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MAIKA Y LA KALFUMALÉN Anna Blú Andalién

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Entertainment & Humor


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MAIKAY

LA KALFUMALÉN

Anna Blú Andalién

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MAIKAY

LA KALFUMALÉN

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Maika y La Kalfumalén

Anna Blú Andalién

Santiago de Chile, Marzo 2014.

RPI: 234.438

ISBN: 978-956-353-718-5

Portada: Marcela Jofré Jorquera

Ilustraciones: Francisca Wilkins De la Fuente.

Diseño y Diagramación:

Gráfica Lom Ltda.

Concha y Toro 25

Fonos: (56-2) 672 2236 - (56-2) 671 5612

Impreso en los talleres de Gráfica Lom.

Miguel de Atero 2888 - Quinta Normal

Fonos: (56-2) 716 9695 - (56-2) 716 9684

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EL ÁRBOL

La loica cantó temprano. El vuelo de un pilmaiquén, con su pequeño rumor de alas junto a la ventana, despertó a Maika. Permaneció inmóvil en la cama, tratando de

recordar dónde estaba. Tras la cortina se veía el paisaje ver-de y azul, doblado de cerros. Una araucaria enorme, que crecía junto a la casa, hacía bailar sus ramas puntiagudas al paso del viento.

Entonces se acordó. Era el primer día de vacaciones. Sin embargo, a diferencia de otras veces, no se levantó dando un salto de alegría. Se quedó oyendo el susurro familiar del gran árbol. Llevaba un año sin escucharlo. Sólo reaccionó cuando un extraño alboroto se armó en la entrada de su dormitorio.

Corrió a abrir la puerta.

Un terrier blanco y un gran gato atigrado entraron al mis-mo tiempo, rodando en un confuso montón. Maika suspiró.

-Ustedes dos, ¿por qué tienen que estar siempre discu-tiendo?

-¡Él me mordió! -bufó su perro, sacudiéndose indignado.

-Sí, pero porque él me rasguñó -dijo su gato.

-Tú empezaste -ladró su perro.

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-Basta -dijo Maika, sentándose en la alfombra-. Ustedes siempre al revés. Si continúan peleando, el abuelo los man-dará de vuelta a Santiago. Y entonces sí que me quedaré sola en este lugar.

Parecía tan triste que ambos se acercaron inmediatamen-te a ella. Su perro Mozart le lamió la mano. El gato Nahuel se plantó de un salto en su regazo, para frotar su cabeza cariñosamente contra ella.

-No estés desanimada -dijo su perro-. Ya verás que lo pasaremos muy bien. Este lugar es fantástico. Sol, bosque, montaña y mucho barro fresco para las patas. Pescaremos en el río.

-Mmm, sí, truchas -apoyó Nahuel-. Las asaremos a la pa-rrilla.

-Eso era el año pasado, cuando estaba papá -dijo Maika-. Nunca pensé que tendría que pasar un verano sin él. Ya es bastante malo tener que esperar el año completo para verlo. Y ahora las vacaciones sola…

-¡Pero si no estás sola! -Mozart movió la cola vigorosa-mente-. Está el abuelo, está Segundo, está Carmen…

-Sí, está Carmen -dijo Nahuel con entusiasmo. La coci-nera era su gran aliada. Dos años atrás lo había rescatado del encargado de la lechería, que lo perseguía furioso, y lo había llevado a la casa como un regalo para Maika. Con-servaba desde entonces un ojo de pirata, casi cerrado por una cicatriz- .Nadie prepara los desayunos como Carmen. Hoy tenemos pan de nueces recién horneado, mermelada…

-Y un estupendo queso fresco -completó Mozart, que sen-tía debilidad por el queso de fundo.

Maika se levantó.

-¡El desayuno, de veras! Estoy atrasada. No sé si alcanzo a ducharme.

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-Eso no tiene ninguna importancia –dictaminó Mozart. Y por primera vez Nahuel estuvo de acuerdo.

Diez minutos después ambos corrían detrás de ella por el largo corredor. “¡La puntualidad es cortesía de los reyes!”, ladraba Mozart alegremente, mientras trataba de no resba-lar en las baldosas recién enceradas.

Maika entró en el comedor con la cara roja de tanto fro-társela. Su abuelo estaba sentado a la mesa.

-Buenos días, abuelito -murmuró, ocupando su sitio.

El abuelo cerró el libro que leía.

-La puntualidad es cortesía de los reyes -dijo con su voz grave y sentenciosa.

Entró Carmen con un delantal muy almidonado y sirvió la leche. Bebieron en silencio.

Carmen cortó un trozo de pan para Maika y le puso mantequilla fresca sin sal.

-Después de que termines puedes ir a dar una vuelta por el jardín -dijo-. Cortaremos unos lindos ramos de fl ores para los jarrones de la casa.

-Bueno.

-O quizás quieras preparar galletas con la Carmen para la once -intervino su abuelo-. A ella le encanta tenerte en la cocina.

-Bueno.

El abuelo cruzó una mirada de preocupación con Car-men. La docilidad de su agreste nieta, a quien normalmente era imposible mantener tranquila dentro de la casa, le pare-cía un mal signo. Mucho peor que si Maika hubiese hecho un berrinche o estuviese enfurruñada.

-Mira, hijita, sabemos que es muy duro que tu papá no haya podido venir -dijo cariñosamente Carmen-. Él tenía tan-

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tas ganas de verte. Pero cuando se vive en Europa a veces cuesta hacer coincidir el tiempo. Allá están trabajando cuan-do acá estamos de vacaciones.

-Ya sé eso, Carmen. No soy tonta.

-No le hables así a Carmen -terció el abuelo-. Si hubieras contestado el teléfono, tu padre te habría explicado que está haciendo lo imposible por venir al menos para tu cum-pleaños, a pesar de que está con una gran sobrecarga de trabajo.

Maika se removió en su sitio.

-¿Puedo levantarme, abuelito?

-Pero si ni siquiera te has comido el pan. Y dejaste la mitad de la leche -dijo Carmen.

La niña comenzó a deslizarse de la silla.

-Es que no tengo mucha hambre.

-Vuelve a tu asiento y termina tu leche -dijo el abuelo.

Cuando el abuelo hablaba en ese tono, todos en la casa corrían, incluida su nieta. Maika se sentó de nuevo sin chistar.

El abuelo carraspeó y juntó sus manos enormes y huesu-das.

-No voy a permitir que convirtamos esto en una tragedia. Está prohibido que andes pálida por los rincones o que hagas huelga de hambre. Cuando uno está de vacaciones, tiene la obligación de pasarlo bien. Lamentablemente, yo estoy demasiado viejo para andar saltando montaña arriba contigo. Este lugar ya está tan apartado de la civilización que cada año se hace más difícil venir.

Esto último no era del todo sincero, pues todos conocían la afi ción del abuelo a pasar los veranos en medio de la belleza y tranquilidad de San Andrés de Queuco. Normal-mente esperaba las vacaciones con tanta impaciencia como su nieta.

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-Por eso he decidido que puedes continuar con los planes de excursión que tenías con tu padre para este año. Segun-do te acompañará y se hará responsable de tu seguridad.

Segundo era un trabajador del fundo, hermano de Car-men. Ambos habían nacido en Queuco y conocían a Maika desde siempre.

-Sólo que este año hay una novedad.

Hizo una pausa para dar mayor espectacularidad, pero Maika ni siquiera levantó la vista.

-Han abierto un camino en plena cordillera, que llega hasta las cumbres. Tu padre te lo tenía preparado como una sorpresa. Dicen que allí las aguas de los ríos bajan tibias, por lo cerca que están los volcanes. Hay bosques milena-rios, con fl ores que acá abajo no se ven, y cascadas donde saltan las truchas. Lo único que tendrás que hacer es estirar el sartén para que caigan dentro.

Maika no dijo nada.

-Pueden acampar incluso, si quieres -agregó el abuelo, después de un largo silencio-. Hay zonas para carpas.

-Eso no fue lo que usted dijo -intervino Carmen, alarma-da-. No va a pasar la noche en medio de la cordillera, entre los pumas.

-Segundo llevará una escopeta y todo lo que haga falta. Tengo plena confi anza en él.

-Además, no monta desde el año pasado -insistió la sir-vienta-. Dos días a caballo la dejarán molida.

-Tal vez no necesiten caballos. Allá arriba el viento es tan fuerte, que bastará con que se pongan en el sitio adecuado para que tengan transporte gratis.

-No le veo la gracia -el rostro ancho y reluciente de Car-men había perdido su habitual placidez-. Si cree que voy a dejar que mi niña camine por el borde de esos precipicios,

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con la fuerza que lleva el río a esa altura… En esos bosques la gente se pierde y no la encuentran más, oiga. El hijo de don Marcelino, el que vivía en Villa Ralco…

-¿Qué hay ahí, en ese frasco? -interrumpió Maika con voz lánguida.

-Mermelada de murta -contestó Carmen.

Maika abrió el frasco. Desganadamente, le puso mer-melada a dos gruesas rebanadas de queque. Ni el abuelo ni Carmen le hicieron caso. Se habían enzarzado en una animada discusión sobre los peligros de montaña.

Un minuto después, Maika masticaba con entusiasmo. Se terminó el queque en un santiamén.

-¡Ahora queso, no te olvides del queso! -susurró Mozart, que junto a Nahuel estaba oculto bajo la mesa, recogiendo las migas que caían.

Maika cortó un gran pedazo. Estaba tan fresco que pudo aplastar sin problemas la mitad sobre su pan, como si fuera mantequilla. Luego, con disimulo, dividió la otra mitad en dos cuadrados y los puso en sus rodillas, bajo el mantel.

-Suerte que están entretenidos discutiendo -suspiró Mo-zart, que había atrapado el pedazo más grande. Pero no alcanzó a hincarle el diente, porque Nahuel se lo quitó con un diestro golpe de zarpas.

Maika, alarmada, echó ruidosamente su silla hacia atrás.

-No tengo problema en ir con Segundo, Menche, si él quiere llevarme -dijo casi a los gritos-. ¡No tienes de qué preocuparte! ¡Estoy grande!

El abuelo y Carmen, interrumpidos en la mitad de la con-versación, se quedaron mirándola suspensos.

-Bueno, tampoco es necesario que armes ese escándalo -dijo por fi n el abuelo.

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-Ya sé que estás grande. Sólo quiero que no te pase nada –agregó la sirvienta.

-Y nada le va a pasar, mujer -cortó el abuelo-. Queda acordado, entonces. Saldrán mañana temprano. Pero tie-nes que hacerle caso a Segundo y no arriesgarte de más, Maika. Nada de ponerte a escalar o entrar en contacto con los aborígenes locales. Aún usan niños en sus sacrifi cios a los espíritus de la montaña, por si no lo sabías. Así que án-date con mucho cuidado.

-¿Ahora sí me puedo levantar? -preguntó Maika. La paz pa-recía haber vuelto bajo la mesa y se sentía mejor después del desayuno. Pero aún no tenía ánimo para los chistes del abuelo.

-Claro -asintió él, con expresión amable-. Y, Maika, antes de que te vayas, haz el favor de sacar ese gato debajo de la mesa o lo saco yo a bastonazos. Aunque no me gustaría en absoluto ensuciar el bastón que me regaló tu abuela.

-Yo me lo llevo -se ofreció Carmen. Nahuel saltó ensegui-da a la seguridad de su delantal.

-El perro también -dijo el abuelo, sin perder su amabi-lidad. Mozart salió arrastrándose, con expresión contrita, mientras se lamía los labios-. No sé para qué me canso, pero les voy a repetir una vez más, a ambas, que los anima-les no deben entrar al comedor. Es antihigiénico.

-Sí, abuelito -dijo Maika sumisamente, mientras levantaba a Mozart en brazos y se dirigía a la puerta.

-No olvides cambiarte el delantal, Carmen -fue lo último que dijo el abuelo-. No quiero encontrar en el almuerzo pelos de ese par de forajidos patas sucias.

Apenas se cerró la puerta tras ellos, Maika comenzó a regañar a Mozart y a Nahuel, que se atusaba los bigotes muy tranquilo.

-Ustedes tienen la culpa. Parece que lo hicieran adrede. Les di un pedazo de queso a cada uno.

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-Él me dijo que escogiera cuál me gustaba -dijo Nahuel.

-No te puedo haber dicho eso, por la sencilla razón de que no hablo nunca contigo -gruñó Mozart.

-Bueno, fi n del tema -dijo Maika-. Voy a dar una vuelta, Carmen. Nos vemos para el almuerzo.

La sirvienta, que parecía muy divertida, los vio alejarse por la huella de piedra que llevaba al jardín trasero. Luego entró en la cocina para cambiarse el delantal.

Minutos después se dirigía nuevamente al comedor, muy compuesta, con una bandeja enlozada.

-Aquí le traigo agua recién hervida para su segunda taci-ta, don Alfredo -anunció.

El abuelo tenía la sagrada costumbre de tomarse dos ta-zas de té con leche al desayuno. Tenía que ser té muy negro preparado en el momento, sin azúcar –del cual era gran enemigo, pues decía que alteraba el sabor natural de las cosas- y con el chorrito justo de leche. Después de la abue-la, Carmen se había encargado de continuar la tradición.

El abuelo probó con deleite la taza que le presentaban.

-Sólo a ti te queda como debe ser, Menche -dijo pala-deando el primer sorbo, muy satisfecho-. Bueno, parece que nuestro plan funcionó. La única manera de conseguir algo con Maika es decirle que mejor no lo haga.

-Debe ser de familia -sonrió Carmen, que tras tantos años de servicio, podía permitirse esas libertades-. Quiera Dios que vuelva rosadita y contenta.

-Por un momento me preocupé. Pensé que realmente no se interesaría. ¿Dónde crees que ha ido ahora?

-A abrazar el árbol, por supuesto -contestó Carmen.

Miraron hacia el jardín. Efectivamente, Maika se encami-naba hacia la majestuosa araucaria. La contemplaron arri-marse al enorme tronco y rodearlo hasta donde le permitían

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los brazos. Sin saber que era observada, la niña cerró los ojos con aire feliz por primera vez en esa mañana. Pareció que sus labios se movían. Como si estuviese conversando. O rezando.

Una sombra pasó por los ojos del abuelo.

-Quisiera que dejara de hacer eso. No entiendo por qué tiene que comportarse de esa manera cada vez que llega-mos.

-Usted sabe por qué -repuso Carmen, con los ojos bajos-. Así es ella. Como su mamá.

El abuelo la cortó con un gesto.

-Sabes muy bien que en esta casa no se nombra a esa persona. Y espero que ni Segundo ni tú hayan olvidado lo que les dije respecto de ese maldito árbol. No hay manera de que Maika sepa el problema que hay con él, a no ser que lo haya oído de ustedes dos.

-No le hemos dicho nada, don Alfredo -dijo Carmen, en tono conciliador-. Maikita tiene capacidades que no tienen otros niños. Ella lo sabe sin necesidad de que se lo digan.

-Déjate de decir tonterías, Carmen. Debí haber mandado a cortar ese árbol hace muchos años. Sólo ha traído des-gracias.

La sirvienta puso ojos de espanto.

-Eso sí que llamaría la mala suerte sobre todos nosotros, para siempre. Además de que Maika nunca se lo perdo-naría. Una de sus felicidades en la vida es el árbol de su mamá.

El abuelo se puso de pie con tanta brusquedad que casi volcó su taza.

-¡Te he dicho que está terminantemente prohibido nom-brar a esa persona! Anda a la cocina, mujer, ve a cacarear a otra parte. A veces se me olvida de dónde vienes tú tam-

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bién. Sólo espero que no vayas a estarle diciendo sandeces a la criatura, para que pueda dormir tranquila esta noche. Y que Segundo se atenga a mis órdenes mañana, o este será el primer y el último viaje que hagan. Ya se lo advertí.

Se alejó con su libro hacia el salón, en busca de su sillón favorito. Meditaciones de Marco Aurelio era el único amigo fi el que nunca dejaba de ofrecer refugio a un hombre de sus años, cuando a veces la vida se empeña en mostrar su lado ingrato.

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UN JARRO AZUL

El abuelo había hablado en serio al decir que partirían temprano. Los cerros brillaban aún de rocío cuando Maika, cargada con una vieja mochila y abrochada

hasta el último botón, salió al patio acompañada de Car-men. Ahí la esperaba Segundo con los caballos ensillados.

La yegua Vinchuca relinchó de entusiasmo al verla. Las dos eran viejas amigas.

Segundo se quitó el sombrero. Como Carmen, era reser-vado y apacible, con una paciencia a toda prueba que le ganaba la confi anza de niños y animales. Ambos eran las personas que más le gustaban a Maika en el mundo, des-pués de su padre y de su abuelo.

El hombre señaló la gastada bolsa verde que llevaba la niña en la espalda.

-No necesitas eso. Tu abuelito se encargó de que no fal-tara ni un alfi ler.

-Ya se lo dije, pero no quiere dejarla -intervino Carmen-. Incluso tomó desayuno con ella puesta.

-Cargarás de más a la Vinchuca -dijo Segundo, pasando una mano por el sensible hocico del animal-. Ya llevamos demasiadas cosas. Y el camino es largo.

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Entrecruzó los dedos de ambas manos para que la niña metiese el pie, a modo de estribo. Cuando Maika alcanzó la silla, le levantó solícitamente la mochila para que pudiera acomodarse. La soltó enseguida.

-Es la que usamos con papá para las excursiones -dijo Maika.

-Pero es mucho peso para la yegüita, mi niña -replicó Carmen-. No seas porfi ada. Hazle caso a Segundo.

-No pesa tanto -dijo éste, montando a su vez-. Nos vemos el lunes, Menchita.

-Cuídala -dijo ésta-. Su abuelito está con una preocupa-ción tan grande, que no quiso ni venir a despedirla. Es un querer el señor a esta niñita…

-Pero si sólo me voy por el fi n de semana. Adiós, Carmen -dijo Maika rápidamente. Estaba por cumplir diez años, una edad muy importante en su opinión. Detestaba que Carmen la tratara como una niña delante de Segundo.

El sol comenzaba a asomar sobre los árboles que separa-ban la casa del camino principal. Al atravesar la reja, Maika se dio vuelta a mirar la araucaria. Nunca la había visto al amanecer. Su copa triangular, con brazos separados y vueltos hacia arriba, se recortaba contra un cielo suave, invadido de infi nitas variedades de rosado. Le pareció muy hermosa.

-Hasta pronto -murmuró.

Las ramas del árbol crujieron amistosamente. Te estaré esperando, parecían decir.

Se cruzaron con los primeros trabajadores que salían de las barracas. Estos saludaban ruidosamente a Segundo, hacién-dole bromas. Sonreían a la niña y les deseaban buen viaje.

Segundo les contestaba en el mismo tono, agitando la mano. Una vez que llegaron a los límites del fundo, detuvo los caballos y desmontó para acercarse a Maika.

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-Es mejor que dejes salir a esos animalitos.

Bajó la mochila y la abrió sobre el pasto. Las orejas de Nahuel asomaron inmediatamente.

-Jamás, óiganlo bien, jamás volveré a meterme dentro de eso -declaró-. Es como la máquina de moler choclo que tiene la Carmen.

-No es tan malo cuando galopas. Pero al trote deja los riñones anestesiados -agregó Mozart, sacando la cabeza a su vez.

-Ustedes quisieron venir -dijo Maika.

Segundo los contempló mientras se revolcaban en la hierba.

-Puedes llevar al gato ahí dentro, si consigues que se que-de quieto. Pero ese perrito fi no no va a correr a la siga de los caballos, con esas patas de juguete que tiene.

-No tiene para qué correr -contestó Maika-. Lo voy a lle-var en la mochila ahora y puede bajarse cuando tengamos que ir al paso en la montaña. Mozart ha hecho caminos parecidos otras veces, cuando íbamos de excursión con el papá.

Segundo no pareció muy convencido, pero se limitó a ce-rrar otra vez el morral, más fl ojo esta vez, para que pudieran tener la cabeza afuera. Los aseguró a ambos de los arneses que les había puesto Maika, cuidando de que quedasen bien separados.

-Entonces, los llevaré yo. Así podrás cabalgar tranquila -ofreció.

Se puso la mochila, que ahora se veía muy rara con las dos cabezas afuera, y montó. Reanudaron el camino. Mo-zart parecía enfurruñado.

-Patas de juguete -lo oyó decir Maika-. Mi familia ha es-calado por generaciones los roqueríos de las tierras altas. ¡Soy un escocés legítimo!

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-Presumido -se limitó a decir Nahuel, que viajaba muy a gusto. La espalda de Segundo era ancha y la mochila, bien ajustada, ahora apenas daba tumbos.

Avanzaron en medio de la mañana resplandeciente. Maika, que al principio iba a contrapelo, ahora había en-contrado el ritmo para cabalgar. Dejó de ir pendiente de los vaivenes de la yegua para empezar a disfrutar el viaje.

De acuerdo con los cálculos de Segundo -que parecía co-nocer todos los atajos-, tenían al menos dos horas de viaje por delante hasta el poblado de Pitril. Allí se detendrían para que los caballos descansaran. Luego subirían por el cami-no recién abierto hacia los bosques precordilleranos. Si todo andaba bien, esa misma noche acamparían junto al río, en Auka Rayén, para comenzar al día siguiente la ascensión ha-cia lo que el abuelo llamaba “la verdadera montaña”.

Cabalgaron a campo abierto por el valle del Queuco. El paisaje mostraba los brillantes colores del verano. Al ruido de los caballos, salían a veces de entre los árboles ban-dadas de traros o de pitíos. El cielo se oscurecía por un momento y se llenaba con sus gritos de alarma: pitío, pitío. Feliz, con esa sensación de libertad que dan la velocidad y el viento en la cara, Maika dejó de preocuparse por la inte-gridad de Mozart y de Nahuel. O de si tendría que esperar el próximo año para ver a su padre.

El sol estaba alto en el cielo cuando llegaron a su destino. Maika tenía la sensación de que habían andado mucho más de dos horas. Cubiertos de sudor, los caballos comenzaron a caminar apenas avistaron las primeras casitas de madera. En los patios jugaban niños de caras risueñas y pelo renegri-do. Algunas mujeres, con pañuelos amarrados a la cabeza y mantos negros sobre sus vestidos fl oreados, levantaban la vista al verlos pasar. Tenían un aspecto más pintoresco que los hombres, vestidos simplemente con camisas y pantalones oscuros. Por todas partes andaban revueltos perros, gallinas y cabras.

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Segundo detuvo los caballos junto a un árbol. Dejó la mo-chila apoyada contra el tronco y ayudó a Maika a desmontar.

-Aquí hay buena sombra para que descansen. ¿Cómo estás?

-Me duelen un poco las piernas -contestó ella, mientras miraba con curiosidad a su alrededor-. ¿Esto es Pitril?

-No. Estamos en Cauñicú.

-¿Por qué?, ¿no íbamos a Pitril? -se extrañó Maika.

Segundo parecía incómodo. No hacía más que dar vuel-tas al sombrero en las manos.

-Nos pasamos su buen pedazo de Pitril. Es que la Carmen me pidió, como un favor especial, que le diera un recado a una familia que son antiguos amigos suyos -Hizo una pau-sa-. La Menche me dijo que no te mencionara nada antes, porque si no, no me ibas a dejar en paz en todo el camino.

-Vaya. No sabía que soy tan preguntona.

Segundo se veía bastante nervioso.

-Será algo muy corto y nos iremos enseguida. Tu abuelito lo que más me encargó fue que viajáramos directamente hacia la cordillera y no entráramos en ninguna comunidad.

-Bueno, no tiene para qué saber -contestó Maika-. Será un secreto entre los dos. ¿Puedo ir contigo?

El nerviosismo de Segundo aumentó.

-No, es mejor que te quedes. Acuérdate que tu abuelo no quiere que hables con nadie de acá. Si llega a saber que vinimos a Cauñicú, sería capaz de corrernos para siempre del fundo a la Carmen y a mí.

-Qué exagerado -se rió Maika-. El abuelo ladra, pero no muerde. A lo más te echaría un reto.

Pero Segundo se ponía cada vez más serio. Hasta le tiritaba un poco la cara. Maika se besó el pulgar.

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-Oye, juro por esto que no le voy a decir nada. Pero vuel-ve luego, por favor, porque tengo hambre. Debe ser hora de almorzar.

-No me demoro nada, es aquí al lado –sonrió Segundo, que pareció tranquilizarse de inmediato.

Sacó de las alforjas de su caballo un paquete pequeño. Maika lo vio cruzar hacia un sitio cercano, cerrado por unio-nes de palos, y llamar a gritos. Salió un hombre. Ambos se saludaron y Segundo entró en la casa detrás de él, conver-sando a más y mejor.

Maika suspiró.

Sabía, porque la Carmen se lo había explicado muchas veces, que entre los pehuenche –como entre todos los ma-puche- el saludo siempre es largo. Hay que preguntar por la salud, por la familia, por las siembras, hasta por los anima-les, porque el aprecio hacia el otro muestra el aprecio que uno mismo se tiene. Luego vendrían los ofrecimientos para que se quedase a comer. O al menos para que se tomase un mate junto al fogón. Seguro que Segundo no iba a regresar tan pronto, a pesar de sus buenas intenciones.

Mozart y Nahuel salieron de la mochila. Mozart jadeaba con ruido de locomotora y Nahuel tenía los pelos dispara-dos para todos lados, pero en general se veían bien.

-Ya era hora -reclamó Nahuel-. ¡Uf! ¡Se me durmió hasta la cola!

-Hace mucho calor -se quejó Mozart acostándose sobre el pasto con las patas abiertas, para refrescarse.

A su lado, también la Vinchuca dio un relincho imploran-te. Maika le hizo cariño en el sedoso belfo, todavía man-chado de espuma. La yegüita parecía exhausta.

-No se preocupen -decidió de pronto-. Les voy a buscar agua.

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Tomó a los caballos de las riendas y caminó con ellos hasta encontrar un arroyito que pasaba detrás de las casas. Los dos metieron enseguida el hocico dentro del agua y así estuvieron mucho rato. Mozart bebió también, a ruidosos sorbos. Incluso Nahuel lamió delicadamente la superfi cie.

Maika, que seguía abrochada hasta el último botón a causa del viento, se dio cuenta de que efectivamente hacía muchísimo calor. Le ardía la cara. Se sacó la cortaviento y se lavó. A pesar de que todos los animales que andaban por ahí se acercaban a tomar agua, el arroyo se veía tan limpio que se sintió tentada de probar ella también. Se aga-chó y juntó agua en las manos.

De pronto sintió que alguien la miraba. Levantó los ojos. Había un niño al otro lado de la empalizada.

-¿Qué pasa? -dijo Maika. Tenía mucha sed y estaba de pésimo humor-. ¿No se puede tomar esta agua?

-Sí, es de vertiente -dijo el niño-. Pero es para los anima-les. Y para regar. Además que a los huincas a veces les hace mal, porque no están acostumbrados.

-Yo no soy huinca -dijo Maika.

-¿Cómo que no? -el niño la observó con ojos desconfi ados.

-Bah, a ti qué te importa -se encogió de hombros Maika. Tomó el agua que le quedaba de un sorbo, aunque ya que-daba muy poca-. Tengo tanta sed, que me tomaría una ver-tiente entera.

Se arrodilló para recoger más.

-Puedes tomar agua en mi casa -ofreció el niño-. A pesar de que eres muy maleducada.

-Vaya, qué amable, pero no puedo moverme de aquí. Estoy esperando a alguien.

-¿A quién?

-No es asunto tuyo.

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El niño no se ofendió. Continuó mirándola con descaro, como a un bicho raro.

-Si quieres le digo a mi abuelita que te traiga agua –dijo al fi n-. Ella es muy buena.

Y sin esperar respuesta, desapareció. Maika se quedó in-decisa. Tenía deseos de irse. Estaba la promesa hecha a Se-gundo de no hablar con nadie. El abuelo le había enseñado que una promesa jamás debe romperse. Pero realmente se moría de sed, y la idea de compartir agua con los caballos no era muy tentadora que digamos.

El niño, que volvía junto a una anciana, la sacó del di-lema. La anciana era delgadita, de ojos vivaces, llena de dignidad. Se envolvía en un manto negro bordeado de ver-de, bajo el cual traía un jarro de grueso vidrio azul. Saludó ceremoniosamente a Maika.

-Marri Marri, pichidomo.

-Marri Marri, papay -contestó Maika, tratando de acor-darse de las pocas palabras en mapudungún que le había enseñado la Carmen, a escondidas del abuelo.

-Mi abuela no habla castellano -dijo el niño.

-No me digas. Suerte que me avisaste -replicó Maika.

La anciana le ofreció el jarro. Maika lo tomó y cerró los ojos de pura felicidad, mientras lo vaciaba a largos tragos. Le pareció lo más fresco y delicioso que había probado en su vida.

-¡Uf! ¡Y que a esto le digan H2O!

Escarbó nuevamente en su memoria, mientras le sonreía a la viejita.

-Chaltu may -agradeció por fi n, devolviéndole el jarro.

En ese momento le sonó el estómago muy fuerte.

-Lo siento -se disculpó-. Es que tengo mucha hambre.

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La anciana sonrió y su cara se llenó de arrugas, como la corteza de un árbol. Preguntó algo.

-Quiere saber si te gustaría tomar más -tradujó el niño-. Le dije que eres una turista.

-May -asintió Maika, inclinando la cabeza. La viejita des-apareció enseguida.

El niño se quedó. Seguía estudiándola con curiosidad científi ca.

-Oye, deja de mirarme o me vas a gastar -dijo Maika-. No soy la televisión. ¿O acaso no tienen televisión acá?

-Claro que sí -dijo él, orgullosamente-. Hace dos años que nos pusieron luz. Mi tío tiene una, pero se ve mal. Aga-rra las puras noticias. ¿Vas a la laguna de Kawelluko?

-No creo -contestó Maika, que se sentía más amable aho-ra que tenía la garganta fresca-. La verdad es que todavía no sé muy bien adónde vamos.

-Nosotros salimos mañana a juntarnos con el resto de la familia para la veranada. Te habría podido mostrar el cami-no. Aunque ahora es fácil, porque han abierto un sendero y hay un camping en Otué.

La viejita volvió. No sólo traía más agua, sino un paquete envuelto en papel café, que ofreció con amables palabras a Maika.

-Dice que es rokiñ, comida para el camino -explicó el niño.

-¡Pero qué suerte! ¡Muchas gracias! -dijo Maika, encan-tada.

El niño fue a buscar a los caballos, que andaban pas-tando felices entre las matas de quilas. Maika, después de beber largos sorbos, le devolvió el jarro a la anciana.

-Peukayael -dijo ésta, dándole la mano y mirándola con sus ojos bondadosos, llenos de luz.

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-Peukayael -se despidió Maika a su vez. De pronto, impul-sivamente, la besó en la cara toda arrugada, que resultó ser muy suave. Su ropa tenía olor a hierbas y a humo.

-¡Maika!

El grito la hizo saltar. Segundo estaba detrás de ella. Maika se asustó un poco al ver su expresión. Jamás, en los años en que lo conocía, recordaba haberlo visto enojado.

El hombre le quitó las riendas de la mano con gesto brusco.

-Sube al caballo.

-Lo siento -dijo Maika-. Estaba muerta de sed y esta se-ñora…

Segundo no la dejó continuar. La levantó hasta la montu-ra como si fuese un saco de papas, empujándole los pies dentro de los estribos. Luego atrapó a Nahuel del cuello y lo dejó caer sin miramientos, junto a Mozart, en el morral.

En ese momento la anciana se adelantó y dijo algo con su voz suave. Señalaba el jarro azul que tenía en la mano. Al verlo, la expresión de Segundo cambió del enojo al te-mor. Maika lo oyó repetir varias veces algo en mapudungún.

Luego espoleó a su caballo y se alejó, obligando a la Vinchuca a seguirlo.

El niño, que había presenciado absorto toda la escena, corrió detrás de ellos.

-Adiós -gritó en dirección a Maika-. Yo me llamo Kalfukura.

-¡Ya está bueno! -le gritó Segundo por encima del hom-bro-. ¡Ándate!

Kalfukura dejó de correr. Él y la anciana permanecieron inmóviles, mirando aún en dirección a ellos, hasta que el polvo del camino se tragó sus siluetas.

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LA NIÑA EN EL AGUA

Nunca debí hacerle caso a la Carmen. ¡Mujeres! -despotricaba Segundo-. Te dejé sola apenas diez minutos.

-Oye, ya te pedí disculpas un montón de veces -dijo Maika-. No entiendo por qué te pones así. Lo único que pasó fue que me convidaron agua. ¿Qué querías? ¿Que me muriera de sed?

-Hiciste una promesa.

Los caballos iban al paso, a fi n de que pudieran descansar. El sol pegaba con fuerza. Habían mantenido, con escasas variantes, la misma conversación a lo largo de media hora de camino. Pero no había modo de convencer a Segundo.

-Bueno, allá tú -dijo Maika al fi n-. Yo me voy a comer lo que me dieron. Estoy muerta de hambre.

Buscó en los bolsillos de su cortaviento. Cuando abrió el paquete, encontró miel y una bolsita de algo marrón y granuloso. Se la mostró a Segundo.

-¿Qué es esto?

-Mürke. Harina tostada de piñon -contestó Segundo con cara de pocos amigos-. Y ya no me preguntes más. Acuér-date que tu abuelito tiene prohibido que te hablemos en la lengua. No quiero más problemas.

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Maika, obediente, comió su rokiñ en silencio. Estaba muy contenta. Le gustaban a más no poder los piñones, ese fruto dulce y harinoso que regala la araucaria. En la ciudad se podían encontrar a veces en el supermercado. Pero no tenían el mismo sabor que aquí en el sur. Normal-mente se daba grandes panzadas durante las vacaciones. A su padre también le gustaban. El abuelo, en cambio, los detestaba.

Pensó con agradecimiento en la ancianita. Recordó el tintineo cristalino de la plata de sus aros cuando se inclinó a besarla, y su olor a bosque.

-¿Adónde vamos? -quiso saber, una vez que su estómago se declaró satisfecho.

-A Auka Rayén -contestó Segundo.

-¿Nos estamos devolviendo? -se extrañó Maika-. ¿Cuán-to rato de viaje es eso?

-Si nos apuramos, llegaremos antes de que anochezca.

-Pero los caballos no han descansado -dijo la niña-. Y es de locos viajar con este calor. Nadie viaja a esta hora, eso hasta yo lo sé.

-No nos queda otra si queremos llegar antes de que se vaya la luz. Acuérdate que hay que armar carpa.

-Aquí también han hecho un sendero. Podemos subir por él.

-No -dijo Segundo-. Tu abuelito me dijo que nos fuéramos por el lado de Pitril y no pienso desobedecerlo de nuevo. ¿Qué pasa ahora?

Maika había desmontado y se había sentado bajo los árboles. Mozart y Nahuel, que iban sin arnés, saltaron de la mochila para ir a su lado.

-Ya no doy más de calor. Y encuentro cruel tratar así a los animales. Los trajimos al galope todo el camino. Apenas si alcanzaron a tomar agua mientras te esperábamos.

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-Entonces, nos volvemos a San Andrés -dijo Segundo-. Se acabó el paseo.

-¿Ah, sí? ¿Y cómo piensas explicarle al abuelo por qué tuvimos que volver? -desafi ó Maika, que empezaba a eno-jarse.

Segundo no contestó.

-Sé perfectamente que por aquí también se puede ir. El niño me dijo que hay un camping en Otué -continuó ella-. No veo cuál es el problema en que dejemos descansar a los caballos y luego sigamos por Cauñicú, para no tener que deshacer camino.

Segundo negó con la cabeza.

-Tu abuelito dijo que fuéramos por Pitril.

-¡Y dale con Pitril! No pienso moverme de aquí.

Segundo desmontó. Había preocupación en su rostro.

-Maika, no podemos hacer eso. Le di mi palabra a tu abuelo de que iba a seguir sus órdenes, para que nada malo te pase.

-¿Y se supone que si subimos por acá me va a pasar algo malo? -preguntó Maika, fastidiada-. Que yo sepa, en Pitril también nos puede salir un puma. Has estado insoportable toda la tarde… ¡Ay!

Nahuel había dado de pronto un salto sobre ella, con tanta fuerza que casi la derriba.

-¡Oye, me rasguñaste! –se quejó Maika.

Su gato, sin hacerle caso, afi rmó las patas en el tronco del árbol bajo el cual estaba sentada. Movía la cola len-tamente, mientras escrutaba las hojas. Todos miraron hacia arriba. Ahí, acurrucado en una rama baja, había un pajarito castaño, de aspecto humilde. Tenía una hermosa mancha roja en el pecho.

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-Es una loica –dijo Maika.

-Estuvo volando sobre tu cabeza todo el rato, mientras hablaban -dijo Nahuel-. Iba a bajar hacia ti cuando salté. ¡Casi lo atrapo!

-Tú no atrapas ni una hamburguesa -dijo Mozart-. Estás demasiado gordo.

-Nahuel, no te atrevas –le advirtió Maika, a quien le en-cantaban los pájaros. Sacudió la mano hacia el ave, para asustarla-. ¡Ándate, pajarito! ¡Arráncate, que quieren hacer almuerzo contigo!

Entonces el pájaro hizo algo en verdad curioso. No sólo no pareció asustarse, sino que se esponjó en su sitio y cantó hacia Maika: tutukutukut.

-Te está dando una serenata -dijo Nahuel.

-Se enamoró de ti -añadió Mozart-. Dile que nosotros te vimos primero.

La niña se rió. Agitó la mano otra vez hacia el pájaro, para que se fuera. Pero éste, sin demostrar el menor miedo, bajó por un segundo hasta posarse en su mano. Luego se alejó como una fl echa hacia un costado del camino. Allí se quedó, volando en círculos, mientras repetía su melodioso canto. Maika estaba boquiabierta.

-¡Me tocó la mano! Es la loica más extraña que he visto en mi vida.

-No es una loica -intervino Segundo, que había per-manecido mudo hasta entonces-. Es un chucao. Se con-funden, porque los dos tienen el pecho rojo. El grito del chucao es un aviso, aunque nunca había visto uno como este.

-¿Y qué anuncian, Segundo? -quiso saber Maika.

-Está cantando al lado derecho de nuestro camino -repli-có éste, ceñudo-. Algo malo nos va a pasar.

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Todos se quedaron en silencio. Hasta Mozart parecía desanimado. De pronto, Maika tuvo una idea.

-¿Y si canta del lado izquierdo? ¿Es señal de buena suerte?

-Por supuesto. Todo el mundo sabe eso -contestó Segundo.

Maika se plantó de brazos cruzados ante él.

-Entonces está muy claro, Segundo. ¿No lo ves? Tenemos que dar la vuelta. La dirección correcta es hacia Cauñicú.

Segundo, por primera vez, no parecía tenerlas todas consigo.

-Pero tu abuelito…

-El abuelo se enojará mucho contigo si algo malo me pasa -afi rmó Maika, que conocía el respeto reverencial que tenía Segundo, como todos los habitantes de Queuco, por las fuerzas de la naturaleza-. El chucao se paró en mi mano, ¿no? Es evidente que está tratando de decir algo.

El pájaro, efectivamente, iba y volvía, sin alejarse mucho de ellos, siempre a un costado del camino.

-Sólo había visto a una persona antes a la que los pajari-tos le hablaran -dijo Segundo, ensimismado.

-¿A quién? –se interesó Maika.

Segundo sacudió la cabeza, como si quisiera espantar la idea.

-A nadie. Bueno, está bien, que sea lo que Dios quiera. Lle-vemos los caballos un poco más arriba para que descansen y tú duermas siesta. Pero acuérdate que si pasa algo, me tienes que defender con tu abuelito después. No sé qué le vamos a decir.

-De eso ni te preocupes, no va a pasar nada –dijo Maika, feliz. Y por primera vez en su vida trepó sin ayuda sobre la Vinchuca.

-En unos días estarás hecha toda una montañesa -aseguró Segundo, montando a su vez.

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El chucao, sin previo aviso, se perdió entre las retorcidas ramas de un radal.

-Adiós -gritó Maika-. Nos vemos, amigo.

-Aquí no se grita -la reprendió Segundo-. Eso molesta al ngen de la montaña. Todo tiene su dueño. Hay que pedir permiso y entrar con respeto.

-Pero los pájaros gritan -dijo Maika, a quien le gustaba quedarse siempre con la última palabra.

-Ellos cantan -replicó Segundo-. Cuentan las historias que traen desde otras tierras.

Los caballos, ahora que no tenían el sol en contra, se movían más a gusto. Caminaron hasta encontrar un claro pequeño, pero muy agradable, entre unos hualles. Una pe-queña vertiente lo cruzaba. Los animales se fueron derechos hacia ella. Segundo desmontó y desplegó la manta del ca-ballo para que Maika se sentase.

-Cuando estemos en el campamento, te prepararé algo de comer -prometió.

-No tengo hambre -dijo Maika-. Pero otra vez estoy con sed.

-Anda al agua entonces, para que te refresques.

Maika sospechó que, a pesar del poco tiempo que habían pasado en Cauñicú, a Segundo debían haberle convidado algo de comer. Solía tener un apetito voraz, y sin embargo no se había quejado de hambre todavía. Lo vio acostarse en el suelo y echarse el sombrero sobre los ojos. Al momento, sus ronquidos atronaban el aire, causando la alarma de una familia de treiles que salió volando de un hualle.

-Si eso no despierta la furia del ngen protector, nada lo hará -dijo Nahuel, que volvía muy contento junto a Mozart.

-Como mínimo, nos manda una avalancha -dijo su perro, sonriente, apoyándole las patas mojadas contra las pier-nas-. ¡Ven! El agua está buenísima.

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Maika los siguió. Efectivamente, la vertiente era poco profunda, aunque muy correntosa. Se arremangó los panta-lones y caminó por ella, sintiendo el rumor cristalino que ha-cía el agua entre sus pies. Estaba tan fría que resultaba casi dolorosa. Un poco más allá, el cauce se ensanchaba, hasta formar una poza de poca profundidad, calentada por el sol.

-¡Mira, una piscina! -le mostró Mozart, a quien le encan-taba el agua.

-Y con quitasol -dijo Nahuel, acomodándose bajo la fra-gante sombra de un maitén que crecía en la orilla.

Maika también estaba contenta. Sin pensarlo más, se sacó la ropa y se dio un chapuzón junto a Mozart. Nunca había visto agua como esa. Todo parecía volverse azul al refl ejarse en ella: árboles, pájaros, hasta su propia imagen. Nadó un rato y salió tiritando. Mozart, por su parte, se sa-cudía con fuerza, disparando agua para todos lados.

-¡Oye, ten más cuidado! -protestó Nahuel.

Maika no les hizo caso. Por segunda vez en el día, vol-vió a acordarse de la anciana y del niño de Cauñicú. Tras veranear tantos años en Queuco, aquel venía a ser su primer encuentro directo con los pehuenche, los mapuche hijos del pehuén, como llamaban en su lengua a la araucaria. El pe-huén les daba la protección y el alimento. Y les había rega-lado su corazón sencillo de árbol: como él, eran tranquilos, pero llenos de fuerza. Así le había parecido a Maika.

Su padre nunca le había hablado de ellos. Tampoco el abuelo, quien no disimulaba su antipatía hacia los “aborí-genes locales”, como los llamaba. Únicamente Carmen no había dudado en contarle, cuando Maika era muy pequeña, historias de aves y de animales que hablaban en esa lengua, que a ella le sonaba como canto de agua o como nombre de fl ores raras, y que ya había olvidado. Pero muy pronto el abuelo lo había descubierto y ya no hubo más historias. Sin-tió una repentina nostalgia por su árbol, que la esperaba en

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casa. Recordó la suave música que hacía con el viento cada mañana.

-¡Chist! ¿Escuchas eso? -Nahuel le había apoyado una tensa pata en el hombro.

Maika abrió los ojos. Descubrió que el sonido al que daba vueltas dentro de su cabeza era bastante real. Se quedó muy quieta, tratando de descifrarlo. Era un susurro leve, como de agua o de bosque. Y sin embargo, era completamente distinto.

-Yo puedo olerlo -dijo Mozart, husmeando detenidamente el aire.

A Maika también le llegaba un aroma tenue. Le recordó las hierbas recién cortadas que molía Carmen para hacerle infusiones, cuando estaba resfriada o le dolía el estómago. Sin embargo, aquello era distinto. Olía también a corteza de árbol, a tierra mojada, a piedras calentadas por el sol, y otra vez no era nada de eso… Examinó el riachuelo, de donde parecía venir todo aquello.

-¡Miren! -señaló de pronto un punto lejano-. ¿Ven eso?

-Sí, sobre la piedra grande -dijo Mozart, moviendo la cola como cuando olfateaba conejos.

Había una fi gura de pie en medio de la corriente. No es-taba muy lejos, pero se confundía con el brillo del sol sobre el agua. Maika pestañeó para ver mejor. Daba la impresión de ser una niña, aunque no se le distinguía bien la cara des-de esa distancia. Llevaba manto, como las mujeres adultas. Pero no era el típico quipam negro con el que se cubrían todas las mujeres que ella había visto, sino un manto de co-lor claro, más delgado que la lana… Seguramente era una niña que estaba jugando a disfrazarse. Pero, ¿qué hacía sola ahí? ¿Y por qué los miraba sin moverse?

-¡Hola! -le gritó Maika. Esto pareció sobresaltar a la niña. Hizo un grácil movimiento con el manto, que recordaba un ave cuando esconde la cabeza bajo el ala.

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-¡Maika!

Fue como si hubieran dejado caer un montón de piedras al suelo. Segundo venía hacia ella, con el sombrero puesto y los ojos todavía chicos de sueño. Los caballos lo seguían dócilmente.

-Parece que voy a tener que ponerte rienda, como a la Vinchuca. Me doy vuelta y desapareces.

-¡La asustaste! -Maika apenas reprimió un gesto de impa-ciencia.

-¿A quién? -preguntó Segundo.

-A la niña que estaba ahí, en el agua.

-¿En el agua? -la voz de Segundo refl ejaba incredulidad.

-Sí, estaba parada sobre una piedra, envuelta en un man-to. Y llegaba olor a fl ores, fue todo muy raro. ¿De dónde habrá salido, Segundo? ¿Viste a sus papás?

-No vi a nadie.

-Imposible. Tienes que haber pasado por su lado y no te diste cuenta. Estaba allá mismo, pero con el tremendo grito que diste, desapareció.

El hombre permaneció mirando hacia la vertiente largo rato. Su cara era casi cómica. Abrió la boca, pero no dijo nada, sino que se puso a ajustar con gran concentración las cinchas de las monturas, mientras Maika se vestía. Después juntó las manos para que metiese el pie.

-Ya no necesito -dijo ella con una gran sonrisa, antes de subirse de un salto a la Vinchuca. Se sentía orgullosa de su nueva habilidad.

-Vamos entonces -repuso Segundo brevemente, montando también.

Maika quería conversar sobre su hallazgo, pero Segundo no le dio tiempo. Lanzó a los caballos a toda velocidad.

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Éstos, descansados, repletos de hierba y de agua fresca, respondieron enseguida.

Unos minutos después galopaban bajo un cielo sin nubes. Ante ellos se extendía la serena inmensidad del mahuidan-tu, el bosque de la cordillera, con la imponente silueta del volcán Copahue al fondo. Maika tenía una rara sensación de amplitud. Habiendo sido siempre una niña muy tranquila, sentía de pronto deseos de cantar, de salpicar otra vez en el agua, de reírse a gritos. Pensó que si su padre pudiese estar ahí, su felicidad habría sido completa.

Segundo demostró ser un guía experimentado. Aproxi-madamente tres horas después, cuando todavía quedaba luz, llegaron a Otué. Se trataba de un camping pequeño, junto al estero del mismo nombre. Armaron entre los dos las carpas. Luego Segundo hizo una fogata para preparar tallarines. Les echó leche en polvo y brotes extraídos de un quilantal que crecía cerca, “para que quedara alimenticio”. Maika, cuando vio el resultado, creyó que le sería imposible tragar. Pero luego descubrió que tenía tanta hambre que no sólo comió con gusto, sino que pidió repetición.

Más tarde, sentados junto al fuego, y viendo que Segun-do por fi n parecía contento mientras cebaba su mate, Maika se atrevió a preguntar:

-Segundo, ¿quién habrá sido esa niña que andaba en la vertiente, vestida tan raro?

El dio una chupada al mate.

-¿De qué color estaba vestida? -preguntó.

-De azul -contestó Maika, sin titubear.

El hombre permaneció en silencio un buen rato. Las lu-ces del fuego bailaban en sus ojos oscuros. Ya no parecía enojado ni alarmado. Pero su expresión era indescifrable cuando contestó:

-Maika, creo que viste una kalfumalén.

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LA RUTA DEL PIÑÓN

Al día siguiente todos amanecieron de mal humor. Maika, porque Segundo no había querido decir nada más, después de su enigmática revelación so-

bre la kalfumalén. Además, le dolía todo el cuerpo por la cabalgata del día anterior. Segundo, por su parte, se había refugiado en su típica impasibilidad, y no contestaba cuan-do le hablaban. Mozart y Nahuel, ambos friolentos, habían insistido en meterse con Maika dentro de su saco de dormir, y se acusaban mutuamente de no haber pegado ojo por culpa de los ronquidos del otro.

-Todo el mundo sabe que los gordos roncan -decía Mo-zart-. Pero nunca quieren reconocerlo.

-Yo no ronco. Ronroneo. Hasta un tonto sabe la diferencia.

-Bueno, ya cállense -dijo Maika desabridamente, cuando volvió de lavarse-. Sólo nos queda una noche más, así que si se ponen a discutir, los mando a los dos a dormir con Se-gundo. Ahí sí que van a saber lo que es roncar.

El aludido llegó en ese momento, cargado de ramas para hacer fuego. Desayunaron en silencio, con leche, café, ga-lletas y un tarro de manjar blanco. El hombre había encon-trado también unas ramas de maqui para Maika, a quien le gustaban mucho las bayas. Ésta se puso de inmediato a

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sacar los granitos oscuros, que dejaban un gusto áspero y delicioso en la lengua. Mozart y Nahuel quisieron probar. Pronto los tres tenían los labios y la lengua negros. Se veían muy chistosos, sobre todo Mozart. Segundo, al mirarlos, sol-tó una carcajada:

-¡Si pudieran verse!

Desde entonces reinó la armonía otra vez. Recogieron el campamento. Maika se ofreció a limpiar los platos. Segun-do aprovechó de lavar algunas cosas con la corteza de un arbusto que había encontrado, al que llamaba yakil, y que daba espuma al frotarlo en el agua.

Luego ayudó a Maika a montar.

-¡Ay! Con cuidado -se quejó ella-. Casi no siento las pier-nas.

-Eso se pasa en un par de días. Bueno, estamos listos -avisó Segundo, subiendo a su caballo-. Nos vamos.

Iban a iniciar el camino hacia la montaña. El mismo que habían seguido desde siempre los pehuenche. Año tras año, esperaban el buen tiempo para llevar sus animales a los pas-tos altos y para hacer la importantísima recolección de piño-nes, en las tradicionales veranadas. Antes de que Maika se hubiera dado cuenta, el camino se volvió tan angosto que los caballos tuvieron que caminar uno detrás de otro.

Mozart insistió en bajarse y marchar detrás de ellos.

-Ya verá Segundo de lo que está hecho un verdadero terrier escocés -anunció.

Pero el camino era mucho más escarpado de lo que ha-bía supuesto. Cuando vio el precipicio allá abajo, tan cerca de sus patas, se quedó paralizado. Maika tuvo que desmon-tar para meterlo en el morral junto con Nahuel, que tampoco las tenía todas consigo. Y Segundo se quedó sin saber de lo que estaba hecho un verdadero escocés.

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A medida que subían, la montaña les regalaba un día espléndido. Maika hubiese dado un grito de alegría, pero no quiso ganarse una nueva advertencia de Segundo.

-Hasta el año pasado acá había sólo una huella -dijo éste-. Se subía por caminos hechos a pata de bestia.

Parecía estar otra vez de buen humor. Maika vio su opor-tunidad.

-Segundo, ¿por qué no me cuentas qué es eso de la kal-fumalén? Prometo que jamás se lo diré al abuelo. Tú sabes que siempre cumplo mis promesas.

-Claro. Empezando por Cauñicú.

-Eso fue una emergencia. Dale, no seas mala onda, sólo quiero saber de qué se trata.

Segundo no contestó.

-¿Por qué se disfrazan de azul? ¿Es en honor al río? -si-guió Maika.

-Tú no sueltas nunca. Te pareces a tu papá en eso -refunfu-ñó Segundo por encima del hombro, tras una larga pausa-. Si me hubieras hecho caso en Cauñicú, no te habrías encon-trado con esa kalfumalén. Y ahora déjame tranquilo, porque eso es todo lo que voy a decir.

-¡Pero si no has dicho nada!

-Feykamüten -dijo Segundo, utilizando la fórmula mapu-che para terminar los cuentos-. Y eso es todo lo que diré.

Subieron cerca de dos horas en completo silencio. A pe-sar del viento y del gorro que la protegía, Maika pronto comenzó a sentir la cara escocida. Le había dado el agua de su cantimplora a Mozart, que parecía estar pasándolo peor que Nahuel. Razón no le faltaba. El estrecho camino, con roca a un lado y precipicio al otro, no parecía terminar nunca. Causaba una curiosa sensación en la boca del estó-mago: Maika se sentía como si ya estuviese rodando cuesta

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abajo. Además, estaba tan molida que cada movimiento de la Vinchuca le causaba dolor. La yegüita tampoco ayudaba. Poco acostumbrada a los ascensos, a menudo se detenía y parecía escoger cuidadosamente dónde ponía las patas. Casi daban ganas de pedirle que por favor no mirara hacia abajo.

Por fi n, para alivio de todos, el paisaje se abrió. Habían llegado a una meseta, colonizada por un inmenso bosque de araucarias. Al fondo se veía una quebrada. Apenas los vieron aparecer, una bandada de loros se echó a volar, dando estridentes gritos. Mozart les ladró con furia.

-Son cachañas -explicó Segundo-. Ven, yo te ayudo a bajar. Has sido muy valiente.

Agradecida, Maika se dejó transportar hasta quedar sen-tada bajo un árbol. Segundo llenó las cantimploras y le trajo de beber.

-Podemos descansar un rato y luego seguir hasta la lagu-na -dijo-. ¿Cómo está tu dolor de piernas?

-El dolor está mejor que nunca, gracias -contestó Maika, que a pesar de todo se sentía feliz entre tal cantidad de araucarias. Estiró los músculos agarrotados-. Oye, Segundo, ¿y por qué no nos quedamos acá? Hay buena sombra.

-No se puede. Es una pinalería. Aquí vienen las familias a juntar piñones.

-¿En serio? -Maika miró encantada a su alrededor.

-Pero la temporada empieza en primavera, ya no debe quedar nada -agregó Segundo, que acababa de darse cuenta de su error.

Demasiado tarde. La niña se levantó sin quejarse y, con un raro paso a causa de sus piernas doloridas, comenzó a caminar entre las araucarias. Nahuel y Mozart la siguieron saltando, con las patas muy arqueadas.

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-¿Y a ustedes qué les pasa? -preguntó Maika.

-Estamos solidarizando -contestó su gato.

Segundo atrapó a los caballos, que se habían puesto a pastar.

-Voy a la quebrada, a buscar un sitio que nos sirva para comer y echar una siesta. Después que pase el calor pode-mos seguir. Te va a gustar mucho la laguna.

-Esto también me gusta mucho -dijo Maika, contemplando los frutos que asomaban, como una multitud de cabecitas, entre el pasto-. Nunca había visto tantos piñones juntos. Se-gundo, ¿en qué podríamos llevarlos?

-Ya veremos -contestó él-. Voy a hacer almuerzo, así que tienes tiempo para recoger todos los que quieras. Solamente no te vayas muy lejos.

-¿No comeremos tallarines de nuevo, no? -preguntó Maika esperanzada.

-A la suerte de la olla -sonrió Segundo.

Montó y comenzó a subir hacia la quebrada, seguido de la Vinchuca, que ya había olfateado el agua.

Maika, por su parte, exploró la planicie junto a Mozart, a quien también le gustaban mucho los piñones. Sabía abrir-los él solo. Nahuel, en cambio, comenzó a quejarse de las espinas que se le metían en las patas. Maika se lo puso en el hombro, como acostumbraba a hacer en la casa. Sintió en el cuello las suaves cosquillas de los bigotes de su gato y su ronroneo agradecido.

Comenzó a escoger piñones. Estaba demasiado do-lorida para agacharse a recogerlos, así que los fue em-pujando con el pie, hasta formar un montoncito. Mozart también ayudó, con tanto empeño que después de un rato ya habían conseguido un buen alto de piñones grandes y maduros.

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Maika estaba pensando cómo se las arreglaría para lle-varlos hasta donde estaba Segundo, cuando una repentina voz la hizo saltar:

-¡Hola! ¿Por qué tienes un gato en el cuello?

-¡Ay! -gritó la niña, que con la impresión casi se va de espaldas. Robinson Crusoe al encontrar una huella humana en su isla se habría asustado menos que ella, al oír otra voz en aquellas soledades.

Ahí, junto a un árbol, sonriéndole como si se hubieran encontrado en la plaza, estaba Kalfukura.

-¿Y tú cómo llegaste hasta aquí? -preguntó Maika, atóni-ta-. Casi me matas del susto.

-Vine con mi familia -contestó el niño con simpleza-. ¿Por qué tienes un gato en el cuello?

-Pues… porque le gusta estar ahí. Es mi gato. Se llama Nahuel.

-¿Y subiste con él? Nunca había visto que alguien trajera un gato. Le queda bien el nombre. Es tan grande que casi pa-rece un tigre -dijo Kalfukura, contemplándolo con admiración.

-No es grande, es gordo -ladró Mozart-. Son dos cosas completamente distintas.

-¿Trajiste al perrito blanco también? -preguntó Kalfukura, que se puso a hacerle cariño-. Qué bonito es. Me gustan mucho los perros.

-Los llevo a todas partes -contestó Maika, que todavía lo contemplaba con asombro-. Oye, sí que me asustaste. No pensé que iba a encontrar a alguien aquí, tan lejos de todo. Con lo que cuesta subir…

-No estamos tan lejos. Lo que pasa es que no estás acos-tumbrada. A los huincas les hace mal la altura.

-A mí no me hace mal la altura -se indignó Maika-. Y ya te dije que no soy huinca.

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-¿Para qué juntaste tantos piñones? -preguntó entonces Kalfukura, señalando el montón que Maika tenía a sus pies-. De ésos no sirven.

-¿Ah, sí? ¿Y por qué no?

-Porque son los que dejó la gente que vino a piñonear antes. Están pasados y los animales ya los han abierto, ¿ves? -Le mostró uno que estaba partido en la base, lo que Maika no había notado. Y apuntó hacia las enor-mes copas de los árboles-. Los que quedan buenos están allá arriba todavía. Pero ahí sólo las cachañas pueden llegar.

-¿En serio?

Maika se dejó caer al suelo con desánimo. Kalfukura la miró extrañado.

-¿Tanto te gustan los piñones?

-Ajá. En mi casa hay un pehuén, pero nunca ha dado piñones, no sé por qué.

-Porque debe ser el único -Kalfukura escogió con cuidado las palabras para explicarle. Se notaba que el tema tenía importancia para él-. Hay pehuenes machos y hembras. Tie-nen que juntarse las fl ores de los dos para que haya frutos. Tu árbol está solo.

-Sí -dijo Maika, pensativa-. Eso debe ser. ¿Cómo lo dices en mapudungún?

-Pehuén fuchá, nuestro antiguo padre y pehuén kushé, nuestra antigua madre –contestó el niño.

-Pehuén fuchá, pehuén kushé -repitió Maika.

Las palabras parecieron fl otar en el aire y reverberar má-gicamente al sol. Kalfukura parecía impresionado. La miró atentamente. Ya no como a un bicho raro, sino con una expresión distinta.

-Bueno -dijo Maika por fi n, levantándose-, si estos piño-

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nes no sirven, creo que mejor voy a volver donde Segundo. Ya debe estar lista la comida. Tengo hambre.

A la mención de Segundo, Kalfukura pareció alarmarse. No olvidaba los rudos gritos del hombre.

-¿Anda cerca? -preguntó mirando para todos lados.

-Sí, pero no te preocupes. Ya se le pasó el enojo. La ver-dad es que no lo había visto nunca así. Aunque se taimó de nuevo cuando apareció esa niña tan rara con manto azul.

-¿Azul? -Kalfukura la miraba con ojos como platos.

-Sí, estaba en la vertiente. Segundo no alcanzó a verla, pero yo sí. Oye, ¿me puedes contar tú qué es eso de la kalfumalén?

-¿Kalfumalén?

-Uf, ¿vas a repetir todo lo que digo? Segundo dice que la niña que vi era una kalfumalén, pero después no hubo caso de sacarle nada más. Eso signifi ca niña azul, ¿no?

Esperó con ansiedad la respuesta, pero Kalfukura no dijo nada. La miraba con la boca abierta. Su expresión era tan divertida que Maika se echó a reír.

-Ahora tienes la misma cara que Segundo. Todo esto es muy gracioso.

Sin embargo, Kalfukura meneó la cabeza con gran se-riedad.

-No, te equivocas. Es muy importante. Signifi ca que mi abuela tenía razón.

Sin previo aviso, la tomó de la mano. El contacto de su palma era duro, pues los pehuenche tienen la costumbre de incluir a los niños desde muy temprano en las labores del campo, y éstos se sienten orgullosos de ayudar en la fami-lia. Ante esos dedos callosos, Maika tuvo un movimiento de rechazo, pero se dominó.

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-Creo que deberías hablar con mi abuela -dijo Kalfuku-ra, que notó su reacción, pero no pareció ofenderse-. Ella puede explicarte mejor que yo todo lo que quieres saber. Estamos más abajo.

-Me gustaría, pero no puedo. Si desaparezco de nuevo, Segundo no me perdonará jamás.

-Tu abuelo le mandó que no te mezclases con nosotros -explicó el niño-. Lo escuché decírselo a mi abuela. Pero ya es demasiado tarde. No es culpa de él.

Maika permaneció inmóvil. De pronto sentía frío en el corazón. Era una sensación a la que estaba acostumbra-da. Sobre todo por las noches, cuando recordaba a su padre o se preguntaba acerca de su madre. Era miedo. Y la seguridad de que había en su vida algún tipo de mis-terio que la hacía distinta a todos los otros niños, como si sólo ella hubiese nacido con un órgano que a los demás les faltaba.

Kalfukura esperó largo rato. Al ver que la niña no se mo-vía, le soltó la mano lentamente.

-Si no quieres venir, está bien. Nadie puede obligarte.

Hizo una pausa. Como ella seguía sin decir nada, se metió las manos en los bolsillos. Era evidente que estaba decepcionado, pero trataba de no dejarlo ver.

-Ya me tengo que ir -dijo-. Peukayael.

Dio media vuelta y comenzó a bajar hacia la quebrada con gran rapidez. A pesar de lo pequeño que era, se mo-vía con seguridad. Pronto se perdió entre las rocas. Maika, recordando su dolor de piernas, se dejó caer otra vez al suelo. Se sentía desanimada. Nahuel trepó enseguida a su cuello. Mozart se acostó a su lado, apoyándole la cabeza sobre las rodillas. Ambos la miraban con sus grandes ojos redondos y fi jos.

-No me miren así. Esta es una estupenda oportunidad

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para quedarse callados. Por favor no la dejen pasar -les pidió Maika.

-Pues esta era una estupenda oportunidad para tener la aventura de tu vida y tú la dejaste pasar -dijo Mozart.

-Piensa que no irás al cine en todo el verano. Seguro que esto es, lejos, lo más interesante que puede pasarte -agregó Nahuel-. Desde ayer que estás preguntando por la kalfuma-lén: aparece este niño de la nada para aclarar el misterio y paf, tú te echas hacia atrás.

-Yo creía que eras valiente y aventurera -dijo Mozart.

-Pues se equivocaron -dijo Maika, aburrida, amarrándose el cordón de un zapato que se le había soltado-. Sólo soy valiente cuando no puedo evitarlo. Y ahora muévanse, que el almuerzo nos debe estar esperando.

Ni Nahuel ni Mozart contestaron. Extrañada por su si-lencio, Maika levantó la vista. Ambos estaban muy quietos, mirando en dirección a la quebrada.

-Bueno -dijo Mozart, moviendo la cola-. Me parece que ahora no vas a poder evitarlo.

Allá arriba, inmóvil en medio de la corriente, como si estuviera suspendida sobre el agua, estaba la niña azul. Miraba hacia ellos.

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¡CORRE, MAIKA, CORRE!

Maika pestañeó para asegurarse de que veía bien. No había equivocación posible. La fi gura, como la vez anterior, parecía confundirse bajo el brillo del

sol. Ahora vio que se debía a la multitud de gotitas de agua que salpicaban su manto y lo volvían iridiscente. Fuera de eso, parecía una niña perfectamente normal. Sólo la distan-cia no dejaba verle la cara.

-Ah, la fl auta. Ahí está otra vez. ¿Ustedes la ven también, verdad? -preguntó Maika.

-Claro. La pregunta es: ¿qué hacemos? –replicó Mozart, moviendo la cola con más energía que nunca.

Por toda respuesta, Maika echó a correr.

-Pronto lo vamos a averiguar -contestó Nahuel, saltando detrás de ella.

Pero la niña no corría hacia la quebrada, sino que bajaba a toda velocidad, siguiendo el rumbo por donde había desaparecido Kalfukura. No estaba acostumbrada al terreno: resbaló un par de veces y se peló un codo. Pero no se detuvo. La soledad era absoluta. Sólo arbustos y piedras. Cuando ya empezaba a desesperarse, vio de pronto, entre el gris de las rocas, la camisa a cuadros

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rojos que llevaba el niño. El corazón le dio un brinco de alegría.

-¡Kalfukura! ¡Espérame!

Él dejó de caminar. Su sonrisa era radiante.

-Estaba seguro de que lo ibas a pensar mejor -dijo cuan-do Maika llegó junto a él.

Pero ella no lo dejó seguir.

-Tienes que venir ahora mismo. Después te explico.

Sin una sola palabra, el niño dio la vuelta y empezó a desandar camino. Maika sintió un impulso de agradecimien-to. ¡Qué fácil era entenderse con él! No se hacía problemas por nada.

Kalfukura, en tanto, trepaba hábilmente de roca en roca. Se detenía a veces, para ayudarla en las partes difíciles. Mozart, en quien parecía haber despertado por fi n el espí-ritu guerrero escocés, iba adelante mostrándoles el camino. Por fi n se detuvo. Su cola se agitaba como una bandera en dirección a la quebrada. Kalfukura miró a Maika, interro-gante.

-Allí -dijo ella simplemente, apuntando a lo lejos.

La kalfumalén no se había movido de su sitio. Parecía estar esperándolos. Su manto ondulaba detrás de ella con el viento. Kalfukura escudriñó en dirección a la mano de Maika.

-¿La ves? -preguntó ella-. Ahí, en el salto de agua. Parece que estuviera parada sobre la nada.

-Claro que no la veo -dijo el niño con tranquilidad-. Pero si dices que hay alguien ahí, te creo.

-Es la niña azul otra vez -dijo Maika, sorprendida-. Mo-zart y Nahuel también la ven.

-Te creo -repitió el niño-. ¿Qué quieres hacer?

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Maika no contestó. Vio que la kalfumalén inclinaba la cabeza, como si también ella se preguntase qué iba a su-ceder.

-No sé -dijo al cabo de un rato, perpleja-. No entiendo nada. ¿Por qué nosotros podemos verla y tú no? ¿Quién es? ¿Está viva?

-Por supuesto que está viva -sonrió Kalfukura-. Tan viva como el río o los árboles. Por eso los animales y las plantas reaccionan cuando ella está cerca. Pero hace mucho tiem-po que nadie veía una. Mi abuela dice que, cuando niña, conoció a una ñaña muy viejita que se había encontrado con una kalfumalén en la vertiente. Le ayudó a encontrar las hojas de ñamkulawén que andaba buscando para hacerle remedio a su madre, que estaba muy enferma. Y aunque después regresó muchas veces al mismo sitio, nunca volvió a verla.

Maika abrió la boca para preguntar de nuevo, pero Mo-zart no le dio tiempo.

-¡Miren! -ladró.

La niña bajaba con delicados pasos. Maika imaginó por un instante que, a cada movimiento de su pie, surgía una piedra bajo la corriente para sostenerla. Era como si des-cendiera por una escalera de agua. Pronto estuvo apenas a unos metros de ellos.

-Huesos y galletas -dijo Mozart, metiéndose entre las pier-nas de Maika-. Esto se puso brígido.

-¿No irá a convertirnos en piedra o algo así, verdad? -bufó Nahuel, con los pelos del espinazo hechos un esco-billón.

-No creo -murmuró Maika, con los ojos clavados en la fi gura que se acercaba-. Ustedes eran los que querían ser valientes y aventureros.

-Quién quiere ser valiente -contestó Nahuel, aplastándose

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contra el suelo-. Yo lo que quiero es conocer alguna gatita simpática y tener dieciocho hijos.

Kalfukura los observaba en silencio, consciente de que algo sucedía.

La kalfumalén se detuvo por fi n a pasos de Maika. Eran casi de la misma estatura. La niña pudo ver su cara pe-queña y dulce, de grandes ojos. Su manto relucía como el lucero del alba; no era sólo efecto del agua o la dis-tancia. El corazón le dio un salto. Una sensación des-conocida la inundó. Fue como recibir un gran abrazo o arrimarse al fuego tras haber pasado muchas horas bajo la lluvia. Estiró instintivamente la mano hacia ella. Estaba a punto de meterse al agua cuando vio que la niña le daba la espalda y empezaba a subir de nuevo, con su paso elástico.

-¡No! -A Maika se le quebró la voz.

-¿Qué pasa? -preguntó Kalfukura.

-Se va otra vez. ¡Espera! –gritó.

-No se ha ido -terció Mozart, que había seguido muy atento la escena-. Está ahí, en esa roca. Te está esperando.

La kalfumalén, en efecto, se había detenido sobre una saliente cercana. Estaba tan quieta que parecía formar parte de la roca misma. Miró hacia ellos y luego hacia la montaña.

-Quiere que la sigas -dijo Nahuel-. Esto no me gusta nada.

-A mí tampoco -agregó Mozart-. Deberías preguntarle primero a este niño. Todavía no sabes si nos puede hacer algún encantamiento o algo así.

-La vamos a perder -se impacientó Maika-. Kalfukura, ¿puedes acompañarme? Eres el único que conoce la mon-taña.

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-Claro -contestó el niño con su tranquilidad habitual-. A eso vine.

-Vamos entonces -dijo Maika, agarrándose con decisión a una mata de quinchamalí para empezar a subir. Las ra-mas, muy duras, le rasparon las manos, pero ella apenas lo notó. Sólo estaba pendiente de la fi gura azul que esperaba allá arriba. Tenía miedo de que fuera a desaparecer en la claridad del mediodía.

-Yo iré adelante -decidió Kalfukura-. Tienes que afi rmar el pie exactamente donde me veas ponerlo a mí.

Kalfukura demostró rápidamente la importancia de ha-berlo llevado. Trepaba con increíble rapidez, a pesar de que ni siquiera iba con buenos zapatos. Gracias a él no perdieron el rastro de la niña azul, que subía sin esfuer-zo. Parecía haberse olvidado de ellos. Sólo el brillo de su manto permitía distinguirla de vez en cuando entre las rocas.

La subida era tan dura que, al cabo de media hora, Maika comenzó a preguntarse si aquel brillo que sólo ella distinguía no sería producto de su imaginación, o simplemente el sol sobre el agua. La cara le chorreaba de sudor y su dolor de piernas había vuelto peor que nunca. No había posibilidad de volver a bajar. Soltar-se equivalía a dejarse caer al fondo del barranco. Si no hubiera sido por Kalfukura, que sabía encontrar las grietas justas para agarrarse y la sostuvo varias veces, Maika se habría despeñado. Mozart y Nahuel se las arreglaban mejor, pero ambos jadeaban y tenían las patas partidas. Por fi n, cuando la niña pensaba que le sería imposible mover un solo músculo más, alcanzaron una planicie. Un bosquecito de araucarias crecía en medio de ella.

-Pehuenentu -murmuró Kalfukura, izando a Maika-. Llega-mos a otra pinalería.

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La niña no contestó. Estaba tan agotada que quedó tendi-da ahí mismo, sobre los rastrojos de pasto que crecían entre las rocas. Nahuel y Mozart se desplomaron junto a ella.

-Aquí no -dijo Kalfukura, obligándola a levantarse-. De-ben ponerse a la sombra. Además, hay cóndores. No es seguro para tus animales.

Maika se dejó conducir hacia los árboles. Ahora, un te-rrible dolor de brazos se sumaba al de las piernas. Apenas podía moverse. Después de ayudarla, Kalfukura transportó, uno bajo cada brazo, a Nahuel y a Mozart, que llevaban la cola muy baja.

Maika miró hacia el bosque, en busca de la kalfumalén. Pero ésta parecía haberse esfumado. Descubrió en cambio varios cóndores, planeando allá arriba. Los cóndores y las araucarias eran los únicos gigantes que compartían las altas cumbres, mucho antes de que el hombre hubiese aparecido en la cordillera. Dejó caer la cabeza sobre el pasto.

-No veo a la kalfumalén por ninguna parte -suspiró-. Aun-que tal vez sea mejor. No soy capaz de seguir.

-Eres buena subiendo -dijo Kalfukura-. Me sorprendiste…

-Para ser huinca -completó Maika.

Ambos se echaron a reír a carcajadas. De pronto, Maika se dio cuenta de que se sentía a sus anchas. Tenía la cara y las manos casi desolladas, no podía andar y estaba en me-dio de la montaña, sin equipo ni comida, con un niño que apenas conocía del día anterior, en busca de algo que bien podía ser nada. Y, sin embargo, su corazón estaba liviano como un pájaro.

Kalfukura la dejó para ir a buscar piñones. Maika lo vio detenerse junto al tronco más grande y pedir permiso al ngen del bosque por el alimento que iban a tomar de él. Mozart, que tenía hambre, lo siguió penosamente y ayudó a pelar, a dentelladas, buena parte de los frutos recogidos.

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Maika, por su parte, encontró refugio bajo una roca gran-de. Todos se trasladaron allí a descansar y a comer los pi-ñones que, aunque crudos, aliñados con el hambre sabían muy bien. Kalfukura, después de registrar concienzudamente los alrededores de la quebrada, había vuelto también con unas bayas que Maika no había visto nunca, de un arbusto llamado trüng trüng, y con tallos de nalca, que daban un jugo delicioso y nutritivo. Parecía tan lleno de recursos que Maika, cuyo cansancio le impedía ayudar, se contentó con observarlo mientras recogía ramas de radal para tapar la entrada del improvisado refugio.

-¿Cuántos años tienes, Kalfukura? -le preguntó con curio-sidad.

-Voy a cumplir nueve esta semana -contestó el niño. Y agregó un viejo dicho pehuenche-. Ya sé venir solo al bos-que.

Quería decir que ya era grande, por lo que se bastaba a sí mismo para conseguir alimento y refugio. Como sus ma-yores, sabía leer directamente en el libro de la naturaleza.

Maika se sacó la cortaviento y la dobló bajo su cabeza. La comida, unida al cansancio, había hecho que le bajara un sueño fulminante. Sin embargo, luchó por mantenerse despierta. Su mente no se había apartado de la niña azul.

-Kalfukura, cuéntame ahora lo que sabes -pidió-. Sin guar-darte nada.

Él se sentó junto a ella. Parecía haber estado esperando ese momento. Sus dedos jugaban con una rama de trüng trüng, mientras la miraba pensativo. Maika le dedicó una sonrisa para animarlo.

De golpe, Kalfukura se decidió.

-Hace mucho tiempo, tanto que sólo las piedras saben cuánto -empezó su historia-, existió entre los primeros ma-puche una niña que era ayudante de Ngenechén, el gran

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padre de todo lo que existe. Ngenechén tomó del río parte de su corazón azul para ponerlo en el pecho de la niña. De la montaña salió ella, dicen, para cuidar de los mapu-che, que vivían en un mundo tan nuevo que las cosas aún no tenían nombre. Los ayudaba a que las cosechas fueran buenas, los sanaba de sus enfermedades y les multiplica-ba los hijos. Ellos, agradecidos, le hacían ofrendas en sus ceremonias. La niña les dio también un regalo maravilloso, para que nunca la olvidaran: fundió las piedras con luz de luna bajo un cerro, e hizo crecer el árbol de la plata. De ahí en adelante las mujeres mapuche tuvieron joyas con qué adornarse.

Hizo una pausa. A pesar del sueño, Maika había se-guido atentamente la historia. Kalfukura era muy bueno na-rrando. Había crecido oyendo relatos junto al fogón, según la costumbre entre los suyos que cultivaba la memoria y el küme dungún, expresarse con bonitas palabras.

-Pero sucedió que los mapuche comenzaron a olvidar a su kalfumalén -siguió Kalfukura-. Ya no la querían como an-tes. Dejaron de hacerle ofrendas. La niña azul se puso tan triste que se volvió una nubecita blanca y muy pronto el cielo se ennegreció y llovió. Mucho llovió, dicen los antiguos, has-ta que toda el agua de su corazón regresó al río. La comida empezó entonces a faltar, los animales nacían enfermos y el árbol de la plata se secó. Asustados, los mapuche escogie-ron entre todas las familias a la niña más hermosa y la lle-varon a la montaña, como ofrecimiento a Chao Ngenechén para que perdonase la ingratitud de sus hijos.

-¿Qué pasó entonces? -bostezó Maika.

-La niña escogida entró en la montaña por una grieta que hoy está tapada por un cerro. Se quedó a vivir ahí, para que nunca faltase una kalfumalén entre nosotros. Por eso los mapuche miramos siempre hacia la cordillera, ha-cia los ríos, porque desde ahí nos viene la protección. Sin embargo, la niña cada vez se deja ver menos, porque los

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hombres han gastado la tierra. La ñaña de la que te hablé fue la última que la vio. Murió cuando mi abuela era joven. Se había hecho machi para ayudar a sanar gente. Le dijo a mis abuelos que cuando joven tuvo un perimontun.

-¿Qué es eso?

-Ustedes lo llaman una visión. Sólo las machis la tienen.

-¿Y por qué se lo dijo a tus abuelos? –volvió a preguntar Maika, que luchaba por mantener los ojos abiertos. A su lado roncaban ya Mozart y Nahuel, con la barriga repleta de piñones.

-Mi abuelo es el lonco de la comunidad -contestó Kalfuku-ra-. Él y la machi son nuestras máximas autoridades. Ella le contó a mis abuelos cómo había visto que una niña bebería de un cántaro azul y sería capaz de traer de vuelta a la kalfumalén, para ayudarla a combatir un grave peligro que amenazaría a la comunidad. El perimontun era muy fuerte, dijo, y se repitió muchas veces a lo largo de su vida. Sin em-bargo, pasaron los años, ella murió y nunca ocurrió nada… Hasta que llegaste tú.

Hizo una pausa signifi cativa, pero Maika no dijo nada. Kalfukura se dio vuelta a mirarla: la niña dormía respirando pesadamente. Tenía oscuras manchas de cansancio bajo los ojos y el pelo pegado a la frente por el sudor. Era la imagen misma del agotamiento.

Kalfukura se tendió con cuidado a su lado, para no des-pertarla. También él estaba muy cansado. A pesar de que estaba acostumbrado a los ejercicios pesados, la subida había sido muy dura. La piedra bajo la cual se refugiaban daba una agradable protección contra el viento y el sol. Muy pronto se quedó dormido como los otros.

No supo por cuánto tiempo, pero el sol comenzaba a desaparecer cuando algo lo hizo despertarse alarmado. Al principio creyó que había sido algún un animal. Luego se

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dio cuenta de que provenía de muy cerca: Maika, a su lado, se agitaba en un sueño inquieto. Tenía los puños apre-tados. Sus sollozos y el rechinar de sus dientes eran aquel ruido raro que lo había despertado. Debía estar soñando algo muy malo.

Kalfukura iba a despertarla cuando ella se dio vuelta y la oyó murmurar en un idioma conocido. Puso atención. Volvió a oírla llorar y a repetir, esta vez con voz clara: Ñi piwke weñanküley. Triste está mi corazón.

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LAS CICATRICES DE LA MONTAÑA

Maika no tuvo conciencia de haber cerrado los ojos. Más bien era como si hubiese pasado a través de una puerta blanca hacia un paisaje que ya cono-

cía muy bien: la muralla de árboles, el latido del río, la mon-taña en todo su mágico esplendor. Caminó pisando con una seguridad nueva. Pronto se encontró dentro del bosque. Y allí donde el aroma de las hierbas medicinales se hacía más intenso, se detuvo por fi n: sentada en medio de un pequeño claro, estaba la kalfumalén.

Maika sabía lo que tenía que hacer. Se arrodilló frente a la niña azul y le alargó ambas manos, que aún mostraban las heridas de la escalada. Ella sonrió compasivamente. Apoyó sus manos sobre las de Maika. Cuando las retiró, ésta vio que ahora tenía las palmas de las suyas cubiertas de una pasta vegetal, cuyo olor le recordó las hojas del quinchamalí. Casi enseguida comenzó a notar el alivio en la piel lastimada.

-Pronto ya no sentirás dolor –dijo la kalfumalén. Su voz era como Maika la había imaginado, un cristalino fl uir de agua.

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-¿Qué debo hacer? –preguntó, y su propia voz le sonó áspera y desafi nada en comparación con la de la niña azul.

-Ven conmigo -contestó la kalfumalén, poniéndose de pie.

Maika la siguió. También sus pasos le parecieron torpes y pesados comparados con los de la niña azul, aunque notó que ahora podía moverse con una soltura distinta, como si el bosque y ella fueran viejos amigos. No sentía cansancio. Por primera vez en su vida era parte de algo perfecto. Su corazón se movía al mismo ritmo de los de-más corazones que la rodeaban. Por fi n, la kalfumalén se detuvo. Habían llegado a la cima más alta de todas. Desde ahí era posible distinguir el verde eterno del bos-que tapizando las cumbreras de los cerros, hasta donde se perdía la vista. La niña azul extendió el brazo, bajo su manto refulgente.

-Mira ahí donde baja el río.

Maika siguió la dirección de su mano. En muchos sitios, junto al brillo del agua, vio enormes desgarrones que mos-traban sólo roca pelada. Apenas podía creerlo. Vista desde allí, la montaña estaba llena de cicatrices. Oyó el tropel en-loquecido de animales que huían, el griterío aterrorizado de los pájaros y -por encima de todo- los silenciosos estertores de muchos cuerpos que caían pesadamente, para abando-nar una vida de belleza apacible, la única vida que habían conocido siempre.

Repentinamente, Maika se llevó una mano al pecho. Un dolor inesperado la hizo tambalearse. Ni siquiera sabía que podía existir una clase de dolor como esa. Abrió desmesura-damente la boca, tratando de respirar. No veía nada: des-cubrió de pronto que se había quedado ciega. Sus manos tantearon el aire, buscando algo a qué agarrarse.

-Ayúdame -suplicó con voz rota-. Me voy a caer. No pue-do respirar.

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Sintió que la kalfumalén la tomaba de la mano. Su con-tacto suave y fi rme contribuyó a tranquilizarla, pero nada podía calmar la tortura insoportable de ese dolor que la doblaba en dos. Comenzó a llorar, llena de miedo.

-No llores -dijo la niña azul-. Aún hay tiempo. Todo saldrá bien.

Atónita, Maika se dio cuenta de que el dolor provenía de sus raíces. Una a una la desgajaban del suelo. Luego vinieron terribles hachazos por los que comenzó a manar la savia tibia, llevándose la fuerza que la mantenía agarrada a la vida. Sintió que su corazón de árbol ya no podía soportar ese suplicio. Era inútil seguir resistiendo. Con un débil grito, se preparó para caer.

-Este es el secreto de tu fuerza -dijo entonces la kalfuma-lén. E inclinándose, susurró unas palabras en su oído.

-¡Maika! ¡Despiértate, Maika!

De pronto, salido de la nada, vio el rostro de Kalfukura que la miraba preocupado.

-¿Estás bien?

Maika se tocó la cara. La tenía sucia y llena de lágrimas.

-Tuve un sueño horrible. Era muy real.

El niño la ayudó a incorporarse. Mozart le lamió solíci-tamente la cara y Nahuel se le acurrucó en los brazos. Su ronroneo resultaba tranquilizador.

-Tuviste un pewma -dijo Kalfukura-. Pero tuve que desper-tarte porque llorabas demasiado.

-Pewma -repitió Maika-. No sé qué es eso.

-Los pewma son los sueños. Sólo que para nosotros son muy importantes. Para los mapuche, los sueños vienen del futuro y no del pasado. Tu pewma te anuncia lo que va a suceder.

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Maika se quedó mirándolo. Su mente trabajaba a toda velocidad.

-¡Ya sé! -exclamó de pronto, tan fuerte que Nahuel, asus-tado, huyó-. En mi pewma estaba la kalfumalén.

-¡No debes contármelo! -la interrumpió Kalfukura, horro-rizado-. Jamás se le dice tu pewma a nadie. Si no, nunca podrás cumplirlo. Y una persona que no cumple sus sueños es un muerto en vida. Así creemos nosotros.

Maika pensó unos instantes.

-Entonces, ven conmigo -decidió, poniéndose de pie. Se sentía débil y mareada, pero resistió hasta que la sensación hubo pasado. Echó a andar con toda la rapidez de que era capaz en dirección a la parte más despejada de la cumbre.

-Ya sé por qué la kalfumalén nos trajo hasta aquí. Desde esta altura es la única manera de ver -le explicó, cuando llegaron a un promontorio-. Sube tú, que eres el experto en escalamiento.

Ni muerta hubiera reconocido que las piernas no le respondían. Kalfukura subió con su habitual facilidad. Las pocas horas de sueño le habían bastado para reponerse. Maika, en cambio, estaba extenuada.

-¿Qué ves? -le preguntó, una vez que hubo llegado arriba.

-Pues… -El niño parecía confundido-. ¿Qué se supone que debo ver?

-Tienes que mirar hacia el río -le dijo Maika-. No el cajón por el que subimos, sino otro río. Sé que hay uno muy cerca de aquí.

-Claro, el Ñirreweco. Va a dar al Queuco -dijo Kalfukura, antes de enfocar la vista. De pronto dejó caer los brazos y se quedó mirando. Tanto rato estuvo inmóvil, que Maika le tiró piedritas, impaciente.

-No te quedes pegado. ¿Encontraste algo?

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En vez de responder, Kalfukura bajó. Su expresión era indescriptible.

-Están cortando el bosque cerca del río -dijo con desma-yo-. No pueden hacer eso. Se supone que esta es zona protegida.

Parecían a punto de saltársele las lágrimas. Un día atrás, Maika no hubiera entendido que a alguien pudiera afectarle de ese modo unos árboles menos en el mundo. Ahora sabía que para los pehuenche, el bosque es todo. Entrega el ali-mento, surte de medicinas, es fuente de frescor en verano y de combustible en invierno. Y, por sobre todas las cosas, es el guardián del espíritu del agua, sin la cual ninguna forma de vida puede existir. Ella misma había sido parte del bos-que. Ahora a ella también le afectaba.

-Por supuesto que es zona protegida -dijo con decisión-. Lo que están haciendo es ilegal. Y súper grave. Tenemos que movernos rápido.

Kalfukura la miró indeciso.

-No podemos bajar a esta hora por donde subimos. Ade-más, tú no estás en condiciones.

-No vamos a devolvernos -dijo Maika-. Eso tomaría de-masiado tiempo. Muchos árboles deben estar cayendo por hora. Cada minuto cuenta.

-¿Entonces? -Kalfukura la miró perplejo.

-Tenemos que detener la tala hasta que se pueda avisar a las autoridades. Y sobre todo no dejarlos escapar.

-¿Y cómo se supone que vamos a hacer eso?

-¡No sé! -dijo Maika, feliz. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan entusiasmada-. Lo averiguaremos en el momento.

Para su sorpresa, Kalfukura pareció satisfecho con la res-puesta. A pesar de sus patas doloridas, también Mozart y Nahuel se mostraron emocionados.

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-¡Siempre he querido perseguir ladrones! -ladró el perrito, moviendo la cola resueltamente-. Soy un terrier con vocación de pastor alemán.

-Yo también quiero ser un guardián de la ley. Sólo que no puedo dejar de acordarme del budín de atún que prepara Carmen -dijo Nahuel, que en dos días parecía haber perdi-do su aspecto gordo y lustroso.

Maika los abrazó a ambos.

-Bueno, son muy valientes en acompañarnos. Les prometo que encontraremos algo de comer.

-Por eso no se preocupen -aseguró Kalfukura, que estudia-ba el cielo-. Pero deberíamos irnos ahora mismo, si quere-mos llegar abajo a tiempo de encontrar un refugio. Todavía quedan unas dos horas de luz.

-¿Tan cerca estamos? -preguntó Maika, sorprendida.

-Por el camino que tú me mostraste, sí -contestó el niño-. Yo solo no hubiera podido encontrarlo.

-Tampoco fui yo quien lo encontró- empezó a decir Maika. Una mirada de Kalfukura la hizo detenerse en seco. Y se quedó callada, por miedo a perder su pewma para siempre.

Iniciaron entonces la marcha, con Kalfukura a la cabeza. Sin embargo, esta vez Maika sabía exactamente adónde se dirigían. Empezaba a refrescar. La niña se puso la corta-viento y se preguntó cómo se las arreglaría Kalfukura, que andaba sólo con camisa. Pero éste no parecía preocupado en absoluto. Bajaron a paso forzado. Maika se movía con gran seguridad a través del bosque, que se iba haciendo más denso a medida que bajaban. Incluso Kalfukura, que solía hacer de guía para los turistas, quedó admirado.

Por fi n se detuvieron en un pastizal. Ahí descansaron. Kalfukura se dirigió hacia un bosquete de radales, en bus-ca de ramas con qué construir un refugio y hacer fuego. Maika se puso a juntar piñones para gran alivio de Mozart

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y Nahuel, cuyas barrigas llevaban mucho rato gruñendo. Tuvo la suerte, además, de encontrar matas de llaweñ, la sabrosa frutilla silvestre que es la felicidad del viajero de la cordillera. La niña recolectó también hojas tiernas de los quinchamalíes que crecían entre las rocas y varias piedras grandes.

Para cuando Kalfukura regresó, estaba muy ocupada mo-liendo las hojas sobre una piedra plana y comiendo frutillas, más pequeñas pero más dulces que las tradicionales. A su lado, Mozart partía piñones. Su estilo no era muy elegante, pero resultaba sumamente efectivo.

Kalfukura dejó caer las ramas al suelo. Se puso a entrela-zarlas a toda prisa, con manos hábiles.

-Come -le dijo Maika-. Después no tendremos tiempo.

El niño no se hizo repetir la invitación. Comenzó a masti-car ávidamente los piñones, aunque sin dejar de trenzar las ramas.

-No sabía que conocías los llaweñ -dijo con la boca lle-na-. No es fácil encontrarlos.

-No los conocía -dijo Maika con una sonrisa-. Pero se supone que no tengo que hablar de eso.

Había terminado de moler las hojas. El resultado era una pasta gruesa, pardusca, que la niña se aplicó sobre las pal-mas de ambas manos, que tenía casi en carne viva. Cubrió con ella también las maltratadas patas de Mozart y Nahuel.

-Deben quedarse quietos al menos un rato -les advirtió.

-Por eso no hay problema. No quiero volver a caminar en toda mi vida -dijo Nahuel, que tras el festín de piñones descansaba cómodamente echado sobre la hierba.

-También queda para ti, si quieres aliviarte las manos -agregó Maika, en dirección a Kalfukura-. Pero tenemos que apurarnos. Falta menos de una hora para que sea de noche.

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El niño, acostumbrado a leer la hora en el cielo, se dio cuenta de que el cálculo era exacto. No perdió tiempo en preguntas inútiles.

-¿Qué es lo que piensas hacer? -se limitó a decir.

-Dejar hecho el refugio, pero sin prender fuego todavía -contestó Maika prontamente-. Ahí, al otro lado de esas lengas, está el lugar donde guardan los árboles cortados. Seguramente los bajan después por el río. No podemos prender fuego porque nos verían. Tenemos que ir a hacer un reconocimiento primero.

Kalfukura aceptó las indicaciones con su docilidad acos-tumbrada. Ayudado por Maika, armó una ramada y la asentó en el hueco que formaba una roca cerca de unos troncos caídos.

-Estaremos un poco estrechos, pero así será más fácil mantener el calor -dijo al fi nal. Se sacudió las manos y la ropa-. Ya estoy listo. Vamos.

-Nosotros también estamos listos -dijo Mozart, levantán-dose de un salto y despertando a Nahuel, que dormía en-roscado junto a él.

-Ya les dije que ustedes se quedan acá -los detuvo Maika-. Métanse en el refugio y aprovechen de curarse las patas, porque las van a necesitar después.

Ambos se quedaron tan alicaídos, que Maika tuvo que consolarlos:

-Sólo vamos a dar un vistazo y luego volveremos. Les prometo que no se van a perder de nada.

-Siempre y cuando no les caiga un tronco encima -contestó Nahuel, que parecía desanimado-. ¿Qué pasa si no vuelven?

-Detesto decirlo, pero tiene razón –ladró Mozart-. No sa-bes con qué clase de delincuentes te vas a encontrar. Puede ser peligroso. Nos necesitas.

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-Maika, vamos -la urgió Kalfukura, que ya había comen-zado a caminar-. Dentro de poco no habrá nada de luz y estaremos en problemas para encontrar el camino de vuelta.

Sin más, Maika echó a correr, dejando a su perro y a su gato de pésimo humor. Alcanzó a Kalfukura y ambos caminaron sin hablar, tratando de avanzar lo más rápida y silenciosamente posible.

Pasadas las lengas, el paisaje se volvía casi impenetra-ble. Sólo el rumor del río, fi ltrado por los árboles, dejaba adi-vinar que poco más allá se terminaba el terreno. De pronto, Maika tocó a Kalfukura en el brazo, mostrándole algo más adelante. El niño asintió. En medio de la compacta masa verde se veía una construcción, hecha con medios troncos en bruto. Habría pasado inadvertida entre los árboles si no hubiera habido una fogata dentro. Les llegó también el débil sonido de una radio a pilas.

Los dos niños se aproximaron con mucha precaución a la parte de atrás de la cabaña. Las junturas eran toscas y les permitían ver perfectamente el interior. Había un hombre durmiendo en el suelo, cerca del fuego, con la cabeza ta-pada por su chaqueta. Sus ronquidos atravesaban la rústica pared. Otro hombre, sentado a su lado, tomaba mate, con-templando las llamas con expresión sombría.

Maika y Kalfukura esperaron largo rato, consultándose con apretones de mano, pues estaba ya demasiado oscuro para ver algo. Pasaba el tiempo y las rodillas comenzaban a dolerles. Maika iba a susurrarle a Kalfukura que regresa-ran cuando de pronto entró un hombre alto, con una caza-dora de cuero. Por la seguridad de sus ademanes, y por la rapidez con que el hombre del mate se puso de pie, se notaba que era el jefe.

-Froilán, despiértame a este fl ojo –dijo el recién llegado, sin saludar-. No les pago para que estén durmiendo.

El hombre del mate empujó con el pie a su compañero.

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Éste tenía el sueño pesado, pues siguió roncando a más y mejor. Impaciente, el hombre de la cazadora le soltó un pun-tapié. Sus botas eran gruesas y el otro hombre se incorporó enseguida, amenazante. Pero cuando vio al de la cazado-ra, su actitud se volvió rastrera.

-Disculpe, patrón. Buenas noches. Pensábamos que venía más tarde.

-La hora a la que vengo no es tu problema. Lo que tiene que preocuparte es la carga que están cuidando. Que sea la última vez que te encuentro sacando la vuelta.

El hombre puso mal gesto.

-Estamos cansados, patrón. Mire la hora que es. Estuvi-mos toda la tarde contando troncos.

-Cansados deberían estar a los que les toca cortar y aca-rrear, y nadie se me queja. Ya me estás aburriendo, Juan. Si no estás a gusto puedes volverte al lugar del que te saqué.

Al hombre se le avinagró aún más la cara.

-Es que usted no toma en cuenta el riesgo, patrón. Mira por las suyas nomás.

-No se preocupe, don Ignacio -terció el hombre del mate, conciliador-. Contamos de nuevo esta tarde y no falta ni un solo tronco en la primera partida. ¿Vamos a empezar a cargar mañana, verdad?

-A primera hora, apenas haya luz -contestó el hombre-. Yo vendré en una hora más, a dejarles los transmisores y darles las últimas instrucciones. Y preocúpate de que tu primo no vuelva a fallar, Froilán. Esta es la noche en la que tienen que estar más despiertos que nunca.

Sin esperar respuesta, salió a grandes pasos.

Maika tocó a Kalfukura en el brazo. Ambos fueron silen-ciosamente detrás de él.

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LA OPERACIÓNKAWELLUKO

Afuera era noche cerrada. En el bosque todo se veía negro y amenazante. En otras circunstancias, Maika habría sentido miedo. Pero ahora su única preocu-

pación era no perder de vista al hombre de la cazadora, que había encendido una linterna y se dirigía hacia el río. Oía a su lado la agitada respiración de Kalfukura. De pronto sintió una nueva presencia. Se le escapó un suspiro de alivio: a su otro costado brillaba el manto de la niña azul.

La kalfumalén la tomó de la mano para guiarla. Maika asió a su vez de la mano a Kalfukura, que ya se había dado cuenta de que algo sucedía. A partir de entonces avanzaron con facilidad. El hombre, en cambio, chocaba con toda clase de obstáculos, tropezando con raíces levantadas o enganchándose en las ramas. A cada instante soltaba mal-diciones. Hacía tanto ruido que los niños hubieran podido seguirlo incluso sin ayuda de la kalfumalén.

De improviso, el de la cazadora se detuvo. El frágil círcu-lo de la linterna iluminó una tosca armazón de troncos que parecía ser utilizada como galpón. Adentro se veían rollos

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de cuerdas, maquinarias y herramientas. Había un caballo amarrado en la entrada. Maika pudo ver cómo el animal dilataba las narices en dirección a la kalfumalén. Luego re-linchó suavemente. Tiró de la rienda una y otra vez, tratando de soltarse.

El hombre le dio un fustazo en la cara.

-Quieta, bestia estúpida.

Maika tembló de indignación. Ahora deseó no sólo que pudiesen atrapar al sujeto. También lo imaginó yendo a pa-rar al río, bajo una rodada de troncos.

El hombre entró en el galpón y estuvo un rato inspeccio-nando. Luego salió en dirección a la ribera del río. Ahí, tras la última línea de árboles, los niños distinguieron un cerro de troncos. Maika sintió que Kalfukura contenía la respiración. Vieron cómo el hombre de la cazadora daba vueltas en torno a la enorme pila. Luego sacó una libreta e hizo varias anotaciones. Parecía muy satisfecho. Por último se dirigió de vuelta a la barraca, siempre seguido por los niños, y montó en el caballo. Éste volvió la cabeza otra vez hacia la kalfu-malén, pero el hombre, sin hacerle caso, tiró con fuerza de las riendas. Se notaba que tenía mucha prisa. Muy pronto, caballo y jinete se internaron en la espesura.

-Bueno -dijo Maika, apenas se perdió el rumor de los cas-cos-, ahora tenemos todo lo que necesitamos saber.

Se dirigió, seguida de Kalfukura, al galpón. La kalfuma-lén continuaba a su lado, para alumbrarle el camino. La niña azul se acercó a los rollos de cuerda y se sentó en ellos. Luego miró a Maika.

-Buena idea -dijo ella-. Kalfukura, ¿qué tal eres cazando conejos?

Lo vio poner cara de extrañeza.

-¿Sabes cazar con lazo, verdad? -preguntó la niña, quien había visto a Segundo armar trampas muchas veces.

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-Claro que sí -respondió Kalfukura-. ¿En qué estás pen-sando?

Cuando Maika se lo explicó, una amplia sonrisa iluminó la cara del niño.

-Eres una genio -afi rmó con convencimiento-. Puro cerebro.

-Pero si no soy yo -comenzó a decir Maika. Entonces vio a Kalfukura enarcar las cejas y se calló nuevamente a tiempo.

Trabajaron de prisa, pues el hombre de la cazadora ha-bía dicho que volvería en una hora. Incluso podía tardar menos. En el galpón había abundancia de material. Aun así no fue fácil: la noche estaba negra como boca de lobo y Kalfukura dependía de la ayuda de Maika, quien era la única que podía ver en la oscuridad. Debían además ha-blar en voz baja, por temor a que pudiese aparecer alguno de los hombres que se habían quedado en la cabaña. Sin embargo, arreglándose como pudieron, pusieron tanto em-peño que a la media hora habían terminado.

-Ahora al refugio -dijo Maika-. Mozart y Nahuel deben estar muertos de susto.

Le dio la mano a Kalfukura y cruzaron de nuevo a toda velocidad el paso de lengas, guiados por la kalfu-malén. Maika estaba tan cansada que en ocasiones era Kalfukura quien debía tirar de ella. Pero trató de olvidar-se de sus piernas y al poco rato estaban de vuelta junto a la roca donde habían armado la ramada. Mozart y Nahuel no estaban allí. Maika decidió que los buscaría más tarde.

-Tienes que hacer fuego ahora mismo -le pidió a Kalfuku-ra-. Nos queda menos de media hora.

Ninguno de los dos, por supuesto, tenía fósforos. Maika se había acordado de revisar el galpón, pero no había en-contrado. Llevó a Kalfukura hacia el montón de ramas. Allí el niño se demoró, hasta escoger dos palitos que le sirvieran.

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Uno de ellos tenía un agujero, seguramente hecho por la humedad o algún gusano.

-Es mejor que ni me hables -advirtió a Maika-. Sé que no hay mucho tiempo, pero estas cosas no se pueden apurar. Además, no veo nada. Así es mucho más difícil.

“Más bien di que es imposible”, pensó Maika, pero se abstuvo de contestar. Vio cómo el niño, siguiendo el sistema que utilizó probablemente el primer mapuche que hizo fuego en la cordillera, insertaba un palito den-tro del agujero del otro y empezaba a girarlo. Así, fro-tando uno contra otro -repu domo y repu wentru, palo hembra y palo macho, le llamaban en la lengua- con gran paciencia, se preparó para ver saltar la primera chispa en la oscuridad. Pero pasaron muchos minutos y nada sucedió.

-¿No puedes invocar al ngen del fuego o algo así? -pre-guntó Maika, desesperada.

Una mirada desdeñosa de Kalfukura fue la única res-puesta.

-Lo siento -se disculpó ella con humildad-. Ya sé que soy muy ignorante. Pero es que estamos con el tiempo en contra.

De pronto, vio aparecer detrás de Kalfukura el brillo sua-ve del manto de la kalfumalén. Ésta se inclinó sobre el hom-bro del niño y sopló hacia el montón de ramas. Fue un soplo levísimo, pero se levantó enseguida una llamarada. Kalfukura tuvo que echarse bruscamente hacia atrás, para no quemarse la cara.

-Kalfukura…- empezó a decir Maika.

Él la detuvo con un gesto.

-No me digas nada. No quiero saber.

Buscó varias ramas gruesas que había apartado antes. Tomó dos y las encendió. Dio una a Maika.

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-Bueno, tú tienes que decir qué viene ahora. Ya estamos listos.

-Por supuesto que no -lo contradijeron desde el suelo-. Faltamos nosotros.

Maika miró y no pudo evitar una sonrisa. Ahí estaban Mozart y Nahuel, echados barriga arriba, calentándose junto a la fogata. Soltó el tizón para tomarlos a ambos en brazos.

-No saben cuánto me alegro de verlos. Sabía que no les había pasado nada.

-Tampoco vamos a decir que te mataste buscándonos -dijo Mozart, con aire ofendido.

-Estaba todo muy oscuro y algo se arrastraba cerca de aquí -contó Nahuel-. Tuvimos que escondernos. Fue horrible. Se oía como un puma.

-Le dije un millón de veces que ningún puma tendría inte-rés en comérselo, porque le subiría demasiado el colesterol -explicó Mozart-. Pero no hubo caso. Estuvo quejándose y dando la lata desde que te fuiste.

-No hagan tanto ruido -pidió Maika-. Lo que importa es que estamos todos juntos otra vez. Y por favor no piensen que me olvido de ustedes. Sabía que andaban cerca y que se acercarían cuando vieran el fuego. Lo que pasa es que no teníamos tiempo.

-Qué bueno que te acordaste -dijo Kalfukura-. Hace un minuto no podías esperar a que hubiera fuego y ahora te pones a conversar. Debemos estar justo en la hora. Y toda-vía está el camino de vuelta.

-Ahora iremos más rápido -sonrió Maika-. Pero no saca-mos nada con apurarnos, porque no ha llegado el integran-te clave de la operación.

-¿Qué operación? –quiso saber Mozart, intrigado.

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-Pues la que vamos a desarrollar para atrapar a esos horribles tipos -aclaró Maika-. La policía siempre le pone nombre a sus misiones especiales. Así que esta será la ope-ración Kawelluko.

-¿Como esa laguna a la que se supone que íbamos? -preguntó Nahuel.

-Esa misma -contestó Maika-. Para que sepan, hay una interesante leyenda sobre ese lugar.

-¿Y nos la vas a contar ahora? -dijo Nahuel, poniendo los ojos en blanco.

-Cállate y no aportilles la historia -lo cortó Mozart, que ya estaba interesado.

-Dicen que esa laguna, que en mapudungún signifi ca caballo de agua -empezó Maika-, se llama así porque algunas noches se puede ver un caballo caminando sobre ella, que está hecho de luz de luna y de pelos vivos.

-¿Pelos vivos? -se extrañó Mozart.

-Son los cabellos de los ahogados, que se quedan cre-ciendo en el agua. Como quieren volver adonde pertene-cieron, se clavan en la piel de la gente que va a bañarse. Incluso pueden llegar al corazón y causar la muerte -relató Maika.

-Guácatela -dijo Nahuel, que había puesto atención a pesar suyo.

-Si el caballo aparece en el agua no hay que acercarse a la orilla, porque se transforma en trilke, el cuero con uñas. -continuó Maika-. Pero si sale, es montado por un kalku, una especie de brujo que se puede transformar en cosas horri-bles y hacerle mucho mal al que lo mira.

Hizo una pausa. Mozart y Nahuel la miraban con ojos como platos.

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-¿Y esa era la laguna a la que íbamos de paseo? -pregun-taron al mismo tiempo.

-Son cosas que pasan sólo de noche. De día es un sitio común y corriente. Y parece que muy lindo -sonrió Maika-. Lo que importa es que la gente de aquí le tiene mucho mie-do al kawelluko. Incluyendo esos hombres que cortaron el bosque, estoy segura. Así que nosotros vamos a imitar uno.

-¿Un kawelluko? -preguntó Nahuel, incrédulo.

-¿Y en qué cosa horrible nos vamos a transformar? -quiso saber Mozart.

-Sólo tendrás que interpretarte a ti mismo -dijo Nahuel-. Es la tendencia actual en el cine.

-Montaremos uno sobre otro -dijo Maika-. A la distancia, parecerá un enorme ser mitad humano, mitad animal. Galo-paremos con antorchas encendidas y Kalfukura gritará como el kil kil, que es el pájaro que da más miedo de noche.

-¿Galopar montados uno sobre otro? Después de eso, tendremos que trabajar en el circo -dijo Mozart.

-No se preocupen, la kalfumalén nos ayudará. Pero Kal-fukura dice que no hay que hablar de eso.

-Lo que todavía no entiendo -interrumpió éste, que estaba escuchando con gran atención- es de dónde vamos a sacar un caballo. Falta lo fundamental.

-Completamente de acuerdo -asintió Maika, que de pron-to se volvió y escudriñó la espesura-. La verdad es que ya debería estar aquí.

Poniéndose dos dedos en la boca, emitió el difícil silbido bajo que tanto le había costado aprender el año anterior con su padre, a pesar del disgusto de Carmen y del abuelo, que insistían en que no eran cosas de señorita.

Todos pusieron atención. Mozart y Nahuel fueron los primeros en empezar a saltar y a mover la cola. Muy

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pronto el sonido de cascos fue perceptible también para los niños. Kalfukura se sobresaltó cuando sintió un roce húmedo en la oscuridad. Pero Maika, que veía perfec-tamente, ya había abierto los brazos para estrechar el cuello de la Vinchuca.

-Qué suerte que pudiste encontrarnos -le dijo, besándo-le la nariz, ante la sorpresa del niño-. Te eché mucho de menos.

La yegüita resopló en dirección a la kalfumalén, que aguardaba entre los árboles, como si quisiera darle las gra-cias por haberla ayudado a llegar hasta allí. Saludó también con un cariñoso refregón de nariz a Mozart y a Nahuel. Luego se arrimó a los niños para que montasen. No estaba ensillada, aunque conservaba las bridas puestas. Kalfukura, acostumbrado a montar en pelo, trepó sin hacerse problema y luego ayudó a Maika a subir al anca. La niña llevaba, además, la provisión de ramas gruesas que debían servir como antorchas.

-Más vale que empecemos a ensayar desde ahora -dijo Maika, mientras atrapaba a Mozart de la cola y Nahuel se le enrollaba al cuello-. No vayas muy rápido, Kalfukura, o nos vamos a dar el trastazo, como dice el abuelo.

Kalfukura obedeció. Y emprendieron, sin duda, el via-je más raro que habían visto jamás los árboles del lugar. Maika a duras penas lograba mantenerse derecha, pues debía sujetar también a Mozart, a Nahuel y las ramas. Sin contar los rasguños que le estaba dejando su gato en el cuello.

-Yo debería ir encima de Nahuel -sugirió Mozart de pron-to-. Es mucho más pesado que yo.

-Porque tengo más materia gris –contestó Nahuel.

-Irán en el orden que yo les diga y se acabó –susurró Maika-. No es momento de discutir.

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Un enérgico ¡shhh! de Kalfukura los hizo enmudecer a todos.

Se encontraban muy cerca de la cabaña. Vieron al ca-ballo de antes, amarrado ahora a uno de los troncos de la entrada. El jefe ya estaba allí. La Vinchuca, que había seguido sumisamente la huella de luz del manto de la kal-fumalén, se quedó detrás de unos espesos arbustos. Aun así, éstos ocultaban mal el tizón encendido que sostenía Kalfukura. En cualquier momento los delataría. Había que actuar rápido.

Maika trepó a toda prisa sobre la espalda de Kalfukura, doblando las piernas para sujetarse. A una señal suya, Mo-zart se subió sobre su hombro. Y Nahuel, sin una sola pro-testa, trepó al lomo del perrito. Kalfukura, que había estado vigilando la cabaña todo el rato, encendió el otro tizón y dio ambos a Maika.

-Ahora suéltale la rienda a la Vinchuca -dijo la niña-. Ella sabe lo que tiene que hacer. Y por favor agárrate bien, que de ti dependemos todos.

Kalfukura obedeció. Al instante la yegüita se dirigió al paso, deteniéndose cada vez que sentía a alguno tamba-learse demasiado, hasta quedar a unos cien metros de la entrada de la construcción de troncos. En ese momento apa-reció la kalfumalén.

-Wünyelfe -la oyó susurrar Maika, antes de que tocase la frente de la Vinchuca.

Y con esa breve invocación a la estrella del alba, Maika pudo ver que la yegua se había vuelto refulgente, como si también ella estuviese hecha de luz.

-Ahora –le cuchicheó a Kalfukura.

Éste se cubrió la boca con ambas manos. Un momento después, el áspero y destemplado grito del kil kil resonó en la oscuridad.

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-¡Uuhurrak, Uuhurrak!

La Vinchuca se puso a relinchar a más y mejor. El caballo de la entrada relinchó también, pero no en tono de respues-ta, sino de alarma. Después de un momento, Maika vio que los hombres salían. Comenzó a agitar las antorchas en círculos. Desde esa distancia, sólo debía verse una enorme fi gura luminosa de cuatro patas y las llamas moviéndose en la oscuridad. Los oyó gritar.

-¡Patrón! ¡Venga a ver!

Tuvo un momento de indecisión. Luego vio el pequeño rostro de la kalfumalén junto al suyo y su sonrisa confi ada. Las dudas desaparecieron de golpe.

-¡Ya ya ya ya ya! ¡Um um um um um! –vociferó, haciendo sin saberlo el afafan, el grito de fuerza ritual que los mapu-che venían utilizando hacía siglos.

Al instante la Vinchuca comenzó a galopar, mientras Mo-zart y Nahuel iniciaban un concierto de bufi dos y aullidos. Oyó a los hombres gritar de miedo y el vozarrón del hombre de la cazadora, que los llamaba inútilmente.

-¡Estúpidos! ¡Vengan acá!

Pero, lejos de hacerle caso, los vio echar a correr hacia el río, seguidos por la Vinchuca, que resoplaba furiosa-mente. Los alaridos de terror se escuchaban en todo el bosque.

-¡El kawelluko! ¡Ayúdanos, Diosito!

La yegua mantuvo un trote suave, pero sin perder su as-pecto feroz, para empujar a los hombres en la dirección correcta. Éstos, que sólo estaban atentos a que el caballo hecho de pelos vivos no se les acercase, apenas reparaban por dónde iban. El sacudón del trote fue demasiado para Mozart y Nahuel. Ambos salieron despedidos, a pesar de que se agarraron a la cortaviento de Maika con dientes y uñas. La niña los vio desaparecer rodando en la oscuridad.

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De improviso la Vinchuca apuró el trote, zigzagueando para contener a los hombres, que seguían pidiendo ayuda. Con el brusco cambio de ritmo, Kalfukura se vio obligado a inclinarse sobre el pescuezo del caballo, para aguantar los vaivenes. Esto desequilibró a Maika. Soltó los tizones, tratando de afi rmarse a su vez, pero fue violentamente arro-jada al suelo. Cayó sin un grito sobre unos arbustos. No se hizo demasiado daño, aunque la caída reavivó todos sus dolores. Sin embargo, pudo recuperar uno de los tizones, que no se había apagado. Llevándolo delante, emprendió una penosa carrera tras la Vinchuca. Repentinamente, gritos de dolor y de sorpresa que surgían de la oscuridad la detu-vieron.

La persecución había terminado tan rápidamente como había empezado. Cuando Maika llegó, cojeando, vio a la Vinchuca, que había recuperado su aspecto normal, frente al galpón de herramientas. Kalfukura aún se mantenía mon-tado.

La yegüita había hecho exactamente lo que se esperaba de ella. Ahí, balanceándose de la horquilla de dos árboles, estaban colgados los hombres cabeza abajo. Parecían lo-cos de terror, sin entender aún lo que había sucedido.

-Perfecto –dijo Maika, satisfecha.

-Lo mismo digo -gruñó una voz detrás de ella, mientras una pesada mano caía sobre su hombro.

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ALGO SALE MAL

Maika nunca supo en qué momento el hombre de la cazadora se puso a seguirlos. El ruido de los cascos de la Vinchuca había ahogado los pa-

sos de su caballo, en medio de la accidentada carrera hasta el río. La había visto caer y se había dado cuenta enseguida del engaño. Se preguntó, con una pizca de desilusión, por qué la kalfumalén no le había advertido a tiempo.

-Esto es lo que se llama cazador cazado -dijo el hombre con su voz pastosa. A la niña le llegó un olor rancio a ta-baco, mientras la manaza apretaba su hombro con tanta fuerza que casi sintió crujir el hueso-. ¿De dónde salieron ustedes, mocosos tarados? ¿Qué es lo que pretenden ar-mando todo este show?

Kalfukura hizo un movimiento, pero el hombre levantó la otra mano, para que pudiesen ver el rifl e que llevaba.

-Tú baja de ahí y quédate muy quieto, si no quieres que le meta una bala a tu amiga.

Kalfukura obedeció. Sólo Maika pudo ver que estaba muy asustado, aunque su rostro mostraba la tranquilidad de siempre.

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-Muévete lento para que pueda verte -ordenó el hombre-. Párate junto al árbol.

Una vez que Kalfukura estuvo bajo uno de los árboles de los que colgaban los dos hombres, condujo a Maika al mismo lugar. Sin dejar de apuntarlos, recogió un extremo de cuerda sobrante y los amarró a ambos al tronco. Tenía mucha fuerza. Le bastó dos vueltas para dejarlos completa-mente inmovilizados.

-Oiga, patrón -dijo desde arriba el hombre que se llamaba Froilán, al que parecía haberle vuelto el alma al cuerpo-, báje-nos ahora a nosotros. Me suena toda la sangre en los oídos.

-Ahí se quedan hasta que los necesite -contestó el hom-bre de la cazadora, sin dirigirle siquiera una mirada-. Se lo merecen por imbéciles y por cobardes. Voy a conversar con estos angelitos ahora.

Sin embargo, lo primero que hizo fue ir hacia la Vinchu-ca. Trató de atraparla por las riendas, pero la yegüita se le escapó una y otra vez. Al fi n, el hombre se detuvo y la examinó de lejos con la linterna, prolijamente. Se lo notaba muy intrigado.

-Este no es el caballo que traían ustedes. ¿Dónde dejaron el otro?

Los niños no contestaron.

El de la cazadora empujó entonces con el pie un tronco caído. Se sentó cómodamente frente a ellos, con el rifl e sobre las piernas.

-No sé cómo lo hicieron con el otro caballo. Imagino que le echaron azufre o algo así. Pero no importa. Lo voy a ave-riguar más tarde. Ahora quiero que me digan quiénes son y qué es lo que pretendían con este montaje ridículo. Y, sobre todo, quién los mandó.

Ninguno de los dos dijo nada. El hombre los miraba con un ceño terrible, pasando alternativamente la luz del foco

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de uno al otro. Tras esperar unos momentos, empujó el rifl e contra el estómago de Kalfukura.

-Empieza tú. ¿Dónde están tus papás?

El niño no contestó. El aspecto del hombre era tan ame-nazador que hasta un adulto habría sentido miedo. Pero Kalfukura ni siquiera lo miró.

-Te estoy hablando, indio estúpido -gruñó el hombre-. Us-tedes son todos lo mismo. Cerebros de hormiga. Pero me vas a decir como sea quién los mandó.

-Déle un buen culatazo, patrón –intervino desde el aire el compañero de Froilán-. Ahí va a cantar altiro.

El hombre, poniéndose inesperadamente de pie, le des-cargó en la cabeza un golpe tan violento con el cañón del arma que el otro se desmayó silenciosamente, con un sordo quejido. Por un momento, Maika pensó que estaba muerto. Luego se dio cuenta de que estaba sólo inconsciente.

-¿Eso es lo que quieres? -preguntó el sujeto de la cazado-ra, inclinándose hacia Kalfukura con el rifl e en alto.

-Nadie nos mandó -intervino Maika rápidamente-. Vini-mos por nuestra cuenta.

La atención del hombre se desvió hacia ella. Maika sintió un escalofrío de miedo, pero se dominó.

-Vaya, tú eres un caso distinto -dijo, recorriéndola minucio-samente con la linterna-. Toda una señorita. ¿Qué haces al lado de este indio piojoso?

“El único piojoso eres tú”, pensó la niña, mientras clava-ba la vista en el suelo. El hombre los examinaba a ambos, pensativo.

-Son una parejita muy rara, ustedes dos. Si no estuvié-ramos en el último rincón del mundo, hasta les creería que andan solos. Pero es evidente que fueron enviados por al-guien. He invertido demasiado en esto para que me vengan

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a arruinar el negocio. Así que me lo van a decir ahora. Tú, la señorita fi na.

Empujó con el arma el hombro de Maika. Ésta no podía dejar de pensar en la kalfumalén. ¿Dónde estaba? ¿Qué esperaba para venir a ayudarlos?

El hombre le dio entonces tal bofetón que de no haber estado amarrada, habría caído al suelo.

-Vamos, mocosa. No tengo toda la noche. Esperen a que llegue el resto de la cuadrilla y ahí sí que van a ver lo que es bueno.

Maika recordó su pewma. Aquello había sido infi nita-mente peor. Apretó los dientes y se preparó a resistir lo que fuese, clavando la vista obstinadamente en el suelo.

-Yo te voy a quitar las ganas de jugar a los héroes -gruñó el hombre, dejando el arma en el suelo y levantando la mano otra vez.

Pero de pronto se agarró la pierna con una mueca de dolor.

-¿Qué es esto? ¡Quítate, diablo!

Mozart, que tras caer había continuado la persecución hasta el río, había estado agazapado tras unos arbustos. Apenas el hombre soltó el rifl e vio su oportunidad y, acer-cándose sin hacer ruido, le había clavado los dientes en la pantorrilla, por encima de la bota, con toda su alma.

Sin embargo, era un perro de talla pequeña, mientras que el de la cazadora era alto y forzudo. Maika vio cómo conse-guía desprenderse de él con un brutal puñetazo. Mozart rodó por el suelo, atontado. Pero se repuso y volvió a la carga.

El hombre entonces recogió el arma.

-¡No! -gritó Maika, revolviéndose contra el tronco al que estaba amarrada-. ¡Arranca, Mozart! ¡Corre!

El perrito se dio cuenta tarde del peligro. Desvió el rum-bo, intentando alcanzar unos arbustos, pero el hombre fue

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más rápido. Aunque no se veía nada, exceptuando la débil luz del tizón en el suelo y el propio Mozart, cuya blancura lo traicionaba, apuntó diestramente.

Sonó el disparo. Casi de inmediato se oyó un aullido de dolor. Maika vio que el animal intentaba arrastrarse, mientras el hombre volvía a apuntarle, esta vez con más cuidado. Comenzó a gritar como loca, mientras pateaba y se debatía inútilmente bajo las cuerdas que la inmovili-zaban.

-¡No! ¡No! ¡Mozart!

Entonces ocurrieron tres cosas inesperadas: Maika vio que el sujeto inexplicablemente soltaba el arma para lle-varse las manos a la cara, que la Vinchuca se acercaba a galope tendido y que el tizón terminaba de consumirse en el suelo, dejándolos en la oscuridad completa. Se oyó el vo-zarrón del hombre, el ruido de un furioso combate, carreras, y de pronto un disparo.

Luego sobrevino un gran silencio. Maika esperó con el corazón latiéndole desbocado dentro del pecho. Sentía a Kalfukura respirar también afanosamente junto a ella. De Mozart no se oía nada. Se preguntó, con un escalofrío de miedo, si el disparo lo habría alcanzado.

Cuando iba a llamar bajito al niño, un potente grito sobre sus cabezas los hizo saltar a ambos:

-¡Malditos bichos! ¡Bájenme de aquí!

Provenía del mismo sitio donde colgaban los otros dos hombres. Maika adivinó que ahora el tercer árbol balancea-ba a su ocupante allá arriba. Casi enseguida sintió el belfo de la Vinchuca, que mordisqueaba por detrás la cuerda que los mantenía prisioneros.

-Parece que atraparon al conejo más importante de todos -dijo Maika, intentando que su voz sonase normal. No que-ría ser menos frente a Kalfukura.

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-Y que lo digas -ronroneó Nahuel, trepándose a su hombro-. Apúrate, Vinchuca, necesitamos buscar a ese perro tonto.

Los fuertes dientes de la yegua trituraban el cáñamo lo más rápido que podía, mientras el hombre continuaba lan-zando juramentos y amenazas desde el aire. Los niños no le hicieron caso. Pronto sintieron ceder las amarras y ayudaron tironeando, hasta que cayeron al suelo.

Kalfukura encontró la linterna que el hombre de la cazadora llevaba en el bolsillo. Había rodado al pie del árbol. Con su ayu-da, y guiados por Nahuel, se dirigieron de inmediato a los arbus-tos donde estaba Mozart. No se oía ninguna señal del perrito.

De improviso, les llegó un lastimero maullido. Ambos se dieron prisa. Kalfukura enfocó la linterna hacia el lugar de donde provenía el sonido. La luz mostró a Nahuel, que repe-tía su lamento, y luego algo blanco e inmóvil, tendido sobre una mancha oscura.

-Ay, no, que no sea lo que estoy pensando -dijo Maika, mien-tras silenciosas lágrimas comenzaban a correr por su rostro.

-Déjame a mí -dijo Kalfukura, pasándole la linterna. Se arrodilló junto al animalito. Maika lo vio darlo vuelta en una y otra dirección, mientras lo revisaba concienzudamente.

Un momento después levantó la cabeza. Su expresión era perpleja.

-Sólo tiene una pata rota. No entiendo por qué no se mueve.

-¿Te parece poco? -gimió Mozart en ese momento, abrien-do un ojo-. ¡Seguro que nunca te has quebrado una pierna!

Maika no recordaba haber sentido tanto alivio en toda su vida. Comenzó a reírse y a llorar al mismo tiempo. Se arro-dilló junto a su perro y lo llenó de mimos, mientras Kalfukura rompía un pedazo de la cortaviento para hacer un torniquete.

-Gracias a Dios que estás bien, Mozart. O gracias a la kalfumalén, mejor dicho. Sí que se demoró esta vez.

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-Qué kalfumalén ni nada -intervino Nahuel, con aire ofen-dido-. La Vinchuca y yo hicimos todo el trabajo, por si no lo notaron.

-Es verdad -asintió Mozart-. Cuando el tipo ese me iba a disparar de nuevo, llegó Nahuel y le saltó a la cara. Entre él y la Vinchuca lo corretearon hasta que cayó en la trampa, como los otros.

-¿En serio? -Maika estaba atónita-. ¿Lo hicieron ustedes solos? ¿Y qué fue ese disparo?

-La Vinchuca pisó la escopeta y se disparó sola -dijo Na-huel, cuyo malhumor aumentaba visiblemente-. Suerte que no le llegó a nadie.

Hubo un momento de silencio. Luego Maika abrió los brazos.

-No lo puedo creer. Salvaron nuestras vidas. Han sido muy, pero muy valientes. Los tres.

Estrechó a Nahuel contra su pecho y acarició a Mozart en las orejas, lo único que conservaba limpio. La Vinchuca se acercó por detrás, relinchando suavemente. Maika apre-tó la cara contra su nariz.

-Jamás olvidaré lo que han hecho. Ni siquiera sé por dón-de empezar a darles las gracias.

-Mmm, tal vez por un poco de atún con crema fresca -dijo Nahuel de inmediato, recuperando su buen humor-. Y la Vinchuca acepta todas las zanahorias que quieran darle.

La yegüita manifestó su conformidad con un sonoro relincho.

-Tendrás que conseguir que el abuelo nos deje entrar al comedor de ahora en adelante -continuó Nahuel-. No todos los días hay un héroe en la familia.

-Esa sí que está buena. Me hieren a mí y resulta que el héroe eres tú -dijo Mozart desde el suelo, donde estaba siendo atendido hábilmente por Kalfukura.

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-Tú ni siquiera metas la cuchara -lo increpó Nahuel-. Eres un farsante. Jamás volveré a creerte nada.

-Sólo quería saber si me iban a echar de menos -movió la cola Mozart, a pesar del dolor-. Aún no te he dado las gracias por salvar mi vida.

Y girando la cabeza, pasó su lengua roja y húmeda por la cara de Nahuel.

-¡Puf, qué aliento! –retrocedió éste, sacudiendo la cabeza indignado.

-Parece que tu perro y tu gato se quieren –dijo Kalfukura, que había terminado y se limpiaba las manos en el pantalón.

-Todos los días se ven milagros -dijo Maika, sonriente-. ¿Estamos listos?

-Por ahora sí -dijo el niño-. Logramos parar la sangre, pero hay que lavarle y desinfectarle la herida. Y componerle la pata, por supuesto. Vamos a necesitar ayuda con eso.

Montaron en la Vinchuca. Kalfukura iba adelante, con Mozart en brazos. Maika se sostenía detrás, agarrada a la cintura del niño. Llevaba la linterna en una mano. Recorrie-ron así con lentitud el camino de vuelta. La yegua caminaba lo más suave que podía, pues cada sacudida le arrancaba un aullido de dolor a Mozart.

-Lo que no puedo dejar de preguntarme -dijo Maika de pronto- es dónde se metió la kalfumalén cuando más la ne-cesitábamos.

-Pues yo más bien me preguntaría otra cosa -dijo Kalfuku-ra tras un silencio.

-¿Qué? -quiso saber Maika.

-¿Dónde se metieron los tipos que dejamos aquí? –contes-tó el niño, deteniendo a la Vinchuca.

Habían llegado al cobertizo. Estaban frente a los árboles donde debían estar los tres hombres. Sin em-

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bargo, éstos habían desaparecido. Al principio Maika pensó que se habían equivocado de árboles. Pero cuando los enfocaron con la linterna, vieron que aún colgaban de ellos restos de cuerda. No había confu-sión posible.

-¡Mira! Hay luz en el galpón -cuchicheó ella de impro-viso-. No sé cómo lograron soltarse, pero lo hicieron. Te-nemos que volver al refugio ahora mismo. Mozart necesita cuidados.

El niño iba a responder, cuando un fuerte silbido los hizo saltar. Creyéndose descubiertos, ambos trataron de hacer que la Vinchuca diese la vuelta. Pero ésta, al parecer, no era de la misma idea. Levantó la cabeza y comenzó a caminar hacia el galpón.

Kalfukura la espoleó con los pies, desesperado. La yegüi-ta apenas pareció sentirlo.

-¿Qué estás haciendo, Vinchuca? -susurró Maika-. ¿Te vol-viste loca?

El silbido volvió a sonar. Esta vez, hubo algo en él que llamó la atención de Maika. Se quedó indecisa un segundo.

-Kalfukura, suéltale la rienda -dijo por fi n.

-Ahora te volviste loca tú también –refunfuñó el niño.

Sin embargo, con la calma que jamás lo abandonaba, hizo lo que le decían.

Maika encendió la linterna. La luz tembló un momento en la oscuridad, iluminando los árboles, y luego cayó sobre el rostro de un hombre que salía del cobertizo al encuentro de la yegua.

-¡Segundo! –exclamó Maika, exultante.

El hombre salvó en pocas zancadas los metros que lo separaban de ellos. Apoyó una mano sobre la cabeza de la Vinchuca, que daba relinchos de alegría.

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-Buena la han hecho ustedes -dijo por todo saludo, mien-tras ayudaba a Maika a desmontar-. Estaba seguro de que andaban juntos.

Kalfukura pareció alarmarse, pero Segundo se veía muy tranquilo. Sólo los ojos del hombre dejaban traslucir el enor-me alivio que sentía.

-Mozart viene herido -avisó Maika-. Tienes que ayudarlo. No te imaginas la cantidad de cosas que nos han pasado.

-Pues estoy empezando a imaginármelas -contestó Segun-do, mientras tomaba cuidadosamente en brazos al perrito, que se veía muy decaído-. Cuando llegué encontré volando entre los árboles a tres pájaros muy raros.

Los niños soltaron un suspiro de alivio.

-¿Tú los tienes? -preguntó Maika-. Qué suerte. Pensába-mos que se habían escapado.

-Están en el galpón -dijo el hombre-. Y ahí se van a que-dar, bien guardados, hasta que llegue la policía. Pero ven-gan adentro, para que se calienten y tomen algo.

Todos se animaron enseguida.

-¿Cómo nos encontraste, Segundo? -preguntó Maika.

-Seguí a la Vinchuca -contestó éste-. Apenas desapareció me imaginé que había ido detrás de ti. De todas maneras, hay muchas cosas que no entiendo.

-Pues si a ti no se te hubiera ocurrido desviarte a Cauñicú -dijo Maika severamente-, nada de esto habría pasado. Así que no preguntes, porque es todo lo que voy a decir.

-No te hagas la chistosa conmigo -dijo Segundo-. Cuan-do vuelvas a casa vas a tener que dar muchas explicacio-nes. No sabes en el lío en que nos has metido. Además, no te he preguntado nada.

-Qué bueno, porque eso es todo lo que diré -afi rmó Maika. Y agregó, ante la sorpresa de Kalfukura-. Feykamüten.

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LAS CUATRO RAÍCES DE LA MEMORIA

Cuando entraron en el galpón, casi se dieron de bruces con los tres hombres, que estaban amarra-dos en el suelo, pateando de rabia. Segundo los

ignoró.

-Vengan -les dijo a los niños, guiándolos para que no tropezaran-. Tuve que amordazarlos porque me dijeron de todo, menos lindo.

Los llevó hasta el centro del lugar, donde ardía un buen fuego en medio de un círculo de piedras. Los niños estiraron enseguida las manos hacia las llamas. Vieron entonces a otra persona calentándose junto a ellos.

-¡Carmen! -exclamó Maika, entre feliz y sorprendida.

La mujer los abrazó apretadamente, a ella y a Kalfuku-ra. Pero, incluso antes de saludarlos, dedicó toda su aten-ción a Mozart, que venía en brazos de Segundo. El perrito había dejado de quejarse y parecía sumido en un sueño inquieto.

-Le dispararon, Carmen -dijo Maika-. Necesita un doctor urgente.

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-No te preocupes, hijita -contestó la mujer-. Lo verá el mé-dico que vino en el helicóptero conmigo. Aunque se suponía que era para atenderlos a ustedes, cuando los encontraran.

Segundo depositó con cuidado a Mozart sobre una man-ta. Luego, siguiendo las instrucciones de Carmen, salió a buscar hojas de maqui, mientras ella lavaba la herida con agua que se estaba calentando en el fogón.

-El quinchamalí también sirve -dijo Maika, ante la sorpre-sa de Carmen-. ¿Quieres que te ayudemos?

-Ustedes no están en condiciones de ayudar a nadie -dijo Segundo, que volvía con unas ramas arrancadas a toda prisa-. Envuélvanse en esas frazadas que trajo la Menche, para que entren en calor. Les voy a dar leche. No sé ni cómo están en pie todavía.

Los niños obedecieron. Sólo al acurrucarse junto a Kal-fukura, abrigados bajo las mantas y con un tazón de leche tibia cada uno, Maika se dio cuenta hasta qué punto ha-bían llegado al límite de sus fuerzas. Kalfukura tragó en tres sorbos su leche y se quedó dormido de inmediato, con la cabeza contra el hombro de la niña. Ella, en cambio, per-maneció recostada, observando cómo atendían a Mozart. Nahuel también montaba guardia, echado junto a él. Ni siquiera el ofrecimiento de leche lo hizo apartarse.

Aunque la presencia inesperada de los hermanos era lo mejor que hubiera podido desear, Maika sentía una extraña inquietud que le impedía cerrar los ojos, a pesar del can-sancio.

-¿Por qué viniste, Carmen? –preguntó.

-Tu abuelito decidió enviarme a mí, cuando el helicópte-ro ofreció llevar a alguien de la familia -explicó ella-. Nos avisaron a San Andrés por radio. Cuando desapareciste, Segundo prefi rió bajar enseguida a informar a la guardia forestal, en vez de perder tiempo buscándote.

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-Nadie sobrevive una noche solo en la montaña, Maika -afi rmó Segundo-. Han tenido una suerte inmensa. Para mañana, sus posibilidades de ser encontrados con vida habrían bajado a la mitad. No saben cómo se han arries-gado. Y estos delincuentes son gente peligrosa. No respe-tan nada.

-Igual es raro que el abuelo te enviara a ti, Carmen –insis-tió Maika, pensativa.

-No tiene nada de raro -dijo la mujer, que había termina-do de aplicar el emplasto en la pata de Mozart. Se sentó frente a la niña y le sonrió a través del fuego-. Segundo y yo fuimos nombrados tus guardianes, Maika. Sólo el gran miedo que pasó hoy tu abuelito por ti, lo decidió a respetar esa voluntad.

-¿El papá los nombró mis guardianes? -preguntó Maika, extrañada-. ¿Por qué?

-No fue tu padre -respondió Carmen-. Fue tu madre.

-Mi… -la niña abrió la boca y se quedó suspensa, miran-do a la mujer.

Carmen, de pronto, parecía diez años más joven. Los ojos de los hermanos, habitualmente cariñosos, eran ahora un pozo de ternura al mirar a la niña.

-Durante mucho tiempo tuvimos prohibido hablar de esto, Maika -dijo Carmen-. Pero ahora ha llegado el mo-mento de que sepas la verdad. Siempre has sabido que Segundo y yo somos mapuche pehuenche, pero nunca te hemos dicho que nacimos aquí, en Cauñicú. Al igual que tu mamá. A pesar de la diferencia de edad, yo fui su mejor amiga.

-¿Mi mamá nació aquí? -preguntó Maika, incrédula.

-Tu mamá nació bajo el signo de una estrella azul -reve-ló Segundo-. El azul es el color más importante para noso-tros. Se dice que el primer mapuche que apareció sobre la

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tierra vino caminando desde el azul del oriente, con el sol a sus espaldas. Por eso pintamos de azul nuestras casas. Y también nos pintamos de azul nosotros mismos para las ceremonias.

Pero Maika no había puesto mucha atención a eso.

-¿En serio conocieron a mi madre? -preguntó con voz temblorosa-. ¿Cómo era?

-Ahora que estás creciendo, te pareces cada día más a ella -contestó Carmen-. Tu madre era hermosa y bue-na, con un corazón suave como nido de maykoño. Pero desde muy pequeña fue distinta. Podía hablar con los animales. Entendía el lenguaje del agua. Todo el tiempo estaba escapándose a la montaña. Era capaz de subir por el tronco de un pehuén sin hacerse daño, a pesar de las espinas. Los pájaros se paraban en su mano a comer los piñones que ella juntaba arriba, en las copas gigantes de los árboles, donde nadie jamás ha subido. Ella le hablaba a cada pajarito en su idioma. Ellos le contestaban y la seguían a todas partes. Era una cosa increíble de mirar.

-Cuando la gente veía venir a tu madre, se apartaba -agregó Segundo-. La trataban con gran respeto, pero tam-bién con temor. Creían que era un ngen pehuentun, el espí-ritu dueño del árbol.

-Hace mucho tiempo, a la machi de la comunidad le fue concedida una visión sobre la kalfumalén -contó Carmen-. Tú ya sabes sobre ella mucho más que nosotros, me imagino.

-Sí -dijo Maika-. Se me apareció varias veces.

Carmen hizo un gesto de asentimiento.

-Segundo me contó que la habías visto en la vertiente. Pero él no quiso decirte nada, para no desobedecer a tu abuelo. Sin embargo, ocurrió exactamente lo que había anunciado la machi: un día habría una niña en Cauñicú que

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bebería del jarro azul que se guardaba en casa del lonco. Esa niña sería capaz de devolvernos a nuestra kalfumalén, para salvar con su ayuda a la comunidad de un peligro que podría signifi car nuestro fi n.

-Así que eso era -interrumpió Maika, excitada a pesar suyo-. Kalfukura trató de explicármelo una vez, pero yo esta-ba tan cansada que me quedé dormida. Y luego la kalfuma-lén me habló en mi pewma.

Carmen no quería perder el hilo de su relato.

-Hasta ahora, todos habían pensado que la niña de la visión era tu madre. Y que el perimontun de la machi no se había cumplido. Pero luego tu madre creció y conoció a tu padre, en una de sus andanzas por la montaña. Quiero que sepas que él siempre se sintió muy orgulloso de tu mamá. A veces era el único que parecía entenderla. Mejor que la gente de su propia sangre.

“Debido a la oposición de las dos familias -prosiguió Car-men-, tus padres se casaron en una ceremonia secreta. Muy pronto supieron que tú venías en camino. Tu mamá estaba loca de felicidad. No hacía más que cantar todo el día y bañarse en el río, pidiendo protección para ti. Sin embargo, a medida que su barriga crecía, empezó a sentirse muy mal. Decía que dos fuerzas luchaban dentro de ella”.

-Se puso tan mal, que tu padre insistió en llevársela a San Andrés -relató Segundo-, para que tuviera un doctor cerca, día y noche. Pero, lejos de ayudar, eso enfermó más a tu mamá. Pronto estuvo tan débil que no pudo levantarse de la cama. Tu papá hizo que plantasen un renuevo de pehuén frente a su ventana y le pidió a Carmen que fuese a cuidar-la, pensando que eso la consolaría. Yo fui con ella, porque así lo mandó el lonco, tu abuelo.

-Con nosotros en la casa, tu mamita pareció recuperar un poco la alegría -continuó Carmen-. Pero a medida que se acercaba el nacimiento, se puso triste de nuevo. Todos

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los días hablaba con el arbolito desde su cama. Cuando llegó el momento de que vinieses al mundo, me tomó de la mano y me dijo: “Menche, parecerá que me he ido, pero siempre estaré aquí. Segundo y tú deben velar por mi niña hasta que cumpla su destino, como yo he cumpli-do el mío”.

Carmen hizo una pausa. Las primeras luces de la ma-ñana comenzaban a invadir el galpón. Allá afuera, la montaña cambiaba lentamente de color. Maika sólo oía el crepitar del fuego sobre las piedras y el latido de su propio corazón.

-El árbol de tu mamá dio la impresión de comenzar a crecer desde el momento en que ella se fue -dijo Segundo-. Los pehuenche decimos que ningún mapuche ha visto jamás crecer un pehuén. Son la fuerza eterna: viven miles de años y crecen apenas uno o dos centímetros por año. Sin embar-go, ese pehuén se desarrolló en cinco años hasta volverse como está ahora. Todos los días sacaba ramas.

-A la semana de que muriese tu madre, tu abuelita pescó una infección pulmonar que se la llevó en pocos días -dijo Carmen-. Fue una gran tragedia. La gente habló por años de eso en Queuco. Decían muchas barbaridades. Y tu abuelito culpó a tu mamá de todo. Fue sólo una coincidencia, pero él estaba tan dolorido que no escuchaba razones. Mandó cortar el pehuén, pero tu papá no se lo permitió. A cambio, le confi ó tu cuidado, con la condición de que se respetase el deseo de tu mamá de que Segundo y yo velásemos por ti. Y de que al menos las vacaciones las pasaras aquí, para que él pudiera venir a verte todos los años, cerca de las montañas y de tu mamá.

Carmen guardó silencio. Maika estaba inmóvil, con los ojos perdidos en el fuego. La mujer se levantó para ir hasta la niña. Comenzó a alisarle el pelo, en un gesto de caricia habitual entre ellas. Maika no pareció notarlo.

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-Es una historia muy extraña -dijo con voz inexpresiva-. No me siento distinta después de saber todo eso.

-No tienes que sentirte distinta -sonrió Segundo-. No signi-fi ca que vas a salir volando o algo así.

-¿Entonces soy pehuenche, como ustedes y como Kalfuku-ra? -preguntó Maika examinando su mano al trasluz, como si esperase verla cambiar de color.

-Eres mitad pehuenche -contestó Carmen cariñosamente-. Kalfukura es tu primo. Es hijo de la hermana menor de tu mamá.

Maika abrió la boca para digerir la noticia. Sintió la respiración del niño, que seguía apoyado contra ella. Re-cordó, en un chispazo, a la ancianita del jarro azul. ¿Era su abuela?

-Tú no has sido criada para entender que los árboles, los animales y las piedras están vivos y tienen alma, como nosotros -dijo Segundo-. Tu abuelito no lo permitió. Y sin em-bargo, desde pequeña te has portado como si lo supieras. La herencia de tu mamá, y de toda la raza, vive muy fuerte en ti. Es parte de tu naturaleza. Nadie puede ir contra su propia naturaleza.

A Maika se le había ocurrido en ese momento una idea perturbadora.

-¿Por qué el papá me dejó con el abuelo? ¿Por qué no se quedó conmigo?

-Tu papá no soportaba vivir aquí, porque todo le recor-daba a tu madre, pero siguió sus deseos -contestó Segun-do-. Ella quiso que nosotros te cuidáramos, para que no se rompiera el lazo con la cordillera. Y a la vez te mantu-vo cerca de tu abuelo. Aunque a tu abuelito no le guste, de alguna manera te has criado al modo mapuche. Para nosotros, los mayores son muy importantes. Todas las per-sonas somos árboles de cuatro raíces, que se hunden en

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la memoria de los antepasados. Meli folil küpan, se dice en nuestra lengua. Son los abuelos los que alimentan esa memoria y transmiten la tradición. Los huinca ni siquiera reparan en eso. Pero para un niño mapuche sus abuelos son siempre sinónimo de amor y sabiduría. Se los escucha, se los respeta y se los quiere por encima de todo. Como tú con tu abuelito.

-Has crecido sin conocer tus raíces, Maika -dijo Carmen-. Eso hace débil a cualquier persona. Pero dentro de muy poco podrás encontrarte con ellas. Y es por el inmenso amor que te tiene, que tu abuelito dejó que te contáramos por fi n la verdad.

-Esta noche has demostrado que tú eras la escogida para proteger a nuestra gente. Tu pewma se ha cumplido -sonrió Segundo-. Ahora descansa, porque tenemos que partir en un rato más. Ya tendrás tiempo de pensar des-pués.

Maika estuvo de acuerdo. Eran demasiadas cosas para meter dentro de la cabeza de una sola vez. Mien-tras se acurrucaba junto al cuerpo de Kalfukura, que des-pedía un agradable calor, pensó en su madre, abrazán-dola desde el pasado. Y luego en su abuela, aquella ancianita de ojos bondadosos. Recordó que le había gustado de inmediato. Al besarla, había besado también a su madre. Y con este agradable pensamiento se quedó dormida.

Carmen y Segundo no supieron cuánto tiempo esperaron junto al fuego. Empezaban a cabecear cuando sonoros re-linchos los despertaron. Los niños continuaban durmiendo, inmóviles en su rincón, ante las llamas mortecinas. Segundo tomó la escopeta y salió a investigar. Afuera era ya día cla-ro. Casi chocó en la entrada con un hombre de uniforme, que venía seguido de dos más. Todos se saludaron caluro-samente.

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-Estábamos esperando que amaneciera para poder su-bir -dijo el que estaba al mando, estrechándole la mano-. Usted se nos adelantó. Hace una hora nos topamos con una cuadrilla entera que venía hacia acá, a juntarse con el mandamás. Se asustaron y cantaron enseguida. Tuve que pedir refuerzos para enviarlos al puesto de Santa Bárbara.

-Pues yo tuve la suerte de encontrar a los niños aquí mismo -dijo Segundo, haciéndose a un lado para dejarlos entrar-. Habían seguido al jefe y lograron atraparlo, junto con dos más. Los tenían cazados con lazo cuando yo llegué.

Les mostró a los prisioneros. Los tres recién llegados solta-ron la carcajada.

-Es para no creerlo -dijo uno de ellos-. Cómo se va a reír mi capitán cuando lo sepa.

-Al par de primos los conozco -dijo otro, que se había agachado a examinar atentamente a los sujetos-. Uno de ellos ha dado problemas varias veces. Yo mismo lo tuve una vez en la comisaría, detenido por hurto con arma de fuego. Se han arriesgado mucho estos niños.

-Habrá que preguntarles cómo lo hicieron, para que nos enseñen –sonrió el policía que estaba al mando.

-No los despierten todavía -intervino Carmen-. Los pobre-citos necesitan descansar. Tuvieron tanta suerte, que creo que ni siquiera se resfriarán.

-No hay mucho tiempo, señora -dijo el policía-. Tene-mos el helicóptero esperando más abajo, precisamente en una roblería que estas maravillas arrasaron casi por completo.

En ese momento llegaron dos uniformados más, tra-yendo refuerzo de caballos. Todos hablaban al mismo tiempo. Cuando Maika y Kalfukura despertaron, se vie-

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ron envueltos en medio de una gran actividad. Casi sin darse cuenta fueron depositados sobre la Vinchu-ca, en medio de las felicitaciones que les llovían por todos lados. Y muy pronto se encontraron desfi lando cordillera abajo, detrás del policía jefe y de Segundo, que llevaba a Carmen al anca. El resto se quedó para disponer el traslado de los prisioneros. Mozart, a quien le habían improvisado un cabestrillo, iba en brazos de Carmen. Nahuel, en tanto, viajaba enrollado en el cue-llo de Maika.

Por fi n los caballos se detuvieron. El policía se dio vuelta a mirar a los niños.

-Tápense los oídos, jóvenes, si les molesta el ruido. Cuida-do con las cabezas.

Estaban ante un gran terreno en que sólo se veían to-cones de robles, mostrando las cuchilladas recientes en la madera. Al centro estaba detenido el helicóptero. Después de haber ido todo el camino acompañados por los distin-tos aromas y sonidos del bosque, aquel era un espectáculo desolador. Cualquier forma de vida –pájaros, fl ores, insec-tos- parecía haber huido junto con esos amables gigantes, amputados violentamente del paisaje al que habían perte-necido siempre.

Kalfukura dejó vagar largo rato su mirada por el lu-gar, sobre el cual caía ahora una luz dura. Maika, con el corazón también apretado, lo abrazó por detrás.

-No te preocupes -murmuró-. Piensa que hemos evitado algo mucho peor.

-Pero se necesitarán más años de los que viviremos tú y yo juntos para recuperar lo que destruyeron esos tipos, apenas en unos días –contestó el niño, apretando los puños.

En ese momento, el policía dio aviso por la radio que llevaba en la cintura. Las aspas del helicóptero comenza-

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ron a girar. Segundo desmontó para ayudarlos a bajar de la Vinchuca, pero Maika insistió en que llevasen pri-mero a Mozart, que seguía en brazos de Carmen. Kal-fukura y ella, con Nahuel en brazos, subieron al aparato detrás de la mujer. Allí los aguardaba el piloto, quien los izó sin ningún esfuerzo. Se esmeró en acomodar a sus pasajeros, poniéndoles los cinturones de seguridad y tapándolos con la abundante provisión de frazadas que llevaba.

Cuando el helicóptero despegó, Maika apretó con fuerza las orejas de Nahuel, temiendo que no soporta-se el ruido. Mozart, por su parte, seguía postrado en el regazo de Carmen. Apenas dio señal de notar que se elevaban.

Un instante después volaban sobre los árboles.

-Aprovechen de fi jarse bien -les gritó en ese momento el piloto, que era muy simpático-. Desde acá arriba el mundo se ve distinto.

Kalfukura obedeció inmediatamente. Estaba tan excitado que no hacía más que apuntar distintos lugares.

-¡Miren! ¡Allí está la laguna! ¡Y allá el mallín donde reco-gimos nalcas!

Maika, en cambio, rastrillaba afanosamente el paisaje con la vista.

-¿Ven? -dijo a gritos ella también, al cabo de un rato-. Si-gue todo verde. El que vimos era el único claro. Alcanzamos a llegar justo a tiempo.

Una sonrisa de Kalfukura le confi rmó que él también había pensado en eso. Los dos niños se tomaron de la mano y ya no volvieron a soltarse, hasta que llegaron a su destino.

-¡Ahí está Cauñicú! -gritó Kalfukura de repente, feliz.

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-Oh, no. Y ahí está el abuelo -agregó Maika en un tono muy distinto, mientras el helicóptero giraba cada vez más lento, para comenzar a descender.

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EL SECRETO DE LAKALFUMALÉN

Un gran círculo de personas los esperaba reunidas abajo. Maika imaginó que aquel era un espectáculo inédito en la tranquila vida de la comunidad. Todos

los rostros estaban vueltos hacia la máquina, que bajaba balanceándose, iluminada por la brillante luz de la mañana. Entre ellos, Maika ya había reconocido el de su abuelo. De pronto, se sintió muy desanimada.

La cara del piloto apareció sonriente en la ventanilla.

-Abajo, chicos. Ya llegamos.

Kalfukura parecía desilusionado de que el viaje hubiera sido tan corto. Maika, armándose de valor, saltó afuera. La única feliz era Carmen, quien había rezado silenciosa-mente durante todo el trayecto para que aquel armatoste zumbón, que volaba tan bajo, no fuera a estrellarse contra los árboles.

Un hombre de delantal blanco los abordó enseguida.

-Hola, soy el lawentuchefe de acá -dijo con jovialidad, usando el término mapuche para designar al doctor-. Estoy esperando a mi paciente.

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Carmen le entregó a Mozart. Él, ayudado por el piloto, lo acomodó en una improvisada camilla. Luego les sonrió alentadoramente.

-No se preocupen, se los voy a devolver muy pronto, compensado y sin dolor. Me gustaría que ustedes también vinieran a hacerse una revisión conmigo después.

Se alejó en compañía del piloto, que se ofreció para ayu-dar a transportar a Mozart. Nahuel comenzó a revolverse en los brazos de Maika. Ella, comprendiendo, lo soltó. El gato se fue inmediatamente detrás de los hombres.

Varias personas se acercaron entonces a recibirlos. Entre ellas, un par de rostros conocidos: la abuela de Kalfukura, acompañada de una mujer más joven, seguramente la ma-dre. Maika vio que ambas abrazaban con ternura al niño. Parecían muy emocionadas.

Detrás de ellas aparecieron dos ojos grises, que brillaban de una forma muy conocida bajo unas pobladas cejas.

-Abuelito –murmuró Maika.

Junto a su abuelo estaba un hombre delgado, que la sa-ludó con amabilidad.

-Buenos días, jovencita. Te estábamos esperando con im-paciencia. Sabrás que gracias a ti hemos decomisado más de mil quinientos metros cúbicos de roble hualle y pellín. Hace mucho tiempo que veníamos recibiendo denuncias de una banda que se dedicaba a la tala ilegal en la zona. Ya habían dejado marcados varios lugares más, donde pensa-ban seguir talando.

-Confi aban en que pasaría mucho tiempo antes de que ustedes se dieran cuenta -intervino el abuelo.

-Y así habría sido, desgraciadamente. Hay pocas cosas más desprotegidas en nuestro país que el bosque nativo -prosiguió el hombre-. Está expuesto no sólo a desaparecer en manos de delincuentes como estos, sino también por la

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falta de conciencia de la gente, que causa incendios o no cuida el agua. Si supieran que bastan diez árboles para producir el oxígeno que respiran cincuenta personas en todo un año, tal vez tendrían más cuidado. Mis felicitaciones a su nieta, Alfredo. Ha sido una auténtica hazaña lo que han hecho estos niños. Muy pronto los llamaremos para que de-claren en el proceso.

-Estamos a su disposición, por supuesto -dijo el abuelo, estrechándole la mano.

El hombre, que era el jefe provincial de la Corporación Forestal y un antiguo conocido del abuelo, se despidió de Maika, felicitándola de nuevo. El abuelo, aunque ya estaba retirado, había ejercido como juez por muchos años en la región y era bien conocido y respetado en todas partes.

Maika, que no había dicho una palabra, de pronto abrió mucho los ojos. Acababa de notar algo insólito en la vesti-menta del abuelo. A pesar de los ruegos de Carmen, éste insistía en andar siempre de traje y corbata, incluso en va-caciones.

-Abuelito, ¿será posible que te hayas puesto bluyines? –preguntó tan sorprendida que hasta olvidó sus temores al reto que la esperaba.

-¿Y qué pasó con su terno de fi no casimir inglés, don Al-fredo? -terció Carmen, que llegaba en ese momento.

-No empieces a ser una molestia desde el momento en que apareces, Carmen -contestó el abuelo con dignidad-. Para que ustedes sepan, estos jeans me han acompaña-do siempre en el bolso de mano, junto con un botiquín y otros artículos de emergencia. Son cosas que no se deben descartar cuando se viaja a un lugar tan apartado como Queuco. Hay que tener en cuenta las catástrofes naturales.

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-¿Y esto es una catástrofe natural? -se admiró Carmen.

-Peor -afi rmó el abuelo, con aire de pleno convencimiento.

Pero Maika aún no había terminado de salir de su sor-presa.

-¿Y se puede saber qué llevas en la cintura?

-Un trariwe -respondió el abuelo, tocando satisfecho la faja de lana teñida con hermosos dibujos-. La verdad es que los bluyines me quedaban un poco grande y mi amigo tuvo la amabilidad de facilitarme este interesante artículo para ajustármelos.

-¿Tu amigo? -preguntó Maika. Junto al abuelo acaba-ba de aparecer un hombre alto y apellinado, como los robles de la montaña. Su rostro parecía tallado también en esa dura madera. Un cintillo de lana, en el que se distinguía la palabra lonko entre el intrincado diseño, lo señalaba como jefe de la comunidad. Los hombros de ambos ancianos se tocaban y Maika vio, con estupor, el aire de familiaridad con que el abuelo tomaba del brazo al recién llegado.

-Te presento a Kalfuñir, Maika. En nuestra juventud nos co-nocimos bastante, pero luego las circunstancias y mi orgullo nos alejaron. Es tu abuelo materno.

Maika vio que aquel hombre, de aire tan severo y digno, se inclinaba para mirarla emocionado. La misma emoción brillaba en los ojos de su abuelo. No supo en qué momento se encontró entre los brazos de los dos.

-He sido un gran tonto, hija mía -murmuró su abuelo junto a su oído-. Creí hacer lo correcto para protegerte, cuando en realidad te causaba un daño. La única excusa que tengo es el miedo que sentía de perderte, como pasó con tu abue-la y en alguna medida con tu padre.

-Quizás te hayas sentido sola a veces, Maika, pero en realidad has sido siempre una niña muy amada -agregó el

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lonco, estrechando el abrazo-. De ahora en adelante todos podremos cuidarte y estar cerca de ti.

Maika pensó en algo apropiado para decir, pero no en-contró nada.

-Qué suerte que tú sí hablas español -suspiró por fi n-. No entiendo casi nada de mapudungún.

Ambos ancianos rieron.

-Pues hay alguien que no habla español, pero está deseo-so de conversar contigo -dijo el lonco-. Estoy seguro de que encontrarán la manera de entenderse.

-Carmen te puede llevar -señaló el abuelo. Luego dio un grito que asustó a todos, a pesar de que la tenía al lado-. ¡Carmen!

Y cuando ella lo miró con aire resignado, el abuelo agre-gó ufano:

-Compuesta por Georges Bizet.

-El abuelo siempre hace el mismo chiste -dijo Maika-. Es fanático de la ópera.

El lonco sonrió.

-En mi juventud sentí afi ción por esa clase de música huinca, y por otras también. Después me acostumbré a la música que hacemos aquí en la comunidad. Últimamente, a medida que me hago viejo, prefi ero la música que baja de la montaña: el viento, el canto de las aves, el río entre las piedras.

El abuelo se inclinó y saludó respetuosamente.

-Usted ha ido de menos a más.

Carmen condujo a Maika a través del poblado. Aun-que el trayecto era corto, se sintió llevada en una especie de marcha triunfal. Los hombres la saludaban ceremo-niosamente y las mujeres le sonreían con familiaridad.

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Debió estrechar muchas manos y besar a muchos niños antes de entrar por fi n, detrás de Carmen, en una casita azul junto a una huerta muy cuidada. Como todas las viviendas mapuches, la casa estaba dividida en dos. En una habitación estaba la cocina, con el fogón siempre encendido que es el alma del hogar. Allí se hacía la vida de familia y se compartían los piñones y la conversación, los dos grandes alimentos pehuenches. Al otro lado del patio había una segunda construcción, que albergaba los dormitorios.

Maika vio que dos personas la esperaban junto al fuego. Reconoció con alegría a Kalfukura, que se había lavado y estaba muy repeinado. Pero algo saltó de emoción dentro de ella al ver el rostro dulce y arrugado de la anciana del jarro azul. Sin pensarlo, dio la vuelta al fuego y le abrió los brazos.

-Ayin chuchu -dijo, hundiendo el rostro en su hombro y res-pirando ese olor a bosque que recordaba tan bien-. Abue-lita querida.

En el abrazo fi rme y tibio de su abuela, Maika recordó lo que decía siempre Carmen, que sólo los mapuche saben querer a los niños. Cerró los ojos mientras sentía la mano cálida de la viejita sobre su cabeza. Los primeros mimos de abuela que recibiera en toda su vida. Una alegría y una tranquilidad desconocidas inundaron su corazón.

La anciana la tuvo abrazada mucho rato. Murmuró algo con su voz suave.

-Dice que necesita explicarte algunas cosas -dijo Kalfuku-ra-. Me pidió que me quedara, para que te vaya traduciendo.

-Sí, yo también quiero que te quedes -dijo Maika, abra-zándolo ante la mirada sonriente de Carmen y de la abuela.

Ambos niños se sentaron muy juntos. Pusieron gran aten-ción a la anciana, que estaba dedicada a reavivar el fuego.

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-Eres hija de Kalfutray, que en nuestra lengua signifi ca agua azul de vertiente -comenzó a contar la abuela, mien-tras Kalfukura iba susurrándole por lo bajo a Maika-. Te hemos esperado por muchos años, sabiendo que podrías haber heredado el corazón azul de tu mamá.

-¿Por qué no me llamo como ella? -interrumpió Maika a pesar suyo, pues la curiosidad era demasiado fuerte.

-Te llamas Maika Malén. Tu nombre signifi ca la que mues-tra el camino -explicó la chuchu-. Entre nosotros, el nombre es muy importante, porque expresa la cualidad que debe acompañarte toda la vida.

-¿Signifi ca que debo mostrar un camino a otros? -pregun-tó Maika.

La anciana asintió, sonriendo.

-Ya lo has hecho. Tu abuelo y yo cometimos un error al interpretar el perimontun de la machi. La niña que vendría no sería una niña de la comunidad. Sería una que, como tú, venga de afuera y tienda un puente entre nuestro mundo y el de los huincas.

-¿Un puente? -repitió Maika, extrañada.

-En ti hay una fuerza poderosa, Maika, ya que eres hija del amor entre una mapuche y un no mapuche -dijo la chu-chu-. Tu mamá nunca llamó huinca a tu papá, porque entre nosotros no sólo signifi ca extranjero, sino ladrón de tierras. Simplemente decía que él era kamollfunche, alguien que no tenía sangre mapuche. Tú eres hija de esas dos personas que se amaron y respetaron, a pesar de pertenecer a dos culturas distintas. Representas una esperanza para mirar el futuro. Puede ser que el único destino del bosque y del pue-blo mapuche no sea estar condenados a la extinción.

-No digas eso, abuelita –dijo Maika, asustada.

Los bondadosos ojos de la chuchu estaban velados por la tristeza.

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-Vivimos tiempos difíciles. Talar los bosques y envenenar el agua o el aire es lo mismo que terminar con nosotros también, porque los mapuche nos consideramos parte de la naturaleza -comentó la abuela-. Sin embargo, Maika, cada vez más huincas parecen darse cuenta. A medida que las ciudades crecen y el verde disminuye, ellos se ven menos felices. Y han vuelto los ojos otra vez hacia no-sotros, hacia nuestra forma de entender al hombre como parte de la tierra.

Con un gesto cariñoso, la tomó de ambas manos.

-Es tiempo de que juntemos nuestros distintos tipos de sa-biduría, para poder sobrevivir. Por eso la kalfumalén te seña-ló a ti. Porque eres hija de ambos mundos.

Maika tardó en asimilar esto. De pronto recordó algo.

-Es verdad eso que dices. Ella me guió todo el tiempo, abuelita -dijo pensativa-, pero en el momento más impor-tante desapareció. Mientras más lo pienso, menos lo en-tiendo.

La chuchu y Carmen sonrieron.

-La kalfumalén te mostró el camino, pero nadie puede recorrerlo por ti -contestó la abuela-. La verdadera magia es la que emana de tu interior. Y esta noche demostraste que eras capaz de hacer cosas increíbles. Tu mamá se siente muy orgullosa, Maika, y nosotros también.

A la niña se le llenaron los ojos de lágrimas. La abuelita la abrazó. La dejó llorar tranquilamente, limitándose a aca-riciarla, para que desahogase su corazón.

-Basta, o me vas a mojar a mí -se escuchó de pronto desde el suelo.

Maika se soltó de los brazos de la chuchu para mirar. Vio a través de sus lágrimas a Nahuel, pegado a las piernas del doctor. Éste estaba sonriente.

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-Adivinen quién viene aquí -anunció.

Detrás, sostenido por el abuelo y el lonco, que sujetaban una banda de género bajo su barriga, apareció Mozart. Caminaba balanceándose como un trípode, con la pata enyesada en alto.

-¡Mozart! -exclamaron Maika y Kalfukura a un tiempo, arrodillándose junto a él. Nahuel se trepó de un salto al cuello de Maika, ronroneando.

-Jamás se vio un paciente mejor atendido -observó el mé-dico-. No sólo tiene dos enfermeros ilustres, sino que este gato tuyo no me dejó en paz hasta que terminé de compo-nerle la pata. No quería perderse detalle.

Nahuel pareció ligeramente avergonzado.

-Sólo quería comprobar aquello de que la mala hierba nunca muere.

-No había ninguna necesidad -ladró Mozart, que pare-cía completamente repuesto-. Un verdadero escocés jamás se rinde. Puede caerle una montaña encima y siempre se levantará para luchar contra la adversidad.

-Ahora te crees William Wallace, libertador de Escocia -bromeó Nahuel.

-Y tú te crees el gato con botas.

-No vayan a pelearse ustedes dos –intervino Carmen, alarmada, al ver que el tono de los bufi dos y gruñidos co-menzaba a subir-. O se perderán la fi esta.

-¿Qué fi esta? -quiso saber Maika.

-Tendremos un nguillatún, que es nuestra ceremonia más importante, para agradecer a Ngenechén por el fa-vor que nos ha sido concedido -contestó el lonco-. Debes apurarte y Kalfukura también, para que alcancen a ves-tirse. A pesar de su juventud, esta vez ustedes podrán ser nuestra kalfumalén y nuestro kalfuwentru. Es un honor

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que se han ganado. Y usted también debe venir -agregó, dirigiéndose al abuelo.

Éste pareció sorprendido.

-Tenía entendido que no se permitían huincas en sus ce-remonias.

-Usted no es un huinca -sonrió el lonco-. Es nuestro buen amigo. Enmendar el rumbo requiere más valor que caminar por senderos ya hechos. Es la clase de valor que vamos a necesitar todos, si queremos coexistir en paz de ahora en adelante.

-Así lo espero, querido amigo -dijo el abuelo, emo-cionado.

-¡Bravo! -exclamó Kalfukura-. Ven, Maika. Montaremos a caballo vestidos de azul y todos nos aplaudirán. Luego tendremos música, baile y montones de kofke y apöll. ¡Qué bien lo vamos a pasar!

Ante la mirada interrogante de Maika, añadió:

-El kofke es un pan muy sabroso. Y el apöll son pulmones de cordero rellenos. Quedan muy ricos aliñados con sal, limón y ají.

-¡Guau, qué maravilla! -ladró Mozart, entusiasmado-. Yo quiero el mío sin aliñar.

-Pues creo que para nosotros el kofke estará bien –dijo Maika, como si ya tuviese al frente las vísceras crudas.

Su perro y su gato la miraron indignados.

-Ya sabemos que eres vegetariana, ¿pero por qué debe-mos arruinar nuestra vida nosotros también? -pregunto eno-jado Nahuel. Y Mozart le dio toda la razón.

Media hora más tarde, todos se dirigían al rehue, el lugar sagrado en torno al cual se desarrollaría la ceremonia. Las mujeres habían hecho un alto en las labores diarias para preparar la fi esta y vestir sus mejores ropas. Iban envueltas

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en sus mantos negros orillados de verde o azul y adornadas con las hermosas joyas de plata tradicionales: la trapelaku-cha sobre el pecho, los chaway en las orejas y el vistoso trarilonko de cuentas de plata que rodea la cabeza. Los hombres, por su parte, también iban muy arreglados, cubier-tos por ponchos de complejo diseño y con la frente ceñida por trarilonkos de lana.

Maika se sentía como una princesa. Iba cubierta con una pesada ükilla, teñida con extracto de lingue para darle el tono azul y adornada con plumas. A su lado, Kalfukura llevaba también un manto azul. Ambos tenían la cara y las pantorrillas cruzadas por cuatro líneas azu-les. Incluso a la Vinchuca, que parecía muy emociona-da, le habían pintado cuatro líneas azules sobre el mo-rro. Todos los contemplaban con admiración al verlos pasar montados. Maika vio los ojos orgullosos de sus abuelos, de Carmen y de Segundo. Este último había llegado, a cargo de los caballos, justo a tiempo para la ceremonia.

Los dos niños se situaron ante el rehue, en medio del cual se había plantado un renuevo de pehuén. A una señal del lonco, las trutrucas comenzaron a hacer sonar su áspera música, acompañada de trompes y pifi lkas. Entonces Maika y Kalfukura, muy derechos sobre sus cabalgaduras, dieron cuatro vueltas triunfantes en torno al rehue. Todos daban gritos de alegría: ¡Ya ya ya ya!

Después el lonco tomó la palabra.

-Este es un día feliz para nosotros -dijo, sonriendo cariño-samente a los presentes-. Siempre elevamos ruegos al cielo. Hoy podemos dar las gracias porque este ruego ha sido es-cuchado y nuestro Chao Ngenechén no se ha olvidado de nosotros. Agradezcamos a la fuerza y a la pureza de estos niños, que han traído a kalfumalén, la protectora, de vuelta con nosotros. Ella, guardiana del río y de la montaña, no se ha olvidado de su gente.

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Recordó y agradeció a sus mayores. Luego se arrodi-lló por cuatro veces. Y cuatro veces oró largamente al dominador de los hombres, iniciando la oración con la súplica ritual: “Ooooh, Ngenechén”. Se hicieron ofren-das. Cuando el humo comenzó a subir al cielo, el lonco se levantó y aceptó un jarro de chavid, el tradicional licor hecho a base de piñones. Derramó con gran cui-dado un poco cerca del rehue, pues el primer sorbo es siempre para la madre tierra. Después de eso bebió a la salud de la kalfumalén. El kultrún de la machi comenzó a resonar, marcando un ritmo de alegría para todos los corazones.

Con esto se terminó la ceremonia y se dio comienzo a la celebración. Bajo las ramadas, todos compartieron chavid, piñones tostados, pan y locro, el sabroso cal-do hecho de carne, arroz y papas, sin el cual ningún estómago pehuenche se considera satisfecho. Mozart y Nahuel tuvieron la satisfacción de dar cuenta ellos solos de una gran vasija de madera llena de apöll, prepara-do especialmente por la chuchu para ellos. Kalfukura enseñó a Maika el choike purrún, que se baila de a pa-rejas e imita los movimientos del avestruz, dando cuatro vueltas en torno al rehue. Ambos se aplicaron con tanto entusiasmo que terminaron cubiertos de sudor, debido a los pesados ropajes que vestían. Carmen tuvo que llamarlos para que descansaran y comieran algo junto a los abuelos.

-Ahora que me acuerdo -dijo el abuelo, mientras los ni-ños, sentados a sus pies, masticaban con entusiasmo la co-mida que les trajo la madre de Kalfukura-, con todas estas emociones no he tenido tiempo de contarte, Maika, que tu papá llamó poco después de que te fueras. Dice que con-siguió permiso para venir a tu cumpleaños. Estará aquí la próxima semana.

Maika pensó que iba a estallar de alegría.

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-¡Bravo! Creo que este va a ser, lejos, el mejor verano de mi vida. Abuelito, ¿puede venir Kalfukura? Él también está de cumpleaños la semana que viene.

-Claro -dijo el abuelo-. Haremos una fi esta doble.

-Ustedes serán nuestros invitados esta noche -dijo el lon-co, que escuchaba muy atento junto a la chuchu, ocupada incansablemente en atender a todos-. Mañana pueden par-tir temprano en el helicóptero.

-Yo iré atrás con los caballos -se ofreció Segundo, que comía a dos carrillos, rivalizando con Mozart y Nahuel.

-Kalfukura puede visitarnos ahora en San Andrés, y luego quizás tu abuelito te deje venir aquí -terció Carmen.

-¡Claro! -apoyó el niño con entusiasmo-. Si tenemos dos fi estas, comeremos dos veces cosas ricas.

-Hablando de cosas ricas -dijo el abuelo, que se había puesto de pie para seguir al lonco hacia la casa, pues la celebración llegaba a su fi n-, la verdad es que todo esto está muy bien, pero espero que Carmen nos sorprenda con una gran cena cuando lleguemos. Estoy extrañando un buen fi lete mignon.

-Quizás con papas fritas -sugirió Maika, cuyo estómago también comenzaba a sentir los efectos de los días de dieta montañesa.

-Por no hablar de una corvina con salsa margarita -aportó de inmediato Nahuel, poniendo los ojos en blanco.

Carmen pareció confusa.

-Pues la verdad es que con las prisas no alcancé a des-empaquetar nada. Debe haber por ahí un tarro de choritos. Les haré un nutritivo arroz con choros.

El abuelo y Maika se miraron.

-Sin comentarios -dijo Mozart, que trataba de seguir el paso de los demás, a pesar de su pata enyesada.

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-Y sin comensales -agregó Nahuel.

-Estas bestias -manifestó el abuelo, intentando mantener su aire severo mientras levantaba a Mozart con cuidado, para llevarlo en brazos-… Si hasta parece que hablaran.

-Y que lo digas -sonrió Maika, que iba junto a Kalfukura. Jamás había estado rodeada de tanta gente que le gusta-se. Recordó entonces a su árbol. Pensó que lo primero que haría cuando llegase a casa sería abrazarlo y decirle las palabras que le reveló la kalfumalén en su pewma, para que viviesen siempre con ella, y que aún no ha dicho a nadie: Inche poyekeyu, ñuke. Te quiero, mamá.

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GLOSARIO

Sobre las palabras en mapudungún:

Pehuén: Araucaria.

Pehuenche: Gente del pehuén. Mapuche de la precordillera.

Kalfumalén: Doncella azul.

Pilmaiquén: Golondrina.

Nahuel: Tigre.

Kalfukura: Piedra azul.

Pehuenentu: Bosque de araucarias.

Ngenechén: Dominador de la tierra y de los hombres. Máxi-ma divinidad mapuche.

Nguillatún: Ceremonia de ruego y agradecimiento.

Rokiñ: Colación de viaje pehuenche.

Choike purrún: Baile que imita la danza del avestruz.

Konew: Adivinanza.

Machi: Autoridad espiritual y de sanación.

Lonko: Jefe de la comunidad.

Chukao: Ave agorera.

Mari Mari: Hola.

Pewkayal: Adiós.

Chaltu may: Gracias.

May: Sí.

Ñaña: Mujer pehuenche.

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Ko: Agua

Pewma: Sueño premonitorio.

Trarilonko: Cintillo de lana.

Trapelacucha: Joya pectoral de plata que usa la mujer.

Gütrowe: Pañuelo adornado con cuentas de plata que usa la mujer.

Ngen: Dueño.

Ükilla: Manto.

Rere: Pájaro carpintero.

Kalfutray: Agua azul de vertiente.

Piwke: Corazón.

Trapial: León chileno. Puma.

Mahuidantu: Bosque precordillerano.

Chaway: Aros.

Ayin: Querida.

Chuchu: Abuela materna.

Ñuke: Madre.

Chaw: Padre.

Pichidomo: Niña.

Domopüñeñ: Hija.

Maykoño: Tórtola.

Kalfuwentru: Hombre azul.

Kultrún: Instrumento de percusión que usa la machi en las ceremonias.

Huinca: Persona que no es mapuche.

Lawen: Hierba medicinal. Remedio.

Lawentuchefe: Persona que cura. Doctor.

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Afafan: Grito de fuerza utilizado en ceremoniales mapuches.

Wilki: Zorzal.

Meli: Cuatro. Número sagrado mapuche.

Folil: Raíces.

Küpan: Linaje. Ascendencia.

Kil kil: Chuncho.

Mallín: Pantano.

Kamollfunche: Persona sin sangre mapuche.

Kofke: Pan hecho al rescoldo.

Apöll: Pulmones de cordero, rellenos de sangre y aliñados con sal y limón.

Wünyelfe: Lucero del alba.

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INDICE

El Árbol 3

Un Jarro Azul 13

La Niña en el Agua 23

La Ruta del Piñón 33

¡Corre, Maika, corre! 43

Las Cicatrices de la Montaña 53

La Operación Kawelluko 63

Algo Sale Mal 75

Las Cuatro Raíces de la Memoria 85

El Secreto de la Kalfumalén 97

Glosario 111

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Para Maika, obligada a pasar el verano con su abuelo en el sur, estas amenazan con ser unas largas y aburridas vacaciones… hasta que un misterioso cántaro se cruza en su camino. Así comienza una travesía por la montaña tras los pasos de la

kalfumalén, mágica guardiana del espíritu azul del río.

Con la inseparable compañía de su perro Mozart y de su gato Nahuel, Maika hará los mayores esfuerzos por descifrar un

secreto que le traerá alegrías insospechadas.

A PARTIR DE DIEZ AÑOS