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CARLO MARÍA MARTINI La audacia de la pasión El hombre contemporáneo y el dilema de la opción

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CARLO MARÍA

MARTINI La audacia de la pasión El hombre contemporáneo y el dilema de la opción

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CARLO MARÍA MARTINI

La audacia de la pasión EL HOMBRE CONTEMPORÁNEO Y EL DILEMA DE LA OPCIÓN

«Las memorias de Pedro el anciano»

KHAF

Page 3: Martini, Carlo Maria - La Audacia de La Pasion

ISBN 978-84-263-7365-6

TÍTULO ORIGINAL

II coraggio della passione. L'uomo contemporáneo e il dilemma della scelta

© 2008-Edizioni PIEMME Spa

DIRECCIÓN EDITORIAL

Juan Pedro Castellano

EDICIÓN

Antonio F. Segovia

TRADUCCIÓN

Ricardo Lázaro Barceló

© 2009-Ediciones Khaf Grupo Editorial Luis Vives

Xaudaró, 25

28034 Madrid - España

tel 913 344883 - fax 913 344 893

www.edicioneskhaf.es

DIRECCIÓN DE ARTE

Departamento de Imagen y Diseño GELV

DISEÑO DE COLECCIÓN

Mariano Sarmiento

MAQUETACIÓN

Departamento de Producción CELV

IMPRESIÓN

E S Talleres Gráficos GELV (50012 Zaragoza) u ^ 3 Certificado ISO 9001

DEPÓSITO LEGAL: Z-3166-09

IMPRESO EN ESPAÑA

Reservados todos los derechos. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

PRÓLOGO

Hace ya más de treinta años que cayó en mis manos un 5 opúsculo de ochenta páginas, editado por el Secretariado de Ejercicios, sin fecha de impresión y de segunda mano ya que estaba muy subrayado y con notas marginales: Itinerario espi­ritual de los Doce en el Evangelio de san Marcos de Cario María Martini. Me atrapó de tal manera que es uno de los libros que me llevo en los traslados de residencia y releo con periodicidad. Es una interpretación del Evangelio de Marcos como iniciación para catecúmenos.

Hace un mes, me regalaron Las tinieblas y la luz del mismo autor; se trata de unos Ejercicios espirituales basados en los capítulos 18-21 del Evangelio de san Juan. Para Martini este es el Evangelio del presbítero, el que da, al cristiano maduro y contemplativo, una visión unitaria de ]Q$ diversos misterios de la salvación.

A lo largo de este período, he tenido la oportunidad de sa­borear algunos libros más de este autor —tanto sobre temática evangélica como no evangélica—. Me considero, por tanto, lec­tor de Cario María Martini —menos de lo que me gustaría— y lo atribuyo fundamentalmente a tres características:

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— En primer lugar, a su claridad. Creo que conmigo y con otros muchos respecto a Martini se cumple lo que afirmaba Camus: «Si escribes claro tendrás lectores; si escribes oscuro tendrás comentaristas y discípulos».

— En segundo lugar, cuando Martini escribe sobre temas evangélicos o bíblicos para ejercitantes siempre adopta la pos­tura de mediador o sugeridor; lo importante es la Palabra, el mensaje, el trabajo personal del que lee. Él aspira a ser un faci­litador de este trabajo.

— En tercer lugar, su conocimiento intenso y extenso de la 6 Biblia y de su mundo, se traduce en un potente faro capaz de

iluminar cualquier realidad contemporánea con las distintas luces de los libros, situaciones y figuras de la Biblia. Solamente desde un conocimiento bíblico profundo y global se puede apli­car este método concéntrico y reiterativo, que produce leyendo las mismas sensaciones que la escucha del famoso Bolero de Ravel.

Constituye para mí una alegría doble el prologar este primer libro de un nuevo sello del Grupo Editorial que se va a ocupar del hecho religioso en general y del cristianismo en particular. Dicho sello nace con la intención de hacer una presentación de la fe cristiana que aune la dimensión racional, humanizadora y liberadora y el esfuerzo divulgativo para que ese mensaje llegue a todos.

Concretamos de esta forma un deseo, largamente acariciado en nuestro Grupo Editorial, de acercar a nuestros lectores la reflexión sobre la fe y el hecho religioso y ofrecer recursos para su trabajo en ambientes educativos, eclesiales, grupales o en la propia formación personal.

Necesidad de la presencia de la fe en la sociedad actual sin complejos pero también sin imposiciones; con convencimiento pero asumiendo la pluralidad de realidades que encontramos en nuestro entorno; deseosos de proponer, desde la honestidad y el realismo, la carga de esperanza, de vitalidad, de alegría, de apertura y de humanidad que encierra el Evangelio.

Doble alegría, por ser el primero y porque la obra que pre­sentamos es una síntesis de la espiritualidad del cardenal Car­io María Martini. Apoyándose en la figura del apóstol Pedro, va recorriendo una serie de hitos fundamentales para com­prender su pensamiento, su experiencia de fe y su honda es­piritualidad.

Este libro, como varios de este autor, es fruto de unos ejer­cicios dirigidos a un grupo de sacerdotes, pero la experiencia que describe y la vivencia que muestra es extrapolable a todo creyente. La necesidad de salir de los intereses personales y de la manera propia de ver las cosas, para moldear el propio ser según la voluntad de Dios, es algo que todos necesitamos. En este libro, los sacerdotes encontrarán algunas indicaciones de cómo vivir su ministerio y todo creyente hallará principios fundamentales que deberá adaptar a su realidad.

Los objetivos del cardenal Martini en esta obra son: ofrecer una profunda reflexión sobre la opción de la fe; volver a los orígenes de una decisión difícil, delicada y, hasta cierto punto, incierta como es la fe.

En los diversos capítulos que componen la obra, el autor nos sitúa frente a las vivencias del apóstol Pedro y nos plantea, con un lenguaje sencillo y atractivo, las dudas que toda persona actual afronta cuando se confronta con la verdad de la fe: ¿qué

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imagen tenemos de Dios? ¿Cómo aunar fe y razón? ¿Cuáles son los desórdenes de nuestra vida? ¿Qué concepción del tiempo nace de la experiencia de fe? ¿Qué debemos encontrar en un agente de pastoral? ¿Qué idea de sacerdocio nace de su expe­riencia de seguimiento? ¿Cómo afrontar una realidad como la muerte?

Ojalá la lectura y reflexión de este libro nos permita avanzar en una madurez capaz de liberarnos tanto del stress de lo coti­diano como de la hipnosis de una espiritualidad escapista; esa madurez que Martini resume con dos palabras de la Escritura

8 como la «sabiduría del corazón».

ANTONIO GIMÉNEZ DE BAGUES

Director General del Grupo Editorial Luis Vives

INTRODUCCIÓN

«Divino Santo Espíritu, te encomendamos estos días con el deseo de que todo nuestro pensamiento, todas nuestras palabras, todas nuestras acciones sean iluminados por ti y vividos en tu obediencia y bajo tu inspiración».

Quisiera recordar, en primer lugar, cuáles son los actores de los ejercicios. El argumento es conocido, porque los habéis vivi­do muchas veces, pero está bien recordarlo. Después expondré brevemente el tema de los ejercicios.

LOS ACTORES DE LOS EJERCICIOS

Los actores en los ejercicios son cinco.

— El primero es el Espíritu Santo. No importa tanto lo que se diga, lo que os diré, porque es el Espíritu Santo quien obra en vosotros. Esto me consuela cuando pienso que no solo sois numerosos, sino que, además, sois muy distintos, por proce­dencia, espiritualidad y experiencias; y resultaría muy difícil adaptarse a cada uno de vosotros. Tengo en mente el estribillo

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de un canto que parafrasea el episodio evangélico de la multi­plicación de los panes: «¿Dónde encontraremos pan para saciar a tanta gente?».

Me remito a los Ejercicios de san Ignacio de Loyola, que yo sigo porque los siento como un tesoro de familia. En ellos lee­mos: «Porque, dado que fuera de los ejercicios lícita y meritoria­mente podamos mover a todas las personas, que probablemente tengan capacidad para elegir continencia, virginidad, religión y toda manera de perfección evangélica; sin embargo, en los tales Ejercicios espirituales, más conveniente y mucho mejor es, buscando la divina voluntad, que el mismo Criador y Señor se comunique con su ánima devota» —es el Espíritu Santo quien obra en nosotros—, «abrazándola en su amor y alabanza y dis­poniéndola por la vía en la que mejor podrá servirle en adelan­te». Advirtamos que el texto original, en lugar de abrazándola, también permite el término abrasándola. «De manera que el que da los ejercicios no se decante ni se incline a una parte ni a la otra; mas estando en medio, como una balanza, deje obrar immediate —el original subraya con un término latino, imme-diate, el valor del adverbio— al Criador con la criatura, y a la criatura con su Criador y Señor» (Anotación 15).

Así pues, Dios obra inmediatamente y esta acción del Espí­ritu en cada uno —que tanto ha profundizado Karl Rahner al estudiar el dinamismo de la Iglesia— es característica típica del cristianismo: él no solo habla en general, a las masas, a través de los profetas, sino que me habla también a mí y pronuncia esa palabra que no dice a ningún otro.

Palabra —es1 necesario tenerlo bien presente— que debe ser escuchada en las condiciones adecuadas, sobre todo en el silen­cio y recogimiento. Porque como dice también san Ignacio en

la VII Regla para el discernimiento de espíritus: «En los que proceden de bien en mejor, el buen ángel toca a la tal ánima dulce, leve y suavemente, como una gota de agua que entra en una esponja» (n. 335). Así puede suceder que la persona no se dé cuenta y no preste atención, mientras que en realidad se le entrega una verdadera palabra de Dios. La atmósfera de silen­cio es, pues, esencial para escuchar al Espíritu.

— El segundo actor de los ejercicios sois vosotros. Cada uno debe iniciar estos días con espíritu de responsabilidad, porque no siempre es fácil encontrar momentos de alivio, de reposo, donde no haya nada más urgente, y lejos de los compromisos pastorales. Y es necesario usar lo mejor posible este tiempo, porque el fruto de los ejercicios dependerá de vuestra libre res­puesta al Espíritu Santo. El trabajo, por ello, es vuestro y os sugiero de inmediato dos compromisos que sería bueno y útil llevar a cabo.

Os invito, en primer lugar, a elaborar un pequeño programa. Es, ciertamente, importante la oración vocal —laudes y víspe­ras—, la oración de la misa y la escucha de las meditaciones, pero hay que dejar espacio a la oración mental y para ello es necesario un horario. Estaría bien establecer al menos tres o cuatro medias horas al día de oración silenciosa, a partir de la Palabra de Dios.

Tendréis, además, la adoración, un instrumento que aun­que sea reciente —nació en el Medievo, en nuestra Iglesia oc­cidental— es formidable y ha sido muy útil para formar a los cristianos.

Recuerdo esa afirmación tan acertada de un antiguo Pa­dre de la Iglesia que hablaba de solicitudo pluralis: el que reza,

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aunque esté solo, tiene consigo a toda la Iglesia y arrastra tras de sí a miles de personas y, a la vez, tantos dolores, sufrimien­tos, tantas tragedias que conciernen a las familias, a las comu­nidades, al mundo entero.

En segundo lugar, podríais responder por escrito a estas dos preguntas.

La primera: ¿cómo entro en estos ejercicios? Porque cada año entramos de forma distinta: entusiastas o cansados, deprimi­dos, afligidos o en paz. Y ¿qué acontecimientos —personales, familiares, comunitarios, eclesiales, de salud— han influido,

12 para bien o para mal, para hacer que esté en la situación que estoy ante Dios?

Y una segunda pregunta: ¿cómo me gustaría salir de estos ejercicios? ¿Cuál es la gracia, la actitud que más deseo? No tiene por qué ser, necesariamente, lo que quiere el Señor, pero es ya una indicación del camino.

— El tercer actor soy yo. Me siento actor, sobre todo, con la oración por vosotros; y ya desde hace tiempo he empezado a recitar la oración de intercesión por cada uno de vosotros, con el deseo de que el Señor os hable al corazón.

Trataré, además, de proponeros algún pasaje de la palabra de Dios. Y dé esto hablaré más adelante con mayor amplitud.

— El cuarto actor, que no debemos olvidar, es el enemi­go, porque siempre anda rondando y buscando distraernos de cualquier modo. San Ignacio lo recuerda en las Reglas para el discernimiento de espíritus: «Es propio del mal espíritu mor­der, entristecer y poner impedimentos, inquietando con fal­sas razones, para que no se avance» (n. 315). Quizás se trata

de razones muy concretas que conciernen a hechos cotidia­nos, pero perdemos el tiempo con ellos y uno se distrae o se queda sin rezar. Todo eso que nos conduce fuera del camino sembrado, nos deja con mal sabor de boca, nos entristece, nos distrae, nos disgusta, es signo del espíritu negativo que actúa en nosotros. Una vez más, san Ignacio, en las Reglas de la segunda semana, dice de forma más sutil que es propio de este espíritu «combatir contra toda alegría y consolación espiri­tual, aduciendo razones aparentes, sutilezas y asiduas falacias» (n. 329). Por tanto, cuando nos ahogamos en un vaso de agua es porque hemos sido zarandeados por el enemigo. Él está 13 constantemente presente en los ejercicios, por lo que, si se vi­ven con facilidad en los momentos de consolación —un poco de descanso, un cambio de ambiente—, en el tiempo de la desolación es difícil rezar tan solo una hora. En estos días es necesario, entonces, esforzarse, resistir, prepararse para algún momento de cansancio. Para reaccionar contra la desolación y vencer las tentaciones, san Ignacio sugiere, entre otras cosas, permanecer más tiempo en la oración y en la meditación (cfr. n. 319), así no solo se puede resistir al demonio sino también derrotarlo.

— Quinto actor: la Iglesia. En primer lugar, vuestra comuni­dad, que ciertamente ora por vosotros, como ora también toda la Iglesia. Estamos inmersos en este mar de intercesión y, por esto, bien acompañados y sostenidos. Es bueno recordarlo por­que hacemos más por nuestra parroquia, nuestra comunidad o nuestra obra en estos días, en esta semana de oración silen­ciosa, que llevando a cabo muchas de las tareas que solemos realizar, incluso las más importantes.

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Rezan por nosotros también todas las realidades de la Iglesia celeste, la Virgen, los santos, los ángeles custodios. Y tenemos que encomendarnos mucho a su patrocinio y sostén, ya que los ejercicios son una navegación frágil, no porque pueda suceder exteriormente algo muy negativo, sino porque se puede perder tiempo, divagar, salir de ellos sin ningún fruto verdadero.

Éstos son, pues, los cinco actores de los ejercicios. Y quisiera referirme de nuevo, brevemente, a la importancia del recogi­miento y del silencio, porque ellos son nuestra acción que deja espacio al Espíritu Santo. A este propósito, afirma claramente Ignacio de Loyola en la Anotación 20: «Apartarse de muchos amigos y conocidos y, asimismo, de muchos negocios no bien ordenados, por servir y alabar a Dios nuestro Señor, no poco merece delante su divina majestad. Estando así apartado, no teniendo el entendimiento partido en muchas cosas, mas po­niendo todo el cuidado en sola una, es a saber, en servir a su Criador, y aprovechar a su propia ánima, usa de sus potencias naturales más libremente, para buscar con diligencia lo que tanto desea. Cuanto más nuestra ánima se halla sola y apar­tada, más, se hace apta para acercarse y unirse a su Criador y Señor; y cuanto más así se allega, más se dispone para recibir gracias y dones de su divina y suma bondad» (n. 20).

Pidamos al Señor que nos haga capaces de comenzar con esta disponibilidad.

EL TEMA DE LOS EJERCICIOS

He pensado mucho sobre el tema de los ejercicios. Ya he dado un curso de ejercicios sobre la Primera Carta de Pedro y

no quisiera repetirme. Sin embargo, su figura continúa atrayén­dome. Por otra parte, el nombre de Pedro, después del de Jesús, es el que más veces se menciona en el Nuevo Testamento: se cita 154 veces, sin contar las 27 veces en las que el apóstol aparece con el nombre de Simón, y las 9 en que aparece con el nombre arameo de Cefas.

He pensado, pues, que podemos dejarnos ayudar por él en nuestro camino.

Reflexionando, además, sobre los numerosos años de sa­cerdocio que hemos vivido —yo he alcanzado los 80 años de edad, 62 de vida religiosa y 54 de sacerdocio; vosotros celebráis el cuarenta o cincuenta aniversario de sacerdocio— creo que ha llegado la hora de hacer balance, personal y eclesial: recorrer con gratitud y con atención, con vigilancia, los años pasados, trazar una visión de conjunto. Por esto me parece que puede sernos útil seguir el camino de Pedro, recorriendo lo que po­dríamos denominar como sus distintas y sucesivas llamadas y conversiones.

He contado, al menos, siete; tal vez podrían ser menos, en el sentido de que alguna de ellas está implícita en las otras. El apóstol, no obstante, se va haciendo consciente de ellas poco a poco; más aún, si consideramos también el libro de los Hechos de los Apóstoles deberíamos aumentar su número porque Pe­dro continúa tomando cada vez una conciencia más profunda de su ministerio.

Leamos, por ejemplo, el comienzo del discurso en Cesárea: «Entonces Pedro tomó la palabra y dijo: "Verdaderamente com­prendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en cualquier nación el que le teme y practica la justicia le es gra­to"» (Hch 10,34). Estamos ante un gran cambio en Pedro: ya

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lo sabía, era ya parte de él, estaba en su interior, pero aquí lo comprende, cae en la cuenta, toma conciencia de que es así. Es, por tanto, una nueva llamada, es casi una conversión.

Así también en los Hechos de los Apóstoles, cuando sale de la prisión como si fuera un sueño, no comprende bien lo que sucede, después «volvió en sí y dijo: "Ahora me doy cuenta realmente de que el Señor ha enviado su ángel y me ha librado de las manos de Heredes"» (12,11). Ha tomado una nueva con­ciencia de la liberación de Dios.

En cualquier caso, sean muchas o pocas las llamadas y las 16 conversiones del apóstol, pedagógicamente es útil distinguirlas

para llegar a comprender lo que sucede en nuestro interior. Por­que nosotros no nos encontramos sobre una vía muerta, sino que vamos en un tren que corre entre barrancos y montañas y tenemos siempre cosas nuevas ante nosotros. Nos veremos reflejados como ante un espejo en las llamadas y conversiones de Pedro, que es una especie de símbolo del cristiano llamado a servir, para reflexionar así sobre nuestras llamadas y nuestras conversiones en los años de sacerdocio vividos.

Un recorrido de la memoria a través del cual quisiéramos al­canzar esa síntesis de la que hablaba más arriba. Un recorrido que me gustaría que lleváramos a cabo dirigiéndonos directa­mente a Pedro, planteándole algunas preguntas.

Imagino que nos encontramos en Roma y que Pedro se encuentra bajo custodia cautelar, en una pequeña habitación alquilada, como había hecho Pablo, atado con una cadena a un soldado, a la espera del proceso; las noticias que llegan son más bien negativas, el proceso parece que va a terminar mal, pero Pedro está todavía dispuesto a hablar con nosotros que lo interrogamos.

Y me gustaría elegir como título de nuestros ejercicios: Las

memorias de Pedro el anciano. ,

Me pregunto cuál es el significado de «anciano». Y respondo que el anciano no solo es aquel que tiene una gran riqueza de expe­riencias, porque igualmente puede tenerla a los 40 años un hom­bre que ha recorrido mucho mundo y se ha enriquecido con mu­chas experiencias más que otro a los 70. Tampoco la ancianidad es ese proceso de debilitación que describe con humor el Ecle-siastés, «cuando tiemblen los guardianes de la casa» y «cuando se paren las que muelen» (cfr. 12,1-8). No es solo esto, porque puede 17

ser mucho peor para un joven enfermo. ¿Qué es entonces? Pienso que tal vez la^ancianidad sea eso que la Escritura 11a-

ma~«übiduría del corazón», es decir, el haber logrado una-sín­tesis entre las realidades cotidianas y los grandes ideales.. Karl Rahner diría: éT haber aprendido el justo equilibrio entre lo trascendental y lo categorial. Con trascendental se entiende los grandes temas de la vida: estamos hechos para hablar con Dios, para contemplar a Dios, nuestro corazón tiende a algo cada vez mayor. Y con esto se entusiasman fácilmente los jóvenes. Después está lo categorial, que son las realidades cotidianas y, habitualmente, cuando el hombre es de mediana edad, se lanza sobre ellas y se olvida un poco de las demás.

El anciano es aquel que debería haber alcanzado una sín­tesis entre lo trascendental y lo categorial, que debería tener, como dice Manzoni al final de / promessi sposi, el_«jugo de la historia», ese" categorial que, sin embargo, está envuelto en lo trascendental y por consiguiente, no olvida las cosas cotidianas sino que las lee a la luz de la eternidad. Así es como, al menos yo, veo al anciano.

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Lo trascendental es un mundo de grandes aperturas, de grandes fundamentos, de grandes perspectivas; lo categorial es el lugar de la normal trivialidad, en la que se corre el ries­go de perderse porque siempre hay mil cosas que hacer y mil compromisos que cumplir, uno tras otro. El anciano es aquel que ya no se siente acuciado por lo cotidiano y ya no está solo hipnotizado por lo trascendente, sino que ha logrado sintetizar las dos dimensiones. Y me parece que Pedro es así.

En su Primera Carta, Pedro se define a sí mismo «anciano»: «A los ancianos que están entre vosotros les exhorto yo, an-

18 ciano como ellos» (5,1); en cierto sentido lo hace por cortesía, como alguien que está dotado de autoridad, y tal vez no nece­sariamente con referencia a su edad. En cualquier caso, tenía más o menos la misma edad —60-65 años— que Pablo cuan­do en la Carta a Filemón se define: «Yo, este Pablo ya anciano, y además ahora preso de Cristo Jesús» (v. 9); y, probablemente, Pablo era algún año más joven.

En aquellos tiempos, uno a su edad ya era considerado an­ciano y por tanto, Pedro era viejo, tenía muchos años; por eso nosotros podemos interrogarle sobre muchas de las cosas por las que sentimos curiosidad. Iniciamos, pues, nuestro camino invocando la intercesión de María Santísima y de los ángeles custodios, para que nos concedan la abundancia del Espíritu Santo.

t

LA FE JUDIA DE PEDRO

Pedro, ¿cómo era tufe antes de encontrarte con Jesús?

En esta meditación queremos plantearle una primera 19 pregunta a Pedro, que suena más o menos así: ¿cómo era tu fe antes de encontrarte con Jesús? Me interesa para com­prender cómo se ha desarrollado su itinerario, de dónde ha partido.

Y Pedro nos respondería: mi fe era una fe judía, muy sen­cilla, muy sólida. Era un adulto que estaba casado, un judío mesiánico porque esperaba al Mesías y me sentía vinculado a los amigos de Juan Bautista.

Señalamos que se trata de esa misma fe judía de la que ha­bla Pablo en la Segunda Carta a Timoteo: «Doy gracias a Dios, a quien, como mis antepasados, rindo culto con una conciencia pura, cuando continuamente, noche y día, me acuerdo de ti en mis oraciones. Tengo vivos deseos de verte, al acordarme de tus lágrimas, para llenarme de alegría. Pues evoco el recuerdo de la fe sincera que tú tienes, fe que arraigó primero en tu abuela Loida y en tu madre Eunice, y sé que también ha arraigado en ti» (1,3-5). Probablemente entre Loida y Eunice había tenido lu­gar la venida de Jesús; pero es como si se tratase de la misma fe para las dos mujeres. Por esto, hay algo muy poderoso en esta

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fe judía, en la que, después, ha tenido lugar, como plenitud, el

acontecimiento de Cristo.

Y de forma todavía más fuerte se expresa Pablo con una

intervención un tanto agresiva en Terusalén ante el sanedrín,

cuando está a punto de ser condenado y proclama «en alta voz»:

«Hermanos, yo soy fariseo, discípulo de fariseos; por la esperan­

za en la resurrección de los muertos me juzgan» (Hch 23,6).

Por lo tanto se trata de una fe como la de los fariseos y no

se distancia de ellos.

EL OBRAR DE D I O S

Preguntémosle ahora a Pedro: ¿cómo se caracteriza la fe en

Dios de un judío observante? ¿En qué se parece esta fe con la

de un pagano, con la fe de los goim?

Pienso que Pedro permanecería en silencio por un momen­

to y, después, con un suspiro, como aquel que debe decir algo

que suena a una velada crítica, se expresaría más o menos así:

mirad, cuando alguien procedente del paganismo —como os

sucede a muchos de vosotros, paganos injertados en el olivo

que es el pueblo de Israel—, sobre todo aquellos que proceden

de la tradición filosófica griega, debe hablar de Dios, busca en

primer lugar un nombre, una definición solemne, la definición

que habéis aprendido en la escuela, en el catecismo: Ser Perfec-

tísimo, Motor Inmóvil, Ser Supremo, Sumo Bien, Acto Puro.

En filosofía nos enseñaban también que Dios es Aseitas, es

decir, Aquel que es «en sí», que no depende de nadie, principio

y fin último. Al abrir por casualidad una enciclopedia católica,

en la voz «Dios», me he dado cuenta de que, cuando hace refe­

rencia al pueblo judío, enumera: «Los nombres de Dios son: El,

Elohim, Yahvé, Abbá». ¡Pero esto no corresponde, en absoluto,

a la mentalidad judía!

La gramática de la fe^de un judío —nos diría Pedro— nunca

partía de definiciones ni de sustantivos, sino que se expresaba

en tres partes: el verbo; después el adjetivo .y, jpas;, .ultimo,, el

sustantivo, por lo general metafórico.

Por tanto, la fe no procedía de una reflexión abstracta, sino

que se fundamentaba en la experiencia que el pueblo tenía de

las acciones de Dios, que era comprendido sobre todo por lo

que hacía en favor del hombre; el primer elemento de la gra- 21

mática de la fe de un judío comprende una serie de verbos que

indican una intervención del Señor en favor de un individuo,

de un pueblo o de toda la humanidad. Son verbos que hacen

presente a Dios porque hablan de su acción, y a la vez lo ocul­

tan, puesto que no revelan su rostro. Por esto Dios permanece

siempre como misterioso.

Los verbos son múltiples; basta pensar en los salmos y en

los profetas. Recuerdo algunos de ellos.

El verbo crear. Dios crea la tierra, crea al hombre. Leemos

por ejemplo en Isaías: «Así dice el Dios Yahvé, / el que crea los

cielos y los extiende, / el que hace firme la tierra y lo que en ella

brota, / el que da aliento al pueblo que hay en ella, / y espíritu

a los que por ella andan» (42,5). Muy concreto: cielos, tierra, el

aliento del pueblo.

Dios hace promesas: «Por mí mismo juro, oráculo de Yahvé,

que por haber hecho esto, por no haberme negado tu hijo, tu

único, yo te colmaré de bendiciones y acrecentaré muchísimo

l u descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas

de la playa» (Gen 22,16-17).

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Dios es quien ha hecho la promesa y será fiel a ella.

Más aún, Dios es Aquel que libera: «Por eso, di a los israe­

litas: yo soy Yahvé; yo os sacaré de los duros trabajos de los

egipcios, os libraré de su esclavitud y os redimiré con brazo

tenso y juicios solemnes» (Éx 6,6). El verbo «liberar» es de uso

muy frecuente.

Como también el verbo rescatar. Dios recupera a su siervo

vendido como esclavo, lo salva: «No temas, que yo te he resca­

tado, / te he llamado por tu nombre. Tú eres mío [...] Porque yo

soy Yahvé tu Dios, / el Santo de Israel, tu Salvador» (Is 43,1-3)-

22 Dios manda: «Observa lo que yo te mando hoy» (Éx 34,11)-

«Escucha, Israel: Yahvé nuestro Dios es el único Yahvé. Amarás

a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas

tus fuerzas. Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto

hoy» (Dt 6,4-6). Es el Shema Israel que cada día a las seis de la ma­

ñana da comienzo a los programas de la radio israelí en el canal 1

y que siempre escucho, para empezar el día con este ritmo.

Por otra parte, Dios es Aquel que guía: «Acuérdate de todo

el camino que Yahvé tu Dios te ha hecho recorrer durante es­

tos cuarenta años en el desierto» (Dt 8,2). Yahvé ha guiado al

pueblo hasta la tierra prometida.

Dios perdona: «Con sus malas acciones; / nos abruman

nuestras culpas, / pero tú las perdonas» (Sal 65,4). Dios llama.

Lo ha hecho con Moisés —«Cuando Yahvé vio que Moisés se

acercaba para mirar, le llamó de en medio de la zarza: "¡Moi­

sés, Moisés!"»— y con muchos otros. Y, también, Dios elige, el

verbo hebreo es bahar.

Todos estos verbos y muchos otros especifican una acción

positiva de Dios hacia Israel, su implicación con la humanidad.

Y Pedro nos dirá: no era considerado por nosotros como Al­

guien que, en primer lugar, subsiste en sí mismo, en su sobera­

nía, sino como Alguien que obra y actúa por nosotros.

* * *

De la cualidad y multiplicidad de dichas intervenciones di­

vinas en la historia —explica todavía Pedro— derivan tam­

bién algunos adjetivos, que, sin embargo, no pretenden defi­

nir a Dios, sino resumir en un concepto general actividades

similares. Un ejemplo significativo lo encontramos en algunos 23

versículos del libro del Éxodo: «Yahvé, Yahvé, Dios misericor­

dioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fideli­

dad, que mantiene su amor por mil generaciones y perdona

la iniquidad, la rebeldía y el pecado» (34,6-7). Todas ellas son

formas adjetivales, que derivan de los verbos, de las acciones

de Dios.

En tercer lugar, nos atrevemos incluso a proponer algunos

sustantivos, por lo general metafóricos.

Se pueden distinguir dos grandes metáforas: las metáforas

de gobierno y las metáforas, de apoyo.

Algunos ejemplos de las primeras: Dios juez, Dios rey, Dios

jefe victorioso, guerrero, padre. En cuanto a las metáforas de

apoyo, son aquellas que muestran a un Dios que cuida, man­

tiene, sostiene, alimenta a su pueblo: pastor, jardinero, madre,

sanador, viñador (cfr. Is 5,1-7). Sin embargo, ninguna de estas

metáforas define plenamente el rostro de Dios.

Así pues, el judío era educado en un gran sentido de la pre­

sencia de Dios en la propia vida y, al mismo tiempo, en un gran

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sentido del misterio: un Dios que sigue siendo siempre un poco

desconocido, y de quien no conocemos su rostro.

R E V E R E N C I A Y CONFIANZA FILIAL

Tengo que confesar que cuando me confronto con la fe judía

de Pedro, siento, verdaderamente, como si mis orígenes fueran

paganos. El pagano siempre tiene en el fondo de su corazón

un cierto miedo de Dios. Dios aparece ante él, es verdad, como

mysterium fascinans, que atrae; pero sobre todo aparece como

24 mysterium tremendum, por utilizar las definiciones de Rudolf

Otto. La primera sensación es la de estar frente a un ser lejano

y exigente, un ser que tiene plenitud de poderes, que es causa

y juez de todo y que todo lo verifica.

No es extraño encontrar expresiones parecidas en nuestra tra­

dición occidental. He encontrado, por ejemplo, una frase en un

libro sobre la Ética de Romano Guardini, en la que me siento bien

interpretado, pero que me parece que no corresponde a cuanto

decíamos de la fe de Pedro: «Un acto religioso fundamental es la

consciencia de proceder de Dios, de tener en él las propias raíces

originarias», raíces metafísicas obviamente, raíces ontológicas.

«Aquí está el punto de referencia de mi existencia, el lugar al

que en última instancia me remito, al que ningún otro tiene

acceso, allí donde yo estoy absolutamente solo junto a Dios». Y

cita a continuación las palabras de san Agustín: «Solum Deum

et animam scire cupio». Y, por nuestra parte, podemos recordar

también la expresión de Newman: «Mi Dios y mi alma».

Jamás diría Pedro algo parecido! Por tanto, aun admitiendo

el formidable valor que hay en la tradición occidental que se re­

conoce sobre todo en semejante reverencia y obediencia, vemos

que es también hermoso unirla a esa amistad, alianza, familia­

ridad, que es propia del estilo judío, por el que se trata familiar­

mente con Dios, casi se le toma el pelo, se hace de él objeto de un

juego, de broma, incluso se le insulta, como en el caso de Job. Es

una familiaridad distinta, aun conservándose todo el respeto.

Creo que debemos hacer que estén unidos y den fruto.

Considero, pues, que está bien, al comenzar estos ejercicios,

preguntarnos sobre cómo vivimos nuestra tradición de reve­

rencia, temor, gran respeto por el nombre de Dios, uniéndola a

una gran intimidad y familiaridad; en otras palabras, pregun- 25

tamos hasta qué punto somos fieles también a las raíces, por

decirlo así, paganas de nuestra fe.

¿Cómo vivimos, por ejemplo, la reverencia en la oración,

en la consciencia plena de que es algo que nos debe conducir

a Dios, introducirnos en el mundo de Dios, en donde quisiéra­

mos casi vivir una especie de éxtasis?

Ciertamente existen muchos modos de alabar a Dios, y es

muy válida la oración de los monasterios griegos, donde los sal­

mos son recitados tan rápidamente que ni siquiera da tiempo

de pasar las páginas. Pero, ciertamente, una modalidad funda­

mental es esta de la oración expresada con calma y lentitud,

con profundidad, con fe, sintiendo que cada palabra tiene un

valor, una repercusión infinita —por el contrario, hay personas

que rezan tan velozmente que parecen inmersos en una carrera

contra el tiempo con tal de terminar pronto—. Jesús insistió

mucho sobre este punto: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis;

llamad y se os abrirá» (Le 11,9). Por tanto, cada palabra tiene un

peso y una referencia eterna, lo que atemos o desatemos en la

tierra será atado o desatado en los cielos (cfr. Mt 18,18).

Page 14: Martini, Carlo Maria - La Audacia de La Pasion

Justamente por esto debemos cultivar respeto y reverencia, expresarlas en la oración y hacernos educadores en la oración, también vocal. Orar con calma y distensión es fruto de una educación que tiene un sentido profundo del infinito Misterio de Dios, unido con una gran familiaridad.

* * *

También podemos examinarnos sobre cómo sabemos reaccio­nar frente a las dificultades, preguntándonos si hay en nosotros, precisamente como fruto de las raíces paganas de nuestra fe, una capacidad de aceptación, de sumisión a los golpes de la vida (en el fondo también la fe islámica va un poco en esta línea: un Dios absolutamente grande al que se está sometido hasta el final). Saberse tan subyugados tiene, ciertamente, su parte positiva.

Pero preguntémonos también si sabemos unirlo con la con­fianza, con la intimidad de aquel que sabe que Dios se ha pues­to en nuestras manos y se ha implicado en nuestras vidas.

Ciertamente, Pedro venía de una tradición de mayor fami-liandacícon la presencia cotidiana del Dios vivo. Y creo que el ideal está precisamente en saber aunar confianza filial y reve­rencia absoluta. Job puede servirnos de ejemplo —«Yahvé me lo ha dado y Yahvé me lo ha quitado. Bendito sea el nombre_de Yahvé» (Job 1,21)—, una figura formidable, extraordinaria, que puede ayudarnos en los momentos difíciles. ••••——

N O C I Ó N BÍBLICA

Y CONOCIMIENTO RACIONAL DE DLOS

Quisiera añadir una nota, que merecería una profundiza-

ción, pero me limito tan solo a apuntarla.

Nos ha aparecido la tensión entre dos visiones: la de la fe ju­

día y la de una fe que deriva de una religiosidad pagana buena,

es decir, de una concepción racional de Dios.

Pero nos debe aparecer también la conjunción de los dos

ideales, esto es, el ideal de la noción bíblica de Dios, vinculada

a los hechos de la historia de la salvación, y el del conocimiento

racional de Dios, que nos viene de Aristóteles, de Platón, del

pensamiento filosófico occidental. Y de la razón, de las razones

de la razón, habla a menudo el Papa.

Todo esto impacta en lo más profundo de la conciencia con­

temporánea, y concierne a la relación entre la razón y la fe. Y, 27

ciertamente, no es un problema abstracto, una reflexión en las

nubes, porque se trata de la relación entre el Dios de Abrahán,

de Isaac y de Jacob, que interviene en la historia de su pueblo

—y que la razón tilda de mítico— y el Dios de todos, esto es,

aquel que umversalmente aparece como Ser Supremo, Origen,

Principio, Fin de todo lo que existe. Por tanto, la conciliación

entre el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob y el Dios de los

filósofos y de los sabios —por utilizar los términos que Pascal

nos ha legado en su fulgurante intuición— debe realizarse en

nuestra vida, más todavía que en la de Pedro, porque nuestro

horizonte se ha ensanchado con las demás religiones y con los

que todavía no conocen a Dios pero lo buscan con sincero cora­

zón. Nos encontramos, por esto, necesariamente, en la búsque­

da de cómo el Dios bíblico puede ser el Dios de todo hombre y

de toda mujer sobre la faz de la tierra.

Esta tensión está todavía presente en la Iglesia. El documen­

to Dominus Jesús, que apareció el año 2000, la ha hecho surgir,

porque ha sido acogido con entusiasmo por parte de algunos,

pero con ira y muchas objeciones por parte de otros.

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¿Cómo el conocimiento del Dios bíblico es también el co­

nocimiento del Dios de todo hombre y de toda mujer, del Dios

de todas las naciones? Este problema Pedro tan solo lo había

abordado. Sobre todo en la llamada a bautizar a toda la casa de

Cornelio (cfr. Hch 10), había tenido la percepción de que Dios

ama a todo hombre justo; pero no había ido mucho más allá en

la elaboración de dicha percepción.

Esta se nos deja a nosotros y tenemos en ella una tarea que

nos pone en algún aprieto. Porque —repetimos— la presen­

cia de un Dios que se hace cercano a la vida del hombre es

28 fácilmente juzgada por la mentalidad neoiluminista como mí­

tica, relato que de alguna manera trata de reducir a Dios a la

medida humana; por tanto, ¿de qué manera este Dios es tam­

bién el Dios que subyace a toda la realidad creada, más aún,

como escribe Karl Rahner en su Curso fundamental sobre la

fe, de qué manera este Dios es el horizonte no cognoscible de

todo lo que es cognoscible? Y me sorprende, cuando leo un

texto clásico como éste, que el autor no parte de la Escritura,

sino de la antropología; parte del hombre, de su deseo de infi­

nito, de su necesidad de un horizonte sin límites, de su temor

a quedar atrapado en la culpa, de su deseo de vivir siempre;

y solo después de esto inserta el mensaje cristológico. Esta­

mos ante un problema ciertamente grave para los teólogos de hoy, que se dedican a esta reflexión con mucho empeño. Sin embargo, no es fácil alcanzar la paz, una tranquilidad sin sombras.

Estoy convencido, no obstante, de que la búsqueda de una clave que sea capaz de aunar el lenguaje bíblico y el lenguaje con el que el hombre de cualquier latitud conoce el Misterio de Dios es algo realmente significativo para la situación actual.

LA NOVEDAD DE CREER EN JESÚS

Pedro, ¿qué ha cambiado Jesús en ti?

Podemos ahora preguntarle a Pedro: ¿qué ha cambiado des- 29

de que conociste a Jesús?

C O N T I N U I D A D Y NOVEDAD

Tomamos como referencia dos pasajes del Nuevo Testamen­

to. El primero lo encontramos en el cuarto Evangelio: «Andrés,

el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído

a Juan y habían seguido a Jesús. Éste encuentra primeramente

a su propio hermano, Simón, y le dice: "Hemos encontrado al

Mesías" (que quiere decir, Cristo). Y le llevó a Jesús. Fijando Je­

sús su mirada en él, le dijo: "Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú

te llamarás Cefas" (que quiere decir, Pedro)» (Jn 1,40-42). Todo

son palabras misteriosas, pero nos damos cuenta de que ya en

este primer encuentro confirma a Pedro en su idea de que el

Señor está cerca, lo toca, el Señor lo cuida, tiene un plan para

él, quiere hacer con él una alianza y le pide su colaboración.

Esto aparece todavía más claramente en la breve descrip­

ción de la llamada que encontramos en el Evangelio de Mar­

cos: «Bordeando el mar de Galilea, vio a Simón y Andrés, el

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hermano de Simón, largando las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo: "Venid conmigo, y os haré pescado­res de hombres"» (1,16-17).

Pedro se siente, pues, no solo considerado y amado indivi­dualmente con un amor específico, sino también llamado a colaborar, a participar en una obra de la que vislumbra su gran­deza misteriosa, pero no sabe mucho más.

En definitiva, a la pregunta ¿qué ha cambiado en ti tras el encuentro con Jesús?, pienso que Pedro respondería: nada y todo.

Nada, porque es el mismo Dios que adoraron su madre, su abuela, sus bisabuelos. Es ese Misterio Divino que no es ajeno a la vida, es ese Misterio de Dios tal como era vivido en la tradición judía y honrado en las numerosas fiestas que en el curso del año señalaban la presencia de Dios en lo cotidiano; fiestas que los judíos observantes celebraban —y todavía hoy celebran— con alimentos determinados y flores singulares, y con una gran solemnidad. Por esto nada ha cambiado para Pedro.

Por otra parte, de algún modo ha cambiado todo; y, en efec­to, Pedro nos diría: he tomado conciencia de cómo ese Dios al que confieso está verdaderamente cerca de mí y en Jesús me toca, me zarandea, me ama, me llama a permanecer y a cola­borar con él.

Ahora se le abre un nuevo horizonte, no muy distinto del an­terior y ya contenido en él implícitamente, pero que le propor­ciona un gozo inefable: verdaderamente Dios está aquí por mí, está conmigo, ha pensado para mí una tarea importante. Esta implicación con Jesús ofrece una visión renovada de toda la vida. Nos sugeriría que tiene razón el evangelista Mateo tanto

cuando subraya a través de las palabras de Jesús que el Maes­tro ha venido «a dar cumplimiento», como cuando enuncia la novedad radical del Evangelio: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (5,17); «Nadie echa un remiendo de paño sin tundir en un vestido viejo, porque lo añadido tira del vestido, y se produce un desgarrón peor. Ni tampoco se echa vino nuevo en pellejos viejos; pues de otro modo, los pellejos revientan, el vino se derrama, y los pellejos se echan a perder; sino que el vino nuevo se echa en pellejos nuevos, y así ambos se conser­van» (9,16-17).

Por tanto no hay abolición, no hay cambio —Pedro, Pablo, Timoteo podían con razón referirse a su fe como a la fe tra­dicional—, sino una gran novedad, porque el cumplimiento era, precisamente, la plenitud, el pléroma, y tenía dimensiones inimaginables para quien lo acogía.

Por otra parte, esto explica también por qué los judíos de hoy leen la Escritura, pero no encuentran en ella a Cristo. Se trata de un tema que sería demasiado largo de desarrollar. Po­déis encontrar una buena exposición en el documento de la Pontificia Comisión Bíblica El pueblo judío y sus Escrituras sa­gradas en la Biblia cristiana (2001), donde se afirma claramente que después de Jesús, o se le reconoce y entonces las Escrituras asumen un significado que las hace converger sobre él y son leídas e interpretadas a partir de la cruz y de la resurrección; o bien no se acepta a Jesús y entonces la lectura permanece «en continuidad con las Sagradas Escrituras judías de la época del segundo Templo», es una lectura «posible» y «análoga a la lectura cristiana» (ibíd., n. 22), pero ha perdido el encuentro con Jesús.

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En realidad, Jesús no se ha dejado reconocer simplemente ocultándose en la casa de Nazaret y remitiendo a la lectura de las Escrituras; él se ha hecho presente y, al revelarse, ha causa­do desconcierto, novedad, división. Sin embargo, quien lo ha comprendido a fondo y lo ha acogido, ha leído en él la plenitud de las Escrituras. De este tipo es la experiencia de Pedro.

Y él quiere decirnos todavía algo más sobre la plenitud, sobre la novedad que Jesús le ha dado; por eso añade: no sa­bría expresar en este momento mi fe sino como una oración de alabanza, con el género literario de la berakha, como esa con la que comienza mi Primera Carta, que expresa el gozo, la exultación, la esperanza del que ha estado en contacto con Jesús.

Me pongo por ello frente a esta perícopa de i Pedro 1,3-9: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo quien, por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucris­to de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, a quienes el poder de Dios, por medio de la fe, protege para la salvación, dispuesta ya a ser revelada en el último momento. Por lo cual rebosáis de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún tiempo seáis afligidos con diversas pruebas, a fin de que la calidad probada de vuestra fe, más preciosa que el oro perecedero que es proba­do por el fuego, se convierta en motivo de alabanza, de gloria y de honor, en la Revelación de Jesucristo. A quien amáis sin haberle visto; eñ quien creéis, aunque de momento no le veáis, rebosando de alegría inefable y gloriosa; y alcanzáis la meta de vuestra fe, la salvación de las almas».

Intentaremos, en primer lugar, hacer una lectio, es decir, leerla según la dicción literal, tratando de captar los distintos momentos y movimientos del texto. A continuación, plantea­remos algunas preguntas de meditatio, para ofrecer después algunas indicaciones de contemplatio, es decir, de oración y de cuestionarnos sobre nuestra vida.

ALABANZA EXUBERANTE

Los versículos que hemos leído forman en griego un único período, aunque a veces en la traducción se divida para ma­yor facilidad y porque falta el aliento. Expresan lo que el judío siente que le debe a ese Dios que está tan cerca de él; son una cascada de sentimientos, de reflexiones emotivas profundas, donde se advierte que Pedro ha vivido ese acontecimiento de ser conocido y llamado por el Maestro con una inmensa grati­tud, y todo queda iluminado por esta luz.

El período es muy rico en el vocabulario, en los adjetivos, en las palabras clave. Encontramos grandes palabras como «reen­gendrado», «esperanza», «resurrección», «alegría», «revelación de Jesús», «amor», «fe»; una inmensa riqueza, también teoló­gica. El pasaje es muy difícil de analizar en todos los aspec­tos, puesto que es muy rico de continuas referencias internas y externas. Empecemos considerando la berakha (vv. 3-5), que divido en siete partes, leyéndolas una por una.

1. Con el primer versículo comienza la berakha: «Bendito sea Dios». Irrumpe en su corazón este agradecimiento a Dios que nos ha enviado a Jesucristo, que le ha hecho encontrar­se con Jesús: «el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo».

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2. ¿Y por qué «bendito sea»? ¿Qué ha hecho por nosotros? «Nos ha reengendrado», es decir, nos ha hecho nacer a una vida nueva, nos ha situado en una distinta condición de vida, en un nuevo equilibrio, en un nuevo mundo de valores; su acción ha sido una obra de regeneración.

3. ¿Por qué nos ha reengendrado? ¿Cuál es el motivo de dicha regeneración? Su infinita misericordia: somos reen­gendrados «por su gran misericordia», porque estaba cer­ca de nosotros y se preocupaba por nosotros.

4. Y esto ha tenido lugar «mediante la resurrección de Je­sucristo». La resurrección de Jesús es el acontecimiento extraordinario, absolutamente nuevo; su muerte y su re­surrección han creado todo este cataclismo de novedad.

5. ¿Y para qué? Para «una esperanza viva», una esperanza que no se marchita, que no se mustia tras un momento de entusiasmo, de fibrilación. Es una esperanza que se renueva continuamente —prestemos atención a los adjeti­vos que enriquecen el período: aquí se habla de esperanza viva y más arriba de gran misericordia—.

6. La esperanza se concreta después con un sinónimo que amplía su contenido: «a una herencia incorruptible, inma­culada e inmarcesible» —en el texto griego tenemos tres adjetivos: áphtharton, amíanton, amáranton—. Toda rea­lidad humana se corroe por la polilla —ya lo había dicho Jesús—, la roban los ladrones: «No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban» (Mt 6,19). En cambio esta herencia incorruptible queda custodiada en el banco del cielo «reservada en los cielos para vosotros». Es, por tanto, una realidad que invita a contemplar el futuro.

7. Sin embargo, ya actúa en el presente. Y Pedro, en efecto, añade: «para vosotros, a quienes el poder de Dios, por medio de la fe, protege para la salvación». La gran espe­ranza que se nos ofrece para el futuro es también prenda de la acción de Dios que nos protege por medio de la fe, puesto que no vemos, creemos. Y todo esto es —se repi­te— «para la salvación, dispuesta ya a ser revelada en el último momento». Por lo tanto, Pedro tiene ya la percep­ción de vivir en los últimos tiempos: esta salvación se re­velará muy pronto pero ya puede ser pregustada, y dicha pregustación nos llena de gozo, de un auténtico regocijo interior.

Hasta aquí la berakha, la bendición, el acto de alabanza, en el que Pedro se ha unido a aquellos que con él hacen oír su alabanza: «Dios nos ha reengendrado». De aquí se deduce una consecuencia para los fieles, de los que ahora Pedro considera su situación: «rebosáis de alegría, aunque sea preciso que to­davía por algún tiempo seáis afligidos con diversas pruebas». Anticipa de este modo el contenido de la carta: sois afligidos por pruebas, pero las superáis con alegría, y esto es signo de que la novedad de vida ha llegado hasta vosotros; la mayoría de las personas —incluidos todos nosotros— siente la tentación de afrontar las pruebas con hostilidad, con recriminaciones y lamentos.

Vosotros —dice Pedro— soportáis con alegría, rebosáis de consuelo, porque sabéis que si bien sois probados, esto muestra el valor de vuestra fe. Si el oro es probado por el fuego, también vuestra fe es acrisolada y esto significa que el Señor la aprecia y que todo se convertirá «en motivo de alabanza, de gloria y de

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honor, en la Revelación de Jesucristo». Una vez más Pedro nos conduce a la espera de la manifestación gloriosa del Señor, ante la que los cristianos exultan de alegría.

Pedro utiliza a continuación expresiones muy audaces: «A quien amáis sin haberle visto; en quien creéis, aunque de mo­mento no le veáis, rebosando de alegría inefable y gloriosa; y al­canzáis la meta de vuestra fe, la salvación de las almas». En este estado de fe en el que vivís, sin haberle visto, sois salvados.

# * #

Por tanto, Pedro nos diría: os he hablado de algunos de los muchísimos dones que Jesús me ha ofrecido: la capacidad de releer todo con entusiasmo, de verlo todo con alegría, con un corazón nuevo, dando sentido también a las pruebas cotidia­nas; y esa sabiduría que es equilibrio entre los valores trascen­dentales —el Misterio de Dios, Cristo resucitado, la contem­plación de la Trinidad— y los valores categoriales, es decir, la cotidianidad. Unos dones que son para la comunidad a la que se dirige Pedro, en la región del Ponto, en una cotidianidad un tanto mezquina, un tanto sufrida y costosa, probablemente también de persecución o, al menos, de marginación. Y en esta trivialidad Pedro lee la trascendencia de la fe.

Es lo que constituye el «secreto» de su Primera Carta.

Después de la lectio, con la que hemos releído el texto tra­tando de encontrar las palabras clave, las estructuras, los ele­mentos sustanciales del texto, pasamos ahora a la meditatio, reflexionando sobre el mensaje o las preguntas que la períco-pa nos propone. Hemos observado que es redundante en los

adjetivos, muy rica en palabras clave, con una alabanza plena. Y sin embargo, contiene algunos puntos amargos, que deben ser bien masticados.

ABANDONO TOTAL AL DIOS CERCANO

En primer lugar nos deja pensativos la expresión: «en quien creéis, aunque de momento no le veáis». He reflexionado pro­fundamente sobre el significado de estas palabras, que expre­san como algo realizado lo que en el final del Evangelio de Juan se expresa como principio, como bienaventuranza: «Dichosos los que no han visto y han creído» (Jn 20,29b).

Instintivamente, en nuestro mundo prevalece la idea: dicho­so el que ha visto, el que ha tocado con sus manos, dichoso el que ha podido verificar. En cambio aquí nos encontramos con una mentalidad distinta, la mentalidad de un Dios que está tan cerca del hombre que le pide toda su confianza, que se abandone a él.

Esto es lo que sucede ya desde el primer encuentro de Dios con el hombre. Incluso en el paraíso terrenal, allí donde no podía haber ocasión de pecado, había un motivo para fiarse de Dios. «Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio» (Gen 2,17): un mandato que no se consigue explicar más que como una exigencia de fe y confianza. Y todo el Primer Testamen­to es un continuo testimonio de nuestro tener que fiarnos de Dios, abandonarnos en sus manos, ser como un niño en brazos de su madre, saber que él cuida de nosotros.

Pero se trata de una confianza que el hombre no sabe llevar a cabo; y toda la educación de Jesús consiste en conducirnos

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a cada uno de nosotros a una confianza semejante. Si busca­mos a Dios como hipóstasis absoluta que debemos probar con argumentos histérico-críticos, filosóficos y que, por tanto, se constituye como un objeto, entonces parece que se nos escapa. Cuando, por el contrario, nos situamos en la línea de la fe, del abandono, del don de sí mismo, entonces comprendemos quién es Dios y por qué obra en el modo que lo hace.

Ciertamente observaréis —me lo he preguntado también yo— que son necesarios los así llamados preámbulo, fidei, las premisas para creer. Es verdad, tenemos lo suficiente como para realizar el acto de fe como acto culturalmente honesto, intachable. Sin embargo, debemos realizarlo nosotros: el don de la fe es abandonarse, arriesgarse y solo así comprendemos algo de Dios.

De la economía de la fe en la que nos encontramos no que­dan excluidos ni siquiera María, Pedro, los apóstoles. Es verdad que, según las palabras de Jesús a Tomás: «Porque me has visto has creído» (Jn 20,29a), éstos tenían, en un nivel que podríamos llamar de los preambula fidei, algo más incitante y más concre­to de cuanto tenemos nosotros. Sin embargo, también debemos decir que, a diferencia de nosotros, no tenían esa nube de testi­gos que tenemos nosotros y que nos ayuda a creer —la corona de la santidad de la Iglesia es un gran apoyo para la fe; pense­mos, por ejemplo, en un santo como san Francisco, con su lu­minosidad, su fecundidad espiritual—. Tenían, ciertamente, la presencia de Jesús, pero dicha presencia no imponía la obliga­ción de creer, era visión de realidades humanas, que invitaban a creer, a abandonarse. Tenían determinadas ayudas, nosotros tenemos otras; también ellos tenían que lanzarse, arriesgarse.

Y podemos concluir que hay para todos una mezcla de cosas ya vistas y de otras que quedan por ver: las primeras están entre los preámbulos de la fe; las que todavía quedan por ver, y que por tanto se tienen que creer, constituyen su sustancia y exigen ese abandono del que hemos hablado.

Por tanto, existe un ámbito de la fe, es decir, el ejercicio de lo que es verdaderamente necesario para el hombre y para res­ponder a su vocación: un abandono y una confianza en Dios hasta el último momento, cuando el Señor nos llame, el mo­mento de la muerte.

Es eso que tan bien expresa Pedro con las palabras con las que ha comenzado nuestra reflexión: «En quien creéis, aunque de momento no le veáis»; es decir, vosotros ponéis en él vues­tra confianza, le dais crédito, abandonáis vuestra vida en sus manos.

— Añado un pensamiento a estas palabras que acabo de ci­tar y que son muy afines: «Aunque de momento no le veáis, lo amáis». También en este caso se trata de una paradoja y alguien podría objetar: ¿pero cómo puedo amar a alguien del que jamás he visto el color de sus ojos, y nunca he conocido su aspecto?

Pero nosotros entendemos el amor de otro modo. Es cierto que el amor parte del eros, del placer físico de estar con el otro, de permanecer cerca de él, contemplarlo, tocarlo. En nuestro caso, en cambio, se llama amor a una realidad que es un as­pecto profundo, dominante, capaz de guiar tu vida, pero por alguien a quien nunca se ha visto.

Efectivamente, es una paradoja, como he dicho antes, que puede parecer extraña, que no se puede explicar sino diciéndose

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a uno mismo: este amor no viene de mí, viene de Dios. Es Dios

el que me ama primero y pone en mi corazón la fuerza amoro­

sa del Espíritu Santo: «El amor de Dios ha sido derramado en

nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado»

(Rom 5,5). Así me hace capaz de amar también a Jesús, a quien

no he visto nunca, de amar a Dios a quien no veo, y de amarle

con un amor auténtico, verdadero, capaz de hacer sacrificios

y de conducir incluso al martirio. Es un amor que cambia el

mundo, algo que llena por completo nuestra existencia y nos

hace posible creer, porque la fe es el ojo del amor, la capacidad

40 de ver las cosas con amor a Dios, tal como Dios las ve.

Todo esto es lo que contiene la novedad que Cristo ha traído;

por eso Pedro no puede detener los muchos pensamientos que

se atrepellan unos a otros y le permiten comunicar al menos

algo de lo que Jesús ha sido para él: un cambio radical de vida,

una completa renovación de la existencia. Pedro, como hemos

visto, era ya un hombre creyente, deseoso de hacer la voluntad

de Dios. Con esta llamada se siente como arrebatado de cualquier

otro proyecto, hasta siente que ha perdido el juicio y que ha sido

confiado por completo, abandonado al proyecto de Otro.

— Por último. Es evidente que la introducción de la Carta

de Pedro está por completo volcada en el futuro: se habla de

esperanza viva, de herencia incorruptible reservada en los cie­

los, de una salvación dispuesta ya a ser revelada en el último

momento, de una rebosante alegría mientras se alcanza la meta

de la fe. Se trata de una insistencia que nos hace reflexionar.

Nosotros, tal vez, no experimentamos esta alegría exultante,

esta plenitud interior en nuestra proclamación del Evangelio

de Jesucristo. Quizás hace mella en nosotros este retraso de

la parusía. Para los contemporáneos de Pedro —y tal vez lo

interrogaremos más a fondo en lo que a esto concierne— la

parusía estaba más o menos próxima, vivían con la convicción

de que no faltaba mucho para el fin del mundo. La certeza de

la inminencia del fin todavía estaba viva en el Medievo y pode­

mos verla también hoy en algunas sectas religiosas. Es una idea

que nunca ha estado totalmente ausente y se basa en algunas

alusiones de Jesús sobre la inminencia del Reino y también

en algunas palabras de los apóstoles. Quien vive en semejante

tensión escatológica, como el autor de la Carta de Pedro, con­

templa de modo inminente el mundo nuevo, y sin embargo el 41

transcurrir del tiempo es inexorable y ya la Segunda Carta de

Pedro nos recuerda que «ante el Señor un día es como mil años

y, mil años, como un día. No se retrasa el Señor en el cumpli­

miento de la promesa» (3,8-9).

Ciertamente, el sentido de dicha inminencia debe ser con­

servado por nosotros. A menudo, en efecto, nos olvidamos de

que la historia no es juzgada desde su interior, sino desde el

final, desde el exterior; dividimos, pues, la historia en períodos,

buscando un significado para cada uno de ellos, sin pensar que

el verdadero significado de la historia y de la existencia huma­

na viene proporcionado por el fin del tiempo, por la eternidad.

Y la eternidad no es algo ajeno ni extraño, es, por el contrario

una realidad que nos envuelve. Quizá podríamos decir, con

algún autor contemporáneo, que el tiempo no es sino un mo­

mento particularmente concreto de la eternidad en la que es­

tamos envueltos. El cristiano vive esta eternidad y en relación

con ella juzga, valora, se alegra.

Debemos confesar humildemente que en esto nos sen­timos verdaderamente indigentes. Nuestro cristianismo ha

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desarrollado mucho, con toda justicia, el sentido de la caridad, del amor a los más pobres, el sentido de la justicia distributiva que da a cada uno lo suyo, sin embargo ha olvidado la inmi­nencia del Reino, ha olvidado nuestro estar hechos no para la ciudad terrenal sino para una ciudad permanente. Ha olvidado que nosotros contemplamos, como Moisés, lo invisible y que ésta es nuestra identidad.

En cualquier caso, sabemos que uno llega a ser cristiano poco a poco y que el Señor, en su infinita bondad, se sirve de tiempos largos para hacer conocer a su Iglesia y también a quienes la forman esa inminencia de lo eterno que es la regla para juzgar al mundo.

Por tanto, Pedro, con plena justificación habla a partir de la eternidad.

CARA A CARA CON LA EXPERIENCIA DE PEDRO

Quisiera ahora sugerir algunos pensamientos para nuestra contemplatio.

— Al leer y releer el pasaje de la Primera Carta de Pedro me pregunto, ante todo: ¿por qué doy gracias a Dios? Proba­blemente le damos gracias por muchos beneficios categoriales, cotidianos. Pero ¿le damos gracias porque se ha revelado en Jesús, porque Cristo ha resucitado, porque la gloria de Cristo nos espera, porque Cristo volverá?

— Una segunda cuestión concierne a las palabras: «rebosáis de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún tiempo seáis afligidos con diversas pruebas» (v. 6).

Preguntémonos si sentimos alegría en la dificultad, o bien si —como todos— sentimos aflicción, disgusto, frustración, sen­timiento de pérdida de tiempo, amargura, irritación, tendencia a un juicio negativo sobre los demás, sobre la sociedad, a la que echamos la culpa, olvidándonos de considerar que lo que nos sucede tiene valor de prueba de la fe y, por lo tanto, es signo de amor de Dios y de una llamada a la eternidad.

— Una tercera cuestión puede ser ésta: ¿qué fuerza tiene en mí el amor a Jesús, ese amor que ha llevado a los mártires a dar su vida? ¿Es para mí un elemento, digamos, concomitante, que va junto con los demás, o bien es el elemento dominante que juzga y sostiene a todo el resto?

Y este amor a Jesús, ¿cómo consigo expresarlo sobre todo en las distintas edades de la vida? Tal vez de joven es más fácil expresarlo con ternura, con afecto, con devoción, como se de­cía antes; después, con el paso del tiempo y al hacerse adulto, se hace más sobrio, más escaso. Pero es importante que siga expresándose porque Jesús desea ser amado por nosotros y quiere que se lo digamos.

— Por último: ¿siento el gozo de esta economía de la fe?, ¿o aca­so el hecho de que nos hallemos en ella me fastidia y me hace sen­tir humillado porque no estamos en la economía de las grandes ganancias, de las finanzas, del comercio, donde todo se calcula con los resultados, que son bien tangibles y ofrecen un gran gozo?

Porque, por el contrario, en la economía de la fe se siente gozo por el ancla que lanzamos más allá del muro, el ancla de la esperanza y porque así se nos permite conocer mejor nuestra identidad y ser asimilados a la identidad divina.

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Reflexionemos profundamente sobre cuanto he afirmado y

pidamos a Pedro que nos ilumine y nos permita conocer lo que

él ha ido conociendo poco a poco al encontrarse con Jesús. Un

«poco a poco» que para él ha sido aún más costoso que para

nosotros.

Lo meditaremos mañana, preguntándole a Pedro: ¿cómo has

llegado a ser discípulo?, ¿qué etapas y qué pruebas has pasado,

incluso, qué humillaciones has sufrido? Porque ser discípulo

no es fácil. No se trata de decir un sí de vez en cuando, de fir­

mar un papel, sino de un camino que implica toda la vida.

CONOCER NUESTRO PECADO Y EL PERDÓN DE DIOS

Pedro, ¿qué piensas de tus pecados?

«Ven Espíritu Santo, desciende sobre nosotros. 45 Tú nos has enviado a consolar en tu nombre. Concédenos la gracia de conocer la grandeza del perdón del Señor, para que también nosotros seamos capaces de perdonar con generosidad y llevar a los demás la salvación del pecado, pues también nosotros hemos sido salvados y purificados por ti».

Hemos considerado hasta aquí la roca de la fe de Abrahán

o, en otras palabras, la primera vocación de Pedro en Abrahán,

su estar totalmente embebido de la fe bíblica. Hemos meditado

después el primer encuentro de Pedro con Jesús, preguntándo­

le qué ha cambiado en él tras este encuentro.

Como veis, las primeras meditaciones corresponden a eso

que en los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola se

llama el principio y fundamento, es decir, los temas fundamen­

tales de nuestro comportamiento y de nuestro obrar. Ahora

entramos también en eso que en los Ejercicios se llama prime­

ra semana, es decir, la semana de la purificación, en la que es

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bueno confesarse para hacernos interiormente libres y com­

prender mejor lo que Dios quiere de nosotros.

Planteamos ahora esta pregunta a Pedro: ¿qué piensas de tus

pecados? Y quisiera dividir mi propuesta en tres partes. Pri­

mero, una premisa sobre el concepto de pecado. Segundo, una

contemplación de la iluminación de Pedro en la barca, cuando,

después de la pesca milagrosa, cae a los pies de Jesús diciendo:

«Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (cfr. Le 5,8):

¿en qué ha consistido para Pedro esta intuición? Tercero, una

reflexión sobre algunos versículos del capítulo 7 del Evangelio

46 de Marcos, que denuncia nuestra maldad interior, de la que

pedimos ser sanados por Dios.

¿ Q U É SIGNIFICA «PECADO»?

Probablemente Pedro nos diría que entiende muy bien

lo difícil que es comprender hoy este concepto de «pecado»;

se trata de algo que se nos escapa, porque solo donde hay

una fe judía verdaderamente fuerte, muy arraigada, se puede

comprender con claridad. Se supone la percepción viva del

hecho de que Dios está implicado en el comportamiento del

hombre y que el hombre, en su comportamiento, implica a

Dios. Es típico de la Biblia: Dios ama al hombre, lo beneficia,

lo llama, pero espera de él un determinado comportamiento;

y, por lo tanto, el modo de actuar del hombre concierne en

cierto modo también a Dios, lo hace sentir alegre y lo hiere.

A Dios le interesa mucho nuestro comportamiento y se alegra

cuando, a imitación suya, practicamos la sedakha, es decir, la

justicia que no solo da a cada uno lo suyo, sino que intervie­

ne en ayuda del que sufre, del necesitado, del que necesita

apoyo; y se ofende, en un sentido más o menos propio, con

un comportamiento equivocado que daña al prójimo o a la

relación con Dios.

Nosotros percibimos que nuestros contemporáneos no en­

tienden muy bien todo esto, precisamente porque carecen de

una fe bíblica profunda. De aquí la impresión de que el peca­

do sea una realidad de la que no nos damos mucha cuenta,

casi objeto de un juego, de broma, de chiste. Por esta razón,

cuando hablo con la gente, prefiero usar algunos sinónimos,

puesto que el término «pecado» no es comprendido, por lo 47

general, con toda su hondura teológica. Propongo, por tanto,

una comparación: al igual que existen errores de ortografía

en la lengua escrita, de pronunciación en la lengua hablada,

errores de sintaxis, imprecisiones de vocabulario, anacolutos,

etc., así también en la vida nos encontramos ante actitudes

y comportamientos incorrectos, desviados, inciertos, ruino­

sos, falsos. Esto lo entiende la gente. Comprende que estamos

en una sociedad llena de prevaricaciones y violencias, sobre

todo hacia los más débiles; se da cuenta de que vivimos entre

ingratitudes, ofensas, fraudes, supercherías, entre gente que

se aprovecha de su superioridad para aplastar y humillar al

otro; comprende que existen actitudes vanidosas, pomposas

o ridiculas.

Debemos partir de aquí para sugerir que hay una llamada

a un modo de vida auténtico, grato a Dios y aprobado por él, y

que alejarse de este estilo de vida influye también en nuestra

relación con Dios. Y aunque sea con dificultades, la gente logra

intuir algo de todo esto, si bien no podamos hablar ciertamente

de un conocimiento obvio.

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CONOCERNOS ANTE JESÚS

En cualquier caso, Pedro nos entiende y podemos, por tanto,

preguntarle: ¿qué pensabas de ti mismo como pecador? ¿Cómo

llegaste a declarar, allí, en la barca, delante de todos, de rodillas:

«Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador»?

He aquí el relato bíblico: «Simón le respondió: "Maestro, he­

mos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada;

pero, por tu palabra, echaré las redes". Y, haciéndolo así, pesca­

ron gran cantidad de peces, de modo que las redes amenaza­

ban romperse. Hicieron señas a los compañeros de la otra barca

para que vinieran en su ayuda. Vinieron, pues, y llenaron tanto

las dos barcas que casi se hundían. Al verlo, Simón Pedro cayó

a las rodillas de Jesús, diciendo: "Aléjate de mí, Señor, que soy

un hombre pecador"» (Le 5,5-8).

Y pienso que Pedro nos confiará que su confesión pública

ha brotado de su corazón, sin que ni siquiera pensara muy bien

sus palabras: yo me consideraba un hombre honrado, no un pe­

cador; un buen padre y marido que trabajaba duro para soste­

ner a su familia; un judío observante, más aún, un judío mesiá-

nico que esperaba la llegada del Mesías, por tanto, un hombre

más bien riguroso. Ciertamente, no niego que tuviera algún

pequeño defecto. Por ejemplo, tras una pesca exitosa se hacía

una buena sentada por la noche, para celebrarlo bebiendo con

los amigos y entonces se alzaba un poco la voz, se decían cosas

menos convenientes o incluso algún comportamiento fuera de

lugar. Me enfadaba fácilmente, era un poco intransigente y me

exaltaba por cosas insignificantes y tal vez me dejaba abatir

después por circunstancias adversas. Tenía estos defectos, pero

jamás habría pensado que yo era un hombre pecador.

Pero después, y ante la atención que Jesús mostraba hacia

mí, que eligió mi barca y quiso subir en ella para dirigirse a la

gente; que de inmediato se dio cuenta de la escasez de la pes­

ca, me ordenó que me alejara de tierra y que echara las redes

y, al confiar en él, con gran amor, llenó mi barca delante de

todos, con tal abundancia de peces que ningún hombre podía

recordar una cosa así en toda Cafarnaún. Entonces, al ver con

cuánta amabilidad y bondad estaba junto a mí, me di cuenta

de la enorme distancia que me separaba de él, percibí todo lo

inadecuado que había dentro de mí y advertí hasta qué pun­

to mis comportamientos eran indignos, equivocados, fuera de 49

lugar; esas transgresiones que me parecían pequeñas, de re­

pente me parecieron ofensas a Dios. El conocimiento de Jesús

me proporcionó una sensibilidad mucho más fuerte hacia mis

debilidades, hacia mi pobreza.

Como dice el Salmo 35 «Se halaga tanto a sí mismo / que

no descubre y detesta su culpa» (v. 3), yo me halagaba a mí

mismo, creía que no tenía nada que cambiar. Ante Jesús,

me di cuenta de que entre él y yo había una distancia insu­

perable y que su bondad, paciencia, misericordia, atención,

predilección, resaltaban mi falta de sinceridad, mi desgana,

mi pereza, mis concupiscencias. Delante de él me vi tal como

yo era.

Podríamos pedirle a Pedro: danos también a nosotros esta

capacidad. No permitas que pongamos una venda en nuestros

ojos cuando hablamos de nosotros mismos, sino ayúdanos a

lograr un fundamento sólido, seguro, para conocernos adecua­

damente, sin temor de ser juzgados ni de juzgarnos, para vivir

de este modo una vida más auténtica.

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LAS «MALAS INTENCIONES» DEL CORAZÓN

Creo que entonces Pedro nos aconsejará: empezad a reflexio­nar sobre esa lista de carencias redactada por mí en Siria, cuan­do me ocupaba de los catecúmenos y debía ayudarles a descu­brir los comportamientos que debían abandonar. Eran personas rudas, burdas, que no distinguían un pecado de otro, y tenía que enseñarles. Por eso redacté una lista que después mi fiel secretario recogió en su Evangelio, y os invito a considerarla.

50 El capítulo 7 del Evangelio de Marcos trata del problema

de lo puro y de lo impuro. Jesús, con un lenguaje que suscita

escándalo, dice que lo que hace impuro al hombre no es lo que entra en el hombre, lo que se toca con las manos o lo que se come, sino lo que sale de él. Invierte, por tanto, la concepción moral y enseña una moralidad interior, pronunciando esa pa­labra que es tan profunda y ha sido una de las más queridas, por ejemplo para el gran teólogo Karl Rahner. el corazón, en­tendido como el lugar de las opciones, de las decisiones, donde la persona vive en su verdad.

«Lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hom­bre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas» (vv. 20-21). Y señala a continuación una lista de doce comportamientos: fornicaciones, robos, asesina­tos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. «Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre» (v. 23). Es el corazón del hombre el que es malo.

Acostumbro a meditar con esta lista durante los ejercicios y doy un aviso enseguida: no pensemos que se trata de algo

lejano a nosotros. Afecta también a la Iglesia, y no solo al pasa­do sino que se trata de algo muy actual.

Tratemos de darnos cuenta de que las raíces de estos ma­les están todas dentro de nosotros, y que en algún momen­to podemos darnos cuenta, también con mucha sorpresa, si se verifica una condición desfavorable que nos haga salir de nuestra contención ordinaria, que nos oprime de una manera excesiva.

Recuerdo una página de los Discursos espirituales de san Doroteo abad, que leemos en el breviario la semana xxiv del tiempo ordinario: «Somos como el centeno, claro y esplenden- 51 te, que solo revela su escoria cuando es triturado. Así sucede también con el que está sentado tranquilamente y sin agobios, o eso cree él, pero posee en su interior una pasión que no per­cibe. De repente, llega un hermano, dice una palabra punzante y, de inmediato, todo ese fondo inferior que se escondía dentro, se vomita fuera».

Desmenucemos brevemente esta lista. En primer lugar, tres realidades sobre todo exteriores: fornicaciones, robos, asesina­tos. Es fácil señalarlas con el dedo cuando se realizan y, por desgracia, no son ajenas a nuestros días.

Si continuamos, yendo desde el exterior hasta el interior, encontramos los adulterios; y, por tanto, las avaricias —todos esos deseos impropios e incorrectos, que tal vez no adquieran la formalidad del pecado y que, sin embargo, están presentes dentro de nosotros como deseos malsanos—; maldades, es de­cir, el hablar mal unos de otros, el placer de ver sufrir a alguien, de hacérselo pagar, eso que los alemanes llaman Schaden-freu-de, esto es, la alegría de que al otro le vaya mal.

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Viene después el fraude o la hipocresía: por ejemplo, vemos en el campo eclesial, siempre que queremos quedar bien y pre­sentamos una cara que no corresponde a la verdad; queremos pasar por personas que saben dominarse, pacíficas, pacientes, capaces de perdonar, pero dentro de nosotros hay rabia, ira, resentimiento.

En la lista viene después el libertinaje. Y aquí tenemos que considerar no solo comportamientos exteriores, sino también muchas experiencias mediáticas, tan fáciles por medio de la televisión o de internet: no hay testigos y se pueden perseguir fantasías, quizás empezando con una pretendida buena inten­ción —quiero ver lo que ve la gente, lo que interesa a mis jó­venes— y terminando, cegados y confusos, allí donde no se hubiera querido.

Sigue la envidia. Es propia de todos los grupos de asociados, existe por lo tanto también en la Iglesia: se está siempre atentos a que el otro no reciba de más, no obtenga mayores beneficios o un éxito más grande.

También la injuria —de la que ya nos advierte san Pablo en sus cartas— es un vicio muy presente en nuestras situaciones. Existe la injuria cuando se habla de una persona, de una co­munidad, insistiendo demasiado en las culpas, en lo negativo; o bien cuando, si una persona se ha equivocado una vez, se piensa que siempre incurre en ese error y ya no se le concede confianza de nuevo.

La insolencia es propia, sobre todo, de los que tienen poder —civil, político, militar—, que creen que pueden hacer y des­hacer el universo y adquieren un sentido de omnipotencia que asusta. Pero también el poder espiritual tiene su atractivo y no faltan los que abusan de él para subyugar a los demás.

Insolencia es también decir: yo me las arreglo en todo solo, no necesito de nadie, soy el amo absoluto de lo que se me ha encomendado. Esto sucede en el desarrollo de diversas tareas y actividades también en la Iglesia.

Por último, la insensatez, el vivir como si Dios no existiera. La experiencia enseña que es posible también el servicio repe­tido y continuado de actos religiosos, sin creer verdaderamente en Dios, o mejor, teniendo una fe muy débil y quebradiza. Aún más, a menudo, el corazón está alejado de Dios, se nos califica por la precisión de los actos externos, nos volvemos rígidos en las formas, tal vez cultuales, o en las rúbricas, para esconder ciertas formas de inautenticidad, con una fuga no siempre com­parable al fruto que se quiere obtener, dado que existe algo que se quiere esconder.

Meditemos, pues, sobre estas actitudes, porque de algún modo nos conciernen también a nosotros y pidámosle a Pedro ese conocimiento de nosotros mismos que nos lleva a no des­esperar, sino a arrojarnos a los pies de Jesús, suplicando: Señor, no te alejes de mí, porque soy un hombre pecador. Acércate a mí y cúrame.

¿CUÁLES SON LOS DESÓRDENES DE NUESTRA VIDA?

En la primera semana de los Ejercicios, san Ignacio aconseja, después de meditar los pecados, pedir tres gracias, en un triple coloquio —con la Virgen, con Jesús, con el Padre—: «El primer coloquio a nuestra Señora, para que me alcance gracia de su Hijo y Señor para tres cosas: la primera, para que sienta inter­no conocimiento de mis pecados y aborrecimiento de ellos; la

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segunda, para que sienta el desorden de mis operaciones, para que, aborreciendo, me enmiende y me ordene; la tercera, pedir conocimiento del mundo, para que, aborreciendo, aparte de mí las cosas mundanas y vanas» (n. 63).

Quisiera detenerme en la segunda de estas gracias que Ig­nacio pide y tratar de comprender bien qué es el desorden. No es una vida desordenada de pecado, no hablamos de desorden en el sentido grave existencial, sino de una cierta carencia de regularidad, de organización que causa después tantas negli­gencias, cansancios, miedos, dificultades y hace nuestra vida no plenamente auténtica.

Me he preguntado: ¿cuáles pueden ser los desórdenes que nos conciernen y, particularmente, los que conciernen a los sacerdotes? He enumerado algunos, pero podrían ser más y vosotros, cier­tamente, podréis encontrar otros con vuestra experiencia.

— El primer desorden lo expreso así: creer que uno no ha recibido una verdadera misión de Dios, sino pensar que es enviado por el Señor de una manera genérica, que mi misión se cualifica en sentido general —misión de cura, de párroco...—. No. Hay una misión específica, que solo yo puedo realizar y que Dios ha dispuesto para mí. Todos tenemos una misión en Cristo y debemos creer en ella: estoy aquí porque el Señor espera algo de mí que nadie más le puede dar.

No tener esta conciencia no es, ciertamente, un pecado, pero es una forma de desorden, algo que no nos permite valorarnos plenamente.

— El segundo desorden ante el que yo mismo me he encon­trado y también lo descubro en otros: creer que mis pecados

no han sido verdaderamente perdonados y borrados. Nos acu­samos tal vez con ligereza de ciertos pecados, pero de otros tenemos la impresión de que permanecen siempre en nosotros, de que son una carga de la que nunca logramos deshacernos. No confiamos en que el Señor puede curarnos y alejar también estas tendencias o tensiones ocultas, no damos el suficiente crédito a su acción de regeneración. Así nos dejamos oprimir por pensamientos vagos, no bien definidos, de turbación, de cansancio, de descontento. Y, sin embargo basta bien poco para decir: Señor, creo que tú has perdonado todos mis pecados y me renuevas con la fuerza de tu Espíritu.

— El tercer desorden que puede producirse en la vida del sacerdote es no hacer nada por integrar la propia humanidad, la propia cultura, el propio discipulado evangélico y el propio presbiterado, es decir, dejar que éstos sean como compartimen­tos estancos. Por el contrario, es importante tender a dicha inte­gración, y para esto se necesitan determinadas ayudas.

La primera es algún tiempo de silencio, de recogimiento, de distanciamiento. Después la lectura: es importante realizar siempre lecturas que nos alimenten, que nos estimulen; el no leer más que lo estricta y absolutamente necesario para el mi­nisterio es ya en sí mismo un desorden, es necesario leer más. Y también viajar, es decir, conocer, confrontarse, contemplar a los demás, vivir otras experiencias.

De este modo se pueden integrar los dones de Dios y crecer armoniosamente en el propio servicio.

— Cuarto desorden: aceptar ciegamente, como si no hu­biera nada que hacer, los conflictos entre generaciones —entre

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sacerdotes ancianos y sacerdotes jóvenes, entre sacerdote y fieles, entre el sacerdote y sus jóvenes—. No debemos asombrarnos, pero tampoco dejarlos solos, dejar que vayan a su aire; es nece­sario orar y reflexionar, de manera que todo conflicto sea llevado a sus raíces y sus raíces sean llevadas a su verdad o falsedad. De esta manera se actúa eficazmente para superar los contrastes.

— Quinto desorden: no tener una disciplina auténtica en el horario, especialmente por la noche, que t iene luego tantas con­secuencias para el día siguiente. Es necesaria u n a disciplina, se

56 necesita u n cálculo m í n i m o de lo que se prevé y de los posibles imprevistos, de m o d o que p o d a m o s controlar nues t ro t i empo — n o de m a n e r a rígida, obviamente , porque es tamos a disposi­ción de los d e m á s — y saber, por la noche, qué hemos hecho.

— Desorden es no dejarse dirigir por un padre espiritual, especialmente en momentos de dificultad, de depresión o de tentación. Aceptaría excusas sobre esto si estuviéramos en el desierto del Sahara y el director espiritual se encontrase a 2 000 kilómetros de distancia. Pero en los distintos ambientes en los que cada uno se mueve hay muchas personas, sacerdotes y re­ligiosos, que pueden realizar este servicio. Es verdad que con­forme uno se hace mayor la necesidad es menor, pero se trata siempre de una referencia importante para una vida ordenada.

— Otro desorden típico es el de aquellos sacerdotes que di­cen: yo nunca me voy de vacaciones. Los admiro, pero no estoy muy de acuerdo con ellos. Es necesario saber interrumpir de cuando en cuando, saber salir del propio ambiente y conocer otros con los que poder confrontarnos.

Recomiendo a todos poder tener, si es posible cada sema­na, un momento para desconectar, un espacio de silencio, en donde poder respirar, orar y pensar, o aunque solo sea para descansar.

— También llamo desorden a la presunción de ser due­ños de sí mismos, plenamente capaces de dominarse, inclu­so cuando entrada la noche estamos delante de la televisión haciendo zapping. Con la idea de ser dueños de nosotros mismos, de hacer lo que hemos decidido, corremos el riesgo —por cansancio, nerviosismo o necesidad de distracción— 57 de dejarnos arrastrar y encontrarnos de repente allí donde

no quisiéramos.

— Es desorden, asimismo, dejarnos tentar por el enemigo, que empuja, incluso de manera engañosa, a alguna transgre­sión, sugiriendo que se trata de algo poco importante. Sin em­bargo, si se comete, nos crea remordimiento y un disgusto que ya no nos abandona —ya hemos aludido antes a ese creer que los pecados no se nos perdonan verdaderamente—. La trampa del enemigo, pues, es la de atraernos y luego inducirnos a una transgresión que parece leve pero que después nos pesa, nos disgusta, nos turba y nos cansa en el camino.

— Añado otro desorden: no darse cuenta de que el Reino de Dios está aquí y nosotros somos responsables de ello. Debo actuar yo, aquí y ahora; después vendrán las disposiciones, las normas, las indicaciones, pero mientras tanto no podemos vi­vir esperando algo, sino más bien sabiéndonos responsables de las personas y de las situaciones que se nos confían.

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— Por último: no creer lo suficiente en la riqueza de las re­

laciones humanas propiciadas por el ministerio. Ciertamente,

nuestro ministerio, sobre todo el oficial, reconocido por la Igle­

sia y por la gente, nos lleva a realizar acciones un tanto forma­

les. Pero nada resulta formal cuando en las relaciones se pone

un toque de cortesía, gentileza, atención, prontitud, que los de­

más advierten. No solo es significativa la relación profunda,

propiamente espiritual; cualquier relación puede ser honda y

vehículo de evangelización sincera, cuando lo vive una persona

auténtica, verdaderamente atenta a los demás, que se olvida de

58 sí mismo y es capaz de comprender y de intuir las situaciones

difíciles. Todos los encuentros pueden ser colmados de signi­

ficado, de riqueza interior, hacernos sentir a gusto, porque la

gente se da cuenta enseguida de si una persona es atenta, si

escucha y no trata de manera superficial. A veces uno se da

cuenta de esto con el paso de los años, cuando se nos dice que

bastó un solo encuentro con nosotros para dejar huella.

Os invito, pues, a reflexionar sobre estos desórdenes de la

vida. Ellos pueden ser muy bien objeto de confesión, no tanto

como pecados formales, sino como algo que quiero presentar

delante de Dios y de lo que quiero recibir ayuda y ser sanado.

L A CONFESIÓN

Quisiera, finalmente, hacer alguna alusión a los tiempos, los

modos, la materia de la confesión.

En primer lugar, los tiempos.

Muchos, sobre todo los que han vivido los primeros años

del posconcilio, han advertido la dificultad de una confesión

que parecía demasiado formal, y han abandonado la confesión

frecuente, esa confesión llamada «de devoción», que se hace

con vistas a la purificación del corazón. Hemos pasado tal vez

todos por esta dificultad y la confesión ha sido vivida y se ha

realizado, por lo tanto, muy de vez en cuando. Y todo esto, al

final, no conduce a nada.

Quisiera, pues, ofreceros algunos consejos, cuya eficacia he

experimentado personalmente y que han sido muy útiles para

mí y para los demás.

Primero. No descuidar la confesión frecuente, es más, esfor­

zarse por contrarrestar esta tendencia realizándola a menudo;

solo de esta manera puede ayudarnos. Al menos cada quince 59

días es una media que está bien.

El segundo consejo es que alarguemos la confesión frecuen­

te, haciendo que no solo los pecados formales sean objeto de

la misma, sino que, pidiendo a un confesor que nos conozca y

que nos sintamos acogidos por él, expresemos también nues­

tras pulsiones, tendencias, antipatías, concupiscencias e inquie­

tudes. Es un modo de poner sobre el tapete los problemas, de

tenerlos presentes y ofrecerlos a la misericordia de Dios, como

hemos dicho al hablar del desorden de la vida.

He experimentado, por tanto, que es más fácil confesarse

frecuentemente que hacerlo de manera esporádica; una confe­

sión larga, mejor que breve; y resulta mucho más provechosa

una amplia confesión, que vaya a las raíces del pecado, que una

confesión formal.

Por lo que concierne al modo de la confesión, os indico solo

brevemente los tres temas que considero fundamentales: la

confessio laudis, la confessio vitae y la confessio fidei. La confessio laudis es el comienzo: es hermoso comenzar

dando gracias al Señor y reconocer los beneficios de Dios,

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alabarlo por sus dones, ver cuánto hemos sido amados, para

situar nuestras culpas en el marco de una relación personal con

Jesús, que nos proporciona la justa medida.

Viene, a continuación, la confessio vitae, por lo tanto no la

simple confesión de los pecados, sino más bien, como hemos

visto, de todo lo que hay dentro de mí, y me disgusta, me pesa,

me enajena, me bloquea, me entristece o incluso me atrae de

manera excesiva. Entonces nos presentamos ante Dios con la

totalidad de nuestro ser y realizamos una experiencia verdade­

ramente eficaz.

60 Por último, la confessio fidei, es decir, no simplemente el pe­

dir la absolución, sino la expresión de la plena y gozosa confian­

za de que Dios puede curarme y darme un nuevo impulso.

Con esta fe se debe acceder al sacramento, como don de

Dios, como sangre de Cristo derramada por nosotros, como el

agua y la sangre del costado del Crucificado, que me salvan y

me regeneran.

LA LLAMADA A HACERSE DISCÍPULO

Pedro, ¿cómo te hiciste discípulo?

«Estamos aquí, ante ti, Señor, para contemplar 61 en el camino del apóstol Pedro también nuestro camino. Permítenos hacerlo con espíritu de gratitud, de alabanza, de confianza, de esperanza. Concédenos que podamos orar con una plegaria libre, humilde, confiada, que te busque a cada instante, que busque la gloria del Padre, la verdad de Dios, la identidad profunda de nosotros mismos. Te lo pedimos por intercesión de María, nuestra Madre, que nos conoce, nos sigue, nos ama».

Considerando el camino de Pedro, estoy seguro de que po­

dremos reconocer en él también algunas de las etapas que nos

han preparado y después acompañado en el servicio diaconal o

presbiteral. Os invito, pues, a realizar este trabajo —correspon­

de en parte al de la segunda semana de los Ejercicios, la semana

del seguimiento de Jesús—, y a llevarlo a cabo con gratitud y

bendiciendo a Dios, implorando el perdón y la gracia.

En la meditación quisiera proponer un ejercicio, por decirlo

así, de todah, palabra que en hebreo significa «gracias», pero

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que es mucho más que esto: gratitud, gozo, agradecimiento, alabanza, relato de las maravillas de Dios.

Una riqueza de significados que encontramos, sobre todo, expresada en los salmos. Por ejemplo en el Salmo 7,18: «Daré gracias al Señor por su justicia, / y cantaré en honor del Señor Altísimo». Dar gracias es cantar. También en el Salmo 9,1-2: «Te doy gracias, Señor, de todo corazón, / narraré todas tus mara­villas; / me regocijaré y exultaré por ti, / ensalzaré tu nombre, oh Altísimo». Cinco verbos para decir lo mismo: todah, daré gracias, daré a conocer al Señor; sipper, narraré, cantaré tus maravillas; sameach, me regocijaré, me alegraré; halaz, exulta­ré; zimmer, ensalzaré al Señor.

Son múltiples las expresiones que acompañan esta experien­cia, una experiencia que abarca toda la existencia e implica también al cuerpo, que los salmos nos recuerdan y nos ense­ñan a expresar.

Quisiera que hoy la experimentáramos escuchando la res­puesta a la pregunta que dirigimos a Pedro: ¿cómo te hiciste discípulo? Y el apóstol nos responderá: me fui haciendo poco a poco, en un proceso largo, con sufrimiento, con muchas etapas, con saltos cualitativos; es más, debería hablar de dos llamadas, cada una de las cuales ha tenido momentos distintos. Os habla­ré ahora sobre todo de la primera.

EL PRIMER ENCUENTRO

Evoco brevemente el primer encuentro, cuando Pedro se siente conocido personalmente y Jesús le da el nombre de Ce-fas. Un encuentro fugaz, que no se esperaba; he aquí que con una sola palabra Jesús lo ha marcado profundamente, con un

gesto de atención lo ha conmovido en lo más íntimo, y él ya nunca más olvidó ese día.

Leemos: «[Andrés] encuentra primeramente a su propio her­mano, Simón, y le dice: "Hemos encontrado al Mesías —que quiere decir, Cristo—". Y le llevó a Jesús. Fijando Jesús su mira­da en él, le dijo: "Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas —que quiere decir, Pedro—"» (Jn 1,41-42). Pedro, que como hemos dicho esperaba al Mesías, aunque no imaginaba que pudiera manifestarse tan repentinamente, al escuchar las palabras de Andrés, se anima y le sigue. Y cuando llega hasta donde estaba Jesús, éste, fijando su mirada en él, dice: «Tú eres Simón, tú te llamarás Cefas».

«Fijando su mirada» —en griego, emblépsas— es la misma palabra que encontramos en Marcos 10,21, cuando Jesús fija sus ojos en el joven rico y lo llama. Es también —lo veremos— el verbo que leemos en Lucas 22,61: Jesús, precisamente como la primera vez, fija su mirada en Pedro, que lo había negado, y éste, al salir del patio del sumo sacerdote, rompe a llorar.

Por lo tanto, la mirada de Jesús es una mirada profunda, penetrante, de comprensión, de afecto, de ternura, de atención singular. Y nosotros podremos tal vez recordar ese momento, distinto para cada uno, en el que hemos comprendido que Je­sús había puesto su mirada en nosotros; para unos sucede en los primeros años, para otros de adolescentes y para otros de jóvenes. Es el momento en el que hemos sentido que algo dis­tinto se movía dentro de nosotros, que el Señor se interesaba por nosotros, que nos miraba y nos llamaba precisamente a nosotros.

Sería hermoso que cada uno pudiera evocar con gratitud ese día, aquellas circunstancias, lugares, situaciones en las que ha

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experimentado algo de lo que Pedro sintió cuando escuchó que le llamaban por su nombre; es muy hermoso sentirse interpe­lado por una persona que ni siquiera imaginamos que pueda conocernos. Y Jesús añade también un sobrenombre profético, simbólico —«tú te llamarás Cefas (que significa Pedro)»—, ha­ciéndole comprender que quien le llama por su nombre tiene en sus manos también su futuro.

Llegados a este punto, considero oportuno deshacer un nudo exegético, porque es posible que leáis en los comentarios divul-gativos una interpretación que se encuentra en el mejor y más amplio comentario publicado en los últimos años del Evangelio de Mateo, el de Ulrich Luz, un exegeta protestante alemán. Exa­minando atentamente la palabra aramea cefas, considera que ésta significa «piedra de río», canto rodado; nada que ver con la roca como base sobre la cual construir, se trata más bien de una piedrecilla, como esas cinco que David tomó para diri­girse contra Goliat. Sin embargo, uno de los mejores exegetas católicos norteamericanos, J. Fitzmyer, ha publicado reciente­mente un artículo —publicado en el volumen // Verbo di Dio é vivo. Studi sul Nuovo Testamento in onore del Cardinale Albert Vanhoye, 2007— en donde demuestra que, mientras Luz y los comentarios protestantes en general para sostener sus tesis se apoyan en ejemplos de los siglos siguientes —los recogidos en el diccionario de Lampe—, los textos de Qumrán del siglo 1, contemporáneos de Jesús, no contemplados hasta ahora, ofre­cen significados indudables. «Cefas» significa, por ejemplo, la roca sobre la que el águila hace su nido; o bien la cima pedrego­sa de un monte donde se encaraman las cabras; o incluso una superficie rocosa (cfr. Joseph A. Fitzmyer, «The meaning of the

aramaic noun kyp / kp in the first century and its significance for the interpretation of gospel passages», en op. cit). Por tanto, cuando Jesús le dice a Pedro: «tú te llamarás Cefas», entiende con ello una roca sólida, un cimiento sobre el que construir.

En cualquier caso, esta palabra tiene mucha importancia para Pedro, porque le concierne en lo más íntimo.

LLAMADO A DEJAR LAS REDES

Sigue el segundo momento de la llamada, que ya hemos visto en el relato de Lucas 5,1-11 y releemos ahora en el texto de Marcos. Lo señalaría con el nombre de «llamada comprome­tedora»: «Bordeando el mar de Galilea, vio a Simón y Andrés, el hermano de Simón, largando las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo: "Venid conmigo, y os haré llegar a ser pescadores de hombres". Al instante, dejando las redes, le si­guieron» (Me 1,16-18). No es, pues, una llamada que indica solo amor y un destino futuro, sino que es una llamada a compro­meterse, a hacer un gesto público de desprendimiento, a dejarlo todo. En nuestra experiencia puede corresponder a la entrada en el seminario, en el noviciado, cuando hemos renunciado a hacer una carrera, como los primeros discípulos renunciaron a seguir siendo pescadores, y hemos dicho públicamente: me pongo en camino hacia esto. No es todavía una promesa, una consagración, sin embargo supone ya un acto de valentía. Tal vez lo hayamos realizado sin pensarlo demasiado, con la apro­bación del entorno, pero supone en sí mismo una gracia in­mensa, es un acto profundo, a contracorriente. Es un momento que en cierto modo corresponde, en el Primer Testamento, a la llamada de Elias a Elíseo: «Partió de allí y encontró a Elíseo,

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hijo de Safat, que estaba arando. Tenía frente a él doce yuntas y él estaba con la duodécima». No es fácil comprender cómo estaban emparejados estos bueyes. En cualquier caso, Eliseo era un hombre muy rico, un terrateniente, alguien que ganaba mucho y poseía tierras.

«Elias pasó a su lado y le echó su manto encima». Se trata de un gesto profético que Eliseo comprende de inmediato: «En­tonces Eliseo abandonó los bueyes y echó a correr tras Elias, diciendo: "Déjame ir a besar a mi padre y a mi madre y te seguiré". Le respondió: "Anda y vuélvete, pues ¿qué te he he­cho?"». Es, por tanto, una llamada comprometedora. «Volvió atrás Eliseo, tomó la yunta de bueyes y los ofreció en sacrificio. Con el yugo de los bueyes asó la carne y la entregó al pueblo para que comieran» —quema los puentes a sus espaldas, que­ma las naves—. «Luego se levantó, siguió a Elias y le servía» (i Re 19,19-21).

Algo parecido ha hecho el Señor con nosotros al conceder­nos la gracia, ciertamente mucho mayor de cuanto pudiéramos imaginar, de seguir a Jesús. Una gracia que no es en absoluto insignificante, porque sabéis mejor que yo cuánto les cuesta a los jóvenes hoy tomar una decisión definitiva, en un mundo que no favorece las opciones de por vida, donde todo es ad tempus, todo es experimental y la perseverancia es un hecho improbable; incluso cuando un muchacho y una muchacha se unen: «mientras nos sintamos bien juntos, sin asumir obliga­ciones o muy limitadas».

Ha sido casi un milagro. Y debemos dar gracias a Dios por­que nos ha concedido la gracia de poder realizar este gesto valiente, como se lo concedió a Simón y a Andrés, dejando las redes para seguirle.

EN NOMBRE DE UN PUEBLO

El tercer tiempo es una llamada aún más especial: la llama­da a comprometerse públicamente y en representación de todo un pueblo.

«Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron junto a él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios» (Me 3,13-15).

Tras subir al monte —el lugar de las grandes opciones divinas, el lugar que recuerda el monte de la Ley, el Sinaí, donde Dios se revela—, Jesús llamó «a los que él quiso»; por tanto no se trata de una opción de ellos, sino de la propia voluntad de Jesús. Instituyó a algunos «para que estuvieran con él» —ésta es la prioridad fundamental—; y son Doce, como las tribus de Israel. Mientras todos los demás eran discípulos, deseosos de servir, pero podían en algún momento volver a sus casas y no eran representativos, estos Doce representan al pueblo de Israel, de algún modo son una realidad sagrada, con un profundo valor simbólico. Éstos son enviados a predicar con poder de expulsar demonios y por tanto para hacer el bien, consolar y confortar a la gente.

Un momento parecido ha supuesto para nosotros la orde­nación diaconal o presbiteral, cuando fuimos constituidos ofi­cialmente no por voluntad nuestra sino de los representantes de la Iglesia de Dios, en nombre de un pueblo; cuando hemos llegado a ser parte de la Iglesia oficial y nos hemos comprome­tido a estar con el Señor.

El diaconado, el sacerdocio constituyen verdaderamente sal­tos cualitativos fundamentales, por los que debemos dar gra­cias a Dios, porque es él quien los ha querido para nosotros, no han sido una elección nuestra.

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COMENZÓ A ENVIARLOS

Pedro nos dirá después que existió para él, en esta primera llamada, un último momento, que siguió al anterior, que lo ha hecho más concreto y le ha dado un sentido todavía más vivo de la realidad de la gente.

En el relato de la institución de los Doce en el que nos hemos detenido, ellos estaban todavía bajo la protección de Jesús. Pero después se dice que él «llama a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos» (Me 6,7). Por esto se dispersan como ovejas en medio de lobos, son enviados a lo desconocido, sin saber si la casa a donde irán los recibirá o no.

Fueron también para nosotros las primeras pruebas pasto­rales, los primeros fracasos en el apostolado, los momentos de nuestros destinos concretos. Es el momento del envío entre la gente, sin redes ni defensas, con el riesgo de todos los errores que podemos cometer y, a la vez, la promesa de todo el bien que se puede obtener. Y nuestro recurso a Jesús es solo en el Es­píritu, en la oración, en la eucaristía, al igual que los discípulos ya no tienen desde aquel momento a su lado a Jesús.

«Les ordenó que nada tomasen para el camino, fuera de un bastón: ni pan, ni alforja, ni calderilla en la faja; sino: "Calza­dos con sandalias y no vistáis dos túnicas". Y les dijo: "Cuando entréis en una casa, quedaos en ella hasta marchar de allí. Si algún lugar no os recibe y no os escuchan, marchaos de allí sacudiendo el polvo de la planta de vuestros pies, en testimo­nio contra ellos"» (Me 6,8-11). El ser enviados tiene un estilo que quisiéramos casi definir como kenótico, en el sentido de humilde, pobre, desprendido, austero, gratuito, paciente, que

no se desanima ni siquiera por el rechazo; el estilo de quien sabe que, si la paz no es acogida vuelve a nosotros y que, por tanto, no la perdemos. Es el estilo de Jesús, a cuyo ministerio nos sentimos asociados.

Se nos ha pedido después dar un paso adelante, nuestra vida ha estado marcada por una experiencia realmente nue­va. Y cada una de las tareas que nos han sido confiadas ha constituido de alguna manera una nueva gracia del Espíritu Santo. Santo Tomás afirma en la Summa theologica que a cada nueva misión en la Iglesia corresponde una nueva efusión del Espíritu, yo lo recordaba a menudo a los párrocos de primer o segundo nombramiento.

Así el Señor nos forma como adultos en la fe. Sin estas ex­periencias, seguiríamos siendo en cierto modo niños; el hecho de asumir algunas responsabilidades nos hace crecer y nos va introduciendo poco a poco en la condición de la madurez cris­tiana.

Es hermoso ver cómo las personas maduran en el camino del discipulado, en el camino apostólico. Y es decepcionante, por el contrario, ver a personas que se han consumido, que se han hecho miedosas, desconfiadas, cerradas, con ese rasgo un tanto arisco que hace que la gente se aleje.

Son los dos caminos que tenemos por delante y debemos examinarnos pidiendo al Señor que, con la gracia de la misión apostólica, nos sea concedida también la de madurar huma­namente, en la paciencia, en la acogida, en la capacidad de comprender.

Aquí nos jugamos la vida, convirtiéndonos en personas abiertas, libres, responsables, o bien haciéndonos personali­dades vacías, que casi siempre protestan por todo y todo lo

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critican, porque no están serenas ni han afrontado o vivido positivamente la experiencia de la responsabilidad, con todo lo que ella conlleva, de positivo y de menos positivo.

Hemos llegado hasta aquí con Pedro, y nos esperan todavía nuevas sorpresas, porque Jesús no ha terminado de formarle. Ha realizado un buen camino de maduración, ha cumplido el ciclo de la primera llamada, especificada en todas sus particu­laridades.

Podemos, pues, detenernos concluyendo, en la meditatio, con algunas reflexiones de carácter general.

CRECIMIENTO Y PURIFICACIÓN

DE LA PERTENENCIA A JESÚS

Pedro nos sugeriría concluir, en primer lugar con la alaban­za a Dios, cuya mano ha estado siempre sobre nuestra cabeza y nos ha dado la perseverancia.

Nos invitaría después a reflexionar sobre el hecho de que, como hemos visto, el camino del seguimiento no es sencillo, no se hace de golpe, sino que comprende etapas sucesivas, unidas las unas a las otras. El Señor sabe que necesitamos tiempos largos para ser formados en un ministerio tan importante y por eso utiliza la técnica de la formación progresiva.

Y las distintas etapas significan un crecimiento en la entre­ga a Jesús, en el desprendimiento de sí mismo, en el deseo de entregarnos; significan una relación creciente de familiaridad con Jesús y también de familiaridad con la Iglesia misma, de servicio humilde a la Iglesia. Esto es muy importante, porque de lo contrario podría, precisamente por envidia de Satanás, crecer

en nosotros un sentido de autopertenencia, de autorreferencia, que tanto disgusta, puesto que significa aprovechar el propio crecimiento en el ámbito clerical para buscarse a sí mismo.

Sin embargo, en la sucesión de las distintas etapas, se puri­fica la intención inicial.

En el n. 169 de los Ejercicios de san Ignacio leemos: «En toda buena elección, en cuanto está de nuestra parte, el ojo de nues­tra intención debe ser puro, solamente mirando para lo que he sido creado, a saber, para alabanza de Dios nuestro Señor y salvación de mi ánima».

Ahora, examinando los primeros momentos de la llamada —la entrada en el seminario, el comienzo del noviciado—, ve­mos que raramente son puros, a menudo se mezclan intencio­nes diversas. El mismo acceso al sacerdocio no es, de hecho, siempre puro, es decir, lineal, transparente, solo por amor de Dios; siempre se mezclan las esperanzas de los padres, de la gente, de uno mismo, la valoración de ciertas capacidades.

Sucede de este modo porque —como dice la Imitación de Cristo— sine fumo flamma non ascendit. Pero las múltiples lla­madas, poco a poco, nos purifican.

Es un error el que cometen algunos sacerdotes que viven una crisis profunda, pensando: entré en el seminario, me hice sacerdote por motivos equivocados, ahora me doy cuenta y ten­go que volver atrás. Junto con algún motivo equivocado, casi inevitable, había también motivos válidos; y no es justo que nos fijemos solo en los primeros, es más bien necesario encon­trar cuáles han sido los motivos verdaderos y profundos, que normalmente nunca faltan.

Es verdad que si nos ponemos en manos de los psicoanalistas nos damos cuenta de los muchos y diversos deseos mezquinos

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que anidan dentro de nosotros y se presentan con el disfraz de buenas acciones. Sin embargo, el Señor nos conoce y nos puri­fica a través de las diversas experiencias de la vida, para hacer de nosotros personas dispuestas a entregarse a él, a ofrecerse a sí mismo como sacrificio que le es grato.

Finalmente podríamos preguntarnos, y preguntarle a Pedro: ¿qué sucede cuando, en esta serie sucesiva de llamadas alguna vez respondemos que no? ¿Se cierra el ciclo? ¿Se detiene el ca­mino de la llamada o bien puede ser reemprendido?

No es fácil responder. Ciertamente hay casos —todos lo sa­bemos— en el que el camino se interrumpe para emprender otro distinto. Tenemos confianza en que el Señor curará tam­bién estas situaciones en su infinita bondad y tratamos de ha­cerlo también por nuestra parte.

Pero Pedro nos recordaría, además la posibilidad de aban­donar por un momento el camino, por un sentimiento de ex­travío, por una duda, por algún tipo de temor, para después volver a él; igual que los Magos que, al llegar a Jerusalén, ya no ven la estrella y, a continuación, instruidos por las Escrituras, la encuentran de nuevo y se sienten llenos de gozo. Por tanto, el Señor —nos dice Pedro— vuelve a llamar y es posible inte­rrumpir el ciclo y volver a emprenderlo.

En particular, me parece que no es demasiado justo insistir en la obligatoriedad de una llamada con la evocación del peca­do mortal o del infierno, como sucedía sobre todo en el pasado y aun hoy puede seguir pensándose. Es necesario, en cambio, apelar a la verdad de la persona: puedes hacer lo que quieras, pero debes tener en cuenta tu historia, tu verdad y tu identi­dad. Puedes pisarla o limitarla, pero seguirás siendo siempre

un pájaro que está hecho para volar por horizontes ilimitados, que se encierra en una jaula.

Creo, por tanto, que es más bien la consideración de la pro­pia identidad personal la que Dios más aprecia, la que Jesús ama, lo que más nos debe interesar a nosotros y a los demás; es una cuestión de correspondencia con la historia de la llamada que el Señor ha tenido conmigo, poniendo en mí su mirada y abriéndome amplios horizontes de vida. Si queréis, esto corres­ponde a la salvación, a la plenitud de gozo, de fecundidad. Por lo general, estas llamadas no se dirigen, en efecto, a personas que tienen horizontes limitados y, si tienen lugar, son más bien espurias, porque enmascaran en realidad una búsqueda de sí mismo.

De modo que el camino debe ser recorrido etapa por etapa, y no nos salimos tan fácilmente de él si de verdad queremos seguirlo a toda costa y siendo fieles.

* * *

Poniéndonos ahora en oración ante el Señor, nos plantea­mos algunas preguntas.

— ¿Cuáles han sido para mí los mayores obstáculos en este camino? ¿Dónde he encontrado más dificultad? ¿Y cuáles han sido las ayudas más válidas en las que he encontrado ánimo, impulso, estímulo?

— Mientras damos gracias a Dios por todo lo que nos ha concedido y le pedimos perdón por todo aquello en lo que no hemos correspondido, pidámosle la gracia de sentir la llamada

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como nuestro más preciado tesoro. Y preguntémonos: ¿estoy contento? El camino puede ser incómodo, en ciertos momentos, difícil, puede ser duro y fatigoso, pero en el conjunto hay que estar contento.

— Quisiera, por último, que nos examináramos sobre ese sentido de inadecuación que a veces he sentido presente en mí y en muchos otros frente a determinadas misiones eclesiales.

Cuando consideramos verdaderamente la misión a la que hemos sido llamados, no nos creemos a la altura y esto crea a veces un sentido intimidatorio, impide que nos sintamos suficientemente osados.

Pienso que deberíamos hacer nuestras las palabras de Pablo, donde dice: «No que por nosotros mismos seamos capaces de atribuirnos cosa alguna, como propia nuestra» —por tanto, ni siquiera un buen pensamiento y, mucho menos, un buen es­quema para una predicación—, «sino que nuestra capacidad —la ikanótes— viene de Dios, el cual nos capacitó para ser mi­nistros de una nueva alianza, no de la letra, sino del Espíritu, pues la letra mata mas el Espíritu da vida» (2 Cor 3,5-6).

Es cierto: no somos adecuados y debemos aceptarlo. Y si de algún modo se muestra en las obras nuestra inadecuación, esto viene de Dios. Por tanto, solo a él concierne la gloria y el honor por todo lo que realiza.

LA LLAMADA A UNA NUEVA INTIMIDAD CON JESÚS

Pedro, ¿cómo te hiciste pastor?

«Señor, tú nos has puesto a tu Hijo Jesús como regla,

principio y fin de toda vocación. Y seguir nuestra

llamada es aceptar ser como él en las circunstancias

en las que tú nos pones. Haz que, meditando

en el camino de Pedro, podamos comprender mejor

el camino de tu Hijo en nosotros y alcanzar

esa imitación que es servicio y proclamación

de tu Reino que se abre a la eternidad

bienaventurada. Por Jesucristo, nuestro Señor».

DOS PREMISAS

— Antes de comenzar la meditación, quiero precisar, en pri­mer lugar dos términos: «conversión» y «vocación», no para de­finirlos, sino para daros una idea del uso que hacemos de ellos.

Llamo vocación a toda atracción del Espíritu que me lleva, tal vez por medio de experiencias diversas, luces, oscuridad, a comprender la misión que Dios quiere de mí en el mundo, la cual es siempre un modo de imitación del Señor, un modo de realizar la existencia de Jesús en un determinado momento y en una situación determinada de la historia. Por esto la vocación

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comporta también un crecimiento espiritual, hasta llegar a la madurez cristiana, a la capacidad de vivir, pensar, actuar, obrar como Jesús, en unas determinadas circunstancias.

Por lo tanto, la vocación es siempre constructiva y purifican­te. Nos invita a rechazar los desórdenes y la inautenticidad, a ponernos en el camino del orden y de la verdad. Tiene, pues, relación con la conversión.

Comprendiendo el término en su más amplia acepción, lla­mo conversión a todo cambio del corazón que sea significativo y eficaz.

Hay una conversión religiosa, que consiste en lograr poner en el primer lugar a Dios y su amor. Puede partir de una acti­tud religiosa previa, que sin embargo todavía no era del todo sincera ni auténtica, porque no ponía en el primer lugar a Dios sino tal vez determinadas tradiciones, costumbres o modos de servicio. La conversión tiene lugar también, por esta razón, en el ámbito de una existencia religiosa que se propone vivir el Evangelio; no basta, en efecto, proponérselo; es necesario que el corazón haya cambiado según el ejemplo de Jesús.

A la conversión religiosa se añade la conversión moral, que consiste en poner en el primer lugar lo verdadero y el bien, y por lo tanto, solo después de ésta se pueden situar los propios intereses, proyectos, beneficios. La conversión religiosa que pone a Dios en el primer lugar, supone una conversión moral y toda conversión moral nos invita a purificar el corazón con vistas a una auténtica conversión religiosa. Hay, de este modo, una relación recíproca entre ambas realidades.

Conversión y vocación se evocan recíprocamente: por medio de la vocación conozco mi forma concreta de imitar a Cristo

en las presentes circunstancias históricas; por medio de la con­versión cambio el corazón, de forma que pueda imitar a Jesús libremente y obedecer sus inspiraciones.

Hemos recogido de este modo términos usados muchas ve­ces, para ser ayudados a considerar otro momento del camino de vocación y conversión de Pedro, un camino de vocación que lo lleva a una conversión interior cada vez más auténtica: lo lle­va a comprender la necesidad de salir de sus propios intereses y de su manera de ver las cosas, para moldear su propio ser según la voluntad de Dios; lo conduce a una percepción más verdadera de su voluntad.

— Llegamos así a la segunda premisa. Al seguir el camino de Pedro, consideraremos hoy esta que podríamos llamar su «segunda llamada». Podríamos también hablar, tras la reflexión que apenas hemos desarrollado, de «segunda conversión». Me parece útil dejarnos instruir a este propósito por el apóstol, por que probablemente este pasaje fue para él un poco traumático y precisamente por esto, es signo, símbolo, modelo, reclamo de momentos similares que tienen lugar en nuestra existencia.

En efecto, toda persona que quiere llegar a ser un verdadero discípulo y perseverar en el camino del discipulado, todo aquel que es llamado, de algún modo experimenta en la propia vida saltos cualitativos, apertura de nuevos horizontes, y atraviesa, normalmente, algunos momentos de crisis; psicológicamente se podría comparar con la llamada crisis de los cuarenta. Tiene lugar en nosotros un cambio, denominado con diversos nom­bres: segunda conversión, segunda llamada, y otros más.

No creo que exista una sistematización teológica concreta acerca de esta etapa. Diversos autores han hablado de ella, sobre

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todo a partir de los grandes autores espirituales de los siglos xvn-xvm. Recientemente ha contribuido mucho a difundir esta idea el texto de Voillaume titulado Come loro, que contiene un capítulo sobre este tema.

En cualquier caso, si los nombres son diferentes, el paso, cier­tamente, existe y nos proponemos ver cómo lo vivió Pedro.

Le preguntamos, por tanto: ¿cómo tuvo lugar, Pedro, tu se­gunda llamada o conversión?

Él nos responderá que atravesó distintos momentos, y nos hablará de dos premoniciones, de dos episodios constitutivos y de una conclusión.

Recorreremos estos momentos dedicándonos a la lectio y en la meditatio nos preguntaremos en qué consiste la segunda lla­mada, para cuestionarnos si ha habido en nosotros algo similar y qué consecuencias se han desprendido de ella.

UNA FE FRÁGIL

Comenzamos, pues, por las dos premoniciones de eso que será para Pedro el «salto cualitativo».

— La primera premonición la constatamos después de que Pedro ya ha decidido seguir al Maestro, vive ya el discipulado. Podemos leer el episodio en el capítulo 14 del Evangelio de Ma­teo. Después de la multiplicación de los panes, Jesús se retira solo a la montaña para orar, mientras los discípulos suben a la barca para ir a la otra orilla del lago. «La barca se hallaba ya distante de la tierra muchos estadios, zarandeada por las olas, pues el viento era contrario. Y a la cuarta vigilia de la noche

vino él hacia ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos, viéndole caminar sobre el mar, se turbaron y decían: "Es un fantasma", y de miedo se pusieron a gritar. Pero al instante les habló Jesús diciendo: "¡Ánimo!, soy yo; no temáis". Pedro le respondió: "Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti sobre las aguas". Le dijo: "¡Ven!". Bajó Pedro de la barca y se puso a cami­nar sobre las aguas, yendo hacia Jesús. Pero, viendo la violencia del viento, le entró miedo y, como comenzara a hundirse, gritó: "¡Señor, sálvame!". Al punto Jesús, tendiendo la mano, le agarró y le dice: "Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?". Subieron a la barca y amainó el viento» (vv. 24-32).

«Hombre de poca fe»: palabras terribles, porque Pedro debe­rá ser el fundamento de la fe de la Iglesia, de nuestra fe.

Se le echa en cara su falta de fe, para recordarle su rea­lidad de no creyente, de desconfiado, de escéptico, temeroso, miedoso. Como lo somos cualquiera de nosotros. Pedro debe aprender en su propia carne que la fe es don de Dios, no una posesión suya.

— Un segundo momento de premonición. Lo encontramos en el capítulo 22 del Evangelio de Lucas y en sus paralelos, así como en Juan (13,36-38). Aquí nos referiremos al relato lucano.

Primero, como de costumbre, Pedro es alabado, esta vez jun­to con los demás apóstoles: «Vosotros sois los que habéis per­severado conmigo en mis pruebas» (v. 28); por tanto, se trata de hombres fieles, leales. Sin embargo, dirigiéndose a Simón, añade Jesús: «¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos» (vv. 31-32).

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Pedro nos dice: habría podido contentarme con estas pala­bras, que me tranquilizaban, pero como de costumbre, quise ir más allá: «Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y la muerte» (v. 33). Una lealtad total y absoluta.

Pedro es sincero cuando habla de este modo. Pero Jesús le responde: «Te digo, Pedro, que antes de que hoy cante el gallo habrás negado tres veces que me conoces» (v. 34).

El apóstol recibe esta fuerte premonición que le debe hacer comprender cómo su pretensión de tener la fuerza necesaria para seguir a Jesús es auténtica, porque él se expresa a sí mismo, y sin embargo no es verdadera en profundidad, porque es muy frágil.

Sobre su triple negación nos detendremos más adelante, después de haber considerado lo que he llamado el primer epi­sodio constitutivo de la segunda conversión de Pedro.

«¿QUIÉN DECÍS QUE SOY YO?»

Se trata de un momento de reproche saludable que le hizo dar a Pedro un salto cualitativo en su vida. ¿Cuándo tuvo lugar?

Pedro nos responderá: todo sucedió durante el camino ha­cia Cesárea de Filipo, tras dejar Galilea, dirigiéndonos hacia el norte del país, hasta las laderas del monte Hermón. En este lugar, tan rico de agua, manantiales, puentes, pequeños lagos, cavernas, con misteriosas tradiciones paganas, el Maestro, que viajaba solo con nosotros quiso zarandearnos y hacernos dar un salto adelante en nuestro camino interior.

Naturalmente —continúa—, como en otras ocasiones, yo fui la cobaya del experimento, es decir, aquél a quien Jesús eligió para estimular a los demás.

¿Y cómo sucedió?, preguntamos nosotros.

Todo comenzó con una pregunta de Jesús: «¿Quién dice la gente que soy yo?». La pregunta no era nueva, la habíamos escuchado en boca de muchos, nosotros mismos la teníamos en el corazón desde los primeros milagros, desde las primeras curaciones. Mi evangelista, Marcos, anota en particular, des­pués de haber narrado el episodio de la tempestad calmada, que todos nosotros, llenos de temor, nos decíamos unos a otros: «Pues ¿quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?»

(4,4i)-La pregunta estaba presente, pues, y la gente nos la dirigía a

menudo personalmente; sin embargo, todavía no estábamos de acuerdo sobre cuál era la respuesta a esa pregunta. Se hablaba del Maestro como de un profeta, un gran profeta; se hablaba de él como de un enviado de Dios, tal vez era el mensajero de­finitivo de Dios, el Mesías.

A pesar de que el camino estaba preparado, cuando ese día nos planteó Jesús explícitamente la pregunta, nos pilló por sorpresa, sentíamos vergüenza al expresarnos, no nos gusta­ba quedar en mal lugar, sentíamos miedo de decir cosas que el Maestro no habría tal vez aprobado. Y teníamos también miedo de quedarnos cortos y no hacer honor a la verdad. Por lo tanto, todos estábamos temerosos y nos mostrábamos vaci­lantes.

Fue entonces cuando sentí la inspiración interior para hablar en nombre de todos, pronunciando esas palabras que vuestros evangelistas recogen cada uno de manera un poco distinta y que el evangelista Mateo expresa con plenitud, yendo tal vez un poco más allá de lo que yo declaré efectivamente ese día.

En cualquier caso, estaba seguro de que Jesús era el Cristo, y lo dije en alto. Creía que era algo más que el Mesías, que tenía

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una relación misteriosa y estrechísima con Dios, y lo proclamé

también, no sé muy bien con qué palabras. Y después de haber

hablado, me quedé mudo y tembloroso, sin saber si lo había

dicho bien.

El Maestro, entonces, me miró profundamente a los ojos,

como en nuestro primer encuentro, suspiró, hizo una larguísi­

ma pausa, y después pronunció aquellas palabras que conocéis

muy bien: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque

no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que

está en los cielos» (Mt 16,17).

82 Yo estaba exultante, lleno de entusiasmo y de satisfacción;

había alcanzado, por decirlo así, mi máximo rendimiento, es­

taba en el séptimo cielo. El Maestro no solo había reconocido

que mis palabras eran acertadas, sino que había subrayado el

hecho de que Dios mismo me las había inspirado. Yo no me

esperaba tanto. Y cuando escuché a Jesús hablar de este modo,

me sentí colmado de felicidad: Dios mismo se dignaba hablar

a través de mis palabras, Dios ponía su Espíritu en mi corazón,

se servía de mí para revelar sus secretos.

Se trataba de algo que nunca habría imaginado. También

para los demás discípulos esto era inaudito, todos me miraban

con una mezcla de sorpresa y de envidia y, probablemente, se

preguntaban: ¿cómo ha logrado alcanzar ese conocimiento de

los misterios de Dios?

CONVERTIRSE A LA HUMILDAD

Aquí es cuando tuvo lugar lo imprevisible —recuerda toda­

vía Pedro—, es decir, esa corrección de Jesús cuya memoria

todavía me hace temblar.

Cuando yo, creyendo haber alcanzado un conocimiento pro­

fundo de los designios de Dios, oí hablar a Jesús de muerte y de

sufrimiento, tuve la impresión de que él miraba hacia el futuro

previendo una derrota. Entonces ya no pude aguantarme más;

estaba todavía bajo el influjo de mi acto de gloria y me sentí

con el deber de tomar al Maestro aparte y, en privado, protes­

tar contra esto: no es posible, esto no puede ser, es inaceptable,

nunca lo permitiremos.

Entonces vi cómo Jesús, cambiando repentinamente de co­

lor, se encendía de ira y me gritaba: «¡Quítate de mi vista, Sata­

nás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son 83

los de Dios, sino los de los hombres!» (Mt 16,23).

Ese reproche fue tremendo para mí. Me había cogido por

sorpresa, en un momento de exaltación y de euforia; venía a

destruir toda la imagen que me había hecho de mí mismo, todo

el castillo en el aire que había construido a propósito de mi lla­

mada y de la predilección de Jesús por mí. Yo, que había sido

llamado el primero en la montaña y no cabía en mí de alegría,

yo que me sentía un poco como su confidente, su brazo dere­

cho, era tratado de este modo, me sentía tirado como un trapo

sucio, era comparado con Satanás. Nunca pensé que podría

recibir un reproche semejante, destructivo y en absoluto pla­

centero. Yo que creí haber reconocido los caminos de Dios en

Jesús, recibía ahora este reproche como aquél que no entiende

nada de los designios de Dios y juzga según los criterios y los

pensamientos humanos.

Me venían a la memoria —sigue siendo Pedro quien ha­

bla— las durísimas expresiones del profeta Isaías: «Mis pensa­

mientos no son vuestros pensamientos, / ni vuestros caminos

son mis caminos» (55,8). De repente se me medía con otro

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rasero, se me tiraba por tierra, era devuelto a esa desconfianza en mí mismo que siempre me perseguía. Sentía renacer esos sentimientos de no ser digno que me habían acompañado en otros momentos de mi vida. Sobre todo, tenía la impresión de que todo había acabado entre Jesús y yo, que él me abando­naba, me rechazaba. Me parecía que después de lo que había dicho, ya nadie me escucharía; también los demás discípulos me tomarían el pelo y me considerarían una persona poco se­ria, poco creíble.

He vivido todo esto con una gran confusión, tal vez con un poco de rabia; me mordía los labios y no me atreví a res­ponder.

Pero Jesús continuó enseñándonos con valentía y paciencia, como ignorando mi error y mi presunción: se puso a hablar del desprendimiento, de la necesidad de saber decir que no a uno mismo, de ser capaz de jugarse la propia vida: «Entonces dijo Jesús a sus discípulos: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niegúese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará"» (Mt 16,24-25).

Entonces comprendí lo que había detrás de ese reproche. Era como una nueva llamada, se me planteaba la exigencia de una nueva conversión: la de ya no presumir más de mí mismo y de mis fuerzas; la de no engreírme por alguna consolación o luz interior, creyendo haber llegado a quién sabe dónde, sino que se me exigía cultivar la humildad, la discreción, el silencio.

Esta nueva llamada era tan contraria a mi carácter que no esperaba poder alcanzarla. Pero el Maestro era más fuerte que yo y sentía dentro de mí la confianza de que no se habría de­tenido ante mis resistencias, habría seguido zarandeándome

hasta conducirme a la justa medida de la valoración de mí mis­mo y de los demás.

Ese episodio fue, pues, providencial. Podía parecer una de­rrota definitiva, y en cambio fue una advertencia extraordina­ria, que comenzó esa nueva consideración de mí mismo, esa tarea que alcanzaría su culmen en los últimos días de la pasión, en el momento de mi negación, y que me reportó, al final, poder recibir de Jesús un mandato de confianza como nunca jamás habría soñado.

LA TRIPLE NEGACIÓN

Hemos llegado al segundo episodio constitutivo de este mo­mento del camino de Pedro, en el que el apóstol demuestra nuevamente toda su fragilidad. Es el episodio de la triple nega­ción, que se encuentra tanto en los tres Evangelios sinópticos en un único bloque como en el cuarto Evangelio, dividido en dos bloques, en el marco del proceso religioso a Jesús. Nosotros leeremos el texto de Juan 18,1-18. 25-27.

«Seguían a Jesús Simón Pedro y otro discípulo. Este discípu­lo era conocido del sumo sacerdote y entró con Jesús en el atrio del sumo sacerdote, mientras Pedro se quedaba fuera, junto a la puerta. Entonces salió el otro discípulo, el conocido del sumo sacerdote, habló a la portera e hizo pasar a Pedro. La muchacha portera dice a Pedro: "¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?". Dice él: "No lo soy". Los siervos y los guardias te­nían unas brasas encendidas porque hacía frío, y se calentaban. También Pedro estaba con ellos calentándose» (Jn 18,15-18).

«Estaba allí Simón Pedro calentándose y le dijeron: "¿No eres tú también de sus discípulos?". Él lo negó diciendo: "No lo

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soy". Uno de los siervos del sumo sacerdote, pariente de aquel

a quien Pedro había cortado la oreja, le dice: "¿No te vi yo en

el huerto con él?" Pedro volvió a negar, y al instante cantó un

gallo» (Jn 18,25-27).

Pedro se ve inmerso en esta nueva prueba casi sin darse

cuenta. Cuando Jesús es apresado, lo ataron y se lo llevaron,

más aún, después de que Jesús le ordenó envainar su espada

(cfr. Jn 18,1-12), comienza a entender cada vez menos al Maes­

tro: ¿por qué no se defiende? ¿Por qué no acepta ni siquiera

mi defensa? ¿Por qué esta indefensión? Sin embargo, sigue al

86 mismo Jesús, sin saber muy bien por qué, sin decidir tampoco

intervenir a su favor en un juicio; tal vez lo esperaba, pero no

sabe muy bien qué hacer. Entra en el atrio del sumo sacerdote

gracias a la mediación del discípulo amado. Y nada más entrar

es interrogado: «¿No eres tú también de los discípulos de ese

hombre?»

Pedro confiesa: he respondido «No lo soy», pero ni siquiera

yo sé por qué. Y después me quedé allí pasmado, como un

necio, calentándome cerca del fuego, dejándome envolver por

una atmósfera un poco irreal, sin pensar demasiado en lo que

estaba haciendo. La segunda vez me volvieron a preguntar:

«¿No eres tú también de sus discípulos?». Y de nuevo lo negué,

diciendo: «No lo soy». A continuación me preguntó uno de los

siervos, pariente de aquel a quien había cortado la oreja: «¿No

te vi yo en el huerto con él?». Y yo lo negué de nuevo.

¿Por qué estas negaciones?

Ciertamente por miedo, pero más probablemente aún por­

que me sentía totalmente perdido y, al afirmar que no lo co­

nocía, ponía de manifiesto algo que había en mí. Mis respues­

tas contenían una parte de verdad, porque ya no lograba ser

discípulo de un hombre tan humillado, que se dejaba maltratar

de ese modo; me había decepcionado, ya no lograba entenderlo,

de algún modo podía decir que no lo conocía. Había en mí, en

el fondo, la no aceptación de este Jesús sufriente y humillado y,

por tanto, la no aceptación de la voluntad de Dios que se mani­

festaba en dicha humillación, la no aceptación de un Dios que

se implica con el hombre hasta el punto de dejarse anonadar

en la persona de Jesús. Se me exigía un salto cualitativo que no

era capaz de dar.

Y es solamente la mirada de Jesús —nos dirá Pedro— la que

tocó mi corazón, haciéndome comprender hasta dónde había 87

llegado. «Le dijo Pedro: "¡Hombre, no sé de qué hablas!". Y en

aquel mismo momento, cuando aún estaba hablando, cantó

un gallo. El Señor se volvió y miró a Pedro» (Le 22,6o-6ia) —el

mismo verbo emblépo del primer encuentro—, con una mira­

da de compasión, de comprensión, de perdón. Entonces recordé

las palabras que me había dicho el Señor: «Antes que cante hoy

el gallo, me habrás negado tres veces» (v. 61b).

«Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente» (Le 22,62).

Me parece que podemos situar precisamente aquí la segunda

conversión de Pedro, cuando llega a comprender que es ne­

cesario aceptar a Jesús tal como es; que es necesario aceptar

la voluntad de Dios manifestada en el crucificado, humillado,

torturado, ejecutado. Éste es el camino.

EL CAMINO DEL A M O R

Un camino que encontramos confirmado en la que hemos

llamado la última etapa, la conclusión de la segunda llamada de

Page 45: Martini, Carlo Maria - La Audacia de La Pasion

Pedro. La leemos en el capítulo 21 de Juan: «Después de esto,

se manifestó Jesús otra vez a los discípulos a orillas del mar de

Tiberíades. Se manifestó de esta manera. Estaban juntos Simón

Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Cana de Gali­

lea, los de Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Simón Pedro

les dice: "Voy a pescar". Le contestan ellos: "También nosotros

vamos contigo". Fueron y subieron a la barca, pero aquella no­

che no pescaron nada.

Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla; pero los dis­

cípulos no sabían que era Jesús. Les dice Jesús: "Muchachos,

88 ¿no tenéis nada que comer?". Le contestaron: "No". Él les dijo:

"Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis". La echa­

ron, pues, y ya no podían arrastrarla por la abundancia de pe­

ces. El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro:

"Es el Señor". Cuando Simón Pedro oyó "es el Señor", se puso el

vestido —pues estaba desnudo— y se lanzó al mar. Los demás

discípulos vinieron en la barca, arrastrando la red con los peces;

pues no distaban mucho de tierra, sino unos doscientos codos.

Nada más saltar a tierra, ven preparadas unas brasas y un

pez sobre ellas y pan. Díceles Jesús: "Traed algunos de los pe­

ces que acabáis de pescar". Subió Simón Pedro y sacó la red a

tierra, llena de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y, aun

siendo tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: "Venid y

comed". Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle:

"¿Quién eres tú?", sabiendo que era el Señor. Viene entonces

Jesús, toma el pan y se lo da; y de igual modo el pez. Ésta fue

ya la tercera vez que Jesús se manifestó a los discípulos después

de resucitar de entre los muertos.

Después de haber comido, dice Jesús a Simón Pedro: "Si­

món de Juan, ¿me amas más que éstos?". Le dice él: "Sí, Señor,

tú sabes que te quiero". Le dice Jesús: "Apacienta mis corde­

ros". Vuelve a decirle por segunda vez: "Simón de Juan, ¿me

amas?". Le dice él: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero". Le dice

Jesús: "Apacienta mis ovejas". Le dice por tercera vez: "Simón

de Juan, ¿me quieres?". Se entristeció Pedro de que le pre­

guntase por tercera vez: "¿Me quieres?" y le dijo: "Señor, tú lo

sabes todo; tú sabes que te quiero". Le dice Jesús: "Apacienta

mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven,

tú mismo te ceñías, e ibas adonde querías; pero cuando lle­

gues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará

adonde tú no quieras". Con esto indicaba la clase de muerte 89

con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: "Sigúeme"»

(Jn 21,1-19).

Vemos que Pedro retoma su lugar de liderazgo todavía antes

de que el Señor se le aparezca en el lago, es ya rehabilitado por

la mirada de Jesús y por su llanto, por su arrepentimiento, por

su vergüenza, y por esto puede confirmar a los otros.

Y sin embargo el relato nos certifica que en Pedro ha tenido

lugar la segunda conversión y ésta le permite señalar lo esen­

cial. De hecho las tres preguntas de Jesús a las que responden

las tres humildes réplicas del apóstol interrogan sobre el amor,

es decir sobre aquello que es verdaderamente esencial, más allá

de toda presentación y de toda obra.

Es interrogado sobre el amor y no sobre la fe, probablemen­

te porque la raíz de esta última es el amor. La fe, que es cier­

tamente —como decía— el principio de la salvación y de la

justificación, es el ojo del amor. Primero existe el amor que

Dios derrama en nuestros corazones y es este amor el que nos

permite creer, abandonarnos, confiarnos a él.

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Pedro, por tanto, completó su camino cuando comprendió su fragilidad —y lo ha dicho claramente en sus respuestas: Señor, tú lo sabes todo; ya no quiero afirmar nada más de mí, no quiero presumir de nada— y cuando escuchó esa pregunta sobre lo esencial, es decir, sobre el amor, que debía convertirse en el punto de referencia de toda su actividad pastoral, el fun­damento de todo eso que él habría sido después de la segunda llamada o segunda conversión.

Hemos revisado brevemente estos pasajes, deteniéndonos en los textos fundamentales. Podemos ahora realizar algunas reflexiones a modo de meditatio.

¿CUÁLES SON LOS FRUTOS DE LA SEGUNDA CONVERSIÓN?

Así pues, ¿en qué consiste la segunda llamada, la segunda conversión? ¿En qué consiste este momento de la vida y cuáles son sus frutos? Tratemos de indicar algunos de ellos, mientras podemos preguntarnos, después de haber escuchado las pala­bras de Pedro, si también nosotros hemos vivido una nueva llamada o una nueva conversión, si hemos vivido alguna expe­riencia que podamos identificar como tal.

— Un primer fruto, que nunca profundizaremos lo su­ficiente en nosotros, es la más viva toma de conciencia de nuestra fragilidad. Normalmente, de jóvenes nos hacemos ilusiones, hacemos promesas, concebimos tantos proyectos; pero después nos damos cuenta de ser cada vez más frági­les. Naturalmente, es duro admitirlo y cuando hacemos un propósito quisiéramos siempre volver al candor primitivo;

en cierto modo, como cuando de muchachos se escribía con pluma y tinta, y en el instante en el que la primera mancha estropeaba el cuaderno, uno hubiera deseado arrugarlo todo y comenzar de nuevo en una página limpia. Esta pretensión siempre está presente en nosotros; pero en un determinado momento llega la aceptación de que somos frágiles, y esto nos hace bien porque nos coloca plenamente en nuestra ver­dad ante Dios.

Obviamente, tiene lugar de modos muy distintos. Para Pe­dro ocurrió de forma traumática y, a veces, en algunas reali­dades sacerdotales o religiosas sucede de manera igualmente perturbadora, con exigencias que hacen caer de bruces. Otras veces se experimenta de modo más suave. En cualquier caso, es una etapa por la que hay que pasar.

Éste es un primer elemento de la conocida como segunda llamada o conversión.

— Otro fruto es la conciencia de que somos perdonados y de que, en cuanto perdonados, podemos perdonar. Es la ventaja de convertirse en un sanador herido —como dice H. Nouwen—, un perdonado que perdona, un pecador que ayuda a los demás pecadores a conocer a Dios.

En la Vida de san Ambrosio que la liturgia nos propone en el día de su fiesta, se lee: «Se alegraba con quienes estaban alegres, lloraba con los afligidos; siempre que alguno venía a confesarle sus faltas para recibir la penitencia, derramaba tan­tas lágrimas, que el penitente se veía obligado a llorar con él; en efecto, se consideraba pecador con el pecador». Y el mismo santo, en una bellísima página del Tratado sobre la penitencia, se dirige de este modo al Señor: «Cada vez que me encuentre

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con el pecado de alguien que ha caído, concédeme experimen­tar una profunda compasión, para no reprenderlo altivamente, sino para gemir y llorar con él, de modo que mientras lloro por otro, llore también por mí mismo».

Puede que nosotros nunca alcancemos una emoción similar, sin embargo, la conciencia de que también nosotros somos per­donados y nos sentimos indigentes nos conduce a una compa­sión que debe crecer en nosotros y éste debe ser cada vez más el camino de la Iglesia, también en el futuro. Creo que todavía hay camino por hacer, en nosotros y tal vez también en la co­munidad eclesial en su conjunto, oficial e institucional, puesto que también la Iglesia está en camino.

— Un tercer fruto es la convicción de que no conocemos a Dios, de que Dios permanece en el misterio, más allá de cuanto podríamos imaginar de él, que es —como dice Karl Rahner— el horizonte inalcanzable de nuestro actuar y de nuestro pen­sar, de nuestro decidir. Tendemos siempre a él, nos regulamos en relación con él, pero nunca lo conoceremos directamente, sino en ese momento en que lo veremos tal como él es, y lo co­noceremos tal como somos conocidos: «Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado todavía lo que sere­mos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (i Jn 3,2); «Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido» (1 Cor 13,12).

Por lo tanto, ahora no conocemos a Dios más que en parte, sobre todo por medio de Jesús, su modo de comportarse, de obrar, de pensar, de decidir.

— Otro fruto, resultado de acontecimientos desagradables, dolorosos, oscuros, que podamos haber vivido, es la toma de conciencia de la bondad y misericordia de Dios para con noso­tros, porque no nos ha abandonado, a pesar de todo, sino que ha permanecido siempre cercano y ha seguido mostrándonos su favor y manteniéndonos vigilantes.

Somos invitados a descubrir las enseñanzas que Jesús ha querido mostrarnos, sobre todo en los momentos difíciles, en los que parecía que todo estuviera perdido o que penetrábamos en la más profunda oscuridad.

A veces puede tratarse de una aridez extrema en la oración, que hace, sin embargo, recuperar el hecho de que ésta es un don de Dios, mientras que nosotros pretendíamos organizaría a conciencia, con nuestra voluntad, con el dominio de nuestra fantasía; otras veces puede tratarse de una dolencia física, del anuncio de una posible y grave enfermedad, que puede ser ocasión de un salto cualitativo y a menudo lo es, porque uno se encuentra sin aliento, sin fuerzas y necesitado de una nueva aceptación de la voluntad de Dios.

Pedro nos enseña que han sido, probablemente, los momen­tos más preciosos de nuestra vida, esos de los que todavía hoy podemos obtener una enseñanza y confianza para el futuro; del mismo modo en que para él los momentos más desagradables y oscuros han sido etapas decisivas de su camino de conversión y de madurez interior, etapas desde las que ya nunca volvió atrás.

— Finalmente, tales episodios son fructíferos en cuanto que nos hacen sentir que estamos llamados a una, mayor y siempre nueva intimidad con Jesús, confiándonos a él, de modo que sea él quien obre y viva en nosotros.

Page 48: Martini, Carlo Maria - La Audacia de La Pasion

Demos, pues, gracias a Pedro por habernos contado algunas

de sus experiencias de llamadas de Dios; dejémonos ayudar

por él para reconocerlas en nuestra vida, para atravesarlas, para

superarlas.

Es verdad que el concepto de segunda conversión o segunda

llamada parece considerarla de forma excesivamente relativa,

reduciéndola a ocasiones específicas, y por esto no hacemos

uso de ella de buen grado; aunque, en efecto, también puede

ser una experiencia difusa en la vida. Lo importante es saber

que existe, saber que nosotros no conocemos lo suficiente los

94 caminos de Dios, que Dios es un gran misterio, que nosotros

somos frágiles y debemos perdonar a los demás, que debemos

ante todo, aprender a perdonarnos a nosotros mismos, para po­

der ejercer misericordia a partir de la misericordia que ha sido

usada con nosotros. Como expresa san Pablo de modo maravi­

lloso: «¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo,

Padre misericordioso y Dios de toda consolación, que nos con­

suela en toda tribulación nuestra para poder nosotros consolar

a los que están en toda tribulación, mediante el consuelo con

que nosotros somos consolados por Dios!» (2 Cor 1,3-4).

Este es, ciertamente, el camino del discípulo. No alcanzamos

la madurez, no logramos la sabiduría del corazón, sin una ex­

periencia parecida a éstas de las que nos ha hablado Pedro. Es

el camino de aquel que quiere de verdad seguir a Jesús hasta

el final.

PREGUNTAS SOBRE EL TIEMPO

Pedro, ¿qué piensas del tiempo?

«Espíritu Santo, tú que eres dueño del tiempo „5

y que extiendes tu dominio a lo largo de la historia, concédenos profundizar en este misterio, no para convertirnos en profetas baratos sino para que sepamos manejarnos con destreza y liberarnos de las ataduras de la historia categorial, de la historia de este mundo, para abrirnos a la historia infinita de tu Reino, que ya está presente aquí y ahora en Jesús, que junto con el Padre y con el Espíritu reina por los siglos de los siglos».

Considero que ha llegado el momento de dirigir a Pedro la

pregunta que desde hace mucho tiempo me anda rondando

por la cabeza y hasta ahora tan solo he formulado somera­

mente aquí y allá. Es la pregunta sobre el tiempo: Pedro, ¿qué

piensas del tiempo?

Puede parecer una cuestión un poco distante de nuestros

intereses, pero creo que existen al menos dos razones que me

impulsan a plantearla.

Ante todo, una razón personal. Mi tiempo se ha hecho breve

y, cuando me doy cuenta de que se acerca el final, me pregunto

Page 49: Martini, Carlo Maria - La Audacia de La Pasion

con una mayor pertinencia sobre la relación entre el tiempo y

la eternidad. Relación en cierto modo similar a la que existe en­

tre la realidad categorial y las realidades trascendentales, en las

que es necesario asumir una sabiduría del corazón para vivir

en el hoy, pero viviendo ya en el tiempo eterno.

La segunda razón, más contingente, es el reciente quincua­

gésimo aniversario de la desaparición del padre Teilhard de

Chardin, que murió el día de Pascua del año 1955. En estos

últimos tiempos he releído sus obras y dos estudios fundamen­

tales sobre él: El pensamiento religioso de Teilhard de Chardin

96 (Taurus, Madrid 1967) del padre H. de Lubac, muy hermoso; y

un texto del padre G. Martelet publicado hace poco, Profeta di

un Cristo sempre piú grande.

Estos dos motivos me han impulsado a profundizar el tema

en relación con Pedro, que habla de ello bastante a menudo,

como sucede, por otro lado, con todo el Nuevo Testamento que

desarrolla frecuentemente este tema. Recuerdo que podemos

encontrar algunos artículos extraordinarios sobre este argu­

mento en La fine del tempo, un estudio algo antiguo pero toda­

vía válido del gran exégeta H. Schlier.

Volvamos, pues, a la pregunta: Pedro, ¿qué piensas del tiempo?

Del tiempo pasado, presente y futuro, porque al tiempo futuro

está vinculada nuestra esperanza: ¿esperanza de qué? ¿Sobre qué

base? ¿Para cuándo? ¿Cuál es tu «escatología»? Y he tratado de

articular esta cuestión en otros cinco interrogantes sucesivos.

TENSIÓN ESPACIAL Y TEMPORAL

Quisiera comenzar así: ¿cómo eran los primeros tiempos,

cuando erais tan solo unos pocos discípulos entusiastas y Jesús

estaba en medio de vosotros? ¿Eran —la pregunta puede pare­

cer un poco superficial— mejores o peores que los tiempos que

hoy vivimos en la Iglesia?

Pedro nos recordará ante todo que siempre tendemos a con­

siderar que cualquier tiempo pasado fue mejor. Esto ha suce­

dido siempre, como dice el Eclesiastés: «No digas: ¿cómo es

posible que el pasado sea mejor que el presente? Pues no es de

sabios preguntar sobre ello» (7,10).

Yo, personalmente —nos dice Pedro—, pienso que cada día

es más hermoso que el anterior. Ciertamente, al principio está­

bamos llenos de entusiasmo, nos maravillaba y nos encantaba 97

la familiaridad con Jesús, a la que en cierto modo nos estába­

mos acostumbrando. Pero tengo que confesar que había en­

tre nosotros distancias, frialdad, resistencias, hasta la traición.

Nuestro tiempo no era, por tanto, un tiempo perfecto.

Poco a poco, sin embargo, y con la fuerza de Jesús, hemos

aprendido a mirar más allá del tiempo y del espacio. Recordad

sus palabras: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes»

(Mt 28,19); «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva

a toda la creación» (Me 16,15): era una invitación a llegar lejos.

Y de nuevo: «Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y

Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8). Nos sentía­

mos invitados a ensanchar cada vez a más nuestros horizontes

de tiempo y de espacio.

¿Y hasta cuándo? Hasta que —como dijeron los ángeles des­

pués de la ascensión— «Este Jesús, que de entre vosotros ha

sido llevado al cielo, volverá así tal como le habéis visto mar­

char al cielo» (Hch 1,11).

Había, pues, en nosotros una doble tensión —continúa

Pedro— por la que nos veíamos movidos: espacial, hacia

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todo el mundo conocido, y temporal, hacia la vuelta defini­tiva de Jesús.

La tensión hacia el tiempo final fue expresada muy amplia­mente en las cartas apostólicas. Pablo, por ejemplo, habla del orden en el que tendrá lugar la resurrección de los muertos: «Cristo como primicia; luego los de Cristo en su venida. Luego, el fin, cuando entregue a Dios Padre el Reino» (i Cor 15,23-24). Y en la Segunda Carta a Timoteo exhorta a esperar con ansia el día en que el Señor «juez justo» le entregará «la corona de la justicia», añadiendo: «y no solamente a mí, sino también a to­dos los que hayan esperado con amor su manifestación» (4,8).

Para Pedro era, en definitiva, experiencia cotidiana la doble tensión que hemos considerado y esto —como veremos más adelante— en la espera colmada de amor de la manifestación del Señor.

EL FIN DEL TIEMPO

Me aventuro, entonces, con una segunda pregunta: Pedro, ¿hasta qué punto pensabais que fuese lejano el tiempo final del retorno definitivo de Jesús?

Y él nos dirá con mucha sinceridad: creíamos que estábamos muy próximos al fin de los tiempos, después de una historia más bien breve, algún millar de años a partir de la creación de Adán. Era éste el tiempo en el que nos situábamos, un tiempo breve del que veíamos el final: «El fin de todas las cosas está cercano», escribo en mi Primera Carta (4,7).

Por otra parte, Pedro reconoce que nosotros, por el contra­rio, tenemos sobre nuestros hombros una larguísima historia

que se remonta hacia atrás a x años luz; y que prevemos un tiempo indefinidamente largo ante nosotros. Ya no pensamos en un tiempo próximo al final, somos conscientes de que el período que conocemos, de 5 000-6 000 años, no es más que el último minuto de las 24 horas del reloj de la historia, a par­tir del big bang. Mantenemos, es verdad, una cierta concien­cia de estar en los últimos tiempos, pero es una conciencia muy vaga. Así, para el futuro pensamos que tenemos ante nosotros al menos siete mil millones de años, es decir, lo que dure el sol, haciendo posible la vida en la tierra.

Así es como se ha ensanchado nuestra visión del tiempo respecto a la de Pedro.

Y todavía él nos explica que existe otra gran diferencia en­tre su época y la nuestra. Nosotros tenemos una concepción evolutiva del mundo, distinta de la concepción fijista de en­tonces, según la cual la realidad había sido creada por Dios de modo inmutable. Una ley —advertimos— a la que obedecían también los estados de vida de las personas, y es por esto ad­mirable, en dicho contexto fijista, el hecho mismo de que Jesús hable de la posibilidad de cambio del hombre.

Hoy podemos, además, comprender mejor lo que nos es­pera en un futuro de cambio. Teilhard de Chardin ha des­crito las fuerzas que regulan la evolución del cosmos, que comprende también al hombre, a la humanidad: son fuerzas que conducen de la dispersión hasta la complejidad y la uni­ficación, oponiéndose a las fuerzas de la degradación y el enfriamiento. Así nos permite entender mejor cómo puede ser el final: él nos habla de una humanidad renovada, per­fectamente transparente en sí misma, convertida en una cosa sola con Dios.

Page 51: Martini, Carlo Maria - La Audacia de La Pasion

Es probable que el Nuevo Testamento tenga extrañamen­

te esta percepción, como en el pasaje ya citado de la Primera

Carta a los Corintios, donde Pablo se refiere a cuando Cristo

«entregue a Dios Padre el Reino». Sin embargo, antes se habla

más bien de persecuciones, de pequeño grupo, de dispersión

de los cristianos —basta pensar en el Apocalipsis—, uno se

pregunta si todavía habrá fe en la tierra.

Eran, pues, muy particulares los modos de percibir el fin

del tiempo.

EL SENTIDO DE LA ESPERA

Planteo una tercera pregunta a nuestro interlocutor: ¿quieres

decirnos de forma más concreta cómo veíais y esperabais el fin

de los tiempos?

Pedro nos remite a su Segunda Carta, en la que prevé que el

día del Señor «llegará como un ladrón»; «en aquel día, los cie­

los, con ruido ensordecedor, se desharán; los elementos, abra­

sados, se disolverán, y la tierra y cuanto ella encierra se con­

sumirá» (3,10). Después de esto esperábamos —dice—, según

su promesa, «nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite

la justicia» (v. 13). Y vivíamos de esta espera, considerábamos

inminente este acontecimiento, cercano. Pero vosotros —añade

Pedro— habéis perdido casi todo el sentido de la espera.

Teilhard de Chardin escribe: «La espera [...] es la función cris­

tiana por excelencia, y tal vez el rasgo más distintivo de nuestra

religión. Históricamente, la espera no ha dejado de guiar como

una antorcha, los progresos de nuestra fe. [...] Aparecido un

instante entre nosotros, el Mesías no se dejó ver y tocar sino

para perderse de nuevo, más luminoso y más inefable, en las

profundidades del futuro. Vino. Pero ahora debemos esperar­

le de nuevo, no ya un grupo elegido tan solo, sino todos los

hombres, y más que nunca». Y se pregunta: «Cristianos, encar

gados tras Israel de conservar siempre viva sobre la tierra la

llama del deseo, tan solo veinte siglos después de la Ascensión,

¿qué hemos hecho de la espera?» (El medio divino. Ensayo de

vida interior. Taurus-Alianza, Madrid 1981, tercera edición, pp.

136-137).

Es una pregunta verdaderamente pertinente para las comu­

nidades cristianas, porque una cierta prisa, una determinada

impaciencia y el error de perspectiva que había inducido a los 101

primeros cristianos a considerar inminente el retorno de Cristo,

han dejado paso ampliamente a la desilusión, a la indiferencia,

a la desconfianza. Casi hemos llegado a pensar que las fuerzas

dominantes son las del mal y así «dejamos que el fuego se apa­

gue en nuestros corazones adormecidos» (ibíd., p. 137).

Sin duda la muerte individual despierta en cada uno el sen­

tido del fin, pero se trata de un hecho más bien personal; in­

dudablemente rezamos para que venga a nosotros el Reino de

Dios, pero si miramos en el fondo de nuestro corazón, decimos:

que venga lo más tarde posible, para que no se acabe todo de

repente.

Y entonces se pregunta todavía Teilhard de Chardin: «¿Quié­

nes son los que navegan, en medio de nuestra noche, pendien­

tes de las primeras luces de un Oriente real? ¿Cuál es el cris­

tiano en el que la nostalgia impaciente por Cristo llega no a

hundir (como debiera ser), sino tan siquiera a equilibrar sus

cuidados de amor y sus humanos intereses? [...] Seguimos di­

ciendo que velamos en expectación del Señor. Pero en reali­

dad, si queremos ser sinceros, hemos de confesar que ya no

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esperamos nada» (ibíd., pp. 137-138). Así leemos en el Epílogo de El medio divino, escrito en los años veinte.

TIEMPO Y ETERNIDAD

Llegados a este punto, se hace urgente esta cuarta pregunta que planteamos a Pedro: ¿cómo conquistar el sentido recto de la relación entre el tiempo y la eternidad? ¿Cómo alcanzar esa sabiduría del corazón que sabe realizar la síntesis entre el vivir nuestro tiempo con seriedad y el vivirlo con la certeza de que la representación de este mundo se está acabando (cfr. 1 Cor 7,31)?

Pienso que Pedro respondería algo por el estilo: debéis reavi­var a toda costa la llama de la espera, a cualquier precio renovar en vosotros el deseo y la esperanza del gran acontecimiento de la parusía. ¿Cómo? Ante todo —continúa— con una atención cre­ciente hacia la atracción ejercida directamente por Cristo sobre los elementos del mundo y, además, alimentando en vosotros la percepción de una íntima conexión entre el triunfo del Resucita­do y el éxito de la obra de divinización de la humanidad.

De hecho, solo poniendo la mirada en esta obra completa es como podemos desear el momento en el que la humanidad será divinizada, reunificada y una sola cosa en Jesús para ser una sola cosa con el Padre. Éste es el tiempo de Dios, éste el fin de los tiempos. Debemos, pues, entrenarnos en la esperanza y abrir a ésta nuestro corazón.

EL ORDEN DE LA CARIDAD

Confío a Pedro una última pregunta: ¿qué paso espiritual debemos dar en la perspectiva de la fe? ¿Con qué mirada con­templar el tiempo final de manera recta?

Y me gusta imaginar que su respuesta podría ser no muy

distinta de esa que, en tiempos muy recientes, nos ha propues­

to Pascal.

Para comprender la relevancia de la fe, en orden a la percep­

ción del sentido de la historia que va hacia el final y que, por

tanto, es ya caduca a los ojos de Dios, es necesario reencontrar

el coraje, la audacia de contraponer al orden de la cantidad

—que ya en tiempos de Pedro podía aparecer inmensamente

grande— la superioridad del orden de la cualidad o del pensa­

miento, en el que también una pequeña grandeza supera la in­

mensidad de cualquier cantidad mesurable. Decía Pascal: «Por 103

el espacio el universo me abarca y me absorbe como un punto;

por el pensamiento, soy yo quien lo abarca» (B. Pascal, Pensa­

mientos. Ed. Planeta, Barcelona 1986. Reeditado por Planeta

DeAgostini 2007, p. 258, pensamiento 265).

Y después de haber distinguido el orden de la cantidad del de la cualidad y del pensamiento, sitúa en un lugar muy supe­rior al orden de la caridad, en el que un pequeño acto de amor puede superar toda la masa de las cualidades humanas y la medida sin límites de las cantidades cósmicas. Así lo afirma en uno de sus Pensamientos: «La distancia infinita que separa los cuerpos de los entendimientos figura la distancia infinitamente más infinita de los entendimientos respecto a la caridad; por­que ésta es sobrenatural» (ibíd., p. 317, pensamiento 829).

Está claro que con los descubrimientos contemporáneos el marco de la amplitud del tiempo y del espacio se ha hecho vastísimo. Se habla, como sabéis, no de un universo solo sino de muchos universos, de un espacio sin límites, de tiempos pasados y futuros de los que no se puede prever nada. Tene­mos ante nosotros una serie indefinida de años luz, con todo

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eso que la evolución, continuamente propuesta, produzca. Todo será en devenir y no logramos prever hasta dónde y hacia dón­de nos conducirá este devenir; sabemos tan solo que estamos en un cierto punto del devenir histórico del mundo y de la humanidad, pero no podemos conocer dónde llegará la hu­manidad dentro de mil millones de años. Ciertamente habrá grandes cambios, también en la Iglesia —tal vez la Iglesia haya vivido en dos mil años tan solo el primer instante de la vida—; tendrán lugar grandes cambios en la sociedad. Y todo esto en un universo dilatado, sin límites, en el que casi se podría sentir

104 la tentación de afirmar que la pequeña voz de un profeta de

Galilea, muerto en un patíbulo hace dos mil años, puede pare­

cer un grito perdido en la inmensidad del espacio y del tiem­

po; una quantité négligeable, como decía Pascal, una cantidad

insignificante que no se puede comparar con las dimensiones

ilimitadas del cosmos y del espacio.

Y sin embargo, la fe nos dice exactamente lo contrario; y

que, como ya afirmaba el mismo Pascal, un acto de caridad,

una sonrisa de amor, valen inmensamente más que todas las cualidades y las cantidades posibles e imaginables: «Todos los cuerpos juntos y todos los entendimientos juntos, y todas sus obras no valen lo que el menor impulso de la caridad. Esta es de un orden infinitamente más elevado. De todos los cuerpos juntos sería imposible obtener el más ínfimo pensamiento; por­que eso pertenece a otro orden. De todos los cuerpos y entendi­mientos no es posible sacar un impulso de verdadera caridad; porque ésta pertenece a otro orden, de carácter sobrenatural» (ibíd., p. 318, pensamiento 829).

Es más, sabemos que todo el proceso evolutivo está dirigido por una sola cosa, por su progresión hacia el Cristo total, hacia

el Cristo universal, hacia la plenitud del Reino de Dios, que se realiza en la línea de la fe, esperanza, caridad y santidad.

Todas las demás cantidades podrán desplegarse de forma desmedida, ensancharse en el espacio y en el tiempo, superar todo horizonte pensable, pero continuará siendo verdad que, si todo esto no es solo casual y necesario, sino que tiene un sentido, este sentido es muy concreto, es una referencia, una regla, este sentido es el de Cristo, el de su amor, el de su mani­festación como Hijo de Dios que conduce la humanidad hasta el Padre. Éste es el significado del tiempo hecho eternidad.

La ampliación sin límites de las dimensiones del tiempo y del espacio, sin que se sepa ni su origen ni su término, po­dría llevar a muchos a considerar el misterio de la persona de Cristo y lo que de él deriva como pequeños lamentos en el inmenso mar de la historia, en la infinidad de los espacios —hablábamos antes de cantidad insignificante—. En cambio, son precisamente estos pequeños lamentos del Cristo niño y su grito en la cruz los que dan sentido y significado a todo el movimiento del cosmos, de los astros, de las células, de la naturaleza, de los vivientes y de las diversas formas de huma­nidad que han aparecido y que aparecerán sobre la faz de la tierra.

Todo está llamado a la unidad en Cristo, todo existe con vistas a este término, todo tiene esta razón de ser. Solo situan­do el mundo en dicha visión totalizadora es posible captar su significado decisivo; y cuando tenemos esta clave de lectura, entonces podemos también inclinar la cabeza ante tantos mis­terios de nuestra historia, ante tantos sufrimientos del cosmos y de la humanidad, ante tantos adelantos impuestos por la ley de la evolución —pienso en las catástrofes naturales, en los

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tsunamis, en los desastres que nos dejan descompuestos, de­rrotados—.

Todo está en manos de Dios y nosotros no comprendemos los momentos de transición, pero tenemos en el Cristo cruci­ficado y resucitado la clave última de inserción y la certeza de que todo tendrá un final justo y verdadero.

Nuestra grandeza es la grandeza de estar llamados a par­ticipar en el devenir del universo hacia la humanidad divini­zada, hecha una sola cosa en Cristo y en el Padre. Estamos llamados a participar en el devenir del Cristo total con nues­tras actividades y nuestras pasividades, bien sea —citamos una vez más a Teilhard de Chardin— las «pasividades de cre­cimiento» con las que «por el deseo de experimentar a Dios, nos hallamos llevados al amable deber de superarnos», o bien con las «pasividades de disminución», «el lado decididamente negativo de nuestras existencias, ese lado en el que nuestra mirada, por lejos que busque, no discierne ya ningún resulta­do feliz, ninguna terminación sólida para cuanto nos sucede» (El medio divino, op. cit., p. 58). Es aquí donde cada uno está invitado a encontrar su propia vocación, su propia misión, día a día, dejando al Misterio de Dios eso que concierne al desarrollo futuro de la humanidad y del cosmos, pero con la certeza de que todo se desarrollará para bien de los que Dios ama (cfr. Rom 8,28).

# # *

Concluimos con algunas palabras de la Primera Carta de Pedro, en donde nos enseña el espíritu de síntesis con el que debemos acoger y vivir todo lo que hemos venido diciendo.

«Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios para que, llegada la ocasión, os ensalce; confiadle todas vuestras preocu­paciones, pues él cuida de vosotros». Ese «llegada la ocasión» es lo que Dios sabe, sobre todo el tiempo final; y nosotros no podemos comprenderlo todo, pero esto es lo que vale: Dios sabe que existimos, somos importantes para él.

«Sed sobrios y velad. Vuestro adversario, el diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar». Este adversa­rio es, sobre todo, el tiempo de los hombres que se ha converti­do en un dios, traducido en dinero, poder, éxito, que pretende ser eterno, quiere hacernos creer que no pasaremos nunca, nos conduce a periodizar con sus vivencias mundanas —guerras, éxitos y fracasos humanos— el tiempo de la historia.

A este «león rugiente», «resistidle firmes en la fe». Y «el Dios de toda gracia, el que os ha llamado a su eterna gloria en Cris­to, después de breves sufrimientos, os restablecerá, afianzará, robustecerá y os consolidará. A él el poder por los siglos de los siglos. Amén» (1 Pe 5,6-11).

Esta meditación sobre el tiempo nos evoca realidades a las que tal vez estamos poco acostumbrados a pensar, pero que forman de hecho el esqueleto de nuestra vida y deben ser cla­rificadas en nosotros, para que no nos dejemos encerrar en la prisión del tiempo, sino que permanezcamos siempre abiertos a la eternidad de Dios, creyendo firmemente que con la muerte y resurrección de Cristo la eternidad de Dios ha tomado pose­sión del tiempo humano y el tiempo mundano, la representa­ción de este mundo, se está acabando.

Añado, finalmente, que la concepción del tiempo que hemos tratado de recoger de las respuestas de Pedro me parece que

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constituye un marco de referencia necesario para todo juicio

crítico sobre la historia, sobre sus distintos períodos, sobre los

acontecimientos que conciernen a la humanidad, sobre las cri­

sis y los enfrentamientos entre civilizaciones. Todos ellos pro­

blemas a la orden del día y sobre los que la gente se pregunta

continuamente.

La percepción de la relación tiempo-eternidad no nos da

la posibilidad de convertirnos en profetas fáciles. Sin embar­

go nos proporciona aquella capacidad crítica que permite no

quedar prisioneros de juicios intramundanos, abrir nuestros

108 horizontes y encontrar comportamientos rectos.

UNA HUMANIDAD HERMOSA Y COMPLETA

Pedro, ¿qué piensas del sacerdote?

«Divino Espíritu, desciende sobre nosotros y dentro 109 de nosotros. Ábrenos los ojos de la mente y del corazón para que podamos comprender el tiempo en que vivimos y la eternidad en la que nos encontramos. A menudo nos mostramos miopes o ciegos y nos dejamos deslumhrar por los juicios intramundanos. Haz que sepamos valorarlo todo a la luz de la eternidad y que, por tanto, podamos comprender el significado profundo, el valor, la competencia con la que se realiza, la pasión con la que debemos entregarnos al presente, para estar plenamente presentes en Cristo, Señor y rey de los tiempos».

Hemos escuchado cómo Pedro, con fatigas, sufrimientos,

crisis, traumas, llegó a la plenitud de su oficio pastoral. Se con­

virtió en discípulo y después pastor. Y hemos visto cómo, en

cuanto pastor, tiene una concepción muy amplia, completa y

compleja del tiempo y de la historia.

Quisiéramos ahora preguntarle sobre un tema bastante prác­

tico, diciéndole simplemente: Pedro, ¿qué piensas del sacerdote

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y cómo lo ves en la actualidad? Una pregunta que nos es diri­gida a nosotros mismos muy a menudo.

Me parece que Pedro nos respondería: mi experiencia, cier­tamente no es suficiente para responder. En mis tiempos no había todavía una organización tan clara y precisa, éramos to­dos un poco séniores, presbíteros, y la palabra podía significar muchas cosas.

Yo me sentía como aquel a quien vosotros llamáis obispo, y por tanto advertía la necesidad de colaboradores, de personas

no que pudieran permitirme ampliar mi obra. A éstos los consi­deraba como sacerdotes, no tendría otra definición. Vuestros esfuerzos por definir exactamente al presbítero me dejan algo frío. Pienso que para poder hacerlo sería necesario, ante todo, determinar qué es el obispo. Claramente, es aquel que cuida de una comunidad; pero en esta definición general estarían comprendidos miles de oficios muy dispares. Así el obispo, si tiene muchos ayudantes y colaboradores, puede variar los mo­dos de este servicio a la comunidad, de manera imprevisible y vinculada a los cambios de los tiempos.

De hecho, si consideramos la historia del presbiterado en el curso de los siglos, constatamos que cambian mucho las condi­ciones de vida, las modalidades de servicio, la fisonomía de este ministerio. Por esto no debemos fijarnos en un modelo preciso, ya constituido, porque no existe. Debemos más bien dejarnos guiar por el Espíritu creativo, en obediencia al desarrollo de los tiempos y siempre vinculados con el obispo, puesto que éste es un punto fundamental para una acción coral y común.

En cualquier caso —es siempre Pedro el que habla— no sabría añadir algo específico. Sin embargo, puedo decir algo

sobre los comportamientos que considero que tienen que ser propios del sacerdote permanentemente. En un segundo mo­mento, puesto que no soy muy capaz de responder a vuestra pregunta genérica, podrá ser útil meditar sobre el capítulo 21 del Evangelio de Juan y extraer de él algunas características, captando en los símbolos eso que se debe entender por un buen sacerdote también en el tiempo presente que vivís.

ALGUNOS COMPORTAMIENTOS FUNDAMENTALES

Los comportamientos fundamentales los mostré —dice Pe- 111 dro— al final de mi Primera Carta, con breves palabras pero muy intensas, densas de significado, en donde afirmé: «A los ancianos que están entre vosotros», los presbíteros, «les exhorto yo, anciano como ellos, testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse. Apacentad la grey de Dios que os está encomendada, vigilando, no forzados, sino voluntariamente, según Dios; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón; no tiranizando a los que os ha toca­do cuidar, sino siendo modelos de la grey».

Tres características, pues, expresadas en negativo y en posi­tivo: no... sino. Después una promesa final: «Y cuando aparezca el Mayoral, recibiréis la corona de gloria que no se marchita»

(5,i-4)-

Limitémonos a examinar brevemente estas parejas de cuali-ficaciones negativas y positivas.

— «No forzados, sino voluntariamente». «No forzados» tiene muchos significados. En otro tiempo podía incluso significar

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las vocaciones forzadas, se debía poner al mal tiempo buena cara. Hoy este caso ya no es frecuente. Sin embargo, siempre es posible «apacentar la grey» a la fuerza, en lugar de volunta­riamente, con espontaneidad, según Dios.

Aquí debemos examinarnos, porque alguna vez el peso de los compromisos hace que demos la impresión a la gente de llevar por ellos una carga que nos aburre, nos fatiga, nos pesa; esto humilla mucho a las personas. Durante mi servicio episcopal en Milán, decía siempre a los párrocos: del buen humor de un párroco depende el de su parroquia; porque si él está de mal

112 humor, la gente está molesta y se pregunta qué es lo que no fun­ciona; si el párroco está sereno, difunde esta característica suya.

Por tanto, es importante realizar el servicio de buen grado, con buena voluntad, con esa naturaleza y buena gracia que son fruto del Espíritu, si lo dejamos brotar en nosotros.

— «No por mezquino afán de ganancia, sino de corazón»: el segundo comportamiento, absolutamente esencial en el es­píritu del Nuevo Testamento, es la gratuidad. Como Jesús vino gratuitamente en nuestro auxilio, por puro amor, así nosotros debemos dar gratuitamente lo que gratuitamente hemos recibi­do. No se trata de negar las exigencias de un sustento honrado, rechazar el hecho de que podamos ser bien tratados, de que la gente salga tal vez a nuestro encuentro con dones. Pero la gra­tuidad permanece como el punto central: no buscarse ni a sí mismo, ni una carrera, ni un sueldo más elevado, como sucede más o menos en todas las profesiones; vivir como raíz de la propia vida el don de sí.

Estamos ante algo que es absolutamente central, que es el haber asumido un ministerio por deseo de ser útiles a los

demás y servir gratuitamente a Dios, confiándonos después en manos de la Providencia. Con esta gratuidad, el ministerio se sostiene o se derrumba.

Pienso en la dificultad que todavía existe en la Iglesia para definir la función de los diáconos permanentes. Me parece que puede desprenderse con claridad al menos un aspecto: a dife­rencia de un asistente pastoral que es llamado para un servicio y se puede ir cuando encuentra otro mejor, el diácono perma­nente asume como forma de vida y de servicio la gratuidad. Tal vez tenga una profesión que le hace posible vivir y mantener a su familia, pero en cualquier caso, el servicio a la Iglesia es 113 signo de gratuidad.

Este valor se pone en riesgo no en las Iglesias jóvenes y po­bres, como las de África o América Latina, que tienen tantos defectos y sin embargo viven con sentido de libertad y de gra­tuidad, sino más bien en las Iglesias ricas, sobre todo del norte de Europa; y quizá dentro de algún tiempo pienso que también en Italia podría darse esto mismo. Mejor no tener demasiado dinero, porque siempre es difícil administrarlo; pero cuando se presenta esta situación de poseerlo, es necesario aceptarla sabiendo sin embargo que es peligrosa.

No es una casualidad, por tanto, esta exhortación de Pedro: «No por mezquino afán de ganancia, sino de corazón».

— «No tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino sien­do modelos de la grey». Así pues, ya en la comunidad cristiana primitiva había quien se aprovechaba de su propio poder espi­ritual para dominar sobre las almas. Al contrario, Pedro exhor­ta a ser «modelos de la grey», poniendo ante todo en práctica personalmente lo que se pide a los demás.

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Son tres actitudes sencillísimas y fundamentales, que re­presentan bien al sacerdote, al obispo, al pastor de todos los tiempos.

UNA FIGURA DE VERDADERO PASTOR

Siguiendo la invitación de Pedro, meditamos ahora sobre el capítulo 21 del Evangelio de Juan, para extraer de él algunas características del sacerdote.

El texto es clarísimo en su estructura. 114 La primera parte está dedicada a la pesca milagrosa y com­

prende la decisión de Pedro, Tomás, Natanael, los dos hijos de Zebedeo y otros dos discípulos de ir a pescar; después viene la pesca milagrosa, a continuación de la aparición y del consejo de Jesús; finalmente, el reconocimiento del Señor por parte del discípulo que Jesús amaba y el lanzarse al agua de Pedro: «Después de esto, se manifestó Jesús otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Se manifestó de esta manera. Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Nata­nael, el de Cana de Galilea, los de Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Simón Pedro les dice: "Voy a pescar". Le contestan ellos: "También nosotros vamos contigo". Fueron y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada. Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla; pero los discípulos no sa­bían que era Jesús. Les dice Jesús: "Muchachos, ¿no tenéis nada que comer?". Le contestaron: "No". Él les dijo: "Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis". La echaron, pues, y ya no podían arrastrarla por la abundancia de peces. El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: "Es el Señor". Cuando Simón Pedro oyó "es el Señor", se puso el vestido —pues estaba

desnudo— y se lanzó al mar. Los demás discípulos vinieron en la barca, arrastrando la red con los peces; pues no distaban mucho de tierra, sino unos doscientos codos» (vv.i-8).

En la segunda parte se narra la comida en la ribera del lago: «Nada más saltar a tierra, ven preparadas unas brasas y un pez sobre ellas y pan. Les dice Jesús: "Traed algunos de los peces que acabáis de pescar". Subió Simón Pedro y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y, aun siendo tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: "Venid y comed". Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: "¿Quién eres tú?", sabiendo que era el Señor. Viene entonces 115

Jesús, toma el pan y se lo da; y de igual modo el pez. Ésta fue ya la tercera vez que Jesús se manifestó a los discípulos después de resucitar de entre los muertos» (vv. 9-14).

La tercera parte del episodio está constituida por el diálogo de Jesús con Simón: «Después de haber comido, dice Jesús a Si­món Pedro: "Simón de Juan, ¿me amas más que éstos?". Le dice él: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero". Le dice Jesús: "Apacienta mis corderos". Vuelve a decirle por segunda vez: "Simón de Juan, ¿me amas?". Le dice él: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero". Le dice Jesús: "Apacienta mis ovejas". Le dice por tercera vez: "Simón de Juan, ¿me quieres?". Se entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez "¿Me quieres?" y le dijo: "Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero". Le dice Jesús: "Apacienta mis ovejas"» (vv. 15-17).

La cuarta parte contiene la profecía sobre el futuro de Pe­dro y sobre su misión de dar testimonio de Jesús incluso con la vida: «En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará

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adonde tú no quieras. Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: "Sigúeme"» (vv. 18-19).

Finalmente, la última parte (vv. 20-23) concierne a la rela­ción entre Pedro y el discípulo amado, un tema muy importante que profundizaremos a continuación.

El v. 25 constituye la conclusión del capítulo.

No me detengo en la lectio del texto, porque deseo extender­me detenidamente en la meditatio. Y nos preguntamos: ¿cuáles

116 son, en este caso concreto, en este relato rico de historia y de símbolos, las características que emergen en Pedro? ¿Y cuáles son las características que hacen de él esa hermosa personali­dad que es figura de la personalidad de un pastor que verdade­ramente ha asumido con plenitud su misión?

He pensado en algunas de ellas y os las expongo con mucha libertad, naturalmente, tal como la experiencia me ha llevado a valorarlas.

— Ante todo la concreción. Es, tal vez, la característica más baja, pero es la primera que me impacta.

Después de la muerte de Jesús, Pedro no se dedica a elaborar en su mesa de despacho grandes planes pastorales para la con­quista del mundo; se da cuenta de que la pequeña comunidad debe comer, necesita dinero, y propone, en primer lugar, bus­carlo, crear la base económica necesaria para empezar. Obvia­mente no se trata de la evangelización proclamada por Jesús, pero es un presupuesto, y el apóstol lo adapta.

Por tanto, es una personalidad que no se pierde en los grandes ideales, que sabe empezar por las necesidades más

inmediatas, como olvidándose de sus deberes de pastor supre­mo para preocuparse de la cotidianidad.

Adivino un signo de concreción también en el hecho de que, tras haberse lanzado al agua y haber llegado hasta donde estaba Jesús, vuelve atrás, cuenta los peces, quiere tener una es­timación exacta de la pesca. No se pierde en abstracciones, sino que, aun sabiendo contemplar a Jesús, sabe al mismo tiempo contar el dinero y hacer un informe concreto.

La concreción de Pedro, por otro lado, se había manifesta­do ya cuando, avisado por María Magdalena, había corrido al sepulcro de Jesús con el discípulo amado (Jn 20). En aquella 117 circunstancia, él se limita a constatar los hechos, sin formular juicios, sin dejarse entusiasmar o inclinarse por el escepticismo. Una vez que entró en el sepulcro y vio las vendas y el sudario que habían envuelto el cuerpo del Señor, no saca ninguna con­clusión y regresa a casa (cfr. vv. 3-10). Mientras la Magdalena, que es la imagen del entusiasmo místico que hace salir de uno mismo, de la dedicación que casi raya en la locura, permanece allí llorando, el apóstol, después de haber constatado, espera el desarrollo de los acontecimientos.

Por tanto es un hombre, podríamos decir, maker offacts, que mira a la concreción de los hechos, y lo muestra preci­samente también en los últimos pasajes del texto joánico del Evangelio.

— Junto con la característica de la concreción está también la de un liderazgo innato. Es Pedro el que tiene la iniciativa de ir a pescar, él lo propone y los demás acceden. Tiene el don de unir, de reunir a las personas. En vez de perder el tiempo en la playa, de estar allí entreteniéndose o, tal vez, peleándose, sabe

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tomar decisiones adecuadas, sin forzar a nadie, y así moviliza a los otros tras de sí y hace de ellos un grupo.

Es como si Pedro tuviera un liderazgo innato que Jesús aprove­cha para su misión, y es ciertamente típico del sacerdote de hoy. Se manifiesta de muchos modos, quizás de manera muy modesta, puede también expresarse en la timidez y en la discreción, no es necesario ser jefe del pueblo. Pero es un verdadero liderazgo por­que mueve a las personas, les da confianza, las llama a colaborar.

— Una tercera característica es la confianza humana. Ya he-118 mos visto a Pedro obedecer a Jesús y volver a echar las redes des­

pués de una noche de pesca infructuosa (cfr. Le 5). Ahora tiene confianza en las palabras pronunciadas por aquel desconocido, escondido entre la niebla en la orilla: ¿por qué no obedecerle? ¿Por qué no intentarlo? Hubiera podido no hacerlo, pero Pedro tiene una confianza instintiva en los demás; no es desconfiado, escéptico, pesimista. Y mucho menos suspicaz. No se lame las heridas, no ve trampas por doquier. Es lineal, límpido, since­ro, sencillo, transparente. Cuando siente que una persona da un buen consejo, y lo da con tono autorizado, se fía.

Es muy importante saber fiarse en la vida, porque el que se encierra en sí mismo, quien solo se fía de sí y se muestra suspi­caz pensando que hay siempre una doble intención, se bloquea y no va a ningún sitio. Es necesaria una cierta dosis de estar en guardia, prever bien los propios movimientos y las consecuen­cias de nuestras opciones; pero al final hay que actuar y saber aceptar opiniones contrarias.

Estoy convencido de que la confianza, el valor, debe ser típi­co del sacerdote, de lo contrario se parece a aquel que entierra su talento por miedo a perderlo y es castigado por su señor.

Por otro lado, la confianza humana es la raíz de toda nuestra vida, desde el nacimiento, y ella es también el lugar en donde Dios deposita la semilla de la fe, en ella se enciende la confian­za sobrenatural que nos permite abandonarnos por completo a él. Pedro es capaz de mostrar confianza en la vida, en las personas y, por tanto, de confiar plenamente en Jesús.

— Hay una cuarta característica de Pedro: su prontitud al lanzarse. Aun siendo un hombre muy práctico, capaz de valo­rar las situaciones objetivamente, cuando el discípulo que Jesús amaba exclama: «Es el Señor», no aguanta más y se lanza.

Una prontitud unida a su practicidad y equilibrio. Casi una síntesis de aptitudes en cierto modo contrapuestas y que en él se revelan en los momentos precisos. Una prontitud contraria a esa mediocridad que permanece siempre encerrada en sí mis­ma y no se decide a arriesgarse, que siempre aplaza las deci­siones importantes, porque es mucho más cómodo no afrontar los cambios.

Pedro, por el contrario, aprecia la perseverancia y la tradi­ción, pero al mismo tiempo sabe ser atrevido en el momento oportuno y, lanzándose al agua, supera incluso lo políticamente correcto, y va más allá.

— Vemos a continuación la característica de una familia­ridad tímida y respetuosa en relación con Jesús. Se viste, o al menos se cubre con lo primero que encuentra, para no llegar totalmente desnudo; cuando el Señor ofrece de comer, él per­manece en silencio, participa en la comida sin atreverse a for­mular preguntas. Puede parecer tímido, pero lo es por una razón reverencial.

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No es, por tanto, un pretencioso que toma decisiones como

si fuese el amo absoluto. Está a la expectativa, sabe calcular

las distancias, sabe esperar, respeta la autoridad de Jesús, su

misterio, y espera que sea el Maestro el que realice el primer

movimiento.

Es el ejemplo de un gran equilibrio, de una gran capacidad de

tratar con la gente, sabiendo cuándo nos toca a nosotros el pri­

mer movimiento y cuándo le toca al otro, cuándo se debe hablar

y cuándo callar, para no hacer el papel de los amigos de Job.

Normalmente la gente no tiene plena confianza en quien

120 habla continuamente e interviene en todo. Aprecia la disponi­

bilidad en el sacerdote y a la vez una cierta discreción, preci­

samente para poder confiarse a él con la certeza de que sabe

guardar secretos, que no quiere entrar a toda costa en la inti­

midad de una persona sino que espera a que sea ella quien dé

el primer paso.

Estoy convencido de que se trata de una característica muy

importante.

— Ya hemos señalado que, después de haberse lanzado, Pe­dro tiene el valor de volver a la playa y verificar uno por uno los peces capturados. Quizás sepáis que el número 153 ha sido el caballo de batalla de infinitas y muy diversas interpretacio­nes, y no quiero añadir otras. Ciertamente significa una pesca rica, plena, satisfactoria, que ensancha los pulmones, que per­mite sonreír porque todo ha ido bien.

Pedro está aquí contento sinceramente del resultado y nos enseña que una característica del sacerdote es la de saber valo­rar no solo las cosas que no funcionan, sino también aquellas que van bien.

Recuerdo que cuando visitaba las parroquias, me irritaba a ve­ces de las lamentaciones del Consejo de Pastoral y respondía: ¿no tenéis nada por lo que alabar al Señor y darle gracias? El hecho mismo de ser creyentes en una situación intramundana tan con­traria o poco favorable a la fe, es un gran don y debéis empezar alabando a Dios por esto; ya el solo hecho de ver a una persona que cree es una gran satisfacción, porque es signo de la victoria de Cristo, es un signo de la resurrección en un mundo que no da ninguna razón para creer, sino todos los motivos para ser descon­fiados, distantes, presuntuosos, capaces de murmurar, de criticar.

Pedro posee esta frescura, la capacidad y la limpidez de reco- 121 nocer el bien inmediatamente y de buen grado.

— De los vv. 15-17 del capítulo 21 del Evangelio de Juan resalta alguna otra característica de Pedro.

La primera la retomo brevemente, después de haber hablado ya de ella a propósito de su «segunda conversión».

Emerge de estos versículos evangélicos una personalidad que se lanza hacia el futuro, que se deja modelar por Jesús, sabiéndose verdaderamente perdonado por él —¡cuántas veces nos sentimos bloqueados por los remordimientos y las recrimi­naciones!—. Pedro no se excusa, no se vuelve atrás.

Vemos, además, que el apóstol es muy prudente en sus res­puestas. Antes de su negación había hecho grandes discursos, promesas altisonantes, ofrecimientos extraordinarios; ahora se confía «Señor, tú sabes que te quiero». Lo afirma, pero a la vez se remite a Jesús; ha adquirido por tanto una gran prudencia y circunspección.

Muchas veces hablamos a la gente de manera demasiado combativa, demasiado fuerte, mientras que un discurso más

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modesto es acogido más fácilmente. Pedro ha aprendido el dis­curso modesto; más aún, ha aprendido a poner en común la modestia y la verdad, dos realidades que no es fácil tener uni­das. Y recibe como respuesta una misión, tres veces repetida: apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas.

Así pues, de este diálogo resalta una personalidad madura, serena, objetiva, equilibrada, prudente y, a la vez, ardiente y que sabe amar a Jesús.

Y me remito a lo que he dicho anteriormente al referirme a una expresión de la Primera Carta de Pedro: «A quien amáis

122 sin haberle visto». Se trata de ese amor que Dios derrama en nuestro corazón con la gracia del Espíritu Santo y que de nuestro corazón se vierte, en primer lugar, en Jesús y en todos aquellos que se encuentran con nosotros. Considero que es pre­cisamente aquí donde se encuentra ese toque esencial de un sentimiento tan complejo y poliédrico como el amor. Se puede verdaderamente amar a Jesús. No es necesario un amor sen­sible, consolador; tal vez, cuando pase el tiempo, se hará más sobrio, menos expresivo, pero más profundo y más auténtico. Es la preocupación fundamental que domina todo lo vivido y lo reduce a la unidad.

Pedro es de verdad un ejemplo admirable de este amor.

— Me parece justo recordar que hay otra característica, ex­presada en la palabra final dirigida a Pedro, la palabra clave que fue decisiva para su vida desde el comienzo: «Sigúeme» (v. 19).

El seguimiento de Jesús da unidad y vitalidad a las demás

características. Significa que el apóstol se ha puesta en manos

de Jesús y le deja hacer a él, ya no tiene un proyecto propio.

O mejor, su proyecto lo tiene y en el futuro tendrá que hacer

muchos más. Pero el proyecto fundamental será este de seguir

a Jesús, el apóstol encontrará su gloria en el seguimiento.

Esta característica debe inspirar siempre la actuación del sa­

cerdote: es un seguidor de Jesús, es alguien que quiere seguir

al Maestro en todo.

— Por último, la profecía del seguimiento del Crucificado:

«Cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas adonde que­

rías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro

te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras. Con esto indicaba 123

la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto,

añadió: "Sigúeme"» (vv. 18-19).

Es la disponibilidad de sufrir con Jesús.

Tú, Pedro, has tenido que recorrer un largo camino para comprender que lo primero era el sufrimiento de Jesús por ti, su morir por ti. Pero una vez comprendido esto, también has comprendido que tú podías sufrir por Jesús. Es el «secreto» de tu Primera Carta: desde el momento en que Jesús ha sufrido por nosotros, también nosotros estamos llamados a sufrir por él. Una vez establecida la prioridad absoluta de su dar la vida por nosotros, entonces estamos llamados a participar de su entrega total. Los sufrimientos pueden ser muy diversos. Y, ciertamente, seguir a Jesús supone también una participación en su cruz.

Por lo tanto, Pedro, tú debías sufrir por el nombre de Jesús; y esto por la gloria de Dios, como dice el texto con mucha au­dacia: «Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glo­rificar a Dios». Si en la cruz de Jesús nosotros vemos su gloria, tú, Pedro, has llegado a tal identificación con él que la cruz es motivo de gloria también para ti.

Page 63: Martini, Carlo Maria - La Audacia de La Pasion

Se trata, ciertamente, de una realidad muy elevada, a la que no podemos pretender llegar solo con nuestras fuerzas. Implora­mos al Espíritu Santo la gracia de vivir y morir de este modo.

LA HUMANIDAD DEL SACERDOTE, UN DON PARA TODOS

Reuniendo todas estas características, diría que Pedro ha alcanzado una humanidad hermosa y completa: un hombre rico, leal, sincero, generoso, honesto, libre, concreto.

Eso es lo que el Señor quiere de nosotros y por lo que vale la pena soportar también determinadas penurias, realizar algu­nos sacrificios y ponernos algunas señales, algunas reglas.

Conviene seguir a Jesús, puesto que él sabe hacer de noso­tros personas que viven una madurez plena y abierta. Esto es lo que nos propone, además del servicio a la Iglesia, obviamente. Pero es una madurez completa, serena y armónica la que sirve bien a la Iglesia.

Conozco a muchos sacerdotes que, habiendo vivido una ex­periencia bastante larga, han madurado no solo en la fe y en la oración, sino también en su humanidad, en la acogida, en la compasión, en la capacidad de comprender a los demás; sa­cerdotes adultos, ancianos, que representan esta humanidad lograda. Si bien es verdad que hay algunos que, por motivos que no conocemos o que son difíciles de valorar, han quedado bloqueados en la melancolía, en la recriminación, en la medio­cridad, también es verdad que, gracias a Dios, tenemos nume­rosos ejemplos de personas que, a pesar de sus defectos, en su conjunto son personas realizadas desde el punto de vista humano y no solo cristiano; personas en las que la gente se inspira y pone en ellas voluntariamente su confianza.

No me refiero a que la armonía de la que estamos hablan­do sea una perfección absoluta y equilibrada, también los des­equilibrios crean armonía y las distintas notas se suceden, se mezclan y se armonizan. Lo importante es que el conjunto no esté desentonado y carente de armonía, sino que componga un canto que invite a cantar, anime a abrir el corazón y el espíritu a la esperanza.

Éste es el mensaje de Pedro. La figura del presbítero se ca­racteriza por una humanidad hecha también —es verdad— de entusiasmos y debilidades, de previsiones ardientes y decep- 125 ciones. Pero todo esto viene a formar, en cierto modo, un cen­tro de equilibrio, en el que se amortiguan las amarguras y las decepciones, los entusiasmos y los excesos se ordenan. Así se alcanza la madurez.

Madurez que no es simplemente una existencia ritmada se­gún principios lógicos, sino que supone un fuego interior que se manifiesta y ha aprendido a expresarse con orden y belleza. Es un fuego que arde continuamente, pero no molesta, no crea dificultades ni produce temor. Un fuego que invita a tener con­fianza en la vida y esperanza en los demás, a estar juntos para colaborar; que invita a buscar el bien en vez del mal; a huir de las contradicciones y de las contraposiciones, poniendo de relieve lo que une, aquello que hace comprensibles los unos a los otros.

Es ésta una obra maravillosa, un enorme servicio a la socie­dad, que necesita de personas maduras, capaces de ser instru­mentos de paz. Si las personalidades positivas como las que hemos descrito son numerosas y crean a su alrededor confiden­cialidad, seguridad, confianza, entonces la sociedad se eleva; si

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por el contrario prevalecen el partidismo, el resentimiento, la venganza, la superchería, el miedo, los lamentos, entonces la sociedad se enquista.

No estamos obligados a considerar forzosamente que nues­tra civilización occidental sea muy buena y elevada; podemos reconocer los indicios de decadencia que ciertamente operan en ella. Sabemos, sin embargo cuál es el principal instrumento con el que la decadencia se detiene, se medica o incluso se cura: precisamente la presencia de personas que tienen una madurez humana plena y auténtica, que sepan expresarla y ofrecerla

126 como alimento para otros.

* * *

Podemos entonces preguntarnos en nuestra oración, con­templando la figura de Pedro: ¿qué aspectos encuentro en mí de todas estas características positivas del apóstol? ¿Se trata de algo bueno a los ojos de Dios, algo que él ha obrado en mí y de lo que puedo darle gracias porque es un don suyo? Por otra parte, ¿cuáles son mis carencias más evidentes? ¿En qué debo insistir más, pidiéndolo en oración? ¿Qué debo decirle al director espiritual para que me ayude a madurar?

El Señor quiere que lleguemos a vivir nuestro ministerio con una cierta serenidad, sin ser esclavos de nuestra impacien­cia, del deseo de agradar y del temor a no caer bien; sin ser esclavos de las realidades mundanas. En la medida en que nos liberemos de esto, lograremos reconocer que el yugo del Señor es suave y su carga ligera. Así nos convertiremos en fermento y en instrumentos de paz y de reconciliación en una sociedad

tan angustiada y fragmentada como la nuestra, en donde —lo digo pensando también en el lugar en el que vivo— se mani­fiestan fuerzas destructivas y contrapuestas, por lo que es ne­cesario multiplicar estas otras, capaces de crear comprensión, paz, capacidad de acogida y de aceptación de la diversidad.

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EL BIEN QUE VENCE EL MAL

Pedro, ¿qué piensas de la injusticia y de la violencia?

«Abre, Señor, nuestro corazón con la fuerza de tu Espíritu, para que podamos comprender que el Evangelio no se vive tan solo en la normalidad cotidiana, sino también en las circunstancias difíciles, en esa mezcla de violencia y de injusticia de la que en cierta medida está hecha la historia. Así estamos llamados a vivir y a obrar en ella según el Evangelio. Muéstranos, por intercesión de María, el camino para ponerlo por obra».

Después de haberle preguntado a Pedro sobre los aspectos co­

tidianos de nuestra vivencia sacerdotal, quisiera ahora preguntar­

le sobre algunas realidades más dramáticas: ¿qué piensas de la

injusticia y de la violencia, que son gran parte de nuestra historia

y que, sobre todo hoy, nos llenan a veces de temor? En particular

tras el atentado de las Torres Gemelas todo ha cambiado en nues­

tro mundo occidental, la violencia es de casa, puede aparecer en

cualquier momento. La injusticia, además, se ha difundido por

toda la tierra; los que de vosotros hayáis estado en América Lati­

na o en África, habréis tenido contacto directo con la pobreza y

con todas las formas de humillación sistemática del hombre.

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En esta maraña de situaciones, quisiéramos ser ayudados por Pedro a comprender algo, para saber cómo comportarnos. Y ya hemos dicho que él ve estas realidades con la certeza de que deben terminar, porque espera —ya lo hemos recordado al hablar de su escatología— «nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia» (2 Pe 3,13). Por lo tanto, desea la justicia como algo que triunfe, que tenga finalmente su pleno reconocimiento. Y, probablemente, podrá ayudarnos en nues­tra búsqueda.

CONOCIMIENTO DE DIOS Y JUSTICIA

Ante mi pregunta, me doy cuenta de que el rostro de Pedro se hace sombrío y me susurra: mira que es un camino difícil y de sufrimiento, no menos que el de mi segunda llamada. Procederé por etapas, partiendo de mi fe judía.

Una fe que ayudaba enormemente a vincular el sentido de la justicia con el sentido de Dios, porque en la Biblia es muy profundo, como hemos dicho, el sentido de la implicación de Dios con el hombre, una implicación tan estrecha que lo que concierne al hombre y a su dignidad concierne también a Dios, el cual, del mismo modo en que exige ser reconocido, exige también que sea reconocida la dignidad de los otros.

En el fondo es la esencia de toda la Biblia judía. De inmediato advertiréis que se trata de una religiosidad profundamente tras­cendente —Dios está por encima de todo— y, a la vez, profunda­mente inmanente a la ética humana; por el contrario, no era así en la ética pagana, en la que era suficiente realizar determinados sacrificios para sentirse bien. La religiosidad judía une estrecha­mente conocimiento de Dios y justicia, caridad, misericordia.

De los muchos textos, cito tan solo uno como referencia, el capítulo 19 del libro del Levítico, donde leemos una nueva pro­posición de la Ley que comienza así: «Yahvé le dijo a Moisés: "Di a toda la comunidad de los israelitas: sed santos, porque yo, Yahvé, vuestro Dios, soy santo"» (vv. 1-2). El término que apa­rece aquí es santidad, pero justicia y santidad se corresponden; en la Biblia la justicia en sentido general es la relación justa con Dios y con los hombres, es la plenitud de la voluntad de Dios. Y la santidad es algo similar: es característica de Dios que debe convertirse también en propiedad del hombre y que lo lleva a actuar como Dios. 131

La verdad que deriva del ser de Dios, se traduce después en preceptos, muy conocidos —por ejemplo respetar al padre y a la madre, guardar el sábado (cfr. v. 3)— y en normas de justi­cia, sobre todo concernientes a los pobres, a los que sufren, a los humildes: «No oprimirás a tu prójimo, ni lo explotarás. El salario del jornalero no pasará lo noche contigo hasta la maña­na siguiente. No maldecirás a un mudo, ni pondrás tropiezo a un ciego, sino que temerás a tu Dios» (vv. i3-i4a).

Y este actuar con el mudo y con el ciego, le corresponde a Dios. «Yo soy el Señor» (v. 14b). Y continúa: «Siendo juez, no hagas injusticia, ni por favorecer al pobre ni por miramientos hacia el grande: con justicia juzgarás a tu prójimo. No andes difamando entre los tuyos; no demandes contra la vida de tu prójimo. Yo, Yahvé» (vv. 15-16).

Por tanto, la fusión entre honrar a Dios y honrar al prójimo está muy viva en toda la Escritura y —nos dice Pedro— en mi fe judía estaba perfectamente arraigada. Por esto —aña­de— pude recibir con gozo, porque ya estaba en mi interior, la palabra de mi Maestro que se recoge en el Evangelio de Mateo,

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allí donde presenta el juicio universal realizado según las obras de misericordia: «Cuando el Hijo del hombre venga en su glo­ria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos. Pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los de su derecha: "Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me

132 disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo,

y me vestísteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y acudis­

teis a mí". Entonces los justos le responderán: "Señor, ¿cuándo

te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero, y te acogimos; o desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cár­cel, y acudimos a ti?". Y el Rey les dirá: "En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis". Entonces dirá también a los de su izquier­da: "Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era forastero, y no me acogisteis; estaba desnudo, y no me vestísteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis". Entonces dirán también éstos: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento o forastero o desnudo o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?". Y él en­tonces les responderá: "En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo de­jasteis de hacerlo". E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna» (25,31-46).

Palabras que eran el pan de cada día para mis dientes —su­braya Pedro—; ese «a mí me lo hicisteis» me alegraba inmen­samente porque encajaba a la perfección con mi fe judía.

Por lo tanto, hay un camino de justicia que parte de la reve­lación de Dios y continúa a lo largo de la Biblia hasta el Nuevo Testamento, hasta la revelación de Jesús.

U N DISCURSO INACEPTABLE

Sin embargo había un obstáculo. Si bien es cierto que me agradaban muchísimo las palabras que acabo de mencionar, había otras que no soportaba y no podía aceptar, esas que vo­sotros leéis ahora en el mismo Evangelio de Mateo: «Habéis oído que se dijo: ojo por ojo y diente por diente. Pues yo os digo: no resistáis al mal» (5,38-393). No —insiste Pedro—, no podía aceptarlo. Pensaba que había que oponerse al mal, que había que resistir, que existe el derecho de legítima defensa, más aún, la obligación de aplastar al malvado. Y el texto continúa así: «Antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra» (v. 39b). No lograba tolerarlo, me parecía un comportamiento perdedor, una derrota anunciada.

También suponían un obstáculo para mí estas otras pala­bras: «Pues yo os digo: amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan» (v. 44). El enemigo es el enemigo y hay que mantenerlo alejado. ¿Cómo puedo amarlo?

Escuchaba el discurso con los oídos, pero no penetraba en mi interior. Y en el fondo me creaba esa disposición de ánimo que me llevó después a explotar contra Jesús, cuando predi­jo que sería apresado, injuriado, juzgado, torturado y ejecu­tado. No podía soportarlo y me rebelaba: no lo permitiré, te

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defenderé, aunque tenga que mor i r por ti, no lo permit i ré , no debe suceder.

Por lo tanto, Pedro, en lo que concierne al problema de la justicia, acogió con gozo ciertos elementos de continuidad entre la palabra de Jesús y su fe bíblica; pero por otro lado, otros que nosotros consideramos como t ípicamente evangélicos, los ha recibido como inaceptables, como u n verdadero obstáculo.

« T E S T I G O DE L O S S U F R I M I E N T O S DE C R I S T O »

134 Pedro prosigue: ¿qué sucedió, qué fue determinante para que lograse aceptar este obstáculo? El haber sido «testigo de los sufrimientos de Cristo» (i Pe 5,1).

En realidad sé muy bien que escapé después de la negación. Pero fue suficiente ver a Jesús inerme en Getsemaní, atado y conducido a empujones, humillado, abofeteado; y después sa­ber lo que vino después; sus torturas, y sus palabras de perdón y de entrega en las manos del Padre: «Jesús decía: "Padre, per­dónalos, porque no saben lo que hacen"»; «Y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: "Padre, en tus manos pongo mi espíritu". Y, dicho esto, expiró» (Le 23, 34. 46).

Quedé profundamente conmovido y comprendí que había una nueva ley, un nuevo modo de vivir que, procedente de la eternidad, se introducía en el tiempo intramundano. Se trata­ba, precisamente, del modo de vivir de Dios, que en Jesús se hace nuestro servidor y por amor hacia nosotros toma sobre sí las consecuencias de la violencia y del odio.

Ciertamente he necesitado mucho tiempo para compren­derlo y asimilarlo; sin embargo, poco a poco fue penetrando en mí.

El pensamiento del Hijo de Dios, del Cristo, que en nombre del Padre, en nombre del mismo Dios, entra pasivamente en el sufrimiento y lo sufre, me conmovió profundamente y todavía hoy me parece casi increíble. Y sin embargo, Dios ha obrado así. Nosotros creíamos que el Mesías aplastaría a los enemi­gos y, en cambio, se ha dejado aplastar por ellos. Y seguimos pensándolo y meditándolo continuamente, puesto que nunca estamos suficientemente convencidos.

REFLEJOS EN LA VIDA

Pero ha obtenido fruto. En efecto, cuando se trató de tradu­cir para otros la meditación sobre Jesús torturado, ejecutado, aplastado por la violencia y por la injusticia, y que acepta some­terse para salvarnos, entonces me armé de valor y lo hice.

Es lo que he llamado mi «secreto». No hablaba de buen gra­do del asunto, no hice mucha propaganda, sin embargo, en los momentos y lugares oportunos, supe referirme a este principio, y lo hice precisamente en mi Primera Carta.

Como sabéis, está destinada a los fieles de la Dispersión en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia (cfr. 1,1). Son pro­vincias que forman casi un círculo: la más lejana es el Ponto, debajo está Galacia, luego, hacia la izquierda, la Capadocia, yendo hacia el este encontramos Asia y, finalmente, subiendo está Bitinia. Es el recorrido realizado por mi colaborador Sil­vano, «hermano fiel» (5,12), para entregar la carta. Por medio de él, mi mensaje logró alcanzar estas comunidades pequeñas y pobres, que no contaban para nadie y sufrían persecución. Por esto se lamentaban y sus lamentos llegaban hasta Roma. Por esto pensé en escribirles, precisamente partiendo de mi

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prolongada meditación delante de la imagen de Cristo cruci­

ficado.

Os he hecho referencia —dice— desde el principio de mi

escrito, donde, casi de pasada, he recordado a los destinatarios:

habéis sido reengendrados a una esperanza viva, rebosáis de

alegría «aunque sea preciso que todavía por algún tiempo seáis

afligidos con diversas pruebas» (1,6). Ya desde el principio he

señalado cómo se puede rebosar de alegría también en la prue­

ba, porque ésta tiene un gran valor, purifica la fe y prepara la

manifestación de Jesús. Así lo apunto al final de la carta, cuan-

136 do digo: «Por medio de Silvano, a quien tengo por hermano

fiel, os he escrito brevemente, exhortándoos y atestiguándoos

que ésta es la verdadera gracia de Dios; perseverad en ella»

(5,12). ¿Qué es esta gracia? El ser una comunidad humillada,

marginada, poco respetada, poco querida, que no tiene un peso

político. Esta es la verdadera gracia de Dios.

En el cuerpo de la carta me armo de valor y afronto el tema

con mayor determinación, de manera que a vosotros tal vez no

os guste demasiado, es más, despertará vuestras objeciones y

protestas. Pero no puedo hablar de otro modo —nos dice Pe­

dro— porque así lo he aprendido de Jesús y algo que para mí

había sido un auténtico obstáculo se convirtió después en una

fuerza extraordinaria.

EXHORTACIONES A LOS ESCLAVOS

Comienzo por el caso más difícil, el de los esclavos. Había

en la comunidad, como en toda la sociedad de la época, escla­

vos miserables, maltratados, sin derechos, y dicha situación era

considerada legítima. Y yo recomiendo: «Criados, sed sumisos,

con todo respeto, a vuestros dueños, no solo a los buenos e

indulgentes, sino también a los severos» —sabemos que los

amos tenían sobre sus esclavos incluso el derecho de vida o de

muerte—. Y continúo con valor: «Porque es meritorio tolerar

penas, por consideración a Dios, cuando se sufre injustamente»

(2,18-19). Soy consciente de haber dicho cosas que despiertan,

ciertamente, vuestra reacción. De hecho había al menos tres ac­

titudes de las que podría haber hablado a los esclavos maltrata­

dos. Estaba la actitud de la rebelión: no aceptar ni la esclavitud

ni el tratamiento injusto y rebelarse, uniéndose con los otros

esclavos. Habría podido aconsejar una especie de desobedien- 137

cia civil, como una huelga de brazos caídos, generada por tal

fuerza de solidaridad que el amo habría comprendido que no

podía excederse tanto. Estaba también el camino de la reforma,

con vistas a mejorar la condición social de los oprimidos con

nuevas leyes.

Tenía, pues, ante mí estos tres caminos; alguno era posible y

en el futuro la Iglesia misma lo seguiría. Pero en aquel momen­

to tuve que escucharme: «Porque es meritorio tolerar penas,

por consideración a Dios, cuando se sufre injustamente». Y he

cargado las tintas: «¿Pues qué gloria hay en soportar los golpes

cuando habéis faltado? Pero si obrando el bien soportáis el su­

frimiento, esto es meritorio ante Dios» (v. 20).

Y nosotros preguntamos no sin cierta turbación: Pedro, ¿cómo puedes pronunciar una afirmación tan grave? Y él nos responde: me resulta posible porque he visto vivir así a Jesús, porque él es el modelo.

«Pues para esto habéis sido llamados, / ya que también Cris­to sufrió por vosotros, / dejándoos un modelo / para que sigáis sus huellas. El que no cometió pecado, / y en cuya boca no se

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halló engaño; / el que, al ser insultado, no respondía con insul­

tos; / al padecer, no amenazaba, sino que se ponía en manos de

Aquel que juzga con justicia» (vv. 21-24). Pedro reafirma: es el

ejemplo excepcional de Cristo el que ha cambiado mi vida y me

ha permitido ser un tanto audaz en mi propuesta a los esclavos

de una lejana región de Asia Menor.

Y Jesús, con su sufrimiento injusto nos ha salvado: «El mis­

mo que, sobre el madero, / llevó nuestros pecados en su cuer­

po, / a fin de que, muertos a nuestros pecados, / viviéramos

para la justicia; / con cuyas heridas habéis sido curados» (vv.

138 24-253).

Un sufrimiento que es causa de nuestra salvación y a la

vez ejemplo para nuestra vida; en confirmación de su palabra:

«Habéis oído que se dijo: ojo por ojo y diente por diente. Pues

yo os digo: no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en

la mejilla derecha ofrécele también la otra; al que quiera plei­

tear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto;

y al que te obligue a andar una milla vete con él dos. A quien

te pida da, y al que desee que le prestes algo no le vuelvas la

espalda. Habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y odia­

rás a tu enemigo. Pues yo os digo: amad a vuestros enemigos

y rogad por los que os persigan» (Mt 5,38-44). Hay una estre­

chísima conexión entre la palabra del Señor y los gestos por

él vividos en la cruz.

Por tanto, al dirigirme a los esclavos he estado duro, recono­

ce Pedro. No es que pretendiera negar el derecho de legítima

defensa o defender la institución de la esclavitud como tal; pero

ése me parecía el momento de subrayar más bien la humilla­

ción de Jesús. Sin excluir que pudiera haber en el futuro mo­

mentos en los que llevar a cabo reformas o, tal vez, organizar

la desobediencia civil, en aquel momento lo sentí así y tuve el

valor de escribirlo.

PALABRAS A LOS FIELES

Y prosiguiendo con la carta, he hablado de mi «secreto»,

dirigiéndome no solo a los esclavos, sino también a todos los

fieles, evocando para todos ellos el ejemplo de Jesús, que sufrió

injustamente por nuestros pecados: «Y ¿quién os hará mal si

os afanáis por el bien? Mas, aunque sufrierais a causa de la

justicia, dichosos vosotros. No les tengáis ningún miedo ni os 139

turbéis» (3,13-14). «Pues más vale padecer por obrar el bien, si

ésa es la voluntad de Dios, que por obrar el mal» (v. 17). Y ante

la objeción, ¿y cómo es que se puede afirmar esto?, respondo de

inmediato: «Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió

una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto

en la carne, vivificado en el espíritu» (v. 18).

Nos parece intuir que, aunque no se diga, Pedro casi exige

de los cristianos que, como Cristo nos ha representado a todos

solidariamente en la cruz, muriendo por nosotros, así también

nosotros participemos en esta representación solidaria, sufrien­

do con Cristo por la humanidad entera, y con él venciendo el

mal con el bien.

El pensamiento se retoma en el capítulo 4: «Ya que Cristo

padeció en la carne, armaos también vosotros de este mismo

pensamiento: quien padece en la carne, ha roto con el peca­

do» (v. 1). Y continúa: «Queridos, no os extrañéis del fuego

que ha prendido en medio de vosotros para probaros, como si

os sucediera algo extraño, sino alegraos en la medida en que

participáis en los sufrimientos de Cristo, para que también os

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alegréis alborozados en la revelación de su gloria» (vv. 12-13). El motivo es, ante todo, cristológico y después escatológico: quien sufre humildemente con Cristo, aun tratado injustamente, par­ticipará en su gloria final.

Extraordinario el v. 14: «Dichosos vosotros, si sois injuriados por el nombre de Cristo, pues el Espíritu de gloria, que es el Es­píritu de Dios, reposa sobre vosotros». Y de nuevo la bienaven­turanza en las persecuciones: «Que ninguno de vosotros tenga que sufrir ni por criminal ni por ladrón ni por malhechor ni por entrometido: pero si es por cristiano, que no se avergüen­

zo ce, que glorifique a Dios por llevar este nombre» (vv. 15-16). Es Dios quien viene a purificar: «Porque ha llegado el tiempo de comenzar el juicio por la casa de Dios. Pues si comienza por nosotros, ¿qué fin tendrán los que no creen en el Evangelio de Dios? [...] De modo que, aun los que sufren según la voluntad de Dios, confíen sus almas al Creador fiel, haciendo el bien» (vv. 17-19).

Así pues —concluye Pedro— ese obstáculo del que con tan­to esfuerzo me había liberado, lo he vuelto del revés, por decirlo así, en estas comunidades, enseñando a todos los fieles a vencer el mal con el bien, a tener una actitud heroica, humanamente increíble, casi absurda, pero capaz de superar verdaderamente el mal y cerrar el círculo diabólico.

¿UN COMPORTAMIENTO IMPRACTICABLE?

Llegados a este punto quisiera hacer una breve meditación, introduciéndola con dos preguntas: ¿el comportamiento del que hemos hablado es verdaderamente absurdo e increíble? Pedro, ¿tú querías impedirnos de este modo la legítima defensa?

Él nos responde: en absoluto. Y ni siquiera Jesús lo quería cuando enseñaba a poner la otra mejilla a los que te golpean. Ni siquiera él lo hizo en el proceso ante el sumo sacerdote y, abofeteado por un guardia en una mejilla, dijo: «Si he hablado mal, declara lo que está mal; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?» (Jn 18,23).

No estamos, pues, ante preceptos rigurosos, matemáticos; más bien estamos ante la indicación de una heroicidad máxi­ma, mediante la cual el mundo es derrotado, la violencia y la injusticia son vencidas desde su raíz.

Nos sentimos impulsados a resistir a la violencia respon- 141 diendo también con la violencia; nos vemos llevados a com­batir la injustica aplastando a los injustos. Jesús, en cambio, quiso tomar sobre sí las consecuencias de nuestras violencias e injusticias, instaurando un nuevo modo de ser y de actuar, que querrá ante todo imitar el suyo, aun en las limitaciones y los razonamientos que serán sugeridos cada vez por el sentido común y por la interpretación de la Iglesia.

Pero ciertamente —nos dirá Pedro, y nos dirá también Je­sús— no he sugerido algo absurdo, sino más bien algo que tiene también un significado político. Como afirmó Juan Pablo II en uno de sus mensajes por la paz: «No hay paz sin justicia», añadiendo además: «No hay justicia sin perdón».

Se trata de unas palabras cuya verdad está cada vez mejor con­firmada. Allí donde cada cual exige lo suyo de forma puntual y hasta el final, no es posible la paz, porque las situaciones se com­plican, se confunden por completo hasta el punto de que todo cuanto pertenece a mí supone un daño para el otro y viceversa.

Por supuesto que es necesario oponerse al mal, castigar a aquellos que hacen daño. Pero también es verdad que en el

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campo de la justicia humana está afirmándose poco a poco

el concepto de reparación no vindicativa, mediante formas de

compensación y de servicio, mediante una verdadera reconci­

liación.

Se abre ante nosotros una única vía razonable: la reconcilia­

ción a la que mira Jesús, que supera ese ciclo infernal y diabóli­

co de violencia contra violencia, de represalia contra represalia

que hace correr la sangre en muchas regiones del mundo.

Pedro nos invita, además, a referirnos a ejemplos cercanos

142 a nuestros tiempos, uno en particular: el de Nelson Mándela

—yo lo he conocido personalmente—, un hombre manso y humilde, que con su autoridad ha sabido devolver la reconci­liación a una situación como la de Sudáfrica, gangrenada en la violencia.

Así pues —Pedro lo subraya con fuerza— la enseñanza de Jesús no era tan paradójica y absurda; actuaba en lo más ínti­mo de la conciencia para desactivar la mecha de la violencia, destructiva en sí misma. No quería crear ningún desorden, no quería impedir la legítima defensa, pero deseaba hacernos re­flexionar que, en ciertos casos, es necesario un acto heroico para comenzar a volver del revés las situaciones enfermas por la violencia y la injusticia.

Pidamos también para nosotros la gracia de sortear el obstá­culo y, tal vez incluso, la gracia de superarlo. Solo de este modo se origina una existencia nueva según el Evangelio, en un mun­do herido, porque también en él podemos tejer los hilos que construyen una red de relaciones evangélicas.

Es la única posibilidad que tenemos hoy de superar el es­tado endémico de violencia que amenaza la tierra. Tal vez no

tengamos el bastón de mando y no podamos crear estructuras que impidan las guerras, tal vez nunca se llegue a esas estruc­turas porque siempre serán asumidas por una parte contra la otra; pero podemos obrar al nivel de las relaciones, para sanar­las una a una. Éste es el camino evangélico.

Como nos recuerda san Pablo: «El Reino de Dios no es co­mida ni bebida», es decir, no se trata de cosas externas, «sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo. Pues quien así sirve a Cristo, se hace grato a Dios y aprobado por los hombres. Procu­remos, por tanto, lo que fomente la paz y la mutua edificación» (Rom 14,17-19). Es ésta la realización del Reino. Todo esto es 143

m u y difícil de hacer comprender ; no p o d e m o s hacer de ellas el objeto de u n art ículo de periódico, po rque no se entendería. Pero nues t ro m o d o de actuar puede hacer en tender no solo su sobrenaturalidad, sino también su razonabilidad.

* * *

Os sugiero algún pensamiento para la contemplatio. Poneos delante de Dios y dejad salir las dificultades que

sentimos contra las palabras de Jesús y de Pedro. Decid clara­mente: Pedro, no te entiendo; Jesús, no logro comprender. Las palabras penetran en mí pero no consigo entender su sentido y su valor.

En una segunda pista de oración podríais reflexionar sobre si habéis vivido algo similar, si habéis vivido esa ganancia y esa radical inversión de las situaciones que un perdón concedido en una situación difícil es capaz de producir; o al menos si esta concepción del perdón os ha renovado interiormente y os ha ayudado a comprender mejor el Evangelio.

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Y, finalmente, una tercera línea de oración podría ser la de

orar por toda la violencia que hace correr la sangre por el mun­

do, por las injusticias que lo hacen oscuro y sombrío. Éstas no

serán nunca derrotadas, ni por la lucha de clases ni por formas

de coalición bélica; en cambio, podrán ser vencidas por me­

dio de comportamientos evangélicos hechos habituales entre

la gente.

No conocemos bien cómo sucederá esto, pero sabemos que

allá donde esto se realiza, el Reino de Dios está ya presente y

se manifiesta.

VIDA ECLESIAL

Pedro, ¿y el discípulo que Jesús amaba?

«Ven, Espíritu Santo y enséñanos a leer no solo los 145 hechos realizados por Jesús y por Pedro, sino a ver también en ellos la vida de nuestra Iglesia, con sus virtudes y sus debilidades, para poder vislumbrar en ella la llegada del Reino de Dios. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo nuestro Señor».

En esta meditación deseo dejarme inspirar por algunas lí­

neas escritas por uno de los ejercitantes a Pedro, y que dicen

así: «¿Y Juan? ¿No te has sentido inferior a él? Él, que era el

discípulo amado; él que, en vez de negarlo, lo siguió hasta el

pie de la cruz y recibió en custodia a la Virgen; él, que en el

lago de Tiberíades, después de la resurrección, lo reconoció en

primer lugar. ¿No te has preguntado: por qué a mí y no a él? Él

que estaba tan cerca de ti en la última cena: ¿no será mejor que

yo también en esto? ¿No te has preguntado: cómo podré guiar

a quien parece ser mejor que yo? Mientras Jesús te confirmaba

como cabeza de la Iglesia y Juan os seguía a poca distancia, ¿no

has pensado al mirarlo que tal vez podía sentirse ofendido? ¿Y

si un día te lo echaba en cara?».

Page 74: Martini, Carlo Maria - La Audacia de La Pasion

Partiendo de estas reflexiones, he pensado ayudaros a cada uno de vosotros y, en primer lugar, a mí mismo, a detenerme en las últimas palabras del capítulo 21 del Evangelio de Juan. Sabemos que se trata de un apéndice eclesial y que por esta razón versa sobre la comunidad. Si todo el Evangelio nos habla a nosotros, este capítulo en particular, escrito teniendo presente la situación de la Iglesia después de la resurrección de Jesús, nos habla de cosas nuestras.

EL DISCÍPULO AMADO

Quisiera evocar, en primer lugar, aunque sea brevemente, la figura del discípulo que Jesús amaba. El ejercitante ha es­crito con mucha seguridad: «¿Y Juan?». Pero advirtamos que si en otro tiempo era obvio que el discípulo que Jesús amaba era Juan, hoy los exégetas plantean muchas objeciones a este respecto. Por tanto, la identificación no es segura. En cualquier caso, solo es citado cinco veces en el cuarto Evangelio, a partir de la última cena.

— Es mencionado en el capítulo 13, allí donde se quiere sa­ber el nombre del traidor; Pedro se dirige al discípulo que Jesús amaba, sugiriéndole que sea él quien le pregunte al Maestro el nombre que tanto miedo producía a todos (vv. 21-26).

— Aparece de nuevo, y es el momento culminante, durante

la pasión, cuando lo vemos al pie de la cruz de Jesús: «Junto a

la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre,

María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a

su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su

madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo". Luego dice al discípulo:

"Ahí tienes a tu madre". Y desde aquella hora el discípulo la

acogió en su casa» (19,25-27). Fijémonos que en el v. 25 el dis­

cípulo, inexplicablemente, no es mencionado, parece que no

esté; solo aparece después: «viendo a su madre y junto a ella al

discípulo a quien amaba».

Me llama la atención, además, el hecho de que es sobre todo

a la madre a quien le es encomendado el hijo. Obviamente, hay

aquí un gran misterio. Esperaríamos, tal vez, que Jesús dijera:

«Hijo, ahí tienes a tu madre. Cuida de ella y deja que ella cuide

de ti». Pero él dice lo contrario: confía el discípulo a la madre, 147

como si fuera él quien necesita atenciones. Y justamente los

Santos Padres han leído en esto la custodia de cada uno de

nosotros.

— De nuevo encontramos al discípulo en la tumba vacía:

María Magdalena «echa a correr y llega a Simón Pedro y al

otro discípulo a quien Jesús quería y les dice: "Se han llevado

del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto". Salieron Pedro y el otro discípulo, y se encaminaron al sepul­cro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió por delante más rápido que Pedro, y llegó primero al sepulcro. Se inclinó y vio los lienzos en el suelo; pero no entró. Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve los lienzos en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a los lienzos, sino plegado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó, pues hasta entonces no habían compren­dido que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos» (20,2-9).

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El discípulo corre, llega primero, no entra por respeto a Pe­dro, entra después, ve y cree: es verdaderamente un hombre dispuesto a creer, y sin embargo también él tendrá que recorrer un camino de profundización de las Escrituras para compren­der plenamente la resurrección de Jesús («No habían compren­dido que según la Escritura...»).

— En el capítulo 21 no se menciona en la lista de los com­pañeros de Simón (v. 2). Aparece, sin embargo, cuando al ver a Jesús desde la barca, exclama: «¡Es el Señor!» (v. 7).

— Finalmente lo encontramos de nuevo en la parte dedica­da a él principalmente, y que ahora podemos leer brevemente para comprender su significado y su valor, ya sea en su dicción original, ya sea en lo concerniente a la Iglesia: «Pedro se vuelve y ve, siguiéndoles detrás, al discípulo a quien Jesús amaba, que además durante la cena se había recostado en su pecho y le ha­bía dicho: "Señor, ¿quién es el que te va a entregar?". Viéndole Pedro, dice a Jesús: "Señor, y éste, ¿qué?". Jesús le respondió: "Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa? Tú, sigúeme". Corrió, pues, entre los hermanos la voz de que este discípulo no moriría. Pero Jesús no había dicho a Pedro: "No morirá", sino: "Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa?". Éste es el discípulo que da testimonio de estas co­sas y que las ha escrito, y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero» (21,20-24).

Son las palabras sobre las que estamos llamados a meditar y reflexionar, contemplando en primer lugar a Jesús, después al discípulo amado, y luego a la Iglesia, tal como aparece en este relato.

TERNURA Y LIBERTAD DE JESÚS

— En Jesús aparece ante todo la ternura y el cuidado primo­roso por los suyos, sin excluir a nadie. Se preocupa por todos, tiene un proyecto para cada uno, nada escapa a su atención.

— Aparece también, en segundo lugar, la libertad de Jesús

de actuar con los suyos como quiere, y de aquí su insistencia:

«Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa?»

Son unas palabras más bien duras, que recuerdan a las que

dirige Jesús a María en las bodas de Cana (cfr. 3,4). Defiende, 149

afirma con fuerza, una vez más y aun a costa de humillar a

Pedro, su libertad en lo que respecta a sus ovejas. De hecho a

Pedro le había dicho: «Apacienta mis —y no tus— ovejas» (21,

13. 16. 17); las ovejas siguen siendo de Jesús, que puede hacer

de ellas lo que quiera. Por tanto, tiene libertad para trazar los

caminos de sus discípulos, aun dejando a Pedro el cuidado ge­

neral del rebaño.

Los dos aspectos permanecen unidos, y no es fácil. Como

toda buena organización, la Iglesia querría tener un organi­

grama perfecto; el deseo de la autoridad es tenerlo todo en sus

manos, controlarlo y programarlo todo. Pero el Señor es más

grande.

Se plantea aquí el tema de la relación institución-carisma: se

desea un orden en la Iglesia, una autoridad, pero es necesario

saber que habrá muchas sorpresas. Yo lo he sufrido en propia

carne durante los años de mi servicio pastoral en Milán, cuan­

do a veces me daba cuenta de haberme equivocado dando un

juicio demasiado precipitado y que después he debido corregir,

sobre todo en lo concerniente a las personas, a los caminos

Page 76: Martini, Carlo Maria - La Audacia de La Pasion

personales. Surgían, por ejemplo, vocaciones que no me pa­

recían válidas y sin embargo se desarrollaron positivamente,

aunque no entraban en los cánones oficiales de estilos de vida.

Y podemos recordar el ejemplo de ese arzobispo de Turín del

siglo xix, Gastaldi, que no quería consagrar a los salesianos

porque consideraba que no tenían una formación adecuada,

de modo que don Bosco los hizo consagrar en Novara. Y, sin

embargo, su realidad creció enormemente y logró su misión

también en la Iglesia institucional.

Esto quiere decir que el Señor tiene su libertad. Nosotros

150 debemos hacer nuestros programas y también exigirlos, pero

sabiendo que Jesús dispone de cada uno como quiere, aun de­

jando a sus encargados la responsabilidad de proveer al bien

común. Es esta elasticidad la que Jesús confía a Pedro: ésta es tu

tarea, pero no pretendas que todo deba responder a ti. Con toda justicia hoy se exalta el espíritu diocesano, el pro­

grama pastoral diocesano, yo mismo me he comprometido mucho en este sentido. Sin embargo, un obispo también debe saber que no solo es diocesano cuanto se produce en los despa­chos de la curia, sino todo lo que surge y que él aprueba y re­conoce como evangélico, y todo esto puede constituir una reali­dad muy amplia. La Iglesia vive de esta amplitud, sobre todo la Iglesia local. Mientras una orden religiosa representa una línea espiritual concreta y, con todo derecho, excluye a aquellos que no la comparten, la Iglesia local, aun teniendo una espiritua­lidad propia que procede de su historia, de sus santos, de sus personalidades —ilustres y excepcionales o también sencillas y por eso empapadas de Evangelio—, tiene, no obstante una gran capacidad de acogida y de transmisión.

Por tanto, toda la historia de la Iglesia se desarrolla en esta dialéctica, donde el Señor nos enseña a ser humildes y mo­destos, atentos a las realidades que nos han sido asignadas, y a la vez sin hacerse el amo «de las personas encomendadas a nosotros», como ya recomendaba Pedro.

Esta enseñanza me parece fundamental y nos es confiada casi como un testamento en la última página del cuarto Evan­gelio: la posibilidad de Jesús de actuar según su voluntad y de suscitar carismas, seguidores, y caminos espirituales inéditos.

— Quisiera, por último, advertir la insistencia de Jesús en el 151 «hasta que vuelva». Por tanto, una de sus últimas palabras en el Evangelio de Juan concierne a su retorno, y esto subraya una vez más la importancia, como hemos tratado de profundizar, al plantearle a Pedro la pregunta sobre el tiempo y su final.

NUESTRA GRANDEZA:

EL AMOR DE JESÚS POR NOSOTROS

— Ya hemos dicho que no sabemos muy bien quién era el discípulo amado. ¿Es Juan o no? Los exégetas tiene argumen­tos en pro y en contra y no es el momento de entrar en esta querelle.

Para mí es, en cualquier caso, un símbolo muy claro, puesto que mientras Pedro trabaja, se preocupa y se afana, del discípu­lo amado no se dice que haga algo; más aún, es encomendado a nuestra Señora, como si todavía estuviera necesitado de aten­ciones. En el fondo es como Lázaro: no se nos dice nada de lo que hizo, solo sabemos que Jesús era su amigo: «Las hermanas enviaron a decir a Jesús: "Señor, aquel a quien tú quieres, está

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enfermo"»; «Los judíos entonces decían: "Mirad cómo le que­ría"» (Jn 11,3 y 36).

También el discípulo predilecto t iene como único título no­biliario para entrar p lenamente en las Escrituras el amor de Jesús por él. Ésta es su grandeza.

En él se siente representado cada u n o de nosotros. Nosotros somos lo que somos, en efecto, porque Jesús nos ama; éste es nues t ro mayor título nobiliario, nuest ra seguridad, nuestra roca; nues t ra fuerza. Todo lo demás resul tan ser programas , que p u e d e n ser desment idos por las circunstancias.

152 Nos preguntamos: ¿cómo es que el Señor amaba particular­

mente a este discípulo? ¿Por qué motivo, qué había detrás? La actitud de Jesús permanece misteriosa y debemos mostrarle con­fianza. Es en cualquier caso cierto que estamos ante u n perso­naje presentado no por su cualificación h u m a n a o sobrenatural, sino por esta otra cualificación fundamental que supone el ser amado por Jesús. Esto constituye el significado de su vida; es el amado, como lo es cada u n o de nosotros, sin méritos propios.

— Naturalmente, s iendo el amado por el Maestro, represen­ta la libertad con la que Jesús obra en cada u n o y m e refiero a la reflexión que he desarrollado más arriba.

Al contemplar la figura de Juan, somos l lamados a recordar el hecho de que la insti tución no puede y no debe preocuparse de todo. Esto vale pa ra u n párroco: no debe preocuparse de todo, sino elegir prioridades fundamentales y dejar que el resto lo haga el Señor o lo h a g a n — q u i z á mejor que el p á r r o c o — otros impulsados por el Espíritu de Dios.

Y vale en particular para los obispos. Vale también para el Papa. Ciertamente, en el curso de los siglos y sobre todo

con la aceleración de los últimos decenios, se ha impues­to sobre su figura una cantidad excesiva de compromisos y de deberes, que pueden también aplastar a una persona, porque el ambiente presiona, muchos insisten en sus peti­ciones y demandas. Considero que un papa, un obispo, un sacerdote, deben concentrarse ante todo en lo esencial, sin pensar en controlarlo todo; sería como pretender hacerse el amo de todo, un delirio de omnipotencia. No, las cosas son mucho más complejas, más ricas, más vitales, más hu­manas.

También esta importante verdad nos es enseñada por la fi- 153 gura del discípulo predilecto.

— Por úl t imo señalamos que se le concede u n a g ran intui­ción de la fe, que Pedro m i s m o utiliza: «El discípulo a quien Jesús a m a b a dice entonces a Pedro: "Es el Señor". Cuando Si­m ó n Pedro oyó "es el Señor", se puso el vestido —pues estaba d e s n u d o — y se lanzó al mar» (Jn 21,7). La intuición de la fe no se da necesar iamente al pastor responsable del conjunto, sino que se le puede dar t ambién a otro y hay que tenerla presente. Natura lmente es necesario saber si se trata de u n a auténtica inspiración, los espíri tus son examinados (1 Jn 4,1), pero sigue siendo verdad que le es concedida al discípulo amado y no a Pedro.

S O B R E L A I G L E S I A

Digamos ahora algo de la Iglesia, cómo aparece en el pasaje final y t ambién en el conjunto del capítulo 21 del Evangelio de Juan.

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— Ya al comienzo la Iglesia aparece como obra de colabora­

ción. Pedro dice: vamos a pescar, los demás van con él, suben

a la barca, trabajan juntos. Es la imagen de la Iglesia, en la que

trabajamos cada uno según su propia tarea, como los distintos

miembros de un mismo cuerpo, tratando cada uno de hacer

humildemente su parte. Así la Iglesia va adelante, camina a lo

largo de los siglos, teniendo todos el profundo deseo del bien

del conjunto y no de nuestra obra, de nuestra actividad, de

nuestra pequeña parcela.

Esto es verdaderamente fundamental. Sucede siempre en la

154 historia que cuando nacen nuevos movimientos, en su entu­

siasmo, se creen que son la Iglesia entera y confunden la acción

por la Iglesia con la acción por el grupo, por el movimiento. Es

necesario, en cambio, distinguir: existe el compromiso por el

bien del movimiento y también por el bien de la Iglesia, que

puede también prescindir del primero y requerir ir más allá,

incluso sin ocuparse demasiado de él.

El presbítero, sobre todo el diocesano, el párroco y el obispo

son aquellos que tienen la mirada de conjunto, que no se dejan

capturar por una línea, por un movimiento, por una espiri­

tualidad —aunque quizás les ayude a crecer en la oración—,

porque el bien de la Iglesia es superior a todo.

Esto es absolutamente esencial para que ésta pueda progre­

sar siempre en su comunión, poniendo en el centro el bien

común, que es el mismo Cristo, el Cristo siempre mayor que

crece en la historia con el crecimiento de la Iglesia.

— Una segunda observación, quizás un tanto trivial, aun­

que no inútil. De este capítulo joánico extraemos también la

facilidad con que en la Iglesia se crean voces y litigios.

Alguna vez nos preocupamos de esto, sin considerar que

desde el principio circulaban voces con las que era tergiversada

la realidad; que desde el comienzo la Iglesia se muestra un tan­

to chismosa e imprecisa. Y más a menudo lo son los grandes

medios de comunicación, que refieren grosso modo las noticias,

equivocándose tal vez en las esenciales.

«Corrió, pues, entre los hermanos la voz» —quizás las voces

se difunden sub secreto, pero corren— «de que este discípulo

no moriría. Pero Jesús no había dicho a Pedro: "No morirá",

sino: "Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te im­

porta?"». La frase es un poco sibilina, difícil de contar, por lo 155

que la opinión pública elige la interpretación más fácil. Y en­

tonces, con paciencia, es necesario puntualizar. Aquí se hace la

primera puntualización de prensa en la Iglesia, a la que segui­

rán muchas otras.

Es una exhortación para nosotros a no alarmarnos de inme­

diato cuando leemos los periódicos o escuchamos la televisión.

Ante todo es necesario buscar la objetividad de los hechos, pre­

guntándose: ¿se dijo de verdad así? ¿Se trata de una cita exacta?

Es un aspecto que a menudo no se tiene en cuenta, dejando que

todo lo que dicen los medios de comunicación se convierta de

inmediato en noticia. Un espíritu objetivo es absolutamente ne­

cesario, dado que las habladurías circulan en todos los grupos

y también en la Iglesia se verifica por desgracia un inevitable

cúmulo de informaciones. Es necesario siempre ir a la fuente y

buscar el punto de partida.

Recuerdo que mi profesor de Teología Fundamental expli­

caba que lo que cualifica a una obra científica es el hecho de

que se remonta a las fuentes (adit fontes). Nosotros, bien es

verdad, no debemos hacer necesariamente una obra científica,

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pero tenemos el deber de cumplir con esa honestidad que sabe contar los hechos solo después de haberlos contrastado. En esto hay muchas carencias.

Por lo tanto, no es una casualidad que el Espíritu Santo haya hecho introducir en el Evangelio también esta pequeña anota­ción, que podría parecer casi un chisme, pero que en realidad es verdaderamente significativa.

Sobre el texto evangélico que os he propuesto podemos de­tenernos ampliamente. Contemplemos a Jesús, la figura del

156 discípulo amado, la imagen de la Iglesia que se nos presenta,

dejándonos conducir en nuestro camino de obediencia y de libertad.

EL GOZO DE LA FE

«Espíritu divino, Espíritu del Padre y del Hijo, 157 nosotros hemos profesado al comienzo de este retiro que tú eres el agente principal de cuanto se realiza, tú eres el que habla directamente a nuestro corazón. Te pedimos que nos hables también hoy, ayudándonos a realizar la síntesis de lo que hemos vivido, para poder alimentarnos durante el año de la gracia recibida y para poder recibir una sobreabundancia de tu presencia en nosotros, que nos colme de gozo y de paz en nuestro obrar. Danos, Padre, el don del Espíritu. Tú que no lo niegas a quien te lo pide. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor».

En esta última meditación volvemos a confrontarnos con al­gunos temas que ya han sido objeto de nuestra reflexión al co­mienzo de nuestro recorrido, casi como principio y fundamento del camino que pretendíamos emprender. Quisiera, pues, pro­poneros que nos detengamos distendidamente en las palabras de la Primera Carta de Pedro: «A quien amáis sin haberle visto; en quien creéis, aunque de momento no le veáis, rebosando de

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alegría inefable y gloriosa» (1,8). Expresiones dirigidas a una comunidad que está atravesando una prueba de la fe, en la que sin embargo no falta la alegría: «Por lo cual rebosáis de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún tiempo seáis afligi­dos con diversas pruebas» (v. 6).

Confiemos en que, enriquecido por la gracia de los días transcurridos, nuestro corazón se haya visto colmado y se muestre más disponible a penetrar la evangélica paradoja de las palabras de Pedro.

158 Quisiera iluminar el gozo de la fe, para vosotros y también

para mí, para mí y también para vosotros. Corresponde, en efecto, a este período de mi vida, en el que he entrado clamoro­samente con los 80 años, aunque ya con los 75, al dimitir de mi servicio episcopal. Mientras que en el primer período de la vida me dediqué sobre todo al estudio de la Escritura y a las activi­dades académicas durante aproximadamente veinte años, y en el segundo período me dediqué a la intensa actividad pastoral de la archidiócesis de Milán, ahora me encuentro en el tercer período. Es un período dedicado a la oración de intercesión y a la reflexión sobre la Escritura, pero constituye, sobre todo, una preparación al cuarto período, el más importante, el de la vida eterna, el del banquete sin fin en el Reino de los cielos, cuando la vida divina operante en mí y en vosotros desde el bautismo se manifieste con todo su poder y se revele la gloria de los hijos de Dios.

Al meditar sobre estas realidades, he tenido siempre pre­sente el versículo de la Carta de Pedro, que consideraremos —como ya hemos hecho— en relación con el versículo del Evangelio de Juan con el que concluye el relato de la aparición

del Resucitado a los discípulos: «Dichosos los que no han visto y han creído» (20,29b).

DICHOSO EL QUE CREA SIN HABER VISTO

La primera reacción que he tenido y que siento a veces cuan­do leo estos versículos es de rechazo: la bienaventuranza del creer sin ver me parecía de segunda categoría, descartable; la verdadera bienaventuranza es la de Tomás, que ha visto y ha creído, ha tocado y ha creído.

Y, sin embargo, Jesús proclama dichosos a los que no han 159 visto y h a n creído. Y es nuest ra condición corriente.

He par t ido , por tanto , de la constatación que el Nuevo Tes­tamento afirma de un ver y de un no ver; habla de un estar convencidos porque se ha visto —Tomás, «porque has visto has creído» (Jn 20,29a)— y habla también de un creer sin haber visto. Es más, a esta segunda actitud se dirige la pala­bra de Jesús: bienaventurado, feliz, dichoso. Sabemos que, en general, como se lee en el final añadido de Marcos, solo los que crean, sin haber visto, entrarán en el Reino de los cielos: «El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará» (16,16).

Frente a estas afirmaciones, me he preguntado en primer lugar si existen en el Nuevo Testamento páginas afines, en el sentido de que exaltan el ver o, por el contrario, el no ver.

De hecho existen pasajes evangélicos que exaltan el ver. Un ejemplo: «¡Pero dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Pues os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y

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oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron» (Mt 13,16-17). Es una

bienaventuranza del ver, del escuchar, del verificar.

Sin embargo, muchos textos se sitúan en la otra perspectiva.

Tenemos las palabras de Isabel a María: «¡Feliz la que ha creído

que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del

Señor!» (Le 1,45); todavía no ha visto nada, pero ha creído. Y

también la alabanza de Jesús a Pedro, que ya hemos recordado:

«Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha

revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en

los cielos» (Mt 16,17).

160 Pedro no ha deducido geométrica o filosóficamente, ha creí­

do por una revelación de lo alto. No es casual que pueda, pues,

afirmar: vosotros amáis a Jesús aun sin haberlo visto y sin

verlo creéis en él.

Así pues, hay una bienaventuranza en el creer habiendo visto,

como también la hay en el creer sin haber visto. Y tengamos pre­

sente que la palabra que traducimos con «dichoso» tiene un senti­

do mucho más amplio: feliz, bien logrado, afortunado, contento.

Me parece que, en un sentido general, estas dos líneas del Nuevo

Testamento nos dicen que en la vida debemos aprender a valorar

ambos modos de estar contentos. Ambos son importantes, pero

cada uno a su tiempo y en su lugar; y en realidad es más impor­

tante el segundo, porque resume la entera existencia cristiana.

INTERMEDIO LITERARIO

Antes de proseguir con el análisis bíblico, quisiera dar es­pacio a un breve intermedio literario, que tal vez parezca poco

pertinente y sin embargo es muy significativo en relación con la materia que estamos tratando y es, además, muy actual, puesto que nos ayuda a vincular nuestra reflexión con el tema de la libertad.

Citaré algunas páginas de Los hermanos Karamazov, aque­llas en las que Dostoyevski hace contar a Iván Karamazov su poema titulado «El Gran Inquisidor». Lo resumo brevemente, porque este texto es muy conocido.

Se cuenta que Jesús «volvió a aparecerse entre los hombres en la misma forma humana en que anduviera por espacio de tres años entre ellos, quince siglos antes». La acción se desa- 161 rrolla en España, en Sevilla, en torno al 1500, precisamente el día en que habían sido quemados, por decisión del Gran Inquisidor, cerca de cien herejes. «Se presentó allí, suavemente, inadvertido, y he aquí que todos, cosa rara, lo reconocieron».

Entonces el Gran Inquisidor lo hace encarcelar y de noche se dirige a la prisión para hablar con él. Ha comprendido que se trata de Jesús y le trata con extremo cinismo y dureza. Le recuerda entre otras cosas las tentaciones sufridas en el de­sierto, en particular la primera, de la que —dice— «aunque no a la letra, su sentido es éste: "Tú quieres ir por el mundo, y vas, con las manos desnudas, con una ofrenda de libertad que ellos en su simpleza y su innata cortedad de luces, ni imaginar pueden, que les infunde horror y espanto, porque nunca en absoluto hubo para el hombre y para la sociedad humana nada más intolerable que la libertad. ¿Y ves tú esas piedras en este árido y abrasado desierto? Pues conviértelas en pan, y detrás de ti correrá la humanidad como un rebaño, agradecida y dó­cil, aunque siempre temblando, no sea que tú retires tu mano y se le acabe tu pan". Pero tú no quisiste privar al hombre de

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su libertad y rechazaste la proposición, porque ¿qué libertad es ésa —pensaste— que se compra con pan?». Hasta aquí el Gran Inquisidor.

Y nosotros, aplicándolo a nuestro tema, podríamos decir: ¿dónde estaría la libertad si las grandes opciones del hombre —en particular las opciones éticas y existenciales que exigen la implicación de la persona, el valor de algún sacrificio— fueran tan evidentes como que dos y dos son cuatro, de modo que te obligue a aceptar una única solución? No seguir una evidencia

162 sería una locura y así la libertad estaría ausente.

Por otro lado, cuando el barco se quema, viene el impulso irresistible de lanzarse al mar para salvarse; es un comporta­miento casi instintivo, no una opción plenamente libre. Del mismo modo se podría creer con un comportamiento tal. Si, por el contrario, un barco tiene serios desperfectos y corre el riesgo de hundirse por motivos estructurales, los problemas que se deben resolver son muy serios, es necesario molestarse en estudiar, pensar, actuar, aguzar el ingenio, encontrar valor para dar rápidamente con una vía de salvación. No será sufi­ciente esperar que con el paso del tiempo suceda lo irreparable y tengamos después que lanzarnos al mar; es necesario poner­se manos a la obra mucho antes.

Lo que Jesús nos pide es una implicación de este tipo, un compromiso, una entrega total.

La parábola del Gran Inquisidor nos recuerda que tenemos miedo de las situaciones en las que debemos realizar una opción compleja y ardua. Vale también para la vida social y política: se prefiere a menudo privarse de la libertad para situarse al lado del que tiene dinero y éxito; se prefiere el conformismo a la libertad.

Uno se deja llevar por el «todos hacen lo mismo» de las modas imperantes, donde la palabra «imperante» indica la fuerza de arrastrar a la muchedumbre según una determinada deriva. Se opta por una evidencia impuesta desde el exterior antes que por una certeza sufrida y madurada en un largo camino interior.

LA EXISTENCIA HUMANA: CONFIANZA Y ESPERANZA

Tras el intermedio literario, retomamos el hilo de nuestro discurso, proponiéndonos ahora leer en la experiencia humana cuanto hemos venido diciendo en relación con la experiencia 163

de la fe. Debemos reconocer que son dos las alegrías l igadas al ca­

mino humano. La primera deriva del hecho de verificar perso­nalmente un dato. Debemos, sin embargo, reconocer —yo lo reconozco cada vez más— que no son muchas las situaciones en las que podemos obrar una verificación rigurosa.

Por ejemplo, si estamos en esta aula, sin pensar que podría derrumbarse, es porque instintivamente tenemos confianza en los constructores, en los arquitectos. Del mismo modo, cuando vamos a un restaurante ingiero el menú que se me pone de­lante, sin pensar que podría estar envenenado; por el conjunto deduzco que puedo fiarme. Cuando voy de Milán a Roma, me fío de la honestidad de quien ha colocado el cartel anunciador y estoy seguro de que el tren me llevará hasta mi destino.

Y toda la vida está hecha así. Ya cuando el niño viene al mundo, nace con una confianza innata, instintiva. Puede cre­cer y llegar a ser adulto solo porque se lanza en brazos de sus padres con absoluta confianza, con la seguridad de que la vida es buena y que será amado.

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No tiene ninguna prueba, solo vive de este modo. Es un tema que ha sido profundizado por Giuseppe Angelini, profe­sor de dogmática en la Facultad de Teología de Italia septen­trional.

El científico mismo nunca verifica todas las premisas de su razonamiento, suponiendo la validez de las investigaciones pre­cedentes y solo así puede dar un paso más.

Por tanto, la confianza ocupa mucho espacio en la vida huma­na, es uno de los elementos que nos permiten vivir. A ella está ligada una bienaventuranza, una felicidad, la alegría de confiar

164 los unos en los otros. También esto es gozo, es estar contentos. Se puede incluso considerar que la vida está, en cierto modo,

fundamentada en el principio de la confianza. Así lo ha afirma­do el filósofo marxis ta Ernst Bloch, en su obra El principio es­peranza, mos t rando cómo la esperanza es la raíz de todo lo que se hace. Y sobre el t ema de la esperanza que anticipa el bien construye su teología moral G. Angelini. Es necesario señalar, además, la cont inuidad existente entre la pr imera intuición del niño y todo el camino de formación posterior hasta la edad adulta, cuando se llega a verificar ciertos datos fundamenta­les, aunque siempre en el marco de una confianza global que sostiene la vida cotidiana de una persona en su camino social, cultural, científico y civil.

Sin esta confianza, sin esta esperanza, la vida se hace prác­ticamente imposible, porque se desconfía de todo, se tiene miedo de todo, se quiere verificar todo. La fe es siempre, y en cualquier caso, necesaria para vivir.

Y la vida cristiana no hace excepciones, se sitúa en este mismo marco. Angelini en su manual de Teología morale

fondamentale escribe: «La fe cristiana no es distinta de la fe que, en cualquier caso, se necesita para vivir, sino que es la forma que dicha fe asume ante la revelación histórica de Dios y, por tanto, ante la revelación cristológica, que manifiesta ple­namente la verdad del destino humano» (ed. Glossa, Milán 1999, p. 570). La fe cristiana está en continuidad con la con­fianza del vivir.

Dios RESPETA NUESTRA LIBERTAD

Podemos, pues, esperar que también Dios, en su revelación, 165 haya asignado u n lugar relevante a nuest ra confianza y a nues­tra esperanza y, en definitiva, a nues t ra libertad. Libertad que debe saber responsabil izarse y asumir la carga de las grandes opciones existenciales. Es así como la fe se mues t ra libre: su pun to de par t ida es u n acto de voluntad, como lo define la es­colástica, y luego se abandona por completo. Ya hemos tenido ocasión de reflexionar que t ambién para Pedro y para los após­toles que vieron actuar a Jesús, realizar milagros y predicar, el hecho de ser Hijo de Dios no fue objeto de verificación o de u n a visión directa, sino que, más bien, fue objeto de fe. Tampoco ellos lo vieron todo, y al final tuvieron que fiarse, decidirse, jugársela. Tuvieron que llevar a cabo u n gesto de libertad que es la opción de Dios por amor.

El Gran Inquis idor se dirige de este m o d o a Jesús en u n m o m e n t o de su larguís imo discurso acusador: «Tú no bajaste de la cruz c u a n d o te gri taron: "¡Baja de la cruz y creeremos que eres tú!". Tú no descendiste, tampoco, porque también en­tonces rehusaste subyugar al hombre por el milagro y estabas ansioso de fe libre; no por el milagro ansiabas libre amor, y no

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por el fervor servil, involuntario, obtenido mediante la fuerza, amedrentándolos de una vez para siempre». Palabras de una conmovedora belleza, profundidad y verdad.

Porque es infinito el respeto de Dios por la libertad humana: los contenidos de la fe no se imponen con la evidencia de los objetos materiales —una mesa, una botella, una persona—, para los que tan solo es necesario constatar su presencia. La fe presenta motivos de credibilidad, a los que después uno debe decidir adherirse.

A menudo he preguntado: ¿por qué tú, Jesús, que has muer-166 to con u n a muer te ignominiosa y terrible, ante la mirada de

toda la ciudad de Jerusalén, te has presentado resucitado solo ante los discípulos y algunas mujeres y has pedido a los demás que creyeran en su tes t imonio? A mi m o d o de ver, habrías debido presentarte ante toda la ciudad, tal vez en la explanada del templo, con u n a gran afluencia de personas, entre aplau­sos, que forjarían la innegable evidencia de tu resurrección. No lo has hecho. Como dice Pedro en su discurso pronunciado en Cesárea, en casa del centur ión Cornelio: «Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en la región de los judíos y en Jerusalén; a quien llegaron a matar colgándole de u n made­ro; a éste, Dios le resucitó al tercer día y le concedió la gracia de manifestarse, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de an temano , a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos . Y nos m a n d ó que predicásemos al pueblo, y que diésemos test imonio de que él está consti tuido por Dios juez de vivos y muertos . De esto todos los profetas dan testimonio: que todo el que cree en él alcanza, por su nombre , el perdón de los pe­cados» (Hch 10,39-43).

Dios ha querido, de este modo, que la resurrección de su Hijo fuera manifestada a testigos escogidos de antemano, para que dieran test imonio ante el pueblo. Era así est imulada la de­cisión humana . No se exigía u n consenso forzado en u n hecho puramente exterior, sino u n a adhesión interior y confiada en u n acontecimiento trascendente.

Ésta es la naturaleza de la fe en Dios y en sus misterios.

Encontramos algo parecido en la predicación de Jesús en parábolas. Sabemos que solía utilizar esta forma de comunica­ción: «Y les anunciaba la palabra con muchas parábolas como 167 éstas, según podían entenderle» (Me 4,33).

Pero la parábola no es, como piensan algunos, u n a mera comparación para explicar mejor u n a realidad abstracta; se trata, más bien, de u n a comparación enigmática que vela y desvela al mismo tiempo, que pone de manifiesto y esconde a la vez. De este modo, dispone a la búsqueda a aquel que tiene buena voluntad y lo estimula, mientras que el holgazán se deja bloquear por el relato y no va más allá, permaneciendo en su actitud negligente.

De aquí podemos comprender, entonces, la exhortación frecuente de Jesús: «¿No entendéis esta parábola? ¿Cómo vais a entender todas las demás? Oír, oiréis, pero no entenderéis, mirar, miraréis, pero no veréis». Jesús dirige u n a propuesta a nuestra libertad, no presenta la evidencia de manera avasallan­te; est imula la inteligencia porque quiere la entrega libre de u n o mismo.

Dios nos proporciona la luz suficiente para creer y permite la oscuridad que nuestra libertad puede soportar.

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VIVIR LA FE ANTE LA MUERTE

La bienaventuranza de la fe es, pues, una parte esencial de nuestra existencia, y se hace cada vez más importante a me­dida que pasan los años: por esta razón es fundamental en el tercer período de la vida, que preludia el cuarto.

Alguna vez he dicho que durante muchos años me he estado lamentando al Señor de este modo: Tú has creado el mundo, nos has ofrecido dones bellísimos, has muerto por nosotros, pero no has abolido la muerte. ¿Qué te hubiera costado elimi-

168 narla? Te hubiera bastado decir: yo muero por todos; y todos

habr ían ent rado en el más allá por u n a pasarela de oro. Con el paso del t i empo he cambiado de parecer, sobre todo

leyendo al teólogo Ghislain Lafont, que ha escrito libros m u y bellos sobre esta temática. He llegado así a la convicción de que la muer te , efectivamente, es necesaria, prec isamente porque nos permi te realizar ese abandono de la fe que es en verdad absoluto y total, u n salto al vacío sin red, sin n i n g u n a salida de emergencia. Si no hubiera muer te , nunca nos ver íamos obliga­dos a realizar u n acto de entrega completa de nosotros mismos a Dios; con la muer te es tamos obligados a fiarnos incondicio-na lmente de él.

Estamos hechos de tal m o d o que, si bien es tamos dispuestos a entregarnos, a dar nuestra vida de buen grado, retenemos, sin embargo, algo que nos permite caer de pie incluso cuando todo va mal. En la muerte, por el contrario, se trata de lanzarse sin reservas. Si lo pensáis bien, no vemos nada que nos ofrezca indicaciones que conforten nuestro abandono; vemos más bien lo contrario; tratamos de enmascarar con bellas ceremonias, pero solo se ve muerte y nada más. En realidad, en esta muerte

el Señor nos llama a abandonarnos a él para darnos la vida. Y esto corresponde a la naturaleza del hombre: alcanzamos la auténtica humanidad solo cuando nos arriesgamos a creer.

Ciertamente hoy son muchos los teólogos que consideran la muerte como una condición normal, orgánica, física del hom­bre en el marco de la evolución; no una consecuencia del pe­cado original sino una condición de todos los vivientes. Pero con el pecado se había convertido en un signo de la maldición y del abandono por parte de Dios, y en Cristo se hace signo y posibilidad de abandono de nosotros mismos al Padre.

Por lo tanto, si la muerte pertenece a nuestra misma estruc- 169 tura física y ha existido siempre, puede ser signo, no obstan­te, de abandono de Dios, o bien signo, ins t rumento , ocasión y t rampol ín para u n abandono absoluto en Dios; y esto es lo que nos ha enseñado Jesús rescatándonos y venciendo al pecado. Así ha ext i rpado en nosotros el miedo a la muer te , que si bien pe rmanece en nosotros como u n temor físico, puede ser supe­rado gracias a la fe y a la oración.

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EPÍLOGO

En la espera del cuarto período de la vida, del banquete del 171 Reino de Dios, vivo de la fe.

Espero bienes que no sé cómo imaginar y confío en que todo cuanto estoy haciendo valga la pena. No los sé describir, como se describiría un paraíso islámico; podría casi pensar que tal vez me aburra. En cambio, me fío de Dios, que me pro­mete su felicidad que no puedo imaginar, y tengo la certeza de que los sufrimientos de este tiempo presente, como dice Pablo, no son compatibles con la gloria que se manifestará (cfr. Rom 8,18). Sé que el Señor me dará el ciento por uno y que volveré a encontrar todo lo que he dejado aquí.

Nos conforta también el pensamiento de que un día volvere­mos a vernos todos. Aunque tengamos que separarnos, aunque el Señor nos separe, algún día volveremos a vernos, porque Dios nos llama a la unión perfecta con él, en la plenitud de su gloria, en la transparencia de su divinidad.

Recordemos, pues, las palabras de Jesús: «Dichosos los que no han visto y han creído». Porque se preparan de este modo al

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cuarto estadio de la vida, esto es, a la plenitud de la vida eterna, a ese momento en el que, como se expresa el autor de la Carta a los Hebreos, nos acercaremos «al monte Sión, ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles, reunión solemne, y a la asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos, y a Dios, juez universal, y a los espíritus de los justos llegados ya a su perfección, y a Jesús, mediador de una nueva alianza» (Heb 12,22-24).

Precisamente por esto el Señor nos pide que vivamos la fe. Démosle gracias porque nos ha hecho capaces de amarlo li-

172 bremente aun sin haberlo visto, y ha hecho que creamos en él aun sin poder verificar matemática o científicamente nuestra fe, sino viviéndola como un acto razonable de entrega, que sin embargo exige un completo abandono, diciendo como Jesús: «Padre, en tus manos confío mi espíritu» (Le 23,46).

Quiero concluir con una oración muy hermosa de san Am­brosio, donde habla, precisamente, de la bienaventuranza final en donde todos nos volveremos a encontrar.

Dice así: «Señor Dios, no podemos esperar para los demás nada mejor que la felicidad esperada para nosotros mismos. Te suplico que, tras la muerte, no me separes de aquellos a quienes he amado en la tierra. Te suplico, Señor: permite que se encuentren conmigo aquellos a los que he amado y que allí arriba encuentre el gozo de su presencia, de la que he estado privado demasiado pronto aquí en la tierra. Te imploro, Señor, que acojas en el seno de la vida a tus hijos amados. Dales la felicidad eterna a cambio de su breve exis­tencia terrena» (De obitu Valentiniani, n. 80: SAEMO, n. 18, pp. 208-209).

Así nos invita san Ambrosio a contemplar el cuarto período de la existencia y a ver en él realizados todos nuestros deseos, incluso el de estar siempre con las personas que amamos, y superar así las inevitables separaciones de la vida terrena, con la certeza de un reencuentro que será realizado en la verdad, en la autenticidad y en la plenitud divina.

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ÍNDICE

5 Prólogo

9 Introducción Los actores de los ejercicios En tema de los ejercicios

19 La fe judía de Pedro El obrar de Dios Reverencia y confianza filial Noción bíblica y conocimiento racional de Dios

29 La novedad de creer en Jesús Continuidad y novedad Alabanza exuberante Abandono total al Dios cercano Cara a cara con la experiencia de Pedro

45 Conocer nuestro pecado y el perdón de Dios ¿Qué significa «pecado»?

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Conocernos ante Jesús Las «malas intenciones» del corazón ¿Cuáles son los desórdenes de nuestra vida? La confesión

61 La llamada a hacerse discípulo El primer encuentro Llamado a dejar las redes En nombre de un pueblo Comenzó a enviarlos Crecimiento y purificación de la pertenencia a Jesús

75 La llamada a una nueva intimidad con Jesús Dos premisas Una fe frágil «¿Quién decís que soy yo?» Convertirse a la humildad La triple negación El camino del amor ¿Cuáles son los frutos de la segunda conversión?

95 Preguntas sobre el tiempo Tensión espacial y temporal El fin del tiempo El sentido de la espera Tiempo y eternidad El orden de la caridad

109 Una humanidad hermosa y completa Algunos comportamientos fundamentales

Una figura de verdadero pastor La humanidad del sacerdote, un don para todos

129 El bien que vence el mal Conocimiento de Dios y justicia Un discurso inaceptable «Testigo de los sufrimientos de Cristo» Reflejos en la vida Exhortaciones a los esclavos Palabras a los fieles ¿Un comportamiento impracticable?

145 Vida eclesial El discípulo amado Ternura y libertad de Jesús Nuestra grandeza: el amor de Jesús por nosotros Sobre la Iglesia

157 El gozo de la fe Dichoso el que crea sin haber visto Intermedio literario La existencia humana: confianza y esperanza Dios respeta nuestra libertad Vivir la fe ante la muerte

171 Epílogo