquellas reliquias que al frotarlas habían acariciado la herida que de encima del corazón echaba sangre.

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— Esta, la mayor — m e dijo, - - es recuerdo dé un sacerdote. Me la dio allá, en la ambulancia en una granja, cuyas paredes han sido hundidas por los obuses. ¡ Qué noche, Dios mío!... ¡ Y cómo se vio sangre en todas partes !

Mi pequeño marsellés tenía el cuerpo agitado con dolorosas sacudidas. Imaginé que sería el dolor de la herida excitada que le atormentaba más.

Pero no ; sufrió en aquel momento con el espan-toso recuerdo. Todo el horror de aquellos momen-tos de sobrehumana angustia le invadían el cere-bro. Hubiera deseado que se durmiera para olvi-dar un momento, para dejar que en su alma tur-bada se produjera la paz ; pero la fiebre excitaba sus ideas y las palabras se precipitaban tumul-tuosas a sus labios. Sin protesta, escuché la dolo-rosa historia.

— Todo el día nos habíamos batido y todo el día habíamos palpado la muerte ; era como un trueno, como una ráfaga sin tregua, como un infierno. Caía la metralla como lluvia en todas partes, y vi compañeros míos junto a mí, partidos en dos por los obuses o aplastados ; esos ya no gritaban. Apenas alcanzados, todo había terminado. Pero los demás, los que aun vivían y se agitaban... le digo a usted que es pata revolvérsele a uno la sangre. Si estuviera uno solo viendo eso, sería cosa de vol-verse loco.

Se detuvo un momento para beber; creí que él

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esfuerzo realizado para la terrible evocación le había postrado.

— Descansa, muchacho... lo demás me lo con-tarás mañana.

Pero él no me escuchaba. Momentos antes me hablaba el hombre y de pronto despertaba el sol-dado, el amante de su patria, el magnífico perse-guidor del ideal, el soldado de Francia con los ojos fascinados por la hermosura del penacho, aunque inundado de sangre.

— ¡ Era aquello tan triste, pero tan hermoso! La guerra mata, pero embriaga ; riamos, a pesar de todo. No sólo que en estos momentos hace reir... algo muy grande, algo espléndido desfila delante de los ojos... existe el peligro y existe la fiesta... y la fiesta os atrae... El capitán estaba de pie, nosotros echados. De vez en cuando nos decía :

«—Todo anda bien, muchachos... causamos des-perfectos entre los boches... ¿no oís cómo canta el 75 ?»

¡ Ah ! qué bien cantaba ; tan bien que allá caían los cascos como las nueces que se apalean cuando están maduras. A su voz retemblaba la tierra y el cielo, y cada uno de sus zumbidos repercutía en nuestra alma y la hacía estremecerse de con-tento. Entonces, nos levantamos para lanzarnos adelante, luego nos tumbamos en el suelo para dejar pasar por encima de nosotros miles y miles de balas.

En este instante el herido me estrechó la mano 3

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como para mejor afirmar la veracidad de su relato : — Ea, mire usted, es hermoso, a pesar de todo,

aun cuando le tumban a uno... A mí me ocurrió hacia las seis, en el preciso momento en que el capitán acababa de caer gritando : «¡ Adelante, mu-chachos, a la bayoneta!» Me puse en pie para el asalto. Enfrente sólo se percibía la llama de los cañones y nuestros oídos zumbaban con el rugido de las granadas. Di diez pasos ; marchábamos en el fuego. En todas partes se veía rojo, rojo sin fin.

De pronto estalla un trueno en medio de nos-otros... Caí junto a un compañero derribado al mismo tiempo que yo.

Era el cura de la sección, un reservista de vein-tiocho años que se puso a gritarme, riendo :

— A ti te ha tocado en la pierna, compadre; a mi en el hombro.

Estaba nadando en un baño de sangre ; pues bien, todavía bromeaba.

Pronto, sin embargo, su voz se hizo grave y em-pezó a hablarnos como habla un sacerdote a los moribundos. Estábamos cinco o seis junto a él.

— Vamos, muchachos, nada nos certifica que no tengamos que morir. A decir el acto de contri-ción. Si tenemos que dar media vuelta, a ver si lo hacemos correctamente. Repetid de todo corazón : «Dios mío, me arrepiento de mis pecados ; perdo-nadme.»

Aun le veo, medio incorporado; con la mano sana, que temblaba, dirigida hacia nosotros, y el

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pobre amigo nos bendecía a todos mientras cada cual rogaba a. Dios tuviera compasión de aquellos que no volverían a levantarse.

Le volví a encontrar en la ambulancia, media hora más tarde.

Respiraba con dificultad; su pecho no podía más, pero seguía sonriendo. Entonces me mostró esta medalla y me dijo : «Tómala».

La tomé. Ha muerto con nn rosario en la mano y después de su último suspiro lo contemplé dete-nidamente ; tenía un aspecto de ángel y la sangre seguía brotando...

Me acuerdo que en este momento el médico ma-yor se detuvo y se inclinó sobre nuestro compa-ñero, que acababa de dar el último suspiro ; luego, irguiéndose, llamó a varios enfermeros y les señaló al muerto: «Este, amigos míos, conocía bien la manera de morir gallardamente. Los pobres dia-blos que mueren a nuestra vista.lanzan algunas quejas. En cuanto a éste, desde hace dos horas sólo ha pensado en los demás. Miradlo; todavía sonríe...»

Mi pequeño herido se detuvo. El recuerdo del amigo perdido le roía el corazón,

y él mismo olvidaba sus propios sufrimientos para concentrar detenidamente el pensamiento en aquel sacerdote cuya absolución había calmado sus horas de temor y derramado consuelo divino sobre sus angustias.

Dile de beber; besó sus medallas, la mayor

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sobre todo, legado precioso del moribundo, y luego se durmió sin imaginarse, el valiente muchacho, que acababa de referirme con toda sencillez una sublime página de epopeya.

Allí estaban veinticuatro como él, y al verlos ahora abatidos, vencidos por el dolor y silenciosos, me decía a mí mismo que el más humilde de ellos, el más rústico de los aldeanos ostentaba su reflejo de gloria y que todos llevaban en la frente la au-reola que transfigura.

Y sin embargo, en esta primera noche de guar-dia, me sentía por encima de su valor y más útil que su fecunda bravura.

Allá habían encontrado lo que exaltaba su no-ble orgullo de franceses ; aquí, los modestos héroes podían espontanear sus almas.

En el frente del combate habían visto a Francia llena de vida ; en el hospital quizá encontrarían a Dios olvidado, ignorado, abandonado.

¡ Dios que tan sencillamente se ofrece a los que caen en el campo de batalla !

Sí, era muy cierto que la Providencia había querido que camináramos en compañía de los sol-dados.

Una carta de Duroy, que llegaba del seno de la tormenta, me inspiraba al día siguiente la conso-ladora certidumbre.

Duroy, mi amigo muy querido, me relataba la hermosa gloria, sublime jornada de su bautismo de fuego.

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III

Cómo saben morir

Esta carta del sacerdote que ha presenciado la gigantesca lucha lleva señales de barro y sangre. No sé qué tierra ni sangre la han manchado, pero me ha parecido que estas manchas grises consti-tuían todo un doloroso poema. Llevan las huellas del suelo que se defiende, la prueba terrible del sacrificio a expensas del cual se compra la costosa conquista.

«Por esta vez, querido amigo, ya estamos en el puesto de honor y de peligro. Esto es admirable y terrible. Puede uno perecer en la demanda y eso constituye un encanto. Clasificados entre los no combatientes, nos mandan bajo la trayectoria de las bombas, y destinados a recoger a los heri-dos, nos tirotean los prusianos a mansalva.

»Todo lo hermoso, humano y generoso despierta la furia de esas fieras desatadas. Disparan sobre todo, destruyen las ambulancias y hacen fuego sobre la Cruz Roja.

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»Al peligro, pues, y al ^orificio estamos invi-tados, y eso es para mí un gozo inefable.

» Quisiera darte a entender lo intenso de mi ale-gría, la arrogancia llena de emoción que he expe-rimentado ayer tarde en el momento en que mi pelotón iba a salir para recoger los heridos en la línea de fuego, a quinientos metros apenas detrás de nuestra Infantería, que corría al asalto.

®E1 mayor nos daba consejos, nos hacía la úl-tima recomendación ; le sorprendió ver tanto bi-gote incipiente y tanta barba naciente.

»—¡Pero, centellas, sólo veo sacerdotes al frente!

»¡ Sacerdotes al frente ! ¡ Qué bien nos cuadra esta divisa!

j>Los compañeros nos llaman temerarios ; por lo demás, lo son ellos tanto como nosotros. Ellos se adelantan riendo a la sangrienta labor, nosotros rezando. Para todos hay peligro, pero la alegría del sacrificio hace arrostrarlo. Pero, sin bravuco-nería, confieso que hace falta alma y serenidad para sumergirse en este infierno llevando una ca-milla.

»A menudo oirás decir que el soldado se siente audaz y dueño de sí mismo mientras empuña el fusil, pero cuando pierde el arma le falta la sere-nidad y su ardor desaparece.

» Juzga, pues, si nosotros que no llevamos el chopo y somos de carne y hueso, sentimos alguna vez que la emoción nos acaricia la piel; pero ca-

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minamos, sin embargo; caminamos sobre todo porque es más hermoso. Y , además, allá los des-graciados nos aguardan gimiendo, gritando o en el estertor de la agonía.

» Esperan al camillero, esperan al sacerdote. ¡ Cuántas absoluciones he dispensado a espléndidos arrepentimientos! A esos parece que se les ve entrar en el cielo : tal es la certidumbre que uno tiene de que Dios acepta el sacrificio y lo recom-pensa.»

Mi amigo Duroy, como verdadero valiente, tiene todos los valores, los grandes y los pequeños, el que es necesario en la guerra para afrontar la muerte y este otro, que admiro, de escribir a sus amigos entre dos encuentros en el campo de ba-talla.

Esta primera carta me comunicaba su impresión general como idea de conjunto de las excelencias de la labor encomendada a los sacerdotes del año trágico.

Otras me han ido llegando después, garabatea-das de prisa con un lápiz de punta embotada ; hojas medio rotas, sucias, manchadas, me han traído un eco de la gran epopeya, en estilo telegrá-fico cuyas palabras he recogido y desearía poder engarzar a un relicario de oro.

Ha cerrado la noche. Paso a paso el muro vi-viente, la frontera viva compuesta de pechos ha conquistado terreno contra el invasor rechazado. Cada metro de suelo conquistado ha costado mon-

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tones de vidas humanas. Todavía una jornada san-grienta escrita en la historia con torrentes de sangre.

Continúa la batalla y por el espacio surcan masas que se abaten con el estampido del trueno. En todas partes cadáveres y soldados tendidos : unos se arrastran sobre las rodillas o los codos bus-cando un refugio, otros yacen en el suelo y se re-tuercen en inútiles y desesperados esfuerzos. A veces, voces quejumbrosas se apagan súbitamente en un grito terrible y cortado bruscamente : una bala de fusil o de schrapnell corta una existencia, ya segada, con esa ironía cruel de lo inconsciente.

Adelante ruge la pelea, sin cuartel, sañuda, fu-riosa, la refriega del día que se prolonga a la luz de las estrellas. Del estruendo espantoso que en-loquece los cerebros y hace temblar el ánimo mejor templado, me dice Duroy que hay que haberlo oído para apreciar su inmenso horror : «Comparado con el rugir del trueno, sólo es un vago redoble de tambor.»

Siguiendo las huellas de la muerte que se aleja, viene la caridad, la piedad que consuela, la abne-gación que repara ; los camilleros recorren el cam-po de la matanza y recogen a los que aun respiran.

De vez en cuando reflejos de luz rasgan la noche y cada uno lleva una esperanza en medio de la obscuridad. Los siguen los ojos suplicantes y los llaman las voces.

Llega el auxilio, pasa la humanidad, la caridad

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— 4* — se inclina sobre los que están clavados por el dolor.

Ahora, cuando ensordece la tempestad, en el campo de batalla se oyen las voces más claras y desesperadas.

Es el triste concierto de las voces de socorro: « ¡ A mí, a mí, aquí, recogedme ! Tengo las piernas partidas, el pecho atravesado. Estoy perdiendo toda la sangre.»

La fúnebre cosecha se verifica con actividad ; a menudo, al resplandor de un farol se alza una mano encima de una cabeza abatida. Se oye en medio de la inmensa llanura el murmullo de los cañones y el otro más cercano de los dolores impa-cientes.

Es un sacerdote que cura su alma antes de re-coger un cuerpo.

El abáte Duroy se entrega totalmente a su mi-sión de recoger un cuerpo.

El abate Duroy se entrega totalmenteTa su mi-sión de salvador. En este instante sólo piensa en salvar; con uno de sus compañeros ha recogido ya muchos heridos y vuelve con la camilla vacía para echar en ella una nueva y dolorosa carga, cuando un lamento que domina a los demás los detiene y, atentos, procuran distinguir de dónde viene el grito.

Es allá, muy lejos, en un talud, cerca de un seto. Y muy cerca de ellos llega un llamamiento desde la cuneta del camino :

— ¡ Llevadme!

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Dejan la camilla. — Recoge a éste — dice el compañero ; — voy

a ver a aquél. — Duroy busca al herido angustia-do. ¡ Desgraciado! tiene el hombro hecho polvo y el brazo casi completamente desprendido. — ¿Quieres que te dé la absolución, muchacho? soy sacerdote. — El otro rendido : — Sí — contesta con un movimiento de su pesada cabeza.

— No te canses ; voy a rezar por ti él acto de contrición. Un alma más, reconciliada ; uno más, que pronto partirá, porque un síncope lo tiende y el rostro, sin sangre, palidece y toma aspecto cada-vérico.

Pero de pronto el sacerdote, que intenta incor-porar al soldado moribundo, se estremece y se le-vanta. Dos tiros suenan junto a él del lado del talud a donde se ha dirigido su compañero para socorrer al desgraciado que llamaba a gritos.

— ¡ A mí! Es la voz de su compañero y es la voz angus-

tiada de un ser que sufre, el dolor de un hombre que cae herido.

Duroy se precipita hacia el talud. Un temor vago, pero vivo, le roe el corazón cuando llega. Nadie está en pie ; pero al resplandor del farol que todavía arde alumbra a su amigo, tendido de espaldas, los brazos caídos. Frente a él un alemán herido, blandiendo un revólver cuyo cañón está todavía humeante.

El sacerdote ha caído en plena misión de cari-

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dad, muerto por esa bestia que tiene las piernas rotas y cuya furia no está aún desarmada. El oficial alemán ha descargado su revólver contra el pacífico soldado de la Cruz Roja.

«Entonces, escribe Duroy, frente a este asesi-nato abominable 3e ha apoderado de mí una furia loca, y yo también he comprendido en este mo-mento la terrible pesadilla de la sangre. He que-rido socorrer al amigo herido de muerte por el teutón asesino. Deseo inútil : dos balas en pleno pecho lo habían tendido instantáneamente y el gri-to que había oído casi era una voz de ultratumba.

»Entonces, viendo que no podía retener esa vida, sacudió mi alma un irresistible sentimiento de venganza. Este pensamiento dominó a mi espí-ritu : «Este hombre es un bandido y estoy en caso de legítima defensa». Recogí un fusil que se pro-longaba en una aguda y mortal bayoneta y me lancé contra el apache.

»E1 cobarde se puso a aullar, pero ahora era de miedo, alzando los brazos como sus soldados cuan-do se entregan a nuestros infantes. Era cosa de piedad e inaudita, te lo aseguro, el ver el espanto de aquel ser indigno ante la amenaza de una muer-te que le horripilaba.

»Y yo, yo me había parado delante de él ; una fuerza superior separaba mis manos crispadas, de las que cayó el fusil.

»E1 sacerdote había dominado al hombre y la voz de mi sacerdote se alzaba con grito imperioso en mi alma:

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»— No has venido aquí a combatir y no tienes derecho a matar ni siquiera al asesino de tu her-mano. Tu único deber aquí consiste en ser bueno ; no hay que rematar a los heridos aunque sean cri-minales. Deja a los demás la guerra, que esa es su tarea; la tuya consiste en recoger y socorrer al que sufre sin saber si el herido merece tu com-pasión o tu cólera. ¿ No es cierto que he obrado bien? Varios camilleros, atraídos por los dispa-ros, llegaban a todo correr. También ellos habían adivinado el drama y tres de entre ellos se preci-pitaron para extrangular al prusiano, que volvía a gemir por el dolor de la herida excitada por el esfuerzo.»

Pero Duroy se erguía delante de él y defendía con toda su energía al asesino de su amigo.

— No lo haréis ; no tenéis derecho a hacerlo. Los demás comprendieron que el sacerdote tenía

razón. Su conciencia imponía la regla de humanidad :

el prestigio de su sacerdocio disipaba las dudas y apaciguaba la vergüenza. Sentían que la voz de la caridad proclamaba la verdadera ley moral.

¡ No nos corresponde a nosotros hacer justicia! El médico que dirigía el pelotón llegó donde

ellos estaban : tuvo un gesto de repugnancia para el asesino. Sin embargo, se inclinó a él, observó las horribles heridas que le habían triturado los huesos y dijo a dos hombres :

— Llevadle.

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Duroy, ayudado por varios compañeros, cargó el cuerpo de su amigo en una camilla y anduvo a través del campo fúnebre recitando el De pro-fundís.

Toda la noche aquellos valientes recorrieron llanos y barrancos con la preocupación de no ol-vidar a uno solo. Pero cada vez que volvían a la ambulancia, hacía mi amigo una visita a su her-mano de sacerdocio para cobrar, en el espectáculo del gran sacrificio, nuevo valor indispensable para la terrible tarea.

Máé tarde, por la mañana, cuando estos buenos obreros se tendieron en la paja para entregarse al necesario descanso, Duroy se fué a cavar una fosa en un huertecillo, cuyas flores y verdura habían sido respetadas por la batalla, y allí, rodeado de algunos camilleros, rezó las plegarias que hacen compañía a los muertos en su último viaje.

Algunas palabras del lejano relato me han pues-to al tanto del último acto de la tragedia.

Pero a través de las frases concisas y rápida-mente trazadas en mal papel hé visto el drama y he comprendido su trágica grandeza. Y me ha invadido la emoción hasta arrancarme lágrimas al leer esta última página de la carta:

«Era domingo. Habíamos dispuesto el altar encima de la sepultura en el apacible huerto. Va-rios heridos habían querido arrastrarse hasta aquí para recogerse y rezar. He dicho la misa por los muertos y los vivos, por el presente y el porvenir,

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para que sea gloriosa la guerra y próxima la paz. Tenía el alma abrumada de dolor y, sin embargo, llena de esperanza ; la sangre de un Dios se mez-claba con la sangre del sacerdote mártir. Nada faltaba al sacrificio : ni la víctima voluntaria, ni el perdón deseado por su alma y pronunciado por mí.

»A lo lejos se alzaban constantemente y con mayor pujanza las voces formidables de la lucha. Pero pudiera decirse que en el ambiente turbio de donde descendía la muerte se mecían soberanas y redentoras la imagen del sacerdocio cristiano y la gracia de la victoria por los sacerdotes de Francia.»

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II

Ahí están Iqs curas

Entre nosotros, sacerdotes de más de cuarenta años, que la edad recluye en los hospitales situados lejos del teatro de la guerra, reina un sentimiento penoso que nos ha proporcionado horas de despe-cho, casi humillantes.

«Los demás están allí y arriesgan su vida. En el frente de batalla verán el peligro y pasarán horas de peligro que exigen abnegación y preparan al sacrificio.»

En estos tiempos de valor viril, en que el pri-mer ensueño de las almas es sacrificarse sin me-dida, permanecer lejos del campo de batalla parece una mengua para el hombre y casi una degenera-ción. Quedarse nos parecía sinónimo de subs-traerse.

El primer convoy de heridos nos ha devuelto la confianza y ha restituido el sentimiento de nuestra dignidad. Delante de estos seres destrozados, de

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estos jóvenes segados en la flor de la vida, hemos comprendido la otra forma del valor, y la vista de tanta repugnante llaga nos ha comunicado la convicción de que también nosotros tendríamos parte en la obra de la guerra.

Un hombre nos ha inspirado esta firme creencia, y su denodado ardor de apóstol ha engendrado en nosotros la certidumbre de que la compasión para él sufrir iguala y supera a veces al heroísmo.

Una de las características admirables de esta campaña es la colaboración de dos grandes consue-los de la humanidad : el sacerdote y el médico.

Nuestro médico jefe ha abandonado voluntaria-mente la inmensa clientela que muy a menudo en-cuentra en él el salvador en los trances desespe-rados.

Es una vigorosa energía, servida por un talento dueño de sí y cuyas audacias profesionales llevan el sello de una ciencia serena, siempre precavida contra las sorpresas de peligrosos impulsos.

Tiene fe en su sacerdocio y todos sus esfuerzos se encaminan a cumplirlos. Su alma no está ale-jada de la nuestra y sabe que comprendemos la generosidad con ese instinto delicado que aprecia con justicia los nobles sentimientos.

Entre él y nosotros se ha formado una verda-dera fraternidad. Sabe que puede pedirnos todo, porque conoce nuestros deseos y no duda de nues-tra buena voluntad, siempre alegre y dispuesta a las labores de día y de noche.

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Ha querido tener sacerdotes a su servicio y es para él una > garantía. Tiene la seguridad de qué continuaremos su trabajo y lo terminaremos ; nuestros cuidados proseguirán la labor de su in-tervención médica. Nos llama «sus enfermeros» con una solicitud en que despunta cierto orgullo.

En la sala de operaciones, que es un local de escuela transformado, ha querido que quedara el Crucifijo, y cuando gente desabrida le ha hecho notar que ese emblema podía ofender la neutrali-dad, ha declarado, aunque no es cristiano práctico :

— No conozco esa palabra. Y se ha quedado el crucifijo, divino símbolo de

sufrimiento, que se cierne sobre los dolores hu-manos. Más de un herido al tenderse en la dolo-rosa mesa ha lanzado hacia él llamamiento de su fe, cuando la pesadilla del cloroformo empezaba a enfrenar su cerebro.

¡ Cuánta Sangre hemos visto ya correr y no era otra que la del gran sacrificio lejáno que se prose-guía a nuestra vista!

Esos miembros cortados, esos costados tallados, esos dedos eliminados, ¡ con cuánta fuerza han evo-cado la sangrienta visión de la matanza y la ilusión de ser nosotros también testigos de la carnicería necesaria para el triunfo vivo de la patria!

Obreros de paz, tomamos parte en los trágicos horrores, pero el pensamiento cristiano y el con-suelo que produce suavizan las crueles emociones.

Estos hombres cuya vida puede escapar en una 4

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sacudida del organismo mal tratado, en muestras manos están, y hágase lo que se haga, el sacerdote én ciertos momentos completa al enfermero que también es, y al través de la ocupación humana se transparenta y confirma la función divina.

El pequeño marsellés de quien he hablado está pensativo desde hace dos días, pues se aviva el dolor de su herida y su mal se agrava en una re-caída que le irrita.

El pobre muchacho no tiene ya aquella alegría de los primeros días, en que el soldado francés se muestra más valiente con el aumento del mal. Entre nosotros constituye un modo de desafiar el dolor, una de las manifestaciones admirables de esa hermosa gallardía que cada uno lleva dentro de sí y que despliega en los momentos de inquie-tud, de peligro y de prueba.

Eso dura algún tiempo; pero un joven herido como nuestro pequeño amigo no puede considerar detenidamente, sin que le cause pavor, su pierna rota y, por tanto, su existencia comprometida.

Se ha reído de su mal y lo ha tomado a broma, dando así la medida de su valor, y nosotros mis-mos le hemos admirado al pensar : «¡ Qué esplén-didos recursos no ha de poseer nuestra raza para que al ser segado en plena juventud acepte así el sacrificio después de desafiar tan arrogantemente la muerte !d

El chico está triste. Ha seguido con la mirada las manos del doctor, que exploraban la herida

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descubriendo nuevos puntos sensibles ; sobre todo ha buscado con obstinación en la mirada del mé-dico, la idea, el juicio, quizá — ¿ quién sabe ? — la sentencia de condenación.

El médico jefe conoce el peligro de las declara-ciones hechas a los pacientes, que pueden traer como consecuencia el terror y desesperación. Está hasta cierto punto impasible ante los peligros de complicación que descubre, pero también es padre, y habiendo experimentado el dolor en el alma, deja brotar la piedad en su tierno corazón.

Un ligero fruncimiento de las cejas, un gesto imperceptible bastan para causar inquietud al chi-co, que espera la palabra tranquilizadora y la espera en vano.

Entonces sus temores se expresan en una fór-mula extrema que revela toda su angustia repri-mida :

— Esto está muy malo, señor médico. ¿ Verdad que es cosa perdida ?

El mayor se echa a reir : — ¿Quieres callarte, tontuelo? ¿A tu edad,

cosa perdida? Claro está que nó podrás pasearte dentro de {los días, pero te vamos a sacar de ésta, muchacho.

Y como el herido se queda pensativo, insiste y toma aires de hombre seguro.

— ¡ Semejante pupa ! Ya verás cuando te haga una pequeña operación lo gallardo que vas a estar.

— Entonces me va usted a operar — gime el herido.

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— ¡ Pardiez! toma ; es necesario para que te devuelva entero a tu mamá.

— ¿ Y cuándo me hará usted esa operación, se-ñor médico?

— En seguida, amiguito. Cuestión de cinco minutos.

Le da unos golpecitos en la mejilla. — ¡ Vamos ! A reírte pronto. Y despierta en esta alma el sentido del valor que

reconoce estar a flor de piel. — ¿ Acaso vas a tener miedo ? El joven se yergue : — ¡ Y o ! eso sí que no; ¿quién le ha dicho a

usted que tenía miedo? El mosquetero acababa de manifestarse en el

humilde militar cuya conducta fué heroica du-rante un mes.

Y cuando nos alejamos siguiendo al doctor, oímos a nuestro marsellés que sigue protestando y declarando a sus ¿ompañeros :

— Vaya con el miedo ; gracias a Dios, no tengo el gusto de conocerlo.

Mientras el médico mayor, cuya inquietud no tiene razón de encubrirse ya, nos comunica en voz baja :

— ¡ Pobre muchacho! con tal que no sea dema-siado tarde.

Esta palabra nos colma de tristeza a nosotros, que no tenemos costumbre de estas cosas trágicas. Se encoge el corazón y desearíamos poder mecer el

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corazón de nuestro pobre amiguito con dulces pa-labras de esperanza y decirle : «No tengas miedo, estaremos junto a ti y nuestras oraciones te ani-marán en la prueba.»

Pero ya una nota alegre hiende nuestra tristeza. En la sala de operaciones un gran zuavo habla-

dor gesticula y divierte con sus salidas, llenas de sal, a un auditorio burlón que le rodea.

— ¡ Eso no! no quiero que me duerman ; pre-fiero reventar que hacer el «macabeo» encima de la mesa.

A éste no se le conoce por otro nombre que el de su herida. Desde hace dos días no se le llama sino «la bala en la espalda».

Además, por eso marcha encorvado, casi plegado en dos.

El mayor le coge por el brazo suavemente. — Ven acá, muchacho. Se resiste y quiere imponer condiciones : — Sabe usted, señor médico, nada de clorofor-

mo. Me va usted a despachar esto sin contem-placiones.

— Se hará lo que haya que hacer; a ti eso ni te importa.

El otro, a quien esto le hace mucha gracia, hace grandes aspavientos :

— ¡ A h ! dispense usted, mi pelleja es mía, me parece, y mis huesos también.

Delante está la mesa cubierta con un paño blan-co, como una bestia de pesadilla erguida sobre sus gráciles patas.

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Al percibirla, el zuavo se planta en el umbral y lanza un terno formidable, que luego atenúa con esta exclamación de gusto algo más delicado.

— ¡ A h ! nada de eso, Isabelita. Le empujan como a un condenado a muerte, y

las protestas de su desesperación no hallan más eco en la sala de operaciones que una inmensa car-cajada. Por otra parte, la compasión no es de circunstancia, pues la herida no es peligrosa y la operación no tendrá consecuencias.

— A ver, grandísimo bruto; no vas a querer quedarte así para toda la vida con plomo alemán en los ríñones — dice chanceándose el doctor.

Esta palabra basta para animar al buen hom-bre y ahora descarga contra los boches su mal humor :

— ¡ Ah ! los c... Al menos a ver si me pone usted más derecho que un huso para que vuelva a sacar-les las liendres.

Entonces resueltamente se desnuda, y cuando quieren ayudarle para colocarlo encima de la mesa protesta.

— Déjenme en paz, caracoles ; yo me basto para echarme solo en esta percha.

Tres minutos después está ya reducido al silen-cio y a la inmovilidad. La bala ha penetrado pro-fundamente a izquierda de la columna vertebral. La mano del doctor, esa mano de cirujano hábil que dicen dotada de visión, camina en medio de la sangre y no pierde la pista. El metal suena

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al contacto de las pinzas, pero se resiste como un animal perseguido que se defiende en su gua-rida.

Un ayudante me comunica al oído esta refle-xión :

— Para saber si va a salir la bala no hay que mirar a los dedos, sino a la cara del doctor.

En efecto, mientras resiste el proyectil, revela su fisonomía la preocupación del pensamiento que indaga y del talento que lucha contra el obstáculo.

Además, en derredor de la mesa, silencio com-pleto : cada cual parece participar de la misma preocupación y sentir la resistencia.

Pero de pronto los músculos de su cara se re-flejan, su mirada habla ante su lengua : ya la tie-ne, la saca entre las pinzas roja y retorcida.

— Aquí está la muy sinvergüenza. Y al oir el zuavo la reflexión en su sueño lúcido,

murmura con sus labios exangües y pesados como plomo :

— ¡Ah, ah!... Perra. Luego le llevamos a su cama, donde el dolor de

la profunda incisión le hace soñar, sin duda, que le da en los ríñones toda una bala de cañón boche.

Sin embargo, la pacotilla alemana ya no está en sus carnes.

Está cerca de él, encima de la mesilla, hasta que cuelgue de su cadena de reloj cuando vuelva al frente para ajustar cuentas con los cascos punti-agudos.

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Pero la misma camilla nos trae al pequeño mar-sellés, que tiene que pasar ahora.

Uno de nosotros se acerca a él : — Vamos, muchacho, valor. ¡ Valor! tiene más que en la lucha. Ha reco-

brado toda su energía. Su alma de valiente ha dominado al cuerpo.

Señala las tres medallas que llevan la pátina del sudor de los grandes esfuerzos :

— Señor cura, si no salgo de esta las manda usted a mamá.

Y sonríe con aire de resignación viendo la mesa de operaciones.

Entonces sentimos el inmenso sacrificio de las madres, cuya angustia al ver a sus hijos en peligro se duplica con la pavorosa incertidumbre : «¿ Qué vida tendrá y cómo saber la verdad ? ¡ después que lo han recogido en el campo de batalla se mu-riera sin verlo yo!

El herido ya está dormido y da. comienzo la labor del cirujano. Aquí unas esquirlas que hay que ir extrayendo una a una, una arteria que hay que respetar, la hemorragia es posible y sería mortal.

Llenos de ansiedad seguírnoslas fases de la ope-ración.

A veces una sacudida del cuerpo, un suspiro sofocado debajo de la máscara y luego el rostro lívido y el sudor que corre.

El crujir de los huesos partidos nos hace tem-blar; adivinamos el sufrimiento que va a causar

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esta nueva e indispensable herida al despertar. En algunos ojos se ven lágrimas de emoción. El doctor prosigue impasible su tarea.

A veces lanza una breve reflexión que traduce su impaciencia reprimida y también, y sobre todo, su sentimiento de tener que rasgar esta carne viva y ese fémur ya triturado.

En vano buscamos en su mirada la impresión satisfactoria, la relajación de músculos que nos manifestará que todo está bien.

¿ Quién puede creerlo cuando se trata de heridos que han pasado días y días sin recibir los auxilios indispensables ?

El médico que administra el cloroformo rompe aquel pesado y angustioso silencio con esta re-flexión : -

-— No funciona el corazón ; un síncope es po-sible.

Nos miramos. Si fuera a morir, pasar al otro mundo cuando nuestras manos y nuestros labios de sacerdotes poseen la gracia del perdón su-premo.

Uno de nosotros expresa entonces el pensamien-to de todos :

— ¿ Si se le diera la absolución ? El médico mayor no vacila : — Creo que sería prudente, señor cura. Entonces somos testigos de esta grande-y mag-

nífica escena. Por un momento substituye a la ciencia hu-

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mana que duda de su poder, la fe eterna que rebasa los límites de nuestros escasos conocimientos hu-manos.

El sacerdote se acerca y el sabio sincero se se-para. Un instante se olvida el cuerpo que desfa-llece para pensar en el alma que implora.

Inclinado sobre el rostro pálido invoca el sacer-dote, con voz emocionada, la misericordia divina, la grandeza del sacrificio y la gracia de la contri-ción. Luego, con su mano, que traza el signo de la redención, confirma y completa la virtud de la palabra omnipotente que pronuncian sus labios.

La labor divina queda realizada, se retira y deja el puesto al sabio que todavía puede curar.

Nuestro jefe ha realizado su «milagro» ; el mu-chacho no se nos ha quedado en los brazos. Du-rante dos días hemos velado su debilidad y obser-vado a menudo con la ansiedad de la larga espera y el deseado fin del peligro.

Nuestro chico «vivirá» ; ha pasado el trance te-mible. Su juventud vigorosa, auxiliada por su voluntad de vencer el mal, ha triunfado del peligro mucho tiempo temido.

Le queremos más porque nos ha dado mucho cuidado, y su vida nos es más cara porque hemos temido perderlo.

Cuatro días más tarde ha escrito a su mamá que en la mesa de operaciones ha visto la muerte muy de cerca como en las trincheras, pero ha ter-minado su carta con esta deliciosa frase, en la que

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evoca al mismo tiempo que el peligró pasado, la gran confianza enseñoreada de su alma hasta el fin :

«Estoy salvado, querida madre, gracias al ciru-jano que me ha salvado, y además, sabes, ni en el momento terrible he tenido miedo... «porque allí estaban los curas.»

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II

La Misa bajo las bombas

No puedo comprender yo, que no me encuentro en el frente, por qué milagro de valor puede Duroy escribirme regularmente sus impresiones de gue-rra. Cada quince días, sobre poco más o menos, me llega una carta con el sobre sucio y que me gusta considerar detenida, piadosamente, antes de abrirla.

Es la mensajera de la lejanía misteriosa en que se camina sin debilidad y se sufre con la sonrisa que irradia de corazones iluminados por el ideal.

«Nunca como ahora, me dice este valiente, había conocido la soberana belleza de la vida sacerdotal.

»Se encuentra en medio de la pelea y recoge de los abrasados labios de los heridos, de los mori-bundos, los sentimientos que resuenan en las almas francesas como toques de corneta.

i)¿Pudieras creer, querido amigo, que estos po-bres muchachos quieran morir con el deseo de no

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dejar tras sí ningún recuerdo triste, ninguna idea melancólica o de pesar?

»Un joven obrero de diez y nueve anos, que recogí cerca de una trinchera, con el pecho des-trozado por un obús, me ha dicho estas palabras desconcertantes cuando me inclinaba para ver si aun vivía.

b—Ya puedes mirar, compadre ; se sonríe uno hasta el fin.

»En efecto, este agonizante sonreía diez minutos antes de dar la media vuelta para entrar en la eter-nidad.

B T U V O el extremo valor de añadir : b— Déjeme aquí y no me recoja, que mi cuerpo

y los de mis compañeros formarán uná barrera tan alta que no la podrán salvar los boches.

BYO, que tenía turbada la vista por las lágrimas, tuve que dominar la emoción vivísima que me embargaba para decir a aquel magnífico francés que era sacerdote y que podía confiarme los secre-tos de su alma,

B Siguió sonriendo, porque la alegría de su ar-dimiento sojuzgaba su dolor. El ensueño sublime sobrevivía al cuerpo casi aniquilado, comunicaba a su rostro el aspecto de una vida extraña, más pujante que la otra y que la muerte parecía respe-tar todavía. Murmuró estas palabras :

b— Hé comulgado esta mañana en la misa bajo las bombas. Por eso ahora puedo irme... nos lo ha dicho el sacerdote.

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»Me incliné sobre él e imprimí mis labios en la frente del mártir. Con este beso fraternal dejó de sufrir y entró en su eternidad.

»¡ Ah ! ¡ Esta misa bajo las bombas ! \ Qué eco de alegría y de legítimo orgullo despertaban en mis recuerdos las palabras del infante moribundo ! Yo era quien la había celebrado y prometido el cielo en nombre de Dios a cuantos hacían en de-rredor del altar esta parada de la fe y de la espe-ranza.

»No pasaré ya horas tan soberbias. Te mando estas descuidadas notas ; dales la sonoridad bri-llante del cañoneo lejano, el majestuoso concierto de las baterías que retumban todas a la vez.

» Cuenta con palabra conmovedora esta fiesta como nunca la verás y que, no obstante, adivinas, porque toda alma francesa posee la intuición de estas grandezas trágicas y de estas emociones glo-riosas.»

Sobre esta urdimbre que aparecía a mi vista tejida de oro y de luz, urdimbre de gloria y de rayos luminosos, he reconstituido la escena ver-dadera. A fuerza de leer las palabras elocuentes y las concisas frases evocadoras de sobrehumana belleza, yo también he presenciado esta grandiosa misa y oído el concierto formidable que marcaba el ritmo de su credo.

Son las seis de la mañana. El alba roja esfuma en el horizonte ruinas fantásticas en que parecen llorar campanarios heridos de muerte, espectros gigantescos del dolor y del espanto.

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Se diría que contemplan a otros lejanos que con su grande sombra fija parecen perseguir a los bárbaros expulsados por nuestros regimientos. Por doquier la desolación de aldeas y campos, la mise-ria y el sufrimiento que se alzan de tierra al con-juro de la claridad que se levanta.

Es el silencio pasado, meciéndose sobre los de-sastres, y la inmensa tristeza contagiosa de los campos arrasados.

Pero de pronto, al revolver del bosque talado por la batalla de ayer, he aquí que se revela la vida, la vida humana que avanza en encrespadas oleadas. Son los pantalones azules de nuestros infantes que caminan cantando; la inagotable juventud fran-cesa que va a llenar los claros, los boquetes abier-tos en el muro viviente. Es la carne vigorosa del cuerpo robusto que espontáneamente repara las he-ridas del gigante siempre golpeado, pero nunca abatido.

Aquí están nuestros guerreros, y al ver sus gorras, el campo recobra su alegría, las ruinas parecen menos tristes y más dorada el alba. Aquí están ; pasan sembrando tras de sí el valor de la raza y esa confianza que inspira el pensamiento de que Francia se encamina hacia la victoria.

¡ Qué cuadro el de nuestros soldados desfilando en el apoteosis de un sol naciente! Tienen color de tierra, cubiertos de barro, salpicados de arcilla roja. Han dormido en las obscuras guaridas de las trincheras, con el estómago vacío, los pies

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hundidos en el agua, sin más luz para iluminar sus tinieblas que la esperanza de la victoria. Y en esa luz han percibido la belleza del vivir y la grandeza del morir.

¡ Aquí están! parece que el sol profanado se es-tremece de profunda alegría. Vencedores de ayer por la paciencia persiguen la victoria en el día que nace, esos seres con los capotes sucios, con los rostros erizados de recias barbas, enmarañadas, golpeando el suelo con las botas cargadas de tie-rra ; esos infantes horripilantes de suciedad pasan como una cabalgata legendaria y gloriosa.

Un aeroplarfo enemigo acude con vuelo rápido y, como ave dé rapiña que los acechaba, describe grandes círculos en el cielo profundo. Se lanza un grito que se prolonga repetido por miles de voces :

— ¡ Una salva al pajarraco! Se yerguen los cañones todos juntos como por

un solo impulso hacia el buitre, y con un crepitar que hiende en el silencio de la hermosa mañana, una nube de balas agujerea como una criba al merodeador del aire, que vacila, se inclina hacia adelante y luego con las alas rotas se precipita en un valle lejano, mientras saluda su caída un in-menso grito de júbilo.

— No son peligrosos esos abejorros, pero entur-bian el cielo — vocea un sargento.

Pero a esta reflexión de majo responden las voces de allá, las voces de los alemanes que no saben

s

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reírse y gruñen siempre. La señal del avión ha sido comprendida ; los cañones de los boches se enfurecen y vomitan obuses. Caen a derecha, a izquierda, en todas partes ; algunas gorras se in-clinan y los cuerpos se derrumban, pero la tropa se adelanta con la formación impecable de un re-gimiento que corre a donde le llama el deber.

De pronto el sable del coronel reluce en la ligera bruma que se alza de los taludes. Es el alto, y todos obedientes a la orden permanecen inmóviles y siguen con la vista la muerte que pasa y los desafía con ojos burlones.

— Dejadlos gruñir — dice el jefe, mostrando con gesto desdeñoso el terrible horizonte ; — de-jadlos gritar : nosotros vamos a oir la misa.

Allí está Duroy, que sigue a la columna en su puesto de camillero.

— Un sacerdote de buena voluntad <— dice el coronel.

Mi valiente amigo se adelanta : — Presente. Una iglesia todavía en pie se alza a mano iz-

quierda. Una iglesia blanca casi nueva y cuya ojiva adorna el campo, con sus muros brillantes e in-tactos.

— ¿ Quién quiere oir misa ? — pregunta el jefe. — Yo... yo... yo... Se alzan los brazos y se agitan las manos. — Entonces, todos queréis rezar, todos, para

que Dios nos haga más valientes para tumbar a

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- 6 7 -los boches y nos dé corazón para cazarlos como monos.

Un estremecimiento de alegría hace ondear la masa de kepis. Y desde el momento que hay ale-gría en las almas francesas, los de allá tienen que arrojar hierro y sangre contra el ensueño de nues-tros soldados.

Tres obuses perdidos caen en el talud y siegan con sus cascos la mitad de una sección. Se recogen dos muertos y nueve heridos, j No importa !

El regimiento acaba de invadir la iglesia dema-siado reducida ; los demás permanecen fuera y por la puerta de entrada miran al altar en el que se encienden dos míseras velas. Un seminarista se sienta frente al armonium y entona con hermosa voz de tenor el canto de las pacíficas esperanzas, convertido en cántico de guerra de todos aquellos jóvenes, que no han olvidado el estribillo tan a menudo repetido :

Queremos a Dios en nuestro ejército

Para que nuestros jóvenes soldados

Al defender a Francia amada

Sean héroes en los combates.

Y constituye un espectáculo de emocionante be-lleza ver a ese regimiento que ya ha recibido el bautismo de sangre, proclamar su fe bajo las bó-vedas de la iglesia, donde el sacerdote soldado, concentrado en sublime oración, implora a Cristo por tantos vivos de hoy que mañana estarán muertos.

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Fuera, el estruendo de las bombas que rugen en la alborada y se ensañan contra un enemigo que, sin embargo, ha depuesto las armas por un momento y hace tregua.

Pero los infantes no se mueven. El rayo mortal que estalla junto a ellos parece haber perdido su fuerza de destrucción y de espanto.

Alemania sacrilega, que profana la debilidad y arruina los templos católicos es impotente para turbar la plegaria de estos hombres que sienten en el porvenir la alianza del cielo y de la patria.

Y Duroy, cuyos pantalones asoman por debajo de la puntilla gastada del alba, pronuncia, acom-pañado por la música de los cañones, la consola-dora oración de la paz.

Pero esta paz cada cual comprende que hay que rescatarla por el sacrificio ; la victoria es cosa su-blime que hay que pagar con inmolaciones y su-frimientos voluntarios.

Y por eso, serenamente, con la sonrisa hermosa del valor heroico, los infantes oyen la misa bajo el vuelo de las bombas.

Sin embargo, el estruendo lejano se amortigua. El silencio del tranquilo campo envuelve de nuevo a la iglesia, donde mil doscientos hombres inmó-viles escuchan a su compañero hablarles de la vieja fe cristiana cuya dulzura despierta en sus almas transfiguradas.

Palabras mágicas suenan en sus oídos, resuenan en sus pensamientos, acarician las fibras armo-niosas de su corazón :

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«La guerra nos ha hecho más grandes. Frente a la muerte que está presente a cada hora y a cada minuto sentimos la belleza del sacrificio y com-prendemos el sentido magnífico del deber. Dios, que reclama de nosotros que suframos y muramos, nos da con la prueba y más fuerte que ella el goce sobrehumano de haber sido escogidos para ser hé-roes de la libertad y mártires del derecho pro-fanado.

»Los campos que nuestras heridas van a ensan-grentar beberán la roja simiente de la batalla, si-miente eterna de victoria y de redención. Entre la bala que da muerte y el cielo abierto no hay etapa para el soldado herido cuya vida fenece.

»Corred a la muerte por Francia, con una ora-ción en los labios y la fe en el corazón. Caer por la patria no es morir; es tomar por asalto la vida eterna.»

Y Duroy, cuyas ardientes palabras templan el ánimo y despiertan energías, lanza en medio de su auditorio enardecido el llamamiento heroico de Dérouléde :

j Adelante! ¡ Tanto peor para el que caiga!

Nada es la muerte. ¡ Viva la tumba!

Si el país sale vivo de ella. ¡ Adelante!

¡Adelante! esta sola palabra hace erguirse las cabezas.

El deseo de ir allá donde Se muere agita las

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almas y hace llamear los ojos. Esta tarde cerca de la iglesia, hacia, la línea de defensa apretada por el invasor, habrá un regimiento cuya terrible audacia pondrá espanto en los alemanes diezmados por una carga legendaria.

Entretanto, nuestros soldados cantan el Credo, y en el camino de los huertos desiertos vuelven a caer los obuses. El estruendo de la batalla se mezcla al tranquilo canto, pero las voces de guerra confirman los dogmas católicos que proclaman las lenguas y les prestan un sentido definitivo y so-berano.

«Creo en la resurrección de la carne, de esta carne que junto a nosotros está triturada, destro-zada, titilante, desmenuzada.

»Creo en la vida eterna, cuyo espléndido pórtico abren y cuya belleza imperecedera revelan los cas-cos de granada, las balas y las bayonetas.»

Y prosigue la misa en medio del crujir de los rosarios, porque muchos de esos hombres lo han encontrado en el fondo de sus bolsillos, como han sacado a luz de la fe consoladora cuya ayuda eficaz los asiste en este momento en que el valor debe rebasar los límites ordinarios.

Todo está terminado. El sacerdote soldado aca-ba de trazar el gran gesto de la bendición. El alto en casa de Dios está concluido y la marcha hacia la batalla va a proseguirse. Se ponen los sacos, se aprietan los cinturones, se echan los fusiles al hombro; el ruido de las bayonetas sacudidas sue-

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na ya como un preludio de carga. El pensamiento de la guerra ha vuelto a apoderarse de estos sol-dados que desde hace semanas viven con esa única idea, pero la energía es más ardiente y el valor redoblado. Señales de la cruz revisten las frentes y los pechos de la armadura invisible que pronto las balas podrán atravesar sin aminorar su resis-tencia.

¡ Adelante ! después de Dios, la Patria. ¡ Nunca soldados franceses partieron con tanta serenidad en busca de la muerte! Desde el altar Duroy les da el último adiós, el saludo de la fe y de la espe-ranza que tranquiliza a pesar de todo.

De pronto un fragor de tempestad en la techum-bre del santuario. El muro quebrantado oscila y las piedras caen de arriba, de la ojiva dislocada, herida de muerte por el odio de los bárbaros, cuya rabia lejana prosigue la tarea feroz contra las apa-cibles iglesias.

Fuera, el rugido de las granadas que zumban en la tormenta y allá el fragor de las baterías des-encadenadas que baten los campos de los alrede-dores.

Se produce un empuje en masa hacia la puerta y se oyen voces que claman :

— ¡ Oh ! no, no hay que morir así... Las paredes del presbiterio están quebrantadas

y oscilan antes de desplomarse. Delante del altar permanece Duroy, revestido de la casulla, y aguar-da tranquilamente que todos hayan salido.

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Acude un teniente y le muestra el peligro que le amenaza ; luego, viendo su obstinación, quiere casi arrastrarlo a la fuerza, pero él opone una sua-ve resistencia :

— No, mi teniente ; mi deber... — ¿ Cómo ? -— protesta el oficial, — nuestro de-

ber no consiste en dejarnos enterrar vivos bajo estas paredes.

El sacerdote entonces le muestra el tabernáculo : — Es salvar al Santísimo Sacramento... El sacerdote se vuelve para sacar las sagradas

Especies. El fondo del santuario se derrumba y cae una viga, pero el sacerdote y el altar están in-demnes. No tardará mucho; la techumbre se agrieta y cede el armazón, es cuestión de minutos. Desde la puerta le gritan cincuenta voces :

— ¡ Sálvese usted, señor cura ; pero escape us-ted... hombre!

No; no quiere salvarse. Su valor de sacerdote le manda permanecer allí y siente que su bra-vura de soldado servirá de apoyo a su heroísmo de sacerdote.

Una enorme piedra cae a sus pies y el choque le hace caer.

El teniente, que ha quedado algo detrás, se lanza para sacarlo de entre los escombros creyén-dolo muerto o herido, pero Duroy está de pie pug-nando vagamente ahora para alcanzar el taber-náculo hundido en medio de los enormes restos del desplome.

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Y entonces se ve este inaudito espectáculo es-pléndido y digno de adornar una página de nuestra historia militar; diez soldados que han acudido para ayudar al sacerdote a sacar a Dios de allí. El esfuerzo vigoroso de sus rudos brazos que tan-tas trincheras han abierto en el suelo de los com-bates, apartan las piedras nuevas del templo con-vertido en ruinas, y cuando Duroy, temblando ahora, pero de emoción, saca al Santísimo Sacra-mento y lo lleva, los espléndidos obreros de este divino salvamento se arrodillan, inclinados bajo la bóveda que cruje, sin temer a la muerte suspen-dida a algunos metros de altura en el espacio.

Luego, ya terminada la piadosa faena, quiere el teniente arrastrarlos fuera ; mas uno de ellos, sonriente, le muestra la culata del obús en las gradas del altar.

Arranca de su capote un ramillete de claveles que antes cogiera en un jardín abandonado y tran-quilamente lo coloca en el hoyo que forman los estragos del proyectil destrozado :

— Dispensad, mi teniente; dos minutos nada más. Voy a llevar esto a los pies de la Virgen; será el recuerdo del regimiento.

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VIII

El dolor sonriente

— Es cosa de reir y llorar — me decía ingenua-mente un diablo de muchacho a quien su pierna fracturada horriblemente va a retener largo tiem-po entre nosotros.

Estos soldados sin saberlo nos dan nobles lec-ciones de valor y de heroísmo. Para ellos el su-frimiento se parece a las balas : hay que guardarlo caso de no poder extraerlo, o bien arrancarlo pron-tamente porque molesta.

La; alegría y la chanza francesa son de todos los días y de todas las horas. En nuestras salas de largas filas de camas uniformes, las carcajadas al-ternan con las quejas, arrancadas a los pacientes doloridos por la mano dura, necesariamente dura del médico que cuida.

El grito involuntario del dolor excitado se repite en ecos de hilaridad. Y el enfermo se pone a tono, se mofa de su desgraciada quilla averiada y se

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chancea de sí mismo para quitar a sus compañeros el gustazo de empezar. «Toma la ofensiva», como decía con mucha gallardía uno de nuestros borde-leses que había dado en la curiosa invención de mirarse al espejo cuando le curaban. Entonces, para engañar al dolor, se «tomaba el pelo» y se propinaba todos los improperios del argot solda-desco.

— No, compadre ; pero qué bocaza estás abrien-do ; cierra eso, que pareces un boche frente a su Rosalía.

Rosalía es el nombre dado por nuestros infantes a la terrible bayoneta del Lebel.

Delante de esta gallardía los demás, que ace-chaban la ocasión de zumbar la pandereta a su compañero, no tenían nada que decir y se conten-taban con admirarlo. Nuestro bordelés todo lo preveía, se acribillaba de chanzas e imaginaba todas las salidas capaces de brotar en el cerebro de sus maliciosos compañeros.

— Crees tener el aire tan estúpido como una ballena. Pues bien, ¿y los demás? ¿están mejor despachados ?

Cuando veía llegar las hilas de yodo, de ese fuego líquido, cada una de cuyas gotas quema la carne viva, desahogaba su dolor preventivo con mandos militares voceados en el estruendo de la batalla.

— Cuidado... los valientes... se va a dar una carga... Derechos esos remos ¡ rediez ! y corazón

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en el estómago... no encabritarse, y sobre todo apuntar al vientre para que pueda sacarse antes.

Luego, cuando se estremecía la herida al con-tacto ardiente del antiséptico, gritaba con voz de trueno :

— j Adelante ! a la bayoneta... a ensartar a esos follones.

Entonces repetía los horribles gritos de la carga, el jadear de los pechos por el esfuerzo de la ma-tanza, el rugido de un hombre luchando cuerpo a cuerpo con otro hombre en el ensañamiento de la horrorosa carnicería y en el ímpetu formidable de la pelea. Eso provocaba la risa y el dolor se disi-paba en alegría ; a veces corría el sudor por las sienes y las lágrimas rodaban por las mejillas.

Terminada la cura, el valiente muchacho dejaba caer su tronco agotado por lá exasperación del valor ; pero aquí como allá había arrostrado el dolor sin desfallecer, y cuando me acercaba a su cama para decirle una palabra amistosa que reve-laba mi compasión, me tomaba cariñosamente la mano para agradecer la simpatía que le demos-traba.

— Que quiere usted, señor Cura ; aquí como en la guerra hay que cumplir bien su deber.

¡Su deber! Es una palabra que nunca he es-cuchado sin conmoverme.

Comprendía este muchacho que sufrir lejos del campo de batalla constituía la misión del sacrificio continuo, la prolongación del valor y el coro-namiento del heroísmo.

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También a veces, cuando no estaba de, buen humor por haber pasado mala noche de la pesadilla deprimente de la fiebre, me pedía la asistencia en el momento doloroso y animar a su valor.

— No tengo valor para bromear y, sin embargo, no quiero gritar ; por eso mientras me hagan la cura se quedará usted junto a mí, diciendo en voz baja una pequeña oración.

Esos días le tendía la mano y él la apretaba con toda la fuerza de sus músculos. Entre el sacerdote y el soldado se establecía un cambio de resignación y de valor. No se daba cuenta, en aquellos mo-mentos en que la carne se revela contra el mal, de que yo le admiraba con toda mi alma y que a trueque de lo que yo silenciosamente le animaba me daba una sublime lección de valor.

Pero ¡ cómo se desquitaba, como buen francés, de sus malos ratos, cuando estaba la venda colo-cada y terminada la cura, se disponía el médico a curar al próximo herido, el prisionero boche que tenía un trozo de granada del 75 en el tobillo!

Cada mañana examinaba el médico la horrible llaga y repetía como hombre preocupado de curar :

— Tendré, sin embargo, que extraerle este pe-dazo de acero.

— ¡ Ah ! señor médico — decía chanceando el bordelés, — déjele usted eso en la pata. Tan con-tento como está de habernos roto algo.

Y como el médico jefe le reprendía sonriente : — ¿Vas a dejarlo en paz, diablillo? — insistía

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con la zumba endiablada del meridional cuyas ha-zañas no envuelven malicia.

— Además, no es seguro que sea hierro lo que tiene ahí dentro ; a lo mejor no es más que una catedral que quiere llevar al Kaiser.

En cuanto al boche, en aquel momento sólo tenía una preocupación : preparar los pulmones para rugir como una fiera. ¡ Ah ! os aseguro que no le importaba un comino la vergüenza. Cada mañana nos daba una sesión de canto capaz de hacer saltar los cristales. Entonces el prusiano para quien, por lo demás, todos los heridos reservaban sus delicadezas a veces rayanas en mimo, alcanzaba un éxito de risa que parecía exasperarle aún más que la herida.

Por más que el médico jefe recomendara mayor discreción, los heridos tomaban el desquite de todo el plomo y acero que tenían incrustado en sus miembros.

Un músico cuya cama estaba frente a la suya, nunca dejaba de exclamar, al oir el primer rugido :

— No interrumpan ustedes, señores ; es música de Wagner.

Y continuaba la sesión imitando los soldados burlones sus gritos, remedando sus gestos y pa-labras.

Y — valientes muchachos — le arrojaban ciga-rrillos, que cazaba al vuelo sin fallar, a pesar de los atroces sufrimientos de una cura que le tor-turaba.

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Entonces, envuelto en aquella alegría que sentía ajena al odio, acababa el pobre boche por reírse en medio de sus lágrimas.

Pero cuando la chirigota francesa se manifestó en toda su maliciosa ironía, fué cuando el bordelés puso a contribución su talento para enseñarle el francés.

Esta idea se le ocurrió un día en que el prusiano se retorcía en su cama atormentado por accesos del dolor más violento ; profería entonces palabras in-inteligibles y hacía retemblar la sala con sus au-llidos de animal cogido en el cepo.

Con mucha gravedad el malicioso soldado se puso a hablarle por gestos, y era su mímica tan expresiva y en su mirada se transparentaba de tal modo el pensamiento, que el boche atraído por sus aspavientos no le perdía de vista.

— Compadíe — le explicaba el muy farsante — nunca hay que gritar para no decir nada. Que uno chancee o aulle, siempre hay palabras para expresarlo.

Por ejemplo, te molesta el remo, pues hay que... hay que rugir,como si te dieran caza seis cazadores de infantería ; ¡ oh ! ¡ la ! ! !

Una gesticulación elocuente acompañaba a la exposición teórica, y el alemán, hipnotizado con esta convincente lección, repetía con la solemnidad de un profesor del otro lado del Rhin esa excla-mación que entre nosotros traduce todas las for-mas del dolor.

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— Muy bien — exclamaba el bórdeles con un poquito de acento; — podrás hacerte nombrar es-pía en París. Pero hay más : para completar eso hay que añadir : «Está mejor, está mucho mejor.»

A fuerza de oir pronunciar esta frase, el boche, como buen papagayo, llegó a asimilársela. Al cabo de un cuarto de hora la repetía con tales es-fuerzos de gaznate que manifestaban evidente-mente su buena voluntad en el pleno convencimien-to de que eran esas palabras perfecta expresión del sufrimiento agudo.

Quizá imaginaba que era un modo de apiadar a los médicos y hacerles accesibles a sus justas quejas.

Al día siguiente, al acercarse un ayudante para la cura diaria, hubo una escena deliciosa de hila-ridad para los heridos de la sala segunda.

Apenas había el médico tocado la llaga, cuando el boche-fonógrafo sacó todos los registros y echa-ba los bofes gritando :

— ¡Oh, la, la! ¡Oh, la, la! Luego, viendo que esta primera exclamación no

daba el menor resultado, soltó la segunda, dele-treando bien cada palabra, con acento tudesco :

— Está mejor, está mucho mejor. — Gracias a Dios — contestó el doctor, qtie no

estaba al tanto de la farsa ; — pero no es cosa de decirlo a gritos.

Pero el otro revolvía los ojos como un loco, re-torcía su desgraciada pierna rota, y queriendo

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darse bien a entender, repitió en tono más que agudo la frase que, a su juicio, era expresión fiel de sus sufrimientos.

— Está mejor... está mucho mejor. — Pero si está mucho mejor — dijo el médico

con impaciencia — ¿ para qué rompernos el tím-pano con sus gritos de hotentote?

En la sala reían los heridos ; sólo el bordelés, que sentía haber tomado a risa aquel dolor pare-cido al suyo, permanecía triste, él que era autor de la inocente comedia.

La malicia, sin embargo, era una simple mali-cia, y tanto menos grave cuanto que el alemán, por no sospecharla siquiera, no podía sufrir de ella.

Pues bien, nunca olvidaré la expresión abruma-dora que ensombrecía su rostro cuando me llamó con una seña discreta :

— Ya ve usted — me dijo ; — está mal lo que he dicho.

En vano intenté tranquilizar a aquella concien-cia sincera.

— Le digo a usted que no es ninguna hazaña mofarse de los que sufren, especialmente cuando son enemigos.

Hubiera deseado abrazar a aquel corazón de oro al oir estas palabras dictadas por una compasión tan delicada y exquisita.

El vecino no se había visto molestado por aque-lla guasa no comprendida y, por tanto, sin resul-

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tado. Sin embargo, el soldado francés se juzgaba severamente y sentía haber dado suelta al deseo de una chanza inocente.

No satisfecho con sentirlo, quiso repararlo y dar al pobre boche una prueba de amistad, deseoso de demostrar de ese modo que su propio sufrimien-to y el del enemigo herido los aproximaba a ambos y los introducía con el mismo derecho en esta co-mún familia en que cada cual no tiene más nombre que su participación al dolor.

Me tendió su bolsa diciéndome : — Saque usted de ahí dos reales y compre usted

una botella de vino para ese desgraciado. Tenía lágrimas en los ojos el valiente mozo,

cuya acción encantadora revelaba la hermosa ge-nerosidad de nuestra raza, la admirable ternura que se encierra en el alma francesa, que no se da por totalmente satisfecha hasta que ha amado.

Y mientras que el prusiano, con aire de satis-facción, el rostro sonriente dilatado por una ale-gría un tanto bufa, bebía el vino de la reconcilia-ción, pensaba yo en nuestros heridos de allá y en sus carceleros de facciones brutales ; pensaba en aquellas cartas de mujeres encontradas en los bol-sillos de algunos prisioneros de guerra, en aquellas frases monstruosas, escritas pór las arpías del pue-blo tudesco, aconsejando a sus maridos rematar a nuestros soldados en el campo de batalla.

El boche recibía cuidados cariñosos como nues-tros hermanos. Ninguna fineza se hacía a los

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demás sin que participara de ella, como que era para nosotros cosa sagrada, el vencido, la víctima, el impotente, la debilidad socorrida, la desgracia respetada.

Y uno de nuestros soldados, tomado al azar en nuestras filas, tenía remordimientos por haberle hecho objeto de chacota sin perjuicio alguno para él, por ser el vencido inerme.

— Está mucho mejor — repetía el herido pala-deando el vino de Francia.

Y estas palabras, torpemente pronunciadas por su garganta rebelde, revelaban toda la superiori-dad de nuestra raza sobre la raza de los bárbaros.

Sí, ciertamente, «estaba mucho mejor» que entre los suyos, donde los hunos no se contentan con fusilar a boca jarro a los heridos en el estertor de la agonía y determinan que se deje morir a sus mismos hermanos incurables, porque cuidarles es inútil y causa grandes gastos.

Compasión cristiana, caridad que nos inspira la fe, virtudes humanas que diviniza el pensamiento de Dios, sublime fraternidad que transforma el socorro de los dolientes en grata labor y la abne-gación heroica en deber : en Francia y donde todas esas bellezas resurgen y florecen al hálito del amor.

La caridad del cielo la habrán conocido y sen-tido los heridos recogidos por los sacerdotes cami-lleros allí bajo la lluvia de granadas.

Y ¡ qué grato era y cómo nos enorgullecía y enter-necía oírles referir las hazañas de nuestros herma-

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nos de sacerdocio que habían afrontado la muerte por la humanidad, mientras los demás sacrificaban sus jóvenes vidas por la Patria sagrada !

Aquellos a quienes cuidábamos con solicitud, y el joven bórdeles sobre todo, nos daban la impre-sión exacta de lo que allá ocurría, de todos los héroes que la guerra había hecho surgir, entre los que combaten y entre los demás, y entre ellos ocu-paban los sacerdotes un puesto dé gloria.

— A mí — me decía — me recogió un camillero afeitado, como usted, en pleno fuego... en el in-fierno de un horroroso duelo de artillería.

No le habían dado semejantes órdenes... el ser-vicio sanitario no tiene obligación de arriesgarse temerariamente bajo la metralla.

El jefe sanitario le reprendía y oí que le decía : — Pero, señor cura, pierde usted la cabeza...

se ha expuesto usted cien veces a que lo mataran. El joven seminarista le contestó simplemente : — Así entiendo yo el deber en la guerra.

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VIII

Tres héroes

El diario de Dúroy me llega siempre después de efectuar fantásticos zigzags por Francia, por-tador de admirables nuevas, agorero de magníficas esperanzas que aparecen en el cielo de la patria francesa.

«Me encuentro, dice, como un segador de her-mosas espigas apremiado por la faena y que no tiene tiempo ni de atar su gavilla. Saca del mon-tón, busca en el tesoro ; todo es grande y hermoso ; parece como si el trueno de las batallas hubiera cuarteado el cielo.

»Dios nos sonríe, y la fe reanimada, regenerada, la fe francesa, en el momento presente inspira actitudes superiores a la de nuestras legendarias epopeyas.»

Al leer estas líneas, entre otras que saltan nues-tros nobles heroísmos, no puedo evitar una emo-ción que brota de las fuentes más profundas y verdaderas de la grandeza cristiana.

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Al herir a Francia, al tropezar en ella con for-midable empuje, al magullarla, los cañones pru-sianos han hecho surgir, esplendente y soberana,

, la idea divina adormecida. Carlomagno, San Luis y Juana de Arco deben tenderle la mano desde lo alto y estremecerse de alegría a la vista de la des-gracia sobrellevada con denuedo, lo que es para ella un magnífico bautismo.

Es allí lejos, en algún punto desconocido de la frontera viva : el combate que no desmaya, el san-griento esfuerzo sostenido, el valor sobrehumano de nuestros soldados que han adoptado como di-visa la palabra vulgar cuya elocuencia se expresa en actos superiores a la naturaleza : «¡ No se pasa!»

El azar de la lucha ha llevado a mi amigo entre una línea de trincheras tomadas y vueltas a tomar ; trabajó heroicamente en su tarea de auxilio y de consuelo. No falta trabajo : por miles están sem-brados los cuerpos en el campo terrible ; todo son gritos de dolor, suspiros de gargantas destrozadas, estertor de agonizantes cuya vida fenece en un de-lirio, brazos que se alzan y señales desesperadas de llamada.

Avanzan los buenos samaritanos en medio de la sangrienta cosecha, impresionando estas ruinas de humanidad, desechos humanos, inmovilizados por el síncope o retorciéndose en contracciones es-pantosas.

El sacerdote es presa de una angustia que dura

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horas y se acrece con el número de víctimas que solicitan su compasión.

En cada cuerpo mutilado ve un alma y se ofrece a su espíritu inquieto el problema de la salvación.

Quisiera acercarse a los que mueren y cuya vida oscila y tiembla en los pechos destrozados, pero ante la inmensa tarea siente la extensión de su impotencia.

Hay que recoger antes de consolar; cargar los cuerpos en la camilla antes de absolver.

Apenas es posible inclinarse hacia un rostro cuyos ojos están entornados de pronunciar la pa-labra del llamamiento supremo, alzan el brazo y perdonan en el nombre de Dios.

«Si supieras cómo sufro, me escribe Duroy, por no poder multiplicar mi trabajo como fuera nece-sario. Sin embargo, en estas horas del supremo sacrificio y de la inmolación, creo con confianza que Dios sólo aguarda un pensamiento encaminado hacia Él para borrar los pecados y recibir en sus brazos abiertos esas almas de buena voluntad. En-tonces, en el inmenso campo del dolor resignado, de la expiación generosa, extiendo la mano consa-grada por el sacerdocio y grito hacia el Maestro : «Aceptad estos dolores infinitos, este martirio de los cuerpos, estas angustias de las almas. Sed misericordioso para con los jóvenes que han reali-zado obra de virilidad. Tened piedad de nuestros soldados, puesto que luchar por Francia, vuestro reino, es pelear por Vos...»

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Avanzan por los surcos de la tierra salpicada de barrancos, levantando a veces cadáveres por la preocupación de recoger y asistir a todo lo que res-pira, aun aquellos cuyos minutos están contados.

Allá, apoyado en un árbol, un herido enjuaga pacientemente la sangre de una herida abierta en el costado izquierdo ; ni grita, ni, a la vista del so-corro cercano hace los gestos de desesperación del desgraciado a quien espantan los horrores de la soledad y el pavor del abandono. Su cara está re-signada, con una calma extraña, casi impasible ; sus facciones revelan la energía estoica del que acepta la espantosa prueba y apura hasta las heces y voluntariamente su valor.

Cuando llegan a él dos camilleros, les sonríe el soldado con sus pálidos labios, con sus ojos donde flamea aún el fuego del valor que no flaquea. Su valor sólo ha cambiado de forma : ahora se en-cuentra en el esfuerzo superior que suprime las torturas de la carne destrozada.

— ¿ Qué tienes, pobre camarada ? El herido no contesta a esta pregunta, inspirada

por una compasión fraternal. Le yergue un poco, y con la mano derecha, la

única que puede mover, señala la mortaldad ho-rrible que reclama la actividad de la abnegación.

— Primero los demás ; para mí no corre prisa. Los camilleros se obstinan en llevarle :

Vamos, déjanos hacer, tonto. Lo necesitas como los demás.

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Pero insiste y su voz se hace imperiosa y manda : a

— Ellos antes que yo ; ya vendrán a recogerme después.

Los camilleros se alzan de hombros y se alejan, mientras gruñe uno de ellos :

— Si se empeña, no lo vamos a llevar a la fuer-za ; vendremos a recogerlo.

Y el otro no puede menos de notar : — Pero ¡ qué testarudo es este sargento ! Una hora después, cuando el equipo de Duroy

pasaba por el lugar donde yacía el herido, el sacer-dote se le acerca.

— ¡ Cómo, usted! ¿Usted está aquí herido? Se inclina hacia el amigo que acaba de encon-

trar, le desabrocha la guerrera. — ¿Dónde le ha dado a usted? Por Dios... si

es horroroso. Mira la cara más que la herida y se pregunta

si en este momento y en este lugar en que tantas circunstancias imprevistas desconciertan a la ra-zón, no le engañan sus ojos y si es realmente el párroco del pueblo cercano al suyo, el hermano simpático y bueno, al que encuentra ahora exhaus-to junto a ese árbol y quizá herido de muerte.

El otro se anticipa a su pregunta y disipa sus dudas :

— Sí, soy yo ; pero ya valgo poca cosa... ade-más, poco importa. No tengo que salir de esta... No sería completo.

Al oir estas extrañas palabras sintió Duroy que

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>; le oprimía el corazón una gran angustia causada por el sentimiento de perder al amigo; pero más poderosa que ella una admiración sin límites que comunicaba a su alma una alegría viril.

— Vamos — prosiguió el moribundo, cuya voz poseía una seguridad pasmosa, — no se va a ex-trañar de que un sacerdote, de que todos nosotros podamos mirar a la muerte de frente y aun de-searla.

Mientras hablaba se preguntaba el camillero cómo encontraba allí a este amigo, que por su edad pertenecía a quintas que no estaban aún en el frente.

Y una vez más, el herido se anticipa a la pre-gunta :

— He marchado porque era necesario para ser sacerdote como debe uno serlo en el momento en que vivimos, para predicar mi último sermón, que no creí tan cercano, pero que tenía preparado hacía mucho tiempo.

Añadió riendo, y soldado hasta el fin : — Quizá sea mejor. Entonces, mientras Duroy intentaba una cura

ligera y desesperada, de la herida que había cau-sado honda fractura en el tórax, el sargento le refirió la sublime historia.

En la ciudad donde le había llevado la movili-zación, uno de sus feligreses más jóvenes le anun-ció un día que salía para la línea de fuego. El hombre era padre de familia con cinco hijos y el sexto en camino.

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El sacerdote, débil dé pecho, había sido desti-nado a un empleo que le preservaba del riesgo de salir para el frente.

Ocurriéndosele una idea, que muy pronto tomó la forma de una resolución obstinada : tomar el puesto del soldado y cederle el suyo.

Era cosa posible, a pesar de ciertas dificultades, pues el padre de familia era raquítico y de salud precaria. Durante dos días el sacerdote activó sus gestiones, logrando su propósito.

— El buen hombre se ha quedado, yo he salido y aquí me tiene usted.

Aquí terminó su relato, cuya soberana elocuen-cia se resistía a comprender la víctima.

En sus ojos seguía brillando su hermosa sonrisá llena de alegría ; pero Duroy, junto a él, perma-necía afectado, embargado, casi aterrado por la soberana hermosura de este heroísmo sereno.

El sargento, para eludir la expresión inevitable de un elogio con el que no quería desflorar su sa-crificio, añadió :

— Ahora, querido amigo, voy a confesarme, porque siento que hay que darse prisa.

Duroy termina así la carta portadora de este hecho que figurará en las incontables páginas de nuestro libro de oro :

«Me ha sido posible administrar la extremaun-ción a este querido amigo, que ha respondido a todas las oraciones ; luego he tenido que seguir adelante, en el torbellino de las diarias tareas.

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No sé si vive aún, pero rezo por él como si hu-biera muerto, pues Dios suele aceptar estos sacri-ficios hasta el fin.

»Más aún que de la sangre de los soldados, está necesitada Francia de la de los sacerdotes para triunfar y renacer.»

Pero ¡ qué simiente de fecundidad es la sangre de nuestros soldados, regenerados por la idea cris-tiana que comunica a su bravura un significado completo de heroísmo! Chanceros y espíritus fuertes en lo «civil», estos hijos de una raza cuya virtud no ha desmerecido, acuden espontáneamente al que les ha bautizado, cuando llega la hora in-tranquilizadora del peligro. Se confiesan y co-mulgan y no dejan dormir a su fe. Ponen en práctica sin demora el magnífico impulso hacia la muerte que ella les inspira. Transfórmanse los batallones en sagradas falanges : en el pecho de cada soldado late con energía un corazón de caba-llero.

«PIERNA IZQUIERDA CON DOBLE FRAC-T U R A . PECHO A T R A V E S A D O CON DOS B A L A S , no moribundos porque no todos los ca-prichos de los proyectiles son mortales, pero gra-vemente heridos y para muchas semanas», es el parte médico de los cazadores de infantería cuyas heridas limpio y curo cada día.

Y he aquí la manera curiosa, desconcertante, cómo fueron heridos. Acaban de contármelo :

— Verá usted que es totalmente una historia para curas.

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Dejó la palabra Grigeois, mientras Blanteau fuma en pipa.e interrumpe el relato con sus gru-ñidos :—¡ Ah ! maldito remo.

El seis de septiembre había una de todos los demonios en el Marne. Parece que a Joffre le pa-reció que habíamos representado bastante el can-grejo cojo y que era llegado el momento de hacer como los demás, que es andar para adelante.

Nosotros poco sabíamos, como usted imagina, de la grande batalla. Solamente en nuestro rincon-cito veíamos, sin embargo, que los boches hincaban el pico y dormían en el campo algo más que si estuvieran beodos ; hasta era necesario llevarles a carretadas, y no había cosa que los despertara, ni el hociquillo agudo de Rosalía.

Una mañana, mientras se frotaba el costado algo averiado por cuatro horas de parada a la lluvia, me dijo Blanteau :

— Compadre, me parece que algo nos vamos a pescar para el reuma.

— No seas tonto y no tengas ideas tristes. Ya sabes que corre aire en derredor del cuerpo; las balas dan siempre un rodeo cuando llegan a nos-otros.

— Ya sabe uno lo que se dice -— me explica. — El batallón está para defender el pueblo que apun-ta el campanario a la izquierda del bosque. Ya sabes que no nos distinguen por el número, sino por la divisa que nos ha plantado no sé qué gene-ral : «Adelante o revienta». Hoy no se puede

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escoger : primero adelantaremos y luego reventa-remos.

Entonces dijo a Blanteau : — Si es el comandante Dargis el que dirige la

danza, no te preocupes de la cena de hoy, porque, compadre, no le hincaremos el diente en la Marne.

— Pues bien — me dice el amigo aquí presen-te, — precisamente es Dargis el que prepara la salsa. No se trata de tener las piernas de mante-1

quilla. — Entonces estamos fritos — le digo. — ¡ Fritos ! — me dice, — y puede decir gui-

sado. Al principio, esta idea de vernos con el pellejo

al revés nos dio su pequeño tembleque. Allí está-bamos frente a nuestro rancho con cara de tontos como un boche, por ejemplo, delante de una bo-tella de Champagne vacía. Pero de pronto me da Blanteau con los nudillos en el hombro.

— Oye, compadre, no vamos a marchar así. — ¿ Cómo así ? — le digo. — Como palominos, pardiez ; como becerros que

llevan al matadero. — ¿ Pues cómo quieres ir ? — Tenemos que ir — dice — limpios. Y si

quieres hacer como yo, vayamos sin más tardar, es decir, ahora mismo, a confesar con el sargento de la compañía y hacerle firmar una licencia sin fecha de vuelta. ¿Hace?

Ya lo creo, pardiez, que hacía.

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— Pero le indico : nuestras oraciones ya va tiem-po que las hemos perdido en el camino.

Por de pronto esto le sienta a Blanteau como un tiro y se queda parado, pero más hacía falta para apearlo de lo suyo al muy bruto.

— ¡ Marmolillo! Las oraciones claro que sirven para lo civil, pero ahora se hace como se puede. Pero también aprendimos la ordenanza en otro tiempo, ¿ te acuerdas, ahora ? ; vamos a ver, la puedes pedir ahora, tunante. Y , sin embargo, eso no te estorba para propinar ciruelas a los señores de enfrente. Pues bien, con las oraciones pasa lo mismo : Dios sabe que hay que deshollinarse a la carrera ; Dios se las entiende, y por una vez te aseguro que nos dispensa de oraciones.

¿ Qué quiere usted responder a eso ? Estaba más firme que un trinquete.

— ¿ Entonces estamos ? — vuelve a preguntar Blanteau.

— Ya lo creo que estamos. Ahora a vadeárselas, no es cosa de quedarnos marcando el paso.

Precisamente en la compañía de al lado había un cura reservista que echaba a sus hombres una predica bien hecha, algo así como quien dice :

— Muchachos, esta vez va a ser sonada y las tres cuartas partes no volverán a la revista ; hay que salir de gran gala, con las almas cepilladas completamente ; puede uno volver, pero no es cosa de fiarsé. Una bala, una granada, y el salto mortal al otro barrio. Y no se trata de enfilar la proa

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hacia el demonio : eso para los boches. Nosotros tenemos que presentarnos a Dios arma al brazo, con los botones relucientes y la mochila con el peso reglamentario.

No había que dudar : ha ido uno a buscar al bueno del cura. Blanteau tomó la palabra :

— Usted perdone, señor cura, dos palabras ; cada uno individualmente y a turno, porque usted comprende...

Ya lo creo que comprendía el cura. Cogió a mi compadre por el hombro.

— Échate ahí, de rodillas, compadre, y habla bajo que no te oigan los demás.

Blanteau, que no gusta de cumplidos, le dice riéndo :

<— ¿ Y qué? aunque oigan... Despachó su asunto y limpió sus arreos, y yo

también detrás de él. — Ahora, nos dice el cura, adelante, y si os

recogen en el camino, yo os aseguro que no para-réis de aquí hasta el cielo. Os recibirán como a voluntarios y tendréis prima.

Dos horas después la danza terrible, un río de caballos, hombres y cañones, un revoltijo de uni-formes y cascos puntiagudos.

Llovía plomo, granizaba acero, caía la muerte en todas partes.

Nuestro batallón estaba agujereado como una espumadera y tenían que correr detrás de sus pier-nas partidas en cuatro.

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Blanteau y yo nos divertíamos la mar apuntando a los boches. ¡Dios mío! la de cabezas rotas ese día : sólo con los huesos haríamos una casa.

Se imaginaba uno que hacía buenamente lo que podía, cuando el comandante Dargis se nos echa encima y nos larga este cumplido :

— Vosotros, tunantes, sois unos tíos ; os citaré en la orden del día.

¿ Y qué ? no había puesto uno una pica en Flan-des. Había hecho lo suyo y nada más. No pen-saba así el patrón, que nos grita al oído :

— Quiero que os ganéis completamente el honor que voy a pedir para vosotros. Tengo un encargo que me hacen falta dos hombres a toda prueba para cumplirlo : ¿ no sois miedosos ?

Yo le respondo: — ¡ Vaya, pues no faltaba más ! Blanteau, que tiene palabras de señorito, se pone

a gritar estas cosas ; le advierto que gritaba a causa de una granada que estallaba a dos pasos de nosotros.

— ¡ Ah ! comandante, hay que ver. — Pues bien — dice Dargis, — vais a subir a

ese cerrillo donde hay. una cruz grande ; desde allí veréis donde está emplazada la artillería alemana, mirar con los cuatro ojos y venís a decírmelo.

Blanteau pregunta sencillamente : — ¿ Y si le parten a uno en dos antes de llegar

a la vuelta ? El comandante se echa a reir y nos dice al

marchar :

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— Bueno, pues me mandáis los pedazos. Nos vamos. ¡ Ah 1 ; rayos y centellas ! ¡ qué re-

voltijo ! Cuando nos vieron los prusianos allá arriba

todas las balas eran para nosotros, balas y lo de-más. Yo creo que les molestaba terriblemente vernos escalar el miserable cerrillo, porque a más de los fusiles, los cánones nos mandaban ciruelas.

¡ Cañones para nosotros dos! Blanteau se moría de risa : — ¡ Eh ! compadre, no somos nada para que nos

echemos encima una batería de 77. — Pardiez — le repliqué, — nos toman sin duda

por papá Joffre. Cuando llegamos allá arriba se pone detrás de la

cruz y manda : — Ahora se trata de encender los faroles y alum-

brar el paisaje. Pero de pronto alza los ojos hacia el Cristo y se

pone de rodillas. Yo hago lo mismo sin darme cuenta, porque yo

obedezco siempre al compadre que es más despa-vilado que yo, y el muy bruto se pone a hacer una oración, pero una oración inventada, a Dios, que entonces sólo parecía mirarnos a nosotros.

Desde luego una oración cortita así poco más o menos :

«¡Dios mío! Nos ha dicho el cura de la com-pañía que has muerto por nosotros hace mucho tiempo. Pues bien, si esto te da gusto podemos

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estar á la recíproca ; pero si reventamos aquí o algo más lejos, no pos dejes empantanados y Tú también ponnos en la orden del día de tu regimien-to. Ahora vamos a la faena del comandante.»

Nos levantamos y nos ponemos a mirar. La batería boche estaba a la izquierda del bosque.

—Cosa buena, dice Blanteau. Podemos zafarnos. Pero cuando decía esto: Pan... pan... pan...

Cae una granada delante de la cruz y nos incrusta una ciiuela en los perniles y nos quedamos con los cascos al aire.

— ¿Estás muerto? — me pregunta Blanteau. — Parece que no, compadre. ¿ Y tú? — Y o — mé responde — te lo diré en seguida. Y le veo marchar arrastrándose. Yo me quedé. Mi pierna no podía más. Pesaba

cien arrobas. Pero me decía : — Ya que toma el portante, hay algo bueno.

Con tal que llegue... Llegó y previno al comandante. Vino al galope una batería del 75, y tres cuartos

de hora más tarde era nuestro el bosque. Brigeois añadió suspirando: — Y a pesar de una buena voluntad no hemos

llegado a la cita de allá arriba. Pero Blanteau, qne ha acabado su pipa, se de-

cide a hablar. — Cierra el pico, novato. Si hemos marrado el

golpe esta vez tiene su explicación, y es que no somos de esa quinta.

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Los dos heridos se echan a reir. Han realizado un acto de valor casi sobrehumano ; contribuido, a pesar de su modestia, a la gran victoria ; puesto en acción la fuerza divina que los ha hecho heroi-camente temerarios, y parecen no advertirlo.

Pero mientras vuelven a cargar sus pipas y hablan de otras cosas, yo les admiro profunda-mente y les amo como se aman los seres de belleza, de valor y de virtud, cuya bravura triunfa de la fuerza bruta y salva a los pueblos.

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VIII

La absolución en el combate

No sería exacto pensar que las salas de nuestros hospitales están impregnadas de tristeza lúgubre y que conserven a nuestros heridos en la fisonomía y en el alma las huellas de la espantosa faena rea-lizada.

Ya he hablado del dolor alegre, de este buen humor que desafía el dolor y que comunica al ca-rácter francés su magnífica arrogancia.

Aquí, como en la batalla, sufren heroicamente, y acontece que las más sonoras carcajadas brotan de pechos oprimidos por la fiebre.

Nuestros hospitales donde se cuida los heridos de la guerra, son como la cifra y resumen del ejér-cito que combate.

Llegan del frente sin otra clasificación que la gravedad de sus heridas. Al cabo del día ya están vecinos y fraternizando como antiguos amigos, in-fantes y jinetes, artilleros y turcos, zuavos y tira-dores senegaleses.

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Cada uno de ellos ha vivido en la gran epopeya, metido en la obscura guarida de la trinchera, re-corrido campos y bosques, pasado días y semanas sin descansar el cuerpo sino sobre la desnuda tierra o en la hierba de la ladera de un bosque. La gue-rra con sus aventuras nos envuelve, y los veteranos de Napoleón, no por haber corrido más aventuras, son ni más hermosos ni más dignos de admiración.

Se puede uno inclinar sobre cualquiera de los lechos con la seguridad de encontrar a un testigo de la guerra, a un autor del espantoso drama cuyos molestos recuerdos están ya disipados.

— Parece como un sueño — declaran. Ni uno he encontrado que guarde rencor a las

rudas circunstancias por que ha atravesado y que recuerde con amargura el pasado que a veces tuvo sus horas trágicas y sombrías.

La guerra ha hecho subir el nivel del valor a altura extraordinaria. El más humilde aldeano, el jornalero más vulgar refiere sus encuentros cara a cara con la muerte con el tono trivial de los re-latos ordinarios.

Aquí está un soldado de veintidós años que tiene la pierna fracturada en tres sitios. Apenas insta-lado en la cama empieza a charlar como si volviera de disfrutar de licencia.

Yo" le pregunto con curiosidad incansable, como de quien no ha visto nada :

— ¿ Hace mucho que estaba usted en el frente ? — Desde el siete de agosto.

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— ¿ Y desde ese día ha estado usted siempre me-tido en la danza ?

— Poco más o menos ; mi regimiento tuvo cua-tro días de descanso.

Por consiguiente, meses enteros ha estado en la ruda pelea, en la incertidumbre constante del ma-ñana y, más aún, del momento inmediato.

Granadas, balas, schrapnells, tempestades de hierro y plomo hai} caído sobre él, han matado millares de hombres cada día a su lado : ha arros-trado todos los peligros.

En tiempos normales, un hombre que hubiera pasado por esos trances durante cinco minutos, conservaría el terrible recuerdo de esas horas y la visión de su horror.

Mi hombre ni piensa en ello. Ha presenciado la derrota en Bélgica, la retirada hacia París, la ruda batalla de la, Marne, el acoso de los prusianos hacia el Norte, andando siempre, disparando siem-pre, en las obscuras noches y bajo la lluvia. Lue-go, con la esperanza siempre creciente de la victo-ria cierta, aunque ruda, se ha lanzado a la perse-cución del invasor que huye a su vez.

Y este muchacho, muy sereno; este aldeano cu-yas emociones tardan en . exteriorizarse, me de-mostraba una alegría patriótica tan expansiva, que al escucharle sentía mayor orgullo el ser francés. Reía con toda su alma el valiente mozo dé la Champaña, al contarme Jas soberanas tundas propinadas a los bochés. En el cuerpo extenuado

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por las indecibles fatigas, las privaciones y las rudas pruebas de la guerra, el alma valerosa triun-faba con su alegría más fuerte que todas las bru-talidades de la existencia en el soldado.

Como le preguntara si el recuerdo de su angus-tiada familia no le causaba tristeza durante aque-llos terribles días, me dio esta admirable res-puesta :

— Mi padre, mi madre y mi hermana han sido movilizados conmigo; mientras que yo me batía, me querían más y rezaban por mí; también así combate uno por su país.

Y estas palabras aclaraban para mí un aspecto y no de los menos conmovedores del drama que estamos realizando.

Mientras nuestros muchachos rechazan la oleada de bárbaros, cuentan con el seguro refuerzo de un amor creciente que los acompaña y el apoyo eficaz de oraciones que los sostienen.

De esto no se habla bastante y, sin embargo, esto desempeña soberbio papel en los momentos en que la seguridad del triunfo no puede defender contra la angustia de las contingencias diarias : la oración.

Si no ocupa puesto oficial y preponderante en las ordenanzas militares, es cierto que cada sol-dado emplea esta lamentable preterición con su esfuerzo personal y su propia iniciativa.

— En parte alguna he visto tanta medalla y tanto rosario — me decía un político al volver del

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frente ; — nunca imaginé que hubiera tanta fe en el alma francesa.

Y añadía con muestras de respeto lleno de emo-ción :

— Al verlos rezar como primeros comulgantes he podido comprender que de ahí sacaban lo mejor de su bravura.

Ese Dios que les han ocultado durante su infan-cia lo han encontrado milagrosamente en el mo-mento en que, como por instinto, han sentido que la patria no era nada sin Él. Y con el entusiasmo de neófitos han tendido hacia él los brazos como hacia la potencia superior sin cuyo concurso las fuerzas humanas son ineficaces e infecundas.

Mi aldeano de Champaña — un soldado cual-quiera tomado al azar entre millones de comba-tientes — me ha hecho concebir la plena seguridad de lo que afirmo.

— En la guerra es más fácil pasar sin pan que sin rezar, y cuando se ha oído misa corre uno a batirse con ímpetu irresistible.

¡ La misa en el ejército ! Hay que oir relatar a nuestros heridos esas solemnidades que un sacer-dote con pantalones azules celestes celebra en las laderas de los bosques o en los campos abiertos con surcos sangrientos.

Cuando hablan de ellas parecen verlas y vibran sus almas de emoción al evocar estos recuerdos de campaña. Y no solamente la misa es la que así los pone frente a Dios, sino también el sacramento

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de penitencia, ese pasaporte para la eternidad que los postra de hinojos bajo las manos fraternas que se alzan para bendecir y perdonar.

Mi herido de Dixmunde ha vivido una de esas espléndidas horas y me ha referido los detalles emocionantes. Su relato está impregnado de gran-deza sobrehumana, y, mientras me describía esta escena, pensaba yo que ningún relato histórico de los anales cristianos lo sobrepuja en heroica gran-deza.

El regimiento de infantería acaba de tomar po-siciones ; está de refuerzo en un bosqueqillo a seis kilómetros de la línea de fuego. Dentro de una hora se dará la orden suprema, y entonces estos tres mil hombres se van a precipitar contra el frente enemigo para recibir bajo la bóveda de las granadas el bautismo de sangre.

Para muchos es la parada suprema de la vida. El cañón que truena parece hacer la llamada de los muertos, y en el silencio recogido que se cierne sobre aquellos jóvenes destinados al sacrificio pa-rece percibirse el rumor del destino que agita las alas. No es decir que los ánimos desfallezcan o se resistan, pero por instinto las almas se concentran en el sentimiento de incertidumbre que encoge a los más valientes.

— ¿ Dónde estaré dentro de poco y qué seré ? ¿ Un cuerpo destrozado o un cadáver ?

El coronel, que conoce a su gente y posee la experiencia de las almas, sabe que es peligroso

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dejar que se entreguen a ensueños deprimentes los que han menester de todas sus energías para el mayor de los sacrificios. Estas almas, amena-zadas de la invasión de la tristeza, necesitan una distracción poderosa, el espectáculo que las cautive y les dé al mismo tiempo la mayor suma de con-fianza y de bravura.

Llama al portaestandarte, un joven teniente bar-bilampiño, que tres semanas antes cantaba misa en la iglesia de su pueblo.

El oficial, con los ojos chispeantes, se adelanta con él asta resueltamente apoyada contra el pecho, ondeando los tres colores con franjas de oro que se estremecen al contacto del céfiro que sopla de la llanura. Junto a este lugar un cerrillo que do-mina y que parece ofrecerse para servir de cátedra, de pedestal y de altar. Con un gesto señala el jefe el lugar, y el teniente, que lo ha comprendido, sube lentamente la cuesta con el mismo reco'gimien-to con que lleva la custodia... Y constituye ya una fiesta para el regimiento el ver encuadrado entre bayonetas el emblema sagrado que se alza al cielo en manos de un hombre en quien Dios ha depositado su omnipotencia.

—- Señor Cura — dice el coronel, — los que os rodean son fieles creyentes. Saben que no está en su mano el momentb inmediato y que muy pronto quizá algunos de ellos estarán tendidos en los campos donde se abrirá su tumba. Dígales usted que hay otra vida, nuevas esperanzas después de

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la muerte, un galardón para los valientes. Cumpla usted su misión de sacerdote.

Luego interpelando a sus hombres : — ¿ Cuántos quieren morir como cristianos, en

formación alrededor de la bandera? Un movimiento de la masa humana estrecha las

filas, agrupa los soldados, que han terminado los preparativos para la marcha.

Ni uno falta. Allí están todos con los ojos le-vantados, fijos en las dos vivas realidades que se alzan en el montículo y los dominan. Escuchan la voz varonil y resuelta que les habla de la eterni-dad, de las grandes cosas que están por encima de las preocupaciones humanas, tan altas, tan solem-nes, tan suaves y consoladoras, que hasta el rugir de los cañones, que tiene zumbidos de muerte, son como ecos lejanos, voces de ensueño casi im-perceptibles. Los gestos del cura acarician los pliegues de la bandera, y los ecos de su voz armo-nizan con el murmullo de la seda tricolor, cuya ondulación parece la respiración de un pecho con-movido, y hacia ellos se dirigen sus miradas, que encierran llamaradas de legítimo orgullo, chispa-zos de valentía y de lágrimas.

Se nota que el valor entra a borbotones en esas almas, desciende, como de fuente generosa, de los emblemas vivos que ensalzan el sacrificio y lo hacen resplandecer con acabada belleza.

Desde el cerrillo saluda el teniente a los vivos y bendice a los futuros muertos.

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Entonces el coronel con voz de mando anuncia a sus compañías :

— Para la absolución. Como por instinto y sin aguardar indicación al-

guna se descubren los hombres cual uno solo, porque la orden procede de lo alto y obedecen a su fe y no al mandato de un hombre.

— Desfile por secciones. El desfile empieza. De hinojos sobre la hierba,

cada grupo, por turno, recibe el perdón y se le-vanta. Y esto durante media hora, en el silencio en que late la emoción de tantas almas, dilatadas por este nuevo Bautismo.

Y mientras pasan, un solo gesto envuelve los cuerpos, mueve las manos, dispuestas a la terrible faena :

¡ La señal de la Cruz! Los infantes, robustecidos por la absolución, se

convierten en los guerreros que reclama la batalla. A mano izquierda, a medida que las compañías réciben el sacramento, se agrupan los batallones en orden de marcha dispuestos a salir, y cuando el último de aquellos valientes ha inclinado su frente bajo la mano del sacerdote, que permanece en pie delante de su bandera, que tremola como una cruz, el coronel, señalando con el sable la lla-nura donde truena la voz ininterrumpida del true-no, manda con voz hermosa y conmovida :

— ¡ Adelante! La columna rompe la marcha. El combate que

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ruge exige nuevas vidas para el sacrificio y la inmolación en aras de la defensa suprema. Al frente de la tropa ondea la bandera tricolor tendida hacia el horizonte formidable y parece volar de-lante de aquellos a quienes arrastra. Ya no se oye en el campo más que el pisar amortiguado, el choque de las bayonetas contra las cartucheras y el murmullo de las conversaciones medio apagadas.

De pronto pasa silbando por encima del re-gimiento una granada, cae en el campo solitario y estalla, hundiéndose en el suelo. Entonces, con el mismo movimiento alzan los soldados los brazos al cielo hacia ese primer mensajero de muerte.

Luego, desdeñosos, temerarios, soberbios, esos jóvenes soldados de veintidós años, cuyos corazo-nes están puros y las almas transfiguradas, con-testan con una sonrisa magnífica, risa de niños ; al reto de los barbaros se levantan alegres como cris-tianos — cristianos a la francesa.

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VIII

La sangre de los sacerdotes

Lo que me inquietaba y yo temía, al mismo tiempo que me negaba a creer que semejante des-gracia viniera a ensombrecer la paz de mis ocu-paciones del hospital; la aprensión que me obse-sionaba como un triste presentimiento, se ha con-vertido en realidad : mi pobre Duroy está herido.

A decir verdad, cuando me llegó la noticia agra-decí a Dios que no fuera cosa peor, porque este bravo, cuya temeridad conocía, hubiera podido en-contrar la muerte en el campo de batalla, y estoy seguro de que deseaba semejante recompensa, esa marcha arrogante de los verdaderos héroes, cuya vida está orientada hacia un término glorioso.

«Estoy herido, me escribe, pero casi levemente ; lo bastante para haber visto correr mi sangre y enterarme de que es roja. Aun puedes bendecir a Dios de que ha sido en el brazo izquierdo, porque si los boches ípe inmovilizan el derecho, ¡ qué cara

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hubieras puesto, pobre cronista mío! En fin, me queda la mano buena y, desgraciadamente, tiempo sobrado para escribirte cartas en las que podrás pescar cosas de palpitante actualidad para tus lec-tores. Uno de estos días recibirás páginas y más páginas escritas al desgaire. Por esta vez te man-do el testimonio de mi alegría conmovida y vibran-te, sin vanidad, pero digna y agradecida al bruto que me ha agujereado la piel : yo también sufro en mi cuerpo por la patria, cuya majestad he visto cara a cara.

»¡ Ah ! sí, pretenden que los sanitarios son em-boscados ; ahora tengo con qué contestar a esas calumnias.

»La orden alemana, que he sabido de boca de uno de sus heridos, es ésta : «Disparad primero a las ambulancias.»

* * *

«Ayer había en nuestras líneas grande distri-bución de ciruelas ; yo recogí dos para mis galo-nes, pero el de la pierna no entra en cuenta. Pero en cuanto al brazo, ¡ caramba ! ha sido más séguro, pero la bala ha salido. Tu amigo siempre el mis-mo, no guarda nada. También tengo un corte en la cadera, pero nunca acabaría si te describiera todos los regalos que he recibido de los fieles sol-dados del Kaiser.»

¡ Pobre Duroy ! Chanceaba, pero bajo la forma festiva de su carta presentía yo la gravedad de

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su mal. Y además, nada acerca de las circuns-tancias de su herida; nada, es decir, que las había buscado en uno de aquellos actos de bravura que hacen exclamar al que los juzga con el sentido humano : «Ha sido prudente». Yo, por mi parte, pensaba : «Es magnífico, porque de haber sido herido en una de esas circunstancias estúpidas que encubren el mérito me lo hubiera comunicado sen-cillamente.»

Tres días más tarde me llegaba una carta en la que se habla de él, pero escrita por otra persona. Su compañero, sacerdote igualmente, me declaraba lo que yo sabía ya perfectamente.

Las heridas de Duroy se debían a un acto de abnegación temerariamente espléndido de su valor, a la arrogancia de su bravura. Había caído por poner en práctica la hermosa divisa esculpida en su alma de sacerdote y de la que había hecho lema : «Es preciso que los sacerdotes estén siempre dis-puestos y entre los primeros frente a la muerte».

Por haber estado dispuesto y el primero, estaba en el lecho de una ambulancia, presa de agudos dolores de heridas graves que podían costarle la vida.

Esta carta me la ha escrito su cohermano, velán-dole durante la noche, y está impregnada de tris-teza y admiración, pero en cada página se transpa-renta la inquietud, y la sinceridad del relato me oprimía el alma con tristes aprensiones y vagas angustias.

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Aquel día el médico mayor de las ambulancias había reunido a su gente para exigirles un nuevo sacrificio.

— Cerca de las trincheras enemigas, apenas a cien metros, hay más de veinte heridos tendidos desde ayer tarde.

Los alemanes nos vigilan y acechan a los cami-lleros, que saben son bastante caritativos y valien-tes para recogerlos.

Esos desgraciados son los tristes rehenes guar-dados a la vista por las fieras ; cuentan con nuestra compasión pata atraernos de este modo.

Seguros están de que no dejaremos perecer a nuestros hermanos y nos aguardan.

La voz del doctor tomó un tono más bajo, tem-blorosa de emoción y de la indignación que le agi-taba el alma :

— Nos esperan para sacrificarnos. Con estas palabras trágicas miró fijamente a los

hombres, de pie e inmóviles delante de él ; ni uno se había movido.

Con sonrisa dilatada por un orgullo muy legí-timo, prosiguió :

— Es una tarea qué ni quiero ni puedo imponer, pues nuestro deber no alcanza hasta tanto. Ade-más, no tengo derecho a derrochar vuestras pre-ciosas vidas ; sin embargo...

De nuevo se detuvo, espantado por la magnitud del sacrificio cuyo deseo iba a expresar su palabra.

— Sin embargo, si hay alguno entre ustedes...

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No le dejáron acabar ; eran treinta y ocho, trein-ta y ocho brazos se alzaron y treinta y ocho voces se fundieron en una sola — la voz heroica de la bravura y de la muerte aceptada :

— i Yo! . . . El doctor los miró fijamente unos instantes.

Una alegría noble iluminaba su semblante, una alegría más fuerte y luminosa que la sombra de la muerte que se cernía por encima de aquel pe-queño grupo, en que ninguno era inferior a otro en valentía, porque sabía que esta palabra fijaba su destino y que de aquellos hombres mandados al degüello no volvería la mitad.

Acercóse a ellos como para manifestar la estre-cha fraternidad que le unía a sus camilleros, y luego "dijo dulcemente, casi con ternura :

— Está bien... os lo agradezco... lo esperaba... Para explicar su idea,, justificar la determina-

ción que acababa de tomar, para que cada uno de aquellos valientes pudiera ir al sacrificio con la perfecta conciencia de que una necesidad imperiosa exigía aquella inmolación, añadió :

— Amigos míos, todos cuantos sufren tienen derecho a nuestro socorro, cueste lo que cueste; tienen derecho a nuestras vigilias, a nuestro es-fuerzo, a nuestra abnegación. Todos los heridos son acreedores de Francia, y a nosotros ha escogido para pagar las deudas sagradas del agradecimien-to. Todos los días cuenta con nosotros, pero cuenta doblemente cuando las víctimas están expuestas a

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la crueldad de los verdugos. Es preciso que nues-tros hermanos, heridos en el combate, no mueran en la cautividad vergonzosa y menos aún en el suplicio, impuesto por su barbarie calculada, a esos inermes, a esos impotentes, a esos vencidos.

Si han de morir, que no mueran dos veces, por las balas alemanas y por el odio bestial que remata a los agonizantes.

Por eso os pido el sacrificio supremo. Además, es como un reto de su cobardía a nuestra bra-vura ; quisieran poder decir : «Los franceses aban-donan a sus heridos cuando delante de ellos ven los cañones de nuestros fusiles y las bocas de las ame-tralladoras.»

Eso no lo dirán, porque es preciso que desde el fondo de sus guaridas ésos brutos se vean forzados a admirarnos. Es quizá una locura por parte mía, pero es. en todo caso una sublime locura. Pero no. No estoy loco, puesto que pensáis como yo.

Nuestra razón está de acuerdo con nuestros co-razones, y nuestras conciencias nos claman que hemos hecho bien.

Un estremecimiento recorrió las filas, estreme-cimiento cíe espléndida emoción, pero también de impaciencia. Ni una palabra, ni una afirmación ; las palabras no hubieran traducido la grandeza del sentimiento que hacía palpitar las almas.

Sólo las miradas hablaban, y lo que decían en este momento no hay lengua humana que lo pu-diera expresar.

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El mayor se acercó más : — Necesito veinte hombres... Esta vez protestó una voz : — ¿ Veinte nada más ? ¿ Por qué no todos ? El médico se explicó con alguna dificultad ante

esta reclamación que no esperaba. — No puedo, sin embargo, exponeros a todos,

sacrificaros a todos. La misma voz se indignó : — Pero, entonces, ¿ los demás, los que se

queden ? Hubo un silencio. El que hablaba traducía la idea común, ajéno a

la cual no latía ningún corazón. — Sin embargo... — objetó el doctor. No terminó su explicación, pues sentía en este

momento heroico la imperiosa necesidad de detener a aquella bravura impaciente, dispuesta a lanzarse a toda carrera hacia la muerte y ordenó :

— He dicho veinte : ni uno más... Una vez más alzáronse todas las manos como

para recoger el guante. Fríamente, tendidos los músculos de la cara en

actitud severa para disfrazar la emoción que le hacía temblar, mandó el médico :

— ¡ Los veinte más jóvenes, adelante! La separación se hizo como automáticamente,

por quintas, y cuando Duroy se adelantó, impul-sado por su deseo y también por la certidumbre de que no podía ser de los que permanecieran, el

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doctor, después de contarlos, los separó con un gesto.

— Tengo los que me hacen falta ; Duroy, vuelva a sus filas.

,E1 sacerdote, sumamente pálido, dio unos pasos atrás. Abrió la boca para protestar, pero el sen-timiento de la disciplina paralizó las palabras en sus labios.

Los veinte escogidos estaban ya separados de los demás, que los miraban con aire abatido, los de-voraban con la vista con una expresión tal de en-vidia que parecían celosos y humillados.

— ¿ Sois todos fuertes ? — preguntó el mayor.— ¿ Todos vigorosos y rápidos en la carrera ?

Todas juntas se inclinaron las cabezas, pero de las filas de los que quedaban se lanzó una protesta.

— ¡ No! señor médico, todos no... — ¿ Quién reclama? — preguntó el doctor. — Yo — dijo Duroy adelantándose. — ¿ Por qué ? — Porque conozco a uno de los veinte, que no

puede correr y apenas tenerse en pie. — ¿ Quién ? Duroy señaló con el dedo al segundo camillero

de la primera fila. — ¡ Este, Leroux ! Se acercó a él : — Vamos, muchacho, ya sabes que no puedes

ir a eso, que tienes una pierna estropeada por el golpe del otro día, por tu herida.

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Leroux quiso tomarlo a broma : — Vamos, guasón... Luego riendo a carcajadas, con risa más valiente

que alegre : — Es que quiere quitarme el puesto, señor mé-

dico. Pero este último, colocándose delante de él, le

preguntó : — ¿Está usted herido? ¡Demontre, no lo ha

dicho usted ! ¿ Desde cuándo ? El que contestó fué Duroy : — Desde hace tres días, señor médico ; una bala

de schrapnell en la pantorrilla izquierda, y no ha querido que le curara ; hágale usted andar, estoy seguro de que cojea y que sufre.

Leroux se irguió, con la mirada ardiente y el busto derecho, y con voz dura y rabiosa :

— ¿ Parezco acaso baldado ? — exclamó. El médico le miró en silencio y todos los hom-

bres formaron cofro en derredor de este soldado de veintisiete años, que con esta respuesta acababa de elevarse a la altura de los más famosos gue-rreros de Napoleón.

Una tierna emoción embargaba los corazones en presencia de este heroico mentiroso, que por es-pacio de tres días había ocultado su herida y que-ría partir, sin embargo.

Por eso el doctor le tendió la mano, y ocultando su admiración con una frase trivial, lo apretó :

—> Ya has hecho bastante, muchacho ; te mando que vayas a hacerte curar a la ambulancia.

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Como el camillero no se movía, entristecido aho-ra, casi confuso e inconsolable, porque se disipaba su ensueño :

— Vete — le dijo suavemente el jefe ; — hay que dejar algo para los demás.

Luego, dirigiéndose a Duroy, que quería expli-car su acto :

— Sí, amigo mío, lo comprendo; sois dignos uno de otro.

El sacerdote apoyó la mano en el hombro de su compañero.

— ¿ Me guardas rencor ? No contestó Leroux, pero se inclinó hacia aquel

que acababa de tomar su puesto, y en un mismo movimiento, porque sus almas eran hermanas, se abrazaron los dos hombres.

Momentos después la tropa estaba en marcha. Los aullidos de la lucha, un instante apaciguados, hacían retemblar el suelo y acompañaban los pasos rápidos. En su derredor caía ya una verdadera granizada de plomo y acero, y aquellos veinte hom-bres, que avanzaban entre aquella tromba de muer-te, presentaban un aspecto soberbio en su serenidad sonriente.

A la carrera escalaron un montículo que los separaba de la llanura, rebasaron la línea de tira-dores, al acecho entre las matas. A quinientos metros se alzaba el muro terrible de tierra, desde donde vomitaban miles de balas las ametralladoras enemigas.

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El médico ordenó a su gente que se guarecieran detrás de un repliegue de terrenos que ocultaba la zona descubierta, de la que corrían gran riesgo de no volver los que a ella se lanzaban. Los veinte hombres, impacientes de correr, aguardaban agi-tados la orden de adelantarse para dar comienzo a la formidable tarea.

— ¡ No ! — gritó el mayor, — lo que vamos a hacer es una locura ; no tengo derecho a mandaros al matadero.

Pero los valientes, el rostro en el suelo, protes-taron como una sola voz :

— Tanto peligro hay en el volver como en ade-lantar.

Duroy pronunció la palabra que terminó la vo-luntad del jefe :

— Nos esperan los heridos, los de la trinchera y los demás.

Partieron rodeando el montículo. Aumentaba la lucha infernal, y los gritos de las víctimas, más fuertes que las descargas cerradas, llegaban hasta ellos.

Entonces, al oir los llamamientos de aquellas vidas en peligro, se lanzaron los camilleros, y las cruces rojas hicieron florecer el campo de la ma-tanza. Y su actitud, que era tan heroica, su au-dacia tan magnífica e impresionante, que los ale-manes desviaron la puntería de aquellos animosos voluntarios.

Avanzaban tranquilos e impasibles, ocupados

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febrilmente en su sublime tarea, en medio de la carnicería, sin un temblor, sin mirar el peligro. Ahora de todas partes llovían alrededor de ellos balas fatales y ciegas, formando en su derredor una espesa red, cada una de cuyas mallas era portadora de muerte.

Rugía la tempestad, enorme, silbando furiosa, y siempre de pie ante los cuerpos caídos, los veinte camilleros, superiores a todo, parecían evocar a los ojos de los combatientes la imagen de ese algo inmortal e invulnerable que es el valor desafiando el más espantoso de los peligros.

A veces, del seno de aquel infierno partían gritos que llevaban a aquellos héroes magníficos el home-naje de los combatientes :

— I Bravo por los camilleros! Su audacia inaudita causaba asombro a los sol-

dados que luchaban y les granjeaba invencible-mente la admiración de aquellos hombres ebrios de sangre, que se lanzaban unos contra otros en mons-truosos choques.

El espectáculo de aquella bravura sorprendía a su odio y les obligaba a bendecir a la Caridad.

Y constantemente en medio del fuego atroz, los mensajeros de la compasión recogían a los heridos, los trasladaban sin apresuramiento al refugio pre-parado. Aun quedaban tres por recoger. Duroy se lanzó hacia el más lejano. De su mano inerte cuelga un rosario, porque en medio del peligro que le rodeaba su alma sacerdotal rezaba. Se inclinó

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hacia su hermano en peligro y le tendió los brazos de auxilio y de consolación.

Pero de pronto, el que se inclinaba hacia el mo-ribundo para cubrirle la cabeza, cayó inerte, y momentos después su cuerpo se tendía en el suelo, reducido a la impotencia en el momento del su-premo esfuerzo.

Y sin embargo, vencido por el dolor que había dado en tierra coa la energía de su valiente co-razón, se incorporó a pesar de todo, y con1 el brazo derecho levantado en medio de la batalla, trazó la señal de la absolución sobre sü compañero ex-pirante. Entonces había plenamente cumplido su misión : desapareció entre la hierba enrojecida por la sangre.

En estas circunstancias fué herido Duroy, sacer-dote de Francia, en el campo de honor y citado en la orden del día.

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VIII

Tipos de heridos

Es domingo ; la lluvia torrencial inunda los pa-tios y los bosquecillos del parque ;. un poco de tristeza envuelve las salas y parece como que están somnolientos los cerebros.

No veremos por la tarde las filas de inválidos dirigirse en procesión, renqueando, hacia la verja, que han bautizado con el nombre de «el frente». Aquí durante los días buenos no llueven balas ni granizan obús es. Nuestros combatientes sólo re-ciben cigarros y pasteles. Hay un grupo de vivos que saben sacar partido de los menores detalles de sus heridas.

Lós cabestrillos son más anchos y las vendas visibles más aparentes.

En cuanto a las muletas, por docenas sostienen: piernas colgantes, que oscilan como las tibias de los muñecos de guiñol.

Hay un ardor en esta exposición de miserias*

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tanto pintoresco en este cortijo de desgraciados, que puede uno reir con toda el alma, sin reparo ni peligro de entristecer a los actores de esta pequeña zarabanda ; ellos mismos aumentan con sus gestos y actitudes cómicas su aire de lisiados.

Ahí están L pertenecientes a todas las armas y pueblos, escalonados a lo largo de las paredes, no pedigüeños, pero fijos en los paquetes cuyas cu-biertas bostezan y derraman los regalitos.

Y cada uno relata su historia y cuenta entre risas el momento trágico en que el proyectil le buscó para aniquilarlo.

No hay emoción entre estos valientes ; parece como si contaran un sueño o repitiesen una aven-tura de algún héroe de la Historia antigua.

Y se oyen, por ejemplo, palabras como esta, que revelan hasta en sus últimos repliegues de bravura el alma de la raza.

Una señora, qué tiene a sus dos hijos en la gue-rra, pregunta a un pequeño soldado de infantería, de aspecto tímido y que mira con aire indiferente el desfile de visitas.

— ¿ Y usted, amigo mío, donde ha sido herido? — En Montmirail, señora. — ¿Han muerto muchos en derredor de usted? — A montones. — ¿ No le daba a usted miedo ? — No había tiempo para eso. Entonces aquel taciturno se hace hablador y

cuenta la escaramuza, la carga a la bayoneta, el alcance a los boches que huían.

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— Pero cuando llegamos arriba, los cañones ale-manes empiezan a darnos caza. Caía la metralla como granizo, y los compañeros caían como mu-ñecos. Vi a uno cerca de mí, partido en dos por una granada.

La dama, espantada por este relato sencillo de algo horrible, interrumpe al narrador :

— ¡ Dios mío, qué cosa más espantosa! ¿ Y usted qué hacía entretanto?

Entonces el soldado, sorprendido, la mira inge-nuamente sin darse cuenta de su sublimidad :

— ¿ Nosotros ? ¡ Pardiez ! Esperábamos nues-tro turno.

Ahora, en las comodidades de la tranquilidad ya recobrada y las dulzuras bien merecidas de una convalecencia feliz, el buen hombre, como sus compadres, espera turno para recibir el tabaco que distribuyen manos generosas.

Por fin, hoy se aguan los más hermosos impul-sos de nuestros convalecientes. Hace pocas se-manas esos mozos no protestaban bajo las balas, regados tan a menudo por los schrapnells sin do-blar la espalda entre las mortales ráfagas ; ahora se muestran casi mimosos, hasta el punto de que un parisién, con las dos piernas destrozadas, se mofa de sus camaradas y de sí mismo :

— Y pensar, compadres, que frente a los boches avanzamos a pesar de todo, sin soñar con escurrir el bulto.

Las salas están llenas de la jovial y ruidosa 6

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animación ;del cuartel. Hasta los más melancólicos sienten que les invade el buen humor, y desde los lechos donde les paraliza para mucho tiempo la herida dolorosa siguen sin perder detalle las evo-luciones de los camaradas convalecientes.

Aquí está el senegalés Amadou, con su cabezota de orangután, que hace oscilar como un oso.

Malicioso y zumbón, siempre dispuesto a apelar a la potente autoridad del cabo de guardia cuando la farsa le parece demasiado dura, sólo existe una preocupación en su cabezota de cerebro' rudimen-tario : llamar a los visitadores y tender sus ma-nazas con gesto desvergonzado de mendigo despro-visto de todo amor propio.

Además, tiene su procedimiento para atraer la atención y despertar la generosidad. Mono y co-mediante, negra el alma por la preocupación cons-tante de obtener algo, pronto será educado en las buenas maneras y poseerá las nociones de galante-ría que lisonjean a las señoras y granjean su bene-volencia.

Dispone de su formulita, invariablemente la misma, ingenua y pueril, que nunca falta. Ade-más, la invariable sonrisa :

— Buenos días, señora. ¿ Se encuentra usted tan bien?

Naturalmente, la señora se acerca y contesta sonriendo a este cumplido espontáneo.

Entonces nuestro diplomático descubre sus ba-terías y formula su confidencia :

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— ¿ Has traído cigarrillos ? Ambas manos como tentáculos se agitan, y el

movimiento de los dos dedos curvos da cumplida explicación de tan exuberante cortesía.

Los cigarrillos solicitados caen en suficiente abundancia para contentar a un herido ordinario; pero en vez de dar las gracias tradicionales que serían de rigor, Amadou protesta, mirando lo que acaba de recibir con aire de repugnancia.

— ¡ No, no! no cosa buena, da tú más... Y este lisiado que, a pesar de su pierna rota,

conserva la agilidad de un gato montés, echa mano de las pieles, se agarra a los bolsillos, escudriña los manguitos, convierte a la visitadora en presa para desbalijarla y vaciarla completamente los sacos si los papirotazos /del enfermero no pusieran todo el orden.

Y sus aspavientos tan naturales y sus evolucio-nes de clown causan la alegría de las niñas, las que al principio se quedan apartadas al ver este rostro de ébano en que se destacan dientes relucien-tes, luego se acercan y cobran confianza, metiendo sus manécitas blancas en sus patazas negras y rugosas.

Y esto me recuerda la bonita lección dada por una mamá a su hijita, que se negaba, con cierta repugnancia, a que el negro acariciase sus finos dedos :

— Quiero que le des la mano, porque él también es soldado de Francia y ha derramado su sangre para defendemos.

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i Pobre Amadou, pobre niño grande, que hace reir a los que se acercan ; también él, es verdad, es soldado de Francia !

Allá, en sus bosques, en su pueblo perdido en las selvas africanas, conoció un día a la nación que sabe ofrecer amor fraterno a los hombres ; ha visto flotar los tres colores que fascinaron su vista, esa bandera que ha vuelto a encontrar en la fron-tera ondeando por encima de los disparos san-grientos y que hacía vivir y palpitar a sus ojos, aquella Francia misteriosa a la que ama sin saber por qué, como se ama un hermoso sueño de dul-zura y de luz.

Por nosotros ha conocido los rigores de la gue-rra, y por nosotros, sin que nos debiera nada, ha caído en la tormenta de acero, conservando a su patria ese culto de amor más poderoso que su ins-tinto y más vivaz que sus supersticiones.

Y en ese cerebro extraño, en que los pensamien-tos no son semejantes a los nuestros, se ha im-puesto una idea imperiosa, parecida a lo que nos ha puesto en pie, con soberanía irresistible : Fran-cia está en peligro ; nuestros brazos y nuestra vida le pertenecen ; va!mos a combatir para que triunfe.

«Tú has traído cigarros.» Ya lo creo que te han traído cigarros y bombones para llenarte las manazas, juguetes para distraerte y hasta flores de nuestros jardines.

¡ Pobre y antiguo amigo! si tu piel es negra y la nuestra es blanca, hay algo en nosotros que

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tiene el mismo color, y es la sangre. Y la tuya y la de tus hermanos, mezclada con la sangre de ricos y pobres, de señores y obreros, la tuya que he visto brotar de tu ancha herida, te ha hecho francés para toda tu vida.

Hay entre nosotros varios del Senegal o de Gui-nea, heridos gravemente, a quienes parece natural haber tomado parte en el gran sacrificio y haber hecho mutilar sus cuerpos en defensa de nuestro honor nacional.

No parecen engreídos ni hacen ostentación de su sacrificio ; ignoran el orgullo de la gloria y la embriaguez de los honores. Se han batido como en un juego, y muchos han muerto sin que una queja desflorara la serena hermosura de su agonía.

Uno de ellos me traducía así el sentimiento que los anima cuando luchan por Francia.

Preguntándole yo si no echaba de menos a su país y si no sentía los peligros de muerte a que se había expuesto por nosotros, Keita, un soberbio mocetón de Konafcri, mostró sus brillantes dien-tes en una dilatada sonrisa :

— Francia ser para mí, padre, madre, pueblo y todo. «

Un día me enseñó el bravo mozo una carta de su ayudante, que se quedó en Dakar para formar en los cuadros de las nuevas tropas negras desti-nadas a venir a Francia el próximo verano. '

Esta lectura me ha dado a conocer lo que valen nuestros negros y lo que puede esperarse de ellos como abnegación, sacrificio y heroísmo.

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El sargento da a su antiguo subordinado noti-cias de la «compañía» con una deliciosa sencillez y una visible preocupación de expresar el cariño que profesa a sus valientes tiradores. Cuenta que son ellos los que se han batido en el Cameroun y en el Congo : «Esos países son nuestros ahora», dice, y luego añade : «La compañía puede estar orgullosa de esta conquista. Ha avanzado admi-rablemente y la mitad han caído muertos, pero a su valor debemos la victoria.»

Y el ayudante cita este rasgo, que debería figu-rar entre los hechos guerreros que cada día se ofrecen a nuestra admiración :

Un oficial inglés, que nunca habían visto, aca-baba de tomar el mando del destacamento. A l cabo de media hora cae mortalmente herido. De la diezmada tropa sólo quedaban catorce en pie, y el enemigo avanzaba numeroso. Podían huir, buscar su salvación en una retirada que se hacía necesaria y abandonar al jefe moribundo, que no podía guiarlos.

¡ Pues no! Los catorce senegaleses organizaron la resistencia delante del cuerpo del capitán mori-bundo, formando con sus pechos una barrera vi-viente, resueltos a dejarse matar para cumplir hasta el fin su sublime deber.

Todos murieron, impasibles bajo la lluvia de balas, disparando los últimos cartuchos, rompien-do los fusiles en el cráneo de- los enemigos, que los sumergía con sus oleadas.

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Luego, realizada su misión y la resistencia haciéndose imposible, los que aun quedaban for-maron un muro en derredor del que seguía repre-sentando, aunque caído, a la patria por la que serenamente, estoicamente, daban su vida, y cuan-do la última descarga los derribó, cayeron todos juntos, erigiendo sobre ej cadáver del capitán una tumba de carne palpitante, un horrible y magní-fico mausoleo.

Keita, que se sabe de memoria los detalles de esta bella historia y lleva sobre el pecho, como una reliquia, la carta que refiere la espléndida aven-tura ; Keita, el hermoso negro de ojos tan vivos, se estremece de emoción cuando le damos la enho-rabuena por el valor de sus hermanos, y jovial, con gesto infantil y la sonrisa radiante de alegría, nos dice sencillamente :

— Cosas buenas hay allí; aquí también, cuando yo romper cabezas a boches.

Además, su sargento se lo ha recomendado bien : «Eres buen tirador, Keita, y con buena puntería podrás tumbar a muchos.»

El estudiante no desperdiciará la lección, y os aseguro que tengo lástima al alemán, que se en-cuentre al alcance de su fusil cuando muy pronto nuestro amigo de color de pez vuelva al frente.

Entretanto juega al dominó y hace trampas des-caradas a dos estatuas de bronce, que responden en el tercer regimiento de tiradores argelinos a los nombres de marcado deje oriental de Braim-Han-sur y Amar-Meli.

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Éstos, que sólo han sido heridos en las manos, podrían como otros recorrer las salas y distraerse visitando a sus camaradas ; tienen sanas las pier-nas y los pies, pantorrillas robustas y músculos que los proyectiles han dejado intactos. Sin em-bargo, están condenados a la inmovilidad, porque no basta estar válido para pasearse por el Hos-pital : es necesario, además, tener pantalones, y nuestros dos mozos carecen de este aditamento suficiente, pero necesario, para presentarse decen-temente en cualquier sitio fuera de la cama.

Por orden del médico jefe, Braim y Amar de-ben quedarse entre mantas durante tres largos días, por haber salido del parque sin licencia. Están atados como se ata a la gente que prácti-camente no puede dormir a la sombra ; castigados como se castiga a los enfermos en los hospitales militares.

Cuando vuelva el próximo rayo de sol, estos dos prisioneros, aherrojados por las más elementales conveniencias sociales, tendrán que contentarse con mirar desde la ventana las idas y venidas de sus compañeros más formales o más vivos.

O bien, filósofos por fuerza, buscarán en el es-pectáculo de las escenas interiores un remedio para su momentánea melancolía.

Verdad es que la suerte les ha servido a gusto ; el herido de enfrente, un cargador de los muelles de Túnez, con cara de bandido, se encarga, a pesar de su tibia triturada, de ofrecerles distracciones cómicas o trágicas.

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Abidah tiene cara de clown, que desencaja a su gusto y a la que somete a extrañas y horripilantes transformaciones.

La atención de la galería excita su vanidad de comediante, y las carcajadas de la asistencia le hacen descubrir inagotable vena de pasos grotes-cos. Hoy está el tunecino de buen humor, lo que no siempre le ocurre, sobre todo cuando llega la hora de la cura. Este salvaje odia los cuidados, y en vez de encararse con los boches cuando se exacerba su herida, atribuye el aumento de dolor al médico que le cura. De ahí la escena siguiente : el interno encargado de la pierna fracturada hu-medece la llaga con tintura de yodo: sacudidas, aullidos, protestas.

— Si tú no quieres acabar, tú vas a ver. El interno chancea algo zumbón : — ¿ Qué voy a ver ? Abidah, que cree necesario defenderse, pero en

forma sombría, coge su tenedor y lo blande con gesto tan amenazador que los enfermeros juzgan prudente apartarse mientras el otro amenaza.

— Vas a ver esto en el vientre si me haces daño. Esta escena se repite a menudo; pero, ¿cómo

castigarlo? No se castiga a un desgraciado que tiene la pierna fracturada, aunque fuera una mala cabeza y, más aún, un apache.

Y en esta ocasión todavía intervenimos con la paciencia, la mansedumbre y la caridad. Abidah está casi transformado. Un sacerdote enfermero

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que le cuida ha llegado casi a hacerse amar de este bruto de arrebatos furiosos.

De él lo acepta todo el rabioso, y por él, el be-duino sin cultura comprende la necesidad de sufrir cuando es necesario para sanar antes.

No le hace sermones, ni pierde el tiempo acon-sejándole resignación ; se contenta con responder a sus groseros arrebatos con un suplemento de de-licadas atenciones, y el tunecino aspira suavemente esta bondad que le rodea, como se respira el aire saludable, sin darse cuenta. Es, sin duda, una misión de escasos resultados inmediatos ; será un apostolado largo, pero no por caer, lentamente pier-de la buena simiente sus gérmenes fecundos.

Además, nuestro amigo encuentra grata su tarea y por nada quisiera cederla a otro. Hasta llega a explicar la razón de la alegría que experimenta en dedicar horas enteras a esta penosa labor :

— Así corresponde mi actitud a la guerra contra los bárbaros : mientras en el frente los fusilan, yo me esfuerzo por civilizarlos.

Más. tarde, si vuelve a los muelles de Túnez, apostaría a que descubre nuestro salvaje, en su mala cabeza, un recuerdo enternecido cuando pase junto a él alguna sotana de sacerdote francés.

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XIII

Cómo mueren

Me han llegado noticias de mi caro amigo Du-roy, herido en la guerra en las circunstancias que he referido, y me han llegado después de varios días de angustiosa expectación.

Noticias, pero no suyas; seis líneas exactas para decirme que está bien y que está ruborizado de hacer la plancha en una buena cama, con blan-cas sábanas, mientras tantos otros duermen en duro banco, cuando lo tienen.

«Los boches me han herido sobre todo mi amor propio, pues no hay nada más vergonzoso que per-manecer quieto cuando los demás marchan a la carrera. Estoy envidioso de mis compañeros que se afanan, ven el peligro, pasan trabajos y mueren en plena actividad.»

Si por el momento no dispone mi amigo de bue-nas piernas, goza de buena vista y ve cerca de él el heroísmo que fortalece. En este hospital del

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frente, donde se refugian los heridos graves, se presencian actos hermosos y hechos sublimes que son la prolongación del heroísmo guerrero y le dan tm significado definitivo.

Allí florecen magníficas virtudes, y en la paz del descanso, que los sufrimientos agitan con dema-siada frecuencia, germinan las más nobles genero-sidades.

Los que allá fueron hombres siguen siéndolo, porque cuando uno es valiente, el corazón encuen-tra dondequiera, ocasiones de manifestar su bra-vura, y la bala que desgarra la carne no da al traste con la resistencia de las almas fuertes.

Duroy me refiere el hermoso acto de abnegación de un sacerdote herido, casi agonizante que, vién-dose morir, permaneció sacerdote hasta el fin, apóstol sublime, y abrevió su vida para dar a Dios un alma que lo había perdido hacía tiempo.

La sala del hospital está triste, casi silenciosa y fúnebre, con sus dos filas de camas, y en el que, el dolor, demasiado agudo, impide el sueño y lo quita. .

En derredor de estos lechos desolados flota poca esperanza y los heridos no se forjan ilusiones ; saben que los menos lesionados, aquellos que pue-den ser salvados, han salido para alguna ciudad lejana, en el corazón de Francia, en regiones que no perturba el ruido de la guerra.

Con el instinto de los que sufren, cuyo inquieto pensamiento se concentra sobre sus propios males,

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estas víctimas han imaginado : «Para que aquí nos cuiden, muy cerca del país en que hemos caído, preciso es que estemos muy enfermos.»

Y lo sienten perfectamente ; lo dicen sus caras, pues sus facciones, adelgazadas hace ocho días, re-velan una revolución del organismo, una lucha rá-pida de la vida que no puede encerrarse en estos cuerpos estragados.

Allí se ha olvidado el reir o, más bien, no se puede reir.

En cada uno se prosigue la expiación, se com-pleta la redención de la patria.

Para el espantoso rescate de los pueblos no exige solamente la Providencia torrentes de sangre, sino que pide también la que cae gota a gota de las llagas abiertas y que seguirá corriendo mucho tiempo todavía.

A veces, en el silencio de los dolores resignados o austeros, se alza un grito desgarrador que ter-mina en quejido y expira en suspiro ; hay también gemidos profundos como un estertor, y para com-pletar este cuadro terrible de la guerra, el mujido lejano de los cañones que aullan a la matanza.

Este hospital del frente es todavía un rincón lúgubre del campo de batalla, y quién sabe, ade-más, si algún jefe alemán, atormentado por la visión pacífica, de la cruz roja que oscila al alcance de anteojo — quién sabe, puesto que el espectáculo de la compasión humana excita su furia incansa-ble, — ,si no hará de este hospital el blanco de su sangriento delirio. .

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De todos modos, los pobre muchachos que sufren pasan aún la pesadilla, y mientras los demás, di-chosos, sólo oyen en sueños la tormenta del com-bate, ellos se sobresaltan con el zumbar del trueno cercano.

Sufren y están tristes. Un abatimiento casi tan deprimente como el dolor de sus heridas abate sus almas. Lo que desean sobre todo, de lo que tienen sed es de descanso en algún lugar apacible, lejos de la guerra, que no tiene ya aliciente para su juventud impotente.

Frente al enemigo, durante días enteros han visto a la muerte y la han desafiado, mirándola cara a cara, con la admirable sonrisa con que se ilumina el rostro de nuestros admirables soldados cuando combaten.

Allá lejos es hermosa y atrayente en su horror sublime ; hacia ella corren cantando nuestros va-lientes, y su sueño, magnífico en su locura, es recibir su beso y luego dormirse en sus brazos.

Aquí no tiene el mismo aspecto; ha perdido su aureola de gloria ; hasta su nombre ha cambiado.

En el ímpetu ardiente del combate se llama la bala en el corazón, el trozo de granada en el pecho, la media vuelta rápida y sin vacilaciones a la eter-nidad.

Acude del horizonte sangriento,a galope ten-dido, y su pálido rostro se ilumina con brillantes reflejos de la victoria.

Aquí ronda, artera, con pasos cautelosos, sa-

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liendo de la sombra, tendiendo sus largos brazos terribles hacia la presa inerme, impotente para apartarla con esfuerzo vigoroso o siquiera con un gesto.

Allá se cierne en el campo de batalla. Aquí acecha su víctima delante de cada lecho,

y por eso estos heridos, desesperados por la gra-vedad del mal, sienten disminuir su valor y vacilar su bravura.

Sin embargo, no les faltan cuidados solícitos y compasión abnegada que velen por sus miserias.

Hay junto a ellos bondad amable para compen-sar las barbaras brutalidades que han hecho a ellos tristes restos humanos.

Tienen, para consolarlos, algo más que herma-nos : hermanas, corazones de hermanas que los querían aun antes de conocerlos y que se deshacen de ternura para inspirarles confianza o iluminar su agonía.

Porque si la muerte próxima, cuya presión sien-ten ya, es más espantosa y siniestra con su faz misteriosa y su implacable gesto de desafío, estos soldados, concentrados en su dolor, no apartan de ella la vista, y sabiendo que hay que morir en la obscura soledad, todavía tienen el valor de aceptar como cristianos el inevitable sacrificio.

Dios les visita y les habla, porque se han hecho acreedores a la mejor de las gracias ; habla sobre todo a los que le han olvidado desde hace tantos días.

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El que gime en un rincón de la sala fué bauti-zado ; luego, arrastrado por los azares de la vida, nunca ha vuelto a pensar en que tiene un alma y que más allá de este mundo hay un juez con exi-gencias severas.

Ayer todavía se mofaba de la religión y blasfe-maba ; hoy ya está pensando en el más allá cer-cano y quiere asegurar su salida para el otro mundo.

La sangre que ha derramado por la causa gran-de, como un nuevo bautismo, le hace hijo de Dios, bajo las miradas de la patria que combate por la justicia.

— Hermana, desearía ver a un sacerdote. ¡ Un sacerdote ! Le mira la hermana, pugnando

por retener las lágrimas. Los dolores que ha ex-perimentado no han quebrantado nunca su ener-gía, y he aquí que la oprime y la entontece frente a la inquietud de esta alma.

¡ Un sacerdote! Allá están, sacerdotes, cape-llanes, soldados, todos trabajando, todos ocupados en la batalla en las urgentes tareas que solicitan su infinita abnegación.

Esta noche, seguramente, quizá inmediatamente llegará alguno, puesto que ahora y por disposi-ción providencial están en todas partes ; alguno vendrá, pero ¿cuándo? Y este muchacho, como tantos otros, bien pudiera marcharse antes que vuelva.

La hermana se inclina sobre el moribundo, le

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habla de la contrición, ayúdale a arrepentirse, abre sn Conciencia y siente qne nace en ella la confianza y la buena voluntad. Y , sin embargo, la religiosa no puede acallar su angustia y gime en voz alta :

— ¡ Dios mío! que no haya sacerdote para estos desgraciados a punto de morir .

El vecino, que oye sus quejas, la llama : •— ¿ Un sacerdote dice usted ?... Sí, por cierto ;

hay uno allá en el fondo, allá lejos. — ¿ Un sacerdote ? ¿ Hay un sacerdote aquí ? — Sí, pero está tan mal... con las dos piernas

seccionadas y con algo más todavía en el pecho y también en la espalda ; caímos los dos juntos, muy cerca, tocándonos.

Y señala con el solo dedo que le queda en el único brazo sano el sitio que ocupa el sacerdote en el fondo de la sala.

La religiosa se precipita hacia el sacerdote, que no la ve venir. Ante el lecho se detiene vacilante y murmura :

— ¡ Ah, Dios mío ! ¡ es éste ! Y deja caer los brazos, traduciendo en su gesto

una decepción inmensa. — ¿Es éste? La esperanza tan ardientemente acariciada se

disipa. ¡ Pobre cura! un síncope lo ha paralizado en

cuanto llegó, y así se encuentra desde la mañana. Es imposible de todo punto despertar la vida en

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aquel cuerpo de aspecto cadavérico. Todavía no está muerto, pero se halla tan cerca de desenlace... Hace poco, el médico que le ha visitado descubrió el charco de sangre en que se halla bañado todo su cuerpo. J

— No hay nada que hacer. Todo está con-cluido.

Y estas palabras resuenan todavía, pero lúgu-bres, en los oídos de la religiosa, cuya última es-peranza se desvanece ante aquel cuerpo yerto.

j Todo se acabó! Y el otro desgraciado espera el auxilio y no lo logrará.

Entonces, sobreponiéndose a su terror y con-fiando en lo imposible que, a veces, se realiza por milagro de Dios, se aproxima muy cerca del rostro rígido :

— i Señor cura... oiga, señor cura ! ¿ Qué divino poder da Dios en ciertos momentos

a la fe suplicante ? Los moribundos ojos se entre-abren al oir esta voz ; el herido, casi muerto, ha sentido reaparecer en su ser la última chispa de su vida expirante.

No habla, mas toda la fuerza de su mente se concentra en este momento en la nitidez de su mirada.

Y la religiosa, comprendiendo que sus momen-tos están contados y sabiendo que todo es posible, incluso el esfuerzo sobrehumano al sacerdote de-positario del divino poder, la buena hermana, que ha recobrado todo su valor en este instante trágico,

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se atreve a comunicar a este moribundo el recado de otro moribundo :

— ; Allá está un desgraciado que va a morir y reclama la absolución!

Como un soplo murmura la voz del sacerdote soldado, tan callado que hay que adivinar la pa-labra, que acepta la sublime misión en los umbra-les de la muerte :

— Lléveme usted. Cuatro enfermeros levantan la cama, y lenta-

mente, para evitar el traqueteo mortal que pudiera precipitar su fin, aproximan al consolador hacia a aquel que le espera. De nuevo se entornan los ojos, y la hermana, horriblemente angustiada, se pregunta si no es ya un cadáver lo que pasa entre el asombro de la grande sala silenciosa.

Llegan junto al que pide auxilio. — Aquí — manda la religiosa. Se aproximan

ambas cabeceras, lentamente, sin sacudidas. Entonces de nuevo abre los ojos el sacerdote ;

luego, con voz casi fuerte ahora y dirigiendo la vista hacia su compañero :

— Acércate mucho, muchacho; date prisa, que esto se acaba.

La enfermera se aparta un poco y da principio la confesión.

Un cuchicheo de voces, palabras que se deslizan entre los labios ; ambos se dan prisa ; por encima de ellos flota la muerte contando los segundos. En los rostros pálidos algunas impresiones fugi-

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tivas y, sobre todo, un resplandor que parece pro-ceder de un foco invisible. Por fin, la absolución.

El sacerdote se encuentra en lo grave de su mi-nisterio.

El resto de vida que aun le queda surge de lo profundo de su alma, que se agita en su cuerpo destrozado. Pugna por incorporarse, con esfuerzo, para alzar sobre el convertido la mano que bendice, símbolo del perfecto perdón ; pero_ aquella mano permanece inerte ya, inmovilizada, paralizada por el último síncope que invade sus miembros.

Entonces con mirada suplicante llama a la her-mana :

— Hermana, tiene usted que levantarme el bra-zo, ayudarme a terminar mi misión.

En sus lechos se incorporan enternecidos los heridos para presenciar una escena que nunca han visto, esta soberana hermosura creada por la ho-rrible guerra.

Los enfermeros, sobrecogidos por la grandeza sobrehumana del acto divino, han caído de hinojos y todos contemplan a estos dos moribundos, tan hermosos que sólo parece aspirar en ellos la vida del alma e intervenir en este drama que se des-arrolla entre cielo y tierra.

Piadosamente, con sus manos temblorosas, coge la hermana con respeto el brazo del sacerdote y lo extiende hacia el agonizante, que ora.

— Dominus noster Jesús Christus te absolvat. Cesa la voz en la garganta dolorida, pero un

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impulso de la voluntad se enseñorea de la fatal debilidad y las palabras acuden a los labios del apóstol, palabras imperceptibles que brotan en el supremo esfuerzo :

— Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Pa-tris et Filii et Spiritus Sancti.

Pausa ; los mira a ambos la religiosa y le pa-recen más pálidos al través de sus lágrimas.

Espera todavía unos momentos y luego, al sentir el brazo más pesado y la carne más fría, com-prende que todo ha terminado : el acto del supremo sacrificio y la vida.

Sólo dos suspiros, confundidos en uno, indican a la mujer arrodillada el fin de esa$ dos existen-cias que terminan juntas.

En el mismo instante expiran el sacerdote y aquél a quien acaba de salvar.

A lo lejos ruge el estruendo inacabable de la lucha como si todas las voces lúgubres de la gue-rra tañaran, para ellos, majestuosamente a muerto.

La hermana sorbe sus lágrimas, porque la mag-nífica grandeza de esta muerte aparta la tristeza.

Como obedeciendo a la voz de sus jefes, los dos soldados acaban de partir, juntps, militarmente, cuando el maestro ha pronunciado la orden.

Entonces, queriendo expresar con un gesto defi-nitivo la unión fraterna y admirable de estas dos almas, traba sus manos y entrelaza sus dedos con la suave cadena de su rosario.

Pero por uno de esos contrastes misteriosos que

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la esperanza cristiana explica, en esta sala, en que todos los corazones están agitados por una aguda emoción, son los enfermeros que lloran y la her-mana que sonríe.

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XIII

La medalla

Es una triste mañana, después de una noche agi-tada por terribles pesadillas ; una mañana de hos-pital con sueños pesados que no ahogan las quejas.

Cuarenta cuerpos tumbados, que el agudo su-frimiento de horas interminables han rendido por un momento ; abatimiento del organismo agotado, más bien que descanso.

Los brazos descansan en las sábanas : brazos vendados, salpicados de rojo y también de pus que brota de las llagas profundas corroídas por la in-fección.

Cabezas cubiertas de trapos blancos, que hacen suponer fracturas del cráneo dejando al desnudo el cerebro, como tantas veces las hemos visto.

Mantas bombeadas que revelan la existencia del aparato protector de miembros deshechos, para los cuales cualquier contacto de ropa es peso insopor-table ; esos tienen las piernas trituradas.

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En todos los rostros se perciben huellas de do-lores no calmados ; el rojo ardoroso de la fiebre que quema la sangre y devaáta el organismo.

Duroy despierta en medio del silencio, y el día, que hace su aparición, le descubre todo el horror de estas miserias.

Hace tiempo que las conoce : las ha visto más graves todavía : montones de carne despedazada por los proyectiles, llagas abiertas que sangraban hasta inundarle las manos ; todos esos horrores los ha conocido y sentido el espantoso sobresalto de su corazón que se revelaba.

Ha vivido semanas enteras entre heridos graví-simos y muertos, pero era la hermosa exaltación del sacrificio en la actiyidad que se desenvuelve intensamente, con el deseo de practicar la caridad y de fundir la abnegación del sacerdote con el valor del soldado.

Era el esfuerzo soñado del alma entera que se entrega a grandes causas y multiplica sus impul-sos generosos para el sacrificio siempre mayor, siempre más querido.

Allá era el camillero, es decir, el hombre de iniciativas, el valiente que gusta y saborea la ale-gría viril del peligro que se afronta y se desea cada vez más terrible.

Aquí Duroy no es más que el herido, condenado a la • inmovilidad, más dura que todos los peli-gros, deprimente, asoladora y que provoca el des-aliento.

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Esta mañana está mi amigo más melancólico, y no tanto por su herida cnanto por la angustia que acrecienta la incertidumbre : «¿ Cuántas sé-manas, cuántos días serán necesarios para sanar y volver a ser lo que era ?»

En la iglesia cercana llaman a misa de siete, pero él no tiene ese consuelo. Es el prisionero a quien el dolor de una llaga grave recuerda cada instante que el tiempo de su cautiverio es largo y que su paciencia se verá sometida a rudas prue-bas. Ni siquiera el pensamiento del amigo fiel que soy para él, del amigo sacrificado, llega fácil-mente hasta su soledad enclavada en la zona de guerra y casi en el fíente.

Piensa dolorosamente en los seres que aman, puesto que no tiene tiempo para otra cosa.

¡ Ah ! ¡ Crueles horas del herido ! el angustioso pensamiento de sentirse inútil y no poder ofrecer a la patria más que sus dolores bien aceptados.

Poco a poco despierta el hospital y rumorea en el movimiento diario ; llegan los enfermeros, que distribuyen café ; el ruido, casi el estruendo de los servicios matinales ; también se siente la tristeza de los quejidos por el suplicio que se renueva, y la aprensión de los médicos que van a sondar las llagas, apretarlas, ensancharlas, quemarlas.

Ya están los instrumentos en fila en la mesa con sus formas extrañas e inquietantes de láminas retorcidas, de picos, de garras.

Por fin, entran los médicos, revestidos de blusas blancas, las manos enguantadas de caucho.

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Y Duroy, que se prepara para la cura diaria y se anima para soportarla silenciosamente porque es su honrilla en sufrir calladamente, en apagar el grito tan a menudo arrancado a la carne atormen-tada que se revela.

En eso también, y especialmente en eso, quiere ser modelo y demostrar que puede sufrir mucho sin que su voluntad sienta un desmayo.

Pero ¿ qué le pasa hoy al médico jefe que pasa delante de su cama sin decirle una palabra? Or-dinariamente, le tiende la mano, le anima con una palabra cariñosa, le trata casi como un amigo. ¿ Qué significa semejante silencio ?

Lo divisa en el fondo de la sala conversando con el ayudante primero; a veces le miran y vuelven la cabeza como si fuera el objeto de sus preocu-paciones.

En otras circunstancias todo esto pasaría inad-vertido, pero para un enfermo no hay detalle indi-ferente, y toda la vida de su espíritu se concentra y se obstina en el círculo estrecho del medio a que lo sujeta su mal.

Ordinariamente por él empiezan las curas, y hoy parece que lo olvidan voluntariamente.

Esto le entristece un tanto : «¿ Qué tienen con-tra mí?» Sin embargo, al cabo de media hora se acerca el doctor a la cama del sacerdote, sonriente como de ordinario, pero con una sonrisa más gra-ve, algo misteriosa.

— ¿ Qué tal, padrecito; cómo se ha pasado la noche ?

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— No del todo mal, señor médico. — ¿ Algo de fiebre ? — No lo creo. Una vez más sonríe el médico, y la expresión

de su mirada intriga al enfermo. — Gracias, chiquillo; hoy tiene usted que estar

muy alegre, porque tendrá que trabajar fuerte. ¡ Trabajar fuerte ! ¡ Qué frase más extraña !

Si no estuviera completamente despierto, creería Duroy que la ha oído en un momento de delirio. ¡ Pero, no! Está muy sereno y su mirada llena de extrañeza interroga al médico:

— Una ruda labor, amigo; pero no le cansará excesivamente, como lo espero... ¡ hasta luego!

Y se va sin otra explicación. Cuando las curas se han terminado en la sala,

saluda el médico al sacerdote con un «hasta la vista» muy expresivo.

Y sigue conversando con el ayudante primero, que aprueba con movimientos de cabeza.

Ha transcurrido una hora y mi amigo ha olvi-dado casi totalmente la extrañeza que le ha cau-sado la actitud inexplicable del jefe. Vuelve a empezar la vida monótona de cada día en la sala ; los heridos se dirigen la palabra o se quejan dolo-rosamente, pugnando contra esa compañía testa-ruda y molesta que se llama el despertar del dolor.

Pero de pronto se produce un movimiento en la puerta entreabierta.

Entra un médico con cinco galones, seguido del

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jefe del hospital, el cual respira contento, con al-guna emoción. Señala la cama de mi amigo y en seguida le rodean los uniformes galoneados.

— El abate Duroy, camillero de la sección... — dice el médico primero.

El visitante tiende la mano al abate, que se in-corpora ligeramente para recibir de modo digno esta prueba de simpatía de un jefe superior. Éste interroga al herido, enterándose del lugar y del modo cómo fué herido, haciéndole precisar las cir-cunstancias e interesándose mucho por los detalles del hecho.

El sacerdote insiste sobre el conjunto, sobre las dificultades de salvarlo bajo la lluvia de balas ; lo cuenta sencillamente, de un modo muy imperso-nal, como un testigo que no hubiera tenido parti-cipación en el drama, ni corrido el menor riesgo, y termina con estas palabras de sentimiento para sus hermanos que, menos felices que él, cayeron heridos de muerte :

— ¡ Han cumplido el deber hasta el fin! El médico principal mira al primero y le dice

en voz muy baja : — Son todos iguales ; sólo piensan en los demás.

— Y usted — pregunta al sacerdote, — ¿ qué hacía usted mientras se sacrificaban sus compa-ñeros ?

— Hacía lo mismo. —- ¿ Nada más ? — Nada más.

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— ¿ Pero nada más ? — Pero no,.. Breve silencio durante el cual el jefe da vueltas

entre sus dedos a un cofrecito rojo de cuero. — Conoce usted, señor abate, a un camillero

que ha dicho a sus compañeros cuando vacilaban ante el inminente peligro : a Vamos, amigos ; no es este momento para detenerse o retroceder.»

A su vez se sonríe Duroy. — Cualquiera hubiera dicho eso en semejantes

circunstancias. — ¿Se acuerda usted de que ese mismo cami-

llero, expuesto al fuego terrible de una trinchera enemiga, se ha erguido frente a los alemanes, y con la autoridad de su gesto, señalándoles los he-ridos, les ha determinado a desviar su mortífero fuego del pelotón?

Duroy se sonroja y se turba, él que ha desafiado a la muerte y la ha hecho retroceder con la fuerza de su valor temerario, ahora se intimida y se queda como atontado al escuchar estas palabras que le recuerdan el heroísmo de su acto sobre-humano.

— Sí — continúa el médico principal, — ha mi-rado usted a los demás y lo que mejor recuerda usted es su valor.

Uno solo ha sido olvidado en el tributo de su admiración : era natural; pero, gracias a Dios, sus jefes tienen mejor memoria que usted.

Entonces, solamente en presencia de toda la

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sala, atenta y sorprendida, saca del cofrecito rojo ese algo que encierra en su círculo brillante, como la sonrisa de la patria a los que la han servido y defendido hasta la muerte. Y de esta medalla militar, cuya vista hace temblar el corazón de nuestros soldados más que el estallido de las bom-bas y la tempestad horrible del combate, de este símbolo en que el héroe se reconoce de su verda-dero valor, brota como un espejo mágico en haces de luz la grandeza magnífica de Francia, dispuesta a pagar en gloria la sangre generosa de sus hijos.

Duroy la ve palpitar en manos del jefe, acer-carse en su corazón y fijarse, como un sueño de oro, a su camiseta de lana, en la que otras meda-llas de la Santísima Virgen proclaman la confianza del sacerdote en su protección y en su defensa.

— En nombre del general comandante del cuer-po de ejército, se otorga la medalla militar al sol-dado sanitario Duroy por su heroica conducta y su audacia al recoger a los heridos en la línea de fuego.

Y aquellas manos se tienden hacia él, y al es-trecharle acaban de pagar la deuda del ejército, la deuda de la humanidad a quien el sacerdote ha dado lo mejor de su bravura.

Pero su alegría se ensombrece con el sentimiento que acude a su mente de que sus compañeros au-sentes fueron tan valientes como él y no recibirán la recompensa a que se han hecho acreedores por un valor semejante al suyo.

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— Señor doctor, ¿y los demás... y los demás? El médico principal reprime su emoción, y apre-

tando más la mano y afirmando la voz temblorosa : — Los demás... ya no queda ninguno... todos

han muerto. En este instante como nunca comprende Duroy

el peligro a que se ha expuesto, la inmensidad del riesgo al que ha escapado solo ; de nuevo ve la hora terrible en que su voluntad tiránica domina al corazón espantado.

Oye el trueno mortal y por primera vez se es-tremece de pavor.

— ¡ Dios mío, no sabía que fuera cosa tan fácil tener valor! — piensa en voz alta. Y en medio de una especie de sueño en que las palabras ad-quieren cierta sonoridad de eco lejano, oye pro-clamar al jefe él heroísmo de los sacerdotes en el campo de batalla :

— Actualmente más de quinientos sacerdotes es-tán propuestos para la medalla de honor o la legión de honor. Como combatientes o camilleros, en las trincheras o en las ambulancias, dondequiera se muestran admirables y dan a los demás magní-fico ejemplo. En esta guerra, en que todo es más grande, más terrible, más generoso que nunca, debían tener participación y representar a Dios én una lucha en que el derecho y la justicia aunados combaten contra el horror y la barbarie.

Duroy ha recobrado su serenidad, y sonriente agradece al médico principal, cuya bondad se

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muestra tan delicada para los heridos y tan pa-ternal :

— Hoy tendrán un verdadero banquete de gala con flores, pasteles y champagne en honor de su padrecito.

Luego le dirige un adiós lleno de tierna solici-tud, le recomienda sea prudente, apresure con su paciencia la curación quizá larga, piense en que tiene que volver al frente, entonces más lejano, en las propias tierras del invasor.

— Desgraciadamente, allá como aquí, amigo mío, no faltarán heridos y necesitaremos fuertes galoneados para servir de cuadro a nuestros sol-dados, porque — añadió — se me olvidaba que ha sido usted nombrado cabo... y no parará en esto...

Con él se van todos los médicos, y al alejarse prosiguen el elogio del condecorado y lo hacen extensivo a todos sus cohermanos en sacerdocio, que en todas partes se significan por su valor en la guerra.

Duroy me ha contado en veinte palabras esta emocionante esceila ; los detalles los he sabido más tarde por un amigo común.

En cuanto a mi bravo amigo, de quien estoy orgulloso y un tanto envidioso, se contentó con expresarme su alegría por contribuir por su parte a llenar el libro de oro del clero francés.

«Una condecoración más es un nuevo florón aña-dido a la brillante corona de la Iglesia, y a mí me ha escogido hoy Francia para hacerle esta ofren-

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da, tinta en mi sangre. Desde hace tiempo hacía falta a la Iglesia renovar esta aureola, este mag-nificó adorno de honor y de bravura. Siempre ha tenido sus mártires y apóstoles, sus héroes y con-quistadores ; ahora, para completar su guardia de honor, tiene sus soldados de 1914-1917.».

Algunos días más tarde el médico primero traía a Duroy la lista de los sacerdotes muertos frente al enemigo, citados en la orden del día, condeco-rados por su hermosa conducta en la guerra, lista incompleta y, sin embargo, ¡ tan elocuente !

Al recorrer esta página destinada al libro de oro la sentía palpitante con un estremecimiento de bravura, un gran soplo armonioso de valor patrió-tico procedente de pasados siglos, desde el fondo lejano de la historia, y eran las mismas voces las que hablaban, el mismo sonido ardiente de la trom-peta, brotando del pecho de los sacerdotes solda-dos, la misma audacia frente a la muerte, la mis-ma sangre siempre ofrendada sin tasa ni medida.

Con orgullo leía el sacerdote aquella lista, cada día más larga, de los infatigables curas cosechando gloria, cuyas manos ennegrecidas por la pólvora, descansan de la heroica labor en el gesto soberano de las absoluciones dadas a los soldados, sus her-manos. Oficiales, sargentos, soldados, siempre arrogantes, temerarios, bravos hasta la locura> ani-mando a su gente, buenos como antiguos compa-ñeros y alegres como mosqueteros.

Y cuando Duroy, al cerrar aquellas páginas ilus-

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tradas con nombres de cohermanos suyos descono-cidos, vio aproximarse a su cama a un médico que venía a felicitarle, le habló de la misión admirable que desempeñaban los curas de Francia en estos dramas en que se revela un heroísmo de sobrehu-mana belleza.

El doctor era de los que saben comprender los acontecimientos y penetrar sus profundas leccio-nes. También él conocía las hazañas del clero francés y en esta lectura había experimentado una emoción duradera. Una sola emoción : una revo-lución en su manera de pensar acerca de la iglesia y de sus apóstoles.

— ¡ Ah ! señor cura, también yo he desconocido la religión e ignorado a sus sacerdotes ; al estallar la guerra ni un momento pensé que debía encon-trar a ustedes, sentir la influencia de sus ejem-plos, hablarles y bendecir la ley que les ha hecho soldados. Ahora, lo confieso, gracias a usted, he visto a Dios cernerse por encima de nuestros ejér-citos y su mano todopoderosa que los guía lenta-mente por el camino del sacrificio y de la expiación hasta la definitiva victoria.

Sonríe Duroy y acepta este homenaje sincero para el clero todo, hoy en armas.

Y , sin embargo, su alma leal quiere proclamar el mérito de los demás, el heroísmo de todos los franceses en un empuje admirable de valor, un heroísmo colectivo labrado con todas las bravuras personales, sin distinción de creencias ni profe-siones.

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— Es el corazón de la patria el qne obra en estos momentos con los brazos de todos sus hijos. Pero el médico quiere precisar el elogio, encarecerlo más para aquellos a quienes se debe más admi-ración.

— Sí, señor cura, ya lo sé ; todos somos valien-tes, generosos, grandes en estas horas soberanas ; pero ustedes, los sacerdotes, cuentan entre los me-jores y más valientes.

Y viendo que el abate aun quiere protestar : Vamos — prosigue el doctor, — usted no es

entendido ; lo que le digo a usted lo ha proclamado uno de nuestros generales de Estado Mayor ; ¡ ca-ramba ! cuando se trata de juzgar a los soldados convenga usted, sin embargo, que lo entiende mejor que usted.

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XIII

Un bretón

A las cuatro de la mañana de ese día se produce entre el personal del hospital un zafarrancho que despierta al personal y le hace ponerse en pie. De los cuartos salen los enfermeros, parpadeando por brusco ataque en pleno sueño.

Se iluminan los corredores, y en las salas los heridos, sobre todo los que han llegado últimamen-te, parece que salen de una pesadilla. Este es-truendo a media noche quizá les ha hecho pensar en una alarma, y el recuerdo, muy reciente toda-vía, de las sorpresas nocturnas, ha venido a per-turbar un momento sus cerebros, agotados por las vigilias terribles de las trincheras.

Fuera, zumban las ambulancias-automóviles; se preparan camillas, se oyen quejas ahogadas detrás de las cortinas. Llegan nuevos sufrimien-tos, miserias y pruebas. Todavía un convoy de heridos que paga muy caro la conquista de alguna

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guarida de topos ; estos avances de cincuenta me-tros que consideramos insignificantes y que cons-tituyen otras tantas victorias.

Deberíamos, sin embargo, acostumbrarnos a es-tos espectáculos de dolor que ofrece el traslado tan frecuente de estas ruinas humanas palpitantes y miserables. Sin embargo, una impresión de an-gustia nos embarga siempre, y no conozco nada más doloroso que percibir a la pálida luz de los faroles estos cuerpos echados que hay que levantar con tanta precaución para no exacerbar las llagas que cubren sus carnes.

Estos son en su mayoría bretones que llegan de la Somme, donde, como tantos otros, han formado la barrera y sostenido el choque con una resisten-cia más admirable todavía que el ímpetu de nues-tras legendarias ofensivas.

Hay cuatro en el primer coche ocupando otras tantas camillas : vienen gravísimamente lesiona.-dos. Cuando abrimos la puerta no dicen una pa-labra : parecen estar muertos o dormidos. Sin embargo, sus ojos están bien abiertos, ojos serenos sin ninguna expresión de impaciencia. Esperan ; la paciencia ha llegado a ser para ellos la virtud de todos los días y de todas las circunstancias.

— ¡ Hola, compañeros ! debéis estar muy cansa-dos. Una voz varonil y que no es de un agonizante nos contesta, manifestando un buen humor sor-prendente :

— Todavía está uno mejor aquí dentro que en las trincheras, ¡ córcholis I

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Este es un filósofo, como me dice un enfermero que me ayuda a descargar estos cuatro mozos.

— Adelante, compadres. Arriba con mi carne, y si me hacéis daño, y sí que me haréis, podéis estar seguros de que no he de gritar. ¡ No somos niñas!

¡ Ah ! valiente muchacho, ¡ qué buen francés es este bretón!

Su herida es horrorosa : una bala explosiva le ha despedazado el antebrazo hasta el hueso. Den-tro de un momento, al hacer la cura de su llaga gangrenada, veremos un hoyo abierto en el miem-bro, atravesado sólo por dos tendones que han escapado a la destrucción.

Pues bien ; este herido grave, que ciertamente no tiene la costumbre ni, sobre todo en este mo-mento, ganas de alardear ; este hombre de treinta y seis años toma a chacota su herida y encuentra epítetos divertidos para calificar a los boches que le han hecho inválido para el resto de sus días.

A pesar .de todo, su buen humor es tan comuni-cativo que reímos con toda el alma al trasladarle, porque, herido en el brazo, acaba de explicarnos por qué ha viajado en camilla.

— Es que esos bestias me han propinado un su-plemento en el costado derecho.

Y arremete contra los alemanes, a quienes di-rige sus invectivas con vehemencia, pero sin ira, con la voz serena y cantante de los aldeanos de Finisterre :

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— ¡ Oh ! ya los encontraré algún día ; no hemos arreglado el asunto; nos veremos las caras. De todo he tomado apunte y liquidaremos.

Lo probable es que no vuelva a verlos y que para él esté terminada la guerra ; pero en su ca-beza testaruda está fuertemente anclada la idea, la idea que hace erguirse al soldado y le impulsa adelante : el desquite del mal cometido.

Y hace su entrada en la sala número tres, nues-tro nuevo huésped, mientras sigue labrando sus improperios a los boches.

Es padre de cinco hijos ; ha combatido durante dos meses, sin tregua, con la preocupación de su vida y otra más penosa, de su mujer y de sus hijos. No está desalentado ni desmoralizado; al contrario, ha adquirido en esas guaridas en que lucha obscuramente nuestro sublime ejército, una fuerza de resistencia, un suplemento de valor du-plicado por las pruebas.

Todos son iguales : ni uno se queja ni murmura. El pensamiento, que vence las preocupaciones, domina el desaliento, desafía la impaciencia, es el que inspiró la orden magnífica que engendra la certidumbre de la victoria : firmes hasta el fin.

Y firmes se han mantenido estos bretones, por su parte, con valiente obstinación que les ha valido fuera citado su regimiento en la orden del día.

Kergourlay me ha referido el último combate, la última mañana hermosa de su vida guerrera-Este labrador de las Landas ha encontrado el ver-

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dadero acento del patriotismo, y la historia de su última carga, en que, por otra parte, a un sacer-dote corresponde el primer puesto, es una página que no debe desaparecer;

El bretón y yo hemos empezado por no ser nada amigos, y hasta la sinceridad me obliga a reco-nocer que el primer día me cobró una antipatía de las más resueltas, no, como pudiera creerse, porque surgiera una discusión o por lo menos una falta de inteligencia entre él seglar y yo sacerdote, por motivos de orden religioso. En principio así es ; pero, al revés de lo que acontece ordinaria-mente, Kergourlay me puesto mala cara y has-ta ha llegado a los calificativos duros porque ha sospechado, no sin fundamento y esto es lo peor, que yo me chanceaba de su religión.

Acabamos de trasladarle a su cama y, como todos los que han olvidado las dulzuras del des-canso tranquilo y la voluptuosidad de las sábanas blancas, el valiente mozo se confía a mis cuidados. Le despojo de la guerrera, después de haberla cortado, despedazado, para soltar el brazo; el pantalón es de color gris y reluciente por la arcilla endurecida. El paño ha desaparecido bajo la cos-tra de tierra húmeda que se ha secado durante el trayecto. Se comprende : haberse arrastrado se-senta días en el barro de las trincheras, en el agua pegajosa y fangosa ; haber permanecido en medio de este cenegal, siempre alimentado con nuevas lluvias ; haber vivido allí dos meses, sin abando-

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nar estos agujeros que serían inhabitables para las fieras.

¡ Hasta qué punto nuestra raza francesa, ena-morada de luz y de hazañas, habrá tenido que comprender unánime y resueltamente el nuevo he-roísmo ! Con ver a este hombre tan horroroso, tan indeciblemente sucio, he comprendido mejor que nunca el sentido de esta guerra de paciencia indomable, de temeraria resistencia, el heroísmo de esos peludos magníficos, descendientes de nues-tros famosos mosqueteros, cuya ambición era mo-rir limpios y elegantes, los que ahora caen bajo las balas prusianas medio enterrados en el fango de sus fortificaciones. ¡ Pero qué símbolo también el de esta tierra que se defiende, de estas motas de tierra apegadas a sus personas, tierra de la Patria que cubre con una coraza gloriosa y sagrada a sus defensores, que van a morir con un trozo de Francia, que los reviste, los protege y les sirve de sudario! Así he considerado yo a mi bretón, y sin que lo adivine, le admiro a este celta impa-sible que se deja cuidar por mí y, dócil como un niño, permite que lo desnuden.

Tanto como su herida le preocupa su pequeña hacienda ; busco en los bolsillos y voy sacando uno a uno los objetos que los llenan.

Los bolsillos de un soldado en campaña son el bazar más curioso que pueda imaginarse ; allá den-tro lleva cuanto le interesa y tiene empeño en con-servar, a pesar de todo, aun que esté herido, aun que muera.

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Cuchillo, chocolate, cartas, cartuchos, tenedor plegable, tabaco, jabón, fragmentos de granada : todo ello se pone en fila sobre la cama y el mozo los ordena con precaución, los acaricia, como si moviera con los objetos sus trágicos recuerdos.

— Busque usted en mi guerrera ; en el bolsillo de la derecha todavía hay algo.

Meto la mano en el agujero orlado con tierra negra que se abre, y en lo más hondo, encogido, revuelto, pero fuerte y sin rotura, saco un rosario de cuentas duras atravesadas por el acero lleno de orín.

Me ocurre una idea algo maliciosa : — ¿ Qué haces con esto, muchacho ? Y quizás debajo del bigote, ya largo, se bos-

queja una sonrisa que no es, sin embargo, bur-lona, pero que el bretón juzga sin duda irrespe-tuosa, puesto que de pronto, con insolencia y to-mándome seguramente por otro, me increpa en esta forma :

<— Lo que hago con esto, pedazo de animal, a ti no te importa, y los que no estén contentos que me lo vengan a decir.

En este momento un dolor distinto del de su herida ensombrece su rostro. Con gesto brusco coloca su rosario bien a la vista, en la manta, y con el mismo que hubiera tomado para gritar ¡ alto! a los boches, sin admitir réplica :

— No me ha abandonado durante la guerra, ¡ recontra!, y no ha de ser aquí donde lo suelte.

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«Pedazo de animal». Me parece que nunca cali-ficativo mal sonante me fué tan grato como este que me disparó mi amigo Kergourlay esta mañana a boca de jarro.

Y le encontré tan sabroso que no quise quitarle la ilusión inmediatamente. Me pareció delicioso probar esta fe, saber hasta dónde podía alcanzar su hermosa y salvaje arrogancia.

Por más que redoblé mis cuidados, desde este momento me juzgó sospechoso y me manifestó sin complacencias la antipatía que le inspiraba.

Por la tarde tuve la avilantez de hablarle de su rosario en tono agresivo :

— Pero, vamos a ver, ¿ te quieres acostar con él ? Esta vez me contestó con una de esas palabras

que actualmente se reservan para los alemanes y que hasta en los manuales de cocina se disimulan con un sinónimo.

Y Kergourlay volvió la cabeza para no tener que mirar al malvado que debía yo ser a juicio suyo.

No tuve valor para seguir representando este feo papel, y cogiéndole la mano :

— Mi buen amigo, me burlaba de tu rosario sólo para reir. Soy un cura, a pesar de mi bigote, y seremos muy buenos amigos.

Se iluminó su rostro y soltó una carcajada : — Vaya, esto me gusta más, hombre; pero

comprenda usted que si le he dicho alguna fresca se la ha ganado usted muy merecidamente.

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— ¡ Ya lo creo que la había merecido! Desde este instante me he consagrado fraternal-

mente a aliviarle los malos ratos, y por la tarde, sentado cerca de su cama, escucho la hermosa epo-peya cuyas espléndidas proezas me relata con mu-cha inteligencia. Para él, la labor de la guerra, sus peligrosas empresas, sus mortales riesgos, sus imprevisiones terribles, se encierran en el marco de una aldea, uno de estos puntos diez veces per-didos y otras tantas recobrados, donde han trans-currido los hechos más trágicos de su vida.

Obscuro combatiente, ha cumplido hasta el fin su magnífico deber entre un bosquecillo y un ce-menterio, en aquellos surcos abiertos en el suelo atormentado, en la tierra y entre las tumbas, y allí ha visto como otros tantos como él, como los curas de Francia derraman en derredor suyo la llama del heroísmo que afronta el peligro y decide la victoria.

Era la última mañana, dos horas antes del te-rrible golpe que fracturó el brazo de mi nuevo amigo. Al alborear llegó la orden al capitán de desalojar a toda costa a. un batallón enemigo que no cesaba de regar de proyectiles nuestras trin-cheras. A toda costa era preciso salir de sus refu-gios, lanzarse a la bayoneta contra el adversario, sorprenderle por lo imprevisto del ataque y clavar en el sitio a los boches desmoralizados.

En derredor del jefe se apretaban los hombres empuñando las armas, dispuestos al asalto. Uno de ellos preguntó riendo:

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— ¿ Estamos fritos, mi capitán ? En este mismo tono le contestó el oficial : — Yo y los tenientes, cosa convenida, puesto que

empiezan siempre por nosotros ; en cuanto a vos-otros, muchachos, no apostaría un cuarto a favor de vuestra pelleja.

Un murmullo de hilaridad recorrió por las trin-cheras. Aquellos hombres, agobiados por la in-movilidad, estaban locos al pensar que iban a moverse, a adelantarse, a mostrarse bravos frente al enemigo y frente a la muerte.

Se dio la orden, y todos, como un inmenso re-sorte que se distiende, saltaron fuera de las trin-cheras y entonces comenzó la danza.

Que fué terrible. Sobrevino de un lado y otro el despedazarse los cuerpos, una de esas matanzas y carnicerías horribles en las cuales los enemigos se escupen el odio en pleno rostro, se rasgan, se estrangulan, pues se encuentran demasiado cerca para disparar o atravesarse. Duró la acometida veinte terribles minutos ; una vez más la bayoneta francesa había abierto brecha en la muralla ene-miga y el heroísmo de los nuestros había allanado el camino de una gloriosa etapa. Los boches vol-vieron a sus guaridas para preparar un nuevo asalto, mientras sus ametralladoras, a ras de tie-rra, barrían la calzada conquistada que no podía defenderse y hubo que abandonar.

Ni un oficial de la compañía quedaba en pie, pues, como lo había dicho el capitán, para ellos era «cosa convenida».

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Un solo jefe estaba al frente de la reducida tro-pa, que no pasaba dé cuarenta hombres válidos : un sargento de veinticinco años, un sacerdote, el cura de la compañía.

En derredor del sacerdote, cuyo brazo sangra sin que parezca darse cuenta de su herida, se han agrupado los hombres confiados en su valor que está ya probado. En su mirada buscan valor; de sus palabras aguardan la energía necesaria para terminar la formidable tarea, porquex saben que pronto los de enfrente volverán a vengar su fra-caso y que habrá que atar afuera, rechazarlos para que esta trinchera, pedazo de tierra francesa, no caiga en sus manos.

El sacerdote es un jovencillo de aspecto tímido ; a pesar de los terribles espectáculos que ha pre-senciado y de los hechos audaces por él realizados, es de aquellos que irradian la dulzura del sacer-docio como brilla en otros la fuerza conquistadora. Sin embargo, los cuarenta peludos que le rodean saben que es más jefe por el alma que por el grado de éstos niños grandes, cubiertos de fango, salpi-cados de sangre ; le sonríen con alegría, como son-ríen los bravos a la plenitud del valor que admiran y los subyuga.

— Sargento, antes de terminar hay que salir de la guarida y darles otra tunda.

El abate los mira y les interroga silenciosa-mente. Algunos tuercen él gesto ; todavía vibran sus nervios por efecto de la pelea y tiembla su

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carne por el choque espantoso; a esos sobre todo mira fijamente el sacerdote, y luego, con un tono que parece extraño en su boquita de niño y con un matiz guasón que revela al veterano :

— Caramba, parece que alguno de estos no tiene ríñones.

Se acerca a cuatro o cinco hombres en los que el deseo de no abandonar las trincheras sólo revela cansancio físico y ningún miedo, que ni ha rozado sus almas.

— ¡ Vamos a ver ! ¿ es galvana o miedo ? — Ni uno ni otro — gruñe un bretón ; — es

algo que no sabe uno decir lo que es... — los mira el sargentito y sonríe.

Ya sé lo que tenéis ; la muerte os da tanto como una marmita boche ; lo que os preocupa es lo de después, el miedo de no salir como Dios manda^ de no saber dónde despertaréis del otro lado.

Se callan y su silencio es la mejor respuesta. — ¿ No es más que eso ? Pues bien, mucha-

chos, dad gracias a Dios que aquí estoy yo para daros la salida para el último alto. Ahora, mu-chachos, todos de rodillas y el acto de contrición, que cada uno ponga su conciencia en manos del gran Jefe que está ^quí y os mira ; un minuto para pedir o alcanzar el perdón que os manda el cielo ; pronto y derechos como una bala.

Nueva pausa impresionante, magnífica, subli-me, durante la cual las manos negras trazan signos de cruz en los pechos que serán triturados.

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Y entonces, en pie, el sacerdote absuelve a los muertos de muy pronto.

Luego, en cuanto se han levantado, con los ojos resplandecientes, con la llama de un nuevo valor y que se siente ser omnipotente, manda el sar-gento a media voz :

— Ahora, fuera todos. Esta es la orden, tomar la trinchera y desde allí, formación allá arriba.

Y con su mano delicada muestra el cielo por encima del negro agujero.

Una carrera prodigiosa, un ímpetu irresistible, un asalto formidable entre la granizada de balas y a través de las bayonetas de que está erizada la línea alemana.

Treinta hombres cayeron. El primero el sargento. Pero fué tomada la trinchera.

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XIV

La confesión en el terraplén

Una animada conversación ha congregado a seis heridos rodeando la cama de mi bretón Kergour-lay. Estos valientes mozos casi han olvidado la vida trágica que llevaron durante unos meses y hablan de los terribles días pasados, con la misma serenidad con qué contarían para distraerse, epi-sodios estupendos de almas curiosas y cuentos de aventuras.

Los escucho; para narrar los acontecimientos guerreros encuentran esas palabras que son como la fotografía de una situación y la muestran con sus colores típicos.

A l oírles me parece asistir a escenas fantásticas, sonadas por alguna imaginación creadora de en-gendros quiméricos y fabulosos.

Cada uno de estos mozos alegres y despreocu-pados detalla sus recuerdos, y tan pronto toca la nota pintoresca como la emocionante.

Triunfa el instinto militar, y flota por encima

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de estas cabezas, que tantas veces rozaron las balas de la muerte, y de estos valientes mozos que, sin saberlo, poseen almas heroicas ; oigo la historia de lo que será más tarde la gran epopeya de los pue-blos ; sobre todo escucho hablar de su fe cris-tiana avivada o resucitada. Los sacerdotes, la religión, las bellas inspiraciones divinas se mez-clan tan íntimamente con las hazañas guerreras que, naturalmente, hace en mis heridos la elocuen-te apología de los curas soldados, esos hermosos mosqueteros que imponen el respeto y arrancan la admiración.

En derredor de Kergourlay, envuelto en su bu-fanda y echado, se anima la conversación ; los naipes están abandonados en la cama próxima, y con la pipa entre dientes, con gesto solemne, su vecino Le Noc cuenta sencillamente esta historia que hace reir y llorar.

— Yo, compadres, no he hecho más de particu-lar que los demás ; pero una noche gastaron los boches lo menos cien kilos de hierro y de plomo sólo para mi pelleja.

Un jovencito de la quinta 14 le corta la palabra. — El siete de diciembre por la tarde. Ya lo

creo, compadre; vaya una salud a prueba de bomba.

Le Noc coge al vuelo el testimonio del compa-ñero.

— Precisamente, éste estaba en la conejera, y si miento en una palabra, tiro mi pipa por la ventana.

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Luego me mira, lisonjeado por la atención que le presto :

— Esto le va a gustar, señor cura, porque es al respecto de otro cura que no es nada gallina y que se las trae en su oficio.

Aquella tarde nos molestaban los boches, tan testarudos que ya pasaba la raya. Nos echaban en-cima unas almendras de cincuenta kilos, como si no supieran lo que hacer con ellas.

Allá adentro, se retorcía uno de risa y cantá-bamos.

El sargento Ristoulet nos hacía revolearnos de risa con sus cosas de gascón y con palabras que él solo sabe. Cuando tronaba demasiado fuerte, tapaba la entrada del agujero diciendo :

— A ver esos de arriba ; no meter tanto ruido, que queremos dormir los del piso bajo.

Luego, cuando pegaban demasiado fuerte en la trinchera que se deshacía, ponía Ristoulet cara de enfado :

— ¡ Con doscientos mil de a caballo! ¡ Qué gente más mal educada ! pero ¡ recontra ! no cerrar las puertas con tanto ruido, que tiembla toda la casa.

Todos estaban aquí contentos, y riendo aguar-dábamos que papá Joffre nos -dejara asomar el hocico para papar aire y para ver si el cielo no se había mudado de casa.

En nuestras cuevas de oso se veía, es verdad ; pero, sin embargo, a veces nos pasaba por el pecho

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una corriente de aire que nos helaba ; no era tem-blar, pero una cosa muy parecida, como si fuera de la familia ; no tenía uno miedo de verdad, pero era como si otro por detrás le gritase :

— Mejor estabais en otro sitio que aquí. Cuando esto le cogía a uno, las marmitas de los

boches le hacían a uno ciertas cosquillas, y los compadres, atontados por los estallidos, parecían más que muertos. Qué quiere usted, para todos había. Le cogía a uno sin decir ¡ agua va! y po-níamos cara de tontos como los cascos de puntas, pero sin puntas,

Aquella tarde precisamente me tocó a mí; un sábado, con la lluvia que nos colaba dentro y nos preparaba superiormente el baño. Tenía el alma como el hielo; todas las cosas que uno quiere las tenía delante ; mi caletre era como un cisne y tenía a la vista todo lo del pueblo : papá, mamá, las hermanas, un montón de gente que no hacía más que llorar y gimotear : «¿ Dónde está ahora nues-tro «mozo»? ¿Está vivo o muerto, prisionero o herido?»

Por más que me decía para adentro : «Basta; ya he visto bastante», la máquina seguía funcio-nando, y cuanto más cerraba los ojos veía más claro.

Además, una condenada voz me gritaba dentro de la cabeza : «Compadre, por más que hagas, de ésta no sales ; los alemanes os han rodeado hasta el último».

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Le aseguro a usted que no estaba precisamente airoso; no podía reir ; parecía que tenía hierro en la garganta. Los compadres, que lo veían muy bien, me tomaban el pelo y me decían :

— Entonces estás de guardia para tener mie-ditis.

Ya lo creo que lo tenía, y de tamaño regular. Además del fastidio que me daban las ideas más

negras que la pez, tenía muchas tonterías atrasa-das en la conciencia, como maleza, y con todo ese peso me parecía la muerte más fea que un sapo, porque tengo que deciros que en las trincheras no se ríe uno siempre, y cuando está callado le vienen a uno un montón de ideas tristes que creía haber olvidado.

— Piensa uno que no es una bestia y que al mo-rir no se acaba todo, sino que empieza otra cosa.

Eso era sobre todo lo que me daba vueltas en la cabeza aquella dichosa tarde. No acababa mi con-ciencia de charlar : «Ahora es el momento, com-padre, de ponerte en faena para limpiarme un poco.»

Yo, por mi parte, bien lo quería ¡recontra! Pero ¿cómo?

Para hacer tonterías basta uno solo; pero para hacer la colada hay que estar dos : yo y un cura.

¿ Y dónde encontraba yo éste ? Precisamente había uno en nuestra conejera

unos días antes ; pero el buen hombre estaba ahora lejos, seguramente muy enfermo y quizá más que

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muerto, porque se le había metido un pedazo de granada en el estómago.

Todo eso era muy cierto, pero me consolaba muy poco, y cuanto más me aburría, más tenía unas ganas locas de confesarme. A l lado de nos-otros también había un cura, en la otra trinchera. Se conocía uno mucho ¡ par diez ! porque estuvimos a pique de que nos hiciera papilla una patrulla de huíanos, pero ahora había entre los dos treinta metros de terreno, más difíciles de pasar que la distancia de Quimper a París.

Yo pensaba en él, en el modo de encontrarlo, en la manera de salir sin que me tumbaran, por-que yo me decía una cosa :

— Si te haces matar antes, no es cosa de sacar el hocico fuera.

Y ustedes no pueden imaginarse cómo esa idea me atormentaba el caletre : Me molestaba tanto que los compadres me decían que parecía un di-funto y se divertían haciendo chascarrillos por cuenta mía.

O bien se mofaban de mi mala suerte : — Llama a la criada para que te traiga un vaso

de sidra con un bocadillo. Me echaron tantas cosas a la cara, que entonces

estaba yo rabiando ; pero cuanto más me enfadaba más me ponían en solfa aquellos bárbaros. Al fin el sargento me da un manotazo en la espalda, y como quien se reía a cuenta mía :

— Compadre, si es cosa de tomar el aire, tó-

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malo a gusto. Vete al balcón a ver cómo está el tiempo.

Yo le miro sin reir y le pregunto : — ¿De veras usted permite? — ¡ Contra! Este es el momento de mirar lo

que pintan los que están allá delante de nosotros. Que hagan una criba con tu piel o con la del otro, me tiene sin cuidado.

— ¡ Áh ! Os aseguro que despacho pronto. Aga-rro el chopo, me aprieto el cinturón, meto la cara en la bufanda y les digo :

— Ahora, amigos, buenas tardes, y os dejo las señas. Si no vuelvo, estad seguros que se ha roto algo. Ni herido ni prisionero. No hay que dudar. Que me pongan en la lista de los muertos sin con-templaciones.

Está uno tan acostumbrado a esas cosas, que al verme salir del agujero ni siquiera pensaban mis compañeros que me iban a partir en dos o atrave-sarme como a una criba o a despanzurrarme.

Mi mejor amigo me coge la mano y me declara : — Vete, compadre. Y sin desearte ningún mal

si te ha de suceder, proporcióname tus borceguíes, porque los míos beben más agua en cinco minutos que vino bebo yo en cinco semanas.

Al saltar gruño yo : — Está bien. Y con ellos puedes llevarte los

pies para que no tengas que soltar los cordones. Ya estoy encima de las trincheras. La noche

estaba negra y espesa, que se mascaba. Pero yo

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creo que aquellos búfalos de alemanes tenían fa-roles en los ojos, porque no había dado tres pasos y ya me silbaban en los oídos una docena de balas.

Yo, que ya me ponía contento con sólo respirar el aire libre, hice esta reflexión :

— Si te quedas así plantado como un poste, de seguro que te van a propinar algo para tus galones.

Y me eché al suelo, en el barro y en el agua, y empiezo a arrastrarme con una velocidad máxima de cincuenta metros por hora. En cuanto a esto os aseguro que no es cosa agradable hacer el ca-racol de esta manera. Hasta tuve idea de volverme cuando llegué a una barrera. La trinchera, as-querosa y sin aire, me parecía desde luego un mag-nífico salón comparada con aquellos charcos donde yo me movía como un torpe ganso.

Pero lo que hubieran reído mis compañeros si me hubieran visto volver a la conejera. ¡ No, eso no ! Y a pesar de aquellas penas, a cada metro que avanzaba me decía :

— A bogar, ¡ recontra! Sólo por ir en esta forma a confesarse ya ganas la mitad de la abso-lución. Eché veinte minutos largos en atravesar las dos estacas que cerraban la entrada del campo.

Tres balas me rozaron la piel, pero sin entrar; probablemente pensarían que se iban a constipar atravesando mi pelleja, que estaba más fría que el fondo de un pozo. Por fin llego al borde de la trinchera, y ya iba a aventurar mi cabeza por en-cima del hoyo, cuando veo que se levanta una

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sombra grande qne acababa de salir como muñeco movido por un resorte.

— Espera, compañerito — me dice ; — te voy a enseñar a hacernos visitas sin avisar. Y veo que levanta su bayoneta para ensartarme.

— Alto ahí — le digo en voz baja ; — no se trata de tomarme por otro.

Y la sombra se pone a reir y hasta a retorcerse de risa.

— ¿ T ú aquí, LeNoc? — ¡Pardiez! ¿Quién quieres que sea a estas

horas ? ¿ Y tú estás bien, Maranson ? — Algo, algo — me contesta la sombra. — ¿ Maranson el cura ? — No hay dos Maranson en este batallón. Entonces le digo : — Compadre Maranson, no

hay que dar largas al negocio. Confiésame pronto, que salgo disparado a paso gimnástico. Voy abajo.

— ¿ Te quieres callar ? — me dice el abate. — Así estás muy bien.

—: ¿ Así ? ¿ Con la panza en el suelo ? — Uno hace lo que puede — me dice bonita-

mente. — ¡ Adelante! Empieza. Te hago gracia del Confíteor; al

grano en seguida. Empieza por lo más grueso... — Mire usted, compadre ; digo, padre mío. Es

que eso va en años. — Te digo que hagas lo que puedas sin preocu-

parte de años ni de siglos. Además, mira : te lo voy a sacar yo mismo.

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No tuve que contestar sino si o no. Y cuando avanzaba la faena, cuando le soltaba una de mis majaderías, me parecía que me sacaban del cuerpo un pedazo de granada.

Por encima de nosotros zumbaban terriblemente los cañones alemanes, pero ya no los oía. Un solo ruido me llenaba los oídos y el alma : la voz muy baja del abate que me decía :

— Muchacho, está bien lo que has hecho. Aho-ra mira, sería curioso que tuvieras miedo. Estás vacunado contra el miedo : Dios está contigo y es bastante más fuerte que Guillermo.

Ahora que lo tienes, procura no perderlo y, ade-más, la muerte ¿sabes? no es más peligrosa que un cartucho vacío, porque una bala que te pescara la cabeza no sería para ti ni más ni menos que un billete de primera para el paraíso.

Me dio una bendición y luego nos abrazamos. — Y ahora — me dijo — vas a echar el resto

para cumplir tu encargo. Y si no vuelves, ¡ pues bien! siempre sabremos donde nos hemos de vol-ver a encontrar.

Me volví para atrás echado sobre los codos, y tenía el alma tan contenta que me reía solo y me venían estos curiosos pensamientos :

— No tengas miedo, chiquillo, a que te coja una bala. Te digo que no te harías mucho daño al caer, porque ya estás en el suelo.

Sin embargo, no era cosa, a pesar de todo, de quedarse allí. Tenía un encargo y no era por mi

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linda cara por lo que me habían dejado salir de la trinchera.

Allá en nuestro agujero me esperaban los de-más, y quién sabe si el compadre no estaba pen-sando ya en el gustazo de meter sus patazas en mis borceguíes nuevos.

Enfrente, a cien metros, estaba la trinchera boche, y cuando aguzaba el oído oía un pataleo sordo y un ruido de hierro que me daba mala espina.

Allá los compañeros Estaban tranquilos y con-taban conmigo, y de pronto, con sólo pencarlo se pone la sangre a correr en mis venas.

— Idiota — le digo, — ¿quieres ponerte en fae-na y cumplir tu deber ?

Y me pongo en marcha, arrastrándome sobre la panza, hacia la conejera alemana. Os aseguro que llegué a tiempo, pues apenas había dado la vuelta a un gran roble, cuando veo delante de mí unas sombras negras, que a cuatro patas se corrían hacia mi trinchera, hacia los compadres, hacia el hoyo que entonces era una de las barreras de Francia.

No duró mucho. Me levanto, como movido por un resorte; salto un montón de piedrás, me lanzo hacia nuestra cueva gritando con todas mis fuer-zas, para estar seguro de que estarían preparados antes del ataque.

— ; Eh, sargento ! ¡ Eh, compadres ! cuidado, que llegan los boches. Imagínense ustedes. Yo

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solo de pie en la obscuridad, j Qué buen blanco para los condenados prusianos ! ¡ Córcholis ! No había, sin embargo, que dudar... ¡ pim, pam! A derecha, a izquierda, por todas partes. \ Ah ! Os digo que era el momento de recordar el discur-sito de mi camarada :

«Una bala es un billete de primera para el pa-raíso.»

Mientras corría esperaba recibir el billete, y a cada paso me decía :

— A ver si la siguiente va a ser para el salto mortal.

Pensaba también : «Con tal que me oigan los demás...», y seguía gritando, gritando hasta el momento en que sentí un formidable golpe en el hombro derecho y luego en la boca una cosa ca-liente y con un gusto nada apetitoso. Caí de bru-ces a dos metros de la trinchera. Los oídos me zumbaban como una tempestad en la que oía tiros por docenas y por cientos. Y luego, al cabo de no sé cuánto tiempo, sentí que me bajaban a la conejera y que sucedía una cosa bastante cu-riosa :

Respiraba lo mismo por detrás que por delante. En aquel momento me parecía que tenía la boca en la espalda. Abrí los ojos, y tenía en derredor cuatro hombres y decía el sargento :

— De seguro que tiene el pulmón atravesado. Y mi amigo, qué me parece echaba el ojo a los

borceguíes, repetía a los que me rodeaban :

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— igi —

— Pobre hombre, de seguro está frito. Y consideraba constantemente mis pies. Cuando Le Noc hubo acabado su relato sin la

menor fanfarronada, soltó una carcajada, sin darse cuenta, como tantos otros, que era sencillamente uno de esos modestos héroes que permanecerán desconocidos para nuestros libros de oro.

— Vaya una cara que habrá puesto el compadre cuando me vio marchar con mis barcos.

Luego, comprendiendo que la historia me había interesado sobre todo por el tinte religioso que me comunicaba su valor y su aspecto heroico :

— Además, sabe usted, señor cura, si no hu-biera tenido la idea de ir a confesarme, vaya un toquecito que le hubieran dado a la sección que estaba en la trinchera.

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XV

La sangre alegre

— ¿De dónde venís? — De Perthes-les-Hurlus. — ¿ Anda bien aquello ? Se yerguen las cabezas y los bustos tendidos en

la tela de la camilla. — ¿Si anda bien? — afirma un mocetón rubio

del Pas de Calais ; — trescientos metros les he-mos quitado en doce días.

Y con la mirada le dirigimos una pregunta para ver si habla en broma o de veras. No, no habla en broma, y los demás, con los ojos enrojecidos por las vigilias de la caza al hombre, confirman con sus testimonios lo que acaba de decirnos su camarada.

Entonces estos heridos con anchas vendas, con enormes goterones de sangre que revelan horribles fracturas, se ponen a contarnos las últimas noti-cias de la formidable historia que ha sido la suya durante cinco meses de salvaje energía.

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Han viajado dos noches y un día ; sus heridas están infeccionadas, horriblemente sucias, hasta gangrenadas. Dentro de un instante, a pesar de la costumbre, sentiremos cierto escalofrío de repug-nancia, la impresión natural del horror al poner al descubierto estas carnes en descomposición.

Ellos, los valientes, que deberían estar agobia-dos de cansancio, sólo tienen un pensamiento do-minante en sus almas de ideas claras : confirman la realidad de nuestras esperanzas y proclaman magníficamente la vitalidad invencible de la patria que aguarda, en la serenidad sublime de su fe, la hora de la segura victoria.

Hablan... hablan cuando los trasladamos al des-canso que reclamán sus cuerpos deshechos y cuan-do los desnudamos cortando sus guerreras en pin-gajos y sus camisetas incrustadas en la piel. El deseo de contarnos lo de allá es* más fuerte que el dolor y nos repiten que todo anda bien, que les tenemos cogidos y que por esta vez la libertad de la patria está cerca.

No tienen la exaltación de la fiebre ni la manía de hacerse superiores a lo que son, pero en estas almas, por las que no ha pasado ni la sombra del desaliento, hay una obstinada voluntad de creer, de esperar, de mostrar a Francia tal como es : una energía formada de todas las energías, un valor resumen de todos los valores.

— No, por cierto ; ahora no pasarán ; no es cosa de broma y va a empezar la danza.

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Quisieran dormir y 'no pueden : tantos son los recuerdos que les obsesionan y hacen irrupción en su memoria como oleadas tumultuosas. Y ni una queja, ni un pesar. La mayoría no han tenido noticias desde hace meses, prosigue la existencia ardiente del peligro en estas almas con las vibra-ciones que las han estremecido durante tantos días. Les persigue la de la guerra y el odio del boche que ha grabado sus carnes con incisiones indelebles.

El médico primero entra en la sala con paso rápido y gesto nervioso. Con ojos penetrantes, investigadores y sumamente dulces descubre las caras nuevas. Se acerca a los heridos, examina sus llagas, se da cuenta de su estado; está alegre, consolador, paternal, con la palabra que anima y la fórmula que consuela. La autoridad que en él se revela ; la seguridad que brota en su palabra con la primera cura, la mejor. Se oyen en la sala las palabras de seguridad que pronuncia con voz firme, algo velada :

— Claro, chiquillo, que curarás. Tardará bas-tante, pero te arreglaremos la pierna. ¿ Este brazo roto ? pero se ha roto bien ; estas tonterías se curan solas.

A su paso derrama esperanza y confianza, y detrás de él, muy cerca, aquellos que estaban ator-mentados por la incertidumbre y el dolor expresan en voz alta el contento de ver disipadas sus in-quietudes :

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— Vaya un tío el médico; es un papá. Y se siente verdadera alegría al ver a esos bue-

nos muchachos reírse con toda su alma y paladear plenamente la embriaguez de vivir después de haber vivido meses en la cercanía de la muerte horrible y en el pensamiento del trágico fin.

Reir, bromear, contornearse sin fanfarronería y charlar sin cuidados, tal es su admirable estado de alma. Esta guerra les ha vuelto a su primi-tiva condición de galos ; la sangre de las batallas ha reanimado la savia y rejuvenecido a la raza como ha hecho florecer la fe.

He aquí un zuavo que ha llegado arrastrando la pierna a causa de una bala que había penetrado profundamente en la pantorrilla. Le hace sufrir la llaga y sus consecuencias, la parálisis parcial que reduce su pierna a estar colgando como una gaita.

Lo que sobre todo le exaspera es tener incrus-tada en la carne pacotilla alemana.. / «acero boche que no será quizá más que hierro fundido».

No acaba de palparse los músculos e indagar el sitio donde está el proyectil.

— No es que haga daño, pero es una mala ver-güenza llevar este artículo metido en el remo.

Llega a constituir para él una preocupación divertida, una obsesión que le persigue como una pesadilla estúpida. Desde el primer día rogó al médico primero que le «sacara aquello, cuanto antes» ; pero antes que él pasaron otros cuya ope-ración era más. urgente. Mi zuavo pasa horas

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enteras dando vueltas en la sala de curas, en el pasillo que da al gabinete del doctor, acecha su paso, se pone a la vista y aguarda la ocasión, a menudo perdida, de decirle dos palabras «al res-pectivo de su negocio».

Al cabo de algunos días se impacienta y acaba por exasperarse.

Cuando vuelve a la sala con el rabo entre pier-nas es objeto de alegres chanzas que caen sobre él como granizo.

Se golpea entonces la pierna, la insulta con mal humor y la hace responsable de sus contratiempos.

— Vomítala de una vez esa porquería ; ¿ no tie-nes vergüenza de llevarla metida en tu pellejo?

Su paciencia sometida a tan dura prueba no puede soportar más. Se ve claramente que tiene su plan y que una resolución obstinada ha arrai-gado en su cerebro.

— Puesto que es así, veremos cómo nos las ma-nejamos solos.

Aquella tarde se acuesta temprano, como de costumbre, después de colmar de injurias a su desgraciada pierna y de amonestar a la bala ale-mana, como si pudiera enterarse.

— Te advierto que no te vas a estar mucho tiempo en mi carne: tendrás que salir o decir porque...

Estoy de guardia, y hacia las once, al dar una vuelta, veo que mi hombre está gesticulando. Un rayo de luna ilumina su cama, y él, sentado y

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abstraído, se palpa enérgicamente la pierna y pa-rece ejecutar signos cabalísticos sobre la herida.

Es acaso brujo y cree conjurar la mala suerte con semejantes aspavientos.

Me acerco y me dispongo a hacerle acostar, a aconsejarle que deje tranquila a su herida y que no se exponga a encontrarla inútilmente y agra-varla.

— ¿Pero qué es esto? No se trata sólo de se-ñales y gestos que le impiden verme aproximar ; en una mano tiene el buen hombre su gran na-vaja, la que ha hecho campaña con él y ha abierto innumerables cajas de conservas, y la hoja agrie-tada, llena de orín, retorcida, se hunde en la pan-torrilla y corta un pedazo de carne viva, de donde brota abundante sangre que inunda las sábanas.

Veo el zuavo hundir sus dedos en la abertura ensanchada y buscar obstinadamente con estas pinzas rudimentarias el objeto de sus penas y hu-millaciones : la bala boche, que a toda costa quie-re sacar.

¿Dónde estáis rigurosos principios de asepsia, severas lecciones que obsesionan constantemente nuestros cerebros de enfermeros, terroríficas teo-rías de llagas contaminadas, infeccionadas por el uso de instrumentos insuficientemente expuestos a la llama?

«Tocar una llaga con dedos insuficientemente lavados es exponerse a hacerla de difícil curación y quizá mortal.»

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¡ Buena es esa! una hoja vieja que cortó esta misma tarde las tajadas, y unos dedos pegajosos de grasa y de betún, son los instrumentos esteri-lizados de mi cirujano, el cual se saca la bala estrictamente, una bala que ha penetrado tres cen-tímetros en el músculo.

Mi primera idea es detenerlo... ¿para qué? la operación está demasiado adelantada y ahora el peligro será el mismo si termina que si lo deja para más tarde.

Me contento con mirarle, y sin volverme a pre-ocupar del peligro de infección que amenaza a esta carne sana y vigorosa, observo el rostro del sol-dado. Está impasible, apenas se notan en su cara una expresión de impaciencia ni huellas de dolor. Este barbián en vez de inquietarme me emociona ; su energía se parece al heroísmo, el dolor vivo no alcanza a su alma. En esta sala de hospital y en la faena curiosa y obscura que está realizando es el mismo hombre de bravura que fué allá, el va-liente que aguanta el dolor sin quejarse y ve correr su sangre por la abierta llaga sin pestañear.

No es nada y es todo un símbolo conmovedor. No, por cierto; no quisiera detenerlo, porque es en toda ocasión tan hermoso el hombre luchando a brazo partido con el dolor^ que lo acepta y lo sufre con el bello desprecio de la fuerza serena!

Está más tranquilo, está soberbio, y, zuavo como siempre^ sin que le anime la galería, el muchacho está decidor como buen galo.

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— Ya la toco a esa bestia rabiosa ; da vueltas ; no se da por entendida... pero, maldita suerte, ya veremos quién de los dos sale con la suya.

Nueva incisión, nuevo derrame de sangre y algo jadeante prosigue :

— Quizá agrandando el ojal. Ni por esas. Levanta la cabeza el operador y

da un resoplido; en su frente descubre el rayo de luna gotas de sudor que limpia con la manga, como el obrero qxie se dispone a nuevos esfuerzos.

— ¡ Rayos y centellas ! Nunca hubo mayor energía voluntaria en su

alma francesa, ni en el instante de las furiosas cargas y de los terribles asaltos en que todos se precipitan en la tromba de la muerte.

Con la mano izquierda aprieta con enorme fuer-za la pantorrilla despedazada, con sus dedos tintos en sangre busca rabiosamente a la emboscada ale-mana, que parece resistirse como una bestia da-ñina en su agujero.

Breves momentos, luego una sacudida de todo el cuerpo y una dilatada y magnífica sonrisa de triunfo en su cara bañada de sudor y, dominándolo todo, un gesto de triunfo y blatíde una colilla roja, informe.

— ¡ Ah ! ¡ Grandísima puerca! Ya sabía yo que llevaría el gato al agua.

Pero esta frase triunfal la pronuncia en alta voz, como un grito de victoria. Lds compañeros, despertados bruscamente, alzan la cabeza y par-

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padean, preguntándose lo que significan estas cu-riosas palabras, que repite el otro con ruidosa alegría :

— Ya la tengo, la condenada. Un herido, con mal humor, gruñe en medio de

la sala : — ¿ Qué es lo que tienes, pedazo de animal? — ¡ Pues la bala, pardiez! La bala boche que

se me había colocado en la pata. Y aquello se convierte en un acontecimiento : ya

nos había hablado de su bala que se había hecho célebre.

— De verdad, no va de guasa ? ¿ La has sacado ? — Ya lo creo, compadre ; ahí la tienes y sin re-

torcer, nuevecita, como para servir otra vez. Cunde el hecho; los dormilones empedernidos

abren los ojos y se informan también de lo que constituye el estruendo nocturno.

— El zuavo, que se ha sacado la bala — dicen. Uno de ellos salta de la cama : — A ver, compadre ; hay que ver eso. Llegan cuatro o ciñco en derredor del mito ciru-

jano, el cual entonces fanfarronea y se hace un reclamo gigantesco.

— Con una navaja, compadres; ¡ vaya tripas ! mirar un poco ; hasta el hueso, no es un corte, es un hoyo de granada.

La admiración se apodera de toda la sala. Ama-dou, el senegalés, irguiendo el busto, acaba por darse cuenta de la importancia del acontecimiento y celebra a su modo la hazaña del compañero.

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— T ú sacar con cuchillo, tú no tener miedo, tú bueno para cortar pescuezos de boches.

Y se deshace en una risa infantil, en notas agu-das de chiquillo alegre. Entonces hay que apelar a las amenazas para que vuelvan todos estos mozos despabilados a sus sábanas, porque el zuavo, que ve su popularidad en auge, no acaba de repetir la historia de su hazaña.

— Es lo que yo he dicho : puesto que los mé-dicos no quieren enterarse, yo despacharé el asunto solo. Entonces he cogido la navaja y he escarbado en la carne...

/

Inútil añadir que mi soldado no ha pegado ojo, y que después de calmada la excitación de la gloria ha estado gritando toda la noche por la herida abierta y sangrando ; no le ha dejado un momento de reposo.

Al día siguiente, al saber lo sucedido, se turbó el doctor.

— Pero, animal, va usted a tener una infección en la llaga.

— ¿ Y qué? — contesta el zuavo, — ¿podía te-ner yo algo más sucio que esa porquería que había tocado un boche con sus patas ? •

Por lo demás, ha curado rápida y completa-mente, dando un mentís a la ciencia, y su sangre, más fuerte que los microbios, le ha dado una carne nueva en menos de quince días.

— Y además, así — decía a los que venían a verle y darse cuenta de su proeza, — así me he pasado sin cloroformo.

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Porque hay que ver a nuestros heridos cuando se trata de dormirlos ; la aprensión de la máscara y de ese olor nauseabundo que sofoca, les hace preferir el sufrimiento mayor, al dormir pesado, a veces entrecortado de sueños molestos y que da comienzo por una especie de angustia de sofoca-miento.

Meyer, un lorenés de Saint-Dié, rubio como una brasa y alegre como un bórdeles, nos ha llegado hace cuatro meses con una arteria femoral en las-timoso estado.

Un enorme interrogante aparecía en el rostro del médico cuando por primera vez se colocó su cuerpo exangüe en la mesa de operaciones. Era uno de esos heridos graves de los que se pregunta uno si llegará al día siguiente. Por tres veces durante la noche causó rudas alarmas al médico de guardia.

— Todavía una hemorragia y, sin duda alguna, la muerte.

Y sus compañeros le miraban con la mirada involuntariamente triste que se dirige a los que van a morir.

Para salvar a esta existencia pendiente del tenue tejido de la arteria estropeada se ha obstinado el doctor con toda su ciencia, ayudada y estimulada por el deseo de salvar una vida humana. Para este desconocido, a quien quería porque era soldado, víctima y padre de familia, ha recorrido a las au-daces y magníficas reservas de un talento que posee recursos infinitos.

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Entre sus manos lia estado la existencia de este hombre cuyas venas están agotadas y cuyas últi-mas gotas de sangre podían correr entre sus dedos, arrastrando consigo la última esperanza de salva-ción. Una vez más ha triunfado el maestro. Pá-lido, exangüe, débil, de una delgadez que inspira-ba miedo, Meyer ha vuelto a la cama con mayores probabilidades de vivir que de morir.

La energía vital ha vuelto poco a poco, y al cabo de un mes, este fantasma ha dado su primera vueltecita eñ el patio del hospital, llevado en una camilla, pálido todavía, sin fuerzas, pero salvado de un modo definitivo. Luego siguieron los paseos con muletas, con la pierna todavía encogida, pero no dolorida, y el alegre mozo, recobrando su buen humor, dedicó sus ocios a dos ocupaciones : a co-leccionar vistas de su pueblo bombardeado y tocar furiosamente el acordeón.

Un día le encuentra el médico primero. — Pero, chiquillo, no debes tener ahora la pierna

encogida; estira esa patita perezoza ; la vas a an-quilosar.

El otro le declara que es imposoble : — Bien lo desearía, señor médico ; qué más qui-

siera yo, pero está pegada. — ¿ Cómo, pegada ? Hubo que rendirse a la evidencia. En el hondo

pliegue formado por la articulación de la cadera, la piel del muslo y la del vientre se han soldado : hermoso ejemplo de injerto humano que la natura-

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leza ha realizado demasiado bien inoportunamente. Nuestro inválido sólo lo es por accidente y por una exuberancia de savia.

— Bueno, amigo ; ya te despegaremos eso para que puedas andar como todos ; pero como hay mucho que cortar, te dormiremos.

— ¡ Canastos! lo de cortar, me gusta ; pero lo de dormirme no me hace ninguna gracia.

El doctor le mira dulcemente, con ese aspecto de papá que los heridos que han de sufrir una operación conocen tan perfectamente.

— Sí, chiquillo; te lo aseguro: sufrirías de-masiado.

Todo el día está triste Meyer; tiene mieditis y pasea sus temores con extroardiñaría melancolía.

Nada de acordeón ; se diría que tiene el cloro-formo en las narices.

Al día siguiente, a las ocho, «llamamiento del condenado».

Un enfermero le invita con mucha gracia : — ¡ Meyer, al billar! Se levanta, coge sus muletas y se dirige valien-

temente, saludado, perseguido por las aclamacio-nes burlonas de sus companeros :

— ¡ Feliz viaje, compadre ! y ¡ buen apetito! — ¡ Que no tengas inalos sueños! — ¡ Nos darás un poco de tu guiso! — Procura no llevarte toda la cloroforma. Que

quede para los demás. Allí están los doctores y los ayudantes, con sus

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blusones blancos, semejantes a los viejos druidas revestidos para los sacrificios humanos. El médico primero hace sus abluciones ; el preparador para las últimas pinzas en la llama de alcohol; el jefe de esterilización prepara sus tapones de guata, y en medio de este imponente areópago hace su en-trada la víctima con mucha resolución.

— Les traigo mi carne... Desnudan a nuestro hombre, que lleva en la

mano una caja de cartón. — ¿ Qué vas a hacer con esto, compadre ? Aquí

no necesitas equipaje. — Ya lo creo que lo necesito. Entonces ve la máscara de caucho y con gesto

decidido : — Tú, monín, no te molestes ; ya te conozco

de sobra, pero hoy no me apuntarás el cuajo. El médico encargado de dormir a los pacientes

se apodera del instrumento y bromea : — Vamos, chiquillo ; listo que te plante esto en

el garguero. Mayer hace de pies y manos para resistir, y

muy serio: — Le digo a usted que no quiero eso. — Muchacho — dice el médico primero intervi-

niendo, — te voy a dormir. — Pero, señor médico, no hay necesidad de ese

chisme para que no grite ni patalee ; yo tengo algo mejor.

Entonces el lorenés echa mano a su caja de

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cartón, la abre y blandiendo como argumento sin réplica su armónica :

— Mi música, señor médico, es lo mejor para que esté formal. No le pido a usted sino que me deje tocar lo que me venga en gana y todo lo fuerte que yo quiera. En vez de gritar gastaré todo el resuello en soplar. Si me oye usted dar un grito o si me muevo y le molesto, me planta usted la máscara ; pero permita usted que probemos. Ade-más, pocas veces tiene usted la suerte de hacer operaciones con música.

— Adelante — dice el médico, a quien este valor interesa y emociona ; — pero te advierto que vas a sufrir.

— i A sufrir! más hace sufrir una marmita de los boches.

Una ancha incisión ha desgarrado las carnes ; ha sido preciso cortar, ajustar, recoser la epider-mis. Meyer ha contestado al dolor agudo multi-plicando las notas alegres, una avalancha de toca-tas desordenadas, valses, polkas, romanzas.

Durante media hora resonaron en la sala aires endiablados, fantásticos retornelos.

Corría la sangre, palpitaban los músculos, pe-netraba la aguja, y el valiente, sin perder ni el tono ni el compás, desafió en esta forma el dolor del cuerpo y se mofó del sufrimiento con un que-jido armonioso y bullicioso, quejido alegre de soldado francés que arrostra las pruebas y domi-na, riendo, la rebelión del cuerpo dolorido.

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Los que pasaban entonces frente a la sala de operaciones, se paraban a la puerta y, algo extra-ñados de oir aquella curiosa música, se echaban a reir diciendo :

— Ahí dentro de seguro que no se aburren. No había aburrimiento, pero se sufría como

saben sufrir nuestros modernos mosqueteros de gorra, con la arrogancia del valor galo y la heroica belleza del uniforme teñido en sangre.

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XVII

El número 127

Tenía un nombre, una familia, una novia, una madre, sobre todo, que le decían al marchar, con ese heroísmo de las mujeres que las lágrimas no amenguan : — Cumple con tu deber ; te ofrezco a Dios que te protege y a Francia que te reclama.

Nos ha llegado en uno de esos convoyes que hacen llorar a las mujeres y estremecerse de com-pasión a los hombres de más templado corazón.

Pertenecía a ese 43 de Infantería que tan magní-ficamente luchó en las trincheras de Pertes y me-reció del general en jefe este elogio, digno de es-culpirse en mármol : «Habéis superado a los sol-dados de Napoleón.»

Llegaba a Beausejour, nombre hecho de luz y de gracia, y que en la Historia evocará el recuerdo de una guerra salvaje y tan feroz que estremece de horror las almas de los que conocen sus san-grientos episodios.

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Su primera palabra cuando le echaron en el lecho de agonía fué para excusarse de los cuidados que exigía su situación :

— ¡ Cuánto les voy a molestar! Y cuando una enfermera de la Cruz Roja se

puso a hacerle la cura de su herida, este mosque-tero de veintidós años, con alma soberbiamente francesa, le dijo sonriendo :

— Estoy algo sucio ; perdóneme usted ; no pue-do tocar mi herida sin perder el conocimiento.

Hemos visto tantos cuerpos de éstos, deshechos, atravesados, mutilados, que nos podrían juzgar inaccesibles a las fuertes emociones que causa el espectáculo de la carne en pedazos y de los huesos triturados, y, sin embargo, cuando desnudaron su herida se produjo entre nosotros un movimiento de repulsión y de horror.

Toda la parte inferior de la columna, rota, des-pedazada ; un boquete en los ríñones, la gangrena que supuraba ennegrecía el lado derecho de este cuerpo, horroroso como un cadáver en descom-posición.

Y formando contraste, un hermoso rostro enér-gico y valiente, unos ojos negros con expresión juvenil, que unían la gracia de la infancia con la virilidad del hombre que sabe querer y mandar; la frente pálida, cubierta con una cabellera obs-cura con reflejos claros y cambiantes. Candor, gracia y fuerza expresaba su cara. La madre de este joven debía estar seguramente orgullosa ; para

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él se presentaba la vida sonriente, llena de grandes esperanzas y de grandes ensueños.

Sonreía, triunfando del dolor y despreciando la irónica caricia de la muerte que rozaba su corazón, cuyos latidos se debilitaban.

Cuando los médicos trataban de darle con-fianza con esa falsa certidumbre que ninguna con-vicción puede hacer elocuente, tenía una mirada resignada, una expresión de suave escepticismo que parecía querer decir : Ya sé que hacen us-tedes lo posible para calmar mis temores, pero es perfectamente inútil, porque siento que avanza la agonía y el soplo se me va.

Se contentaba con contestar, para mejor expre-sar su agradecimiento por la solicitud llena de emoción con que querían endulzarle sus últimos instantes :

— Sí, espero curar pronto, puesto que ustedes me lo aseguran.

Pero por su parte sólo era una heroica mentira, un modo especial de agradecer, una manera deli-cada de afirmar una ilusión, que ya no acariciaba, para tranquilizar a los demás.

Cuando todo estuvo en calma en la sala, vertió su alma en el corazón de la enfermera que velaba a su cabecera. Entonces le confió sus últimas vo-luntades, las supremas recomendaciones de los que quieren arrancar al olvido del sepulcro el recuerdo que más tarde constituirá el supremo tesoro de los seres queridos.

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1 Su madre! hablaba de ella a la enfermera sen-tada junto a él con dulzura, adivinando que la que lo velaba se interesaba en su desgracia como una madre.

— ¡ Escríbale usted después de mi muerte y cuando mi ciudad invadida se vea libre!

Porque esta pena terrible se añadía a la tristeza de la muerte.

Los vándalos ocupaban su tierra desde hacía cinco meses, y tendrían que transcurrir semanas enteras antes que su madre y su novia pudieran llorar su muerte con toda libertad, como se llora detenidamente en las tumbas de seres queridos.

Nunca he oído cosa más emocionante ni más consoladora que las últimas recomendaciones de este joven mártir de la guerra, que moría obscu-ramente a nuestra vista.

Otros, que se cuentan por millares, han muerto como él, tan valientes, tan sublimemente heroicos en su sacrificio romo este soldadito cuya muerte ha despertado en nosotros nuevas emociones ; pero para nosotros resumía en la sonrisa que iluminaba su semblante en sus últimos momentos toda la energía, todo el séreno valor de nuestros soldados, caídos para formar una barrera infranqueable con-tra el invasor y contra la cual se desgasta y se estrella.

Nos hablaba de su fe llena de confianza, de sus esperanzas en la otra vida.

Sobrehumanos pensamientos acudían a sus la-

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bios de las profundidades de su alma y se expla-yaban en espléndida floración.

— Moriré por Francia, y nuestras vidas, ofre-cidas en sacrificio, le devolverán su juventud y su gloria.

Luego brotaba de su alma enternecida el recuer-do de su novia, como una llama cuyos pálidos re-flejos se iluminan.

— Ahí la tengo, en mi cartera ; se la regalo, señora ; consérvela usted, y si algún día puede usted escribirle, dígale que he muerto como cris-tiano.

Era la triste historia de jóvenes amores segados en flor, siempre la misma y siempre tan conmo-vedora.

Sólo al oir esta voz moribunda evocar el pen-samiento de su arpada ; sólo al pensar lo que para ella sería el anuncio de sus sueños rotos, nos opri-mía la garganta una angustia dolorosa. Él no lloraba ; parecía saborear con deleite el amargo sabor de la prueba. El pliegue voluntario de sus labios decía suficientemente el esfuerzo realizado, el esfuerzo triunfante del pesado deber cumplido hasta el fin.

Pero bajo aquellos párpados, replegados sobre su sueño doloroso, se extendía toda una visión. El horizonte de la tierra doblemente amada — por el hogar de la familia y por el otro que no debía ya crearse, — el horizonte lejano se aproximaba, se iluminaba con los tristes rayos de un sol po-niente.

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Una joven se asoma a la ventana y mira a los prusianos que desfilan, los que matan a los sol-dados de Francia, a los padres y a los novios. ¿Dónde está el suyo? ¿Dónde lo va a seguir ni siquiera con el pensamiento, en este inmenso fren-te de batalla en que millares de hombres caen cada día? ¿Vive, está prisionero o yace en la fosa común donde nadie podrá ya reconocerlo?

Y la joven mira, vuelve a mirar a los asesinos, saqueadores de pacíficas moradas, que rematan a los heridos y disparan contra las ambulancias : «¿ Dónde está y podré siquiera descubrir su cuer-po para llorar sobre una verdadera tumba?»

Y probablemente este es el dolor experimen-tado en sueños que le despierta de su pesadilla. Sus ojos abiertos descansan en la blusa blanca de la enfermera, sellada con la cruz sangrienta.

No se ha alejado de su cabecera. Su solicitud permanece junto al sufrimiento del desconocido que ha merecido el cariño de su compasión mater-nal. El enfermo reconoce en ella la consoladora de los amargos trances y de las crueles incerti-dumbres.

— Dígame usted, señora, puesto que voy a mo-rir, ¿ conservarán mi cuerpo para entregárselo des-pués de la guerra ?

Y al darle seguridad de ello, todavía sonríe. Su alma de soldado se concentra de nuevo en el mayor y más imperioso de sus amores.

— ¿ Tiene usted noticias de la guerra ? Dígame

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si seguimos progresando. ¿Verdad que pronto alcanzaremos la gran victoria ? ¡ Es cosa tan her-mosa y tan grande batirse por Francia!

Un momento de silencio; luego las palabras del testamento expresando la más honda ternura que conmueve un corazón en este mundo :

— Consuele usted a mamá ; dígale usted que salgo de este mundo con la alegría de haber sido útil y valiente hasta el fin ; ahora haga usted que llamen al capellán.

Una hora más tarde, en la sala silenciosa, en medio de los heridos respetuosos, casi todos reco-gidos y conmovidos, aquel en quien el hospital entero pensaba con tristeza, puesto que iba a mo-rir, recibía con las manos juntas la divina consola-ción de la Eucaristía.

Sólo se trataba de un soldado, un ser obscuro, una de las innumerables víctimas de la sangrienta hecatombe, el herido de Beausejour, ayer descono-cido, mañana olvidado, y, sin embargo, al verlo de-safiar a la muerte tan valientemente, con una son-risa, permanecer hasta el fin el soldado que observa hasta escrupulosamente las órdenes de la fe, como observó las de la patria ; al verle recoger las úl-timas fuerzas de su vida para saludar al Maestro, presenciaron todos una soberana lección de valor y un ejemplo reconfortante.

Otros habían muerto en medio de nosotros víc-timas del mismo mal, de heridas no menos crue-les, sacrificados también por esta guerra tan fértil en sorpresas dolorosas y en intensas emociones.

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Habíanse oído después de una operación vana-mente intentada o en el síncope que aniquila al ser y le priva antes de morir de la impresión del espantoso vacío y del terror del último suspiro.

Este salía en plena vida, con los ojos fijos y serenos en el próximo desenlace. Veía el término de su existencia, y a los veintidós años nos daba el espectáculo de los bravos veteranos, avezados a la batalla, que desafiaban con mirada irónica la más terrible realidad que se ha dado al hombre contemplar aquí abajo.

Eran las cinco y había pasado yo largo rato a su cabecera.

Un ligero estertor entreabría sus pálidos labios, y sus párpados pesados se cerraban con los últimos rayos de un magnífico sol de primavera que pro-yectaba sobre su cama su luz cálida y viviente. Le hablaba yo de cosas que no son de la tierra y sentía que penetraban mis palabras hasta lo hondo de su alma.

— Sí, rece usted por mí mañana, por mí, muer-to o vivo... es todo lo que deseo.

Luego a la enfermera, que permanecía silen-ciosa al pie de la cama con la calma propia de las madres que sienten mejor que nosotros el dolor de la separación y conocen la manera ideal de sufrir por los demás y en unión con ellos :

— Señora, quédese usted junto a mi hasta el fin. Llegó la noche y aumentó la debilidad. En la

sala ni un grito, ni una conversación ruidosa, por-

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que los heridos, que también habían bordeado la muerte en las horas trágicas, comprendían su majestad, su tristeza y su sombría grandeza.

Diez o doce rodeaban su cáma y palpaban sus frías manos, santificadas con la extremaunción.

Una solemnidad impregnada de emoción, una serenidad sedante y consoladora presidían el fin de este soldado, que constituía para nosotros como la evocación de todos los sacrificios y de todos los muertos semejantes al que ensombrecen los días todos de esta guerra.

A l día siguiente por la mañana todavía lo encon-tramos vivo ; ni una conmoción en su cuerpo medio descompuesto ; la vida sólo permanecía allí por mandato de una voluntad superior a las potencias de destrucción.

Aun sonreía y hablaba. Cuando llegué me bus-caron sus ojos y me reconocieron.

— ¡ Ah ! — me dijo, — ¿ha rezado usted por mí hace poco ?

Sí, por él habíamos rezado todos los sacerdotes, recomendando a Dios esta vida expirante, impo-sible de restaurar.

A su lado, la que con ternura le había adoptado substituía a la madre ausente, la madre que des-conocería durante mucho tiempo todavía que su hijo había pagado como tantos otros el rescate de la gloria para su nación. La enfermera murmuró :

— Ofrezca usted su vida por Francia. Ilumináronse sus facciones, y realizando un es-

fuerzo pronunciaron, sus labios :

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— Sí, por Francia. Y murió apaciblemente, lejos de la música de

los cañones, en esta sala tranquila donde los he-ridos respetuosos pisaban sin ruido, para respetar los últimos momentos de este desconocido, en quien cada cual reconocía el semblante fraterno del com-pañero caído por la sublime causa, que ellos mis-mos habían heroicamente servido y defendido con peligro de sus vidas.

Lo trasladaron al depósito de los muertos y de allí inmediatamente al hospital militar para la autopsia y la inhumación.

Muchos ignoran su nombre ; para sus compañe-ros fué y siguió siendo el 127, el que llegó una tarde y murió cuarenta y ocho horas después. Su fin no ha tenido el homenaje triste y piadoso de tiernas lágrimas ; los soldados no suelen llorarse, y sus viriles sentimientos no suelen expresarse en demostraciones sensibles, pero el recuerdo de este huésped que se detuvo entre ellos para la última y dolorosa etapa ha sobrevivido y los ha conmo-vido con sincera compasión.

Dos días después encontré a seis de entre ellos, brazo en cabestrillo, cojos, todos heridos, que se-guían al menos inválido, que llevaba una pesada corona.

Estos valientes muchachos habían recogido treinta pesetas para ofrecer al compañero caído este homenaje conmovedor de su recuerdo fiel.

Iban a depositarla en el ataúd para adornar su

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tumba, para que la cruz de madera que señalara su tumba floreciera y se alegrara con este símbolo de amor.

Me crucé con ellos al salir del parque. — Vamos a acompañar al compañero — me dijo

uno de ellos. Otro añadió simplemente : — Tenemos que querernos unos a otros. El más joven observó melancólicamente : — Hoy a él y mañana quizá a nosotros. Un día del porvenir la mamá y la novia cono-

cerán su muerte y las ternuras que la han acompa-ñado. Les dirán que el ataúd del ser querido fué llevado y rodeado por los valientes infantes.

Entonces seguramente iluminará su pena in-mensa una alegría, uno de esos pensamientos lu-minosos que derraman un rayo de luz sobre la sombra de las tristezas que nunca acaban :

— Lo ha bendecido un sacerdote ; le .han que-rido sus amigos ; una madre le ha consolado.

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XVII

La misa por el enemigo

No tengo noticias de Duroy escritas de su puño, lo que me hace suponer que su estado es grave, más grave de lo que me dicen sus cartas. Sin embargo, ninguna idea de desaparición se mezcla a mi inquietud. Él mismo tiene palabras mensa-jeras de seguridad que robustecen mi confianza y están dictadas por esa certidumbre de curar que poseen los enfermos.

Todavía bromea, y a través de sus líneas adivino la voluntad enérgica de vivir y de dominar al mal. También descubro en ellas con ternura la preocu-pación constante de cumplir la promesa que me hizo al despedirnos y separarnos. «Ya te mandaré noticias de allá», y continúa recogiendo para mis episodios reales en que el heroísmo rivaliza con la grandeza moral. Ahora se trata de un enfermero, convertido en secretario suyo, el que de su parte me dirige el extraño y conmovedor relato que le

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ha hecho un sacerdote herido y tratado en el mis-mo hospital.

Es en Argonne, en esta serie de bosques en que cada árbol está convertido en almena y ca35 mon-tículo de tierra en baluarte.

Allí como en todas partes, los curas soldados derrochan valentía y dan a sus compañeros, junta-mente con el ejemplo de una bravura nunca ago-tada, las energías de un apostolado que hace res-plandecer a Dios en el claro horizonte de la Patria victoriosa.

El abate, que está paralizado por una bala eñ la pierna izquierda, ha pasado meses enteros de esos en que pierde el hombre toda otra noción que no sea la de hacer frente al peligro y sobre todo la de servir en cuerpo y alma la causa que absorbe su vida y sólo capta las energías de su alma.

Un día fué a aprovisionar un puesto avanzado que se creía separado del regimiento por el fuego intenso que barría el camino de comunicación.

Este acto de audacia que realizó para uno solo de la compañía, sí, para uno sólo, uno de esos raros y ciegos sectarios que quedan en esta guerra, como quedan los árboles muertos entre la verdura de los bosques lozanos. Éste conservaba dentro de sí el odio al sacerdote, sembrado en su alma in-fantil por algún miserable esparcidor de malas hierbas, y cuando los demás rezaban o comulga-ban, aprovisionados de energía por el capellán que bajaba a la trinchera, él permanecía de pie y en-cendía su pipa a modo de incensario.

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Una mañana llega el teniente a la madriguera, tan triste que casi se le saltaban las lágrimas :

— Hijos míos, los cuatro hombres que coloqué ayer cerca de la choza del carbonero están separa-dos de nosotros por las marmitas que caen y por las balas de las ametralladoras que barren el sen-dero. Están admirables los chiquillos ; acabo de mirarlos desde este roble, se sostienen y los cuatro disparan contra los boches como si fueran una com-pañía ; pero si esto se prolonga, van a reventar de hambre, y ya sabéis que no se hace buena labor con el estómago vacío.

Míranse los peludos porque han comprendido la invitación que indirectamente se. les dirige a pres-tar un auxilio muy problemático, a exponerse a una muerte casi cierta.

Algunos se ponen a pensar : — Para una bandera, para tomar una trinchera,

por lo hermoso de ejecutar una orden, sí, lo haría uno ; pero para eso, para unos prójimos que expo-nen la pelleja un poco más que nosotros, pero al fin y al cabo como nosotros, allá ellos ; reventar hoy o mañana, total...

Y todos callan. El tragacuras se aventura, sin embargo, a ex-

poner una idea: — Prefiero que me hagan hincar el pico en un

asalto y morir defendiéndome si tengo que pasar al otro barrio.

Los demás encuentran la reflexión muy exacta y añaden :

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— Si estuviéramos en su lugar, nos apretaría-mos la cintura con la correa grande del saco y esperaríamos.

El abate nada dice, no sonríe como los compa-ñeros, pero no está tan triste como los que sienten muertes inútiles.

Pero una hermosa llama alumbra- sus ojos. Ha visto lo que los demás no han visto, y sentido lo que los demás no sienten : valientes que sufren y cuyo heroísmo puede prolongarse con un acto ex-traordinario.

— Teniente, ¿ si usted quiere que vea de lle-varles comida?...

Una descarga de metralla, que barre el claro del bosque y abate los árboles, da a estas palabras el sentido conmovedor del sacrificio que expresan.

El oficial alza la mano hacia el terraplén donde estallan las bombas, y su gesto dice cuanto no expresan los labios.

Los compañeros al primer anuncio de la ráfaga se han echado en la madriguera con la mochila a la espalda. El sacerdote ha permanecido de pie, son-riente, porque lo que acaba de ofrecer prueba que la muerte, próxima o lejana, no es nada para él. Termina su frase con la serenidad absoluta, de la que está ausente todo temor.

— Tienen derecho a vivir como nosotros, puesto que se baten y son nuestros hermanos en los pe-ligros.

Un murmullo de los soldados acoge estas pala-

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bras de bravura, y el abate interrumpe con esta explicación que parece una excusa por su iniciativa que pudiera Humillar a sus compañeros.

— Y o no tengo familia, así es que si caigo... Mira a aquel de entre ellos que siente menos

amor por sus hermanos porque tiene menos fe y menos esperanza ; lo mira y sus ojos le dicen calla-damente :

— Mis palabras no han tenido suficiente elo-cuencia para convencerte ; voy a intentarlo con los actos.

Media hora después salía con un saco lleno de pan y conservas para los cuatro incomunicados ; viandas y cartuchos, porque en aquellos hombres sacrificados, el valor desde hace un día quizá hace olvidar el hambre.

Se ha arrastrado por la hierba, agobiado por la pesada carga ; ha sentido cien veces que el hálito de la muerte le acariciaba el rostro, y allá ha subs-tituido a un compañero que tenía el pecho hundido y que le ha dicho al verle :

— ¡ A h ! ya sabía que mL medalla me traería buena suerte; confiésame, compañero, y prepá-rame para la última parada.

Bajo la lluvia, en el horroroso infierno de las granadas que levantan la tierra en su derredor, ha ocupado el lugar del cuarto hombre, y los demás, valientes, enardecidos con nuevo valor, han vuelto, junto a él, 3, matar a los sirvientes de la batería alemana.

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Y al llegar la noche los hombres de la trinchera vieron aproximarse a ellos cuatro sombras que deslizaban por el estrecho corredor el cadáver del compañero que había dado el último suspiro con la absolución del sacerdote, que había acudido para llevarle algo más que pan : el perdón tan deseado en el momento de la suprema partida.

Y cuando hubieron tomado su puesto, en el re-fugio obscuro, sintió el abate que una mano se posaba sobre su hombro y un rostro se acercaba al suyo, y oyó una voz que adivinó aun antes de haberla reconocido.

— He comprendido la lección, compañero, y ma-ñana, si aun estamos aquí, quiero que me hagas cristiano.

¡ Mañana! Tres horas más tarde el incrédulo, derribado por un casco de granada que le había roto la columna vertebral, moría bendiciendo a Dios y al sacerdote que había conquistado su co-razón mostrándole de lo que es capaz el valor hu-mano divinizado por la fe. Moría llevando en la mirada la llama de esperanza que ilumina las muertes heroicas, reflejo de la visión feliz con que se alegran en la otra vida los gloriosos mártires de las santas causas.

Este es el sacerdote que ha venido a curarse de su herida en el hospital en que Duroy sigue cu-rando la suya con una paciencia siempre igual. Como mi valiente amigo, este bravo ha desafiado la muerte cien veces, con soberbia gallardía.

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Como él y con buscarla se hace la reputación de un héroe en quien hermanan, en magnífico enlace, la robusta virtud cristiana y la nobleza de la bra-vura francesa. Ambos han tomado por lema el inscrito en su alma, estas gallardas palabras, que en otro tiempo hacía inscribir Duroy en la bandera de la juventud católica : «Siempre combatidos, a veces batidos, nunca abatidos.»

He aquí que el azar de la guerra, y especial-mente la Providencia, han hecho que se encuen-tren, para fraternizar en el compartido deseo de sacrificio y de gloria, estos dos maravillosos sacer-dotes de proezas heroicas. Y Duroy, al escuchar estos relatos, ha pensado que merecían sobrevivir en las memorias y contribuir y acrecentar y en-dulzar el legítimo orgullo de los católicos para la falanje indomable que forman los sacerdotes cris-tianos en esta formidable guerra.

El abate Marny — tal es su nombre — era sar-gento en un regimiento de línea, hoy es segundo teniente, pero este es un detalle, según él declara, que nada tiene que ver con su historia.

Su sección está en las avanzadas y vigila la ori-lla izquierda del río que la separa del enemigo. Es noche cerrada, en la que se destaca la línea más clara del agua rápida que refleja la escasa luz di-fusa de los campos cercanos. En silencio se ob-servan unos a otros y se acechan. Los ojos tur-bados por el espejismo de la sombra, se fijan en el terraplén y en los árboles que parecen moverse.

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Frente a ellos está la muerte con lo imprevisto de sus misterios. En todas las matas de enfrente, fusiles invisibles apuntan a los pechos, y la an-gustia de esa incertidumbre es siniestra y cruel, así como la espectación enervante de las balas que van a penetrar, a romper, sin que sea posible pre-ver de qué rincón de las malezas van a surgir.

Se está a la expectativa y sabe cada cual que el momento es trágico. En el aire sereno flota una atmósfera dolorosa.

Nuestros soldados, a quienes nada impresiona más que estas vigilias en la obscuridad, refunfu-ñan en voz baja y aprietan nerviosamente las car-tucheras cuyo peso les anima.

— ¡ A h ! ¡ si pudiéramos saber lo que pasa del otro lado!

Detrás de ellos, a tres kilómetros, los 75 apun-tan sus cañones, dispuestos a desencadenar un terrible huracán de metralla mortífera.

En las almas, a pesar de todo, reina la confian-za, y cuando canten su salvaje canción de ruina, sentirán nuestros soldados la protección de estos grandes amigos de entrañas de bronce. Entonces será la batalla, el ímpetu que impulsa al hombre a la defensa, la tensión de todas las energías en el esfuerzo; será la verdadera guerra francesa; el precipitarse a la carnicería necesaria, el mo-vimiento, la acción en la que todo está vibrante y arroja al combate el total de sus fuerzas centupli-cadas.

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Un solo ensueño en todos los cerebros : comba-tir, correr, herir, deshacer. Pero, por el momento, la orden consiste en esperar, los pies en el fango, en estar alerta, en dominar a los nervios que se agitan y al valor que protesta.

Pasa una hora y sigue el mismo silencio. Ape-nas si los oídos, acostumbrados hace tantas sema-nas al más imperceptible ruido, pueden distinguir con la vaguedad de un murmullo el trabajo subte-rráneo, la obra artera que realizan los alemanes en los profundos repliégués de nuestra tierra, dé nuestra Francia.

¿Qué hacen y qué, siniestra la voz, préparan estas fieras infatigables en sus cubiles? ¿Qué sor-presa preparan al enemigo que se aprieta y cuyo empuje quieren deshacer a todo trance ?

Hay que saberlo, descubrir la treta, averiguar la hipócrita maniobra que puede costar la vida al regimiento. Hay que ver la faena tenebrosa y des-cubrir el misterio. Pero ¿cómo?, y el capitán se pregunta quién será el que pueda salvar la mortí-fera línea, la banda de tierra y la barrera movediza tan peligrosa del río, cuyas aguas rápidas baten la orilla cercana.

El abate Marny se acerca a él y se entabla este diálogo heroico entre el sargento y su jefe :

— Mi capitán, ¿necesita usted un hombre? — Sí, pero un hombre que valga por dos y aun

por diez. El sacerdote permanece modesto en su deseo de

demostrar nueva bravura :

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— Si usted cree que yo... El oficial está emocionado, pero comprende, con

el temor de los que saben lo que vale la vida, que un acto tan generoso no se acepta como un ofre-cimiento ordinario.

— Pero, pobre amigo mío, es una misión extre-madamente peligrosa.

— Me gusta el peligro. — Hay que atravesar el río. — Sé nadar. — Se necesita una prudencia y una paciencia a

toda prueba. — Ya sabré esperar. Entonces adivina el jefe que ha encontrado a su

hombre, al que vale por dos y por diez. — Tiene usted grandes probabilidades de no

volver. Transcurren algunos segundos, durante los cua-

les busca el capitán en los ojos del sargento esa decisión que impide toda vacilación.

— Entonces, puede usted marchar, señor cura, y a la mano de Dios.

Su aventura fué la de todos los héroes que rea-lizan, sencillamente, ingenuamente, actos subli-mes. Pasó el terraplén, atravesó el río a pesar de la corriente mortal, recorrió el terreno enemigo hasta el terraplén de sus trincheras, pero entonces en aquel momento da comienzo lo trágico de la historia y el drama angustioso cuyas emocionantes impresiones y cuyo horror apuró el alma del sacer-dote.

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A diez pasos delante de él está el centinela ene-migo mirando a la orilla francesa el enemigo nada ha visto ni oído. Cincuenta metros más atrás un ligero susurro revela el trabajo que se prepara : los terraplenes levantándose rápidamente para en-cubrir ametralladoras ; Marny lo ha fijado todo en su espíritu. Puede volver atrás, llegar a la línea francesa, desde donde podrá telefonear a la batería de artillería, que podrá arrojar su metralla contra el nuevo reducto, aniquilar la defensa, permitir a nuestros soldados avanzar medio kilómetro ; un acontecimiento enorme, una victoria de que den-tro de dos días toda Francia podrá alegrarse y triunfar.

Esa es la misión cumplida y la tarea terminada, pero este hombre que está ahí y que acecha no ha visto nada ni oído, pero sí ve y oye... Una rama muerta que cruja, una piedra que ruede, una ma-leza que se agite, y está dada la alarma, la tropa en armas, es descubierto, la misión fracasada, el her-moso esfuerzo inutilizado.

Encogido en la sombra, clavado en el suelo, piensa en estas cosas. ¡ Es tan horrible matar en la calma del campo sereno, matar fríamente a este hombre inadvertido y que también cumple el pe-noso deber de la guerra !

Sin duda se trata del derecho y de la justicia. Además, no tienen semejantes escrúpulos los bár* baros que degüellan a los seres indefensos, y, por último, dos enemigos que se encuentran donde la

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patria pide que la defiendan, deben fatalmente precipitarse el uno contra el otro y procurar des-truirse. Peor para el menos previsor o que está peor armado ; se trata de legítima defensa y de la suerte terrible, pero inevitable, de la guerra.

Lo que le impresiona y le turba no es matar, puesto que tantas veces ha disparado desde su trin-chera, en los encuentros y en los asaltos ; pero es matar al hombre que está delante de él y que a su modo disfruta de las dulzuras de esta hora tran-quila y de la alegría de vivir.

Sin embargo, en este momento la palabra no la tiene ni el corazón ni la compasión, sino Francia que implora, reclama y manda ; también la voz de la grande y soberana fraternidad que ordena : «Hiere a los que quieren herirnos.» Sus hermanos de allá esperan la salvación de que es portador, el informe que les permita conquistar un poco más de terreno suyo que los otros han profanado y violado. Hay que ser algo más que hombre : sol-dado, el fusil que dispara y la bala que mata.

Y hasta la mano que estrangula, si es preciso llegar a ese extremo, para que el vigilante noc-turno no vuelva a hablar y quede imposibilitado de hacer daño para siempre.

Por eso el abate Marny se acerca más al hombre impasible, que no oye los pasos del merodeador audaz que calladamente le trae la muerte.

Un salto en la hierba, dos manos que aprietan la garganta del centinela alemán, huesos que cru-

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jen, un grito ahogado, el cadáver tendido en la hierba, y luego, para que este testigo no vuelva nunca a levantarse, una bayoneta que le atraviesa el pecho y le parte el corazón.

Todo está terminado. Sus manos han derra-mado fríamente la sangre de un hombre, pero en su alma resuena la voz de la conciencia ufana del soldado que ha salvado a su compañía* porque me-dia hora más tarde destrozaban nuestros cañones las cuevas de los bandidos, abrían el camino al empuje de nuestros infantes, que escribieron aque-lla noche, con la aguda punta de sus «tenedores», una página gloriosa e inmortal. Habíamos con-quistado un punto estratégico, rechazado las hor-das invasoras, librando un rincón de nuestro suelo y proclamado una vez más que el ejército francés no sabe retroceder.

Tal es el relato que el abate Marny ha hecho a Duroy, que lo ha oído con lágrimas en los ojos, sin pensar en su terrible herida, cuyo vivo dolor se agudiza y le atormenta casi sin tregua. Se le ha olvidado sufrir durante una hora, o más bien, la hermosa hazaña de su nuevo amigo acalla en él las quejas violentas del mal.

Gracias a su delicada previsión me ha sido po-sible contar este nuevo hecho con que se ilustrarán nuestros anales.

Pero este heroico episodio ha tenido su epílogo, y él es el que ha querido recalcar su extraña gran-deza. A l final de la carta a mí dirigida, ha aña-dido de su puño y letra esto :

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«Ayer, a pesar de su pierna mala, se ha levan-tado Marny a las siete y le he visto arrastrarse fuera de la sala. Le he preguntado acerca del motivo de esta salida que constituye una impru-dencia y me ha contestado sencillamente : «Voy a rezar».

»A1 volver estaba alegre, con esa alegría pro-funda que no impide al rostro expresar el dolor físico; sufría, pero era feliz. Es un estado de alma que hace mucho tiempo que conozco; hay placeres que los proyectiles teutones, aun los que matan, no podrán destruir en nosotros.

»E1 abate se ha sentado junto a mi cama con la pierna extendida.

»— Querido, acabo de rezar por un difunto. »— ¿ Por uno solo ? »— Sí, por el que estrangulé en Argonne. No

es que su muerte me gravase la conciencia, pues yo era soldado y él el enemigo ; lo he matado por-que era mi deber ; pero cuando mis maños le apre-taban la garganta, experimenté, a pesar del deber, el horror de despachar tan brutalmente a un alma a la otra vida, y he pedido a Dios por él el perdón de sus culpas y el cielo donde los hombres ya ni se detestan ni se maldicen. Esta mañana he ido a cumplir mi promesa : ya tiene su misa el pobre y ahora estoy satisfecho : he pagado mi deuda.

» Marny sonreía ; sentía ligero el corazón, y yo, mirándole, no sabía que debía admirar más en él : su valentía de soldado o su virtud sacerdotal, que

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aun en las horas en que la venganza arrastra im-periosamente nuestras almas, aun sabía, con la gracia de los caballeros de antaño, rezar la víctima por sus propios verdugos.»

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XVÍII

Os traigo a Dios

En el convoy de heridos que acababa de llegar aqnel día, venía un joven ayudante de sanidad que desde luego llamó particularmente nuestra aten-ción y despertó naturales simpatías. Llegaba de las ambulancias del frente, y en rápida conversa-ción, al bajar del tren, nos enteró de que durante algunos días sú compañía sanitaria había: estado prisionera de los alemanes.

Al día siguiente no le faltaron visitas. Estaba alegre a pesar de su herida — una bala que le había atravesado la pantorrilla, — lleno de buen humor, con un valor robustecido por cuatro meses de guerra. Mejor que cualquier otro herido, podía él, que había presenciado los acontecimientos des-de más alto, comunicarnos con precisión esas no-ticias que todo francés, en estos momentos trá-gicos, desea con avidez. Había ocupado su vida en las santas tareas del servicio sanitario, pasado

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días y noches en las trincheras organizando servi-cios de urgencia, y visto la guerra con sus horrores espantosos y sublimes.

Muchas veces en el decurso de esta campaña, que pensaba continuar después de curada su he-rida, había penetrado este joven doctor en lo hondo del alma militar y descubierto los bellos senti-mientos que florecen en el corazón de nuestros heroicos peludos, tan pacientes con magnífica se-renidad.

Y al escucharlo, sentíamos qué instructivo es oir de boca de los mismos testigos, las proezas de nuestros defensores, para mantener siempre viva esa admiración que en las prolongadas esperas aca-ban por debilitarse en aquellos que no viven en medio de la guerra.

A menudo, en el curso de la conversación nos describía las ocupaciones trágicas y penosas del servicio de sanidad en el frente, la tarea de sacri-ficio y de heroico trabajo realizada por médicos y camilleros, expuestos al fuego con los comba-tientes. Precisaba en nuestro espíritu la misión de los sacerdotes que ha visto realizando su obra de heroísmo, y los relatos de este testigo eran un homenaje más preciso, más autorizado a favor de nuestros alejados hermanos, tan soberbios en su gallarda abnegación y en la soberana grandeza de su apostolado.

Entre tantos recuerdos uno se me ha quedado grabado con más vividos colores por la emocio-

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nante valentía que evoca y la hermosa gallardía, gala que le dispensa puesto reservado en la inter-minable lista de los hermosos actos realizados.

Era un domingo, en una trinchera del Norte. Desde hacía quince días se encharcaban nuestros soldados en el agua fangosa, clavados en el suelo por las órdenes rigurosas, condenados a esa inmo-vilidad peor cien veces que el andar en el peligro, que el empuje hacia la muerte segura, pero desa-fiada en plena luz.

— Cada mañana — me decía el joven médico, — cuando bajaba al fondo de esas cuevas para mi visita diaria, habiendo arrostrado yo también el fuego de los fusiles alemanes, que apuntaban desde enfrente, perdía la noción del peligro para apiadarme de estos hombres enterrados en vida ; la emoción del peligro que acababa de correrse se anegaba en la piedad que me oprimía el alma. ¡ A h ! ¡ la triste tarea a que nos condenan esos villanos asquerosos, esos soldados de las sombras, para quienes la luz es tan insoportable como para las aves nocturnas!

A nosotros nos gustan las luchas leales, vernos frente a frente con el adversario; las hermosas cargas épicas, en pleno sol, que enardece la valen-tía del soldado francés, aun cuando sucumba y aun cuando muera ; y ahora, obligados a arrastrarnos, a echarnos de bruces y a andar con amaños, como los zorros, para despistar al enemigo ; de echarnos en nuestro suelo para defenderlo y protegerlo con

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nuestros pechos, con nuestros miembros, con todo nuestro cuerpo para preservar de la violación cada mota de terreno.

¡ Qué hermoso estaba el joven doctor cuando nos describía las manifestaciones curiosas del nue-vo heroísmo guerrero : guerra de topos ! ¡ Ah ! ¡ qué pronto desaparecía su desprecio por la lucha obscura bajo el entusiasmo que despertaba en la hermosa, extraña, magnífica paciencia de nuestros indomables peludos, que aceptan la humillada exis-tencia de las trincheras para preparar una victoria que asombrará al mundo!

Y reía con toda su alma, orgulloso de pronto de las fabulosas proezas de que había sido testigo. Todo el brillo de la gloria francesa iluminaba su rostro cuando nos refería esta historia en que se codean lo sublime y lo pintoresco y la chanza ale-gre con la grandeza de levantados pensamientos.

— Aquel domingo bajaba del sombrío horizonte una tristeza que abatía y nos ensombrecía el alma. Hacía frío, y el cielo gris y helado parecía blin-darnos el corazón y hacerlo impenetrable a los alegres pensamientos. No podíamos ya reir, por-que demasiados muertos descansaban junto a nos-otros, demasiados compañeros segados en un ata-que sangriento que habíamos rechazado, pero a costa de qué sacrificios!

Fué preciso enterrarlos en el terraplén, y nues-tros pechos, al disparar, se apoyaban en su tumba con fúnebre contacto.

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Hablaban demasiado alto nuestros pobres des-aparecidos en aquella lúgubre mañana, y nosotros, como para escucharlos, guardábamos ese involun-tario silencio que el duelo extraordinario impone y hace fúnebre como un sudario.

¡ Domingo! y nada para animarnos, para levan-tarnos por encima de la ensangrentada tierra ; nadie para despertar en nosotros el eco de las gran-des esperanzas que estimulan el valor abatido y hacen sonriente la resignación.

Los oficiales se miraban y se preguntaban con muda interrogación : «¿ Qué hacer para sacarlos de este marasmo que deprime más aún que la lluvia de bombas ?»

De pronto un saludo alegre, lanzado por una voz fuerte y llena de contento, hizo volver todas las cabezas hácia él terraplén de atrás.

Un soldado exclamó : — ¡ Caramba! ¡ le van a agujerear la piel! Algunos brazos se tendieron en la dirección del

recién llegado visitador temerario, que arrostraba la muerte, brazos suplicantes que con sus gestos traducían el inmenso peligro a que se exponía este viajero de la zona mortal.

Él, de pie, sirviendo de blanco a los fusiles ale-manes, nos miraba con hermosa sonrisa de amigo ; luego llegaron hasta nuestro sombrío agujero estas magníficas palabras : , — Buenos días, muchachos ; buenos días, hijos míos ; os traigo a Dios.

16

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Tenía los brazos cruzados delante del pecho y la lluvia de balas hacía flotar los pliegues de su sotana como un viento impetuoso.

Y estaba tan esbelto este capellán portador de la EUCARISTÍA, que el temor de verlo caído desapa-recía de nosotros ante la admiración profunda que nos inspiraba.

Bajó lentamente hacia nosotros. Una serenidad espléndida se transparentaba en su semblante. En aquel momento nos traía lo que no pueden dar los hombres : la presencia de Cristo y la consolación de su protección todopoderosa. Por eso cuando hubo puesto el pie en el fondo de la trinchera, todos, incluso los que se creían incrédulos, se pos-traron de hinojos ante Dios que venía por su inter-medio a visitarnos a nosotros abandonados; pero la mayoría se había arrodillado porque un rayo de la divina presencia había herido sus almas y había hecho brotar la llama de la fe, oculta hacía mucho tiempo.

El sacerdote se encaminó silenciosamente hacia una pequeña mesa, fabricada con groseras plan-chas. Extendió un corporal, depositó el santo copón en los blancos pliegues y se volvió hacia nosotros.

— Amigos míos, os traigo la sagrada Comunión porque me la han pedido algunos de vosotros. Es el Maestro el que viene a visitaros, el Jefe inven-cible, el que ama a Francia, protege a sus soldados y otorga la victoria.

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Es la salvaguardia y la vida tan poderosa, que la muerte, rozando cien veces mi cuerpo, conver-tido en custodia suya ; la muerte que ruge, siega y degüella, ni siquiera lo ha arañado. Venid, amigos míos, a saludar al Dios bueno, al Dios de la Patria que va a santificar vuestros negros agu-jeros y convertirlos, si morís, en tumbas de resu-rrección y de gloría.

Se volvió hacia el Santísimo Sacramento, y apo-yando las manos en el altar de la trinchera, lo adoró en silencio. Todos detrás de él se habían postrado; sólo permanecía inmóvil el soldado de guardia en el terraplén, pero su actitud gallarda, su mano apretando crispada el acero, decían con elocuencia que también él presentaba armas y veneraba la presencia de Cristo, que había bajado a la obscuridad para bendecirlos y reanimar sus corazones, víctimas de la angustia. Diez personas, oficiales y de tropa, recibieron la sagrada Comu-nión en esta nueva catacumba ; junto a ellos los demás pensaban en cosas divinas y rezaban. Por encima de ellos sin tregua resonaba el toque de muertos, el estruendo de nuestra gruesa artillería y las carcajadas de los 75 con alma de galos.

Y el capellán, volviéndose de nuevo, lanzó estas palabras, que devolvieron la confianza alegre y la esperanza poco antes desfallecida :

— Las campanas de la guerra tocan a bendición. Entonces levantó el copón, y la gran señal de

la cruz trazada en la sombra parecía arrancar

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rayos de luz a la obscura gruta, y las facciones de los combatientes se vieron transformadas.

Algunos sonreían ; otros dejaban resplandecer en el rostro la serena alegría que llenaba súbita-mente sus almas y cuyas claridades se manifes-taban visiblemente. La melancolía de poco antes y las tristes ideas se habían derretido, fundidas en el foco de bravura que la sagrada Hostia aca-baba de encender en las almas generosas.

El canto incesante de la lucha, que un momento antes derramaba por encima de ellos la triste idea de una muerte sin brillo, entonaba ahora la mar-cha enardecedora del valor engendrador de la victoria.

— i Ahora pueden venir ! — exclamó un soldado del Mediodía.

La palabra no provocó ni una sonrisa, porque expresaba el sentimiento de todos y proclamaba la fuerza imperiosa del valor recobrado; parecía con su nota de confianza proseguir la oración y ter-minarla en acción de gracias.

Otro se levantó tendiendo los brazos hacia la luz :

— Cuándo nos encontraremos con los boches !... No terminó la frase. Un grito del centinela hizo

levantar las cabezas, los cuerpos, los fusiles, en un formidable impulso de resistencia :

— ¡ Aquí están !... En el terraplén el crepitar de las ametralladoras

hería el aire y lanzaba al viento la nota ardiente

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y presurosa de la guerra sin cuartel. Fué una carrera desenfrenada hacia la trinchera, pero sin desorden ni desconcierto. Cada uno trepaba por el muro de tierra y ocupaba su puesto en el com-bate, con la calma desconcertante que es una de las primeras virtudes guerreras, y todos al pasar recibían la bendición del sacerdote, que alzaba en-cima de ellos el copón y lanzaba las palabras que en aquella carrera a la muerte dan confianza a los creyentes y enardecen a los mártires :

— BENEDICTIO D E I OMNIPOTENTIS...

Luego, cuando hubo saltado fuera el último de los combatientes, el sacerdote colocó el Santísimo Sacramento en la mesa, y solo en medio de la tormenta, aguardó rezando el fin del combate.

Por encima de su cabeza se desencadenaba el rayo. La pelea horrible le transmitía los ecos de la matanza. Las balas, al dar en las paredes de la trinchera, levantaban en derredor de la Hostia una lluvia de tierra, de agua, de sangre.

El sacerdote imploraba al Altísimo : — ¡ Dios mío! habéis prometido la victoria a

los que luchan por la justicia contra la iniquidad. Dad a sus armas el poder soberano y recibid en vuestro paraíso a los que ahora caen y mueren por la causa del Derecho eterno y de la santa libertad violada.

Aquello duró treinta minutos. Poco a poco los disparos de metralla se fueron alejando; los tiros de fusil, distanciándose, fueron cesando; oyéronse

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voces cerca de las trincheras, un murmullo confuso en que las palabras de los que habían salido ilesos se mezclaban a los gemidos de los heridos.

El primero apareció un sargento : — ¡ Señor cura, les hemos dado una paliza mo-

numental ! Miró el sacerdote más alto y vio los cuerpos

ensangrentados que traían. Corrió hacia ellos para auxiliar a las almas que

estaban prontas a abandonar los cuerpos mori-bundos, pero el sargento le detuvo :

— ¡ No, aquí no ; es demasiado peligroso! Bajaron a los moribundos, a las víctimas, a la

juventud poco ha llena de vida, ahora terrible-mente segada en su empuje; miembros rotos, bocas sangrientas, pechos abiertos...

Y en medio de esta horrible exposición de cuer-pos despedazados brillaba aún el copón, el Dios del Calvario permanecía para aceptar la ofrenda voluntaria de los sacrificios expiatorios.

Y se vio en esta trinchera un espectáculo inau-dito y de sobrehumana belleza :

Heridos que con la cabeza caída y velada la vista levantaron de pronto los párpados y dirigieron la mirada hacia el Santísimo Sacramento.

Moribundos que recogían sus últimas fuerzas para saludar, al dar el último suspiro, al Maestro que había exaltado su valor y quería iluminar su agonía con la aurora ideal de una suprema victoria.

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XVII

La bendición suprema

«Querido amigo : Acabo de ser trasladado al Hospital de R..., lejos del frente, fuera de la zona de peligro, en una pequeña ciudad cuyo paisaje y cuyos campanarios no podré conocer antes de mu-cho tiempo. Mi herida, qué parecía mejorar, ha empeorado y se muestra intratable. Ya conoces, puesto que las has cuidado, las fracturas de la cadera ; los médicos no las manejan con la misma facilidad que los brazos y piernas. Los miembros infeccionados pueden extirparse en último termi-no ; queda uno incompleto, pero puede vivir a pesar de todo. En cuanto a mí ya es cosa distinta. Sufro desde luego, pero más que por el dolor, por la inacción, la impotencia y los deseos irrealizables, y por primera vez la soledad produce en derredor mío un vacío inmenso que me causa vértigos y no lo llenaré con la alegría que me produzca la me-dalla militar.

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»En mis largos días y en mis noches de insom-nio aun me queda la suprema alegría, imperece-dera, del deber cumplido, del ejemplo de resigna-ción que puedo dar. Me esfuerzo también por parecer sacerdote de un modo ostensible y hacer irradiar en mi dolor la grandeza del sacerdocio.

Y además : ¡ no ! he mentido antes al decirte que estaba desalentado; los desalentados son los des-graciados, y yo no puedo serlo. Siento reflejarse en mi alma el heroísmo de todos mis hermanos, el rayo de belleza que brota de todos sus actos, aunque obscuros ; oigo surgir del frente de batalla el concierto de admiración que proclama la magní-fica abnegación, el valor, la gallarda bravura de los veinte mil sacerdotes ocupados en reconfortar a las almas al combatir por la futura grandeza de Francia inmortal.

»Y entre mis compañeros de sacrificio en de-rredor mío, recojo los testimonios de agradecimien-to que de sus almas se dirigen a los sacerdotes que los han socorrido: «Nuestro teniente, un cura, nos ha hecho comulgar. Un sargento me ha dado la absolución. Sin la misa que nos ha dicho el capellán me parece que me hubiera ido al otro barrio. El cabo nos ha hecho rezar el Rosario antes del asalto.»

»Siempre ellos, mis grandes amigos, delante para despertar la energía y reanimar el valor abatido.

»Cuando recibí el Viático, ayer mañana, toda la

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sala estaba silenciosa, y casi todos han hecho la señal de la cruz ; algunos rezaban. L a mayor parte volvían a ser en este momento los monagui-llos de la infancia, y la Hostia con que comulgaban les parecía dulce, hermosa, adorable como en-tonces.

»Cuando salió el sacerdote, mi vecino, un viejo, reservista tosco, que tiene tres balas en el vientre, me ha dirigido esta reflexión conmovedora en me-dio de su rudeza :

Entonces, sólo hay para usted... los demás no somos, sin embargo, unos perros.

» También este peludo de cuarenta años quería a Dios y estaba envidioso y molesto de . que hu-biera pasado junto a él sin detenerse.

»Adiós,, querido amigo ; tu pensamiento y el de aquellos a quienes amo endulza mis momentos tristes. Cuida con ternura a tus heridos. Sembrar en sus almas caridad sonriente es preparar una cosecha de fe. Nunca hemos sido más apóstoles que ahora, nunca mejores obreros del Evangelio.

»Como tú, en pie, como yo, tendido, el sacer^ dote en esta guerra domina al soldado como la religión domina a la patria. ¿No es verdad que la Providencia nos ha deparado días espléndidos? No creas en la tristeza de que te he hablado ; estoy alegre, estoy satisfecho de mi suerte, que me ha dado el conocimiento completo de la guerra en sus peligros y en sus dolores. Mucho más hermoso sería morir herido que acabar tontamente en la cama de fiebre o de neumonía.

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»Adiós, mi buen amigo. Escríbeme muy pron-to si puedes ; tengo serios motivos para desear que tu carta llegue en seguida.

»Tu antiguo amigo, » Duroy.»

Apenas había comprendido y sentido toda la emocionante angustia de esta carta, cuatro veces leída, cuando recibía un telegrama fulminante que disipaba las dudas y confirmaba mis temores :

aAbate Duroy, fallecido hospital i?...» Aquellos «serios motivos» que tenía para desear

mi pronta respuesta eran que mi pobre amigo se sentía morir al escribir estas últimas y caras líneas.

Las lágrimas acudieron de lo más íntimo de mi ser a mis ojos, fijos aún en el papel fatal; lágrimas dolorosas, valientes, sin embargo, y casi de en-vidia.

Su muerte no evocaba tan sólo en mi espíritu el triste fin de una vida hermosa, valiente y fecunda ; ni siquiera el amargo sentimiento que nos oprime ante las tumbas aun recientes : Un apóstol más que se va, una fuente de. energía cegada, una her-mosa luz que iluminaba el camino y que se apaga.

No. El pesar que me causaba la perdida de mi amigo muerto en la guerra desaparecía ante la total admiración que me inspiraba este héroe de treinta años. Había muerto según sus deseos, er la plenitud de su fuerza, en plena actividad, frente

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al enemigo, más qne soldado, sublime obrero de la caridad, casi mártir.

Francia le había dado el beso de gloria y acababa de pagarle su deuda. Pero una gloria mayor y más duradera surgía para él del suelo de las fron-teras, impregnado con su sangre. El sacerdote había visto realizarse su hermoso sueño, más glo-riosamente aún de lo que lo osaba esperar, porque para los héroes consiste la gracia suprema en ver que el cielo acepta totalmente su sacrificio y su inmolación voluntaria.

Entonces acudió a mi memoria el recuerdo de los primeros días de aquel encuentro en que ambos, todavía soldados, y en aquella ocasión para cum-plir el trágico deber, entablamos una conversación que traducía el pensamiento supremo de nuestras almas vibrantes.

Las palabras quedaron grabadas én mi espíritu ; yo las leía de nuevo, las oía, y su voz resonaba en mis oídos y me daba la impresión casi física de un testamento dictado por el que va a morir.

Le había preguntado : «¿ Cuándo nos volvere-mos a ver?» Él me había contestado sonriente : «¿Acaso nos volveremos a ver?»

Luego, con ese arranque de energía que libra a un alma de preocupaciones indignas de su valor; con el ardor sobre todo de las grandes almas que aspiran a entregarse sin cálculos ni restricciones, había añadido :

— Morir a mi edad, a los treinta; temo no me-recer semejante gracia.

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Su carrera se terminaba con la plena realización del caso ideal entrevisto; su agonía y su último suspiro habían sido el apetecido coronamiento de su existencia. Al rezar por él no sabía si debía salmodiar el De pro fundís o entonar el Magníficat.

Lamentaba el término de su vida y bendecía su muerte porque su sangre, mezclada con la de las demás víctimas, estaba destinada a la obra necesa-ria, a la expiación exigida por la Providencia y ya seguramente aceptada por el nuevo bautismo de Francia católica.

He solicitado de allá los detalles de su fin y el relato de sus últimos momentos.

Era por la mañana, en medio del tumulto que convierte a los hospitales en ruidosos y casi bu-llangueros al despertar.

Su vecino de cama, que había llegado a encari-ñarse con él, viéndole inmóvil le preguntó :

— ¿Duerme usted todavía, Duroy? — No — contestó ; intentó levantar su mano pá-

lida, que recayó inerte sobre la manta. Entonces entre aquellos pacientes, en medio del

dolor, cuando cada cual preocupado de su mal permanece casi indiferente a las penas ajenas, se produjo un movimiento de estupor.

Antes que él otros habían muerto a su vista sin provocar otra cosa que una de esas frases de sen-timientos triviales, una palabra de compasión vul-gar en el que se transparenta el temor jde una suerte semejante.

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Pero ante esta agonía del sacerdote por ellos querido, comprendiendo los heridos que represen-taba para cada uno la pérdida de un amigo y para todos un duelo, reinó en toda la sala un silencio imponente y magnífico.

Algunos se incorporaban penosamente en su le-cho de dolor, para verlo por última vez, para ha-blarle con una suprema mirada, para agradecerle y saludar en él al consolador de sus tristezas.

El médico de guardia, avisado por un enfer-mero, acudió junto a él, examinó el lugar de la herida, levantó la cabeza y tuvo un gesto que ex-presaba la impotencia del saber humano y reve-laba la triste verdad.

Una hemorragia repentina, con empuje fatal, había abierto la horrible herida, y un charco de sangre inundaba las sábanas y enrojecía la mitad de la cama.

El doctor intentó los últimos esfuerzos para re-mediar lo irremediable ; pero Duroy levantó leve-mente la cabeza; su rostro palidecía rápidamente y en sus facciones se veía disminuir poco a poco los colores de la vida.

La sala estaba jadeante ; algunos ojos humede-cidos por las lágrimas acechaban la llegada de la muerte y seguían con angustiosa mirada las fases fúnebres de este fin, que lloraban ya algunos co-razones fraternales.

Una inyección de cafeína le devolvió por un ins-tante el uso de sus músculos, ya rígidos, y el

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sacerdote, queriendo aprovechar este último em-puje de sus fuerzas prontas a extinguirse, se in-corporó y dijo al médico : «Sosténgame usted.»

Obedeció el médico, comprendiendo la grandeza de este último deseo.

Entonces alzó el moribundo sobre sus compa-ñeros su mano derecha, enrojecida con la sangre salida de sus venas, y lentamente trazó la señal de la cruz sobre sus hermanos de sacrificio.

Luego, habiendo realizado hasta el fin su misión y coronado con este divino adiós su tarea acá abajo, cayó muerto.

En las salas vecinas se oían voces ; rumores mezclados a las quejas y a las risas de aquellos a quienes un poco de vigor recobrado daba con-fianza ; ruido de pisadas llenaba el hospital.

En medio de los indiferentes que se descubrían al paso del cadáver, pasaba el cuerpo de Duroy, llevado por cuatro enfermeros, hacia el cuarto fú-nebre.

Y mientras se quitaban las sábanas ensangren-tadas y se borraban con presteza las últimas hue-llas del difunto, seguían los heridos lamentando la muerte del buen cura que había dado su vida por ellos, porque varios de ellos habían sido recogidos en la refriega furiosa en que el sacerdote superior a la muerte había recibido al salvarlos la herida de la que no debía sanar.

Una cruz de madera señala el lugar en que des-cansa mi amigo.

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Su familia, que lo llora amargamente, ha res-petado la última voluntad de este muerto sublime, que permanece soldado hasta en la eternidad.

Después de la guerra pediremos al cementerio su ataúd, y en una peregrinación de dolor y de recuerdo lo llevaremos a una colina del Argonne, desfigurada por la acción de las granadas.

Guiados por uno de asus heridos», encontrare-mos el surco en que tres balas tendieron al sacer-dote, sembrador de amor y de vida, y allí en aque-lla tierra más nuestra que nunca, lo colocaremos con orgullo, respeto y ternura.

Es su voluntad sagrada : «Quiero que mi cuer-po esté en el frente y que se convierta en parcela casi viva del suelo de nuestras fronteras.»

Idea sublime y que resume en una palabra que llega de lo profundo de la eternidad, la misión que se ha impuesto la falange heroica y santa de nues-tros curas de Francia :

/ Amar a la Patria por Dios, hasta más allá de la Muerte!

FIN

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ÍNDICE

PREFACIO 7 I . — l l a m a m i e n t o del deber 17

I I . — É l relato del herido 27

III.—Cómo saben morir 37

IV.—Ahí están los curas. 47

V . — L a Misa bajo las bombas ... 61

V I . — E l dolor sonriente 75

VII.—Tres héroes. 87

VIII .—La absolución en el combate 103

I X . — L a sangre de los sacerdotes 113

X.—Tipos de heridos 127

XI.—Cómo mueren *39

X I I . — L a medalla 151

XIII .—Un bretón 165

X I V . — L a confesión en el terraplén 179

X V . — L a sangre alegre ... 193

X V I . — E l número 127 209

XVTI.—La misa por el enemigo 221

X V I I I . — O s traigo a Dios 237 X I X . — L a bendición suprema 247

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