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PRIMERA PARTE PIONEROS DE A.A. El Dr., Bob y los 12 hombres y mujeres que a conti- nuación cuentan sus historias figuraban entre los prime- ros miembros de los grupos pioneros. Hoy día hay otros centenares de miembros de A.A. que llevan sobrios 50 años o más sin recaer.. Todos éstos entonces, son los pioneros de A.A. Sirven como una prueba patente de que es posible liberarse del alcoholismo permanentemente.

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PRIMERA PARTE

PIONEROS DE A.A.

El Dr., Bob y los 12 hombres y mujeres que a conti-nuación cuentan sus historias figuraban entre los prime-ros miembros de los grupos pioneros.

Hoy día hay otros centenares de miembros de A.A.que llevan sobrios 50 años o más sin recaer..

Todos éstos entonces, son los pioneros de A.A. Sirvencomo una prueba patente de que es posible liberarse delalcoholismo permanentemente.

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LA PESADILLA DEL DOCTOR BOB

Co-fundador de Alcohólicos Anónimos. El nacimientode nuestra Sociedad data del primer día de su sobriedadpermanente: el 10 de junio de 1935.

Hasta 1950, año en que falleció, llevó el mensaje deA.A. a más de 5,000 hombres y mujeres alcohólicos, yprestó a todos ellos sus servicios sin pensar en cobrar.

En este prodigio de servicio contó con la eficaz ayudade la Hermana Ignacia, en el Hospital Santo Tomás, deAkron, Ohio, una de las mejores amigas que jamás podrátener nuestra Comunidad.

NACÍ EN un pueblo de Nueva Inglaterra, de unassiete mil almas. La norma general de moral era,

según recuerdo, muy superior a la prevaleciente en aqueltiempo. No se vendía cerveza ni licor en la vecindad; sola-mente en la agencia del Estado había la posibilidad deconseguir una pinta si se podía convencer al agente deque uno la necesitaba realmente. Sin una prueba a eseefecto, el comprador esperanzado se veía obligado a mar-charse con las manos vacías, sin nada de aquello que lle-gué a creer más tarde era la panacea para todos los males.Aquellos que recibían sus pedidos de licor por correoexpreso desde Nueva York o Boston, eran vistos conmucha desconfianza y desaprobación por la mayoría delos vecinos. El pueblo estaba bien dotado de iglesias yescuelas en las que desarrollé mis primeras actividadeseducacionales.

Mi padre fue un profesional de reconocida capacidad,y tanto él como mi madre participaban muy activamenteen asuntos de la iglesia. Ambos tenían una inteligenciaque estaba por encima de lo común.

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Desgraciadamente para mí, fui hijo único; lo cual talvez creó en mí el egoísmo que tuvo tanto que ver en quese presentara en mí el alcoholismo.

Desde mi niñez hasta que empecé a cursar estudios enla escuela secundaria, se me obligó más o menos a ir a laiglesia, a la doctrina y servicios dominicales nocturnos, alos servicios de los lunes y algunas veces a las oraciones delos miércoles por la noche. Por eso, decidí que, cuandoestuviera libre del dominio de mis padres, nunca volveríaa pisar la puerta de una iglesia. Cumplí con constanciaesta resolución durante cuarenta años, excepto cuando lascircunstancias parecían indicar que sería imprudente nopresentarme.

Después de la escuela secundaria estudié dos añosen una de las mejores universidades del país, en la quebeber parecía ser la principal actividad al margen delplan de estudios. Parecía que casi todos participabanen ella. Yo lo hice más y más, y me divertía mucho sinsufrir ni física ni económicamente. A la mañanasiguiente parecía recuperarme mejor que la mayoría demis amigos que tenían la mala suerte (o tal vez labuena) de levantarse con fuertes náuseas. Nunca en lavida he tenido un dolor de cabeza, hecho que me hacecreer que fui un alcohólico casi desde el principio.Toda mi vida parecía estar concentrada alrededor dehacer lo que yo quería hacer, sin tener en cuenta losderechos, deseos o prerrogativas de nadie más; un esta-do de ánimo que llegó a ser más y más predominantecon el transcurso de los años. Me gradué con los máxi-mos honores ante la fraternidad de los bebedores, perono ante el decano de la universidad.

Los siguientes tres años los pasé en Boston, Chicago yMontreal como empleado de una importante compañíamanufacturera, vendiendo repuestos para ferrocarriles,motores de gasolina de todas clases y muchos otros

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artícu los de ferretería pesada. Durante esos años bebítodo lo que mi bolsillo me permitía, todavía sin pagarmucho por las consecuencias, a pesar de que a vecesempezaba a estar tembloroso por las mañanas. Duranteestos tres años sólo perdí medio día de trabajo.

Mi paso siguiente consistió en emprender el estudiode la medicina, ingresando en una de las universidadesmás grandes del país. Allí me dediqué a la bebida conmucho mayor empeño del que hasta entonces habíademostrado. Debido a mi enorme capacidad para bebercerveza, fui elegido como miembro de una de las socie-dades de bebedores y pronto llegué a ser uno de susprincipales miembros. Muchas mañanas me encaminabaa las clases y, aunque iba completamente bien prepara-do, regresaba a la casa de la fraternidad porque, debidoa los temblores que tenía, no me atrevía a entrar al aulapor miedo a hacer una escena si se me pedía que diesela lección.

Esto fue de mal en peor hasta la primavera de misegundo año de estudios en que, después de un largotiempo de estar bebiendo, decidí que no podía terminarel curso; hice mi maleta y me fui al sur a pasar un mesen una gran hacienda de un amigo mío. Cuando se medespejó la mente, decidí que sería una gran tonteríadejar la escuela y que era mejor regresar y continuar misestudios. Cuando llegué a la escuela descubrí que el pro-fesorado tenía otras ideas sobre el particular, Despuésde muchas discusiones me permitieron regresar y pre-sentar mis exámenes, todos los cuales pasé honrosamen-te. Pero estaban muy disgustados y me dijeron que tra-tarían de arreglárselas sin mí. Después de muchasdiscusiones penosas, me dieron al fin mis créditos y memarché a otra de las principales universidades del país,entrando en ella ese otoño como estudiante del penúlti-mo año.

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Allí empeoró tanto mi manera de beber, que losmuchachos de la casa de la fraternidad donde vivía sevieron obligados a llamar a mi padre, el cual hizo unlargo viaje con el inútil propósito de corregirme. Pocoefecto surtió esto pues seguí bebiendo — y más licorque en años anteriores.

Al llegar a los exámenes finales, agarré una borra-chera bastante grande. Cuando traté de escribir mispruebas, me temblaban tanto las manos que no podíasostener el lápiz. Entregué tres libretas, por lo menos,completamente en blanco. Por supuesto, se me llamóa cuentas en seguida y el resultado fue que tuve querepetir dos trimestres y abstenerme completamentede beber para poder graduarme. Lo hice y tuve laaprobación del profesorado, tanto en conducta comoen estudios.

Me porté tan honorablemente que pude conseguir uncodiciado internado en una ciudad del oeste, en la queestuve dos años. Durante esos dos años me tuvieron tanocupado que casi no salía del hospital para nada. Por lotanto, no podía meterme en dificultades.

Al cabo de esos dos años puse un consultorio en elcentro de la ciudad. Tenía algún dinero, disponía demucho tiempo y padecía bastante del estómago. Prontodescubrí que un par de copas me aliviaban mis doloresgástricos por lo menos por unas horas y por lo tanto nome fue difícil volver a mis antiguos excesos.

Para entonces estaba empezando a pagarlo muy carofísicamente y, con la esperanza de encontrar alivio, meencerré voluntariamente en uno de los sanatorios loca-les al menos una docena de veces. Ahora estaba “entreEscila y Caribdis” porque si no bebía me torturaba miestómago y si bebía, eran mis nervios los que me tortu-raban. Después de tres años de esto acabé en un hos-pital donde trataron de ayudarme; pero yo hacía que

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algún amigo me llevara licor a escondidas, o robaba elalcohol en el edificio; de manera que empeoré rápida-mente.

Por fin, mi padre tuvo que mandar del pueblo a unmédico que se las arregló para llevarme a casa, y estuvedos meses en cama antes de poder salir a la calle.Permanecí allí unos dos meses más y regresé a reanudarla práctica de mi profesión. Creo que debí de haberestado verdaderamente asustado de lo que había pasado,o del médico, o probablemente de las dos cosas, y por lotanto no bebí una copa hasta que se decretó la ley secaen el país.

Con la promulgación de la “Ley Seca” me sentí bastan-te seguro. Sabía que todos comprarían botellas o cajas delicor, según sus posibilidades, y que pronto se acabaría.Por lo tanto no importaba mucho que yo bebiera algo.Entonces no me daba cuenta del abastecimiento casi ili-mitado que el gobierno nos permitía a los médicos, nitenía ninguna idea del contrabandista de licor que pron-to apareció en escena. Al principio bebía con modera-ción, pero tardé relativamente poco tiempo en volver aesos hábitos que tan desastrosos resultados me habíandado antes.

Con el transcurso de unos cuantos años más, se de -sa rrollaron en mí dos fobias: Una era el miedo a nodormir y la otra, el miedo a quedarme sin licor. Al noser un hombre rico, sabía que si no estaba lo suficien-temente sobrio para ganar dinero, se me acabaría ellicor. Por eso no me tomaba ese trago que tanto ansia-ba por la mañana, pero en vez de esto tomaba grandesdosis de sedantes para aplacar los temblores que tantome angustiaban. De vez en cuando me rendía al tragode la mañana, pero cuando lo hacía, a las pocas horasya no estaba en condiciones de trabajar. Esto disminu-ía las probabilidades que tenía de meter a escondidas

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en la casa algo de licor por la noche, lo que a la vez sig-nificaría una noche de dar vueltas en la cama en vano,seguida por una mañana de insoportables temblores.Durante los siguientes quince años tuve el suficientesentido común para no ir nunca al hospital ni general-mente, recibir pacientes si había estado bebiendo. Porentonces adopté la costumbre de irme a veces a uno delos clubes a los que pertenecía, y a veces, acostumbra-ba a alojarme en algún hotel inscribiéndome con unnombre ficticio; pero generalmente mis amigos meencontraban y me iba a mi casa, si me prometían noregañarme.

Si mi esposa decidía salir por la tarde, yo comprabauna buena provisión de licor, la metía a escondidas enla casa y la escondía en la carbonera, entre la ropasucia, sobre los batientes de las puertas o en los resqui-cios del sótano. También me servían los baúles y cofres,el recipiente de las latas viejas e incluso el de la ceniza.Nunca usé el depósito de agua del excusado porque meparecía demasiado fácil. Después descubrí que miesposa lo inspeccionaba frecuentemente. Cuando losdías de invierno eran suficientemente oscuros, metíabotellas chicas de alcohol en un guante y las tiraba alporche de atrás. El contrabandista que me surtía,escondía licor en la escalera de atrás para que yo lotuviera a mano. Solía metérmelo en los bolsillos, perome los registraban y esto se volvió muy arriesgado.También solía meterme botellas pequeñas en los calce-tines; esto dio muy buen resultado hasta que mi espo-sa y yo fuimos al cine a ver una película y descubrió mitruco.

No voy a relatar todas mis experiencias en hospitales ysanatorios.

Durante todo este tiempo nuestros amigos nos con-denaron más o menos al ostracismo. No podían invitar-

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nos porque era seguro que me emborracharía y miesposa no se atrevía a invitar a nadie por la mismarazón. Mi fobia por el insomnio imponía que me embo-rrachara cada noche, pero para poder conseguir licorpara la siguiente tenía que estar sobrio por la mañana yabstenerme de beber hasta las cuatro de la tarde por lomenos. Proseguí con esta rutina durante diecisiete añoscon pocas interrupciones. En realidad era una pesadillahorrible ese ganar dinero, conseguir licor, meterlo aescondidas a la casa, emborracharme, temblar por lasmañanas, tomar grandes dosis de sedantes para poderganar más dinero y así ad nauseam. Les prometía queno volvería a beber a mi esposa, a mis hijos y a mis ami-gos — promesas que raramente me mantenían sobrio nidurante un día a pesar de haber sido muy sincero alhacerlas.

Para beneficio de los inclinados a los experimentos,debo mencionar el llamado experimento de la cerveza.Poco tiempo después de suspenderse la prohibición devender cerveza, creí que estaba a salvo. La cerveza meparecía inocua; podía beber toda la que quisiera. Nadiese emborrachaba con cerveza. Con el consentimientode mi buena esposa llené de cerveza el sótano hasta lostopes. Al poco tiempo estaba consumiendo cuandomenos una caja y media de botellas por día. Subí de pesotreinta libras en unos dos meses, parecía un cerdo y mesentía incómodo por falta de respiración. Entonces seme ocurrió que, cuando todo uno olía a cerveza, nadiepodía decir lo que había bebido, así que empecé a refor-zar mi cerveza con puro alcohol. Desde luego, el resul-tado fue muy malo, y esto puso fin al experimento de lacerveza.

Más o menos en la época de este experimento fui adar con un grupo de personas que me atraían por suaparente equilibrio, buena salud y felicidad. Habla -

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ban sin ninguna turbación, cosa que yo nunca podíahacer, se les veía muy reposados en cualquier ocasióny parecían muy saludables. Por encima de estos atri-butos, parecían felices. Me sentía cohibido e intran-quilo la mayor parte del tiempo, mi salud era precariay me sentía completamente infeliz. Tuve la sensaciónde que ellos tenían algo que yo no tenía y que podríaaprovechar de buena gana. Supe que se trataba dealgo de índole espiritual, lo cual no me atraía muchopero pensé que no podría hacerme ningún daño. Ledediqué mucho tiempo y estudié el asunto durantedos años y medio, pero a pesar de eso me emborra-chaba todas las noches. Leí todo lo que pude encon-trar y hablé con todo el que creía que sabía algo acer-ca de ello.

Mi esposa se interesó mucho y fue su interés el quesostuvo el mío a pesar de que entonces no veía quepudiera ser una solución para mi problema con ellicor. Nunca sabré cómo mi esposa conservó su fe y suvalor durante todos esos años, pero lo hizo. Si nohubiera sido así, sé que desde hace mucho yo estaríamuerto. Quién sabe por qué, nosotros los alcohólicosparece que tenemos el don de escoger a las mujeresmejores del mundo. Por qué han de ser sometidas alas torturas que les infligimos es algo que no puedoexplicarme.

Por aquellos días una señora llamó a mi esposa un sába-do por la tarde para decirle que quería que yo fuese a sucasa esa noche, a conocer a un amigo de ella que podríaayudarme. Era la víspera del Día de la Madre y había lle-gado a casa bien borracho llevando una planta en unamaceta que puse en la mesa; acto seguido subí a mi cuar-to y perdí el conocimiento. Al día siguiente volvió a llamaraquella señora. Queriendo ser cortés aunque me sentíamuy mal, dije: “Vamos a hacer la visita” e hice a mi espo-

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sa prometerme que no nos quedaríamos más de quinceminutos.

Llegamos a su casa a las cinco y eran las once y cuar-to cuando salimos. Tuve posteriormente dos conversa-ciones más breves con este hombre y dejé de beberrepentinamente. Este período seco duró como tressemanas. Entonces fui a Atlantic City para asistir a unareunión de una sociedad nacional de la que era miem-bro y que duró algunos días. Me bebí todo el whiskyque llevaban en el tren y compré varias botellas decamino al hotel. Esto sucedió un domingo; me embo-rraché esa noche, estuve sin beber el lunes hasta des-pués de la comida y procedí a embriagarme otra vez.Bebí todo lo que me atreví a beber en el bar y me fuia mi cuarto a terminar la borrachera. El martes empe-cé por la mañana y por la tarde ya estaba bien arregla-do. No quise quedar mal y por eso pagué mí cuenta yme fui del hotel. En el camino a la estación del ferro-carril compré licor. Tuve que esperar algún tiempo lasalida del tren. A partir de entonces no recuerdo nadasino hasta que desperté en la casa de un amigo quevivía en un pueblo cercano. Esas buenas personas avi-saron a mi esposa y ella mandó a mi nuevo amigo paraque me llevara a mi casa. Llegó, me llevó, me acostó,me dio unas copas esa noche y una botella de cervezael día siguiente.

Eso fue el 10 de junio de 1935, y fue mi última copa. Alescribir esto han pasado casi cuatro años.

La pregunta que podría venirte a la mente sería:“¿Qué fue lo que dijo o hizo ese hombre que fue tandiferente de lo que otros habían dicho o hecho?”Debe recordarse que yo había leído mucho y habladocon todo aquel que sabía, o creía que sabía, algo acer-ca del alcoholismo. Pero este era un hombre quehabía pasado por años de beber espantosamente, que

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había tenido la mayoría de las experiencias de borra-cho conocidas por el hombre, pero que se había recu-perado por los mismos medios que había yo estado tratan-do de emplear, o sea: el enfoque espiritual. Me dioinformación sobre el tema del alcoholismo que induda-blemente fue de gran ayuda. Mucho más im portante fueel hecho de que él era el primer ser humano con quien yohablaba que sabía por experiencia personal de lo que esta-ba hablando cuando se refería al alcoholismo. En otraspalabras, hablaba mi propio idioma. Sabía todas las res-puestas y ciertamente, no porque las hubiese sacado desus lecturas.

Es una maravillosa bendición estar liberado de la terri-ble maldición que pesaba sobre mí. Mi salud es buena yhe recobrado el respeto de mí mismo y el de mis colegas.Mi vida hogareña es ideal y mis negocios todo lo buenoque pueda esperarse en estos tiempos inseguros. Dedicomucho tiempo a pasar lo que aprendí a otras personas quelo quieren y necesitan mucho. Los motivos que tengopara hacerlo son:

1. Sentido del deber 2. Es un placer. 3. Porque al hacerlo estoy pagando mi deuda al hom-

bre que se tomó el tiempo para pasármela a mí. 4. Porque cada vez que lo hago me aseguro un poco

más contra una posible recaída. A diferencia de la mayoría de nosotros, no me sobrepu-

se totalmente al ansia de licor durante los primeros dosaños y medio. Casi siempre la sentía; pero nunca estuve nisiquiera próximo a ceder a ella. Me inquietaba terrible-mente ver a mis amigos beber, sabiendo que yo no podía,pero me discipliné a creer que, aunque una vez habíatenido ese mismo privilegio, había abusado de él tanespantosamente que me había sido retirado. Así que nome corresponde protestar porque, después de todo, nadie

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tuvo nunca que tirarme al suelo para echarme el licor porel gaznate.

Si crees que eres un ateo, un agnóstico, un escéptico, otienes cualquiera otra forma de orgullo intelectual que teimpida aceptar lo que hay en este libro, lo siento por ti. Sicrees que todavía tienes fuerzas suficientes para ganarsolo la partida, es cuestión tuya. Pero si verdaderamentequieres dejar de beber de una vez por todas, y sincera-mente sientes que necesitas ayuda, sabemos que tenemosuna solución para ti. Nunca falla, si uno se dedica a ellocon la mitad del ahínco que tenía la costumbre de demos-trar cuando estaba tratando de conseguir otra copa.

¡Tu Padre Celestial nunca te abandonará!

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EL ALCOHÓLICO ANÓNIMONÚMERO TRES

Miembro pionero del Grupo Nº 1 de Akron, el primergrupo de A.A. en el mundo. Preservó su fe, y por esto, él yotros muchos encontraron una vida nueva.

UNO DE CINCO HIJOS, nací en una granja en el conda-do de Carlyle, Kentucky. Mis padres eran gente

acomodada y un matrimonio feliz. Mi esposa, oriundatambién de Kentucky, me acompañó a Akron, dondeterminé mis estudios de Leyes en la Facultad de Dere -cho de Akron.

El mío es en cierto modo un caso inusitado. No huboepisodios de infelicidad durante mi niñez que pudieranexplicar mi alcoholismo. Aparentemente, tenía unapropensión natural a la bebida. Estaba felizmente casa-do y, como he dicho, nunca tuve ninguno de los moti-vos, conscientes o inconscientes, que a menudo secitan para beber. No obstante, como indica mí historial,llegué a convertirme en un caso grave.

Antes de que la bebida me derrotara completamen-te, logré tener algunos éxitos apreciables, habiendoservido como miembro del consejo municipal y admi-nistrador financiero de Kenmore, un suburbio quemás tarde se incorporó a la ciudad misma. Pero todoesto se fue esfumando según bebía cada vez más. Asíque, cuan do llegaron Bill y el Dr. Bob, mis fuerzas seha bían agotado.

La primera vez que me emborraché, tenía ocho

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años. No fue culpa de mi padre ni de mi madre, quie-nes se oponían fuertemente a la bebida. Un par de tra-bajadores estaban limpiando el granero de la finca, y yoles acompañaba montado en el trineo. Mientras elloscargaban, yo bebía sidra de un barril que había en elgranero. Después de dos o tres recorridos, en un viajede vuelta, perdí el conocimiento y me tuvieron que lle-var a casa. Recuerdo que mi padre tenía whisky en lacasa con propósitos medicinales y para servir a los invi-tados, y yo lo bebía cuando no había nadie a mi alrede-dor y luego añadía agua a la botella para que mispadres no se dieran cuenta.

Seguí así hasta que me matriculé en la universidadestatal y, pasados cuatro años, me di cuenta de que eraun borracho. Mañana tras mañana me despertabaenfermo y temblando, pero siempre disponía de unabotella colocada en la mesa al lado de mi cama. Lacogía, me echaba un trago y, a los pocos minutos, melevantaba, me echaba otro, me afeitaba, desayunaba,me metía en el bolsillo un cuarto de litro de licor, y meiba a la universidad. En los intervalos entre mis clases,corría a los servicios, bebía lo suficiente como para cal-mar mis nervios y me dirigía a la siguiente clase. Esofue en 1917.

En la segunda parte de mi último año en la universi-dad, dejé mis estudios para alistarme en el ejército. Enaquel entonces, a esto lo llamaba patriotismo. Mástarde, me di cuenta de que estaba huyendo del alcohol.En cierto grado, me ayudó, ya que me encontré enlugares en donde no podía conseguir nada de beber, yasí logré romper el hábito.

Luego entró en vigor la Prohibición, y el hecho deque lo que se podía obtener era tan malo, y a vecesmortal, unido al de haberme casado y tener un traba-jo que no podía descuidar, me ayudaron durante un

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período de unos tres o cuatro años; aunque cada vezque podía conseguir una cantidad de licor suficientepara empezar, me emborrachaba. Mi esposa y yo per-tenecíamos a algunos clubs de bridge, en donde secomenzaba a fabricar y a servir vino. No obstante,después de dos o tres intentos, supe que esto no meconvencía, ya que no servían lo suficiente para satisfa-cerme, así que rehusé beber. Ese problema, sinembargo, pronto se resolvió cuando empecé a llevar-me mi propia botella conmigo y a esconderla en elretrete o entre los arbustos.

Según pasaba el tiempo, mi forma de beber iba empe-orando. Me ausentaba de la oficina durante dos o tressemanas; días y noches espantosas en las que me veía tira-do en el suelo de mi casa, buscando la botella a tientas,echándome un trago y volviéndome a hundir en el olvido.

Durante los primeros seis meses de 1935, me hospi-talizaron ocho veces por embriaguez y me ataron a lacama durante dos o tres días antes de que supieradónde estaba.

El 26 de junio de 1935, llegué otra vez al hospital, yme sentí desanimado, por no decir más. Cada una delas siete veces que me había ido del hospital durantelos últimos seis meses, salí resuelto a no emborrachar-me — por lo menos durante ocho meses. No fue así; nosabía cuál era el problema, y no sabía qué hacer.

Aquella mañana me trasladaron a otra habitación, yallí estaba mi esposa. Pensé: “Bueno, me va a decir quehemos llegado al fin”. No podía culparla, y no teníaintención de tratar de justificarme. Me dijo que habíahablado con dos personas acerca de la bebida. De estome resentí mucho, hasta que me informó que eran unpar de borrachos como yo. Decírselo a otro borrachono era tan malo.

Me dijo: “Vas a dejarlo”. Esto valió mucho, aunque no

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lo creía. Luego me dijo que los borrachos con quieneshabía hablado, tenían un plan a través del cual creíanque podían dejar de beber, y una parte del plan era elcontárselo a otro borracho. Esto iba a ayudarles a man-tenerse sobrios. Toda la demás gente que había habladoconmigo quería ayudarme, y mi orgullo no me dejabaescucharlos, creándome únicamente resentimientos. Mepareció, no obstante, que sería una mala persona si noescuchaba por un rato a un par de hombres, si esto lespodría curar. También me dijo que no podía pagarlesaunque quisiera y tuviera el dinero para hacerlo, dineroque no tenía.

Entraron y empezaron a instruirme en el programaque más tarde se conocería como Alcohólicos Anónimos,y que en aquel entonces no era muy extenso.

Los miré, dos hombres grandes, de más de seis piesde altura, y de apariencia muy agradable. (Más tardesupe que eran Bill W. y el Dr. Bob). Poco despuésempezamos a relatar algunos acontecimientos de nues-tro beber y, naturalmente, me di cuenta rápidamenteque ambos sabían de lo que estaban hablando, porquecuando se está borracho, uno puede sentir y oler cosasque no se pueden en otros momentos. Si me hubieraparecido que no sabían de lo que estaban hablando, nohabría estado dispuesto en absoluto a hablar con ellos.

Pasado un rato, Bill dijo: “Bueno, has estado hablan-do mucho; deja que hable yo por unos minutos”. Asíque, después de escuchar un poco más de mi historia,se volvió hacia el Dr. Bob —creo que él no sabía que looía— y dijo: “Bueno, me parece que vale la pena traba-jar con él y salvarle”. Me preguntaron: “¿Quieres dejarde beber? Tu beber no es asunto nuestro. No estamosaquí para tratar de quitarte ningún derecho o privile-gios tuyos; pero tenemos un programa a través del cualcreemos que podemos mantenernos sobrios. Una parte

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de este programa consiste en que lo pasemos a otrapersona, que lo necesite y lo quiera. Si no lo quieres,no malgastaremos tu tiempo, y nos iremos a buscar aotro”.

Luego, querían saber si yo creía que podía dejar debeber por mis propios medios, sin ayuda alguna; sipodía simplemente salir del hospital para no bebernunca. Si así fuera, sería una maravilla, y a ellos lesagradaría conocer a un hombre que tuviera tal capaci-dad. No obstante, buscaban a una persona que supieraque tenía un problema que no podía resolver por símisma y que necesitara ayuda ajena. Luego me pre-guntaron si creía en un Poder Superior. Eso no mecausó ninguna dificultad, ya que nunca había dejado decreer en Dios, y había tratado repetidas veces de con-seguir ayuda, sin lograrla. Luego me preguntaron siestaría dispuesto a recurrir a este Poder para pedirayuda, tranquilamente y sin reservas.

Me dejaron para que reflexionara sobre esto, y mequedé echado en mi cama del hospital, pensando en mivida pasada y repasándola. Pensé en lo que el alcoholme había hecho, en las oportunidades que había perdi-do, en los talentos que se me habían dado y en cómolos había malgastado; y finalmente llegué a la conclu-sión de que, aunque no deseara dejar de beber, debe-ría desearlo, y que estaba dispuesto a hacer cualquiercosa para dejarlo.

Estaba dispuesto a admitir que había tocado fondo,que me había encontrado con algo con lo que no sabíaenfrentarme solo. Así que, después de meditar sobreesto, y dándome cuenta de lo que la bebida me habíacostado, acudí a este Poder Superior, que para mí eraDios, sin reserva alguna, y admití que yo era impoten-te ante el alcohol, y que estaba dispuesto a hacer cual-quier cosa para deshacerme del problema. De hecho,

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admití que estaba dispuesto, de allí en adelante, aentregar mi dirección a Dios. Cada día trataría de bus-car su voluntad y de seguirla, en vez de tratar de con-vencer a Dios de que lo que yo pensaba era lo mejorpara mí. Entonces, cuando ellos volvieron, se lo dije.

Uno de los hombres, creo que fue el Dr. Bob, mepreguntó: “Bueno, ¿quieres dejar de beber?” Res -pondí: “Sí, me gustaría dejarlo, por lo menos duranteunos seis u ocho meses, hasta que pueda poner miscosas en orden y vuelva a ganarme el respeto de miesposa y de algunos otros, arreglar mis finanzas, etc…”Y los dos con esto se echaron a reír de buena gana, yme dijeron: “Sería mejor que lo que has estado hacien-do, ¿verdad?” lo que era, por supuesto, la verdad. Y medijeron: “Tenemos malas noticias para ti. A nosotrosnos parecieron malas noticias, y a ti probablemente telo parecerán también. Aunque hayan pasado seis días,meses o años desde que tomaste tu último trago, si tetomas una o dos copas acabarás atado a la cama en elhospital, como has estado durante los seis meses pasa-dos. Eres un alcohólico”. Que recuerde yo, esta fue laprimera vez que presté atención a aquella palabra. Meimaginaba que era simplemente un borracho, y ellosme dijeron: “No, sufres de una enfermedad y noimporta cuánto tiempo pases sin beber, después detomarte uno o dos tragos, te encontrarás como estásahora”. En aquel entonces, esa noticia me fue verdade-ramente desalentadora.

Seguidamente me preguntaron: “Puedes dejar debeber durante 24 horas, ¿verdad?” Les respondí: “Sí,cualquiera puede dejarlo — durante 24 horas”. Medijeron: “De esto precisamente hablamos. Vein -ticuatro horas cada vez”. Esto me quitó un peso deencima. Cada vez que comenzaba a pensar en la bebi-da, me imaginaba los largos años secos que me espera-

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ban sin beber; esta idea de las veinticuatro horas, y elque la decisión dependiera de mí, me ayudaronmucho.

(En este punto, la Redacción se interpone sólo lo sufi-ciente como para complementar el relato de Bill D., elhombre en la cama, con el de Bill W., el que estaba senta-do al lado de la cama). Dice Bill W.

Este último verano hizo 19 años que el Dr. Bob y yo levimos (a Bill D.) por primera vez. Echado en su cama delhospital, nos miraba con asombro.

Dos días antes, el Dr. Bob me había dicho: “Si tú y yovamos a mantenernos sobrios, más vale que nos pongamosa trabajar”. En seguida, Bob llamó al Hospital Municipalde Akron y pidió hablar con la enfermera encargada de larecepción. Le explicó que él y un señor de Nueva Yorktenían una cura para el alcoholismo. ¿Tenía ella algúnpaciente alcohólico con quien la pudiéramos probar? Ellaconocía al Dr. Bob desde hacía tiempo, y le replicó brome-ando: “Supongo que ya la ha probado usted mismo”.

Sí, tenía un paciente — y de primera clase. Acababa dellegar con delirium tremens. A dos enfermeras les habíapuesto los ojos morados, y ahora le tenían atado fuertemen-te. ¿Serviría éste? Después de recetarle medicamentos,Bob ordenó: “Ponle en una habitación privada. Le visitare-mos cuando se despeje”.

A Bill D. no pareció causarle mucha impresión. Concara triste, nos dijo cansadamente: “Bueno, todo eso espara ustedes estupendo; pero para mí no puede serlo. Micaso es tan malo que me aterra hasta la idea de salir delhospital. Y tampoco tienen que venderme la religión. Unavez fui diácono, y todavía creo en Dios. Parece que El ape-nas cree en mí”.

Entonces, el Dr. Bob le dijo: “Bueno, quizá te sentirásmejor mañana. ¿Te gustaría vernos otra vez?”

“¡Cómo no!” respondió Bill D., “tal vez no sirva paranada — pero no obstante me gustaría verles. No cabe dudade que saben de lo que están hablando”.

Al pasar más tarde por su habitación, le encontramoscon su esposa Henrietta. Nos señaló con el dedo diciendo

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con entusiasmo: “Estos son los hombres de quienes te esta-ba hablando — los que entienden”.

Luego Bill nos contó que había pasado casi toda lanoche despierto, echado en la cama. En el abismo de sudepresión nació de alguna manera una nueva esperanza.Le había cruzado por la mente como un relámpago la idea:“Si ellos pueden hacerlo yo también lo puedo hacer”. Se lodijo repetidas veces a sí mismo. Finalmente, de su esperan-za surgió una convicción. Estaba seguro. Le vino enton cesuna profunda alegría. Sintió por fin una gran tranquilidad,y se durmió.

Antes de terminar nuestra visita, Bill se volvió hacia suesposa y le dijo: “Tráeme mis ropas, querida. Vamos alevantarnos e irnos de aquí.” Bill D. salió del hospital comoun hombre libre y nunca más volvió a beber.

El Grupo Número Uno de A.A. data de ese mismo día. (A continuación sigue la historia de Bill D.)

Durante los siguientes dos o tres días, llegué por fina la decisión de entregar mi voluntad a Dios y de seguirel programa lo mejor que pudiera. Sus palabras y susacciones me habían infundido una cierta seguridad.Aunque no estaba absolutamente seguro. No dudabade que el programa funcionara, dudaba de que yopudiera atenerme a él; llegué no obstante a la conclu-sión de que estaba dispuesto a dedicar todos misesfuerzos a hacerlo, con la gracia de Dios, y que de -seaba hacer precisamente esto. En cuanto llegué a estadecisión, sentí un gran alivio. Supe que tenía alguienque me ayudaría, en el que podía confiar, que no mefallaría. Si pudiera apegarme a El y escuchar, consegui-ría lo deseado. Recuerdo que, cuando los hombres vol-vieron, les dije: “Acudí a este Poder Superior, y le dijeque estoy dispuesto a anteponer Su mundo a todo lodemás. Ya lo he hecho, y estoy dispuesto a hacerlo otravez ante ustedes, o a decirlo en cualquier sitio, en cual-quier parte del mundo, de aquí en adelante, sin tener

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vergüenza”. Y esto, como ya he dicho, me deparómucha seguridad; parecía quitarme una gran parte demi carga.

Me acuerdo haberles dicho también que iba a sermuy duro, porque hacía otras cosas: fumaba cigarrillos,jugaba al póquer y a veces apostaba a los caballos; y medijeron: “¿No te parece que en el presente la bebida teestá causando más problemas que cualquier otra cosa?¿No crees que vas a tener que hacer todo lo que pue-das para deshacerte de ella?” Les repliqué a regaña-dientes: “Sí, probablemente será así”. Me dijeron:“Dejemos de pensar en los demás problemas; es decir,no tratemos de eliminarlos todos de un golpe, y con-centrémonos en el de la bebida”. Por supuesto, había-mos hablado de varios de mis defectos y hecho un tipode inventario que no fue difícil de hacer, ya que teníamuchos defectos que eran muy obvios, porque losconocía de sobra. Luego me dijeron. “Hay una cosamás. Debes salir y llevar este programa a otra personaque lo necesite y lo desee”.

Llegado a este punto, mis negocios eran práctica-mente no existentes. No tenía ninguno. Durante bas-tante tiempo, tampoco gocé, naturalmente, de mibuena salud. Me llevó un año y medio empezar a sen-tirme bien físicamente. Me fue algo duro, pero prontoencontré a gente que antes habían sido amigos y, des-pués de haberme mantenido sobrio durante un tiempo,vi a esta gente volver a tratarme como lo habían hechoen años pasados, antes de haberme puesto tan maloque no prestaba mucha atención a las ganancias econó-micas. Pasé la mayor parte de mi tiempo tratando derecobrar estas amistades y de compensar de algunaforma a mi mujer, a quien había lastimado mucho.

Sería difícil calcular cuánto A.A. ha hecho por mí.Verdaderamente deseaba el programa y quería seguir-

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lo. Me parecía que los demás tenían tanto alivio, unafelicidad, un no sé qué, que yo creía que toda personadebía tener. Estaba tratando de encontrar la solución.Sabía que había aún más, algo que no había captadotodavía. Recuerdo un día, una o dos semanas despuésde que salí del hospital, en el que Bill estaba en mi casahablando con mi esposa y conmigo. Estábamos almor-zando, y yo estaba escuchando, tratando de descubrirpor qué tenían ese alivio que parecían tener. Bill miróa mi esposa y le dijo: “Henrietta, Dios me ha mostradotanta bondad, curándome de esta enfermedad espanto-sa, que yo quiero únicamente seguir hablando de estoy seguir contándoselo a otras gentes”.

Me dije: “Creo que tengo la solución”. Bill estabamuy, muy agradecido por haber sido liberado de estacosa tan terrible y había atribuido a Dios el mérito dehaberlo hecho y está tan agradecido que quiere contár-selo a otras gentes. Aquella frase: “Dios me ha mostra-do tanta bondad, curándome de esta enfermedadespantosa, que únicamente quiero contárselo a otrasgentes”, me había servido como un texto dorado para elprograma de A.A. y para mí.

Por supuesto, mientras pasaba el tiempo y yo empe-zaba a recuperar mi salud, sentí que no tenía queesconderme siempre de la gente — y esto ha sidomaravilloso. Todavía asisto a las reuniones, porque megusta hacerlo. Me encuentro con gente con quien megusta hablar. Otro motivo que tengo para asistir es queestoy aún tan agradecido de tener tanto el programacomo la gente que lo compone, que todavía quiero par-ticipar en las reuniones —y tal vez la cosa más maravi-llosa que me ha enseñado el programa— lo he vistomuchas veces en el “A.A. Grapevine”, y muchas perso-nas me lo han dicho personalmente, y he visto a otrasmuchas ponerse de pie en las reuniones y decirlo — es

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lo siguiente: “Vine a A.A. únicamente con el propósitode lograr mi sobriedad, pero a través del programa deA.A. he encontrado a Dios”.

Esto me parece lo más maravilloso que una personapuede hacer.

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A pesar de tener grandes oportunidades, el alcohol casiterminó con su vida. Pionera en A.A., difundió la palabraentre las mujeres de nuestra etapa primera.

¿QUÉ ESTABA diciendo?… De lejos, como en undelirio, oí mi propia voz llamando a alguien,

“Dorotea”, hablando de tiendas de ropa, de trabajos…las palabras se fueron haciendo más claras… el sonidode mi propia voz me asustaba al irse acercando… y derepente, allí estaba, hablando no sé de qué, con alguiena quien no había visto nunca antes de aquel momento.De golpe, paré de hablar. ¿Dónde me encontraba?

Había despertado antes en habitaciones extrañas,completamente vestida, sobre una cama o un sofá;había despertado en mi propia habitación, dentro osobre mi propia cama, sin saber qué hora del día era,con miedo a preguntar… pero esto era diferente. Estavez parecía estar ya despierta, sentada derecha en unasilla grande y cómoda, en el medio de una animada con-versación con una mujer joven, que no parecía extrañar-se de la situación. Ella estaba charlando, cómoda y agra-dablemente.

Aterrorizada, miré a mi alrededor. Estaba en unahabitación grande, oscura, y amueblada de una manerabastante pobre — la sala de estar de un apartamento enel sótano de la casa. Escalofríos empezaron a recorrermi espalda; me empezaron a castañear los dientes; mismanos empezaron a temblar y las metí debajo de mí

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para evitar que salieran volando. Mi miedo era real,pero no era el responsable de esas violentas reacciones.Yo sabía muy bien lo que eran — un trago lo arreglaríatodo. Debía de haber pasado mucho tiempo desde miúltima copa — pero no me atrevía a pedirle una a estaextraña. Tengo que salir de aquí. De cualquier forma,tengo que salir de aquí antes de que se descubra miabismal ignorancia de cómo llegué aquí, y ella se décuenta de que yo estoy totalmente loca. Estaba loca —debía de estarlo.

Los temblores empeoraron y yo miré mi reloj — lasseis en punto. La última vez que recuerdo mirar la horaera la una. Había estado sentada cómodamente en unrestaurante con Rita, bebiendo mi sexto martini y espe-rando que el camarero se olvidara de nuestra comida —o, por lo menos, lo suficiente como para tomarme un parde ellos más. Me había tomado sólo dos con ella, perohabía conseguido tomarme cuatro en los quince minutosque la estuve esperando, y, naturalmente, los incontadostragos de la botella según me levantaba dolorosamente yme vestía de manera lenta y espasmódica. De hecho, ala una me encontraba muy bien — sin sentir dolor algu-no. ¿Qué podía haber pasado? Aquello ocurrió en elcentro de Nueva York, en la ruidosa calle 42… esto eraobviamente una tranquila zona residencial. ¿Por qué mehabía traído aquí Dorotea? ¿Quién era esta mujer?¿Cómo la había conocido? No tenía respuestas y noosaba preguntar. Ella no daba señal de que nada estuvie-ra mal. Pero, ¿qué había estado haciendo en esas cincohoras perdidas? Mi cerebro daba vueltas. Podía haberhecho cosas terribles. ¡Y ni siquiera lo sabía!

De alguna forma, salí de allí y caminé cinco manza-nas. No había ningún bar a la vista, pero encontré laestación del Metro. El nombre no me era familiar ytuve que preguntar por la línea de Grand Central. Me

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llevó tres cuartos de hora y dos trasbordos llegar allí —de vuelta en mi punto de partida. Había estado en lasremotas zonas de Brooklyn.

Esa noche me puse muy borracha, lo cual era normal,pero recordé todo, lo que era muy extraño. Me acordéde estar en lo que, mi hermana me aseguró, era mi pro-ceso de todas las noches, de tratar de buscar el nombrede Willie Seabrook en la guía de teléfonos. Recordé mifirme decisión de encontrarle y pedirle que me ayudaraa entrar en esa “casa de recuperación”, de la que habíaescrito. Recordé que aseguraba que iba a hacer algo alrespecto, que no podía seguir… Recordé el haber mira-do con ansia a la ventana como una solución más fácil,y me estremecía con el recuerdo de esa otra ventana,tres años antes, y los seis agonizantes meses en una salade un hospital de Londres. Recordé cuando llenaba deginebra la botella del agua oxigenada que guardaba enmi armarito de las medicinas, en caso de que mi herma-na descubriera la que escondía debajo del colchón. Yrecordé el pavoroso horror de aquella interminablenoche en que dormí a ratos y me desperté goteandosudor frío y temblando con una total desesperación,para terminar bebiendo apresuradamente de mi botellay desmayándome de nuevo. “Estás loca, estás loca, estásloca” martilleaba mi cerebro en cada rayo de conoci-miento, para ahogar el estribillo con un trago.

Todo siguió así hasta que dos meses más tarde aterri-cé en un hospital y empezó mi lucha por la vuelta a lanormalidad. Había estado así durante más de un año.Tenía treinta y dos años de edad.

Cuando miro hacia atrás y veo ese horrible últimoaño de constante beber, me pregunto cómo pude sobre-vivir tanto física como mentalmente. Había habido,naturalmente, períodos en los que existía una claracomprensión de lo que había llegado a ser, acompañada

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por recuerdos de lo que había sido, y de lo que habíaesperado ser. El contraste era bastante impresionante.Sentada en un bar de la Segunda Avenida, aceptandotragos de cualquiera que los ofreciese, después de gas-tar lo poco que tenía; o sentada en casa sola, con elinevitable vaso en la mano, me ponía a recordar y, alhacerlo, bebía más de prisa, buscando caer rápidamen-te en el olvido. Era difícil reconciliar este horrorosopresente con los simples hechos del pasado.

Mi familia tenía dinero — nunca había sido privada deningún deseo material. Los mejores internados, y unaescuela privada de educación social en Europa me habíapreparado para el convencional papel de debutante yjoven matrona. La época en la que crecí (la era de laProhibición inmortalizada por Scott Fitzgerald y JohnHeld, Jr.) me había enseñado a ser alegre con los másalegres; mis propios deseos internos me llevaron a supe-rarles a todos. El año después de mi presentación en lasociedad, me casé. Hasta aquel momento, todo iba bien— todo de acuerdo al plan indicado, como otros tantosmiles. Entonces la historia empezó a ser la mía propia.Mi marido era alcohólico — yo sólo sentía desprecio poraquellos que no tenían para la bebida la misma asombro-sa capacidad que yo — el resultado era inevitable. Midivorcio coincidió con la bancarrota de mi padre, y mepuse a trabajar, deshaciéndome de todo tipo de lealtadesy responsabilidades hacia cualquiera que no fuera yomisma. Para mí, el trabajo era un medio para llegar almismo fin, poder hacer aquello que quisiera.

Los siguientes diez años, hice sólo eso. Buscando máslibertad y emoción me fui a vivir a ultramar. Tenía mipropio negocio, de suficiente éxito como para permitir-me la mayoría de mis deseos. Conocía a toda la genteque quería conocer. Veía todos los lugares que queríaver. Hacía todas las cosas que quería hacer — y era cada

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vez más desgraciada. Testaruda, obstinada, corría deplacer en placer y encontraba que las compensacionesiban disminuyendo hasta desvanecerse. Las resacasempezaron a tener proporciones monstruosas, y el tragode por la mañana llegó a ser de urgente necesidad. Laslagunas mentales eran cada vez más frecuentes, y raravez me acordaba de cómo había llegado a casa. Cuandomis amigos insinuaban que estaba bebiendo demasiado,dejaban de ser mis amigos. Iba de grupo en grupo, delugar en lugar, y seguía bebiendo. Con sigilosa insidia,la bebida había llegado a ser más importante que cual-quier otra cosa. Ya no me proporcionaba placer, simple-mente aliviaba el dolor; pero tenía que tenerla. Eraamargamente infeliz. Sin duda había estado demasiadotiempo en el exilio; debía volver a América. Lo hice y,para sorpresa mía, mi problema empeoró.

Cuando ingresé en un hospital psiquiátrico para untratamiento intensivo, estaba convencida de que teníauna seria depresión mental. Quería ayuda y traté decooperar. Al ir progresando el tratamiento, empecé aformarme una idea más clara de mí misma, y de esetemperamento que me había causado tantos problemas.Había sido hipersensible, tímida, idealista. Mi incapaci-dad para aceptar las duras realidades de la vida mehabía convertido en una escéptica desilusionada, reves-tida de una armadura que me protegía contra la incom-prensión del mundo. Esa armadura se había convertidoen los muros de una prisión, encerrándome en ella conmi miedo y mi soledad. Todo lo que me quedaba erauna voluntad de hierro para vivir mi propia vida a pesardel mundo exterior. Y allí me encontraba yo: una mujeraterrorizada por dentro y desafiante por fuera, quenecesitaba desesperadamente un apoyo para continuar.

El alcohol era ese apoyo, y yo no veía cómo podíavivir sin él. Cuando el doctor me decía que no debía de

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beber nunca más, no pude permitirme el creerle. Teníaque insistir en mis intentos por enderezarme, tomandolos tragos que necesitara, sin que se volvieran en micontra. Además, ¿cómo podía él entender? No erabebedor, no sabía lo que era necesitar un trago, ni loque un trago podía hacer por uno en un apuro. Yo que-ría vivir, no en un desierto, sino en un mundo normal. Ymi idea de un mundo normal era estar rodeada de genteque bebía; los abstemios no estaban incluidos. Estabasegura de que no podía estar con gente que bebía, sinbeber. En esto tenía razón; no me sentía a gusto conningún tipo de persona sin estar bebiendo. Nunca lohabía estado.

Naturalmente, a pesar de mis buenas intenciones yde mi vida protegida tras de los muros del hospital, meemborraché varias veces y quedé asombrada — y muytrastornada.

Fue en aquel momento cuando mi doctor me dio ellibro Alcohólicos Anónimos para que lo leyera. Los pri-meros capítulos fueron una revelación para mí. ¡Yo noera la única persona en el mundo que se sentía y com-portaba de esa manera! No estaba loca, ni era unadepravada; era una persona enferma. Padecía unaenfermedad real que tenía un nombre y unos síntomas,como los de la diabetes o el cáncer. ¡Y una enfermedadera algo respetable, no un estigma moral! Pero entoncesencontré un obstáculo. No tragaba la religión y no megustaba la mención de Dios o de cualquiera de las otrasmayúsculas. Si aquella era la salida, no era para mí. Yoera una intelectual y necesitaba una respuesta intelec-tual, no emocional. Así de claro se lo dije a mi doctor.Quería aprender a valerme por mí misma, no cambiarun apoyo por otro, y mucho menos por uno tan intangi-ble y dudoso como aquél era. Así continué varias sema-nas, abriéndome camino a regañadientes a través del

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ofensivo libro y sintiéndome cada vez más desesperada. Entonces, ocurrió el milagro. ¡A mí! A todo el mundo

no le ocurre tan de repente, pero tuve una crisis perso-nal que me llenó de cólera justificada e incontenible.Mientras bufaba desesperadamente de la cólera y pla-neaba coger una buena borrachera para enseñarles, misojos captaron una frase del libro que estaba abiertosobre la cama, “No podemos vivir con cólera”. Losmuros se derrumbaron y la luz apareció. No estaba atra-pada; no estaba desesperada. Era libre, y no tenía quebeber para enseñarles. Esto no era la “religión” ¡eralibertad! Libertad de la cólera y del miedo, libertadpara conocer la felicidad y el amor.

Fui a una reunión para conocer por mí misma algrupo de locos y vagabundos que habían realizado estaobra. Ir a una reunión de gente era una de esas cosasque toda mi vida —desde el día en que dejé mi mundoprivado de libros y sueños para encontrarme en elmundo real de la gente, las fiestas, y el trabajo— mehabía hecho sentir como una intrusa, y para ser parte deellas necesitaba el estímulo animador de la bebida. Mefui temblando a una casa en Brooklyn llena de gente demi clase. Hay otro significado de la palabra hebrea quese traduce como “salvación” en la Biblia, y éste es: “vol-ver a casa”. Había encontrado mi “salvación”. Ya noestaba sola.

Aquel fue el principio de una nueva vida, una vidamás completa y feliz de lo que nunca había conocido ocreído posible. Había encontrado amigos, amigos com-prensivos que a menudo sabían mejor que yo misma, loque pensaba y sentía y que no me permitían refugiarmeen una prisión de miedo y soledad por una ofensa oinsulto imaginarios. Comentando las cosas con ellos,grandes torrentes de iluminación me mostraban a mímisma como en realidad yo era, y era como ellos. Todos

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nosotros teníamos en común cientos de rasgos caracte-rísticos, de miedos y fobias, gustos y aversiones. Derepente pude aceptarme a mí misma, con defectos ytodo, como yo era — después de todo, ¿no éramos todosasí? Y, aceptando, sentí una nueva paz interior, y lavoluntad y la fuerza para enfrentarme a las característi-cas de una personalidad con las que no había podidovivir.

La cosa no paró allí. Ellos sabían lo que hacer conesos abismos negros que bostezaban, listos para tragar-me cuando me sentía deprimida o nerviosa. Había unprograma concreto, diseñado para asegurarnos a nos-otros, los evasivos de siempre, la mayor seguridad inte-rior posible. Según iba poniendo en práctica los DocePasos, se iba disolviendo la sensación de desastre inmi-nente que me había perseguido durante años.¡Funcionó!

Miembro en activo de A.A. desde 1939, al fin mesiento un miembro útil de la raza humana. Tengo algocon lo que puedo contribuir a la humanidad, ya queestoy peculiarmente cualificada, como compañera defatigas, para prestar ayuda y consuelo a aquellos quehan tropezado y caído en este asunto de enfrentarse conla vida. Tengo mi mayor sensación de logro al saber quehe tomado parte en la nueva felicidad que han conse-guido otros muchos como yo. El hecho de poder traba-jar y ganarme la vida de nuevo, es importante, perosecundario. Creo que mi fuerza de voluntad, una vezexagerada, ha encontrado su justo lugar, porque puedodecir muchas veces al día, “Hágase Tu voluntad, no lamía”… y ser sincera al decirlo.

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EL DESPERTAR DE UN VIAJANTE

En todos sus viajes, no podía eludir la botella ni a símismo, logró por fin emerger de una vida amarga ydesolada y llegó a ser uno de los primeros mensajeros deA.A. en Puerto Rico.

COMENCÉ a beber a la edad de dieciséis años, en laciudad de Nueva York. Años más tarde, mientras

trabajaba como viajante por toda la América del Sur ylas Antillas, de bebedor social me convertí en bebedorfuerte. Al llegar a la edad de 43 años, me di perfectacuenta de que tenía un problema con el alcohol, pues loque hasta entonces había considerado como un hábito,se había trocado en una obsesión de tal índole que nopodía pasármelas sin el “trago”.

Preocupado por ese problema, acudí donde dos psi-quiatras, uno del Presbyterian Medical Center y el otro,el Dr. X, asociado de uno de los más connotados psi-quiatras de Estados Unidos. El primero que fui a ver enel Centro Médico Presbiteriano, supo desentrañar loque me ocurría porque hasta me habló de AlcohólicosAnónimos, cuyo movimiento estaba para entonces enlos comienzos. Eso sucedió allá por el año 1939.Recuerdo que aquel médico me dijo que había oídohablar de un grupo de hombres y mujeres que estabanhaciendo algo eficaz para resolver su problema alcohó-lico y que si era de mi agrado conocer a esa gente podíaponerme en contacto con ellos. Pero A.A. no me intere-só en esa época y así se lo hice saber. De mi experien-

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cia con el otro psiquiatra haré mención más adelante. Comprendiendo que el problema de la bebida seguía

complicándoseme, decidí ir a Hot Spring, Arkansas, atomar los baños, pensando que me harían bien, y efecti-vamente, físicamente fue así porque estaba padeciendode artritis alcohólica y tuve gran alivio por cerca de unaño. Entonces comencé de nuevo a sentirme mal y fui aver al Dr. X, asiduo cliente de mi restaurant-bar. Medijo que no me ocurría nada, que no tenía por qué preo -cuparme ya que él creía que yo no tenía ningún proble-ma con el alcohol. Y me dijo que pronto pasaría por miestablecimiento para que nos tomáramos algunos tragosde Dubonnet. En efecto, el domingo siguiente el Dr. Xme dispensó una visita, obsequiándome con un par deDubonnets que gustosamente reciproqué con varios“Old Fashions”. A esos tragos siguieron otros, despuésde los cuales el mozo del restaurant y yo tuvimos quellevar al doctor a su casa porque estaba tambaleándose.

Al ver que los médicos no podían ayudarme a contro-lar la bebida, pensé que tal vez un cambio de ambientepodría librarme de esa tenaz obsesión alcohólica. Sabíaque estaba bebiendo exageradamente y no sabía a quéatribuirlo, si echarle la culpa a mi mujer por su carácterdominante, a mi socio, o a lo que fuera. La verdad esque no tenía la respuesta del porqué estaba haciendolas cosas que venía haciendo en mi negocio y en mi vidapersonal casi sin objetivos. De manera que puse manosa la obra, vendí mi participación en el negocio, di lamitad de lo que obtuve en metálico a mi señora y des-pués de conseguir algunas agencias de casas america-nas, me vine para Puerto Rico en 1941.

Después de mi llegada a la Isla, me hospedé en elHotel Palace, y a pesar de que traía varias botellas quelos amigos me habían dado al despedirme en NuevaYork para que trajera conmigo en el viaje y las cuales no

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había usado, y a pesar de tener también conmigo un parde cajas de vino “San Benito”, marca que representabaen Puerto Rico, por una semana me mantuve abstemioen tierra puertorriqueña. Entonces repentinamentecomencé a beber de nuevo, con tal ímpetu que a los tresmeses de continuas borracheras fui a parar al HospitalPresbiteriano. Allí estuve bajo tratamiento de un simpá-tico doctor que me recetó muchas vitaminas para forta-lecerme. Aquel médico bonachón, después que merepuse con el tratamiento vitamínico, me aconsejó queno bebiese licores fuertes; que cuando sintiera ganas debeber me tomara una botella de cerveza y todo marcha-ría bien. Claro está, el que le hable a un borracho de“una botella de cerveza” lo pone a pensar enseguida enuna de esas botellonas grandes de cerveza de cincogalones. De más está decir que el experimento de lacerveza no dio resultado.

Poco después de salir del Hospital Presbiteriano esta-lló la Segunda Guerra Mundial, paralizándose mi nego-cio debido al gran descenso en las importaciones. Apesar de ese revés, decidí quedarme aquí. Un buenamigo me ofreció un empleo, que acepté, en elGobierno Federal, como capataz. Me aseguró que deahí subiría pronto a otro puesto mejor. Así ocurrió.Trabajé en ese puesto por uno o dos meses cuando cier-to día vino a hablar conmigo un oficial del ejército quese estaba haciendo cargo de la transportación generalpor mar y tierra del equipo pesado del ejército. Le caíbien porque notó que hablaba bastante el castellano y seenteró de que yo había vivido aquí por algunos años. Mepropuso que trabajase al lado de él cumplimentando susinstrucciones. Con el permiso del Superintendente deConstrucciones que me consiguiera el primer empleo,pasé a trabajar como asistente administrativo a las órde-nes del oficial, devengando una buena paga. Duré en

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ese empleo hasta 1944. Durante ese período no bebítanto como antes debido a la disciplina a que estabasujeto, estando bajo órdenes de oficiales. También pare-ce que el oficial conocía al dedillo mi debilidad porquecuando se imaginaba que estaba llegando algún períodopeligroso para mí, me mandaba tranquilamente a Cuba,a Antigua o a cualquier punto cercano. En esas ocasio-nes yo lo contemplaba de hito en hito diciéndome: “Estetipo me conoce mejor que yo mismo”. Si acaso inquiríapara qué me mandaba a ese sitio, él replicaba: “Preparesu equipaje y adelante. Allá es donde lo necesitamosahora”. La verdad es que yo no tenía nada que hacer enninguno de esos lugares y era de suponer que queríadarme una semana o dos para que me desquitara de mi“sed”, bebiendo todo lo que yo quisiera. Pero sucedíatodo lo contrario. En aquellos sitios no bebía tanto comohubiera bebido en Puerto Rico pues estaba entre coro-neles y otros superiores que allí frecuentaban.

Cuando la guerra estaba para cesar y todos se perca-taban de eso al ver que disminuía el trabajo en las ofici-nas, apenas si había transportación y los negocios ibanestancándose, cogí una borrachera colosal. Me quedéen la casa y como borracho al fin, me dispuse a celebrarsin pérdida de tiempo el acontecimiento del cese dehostilidades que aún no había tenido lugar, bebiéndomeno sé cuántas cajas de whisky escocés; después remachécon ron y antes de que me echaran presenté la renun-cia porque sabía que si no lo hacía me iban a poner“AWOL” (ausente sin licencia). Así fue que aceptaronmi renuncia, pudiendo dar gracias a Dios de que mirécord en el gobierno federal sea bueno.

Tuve la suerte de que los barcos comenzaron a mover-se de nuevo, trayendo carga a la Isla con regularidad,precisamente cuando conseguía una magnífica repre-sentación con la que devengué mucho dinero. En vez

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del borrachón diario me volví entonces un borrachónperiódico. Cuando recibía el cheque de la casa a fines demes entraba enseguida en una borrachera de varios díasy al regresar a la oficina recuerdo que siempre mi secre-tario salía para coger la suya y permanecía fuera comouna semana. Tal parecía que nos turnáramos en el traba-jo y la bebida de común acuerdo. El pobre vendedor eraquien se volvía loco entre “dos locos”, pues era él unmuchacho que no tenía ningún problema con la botella.

Eso prosiguió así hasta el año 1945, cuando por cier-to motivo que no viene al caso, renuncié la representa-ción que tenía para hacerme cargo de otra. Me dientonces a beber más y más y así de bebedor periódicovolví otra vez a la fase de bebedor diario. Poco a pocofui abandonando mi negocio de una manera lastimosa.No iba apenas a la oficina y me pasaba la horas en elUnion Club bebiendo licor, hasta que llegó el día enque francamente me daba bochorno de que mis amigosme vieran siempre allí tomando. Algunos me pregunta-ban: “¿Cuál es el motivo?” Y yo les respondía: “¡Sisupiera el motivo se lo diría! ¡No sé! ¡No sé por québebo así!”

Así fui de mal en peor hasta que comencé a frecuen-tar cantinas de ornato mucho más pobre. Me iba a bus-car los lugares humildes — allí me pasaba la mañanatomando ron. Iba luego al apartamento a dormir un parde horas para pasarme después el resto del día bebien-do hasta las diez o las once de la noche.

Ante esa crítica situación comprendí que el alcohol meestaba aniquilando y en vano trataba de librarme deaquella lucha desigual. A propósito, recuerdo que enmedio de esa borrasca puse en juego un experimentopara ver si lograba arreglarme. Una mañana, mientrasesperaba que abrieran una cantina, me encontré con unraro sujeto continental, vistiendo pantalones sucísimos

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que una vez fueron blancos y zapatos de esos que usanlos trabajadores del fango. El individuo se me acercódiciendo: “¡Buenos días! ¿Tiene un cigarrillo?” Le di elcigarrillo. “¿Tiene usted un fósforo?” Le di el fósforo. Yya le iba a preguntar si quería que me fumara el cigarri-llo por él para completar la obra, cuando me interrogó sipodía sentarse junto a mí. “La calle es pública y puedeusted acomodarse dondequiera”, repuse. Estábamos sen-tados cerca del bar que yo visitaba y que estaba esperan-do que abrieran. “¿Qué espera usted aquí?” me pregun-tó. “Pues espero”, le dije, “a que abran ese pequeño barpara tomar el ‘trago de los nervios’”. Se me quedó miran-do y me dijo: “¿Sabe usted de dónde vengo yo ahora?Pues vengo de la cárcel. Estaba preso por borrachera. Notenía con qué pagar los dos pesos de multa. ¿Podría serusted tan bondadoso que me pagara un ‘trago’ cuandoabran ahí?” Le dije que no tenía ningún inconvenienteen complacerlo y cuando abrieron la cantina, al servírse-nos los ‘tragos’, por primera vez en mi vida se me ocurrióque si yo lograba enderezar a aquel tipo borrachón quizápodría él ayudarme a aguantar la bebida. Eso me aconte-ció sin que supiera todavía nada de AlcohólicosAnónimos. Como él era un poco más vivo, me dijo que sicomprábamos un litro de ron rendiría más que ordenan-do la bebida por vasitos. De manera que compramos ellitro, con su correspondiente Seven Up y hielo, y nospusimos a charlar. Entonces vino a verme un mensajeroy guardaespaldas que yo tenía y a quien cariñosamentellamaba “Mundito”. Le dije al continental que iba apagarle un recorte y una afeitada en la barbería deenfrente y que no se preocupara por el “trago” que leenviaría ron y Seven Up con “Mundito” para que bebie-ra mientras lo arreglaba el barbero. Después que serecortó lo llevé a mi apartamento, hice que se diera unbaño y se cambiara la ropa. Fuimos a un restaurant

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donde él comió opíparamente mientras yo bebía, con-templando el cambio que ya se notaba en el porte delsujeto. Eso sucedía en la época en que yo me retirababorracho a dormir a las diez de la noche y cuando le dijeque iba a acostarme, él me pidió que lo dejara dormir enel suelo. Me contó que había estado durmiendo realengodebajo de las casas. En vez de dejarlo dormir en el suelolo puse a dormir en un canapé mientras yo me acostabaen la cama. Como de costumbre, al otro día tempranoestaba de regreso en la cantina. El me acompañó nueva-mente y así pasó otro día. Ese día sucedió algo que noesperaba. Yo guardo mi dinero en el bolsillo del chaque-tón y además tenía algunos pesos en el baúl, que teníatrancado. No desconfiaba de aquel tipo; pero como a lasdos de la mañana — yo no sabía que él había salido — seme presentó con un par de “hembras” y unos guitarristas.Huelga decir que eso no me cayó en gracia. Le dije quese fuera con todos ellos al infierno. Mandó la gente a quese retirara y se acostó. Cuando me levanté al otro díanoté que me faltaban cinco pesos. No dije nada mientrasestábamos en el apartamento. Cuando llegamos a la can-tina pedí un Seven Up y él se me quedó mirando. “¿Quépasa?” y le dije “No pasa nada. Tenía cinco pesos en mibolsillo y han caminado. Yo no sabía que los billetestuvieran patas”. Compungido me confesó que había cogi-do los cinco pesos. No cogí coraje. Sencillamente le dijeque se fuera de mi lado. De manera que no resultó comoesperaba el experimento.

Después de eso no pensé en otra cosa nada más queen seguir bebiendo. No tenía la menor idea de trabajar.Estaba en un hoyo. No sabía cómo salir. Al cabo enfer-mé. Los pies se me hincharon. Llamé al médico. El doc-tor que vino a verme me dijo que habría que sacar elfluido de las piernas con una aguja. Me hizo recluir en elHospital Presbiteriano donde me atendió otro amigo

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médico quien logró poner mis piernas en buen estadosin necesidad de usar agujas.

Más o menos había acabado con mi negocio y moral-mente no me sentía con ánimo de ir a visitar a la cliente-la, a pesar de que no tenía nada que reprocharme de mimanera de proceder para con ella. Decidí volver a NuevaYork y un buen amigo me consiguió prioridad en avión. Eldoctor antes de partir me había recetado un elixir quecontenía un gran por ciento de alcohol. Cuando todos misamigos me repetían: “No bebas”, me daban una medicinaprecisamente a base de alcohol. Al llegar a Nueva Yorktuve que averiguar ciertas cosas sobre el status domésticomío. No sabía si estaba casado o divorciado. Después queme puse al tanto de esas cuestiones y en vista de mi serioproblema con la bebida, mis familiares me llevaron a unareunión de Alcohólicos Anónimos. Estaba bajo la influen-cia del alcohol. Tratábase del Grupo Manhattan, que cele-bra reuniones en la calle 41 y 8va. Avenida. Hice muchaspreguntas. Quería saber qué clase de negocio promovíany les pedí me dijeran dónde estaban los borrachos porqueallí no veía ninguno. Me dieron algunos folletos y me dije-ron que las puertas de A.A. estaban abiertas y que cual-quier día que cambiara de idea, fuera a visitarles. Les dilas gracias y les supliqué que perdonaran la molestia queles había dado con mis comentarios. Ya estaba para salircuando me tropecé con Herman, sobrio pero con el “bailede San Vito” y le dije: “¿Tú cómo te mantienes sobrio?” alo que respondió sereno y sentencioso: “¡Pues mirando aborrachos como tú!” Ese sí fue un gran disparo certero.No pude menos que reconocer que allí había algo.

La familia quería que pasara la noche en el aparta-mento de mi esposa, a lo que yo me negué por motivosque ellos desconocían. Fui al hotel y noté que mi caja dewhisky había desaparecido. Busqué la cartera y vi quetambién me habían quitado la plata, que no era mucha.

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Entonces llamé a mi ex socio y le pedí prestado cincuen-ta pesos que me entregó personalmente. Aquella nocheyo iba a decidir mi problema en una cantina. Esa era miidea, pero no sé por qué cambié de pensamiento y medije. “Voy a comer algo, jamón y huevos, y café”. Nohabía comido ese día. Después de comer cogí un taxique me llevó al hotel y antes de llegar paré el taxi paraentrar a la cantina donde pedí una cerveza en recipien-te pues no se podía expender licores después de las11:00. Me dio el recipiente y me llevé al hotel la cerve-za que coloqué en la parte de afuera de la ventana paraque no se calentase, mientras me quitaba el abrigo, arre-glé la lámpara y comencé a leer los folletos deAlcohólicos Anónimos. A medida que leía las historiasme decía: “¡Ese mismo soy yo! ¡Ese soy yo!”

No bebí aquella cerveza. Esa fue la primera noche enmucho tiempo que dormí sin alcohol y sin temores. Alotro día me levanté. No me sentía muy bien, natural-mente, y pedí mantecado con soda una y otra vez hastael punto que el mozo llegó a preguntar: “Mantecado ysoda, ¿y no quiere jamón y huevos?” Y volví a pedirlemantecado y soda.

Esa misma noche fui a una reunión de A.A. Al entrarme dijeron los muchachos: “¡Caramba, no le esperábamostan pronto de vuelta!” “Pues aquí me tienen”, respondí:“He leído esos folletos y ahora sé que aquí hay algoimportante para mí. Quiero saber cómo puedo conseguireso que ya tienen ustedes. A eso vengo, a buscarlo”.

Desde esa noche memorable estoy en AlcohólicosAnónimos, sin haber tenido dificultades con el alcoholen todos esos años, excepto al comienzo cuando tuveuna pequeña recaída de diez días. Han sido años verda-deramente gratos de sobriedad los que he disfrutado ysigo disfrutando en Alcohólicos Anónimos, a base delplan de 24 horas.

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Creía poder dominar los frenéticos altibajos de labebida, hasta verse precipitado sin recursos hacia laúltima parada. Pero la Providencia le tenía reservadootro destino.

NACÍ en el pueblo de Naguabo, en la costa orien-tal de Puerto Rico, que tan famoso se hiciera

allá por la época de la Ley Seca, pues a sus playas can-tarinas llegaba el mayor cúmulo de veleros contraban-distas de bebidas alcohólicas de toda la isla.

Mi padre era uno de esos bondadosos agricultoresboricuas. Por aquel entonces se hallaba en magníficascondiciones económicas, pero al transcurrir de los añosvinieron los reveses de la postguerra y, al agudizarse lacrisis de 1930, se convirtió en otra de las víctimas delcolapso financiero. Era un bebedor fuerte y ese golperudo de la mala fortuna, le sirvió de motivo para hacerde la bebida bálsamo de consolaciones. Aunque sólo eraun chiquillo, recuerdo que mi hogar era el centro defrecuentes francachelas en las que mi padre agasajaba asus íntimos amigos con suntuosos banquetes y bebidasexquisitas. El ambiente divertido de aquellos jolgorios,había de dejar una huella indeleble en mi memoria,pues en mi infantil pensamiento me daba a imaginarque cuando fuese mayor y ganara dinero, yo iba a sertan obsequioso y divertido como mi padre. Mientrastanto, el alcohol fue haciendo cada vez más precaria lasituación del hogar. En el año 1936 mi padre se trasla-

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dó con toda la familia a la capital. Acá pensaba él hallarmejores oportunidades para ganar dinero y educar a laprole. Sin embargo, su quebrantada salud, debido alestrago causado por la bebida, cedió en ese mismo añoa la inclemencia de las parcas y murió, quedando nues-tro hogar huérfano, pobre y entristecido.

Yo estudiaba en la Escuela Superior y al ver las difi-cultades que confrontaba mi buena madre, decidí aban-donar las aulas para ayudarla. Pronto conseguí una colo-cación de ascensorista en un banco. Animado de losmejores propósitos durante los primeros meses mecomporté como todo un joven juicioso y abstemio. Pocodespués comencé a ensayar, tomando algunas copas lossábados y domingos por las noches, pero de una mane-ra muy moderada. Más tarde, en 1942, obtuve empleoen una agencia federal y aquí comencé a beber torren-cialmente, a tal extremo que faltaba a menudo a mi tra-bajo. Para esa época, ya el licor estaba interfiriendo enmi vida de hogar y en mi vida de trabajo.

Para el año 1943, según hoy puedo percatarme, habíapasado la línea imaginaria que separa al bebedor fuertedel bebedor alérgico y el compulsivo alcohólico. Tra -bajaba en el Departamento del Interior y mis “bebela-tas” se prolongaban aún después del fin de semana,teniendo que beber muchas veces durante los días labo-rables, debido a la sed irresistible por el licor que medevoraba. Precisamente en aquel período fui llamado aexamen físico por el ejército para entrar en las honrosasfilas del Tío Sam. De más está decir que acudí al exa-men sufriendo los estragos de la borrachera estruendo-sa que me había durado diez o doce días, despidiéndo-me de todos los amigos de bohemia y dando vítoresclamorosos por la causa de la libertad, ¡cual si fuese yaun soldado alistado camino de la guerra! Ay, pero losdoctos médicos del ejército no vieron en mí el gran

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“prospecto” que yo imaginaba. Al ser llamado para exa-men, me hallaba en estado físico tan calamitoso quetodo mi cuerpo temblaba cual árbol frágil azotado porun ventarrón. Al notar el doctor mi quijotesca contextu-ra me mandó a sacar la lengua —cuentan los reclutasque allí estaban que hasta mi lengua temblaba como unala en revuelo y casi no podía sacarla— y después deanotar mi descorazonador peso mosca de 104 libras, notuvo más alternativa que rechazarme. Me dieron cua-renta y siete centavos para la transportación de regresoal hogar. Al salir me reuní con dos o tres jóvenes quetambién habían sido rechazados y en el primer restoránque hallamos en las afueras del campamento Buchanan,cogimos una sonada borrachera con los centavos delpasaje.

Llegué a mi hogar por la noche completamente ebrio.Al inquirir mi madre lo que me había acontecido, le dijecompungido que me habían rechazado, haciendo bienpatente mi pena a guisa de excusa para la próxima borra-chera, que fue atronadora, pues me sirvió para decantar“la gran injusticia” que conmigo se había cometido al nodarme la oportunidad de ir a pelear por la democracia.

Después de ese episodio que, como dije antes, marcael inicio de mi derrota alcohólica, me propuse arreglarmi vida. Había tomado exámenes del Servicio Civil ycuando menos lo esperaba, recibí una terna para empleoen el gobierno insular. A pesar de la resolución quehabía tomado en el sentido de ajustarme a una vidamoderada, tan pronto recibí mi primer cheque volví alas andanzas bebiendo descontroladamente. Trabajabacomo pagador en la Lotería de Puerto Rico y tenía quehacer de tripas corazones —y aquí cabe la frase— conlos nervios tan alterados como siempre los tenía, parapoder contar el dinero de los premios sin equivocarme.Fue menester que suplicara a mi buen jefe que me diera

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otro puesto en que no tuviera que intervenir ni conbilletes ni con el público, pues las miradas curiosas de lagente me desconcertaban. Aquel hombre bondadosoaccedió y pude trabajar G.A.D., bajo sus órdenes en elotro puesto, a pesar de mis ausencias, sin ser despedido,hasta el año 1946. Pero me daba perfecta cuenta de queera un hombre derrotado; de manera que decidí renun-ciar mi empleo e irme para Estados Unidos, pensandoque un cambio de ambiente me sería favorable.

Así lo hice y un buen día embarqué para el Norte enel transporte de guerra “Marine Tiger”, arreglado paraservicio de pasajeros entre San Juan y Nueva York. Metocó de compañero un viejo amigo de “parranda” quellevaba en su camarote varias botellas de licor. Aunquetemeroso, acepté el primer “trago” que, como de cos-tumbre, fue el preludio de una recia borrachera paraambos durante el transcurso de la travesía. Me acostababorracho, me levantaba borracho y pasaba el día borra-cho en el barco. No sé ni cómo ni cuándo pasamos fren-te a la Estatua de la Libertad. ¡Y eso me sucedía a pesarde los propósitos que llevaba de enmendar mi vida y serun hombre distinto en el nuevo ambiente de la granmetrópoli! Después del desembarco, al llegar a la casade unos parientes que me recibieron jubilosos, hice otravez la resolución de enmienda.

Por algunos días las cosas marchaban según me habíaprometido; pero a los parientes se les ocurrió celebraruna fiestecita para festejar mi llegada. Y ahí fue Troya.Cogí una borrachera A-1. Al día siguiente, bajo los efec-tos torturantes de la terrible “cruda” uno de mis primosme invitó a que fuese con él a Palisade Park para dis-traerme un rato. Pensé que si se trataba de “un parquede recreo” efectivamente, iba a componerme recreán-dome. Pero la recreación allí era violenta. A instanciasdel primo monté con él en un coche, nada menos que la

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“montaña rusa”, que se elevaba y descendía con rapidezvertiginosa, escalofriante… Al salir a tierra después dela corrida mis canillas temblaban y mi garganta se meapretujaba como sí algo la anudase. Estaba loco por unbuen trago para calmar mi sistema y fui rápido a unacantina. En vez de uno pedí dos tragos largos que notardaron en serenarme, mientras discurría si “Palisade”tendría alguna relación con “palizada”.

El castigo que estaba recibiendo de S.M. el alcoholera ya demasiado y con la mayor formalidad puse enpráctica, después de este incidente, mi gran propósitode enmienda en el nuevo ambiente. Esta vez por lomenos me enderecé un poco. Conseguí una colocaciónen una importante casa exportadora hispanoamericanay durante tres meses me mantuve en total abstinencia.

Pero cuando más seguro de mí mismo me creía tuveun nuevo coqueteo con el licor. Asistí a una fiesta delDía de Acción de Gracias en un Centro Español. Habíael tradicional pavo y bebida abundante. Acercóse unsimpático españolito a mí, diciéndome: “Veo que sedivierte poco. Tómese una copita de Cognac Domecq,que es alimenticio y le alegrará.” Rechacé la copadiciéndole que no usaba licor, mientras la miraba con elrabo del ojo. “Tómela, no le va a hacer daño” insistió,“¡es uvita pura de la Vieja España!” “Oh, no, no, muchasgracias” le dije, haciendo el último esfuerzo por librar-me de la tentación. Al rato se me acercaron unos ami-gos boricuas para que mirase a través de la ventana.Estaba nevando a cántaros. Al percatarse de que yo noestaba bebiendo, con pícara seriedad me dijeron que enNueva York había que tomar whiskey porque si no pes-caba uno una pulmonía. Eso bastó. Rápido, con tanplausible excusa, apuré un enorme trago de whiskey, yluego otro, y otro. Al poco rato era yo el más alborota-dor de la fiesta y naturalmente, el más borracho. Al día

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siguiente continué tomando durante todo el día, y pro-seguí la borrachera viernes, sábado y domingo. El lunesamanecí enfermo. Cuando volví al trabajo ya había otroen mi puesto. Me habían despedido.

De ahí en adelante mi vida en la metrópoli neoyor-quina fue un desastre. De vez en cuando hacía trabajos“extras” de cantinero, de lavaplatos, de lo que fuese,con tal de conseguir dinero para beber. Me convertí enuna carga onerosa para mis parientes quienes se vieronen la necesidad de escribirle a mi señora madre paraque mandara el pasaje de retorno a Puerto Rico porqueellos no podían bregar ya más conmigo.

Llegué a Puerto Rico derrotado. Mis sueños doradosrodaron hechos añicos y sólo me quedaba el remordi-miento, el desconsuelo y la frustración. Afortunada -mente mi querida madre me había hecho las diligenciaspara una colocación valiéndose de cierto amigo político,y no tardé en empezar a trabajar en el Departamento deAgricultura y Comercio, en la Sección de Información.Ese empleo se prestaba para que bebiera a mis anchas ylo obtuve precisamente cuando mi obsesión alcohólicahabía llegado a su punto culminante. Bebía todos losdías, ausentándome del hogar frecuentemente. Mi santamadre salía a buscarme por calles y mesones de San Juany Santurce. Cuando llegaba al hogar estaba completa-mente borracho sin que pudiera apenas subir la escalera.

Ante esa pavorosa situación, mi madre hizo arreglospara hospitalizarme. El 9 de diciembre de 1949, día enque se me dio de alta, recibí la visita de una dama con-tinental que me habló de Alcohólicos Anónimos y meinvitó a una reunión, a la cual acudí. Me interesó laidea, pero estaba lleno de complejos y reservas. Dadami temprana edad, todavía no quería resignarme a laderrota. Pensaba que en alguna forma podría bebermoderadamente. Esas reservas me llevaron a beber otra

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vez y para enero de 1950, fui despedido fulminante-mente de mi empleo. Este fracaso en el trabajo, sirvióde pretexto para que me entregase a una continuaborrachera. Recuerdo que el 31 de enero fui a buscarmi último cheque. Invité a un amigo de parranda ycompré un litro de ron. Dije al amigo que me esperaraen el bar mientras iba a llevar a mi madre algún dinero.Ella al verme me imploraba que no continuase ingirien-do licor, asegurándome que estaba destruyendo mi viday amargando la de ella. Pero como alcohólico derrotadoal fin, no hice caso. Regresé a la taberna y no volví alhogar hasta que no me sentí totalmente borracho,exhausto y semi inconsciente.

Desesperada, mi madre recurrió a la ayuda de la reli-gión. Mi situación era horrible, pues estaba al borde deldelirium tremens. Fuimos a un servicio religioso dondeme aconsejaron y tocaron a las puertas de mi corazón,despertando fibras sentimentales que hasta entonceshabían estado durmientes. Valiéndome de la ayuda reli-giosa, permanecí en la abstinencia alrededor de diezmeses (y aquello era un récord para mí); sin embargo,todavía albergaba la esperanza de que después de recu-perarme física, moral y espiritualmente, podría bebercon control como otras personas lo hacían.

Durante esos meses de sobriedad estuve en algunasreuniones de Alcohólicos Anónimos, pero siempre conla reserva mental de que en un futuro no lejano podríaconvertirme en un bebedor moderado. Hasta que llegóel día en que me dispuse a hacer la prueba, que resultóla debacle. En enero de 1951 me encontraba en las mis-mas condiciones calamitosas, físicas y mentales, en queestuviera en febrero de 1950. Durante cinco o seismeses estuve zozobrando en el maremágnum del alco-hol. Allá para la primera semana de julio fui a parar conun compañero de empleo a mi famoso pueblo natal de

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Naguabo. (Hoy día ese amigo es un entusiasta y asiduomiembro de Alcohólicos Anónimos). La borrachera quecon él cogiera en aquella época, se prolongó por tresdías, mientras mi madre desesperada en Santurce, mebuscaba por todos los mesones. Alguien le puso un tele-grama para que fuera a buscarme y en la mañana del 8de julio me trajo al hogar. Todo ese día, que era lunes,y al otro día, martes, estuve recluido en cama, dándomecuenta de que en realidad yo no podía beber normal-mente, que yo era un enfermo alcohólico y que seguiríasiendo un alcohólico para toda la vida. Imploré a Diosfervorosamente para que me indicara el camino aseguir. Poco rato después, me levanté para ir al come-dor a beber agua y al fijarme en el almanaque vi que eramartes y en seguida pensé en la reunión que celebrabaesa noche Alcohólicos Anónimos. El resto de ese día lasletras de A.A. aparecían como dos símbolos de salvaciónen mi mente y hasta me parecía oír que alguien lashacía sonar como dos campanadas junto a mi lecho, ysentía que mi espíritu revivía con un entusiasmo y anhe-lo de renovación que nunca había experimentado. Esanoche, bien temprano, encaminé mis pasos hacia laCasa Parroquial San Agustín, en Puerta de Tierra, dondecelebraba sus reuniones el Grupo San Juan de Alco hó -li cos Anónimos. En esa reunión memorable para mí, del9 de julio, por primera vez me di cuenta del problematan grande que tenía con el licor. Me convencí de queera un enfermo y que mi salvación estaba en AlcohólicosAnónimos que tan gratuitamente me ofrecía el medioeficaz para arrestar el insidioso padecimiento alcohólico.Vi entonces con claridad meridiana lo que por año ymedio no había podido comprender, debido a que mimente no había sido lo suficientemente receptiva: lanecesidad que tenía de dar con sinceridad y sin ningunareserva el primer paso del programa de recuperación.

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Esa noche mi admisión fue incondicio nal. Acepté quesoy impotente contra el alcohol y que mi vida se habíahecho indisciplinable, y me dispuse a seguir con humil-dad y entusiasmo, en su cronología y secuencia, los otrosonce Pasos del programa recuperativo.

Desde entonces he ido progresando en A.A., siguien-do los axiomas “poco a poco se va lejos” y “lo primeroprimero”, que es la sobriedad.

Muchas han sido las bendiciones que Dios ha derra-mado sobre mí desde que A.A. me franqueara la puertaque conduce a una nueva forma de vida. He alcanzadouna existencia relativamente feliz, sujetándome al plande 24 horas. Mediante la meditación y la oración, a par-tir del 9 de julio de 1951 hasta el día de hoy, he ido acer-cándome más y más a mi Poder Superior, que llamoDios y cuantas veces siento desasosiego, elevo a El laPlegaria de A.A., para que me conceda en todo momen-to, la serenidad para aceptar las cosas que no puedacambiar, valor para cambiar lo remediable y la sabiduríanecesaria para conocer la diferencia.

Un dato curioso para mí en el transcurso de mi placen-tera sobriedad en Alcohólicos Anónimos, es el hecho deque Dios parece derramar sus bienaventuranzas mejoresen mi nueva vida el día 9. Un día 9 de septiembre de1951 conocí a la que es hoy mi adorada esposa y tambiénfue un día 9 el de mi boda. Un día 9 mi esposa me obse-quió con un hijo, que nació el mismo día del primer ani-versario de nuestra boda.

Todo esto lo he logrado a virtud del Programa deRecuperación de Alcohólicos Anónimos… y algo más, lainmensa satisfacción que siento al mirarme en los ojosde mi madre y ver en ellos reflejada la felicidad.

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PODÍA AGUANTAR MUCHO BEBIENDO

Parecía tener una mayor resistencia al alcohol quesus compañeros de parranda. Acabó agotado, sin lamenor esperanza de poder rechazarlo. Desamparado,desesperado, encontró a A.A.

HACE algún tiempo ante un grupo de hombres ymujeres, con humildad y sinceridad, admití que

soy un alcohólico y a la hora que escribo estas líneasestoy sobrio, sintiéndome relativamente feliz al lado demis seres más queridos.

No es una degradación admitir que soy alcohólicopuesto que la ciencia médica ha reconocido que el alco-holismo es una enfermedad. Además, me parece que esuna demostración de buen sentido común aceptar laderrota y hacer algo eficaz para arrestar la enfermedad,en vez de andar borracho por esos mundos de Dios.Debo indicar, sin embargo, que no es fácil llegar a estaconclusión porque a nadie le agrada declararse derrota-do. Pero en el caso del alcohólico, al admitir la derrotase coloca uno en la senda del triunfo en el camino deuna nueva vida.

Llegué al movimiento de Alcohólicos Anónimos el 17de marzo de 1950 y he podido arrestar mi enfermedad,día a día, 24 horas a la vez, según se me indicó por losmiembros de más experiencia en el Grupo San Juan laprimera noche que asistí a una reunión de AlcohólicosAnónimos. Si menciono la fecha es para dejar demos-trado que A.A. funciona y no para hacer alarde de ello,

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pues mañana podría estar borracho como el más borra-cho, ya que llevaré siempre conmigo la enfermedad delalcoholismo y sólo me separa de una borrachera ese“primer trago” que no es sino veneno para mí.

Cuando asistí a mi primera reunión de A.A. yo busca-ba una tabla de salvación. Sabía que el alcohol estabadestrozando mi vida y la de los que me rodeaban, perono podía librarme del poder que sobre mí ejercía el mal-dito licor. Había probado todo cuanto estaba a mi alcan-ce: la religión, la medicina, el espiritismo, los remedioscaseros, y todo, todo resultaba ineficaz, aun los consejosde mi santa madre y los de mi buena esposa. Ninguno deesos recursos y remedios me había dado resultado posi-tivo y de ahí que cada día que transcurría me hundieramás y más en la arena movediza en que zozobraba.

Empecé a beber en la época en que entraba en vigoren Puerto Pico la prohibición y lo hice como todo bebe-dor social, aunque noté que aparentaba tener mayorresistencia para la bebida que mis compañeros deparrandas. Eso me hizo sentir bien por ese prurito demuchacho inexperto que no sabía el riesgo que había decorrer con el uso y abuso de la bebida. En aquellos díasse decía que el que no tomaba algunas copas no era unhombre. Hoy lo veo de distinta manera gracias a esePoder Superior que yo llamo Dios.

Al correr del tiempo los tragos pasaron a jugar unpapel importante los fines de semana. Comenzaba conlos viernes sociales y terminaba el domingo. Más tardese me hizo difícil el levantarme para ir a trabajar ellunes después de un fin de semana tan borrascoso y,como dicen que “un clavo saca otro clavo” nada mejorentonces que un buen trago para calmar los nervios.Aquí, amigo mío, fue donde empezó el problema en mivida. Ya estaba el alcohol tomando un puesto prominen-te en mi rutina diaria.

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En el año 1942 surgió una de esas cosas que le suce-den a los hombres jóvenes por falta de experiencia y esofue suficiente para llenarme de complejos y alejarme demis buenos amigos creyendo que el mundo se me habíacaído encima. No supe afrontar la situación y usé elmaldito licor como un escape, costándome esto el pri-mer fracaso de mi vida. Fui obligado a renunciar a unpuesto con el Tío Sam como resultado del uso excesivodel alcohol.

Teniendo nosotros los alcohólicos una sobrenaturalprotección divina, no tardé en conseguir otro trabajomejor. Pero éste tampoco duró mucho. Me parecía quemis superiores estaban acechándome para eliminarmede él y como me sentía culpable de algo que a mi enten-der había hecho —cosa que no existía— renuncié a esacolocación.

En el año 1945 fue cuando empecé a sentirme ver-daderamente enfermo. Deprimido, lleno de complejosy de temores, decidí cambiar de ambiente e irme aEstados Unidos a empezar una nueva vida. Puedo ase-gurar que era sincero en mi propósito, pero abrigaba laesperanza de que algún día yo podría beber como losdemás. No admitía la derrota. Al llegar a aquel paísprometí a mi madre y a mis hermanos permanecersobrio y expliqué a ellos mi propósito. ¡Tantas prome-sas que hemos hecho y ninguna hemos cumplido! Pudemantenerme sobrio por cuatro meses, pero un día,encontrándome solo y sintiéndome infeliz por la vidamonótona que llevaba huyendo del licor, decidí entrara una barra a buscar compañía. Entré en aquel malditositio sin la menor intención de ingerir un trago.Escuché alguna música y empezó mi mente alcohólicaa divagar, haciéndome la siguiente pregunta: “¿Por quéesas damas que están alrededor de esa barra puedentomar y yo no? ¿Acaso soy menos que ellas en la cues-

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tión del trago? Voy a probar, pero esta vez la bebida nome dominará. Yo soy un hombre. Pondré a trabajar mifuerza de voluntad y pararé cuando quiera”. Ordené unvaso de cerveza. Esta vez iba a cambiar la bebida poruna más suave, pues yo era bebedor de ron y whiskey yno uno de cerveza. La cerveza no me haría daño —pensaba yo. Pude controlarme y a las tres cervezas mefui a mi casa. No había sucedido nada. Me sentía feliz.Pude pasar la semana sobrio, pero al siguiente domin-go tuve que ir a parar al mismo sitio. Ya no había otracosa en mi mente que aquella barra. Esta segunda vezme embriagué un poco, pero llegué sin novedad alhogar. No sabía que estaba jugando con fuego. Estoquedó demostrado al tercer domingo. Volví a emborra-charme, pero esta vez desastrosamente. Fue tan gran-de la borrachera como la última que había dejado atrásen Puerto Rico. Continué bebiendo y mi hermano mayorme hizo abandonar su casa, pues le estaba crean do pro-blemas a él y a los demás. Decidí vivir solo, pero estotampoco dio resultado.

En el año 1947 decidí casarme con la que hoy es miesposa. Los primeros meses bebí periódicamente, algu-no que otro día, pero cuando empezaron a surgirpeque ños problemas en el hogar volví a la carga repeti-damente. Mi esposa trató de ayudarme todo lo quepudo, pero no le fue posible hacer nada por mí.Continué mi carrera desenfrenada y sufrí una de lasexperiencias más grandes de mi vida al tener querecluirme en un hospital de psiquiatría. Pude estarsobrio por un tiempo a base de miedo, pero el miedopoco a poco se me fue quitando, olvidé esa triste expe-riencia y volví a beber.

Son muchos los tropiezos que tuve en mi vida alcohó-lica, y ahora quiero relatar mi última experiencia, la queme dio a conocer al Grupo de A.A.

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Hacía dos meses que estaba sobrio haciendo unesfuerzo sobrehumano. Un pequeño problema emocio-nal me llevó a ese primer trago y volví a caer en laderrota, pero gracias a Dios, para conseguir el triunfo.Estuve bajo los efectos del licor por espacio de cincomeses. Pedía a Dios todas las noches antes de acostar-me que me alejara de ese primer trago al siguiente día.Visité a mi doctor, me sometí a los tratamientos másrigurosos; visité templos religiosos y nada de eso fueefectivo. Pero como siempre digo, llegó un día en quemi Poder Superior oyó mis ruegos. En aquellos días detortura y llevando una vida muy insegura, conocí a unjoven —hoy mi buen amigo y compañero de A.A.—quien tenía el problema de la bebida igual que yo yestaba buscando solución al mismo. Este buen hombreme dijo que existía un grupo de ex borrachos que sereunía para mantenerse sobrios, todas las semanas. Mesorprendí mucho al oír que se trataba de “ex borrachos”que se reunían para resolver su propio problema. Perodecidí visitarlos.

Era viernes, 17 de marzo de 1950, la fecha que marcóese mi Poder Superior para que yo empezara una nuevavida. Nunca podré olvidar aquella noche. Entré a aquelpequeño salón lleno de complejos, de rencores y demiedo. Estaba muy nervioso. Creía que iban a recrimi-narme por las faltas que había cometido. Pero cuál nosería mi asombro al ver la sinceridad con que se me tra-taba y al ver la humildad con que aquellos hombres ymujeres admitían ser alcohólicos. Me sentí mejor, puesen aquel momento me di exacta cuenta de que no esta-ba solo y que este grupo de hombres y mujeres de A.A.estaba presto a ayudarme. Fue tal mi alegría, que pedípermiso para decir algunas palabras. Tenía muchascosas en mi adentro que me estaban mortificando yesperaba que se me presentara una oportunidad como

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ésa para decírselas a alguien que entendiera mi proble-ma. Ese era el momento anhelado, estaba entre losmíos y sabía que iban a entenderme.

Esa misma noche, para bien mío, con humildad y sin-ceridad admití ser un alcohólico.

Desde entonces he permanecido sobrio día a día, lle-vando siempre en mi mente, a cada paso que doy, elhecho de que soy un enfermo alcohólico y que conozcola solución a mi problema: Dios y Alcohólicos Anónimos.

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A.A. LE DIO LA LUZ QUE NECESITABA

De niño, los vecinos le pusieron el nombre “lechuza”por dormir toda la noche en el monte. A.A. le ofreció unnuevo y verdadero amanecer.

MI INFANCIA fue muy triste, pero muy triste; fueun pasado muy difícil de olvidar. Mi padre un

ebrio consuetudinario, no se preocupaba nunca de mimadre, de mis hermanas; menos de mí, su único hijo.

Descuidó mi educación por dedicarse por completo ala bebida; y más doloroso todavía, se olvidó de nuestracomida, de nuestro vestuario y hasta del más pequeñitojuguete que tanto deseé y tanto envidié a los que sí lopodían disfrutar; mi pobre madre era la imagen delmismo dolor, era una esclava víctima del vicio (decía yo)de su esposo, y víctima del esfuerzo que tenía que rea-lizar para medio vestir a sus seis hijos.

Lo normal para nosotros era que mi padre llegaraebrio y casi siempre a ultrajar a mi madre. Nosotros(hijos) nos refugiábamos en los matorrales ya que vivía-mos en el campo. Por tal motivo los vecinos nos llama-ban por el sobrenombre de las lechuzas, ya que nohabía semana que no nos tocara dormir en el monte.

Yo nunca pensé que mi padre sufriera una enferme-dad (alcoholismo) y por tal motivo tuve muchos resen-timientos hacia él y hasta llegué a odiarlo.

Todas esas humillaciones, escándalos, problemas quese vivieron en casa, me dejaron desarmado moral, espi-ritual y sicológicamente para enfrentarme a la vida, y me

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hizo un ser totalmente insociable, con muchos comple-jos que paso a paso me fueron encerrando en la soledad;llegando a ser un pobre desdichado, enfermo moral-mente, sin voluntad ni ilusión de la vida, me encontrécondenado a transitar por el mundo solo y triste.

Tuve que retirarme del colegio por la vergüenza queme daba el hecho de estar mendigando entre mis com-pañeros, para que me prestaran sus libros de estudio, yaque a mi padre no le alcanzaba sino para beber: esadecisión hizo que tuviera que marcharme de mi casa. Yasí empezó mi carrera alcohólica, lejos de mi madre queal fin y al cabo era mi único consuelo; empecé a beberpara disipar la tristeza de estar lejos de mi casa. Deregreso a mi hogar, después de unos años, ya bebía porcualquier cosa: porque me disgustaba con la novia oporque estaba contento con ella, cuando ganaba elSantafecito de mi alma o cuando perdía, en fin cual-quier pretexto era bueno para beber.

¡Qué tragedia Dios mío! cuando llegué a A.A. ya eratotalmente un irresponsable que no ganaba ni para ves-tirme, únicamente para beber.

De pronto, en esa tragedia en 1972 no sé cómo meencontré trabajando con un miembro de A.A., quien sinpérdida de tiempo me invitó a una reunión de A.A.; porla necesidad del trabajo acepté acompañarlo, mas no por-que considerara que mi problema era la bebida; él nuncame dijo que mi problema era ese, pero eso sí, me llevabaconstantemente a reuniones. Duré acompañándolocomo dos años sin aceptar mi enfermedad, pero lo queme causó impresión fue el ejemplo que él me daba en sudiario vivir y eso me hizo reflexionar sobre mi vida, sobremi pasado y en 1974 a regañadientes acepté mi proble-ma, que mi vida era ingobernable y que con el alcohollógicamente la agravaba más; desde esa fecha soy un A.A.

Después de dos años de estar en la cuerda floja, expe-

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rimenté la más hermosa y productiva experiencia queme regaló A.A., como fue el darme la oportunidad dedesarrollar el sentimiento de servir en algo a los demás;y sin saberlo en ese entonces el más beneficiado fui yoy mi familia. A través del servicio, al principio con unsentimiento equivocado, buscando satisfacer mi ego, fuidescubriendo una transformación en mi insociable einsensible personalidad; poco a poco me di cuenta deque no todo había terminado para mí. A.A. a través detodo su programa me mostraba un camino a seguir, aun-que con dificultades, con muchas perspectivas para elfuturo, si yo así lo deseaba.

La experiencia que he experimentado a través de losdiferentes niveles de servicio, las satisfacciones, loslogros y también las dificultades, es algo inolvidablepara mí y que con palabras no se puede expresar. Comoservidor he cometido muchos errores, pero siempre hetratado de aportar algo a mi comunidad; día a día mepreparo emocionalmente, intelectualmente y sicológi-camente, porque, al menos a nivel de mi zona, soy unlíder y un líder debe pensar más con la cabeza que conel corazón y por eso debe prepararse constantemente.

Hoy, después de 12 años en el programa, deseo queA.A. cada día esté más disponible, y seguir colaborandoun poco para ello. A.A. y Dios me han devuelto la luzque yo necesitaba, y deseo que aquellos que están entinieblas también algún día puedan ver la luz de la vida,y que si algún día mis hijos tienen problemas con labebida, A.A. tenga las puertas abiertas para ellos.

Gracias a Dios, gracias a A.A., gracias a mi padrino ya los compañeros que me han regalado sus experienciasy por su confianza muchas gracias, porque por todosustedes, hoy estoy disfrutando la felicidad de vivirsobrio.

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HASTA LA FLOR MÁS BELLA SEMARCHITA CON EL ALCOHOL

Frustrada en sus aspiraciones intelectuales, estamujer se fue en busca de la libertad, sólo para encontrarla esclavitud de una borracha. A.A. le quitó las cadenas.

ESCRIBIR MI HISTORIA no me resulta sencillo. Narrarlaante los grupos de compañeros Alcohólicos Anóni -

mos no ha sido difícil, puesto que he tenido facilidad depalabra y, al fin y al cabo “las palabras se las lleva el vien-to”, pero escribir lo que fui, lo que me sucedió y lo queahora soy, es algo que por un lado me da miedo y por elotro me fascina.

Creo que dos problemas en mi edad infantil fuerondeterminantes para crearme un tipo de personalidadinsegura, origen de muchos de mis defectos de carácter.

El primero se originó a la edad de cuatro años cuan-do mi madre trajo al mundo a mis hermanos gemelos(niño y niña) y yo sentí que vinieron a quitarme el lugarde “reina del hogar”. A partir de aquel momento bus-qué de mil formas agradar a los demás para sentirmeaceptada.

El segundo, basado en mi inseguridad, originó unadependencia emocional casi patológica hacia mispadres, y como el carácter de ellos nunca fue estable, yoviví con mis emociones a la deriva y de acuerdo a susvariantes estados de ánimo.

Por lo demás, viví una vida de pequeña-burguesa,cimentada en una educación católica y con algo que

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siempre me ha ayudado muchísimo: la práctica constan-te de algún deporte. De niña fui una buena nadadora,pero el temor a no llegar a ser “la mejor” me hizo aban-donar un equipo donde empezaba a realizarme bien.Esa ha sido una característica de personalidad que meacompañó hasta hace muy poco: fui de “o todo, o nada”.

Mi paso de la niñez a la pubertad sucedió a la edadde once años. En aquel entonces tuve mi primer con-tacto con el alcohol; mi madre preparaba tés de canelacon ron para aliviar los cólicos mensuales y yo me aficio-né a tomar varios cada período, hasta que me dormía.Recuerdo que me encantaba esa sensación de “dejadez”que sobrevenía.

Por esa época fue cuando ingresé en las “Guías”,donde fui realmente feliz: Conocí a un Dios bondadosoque me llenaba de paz espiritual: supe que “dando escomo recibimos”; y conocí el sentimiento de amor a lanaturaleza, que afortunadamente nunca perdí.

A los 14 años me convertí en una jovencita físicamen-te atractiva; terminé la secundaria con un buen prome-dio en una escuela pública que me encantó. También aesa edad cambié mis actividades de fin de semana porlas de ir a tomar café con muchachos de mi edad y asis-tir a mis primeras fiestas. Fue mi época del despertar delsexo y la sublimación del amor. Me consideraba unachica muy profunda y sin intereses materiales, por loque buscaba muchachos que estuvieran de acuerdo conmi forma de pensar. Para mí, el amor era lo más impor-tante del mundo.

En aquel tiempo, mis principios morales eran muyfuertes y sentía un gran miedo al castigo, tanto de Dioscomo de mis padres, lo que me permitió vivir la adoles-cencia tranquila y de acuerdo a los intereses de mismayores, aunque de ninguna manera significaba que yoestuviera de acuerdo con todo lo que se me decía: me

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paralizaba el miedo, más que la convicción de estaforma de ser, pensar y vivir.

Al terminar la secundaria, me frustré porque mipadre no me permitió ingresar en una preparatoriapública, lo que me ocasionó una serie de resentimientoshacia él. Ingresé a una escuela de monjas, donde empe-cé a decepcionarme de la religión debido a ciertas acti-tudes mezquinas que observé: La directora (madresuperiora), era la antítesis de la humildad. Poco antesde terminar el primer año, renuncié a seguir estudian-do allí: el ambiente de niñas ricas y monjas hipócritasme era insoportable. Me cambié a una academia desecretarias en inglés-español, donde cursé una carrerabrillante con muchachas de mi clase social.

A la edad de 18 años y con mi título de Secretaria,entré a trabajar en la Universidad Nacional en uno desus institutos de investigación científica.

Considero que en ese momento se inició un procesode cambio tanto en mi ideología como en mi filosofía dela vida: la mayoría de los científicos tenían a la Cienciapor Dios y, como yo los admiraba y respetaba, suinfluencia me fue penetrando lentamente. Al mismotiempo me nació la afición por las lecturas feministas ytomé un curso en la Carrera de Letras donde analiza-mos varias novelas de crítica social Latinoamericana.Todas estas influencias gestaron en mí a una mujer dife-rente; empezaba a vivir crisis existenciales y a tenerserios problemas con mi padre, al que consideraba clá-sico “macho hispano”.

Históricamente, el país vivía el movimiento estudian-til de 1968. En el ambiente en que yo me movía, habíaconferencias, mesas redondas, películas, etc., sobre lasituación social, económica y política del país, desde elpunto de vista de los intelectuales de izquierda. Minatural inclinación hacia los desposeídos (basada en mi

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filosofía cristiana), favoreció que, poco a poco, miestructura mental fuera cambiando hasta convertirmeen marxista… de café. Me fascinaba ir a una cafeteríadonde se reunían bohemios y comunistas, ¡ese era milugar preferido de toda la ciudad!

Entonces viví un noviazgo que yo considero largo(cuatro años) con un muchacho que estudiaba la carre-ra de Física. Al principio fui muy feliz con él, pero alcabo, nuestra relación empezó a deteriorarse. Dis cu -tíamos mucho; era muy posesivo y celoso; me prohibióingresar a estudiar la preparatoria (lo que para mí eramuy importante, porque yo soñaba ser algún día estu-diante universitaria y me sentía frustrada por no ha -berlo logrado con anterioridad). Al fin vino la rupturainevitable.

Mi crisis existencial se agravó. Vi cómo a dos de mishermanas les iba muy mal en sus matrimonios y la infe-licidad de la mayoría de los matrimonios que conocía.Mi acentuado “feminismo” se agravó cuando me perca-té de la infidelidad masculina general, situación quenunca vi en casa de mis padres.

Pensé: “¡A mí eso nunca me pasará!” Creí que la“relación perfecta”, debería ser para mí la unión libre.Realmente estaba muy influenciada por autoras comoSimone de Beauvoir y Rosario Castellanos, también poruna maestra feminista de la Facultad de LetrasEspañolas.

Decidí “cambiar de aires”. Viajé durante mes y mediopor el extranjero. Llevaba la esperanza de encontraruna respuesta a todas mis inquietudes al salirme de unambiente que me agobiaba.

Cuando subí al avión tuve una sensación de libertad.Por primera vez manejaría las riendas de mi carreta. Mesentía optimista, hermosa y tenía fe en mí misma y, deuna u otra forma intuía que mi vida cambiaría a partir

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de ese momento. ¡Efectivamente cambió: empezó ladebacle!

En España aprendí que vivir con un poco de vino“entre pecho y espalda”, era agradable.

Allá todo el mundo bebía durante la comida y en lacena; en el internado en donde me alojé nos ponían enla mesa todas las botellas de vino que quisiéramos con-sumir. Por las tardes acostumbrábamos ir a tomar un“chato de manzanilla con pinchos”, y por las nochesdespués de la cena, íbamos a las “peñas” a beber en“porrón”, en lo que me volví una campeona. Pensé:“esto es felicidad: Al fin me liberé de miedos, angustias,complejos, represiones, prejuicios y perfeccionis-mos…” ¡Se había iniciado mi carrera alcohólica!

Hubo un síntoma alarmante que no capté en todo susignificado: Una tarde se me “apagó el switch” en elcomedor y desperté al otro día, en mi habitación; sentícomplejo de culpa, ese sentimiento que se volvería tancaracterístico después de mis borracheras.

Cuando regresé a mi país, venía decidida a ser unamujer diferente: Ingresé a estudiar la preparatoria, porlas tardes; en las mañanas seguí trabajando en la univer-sidad, e inicié una relación liberal con un científico quehabía conocido en mi trabajo y con el cual me sentíaplenamente identificada: me enamoré de él profunda-mente.

Por supuesto mi nueva vida vino acompañada degrandes conflictos familiares, (mi padre nunca aceptómi situación y mi madre, al principio tampoco) pero elvino y el amor me daban valor y confianza.

Así viví casi toda mi actividad alcohólica. Él era unbebedor fuerte; no recuerdo que pasáramos juntostiempos libres sin beber.

Al principio fue muy excitante. Ambos trabajábamosen la universidad. Él me alentaba en mis estudios; me

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había propuesto llegar a ser universitaria y, con suayuda, sin duda lo conseguiría. Sin embargo los fines desemana bebíamos muchísimo; las lagunas mentales sevolvieron rutina, aunque todavía no las identificabacomo tales y me decía: “me quedé dormida, ¡eso estodo!” Pero, en un viaje después de una borrachera, élse enojó conmigo y fue así como descubrí que, dentrode mis borracheras, había períodos en los que yo seguíaactuando maquinalmente pero luego no recordaba loque había sucedido.

En aquella época ingresé a la Facultad de CienciasPolíticas y Sociales, y me volví de izquierda radical; ahípertenecí a un Grupo Estudiantil donde estudiábamosEl Capital, de Marx, y, con mi pareja, éramos sindicalis-tas de nuestro trabajo y como tales, participamos envarios movimientos huelguísticos.

Sin embargo toda mi vitalidad de esos años, decayócuando él realizó un viaje largo al extranjero y me dicuenta de la dependencia emocional tan enorme quetenía hacia su persona. En su ausencia tuve la peorlaguna mental hasta ese momento; perdí mi coche en elaeropuerto al irlo a recibir y tuve que vivir experienciasmuy desagradables que me hicieron reflexionar: “tal vezsoy una alcohólica …” me dije.

En ese tiempo, mi hermana la mayor, regresó deEstados Unidos en donde había conocido el programade Alcohólicos Anónimos, aunque ella casi no bebe;tenía amigos que asistían a los grupos y me dio un“autodiagnóstico” para que decidiera por mí misma siera alcohólica o no. Lo contesté honestamente ¡y supeque era una alcohólica!; sin embargo no acepté asistir alos grupos por miedo a dejar de beber… para siempre.Y empecé un largo peregrinar de cerca de dos añosdonde traté de aprender a beber: dejé las bebidas fuer-tes y sólo tomé vino; me reprimía y no bebía hasta el fin

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de semana; trataba de dosificarme las copas… peroirremediablemente llegaba a la pérdida del control y laborrachera terminaba en una laguna mental y la conse-cuente resaca moral.

Mi inseguridad se acentuó. Envidiaba el prestigioprofesional de mi pareja. Cada día me volvía más pose-siva y celosa. Me estaba amargando y busqué una salidaequivocada: quise adquirir seguridad en la coquetería.

Sé que todas esas fueron manifestaciones del avancede mi alcoholismo y consecuentemente de mi locura.

Por supuesto la relación con mi pareja se deterioró ya mis veintiocho años de edad, derrotada ante mí mismay consciente de mi principal problema, mi alcoholismo,me separé de él.

Viví nueve meses de infierno. Traté de no beber abase de fuerza de voluntad, con la práctica del yoga, conejercicio… ¡pero no lo logré! Llevaba dos meses nues-tra separación cuando llegué a mi fondo alcohólico.Vivía con una amiga y supe que él saldría de viaje; mecomuniqué con él y me propuso que en su ausenciaocupara el apartamento si lo creía conveniente. Y así lohice. Allí, en la soledad, sin él, bebí muchísimo, auto -agrediéndome, lacerándome y con la idea del suicidiocomo única salida. Al amanecer, ebria, quise trasladar-me a mi trabajo en mi auto y perdí el control… Cuandovolví en mí estaba en el fondo de un pequeño barranco,ilesa físicamente, pero totalmente destruida mental yespiritualmente. ¡Había llegado al fondo de mi sufri-miento!

Anímicamente estaba tristísima; el sentimiento desoledad me aislaba; sentía lástima de mí misma, ¡estabacompletamente derrotada por el alcohol!

Algunos meses después, en noviembre de 1979, lesupliqué a mi hermana: “¡Llévame a un grupo deAlcohólicos Anónimos!” Con gran esfuerzo había acu-

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mulado un mes sin beber, lo que me permitió entenderalgunas de las experiencias que oí, y pude identificarmecon ellas.

En el grupo, la mayoría de la gente estaba contenta ytranquila. Me felicitaron por haber tenido el valor decruzar la puerta de un grupo de Alcohólicos Anónimosy algunos me contaron sus historiales. Me agradó. Sentíun puente de comunicación con ellos; por primera vezen mi vida sentí que había llegado al lugar al cual per-tenecía: ellos también habían llegado sintiéndose com-pletamente solos y fracasados. Supe que esos son senti-mientos comunes entre las personas que tenemosproblemas con nuestra forma de beber.

Salí del grupo con la esperanza de cambiar. ¡Unnuevo cambio! Quería darme una oportunidad. Sin con-cienciarlo me había derrotado ante el alcohol y habíadecidido dejar mi problema en manos de un PoderSuperior amoroso, que para mí, en aquél entonces, erael grupo de hombres y mujeres que habían logrado algoque yo no podía: vivir contentos y tranquilos sin beber.

El grupo al que llegué, sesionaba martes, jueves ysábados. A partir de ese momento empecé a asistir conregularidad y a tratar de seguir humildemente las suge-rencias de mis compañeros; yo sabía que para mí nohabía alternativa posible, debería de actuar como medijeran aunque mi razón, muchas veces, no estaba deacuerdo con su filosofía, y otras veces ni siquiera enten-día el lenguaje que utilizaban.

Han transcurrido cuatro años desde aquel día y gra-cias a Dios y al programa de Alcohólicos Anónimos nohe vuelto a beber. Cambios trascendentales en mi per-sonalidad se han ido sucediendo atribuibles al programade A.A., por lo que lo conceptúo como un programa devida nueva.

Llegué y ya no bebí. Esto fue vital y aunque acepta-

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ba de corazón mi alcoholismo, no podía aceptar que mivida había sido ingobernable. Durante mi primer añoen A.A. persistí en mis actitudes y me conformaba conno beber y cumplir con mis obligaciones cotidianas, quecomo perfeccionista que soy, había incrementado de talmanera que no me dejaban tiempo ni para respirar.Vivía compulsivamente: trabajaba, estudiaba, hacíayoga, asistía a mis juntas de A.A., corría de madruga-da… pero también me alejaba de la gente, tenía miedode ser agredida, me sentía marginada e inferior. Ya sinel anestésico del alcohol, resurgieron todos mis comple-jos e inseguridad. Los fines de semana comía y dormíatambién exageradamente.

Por otro lado, durante ese primer año sin beber mellené de resentimientos hacia mis padres: los culpabapor mi alcoholismo. Parecía que nunca podríamos vol-ver a vivir en armonía.

El segundo año conocí al compañero que habría deser mi padrino en A.A. Con su orientación descubrí quemi principal problema era el espiritual: ¡Había enterra-do a mi espiritualidad en lo más profundo de mi incons-ciente y eso me hacía estar profundamente amargada yresentida con todo lo que me rodeaba! Aprendí a per-donarme y a perdonar a mis padres: regresé a vivir conellos, porque, como me dijo mi padrino: “Tienes queaceptar tu origen y necesitas reparar los daños que hasocasionado. Sin esas dos cosas, no podrás empezar aprogresar dentro del programa de AlcohólicosAnónimos”.

Le hice caso, pedí perdón a mis padres y regresé avivir con ellos; sin embargo, mis resentimientos no mepermitían vivir armónicamente. En la tribuna del grupoacepté en voz alta todo lo que me molestaba y poco apoco el malestar fue desapareciendo.

Mi padrino desempeñaba un servicio dentro de A.A.,

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y yo andaba con él “de la Ceca a la Meca”; trabajé eninstituciones que atienden a alcohólicos, en reunionesde información al público en la capital y en el interior,lo acompañé a pasar el mensaje a otros alcohólicos, visi-té cárceles… En fin, viví por primera vez el placer deservir al prójimo y de ser útil.

Sin embargo la experiencia más importante en eseaño fue la de sentir que la idea de Dios no era incom-patible con mi nueva manera de pensar y vivir. Tuveesperanza y fe en un cambio profundo que me ofrecie-ra la tranquilidad interior.

Considero que en ese año aterricé de un largo viaje:volvía del mundo de la locura.

Un Poder Superior me devolvía el sano juicio y cono-cí al fin una existencia equilibrada. Al tercer año de minueva vida, la relación con mis padres y mis parientesen general, mejoró muchísimo.

Terminé la carrera de Sociología. Y empecé a disfru-tar mi trabajo como técnico académico en una depen-dencia del gobierno. Liberada de ciertos complejos deinferioridad, emprendí el viaje hacia el conocimiento demí misma, paralelamente a la aceptación de mis caren-cias: Trabajé defectos tales como la envidia, la ira, lagula, la lujuria, el perfeccionismo, la autoconmiseracióny los resentimientos, con los medios que nos brinda elprograma de A.A.

Mi cuarto año en A.A. fue bellísimo: ¡encontré elamor! Un compañero de la comunidad me ha hechoinmensamente feliz. El amor me ha permitido un equi-librio emocional y un crecimiento espiritual comonunca hubiera soñado alcanzar.

El día de nuestra boda sentí que Dios me entregabaun libro en blanco y me daba la oportunidad de escribirnuevamente mi historia en base a todo un pasado deerrores, sufrimientos y algunos aciertos.

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Hoy mi marido y yo disfrutamos de la alegría de vivir.Creo que hacemos una buena mancuerna dentro de losgrupos de Alcohólicos Anónimos. Esperamos un bebé.

Las viejas ideas de que el matrimonio y la maternidadno eran para mí, se han ido.

Hoy me amo y me respeto, amo y respeto a mi mari-do y empiezo a amar y respetar a mi prójimo.

Vivo… ¡muy sabroso!

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Oficial de Marina, descubrió que no era “capitán desu alma”. La bebida le hizo perder su brújula y le pilo-tó al naufragio. En A.A. recuperó su norte.

EN ESTA FECHA, hace 12 años, un día desperté en unasala extraña. Abrí los ojos y el fuerte olor a desin-

fectante más el sinnúmero de aparatos médicos que merodeaban, hicieron que me diera cuenta de dónde esta-ba. Me toqué la cara y noté que dos tubos de plásticosalían de mis orificios nasales. Mis antebrazos estabanpinchados con agujas también conectadas a tubos deplástico y uno de ellos venía de una botella de suero quecolgaba de un gancho.

De repente me llegó un poco de claridad mental porhaberse despejado la nube que obstruía mi cerebro ymis pensamientos comenzaron a tener sentido.

Estaba en una sala de cuidado intensivo en una clínicade Guayaquil. Había estado al borde de la muerte. Lossusurros del personal médico y las caras atemorizadas delos pocos familiares que me visitaban, me indicaron quemi estado era crítico. Concentré mis pensamientos tra-tando de encontrar una razón y de pronto, vino a mimente la escena del día anterior cuando en desespera-ción había tomado una sobredosis de barbitúricos con laintención deliberada de poner fin a mi trágica vida.

Cerré los ojos otra vez e hice un recuento mental delos sucesos que me habían llevado hasta el borde de lamuerte.

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Nací en un pequeño puerto de un pintoresco país enla costa del Océano Pacífico de Sudamérica, el Ecuador.Pueblo tan pequeño como era, toda la gente se conocíay especialmente se conocía a mi familia debido a que mipadre era el gerente de la única sucursal bancaria de lapoblación. Mi padre, hombre de muy buena educacióny de reconocido buen comportamiento moral, cristianoen principios y acción, respetado y apreciado. Mi madre,una mujer bella procedente de una familia prominentede la provincia, educada en los Estados Unidos, domi-naba tanto el idioma inglés como el español. Era muyquerida y festejada por su franqueza de carácter ydones sociales.

Irónico, pero como era natural en nuestro medio, fuiextremadamente mimado por mis padres y demás fami-liares, de tal manera que me convertí en un niño muymal educado durante ese período de tiempo. Algo terri-ble, a mi parecer, me sucedió a esa edad; un cuarto hijofue agregado a la familia y justamente desde que nacióempecé a odiar a mi hermanito menor. Imaginé quesolamente había venido a quitarme el lugar que ya yotenía en la familia. Me había despojado de esa coronaimaginaria que yo creía haber llevado como el príncipede la familia.

Mi padre acostumbraba a tomar un vaso de vino demesa con todas sus comidas. Un buen vino que impor-taba de Francia ya que se creía era el mejor vino delmundo. A mi hermana y hermano mayores y a mí, senos permitía tomar un vaso de sangría que consistía enmedio vaso de vino con medio vaso de limonada dulcey hielo. ¡Cómo me gustaba esa bebida! Me gustaba nosolamente el aroma sino también ese sentimiento debienestar que me causaba. Yo siempre pedía un segun-do vaso para el cual mi padre nunca dio su consenti-miento. Un buen día, a la edad de ocho años, muy

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secretamente tomé una jarra de limonada, suficientehielo y armado con la llave del sótano donde se guarda-ba el generoso vino, bajé y empecé a prepararme ybeber la suficiente sangría hasta que experimenté la pri-mera laguna mental de mi vida.

Todo lo que recuerdo es que cuando volví en mí, mimadre estaba parada al frente mío con un látigo en lamano. Así es que fui castigado, no solamente con el láti-go sino que además fui confinado al dormitorio por unasemana y no me fue permitido ir a un gran encuentrode box que se realizaba ese fin de semana. Todos esoscastigos me dolieron mucho pero no fueron de ningúnbeneficio porque a mí me continuó gustando el sabordel vino y principalmente el efecto que me producía.

Yo tenía diez años de edad cuando se levantó una revo-lución militar en el país que causó la quiebra del bancopara el cual trabajaba mi padre. Se vio precisado a ven-der la magnífica residencia que teníamos y nos mudamosa la capital. Yo ocupaba el tercer lugar en una familia decuatro, una hermana y hermano mayores y mi hermanitomenor. Ya no era el benjamín de la familia pero yo nuncaacepté ese hecho. Siempre seguí tratando de reconquis-tar el puesto de predilecto que tuve por siete años. Ya nose me mimaba ni se me consentía pero yo seguía siendoun engreído de mí mismo, En mis años de adolescente,cada vez que tenía la oportunidad de beber alcohol, lohacía con mucho agrado porque la bebida me hacía sen-tir como si fuera el “rey de todo el mundo”.

Era yo ya un joven de catorce años cuando se celebra-ba haber logrado el primer envase de un primer coci-miento de cerveza en una fábrica en la que mi padretenía participación. La cerveza corría entre los emplea-dos quienes bebían alegremente. Naturalmente, yo tam-bién me uní al júbilo y bebí cerveza hasta sentirme ya“todo un hombre”. De regreso a la casa, sintiéndome un

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“super macho” empecé a molestar con intenciones sexua - les a una empleada joven que había sido criada con nos-otros más como un miembro de la familia que como unasirvienta. Esto causó graves disgustos a mis padres quie-nes me reprendieron enérgicamente, pero a mí mesiguió gustando el efecto que me producía cualquierbebida alcohólica.

Durante mi niñez fui considerado como un mucha-cho de conducta desordenada, sin embargo pude termi-nar mi escuela. Como adolescente mi vida continuósiendo la misma, agravada por esporádicos episodios debebida excesiva. Esto continuó hasta que ingresé a laEscuela Naval donde los cadetes no teníamos permisopara beber, así es que no tomé ni un solo trago durantelos cuatro años siguientes. Pero llegó el día de la gra-duación y después de la ceremonia, durante el baile depromoción, un oficial más antiguo, brindándome uncóctel, me dijo que un miembro de la Armada tenía quetomar y consecuentemente tenía que aprender a beber.Desde ese día en adelante empecé a tratar de aprendera tomar sin que jamás pudiera lograrlo.

Siendo ya adulto, un oficial y una persona de muchashabilidades, pues tenía don de gentes, humor muy fino,alegría innata, inclinaciones artísticas musicales, dibujoy pintura, bailarín, siempre fui considerado buen com-pañero en los deportes y mi amistad era codiciada. Sepensaba que mi éxito en la vida era una cosa asegurada.Sin embargo, desde algunos años atrás, ya minaba en míla base misma de la existencia de una enfermedad queen esa época no se reconocía como tal.

Tratando de escapar de mi vida licenciosa, contrajematrimonio creyendo que así tomaría menos. Pero nofue ese el caso. Me retiré del servicio en las fuerzasarmadas, ingresé en la marina mercante, fui capitán deun barco, pero esos cambios no dejaban de ser nada más

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que escapes. En el año 1950, cuando ya tenía 33 años,sentí la necesidad de escapar otra vez. El estado cadavez más agravado de mi vicio me hizo emprender la másfácil huida a mis propias flaquezas. Con una amante ydigna esposa y dos hijos pequeños emigré a los EstadosUnidos. Me radiqué en Los Angeles. El cambio en mivida fue dramático. Trabajé como jefe de ventas y dise-ñador, estudié y practiqué la ingeniería mecánica. Lafamilia creció con la llegada de dos hijos más, y con elamor de mi esposa los criamos a todos ellos en una casaque compré dentro de un típico barrio residencial nor-teamericano.

Pero siempre llevaba clavadas en mis espaldas las des-piadadas y agobiantes garras de la dolencia alcohólica.El aplastante peso de mi enfermedad fue demasiado ydesmoronó la unidad familiar. Perdí toda la fe que algu-na vez tuve en Dios y me burlaba irónicamente de losprincipios religiosos y morales que se me habían dadodesde niño. El divorcio se hizo inevitable. Perdí buenasoportunidades de trabajo y me transformé en un paria.

Sacando fuerzas de donde ya no había casi ninguna,después de vivir veintitrés años en los Estados Unidos,decidí escapar nuevamente. Vendí la casa y me fuguégeográficamente a mi país de origen. Siempre llevandoa cuestas mi tristeza, mis fracasos y mi incurable enfer-medad. Poco me duró el capital que llevé. Cuando mevi sin un centavo, sin un amigo, sin una salida, sin Diosni ley, creí que para mí había una sola fuente de paz: elsuicidio.

Después de un mes de permanecer entre la vida y lamuerte en el hospital, me recuperé en algo físicamentey regresé a casa de uno de mis hijos en California. Mialcoholismo se hizo más agudo entonces, estaba ya enla última etapa de la fatal enfermedad. Borracho, un“wino” completo, me quedaba dormido en los callejo-

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nes de la ciudad. Unos dos o tres tragos del vino másbarato que pudiera conseguir, era lo único que necesi-taba para entrar en la inconsciencia de la borrachera.La única manera de no darme cuenta de que todavíaexistía. Mi vida había quedado reducida a un ensayo devergüenza y dolor.

Fue de ahí, de ese estado de postración y desgracia,de donde me sacó la mano de ayuda de AlcohólicosAnónimos. Mi hijo había hablado previamente y habíasido informado que irían a verme solamente si era yoquien lo pedía.

La angustia era inmensa, mi desesperación era indes-criptible, pero justamente esa situación en que mehallaba en esos momentos, hizo que aceptara el conse-jo de mi hijo y le pidiera que llamara a A.A.

Los A.A. no se hicieron esperar. Una llamada telefó -nica y 30 minutos después llegaron en mi ayuda. Mesaludaron como si fuéramos viejos amigos, pidieron café—algo inusitado para mí ¿alcohólicos que beben café?—y se sentaron cómodamente a conversar conmigo. ¿Quéme dijeron? No lo sé, pero sí recuerdo que después deuna hora se despidieron dejando en mí un pequeño rayode esperanza. Sí, pequeñísimo, pero aún así pude distin-guirlo a distancia. Al día siguiente me llevaron a una reu-nión de grupo. Tembloroso y desaseado como estaba, fuirecibido muy cariñosamente. Se trataba de una reuniónde aniversario. De uno en uno fueron pasando a la tribu-na. Primero el miembro que cumplía su aniversarioseguido por otro que había sido su padrino.

Los pasajes de sus vidas que narraban iban dejandohuellas un poco más profundas en mí y así empezó miproceso de identificación. Me parecía que hablabanúnica y exclusivamente para mí. Lo que más me gustófue la franqueza y sinceridad que vi en todos ellos.

Todos me decían “Keep coming back” y yo seguía

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yendo. Me divertía mucho el ambiente de sana camara-dería que existía. Había días en que me desanimabaporque creía que necesitaría mucha fuerza de voluntadque yo no tenía, pero todos me decían que lo que yonecesitaba era buena voluntad. Empecé a ver que yo notendría que emprender una fuerte y encarnizada batallacontra quien yo creía era mi peor enemigo, el alcohol.Comencé a darme cuenta de que mi verdadero enemi-go era yo mismo. Estos A.A. me hacían ver que miadversario era mi propio ego. Me hacían comprendercon claridad que para luchar contra este enemigo nece-sitaría la ayuda de un Poder Superior.

La herencia que yo había recibido de mi mal com-prendida religión era que yo había nacido equivocado.Que sin reglamentos y sin guardianes que vigilaran aldemonio que había en mí, torrentes de veneno y demaldad se desencadenarían naturalmente de mi serpara devastar y destruir todo lo bueno que había en micamino. Vi que se había presentado un conflicto en milarga vida. La pregunta había sido ¿yo o Dios? Yo mehabía escogido a mí, a mi propio y querido ego. Peroesto lo había hecho muy secretamente. Durante mijuventud había sido un agradable y aceptable hipócrita.Que Dios, siendo el espía cósmico que yo creía que erapara mí, y que yo, sabiendo que estaba equivocado, mehabía convertido en un normal, moderno y culpablealcohólico-neurótico.

Por estos doce años pasados, todo parece habersetransformado de una jornada de ser “debido a” en otrajornada de ser “a pesar de”, y el responsable de esto esel milagro de Alcohólicos Anónimos. Lo que yo creíaser solamente una comedia de desobediencia moral, desexo y de alcohol, ha sido transformada por el programade los Doce Pasos, en una lección de despertar al cono-cimiento consciente. No eran pecados los que había,

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era solamente la separación de Dios, la falta de unidad.Antes había existido una separación consciente de unPoder Superior, separación consciente de los demásseres humanos y eventualmente, una desintegración demí mismo. A.A. y su programa de los Doce Pasos hanhecho que yo pueda unificar a mi ego, mi mente y miespíritu.

Hoy en día tengo el convencimiento en lo más pro-fundo de mi ser, de que en la vida existe solamente unpeligro para que todo se convierta en problemas. Elpeligro de la separación. Permitir que el ego gobiernela vida separado de la mente y del espíritu. Pero tam-bién estoy convencido de que hay una sola salvaguardiapara ese peligro. El convencimiento de la existencia deun Poder Superior, sinónimo de Vida, Bondad, Dios.En A.A. empecé a unificar mi vida de separación con elprograma de los Doce Pasos. Admisión, convicción y libe -ración. Limpieza de casa y mantenimiento. Todo esto esuna nueva vida para mí, pero no solamente nueva, tam-bién es la vida más maravillosa que yo jamás haya vivi-do. Vivo en una total espera de guía y dirección, y laobtengo. Y si alguien me pregunta: “¿Cómo lo sabes?”Tengo la más simple de las reglas en el mundo para con-testar. Nunca lo he pasado tan bien. Mi vida en A.A. esla única buena vida que he conocido. La única vida queha sido fácil y sencilla durante mis largos años de exis-tencia. Estoy viviendo los mejores años de mi vida. Vivouna vida de gratitud porque no he bebido licor desdehace doce años, porque vivo en paz conmigo, con missemejantes y con Dios.

Desde el invierno de 1976 cambié totalmente la trayec-toria de mi conducta. “Dejé de beber de una vez portodas”, mi manera de vivir y de beber me estaba destro-zando. Por la gracia de Dios he podido rehacer mi vida.Ahora vivo feliz en medio del cariño de una nueva familia.

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NACIDO PARA BEBEDOR, BAILARÍN YLADRÓN

Andaba perdido sin más que perder, descendiendo alabismo de la degradación. El vago recuerdo de algunaspalabras de esperanza le enseñaron la salida.

SOY ALCOHÓLICO como mi madre que murió vícti-ma del mal. Yo estoy vivo.

Era yo muy chico; vagamente recuerdo que mi madredormía debajo de las camas, pero no alcanzaba a distin-guir por qué. Me han dicho que se hizo alcohólica aconsecuencia de vender ilícitamente alcohol en unatiendecita que aparentaba ser miscelánea; otros me handicho que se vio obligada a refugiarse en la bebida debi-do al mal trato que recibía de mi padre. Vendía ella todaclase de mejunjes. Cuando murió estaba yo en terceraño de primaria; a mediodía fueron por mí a la escuelay me llevaron al hospital donde estaba falleciendo aconsecuencia de su manera de beber.

Quedamos solos mis dos hermanos, mi padre y yo,con el negocio. Me encargaron del suministro de alco-hol para su venta; me acompañaban otros muchachos. Aveces tomábamos de ese alcohol, por pura travesura.Una vez nos lo acabamos y tuve que romper la botella ymentir; “¡Me caí y se me rompió!” Otra vez completa-mos el contenido con agua. Naturalmente las golpizas yregaños menudearon por mi temprana inclinación aingerir “paquiderma”, como llamábamos a la combina-ción de refresco de naranja con alcohol. No sólo bebía

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yo, como tengo dicho; también mis amigos. Una vez elpadre de uno de ellos, a quien se le pasó la mano y saca-mos de la casa totalmente borracho, vino por él y a gol-pes con un alambre de la plancha se lo llevó. Luegoregresó para acusarme ante mi tía: —¡Es el causante deesta maldad!— le dijo. Yo estaba durmiendo la borra-chera como otras veces, a mediodía, argumentando queestaba enfermo. Mi tía esperó que se me bajara laborrachera y luego a golpes me despertó, me bañó y mecondujo a la escuela donde me exhibió como vicioso yrebelde.

Cuando murió mi madre me sacaron de la escuela endonde ella me tenía porque era cara la colegiatura y meinscribieron en otra, muy barata y por supuesto muydistinta. Después de que fui señalado por borracho antetodos en esa escuela, jamás volví.

Como ya no estudiaba me quedé al frente del nego-cio de venta de mejunjes y aprendí a distinguir toda lamiseria y nivel de la degradación en el desfile intermi-nable de viciosos, enfermos, pordioseros, borrachos,bebedores fuertes, agresivos, arrastrados, sucios… Mequedé solo en la casa de mi madre y la sentía enorme yvacía. Cuando ya tenía unos catorce o quince años,luego de trabajar en la tienda por horas y horas, huía dela soledad y, en ocasiones especiales, buscaba compañíay nos tomábamos algunas copas.

Una vez, estando en la tienda, alguien a quien apre-cio en mis recuerdos, me motivó y ayudó para que con-tinuara estudiando: ya había terminado la primaria yesta persona me convenció para que me inscribiera enla secundaria. Alentado me inscribí pero se me dificul-taban los estudios; allí me enviaron a un psiquiatraquien mandó que me hicieran varias pruebas, las cualesno aprobé, y me dijo que yo no estaba bien de mis facul-tades mentales.

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Me sentí muy mal con esa opinión médica y fui dadode baja de la escuela luego de cuatro años sin haberaprobado ni siquiera el primer año.

Ya para entonces pensé que había nacido para bebe-dor, bailarín y ladrón, motivo por el cual me adherí agrupos de borrachos y rateros.

Así empecé a hacer todos los destrampes y aberracio-nes que vi hacer en el desfile de beodos que pasó por latienda de mi infancia; con esto quiero decir que robé,golpeé, violé y falté a la moral en todas sus formas…sólo me faltó matar. Quien me liberaba de los proble-mas con la justicia y de la degradación, era mi hermana,¡pero también a ella golpeé cuando, desesperada por miconducta, me arrojó una de las ollas de barro que fabri-caba! ¡Fue de ese modo que sentí que carecía de prin-cipios de toda índole!

No puedo decir que por beber yo perdí a mi familia,mi capital, mi trabajo, porque no tuve ni familia ni dine-ro ni trabajo… ni moral. Me da risa cuando me acuerdoque hubo quien me preguntó: “¿Por qué no te casas?”Me da risa la ingenuidad de la pregunta; ¿quién se casa-ría con un tipo que cuando no anda crudo, anda borra-cho? Debo decir que yo era muy afecto al baile; no eramuy buen bailarín, nada de eso; me gustaban laspachangas porque eran origen de grandes parrandas.Fui al carnaval durante cinco años consecutivos; recuer-do del viaje de ida y de cómo llegaba al puerto, pero,¿del regreso? ¡nada!

La ley andaba muy cerca, tras de mí, para ponermeen mi lugar; por esto viajaba y no tenía lugar fijo de resi-dencia. Una vez acudí a mi padre para que me auxiliaraen los descomunales líos en que andaba metido, merecibió y le expliqué de qué se trataba y que necesitabadesesperadamente dinero. “Tengo cien pesos, ¿te sir-ven?” me dijo. “¡Cómo crees!” le dije. “¡Necesito miles!”

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“¿No te sirven?” me volvió a decir: “Entonces: ¡Lár -gate!…” Me fui.

Llegué a la ciudad, en donde, por primera vez, con-seguí dejar de beber, tratando de sentar cabeza…durante mes y medio.

Otra vez borracho y en las mismas, me sucedió algoque voy a contar. Fui a una ciudad del este. Me metí enun establecimiento de mala muerte en donde estuvebebiendo en demasía, hasta que discutí con el dueñopor ¡quién sabe qué causa! El problema se puso bastan-te serio e intervino el hijo del dueño, contra los que melié a golpes y perdí. Fui golpeado con bates de béisbol.Medio muerto me sacaron del tugurio aquel y me aban-donaron en medio de un camino. Mal herido volví enmí y me encontré bañado en sangre. Regresé al estable-cimiento golpeando las puertas, las paredes de tablas,escandalizando, sin que me abrieran.

Me fui a la vivienda que habitaba, saqué petróleo yme dirigí al jacal dispuesto a acabar con él y con todossus moradores. Justamente cuando acababa de rociar elpetróleo y prendía el fuego, aparecieron los policías quefrustraron mis propósitos y me recluyeron en la cárcelde aquella población. Salí, y de nuevo me metí en pro-blemas por lo que tuve que abandonar, corriendo, laciudad.

Visité muchas cárceles debido a mi conducta ingo-bernable y mi desenfrenada manera de beber. Ya enotra ciudad se me clavó la idea de cambiar de vida y elpropósito de no volver a beber. Sólo un mes lo conseguíy, de nuevo, me encontré sumido en mi triste realidad.“No es creíble que mi situación sea tan crítica que nopueda con la botella”, pensé.

Tenía un padrino que me aconsejaba y que hacíatiempo que me insistía para que hiciera algo que meayudara a dejar de tomar. Él me llevó algunas veces,

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infructuosamente, a jurar no beber; en una ocasión mellevó a un santuario, donde me hizo que jurara por unaño. Juré, pero mis pensamientos andaban errabundosrecordando los frustrados juramentos anteriores. “Nocumpliré” me dije. Pero la imagen del Santo Señor y sujusticia, me hicieron reflexionar seriamente: “aquelladrón, borracho, lascivo, mentiroso, que viene a jurar yno cumple, es duramente castigado…”

Por esta vez cumplí mi juramento. Paré de beber, y,en ese período de abstinencia, me sentí motivado arecomenzar mi vida. Con ayuda conseguí entrar a estu-diar Turismo, pero el año de juramento terminó y ter-minaron mis propósitos y buenas intenciones; volví abeber.

Hubo gente buena que trató de ayudarme. Apoyadopor una de esas personas y una credencial de la escuelaen que había estado inscrito, conseguí entrar de mozoen una clínica del seguro social a la cual vivo agradeci-do. Soportaron muchos de los problemas que originé:amenazas a mis superiores, ausentismo, etc. Hoyentiendo que no me despidieron porque les causabalástima. Mediante este trabajo logré reinscribirme en lasecundaria y terminé en cinco años, gracias a que uncompañero me hizo el favor de hacerme las pruebas, sino ¡jamás habría logrado terminar!

Las borracheras y los pleitos continuaron. Hubovarias golpizas más, pero distintas a las anteriores, quefueron riñas de jóvenes; estas fueron distintas, hubosaña, mala intención. Todavía conservo huellas de esosduros golpes recibidos, como una cicatriz de una heridaen un pleito en el que quedé debatiéndome entre lavida y la muerte. Afortunadamente mi hermana melocalizó, reconociéndome por unos zapatos blancos queme había puesto al salir de la casa… Esta situación mehizo pensar en andar armado y en la venganza, pero

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todo quedó en eso, en pensamiento, porque yo estabaya muy lastimado por esa vida y por el alcohol.

Nadie me había hablado de A.A. pero yo sabía quehabía grupos de esos. Una vez pasé frente a uno y measomé: vi muchos cuadros y letreros; daba la sensaciónde una secta religiosa. Me dije: “Esta gente está acaba-da…” Y no entré.

Al fin, ya no dejaba de beber ni para cobrar. Luego deuna parranda de tres o cuatro días, todo sucio, me diri-gí a cobrar a la clínica donde se suponía que estabaempleado. No me reconocieron y no me querían pagar.Ya no llevaba identificación alguna: “Estoy enfermo” lesdecía y suplicaba que me pagaran. En verdad me sentíamuy mal. Los convencí y me dieron mi cheque.Entonces vino otro problema en el banco; sin papelalguno que me identificara y sin poder firmar no mequisieron hacer efectivo mi pago. Una vez más, arras-trándome, fui a suplicar al gerente que autorizara elpago porque realmente me sentía cada vez peor y elaspecto que tenía no era nada agradable. Tal vez por esome pagaron. Ya con el dinero busqué un bar y todos seme hicieron remotos. Creí que no llegaría. Como pudealcancé un bar y con los primeros tragos sentí cierto ali-vio; al continuar bebiendo nuevamente volví a perder elconocimiento.

Al atardecer volví en mí. Estaba tirado en la calle.Enfrente vi un anuncio de la “Oficina Intergrupal deA.A.” Dificultosamente me puse en pie y entré.

—¿Aquí hacen milagros?— pregunté con voz caver-nosa.

Las personas que estaban ahí se sorprendieron de mipresencia, y se deshicieron de mí: me dieron un papelcon un montón de preguntas y me sugirieron que vol-viera cuando estuviera en mi juicio puesto que, asícomo iba, no entendería nada.

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Me fui, maldiciéndolos. Tres días después terminé de beber y acudí a mi casa,

crudo, sin dinero, sin esperanza. Urgué en los bolsillosy encontré el “Autodiagnóstico” que me habían dado enla intergrupal. Lo contesté y con él regresé a aquellaoficina de A.A. Ahí me dieron el horario y dirección deun grupo y, ese mismo día, me presenté.

Al principiar la sesión preguntaron: “¿Hay algunapersona que nos visite por primera ocasión para saberqué es A.A.?” Dos personas se pusieron de pie pero yono. Luego hablaron varios de los asistentes y me impac-taron las palabras que pronunciaron: “Honradez, Sin -ceridad, Integridad”…

Volví, y durante seis meses sin faltar un solo día memantuve asistiendo sin participar. Me concretaba a salu-dar y escuchar. Con ese tiempo sin beber creí equivoca-damente que había aprendido suficiente como parabeber sin daño alguno. Bebí de nuevo y trágicamentecomprobé que mi enfermedad era irreversible y que eraun loco temible.

De la manera más triste, en plena ebriedad, insulté ami padre. Le reclamé: “¿Por qué nunca tuviste el valorde frenarme en mi forma de beber, cuando era tiem-po?” le gritaba “¡Eres el culpable de mi situación!¡Tienes que darme de beber!” Sé que me encontrabaensangrentado y con vagas imágenes de la pelea con mipadre, ¡con mi propio padre!

Me encerré víctima del remordimiento, creí que novolvería a recobrar un sano juicio. Merecía el peor delos castigos. Afortunadamente algunas frases escucha-das en A.A. me sacaron de aquel triste estado y, condecisión, fui a ver a mi doctor de la clínica. Le expusemi problema y mi situación. Me escuchó y me recomen-dó que fuera a un grupo de A.A. Tristemente le confe-sé que ya había estado en uno. Se sorprendió y enton-

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ces optó por enviarme al psiquiatra. En el tratamientome aplicaron electrochoque y luego de un tiempo volvícon mi doctor, quien me volvió a recomendar que asis-tiera a un grupo de A.A.

Reingresé y no he vuelto a tomar.Ciertamente se han operado cambios profundos.

Acepté que el alcohol me había derrotado; entendí ypractiqué el Plan de 24 horas: hoy no bebo pase lo quepase, ¿mañana? ¡Ya llegará! ¿ayer? ¡Ya se fue! Físi -camente me restablecí. He aprendido a respetar y serrespetado, por medio del ejemplo de mis compañeros yde la literatura de A.A.; creo haber leído toda la que haestado a mi alcance. Comparto mi experiencia de bebe-dor y de cómo soy ahora, con quienes acuden al grupo asaber de A.A.; creo que soy portador de un testimoniode la efectividad de Alcohólicos Anónimos: ¡Si yo hepodido, sin duda ellos también podrán!

Como ya no ando ni borracho, ni crudo, conseguíquien me quiera y me ha aceptado por esposo. En mitrabajo considero que estoy cumpliendo y estoy satisfe-cho. Soy un hombre con demasiada buena suerte. ¡Eshermosa esta nueva vida dentro de A.A.! Busco el éxitode realizarme como persona, superar las frustracionespor lo que desperdicié en mi juventud, alcanzar el éxitoen la empresa que tanto me toleró y me ha dado, ser unbuen esposo y buen amigo y padre de mis hijos, y hoy,en la Sociedad, ser más responsable e íntegro.

…Si Dios me lo permite.

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LA OVEJA EXTRAVIADA

Sintiéndose aislada, oyó repetirse el viejo cántico quele guió, después de largos y penosos ambages, al calordel rebaño.

TERMINABA el otoño de 1978, la ciudad se aprestabaa otra época navideña y aparecían tras las ventanas

de las casas los primeros arreglos que lo mostraban.¡Cuánto dolor, cuánta tristeza me provocaban el ruidode la gente al pasar y la alegría de los niños al jugar!

“Eran cien ovejas que había en el rebaño, “Eran cien ovejas…”Había salido de mi sexto internamiento, el más doloroso,

el más prolongado, debido a mi alcoholismo. En los hoga-res había calor, había hijos, madres, un esposo tal vez…

No tenía adónde ir. La caridad de buenas personasme había permitido estar recluida en un hospital gratui-to para alcohólicos, donde había conseguido dejar debeber, y en un sanatorio donde mi vitalidad se habíarestablecido. Estaba viva, y no tenía adónde ir, ni quécomer, ni dónde dormir. Me detuve, alcé los ojos y mur-muré: “Ya sabes Dios que no quiero vivir. Sabes quetengo hambre, que tengo frío…”

“…Pero en una tarde, al contarlas todas,“le faltaba una y triste lloró…”—¿Qué voy a hacer, Dios?— Pregunté. Mi devoción

religiosa me había fallado, yo había fallado a mi padreadoptivo, la medicina no me había servido… ni en A.A.había conseguido restablecerme.

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Las estrofas de un himno conocido se repetían en mimente; era un cántico que en mis delirios escuchaba yque acompañaba tercamente mis vagos impulsos místicos:

“…Las noventa y nueve dejó en el aprisco“y por las montañas a buscarla fue… ” Creo que grité: —¡Tengo miedo! ¡Quiero volver a

tomar! “…La encontró llorando, temblando de frío. “La tomó en sus brazos, curó sus heridas “y al redil volvió…” Estaba parada frente a un templo. Automáticamente

entré. Los cánticos iban tras de mí. Me arrodillé y bus-qué a Dios. Lloré; vi las imágenes de mis hijos, esos trespequeñitos a los que tanto había dañado, la de mimadre que no conocí, la de mi padre adoptivo que tantohabía sufrido conmigo, la del bondadoso doctor que mehabía auxiliado una vez, y las puertas de A.A. abiertas,esperando mi regreso.

¿Valdría la pena un nuevo intento de regresar alredil?

Nací en un pueblecito muy hermoso. Era un bebécuando murió mi madre, al nacer mi único hermano. Mipadre nos abandonó en casa de mi abuela maternadonde un tío nos dio su afecto: fue siempre como miverdadero padre.

Huérfana, busqué desde niña, insistente y desespera-damente, el amor. Al principio lo encontré en mi abue-la que fue en ese tiempo la que más ternura me mostró;cuando murió sentí un total desamparo. Tenía sólo ochoaños y bebí por primera vez. Tomé pulque y, cuandomis tíos vieron que me comportaba rara llamaron aldoctor. Estaba borracha.

Pero a los 17 años fue cuando se inició mi “carreraalcohólica” que rápidamente se agravó. A esa edad fuinombrada reina del Club más aristocrático del rumbo.

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En esa fiesta de coronación se bailó y brindó, y yo bailéy brindé. Después bailé menos y brindé más. Al fin sólobrindé…; luego no sé qué pasó.

Al día siguiente desperté con el vestido de fiestapuesto. No recordaba qué había pasado. Me dio miedo;no quería preguntar qué había hecho.

La sirvienta al verme despierta se me acercó y medijo: —¡Ay, señorita, todo lo que pasó ayer!— Fingírecordar y le pedí un jugo. Cuando me lo trajo, me dijo:—Con esto no se va a componer; voy a ponerle un pocode lo que estuvo tomando…

Al tomarlo paulatinamente me sentí mejor y le pedíque me preparara otro “jugo” y le dije: Cuéntame loque pasó anoche. Escuché el ridículo y boberías quehabía hecho, pero el calorcito que invadía mi cuerpopor el “jugo” era como un antídoto contra mi sentido deculpabilidad. A partir de ese día, beber se me hizo hábi-to; mediante el licor aligeraba mi disgusto interno; mitemor a no ser amada.

Pensé que debía encontrar el amor, que un noviazgoformal llenaría el vacío de mi vida y la responsabilidaddel matrimonio sería una solución. Busqué un novio, loconseguí, me comporté como quería la gente que debíacomportarse una señorita casadera y, anhelando la segu-ridad, la comprensión y el amor, me casé. Tenía 18 años.¡Qué sorpresa fue para mí el matrimonio! Nada de loque había soñado se produjo y mi irresponsable mane-ra de beber afloró; salía con mi marido a frecuentesreuniones y visitas que aprovechaba para tomar más dela cuenta. Mi esposo se molestaba y yo me las ingenia-ba para seguir bebiendo, por lo que nuestra relación setransformó en vida de “perros y gatos”.

Y perdí mi primer bebé. ¡Qué frustración y qué moti-vo para beber más!

Me embaracé de nuevo e ilusionada, pensé que el

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nacimiento de un hijo traería el amor a mi hogar; loesperé con ansiedad. Nació, pero nuestro matrimoniocontinuaba desbarrancándose sin remedio. Volví a recu-rrir a la botella y desde entonces con escasos intervalosestuvo por muchos años junto a mí.

Ni el nacimiento de nuestro segundo hijo ni el deltercero me detuvo ya.

En ese tiempo tomaba vinos y licores, como brandis,ginebra, ron. Mi marido era propietario de un billardonde se permitía la ingestión de bebidas alcohólicas.Esto facilitaba mi suministro de alcohol. Tenía las llavesy con cien artilugios me las ingeniaba para sustraerbotellas.

Mi tribulación empezó cuando me quitó las llaves y,una mañana, temblando por una gran necesidad dealcohol, me aventuré por las calles del pueblo hasta unacantina de suburbio y tomé aguardiente de ínfima cali-dad con los borrachos considerados ruines por la gente.Desde entonces ese aguardiente barato fue la bebidaque más frecuentemente ingerí.

Las reclamaciones, los gritos, las amenazas, volvíannuestra vida infernal. A pesar de todo yo no entendía.Mi marido llegaba a la casa y la encontraba en total de -sorden, los niños desatendidos y yo abotagada y suciapor el alcohol; no aguantó más y me dejó, reclamando lapatria potestad de nuestros hijos. Lloré, supliqué, pro-metí no beber; lo intenté y no pude lograrlo. Sin embar-go me dieron una última oportunidad: me dejaron a mishijos si dejaba de tomar. No lo conseguí: iba con ellospor la calle y me quedé tirada en la acera… Cuandorecapacité, huí a la capital a buscar a mi padre y, cuan-do lo encontré, me rechazó. Esto fue el golpe final a miesfuerzo por vivir, a mi necesidad de comprensión yayuda.

Ya sin hijos volví a la casa de mi tío, que a partir de

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entonces traté como al padre que quería tener; él meacogió sin reproches y me trató con bondad. ¿Qué meestaba pasando? Había tenido fe, había rezado, habíajurado… y había vuelto a “pecar”. La gente del pueblome veía como a la viciosa irremediable.

Por entonces llegó un primo que, al ver mi estado, conmucho tiento me dijo que quizás un tratamiento psiquiá-trico podría ayudarme; me convenció y me fui con él a lacapital. Estaba tan desvalida. Llegué sumamente agotaday, con mucho dolor, desesperanza y miedo, nos traslada-mos al sanatorio donde el médico, del que me habíahablado mi primo, prestaba sus servicios. Me aterroricécuando vi un letrero: Higiene Mental. ¿Estoy loca? pensé.

La presencia del doctor me tranquilizó; era suma-mente bondadoso y con mucha calma me atendió eintrodujo a un local donde se celebraba una extrañareunión. Todos los presentes eran hombres y el médi-co me dijo que eran alcohólicos en recuperación. Mimiedo era enorme, pero el dolor por la separación demis hijos me dio valor para quedarme. Me sentí bien,comprendida por aquellos pacientes que intentaban lomismo que yo, y protegida por aquel médico que en losmeses que estuve con él me dio la ternura que tantonecesitaba. No bebí. Supe que era una enferma y nouna viciosa o pecadora. Pero mi deseo ferviente derecuperar a mis hijos era el principal motivo para esfor-zarme en mi recuperación. No tenía medios de sosteni-miento; nadie veía por mí, sólo el médico me ayudabadándome la oportunidad de serle útil en la medida demis posibilidades con trabajo en el hospital y en la tera-pia de grupo.

¡Cómo recuerdo la ocasión en que, al arreglar suescritorio encontré un folleto que me impactó: “Alco -hólicos Anónimos”! Allí encontré una oración que, supedespués, se atribuye a San Francisco de Asís.

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“…Que no busque ser consolado sino consolar,

“…Que no busque ser amado sino amar…”

La mecanografié y se la mostré al doctor: —Hagamuchas copias, repártalas y guárdese varias porque lasva a necesitar— me dijo. Ya le había exteriorizado miintención de partir a mi pueblo e intentar recuperar amis hijos. El había tratado de disuadirme y, el día quedecidí partir, me dijo: Está usted en la cuerda floja; si sequeda hay probabilidad de que se rehabilite; pero si seva hay toda seguridad de que reincidirá y caerá hasta elfondo del abismo…

No le escuché. Tenía casi un año de abstinencia,deseos enormes de ver a mis hijos y de que me vieransin beber para intentar recuperarlos. Me llevé las copiasde la Oración y, por primera vez, la confianza en quehabía gente que me comprendía y ayudaba.

Regresé a mi pueblo y mis grandes proyectos (de queno sucedería nada de lo que el doctor me había dicho)duraron una semana. La nostalgia de la compañía deaquellos ex bebedores que había conocido, la falta delapoyo de aquel buen doctor, y la realidad de la incom-prensión de mi ex marido, sin hijos, volví a beber.

Como el doctor pronosticara perdí la dignidad, ¡todo!¡Caí hasta el fondo de la abyección! Bebí incesantemen-te; tuve períodos de trabajo en los intentos por dejar debeber. No volví a ver a mis hijos, avergonzada. Sufrí misprimeros internamientos. Fueron muchos años de locu-ra y delirios interminables.

Nada daba resultado. Juraba a Vírgenes y a todos losSantos, ¡y nada! En una guarapeta me buscaron unhombre y tres mujeres que pidieron hablarme. Rebeldeles exclamó: —¿Qué tienen que hablar conmigo?

—Por favor… — me dijeron.

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—¡Ah, sí! ¡Dénme veinte pesos para alcohol y losescucho!

Viendo mi estado tan deprimente me dijeron: —Unicamente le diremos esto; recuérdelo: ¡Dios la ama!

Solté la carcajada y les respondí: —Si me quisiera nome hubiera quitado a mi madre, a mis hijos, mi hogar.¿Por qué me quitó todo amor y me dio este amor a labotella? ¿Por qué no me quita este amor?

—¿No será porque no se lo ha pedido?— me dijeron. Con los veinte pesos que me dieron seguí la borra-

chera, pero en mi mente distorsionada se había fijado laidea de un Dios que me amaba, así como era, sucia,borracha. Tal vez por ello soporté tantos años de de -mencia y ebriedad.

Una noche fui recluida en un hospital en tal estadoque tuve que ser amarrada. Dos días después me quita-ron las amarras. Era época de Navidad. Entoncesempecé a oír los lamentos de otra borracha que agoni-zaba; al principio traté de sobrellevarlos pero no me eraposible y me llené de miedo. Había un pino de navidady unas muñecas en un rincón y vi cómo cobraban vida ytomaban formas grotescas y, cobrando movimiento, meatacaban. Pedí auxilio pero las enfermeras estaban ocu-padas con la que había gemido y que había muerto ya.Clamé, exigí a Dios que me ayudara; me deslicé aterro-rizada hasta la cama de la muerta y, tomando sus ropas,me las puse y huí.

Mi tío sufría tanto como yo por mi problema sin solu-ción. Un día me dijo que me arreglara porque habíaencontrado la manera de ayudarme. Me llevó a la capi-tal. Llegué con una cruda terrible. Fuimos a un grupode A.A. Había hombres y mujeres, ¡mujeres también!,que narraban que habían padecido como yo padecía yse las veía sanas y alegres. Me tranquilicé; dije: “Este esmi lugar”.

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Desgraciadamente tuvimos que regresar a mi pueblo.La ilusión de que me llevarían a otra reunión me permi-tió permanecer sin beber durante unos días. No me lle-varon y seguí bebiendo. Con la esperanza de asistir aA.A. y encontrarme, dejé mi pueblo y me trasladé a lacapital. Localicé un grupo cercano a donde me alojaba,dejé de beber, conseguí un trabajo y, al fin, supe quehabía encontrado mi camino en la vida. Al poco tiempopude volver a ver a mis hijos y, sin embargo, no me sos-tuve en mis propósitos y volví a lo mismo. Desesperada,me dije: —ni religión, ni psiquiatría, ni AA. ¿Qué onda,ahora, Señor?

“…Las noventa y nueve dejó en el aprisco…”Llevaba bebiendo cuarenta días con sus noches cuan-

do, en un lapso de lucidez, llamé por teléfono a unoscompañeros del grupo. Acudieron por mí y me interna-ron en un hospital gratuito para alcohólicos donde pudecortarme la borrachera; allí permanecí quince días peromi estado físico era tan lamentable que me trasladarona un sanatorio donde conseguí sobrevivir.

“…La encontró llorando, temblando de frío…” ¿Valdría la pena intentarlo de nuevo? ¡Sí, había que intentarlo! Salí del templo donde había estado orando y recor-

dando y me dirigí a un grupo de A.A. Cuando entré,sentí el refugio que permanecía esperándome, las pal-madas de aliento. El café que me sirvieron. La sesión.La fortaleza y la esperanza. ¡A reempezar otra vez! Con -seguí donde dormir (un cuartucho modesto sin luz eléc-trica) y un trabajo. Subsistí, pero en la soledad de lanoche lloraba y me rebelaba: “¿Por qué a mí, Señor?”Envidiaba a las mujeres que tenían hogar, familia y dig-nidad. Y fue en una noche, en que la vela que iluminabael cuartucho se extinguía, en que me volvió el terror a lanoche, al abandono, a la soledad, a la vuelta de las aluci-

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naciones, al delirio, a la demencia, tomé un libro condesesperación y un papel cayó de su interior: “…Que nobusque ser comprendido sino comprender; que no bus-que ser amado sino amar, porque dando es como recibi-mos; perdonando es como Tú nos perdonas…”

Era una de las viejas copias de la oración encontradaen uno de los folletos de A.A. La vela se extinguió peroya había luz en mi interior…

Han pasado los años y mi vida ha cambiado. En elúltimo invierno, al celebrar la Nochebuena, tuve elcalor de mis hijos a mi lado, de mis nueras, de mis nie-tos, y el recuerdo y compañía espiritual de todos los quesufriendo como yo sufrí se han levantado a una nuevavida.

Dentro de mi querida Agrupación he aprendido areír, a llorar, como fue en aquel día en que mi padreadoptivo (ese hombre que tanto me amó) se fue parasiempre, pero viéndome renovada, luchando y feliz.

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“…NI PERRO QUE ME LADRE”

Superó su primera aversión a la bebida para despuéslanzarse a una vida desenfrenada de beber, donde nadale podía quitar la sed. En la hora más funesta le vino unresquicio de esperanza.

DESDE NIÑO vivía aislado de mis semejantes. Erahuérfano y creía que serlo era un estigma. Vivía

con una familia adoptiva, Busqué y traté de encontrar amis padres y nunca supe de ellos. En la escuela medecían que mi madre había sido una de esas… No teníaun regazo donde refugiarme, ni donde desahogarme.No sé por qué desde niño me autocriticaba: me reclina-ba en la pared y miraba fijamente al sol por largo tiem-po; deseaba quedarme ciego. En la escuela siempredestaqué; me gustaba el estudio y, además, no queríaser igual que los otros. Ya no quería enrojecer al sersaludado, ya no quería vivir en una casa de vecinos.

Pasó el tiempo y dejé la escuela para dedicarme a tra-bajar como mecánico. Siempre andaba vestido con unmono sucio y grasiento. Tampoco me gustó ese trabajoni los compañeros. Quería ser diferente, estar más lim-pio, ser más inteligente y no mediocre, y así me dediquéa estudiar teatro.

Fue peor. En ese ambiente me sentí marginado: Creíaque todos eran superiores a mí, de modo que traté decambiar mi carácter taciturno aceptando ir a reuniones.Allí naturalmente se bebía y traté de beber; mi primertrago fue de cerveza, pero mi estómago no la soportó y

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tampoco me gustó su sabor. A los catorce años tomé unaimportante decisión: “Yo no tomaré nunca más”.

Pero mi timidez seguía en aumento, al mismo ritmoque mi soledad y mis inquietudes. Pensé que era mejorabandonar también el teatro y tratar lo menos posiblecon la gente.

Busqué otro empleo y por circunstancias del ambien-te me creí obligado a ir a fiestas caseras, donde se toma-ba con cierta moderación y bebí. Pronto descubrí que,con otro tipo de bebida, aunque seguía sin gustarme elsabor, había un efecto agradable; hablaba sin miedo, yano enrojecía tanto, no me sentía menos que los demás.Esta sensación duró varios años en los que me habituéa beber.

Era un adolescente. Por mis complejos empecé atener fracasos de índole sentimental, de tal modo quedecidí desinhibirme bebiendo un poco más y, por pri-mera vez, encontré que tenía éxito en mis relaciones:¡buen motivo para celebrarlo bebiendo¡ Aprendí queese éxito era inconsistente y el fracaso volvió a mí: ¡unamayor razón para mitigar mis penas bebiendo!

Me volví un bebedor periódico. Mi monótona exis-tencia se llenó de tedio, de aburrimiento; empecé abuscar la falsa y efímera alegría de vivir a través de labotella, bebiendo más de lo acostumbrado los fines desemana; casi nunca llegué a beber al día siguiente pormiedo, puesto que había empezado a tener “lagunasmentales” y remordimientos.

Mi vida se envolvió en un cielo insoportable: mi sole-dad aumentaba angustiosamente al unísono de misbebetorias. Por las noches tardaba en adormecerme y,cuando un sopor de ebriedad me envolvía, parecía quemi cuerpo se desplomaba al vacío y despertaba sudoro-so y sobresaltado. Sentía como si mis ideas se solidifica-ran en mi cerebro, aglomerándose en total confusión,

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hasta el punto de hacerlo estallar; trataba de poner lacabeza sobre la almohada pero el acelerado golpear demi sangre la llenaba de ruidos y, semiasfixiado por laangustia, tenía que erguirme y, temeroso, prefería pasarla noche fumando un cigarro tras otro. Cuando la fatigaconseguía vencer mi insoportable vigilia, una melodíase confundía con mis sueños… ¡estaba cruzando unabarrera invisible hacia el otro lado de la cordura!

Pretendí fugarme de mi destino sin saber cómo. Seme ofreció un trabajo en el extranjero que acepté deinmediato. Era la oportunidad deseada para despren-derme de mí mismo. Una fuga excelente al no tener querendir cuentas a nadie.

En Europa, otra vez el tedio. Me encontraba muylejos de mi patria y todavía muy cerca de mí: volví a misactitudes rutinarias. Comencé a beber todos los días,casi siempre al atardecer.

Ensimismado escuchaba el tañido nostálgico de lascampanas. La luz del sol me molestaba al despertar, elcanto de los pájaros también; el único ruido que meagradaba era la caída de agua que brotaba de una fuen-te. Tenía sed y solía curarme la cruda bebiendo litros deleche fría. Perdí el apetito; la comida me daba náuseas.El transcurso del día era una nueva y angustiosa sole-dad. ¡Celos! ¿de quién, en mi soledad? Tenía celos de lagente que reía y a la que envidiaba en aparente tranqui-lidad. Llegué a envidiar a mi compañero (porque paraentonces había conseguido una compañía en mi sole-dad: no tenía padre, ni madre, ni amistades pero yatenía un compañero: un perro que era mi único fielamigo). Envidié a mi perro al que no le hacía falta embo-rracharse como yo.

De mi lejana familia adoptiva recibí malas noticias:uno después de otro se fueron muriendo en un lapso decuatro meses… me sentí más solo que nunca. Por for-

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tuna ellos no supieron del infierno alcohólico en queme hundía; pero su desaparición fue un magnífico pre-texto para seguir bebiendo… Y, luego, también miperro murió.

El sufrimiento por beber aumentó hasta lo intolera-ble y comenzó mi lucha. Traté de dejar la bebidatomando voluntariamente pastillas. No me dieron resul-tado.

Se apoderó de mí el miedo a vivir y continué bebien-do como acostumbraba, por las tardes. En las “crudas”mi sensación de soledad aumentaba: los ojos enrojeci-dos, el aliento pestilente; me repudiaba a mí mismo; meocultaba de todos, buscaba las calles más solitarias; pre-fería el cielo gris y el mal tiempo, iban a tono con micarácter.

Hice un descubrimiento demente: encontré que nole hacía falta a nadie. Los celos, la envidia, mis frustra-ciones y mi soledad, me acosaban. Mentalmente trama-ba venganza contra todos. Era como si mi alma estuvie-ra llena de rabia. Renegué de mis padres desconocidos;renegué de Dios ¡y perdí toda fe!

Cansado de vivir de esa manera intenté el suicidio:alcohol, barbitúricos, y… cuando desperté sediento yfebril, estaba atado con una camisa de fuerza y tenía lasmuñecas vendadas. Días nefastos y amargos.

Fui internado en una clínica psiquiátrica en donde,en mis interminables días de encierro, mi deseo de ven-ganza contra el mundo me obsesionaba. Dado de alta,volví a beber a los pocos meses y la historia del suicidiovolvió a repetirse. Cuando salí una vez más de la clínicaya no tenía trabajo, ya no tenía casa, ya no tenía amista-des…; de nuevo solo en un país extraño.

Regresé a mi país y tuve otro internamiento, esta vezdebido a una hepatitis viral. Entre un internamiento yotro acumulé casi diez meses sin beber. Pero mis resen-

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timientos me dominaban tanto en abstinencia comoborracho. Mi capacidad de sufrimiento llegó a su puntomás bajo. Perpetua batalla de una doble personalidad:odio-amor, muerte-vida, creer-blasfemar, renegar-implo-rar… Durante mi internamiento alguien me habló deAlcohólicos Anónimos, pero no le hice caso. Me habíaconsiderado yo mismo un caso perdido que caía, caía másy más.

…Una botella escondida. ¿Dónde?; buscarla meticu-losa, apremiantemente; la laguna mental. Despertarrevolviéndolo todo y, al fin: ¡su encuentro! Hermosa,brillante, semillena botella de licor. Temblores, risa,sudor en las manos, y el tapón demasiado apretado.¡Blasfemar! y la botella hermosa, brillante, hecha peda-zos en el suelo. Gemir angustiado y caer al piso paraabsorber el licor desparramado… Vergüenza. Llantoamargo, mordiendo un cojín que ahogara los gritos dedolor…

Varios días después de ese acontecimiento crucial mepude levantar. Estaba muy débil y decidí poner un pocode orden a mi alrededor. Entonces encontré un folletode A.A. y lo estrujé en mi puño, pensé: “¡eso de A.A. talvez pueda ayudarme!” Finalmente, una noche, me diri-gí a un grupo. No tuve miedo de entrar, más bien tuvemiedo de no ser aceptado. Sabía que era un alcohólico,pero ignoraba que era un enfermo. Mi identificaciónfue inmediata: mi aceptación lenta.

Por la gracia de Dios, y con la ayuda de AlcohólicosAnónimos, ahora ya no estoy solo. La mano tendida deesos hombres y mujeres de buena voluntad salvaron mivida.

Actualmente sigo viviendo sin compañía, pero lasexperiencias de mis compañeros, sus sugerencias y susobriedad siempre están conmigo. En mi diario vivir,sigo aprendiendo de ellos; ellos me guían. Debo aclarar

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que no dejé de beber por mi familia puesto que no latenía, no dejé de beber por mi trabajo que tampocotenía, ni dejé de beber por nadie, pues estaba solo. Dejéde beber por una necesidad imperiosa, deseaba dejarde sufrir. ¡Beber o no beber! Ese era el problema de mivida. Gracias a Alcohólicos Anónimos, encontré a Dios,recuperé la fe en mí y en los demás.

Nací en 1931 y morí en alguna de aquellas terriblesnoches de ebriedad, pero gracias a A.A., volví a nacer el5 de diciembre de 1969.

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EL SEÑOR ALCOHOL Y YO

Veterano de guerra, profesor de escuela superior, sulargo trato con el Sr. Alcohol lo dejó solo y deprimido,lleno de rencores y lástima de sí mismo. En un mo -mento de lucidez recordó el nombre de AlcohólicosAnónimos

EL SEÑOR ALCOHOL y yo hemos tenido una relacióninterpersonal durante muchos años. Me uní a A.A. a

la edad de cuarenta años y ahora llevo cuarenta años en laComunidad.

La noche en que nací, según me contaron mis padres,se escuchaba una sinfonía de balazos y tiroteos proceden-tes de un enfrentamiento entre los traficantes de alcoholilegal y las autoridades de la patrulla fronteriza. Ésta erala época de la ley contra la elaboración, consumo y ventade bebidas alcohólicas en los Estados Unidos. El contra-bando de alcohol era tan lucrativo entonces como hoy díaes el contrabando de las drogas. Mi barrio era un corre-dor frecuentado por los traficantes, porque se encuentraescondido en la línea divisoria a la orilla del río. Consideroel haber nacido rodeado por el Señor Alcohol como unpresagio de lo que me esperaba en los futuros años de mivida.

Al poco tiempo después de mi nacimiento mi familia setrasladó hacia el norte para radicarse en un pueblo peque-ño. Allí pasé mi niñez y mi juventud hasta llegar a la edadde casi quince años. El Señor Alcohol y yo empezamosuna relación muy especial. Desde el principio me gustó elalcohol. Producía en mí una cierta alegría, un bienestarinigualable.

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Mi padre era maestro sastre y cortador y le daba porestablecer negocios y talleres. Por medio de su empeño ydedicación, la familia llegó a estar muy bien puesta en lacomunidad del pueblo. Yo era el hijo primogénito de mipadre y él siempre fue muy bueno conmigo. Estaba muyorgulloso de su hijo. Me compraba de todo: buena ropa,juguetes, y demás. He sido rico y también he sido muypobre y prefiero ser rico.

En casa mi madre usaba el vino para cocinar, comoaperitivo, y como una especie de brindis ofrecido despuésde las comidas y en ciertas ocasiones sociales. Al principiome daban a probar una copita, pero no tardaron en obser-var que yo no era de los que se toman sólo una copita.

Cuando yo tenía apenas cinco o seis años de edad, mipadre y algunos de sus compañeros decidieron utilizaruna receta especial para la elaboración de cerveza casera.Descubrí dónde tenían guardada la cerveza después deembotellarla. Cogí dos o tres cervezas y tomé hastaponerme ebrio. Luego fui al taller de mi padre donde seencontraban algunos clientes, empleados y amigos. Allíles presenté un acto teatral y les desempeñé un papel depayasito como en el circo. La gente me aplaudió y sedivirtió al ver al borrachito. En casa hubo una gran discu-sión para establecer medios de evitar que yo volviera areunirme con mi compañero, el Señor Alcohol. Reco -nozco hoy en día que a esa temprana edad yo no era unniño vicioso, sino que padecía y aún padezco de una com-pulsión física mezclada con una obsesión mental que meconducen a seguir ingiriendo alcohol desde el momentoque empiezo a tomarlo.

Para la década de los treinta, mi padre perdió sus nego-cios y empezó a vender todos sus bienes para así poderseguir existiendo. Llegué a saber lo que es la vil pobreza,el hambre y la humillación. Con el tiempo me fui llenan-do de ira y resentimientos al ver a mi familia carente de

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alimentos, alojamiento y ropa. Culpaba al gobierno y atodo el mundo; especialmente a aquellos que poseíanbienes y no compartían con los que no tenían nada. A ésoslos miraba con odio y recelo.

En 1935 se revocó la ley de la prohibición del alcohol yuna cervecería muy grande almacenó una gran cantidadde cerveza en una vieja bodega a las orillas del pueblo.Mis compañeritos y yo pronto encontramos la manera deextraer cervezas por una apertura escondida en la parteposterior de la bodega. Cada fin de semana nos reunía-mos para pasar la tarde hablando y bebiendo nuestras cer-vecitas. Teníamos unos diez, once, o no más de doce añosde edad. Mis amigos se tomaban solamente dos o tres cer-vezas y se iban a sus casas o a otros lugares. Tenían miedoa embriagarse, a ser descubiertos en el acto del robo, obien no les agradaba la cerveza tanto como a mí.

A mí me encantaba llevarme mis cervezas a la orilla delrío y beber a mis anchas bajo los árboles. Soñaba despier-to que algún día llegaría a ser un gran ingeniero o arqui-tecto y me haría rico en la construcción de grandes edifi-cios, puentes, y magníficas residencias. Me quedabadormido y soñaba con tener una linda esposa y unos hijosmuy cariñosos y bien educados. Despertaba asustado yluego me llenaba de ira al enfrentarme con la realidad demi situación. A veces me volvía a embriagar para escapar-me de la realidad. Continuaban mis relaciones con elSeñor Alcohol.

Mi familia y yo sobrevivíamos un invierno muy duro enuna casita sin calefacción. No teníamos para comprarcombustible y carecíamos de ropa invernal. Esto hacíaque me llenara más y más de ira y odio. Culpaba algobierno y las gentes avarientas e inhumanas. Yo creía enla existencia de un Dios, pero éste era un Dios que notenía compasión de mi familia ni del resto de la gentepobre de nuestro pueblo. Parecía que mis plegarias a Él

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caían en oídos sordos. Era un Dios demasiado injusto consu gente. Era un Dios que moraba muy lejos, allá en loscielos alejado de nosotros.

Mi padre no encontraba un trabajo fijo o duradero. Yoganaba unos cuantos centavos vendiendo periódicos ycomo ayudante en las tiendas de abarrotes y panaderías.Me levantaba muy temprano y asistía sin falta a mis clasesde primer año en la escuela superior. Estudiaba en cadamomento posible y trataba de no retrasarme con mistareas. Mi padre me aconsejaba que no dejara la escuelaporque la educación adquirida nadie nos la puede arran-car. Me gustaba asistir a la iglesia pero lo hacía como algoque se aprende de niño y que se convierte en una cos-tumbre sin gran significado.

Volví a mi pueblo natal a la edad de casi quince años.En la escuela superior encontré amigos y amigas de mibarrio natal y a muchos condiscípulos que habitaban enotros barrios de la ciudad.

Yo siempre escogía como amigos a los que les gustabatomar, y reanudaba mi compañerismo con el SeñorAlcohol. Por falta de dinero o miedo a emborracharmeme limitaba en la bebida que tomaba. Pero siempre mequedaba con el deseo de volver a tomar. Un día de mayode 1940 algunos amigos y yo compramos una botella detequila y nada más recuerdo que empezamos a tomar. Miscompañeros regresaron a sus casas y yo amanecí tirado enun parque, debajo de una estatua, con la botella vacía enlas manos. Ésta fue mi primera laguna mental. No meacordaba de nada de lo que había sucedido después dehaber empezado a tomar. Dejé completamente de tomardurante largo tiempo. El Señor Alcohol había encontradomi talón de Aquiles y sabía cómo tomar posesión de mí.

Durante la Segunda Guerra Mundial, en 1943, me alis-té con el resto de mis compañeros en la Marina MilitarAmericana. En la víspera de nuestra salida empecé de

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nuevo a tomar y el resultado fue que ellos me tuvieronque llevar al tren la mañana siguiente para presentarme ala hora debida en la base de entrenamiento. Llevaba con-migo al Señor Alcohol.

Terminé mi entrenamiento básico y obtuve la especia-lidad de electricista marino y enseguida fui estacionadoen una base naval en el frente de batalla. En mi taller deelectricista había un congelador que producía todo elhielo para la base. Allí llegaban marinos y soldados detodas partes a pedir hielo y siempre me dejaban unas cer-vezas de propina. El Señor Alcohol y la señora tentaciónme perseguían tenazmente.

En una ocasión desperté a orillas de un pantano llenode cocodrilos en una selva cercana sin saber cómo habíallegado allí. Sólo Dios sabe cómo sobreviví. Se dice queDios cuida a los niños inocentes y a los borrachos. Yo yano era ni un niño ni un inocente.

Cuando terminó la guerra, destapé una botella de whis-key que estaba guardando para la ocasión y la compartícon mis compañeros. Al día siguiente me dijeron que yono sabía tomar whiskey. Éstas no eran palabras nuevaspara mí. Me sentía avergonzado al ver que los demás meveían tan diferente. Reconocía que tenía que encontrar lamanera de cambiar mi forma de beber. A los veinte añosde edad no creía ser alcohólico. Me esperaban otros vein-te años de lucha contra el Señor Alcohol.

Al darme de baja de la marina militar regresé a mi pue-blo natal a reanudar mis estudios en la universidad esta-tal. Como veterano de la guerra recibí una beca delgobierno. Estudiaba para ingeniero electricista y trabaja-ba un horario limitado como dibujante en una oficina deingenieros. Estos me ayudaban con mis tareas de cienciasy matemáticas porque las encontraba difíciles después detres años de ausencia de los estudios académicos.

Acepté una invitación a una reunión juvenil en el cen-

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tro de actividades de la catedral ubicada cerca de la uni-versidad. Me sentía fuera de lugar al ver que los asisten-tes venían de un sector social superior al mío, pues mifamilia aún vivía en la pobreza. De momento sentí comoque alguien me miraba con intensidad. Al voltear la cabe-za me di cuenta que una linda jovencita fijaba su miradaen mí. Ella se encontraba entre un grupo de jóvenes, unpoco alejada de mí. Con un mayor esfuerzo me le acerquéy me atreví a presentarme y allí principiamos una conver-sación amistosa. No me imaginaba que este momento ini-ciaría una relación mutua que duraría toda una vida.

Mis padres me aconsejaron que no me metiera en unarelación que pudiera resultar en un matrimonio prematu-ro. Me recomendaron que me concentrara en mis estu-dios para capacitarme en una carrera que me proporcio-nara los medios económicos necesarios para aceptar laresponsabilidad de un noviazgo serio.

Me dediqué a mis estudios y a mi trabajo, con buenosresultados en el primer semestre. En el segundo semes-tre reanudé mi amistad con el Señor Alcohol con el pre-texto de que tomando comedidamente me animaba másen mis estudios. Esta falsedad me llevó al descuido de misclases, faltas a mi trabajo, y a menudo terminaba en la cár-cel por ebrio. Mis familiares pagaban las multas y me lle-vaban a mi casa, pero al fin dejaron de hacerlo. Mi situa-ción se deterioró hasta llegar al punto en que mesuspendieron la beca de la universidad por un año. Ya ibapor mal camino.

Tomé un descanso y me trasladé a otro lugar pensandoque el cambio de ambiente me alejaría de mi compañero,el Señor Alcohol. Algunos le llaman a esto la fuga geográ-fica. Encontré un buen empleo en una fábrica de motoresy generadores eléctricos y el resultado fue que la tenta-ción del alcohol me volvió de nuevo. Al fin de un añoregresé a mi pueblo natal.

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Mi amiga fiel y yo habíamos mantenido corresponden-cia durante mi ausencia. Ella había terminado la escuelasuperior y se preparaba para matricularse en la universi-dad. Me animó a que regresara a la universidad.

En las oficinas de veteranos me hicieron unas pruebasde aptitud escolar y me concedieron una beca para estu-dios de ciencias sociales en lugar de ciencias exactas. Conla ayuda de la joven que un día llegaría a ser mi novia y miesposa, logré capacitarme como maestro de inglés al nivelde escuela superior.

En 1950 conseguí un puesto en una escuela superior dela ciudad. No tardamos mucho en contraer matrimonio.Al año mi esposa me dio una hija y dos años después naciónuestro primer hijo. Vivíamos muy felices, ella como amade casa, y yo de maestro. Estuve abstemio durante esetiempo.

En seguida empecé mis estudios para capacitarmecomo consejero orientador académico y vocacional.Empecé a tomar de nuevo y pronto me di cuenta de queyo era “tomador de carrera larga” y una vez que empeza-ba a tomar continuaba haciéndolo hasta la embriaguez. Aldescubrir esto me esforcé mucho por poder mantenermeabstemio hasta completar mi capacitación como conseje-ro orientador.

Entonces me encontré con otro problema: una luchaconmigo mismo, pues sufría de períodos de depresión,ansiedad y soledad. Me llenaba de ira y autoconmisera-ción en los momentos más inoportunos. Renegaba por-que no me ascendían a un puesto mejor. Empecé a beberalcohol de nuevo y mi situación se empeoró hasta quellegó el día en que mi linda esposa ya no pudo aguantar-me más y se fue a vivir con sus padres, llevándose a loshijos. Era el verano de 1965, durante mis vacaciones esco-lares. Yo seguí bebiendo. Empeoró mi situación cuando eldirector de la escuela me avisó que estaba a punto de per-

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der mi empleo. Me llené de tristeza y pensé en el suici-dio. El Señor Alcohol ya no me ayudaba; al contrario, mehabía traicionado.

En un momento de lucidez recordé una de las muchasveces que mi esposa me había pedido que buscara laayuda de Alcohólicos Anónimos. Jamás le había hechocaso pero, al momento, hice la llamada que cambiaría elresto de mi vida. Me recomendaron que asistiera a unareunión en el noreste de la ciudad.

Asistí a mi primera reunión de Alcohólicos Anónimos aprincipios de agosto de 1965 y, gracias a mi Poder Su -perior tal como yo lo concibo y la ayuda de un gran núme-ro de personas de la agrupación de Alcohólicos Anóni -mos, no me ha sido necesario volver a ingerir nada quecontenga alcohol hasta la presente fecha.

Llegué un poco tarde a la reunión pero allí encontré aun compañero de trabajo que me presentó al grupo. Lesconté mi doloroso problema y ellos inmediatamente mehicieron sentirme en casa contándome un poco de sushistoriales y urgiéndome a que siguiera asistiendo a lassesiones. Mi compañero, que ya llevaba más de un año enel programa, actuó como mi primer padrino. Asistimos amuchas reuniones consecutivas en varias áreas de la ciu-dad hasta asegurarnos de que no iba a comenzar a tomarde nuevo.

Hablé con mi esposa y le conté que anhelaba algo enmi vida sin saber lo que era; pero estaba seguro de quepor fin había encontrado lo que buscaba y que con estehallazgo había perdido el deseo de ingerir el alcohol. Mesentía liberado del Señor Alcohol y estaba seguro de quemi vida había cambiado. Esta vez no le pedí que volvieraconmigo como lo había dicho tantas veces antes, pero ellay mis hijos volvieron de nuevo a mi lado.

Al poco tiempo mi padrino y yo fuimos ascendidos apuestos administrativos del distrito escolar con aumentos

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de sueldo. Al mismo tiempo asistíamos a reuniones deAlcohólicos Anónimos en muchos lugares y en muchasciudades.

Me habían recomendado que iniciara un grupo deAlcohólicos Anónimos en español en nuestra ciudad y lologré con la ayuda de un compañero que llevaba mástiempo que yo en el programa. De este grupo nacieronalgunos otros grupos de habla hispana. Hoy en día existenmuchos grupos en español en nuestra área.

Mi esposa y la de mi compañero iniciaron los primerosgrupos familiares de Al-Anón en español en esta ciudad yen las ciudades vecinas. Mi esposa falleció en 1995 des-pués de darme 45 años de comprensión y cariño. Los últi-mos treinta años los gozamos felices en el amable ambien-te que solamente se encuentra en la comunidad deAlcohólicos Anónimos y en los grupos familiares de Al-Anón.

Sigo viviendo abstemio y contento, esforzándome porhacer un poquito más de progreso espiritual, un día a lavez. Si Dios quiere, nos encontraremos algún día cami-nando por el sendero de vida conocido como “el caminodel destino feliz”. Ojalá que así sea.

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