marcela ternavasio. los laberintos de la libertad

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Coloquio: Declarando independencias: Textos fundamentales. Los laberintos de la libertad. Revolución e independencias en el Río de la Plata. Marcela Ternavasio 1 "A medida, amigo querido, que avanzo en el estudio de los monumentos de nuestra Revolución se hace más espeso el círculo de dudas que me ciñe; dudas, Jan Ma., que no es posible satisfacer estudiando los documentos públicos y que sería preciso aclarar escudriñando correspondencias íntimas u oyendo relaciones sinceras de los hombres de aquella época, porque realmente son de inmensa trascendencia, si ha de escribirse con probidad y con deseo de ser útil. ¿Creerá V. que la más grave y más oscura de esas dudas es acerca de las verdaderas intenciones de la Primera Junta revolucionaria? Hablo del cuerpo, no de un hombre. ¿La Junta del 25 de Mayo empezó a marchar determinada a emancipar el país de la tutela peninsular o siguió solamente al principio un impulso igual al que había movido a las Provincias españolas y a Montevideo mismo año y medio antes? Amarguísima duda es ésta; pero he de llegar a aclararla. Y resuelta por el primer estremo en el sentido más honroso ¡cuántas imprudencias no se cometieron!". Florencio Varela a Juan María Gutiérrez, Río de Janeiro, 24 de agosto de 1841 2 En la escuela argentina circuló siempre una pregunta incómoda que los maestros no lograban (y aún hoy no logran) responder con certeza: ¿por qué existen en el país dos celebraciones patrias el 25 de mayo y el 9 de julio- y qué es lo que distingue a una festividad de la otra? La primera parte del interrogante es, por lo general, fácilmente resuelto: los educadores y cualquier persona medianamente culta- saben que la celebración del 25 de mayo conmemora la formación de la primera Junta de gobierno provisional creada en Buenos Aires en 1810 y que la del 9 de julio evoca la firma del Acta de Independencia por parte de los diputados constituyentes reunidos en la ciudad de Tucumán en 1816. Pero el problema se presenta en el segundo enunciado de la pregunta: responder cuáles son los significados que distinguen a ambas efemérides resulta más dificultoso porque, como sabemos, se trata de un proceso histórico complejo que todavía hoy despierta encendidos debates entre especialistas del tema. Deshilvanar la dificultad que impide dar una respuesta rápida a esta pregunta es uno de los objetivos de la presente ponencia. Un objetivo que puede parecer irrelevante si se considera la 1 Universidad Nacional de Rosario- CONICET. 2 Citado en Fabio Wasserman, Entre Clio y la Polis. Conocimiento histórico y representaciones del pasado en el Río de la Plata (1830-1860), Buenos Aires, Teseo, 2008. La cursiva es del original.

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Page 1: Marcela Ternavasio. Los laberintos de la libertad

Coloquio:

Declarando independencias: Textos fundamentales.

Los laberintos de la libertad.

Revolución e independencias en el Río de la Plata.

Marcela Ternavasio1

"A medida, amigo querido, que avanzo en el estudio de los monumentos de

nuestra Revolución se hace más espeso el círculo de dudas que me ciñe; dudas,

Jan Ma., que no es posible satisfacer estudiando los documentos públicos y que

sería preciso aclarar escudriñando correspondencias íntimas u oyendo relaciones

sinceras de los hombres de aquella época, porque realmente son de inmensa

trascendencia, si ha de escribirse con probidad y con deseo de ser útil. ¿Creerá V.

que la más grave y más oscura de esas dudas es acerca de las verdaderas

intenciones de la Primera Junta revolucionaria? Hablo del cuerpo, no de un

hombre. ¿La Junta del 25 de Mayo empezó a marchar determinada a emancipar el

país de la tutela peninsular o siguió solamente al principio un impulso igual al que

había movido a las Provincias españolas y a Montevideo mismo año y medio

antes? Amarguísima duda es ésta; pero he de llegar a aclararla. Y resuelta por el

primer estremo en el sentido más honroso ¡cuántas imprudencias no se cometieron!".

Florencio Varela a Juan María Gutiérrez, Río de Janeiro, 24 de agosto de 18412

En la escuela argentina circuló siempre una pregunta incómoda que los maestros no lograban

(y aún hoy no logran) responder con certeza: ¿por qué existen en el país dos celebraciones patrias –

el 25 de mayo y el 9 de julio- y qué es lo que distingue a una festividad de la otra? La primera parte

del interrogante es, por lo general, fácilmente resuelto: los educadores –y cualquier persona

medianamente culta- saben que la celebración del 25 de mayo conmemora la formación de la

primera Junta de gobierno provisional creada en Buenos Aires en 1810 y que la del 9 de julio evoca

la firma del Acta de Independencia por parte de los diputados constituyentes reunidos en la ciudad

de Tucumán en 1816. Pero el problema se presenta en el segundo enunciado de la pregunta:

responder cuáles son los significados que distinguen a ambas efemérides resulta más dificultoso

porque, como sabemos, se trata de un proceso histórico complejo que todavía hoy despierta

encendidos debates entre especialistas del tema.

Deshilvanar la dificultad que impide dar una respuesta rápida a esta pregunta es uno de los

objetivos de la presente ponencia. Un objetivo que puede parecer irrelevante si se considera la

1 Universidad Nacional de Rosario- CONICET.

2 Citado en Fabio Wasserman, Entre Clio y la Polis. Conocimiento histórico y representaciones del pasado en el Río de

la Plata (1830-1860), Buenos Aires, Teseo, 2008. La cursiva es del original.

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2

significativa revisión historiográfica que sobre los procesos de independencia se produjo en las dos

últimas décadas.3 La existencia de un consenso bastante extendido en torno a ciertos presupuestos –

tales como que en el origen de las revoluciones no estaban necesariamente inscriptas las

independencias o que las mismas no fueron producto de un espíritu nacional en ciernes ni de

proyectos maduros de estados naciones modernos- relegaría a las reflexiones que siguen a un

ejercicio banal o redundante. Si el supuesto es que los historiadores estamos trabajando con nuevas

hipótesis en torno a la naturaleza de los procesos desatados en 1808, la dificultad para responder a

la pregunta inicial estaría resuelta, al menos para los especialistas, persistiendo sólo entre el resto de

los mortales, atrapados por las redes de una construcción ideológica muy exitosa que, sin duda, los

respectivos gobiernos y medios de comunicación masivos se encargan de reproducir. Pero todos

sabemos que esto es parcialmente cierto. Aquella incomodidad persiste y subtiende todavía el

debate entre los historiadores, aún cuando nos hayamos despojado de las matrices nacionalistas y

estatalistas que forjaron los discursos e interpretaciones canónicas sobre las independencias. Tal

situación, que por otro lado no es patrimonio de la historia argentina sino de la mayor parte de los

países hispanoamericanos, deriva de los complicados caminos trazados por los actores en el marco

de la crisis de la monarquía y de los no menos intrincados laberintos construidos entre historia y

memoria a lo largo de casi dos siglos.

Regresar, entonces, sobre los textos fundamentales de las independencias nos coloca frente a

un desafío inquietante porque obliga a repensar dichos textos a escala continental y a la luz de los

nuevos debates historiográficos. Mirados desde ese prisma, se ponen en evidencia distintas

variantes revolucionarias dentro del tronco común hispánico y diversos tipos de independencias,

desatadas tanto en España como en América. Tal como este encuentro deja exhibido, en las diversas

publicaciones de las actas fundacionales de los estados naciones hispanoamericanos no existe, por

3 Dado que sería imposible citar aquí los aportes realizados en esta tarea de revisión, sólo destaco algunas de las

contribuciones más relevantes sabiendo que quedan fuera de esta nota autores y trabajos muy valiosos: Tulio Halperín

Donghi, Revolución y Guerra, Formación de una elite dirigente en la Argentina criolla, México, Siglo XXI, 1972; Id.,

Reforma y disolución de los imperios ibéricos, 1750-1850, Madrid, Alianza, 1985; José Carlos Chiaramonte, Ciudades,

provincias, estados: orígenes de la Nación Argentina (1800-1846), Tomo 1 de la colección Biblioteca del Pensamiento

Argentino, Buenos Aires, Ariel, 1997; Id., Nación y Estado en Iberoamérica. El lenguaje político en tiempos de las

independencias, Buenos Aires, Sudamericana, 2004;François X. Guerra, Modernidad e Independencias. Ensayos sobre

las revoluciones hispánicas. Madrid, MAPFRE, 1992; Antonio Annino, Luis Castro Leiva, François X. Guerra, De los

Imperios a las Naciones. Iberoamérica, Zaragoza, IberCaja, 1994; Antonio Annino, (coord), Historia de las elecciones

en Iberoamérica, siglo XIX, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1995; Jaime Rodríguez O, La independencia

de la América española, México, FCE, 1996; Id. (coord), Revolución, independencia y las nuevas naciones de América,

Madrid, MAPFRE, 2005; Manuel Chust, La cuestión nacional americana en las Cortes de Cádiz, Valencia, Fundación

Instituto Historia Social, 1999; Id., Manuel Chust (coord), Doceañismos, constituciones e independencias. La

constitución de 1812 y América, Madrid, Fundación Mapfre, 2006; José M. Portillo Valdés, Crisis Atlántica. Autonomía

e independencia en la crisis de la monarquía hispana, Madrid, Marcial Pons, 2006; Alfredo Ávila, En nombre de la

Nación. La formación del gobierno representativo en México, México, Taurus-CIDE, 2002.

Page 3: Marcela Ternavasio. Los laberintos de la libertad

3

lo general, un acta en singular que pueda constituirse, en cada caso, en un punto de partida único e

indiscutible del proceso de emancipación. A diferencia de los Estados Unidos de Norteamérica,

donde el Acta de Independencia de 1776 representa un punto de partida irrebatible, en los países de

la región vemos desfilar más de un documento fundamental.

Para el caso rioplatense, las variaciones señaladas son elocuentes. En primer lugar, porque del

virreinato del Río de la Plata surgieron varias décadas después cuatro estados naciones: Argentina,

Bolivia, Uruguay y Paraguay. En segundo lugar, porque las actas de independencia de cada uno de

estos estados fueron producto de situaciones muy diferentes. La Argentina, tal como se conformó en

la segunda mitad del siglo XIX, no tuvo stricto sensu un acta de independencia, puesto que la del 9

de julio de 1816 declaró independientes a las Provincias Unidas de Sud América. Bolivia lo hizo el

6 de agosto de 1825 en nombre de las provincias del Alto Perú, para ofrendar tributo en su posterior

denominación oficial a quien consideraron el protagonista de una independencia que se alcanzaba

no sólo frente a España sino también frente a su anterior dependencia de Buenos Aires. En

Uruguay, la primera declaración formal de la independencia es de 1825 y estuvo destinada a

declarar la emancipación del Imperio del Brasil y la unión a las Provincias Unidas del Río de la

Plata. Sólo tres años después, y producto del tratado de paz que puso fin a la guerra entre las

provincias rioplatenses y Brasil, se creó la República Oriental del Uruguay. En Paraguay, si bien el

acta de declaración de la independencia es muy tardía –data de 1842- y se elaboró en una coyuntura

de conflicto con la Confederación Argentina dominada por la figura de Juan Manuel de Rosas, los

mismos diputados paraguayos reunidos aquel año reconocían al suscribir el acta que “nuestra

emancipación e independencia es un hecho solemne e incontestable en el espacio de más de treinta

años” y “que durante este largo tiempo y desde que la República del Paraguay se segregó con sus

esfuerzos de la metrópoli española para siempre; también del mismo modo se separó de hecho de

todo poder extranjero”.4 Cabe destacar que, en el horizonte mental de aquellos diputados, dentro de

la categoría de “poder extranjero” se incluían no sólo las potencias europeas sino también el

gobierno nacido en 1810 con sede en Buenos Aires. Si a esta diversidad de independencias le

agregamos las que surgieron dentro de las unidades recién mencionadas –donde el caso

emblemático lo representa el territorio que conformó luego la República Argentina, dividido entre

1820 y 1853 en provincias autónomas reunidas bajo un laxo vínculo confederal- el cuadro de

situación es, por lo menos, rico en vicisitudes y mutaciones.

4 “Acta de independencia del Paraguay”, 27 de noviembre de 1842, Álbum Gráfico de la República del Paraguay 1811-

1911, Arsenio López Decoud.

Page 4: Marcela Ternavasio. Los laberintos de la libertad

4

De todas las variaciones posibles de ser analizadas me detendré en la tensión que desde el

comienzo se expresó entre revolución e independencia y en algunas derivas de esta tensión en el

Río de la Plata. El destino de los textos fundamentales es, pues, el punto de partida de las siguientes

reflexiones mientras que su contexto de producción y las gramáticas políticas en las que se

inscribieron el punto de llegada. En el arco trazado entre la producción y el uso de los textos

considerados fundacionales se filtra aquella recomendación de Florencio Varela –citada en el

epígrafe- de que no es posible satisfacer el “círculo de dudas” estudiando solamente “los

documentos públicos”. Pero a la vez es preciso tomar distancia de su entusiasta optimismo cuando

consideraba que “escudriñando correspondencias íntimas u oyendo relaciones sinceras de los

hombres de aquella época” se aclararían todos los problemas. Entre las intenciones de los actores, lo

que éstos explicitan –tanto en documentos públicos como privados- y sus lógicas de acción existe,

como sabemos, un camino mucho más laberíntico del que Varela suponía. No obstante, la confesión

hecha a su amigo Juan María Gutiérrez dejaba al desnudo las ambivalencias heredadas de un

proceso histórico que se resistía a ser interpretado con fórmulas definitivas.

La disputa por la memoria

Desde 1816 hasta nuestros días, la doble celebración cívica del 25 de mayo y del 9 de julio

pasó por muy diversas vicisitudes. Sólo me referiré a algunas de ellas, ocurridas durante la primera

mitad del siglo XIX, para mostrar las más tempranas representaciones configuradas en torno a la

memoria de la revolución y de la independencia. En sus respectivas investigaciones, Fabio

Wasserman y María Lía Munilla Lacasa han destacado desde diferentes registros de análisis el

significativo viraje que en los años ‟30 del siglo XIX imprimió Juan Manuel de Rosas a dichas

celebraciones, al privilegiar las fiestas julias5 de la independencia en detrimento de la tradición

festiva, consolidada en la década de 1820, que centraba su fuerza en el mito de la revolución de

mayo.6 Wasserman analiza, entre otros documentos, la Arenga pronunciada por Rosas para los

festejos del 25 de mayo de 1836, en la que el gobernador de Buenos Aires expresaba lo siguiente:

"¡Qué grande, Señores, y qué plausible deber ser para todo Argentino este día

consagrado por la nación para festejar el primer acto de Soberanía popular que ejerció

este gran pueblo en Mayo el célebre año de 1810! -¡Y cuán glorioso es para los hijos de

Buenos Aires, haber sido los primeros en levantar la voz con un orden y con una

5 Desde aquellos tempranos años se denominaron “fiestas julias” a las que conmemoraban la independencia del 9 de

julio de 1816 y “fiestas mayas” a las destinadas a celebrar la revolución de mayo de 1810. 6 Fabio Wasserman, Entre Clio y la Polis; María Lía Munilla, Celebrar y Gobernar: un estudio de las fiestas cívicas en

Buenos Aires, 1810-1835. Tesis Doctoral, Universidad Torcuato Di Tella, Buenos Aires, 2010.

Page 5: Marcela Ternavasio. Los laberintos de la libertad

5

dignidad sin ejemplo! -No para sublevarnos contra las autoridades legítimamente

constituidas, sino para suplir la falta de las que, acéfala la Nación, habían caducado de

hecho y de derecho. -No para sublevarnos contra nuestro Soberano, sino para

conservarle la posesión de su autoridad de la que había sido despojado por un acto de

perfidia. -No para romper los vínculos que nos ligaba a los Españoles sino para

fortalecerlos más por el amor y la gratitud, poniéndonos a disposición de auxiliarlos con

mejor éxito en su desgracia. -No para introducir la anarquía sino para preservarnos de

ella, y no ser arrastrados al abismo en que se hallaba sumida la España.- Estos, Señores,

fueron los grandes y plausibles objetos del memorable Cabildo abierto celebrado en esta

ciudad el 22 de Mayo de 1810, cuyo acto debería grabarse en láminas de oro para honra

y gloria eterna del Pueblo Porteño...pero ah!...¡Quién lo hubiera creído! -Un acto tan

heroico de generosidad y patriotismo, no menos que de lealtad y de fidelidad a la

Nación Española y a su desgraciado Monarca; un acto que ejercido en otros pueblos de

España con menos dignidad y nobleza, mereció los mayores elogios, fue interpretado en

nosotros malignamente como una rebelión disfrazada por los mismos que debieron

haber agotado su admiración y gratitud para responderlo dignamente-.”7

A la luz de los nuevos aportes historiográficos bien se podría concluir que Rosas proponía una

interpretación de mayo de 1810 en clave revisionista. Casi todos los componentes que los nuevos

estudios han proporcionado para afirmar que las independencias no estaban inscriptas en el origen

de los movimientos desatados por la crisis monárquica están presentes en la cita precedente. La

alusión al papel fundamental que jugó la acefalía de la corona, a que la acción iniciada en 1810 no

estuvo destinada a romper con España sino a auxiliarla y a evitar la anarquía, a que se trató de un

gesto de fidelidad al rey y no de una “rebelión disfrazada” (palabras que evocaban la imagen de la

“máscara de Fernando VII”), se completa con un cuarto componente en el siguiente pasaje:

“Y he aquí, Señores, otra circunstancia que realza sobremanera la gloria del pueblo

Argentino, pues que ofendidos con tamaña ingratitud, hostigados y perseguidos de

muerte por el Gobierno Español, perseveramos siete años en aquella noble resolución

hasta que cansados de sufrir males sobre males, sin esperanza de ver el fin; y

profundamente conmovidos del triste espectáculo que presentaba esta tierra de

bendición anegada en nuestra sangre inocente con ferocidad indecible por quienes

debían economizarla aun mas que la suya propia, nos pusimos en manos de la Divina

Providencia, y confiando en su infinita bondad y justicia, tomamos el único partido que

nos quedaba para salvarnos: nos declaramos libres independientes de los Reyes de

España y de toda otra dominación extranjera-. El Cielo, Señores, oyó nuestras súplicas-

El Cielo premió aquel constante amor al orden establecido, que había excitado hasta

entonces nuestro valor, avivado nuestra lealtad, y fortalecido nuestra fidelidad para no

separarnos de la dependencia de los Reyes de España, a pesar de la negra ingratitud con

que estaba empeñada la Corte de Madrid en asolar nuestro país.”8

7 Gaceta Mercantil, n° 7653, Buenos.Aires., 24 de mayo de 1849.

8 Ibidem.

Page 6: Marcela Ternavasio. Los laberintos de la libertad

6

En la perspectiva de Rosas, la independencia de 1816 fue el camino obligado al que las

autoridades de la península precipitaron a los criollos, al negarse aquéllas a aceptar la nueva

condición de fidelidad propuesta por los americanos y al dejarles a éstos el único camino de la

guerra. Tal interpretación, cristalizada en la Arenga de 1836, se convirtió en versión oficial durante

el largo período en el que Rosas prolongó su hegemonía en la Confederación. Apoyada por la

pluma de Pedro de Angelis, principal publicista del rosismo y encargado de publicar en noviembre

de 1836 su célebre Colección de Documentos -donde dio a luz, por primera vez, las Actas del

Cabildo de Buenos Aires del mes de mayo de 1810- la versión oficial se consolidó a través de la

celebración de las fiestas cívicas.9

Según revelan los estudios de María Lía Munilla Lacasa, Rosas fue desplazando la centralidad

de las fiestas mayas hacia las fiestas julias desde su primera gobernación (1829-1832), al desactivar

gradualmente las celebraciones conmemorativas de la revolución y exaltar a través de nuevas

prácticas simbólicas las correspondientes al 9 de julio.10

Estos virajes se inscribían, sin dudas, en

claros objetivos políticos. Rosas podía así recuperar el legado de la revolución y reencausarlo hacia

su obsesión por la defensa del orden.11

El lema que había acuñado el congreso constituyente de

1816 era, precisamente, “fin a la revolución, principio al orden”.12

Pero no es solamente la

vocación autoritaria del régimen la que explica los desplazamientos señalados, sino también la

sofisticada reelaboración simbólica que Rosas supo hacer de esa temprana disputa por la memoria

de la revolución y de la independencia. Al privilegiar la segunda sobre la primera, se enfatizaba la

gesta colectiva de todos los pueblos que, a esa altura, formaban la Confederación, se exaltaba la

figura de Rosas como líder indiscutido de esa laxa unidad confederal y se despojaba a Buenos Aires

del protagonismo que le otorgaban las fiestas mayas al ser en la capital virreinal donde la revolución

había nacido. Con esta última operación, el régimen rosista no pretendía restarle poder a Buenos

Aires en el contexto interprovincial –base, por otro lado, de su maquinaria política y económica-

sino despegarse de la tradición festiva precedente, que había convertido a las fiestas mayas en

protagonistas casi exclusivas de la gesta por la libertad. De esta manera Rosas lograba diferenciarse

de sus enemigos declarados, los unitarios.

9 Fabio Wasserman, Entre Clio y la Polis, p. 190.

10 María Lía Munilla Lacasa, “Celebrar en Buenos Aires: Zucchi y el arte efímero festivo”, en M. L. Munilla Lacasa y

F. Aliata, (comps), Carlo Zucchi y el Neoclasicismo en el Río de la Plata, Buenos Aires, Eudeba, 1998. 11

Véase Jorge Myers, Orden y Virtud. El discurso republicano en el régimen rosista, Universidad Nacional de

Quilmes, 1995; Ricardo Salvatore, Wandering Paysanos, State Order and Subaltern Experience in Buenos Aires during

the Rosas Era, Duke University Press, 2003. 12

“Decreto del Soberano Congreso Constituyente”, El Redactor del Congreso Nacional, sesión del 3 de agosto de 1816,

en Emilio Ravignani, Asambleas Constituyentes argentinas, tomo 1:1813-1833, Buenos Aires, Instituto de

Investigaciones Históricas de la facultad de Filosofía y Letras, UBA, 1937, p. 242.

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7

De hecho, las fiestas mayas habían alcanzado su apoteosis en la década de 1820, durante la

experiencia rivadaviana, cuando el poder central había literalmente desaparecido y las provincias se

erigieron en sujetos soberanos autónomos.13

Las celebraciones que conmemoraron la revolución en

la ex capital virreinal durante ese período exaltaron, más que nunca, la centralidad y el

protagonismo de Buenos Aires en el proceso desatado en 1810 en detrimento del resto de las

provincias.14

Las tensiones que esta imagen generó en los territorios provinciales, relegados a ser

actores secundarios de una trama que consideraban compartida, se expresaron muy tempranamente,

incluso antes de la declaración de la independencia. En la primera celebración de la revolución

realizada en Buenos Aires el 25 de mayo de 1811 se pueden observar las dos dimensiones más

relevantes de esas tensiones: la que enfrentó a la capital con el resto de las ciudades y la que

vinculaba a los pueblos rioplatenses con la metrópoli.

El affaire que, analizado en detalle por Munilla Lacasa, rodeó a la erección de la Pirámide

de Mayo en la Plaza de la Victoria (primera manifestación artístico-conmemorativa de la nueva era,

construida especialmente para aquella festividad de 1811) revela el conflicto entre el cabildo de la

capital y la Junta Grande, formada por una mayoría de representantes de las ciudades del interior.15

En esa oportunidad, el cabildo de Buenos Aires dispuso que en las cuatro caras de la pirámide

aparecieran inscripciones alusivas a los hechos de mayo pero también a los ocurridos en 1806 y

1807, cuando los habitantes de la capital protagonizaron la reconquista y defensa de la ciudad frente

a las invasiones británicas. La Junta Grande interpuso su reclamo para que sólo figuraran leyendas

referidas a 1810, ya que las de 1806 y 1807 aludían exclusivamente a la capital. En esta temprana

disputa, Buenos Aires comenzó a representarse como actor principal de una gesta que, para los

porteños, hundía sus raíces en las heroicas jornadas de expulsión de los ingleses. El episodio

culminó con la decisión de limitar la decoración a una sola inscripción: “25 de mayo de 1810”.

El carácter neutro de la leyenda exhibe, además, la segunda tensión señalada. La ambigua

situación jurídica quedó reflejada en la dificultad por nominar oficialmente el cambio ocurrido en

esa fecha. Ignacio Núñez, en aquellos días alcalde de barrio del cuartel nº 3 de la ciudad de Buenos

Aires, ponía de manifiesto dicha dificultad:

13

Por “experiencia rivadaviana” se entiende el ensayo político desplegado en Buenos Aires entre 1821 y 1824, cuando

Bernardino Rivadavia ocupó el cargo de Ministro de Gobierno de la provincia de Buenos Aires. En 1825 Rivadavia fue

designado presidente de las Provincias Unidas por el tercer congreso constituyente dominado por el partido unitario,

propulsor de una organización política centralizada. 14

Además de los trabajos citados de María Lía Munilla Lacasa, véase para este tema Fernando Aliata, La ciudad

regular. Arquitectura, programas e instituciones en el Buenos Aires posrevolucionario, 1821-1835. Buenos Aires,

Universidad Nacional de Quilmes, 2006. 15

María Lía Munilla Lacasa, “Siglo XIX: 1810-1870”, en José Emilio Burucúa (Dir), Arte, Sociedad y Política, Nueva

Historia Argentina, Arte, Vol. 1, Buenos Aires, Sudamericana, 1999.

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8

“Esta gran fiesta hubiera producido inmensos beneficios para la paz interior, si el gobierno

de diputados [de la Junta Grande] lo hubiera deseado, o hubiera tenido habilidad para

conducirse: en ella no se habían permitido los vivas a la libertad, y los mueras a la tiranía,

que habían subrogado a la exclamación de viva el Rey. Cuando el presidente [Saavedra]

tuvo noticia que la comparsa del cuartel No. 3 preparaba una escena cuyo desenlace se

anunciaría al público al grito de ¡viva la libertad!, ordenó al alcalde del cuartel que se

omitiese esta exclamación, o que se dijese ¡viva la libertad civil!, como para excluir toda

idea de independencia.”16

Si bien el testimonio fue narrado y publicado varios años después de los acontecimientos de

1811 y procede de un testigo fuertemente identificado con el grupo porteño centralista, pone a la

vez en evidencia el hecho de que el curso de acción iniciado en 1810 estaba lejos de encarnar un

proyecto independentista. Más allá de la presencia de grupos más radicales que alentaban esta

alternativa –entre los que se encontraba Núñez-, la exigencia del presidente de la Junta de agregar

el término “civil” al de “libertad” a secas refleja la prevención de la máxima autoridad frente a

cualquier opción que implicara desviarse del camino autonomista emprendido un año antes. En este

sentido, la celebración de las fiestas mayas de 1811 no hace más que confirmar las incertidumbres,

ambigüedades y alternativas abiertas con la crisis. Las disputas en torno a los diversos niveles de

autonomía, tanto frente a las autoridades sustitutas del rey como al interior de la jurisdicción

virreinal, revelan que el consenso en torno a la fecha fundacional de un nuevo orden que

proclamaba la “libertad” encerraba sentidos polivalentes.

Tales polivalencias, que emergieron una y otra vez en el período aquí tratado, derivaban, en

gran parte, de los desacuerdos existentes en torno a la naturaleza de los hechos de 1810. No

obstante, el dato tal vez más relevante para nuestro tema -siguiendo las hipótesis de Fabio

Wasserman- es que lo planteado por Rosas en los años ‟30 era, en realidad, una versión más

contundente y provocativa de un consenso bastante extendido que lo precedía y que consideraba a

los sucesos revolucionarios como producto de una combinación de azar y providencia –expresada

en la descomposición del poder español- y en menor medida de incidencia de la voluntad y

conciencia de los protagonistas. Tal combinación distinguía, según el autor, dos momentos del

proceso: el primero signado por la crisis de la monarquía que habría dado lugar al sentido de

oportunidad aprovechado por la elite local y el segundo marcado por la acción de quienes

promovieron la libertad e independencia tras tres siglos de opresión. Este segundo momento tendría

16

Ignacio Núñez, Noticias históricas de la República Argentina, en Biblioteca de Mayo. Colección de obras y documentos

para la historia argentina, Senado de la Nación, Buenos Aires, 1960, vol. I, p. 483.

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9

como punto de llegada la declaración de la independencia en 1816, pero no se inscribía

necesariamente en el punto de partida de 1810.17

El consenso aludido, dominante durante toda la primera mitad del siglo XIX, sufrió un giro

significativo cuando Bartolomé Mitre dio forma definitiva a un relato histórico –por cierto muy

exitoso- que colocó a la revolución como un “movimiento maduramente preparado”, protagonizado

por una comunidad conciente de sus derechos y de sus propósitos y destinada a constituirse en una

nación republicana y democrática. Mitre no sólo inscribía a la independencia de 1816 en el punto de

partida abierto en 1810 sino aún más atrás, en tiempos coloniales, dándole especial relevancia a las

invasiones inglesas de 1806 y 1807. Al cerrar los capítulos dedicados al período 1806-1810 en su

Historia de Belgrano, Mitre afirmaba: “Los sucesos que hemos narrado y los trabajos perseverantes

de los patriotas en el sentido de la independencia y de la libertad, prueban que era un hecho que

venía preparándose fatalmente, como la marea que sube impulsada por una fuerza invisible y

misteriosa, obedeciendo a las eternas leyes de la atracción”18

Las fechas clave de la cronología propuesta por Mitre no eran novedosas. Lo nuevo, en

realidad, fue el intento de imponer una interpretación hegemónica que tenía por marco el proceso

de construcción del estado nación y que buscaba borrar las ambivalencias e incertidumbres

experimentadas entre 1810 y 1816, desplazadas luego de la declaración de la independencia a las

representaciones que los propios protagonistas elaboraron de ese pasado inmediato. Pero se quedó,

sin embargo, el problema de las cronologías. La secuencia 1806-1808-1810-1816 representó

siempre un arco complejo por todo lo que se ponía –y se pone- en juego al dar significado a cada

una de esas fechas. Privilegiar 1806-1807 implicaba reforzar la imagen de una gesta heroica criolla

a la vez que encendía las disputas entre la capital y el resto de los pueblos; detenerse en 1808

quitaba heroicidad a 1810 pero explicaba mejor las alternativas hasta 1816; colocar a 1810 como la

fecha más emblemática permitía minimizar la dosis de contingencia que la hacía derivar de la crisis

de 1808 pero devaluaba el acontecimiento que representaba la dimensión colectiva y deliberada de

los pueblos al declarar la independencia.

El listado de los sentidos que fueron adoptando las distintas periodizaciones podría continuar

hasta el presente. Pero llegados a este punto, cabe preguntarse qué nos dicen los textos

fundamentales para explorar estas cronologías. La pregunta inicial sobre el significado de las dos

fechas patrias más emblemáticas nos remite, pues, a los textos canónicos en los que se apoyan: el

Acta de instalación de la primera Junta Provisional del 25 de mayo de 1810 y el Acta de

17

Fabio Wasserman, véanse los capítulos 8, 9 y 10 de su obra ya citada. 18

Bartolomé Mitre, Historia de Belgrano y la independencia Argentina, Buenos Aires, Estrada, 1947 (la 1º edición es

de 1857 y la 4º y definitiva de 1887), tomo 1, p. 349.

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10

Declaración de la Independencia de 1816. Pero como se verá más adelante, es oportuno explorar un

tercer texto, más olvidado, para arrojar luz sobre ciertos silencios y sobre la disputa por la memoria

hasta aquí reseñada. El “Manifiesto que hace a las naciones el Congreso General Constituyente de

las provincias Unidas del Río de la Plata, sobre el tratamiento y crueldades que han sufrido de los

españoles, y motivado la declaración de su independencia”, publicado el 25 de octubre de 1817,

completa el análisis de los textos seleccionados.

La doble fidelidad

El Acta del 25 de mayo de 1810 que consagró la formación de la primera Junta provisional

nació en un contexto de gran agitación en Buenos Aires. Tal agitación había estado precedida por la

crisis generada con las invasiones inglesas y, por supuesto, por la acefalía de 1808. La ocupación

británica había dejado como legado la deposición del virrey Sobremonte por una junta de guerra

que había asumido la forma de un cabildo abierto y el ascenso al cargo -en calidad de interino- por

parte de Santiago de Liniers, héroe de la reconquista y defensa de la capital, consagrado tanto por la

“aclamación popular” –según el testimonio del acta capitular- como por los nuevos criterios de

reemplazo para dicho cargo impuesto en esos meses por la Corona. La crisis de 1808 tomó, pues, al

virreinato en una situación de disputa entre los principales poderes coloniales: el virrey interino, el

cabildo de la capital, la Audiencia de Buenos Aires y las autoridades de Montevideo. Frente a los

acontecimientos peninsulares, las alternativas abiertas en el Río de la Plata se encuadraron en ese

clima de disputa y de provisionalidad experimentado desde la deposición del virrey. La formación

de una junta en Montevideo en septiembre de 1808 y el intento de formar una junta por parte del

cabildo de Buenos Aires el 1 de enero de 1809 -declarándose ambas subalternas de la de Sevilla

pero con la voluntad explícita de deponer al virrey Liniers- son claros ejemplos de esa disputa

interna. Por otro lado, la alternativa carlotista que encontró apoyo en algunos grupos criollos, como

asimismo la formación de juntas en Chuquisaca y La Paz en 1809, cuestionando estas últimas tanto

la opción carlotista como la continuidad de Liniers al frente del virreinato, expresaban la

complicada trama tejida en la región a partir de los hechos de Bayona. En todos los casos se ponían

de manifiesto diversas opciones autonomistas que, sin cuestionar la lealtad al rey Fernando VII,

mostraban distintas alternativas dentro del marco de la fidelidad monárquica y una temprana

desconfianza –incluida las propias autoridades coloniales- hacia las autoridades sustitutas del rey en

la península.19

19

Para un análisis más detallado de este proceso puede consultarse Marcela Ternavasio, Historia de la Argentina, 1806-

1852, colección Biblioteca Básica de Historia, Buenos Aires, Siglo XXI, 2009.

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11

En ese escenario, la llegada de la noticia de la disolución de la Junta Central movilizó a los

grupos criollos más involucrados en los asuntos públicos desde las invasiones inglesas –

especialmente a las milicias nacidas de ese acontecimiento- desatando los hechos conocidos como

la “semana de mayo”. El virrey Cisneros –que desde mediados de 1809 había reemplazado al

interino virrey Liniers- se vio forzado a convocar a un cabildo abierto el 22 de mayo, al que fueron

invitados por esquela 450 vecinos de la ciudad capital pero al que sólo asistieron poco más de 250.

Entre los presentes se encontraban funcionarios, magistrados, sacerdotes, oficiales del ejército y

milicias y vecinos distinguidos de la ciudad. Los participantes del cabildo abierto votaron ese día

una decisión crucial: deponer al virrey de su cargo por haber caducado la autoridad que lo había

designado. Por cierto que la votación no fue unánime: sesenta y nueve asistentes fueron partidarios

de la permanencia del virrey, mientras que la gran mayoría apoyó la posición de poner fin a la

autoridad virreinal.20

Además de deponer al virrey, ese 22 de mayo se decidió que el cabildo de la capital

asumiera el mando como gobernador y que en tal calidad se encargara inmediatamente de formar

una Junta de gobierno para tutelar los derechos del Rey Fernando VII. Al día siguiente, el cabildo

hizo un intento de integrar a Cisneros en esa Junta, pese a lo acordado en el cabildo abierto. Se

trataba, no obstante, de una inclusión sui-generis: se lo hizo abdicar previamente de su cargo para

designarlo como presidente de la Junta sin la calidad de virrey. Tal resolución desató la “agitación

popular” –según indican las actas del 24 de mayo- y la redefinición de la Junta formada el día

anterior.21

Finalmente, el 25 de mayo, y como producto de un petitorio elevado por los sectores

movilizados en la plaza mayor –liderado por el regimiento de Patricios- quedó conformada la

primera Junta provisional de nueve miembros.22

El Acta de constitución de la junta establecía once artículos de los cuales se desprenden cuatro

cuestiones básicas.23

La primera es que los miembros de la Junta debían prestar juramento

comprometiéndose a “conservar la integridad de esta parte de los dominios de América a nuestro

amado Soberano, el Sr. D. Fernando VII y sus legítimos sucesores”. La segunda es que al ser

reconocidos “por depositarios de la autoridad superior del virreinato” y estar obligados a “observar

20

“Acta del Cabildo Abierto”, Buenos 22 de mayo de 1810”, en Biblioteca de Mayo. Colección de Obras y

Documentos para la Historia Argentina, Tomo XVIII, Buenos Aires, Senado de la Nación, 1966, pp.16071-16092. 21

“Acuerdo del Cabildo”, 23 de mayo, “Acuerdo del Cabildo”, 24 de mayo, “Segundo Acuerdo del Cabildo”, 24 de

mayo de 1810, en Biblioteca de Mayo, Tomo XVIII, pp. 16093-16101. 22

“Petición del pueblo elevada al Cabildo”, 25 de mayo de 1810, y “Acuerdo del Cabildo”, 25 de mayo de 1810, en

Biblioteca de Mayo, Tomo XVIII, pp. 16103-16114. La Junta estuvo presidida por Cornelio Saavedra, a quien se le

confirió el supremo mando militar; sus secretarios fueron Mariano Moreno y Juan José Paso, y el resto de los vocales

Manuel Belgrano, Juan José Castelli, Miguel de Azcuénaga, Manuel Alberti, Domingo Matheu y Juan Larrea. 23

“Segundo Acuerdo del Cabildo”, Buenos Aires 25 de mayo de 1810, en Biblioteca de Mayo, Tomo XVIII, pp.16115-

16117.

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12

puntualmente las leyes del reino”, quedaban limitados a conservar el orden vigente. Tal limitación

se observa, además, en la estrecha dependencia bajo la cual permaneció la Junta respecto del

cabildo de la capital al establecer el acta que, en caso de que los miembros de la Junta faltasen a sus

deberes, aquél podía “proceder a la deposición con causa bastante y justificada, reasumiendo el

Exmo. Cabildo, para este solo caso, la autoridad que le ha conferido el pueblo”. De esta manera se

hacía explícito que el depositario de la soberanía vacante era el ayuntamiento capitalino y que a

través de su conducto –dada la autoridad conferida por el pueblo- se le delegaba a la Junta tal

depósito. La tercera cuestión es que el Acta estipulaba que los miembros de la Junta debían “quedar

excluidos de ejercer el poder judiciario, el cual se refundirá en la Real Audiencia, a quien se pasarán

todas las causas contenciosas que no sean de gobierno”. El artículo citado circunscribía las

atribuciones de la Junta pero al mismo tiempo restringía a la Audiencia. Lo novedoso era que el alto

tribunal ya no podría tratar los asuntos de gobierno como lo había hecho en el período precedente.

Se le quitaba así a la Audiencia el poder de gobernar –atributo que ésta había utilizado

recientemente en Buenos Aires en ocasión de las invasiones inglesas de 1806 y 1807- mientras la

Junta debía limitarse en el ejercicio de la justicia en la medida en que sus miembros no asumían el

carácter de magistrados. Finalmente, el cuarto punto a subrayar es que si bien el cabildo capitalino

se erigía en el cuerpo a partir del cual emanaba la autoridad de la Junta. –siguiendo el poder

jurisdiccional que le era propio, según la legalidad heredada-, había un reconocimiento implícito al

principio de retroversión de la soberanía a los pueblos al establecerse en el acta que, sin pérdida de

tiempo, se les encargase a los cabildos del resto del virreinato la convocatoria de “la parte principal

y más sana del vecindario, para que, formado un Congreso de solos los que en aquella forma

hubiesen sido llamados, elijan sus Representantes, y estos hayan de reunirse a la mayor brevedad en

esta Capital para establecer la forma de gobierno que se considere más conveniente”.24

Tal reconocimiento, sin embargo, estaba acompañado por la siguiente cláusula: “instalada la

Junta, se ha de publicar en el término de quince días una expedición de 500 hombres para auxiliar

las provincias interiores del reino; la cual haya de marchar a la mayor brevedad”.25

La invitación,

entonces, a elegir representantes a la Junta se inscribía en la clara voluntad de exigir a los pueblos

una explícita obediencia a la nueva autoridad. Para ello, desde su sede en Buenos Aires, la Junta

intentó transformar sus milicias en ejércitos destinados a garantizar la fidelidad de los territorios

dependientes y con ellos se lanzó a conquistar su propio virreinato. El primer foco de resistencia a

la Junta tuvo su epicentro en Córdoba y el mismo fue duramente reprimido en agosto de 1810, al

24

Ibidem. 25

Ibidem.

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13

ordenar aquélla pasar por las armas a sus responsables, entre los que se encontraba el gobernador

intendente de la jurisdicción, Gutiérrez de la Concha, y el héroe de la reconquista, Santiago de

Liniers. Un escarmiento ejemplar que no fue necesario repetir: la mayoría de las ciudades, luego de

ciertos vaivenes y cavilaciones, fueron aceptando obedecer a la Junta.

En las ciudades dependientes de la intendencia de Córdoba, los cabildos de San Luis y San

Juan adhirieron al nuevo gobierno, mientras que en Mendoza dicha adhesión se consiguió con la

llegada de refuerzos de Buenos Aires, frente a la oposición que en un principio exhibió el

comandante de armas de la región. En la intendencia de Salta, el cabildo expresó inmediatamente su

apoyo al nuevo orden mientras que el gobernador intendente, Nicolás Severo de Isasmendi, luego

de reconocer a la Junta, se pronunció contra los “enemigos de la causa del rey”. Nuevamente fueron

las fuerzas expedicionarias llegadas desde Buenos Aires las que volcaron la suerte a favor de la

Junta. Las ciudades dependientes de Salta fueron adhiriendo en diversos momentos: mientras el

cabildo de Jujuy prestó su obediencia luego de la derrota y reemplazo del gobernador intendente,

los cabildos de Tucumán y Santiago del Estero lo hicieron antes de dicho reemplazo y Catamarca

prestó su adhesión sin reticencias. En el litoral, las ciudades dependientes de Buenos Aires no

tenían, como las otras, la autoridad intermedia del gobernador intendente, puesto que poco después

de creado el virreinato, la autoridad del virrey reunió en sus manos la de la gobernación intendencia.

La situación se presentó, así, menos problemática para Buenos Aires ya que Santa Fe, Corrientes y

las Misiones manifestaron su inmediata lealtad, mientras que en Entre Ríos se complicó por la

intervención de la flota realista de Montevideo.

En todos los casos, lo fundamental era obtener el apoyo de los cabildos, en la medida en que

el principio de retroversión de la soberanía a los pueblos involucraba directamente a los

ayuntamientos como cuerpos representativos de esos pueblos. Los gobernadores intendentes, en

cambio, eran delegados directos del monarca y en tal carácter fácilmente reemplazables en caso de

no mostrase leales a los mandatos de la capital. De hecho así se hizo: Isasmendi fue reemplazado en

Salta por Chiclana; en Córdoba, luego de la represión de los disidentes, fue designado Pueyrredón.

En las jurisdicciones dependientes de Salta y Córdoba se reemplazaron muchos de los comandantes

de armas por personajes leales al nuevo orden, mientras que en Misiones, Corrientes, Entre Ríos y

Santa Fe se nombraron gobernadores militares en relevo de los tenientes gobernadores.

Pero no en todas las jurisdicciones Buenos Aires lograría tener éxito. Fue precisamente en

aquellas intendencias más lejanas y menos integradas a esa suerte de tardía invención que fue el

virreinato del Río de la Plata donde se expresaron las mayores resistencias –Paraguay y el Alto

Perú- y en la más cercana pero siempre conflictiva gobernación militar de la Banda Oriental. En la

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14

provincia del Paraguay, un cabildo abierto celebrado el 24 de julio en Asunción reconoció al

Consejo de Regencia. La expedición militar enviada allí al mando de Manuel Belgrano fue

derrotada y la autonomía proclamada por Paraguay respecto de Buenos Aires se constituyó en un

punto de no retorno. El Alto Perú, si bien fue liberado del dominio español por las fuerzas militares

dirigidas desde Buenos Aires a fines de 1810, ese avance se revelaría efímero a muy corto andar. Y

Montevideo, tradicional competidora comercial y política de Buenos Aires donde estaban apostadas

las fuerzas navales españolas, constituyó durante varios años el foco realista más preocupante para

el gobierno asentado en Buenos Aires.

En el marco de ese inexorable avance militar se fueron desarrollando las elecciones para

designar representantes a la Junta. Estas elecciones, realizadas en gran parte bajo el formato establecido

para la elección de diputados a la Junta Central de 1809, se hicieron en cabildos abiertos –y por lo tanto

en poblados que tenían la calidad de ciudad- con los vecinos más respetables convocados a tal efecto.26

Los diputados electos fueron llegando a Buenos Aires y en diciembre de 1810, ya todos reunidos, se

reveló el primer conflicto abierto dentro del nuevo gobierno. El conflicto dejaba al desnudo las

diferencias entre sus miembros respecto al rumbo que pretendían darle al curso de acción

emprendido en mayo. Tales diferencias se expresaron en términos jurídicos: o los diputados electos

en las ciudades se incorporaban en calidad de miembros de la Junta o con ellos se formaba un

congreso constituyente. Pero lo que cabe destacar, vinculado al texto fundamental, es que ambas

posiciones podían legitimarse y argumentarse a partir de las ambigüedades y contradicciones que

presentaban el Acta del 25 de mayo y las circulares posteriores que convocaron a elegir diputados.

La expresión “establecer forma de gobierno” que figuraba en la primera y la de elegir diputados

para integrarse a la junta que figuraba en las segundas promovió no sólo una gran confusión -

producto de la incertidumbre jurídica vivida en aquella coyuntura y de la escasa o casi nula

experiencia de los nuevos líderes políticos en asuntos de esta naturaleza- sino también la

oportunidad de ser utilizadas ambas expresiones como instrumentos de disputa política entre dos

grupos que, dentro de la Junta, habían comenzado ya a distinguirse.27

El secretario Mariano Moreno lideró uno de esos grupos y la posición de que los diputados

debían formar un congreso destinado a dictar una constitución y a establecer una forma de gobierno.

Por su parte, el presidente, Cornelio Saavedra, junto a los nueve representantes del interior,

apoyaron la moción de formar una junta ampliada. La primera posición planteaba una estrategia

26

Marcela Ternavasio, La revolución del voto. Política y elecciones en Buenos Aires, 1810-1852. Buenos Aires, Siglo

XXI, 2002. 27

"Circular de la Junta provisional gubernativa a los pueblos del Virreinato anunciándoles su instalación e invitándolos a

enviar diputados vocales”, Buenos Aires 27 de mayo de 1810, en Biblioteca de Mayo, Tomo XVIII, pp. 16139-16141.

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15

más radicalizada, en la medida en que un congreso destinado a dictar una constitución implicaba

abandonar el simple depósito de la soberanía para transformar el orden vigente y abrir, en

consecuencia, el camino a la emancipación definitiva. La segunda era más conservadora en el literal

sentido del término: formar una junta de ciudades implicaba mantenerse dentro del orden jurídico

hispánico, pero también dentro de la autonomía lograda en mayo de 1810 asumiendo el depósito de

la soberanía del monarca, ahora en manos de un cuerpo que representaba ya no sólo a la capital sino

al conjunto de ciudades que habían aceptado reasumir parte de esa soberanía. De manera que, en

este caso, el término conservador no significaba sumisión a la metrópoli sino mantener un rumbo

político prudente, muy atento a los acontecimientos de la península, pero a la vez renuente a

participar del experimento constitucional que se llevaba a cabo en Cádiz. El triunfo en ese momento

de la segunda postura, si bien no hizo torcer el rumbo del unánime rechazo a la experiencia

gaditana, consolidó el consagrado en el Acta del 25 de mayo, cuando en el artículo undécimo se

estipuló que a los diputados se los dotase de poderes e instrucciones “jurando en dicho poder no

reconocer otro soberano que al Sr. D. Fernando VII y sus legítimos sucesores según el orden

establecido por las leyes, y estar subordinado al gobierno que legítimamente les represente”.

Una doble fidelidad se exigía entonces: al rey cautivo y a la nueva Junta con sede en Buenos

Aires que lo representaba en su ausencia. Como sabemos, sobre la matriz de esta doble fidelidad

inicial se desarrollaron las ambivalencias y disputas experimentadas por los actores entre 1810 y

1816, cuando navegaron entre la autonomía y la independencia. Disputas en las que no me voy a

detener sino para decir que sus modulaciones se dieron al ritmo de sucesivos cambios de gobierno

que exhibieron posiciones cambiantes respecto al vínculo con la península y de una guerra civil

entre defensores y detractores del nuevo orden que gradualmente fue convirtiéndose en una guerra

de independencia.28

Tal desplazamiento se advierte con la sanción de la carta gaditana, que mostró

el rechazo de los liberales españoles a negociar un estatus de autonomía para América, y luego con

la restauración monárquica que reveló la voluntad de la corona de regresar al sistema de coloniaje

diseñado por las reformas borbónicas. En ese arco temporal, el enemigo fue asumiendo un rostro de

mayor alteridad definiéndose cada vez más claramente un partido americano versus un partido

español.

28

Sobre los avatares experimentados entre 1810 y 1816 en el Río de la Plata puede consultarse: Marcela Ternavasio,

Gobernar la revolución. Poderes en disputa en el Río de la Plata, 1810-1816, Buenos Aires, Siglo XXI, 2007.

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16

La independencia y sus silencios

En 1815, la situación se presentaba crítica para los rioplatenses. El avance de las fuerzas

realistas en casi toda la América hispana insurgente parecía aplastante. Fernando VII volvía al trono

con la firme voluntad de recuperar sus dominios y de castigar ya no sólo a las colonias rebeldes sino

también a los diputados de las Cortes que habían sancionado la Constitución de 1812. Por otro lado,

el ejército del norte prácticamente se autogobernaba con el apoyo de las provincias del Noroeste, el

Alto Perú estaba definitivamente perdido y el norte quedaba bajo la defensa de Martín de Güemes.

En ese escenario, el primer congreso constituyente reunido en el Río de la Plata entre 1813 y 1815

era disuelto por una revolución armada. Si bien dicho congreso representó en sus primeros tramos el

momento más radical de la revolución iniciada en 1810, no alcanzó a declarar la independencia ni a

dictar constitución alguna. Acusado de despótico y centralista, y en plena disputa armada con los

grupos federales liderados por José Gervasio Artigas de la Banda Oriental, el gobierno directorial

fue reemplazado por el Cabildo de Buenos Aires, el cual formó un gobierno provisorio que quedó a

cargo de Álvarez Thomas como Director Supremo y de una Junta de Observación de cinco

miembros. Dicha junta tenía el encargo de dictar un Estatuto Provisorio para reglar la conducta y

facultades de las nuevas autoridades. El Estatuto estuvo listo a comienzos de mayo de 1815 y en él

se asumió el compromiso de convocar a un nuevo congreso constituyente a realizarse en la ciudad

de Tucumán.

Tres novedades fundamentales estableció el estatuto bajo el cual se realizaron las elecciones de

diputados al congreso de 1816. La primera fue, a diferencia de los reglamentos anteriores que

habilitaban a votar sólo a las ciudades con cabildo y a sus vecinos, incorporar a la campaña en el

régimen representativo. La segunda consistió en abandonar las jerarquías territoriales que fijaban el

número de representantes según la calidad de ciudad –capital, cabecera o subalterna- para adoptar el

principio que adecuaba el número de diputados de cada sección electoral a su cantidad de habitantes.

La tercera innovó respecto de las calidades de electores y elegidos. Hasta esa fecha, no se disponía de

estatutos que fijaran claramente tales calidades: a la condición de vecino se había sumado luego la de

“hombre libre” y la de haber demostrado lealtad al nuevo orden, quedando indefinidas cuestiones clave

como, por ejemplo, la edad mínima para acceder al sufragio. Las disposiciones del estatuto fijaron no

sólo una edad mínima de 25 años y el requisito de que el votante “haya nacido y resida en el territorio

del Estado", sino que además se excluía a los “domésticos asalariados” y a los que no tenían

“propiedad u oficio lucrativo y útil al país".29

29

“Estatuto Provisorio de 1815”, en Estatutos, Reglamentos y Constituciones Argentinas (1811-1898), Buenos Aires,

Universidad de Buenos Aires, 1956, pp. 33 y sgtes.

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17

El congreso abrió sus sesiones el 24 de marzo de 1816. En él no estaban representadas todas

las provincias pertenecientes al Virreinato del Río de la Plata creado en 1776. Las ausencias

obedecieron a distintas razones: algunas provincias estaban dominadas por las fuerzas leales a la

península (tales los casos de las ubicadas en el Alto Perú); otras, como las del litoral y la Banda

Oriental, expresaban su disidencia frente a la política centralista que Buenos Aires había procurado

imponer desde 1810; y Paraguay había iniciado un camino autónomo tanto respecto de la metrópoli

como de los gobiernos revolucionarios instalados en la capital rioplatense. En el momento de

apertura del congreso se hallaban en Tucumán los diputados por Buenos Aires (cinco), Tucumán

(dos), San Luis (uno), Catamarca (dos), La Rioja (uno), Mendoza (dos), San Juan (dos), Charcas

(dos), Chichas (uno), Córdoba (dos) y Mizque (uno). En sus primeros tramos, el congreso debió

atender informes sobre disensiones internas en ciertas provincias, activadas tanto por la elección de

diputados como por la situación bélica que se vivía, y hacerse cargo de asuntos menores que

impedían a sus diputados dedicarse a debatir las cuestiones para las cuales habían sido llamados:

definir el estatus jurídico del nuevo orden político y dictar una constitución. Finalmente, una

comisión de tres miembros surgida del seno del congreso presentó una “Nota de las materias de

primera y preferente atención para las discusiones y deliberaciones del Soberano Congreso” donde

figuraba como prioritaria la declaración solemne de la independencia y del manifiesto de dicha

declaración. Se estipulaba, además, la celebración de pactos generales con las provincias y pueblos

de la unión preliminares a la constitución, la discusión de la forma de gobierno más conveniente, la

elaboración de un proyecto de constitución y la necesidad de establecer un plan para sostener la

guerra.30

El 9 de julio se procedió entonces a dar cumplimiento al primer objeto de la nota y se declaró

la independencia por unanimidad de votos “sin discrepancia de uno solo”. En el Acta, luego de

observarse que “era universal, constante y decidido el clamor del territorio entero por su

emancipación solemne del poder despótico de los reyes de España”, los diputados declararon en

nombre de los pueblos y como representantes de las Provincias Unidas de Sud América, “romper

los violentos vínculos que las ligaban a los Reyes de España, recuperar los derechos que fueron

despojadas, e investirse del alto carácter de una Nación libre e independiente del Rey Fernando VII

sus sucesores y Metrópoli”.31

A los pocos días, el Acta de Declaración sufrió una modificación, al

30

El Redactor del Congreso Nacional, 23 de agosto de 1816, nº 6, pp. 213-215. 31

El Redactor del Congreso Nacional, 23 de agosto de 1816, nº 6, pp. 216-217. El Acta de la declaración de

independencia fue obra del diputado José Mariano Serrano, representante por Charcas.

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18

elaborarse el Acta de Juramento y agregársele a ésta que la independencia se declaraba también

frente “a toda otra dominación extranjera”32

.

El Acta de Juramento mereció una discusión considerable. En primer lugar surgió el

interrogante de si las provincias debían jurar la independencia. Mientras algunos diputados

consideraban innecesario este gesto, en la medida en que mediante el juramento de reconocimiento

y obediencia al congreso efectuado previamente por las provincias quedaba implícita la obediencia

a todas sus disposiciones, otros adujeron –exhibiendo la frágil situación del momento- que eran

necesarias todas las exteriorizaciones posibles de adhesión a la independencia. Triunfó esta segunda

posición, acordándose que el juramento debían hacerlo los propios miembros del congreso, todas

las corporaciones civiles y eclesiásticas de cada provincia y que debía publicarse por la prensa y

hacer imprimir 3000 ejemplares del acta de declaración de la independencia para “difundir en todos

los puntos del país”. De esos 3000 ejemplares se estipuló que 1500 se imprimieran en castellano,

1000 en quichua y 500 en aymará.33

Cabe destacar que esta tarea de impresión no le demandaría al gobierno una gran inversión en

papel, puesto que el Acta de julio era sumamente escueta. En realidad, de su texto es muy poco lo

que puede decirse como es limitado lo que puede extraerse del debate dado que, al igual que las

actas públicas de las sesiones del congreso de 1813-1815, las correspondientes al congreso que

declaró la independencia han desaparecido. La principal fuente para acceder a los resúmenes

comentados de dichas sesiones –que debieron exponerse en varios tomos manuscritos- es El

Redactor del Congreso Nacional 1816-1819, publicación semanal redactada por fray Cayetano

Rodríguez. En este contexto de escasez testimonial, el punto tal vez más relevante a destacar es el

referido al vocablo utilizado para proclamar la nueva condición jurídica de la región. La

grandilocuentre expresión Sud América, a la vez que mostraba la afirmación de una identidad

americana alentada por las guerras de independencia, reflejaba las ambigüedades del momento y la

profunda incertidumbre respecto a cuál sería la geografía que finalmente quedaría incluida en el

nuevo orden político liderado desde Buenos Aires.34

En este sentido, aún cuando el congreso inició

sus sesiones con una estrategia pacificadora al hacer jurar a sus diputados en nombre de “los

pueblos” (y no de una “nación” única e indivisible como lo hizo el congreso precedente, desatando

disidencias y conflictos que culminaron con su disolución en 1815), es preciso subrayar que el

32

El Redactor del Congreso Nacional, 23 de agosto de 1816, nº 6, pp. 217-218. La modificación fue propuesta por el

diputado Pedro Medrano, representante por Buenos Aires, y aprobada el 19 de julio de 1816. 33

El Redactor del Congreso Nacional, Sesión del 29 de julio de 1816, p. 239. 34

Cabe aclarar que la fórmula adoptada en el Acta de Independencia del 9 de julio de “Provincias Unidas de Sud

América” fue modificada en el Acta de Juramento del 19 de julio por “Provincias Unidas en Sudamérica”. Véase Emilio

Breda, Proclamación y jura de la independencia en Buenos Aires y las provincias, Buenos Aires, Casa Pardo, 1966.

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19

incierto contorno que habría de adquirir la nueva entidad política proclamada en 1816 no dependía

solamente del futuro derrotero de la guerra de independencia sino también de la capacidad de

negociación de las elites para alcanzar un acuerdo estable bajo una forma de gobierno consensuada

con las regiones disidentes que reclamaban sus derechos a la autonomía y autogobierno. A esa

altura, la disputa entre posiciones centralistas y confederacionistas nacida poco después de 1810

había alcanzado su climax con el avance de las fuerzas artiguistas en el litoral.

Ahora bien, dicho esto, ¿cuánto más se puede extraer de un acta tan concisa? Si la

historiografía se ha detenido siempre más en el conflictivo contexto –externo e interno- en el que

dicha declaración se produjo es, en gran parte, porque el texto no amerita mayores reflexiones. Pero

si nos detenemos en algunos de sus silencios, tal vez podamos hacer algunas inferencias respecto de

las polivalencias señaladas al comienzo.

El silencio más llamativo es el referido a las razones que llevaron a la declaración de la

independencia. El acta no expresa ninguna razón ni justificación de los motivos que condujeron a

los congresales a romper definitivamente los vínculos con la Corona española. Un silencio que sólo

puede naturalizarse desde las perspectivas canónicas que interpretaron a la independencia como el

corolario inevitable de lo ocurrido en 1810 o atendiendo a la casi desesperante situación bélica y

política en la que se encontraba sesionando ese congreso, prácticamente aislado en medio de los

distintos frentes de batalla. La declaración se hacía entonces necesaria para transformar la guerra

civil en una guerra reglada y deslegitimar así la calificación de insurgentes con la que las

autoridades de la metrópoli habían condenado a los movimientos surgidos en 1810. José de San

Martín tenía muy claro este propósito, cuando en abril de 1816, a cargo de la gobernación

intendencia de Cuyo y en pleno proceso de formación del Ejército de los Andes, presionaba al

congreso por intermedio del diputado por Mendoza, Godoy Cruz, a acelerar tal declaración: “Los

enemigos (y con mucha razón) nos tratan de insurgentes, pues nos declaramos vasallos. Esté usted

seguro que nadie nos auxiliará en tal situación”35

. No obstante, cuando la declaración de la

independencia se hizo efectiva, el mismo San Martín se mostró sorprendido por el silencio aludido:

“Ha dado el Congreso el golpe magistral en la declaración de la independencia; sólo hubiera

deseado que al mismo tiempo hubiera hecho una pequeña exposición de los justos motivos que

tenemos los americanos para tal proceder”.36

Pero los justos motivos no aparecían en el lacónico

35

Carta de José de San Martín a T. Godoy Cruz, Mendoza 12 de abril de 1816, citada en Ricardo Caillet-Bois, “El

directorio, las provincias de la Unión y el Congreso de Tucumán (1816-1819), en Ricardo Levene, Historia de la

Nación Argentina, vol. 6, Academia Nacional de la Historia, Buenos Aires, El Ateneo, 1962, p. 541. 36

José de San Martín, 16 de julio de 1816, ibidem, p. 541.

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20

texto de julio, ni éste estaba acompañado de ningún manifiesto como había estipulado la “Nota” que

los congresales aprobaron antes de la declaración.

Si comparamos el Acta de 1816 con la extensa declaración de independencia del Congreso

Continental de los Estados Unidos del 4 de julio de 1776, los contrastes no pueden ser mayores. El

Acta de 1776 –como es de sobra conocido- comenzaba con una justificación de carácter doctrinario

al invocar las leyes de la naturaleza y los derechos que de ellas se derivan:

“que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos

derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la

felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los

gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que

cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el

pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se

funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio

ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad”. 37

Sólo después de haber presentado tales principios, el Acta de 1776 se detenía a enumerar el

catálogo de hechos que, luego de “una larga serie de abusos y usurpaciones, dirigida

invariablemente al mismo objetivo”, dejaba demostrado “el designio de someter al pueblo a un

despotismo absoluto” y, en consecuencia, el “derecho” y el “deber” de ese pueblo de “derrocar ese

gobierno y establecer nuevos resguardos para su futura seguridad”.38

En ese catálogo, como se ha

siempre subrayado, figuraba en primer plano la negativa de la Corona británica a conceder

representación a sus colonias.

Si bien el doble registro en el que se inscribió el Acta de los Estados Unidos para justificar su

ruptura con la metrópoli –el de los derechos y el de los hechos- es un tema que hoy sigue

mereciendo atención y debate,39

no puede dejar de señalarse que ese doble registro estuvo

prácticamente ausente –o escasamente presente- en las distintas actas de independencia de las

revoluciones hispanoamericanas. Una salvedad a esta última afirmación es la primera declaración

de independencia de Venezuela. Tal vez por ser pionera en asumir la posición más radical en

Hispanoamérica (o por la siempre destacada “influencia” que en ella habría jugado la declaración de

las colonias del norte de 1776) , el Acta de Independencia de la Confederación Americana de

Venezuela del 5 de julio de 1811 incluyó una dilatada explicitación de las razones que llevaron a los

pueblos firmantes a erigirse en “Estados libres, soberanos e independientes y que están absueltos de

37

“Declaración de independencia de los Estados Unidos de América”, 4 de julio de 1776. 38

Ibidem. 39

Véase al respecto la ponencia presentada en este coloquio por Pauline Maier, “Political Independence, Cultural

Continuity: the American Declaration of Independence in a Britsh Context”.

Page 21: Marcela Ternavasio. Los laberintos de la libertad

21

toda sumisión y dependencia de la Corona de España o de los que se dicen o dijeren sus apoderados

o representantes”.40

No obstante, a diferencia del Acta de los Estados Unidos, tales razones se

concentraron -y comenzaron a ser enunciadas- dentro del registro de los hechos y no de los

derechos. Así lo exponían los constituyentes venezolanos en el primer párrafo al declarar que

deseaban “patentizar al universo las razones que han emanado de estos mismos acontecimientos y

autorizan el libre uso que vamos a hacer de nuestra soberanía”, aclarando a continuación que “no

queremos, sin embargo, empezar alegando los derechos que tiene todo país conquistado, para

recuperar su estado de propiedad e independencia”.

Los acontecimientos se enumeran en orden cronológico. Si la formación de la primera junta

provisional del 19 de abril de 1810 constituyó el punto de partida, es preciso destacar que la misma

fue presentada como una “consecuencia de la jornada de Bayona y la ocupación del trono sin

nuestro consentimiento”. Las abdicaciones de Bayona eran consideradas ilegítimas, no por la acción

de Napoleón sino por la renuncia a la Corona por parte de los Borbones, quienes “abandonando el

territorio español, contra la voluntad de los pueblos, faltaron, despreciaron y hollaron el deber

sagrado que contrajeron con los españoles de ambos mundos, cuando, con su sangre y sus tesoros,

los colocaron en el trono a despechos de la Casa de Austria”. Proseguía el acta destacando que las

autoridades sustitutas del rey humillaron a los americanos, fieles a ellas, al adjudicar una

representación mayoritaria a la península y al declarar luego rebeldes e insurrectos a quienes,

siguiendo el ejemplo de España, formaron sus propias juntas leales al monarca cautivo, para añadir

que las Cortes de Cádiz no hicieron más que disponer “arbitrariamente de nuestros intereses bajo el

influjo y la fuerza de nuestros enemigos”. Una vez establecidos los hechos que condujeron a

permanecer por “tres años en una indecisión y ambigüedad política”, el Acta venezolana se cierra

con la invocación al “uso de los imprescriptibles derechos que tienen los pueblos para destruir todo

pacto, convenio o asociación que no llenan los fines para que fueron instituidos los gobiernos” y al

deber de “proveer a nuestra conservación, seguridad y felicidad, variando esencialmente todas las

formas de nuestra anterior constitución”.41

Más allá de que en el caso venezolano la relación entre principios y orden acontecimental esté

invertido respecto del norteamericano, es oportuno subrayar la presencia de ambos registros, aún

cuando el segundo predomine sobre el primero. En el Acta de Independencia de las Provincias

Unidas de Sud América no aparece, en cambio, justificación alguna, tal como se lamentaba San

Martín. No sólo eso; hubo que esperar más de quince meses para que los constituyentes cumplieran

40

“Acta de independencia de Venezuela”, 5 de julio de 1811, en Pensamiento político de la emancipación (1790-1825),

Biblioteca de Ayacucho, Barcelona, 1985, pp. 105-109. 41

Ibidem.

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22

con lo estipulado en la “Nota” que jerarquizaba las materias a tratar por el congreso y se decidieran

a publicar el “Manifiesto que hace a las naciones el Congreso General Constituyente de las

provincias Unidas del Río de la Plata, sobre el tratamiento y crueldades que han sufrido de los

españoles, y motivado la declaración de su independencia”. Este documento representa entonces un

texto fundamental no sólo porque viene a llenar el silencio del Acta que declaró la independencia,

sino también por el orden argumental en el que se inscribe y por lo que tiene para decirnos respecto

de las tensiones y ambivalencias que habrían de heredar los contemporáneos en sus intentos de

construcción de una memoria en torno a la revolución y la independencia.

Una tardía justificación

El congreso constituyente reunido en Tucumán, una vez declarada la independencia debió

plantearse las dificultades derivadas de su lejanía del centro de poder porteño hasta decidirse su

traslado a Buenos Aires en marzo de 1817. El desafío era ahora organizar y fijar una forma de

gobierno y los mecanismos que habrían de materializar los principios en los que se fundaba la

nueva lengua constitucional. La futura constitución, además de adoptar una forma de gobierno

monárquica o republicana, centralista o federal, debía seleccionar y especificar mecanismos

representativos y de distribución del poder, tanto a nivel funcional como territorial.42

La prensa

periódica se hizo eco de los debates desarrollados en el congreso, plagándose sus páginas de

polémicas en torno a los modelos constitucionales. Entre tales modelos, el de Cádiz, aunque

considerado por muchos en diversos aspectos, no podía ser invocado por su propio nombre sin

correr el riesgo de ser denostado públicamente. La primera experiencia liberal española había

quedado como símbolo del despotismo de la península. Una imagen apenas atenuada luego del

absolutismo instaurado por Fernando VII a su regreso al trono. Las experiencias desarrolladas en

Estados Unidos, Inglaterra y Francia, fueron reinterpretadas a la luz de la restauración monárquica y

del nuevo clima político que impregnó al congreso reunido entre 1816 y 1819. En ese clima, por

cierto más conservador que el dominante en el congreso precedente, las alternativas monárquicas

alcanzaron consenso entre muchos congresistas, postulándose incluso la posibilidad de instaurar una

monarquía constitucional bajo la dinastía de los incas y sus legítimos sucesores. Pero más allá del

42

Los debates alrededor de la forma de gobierno han sido ampliamente tratados por la historiografìa, como asimismo

las vicisitudes sufridas por la Constitución sancionada en 1819, de carácter centralista y de existencia efímera. La

derrota del gobierno directorial en enero de 1820 frente a las fuerzas federales del litoral terminó de sellar el fracaso del

congreso y del Directorio y la muerte del ensayo constitucional de 1819. Véase Noemí Goldman “El concepto de

„Constitución‟ en el Río de la Plata (1750-1850)”, en Javier Fernández Sebastián y Noemí Goldman (eds), Dossier El

léxico de la política: el laboratorio conceptual iberoamericano, 1750-1850, Araucaria, nº 17, 1º semestre de 2007;

Rubén Darío Salas, Lenguaje, Estado y Poder en el Río de la Plata (1816-1827. Buenos Aires, Instituto de

Investigaciones de Historia del Derecho, 1998.

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23

formato monárquico o republicano, el mayor dilema que afectaba la discusión sobre la forma de

gobierno era definir la distribución del poder en su dimensión territorial.

En ese contexto, en el que las disputas en torno a la forma de gobierno se libraban tanto en el

plano retórico como en el de las armas –a la guerra contra los ejércitos realistas se sumaba la guerra

entre defensores y enemigos de un orden centralizado con base en la capital-, los diputados se

dispusieron a elaborar el tardío Manifiesto antes citado en el que se expresaron las justificaciones

que llevaron a la declaración de la independencia.43

Sobre la autoría del Manifiesto –que abandonó

la más ambiciosa expresión de Provincias Unidas de Sud América para regresar a la utilizada entre

1810 y 1816 de Provincias Unidas del Río de la Plata- se ha discutido si quienes lo firmaban –Pedro

Ignacio de Castro Barros y José Eugenio de Elías, presidente y secretario del congreso en esa fecha-

fueron sus verdaderos redactores, o si fue factura de los diputados Antonio Saénz o José Mariano

Serrano (autor del acta de independencia).44

Más allá de los fragmentarios testimonios que abonan

las distintas hipótesis, lo cierto es que el asunto fue objeto de debate en el interior del congreso si

nos atenemos a los dichos de fray Cayetano Rodríguez (encargado de El Redactor del Congreso)

en una carta enviada al obispo Molina, fechada el 10 de diciembre de 1817:

“El manifiesto de la independencia se trabajó por Medrano; lo presentó aquí y se

despreció. Es porque el estilo era práctico y demasiado sublime. Se mandó hacer otro a

Paso y también se reprobó con frente serena, porque dicen que había hecho un papel

jurídico y no un manifiesto… y luego sale Saénz con el suyo de puros hechos, y algunos

falsos, y ni un derecho que abone nuestra causa; pero éste se aprueba, porque audaces

fortuna juvat. Es el que corre; para mi y otros indecentes. Pero silenctium menú mihi et

tibi etiam”. 45

El testimonio de Rodríguez es relevante no sólo por revelar las dificultades para alcanzar un

consenso en el seno del congreso, sino por señalar el registro en el que se mantuvo el orden

argumental del Manifiesto –los “puros hechos”- y la ausencia a la invocación de “derechos” que

abonaran la causa independentista. Dicho registro era enunciado en el segundo párrafo del

Manifiesto:

43

“Manifiesto que hace a las naciones el Congreso General Constituyente de las provincias Unidas del Río de la Plata,

sobre el tratamiento y crueldades que han sufrido de los españoles, y motivado la declaración de su independencia”,

Buenos Aires, Imprenta de la Independencia, 1817. 44

Victor Tau Anzoátegui, “Notas sobre la revolución por la independencia en el Río de la Plata y su justificación ante

las demás naciones”, en Academia Nacional de la Historia, Tercer Congreso internacional de Historia de América,

Buenos Aires, 1961; Enrique de Gandía, “El Manifiesto a las Naciones del Congreso General Constituyente, Boletín

Americanista, nº 7-9, 1961. 45

Citado en E. de Gandía, p. 103. La cursiva es nuestra.

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24

“Prescindimos de investigaciones acerca del derecho de conquista, de concesiones

pontificias, y de otros títulos, en que los españoles han apoyado su dominación: no

necesitamos acudir a unos principios, que pudieran suscitar contestaciones

problemáticas y hacer revivir cuestiones, que han tenido defensores por una y otra parte.

Nosotros apelamos a los hechos, que forman un contraste lastimoso de nuestro

sufrimiento con la opresión y sevicia de los españoles”.46

El punto de partida marca una notable diferencia con los ejemplos antes citados de Estados

Unidos y Venezuela. En el caso venezolano, además, al Acta de declaración de independencia se le

sumó pocos días después (30 de julio de 1811) el “Manifiesto al mundo de la Confederación de

Venezuela” cuya redacción es atribuida a Juan Germán Roscio. Aunque el documento de Roscio no

es objeto de estas reflexiones, es oportuno subrayar que en ese extenso texto los argumentos seguían

en gran parte los delineados en el Acta del 5 de julio y que se incluía una larga disquisición en torno

a los “justos títulos” que se iniciaba con la siguiente frase: “Que la América no pertenece al

territorio español es un principio de derecho natural y una ley de derecho positivo”.47

El primer vocablo, en cambio, que invocaba el Manifiesto rioplatense era el “honor”. En lugar

de apelar a leyes de la naturaleza o a derechos imprescriptibles, los constituyentes organizaron el

texto sobre la matriz del “honor ultrajado” por haber sido acusados de “rebelión” por el gobierno

español. Sobre la demostración de la injusticia de tal acusación se montó la justificación de la

independencia, a la que se la presentaba como producto de las circunstancias y como el “único

partido que quedaba”. En esa matriz, la denuncia de tres siglos de dominación apuntaba a destacar

que las crueldades, destrucción, explotación, degradación y exclusivismo (según los términos

utilizados en el texto) no habían conducido a los americanos a rebelarse, como ocurrió en otras

regiones dominadas. Los ejemplos de Holanda, Portugal y Estados Unidos eran citados con miras a

reforzar el anterior argumento: “hemos dado el ejemplo singular de haber sido pacientes entre tanta

degradación, permaneciendo obedientes”. Esta obediencia había sido plenamente demostrada

durante la Guerra de Sucesión, “una ocasión oportuna para redimirse de tantas vejaciones”, y a

posteriori del cambio de dinastía, cuando los americanos fueron perdiendo las esperanzas de

“suavizar” y “moderar” el sistema imperante. La denuncia de que, en ese sistema, los americanos

carecían de representación es tal vez el tópico más cercano al registro de los derechos, aunque

expuesto dentro del orden de los hechos:

46

“Manifiesto…”. 47

“Manifiesto al mundo de la Confederación de Venezuela”, 30 de julio de 1811, en Pensamiento político de la

emancipación (1790-1825), Biblioteca de Ayacucho, Barcelona, 1985, pp. 110-118

Page 25: Marcela Ternavasio. Los laberintos de la libertad

25

“Nosotros no teníamos influencia alguna directa ni indirecta en nuestra legislación: ella

se formaba en España, sin que se nos concediese el derecho de enviar procuradores para

asistir a su formación, y representar lo conveniente como los tenían las Ciudades de

España. Nosotros no la teníamos tampoco en los gobiernos, que podían templar mucho

el rigor de la ejecución.”48

A la descripción de un orden colonial que, pese a sus injusticias, exhibió la “paciencia” de los

americanos al mantener incólume su lealtad a la metrópoli, le sucede una narración mucho más

detallada de los acontecimientos ocurridos a partir de 1806 en la capital del virreinato. Las

invasiones inglesas constituyen un tópico central en el texto, no sólo porque marcan el momento de

inflexión entre el largo plazo y la corta duración, sino por las representaciones que emanan de ellas.

El abandono de la metrópoli aparece aquí en primer plano, reforzado por la figura de un virrey

(Sobremonte) caracterizado por su “imbecilidad e impericia” y, en contraste, por la defensa local de

los dominios españoles. El triunfo de las armas protagonizado por milicias locales, formadas al

calor de la ocupación británica, era presentado en el texto como una ocasión que había brindado “la

fortuna” para separarse de España y como un hecho que exhibía la deliberada decisión de seguir

siendo leales a la Corona. Los constituyentes señalaron que la victoria frente a los ingleses les había

dado la esperanza de que “se mudaría los principios de la Corte”. Esperanzas rápidamente

desvanecidas al comprobar que “la América continuó regida con la misma tirantez”.

La crisis de 1808 se inscribía, entonces, en el marco de las agitaciones y frustraciones

desatadas por las invasiones inglesas. Las abdicaciones de Bayona no eran interpretadas como

ilegítimas por las razones aducidas por los venezolanos en su Acta de 1811, sino por la usurpación

de Napoleón. Se sigue en este punto la línea argumental de la revolución española, a la que el

Manifiesto ilustraba como una agitación civil, con la plebe amotinada, en la que se “levantaban

gobiernos” que “titulándose Supremo cada uno se consideraba con derecho para mandar

soberanamente a las Américas”. Pese a tal desgobierno, el virreinato había permanecido fiel a la

Junta Central hasta que su disolución y la formación de una Regencia les hizo temer quedar

“envueltos en las mismas desgracias de la metrópoli”. La denuncia de españoles traidores que se

habían “pasado a los Franceses” los hacía dudar del nuevo gobierno de la Regencia y los impulsó a

“tomar a nuestro cargo el cuidado de nuestra seguridad, mientras adquiríamos mejores

conocimientos del estado de España”.

De manera que la formación de la Junta de mayo de 1810 era exhibida como “puramente

provisoria”, frente a la “orfandad” y “dispersión” del gobierno, a “imitación de las de España” y “a

48

Ibidem.

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26

nombre del cautivo Rey Fernando” a quien se le rindió los “sellos indelebles de fidelidad y amor”.

La imagen del rey “amado” contrastaba, entonces, con la “ferocidad” de las autoridades sustitutas

que declararon “rebeldes” a sus fieles vasallos. Tal contraposición buscaba hacer evidente el

argumento inicial del “honor ultrajado”. Un ultraje que ya no derivaba de 300 años de despotismo

sino de la actitud engañosa de las autoridades que habían declarado “a la América parte integrante

de la Monarquía” y se negaban a aceptar su nuevo estatus e incluso la mediación británica

interpuesta en esa coyuntura. La consecuencia de tal actitud fue la guerra, entendida claramente en

el texto como “guerra civil”:

“Ellos procuraron desde entonces dividirnos por cuantos medios han estado a sus

alcances, para hacernos exterminar mutuamente. Nos han suscitado calumnias atroces

atribuyéndonos designios de destruir nuestra sagrada Religión, abolir toda moralidad, y

establecer la licenciosidad de costumbres. Nos hacen una guerra religiosa, maquinando

de mil modos la turbación y alarma de conciencias, haciendo dar decretos de censuras

eclesiásticas á los Obispos Españoles, publicar excomuniones, y sembrar por medio de

algunos confesores ignorantes doctrinas fanáticas en el tribunal de la penitencia. Con

estas discordias religiosas han dividido las familias entre sí; han hecho desafectos a los

padres con los hijos; han roto los dulces vínculos que unen al marido con la esposa: han

sembrado rencores, y odios implacables entre los hermanos más queridos, y han

pretendido poner toda la naturaleza en discordia”.49

Las autoridades españolas –no los americanos- eran los iniciadores y culpables de una guerra

fraticida –no de independencia- y de haber aplicado todas las crueldades y violado el derecho de

gentes. Los cuatro años que mediaron entre la formación de la primera junta en 1810 (fecha que

nunca fue calificada en el texto como el inicio de una revolución) y la restauración monárquica

aparecían inscriptos en un detallado relato de la guerra y sus injusticias. Ni una palabra sobre los

gobiernos que se sucedieron en el Río de la Plata en ese período ni sobre las Cortes de Cádiz. Antes

bien, el brusco salto que el documento exhibe entre el relato de la guerra y la restitución al trono de

Fernando VII parece erigirse en un instrumento retórico destinado a subrayar tanto una inflexión

como una continuidad. La inflexión estaba referida a la supuesta esperanza de los criollos de que el

amado rey vendría a poner “término a tantos desastres”; la continuidad estaba marcada, en cambio,

por la repetición de la actitud precedente de declarar “amotinados” a los americanos. En esa

repetición se advertía, sin embargo, una transformación substancial: la guerra civil devendría ahora

en guerra reglada al obstinarse el rey en “levantar grandes armamentos” y “transportar a estos

países ejércitos numerosos”.

49

Ibidem.

Page 27: Marcela Ternavasio. Los laberintos de la libertad

27

En el marco de ese escenario –más bélico que político y más contingente que ajustado a

derechos- los constituyentes concluyeron su Manifiesto declarando que la independencia fue “el

único partido que quedaba” y que “impelidos por los españoles y su rey nos hemos constituido

independientes”. En suma, no sólo la independencia no estaba inscripta en los acontecimientos de

mayo de 1810 sino que además podría haber sido absolutamente evitable de haber mediado una

actitud diferente de parte de los españoles.

Conclusión

La exposición publicada en 1817 estaba, por cierto, en las antípodas de las versiones

canónicas sobre la revolución y la independencia consagradas por Bartolomé Mitre en la segunda

mitad del siglo XIX y vigentes en gran parte del siglo XX. Tal vez por esta razón, la historiografía

tradicional mantuvo un prudente silencio respecto del Manifiesto aquí analizado. Enrique de Gandía

destacó dicho silencio en 1961, cuando al examinar el texto de 1817 se formuló la siguiente

pregunta: “¿Por qué nunca se ha analizado a fondo este manifiesto?”. Si bien las repuestas que

ofrece Gandía están impregnadas de un encendido posicionamiento ideológico prohispanista, no

dejan de exhibir una cierta dosis de revisionismo al reconocer que “los historiadores han mantenido

oculta o en silencio la palabra de los hombres que declararon la independencia porque sus verdades

no coincidían con sus teorías”. 50

Es decir, no coincidían con la versión más heroica de un plan

maduro preconcebido de independencia, dirigido por agentes concientes y destinados a la conquista

de la libertad y la democracia.

Sin embargo, según el análisis realizado al comienzo de estas páginas, el Manifiesto expresa

una gran sintonía con las interpretaciones más extendidas de la primera mitad del siglo XIX. Las

resignificaciones, apropiaciones y variantes que revelan las disputas por la memoria de la

revolución y la independencia en ese período se asientan en una matriz común que, como destaca

Wasserman, consideraba a los sucesos revolucionarios como producto de una combinación de azar

y providencia y en menor medida de incidencia de la voluntad y conciencia de los protagonistas.51

De manera que sobre el silencio historiográfico subrayado por Gandía se solapa el silencio de los

propios protagonistas del proceso histórico al diferir durante más de un año la publicación del

Manifiesto destinado a justificar la declaración de la independencia y al no inscribir en una

semántica de los derechos los cambios ocurridos sino en una lógica historicista jalonada por

acontecimientos pasibles de ser valorados de maneras muy variadas.

50

Enrique de Gandía, “Manifiesto…”. 51

Fabio Wasserman, Entre Clio y la Polis.

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28

Como sabemos, los silencios pueden ser interpretados como acciones pasivas, pero también

como producto de gestos activos y deliberados.52

En este sentido, si bien todo hace sospechar que

los textos fundamentales aquí considerados presentan una combinación de ambos silencios, resulta

difícil determinar en qué dosis se dio tal combinación y cuáles fueron las razones que condujeron a

seleccionar determinados argumentos en detrimento de otros. De cualquier manera, lo que estos

textos dejan en evidencia –como muchos otros expuestos en este coloquio- son dos cuestiones que

habría que seguir explorando. La primera es que la declaración de independencia de los Estados

Unidos de 1776 no se erigió –como se ha afirmado recientemente-53

en un “modelo” de

declaraciones posteriores sino más bien en el punto de partida de una experiencia política que fue

más valorada –al menos para el caso rioplatense- como ejemplo exitoso de organización

constitucional que como gramática destinada a legitimar la nueva condición jurídica alcanzada en

1816.54

La segunda es que las revoluciones hispanoamericanas expresan en sus múltiples textos

fundamentales los laberintos que debieron transitar los actores para conquistar la libertad política.

Una vocación de conquista que no estaba inscripta en los orígenes pero que sin embargo fue el

punto de llegada.

Desde esta perspectiva, si regresamos a la pregunta inicial de estas páginas en torno al

significado de cada una de las dos celebraciones patrias de la actual República Argentina, queda

claro que la incomodidad para responderla estaba ya presente entre los propios protagonistas del

proceso, cuando esa república aún no existía, y que la disputa por la memoria de las celebraciones

es un dato común a casi todos los países de la región, según revelan estudios recientes. Si

comparamos, por ejemplo, el caso rioplatense con el de Centroamérica, desarrollado por Jordana

Dym, es oportuno advertir que detrás de una única fecha patria para celebrar la independencia de

los estados centroamericanos (el 15 de septiembre de 1821) se esconden problemas similares a los

exhibidos en el Río de la Plata, con sus dos fechas celebratorias.55

Los conflictos en torno al sujeto

de imputación de la soberanía muestran la compleja herencia de las reformas borbónicas en ambas

regiones –al crear un nuevo mapa político que dejó conflictos jurisdiccionales irresueltos- y la

presencia de distintas revoluciones e independencias en el interior de esas nuevas criaturas a partir

de la crisis monárquica. Por otro lado, si contrastamos el Río de la Plata con el caso mexicano, las

52

Véase al respecto de Cecilia Méndez, “Memorias Ausentes: guerra interna, formación del estado e imaginario

nacional. El Perú en perspectiva comparada”, ponencia presentada en el 21st International Congress of Historical

Sciences, Amsterdam University, 22 al 28 de agosto de 2010. 53

David Armitage, The Declaration of Independence: a Global History, Cambridge, Harvard University Press, 2007. 54

Sobre las percepciones de la experiencia norteamericana en el Río de la Plata puede consultarse: Marcela Ternavasio,

“Division of powers & divided sovereignty: the US experience in the River Plate periodical press during

independence”, Seminar of Atlantic History: Soundings. Harvard University, del 8 al 13 de agosto de 2005. 55

Jordana Dym, “Declarando independencia: la evolución de la independencia centroamericana, 1821-1864”.

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29

oscilaciones en la construcción de la memoria en torno a las dos fechas patrias argentinas (1810 y

1816) y las que presenta México (al celebrar el “grito de Hidalgo” de 1810 y el acta de

independencia de 1821) reflejan problemas comunes, aún cuando en el primer caso se trata de dos

fechas triunfantes, por cuanto el nuevo orden erigido en la capital virreinal en 1810 no habría sido

nunca desbancado por fuerzas que respondieran a la metrópoli, mientras que en el segundo sólo la

fecha de 1821 sería triunfante, si es que en México puede admitirse tal calificación.56

Sin duda que los ejemplos podrían continuar en pos de una reflexión comparativa a escala

continental que articule las disputas por la memoria con los debates historiográficos actuales en

torno a las cronologías de las revoluciones e independencias. Un esfuerzo que venimos realizando

pero que aún resulta incompleto. No obstante, la constatación de que existe más de un texto

fundamental para explicar los procesos de emancipación de las cambiantes jurisdicciones

hispanoamericanas a lo largo del siglo XIX refleja lo que tienen de común y diverso a la vez dichos

procesos. Descubrir los circuitos de esa diversidad, sin dejarnos tentar por la vocación de

excepcionalidad, es entonces un desafío pendiente que nos involucra no sólo como especialistas

sino también como parte interesada en el debate público abierto por los múltiples y prolongados

bicentenarios.

56

Véanse Verónica Zárate Toscazo, “La conformación de un calendario festivo en Mèxico en el siglo XIX”, en Erika

Pani y Alkicia Salmerón (coord), Conceptualizar lo que se ve. François Xavier Guerra historiador. Homenaje, México,

Instituto Mora, 2004; Antonio Annino y Rafael Rojas, La independencia. Serie Herramientas para la Historia, México,

Fondo de Cultura Económica/CIDE, 2008.