mi vecina, el campesino, el grandote y yo

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1 Mi vecina, el campesino, el grandote y yo Entre las muchas cosas que me molestan y que me hacen estar de un humor… digamos, no del mejor humor… bah, para qué voy a engañarme y a engañarlos desde tan pronto. Estoy escribiendo esto porque me lo recomendaron. Porque me lo recomendó el dizque doctor que me atiende. Que escriba lo que me pasa, lo que siento… Y que no me mienta. Así que por eso, va un mínimo de honestidad: no soy ni fui de tener lo que se llama generalmente “buen humor”. Tampoco fui nunca de pensar en el suicidio cada tarde de lluvia. Nomás, digo… soy un tipo cualquiera. Menos que un tipo cualquiera ahora mismo, y por lo que vaya a durar. Hace unos meses me cortaron las piernas. Literalmente. Me las rebanaron. Tuve un accidente y según los médicos no quedó otra solución, si puede llamarse solución a no tener piernas. A perder las piernas. En fin… el dizque doctor me dijo que me explaye, que cuente, que diga… y sobre este punto no tengo mucho que decir. Solamente que no tengo más las piernas. Ahora que voy escribiendo esto, creo que justamente el tema de las piernas no es lo que más me molesta ya mismo. Lo que me molesta es que tengo la casa llena de diarios viejos. Pilas y pilas de diarios viejos. Que ya leí y que no voy a volver a leer. Que no me sirven para nada. Pero ahí están. No sé… debería tirarlos. Por ahí los estoy dejando como testimonio de… bah… para qué me engaño. Y para qué los engaño. Los dejo porque soy demasiado vago como para tirarlos como se merecen. Es más… podría recortar solamente lo que me interesa… que es una sección, una

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Page 1: Mi vecina, el campesino, el grandote y yo

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Mi vecina, el campesino, el grandote y yo

Entre las muchas cosas que me molestan y que me hacen

estar de un humor… digamos, no del mejor humor… bah, para qué

voy a engañarme y a engañarlos desde tan pronto. Estoy

escribiendo esto porque me lo recomendaron. Porque me lo

recomendó el dizque doctor que me atiende. Que escriba lo que me

pasa, lo que siento… Y que no me mienta. Así que por eso, va un

mínimo de honestidad: no soy ni fui de tener lo que se llama

generalmente “buen humor”. Tampoco fui nunca de pensar en el

suicidio cada tarde de lluvia. Nomás, digo… soy un tipo cualquiera.

Menos que un tipo cualquiera ahora mismo, y por lo que vaya a

durar.

Hace unos meses me cortaron las piernas. Literalmente. Me

las rebanaron. Tuve un accidente y según los médicos no quedó

otra solución, si puede llamarse solución a no tener piernas. A

perder las piernas. En fin… el dizque doctor me dijo que me

explaye, que cuente, que diga… y sobre este punto no tengo mucho

que decir. Solamente que no tengo más las piernas.

Ahora que voy escribiendo esto, creo que justamente el tema

de las piernas no es lo que más me molesta ya mismo. Lo que me

molesta es que tengo la casa llena de diarios viejos. Pilas y pilas de

diarios viejos. Que ya leí y que no voy a volver a leer. Que no me

sirven para nada. Pero ahí están. No sé… debería tirarlos. Por ahí

los estoy dejando como testimonio de… bah… para qué me

engaño. Y para qué los engaño. Los dejo porque soy demasiado

vago como para tirarlos como se merecen. Es más… podría

recortar solamente lo que me interesa… que es una sección, una

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columna, un artículo por diario, o menos, que es por lo que los

empecé a comprar.

Bueno, ahora mismo está temblando todo. Se puede escuchar

cómo el grito de la gente por la calle, en el piso de arriba, en el de

abajo, en el edificio de enfrente compite con el de las explosiones, o

con no sé qué derrumbe… porque siempre hay un derrumbe

cuando pasa esto… y pasa seguido…

Eso también me envenena el humor.

Debería mudarme. Podría vender este departamento, y

comprarme otro, en otra ciudad.

No, otra vez, una vez más, voy a dejar de engañarme. Nací en

esta ciudad, y acá me voy a morir. No podría vivir en otro lado,

aunque tampoco vivo bien acá. Ni siquiera cuando tenía las piernas.

Pese a que cada tanto, yo diría que muy seguido, tiembla todo, se

rompe algo, explota algo (a veces muy cerca, a veces encima,

como cuando me pasó lo de las piernas) no podría vivir en otra

ciudad. Y en el campo, ni hablar. Menos. El aburrimiento mortal y

las charlas con los posibles vecinos del campo serían peor que

estar entre pilas de diarios viejos.

No es de prejuicioso. Al contrario. Las pocas veces que hablé

con alguno que vino del campo me sentí tan mal… tan sucio… tan

perverso… y no porque realmente lo sea. Como dije antes: soy un

tipo normal, uno como cualquiera. Un mediocre puedo decir hoy que

estoy algo más amargado que de costumbre, y más entre

explosiones y gritos que van creciendo a cada momento. Debería

asomarme a la ventana y ponerme a gritar también. Y no haría mal,

porque está temblando todo, y mucho.

Decía que cuando hablo con alguien que vino del campo, me

siento sucio. Tienen esa inocencia, esa… ese aire de estar parados

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en el lado sano de la vida… como este tipo, el que también cada

tanto la venía a visitar a mi vecina.

A mi ex vecina.

Claro, ella es el tema. No las piernas. No las explosiones. No

los derrumbes.

Ella es la causa de que tenga la casa llena de diarios y que

hoy no tenga más a mis piernas. Pero no es la culpable.

Ahora voy entendiendo.

Lo que me recomendó el dizque doctor quizás funcione.

Porque ahora, pensándolo así, entre que tiembla todo, que las pilas

de diarios se vienen abajo, que la gente grita en la calle, que…

Ahí pasó.

El grandote pasó volando a la altura de mi ventana.

Tuve la suerte de verlo varias veces. Suerte, digo, y un poco

me sonrío. No sé si suerte. De él también tengo que escribir, me

dijo el dizque médico. “Todos tienen algo que decir de él”. Y sí…

cómo evitarlo…

Me resultó raro que no lo haya nombrado antes. Y aunque

ahora lo vi pasar por la ventana, también me parece raro que

justamente él tampoco sea el centro, lo principal de lo que tengo

que tratar de escribir. Ya va a llegar su turno. Y aunque lo detesto

desde el fondo de mi alma hasta la punta de los pies que ya no

tengo, espero que no le pase nada.

Ahora no sé si hablar del grandote, del tipo del campo, de

ella…

No, empiezo por el tipo del campo.

Un tarado. Un tonto. Torpe, payasesco, aparatoso. Y tan

amable, tan educado...

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La primera vez que me lo crucé fue en el ascensor. Yo estaba

viniendo para acá, y cuando las puertas se estaban cerrando, el tipo

este viene y mete la mano, las puertas se la agarran, y el tipo grita,

pero sin gritar… como que hizo la mueca con la boca, pero no

emitió sonido. Y mientras subíamos, se disculpó por entrar así,

acomodándose los anteojos, frotándose la mano que le agarró la

puerta, y decía que no está acostumbrado a esas cosas modernas,

que desde hace poco está en la ciudad, que este será el 4to o 5to

ascensor diferente que toma. Que ya se acostumbró al de la

oficina…

La ciudad se está prendiendo fuego. Literalmente. Hoy se le

puso difícil al grandote, parece. No, no es que disfrute que la pase

mal. Al contrario… bah, ya no sé. Pero hoy sí que está temblando

todo en serio. No recuerdo otra así tan fuerte…

Sigo con el del campo.

Y bueno, yo le ponía buena cara, lo escuchaba, y este me

contó en 10 o 15 pisos la historia de su vida: vino del campo a la

gran ciudad a probar suerte. Eso era todo. Y cuando se abre la

puerta y voy a bajar, resultó que bajaba en el mismo piso. Y se

despidió de forma tan amable cuando encaró por el pasillo que

cuando entré, me sentí reconfortado… ¿Reconfortado por qué?

¿Por un tipo cualquiera que me dio charla en el ascensor? Y ahí

mismo le agarré bronca. Este tipo… la puerta del ascensor le agarra

la mano, queda como un tarado, cuenta la historia de su vida, y

estaba contento por hacerlo… qué infeliz. Qué pobre diablo. La

gente del campo y su alegría de vivir… al carajo.

La segunda vez que lo veo fue un calco de la primera: yo

subiendo, la puerta que se cierra, él que mete la mano… pero me

reconoció. Y mientras se frotaba la mano dolorida me saludó como

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si de verdad tuviéramos alguna clase de relación. Y se disculpaba

por ser tan torpe. “Seguramente usted pensará que la gente del

campo es atolondrada…” y sí, más aún… pero no lo dije, y de

hecho no lo pensé en el momento, porque el tipo este era tan

simpático, tenía esa sonrisa tan pura, tan blanca, tan sana… agh,

me acuerdo y me da arcadas. Todo era sano en este tipo. Encima,

altísimo. Casi dos metros. Imagino yo que casi dos metros de pura

salud, de aire puro, de crecer persiguiendo gallinas, de despertarse

antes de que amanezca para arriar el ganado, para manejar un

tractor… y no sabe usar un ascensor…

Pero esa segunda vez que lo vi, fue la primera vez que la vi a

ella.

Cuando el tipo este encara por el pasillo, ella estaba saliendo

de su departamento, y ni siquiera lo saludó y le dijo: ¿preferís un

gallo, no? …esta gente del campo… para qué regalarle relojes si no

los entienden… Y él se puso todo colorado y me miró con cara de

“uh, lo que me dijo”, pero medio riéndose, con esa sonrisa de

bochorno… y ella estaba tan linda así de furiosa. Yo hacía ya un par

de años que vivía ahí y nunca la había visto. Sí escuché una vez a

otros dos que venían hablando en el ascensor de que había una

mujer preciosa en el edificio… y debía ser esta. Ella es preciosa…

no la voy a describir. Solo digo que mujeres así son el ideal de

cualquiera que tenga algo de sangre recorriéndole las venas… pero

que no es para cualquiera poder llegar a alguien así. Era toda bella.

Tan bella… y tan furiosa, toda reconcentrada en lo que fuera que

tuviera que hacer. Y mientras metía la llave en la cerradura de mi

puerta, los miraba. Ella lo retaba mientras a su vez trataba de cerrar

la puerta a las apuradas, tanto que se había puesto una sola manga

del tapado, y el campesino trataba de ayudarla y ponerle la otra,

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pero ella no se dejaba porque se enredaba y se le caían las cosas

que llevaba en la mano, unas carpetas, unos papeles, algo así, y él,

como un tonto, se agachaba a juntar los papeles, y ella, que de

cada dos insultos, uno era relacionado con lo lenta que es la gente

del campo. Y tenía razón. Porque el tipo levantaba un papel y tiraba

dos, y en 5 segundos era todo un desastre… más o menos como el

que tengo yo ahora, que se derrumbó otra pila de diarios.

Cuando entré, me quedé espiando por la mirilla de la puerta.

Ella le seguía reprochando la torpeza. Él tartamudeaba. Ella en un

momento le pega un manotazo en el brazo, justo en el que lo había

agarrado la puerta del ascensor, y él hizo una mueca de dolor y dijo

que se la había agarrado otra vez con las puertas que se estaban

cerrando. Apenas dijo esto, la cara de ella cambió de golpe. De la

viva imagen de la furia, pasó a una expresión… angelical… y ella le

miraba la mano, y le decía que tenga más cuidado… En eso llegó el

ascensor y se fueron. Pero antes pasó algo raro. Cuando se

estaban cerrando las puertas, el tipo este me miró. Me miró directo

a los ojos. Como si supiera que los estaba espiando. Casi podría

jurar que me guiñó el ojo. No… seguramente vi mal yo, pero pareció

así, o así lo recuerdo.

La tercera vez que vi al campesino fue la segunda que la vi a

ella.

Entro al edificio, y él, el del campo, estaba parado esperando

el ascensor. Cuando me ve, me saluda como si fuéramos amigos,

con apretón de manos y todo. Y yo se lo devuelvo. La verdad, me

puso contento que me saludara así… qué se yo… la cortesía, una

sonrisa gratuita, porque sí, sin que venga pegada a la

conveniencia… porque qué ganaría este tipo siendo amable… y

cuando llega el ascensor subimos… bah… subí yo…y fue raro

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porque él no subió, se quedó afuera, como escuchando algo que

estaba pasando en la calle, o en otro lado, y no subió, se quedó así

como escuchando. Las puertas se cerraron con él afuera y yo

adentro. Fue un segundo. Yo podría haber parado el ascensor y

decirle que suba, que entre… pero la cara que puso de estar

escuchando algo que venía de afuera era tan… como muy

concentrada… lo bonachón se le fue de golpe. Y le apareció una

cara extraña, de preocupación. Y eso fue como que me tildó y no

atiné a parar la puerta que se cerraba, y subí solo. Y cuando el

ascensor estaba llegando al primer piso, empecé a escuchar yo

también el ruido que venía de afuera. Eran disparos. Claramente

eran disparos. Y no solamente de revólver. Se podía escuchar

ráfagas de ametralladora. Y el viaje hasta mi piso fue tétrico, porque

no sabía con qué me iba a encontrar cuando el ascensor se abriera.

Ustedes sabrán… como sé yo también, que el miedo te hace

funcionar raro. No me percaté de trabar el ascensor entre algún

piso, o no sé, algo para evitar que quienes fueran que estuvieran

disparando, no me vean, no sepan dónde vivo… y seguí hasta mi

piso. Antes de llegar también sentí olor a quemado y ruido de

hierros retorciéndose. El ascensor se bamboleó en forma

alarmante. Hizo bien el campesino en no subirse. Al llegar a mi piso,

la puerta se abre y entra una oleada de humo negro… y entre el

humo la veo a ella, tirada en el piso, arrastrándose, tosiendo. Era

tan linda… es tan linda… deberían verla. Y verla con mis ojos. Yo

no tengo alma de héroe. Ni un poco. Pero verla así… y me salió

ayudarla a levantarse, y la metí en el ascensor, sin pensar mucho

en qué estaba haciendo, y marqué el último piso. Una imprudencia,

ahora que lo pienso, pero qué otra opción me quedaba, con el

pasillo en llamas, con quién sabe qué clase de tipos armados en las

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escaleras… La metí en el ascensor, marqué el último piso, y una

vez allí, subimos un piso más por escalera hasta la terraza.

Entiéndanme que fue una situación muy confusa y caótica, también

por lo inesperado, porque yo hacía un minuto estaba entrando… y

ahora todo estaba lleno de humo, olor a quemado, disparos, gritos,

ruidos de pelea, lamentos, amenazas, insultos…. Ya en la terraza,

nos escondimos de no sabíamos qué detrás de un tanque de agua.

Ella no paraba de toser, pero ya estaba bien. Y me quedé así,

abrazado a ella unos dos o tres minutos, sin saber qué iba a pasar

en los instantes siguientes… hasta que apareció el grandote. Ya

estaba todo bajo control. Se nos apareció por detrás. Ella le saltó a

los brazos y él la abrazó bien, no como la abrazaba yo…

Cosas que todo el mundo sabe, que cualquiera sabe, yo no

las sé, o no las sabía entonces.

El diario del día siguiente fue el primero de los que me

compré. Había salido la nota de lo que pasó.

Asaltaron el banco que está al lado de mi edificio, y huyendo

de la policía, y también del grandote, entraron a esconderse, o ver

si podrían huir por otro lado. Y mientras esto pasaba, una bomba

había estallado en lo de mi vecina. Pero no una bomba que le

dejaron en la puerta… sino que alguien, desde otro edificio, había

tirado una bomba… sí, suena raro. Y en la nota decía más o menos

eso: que el asalto al banco había sido como para cubrir lo realmente

importante, que era el atentado contra mi vecina.

Y allí me enteré de que mi vecina era periodista. De los

periodistas que se la juegan, que tienen ciertos ideales, que

investigan. Y este atentado era para ocultar tal vez algo, o para

disuadirla de seguir investigando… pero no contaban con el

grandote.

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Él está en todas partes, todo el tiempo. Nada se le escapa.

Escucha todo, sabe todo, ve todo. Ahora que lo escribo, creo que

quizás nunca pienso mucho en él porque temo que me lea la mente.

Es tan capaz de hacer tantas cosas que no sería extraño que

también pudiera leer la mente. Y por si la puede leer, yo no pienso

en él. No lo llamo con la mente. No lo convoco. No quisiera que se

entere de lo que pienso de él y venga a ajustar cuentas… aunque

eso jamás pasaría. Por suerte, el grandote está de nuestro lado. Ya

lo había visto otras veces pasar volando, o en la tele. Diría que la

vida de toda la ciudad, y del mundo, o del mundo que yo conozco,

vive día a día con avidez lo que pasa con el grandote. Dónde está,

que hace, qué hizo. Y es tan… grande… no encuentro otra palabra.

Ya voy a seguir con el grandote.

Recién me acerqué a la ventana como pude, tirando más pilas

de diarios con la silla de ruedas, y muy trabajosamente, logré espiar

qué está pasando en la calle. En resumen, toda una parte de la

ciudad está prendida fuego. Sigue temblando todo. Pude ver en el

instante en que me asomé cómo un edificio de los más altos, que

estará a unos dos o tres kilómetros del mío, se derrumbó,

desapareció, dejó de existir, en una orgía de humo. Hizo tanto ruido

que me llegó al rato. Hierros retorcidos, el humo, la ceniza… desde

el cielo también caía algo así como meteoritos, pero no… eran otra

cosa, y por suerte no era en mi parte de la ciudad. Y entre todo esto

se podía ver al grandote yendo y viniendo. Ahí noté que estaba

sonando una sirena. Ni me di cuenta de cuándo empezó a sonar. La

sirena suena cuando las cosas se le van de las manos al grandote.

Y al rato de que suena la sirena, aparece el ejército. No

estrictamente el ejército, sino otro grupo que hace parecer al

ejército un rejunte de niños exploradores. Estos “soldados”, con sus

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artilugios, son como los refuerzos del grandote. A veces pelean a su

lado, o ayudan a evacuar la ciudad, o apagan incendios, o rescatan

heridos… y sí, aparecen porque ya el tema se complicó mucho. Ni

aún pudiendólo todo, se puede todo.

Es fácil culpar al grandote. Antes de que apareciera, según

me contaron, la ciudad era una ciudad más. La más grande del

mundo, con todo lo que eso implica. Asaltos, robos, atentados… lo

usual en cualquier ciudad. Pero desde que apareció el grandote,

también aparecieron otros peligros y amenazas que hubiéramos

preferido no tener. Gente, o algo parecido a gente, que sabiendo

que el grandote vive acá, viene a provocarlo, y no les importa que

en el medio muera tanta gente… aunque de hecho no muere tanta,

o no tanta como antes… porque el grandote siempre está. Siempre

gana. Siempre salva. Siempre.

Me desvié del tema. Estaba hablando de mi encuentro en la

terraza, del tipo del campo, de ella… y en la terraza, luego de que el

grandote la abrazó, me miró… parecía tener realmente fuego en los

ojos. Los tenía como al rojo vivo. Pero no sentí miedo. O no miedo a

él puntualmente. Sí me sentí muy incómodo. Que te mire a los ojos

algo así… ah… me acuerdo y me estremezco.

-Gracias-, me dijo. Y se fue volando, con ella en brazos.

Al otro día, en el diario, leo que ella escribió una nota. Contó

su vivencia, de la explosión, de que se salvó de casualidad, y que si

no hubiera sido por… ¡por mí! ¡Que si no hubiera sido por mí, no la

contaba! Lo dijo: si no hubiera sido por mí… pero ni sabía cómo me

llamaba. Dijo: la acción desinteresada de un vecino… Exageraba.

Diría que exagera como cualquier periodista. Yo no hice nada,

nomás la vi entre el humo, tosiendo, arrastrándose, y la llevé hasta

la terraza… no porque se me hubiera ocurrido esa acción, que

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tampoco es un canto a la valentía… nomás pasó así. Y dijo que una

vez más, como siempre, el grandote apareció. Que redujo a los

asaltantes del banco, que logró atrapar al que desde otro edificio

tiró la bomba a su departamento, que pudo apagar las llamas, que

nadie salió herido, salvo el propio grandote, y apenas un poco,

porque los asaltantes tenían unas armas extrañas además de las

tradicionales, armas “de las que estamos seguros se sabrá muy

pronto su procedencia”, decía la nota.

También decía que gracias al grandote, el espíritu de los

ciudadanos se elevó. Que el ejemplo de ayuda constante y

desinteresada del grandote hace que todos se sientan un poco en

deuda y traten de emularlo, no en las proezas que escapan a

cualquier posibilidad del humano, sino en lo simple, lo cotidiano:

ayudar al que está en problemas, ser bueno, ser justo, respetar la

ley… ¡Al carajo! Yo no me sentí inspirado por nada. Solamente se

abrió la puerta del ascensor y ella estaba tosiendo y arrastrándose

entre el humo…

Como decía, veo que la calle ya está atestada de esta gente

que no es el ejército pero que se le parece, y están pidiendo por

altavoces abandonar los edificios. La gente baja como puede y se

sube a transportes especiales sin pensarlo dos veces, y se los

llevan quién sabe a dónde. Y yo, la verdad… no voy a poner en

compromisos a nadie. Me voy a quedar acá y que sea lo que tenga

que ser. No voy a bajar por la escalera con la silla de ruedas… Se

me ocurre que si llamara al grandote, él podría venir y sacarme por

la ventana y dejarme sano y salvo en el suelo en menos de 4

segundos… No, ya está. Me quedo. Y sigo hablando de ella.

Luego de comprar el primer diario, me acostumbré a seguir

haciéndolo. Ella se mudó. No volvió a su departamento, que desde

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entonces quedó clausurado con una cinta policial. No sé por qué

quedó así. La bomba, la supuesta bomba que arrojaron aquella vez,

entró por la ventana, dio en la puerta, y pudo llegar a prender fuego

muchos papeles, y cortinas, y muebles… ella, supongo, estaría en

la cocina, o en el baño, y no le pasó nada. Fue un milagro que

pudiera atravesar las llamas y llegar al pasillo sin quemarse. La

estructura general del edificio no se resintió. Si hubiera sido una

bomba de las que explotan y no una como aparentemente era esta,

“incendiaria”… El tema es que desde que pasó eso, el

departamento quedó clausurado. Por un tiempo hubo policía o algo

así, de guardia. Estaban en las escaleras, en la entrada del

edificio… incluso uno se puso un banquito al lado de mi puerta de

entrada. Eso habrá durado un mes, y después, se fueron y no

volvieron más.

Yo creí que no volvería a verla. Por eso también empecé a

comprar el diario. Me enteré tarde de que ella era periodista, y una

más o menos conocida. Y a través de lo que escribía supuse que

me acercaría a conocerla, a saber de ella, y de alguna manera a

ponerme al día.

De ella no sé si me enteré de mucho, pero del grandote, vida

y obra. Casi que es de lo único que escribe. Pero no me quejo… el

grandote da material en forma constante. No de él puntualmente,

sino de lo que provoca en los que aún sabiendo que alguien

escucha todo, sabe todo, ve todo y todo lo puede, intentan

comprobarlo por sus propios medios y de la peor manera.

El grandote cada tanto da alguna entrevista. No solamente a

ella. Pero solo leo las notas que ella le hizo, y no puedo evitar el

sentimiento de envidia, ira, frustración… yo soy un humano

promedio. No puedo volar, no soy inmune a nada, no tengo ni super

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fuerza ni super nada… tampoco soy como el loco de la otra ciudad,

que pese a no tener poderes, se las arregla a su manera

tenebrosa…

Y ella escribe siempre del grandote. De las vidas que salvó.

De su generosidad. De su lucha incansable. Del ejemplo que

representa para todos. De que es una bendición para el mundo que

el grandote exista, y que esté de nuestro lado, defendiéndonos,

ayudándonos, salvándonos…

Es agobiante. Por eso es que no lo quiero. O no lo quiero

tanto. O sea… lo quiero… cómo no quererlo… pero me parece un

acto hasta de justicia a alguien que lo tiene todo, negarle mi afecto.

No vas a tener todo. Nadie puede tener todo. Ni siquiera vos. Y

encima, la tiene a ella. Claro. Además de super todo, elige bien: por

eso es que creo que tendrían que verla, y verla con mis ojos.

Y el tipo del campo… me entero, al diario número cien o

doscientos que compré, que también es periodista. Una vez,

cubriendo no sé qué historia, desapareció. Hasta lo dieron por

muerto. Ahí fue que pusieron una foto de él, con esa cara que

derrocha salud y bondad. Por eso la venía a buscar, aventuro. Para

irse juntos a hacer una nota, tal vez. Quizás a ella le asignaron guiar

en la gran ciudad a este otro grandote, pero torpe, que parecía tan

indefenso y tan a merced de cualquier cosa…

El día ese de los tiros, la bomba y el incendio, una vez que el

grandote se la llevó en brazos, yo me quedé en la terraza

rascándome la cabeza y mirando el horizonte. Ya no tenía miedo de

volver a casa. El grandote ya había hecho lo que hace siempre, y

estábamos todos a salvo. Pero me quedé pensando… unos tanto, y

otros tan poco… y cuando volví a mi departamento, ya había un

enjambre de policías y bomberos dando vueltas… y ahí estaba el

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campesino, tomando notas, mirando por encima de los hombros de

los que estaban trabajando ahí. Yo lo reconocí aunque me estuviera

dando la espalda, y cuando me acerqué, como si me hubiera

escuchado, se dio vuelta y me preguntó si estaba bien. Y bueno,

cruzamos algunas palabras. Le conté de la chica, de cómo apareció

entre el humo. “Qué bueno que estabas vos”, me dice, y me aprieta

el hombro… esta gente del campo es fuerte, eh. Parecía una garra

de acero. Y esa mirada, tan limpia… era intolerable. Finalmente no

entré, la policía me lo impidió, y me llevaron, a mí y a otros vecinos,

a una oficina, y al cabo de algunas horas nos dejaron volver,

diciendo que ya era seguro regresar a casa.

Ella no volvió a aparecer. Se mudó. Lo dijo en una de sus

notas. Y me entristeció pensar que una mujer con la que nunca

tendría una oportunidad de nada, ya no estuviera a tiro de mi

fracaso. Para consolarme, leía sus notas. Y las del campesino

también, cuando me enteré de que él también escribía ahí. Y no

pensé que me los fuera a cruzar nunca más. La ciudad es tan

grande… tan devoradora… ¿qué posibilidad habría de cruzármelos

otra vez? A ella seguro que no. Era tan fácil ser el grandote y

llevarla a cenar a París, a la cima de la montaña más alta… a la

luna incluso. Él puede todo. Pero me los volví a cruzar, por

separado.

Un día me tocan a la puerta. Con la mano. Tres golpecitos: toc

toc toc. Y cuando veo por la mirilla, era el campesino, sonriente,

acomodándose el sombrero y la corbata a la vez. Le abrí, lo invité a

pasar. Pidió disculpas por aparecer así de golpe, que justo pasaba

por ahí porque tenía que hacer no sé qué nota, que lo perdone por

no tocar el timbre, que él no está acostumbrado a esas cosas, que

allá en el campo ni hace falta llamar, porque todos se conocen, o se

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llaman por el nombre, a los gritos, o que apenas uno se acerca,

salen los perros a recibirte… el mundo feliz. Qué envidia me dio

escucharlo tan feliz hablando de cosas que me parecen repulsivas

porque las envidio y ya las quisiera para mí…

El motivo de su visita me dio gracia: que ese fin de semana

había estado en el campo de sus padres, que la madre preparó

muchos frascos de mermelada… y venía a traerme uno.

Pobre… qué solo debería sentirse para acordarse de un tipo

al que vio tres veces y considerarlo un amigo y tomarse el trabajo

de traerle una atención…

Acaban de cortar la luz. Estoy a oscuras. Solamente iluminado

por los resplandores rielantes de incendios y explosiones que no

paran de sucederse. Debo ser el único que no acató la orden de los

soldados. Y al asomarme por la ventana, veo solo desolación. Los

postes de luz caídos. La calle quebrada. Vidrios rotos que no paran

de caer… Mi propio edificio tiembla, pero no ya porque tiembla todo,

sino que tiembla por sí mismo. Está a punto de colapsar. Justo

ahora mismo no tengo miedo. Como dije antes, no pienso en el

suicidio cada tarde de lluvia. Pero el tema de las piernas… si ya mi

vida era entre normal y aburrida con las piernas, ahora sin ellas…

no es que quiera morirme deliberadamente, pero tampoco tengo

ganas de pelear por algo que no tengo la capacidad de disfrutar.

Entonces, me voy haciendo a la idea de que en cualquier

momento… Y no deja de tener cierta belleza mirar el cielo, que

también parece estar prendiéndose fuego, con esas cosas que

caen, y con el grandote… creo que es el grandote, que pareciera no

poder detener todo lo que cae del cielo… Esta vez se la hicieron

bien. Lo están haciendo trabajar duro. Y yo acá, regodeándome…

sí, la verdad, vivir así… ¿Quién me puede culpar por sentirlo así? Si

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al grandote le pasara algo así… Bueno, en varias notas se cuenta

que el lugar del que vino no existe más. Que explotó y mató a toda

la población… menos a él. O sea, es un huérfano. Un huérfano que

vino de quién sabe dónde. Y criado quién sabe cómo. Yo no sé…

no creo ser capaz de poder resistir una infancia así… aún con todos

sus poderes… aunque creo recordar vagamente que el grandote

dijo que eso se fue desarrollando con el tiempo, que durante

muchos años fue uno más. No sé si creerle. Uno es lo que es, ¿o

no? Si de golpe me crecieran otra vez las piernas, no saldría a batir

el record de los 100 metros llanos… La trampa del dizque médico

está funcionando, porque al escribirlo, entiendo que quizás tener o

no tener piernas no es justamente la diferencia. Ni tener poderes o

no tenerlos. Y si yo tuviera los poderes del grandote, no sé si los

usaría como los usa él, y con la finalidad que les da él. Tampoco me

dedicaría a someter a nadie. Nomás viviría como un rey, sin

molestar, al margen de lo que sea de los demás… lo mismo que

hice siempre. Evitaría intervenir en las vidas de los demás…

porque, vamos… qué derecho tengo yo… Es tan ridículo… pero

hasta que no lo veo por escrito no me doy cuenta.

A ella la volví a ver un tiempo después.

Hubo una fiesta, cena de beneficencia, acción para recaudar

fondos, algo así. Estuve ahí, y me la crucé. Tan… totalmente

hermosa. Mientras la veía ir y venir pensaba en acercarme a

hablarle. Aún sabiendo que no tenía ninguna clase de chance. Y de

eso charlábamos con la otra gente con la que estaba. Era

inevitable. Cada charla, en cada lugar, en cualquier situación, si

duraba lo suficiente, terminaba girando sobre el grandote. Y esta no

fue la excepción. Cuando conté más o menos cómo fue aquella vez,

la del humo y el ascensor, creí que ahí mismo me convertiría en el

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17

alma de la fiesta, en centro de atracción… pero no. Todos tenían

una historia con el grandote. O varias. Salvados de un derrumbe por

el grandote, por ejemplo. O el grandote evitando una colisión de

trenes con alguno de ellos arriba del tren… uno fue más lejos y

contó que estaba en un crucero muy lujoso, de vacaciones, cuando

los atacó un monstruo pesadillesco, con tentáculos, colmillos,

mirada asesina… y que cuando ya estaba volviendo a sumergirse a

las profundidades llevándose al barco entre los tentáculos…

apareció el grandote…. Como siempre, apareció el grandote.

No llegué a contar que ella estaba desfalleciendo y que justo

yo llegué… y después la charla siguió sin ser yo el protagonista, y

eso un poco me amargó. Me fui a la barra a buscar más alcohol, y

volviendo al grupo con mi trago, casi me choco con ella, que estaba

detrás de mí. Me saludó con un beso, y me dio las gracias por lo de

aquella vez. Había pasado el tiempo, pero se acordaba. Pidió

disculpas por no venir en persona a agradecerme, que tuvo

muchísimo trabajo, que la mudanza… Era tan lindo charlar con ella.

Tan lindo. Se quedó charlando conmigo varios minutos. Decía que

esa gente, el resto, la mayoría de los que estaban en la fiesta,

eran… que no eran gente que a ella le gustara frecuentar. Que

todos estaban muy pagados de sí mismos. Que estaban ahí por

figurar, y que no les importaba ni recaudar fondos, ni las cenas de

caridad, ni el resto de la humanidad… Me avergoncé porque yo era

uno de esos, claramente. Estaba ahí por la promesa de tragos

gratis y porque no tenía nada mejor que hacer. Le pregunté

entonces si su trabajo y su proximidad con el grandote no le habrían

hecho perder la perspectiva de que somos humanos. Y que el

humano es así: egoísta, miserable, frívolo, cínico. Dijo que no. Que

al contrario. Que por estar tanto en contacto con el grandote

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18

comprendió que pensar así es un error. Que todos tenemos dentro

nuestro todas las respuestas y todos los dones. Que solamente hay

que abrir los ojos, y ahí están, listos para ser usados. “Como vos

aquella vez”, dijo. “Vos podrías haber cerrado la puerta del

ascensor. Ni sabías si era yo o quién el que estaba arrastrándose y

ahogándose en el piso. Y algo dentro de vos salió, surgió. Por ahí

vos ni sabías que eso estaba. Pero apareció cuando hizo falta. No

sos muy diferente al grandote”.

Otra vez, veo lo que escribo y se ve tan ridículo... El grandote,

ahora mismo, está dejando la piel, literalmente, para salvarnos. Y yo

acá, siendo incapaz de salvarme a mí mismo. Ni siquiera soy capaz

de intentar salvarme.

Charlamos un rato más, y finalmente se excusó porque tenía

que saludar a otra gente, por compromiso, y me dijo que si yo

seguía viviendo ahí, un día, si no lo tomaba a mal, me tocaba el

timbre y salíamos a, por ejemplo, tomar algo, un té, esas cosas.

Espero que el juego de luces haya disimulado que me puse de

todos los colores. Porque sabiendo de su relación con el grandote…

ja, es gracioso. Sí, me puse de todos los colores porque sentí todo

a la vez: vergüenza para empezar. Y más cosas. Envidia por el

grandote. Lástima de mí mismo. Mucho deseo por ella. Todo junto.

Y le dije que sí, que cuando quiera…

Al campesino me lo crucé una vez por la calle. Casi me lleva

por delante. Lo reconocí al instante, y él a mí. Y antes de que yo

pudiera intentar un saludo, me dijo que estaba muy apurado, que en

la semana nos íbamos a ver, que tenía más mermelada… y

desapareció por un callejón, medio a las corridas. No tuve tiempo ni

de despedirme que hubo una explosión terrible a unas dos o tres

cuadras. Tembló todo. La gente, corriendo en estampida como

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siempre. Y me tuve que sumar, y huir por donde huían todos. No

sabíamos de qué estábamos huyendo, pero lo supimos, o yo lo

supe, al día siguiente: de las entrañas de la tierra había surgido

algo, como una nave, un robot gigante, un monstruo, lo mismo da, y

eso hizo reventar unos depósitos de no sé qué gas… cosa de todos

los días. Y otra vez, el grandote apareció ahí nomás, al instante. Yo

lo pude ver que salió volando de entre unos edificios… Es

agobiante hasta admirarlo. Cansa. Me cansa.

Esa fue la última vez que vi al campesino. Ese es casi todo el

conocimiento que tengo de la gente del campo, pero me alcanza

para saber que no podría vivir ahí. Gente demasiado amable…

aunque es injusto juzgar a todos siendo que conozco, y muy por

arriba, solamente a este. Pero demasiada bondad… bah… qué

importa.

La última vez que la vi a ella, ella no me vio. Yo estaba

caminando por la calle, cuando sentí un ruido horrible de frenada,

de esos que hacen que los ruidos ajenos a la frenada

desaparezcan. El chirrido, el humo debajo del caucho quemado… y

el posterior choque. Era un camión que había perdido el control. O

se lo habían hecho perder. En el remolque traía no sé qué material

inflamable. Fuera de control, se incrustó de lleno en un restaurant.

La gente que pudo huir en estampida lo hizo, gritando,

desesperados. Desde adentro del restaurant se oían lamentos,

quejidos, gritos desgarradores. Ya se estaba prendiendo fuego una

parte… no me acuerdo cómo llegué hasta ahí, pero tengo imágenes

que recuerdo de mí mismo dentro del restaurant destruido y que se

iba prendiendo fuego, tratando de rescatar a la gente que se

pudiera. Éramos varios, no estaba yo solo. Y no sé si atribuirlo a la

casualidad o a qué, cuando levanto unas maderas, algo de

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mampostería caída, debajo estaba ella, desmayada. Aún con medio

rostro cubierto de sangre, era hermosa. La alcé como pude en mis

brazos. No como el grandote, sino como pude. Y pude mal, porque

no podía llevarla bien. Mis brazos no alcanzaban para contenerla, y

sentía que a cada paso que daba, se me iba resbalando, que si

daba uno más, se me iba a caer de los brazos, y aparatosamente

logré sacarla... y no la dejé caer. Ya estaban sintiéndose a lo lejos

el ruido de sirenas. Ojalá que de ambulancias, pensé. Y la dejé a

unos metros de allí, donde ya había otra gente rescatada. Quise

quedarme al lado de ella… no sé por qué no lo hice. Seguramente

por lo que ella misma me explicó en la fiesta: que algo que no sé

qué es, que no sé que tengo, aparece cuando tiene que aparecer. Y

volví a entrar al restaurant en llamas. Eso lo recuerdo más o menos.

Lo siguiente que recuerdo es estar en un hospital. Es

increíble. Lo último que vi con claridad fue su cara ensangrentada y

aún así radiante. Y lo primero que veo después de eso era que

debajo de las rodillas, no tenía nada. Los muñones colgando de

unos ganchos, arneses, no sé, cosas de hospital.

Grité, lloré, me desmayé, volví a gritar al despertar, y llorar, y

gritar, y desmayarme, y así… supongo que varios días.

Cuando volví a mi casa, por debajo de la puerta siguieron

tirándome los diarios, y pude leer qué había pasado esa vez. No

según ella, que también estuvo internada varios días. Yo perdí las

piernas. Una ganga, comparado con los 20 que murieron entre el

choque, el derrumbe y la explosión del camión. En varios artículos

de esos días remarcaron que el grandote no apareció. Que hacía ya

varios días que no se sabía nada de él. De hecho, cuando volvió, en

una entrevista dijo que estuvo literalmente en los confines del

universo. Y que lamentó mucho lo que sucedió en su ausencia.

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Porque no solamente aquí, en esta ciudad, pasaron cosas así.

Alrededor del mundo, mientras el gato no estuvo presente, los

ratones salieron a bailar una danza macabra de destrucción sin

sentido.

Esto se derrumba en cualquier momento. Y encima, allá en el

horizonte, del lado del mar, se ve venir algo gigante, enorme, como

si fuera una ola, pero altísima. Más alta que cualquier edificio de la

ciudad. Y ocupa todo el horizonte. Es tan grande, que ya siento el

ruido, y cómo ese nuevo temblor se suma al que va a hacer

colapsar a este edificio. Dejo acá. Doblaré estas hojas, me las

meteré en el bolsillo, esperaré que quizás alguien las lea, en un

futuro, o no, da lo mismo, y me asomaré a la ventana, porque este

final no me lo quiero perder.

.

.

.

Lo de la ola gigante pasó hace unos meses.

Desde entonces, la ciudad está en proceso de volver a ser la

que era. Quedó prácticamente destruida, y hubo, para muchos, que

empezar de nuevo, yo incluido.

Ahora estoy viviendo en una casa alejada del centro. Ni la

ciudad y su vértigo, ni el campo con su… qué se yo.

Con algo de vergüenza, acabo de leer todo lo que había

escrito antes. No tengo gran cosa de qué retractarme. En realidad,

no me retracto de nada, pero algunas cosas podría haberlas escrito

de otra manera.

El día de la ola gigante, de la destrucción de la ciudad, como

les conté, dejé de escribir y me acodé en la ventana, esperando el

final. Mi edificio tuvo menos paciencia que yo, y se vino abajo. No

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llegué a sentir que los bloques de concreto destruidos me estaban

triturando porque entre ellos y yo se interpuso el grandote, que no

sé de dónde salió. Me cubrió con su cuerpo, logró sacarme de entre

las ruinas que caían, y me llevó volando por encima de la ola que

barrió con mucho de la ciudad. Me depositó en una colina de las

que rodean a la ciudad, y apenas me dejó en el piso, cayó tendido a

mi lado.

Miraba al cielo.

Estaba pálido.

Y roto.

No sé si sería sangre lo que le salía por las muchas heridas

que tenía. Era el equivalente a la sangre, seguro. Un brazo lo tenía

deformado, con el equivalente a nuestros huesos asomando por

entre la carne rota. La ropa desgarrada. La capa hecha jirones. Olía

a quemado. De hecho, le salía humo del cuerpo. Había dejado lo

último, el resto, todo lo que le quedaba, para salvarme. Y ahora

estaba ahí tirado a mi lado, mirando el cielo sin parpadear. Parecía

muerto.

De pronto parpadeó, y se puso en pie, tambaleando y

temblando. Les juro que si nos veían en ese momento, él les

hubiera dado más pena que yo.

Y al verlo así, todo lo que pensaba, todo lo que junté este

tiempo, se me vino encima. Se me agolpó en la garganta, en el

paladar, en la punta de la lengua. Fue un segundo. Ahí pensé en

decirle lo que pensaba.

Hijo de puta.

Farsante.

Payaso.

Por tu culpa perdí las piernas.

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23

Te necesité y no estuviste.

Te hacés indispensable para luego desaparecer y dejarnos a

oscuras.

Imbécil.

Por tu culpa el mundo se llenó de otros como vos.

Antes era horrible dentro de la escala de lo humano, pero

ahora es algo más, algo peor, incalculablemente peor.

Es tu culpa.

Deberías irte.

Volverte de donde viniste.

Qué carajo me importa que ese lugar no exista más.

Buscate otro.

El universo es grande, y vos decís que lo conocés todo.

Bueno, perfecto: andate.

No vuelvas más.

Llevate todo lo que trajiste.

Dejanos en paz.

Dejanos vivir y morir como la mierda insignificante que somos.

Dejanos vivir y morir.

Dejanos.

Que la esperanza siga siendo eso y no una posibilidad.

Andate.

Morite.

Reventá de una vez.

Estaba a punto de decírselo, pero se dio vuelta y me volvió a

mirar.

-¿Fuiste vos, no?-, preguntó con una voz más rota que su

cuerpo.

-Yo… ¿yo qué…?-.

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24

-Vos… la salvaste. Vos la salvaste la vez del incendio, y la

volviste a salvar de la explosión…-.

-…-.

-Perdón-, dijo, y se fue volando.

Volando como pudo, directo hacia una especie de nube que

se veía en el horizonte, y que por cómo son las cosas… sabemos

no sería una nube cualquiera.

Tiene super oído. Si se lo digo, si le digo lo que pienso, me va

a escuchar. Se lo voy a decir. Que me escuche.

-Gracias-, me salió decirle. Y seguro que me escuchó.

Bueno… al cabo de varias horas, aparecieron estos soldados

que conté, me cargaron en un camión y me llevaron con otra

gente… y la vida siguió.

Gran parte de la ciudad estaba destruida, y a velocidad luz se

contruyeron edificios nuevos. Igual, falta bastante para que la

ciudad quede como antes. Y también se construyeron casas como

esta, en la que vivo ahora.

Hace unos días vino ella a visitarme. Tomamos el té. Se

quedó mucho tiempo. Más de tres horas. Charlamos de tantas

cosas. Primero, me sorprendió que me haya encontrado, pero

contestó que es periodista y vive de eso, de investigar. Fácil. Al

principio sentí que estaba ahí de compromiso. Como si el grandote

le hubiera dicho: andá a ver al pobre imbécil aquel… Pero no.

Estaba feliz de verme. Me agradeció lo que hice, pero no por

haberlo hecho por ella particularmente. Siguió con su teoría de que

todos tenemos algo adentro, que cuando tiene que salir, sale. Y fue

ella, como podría haber sido cualquiera. Y me habló mucho sobre

que hay nuevos materiales, que las prótesis de ahora, si hago lo

Page 25: Mi vecina, el campesino, el grandote y yo

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que tengo que hacer, me van a ayudar, que voy a poder volver a

caminar… pero que depende de mí, y de que saque lo que tengo

que sacar.

Estaba tan linda…

Ayer vino gente del gobierno, y me trajeron unas prótesis que

estoy aprendiendo a usar. Me sentí raro… pero sí, con práctica, voy

a volver a caminar bien, o más o menos bien, y de última, un

bastón… pero no: voy a hacer las cosas bien. Voy a volver a

caminar.

Y hace un rato vino el campesino. Me dijo que ella le contó

que me vio, y le pidió mi dirección, para pasar a saludarme, porque

la última vez que nos vimos él se sintió como descortés, y no quería

que yo pensara que lo había sido, pero que realmente, de verdad,

estaba muy apurado. Y ahora que sabía dónde vivo, se tomó el

atrevimiento de venir a saludarme, un ratito, de pasada.

Me trajo otro frasco de mermelada que hace la madre. Muy

rica. Riquísima.

Cuando se fue, me puse en pie y medio a los tumbos,

apoyándome en el campesino, pude ir con él hasta la puerta de

calle.

Qué raro.

No tenía auto.

Vino caminando, se fue caminando.

Yo me quedé recostado contra el marco de la puerta, y lo vi

doblar la esquina, siempre saludando, sonriendo, bien aparatoso…

Cuando desapareció de mi vista, me apareció un sentimiento

raro, como de leve inquietud. ¿Lo volvería a ver? ¿Y a ella? Y quise

que así fuera. Verlos cada tanto. Charlar. De cualquier cosa. Cada

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uno, a su modo, en su estilo, tiene cosas que contar. Cosas

interesantes. Y yo también, como cualquiera tiene.

El perfume de ella quedó como flotando en el aire. Lo siento

todo el tiempo. O por ahí me quedó impregnado a mí, en la parte

del cerebro que maneja eso…

Y no tuve tiempo de pensar si al grandote volvería a verlo

alguna vez porque, justo que pensaba en esto, lo vi pasar volando.

Era él, seguro.

Porque eso que vi cruzando el cielo justo sobre mi cabeza no

era un pájaro.

Ni un avión.

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