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Martín Corona Alarcón

Ilustraciones deJaneth Linaldi

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La descubrí una mañana singular. Antes era para mí como cualquier otra niña: muñecas,

pláticas aburridas de chismes y juegos cursis. Cuando la maestra salió del salón, Rubén corrió hasta adelante y gritó: —Aquí hay una niña horrenda. Y entonces señaló a Paula… Paula… Paula.

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Hasta hoy, de vez en cuando escribo su nombre en la parte de atrás del cuaderno de español, pero en clave, para que nadie se entere. Arriba de las mejillas, ella tiene unos lunarcitos chiquititos que brillan cuando se pone roja. A todos los chicos del salón nos encantan, pero nadie lo dice. Por el contrario, Rubén, Salvador, Jesús, Mario y muchos más se burlan de ellos.

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— ¡Tienes manchas! ¡Te salpicaste chocolate! ¡No te bañas! Le gritan cosas así cuando la ven cerca. Yo creo que se ponen nerviosos y quieren llamar su atención. Entonces comienzan a payasear y ya no pueden detenerse. Ella cree que se burlan y baja la mirada. Una vez noté que lloraba; bajo sus dos manos cubriendo el rostro, vi cómo caían unas lágrimas.

Pero no sé, a mí me parece que esas manchitas les gustan tanto a todos que inventan las frases más groseras sólo para verlas: —¡Lávate la cara! —¡Pau tiene bichos en los cachetes!

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Dos o tres días a la semana voy a jugar futbol con tío Poroto y sus amigos. Él es mucho más grande que yo, pero es uno de mis mejores amigos de juegos, sobre todo de futbol. Cuando

hacemos partidos con sus amigos nadie me hace burla si fallo un tiro o me aviento cuando portereo; en cambio, con mis

amigos de la escuela todo me sale mal por los nervios. Un día le confesé al tío Poroto: —Estoy enamorado de sus lunares.

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—Se llaman pecas, enano. A ver dime, ¿cómo sabes que estás enamorado? —Porque, cuando le dicen cosas feas y veo que le aparecen en el rostro, siento cosquillitas y muchas ganas de mirarla a los ojos, pero no puedo porque siempre esconde la cara y se va corriendo. —¿Por qué no se lo dices? —¿Y para qué? Entonces mi tío soltó una enorme carcajada y fuimos a jugar al parque. Aquella tarde anoté tres goles y paré dos. Todos estaban contentos porque ganamos dos retas.

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En casa, en la noche, luego de que mamá me fuera a dar un beso, pensé y pensé y pensé más en su pregunta: “¿por qué no se lo dices?”. ¿Y qué le iba yo a decir? Ni modo que me portara como un adulto bobo confensándole su amor a la chica con un anillo o haciendo alguna tontería. En eso estaba, cuando la cabeza se me llenó de ideas: mandarle una carta en lugar de un correo electrónico o llamarle por teléfono en vez de buscar su página en internet.

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De pronto, escuchó una voz femenina que ordenaba:

—Vamos ya, es hora de volver a casa.

Días después, la maestra salió del salón y Mario comenzó a gritarle a Paula: —Paula tiene cara de huevo de codorniz, manchado de chis.

—Paula es la niña mancha, vengan y miren su cara, es el horror en avalancha —dijo Jesús. Todos se rieron. Ella, en lugar de sus pecas cafés arriba de los cachetes rojos, mostró su llanto y salió corriendo. Sus lágrimas dejaron un rastro hacia la salida del salón.

Apenas las miré, sentí un hueco en el pecho y cómo mis ojos comenzaban a llenarse de agua. Me sentí triste hasta que la maestra volvió de la dirección con cara de huevo frito y quemado. Esperábamos lo peor.

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Entonces, una niña la tomó para hacerse un barco en el agua de la fuente. La hojita no sabía nada de barcos ni de mucha agua, pero cuando la lluvia caía ella rejuvenecía, no sólo por lo rico de beberla desde las raíces, sino porque la lluvia le arrancaba todo el cochambre que le dejaba el humo de los autos.

Ella entonces habló del respeto por los compañeros. Estaba muy molesta, tratando de controlarse, pero a ratos se le salía algún grito en mitad de su plática. Ya ni sé qué tantas cosas dijo porque dejé de escucharla, esperando que Pau volviera. Me imaginé que regresaba pisando cada una de las lágrimas en el suelo. Casi podía mirar sus calcetas con holanes, pero no volvió.

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Cuando sonó el timbre de salida, se fueron todos. La mochila de Paula seguía ahí, su cuaderno, la guía y su lápiz. Yo me quedé copiando de nuevo la tarea del pizarrón y la copié tres veces y tres veces corté la hoja. Entonces me animé y me acerqué a su lugar, vi el lápiz rosa de princesas y su cuaderno con marco de gatos. Estaba a punto de guardar sus cosas cuando entró una señora igual a Paula, con el rostro pálido y lleno de lunares. Me sonrió, recogió todo y se fue.

Yo me quedé como hipnotizado con esa sonrisa, era enorme, gigante. La risa de Pau era bellísima, pero pequeña, tímida. Toda la tarde pensé en aquella sonrisa.

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Al día siguiente Paula no fue a la escuela. Comenzaron los chismes. Susana les dijo a todos:

—Chamacos groseros, Paula se enfermó de la panza porque se enojó mucho por su culpa.

Pero no era cierto. Susi también solía hacerle burla. Así, un rumor de esos “…pero no le digas a nadie” me llegó de Héctor:

—Pues dicen sus papás que, por culpa de los niños groseros, ella no quiere regresar a la escuela.

Extrañé una semana a Paula, hasta que el director entró al salón y habló con todos. Nos pidió que no la molestáramos más:

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Y siguió poniendo muchos ejemplos no muy agradables.

— Miren chicos, los lunares y las pecas son cosas naturales, normales, como la nariz chata de… Tú, ¿cómo te llamas? — Mario, señor director.

—O los dientes chuecos de este niño… —dijo señalando a Chuy—. O el sexto dedito en la mano derecha de Rubén o…

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Días después, volvió Pau y ya nadie la molestaba. Ella ni levantaba la cara, saludaba muy poco y sólo hablaba en voz baja con su mejor amiga. No sé. Algo estaba roto. Todo era muy triste en el salón porque verla agachada era muy incómodo, molesto, como si todos estuviéramos castigados. El aula, la escuela, las mañanas, los días no eran lo mismo sin las pecas de Paula. Durante un par de semanas, la maestra no salió para nada del salón, ni mis compañeros hicieron burlas. Hasta un día que nos dejaron solos, justo cuando Rubén iba a comenzar con sus insultos, todos lo miramos con ojos de pistola y regresó a su silla.

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No duramos mucho así. La tercera o cuarta ocasión que se ausentó la maestra volvieron las burlas, pero ahora sin mencionar a Pau. Que si Rubén estaba muy calladito, que si le habían comido la lengua los ratones. Luego, él respondió molestando al más pequeño llamándolo pipiolo. Juanito le aventó una bola de papel y nuevamente el escándalo y el caos. Paula seguía con la cara clavada en sus cuadernos.

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Todo cambió un día por unos zapatos. Pasé la tarde con mi mamá recorriendo tiendas y nada me gustaba. Siempre los mismos zapatos aburridos: negros o cafés, algunos más o menos picudos, con taconcito o de los otros, pero todos eran feos.

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Y mamá desesperada me insistía y me insistía que si estos, que si aquellos, pero no me gustaba ninguno. Luego de visitar muchas tiendas, pasamos afuera de un negocio de patinetas y playeras. Ahí las vi: unas botas

encima. Sin duda, esos eran los zapatos que yo quería. —Pero hijo estos zapatos son muy… muy…. —Divertidos, ¿no? —No. Son extraños para un niño. A ver si no te regresan de la escuela.

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Por fortuna no me dijeron nada en la entrada, ni tampoco la maestra, aunque sí vi cómo movía la cabeza al verlos. Cuando salió por su café a la dirección, mis compañeros me preguntaron:

—¿Ahora qué te pasó?—¿Por qué?—Traes zapatos de Frankenstein, eres un monstruo. Eres el

monstruo del zapato y caminas como pato.

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Todos reían y gritaban, incluso Rubén lo hizo en mi cara. Pero no me importó, esos zapatos grandes y con enormes tachuelas me habían encantado. Así que volví a mi dibujo de un avión, porque ya había terminado el trabajo…

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Cuando salí al recreo, Pau me tocó la espalda. Volteé y no podía creerlo, me puse pálido y sentí que los zapatos eran más altos, muy altos, y me llevaban hasta el cielo. —¿Cómo lo hiciste? —¿Cómo hice qué? —Eso, no dejaste que se burlaran de ti, de tus zapatos. —Es que tienen razón, parecen de monstruo, pero qué más da. Así son. Y me gustan mucho... y tú también.

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No me aguanté y, aunque las piernas me temblaban y los zapatos pesaban muchísimo, salí corriendo con una enorme sonrisa que se volvió carcajadas de alegría.

y emoción cuando Paula me mira. Cuando se encuentran nuestros ojos, los suyos tienen el brillo de la miel que mamá pone sobre la fruta por la mañana y, abajo, ahí están de nuevo sus hermosos lunares cafés sobre el rojo en sus mejillas.