libro stitchkin definitivo
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Presentación
Constituye un verdadero honor para Salieri Editores dar vida a su primer proyecto editorial con esta
publicación. Muchas veces se hacen oír voces en nuestro país que alertan por la poca valoración que hacemos
de nuestra rica y particularísima tradición intelectual. De ahí nace, precisamente, uno de los objetivos que este
libro pretende cumplir.
Es, asimismo, un enorme privilegio ser depositarios como editores de la confianza del Gobierno de
Chile. Este libro fue íntegramente financiado por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes —a través de
su programa del Fondo del Libro—, con la adjudicación del Proyecto Nª 19050 para esta publicación.
Agradecemos la generosidad y consecuencia del Gobierno de Chile en su apoyo a Salieri Editores para
potenciar nuestro afán por revitalizar la historia intelectual, pedagógica y académica tantas veces postergada.
Más aún, nosotros mismos como editores fuimos víctimas de este olvido: vinimos a enterarnos de
quién había sido David Stitchkin recién en el año 2009, cuando Marta Bello nos comentó de su genial análisis
del cuadro El entierro del Conde de Orgaz. Junto con agradecer su notable prólogo, queremos dejar constancia de
la condición de co-autora de la doctora Bello en esta publicación. Todos los errores y omisiones son de
exclusiva responsabilidad de los editores.
A partir de su comentario, iniciamos una búsqueda de la labor de David Stitchkin. Y como no hay
recuerdo sin olvido —según el gran filósofo francés Paul Ricoeur—, ocurrió la sincronía de encontrar en el
sitio web de la Radio de la Universidad de Concepción los dos discursos que se transcriben a continuación,
pronunciados por David Stitchkin en 1962.
El proceso de transcripción y edición de este libro no hubiera sido posible sin la colaboración —y
cesión de los derechos intelectuales a Salieri Editores— de Sergio, Claudio, Lilian y Eliana Stichkin, todos
hijos de don David Stitchkin. El apoyo de su nieto Javier resultó asimismo fundamental para todos los
aspectos logísticos y de contacto con los hijos del rector.
No podemos dejar de mencionar la vital ayuda que nos prestó Doña Margarita Moreno —en su labor
de notario suplente de la Vigésimo Séptima Notaría de Santiago— en lo que respecta a los requisitos
administrativos y procedimientos jurídicos que la adjudicación de este proyecto requería, quien,
coincidentemente, fue alumna de David Stitchkin en la Universidad de Concepción y tuvo la suerte de formar
parte de la audiencia el día en que el rector pronunció su discurso sobre El entierro del Conde de Orgaz.
Finalmente, agaradecemos especialmente a Isaac Frenkel —amigo personal de David Stitchkin e insigne
mecenas cultural de nuestro país—: sin su ayuda este proyecto jamás podría haberse materializado. Estamos
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convencidos, como editores de este libro, que los esfuerzos y la buena voluntad de todos quienes colaboraron
con este proyecto —valores que David Stitchkin intentó permanentemente legar a las cuatro generaciones
que formó como profesor, decano y rector— se reflejarán y quedarán en la memoria de quienes se aproximen
a su lectura.
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El Rector David Stitchkin. Vigencia de una misión
Psicoanalista Marta Josefa Bello H.
Tengo que comenzar confesando que el hecho de haber sido convocada para prologar
esta edición de los discursos de David Stitchkin, no puede sino provocarme el mayor de
los respetos. No sólo porque me rehúso a considerar que por ser psicoanalistas
devenimos expertos en todo. Está claro que no es nuestro oficio analizar países ni
sociedades, apenas logramos —a lo largo de nuestras vidas— trabajar con un escaso
número de pacientes y, aunque la obligación de neutralidad no necesariamente castra
nuestra capacidad crítica, sí debe hacernos —en esencia— prudentes a la hora de
intervenir para referirnos a temas que están más relacionados con las ciencias sociales
que con la actividad clínica, nuestro oficio principal y la base de cualquier
argumentación teórica que nos atrevamos a pergeñar.
Abordo, asimismo, este trabajo con pudor; en virtud de circunstancias más personales.
David Stitchkin comienza la clase magistral (a la que me referiré en adelante)
señalando que desearía que esta lección inaugural significara para los nuevos
estudiantes más que una respuesta, una incitación —algo así como el rayo que alcanza
a iluminar el horizonte que de inmediato queda oscurecido—, pero no sin haber dejado
algo en el paisaje. No obstante, para mí (en esa época una estudiante de colegio que
tuvo la suerte de leer en El Mercurio dominical de la semana siguiente la transcripción
completa de la conferencia) fue más que un destello momentáneo: fue una especie de
faro que marcó el rumbo de mi posicionamiento y se transformó en un obligado eje de
referencia desde mi opción por una carrera humanista, más tarde por mi vocación
docente y la elección de mi primera maestría.
Considero que para el Chile de 1961 debe haber sido sorprendente, casi misterioso,
que un rector universitario haya decidido desarrollar su clase magistral tomando como
punto de apoyo arquimédico una obra pictórica. Aún ahora, a pesar del paso del
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tiempo y el acostumbramiento a las novedades de nuestros tiempos, podemos
considerar que se trata de una notable aventura intelectual.
Debe considerarse que esta lección es anterior en un largo lustro al año 1966, cuando
Gallimard lanzó la primera edición del libro Las palabras y las cosas, una arqueología
de las ciencias humanas, de Michel Foucault (1968); libro que comienza con el tan
conocido prefacio “Las meninas, representación de la representación pura”, formidable
ejercicio intelectual que analiza justamente el cuadro de Velásquez.
Desde que leí el libro de Foucault en su primera edición en español, he pensado que la
elección del foco y el análisis que el rector Stitchkin realizó en abril de 1961 lo sitúan
como un adelantado en el pensamiento de las ciencias sociales de la época.
Stitchkin asume que los nuevos estudiantes están esperando que la Universidad
responda a su necesidad de encontrar guías para conducir su vida y su conducta y —
con humildad—, señala de antemano que la serenidad, firmeza y dominio que los
estudiantes puedan percibir en él son aparentes, puesto que él también necesita ejes
referenciales y puntos de apoyo en la conducción de su vida. Justamente, les dice,
piensa que su vivencia personal al contemplar en Toledo el cuadro del Greco es un
punto de apoyo referencial para abrir el diálogo de esa mañana. Se impone la
asociación con el ideario de Ortega y Gasset (2007), quien en Misión de la Universidad
(1930), señalaba que era deber de la universidad otorgar a sus estudiantes lo que ellos
precisen “conocer para vivir su vida”.
Esto implicaría que se estimule al joven a pensar acerca “del mundo y de su propio
entorno” de modo de que logre llegar a “hacer una interpretación intelectual del
mundo”, para que devenga “un hombre culto, que pueda ver las etapas de su vida en
forma clara”.
Tal parece que, cuando el Rector Stitchkin hace un contrapunto entre las
personalidades y formas de gobernar del Emperador Carlos V y de su hijo Felipe I,
apunta sin duda a una posición crítica sobre el poder, y al postular que habría una
intención del Greco al retratar a los personajes del pasado con el vestuario de su
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propia época estaría valorando su afirmación de identidad autónoma y —sin embargo—
comprometida con lo social, lo que refuerza la cercanía con los ideales universitarios
de Ortega y Gasset (2005, 2007), quien entendía la libertad cultural e intelectual del
universitario como el mejor basamento para una sociedad abierta y racional.
Al comparar la época bajo el emperador Carlos V —en la que vivió el Conde de
Orgaz—, con el reinado de Felipe II (cuando el Greco llega a vivir a España y pinta su
alegórico cuadro); el maestro griego estaría abogando por los ideales de paz —y en
contra de la segregación y la exclusión—, temas también orteguianos. Si la
representación del Greco es la del milagro de la ascensión al cielo de un justo, el
milagro que verdaderamente enfatiza el rector es el milagro de la interacción y
convivencia armónica de esas culturas (la mora, la cristiana, la judía), que supieron
conjugarse unas con otras: apoyarse, estimularse y al mismo tiempo limitarse en sus
excesos, configurando un equilibrio admirable. El milagro de una época bajo el reinado
de un emperador que incluso respeta —y hace respetar (con pactos y edictos) —el
protestantismo alemán. Milagro de tolerancia, de la diversidad; de inclusión por sobre la
segregación e intolerancia. Porque, desgraciadamente, cuando el Greco —doscientos
años más tarde—, representa la muerte del Conde de Orgaz, ya no anima a su tierra tal
espíritu. La España universalizada declinaba y se transformaba en una España recluida
y ensimismada. La multicultural Toledo era desplazada por Madrid y por El Escorial,
solemne y triste mezcla de convento, sepulcro y sede monárquica.
Stitchkin interpreta que el Greco haya pintado el cuadro, vistiendo a los personajes con
las ropas a la usanza de Carlos V, como una forma de presentar el milagro de la
comunión humana, de la tolerancia y de la apertura de ideas; para así darle el valor de
una cosa presente, de una circunstancia pasada, pero deseable. Así, la lectura que
hace el rector de la obra pictórica de el Greco releva la instancia pacificadora del
Conde de Orgaz, transformándola en una lección sempiterna, válida para todas las
generaciones venideras. Porque, dice Stitchkin, el convivir en paz no es tarea fácil. Y
orgulloso proclama que en esta casa —la Universidad de Concepción—, se ufanan de
la convergencia de todo un cuerpo docente con muy diversas posturas ideológicas,
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vitales, religiosas y filosóficas, en pro de la causa común que es la formación de los
jóvenes. Proféticas palabras para el ulterior destino de nuestra patria.
Tal era su voz y su orgullo y su profunda fe en la convivencia pacífica y su rechazo a
toda forma de exclusión y segregación; y tal su pensamiento universalista y su
vocación por la transmisión de los valores humanistas. Quiero pensar, aunque hay
otras opiniones (Rosenblit, 2010), que por eso mismo —en los tiempos revueltos de
1968— fue convocado a asumir nuevamente la Rectoría; en virtud de su condición
señera de tolerancia y porque a él, en más de un sentido, podemos identificarlo no sólo
con el Conde Orgaz, sino también con Ortega y Gasset (2005), quien escribió que “el
hombre logra su capacidad plena, cuando adquiere plena conciencia de sus
circunstancias”.
Los vientos que han soplado en Chile en los años venideros no han sido, bien lo
sabemos, vientos universalistas; forzoso es concordar que globalización y
universalización, más que ser sinónimos, están en las antípodas. La globalización hace
tabla rasa de las diferencias, uniformiza y acalla las disensiones; la sociedad de
consumo pretende camuflar las diferencias de las etnias, de la piel, de las lenguas, las
creencias, la desigualdad de oportunidades, disolviéndolas en un falso paraíso de
marcas, imágenes comerciales, farandulización de los medios de comunicación y
banalización de la opinión pública; pero la terca realidad nos dice que las diferencias
siguen ahí y —con tal fuerza— que para muchos es no sólo desconcertante sino
también abrumadora. Resulta difícil tomarle el peso a las palabras, al mensaje de David
Stitchkin en el contexto de un sistema socio-cultural regido cada vez más por la
competencia, la incertidumbre y la exclusión; fenómenos que gatillan en los adultos de
los sectores más desfavorecidos paulatino desaliento, escepticismo y pasividad,
caracterizadas por una cierta sumisión al destino y a lo instituido, expresado cada vez
más en la búsqueda de soluciones propias de una mentalidad no globalizada sino, más
bien, mágica (esperanza en soluciones gracias a los juegos de azar y constitución de la
personalidad de acuerdo a imperativos de frivolización como vías de ascenso o
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figuración social), lo que se expresa —sin duda— en la sistemática pérdida de la
capacidad de crítica, renuncia a la historización personal y de proyección subjetiva al
futuro.
Pero aún no hemos delimitado exhaustivamente el escenario del drama de nuestro
tiempo. Y es que, paralelamente a esto, los cientistas sociales y políticos constatan la
marcada reducción de los espacios vinculares, de deliberación ciudadana y de
socialización; aparejada a la masiva desarticulación de los ejes de pertenencia social y
el debilitamiento de las construcciones colectivas. Este panorama configura realmente
un cuadro de violencia crónica ejercida sobre el psiquismo, que conlleva consecuencias
de confusión, desorientación y acentuación de procesos de inhibición cognitiva y social.
Y es que, como dijera Heidegger, “nada se nos escapa tanto como lo que está más
cerca”: detrás del formidable goce que ha generado la globalización (en virtud del
aumento inédito de la riqueza y bienestar sociales) en la generación que la impulsó, el
correlato es que nuestros jóvenes son testigos y víctimas del sometimiento masoquista
de sus padres a las fuerzas alienantes de una sociedad cuyo ideal tiende a ser el
consumo: la televisión desplaza y recubre cualquier posible espacio de interlocución o
diálogo familiar, los procesos de simbolización se hacen ínfimos al interior de la familia
y la escuela tampoco les otorga importancia (reemplazándolos por la memorización de
contenidos y la práctica de estrategias para contestar pruebas de selección múltiple).
¿Qué respuestas puede tener un joven frente a este verdadero tsunami de enajenación
masiva, cuando tal violencia es entonces el sustrato o condición cotidiana, vale decir,
es el tejido sobre el que se ven obligados a construir su subjetividad esos niños y
adolescentes? Los caminos son estrechos y empobrecidos. Ellos invitan a caer en el
fatalismo de que nada se puede cambiar, o bien a identificarse con los valores de la
sociedad de consumo, confundir el tener con el ser y —vistas las dificultades reales
para obtener en buena lid lo que se ansía tener para obturar la falta en ser—,
simplemente cortar por lo más fácil y echar mano a lo que se pueda. Pueden recluirse
en la soledad y la pasividad o, por el contrario, buscar la identificación con grupos
vandálicos o —derechamente— al margen de la ley.
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Tenemos que considerar que las segregaciones culturales, de oportunidades
educacionales, económicas y raciales no pueden sino generar a su vez estrategias de
supervivencia; estrategias que incluyen la búsqueda de referentes en la formación de
bandas o grupos, enclaves que se transforman en oportunidades de cohesión que
otorgan identidades, códigos, funciones y sentimientos de pertenencia y amparo allí
donde el desamparo y el aislamiento son el lugar común. Cuando los jóvenes se
enfrentan a tantas y tales dificultades en el diario existir, ¿cómo nos podría
escandalizar que las formas de sobrevivencia los lleven a situaciones de borde con la
destrucción y la muerte? Aunque sea cierto que se trata de posicionamientos que
conllevan una insensibilidad frente al dolor y al sufrimiento propio (y ajeno) —que
muchas veces se desliza hacia el goce en este dolor y sufrimiento—, parece hipócrita
cargar de culpa a quienes más que nada son víctimas.
La categoría de semejante solo puede constituirse cuando aparece la ley operando
como tercero en el vínculo, instituyendo el principio de igualdad ante la ley. Pero
cuando la ley como principio regulador queda excluida, cuando el adolescente constata
que no existe para él tal igualdad, pierde la posibilidad de comprender a cabalidad los
límites, no logra percibir sus actos como transgresiones, desaloja al otro de la categoría
de prójimo de donde él se considera (no con poca razón) excluido a priori.
Ya Winnicott (1972), arguyendo en 1969 acerca de la libertad del ser humano,
denunció: “el tipo de ambiente que torna inútil la creatividad de un individuo o la
destruye, induciendo en él un estado de desesperanza. En tal caso la libertad, aparece
como carencia allí donde deja el lugar a la crueldad, con todo lo que ésta implica de
constricción física o de aniquilación de la existencia personal de los individuos..."
Un universitario con existencia personal, proyección de futuro, reconocimiento de sí
mismo —en tanto sujeto con historia y no ajeno a sus circunstancias—: ese era el ideal
de la universidad laica y pública de la década de los sesenta. Entre quienes pensaron la
Universidad en esa época, algunos como Stitchkin la proyectaron como una institución
social sensible y permeable a las transformaciones políticas, sociales y económicas,
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que afincara en sus estudiantes aquella representación de sí mismos. Este ideario, al
igual que el de tolerancia, convivencia pacífica y fértil diálogo entre posiciones
diferentes —que Stitchkin sentía que eran el legítimo logro de la Universidad de su
época—, no son para nada visibles en la universidad contemporánea.
Por el contrario, la universidad actual se atribuye y pretende garantizar que enseña un
conocimiento que además garantizará también un re-conocimiento de sí mismo: una
acreditación. El así llamado “estudiante” iría a la Universidad en busca de este
reconocimiento, de esta acreditación, de lograr integrarse a un esquema social de vida;
esquema que aparece como elegido por vocación o simplemente por un complejo
cálculo de probabilidades de “quedar” en tal o cual carrera, de las posibilidades
económicas de sustentar los estudios y —en algunos casos—, de las rentabilidades
futuras asociadas a la elección. Nos es casualidad, a mi juicio, que los folletos que
pretenden “orientar vocacionalmente” a los futuros universitarios incluyan ahora las
rentabilidades de la inversión en aranceles (medidas en promedios de los ingresos
percibidos por un recién graduado y en los cinco años posteriores a su graduación). La
tendencia progresiva ha sido considerar que a la Universidad lo que le compete es
responder meramente a las demandas paradigmáticas de una economía capitalista.
Aunque por supuesto estas demandas no pueden soslayarse, lo cierto es que se ha
olvidado el desafío que representan las dificultades sociales de la época. Así, la única
circunstancia a la que el universitario cree tener que responder es la circunstancia
económica.
En la década de los setenta, el sociólogo e historiador norteamericano Immanuel
Wallerstein (1976) acuñó el término “jenizarisación” de la clase dominante, para
referirse a la nueva realidad de las formas de apropiación de las riquezas. Cuenta
Wallerstein que los jenízaros eran los funcionarios del Imperio turco, encargados de la
mantención de las relaciones de poder del imperio con los pueblos conquistados,
quienes generalmente provenían de estos mismos pueblos habiendo sido esclavizados
desde niños y adoctrinados por el Imperio. Si bien la acumulación y la concentración de
riquezas anteriormente se produjo bajo la manipulación y el control directos de quienes
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resultaban acreedores de las plusvalías (en virtud de su monopolio sobre los medios de
producción), en el moderno sistema mundial —aunque el verdadero poder siga estando
en manos de muy pocos individuos o familias—, los que garantizan la perpetuación de
la acumulación son los nuevos “jenízaros”. Tiendo a pensar que asistimos desde
comienzos del siglo XXI a la “jenizarización” de las universidades.
La Universidad corporativizada capacita para la globalización en los lugares más
admirados y solicitados, se jacta de formar emprendedores, líderes empresariales,
académicos, políticos. Lo anterior no debería impedirnos tomar conciencia que estos
líderes serán, en general, instrumentales: para lo que se preparan es para ser
empleados exitosos de las grandes empresas, u obedientes seguidores de protocolos
para manejar esquemas terapéuticos preestablecidos, o académicos que perpetúen el
orden del discurso universitario-corporativo delimitado en relación a la eficiencia y
productividad. Alardear de una “formación” para ocupar lugares de poder (económico o
político), simplemente demuestra la perversa tergiversación que ha ido adquiriendo la
función universitaria; muy lejos del discurso de la Universidad de hace sesenta años:
nada de milagros de tolerancia y respeto por las diferencias, nada más que una
creciente banalización de la convivencia. Nada de inquietud por encontrar respuestas
vitales o plantear preguntas existenciales, sino la ambición de conseguir rápidamente
un modus vivendi que permita encajar —ojalá en el lugar más alto posible—, de la
pirámide social.
Este panorama parece ser el escenario en el cual el estudiante universitario puede
devenir síntoma de un sujeto. Tal vez sea el punto de partida de todo estudiante —
identificado con un “no saber”—, y en la posición de demandar que se le “instruya” para
ser curado de su “ignorancia”. Por cierto que el estudiante puede buscar en el aula
píldoras de saber y un certificado que, en la forma de una calificación de aprobación,
acredite que el placebo surtió efecto. La acumulación de estas aprobaciones lo llevará
a una cierta acreditación (bajo la cual podrá proseguir su vida sin mayores
cuestionamientos). Esta acreditación entonces funcionará como un nuevo síntoma, se
transformará en un rasgo, se portará como insignia fálica o como signo de pertenencia
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asegurador de una identidad. El psicoanálisis concibe cualquier síntoma como
producto de algún malestar o conflicto que es rechazado de (y expulsado por) la
conciencia. Así, lo que se integra a la realidad cotidiana del sujeto —pese a llevar sobre
sí el peso del conflicto reprimido—, deviene algo con lo que el sujeto se identifica,
permitiéndole ignorar lo que realmente no marcha en su vivir.
El síntoma da al sujeto una respuesta falsa, pero respuesta al fin y al cabo, respuesta
al “¿Quién soy?” y, en este sentido, tranquiliza y adormece (Lacan 1971). Es así que,
en contraposición al imperativo de responder a la pregunta por el sentido de la
existencia individual, se avanza subsidiariamente hacia una adaptación personal —
hacia una identificación subjetiva— con una respuesta cultural estandarizada, fruto de
una uniformación impersonal, un molde vacío e incuestionado; exaltado por los medios
de comunicación como una imaginería de logro y éxito, un esquema de realización o
felicidad, una imagen de respuesta; pero no una respuesta. Al respecto, recordemos
que el campo de la identificación está constituido de tal manera que el desgarro o
división subjetiva que se busca rellenar apelando al plano de lo imaginario a través de
identificaciones es, al mismo tiempo, producto de otra identificación más arcaica.
Coincidentemente Lacan (1984) ha enseñado que el síntoma tiene una condición de
real (expresado en la sensación física de la angustia, de la parálisis, del dolor o la
inoperancia, etc.) y con ello nos dirige a verificarlo en relación a la pulsión de la que el
síntoma es cauce (como interfase entre lo psíquico y lo somático). Es justamente por
esto que si nos referimos al goce sintomático —a esa suerte de placer, a esa sensación
de alivio que el síntoma entrega como moneda de cambio frente a la exclusión de lo
reprimido en la conciencia—, tenemos que concebirlo como remitiendo al cuerpo:
solamente un cuerpo puede gozar. No obstante, no por ello deja de empujar la
satisfacción predominantemente significante —que Lacan denominó, apoyándose en
Hegel, el reconocimiento. Es precisamente en la búsqueda de este reconocimiento en
donde se afianza el “síntoma estudiante”, así como en las posibilidades de advenir más
adelante el “síntoma profesional acreditado”, “el síntoma ejecutivo”, “el síntoma
profesional triunfador”. Es en esta pasividad de las pertenencias, en esta conformidad
con —y persecución de— las identificaciones ofrecidas por nuestra cultura como
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soluciones parametrizadas, en donde se nos transparenta la evolución —o tal vez
involución— del síntoma estudiante, síntoma de lo que, parafraseando a Freud,
podríamos llamar un cierto “malestar en la globalización”.
A modo de conclusión quiero expresar que, tanto como pienso que es una excelente
idea brindar la oportunidad de volver a leer a los pensadores universitarios del pasado
—tanto a un rector Stitchkin de Concepción, como a un rector Gómez Millas de la
Universidad de Chile—, también creo que en toda época surgen voces nuevas que se
cuestionan y buscan ir más allá más de la uniformización frivolizante y que la iniciativa
de los jóvenes editores de este libro es un mentís a todo pesimismo que pudiera
extraerse de este prólogo.
Referencias
Foucault, M. (1968). Las palabras y las cosas. México: Siglo XXI.
Lacan, J. (1971). “La agresividad en Psicoanálisis” En: Escritos 1. México: Siglo Veintiuno.
Lacan J. (1984). “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano”. En:
Escritos 2. México: Siglo Veintiuno.
Ortega y Gasset, J. (2005). Meditaciones del Quijote. Barcelona: Crítica.
Ortega y Gasset, J. (1930). Misión de la Universidad. Madrid: Biblioteca Nueva.
Rosenblitt B, J. (2010). “La reforma universitaria, 1967-1973” Hallado en:
http://www.untechoparachile.cl/cis/images/stories/CATEDRA2010/SESION5/3.pdf (Marzo 2011).
Wallerstein, I. (1976). The Modern World-System: Capitalist Agriculture and the Origins of the
European World-Economy in the Sixteenth Century. Nueva York: Academic Press.
Winnicott, D. (1972). El uso de un objeto y la relación por medio de identificaciones. Buenos
Aires: Granica.
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El entierro del Conde de Orgaz
Discurso de David Stitchkin Branover1
Y ahora…, ahora cabe entrar al tema de esta lección. El tema de esta lección
probablemente haya sorprendido a muchos, haya inquietado a algunos pocos, y
tenga confundido a la casi totalidad de los jóvenes estudiantes: el entierro del
Conde de Orgaz. ¿Por qué haber elegido este tema? No es fácil elegir un tema para
una lección inaugural. Ustedes son jóvenes que vienen llegando del liceo, de
formación heterogénea, de vocaciones diferenciadas, y no sería justo ni cuerdo
tomar como tema de una lección inaugural un tema específico en una disciplina
determinada. Pero hay más.
Para encontrar el tema de la lección inaugural, yo tengo en cuenta, en especial
consideración, que ustedes llegan a la Universidad —como dije el año pasado— con
una inquietud2.
Con una inquietud que se manifiesta esporádicamente en algún acto, en un gesto,
en una conversación, en un problema que me plantean a mí o que plantean a
alguno de los profesores. ¡Y la inquietud es fundadísima! Porque han abandonado
ustedes la cómoda, la confortable aula del liceo, para abocarse por vez primera a la
1 Este discurso fue pronunciado por el Rector David Stitchkin como lección inaugural del año académico
de la Universidad de Concepción en abril de 1961.
2 Con la intención de reproducir en el texto escrito los énfasis orales en la pronunciación y entonación de
ciertas palabras claves para el argumento de la lección —a los que apela a lo largo de su cátedra el
Rector Stitchkin—, hemos decidido transcribir con cursiva los instantes en que el orador hace uso de tal
recurso retórico, recurso que, sin duda, es uno de los sellos de estas lecciones. De aquí que, a lo largo
de los discursos sobre El entierro del Conde de Orgaz y El deber irredimible, encontrará el lector frases y
palabras en cursiva.
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vida universitaria, y sienten —o presienten— que ahora comienza para ustedes una
nueva etapa —no de estudios más o menos difíciles—, sino una nueva etapa de
actitud de ustedes ante la vida, de actitud de ustedes ante el estudio mismo. Ya no
tienen al profesor de francés y al profesor de inglés (un poco amigo, un poco
segundo padre) preocupado directamente de cada uno de ustedes, ni son las tareas
tan simples ni tan elementales. Ahora se encuentra ustedes —o presienten que se
encuentran— abocados a un problema de acción propia, de actividad propia, de
entrega propia; de algo que ustedes deben llevar dentro de sí.
El ambiente… el ambiente —¡y pronto van a verlo!— es tan cálido y tan cordial
como pudo haber sido el ambiente del liceo. Pero la participación de ustedes en la
preparación profesional a que aspiran ya no tiene ni puede tener esa postura pasiva
del liceano. Y tiene que haber de parte de ustedes cierta inquietud frente a la
confrontación a que están abocados, al cotejo de sus energías, de sus posibilidades,
de sus capacidades, frente a las exigencias de la vida universitaria. Esa es una
inquietud.
Pero hay otra inquietud, más genérica. Se espera siempre algo de la universidad
que no es sólo un título y una preparación profesional: se espera —como yo decía
en la lección inaugural del año pasado— una respuesta de la universidad. Se espera
que la universidad colme —total o parcialmente— un poco de la sed que deben
tener ustedes de encontrar puntos de apoyo para conducir su vida y su conducta.
Todos necesitamos puntos de apoyo. Y por mucho que ustedes me miren a mí en
este momento con tanta serenidad… aparente, con tanta firmeza aparente, con
tanto dominio aparente; yo —como ustedes— tengo mis momentos de
desfallecimiento, mis momentos de debilidad, mis momentos de angustia, y para
ellos necesito alguna referencia, un punto de apoyo. Así lo entendí yo cuando era
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estudiante de la universidad, seguí entendiéndolo mientras fui profesor de la
universidad, y es algo que tengo siempre presente como rector de esta casa.
De aquí que al elegir tema, haya procurado siempre elegir un tema que, en alguna
medida (una lección inaugural no es un curso), ¡en alguna medida!, pueda ser, si no
la respuesta, la incitación a la respuesta —¡el vislumbre a la respuesta! — algo así
como en la noche cuando un rayo alcanza a iluminar el horizonte que se oscurece
en el alba…. ¡pero algo quedó en el paisaje! Eso es lo que yo quisiera que pudiese
ser para ustedes esta lección inaugural. Y en razón de ello, haciendo memoria y
recordando… recordando, recordando recordé una experiencia personal, mía —una
vivencia, digo yo— que me ocurrió en Toledo viendo ese cuadro del Greco que se
llama El entierro del Conde de Orgaz.
Pero, para que ustedes puedan participar en alguna medida de esa vivencia, y como
bien pudiera ocurrir que muchos no hayan visto el cuadro El entierro del Conde de
Orgaz, a fin de que yo les hable a ustedes de algo que ustedes conocen (aunque sea
de mala manera porque una reproducción no tiene nunca la fuerza del original),
vamos a pedir aquí que nos proyecten el cuadro El entierro del Conde de Orgaz.
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Según los críticos y entendidos, consta de dos partes: la parte superior y la inferior.
En la inferior, ven ustedes al Conde de Orgaz —muerto—, sostenido por San
Agustín, a la derecha de ustedes, anciano venerable que mira al Conde de Orgaz, y
a la izquierda por San Esteban, bello y joven mancebo. En seguida, el coro de
hidalgos toledanos (que presencian el milagro), y en la parte superior se encuentra
ya la visión del Conde de Orgaz en los cielos, desposado de las vestimentas de la
tierra (he ahí al Conde de Orgaz desnudo), compareciendo ante la presencia del
Señor. A mano derecha, la Virgen; atrás, el Rey David.
Observen que la técnica o factura del cuadro varía en la parte superior a la parte
inferior. La de arriba podríamos decir que es italiana (o a la manera italiana), hay
—dicen los entendidos— una influencia notable de Tiziano, maestro del Greco, y
del Tintoretto.
Los colores, el dibujo —abajo— es el Greco sin otra influencia que la de su propio
objeto. Dicen que el caballero que se encuentra detrás del que está al centro con la
Orden de Calatrava (de frente) sería el propio Greco, un autorretrato. Y por último,
observen que la composición del cuadro es perfecta, casi geométrica: la figura de
San Agustín y la de San Esteban formando un árbol en un escorzo bellísimo, al
centro, gravitando sin pesar, el cadáver del Conde de Orgaz, y arriba se repite el
trío de Jesús al centro, el Conde de Orgaz en su presencia (a la derecha de ustedes),
y la Virgen a la izquierda. Y como elemento de unión —centro de gravedad del
cuadro—, ese ángel ingrávido, que parece, más que centro de gravedad, centro
geométrico de la composición.
Veamos ahora la parte inferior del cuadro. Vean el detalle de los dorsos, el detalle
de las manos (más nítidamente se destaca la de quien sigue al Greco). No alcanza
aquí a aparecer, o apenas aparece —ahora está claro— este pequeño, que sería el
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propio hijo del Greco, a quien San Esteban mira, y que está a su vez, enseñando,
mostrando con su dedo la presencia o la figura del Conde de Orgaz. Y por último,
veamos el rostro mismo de nuestro Conde de Orgaz, porque es un personaje a
quien vamos a conocer dentro de poco.
No se extrañen que el Conde de Orgaz aparezca así porque así está en el cuadro,
puesto que está en los brazos de San Agustín, desfalleciendo. Vean ustedes el
rostro noble, la frente tersa, la expresión de serenidad, de tranquilidad; más que
muerto parece dormido. Hay ciertos rasgos de voluntariedad en el labio inferior
que asoma, y hay una nobleza muy grande que emana del cuerpo.
Y ya conocen El entierro del Conde de Orgaz. De él vamos a hablar.
El entierro del Conde de Orgaz fue pintado —por este nuestro buen amigo, el
Greco, que venía de Grecia (¡era griego!) —, formado más tarde en Italia, que fue a
parar a España se ignora por qué razones, y él no quiso darlas. Porque llamado en
una oportunidad ante el Tribunal de la Inquisición a raíz de otra tela muy hermosa,
El expolio, que pareció que no calzaba dentro de las normas de la Iglesia, fue
preguntado por qué había venido a España y contestó: “Eso no estoy obligado a
declararlo”.
Se ignora por qué llegó, pero llegó a España —ya formado, con altas
recomendaciones— a la corte de Felipe II. Éste le encomendó un cuadro, que figura
en El Escorial. A Felipe II no le gustó mucho el cuadro3 (lo que no habla muy bien
de Felipe II), y el Greco se trasladó a Toledo.
3 El cuadro al que se refiere David Stitchkin es El martirio de San Mauricio, que retrata el despiadado
ajusticiamiento de una milicia cristiana de tebanos —liderada por San Mauricio— como resultado de su
negativa a celebrar ritos paganos, ordenados por el emperador romano Maximiliano. La inmolación
convirtió a San Mauricio en un mártir católico y emblema de la lucha contra la herejía. Este cuadro fue
19
¿Y cuál era la época, la España si ustedes quieren, del Greco? Reinaba, a la sazón,
Felipe II. Su padre, había sido el magnífico Emperador Carlos V —que era V de
Alemania, pero I de España—; era Carlos I de España. Y conviene recoger estas
cositas insignificantes (en que los escritores no ponen mucha atención), pero que la
historia parece que retuviera como llaves que abren pequeños secretos.
Carlos I de España era Carlos V por Alemania —puesto que siendo rey de España
fue elegido Emperador de Alemania— y sin embargo, la historia lo recuerda como
Emperador (como Carlos V), y se habla del Emperador Carlos V.
Tiene cierto interés, porque esto nos revela que Carlos V… Carlos V tenía una
personalidad, o una concepción, o una postura ante la vida, de cierta universalidad,
cierta visión cosmopolita (en lo político), a tal extremo que Carlos V respetó por
pacto, edicto, el protestantismo alemán… y Carlos V vivió en Toledo, que era, a la
sazón, la capital política de España, de las Españas, y del mundo por consiguiente.
Pero cuando llegó el Greco —y en la historia y en la época en que pintó—, este
entierro del Conde de Orgaz, reinaba Felipe II. Felipe II que había trasladado la
capital de España —de la imperial Toledo— a la muy pequeña villa de Madrid que
era, a la sazón, una pequeña villa, pueblerina. Había trasladado Felipe II su corte a
Madrid, pero no él que se estaba construyendo El Escorial, mezcla de fortaleza, de
monasterio y de mausoleo. Porque hizo llevar al Escorial —con pompa y aparato,
como correspondía a su alta jerarquía— a todos los de su familia (enterrados en
distintas ciudades y lugares de Europa) que, en cortejos interminables, atravesaron
las llanuras españolas para ser definitivamente enterrados en El Escorial.
encargado por Felipe II al Greco en 1579, para ser colocado en uno de los altares del Escorial como
símbolo de la irrestricta política de combate a la divergencia religiosa en su reinado. La elección del
Greco de ubicar el martirio como telón de fondo del cuadro molestó a Felipe II quien, argumentando falta
de devoción en las figuras, decidió no incluir la pintura entre los ornamentos del Escorial.
20
Comenzaba la declinación de Toledo, y principiaba —con Felipe II, Madrid y El
Escorial— lo que podríamos llamar, el ensimismamiento de España. Y digo
ensimismamiento de España porque, hasta entonces, la imperial Toledo era —y
había sido— el rico manantial adonde confluían (y donde confluyeron) culturas y
civilización disímiles, dispares: los árabes, la judería y la cultura latina, Roma.
Todo ello había fermentado, produciendo ese milagro que es Toledo. Ese milagro
que es Toledo, porque es suma y esencia de la conjugación de tres culturas, que
supieron ensartarse la una en la otra, apoyarse, estimularse y, al mismo tiempo,
limitarse en sus demasías o excesos, formando un equilibrio perfecto.
Pero esta imperial Toledo tenía —para Felipe II— olor a paganismo, olía mucho a
berberismo, mucho a judería; y Felipe II traslada su corte a Madrid y se enclaustra
en su fortaleza-mausoleo del Escorial.
Esta es la época, ese es el ambiente que reina en Toledo cuando le encargan al
Greco que pinte este cuadro: El entierro del Conde de Orgaz. Y ahora cabe
preguntarse quién era, quién fue el Conde de Orgaz y qué es lo que el Greco quiso
reproducir.
Hay varias leyendas en torno al Conde de Orgaz. Desde luego es un personaje real,
vivió. Vivió por allí por el año mil trescientos y tanto, de modo que cuando el
Greco pintó este cuadro que ustedes acaban de ver, habían transcurrido más de
doscientos años.
El Conde de Orgaz, noble castellano dice la leyenda escrita, fue hombre
eminentemente piadoso y obtuvo para los monjes agustinos un lugar en la ciudad
de Toledo, puesto que ellos estaban viviendo en la parte baja, a orillas del río Tajo.
Y dio dinero, y [lo] obtuvo —además— para la reconstrucción de la iglesia de Santo
21
Tomé. En razón de su piedad, allí fue enterrado. Y dice la leyenda escrita que
cuando se estaba celebrando el oficio de difuntos, aparecieron San Agustín y San
Esteban, tomaron el cadáver y lo depositaron en la cripta donde actualmente está.
He ahí lo que dice la leyenda escrita.
¿Y qué dice la leyenda oral, la tradición oral? La tradición oral fue recogida —¡por
mí personalmente!, porque allí me la contaron— y como me la contaron, nos da
cuenta. Probablemente, la tradición oral no sea verdadera. Pero la fantasía de los
pueblos a veces es más real y verdadera que la propia realidad histórica, y sabe
encontrar —a través de la fantasía— la quintaesencia de las cosas.
Y siendo más grata, más hermosa, la tradición oral que la escrita —porque la
escrita se limita a señalar que fue un hombre piadoso y contribuyó a levantar la
iglesia— prefiero la oral, por lo que ustedes van a escuchar. Y cuenta la leyenda
que el Conde de Orgaz —noble toledano— era, a la sazón, gobernador de Toledo.
Han de saber ustedes —este es un paréntesis que ayuda a mantener el suspenso—,
han de saber ustedes que poco antes de existir el Conde de Orgaz, reinaban en
España, o habían reinado, Fernando III, llamado “El Santo”, y Alfonso X, llamado
“El Sabio”. Pero ambos, habían mantenido alianza —alianza formal— con los
príncipes árabes que dominaban Granada. Este era el ambiente en que vivió
realmente el Conde de Orgaz. Y sigamos ahora con la leyenda, porque lo que
acabo de decirles refuerza en cierta medida esa leyenda.
Siendo gobernador de Toledo, cuentan que una poblada una noche incendió la
sinagoga, que no había una en Toledo, ¡qué había tres sinagogas! Sinagoga que si
algún día ustedes van a Toledo, cosa que deseo muy de veras, podrán visitar. Y una
poblada en la noche, rompiendo diríamos este pacto de convivencia, incendió la
sinagoga. Cosa que a la comunidad judía llamó naturalmente a la consternación.
22
La gente más joven y más impulsiva de esa comunidad decidió tomar represalias e
incendiar la catedral, aplicando aquella horrible ley del Talión de “ojo por ojo y
diente por diente”. Sabedor el Conde de Orgaz de lo que se estaba tramando, llamó
a los nobles castellanos, y llamó a los notables judíos, y les dijo: que dos pueblos y
dos comunidades pueden convivir en paz, que para ello se requiere solamente
buena voluntad. Y que en lugar de que los jóvenes residentes del barrio de la
judería quemasen la catedral, era más cuerdo que los nobles castellanos
contribuyesen, con sus dineros —¡y sus hombres!—, a reconstruir la sinagoga que
habían destruido. Y cuenta la leyenda que era tal el poder de convencimiento de
nuestro Conde de Orgaz, que convenció a los nobles castellanos, y éstos
contribuyeron con sus dineros y sus gentes a reconstruir la sinagoga.
Y como cuando ocurren estas cosas siempre se forma en torno del que es capaz de
crear una voluntad así un mito o leyenda, y se dice o que es loco, como ocurría con
nuestro señor Don Quijote, o que es santo; al Conde de Orgaz no le tacharon de
loco sino de santo, y comenzó a correr la leyenda de su santidad. Y cuenta la
leyenda que al morir, apareciéronse San Agustín y San Esteban, recogieron su
cadáver, y lo colocaron en la cripta en que actualmente yace. Entre la leyenda
escrita y la leyenda oral comprenderán ustedes por qué yo me quedo ahora con la
leyenda oral.
¿Qué relación tiene ésta con el Greco?: ¡que pudo haberla tomado el Greco!, el
Greco pudo haberse inspirado en esta leyenda. Porque, si ustedes recuerdan lo que
acaban de ver —en el cuadro este del retrato —El entierro del Conde de Orgaz— ha
debido llamarles la atención una cosa que se trasparenta en el cuadro.
Observen ustedes que el Greco está pintando un milagro: lo que ocurre en ese
instante es un milagro, ¡y no sólo un milagro en cuanto alteración de las leyes
23
físicas!, que se oscurece de día o aclara de noche. ¡No!, es un milagro con
incorporación física de dos figuras venidas del cielo: San Agustín y San Esteban. Y
frente a este milagro, la actitud de los nobles toledanos que lo presencian no es de
espanto, no es de asombro; es una actitud tranquila, casi de meditación. Y hasta la
figura del pequeño que está mostrando lo que ocurre, parece —parece (y esto
puede ser fantasía mía)—, parece que estuviera enseñando una lección: “Mirad lo
que está ocurriendo y sacad de ahí vuestra consecuencias”.
Porque lo natural —frente a este fenómeno—, [sería que] estuviesen los brazos en
alto, algunos rostros despavoridos ¡y no!, todos están tranquilos. Hasta hay un
noble castellano con la Cruz de Calatrava —ustedes lo vieron al centro— que se
encuentra en una actitud así4 de mostrar. Todos meditan, ¿meditan en torno a qué?,
diríamos nosotros. Meditan en torno a la muerte de un justo y observen que todo
esto dice relación, guarda armonía, con el rostro del Conde de Orgaz.
Yo les señalaba —mientras exhibían la diapositiva— que el rostro del Conde de
Orgaz es un rostro tranquilo, que parece dormir. ¡No hay muerte!, hay un amable
tránsito, de la tierra a los cielos. ¿Y qué lección estaría narrando el Greco? Esta
lección de convivencia, ¡qué él podía entender mejor que nadie!, puesto que estaba
viviendo en una España imperial y universalizada, que comenzaba a tornarse en
una España ensimismada y recluida dentro de sus propias fronteras (geográficas y
espirituales). ¡Declinaba Toledo!, símbolo de la conjugación de varias culturas,
surgía la villa de Madrid, y surgía El Escorial. Terminaba la visión cosmopolita del
mundo, que había tenido un Carlos V, y comenzaba la visión… adentrada (un
poco triste también), de un Felipe II.
4 Probablemente en esta parte de su exposición, David Stitchkin reproduce el gesto del noble toledano
mencionado en el cuadro para ejemplificar mejor su interpretación.
24
El cambio que estaba dando España, la transformación que se estaba produciendo,
era una transformación inquietante y a ojos vista. No es desacertado —o demasiado
arriesgado suponer— que el Greco entendiera esto y fuese esa la simbología que
quisiera darle (o hubiera querido darle) al entierro del Conde de Orgaz.
Y hay otra cosa. Hay que los rostros y vestimentas del cuadro no son
rigorosamente históricos, es decir, el Greco no se sitúa en 1323 —fecha real de la
muerte del Conde de Orgaz— sino en su época, en su tiempo, dándole al milagro el
valor de una cosa presente. Y lo logra de tan cabal manera, le da de tan cabal
manera el valor de una cosa presente que —¡lamento que una diapositiva no pueda
tener la fuerza que tiene el original! —, para el que mira la tela, para el que se
sienta en la pequeña nave de la iglesia de Santo Tomé y recogidamente mira
aquella tela, ese milagro se está produciendo en el instante mismo en que nosotros
le estamos mirando, y nos sentimos incorporados a ese momento, a ese estado de
ánimo, a esa cosa que se está realizando junto a nosotros y con nosotros.
De donde resulta que la lección del Conde de Orgaz —dada por el Greco— debía
valer, no sólo para los hombres de su época, sino para los hombres de las
generaciones futuras. Y he aquí como nosotros hoy, seiscientos años más tarde —
¡seiscientos años más tarde! —, podemos aprovechar esa linda temática para dictar
una lección inaugural, y para decirles a ustedes que ese milagro del Conde de
Orgaz —el que según la leyenda oral se habría producido— es un milagro todavía.
Porque el convivir, el convivir en paz, no es cosa de ordinaria ocurrencia ni es
tarea fácil, y cuando ocurre hay que mirar, ese caso, como un caso de milagro tan
extraño como el que pintara el Greco.
Y ese caso tan extraño, milagroso en un mundo desarticulado, han de saber los
jóvenes estudiantes que inician sus cursos en la Universidad, se produce en esta
25
casa. En donde un núcleo de hombres, todo un cuerpo docente, de distintas
posturas ideológicas, de distintas posturas ante la vida, de diversos credos y de
diversos pensamientos, conviven armónicamente —armónicamente— en pro de una
causa común, que es la causa de la cultura y de la formación de nuestros jóvenes.
El milagro repetido, desde hace más de cuarenta años, en el seno de esta casa. Y
ese milagro se expresa en nuestra Universidad bajo un lema o mote —el lema que
ustedes deben tener siempre presente—, el lema de esta casa es: “Por el desarrollo
libre del espíritu.” Y ¿cómo se logra el desarrollo libre del espíritu?
Lo decía yo —en una oportunidad— a raíz del Encuentro Internacional de
Escritores (o de escritores americanos), mediante la conjunción de tres postulados
que dan como resultante el desarrollo libre del espíritu, y son, en primer término,
honestidad en la proposición, en segundo lugar, dignidad en la expresión, y en
tercer término, respeto en la convivencia.
¿Qué significa honestidad en la proposición? Que cada uno de ustedes —hoy,
mañana y siempre—, cuando sostenga un principio, cuando siente una premisa,
tiene que ser honesto en lo que dice, tiene que ser honesto en lo que propone,
honestidad que no es fácil de conseguir. Porque hay mil espejos en la vida que
distorsionan nuestro pensamiento, hay un maleficio general que nos rodea
constantemente y que nos induce a confundir nuestros intereses con los intereses,
nuestras pretensiones con lo que es justo, nuestras ambiciones con lo que conviene.
Y, para ser honesto en la proposición, hay que separar cuidadosamente —
cuidadosamente— lo que nos conviene, lo que nos interesa, de aquello que
realmente conviene o interesa a la comunidad. Y si se habla en bien de ella —¡o se
26
pretende que se habla en bien de ella!— no hablemos en función de nosotros. Este
desglose no es tarea fácil y requiere una firme disciplina y una constante vigilia.
Dignidad en la expresión: se puede sostener cualquier tesis honestamente —
¡honestamente!, esa era la primera premisa— pero, al sostenerla, hay que emplear
expresiones dignas, para no herir ni ofender a nadie. Que la dignidad en la
expresión no es sino una forma específica de esa gracia genérica que se llama “la
cortesía” y que, según decía un poeta, la cortesía es la sal de dios. Y la derramó
abundantemente en un varón preclaro (yo no sé si ustedes saben que Francisco de
Asís fue un hombre de una cortesía exquisita, para con sus semejantes y para con
los animales; y para con las flores y para con las estrellas).
Y no tomen esto de la cortesía como una flor de segunda importancia. Modesta es
en su expresión, nadie para mucha atención en ella; pero ocurre como lo que
sucede con esas florecillas de la playa: son pequeñísimas, casi invisibles, y cuando
ustedes las quieren arrancar tienen raíces extensas y profundas. Así ocurre con la
cortesía, es una flor pequeñísima, casi invisible. ¡Pero cuidado! La cortesía es el
florecimiento de la cultura, el hombre cortés —¡cuando lo es de veras!—, cuando no
es una cortesía formal sino una cortesía consustancial al alma, al espíritu, al modo
de ser, es el fruto feliz de una cultura. El progreso de la humanidad se vive a diario
a través de las fórmulas de cortesía: el día que ésta desaparezca digan ustedes que
comienza la regresión de la especie humana.
Y la tercera premisa, o la tercera proposición, es lo que llamamos respeto en la
convivencia. Respeto en la convivencia… podemos nosotros sostener
honestamente una proposición y además con cortesía, con dignidad; pero no basta.
Es menester, además, respeto profundo —¡profundo, íntimo, sentido! —hacia la
personalidad de los demás: “Yo creo esto”, lo sostengo, lo expongo, pero en el
27
fondo de mi alma sé que mi intelecto es imperfecto y que es imposible que yo
posea la verdad total, apenas —como he dicho otras veces— apenas, y muy feliz, si
logro un atisbo de ella. Y los demás, también tienen su atisbo de verdad.
Yo puedo tratar de convencer respecto de una premisa, respecto de una idea,
respecto de una proposición; jamás imponer. Pero, si van ustedes a las sagradas
escrituras, Dios mismo… Dios mismo habría entregado al hombre la libertad del
querer salvarse o perderse, y si Dios, con fe —¡Dios! —, no quiso atentar contra la
voluntad del ser que había creado, ¿cómo podríamos nosotros pretender —
¡nosotros! — imponer nuestro personal punto de vista, por la fuerza, a los demás
miembros de la raza humana?
Huid… huid cuidadosamente del juicio ligero, que atenta contra el respeto a la
convivencia. Esto requiere gran disciplina también —constante, permanente—.
Cuidado con juzgar ligeramente porque ligeramente seréis juzgados vosotros, y
sobre todo evitad el juicio severo para con los demás: tened un poco de amor para
con los demás, un poco de caridad para con los demás. Uniendo estos elementos —
y manteniendo sobre vosotros una vigilia permanente y atenta— lograréis formar
en vuestra conciencia y en vuestra personalidad, este respeto en la convivencia,
indispensable para que florezca el milagro de una auténtica y sana convivencia.
¿Bastaría esto? No, no bastaría… no bastaría. Decía yo: “huid del juicio ligero”,
“no juzguéis así” (por la superficie o por las apariencia), “entrad en conocimiento
de las cosas” y después emitid vuestro juicio.
Conocer… y conocer, ¡y conocer!, es amar. Y no se extrañen ustedes: en tal
sentido, en tal acepción está empleada la palabra “conocer” en la Biblia. Y
conocer, en la Biblia, es el acto de trato carnal de un hombre y una mujer; porque
28
para conocer, hay que amar, y amar es conocer. Por consiguiente, todo lo que os
he dicho debe tener como base una actitud de conocimiento, una actitud de amor,
hacia las cosas y hacia los demás que os rodean. De esa manera podrán ustedes —
no sólo formar parte de esta familia, que es la Universidad de Concepción— sino
que podrán contribuir a que la familia humana viva de mejor manera. Y así… así
tienen ustedes una pequeña, una modestísima fórmula que yo quería entregarles
esta noche en esta lección inaugural.
Y como regalo —como regalo de bienvenida a mis jóvenes estudiantes del primer
año— quiero dejarles esta noche, un pensamiento, un pensamiento árabe. Al Conde
de Orgaz —de ser cierta la leyenda— le habría encantado que yo remate mi clase
inaugural con un pensamiento árabe. Un pensamiento árabe que está grávido de
incitación, está grávido de normas de conducta, y que cada uno de vosotros podrá
manejar en la soledad de su conciencia.
Este pensamiento lo olvidarán ustedes mañana. Se harán —y deben hacerse (son
jóvenes y deben ser[lo] a veces)—, comentarios graciosos en torno a él. Pero
pasarán los años, y cada uno de vosotros tendrá un momento en la vida de alegría o
de tristeza en que —así es la vida—, en que de pronto… de pronto, harán —
queriéndolo o no— un balance de su conducta; ¡esto llega siempre! Y en ese
momento —en ese momento, no ahora— reflorecerá este simple pensamiento que
puede ser para ustedes —y lo será—, panal que alumbre el camino, guía que
oriente; y espejo —y espejo— que ustedes tendrán siempre frente a sí y, que al
hacer el balance a que me refiero, devolverá a ustedes la imagen —no de la
máscara— sino del verdadero rostro de ustedes. Y entonces sabrán, al mirarse en el
espejo de este pensamiento, si han llevado la conducta adecuada, la conducta que
conviene a los hombres o no.
29
Y el pensamiento dice así:
“Cuando nace el niño, lanza su primer llanto y todos los que le rodean se miran
gozosos y sonríen.
Procura conducir tu vida de tal modo que al morir, tú puedas sonreír mientras los
demás lloran”.
Muchas gracias.
30
Stitchkin o el educador
Juan Miguel Chávez
“Quien pensó lo más profundo, éste ama lo más vivo.”
Friedrich Hölderlin
Como prologuista de este texto me he impuesto el desafío, sin tener ninguna conciencia de
su magnitud —hasta ahora—, de escribir una introducción, una suerte de proemio, al verdadero acto
de pensamiento que David Stitchkin dejó a las generaciones venideras con los discursos incluidos en
esta publicación. Después de todo, este libro no es más que una tentativa de transmitirle a las mentes
inquietas la grandeza de la sabiduría y la potencia reflexiva de ese eximio jurista, profesor y rector
que fue Don David Stichkin Branover.
Es precisamente por eso que no me resulta incómodo hablar sobre David Stitchkin. Lo hago
con el mismo afán con el que desconocidos de poca importancia lograron dar a conocer la obra de
Kierkegaard al mundo. Nada de lo que escriba en este texto alcanzará un mínimo parangón con el
fecundo legado que nos regaló David Stitchkin con su trayectoria docente e intelectual. Escribo estas
páginas, entonces, no con el prurito de entablar un diálogo con Stitchkin —posibilidad que,
habiéndolo conocido yo personalmente, excede ampliamente a mis capacidades—, sino, más bien,
con la fascinación de quien descubre un invaluable tesoro enterrado por siglos.
Ese tesoro fue descubierto por mí casualmente cuando uno de mis más queridos ayudantes
en mi carrera docente me comentó que había accedido a dos discursos pronunciados por David
Stitchkin en su primer periodo de rector de la Universidad de Concepción.
Leí ambos discursos con mucho cuidado, masticando las ideas que se asomaban de la
urdiembre que Stitchkin tejía. Una sola pregunta pudo surgir de esa experiencia, a saber: ¿quién era
David Stitchkin?
Y cuando pregunto esto, no estoy pensando en los datos historiográficos con los que se
resume la vida de un hombre (nació en Santiago, un 27 de octubre de 1912, etc.). Me refiero, más
bien, al asombro que produce en el espectador un gran violinista o un poeta que elige el anonimato,
31
como anticipando que su individualidad no podrá soportar la potencia y originalidad con la que su
persona revive a una disciplina.
Para responder esta pregunta no puedo más que remitirme a Stitchkin mismo. Es así que,
cuando el entonces rector, se aboca a justificar la construcción de su argumentación para la cátedra
inaugural del año académico 1962, lo hace de una forma con la que —por estos días— no se
identifica a una figura intelectual de trayectoria: “Los hombres de hoy, envueltos en el ciego
torbellino de los acontecimientos (no ya imprevistos, sino imprevisibles), que hacen de cada
amanecer una angustia, presienten …que en algún lugar de la tierra debe haber alguna persona —¡o
núcleos!— capaces de resistir la vorágine, de elevarse por sobre ella y de aprehender con limpia
perspectiva —e incontaminada razón— el sentido cabal de los fenómenos sociales y de elaborar el
esquema del nuevo patrón cultural, que ha de levantarse con propios caracteres, pero apoyado en
los soportes de los valores permanentes de la cultura ya lograda. ¡Ahí está la responsabilidad histórica
de las universidades en la hora presente!”.
A mi modo de ver, lo más curioso de este diagnóstico —que, dicho sea de paso, podría
decirse mantiene su vigencia medio siglo después de haberse realizado— no es tanto su escalofriante
mirada y vehemente orientación sino, más bien, la instancia cultural llamada a entregar una guía o a
desarrollar un patrón que nos proteja de las apremiantes circunstancias de nuestro actual entorno:
“Si el mundo se haya tan absorto en la acción que ha terminado por envolverlo y arrastrarlo, fuerza
es encontrar asilos donde puede cobijarse el pensamiento creador que lo inspire y lo guíe,
señalándole metas y cauces, en un reordenamiento de las normas valorativas de la conducta. Estos
asilos son las universidades, en cuyo seno se realiza la investigación científica —necesariamente libre,
crítica y objetiva— y se desenvuelve el pensamiento especulativo, ordenador de los resultados y
configurador de la visión universal del cosmos y del sitial que al hombre le corresponde en él."
Podría parecer esperable que un hombre que dedicó su vida a la labor universitaria adjudique
a la institución universitaria la misión de configurar un panorama, un horizonte último de sentido
para un mundo que naufraga en su cotidianidad. Pero no es así. No es así porque, para comprender
la integridad del mensaje de David Stitchkin (y su vigencia), debemos aproximarnos a la
comprensión más íntima del concepto de universidad que él tenía (y que, por desgracia, se ha
extinguido en nuestros días; extinción que Stitchkin ya profetizaba en 1962).
32
El enfoque sociológico por excelencia en la actualidad sobre la reflexión universitaria remite
a precisar qué grupos en la estructura organizacional de la universidad se hacen cargo de la lectura
del entorno y cómo la aprovechan o utilizan en las dinámicas internas orientadas a la obtención,
repartición y mantención del poder. Al respecto, los dos grupos llamado a hacerse cargo de esto —
docentes de planta y estudiantes—, se encuentran estructuralmente imposibilitados: los primeros por
la distorsión ideológica de los indicadores que rigen su trabajo; los segundos por estigmatizar sus
exigencias, oponiendo a sus demandas un discurso tecnocrático y economicista socialmente
legitimado. Este estado del arte investigativo da cuenta de una realidad universitaria muy distinta que
la referida por David Stitchkin.
En primer lugar, es de vital importancia distinguir lo que ha sido la evolución universitaria en
las modernidades centrales y en aquellos contextos de modernidades periféricas, como la nuestra
(Morandé 1987, Paz 1998). En ningún caso se trata de reproducir discursos culturalistas que
convierten las singularidades históricas en estrategias de inmunización frente al análisis y la crítica
racional. No obstante, el resultado de las tendencias globalizadoras (Habermas 1989) y el no menor
incremento de las disparidades regionales (Fajnzsylber 1987) ha generado un uso problemático de
los indicadores respecto de lo que debe ser considerado productividad científica (Bourdieu 1993); así
como en la formalización de catálogos de requerimientos, que desde el entorno social más inmediato
se le hacen a las universidades, muy en especial en el ámbito de la formación profesional (Bourdieu
1993). Destaco esta realidad, ya que no siempre la universidad está en condiciones de reinterpretar
adecuadamente la masa de mensajes que se acumulan en su entorno, por lo que ingresan a la
dinámica interna de la institución, provocando exageradas distorsiones (en la medida en que pasan a
ser utilizadas rápidamente), y sin un debido procesamiento, lo que las transforma en lo que muchas
veces realmente son: ideologías en tanto mecanismos de invisibilidad de los problemas que realmente
la afectan.
Esto hace que los aportes, tanto internos como externos, generen un universo semántico
acerca del devenir universitario y de lo que debería ser la universidad, su función social, su misión
histórica, etc. Su característica fundamental es la construcción de un circulante de metáforas carente
de un riguroso autocontrol conceptual. Esto dice relación no sólo con el contexto de producción de
tal circulante, sino que además respecto de sus posibles impactos. Se autoproduce una evidencia de
33
que la universidad estaría permanentemente siendo sobrepasada por los acontecimientos del
entorno5. Los resultados más notorios de esta constelación son la incertidumbre y el temor
generalizado, lo que de manera muy directa —y abortando en gran medida las estructuras dialógicas
propias del quehacer genuinamente universitario—, sirven para la construcción de estrategias
políticas al interior de la universidad. En términos más sociológicos, se internaliza una complejidad
muchas veces artificial que invisibiliza los problemas reales de la universidad, atribuible —en nuestra
perspectiva— a la función híbrida de la actual institución universitaria. Por tanto, su problema
central tiene que ver con una hibridez organizacional en tanto debe responder, al mismo tiempo, a
los requerimientos de tres sistemas funcionales (Luhmann 1991, 2007): el sistema científico, el
sistema económico (y sus requisitos de habilitación profesional) y el sistema pedagógico o de
enseñanza. Esta tensión la universidad la vive en su formación curricular: por un lado, se orienta
hacia la ciencia —o sea, hacia el proceso netamente cognitivo como resultado sólo de la
investigación (Luhmann 1996a) — y, por otro lado, hacia la supuesta ‘transmisión’ inteligente y
creativa del conocimiento (Luhmann 1996b). Este proceso, supuestamente, además debe contribuir
a la socialmente esperada habilitación profesional.
La gran crisis, entonces, radicaría en las dificultades cada vez más crecientes de realizar la
función recién señalada, es decir, en su propia situación interna. Las lógicas entre ciencia y
transformación pedagógica se han distanciado cada vez más. Es lo que ocurre con la habilitación
profesional como requisito del sistema económico.
Esta situación deja en evidencia la disminuida capacidad reflexiva de la universidad al colgarse
de los esquemas y distinciones generados particularmente por la política y una semántica social
dominante (relativa a la supuesta existencia de criterios seguros de eficiencia). Lo que sí ha
resultado eficiente es el haber llegado a instalar una idea tan banal, en el sentido de que la
universidad piensa demasiado y no actúa, cuando el problema es precisamente que su crisis en gran parte
se debe al despliegue de increíbles capacidades para evitar pensar lo suficiente. Irónicamente, la
universidad actual se caracteriza por un ahorro de pensamiento, no por su exceso. Señalar
deficiencias y exagerarlas semánticamente es fácil. Intentar, en cambio, un diálogo reflexivo es
5 Lo que resulta, paradójicamente, en estrategias de asignación de responsabilidades sobre la crisis de la universidad a
factores internos —y no externos—, por ejemplo, a la debilidad de sus académicos.
34
diferente; así como es muy distinto apuntar hacia una intervención amparada en un diagnóstico con
la complejidad conceptual requerida para el problema en cuestión.
En este contexto, este prólogo pretende alejarse —aunque sea de forma momentánea— del
detallismo e inmediatez tan presente en los estudios cuando se tematiza la situación de la
universidad. Ni el más completo informe estadístico, ni los estudios plagados de esquemas acerca de
cómo reconocer los desafíos provenientes del entorno6 y —¡mucho menos! — las formalizaciones de
un catálogo de enunciados ético-conductuales contribuirán a entender el desafío universitario.
Aunque cincuenta años más tarde el desafío de la misión universitaria sin duda que ha cambiado, la
vigencia del diagnóstico de David Stitchkin sería un insumo de importancia fundamental para
construir el fundamento de un sistema universitario.
¿Cuál era la misión de la universidad a ojos de David Stitchkin? ¿En qué constituía el deber
irredimible de la institución universitaria? Tal vez una pequeña caracterización socio-antropológica de
su figura nos ayude a encontrar tan extraviado concepto. Y es que Stitchkin pertenecía a un estrato
cultural —a un habitus, diría hoy Pierre Bourdieu— que prácticamente ha desaparecido. David
Stitchkin fue señero representante de una intelectualidad para la cual el pensamiento, la docencia y la
investigación no revestían una dimensión estatutaria; no constituían una forma de diferenciación o
ascenso social. Para David Stitchkin —como para la generación de intelectuales laicos surgida en
Chile en la década del 507—, el conocimiento no debía su valor a un motivo instrumental, sino que
constituía una misión, era el deber, la razón y el legado de la que la universidad debía ser hontanar,
promotora y paladina. Ese era el ideal de la universidad europea de la posguerra, institución
encomendada a velar por la construcción de una idea de mundo, de una noción cultural de cosmos,
de un universo humano compartido —representada en las mentes preclaras de un Max Weber, Martin
Heiddeger, José Ortega y Gasset, Alexandre Kojève o un Jean-Paul Sartre— cuyo sentido ínclito nos
fuera transmitido por Sigmund Freud en célebre epístola: “Una Universidad es un lugar en el que se enseña
6 Además la mayoría de los estudios tiene como horizonte reflexivo el cómo satisfacer indicadores provenientes del
entorno, cuyo nivel de complejidad está dado por los administradores políticos de turno en los ministerios, como
Educación, Hacienda, por ejemplo. ¡No se cuestiona la necesidad de reunir información calificada!, pero deducir de allí
las estrategias respecto de los desafíos que implica el desarrollo de la ciencia y la formación para la universidad es
limitado. Estos estudios y su manejo político–administrativo han contribuido la implantar una lógica de urgencia: “Esto
siempre está atrasado”, “No hay tiempo”, “Hay que actuar”, etc.
7 Generación de la que formaron parte Jorge Millas, Felipe Herrera y Alejandro Lipschutz, entre otros.
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la ciencia por encima de todas las diferencias religiosas y nacionales: donde se realizan investigaciones, donde se intenta
mostrar a los hombres hasta qué límite comprenden el mundo que los rodea y hasta qué punto pueden someterlo a su
acción.”
Mas no es todo. A David Stitchkin no le basta con erguirse como pregonero de una
generación que advierte sobre el socavamiento de este ideal de universidad. Para disponer de un
pilar, de un sustrato para constituir el patrón cultural de nuestra época no basta con la mera existencia
de la institución universitaria, ni siquiera con una universidad que persiga y vislumbre la realización
del ideal freudiano; y David Stitchkin lo sabe. Sabe que, al margen de la estabilización de un sistema
universitario íntegro y no instrumental, lo que se requiere es constituir una base de convivencia
social, un fundamento cultural en el que la universidad jugará un papel irremplazable: ese es nuestro
deber irredimible.
Y David Stitchkin también sabía que todo fundamento, todo proceso de constitución de una
base cultural firme, supone una pregunta muy profunda; supone preguntarse por qué: ¿por qué contar
con una universidad? ¿Por qué conocer?
Y es justamente por eso que, cuando David Stitchkin busca justificar —entregar un
fundamento— a la primera de las lecciones que componen este libro no pretende dar una respuesta,
sino una “incitación a la respuesta”. ¡Menuda expresión elige David Stitchkin para fundamentar la
selección de tema! No creo que exista vocablo más enigmático —y por lo mismo, más decidor— en
el idioma español como lo es el verbo incitar. Él refleja en grado sumo la ambigüedad diciente, el
doblez ubérrimo que nos regala a los hombres ese milagro que es el lenguaje. Porque incitar quiere
decir “llamar (citar) al interior (in)”, convocar a un encuentro con la interioridad, llamar a la vocación.
No hay mejor ejemplo para expresar esto que el galope del corcel: no es la espuela en el anca lo que
hace correr al caballo, sino que el metálico acicate desencadena algo que el animal tiene en potencia y
que, sin embargo, no puede ser explicado por la acción del imprevisto pinchazo.
Y, como avezado jinete que era, David Stitchkin no busca entregar una respuesta, concluir con
respecto a la interrogante, sino incitar una respuesta: lograr que los estudiantes por ellos mismo —
individual y libérrimamente— vislumbren, rocen, intenten, imaginen una respuesta propia a la
pregunta por su estar y devenir como universitarios, por el sentido del conocimiento.
36
Algunos podrán decir que no parece ser una posición demasiado exigente la de incitar. Por
desgracia, la exhuberancia de nuestra época nos ha desensibilizado frente a la maravilla de lo sutil.
Quizás en esto radique el calamitoso estado en el que se encuentra por estos días nuestra educación.
Porque para educar, para poder auténtica y verídicamente educar —y más aún, para poder llamarse
educador— no hay nada más fundamental que incitar.
Probablemente no se entienda hacia dónde estoy apuntando con esta afirmación. Debo
decir que se debe menos a mi mala prosa que al hecho de que ya nadie sabe por estos días lo que
significa realmente “educar”.
En realidad, “educación” es una palabra compuesta a través de la unión del prefijo “ex” y el
vocablo “duco”, ambos de procedencia latina. Es así que el sentido del término educar se comprende
cuando explicitamos que “duco” quería decir en latín “guiar”, “liderar”, “dirigir”, “orientar”; de aquí
que sea la raíz de la palabra duque —máximo líder militar en los estamentos nobiliarios— y que
significa, simplemente, “el que conduce”. No es casualidad, tampoco, que sea la base de todos los
verbos castellanos que indican conducción: “intro-ducir”, “re-ducir”, “de-ducir”, etc.
El significado del prefijo “ex” es más difícil de aprehender, dado que no existe un
equivalente en español. El latín lo reserva para darle a los verbos la connotación de un movimiento
interior, del despliegue de algo desde sí mismo hacia afuera. De aquí que educar signifique guiar lo que
viene desde el interior, o expresado de otra forma, orientar el movimiento interno.
Este concepto nos revela que mucho antes de la operación educativa ya-siempre hay algo en el
interior, una sustancia que empuja previamente a la labor educativa. Grande fue mi desconcierto
cuando —al exponer esta idea en una conversación a una destacada psicoanalista—, me comentó
con extrañeza que, frecuentemente, se utiliza como sinónimo de educar el término instruir. ¡Terrible
malentendido! Será tarea de los lingüistas explicarnos cómo dos palabras que significan
expresamente lo contrario han llegado —por derrotero cultural— a convertirse en sinónimo:
mientras la labor educativa se esfuerza por conducir el desenvolvimiento interior, la tecnología
instructiva consiste en introyectar funciones que no se desplegarían autónomamente por sí mismas.
Por el momento yo, desde mi profesión de sociólogo, atribuyo este malentendido a la mencionada
hibridez en la que ha caído nuestro sistema universitario.
37
Y precisamente la dificultad de educar —el problema de educar— es que, cualquiera sea la
orientación que se le dé a los impulsos internos, dicha orientación no cuenta con las herramientas para
determinar si ella misma es correcta, adecuada o será atendida por la interioridad de quien es educado. Niklas
Luhmann, fiel a su estilo, tematiza el problema educativo de manera corrosivamente irónica: “Por
eso las personas son sagradas para la pedagogía. Lo que ocurre psíquicamente es inexplicable con la
posibilidad de interpretar la inexplicabilidad como libertad. Al final se pone de manifiesto la mentira
vital de la pedagogía: alabar las buenas intenciones y celebrar las configuraciones del individuo como
su libertad” (Luhmann 1996b: 158).
Así es: nada puede hacer un hombre para saber si alguien ha sido, está siendo o quiere ser
educado. Si no fuera así, habría que dejar de pensar al ser humano como ente susceptible de ejercer
la libertad. No por nada decía Spinoza sobre las dictaduras: “Podrá el tirano forzarnos a rendirle
todos los honores que mande, pero nunca sabrá lo que pensamos de los mismos.”
Por eso creo que Stitchkin le está preguntando a las generaciones posteriores —con sus
discursos— ¿cómo motivar a alguien a conocer cuando nada ni nadie puede obligarlo? Obsérvese
que no es este un problema de poder, cosa que lo simplificaría en grado sumo. Ya que por mucho
que se obligue a alguien a conocer, nunca se podrá saber si aquel imperativo tuvo éxito. Y
contrariamente al activismo que caracteriza el educar en nuestros días, David Stitchkin recurre a una
solución extremadamente elegante —tal vez, la solución— a este espinudo problema, a saber: incitar.
¿Por qué incitar? No pregunto esto retóricamente, como sabiendo que se dirá que es la única
opción frente a la inaccesibilidad de la conciencia individual. La elección de Stitchkin, desde mi
punto de vista, es fundamentalmente ética. Más aún, me atrevería a decir que es de carácter
amatorio, un verdadero método pasional del educar.
La idea de educación que David Stitchkin tiene en mente no es la que remite a la repetición
de fórmulas o la reiteración de procesos. Y he ahí el rol central e indispensable que la misión
incitadora cumple en la educación. Porque si educar es guiar, orientar el despliegue de la interioridad
en el mundo, deberá haber alguien que nos revele y señale qué caminos tenemos a disposición para
encauzar nuestros afanes, así como cuáles son los costos e implicancias de tales elecciones.
Pero, ¿cómo transmitir los lineamientos para elegir un camino a un sinnúmero de individuos,
cada uno con características irrepetibles, con circunstancias únicas y anhelos característicos? ¿Cómo
38
señalar una perspectiva frente a infinitas posibilidades? ¿Cómo incitar a un grupo de jóvenes de
extracciones e intereses diferentes?
Creo que frente a esta disyuntiva se expresa la genialidad y maestría de David Stitchkin, en
tanto su respuesta para motivar a los jóvenes estudiantes es incitarlos a conocer. La radicalidad de
esta respuesta nos alienta a alejarnos de las nociones típicas de conocimiento que cotidianamente
manejamos.
Y es que lo último que pretendería David Stitchkin sería incitar a dedicarse a sus estudiantes
apelando a un purismo intelectivo o a un idealismo formalista. Nada más errado que asociar el
pensamiento de David Stitchkin con la mojigatería teorética. Porque cuando el rector llama a sus
jóvenes a conocer, se apresura en aclarar lo que él entiende por conocer —y no sólo lo que él
entiende— más aún, se apresura en determinar, a fundamentar, a establecer qué es conocer. Y como
sólo lo saben hacer los verdaderos maestros (los verdaderos educadores), David Stitchkin acude a lo
que quiere decir originariamente "conocer", al sentido primigenio del vocablo. Y para maravilla de
todos, el rector Stitchkin nos revela que “conocer… conocer es amar”. Porque el primer uso que
tuvo la palabra conocer fue el que recibió en el Antiguo Testamento, donde se utilizaba para
referirse a la intimidad sexuada entre un hombre y una mujer.
Seguramente se preguntará ¿qué tiene de genial esta exhortación? ¿Porqué debiera ser una
guía para la interioridad de cada cual el llamado a conocer, la incitación a amar? Porque detrás de
esta invocación está la única recomendación posible de tipo general para un conjunto innumerable
de personas. Y ese llamamiento, ese verdadero grito que realiza David Stitchkin desde la cátedra, es
la exigencia a dejarse llevar, a lanzarse a la vida, a probar la experiencia que sólo se vuelve posible
conociendo, amando lo aún desconocido, que es lo único que enriquece realmente la vida, lo único
que verdaderamente forma, en definitiva, lo único que educa. Detrás del rígido ideal humboldtiano
de universidad, por debajo del rigor del pensamiento heideggeriano y la reflexión weberiana, se
devela el fundamento erótico de todo conocimiento, el largo camino que se requiere para respetar,
comprender, amar; en definitiva, conocer al otro.
Ahora podemos enfocar, dimensionar realmente la magnitud, la potencia, el peso de lo que
el rector David Stitchkin nos ha legado con sus discursos de iniciación: nos muestra que la única
forma de comenzar un proceso que depende únicamente de nosotros mismos (como son el conocer
39
y el educar), es atreverse a querer, a amar lo distinto a nosotros mismos, ya que lo diverso, lo
diferente es la única fuente de riqueza para potenciar lo que somos. Ese es —y seguirá siendo—
nuestro deber irredimible.
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Referencias
Bourdieu, Pierre, 1993. El oficio de sociólogo. México: Siglo XXI.
Fajnzsylber, Fernando, 1987. La industrialización trunca de América Latina. México: Nueva
imagen
Habermas, Jürgen, 1989. El discurso filosófico de la modernidad. Madrid: Trotta.
Luhmann, Niklas, 1991. Sistemas sociales. Lineamientos para una teoría general. México: Alianza
Editorial.
-,1996a. La ciencia de la sociedad. México: Universidad Iberoamericana.
-,1996b. Teoría de la sociedad y pedagogía. Barcelona: Paidós.
-, 2007. La sociedad de la sociedad. México: Herder.
Morandé, Pedro, 1987. Cultura y modernización en América Latina. Santiago: Encuentro.
Paz, Octavio, 1998. El laberinto de la soledad. México: FCE
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El deber irredimible
Discurso pronunciado por el Rector David Stitchkin Branover8
Antes de dar lectura a mi discurso, quiero pedir excusas por el ligero retardo con
que llegué —cosa que siempre me produce personal desagrado— pero no había
tenido oportunidad durante el curso del día de pasar a saludar a don Enrique9. He
pasado a saludar a don Enrique y me ha pedido que traiga su cariñosa voz, su
recuerdo y su afecto en este aniversario de la Universidad.
Las circunstancias del mundo exterior, que se suceden, modifican y contradicen en
vertiginoso tráfago, señalan para la Universidad una misión histórica de la que
debe tomar firme conciencia como paso preliminar indispensable para el cabal
ejercicio de su cometido. Esa toma de conciencia requiere una plena
compenetración del rol que le impone el proceso histórico presente, rol de alta
jerarquía pero de ineludible responsabilidad: la medida en que la asuma o la
decline dará la del juicio a que seremos sometidos por las generaciones inmediatas.
Para que ese juicio sea absolutorio, comencemos por configurar la acción que nos
ha sido impuesta como deber irredimible.
El mundo, urgido por sus afanes inmediatos, por sus apetencias y temores, se halla
de tal modo confuso que ha terminado por abandonar la aplicación y búsqueda de
normas, válidas generalmente, para dejarse mecer en el engañoso vaivén de estados
emocionales inestables —¡de oscuras raíces! —, barruntando que tal conducta no es
8 Discurso inaugural del año académico de la Universidad de Concepción, pronunciado en abril de 1962
por el Rector de esta casa de estudios, David Stitchkin Branover.
9 David Stitchkin se refiere a Enrique Molina Garmendia, verdadero padre fundador de la Universidad de
Concepción y predecesor de David Stitchkin en el cargo de Rector.
42
satisfactoria, ni ha de conducirle a soluciones de validez siquiera parcial y que, por
lo mismo, es necesario hacer algo para enmendar rumbos, pero sin saber qué.
Tal estado de cosas se ha venido gestando a nuestra vista y paciencia, mas ha
alcanzado tan agudos extremos que no puede menos de golpear fuertemente la
conciencia de quienes tienen —como vosotros, hombres de universidad— una
responsabilidad superior en la conducción inmediata (o mediata) del proceso
cultural.
Si el mundo se halla tan absorto en la acción que ha terminado por envolverlo y
arrastrarlo, fuerza es encontrar asilos donde pueda cobijarse el pensamiento
creador que lo inspire y lo guíe, señalándole metas y cauces en un reordenamiento
de las normas valorativas de la conducta. Esos asilos son las universidades, en
cuyo seno se realiza la investigación científica —necesariamente libre, crítica y
objetiva— y se desenvuelve el pensamiento especulativo, ordenador de los
resultados y configurador de la visión universal del cosmos y del sitial que al
hombre le corresponde en él.
De aquí que aquellos que sirven la causa universitaria con auténtica vocación, lo
que vale decir, con entrega total, no pueden eludir su participación en la
formulación de las normas valorativas de la conducta individual y social a que han
de ajustarse los hombres y los pueblos. Y por tanto, tienen como primerísima tarea
amparar, fortalecer y defender la esencia misma de la función universitaria, pues
obrando de ese modo protegerán no sólo un acervo cultural trabajosamente
formado a través de milenios, sino la sustancia vital de que habrán de nutrirse las
generaciones que nos siguen.
43
Nuestra Universidad, como todas, debe tomar firme conciencia de esta misión —
que raramente se da— pero que al darse, como ocurre en la hora presente, reclama
una respuesta inmediata —¡valiente y decidida!—, con arraigado convencimiento
de que estamos frente a una responsabilidad histórica que es imperativo afrontar.
Pocas veces en el humano acontecer se ha dado una crisis de tal magnitud, cuya
resolución ha quedado en manos de quienes deben manejar el pensamiento puro, el
pensamiento creador, y por tanto, en manos de las universidades. Los hombres de
hoy, envueltos en el ciego torbellino de los acontecimientos (no ya imprevistos,
sino imprevisibles) que hacen de cada amanecer una angustia, presienten —sin
configurarlo claramente— que en algún lugar de la tierra debe haber alguna
persona, ¡o núcleos!, capaces de resistir la vorágine, de elevarse por sobre ella y de
aprehender con limpia perspectiva e incontaminada razón el sentido cabal de los
fenómenos sociales, y de elaborar el esquema del nuevo patrón cultural que ha de
levantarse con propios caracteres, pero apoyado en los soportes de los valores
permanentes de la cultura ya lograda. ¡Ahí está la responsabilidad histórica de las
universidades en la hora presente! Que no pueden desconocer su esencia ni
rechazar la fe que las masas han depositado en ellas (más por intuición que por
voluntad consciente). Y como la universidad no es sino la resultante del espíritu de
los hombres que la integran, en última instancia la responsabilidad histórica a que
me refiero está pesando directamente sobre cada uno de vosotros.
Es verdad que los intelectuales, que ejercen su visión individualmente, tienen hoy
(como siempre) una responsabilidad similar. Y también es cierto que muchos han
sabido afrontarla con honestidad y valentía. Pero ellos no poseen la influencia
directa que ejercen las universidades, ni la responsabilidad pesa sobre ellos en la
misma medida que sobre ésta. Pues en tanto que el intelectual interviene aislada y
accidentalmente, la universidad actúa en corporación, ocupa un rango institucional
44
de función pública, y su acción es regular y permanente. Aquéllos exponen su
pensamiento al lector o auditor, que por propia inquietud quiere escucharles; la
universidad, en cambio, llama a su auditor, lo incita, lo incorpora a su seno y le
ofrece capacitación profesional, disciplina intelectual y formación integral,
ofrecimiento que debe satisfacer en los términos en que lo ha propuesto.
De aquí que ciertos intelectuales puedan exhibir —sin mayor responsabilidad
directa ni recriminable— una creación artística o especulativa “comprometida”,
según la expresión ahora en uso. Las universidades —en la voluntad auténtica de
permanente búsqueda de la verdad—, no pueden ofrecerla como cosa lograda, ni
mucho menos es su misión servir las apetencias de los mundos geográficos de hoy,
sino las apetencias de los hombres y pueblos de mañana.
Dice Jaspers, que estamos en el tiempo atravesando el tiempo. Esto es
particularmente válido para la universidad —que debe examinar el pasado y
analizar el presente—, con la única preocupación de extraer de ellos sus logros ya
probados, para aportarlos o emplearlos —en la exacta medida de su eficacia y
solidez— a las formulaciones del esquema cultural del mañana. Lo que incita o
atrae la atención del momento no vale ni cuenta sino como objeto de experiencia o
de experimentación, del que deberán extraerse las conclusiones válidas para el
próximo estadio del suceder histórico.
La universidad —como el hombre— está en el tiempo atravesando el tiempo, pero
en tanto que el hombre muere —¡y su acción muere con él!— y con ella la
responsabilidad terrena de la acción cumplida, prontamente olvidada, la
universidad permanece. Y esta permanencia es la que determina su responsabilidad
presente para con las generaciones futuras. Ella puede ser llamada a rendir cuentas
por su omisión de hoy, o por su ceguera, o por su debilidad.
45
Adquirida conciencia de la misión histórica que toca cumplir, la libertad interior de
nuestros claustros —y de los hombres que los pueblan— es soporte angular de la
estructura universitaria. Entendiéndose por libertad interior aquella que se pone al
servicio exclusivo —y excluyente— de la causa universitaria. Y por causa
universitaria, la libre búsqueda de los valores culturales auténticos y universales
que han de regir con cierta permanencia. Ambos conceptos —libertad interior y
causa universitaria— quedan identificados en la misión que examino.
La crisis que estamos afrontando se expresa en todas las estructuras soportantes de
nuestro andamiaje cultural, y se expresa de un modo negativo (y por lo mismo,
descorazonador y confuso). Así, fenómeno inquietante es la pérdida —en la
conciencia social— del respeto al valor conceptual de la norma jurídica o, si se
quiere con otras palabras, la norma jurídica ha perdido su respetabilidad. Y si bien
formalmente pareciera subsistir con todos los atributos que le confiere el orden
jurídico existente, en sustancia la conciencia social es indiferente a la norma, y la
raíz del mal está en la supervivencia de viejas fórmulas —que fueron válidas para
el grupo social que entonces las expuso—, pero que hoy son contradichas por la
conciencia social de nuestro tiempo.
De tal modo que el ordenamiento jurídico vivo, viviente en la conciencia de
nuestra generación, rechaza o repugna muchas de aquellas fórmulas que ya no son
válidas para nosotros. Y como la vida prevalece sobre la muerte, resulta a la postre
que por sobre la abrogada norma escrita rige un nuevo orden jurídico-conceptual —
¡no escrito! —, pero ya plenamente configurado en la conciencia común. Y en este
conflicto, se pierde la majestad de la ley. Pues la sociedad querría ver en ella la
expresión fiel del ordenamiento jurídico vigente en la conciencia común —¡vivo en
su aplicación actual! —, en tanto que ahora aparece como un sistema o
46
procedimiento meramente formal que conduce, indiferentemente, a cualquier
solución sustantiva, y no pocas veces a soluciones totalmente opuestas al espíritu
que la habría inspirado o al propósito que habría querido. De tal modo que esta
norma abrogada sólo se mantiene por su eficacia técnica para lograr —¡oh ironía! —
justamente aquello que la ley rechazaba o repugnaba.
La tendencia a la generalización ligera y a la exageración de circunstancias
particulares que acompañan a toda postura irreflexiva, acarrea como consecuencia
nefasta la pérdida de la fe en el valor en sí de la norma jurídica; en cuanto
elemento soportante de la estructura social. Pues por traspolación gratuita, la
conciencia social identifica aquélla —en su validez universal y constante— con la
norma escrita, ya caduca. Y concluye que si ésta no es válida, tampoco es válida la
necesidad de un ordenamiento jurídico que sirva de basamento a la interacción
nacional e internacional.
Es menester, por tanto, reexaminar la ley escrita y reconciliar, más que su texto, su
sentido, espíritu o propósito con el ordenamiento jurídico conceptual vivo, vigente
y ya configurado en la conciencia colectiva, de la que los juristas deben ser
fidelísimos intérpretes. La conciencia colectiva a que me refiero en este punto no
es la que se expresa en gritos destemplados por las calles. Tales son sólo
apetencias, las más de las veces circunstanciales. Romain Rolland llamaba a esto
“la feria en la plaza”.
La conciencia colectiva que debe servir de apoyo a juristas y filósofos del derecho
es aquella que elabora y da forma, expresión y sentido a las nuevas concepciones
de equidad, de justicia —tanto individual para cada hombre, cuanto para los
pueblos que se configuran en una personalidad social diferenciada—; ¡a la
concordancia de los intereses particulares con los de la sociedad! Pues si bien estos
47
objetivos son los mismos que se propuso el derecho desde sus albores, ha variado
sustancialmente el contenido de tales intereses, la sustancia de los conceptos. Y
así, la expresión “justicia social” —de antiguo origen— no tiene hoy el mismo
contenido que ayer, como tampoco tienen el mismo contenido cualitativo los
intereses particulares de los hombres de nuestro tiempo con relación a los de
aquellos que formularon las leyes escritas de ayer. Ni tampoco el concepto de
“interés social” corresponde —en su actual contenido— al que tuvo a la víspera.
No ha transcurrido un siglo, escasamente algo más que la vida del hombre, desde
una guerra provocada por la defensa del régimen de la esclavitud que había sido
mirado —hasta entonces— como legítima expresión de un interés social10
. Y en
estos mismos instantes se sigue un proceso11
en que por sobre la persona del
inculpado se está juzgando la validez conceptual de la autoridad de un régimen que
—por haber dado un particular sentido al concepto de interés social— conculcó, en
su holocausto, otros principios que parecerían de mayor jerarquía y de universal
vigencia. Podría advertirse, todavía, que aquel régimen habría surgido —a lo menos
aparentemente— en el libre ejercicio de la soberanía popular. E incluso, que
habiéndose mirado como expresión legítima de la voluntad de una nación, fue
admitido en el seno de la vida internacional —¡y convino pactos y celebró tratados!
De donde resulta que en el proceso en cuestión se está juzgando también si el
principio de la autodeterminación de los pueblos es absoluto, y los autoriza, por
10
David Stitchkin se refiere a la guerra civil norteamericana (también denominada Guerra de Secesión),
la que se desarrolló entre los años 1861 y 1865 en Estados Unidos.
11 David Stitchkin apunta al procesamiento del coronel de la SS, Karl Adolf Eichmann (1906-1962),
responsable material de la así llamada por el nazismo “Solución final”, que fue la estrategia ideada por el
régimen nazi alemán para la eliminación de la etnia judía. Dicho proceso tuvo lugar en Jerusalén entre el
15 de diciembre de 1961 y el 1 de junio de 1962, es decir, cuando Stitchkin pronunció este discurso.
48
tanto, para darse —soberana e ilimitadamente— toda o cualquier fórmula de
existencia interna, o si está limitado (o condicionado) al acatamiento de ciertos
principios, reglas o normas de conducta válidos para todo hombre en cualquier
lugar de la tierra.
Si se llegase a esta última conclusión o hipótesis surgen dos problemáticas que los
juristas deben resolver. ¿Cómo se determina la autenticidad de la manifestación de
la voluntad soberana de un pueblo o de una nación? Esto es, ¿cómo se distingue el
oro fino del oropel? Y también, ¿quién o quiénes deben juzgar —¡y cuándo, y
cómo! — la concordancia, la armonía, la ecuación exacta que debería reinar entre el
respeto a la autodeterminación de un pueblo y el que éste debería, a su vez, a los
principios dados en resguardo de la dignidad individual de los hombres? Estos son
asuntos de no poca importancia que deben ser abordados de inmediato en el seno
de las universidades, no con la pretensión —inalcanzable, por lo demás— de
entregar ahora mismo fórmulas remediadoras de los males existentes, sino para ir
elaborando madurada pero sostenidamente los esquemas estructurales de nuestra
sociedad en evolución.
Pudiera parecer éste un capítulo en exceso restringido para ser señalado en un
examen. No lo es en modo alguno. Por el contrario, tiene importancia capital en la
crisis de nuestro tiempo y en la misión categórica que de ella se sigue para la
universidad. Para demostrarlo, llamo en mi auxilio al maestro Strandberg quien, al
abordar la problemática de la patología de la cultura, esto es, de la interrogante que
se plantea a sí mismo de si la cultura puede enfermar de análogo modo que los
seres vivos, sostiene: hay cuatro formas normativas de la vida en común que deben
proteger la cultura de las enfermedades que la amenazan. Una de ellas es el
derecho. Permitidme agregar que si el derecho enferma a su vez, ¡y pierde el vigor
49
para que actúe como sistema protector de la cultura o de recuperación de ella
cuando se viese dañada!, la cultura misma se hallaría en peligro de muerte o
destrucción.
Necesitamos, pues, un ordenamiento jurídico sano, fuerte, vigoroso, que se exprese
fielmente en la norma escrita y que ésta sea, por lo tanto —¡en su espíritu y en su
letra! —, la imagen auténtica de la sociedad que se mira reflejada en ella. Que dé
derecha satisfacción a sus rectos intereses, no a apetencias arbitrarias u
ocasionales. Que sea sostén y apoyo, permanente y válido, del propósito de
realizarse en justicia; que prevenga, limite y corrija las demasías, pero que sea
cauce expedito para el logro de aspiraciones y pretensiones legítimas. Que en su
forma de expresión y ejercicio haya tan limpia y clara delineación como en la
configuración de los conceptos que forman su sustancia. En fin, que el severo
ropaje del derecho cubra un cuerpo firme, sustentado por un esqueleto sólido.
Existe conciencia universal de que todo hombre, y todo pueblo de la tierra, deben
tener acceso a una justa participación en el haber común que, a su vez, debe ser el
fruto del esfuerzo mancomunado no sólo de los hombres de una generación, sino
de todas las generaciones. Este principio, que ya ha sido incorporado al patrón
cultural de nuestro tiempo, es la más grande conquista de la hora presente. Sólo
está en examen el proceso que ha de seguirse para lograr su más pronta y cabal
realización.
Muchas universidades podrán contribuir, a través de sus departamentos, seminarios
o institutos, al estudio de los procedimientos que parecieren más eficaces para la
obtención de ese objetivo. Pero aquellas que tienen conciencia de la misión
histórica que hoy estoy señalando, y que recuerden con Jaspers, que estamos en el
tiempo atravesando el tiempo, deben anticiparse al estudio de la nueva
50
problemática que se ve surgir de la realización de aquel principio. Aceptado
plenamente —¡y sin reservas!— que el bienestar de los hombres es asunto de
importancia extrema y de aguda urgencia; debemos reconocer y advertir que
cualesquiera que fueren las fórmulas que se adopten para la obtención del bienestar
común, ellas serán a expensas de la libertad individual. Planificación, ordenación
económica y libertad individual son conceptos que no se avienen fácilmente y que,
no obstante, es necesario conjugar; por lo menos, para quienes tienen apetencia de
libertad. Conviene decir que no se trata de la libertad que atenta contra los intereses
comunitarios, sino de aquélla que para muchos —íntimo santuario en cuya quieta
estancia y recogido silencio— produce el misterioso proceso del encuentro de cada
hombre consigo mismo. Donde se realiza su íntimo sentir en lo tocante al gobierno
de su alma, de su espíritu o de su razón (como queráis llamarlo), y se configura y
determina ¡para cada uno de nosotros!, no para ti, sino para mí solamente y para
ninguno otro, la misión o el destino que a nosotros mismos nos atribuimos
específicamente (o nos ha sido dado o quisiéremos imponernos). Y por ende, la
conducta a que querríamos ceñirnos en nuestra acción temporal.
No puede sorprendernos que la fina intuición de poetas y artistas haya obviado el
peligro que representa para el hombre una planificación que, con el mejor
propósito de prestarle amparo, pudiese llegar al extremo de agotar su espíritu. Así,
los escritores y poetas rebeldes, o airados —¡o de la generación quemada!—,
advirtiendo el riesgo, ya han alzado su protesta. Quizá sí son los precursores. Sus
raras vestimentas, su peregrina conducta, son el anuncio destemplado de la
inquietud que les angustia, pues se sienten presionados no por regímenes políticos
o económicos específicos, sino por un organismo social agobiante que gravita cada
día con más fuerza sobre la conducta individual, y de consiguiente va estrechando
el cerco de la libertad sin la cual se les acaba el aire. Y como todo movimiento de
51
protesta, entra en exageraciones que de comienzo nos hacen sonreír pero que están
inconcientemente dirigidas a provocar un llamado de atención, a prevenirnos, a
ponernos en guardia.
Lo cierto es que ha sido tal —y tan necesario— el énfasis que ha debido ponerse en
la satisfacción de las necesidades materiales de los desposeídos (que son los más),
que todo el interés y todo el pensamiento de nuestra época se han concentrado en
torno a ese tema. Así ha debido ser, y está bien que así haya sido. Sólo que ese
asunto o negocio es de orden esencialmente temporal y que, correlativamente, se
ha perdido o debilitado la preocupación del hombre por lo trascendente; y esto, ya
no está tan bien. Saint John Perse ha dicho que el verdadero drama del siglo está en
la separación —que se deja crecer— entre el hombre temporal y el hombre
intemporal. Y agrega, el hombre iluminado (en uno) de sus aspectos puede
oscurecerse en los otros, y su madurez forzada en una comunidad —¡sin comunión!
— ¿no será una especia de falsa madurez?
Para quienes deben formular el esquema del mañana ha de mantener vigencia la
premisa de que el hombre tiene fundamentalmente una preocupación de orden
trascendente y que ésta reclama —como único alimento— el aire puro de su íntima
libertad. Ya lo dijo Calderón en verso altivo, puesto en boca de su Pedro Crespo
que era demandado de cumplir las cargas que su condición de súbdito debía
soportar: “Con mi hacienda, pero con mi fama no”. Al rey, la hacienda y la vida se
ha dar, pero el honor es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios. Quitad el
rey, cambiadlo por lo que queráis, pueblo, sociedad, nación, interés social, y
tendréis la respuesta dada desde hace más de diez centurias —¡y pronto serán
veinte! —, las que habrán corrido desde que fue dicho: “Dad al César lo que es del
César, y a Dios lo que es de Dios”.
52
En la conjugación de libertad y planificación deberá darse pues toda la cuota —
¡toda!— del sometimiento que fuere menester para la satisfacción del bienestar
colectivo —siempre que se refiera a la hacienda— y aun al trabajo que debiera
aportarse (que es cuota de vida), pues a través del trabajo nos realizamos en la
acción temporal. Pero que se nos conserve la libertad del alma, espíritu o razón,
que son nuestro patrimonio personal e inalienable, que de perderla, me pierdo a mí
mismo. La ecuación perfecta no se hallará en el vocinglero tumulto de las calles,
sino en el íntimo recogimiento de los claustros universitarios. Allí los alquimistas
deberán elaborar la amalgama que cubra la grieta producida entre el hombre
temporal y el hombre intemporal de que habla Saint John Perse.
La reconciliación del ordenamiento jurídico con la realidad cultural, económica y
social de nuestro tiempo, y la conjugación de una planificación económico-social
con la libertad individual, no son los únicos temas de recia envergadura que deben
abordar las universidades. Los he señalado porque se han hecho muy evidentes y la
problemática que provocan nos está presionando con extrema violencia. Es
imposible, por tanto, desentenderse de ellos. Pero no se me oculta que hay otros
temas, de tanta o mayor jerarquía, que exigen imperativamente una preocupación
inmediata del hombre universitario.
La autodeterminación de los pueblos ha cobrado de súbito un relieve imprevisto.
Muchas y muy variadas razones explican que así sea. Sin embargo, no se ha
reparado (que yo sepa) en la necesidad de esbozar o configurar el concepto de
autodeterminación de los hombres frente a la nueva problemática que ha surgido
de la forzada interdependencia de su suerte o destino temporal. Es posible que
Kafka, al escribir El proceso, no haya previsto que su obra sería —¡como es! — una
visión profética de nuestro actual destino. ¡O quizá lo intuyó!, y esta intuición sea
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la medida cabal de su genio. Pues cada uno de nosotros se ha convertido en el
personaje central, víctima de una culpa indeterminada y sujeto a la sentencia
inmisericorde de un tribunal ignorado. Nuestro destino ya no está en nuestras
manos: cada mañana es un amanecer de angustia, en que el proceso avanza —al
parecer inexorablemente—, y nos imponemos presurosos de los últimos sucesos
para discurrir en qué medida hay posibilidad de salvación o temor de condena. La
conducción de los acontecimientos no sólo es ajena a nuestra voluntad, sino a la
posibilidad de intervenir (o participar en ella) —¡o al menos de ser consultados! —,
antes de que ocurra un acto o un hecho que pudiera comprometer la suerte (o la
vida) de los nuestros.
Si la conjugación de diversos factores nos lleva a un Estado unitario del mundo,
que seamos todos entonces ciudadanos de ese Estado y que se nos permita emitir
nuestro juicio individual y decidir sobre nuestra propia suerte. La formación de
nuestros hijos —¡y de los hijos de nuestros hijos!— sólo puede realizarse en un
clima de paz, de tranquilidad y de confianza. Duele el alma ver a los niños
asomando su serena mirada a los entristecidos ojos de los padres, que no pueden
dar respuesta a la interrogante que el niño les plantea por su sólo existir. ¿Cómo
podremos formar a nuestros hijos en la fe, la paz y la esperanza, si no las
poseemos? ¿Cómo podremos enseñarles la belleza que encierra el trabajar en la
construcción de catedrales, que habrán de ver en la plenitud de su esplendor otras
generaciones, si vivimos en el temor de la destrucción de la obra recién iniciada?
¿Cómo habremos de enseñarles a amar la vida y a hacer, de cada día, con la
sustancia del hombre temporal e intemporal a la vez, una vibrante y plena sinfonía,
si vivimos en el temor —¡no de la muerte lograda en perfección! — sino de la
estéril fatiga ante el esfuerzo roto por necias pretensiones? A vuestra prudencia y
tino —¡hombres de universidad, que por serlo, pertenecéis y no pertenecéis al
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orden temporal del mundo! —, a vuestra sensibilidad y espíritu queda entregada la
misión histórica por excelencia de establecer, o crear, el esquema jurídico-social
que ha de volvernos al paraíso perdido de la paz de las almas.
Os digo estas cosas porque el año próximo, para esta fecha, no estaré con vosotros.
No estaré en presencia física, pero sí en espíritu, en plena comunión con el espíritu
de todos los hombres que han pasado por esta casa. La fe y la devoción que
pusieron en ella es la base de granito en que se afirman los pilares de nuestra
Universidad. Debo deciros, también, que he recibido mucho más de lo que he
dado: la fuerza de vuestra propia fe, de vuestra decisión, de vuestra entrega. No
podría callar mi conmovido reconocimiento para con el Consejo Universitario que,
en sesión reciente me ha expresado de tan digna y bella manera, en un gesto sin
precedentes para mí, la adhesión unánime a la labor que me ha correspondido
desarrollar. Otro tanto para con el honorable directorio que simultáneamente tomó
igual iniciativa. Ambos gestos son el más precioso título que pudiera habérseme
concedido; y tal como expresé ante esas corporaciones, yo, que creía haber saldado
mi cuenta con la vida, me siento nuevamente en deuda con ella.
Y a mis estudiantes digo que la tarea del mañana está en sus manos y que para
cumplirla deben asumir desde luego la que ahora les corresponde, esto es, deben
prepararse —no sólo mediante la asimilación de conocimientos— sino del ejercicio
de una mente disciplinada, ágil, crítica, razonadora y abierta, que hay un tiempo
para sembrar y un tiempo para cosechar. Y a mis amigos, cuyo afecto les hace
exagerar el valor de mi ausencia, digo, que al deshojarse una rosa, no muere el
rosal, siempre embebido en la apasionada faena de su nuevo florecer.