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“TODOS LOS TIEMPOS PERTENECEN A DIOS”
En la liturgia, el tiempo es comprendido como aquel fenómeno en el que todas las cosas, inclusive el espacio sagrado del culto cristiano, se encuentran inmersas en él, pues el tiempo cósmico constituye la representación del
tiempo humano que se expresa en la unidad entre Dios y el mundo.
Esto queda expresado en la siguiente fórmula: nos encaminamos a la “ciudad nueva”, cuya luz es el mismo
Dios, de modo que el tiempo llega a ser eternidad.
En definitiva, mirando cómo todos los tiempos son de Dios, se puede observar que sin importar las divisiones o las partes en que se encuentra dividido el año litúrgico, todos los tiempos (Adviento, Cuaresma, Pascua etc.), se encaminan hacia el memorial de la pasión, muerte, y resurrección de Cristo.
Dentro del ámbito religioso, el tiempo es entendido en dos espacios:
El sagrado –en el que se rinde culto a la
divinidad (templos, monasterios, santuarios etc.) o cualquier lugar o espacio que sea digno
de veneración-
y el espacio profano que es lo opuesto al espacio
sagrado, pues en este ni se sirve a usos sagrados ni se
le rinde culto a la divinidad, más bien se opta por el libertinaje y por las
cosas del mundo.
Dentro de los espacios sagrado y profano se puede dar una ruptura. Esto se observa cuando, por ejemplo, se decide entrar en el espacio sagrado ya sea una Iglesia, santuario
etc. Cuando lo hago, rompo con el espacio profano, pues por decirlo así, se sale de lo profano para adentrarse en lo sagrado. De igual modo, al salirse del espacio sagrado se
vuelve al profano.
Otra ruptura y la más fundamental es la que se da debido a las fiestas sagradas. Dichas fiestas en la Iglesia rompen con el tiempo profano, pasando al sagrado. Por medio de la actualización y conmemoración de estos hechos, el ser humano logra entrar en contacto
con la Divinidad.
Desde tiempos muy remotos, las fiestas sagradas han sido tanto el marco de referencia del patrimonio tradicional de los pueblos como un símbolo de expresión de sus creencias. Por
esta razón, muchas de ellas perduran, a lo largo de los siglos, instaladas en distintas culturas y al amparo de diferentes religiones.
Estas fiestas son, dentro del ámbito religioso, el memorial y la vivencia actual de hechos pasados. Además pueden ser tomados como ejemplo, las fiestas de los santos, los acontecimientos importantes de la vida de Jesús como su bautismo,
pasión, muerte, y resurrección etc. En fin todo el misterio divino.
Esta fiesta tiene una doble proyección:
1. Acoger ahora al Señor que quiere nacer en el corazón del hombre. La fiesta de
Navidad invita a reflexionar sobre el amor de Dios que viene a los hombres. El Cristo
que tomó parte en la historia de los hombres, hace dos mil años, vive y
continúa su misión salvadora dentro de la misma historia humana.
2. Recordar el inicio de la redención con el Nacimiento del Salvador. El misterio central de nuestra fe es la Resurrección
de Cristo, la Pascua. Dado que este suceso abarca toda la vida de Jesús, celebrar la Navidad es solemnizar el
proceso inicial de nuestra salvación, de nuestra Pascua.
El Adviento es el comienzo del Año Litúrgico, y significa la venida y llegada de nuestro Señor Jesucristo. Forma una unidad con la
Navidad y la Epifanía.
Se puede hablar de dos momentos del Adviento:
a) Desde el primer domingo al día 16 de
diciembre, mirando a la venida del Señor al final
de los tiempos.
b) Del 17 al 24 de diciembre, se orienta a
preparar más explícitamente la venida
de Jesucristo en la historia, la Navidad.
La palabra Adventus significa venida. Proviene del verbo «venir». En el
lenguaje cristiano primitivo, con la expresión Adventus se hace referencia a la
última venida del Señor, a su vuelta gloriosa y definitiva.
Pero en seguida, al aparecer las fiestas de Navidad y Epifanía,
Adventus sirvió para significar la venida del Señor en la humildad de nuestra carne; en definitiva con la
palabra Adventus la liturgia se refiere a un tiempo de preparación
que precede a las fiestas de Navidad y Epifanía.
Son treinta y tres o treinta y cuatro semanas en el transcurso del año, en las que no se celebra ningún aspecto particular del misterio de Cristo. Es el tiempo más largo, en el que los bautizados son llamados a profundizar en el Misterio Pascual y a vivirlo en el desarrollo de la vida. Por eso las lecturas bíblicas de la liturgia son de gran importancia para la formación cristiana de la comunidad.
El Tiempo Ordinario del año comienza con el lunes que sigue del domingo después del 6 de
enero y se prolonga hasta el martes anterior a la Cuaresma; vuelve a reanudarse el lunes después del domingo de Pentecostés y finaliza antes del
Domingo Primero de Adviento. Las fechas varían cada año, pues son fijadas con los calendarios antiguos que están determinados por las fases
lunares.
Este sistema es utilizado, sobre todo para fijar la fecha del Viernes
Santo, día de la Crucifixión de Jesús. A partir de ahí se estructura
todo el año litúrgico.
Representa el tiempo que Jesús estuvo en el desierto orando, meditando y
ayunando antes del inicio de su vida pública. En este tiempo los cristianos se preparan para celebrar la fiesta de Pascua, que comprende los cuarenta
días anteriores a la misma. La cuaresma va desde el Miércoles de
Ceniza hasta la víspera del Domingo de Resurrección.
La Cuaresma es también el tiempo propicio para la oración personal y
comunitaria, alimentada por la Palabra de Dios y propuesta
cotidianamente en la liturgia.
El Miércoles de Ceniza es el primer día de Cuaresma, en el que los fieles cristianos
inician con la imposición de la ceniza. Es el tiempo establecido para la purificación del
espíritu.
En este día se recuerda una antigua tradición del pueblo Hebreo, que al sentirse en pecado o para celebrar un
acontecimiento importante, se cubrían de cenizas. Al
imponernos la ceniza nos reconocemos pequeños,
pecadores y con necesidad de perdón de Dios, sabiendo que
del polvo venimos y que al polvo volvemos.
Es una festividad universal de la iglesia, mediante la
cual se conmemora el descendimiento del
Espíritu Santo sobre los Apóstoles, a los cincuenta
días después de la Resurrección de Cristo, en el festival judío llamado
"festejo de las semanas" o Pentecostés (Ex., xxxiv,
22; Deut., xvi, 10).
En algunos lugares es llamado el "domingo de blanco" ("whitesunday")
debido a los ropajes blancos que son portados
por aquellos que son bautizados durante la vigilia. Pentecostés
("Pfingsten" en alemán), es la denominación
griega por "quincuagésimo", 50o.,
día después de la Pascua.
El jueves, el viernes y el sábado santos, o triduo pascual, simbolizan el
cambio del mundo viejo al nuevo. Son los días de renovación a través de la
pasión y muerte de Jesús. Estos días son de liturgias especiales y no
se ofrecen misas personales de ningún
tipo.
En estos días se recuerda la Última Cena
de Jesús, con sus 12 discípulos; la traición
de Judas, que entregó a Jesucristo para que fuera sentenciado y
condenado a muerte; el Viacrusis y la Crucifixión.
El Jueves Santo abre el Triduo pascual con la Misa
Vespertina. Así como la Cena del Señor marcó el
inicio de la pasión, mientras Jesús se
encaminaba a la donación de su vida en sacrificio
expiatorio para la salvación del mundo,
estableció su mediación objetiva en el rito
convivial de la nueva alianza,
y relevó su inmensa caridad, que es la base de su pasión y de su
muerte. La Eucaristía, símbolo
y fuente de caridad, sugiere una respuesta de
amor agradecido mediante la Adoración
del Santísimo Sacramento (en el lugar de la reserva solemne).
El Viernes Santo es el día de la
pasión y muerte del Señor. Es
también día de ayuno como signo exterior de nuestra participación en su
sacrificio.
En este día no hay celebración eucarística, pero tenemos la acción litúrgica después de medio día para conmemorar la pasión y la muerte de Cristo. Cristo se manifiesta como el Siervo de Dios anunciado por los profetas, el Cordero que se sacrifica por la salvación de todos.
La cruz es el elemento que domina toda la celebración iluminada por la luz de la
resurrección, se nos muestra como trono de gloria e
instrumento de victoria; por esto es presentada para la adoración de los fieles.
El Viernes Santo no es día de llanto ni de luto, sino de amorosa y gozosa contemplación del sacrificio redentor del que brotó la salvación. Cristo no es un vencido sino un vencedor, un sacerdote que consuma su ofrenda, que libera y reconcilia, por eso nuestra alegría.
El viacrusis es el camino de la cruz, el recorrido
que hace Jesús coronado de espinas, cargando el
madero donde será inmolado, hacia la cima del monte del Calvario. En ese recorrido Jesús
recibe los azotes e insultos de los guardias,
cae exhausto en tres ocasiones y vive además el inmenso dolor de su
madre, María, y de María Magdalena. Las catorce estaciones del viacrusis
simbolizan para los cristianos el camino de
dolor que lleva a la resurrección del espíritu.
El Sábado Santo es el día de la sepultura de
Jesús y de su descenso al lugar de los muertos, es decir, de su extremo
anonadamiento para liberar a los que
moraban en el reino de la muerte.
Este es el día de espera litúrgica por excelencia, de espera silenciosa junto al sepulcro: el altar está desnudo, las luces apagadas; pero se respira un ambiente de fervorosa espera.
El Domingo de Resurrección o de Pascua es la fiesta más importante
para todos los católicos.
Cristo triunfó sobre la muerte y con esto nos abrió las puertas del Reino. En la Misa dominical se enciende el
Cirio Pascual que representa la luz de Cristo resucitado y que permanecerá
prendido hasta el día de la Ascensión.
La Resurrección de Jesús es un hecho histórico, cuyas pruebas
son el sepulcro vacío y las numerosas apariciones de Jesucristo a sus apóstoles.
Cuando celebramos la Resurrección de Cristo, estamos
celebrando también nuestra propia liberación. Celebramos la
derrota del pecado y de la muerte.