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Muerte en la azotea.

Novela

Carlos Bracho

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Muerte en la azotea.

Novela

Carlos Bracho

MÉXICO, 2016

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MUERTE EN LA AZOTEA.CARLOS BRACHO

Obra editada por: GRUPO EDITORIAL BENMA, S. A. DE C. V. [email protected]

Primera edición, febrero de 2016

© Fotografía cubierta y fotografías en interiores: Carlos Bracho

© Diseño de la cubierta: Elizabeth Log [email protected]

© Muerte en la azotea© Carlos Bracho Derechos Reservados

Registro SOGEM No. 06292o12 Oct. 2006 (Revisada 2015)

Impreso y hecho en México

ISBN: 978-607-96832-9-0

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra –in-cluido el diseño tipográfico y de portada–, sea cual fuere el medio, electrónico o mecánico, sin el consentimiento por escrito de las editoras. El autor de Muerte en la azotea, Carlos Bracho, conserva sus derechos intelectuales y artísticos, así como el trabajo de foto-grafías en cubierta y en interiores y el diseño en general.

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Recuerdos de un militante del movimiento armado

de los años sesenta.

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En México los buenos siempre vamos a perder.

José Vasconcelos

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Índice Prólogo 1El Popocatépetl 11No le temo a la muerte 15Recordar es vivir 19El libro 43La compañera «Lidia» 51Cedillo 73La revolución traicionada 83El escondite 93El béisbol 99Don Pascual 113El banquete 129Muerte en la azotea 135El Presidente Wilson 139La intervención norteamericana 143El número 33 149Ceci 161La Virgen de Guadalupe 171La realidad 183

Índice onomástico 189

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PrólogoUn país en el que «nunca pasa nada» es el escenario para el crimen y para la serie de crímenes que se dan cita en esta novela. Y haciendo gala de que: «la vida no vale nada», como reza la vernácula canción del siglo pasado, los personajes comandados por «Pedro» barruntan en-tre el caos de un México que ha sido arrostrado por el silencio impune de gobierno tras gobierno.

Carlos Bracho, un nombre indiscutible e imprescin-dible en las letras mexicanas de este siglo XXI, esgrime el ideal de la movilización de conciencias hacia un mundo mejor, como su mayor baluarte, pero lo más importante de su postura es que esta esperanza, este ideal es hacia un México mejor.

Caballero, amante de la descripción de paisajes naturales y urbanos, vibrante, apasionado, generoso, auténtico, denodado soñador, constructor de nuevos mundos, nacionalista –en la mejor de las acepciones–, digno representante de las masas y de la acción civil y honesta del ser humano, rebelde y líder de conciencias, sensible e iracundo a la vez encuentra, sin ambages, la culminación de sus avatares en esta Muerte en la azo-tea, que bien podría titularse Muerte sin fin o Muerte clandestina. Sin embargo, con precisión singular, esta Muerte en la azota plantea los innumerables temores y vicisitudes que amagan a Pedro/Carlos/Raúl/Pascual o a cualquier hombre o mujer: Lidia/Martha/Juana que se precie de auténtico defensor de las causas sociales.

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«Pedro» puede ser el alter ego de Carlos Bracho. Qui-zá sea ésta su novela autobiográfica en la cual sale a la luz la masacre, la lucha armada, el silencio ante lo inad-misible. Este «Pedro» lector –pasivo y activo– carga a sus espaldas una historia de marcas indelebles en la cual la justicia brilla por su ausencia.

Este personaje, «Pedro», cuya vida se encuentra en la cima/sima del pundonor y la tristeza, halla su verda-dero yo en Muerte en la azotea y vibra y llora y sufre y se envalentona y lanza las páginas como palomas al vien-to, las cuales fueron escritas con sangre, la sangre de un valiente.

Carlos es «Pedro» y tal como el otro «Pedro» (Pára-mo), el de Cumala, el de Rulfo: «Pedro» somos todos. Es así como Pedro/Carlos se vuelca en el horror de la deca-dencia y en el temor de la iniquidad y la injusticia.

«México lindo y querido».El personaje se separa del autor, pero no sucede al

revés. En este caso, es el autor quien cabalga en aras del personaje. No puede dejarlo solo. No ahora. Pedro/Carlos sufre el dolor de la humanidad, el temor de los desprotegidos, el clamor de los sordos que sobreviven a la masacre esperpéntica de nuestros tiempos, de este México nuestro en el que nos tocó vivir y en el que «nun-ca pasa nada».

«Se aplicará la justicia, caiga quien caiga». Frase lapi-daria que permea el texto con un lacerante olor a muer-te. Y nadie cae.

«México surrealista». «México mágico. México del nopal y la serpiente».

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Y el discurso prosigue y el discurso cae como la voz del poeta: «Y mi voz que madura / Y mi voz quema dura / Y mi bosque madura / Y mi voz quemadura»: (Xavier Villaurrutia). Y la voz de Pedro/Carlos cae como lluvia, como tormenta y relámpago, como trueno, como los roncos y sordos truenos de los tanques y de las metrallas.

Raúl/Pedro/Carlos/Pascual, son más que personajes de esta novela, son seres comprometidos social y políti-camente con este nuestro México, con la responsabili-dad de hombres sinceros y honestos.

Raúl/Carlos es el hacedor de un discurso que nos lleva de la mano hacia el confrontamiento, la lucha de clases, la fuerza inequívoca de la palabra justa y convin-cente.

Y aparece así la idea de «la Revolución traicionada». Para estremecemos más tarde al leer que los sucesos se desencadenaban y que: «En realidad, era la guerra».

Eran, en trágico balance, las bazucas contra las re-sorteras, las bayonetas contra las mentadas de ma-dre, los rifles contra los ladrillos, las molotov contra los obuses, las granadas contra los puños.

Y fue así, limpiamente. Y el cuadro «edificante» de la realidad mexicana: gobernantes cínicos, insensibles, recodos de dolor y sufrimiento lo que ha sido brillante-mente retratado por la pluma artera de Bracho.

La mujer representa el amor, el amor es para que los románticos gocen, el amor de una mujer es para entre-garse a plenitud sin medir las consecuencias.

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Y como agua de mayo los pasajes del amor verda-dero se hacen presentes en la narración de esta historia con la complejidad de la separación de los amantes de-bida al espíritu de lucha y a la búsqueda constante de la defensa de los derechos humanos.

Metáforas nuevas que inauguran sentidos y surgen como parte inexorable de los tiempos reales y sublimes: «Sonrisas aladas»; y otras auténticamente dolorosas: «acaricia la nada como si acariciara a su hija violada». O, más adelante: «La vida no tiene frenos en sus correrías».

Amor filial, amor pasional, amor encendido, amor celestial, amor infernal y todos los tipos de amor se dan cita en la historia de esta novela que ha sido contada con fuerza y bravura. Muerte en la azotea invita a los lec-tores a no cerrar los ojos ante la realidad y además a ad-mirar la valentía de los combatientes:

Tanta lucha, tanto dolor, tanta desesperación, tan-tos días de hambre, tantos días metidos en esa oque-dad sin saber nada de nada, sin saber de nadie. Tanto huir. Tanta muerte. Tantos desaparecidos, tantos es-tudiantes torturados, tantos guerrilleros asesinados. Tanta represión, tanto odio hacia los humildes, tanta vejación, tanta prepotencia, tanta maldad, tanta im-punidad. Pero al salir Rosa salía el sol.

Enumeraciones, metáforas, sinécdoques, metoni-mias, paronomasia, hipérbole, prosopopeya y toda una gama intensa y exhaustiva de figuras de pensamiento y tropos incesantes: «Durmió tanto que su vida se quedó vagando en el sueño».

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Así, Carlos/Pascual, irredento, impulsivo, sonoro y combatiente, hace eco de gritos y clamores por la jus-ticia social.

El sofisticado placer por la comida, el encanto epicú-reo del autor al definir las delicias gastronómicas, como buen poeta, convierten en esplendoroso platillo la sim-ple y rudimentaria comida diaria:

Y el espectáculo culinario crecía al ver al matacuaz enrollar con aquellas manos toscas las delicadas torti-llas de maíz, y ver cómo las cazuelas de barro someti-das al fuego de los polines rotos, rebozaban con los hir-vientes frijoles negros, que al servirse eran adornados con chiles serranos, bien toreados, y con unas rebana-das de jitomate, unas rodajas de cebolla, y la cabeza de ajo que siempre tenía a modo un comensal. Y las deliciosas burritas con sal de grano no tenían compa-ración con nada que pudiera ofrecer un restaurante de alcurnia. Bendito banquete consuetudinario donde la lata de sardinas Calmex y el “Jarrito” de limón, o el “Ba-rrilito del doctor Brown” de sabor de grosella, tenían su cita diaria y junto con la Pepsi, ocupaban un lugar primordial en la mesa de ladrillos, sabores y colores y olores que salían de aquel refectorio improvisado en-tre las rampas y las varillas y entre los bultos de cal y el tiradero de arena.

Este mosaico de olores y sabores se ve acompañado con la generosa descripción del comal que hace que se esponjen y levanten airosas su capa más delgada.

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La generosa imaginación de Bracho dibuja y colo-rea espacios para que nuestra mente los recree. El autor hace de lo común y vulgar un encuentro lingüístico-re-tórico de excelente factura con sofisticada y bien entre-lazada narrativa, original y exquisitamente lograda

El abuelo de «Carlos», el personaje, se despliega como guía –así como en los antiguos tiempos de los diálogos, ya sea los de Platón, los de Juan de Valdés, los de Castaneda o los de Goytisolo o algunos otros filosó-fico-lingüísticos– y muestra al lector, mediante las ense-ñanzas a su nieto, la verdad histórica de la realidad de nuestro país.

Una novela imprescindible para quien desee cono-cer y mirar de cerca algunos de los pasajes más sonados de la historia contemporánea de nuestro país, México, desde la mirada artera de un gladiador, un guerrero, un inconforme, un idealista. La historia contada desde den-tro, no por historiadores que a veces están comprome-tidos con los gobiernos en turno, sino la historia conta-da por un hombre de letras y de palabras y de hechos y de confrontación y decisión. La historia es contada con determinación desde la presidencia de Lázaro Cárdenas hasta las revueltas estudiantiles de Tlatelolco. La historia se relata con imágenes y letras, con puntos y acentos, es la historia narrada por un excelente escritor: Carlos Bracho.

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Larga vida y salud para el escritor Carlos Bracho: vibrante, valeroso, conmovedor, reivindicado, comba-tiente, siempre en pie de lucha con la palabra y la voz so-nora que nunca sucumbe ni se atempera frente a nada y frente a nadie.

Dra. Susana Arroyo-FurphyHonorary Research Fellow

The University of QueenslandAustralia

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El Popocatépetl

«Pedro» permanece sentado sobre unos ladrillos. Es la barda de la azotea de una vecindad abandonada situa-da en el Centro Histórico de la Ciudad de México.

En su cara se refleja una cierta nostalgia. Es evidente que aquí, este espacio, le trae muchos recuerdos, este sitio lo conmueve porque este lugar está cargado de historia, de sucesos que fueron vividos muy de cerca e intensamente por él y un grupo de militantes; de esto han pasado ya muchos años. Pero a pesar del tiempo transcurrido todavía en su mente resuenan los ecos de esas aventuras como si hubieran ocurrido el día de hoy. «Pedro», en ese entonces, joven rebelde que era, joven inconforme que negaba la existencia de todo: «Hasta no ver no creer, como Santo Tomás, se decía, y por ende debo verificar todo, analizar todo». Sí, esa era su manera de ser: ver, negar, estudiar, resolver.

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No aceptaba, entre muchos ejemplos más que a lo largo de su vida había recibido, lo que su abuelo le decía:

«Recordar es vivir, de verdad, con los años te darás cuenta de la razón que me asiste para decirte tal cosa, y eso es pasado, por lo tanto, es verificable». Hoy, y ante tantos hechos que se le empiezan a hacer presentes, no tiene más que aceptar que sí, que recordar es vivir. Él, «Pedro», se dispone a hacer realidad ese dicho, ahora sí está dispuesto a comprobar lo expresado por su abue-lo. Sí, parece que eso es lo correcto, pero, valen bien las preguntas: ¿qué lo trajo hasta aquí? ¿Cuál es la razón fundamental para permanecer en este sitio? ¿Alguna razón poderosa lo impulsa a cumplir con una tarea pri-mordial? Y este «destino» que se cumplirá hoy –lo crea él o no– es el que está trazado para él, pero, ¿y en qué consiste este fin?

Con ello a cuestas, con –el «destino» a cuestas y como razón fundamental– y con el deseo de cumplir con ese impulso, ¿obtendrá algún beneficio moral o material? Además, él, «Pedro», como un hombre que cumple con cabalidad los principios marxistas que lo guían, no cree en el «destino». «Pedro» lo sostiene así y sólo va construyendo con sus acciones el presente, el hoy, y en esa construcción del hoy no interviene nadie incorpóreo o algo inmaterial de este o de otro mundo. El hombre forja, día a día, golpe a golpe su «destino»; en-tendido el destino no como fuerza inmanente que está allí para «caer» sobre los mortales, sino como resultado de lo que el hombre y la mujer hacen, deshacen, cons-truyen en la vida diaria.

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La mirada de «Pedro» se va al horizonte. Observa con atención lo que sucede en aquella vastedad que se le presenta desde su atalaya en la vecindad. No sufre, ni ha sufrido nunca de un delirio de persecución, no, pero cuando se encaminaba a este lugar fue seguido por un automóvil color oscuro, sin placas, vidrios polarizados –como en los tiempos negros de la DFS–, por ello «Pe-dro» no logró saber quiénes lo seguían, pero él tomó los caminos que años atrás, con sus camaradas, los reco-rrieron y que eran en realidad rutas de escape de valor primordial. Se cerciora de que los individuos del auto no ronden ya por esas calles. Los ha perdido de vista. Bien.

Algunas nubes viajan convertidas en figuras de ani-males –así le parece a él y se divierte con ello– que en su niñez le produjeron sueños, quizá algunos no muy apa-cibles pero casi todos fueron sueños mágicos. Sueños apacibles, sueños de gratos recuerdos.

Ahora, ante sus ojos, cuando arriba se dibujan esas figuras caprichosas y se le aparecen los «elefantes» o los «cocodrilos» o una «serpiente» y estos animales le hacen guiños y le muestran movimientos encantados, enton-ces el aire maligno de esa tarde, sin contemplaciones, las desmenuza y las esparce por ese cielo azul y las «borra» para luego crear otras formas no menos caprichosas. Juegos de altura de los cirros y de los cúmulo-nimbos.

A lo lejos una tormenta se debate en un concierto de flamas, agua y sonidos guturales que llegan braman-do a sus oídos. A «Pedro» le complace ese espectáculo natural y le agrada ver el contraste de las nubes negras rasgadas por el fuego caprichoso de los relámpagos.

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Un poco más acá, al lado opuesto de la tormenta, cerca de su vista e iluminado por el sol poniente, yace el Popocatépetl, ese guerrero antiguo, ese vigilante de blanco penacho que sin sentir celos de nadie vive de-dicado a lo suyo –al amor–, permanece atento, obser-vando todo el tiempo a Iztaccíhuatl, su bella mujer que duerme una larga siesta cobijada tan solo por un manto de nieve bajo el cual yace el largo cuerpo amado. Y sí, ambos colosos gozan plenamente su realidad volcánica, se puede decir que para algunos seres de no muy larga imaginación esa es solo una leyenda imaginada por los antiguos pobladores, pero como las montañas ígneas ignoran esa o cualquiera otra historia, uno y otra, mozo y maja, día a día se lanzan nieblas eróticas, cubren sus cuerpos con humos lúdicos, crean fumarolas acarician-tes y respiran sus vapores envolventes. Allá en las altu-ras sencillas, allá, en donde los amantes viven su amor a dúo inseparable, allá en los confines de la sierra su pa-sión no es perturbada por nada ni por nadie.

En todo caso su lejanía los hace permanecer indi-ferentes a todo lo que acontece en las tierras bajas del Valle. Para estos amantes es mejor vivir un idilio perma-nente, sin fin, en esa clara altitud, que el de preocupar-se por el carnaval insólito de la metrópoli, lugar éste en donde la maquinaria de la urbe –la moral y la material– se empeña en crear smog, ruido y olores que agreden, manchan, desgarran los vestidos de nieve de los ena-morados volcánicos.

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Autobuses, micros, taxis y autos y motos y la algarabía peatonal le indican a «Pedro» que aquí, en estas mese-tas urbanas, aquí en la megalópolis, aquí en la realidad citadina se vive en el sobresalto continuo.

Aquí en estos lares, como dice la letrilla de la canción –siglo XXI ya, pero las costumbres, las cosas todas poco cambian– «la vida no vale nada».

Sí, es verdad, para muchos individuos la vida no vale nada. Hombres y mujeres, por ejemplo, por profesar una religión distinta a la de un grupo determinado, éste mata a los otros y los otros se matan entre sí. Y lo que su-cede en la Tierra, no nada más en el Valle de México, es que la vida y la muerte se dan la mano, caminan juntas, ni una ni otra se llevan la delantera, corren una carrera parejera, viajan tercamente unidas, se pasean sonrien-tes, hombro con hombro, van la una y la otra pegadas como hiedra a una barda.

No le temo a la muerte

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¿Y si «Pedro» ha llegado hasta aquí para encontrar algunas fuentes de su origen guerrillero? ¿O sea que via-jó miles de kilómetros para hallar lo que le dio el susten-to y la vitalidad y la razón moral para seguir viviendo?; pero, ¿seguirá viviendo en medio de tanta violencia?

«Pedro» presta oídos y escucha un son, como si su pensamiento o el recuerdo de «la vida no vale nada» lo hubiera él atraído, de allá abajo sale esta tonada, esta canción popular: «No le temo a la muerte, más le temo a la vida…».

Sí, como si lo hubiera ordenado, como si su pensa-miento sobre la vida y la muerte se encadenara a lo que escucha, y como si él lo hubiera pedido, sale, se escucha esa canción de la pulquería del barrio –reliquia vivien-te en la plena era de la globalización y las fibras ópticas y los satélites– llamada pomposa y burlonamente «Las alegres comadres».

Este título pulqueril es visible para «Pedro» pues ese sitio, aparentemente anacrónico, está calle abajo, a una veintena de metros del sitio ocupado por «Pedro», y está justo enfrente de la azotea en la que permanece sentado.

Pronto comprobará –como lo ha hecho durante toda su existencia– que la vida no vale nada. Al salir un hombre de ese lugar y, claro, después de haber ingerido algunos pulques aparecen, como salidos de la nada, tres mocetones que lo amagan con armas blancas; el hom-bre quiere huir, pero antes de que pueda hacerlo uno de los asaltantes le hunde su cuchillo en el abdomen y el vecino todavía aturdido por los efectos de la bebida, aún no ha caído al suelo cuando ya el botín obra en po-der de los maleantes.

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Enseguida desaparecen por las callejuelas solitarias. “Pedro» mueve negativamente la cabeza. México mági-co, México, lugar de contrastes brutales y descorazona-dores, porque justo al pensar en eso –la vida y la muer-te– y al escuchar que «la vida no vale nada», ocurre un hecho de vida y muerte que le explota en pleno rostro.

La ciudad de México es grande, tristemente enor-me, bulliciosa, inacabable e incansable, es un lugar pro-picio para vivir la vida como a uno le plazca, es un sitio en donde no existe la noche ni el día; aquí, en tropel, se mueven impulsados por sus tareas pendientes, por sus quehaceres, por sus asuntos de cada día, y lo hacen por calles y avenidas, ellos, el pueblo bullicioso, los miles y miles de hombres y mujeres. Y al macro sitio, a la gran mancha urbana hay que agregarle luego los innumera-bles municipios del Estado de México que se le pegan inconscientes a las Delegaciones que son sus vecinas, y al sumar esos millones de habitantes a los otros mi-llones citadinos, nos dan cantidades en verdad preocu-pantes.

Y claro, producen todos, capitalinos y mexiquenses, una sucesión interminable de tropiezos, peleas, proble-mas viales, conflictos de toda índole, y evidentemente, toneladas de basura, y no faltan los reclamos y las luchas por los límites territoriales. Pero también –claro oscuro, luz y sombra– esa multitud, esa gente también da mues-tras de solidaridad y unidad infinita como la que ofrecie-ron aquel 19 de septiembre de 1985.

Pero los robos, los asaltos, los asesinatos están pre-sentes. La violencia forma parte de la vida diaria. Vida y muerte.

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A los oídos de «Pedro» sigue llegando el nítido soni-do de «…no le temo a la muerte…», que irónicamente, si el hombre que yace muerto fue el que había ordena-do poner en la rocola esa canción, con ello había firma-do su sentencia de muerte. Abajo, en la calle, aparecen luego unos vecinos llorosos que levantan el cuerpo del individuo y lo llevan al interior de una vivienda. Sí, justo es decirlo: «…la vida no vale nada…».

Ante eso, «Pedro» no tiene otra salida mejor que es-bozar una sonrisa amarga, nerviosa, y más cuando escu-cha la canción que le canta a la muerte de tú a tú, tam-bién por ser él testigo mudo de la escena del asalto y el crimen que se acaba de cometer.

Por ningún lado se ven los individuos que al prin-cipio persiguieron a «Pedro». Eso es una ganancia. Eso tranquiliza el espíritu de «Pedro». Pero no por ello deja de permanecer atento. Como dicen en su pueblo: «Un ojo al gato y otro al garabato».

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19Y como la vida debe continuar, con sus altas y con sus bajas, con sus problemas y con sus triunfos y ésta, la vida, debe seguir su curso y pase lo que pase se de-ben realizar todas las tareas programadas en la mente de cada individuo, y una tarea que no puede esperar, tarea inmediata, y que «Pedro» debe cumplir, es la de revisar algunos pasajes de la historia, su historia y la his-toria misma de aquella época. Su razón de estar allí es para hacerlo, entonces, y para que ello resulte bien y ese deseo se cumpla, coloca a un lado suyo un vetusto libro que a su contacto le causa «calosfríos ignotos» y al que le dedicará el mejor empeño de este atardecer. Abre luego un fólder que ha traído consigo y que con-tiene varios recortes de periódicos, al tomarlos parece que los acariciara. Los toma como si viera en ellos el es-labón perdido. Como si al leerlos nuevamente estuviera

Recordar es vivir

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leyendo su suerte, ¿buena o mala? Como si al hacerlo encontrara otra vez su pasado y desvelara plenamente todo aquello que le proporcionó una razón de ser. Las acciones que un hombre emprende, las que implican cargas políticas o que tiene un alto grado de fundamen-tos filosóficos, o que se juega la existencia en ellas, las tareas que tienen un alto grado de responsabilidad so-cial, las que hacen necesario el tomar un fusil y disparar a los molinos de viento, determinan, obténgase o no el éxito, se triunfe o no en el cumplimiento o en el segui-miento de esas tareas. Se obtendrá cero en conducta o diez puntos buenos en esa «lucha». Aunque de sobra es sabido que los luchadores sociales –podríamos decir los intransigentes, los que sostienen sus propuestas de luchas intelectuales, limpias y puras– siempre terminan sus días a dos metros bajo tierra o traicionados por sus mismos compañeros o víctimas de las balas de la «justi-cia».

¿Será este el fin de «Pedro»?, ¿hasta aquí podría lle-gar su aventura?

Todo aquel individuo que es abrazado por el «ro-manticismo» de una lucha armada dirigida contra go-biernos fascistas, y que está totalmente identificado con los valores pasionales y revolucionarios, sabe que la cul-minación de su «empresa» será, en innumerables casos, la muerte. Bienvenida la muerte si se da en aras de un ideal alto y caro.

Ya José Vasconcelos había dicho: «Emprendo una batalla, que, en México, los buenos siempre vamos a perder». Grave cosa: «…los buenos siempre vamos a perder».

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Con esta reflexión a «Pedro» le llega algo que le es familiar, algo que ha vivido plenamente y que ahora, aprovechando su aislamiento relativo ―su azotea– da rienda suelta a esos recuerdos plasmados en los docu-mentos y en los artículos periodísticos que lleva consi-go. Pasa la vista por un encabezado, y allí en el grueso de la nota está el periodista sintetizando todos los ru-mores y documentando las realidades que le dan vida al gran mosaico –del ayer y del hoy, todo sigue igual– de asuntos que corroen e impregnan todo, como la hume-dad, y que son los dimes y diretes con los que se desa-yunan políticos de café. Aunque es lógico suponer que abundan temas diferentes, culturales, deportivos, ya que diferentes son los estratos del abanico social que existe en México.

«Pedro» entra de lleno a sus recordanzas. Acerca un bote de lámina, oxidado, destartalado, y conforme lee los reportajes que contienen esos recortes, los hace nudo y los echa a ese basurero improvisado.

Lee: «antes, en los tiempos de la “unidad revolucio-naria” fueron los priístas los que marcaban el rumbo, los que trazaron la ruta de la república, y ahora en la época del cambio esa tarea la realizan –dando tumbos, lo cual los llevará a la debacle– los panistas y lo hacen con el cinismo que practicaban sus antecesores en el poder.

»Se portan hábiles con la lengua, certeros en sus discursos para justificar, antes a Fox y ahora a Calderón. Pero la realidad es que siempre es el mismo Tlatoani se-xenal con sus vicios y con sus dobles discursos».

El pedazo del periódico cae a la basura.

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La tarde es cadenciosa y suave, el sordo ruido de la capital y el bullicio, hacen que la mente de «Pedro» viaje a lo expuesto por estos editoriales.

Uno es particularmente certero. Lo lee: «…el resurgi-miento de las guerrillas que laten como corazón abier-to y azotan el horizonte y hacen explotar su voz que suena como lluvia de temporal. Allí están presentes, no solo éste, sino todos los movimientos sociales, están los plantones y luchas de los maestros, y las marchas de los sin nada, las jornadas de hambre de los obreros despe-didos y la rabia de los jubilados y de los pensionados…».

«Pedro» sigue leyendo con cierta rapidez, pues lo que desea ahora es llegar, ya, a lo que encierra el «libro» encontrado y que es la llave de su pasado inmediato, la llave que quizá le abra la puerta en donde está un mo-tivo o un porqué de sus acciones en la guerrilla: «…los cabildeos de los favoritos del presidente para enterarse antes que nadie de los beneficios de las transacciones y los “futuros” monetarios trazados desde Los Pinos y así, con este privilegio, con ello, obtener los beneficios mi-llonarios que dicho tráfico de influencias facilita…».

Y la lista de atropellos de los políticos sigue larga-mente. «Pedro» lee, sin algún orden de fechas específi-co; toma los recortes tal como se presentan a su mano.

«Pedro» toca con su mano izquierda el «Libro», y en su mente resuena el chasquido de unas balas de gran calibre que pasaron cerca de su cabeza, pero luego cor-ta ese recuerdo de cuando en ese entonces aquel pelo-tón de soldados se situó en posición y el blanco era evi-dentemente él. Recordar es vivir, aunque la vida esté en

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juego. Deja para otro momento este pasaje cruel. Deja este recuerdo negro en lo negro del alma.

Siguen luego algunas notas en donde aparecen fra-ses como éstas: «Los iluminados por los reflectores del poder, los secretarios del “gabinetazo” foxista que se debaten en la mediocridad –a los que por cierto los ha-bitantes del barrio bravo de Tepito bautizaron como los RCA, por aquello de obedecer la “voz del amo”…».

Y, por cierto, «Pedro», ahora, cuando era perseguido por el auto negro se metió a este barrio y logró escabu-llirse. Tarea fácil para él. Tarea que muchos años atrás había practicado.

Otra gacetilla daba cuenta de esto: «…ayer llenaban los espacios estelares la inaguantable radio zedillista que hablaba de lo hábil que era para manejar la econo-mía de la nación y que eso era implementar una política salvadora para la nación mexicana».

«Y, ahora, en el hoy truculento –por el comporta-miento oscilatorio de diputados y senadores, por los líos judiciales en los que están metidos los hombres y las mujeres que fueron elegidos como representantes populares–, la radio foxista sigue los rumbos cínicos de la radio zedillista…».

«…Y los millones de pesos que gasta en publicidad, Calderón, para justificar su guerra contra el narco y que ha costado a la nación miles y miles y miles de muer-tos…». «Pedro» sigue leyendo y tirando los recortes ya leídos. Los que lleva en la mano y los restantes que re-posan en el folder los debe sujetar con fuerza pues el viento que llega hasta allí, hasta esa azotea, los hace

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bailar piruetas malignas. Aunque en realidad, si esos pa-peles volaran por los aires, «Pedro» descansaría de leer semejantes lugares comunes y pavorosos a la vez de la picaresca de la política mexicana.

«Pedro» sigue saltando en el tiempo, tiempo marca-do por los artículos que va escogiendo. Pero todos le di-cen que ayer y hoy, hoy y mañana, esta situación carga-da de veneno no cambia. México es el país de siempre. El país de siempre lo mismo.

El país de: «aquí no pasa nada». El país de: «se hará justicia, caiga quien caiga», en el que da lo mismo leer una nota de un periódico de 1905, de 1980 o del año 2000 o de 2015.

¿Y, si aceptando sin conceder, que el «destino» de «Pedro» es el de un hombre que ya dio lo que tenía que dar en el mundo actual un hombre que, al descubrir, al releer nuevamente su pasado y al tocar fondo de lo que su vida ha sido, ésta, la vida misma no le ofreciera a «Pe-dro» nada para un futuro? ¿O sea que la raya final o el «destino» de «Pedro», su raya final estuviera marcada en esta oscura azotea de vecindad? No se sabe eso. Es la «sal» de la vida. Es la emoción que produce el no saber nada de lo que el futuro pueda traer.

Ahora «Pedro» –labor que se había propuesto y que debe terminar a pesar de que es la misma cantaleta de corrupción– toma otro recorte de prensa en donde se-ñala el cronista que en «el secuestro de un personaje, sus familiares pagaron inmensa fortuna por el rescate con vida de la persona, y los “malosos”, a cambio del pago millonario entregan un cadáver».

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«Se aplicará la justicia, caiga quien caiga». Y nadie cae.

¿Y sigue con las noticias del «Mochaorejas» en turno, y otra más con los hallazgos mágicos de una osamenta en los linderos de una propiedad fastuosa que perte-necía al indiciado y luego que no, que dicha osamen-ta siempre no pertenecía al individuo buscado, y que aquella siempre no era la del susodicho sino de alguien que no se sabe quién era…? (¿?) México mágico. México lindo y querido. Como México no hay dos.

México de María Sabina. México de las «Pacas» adi-vinas. México de las Aguas Blancas. México de Acteal fu-nesto. México país de la impunidad.

México país de los fraudes electorales. México por el cual sus políticos gobiernan para el beneficio del pue-blo.

Y otra nota que a «Pedro» le hace mella. Nota que ocupa bastante espacio y que describe cómo un funcio-nario se suicida de no se sabe cuántas cuchilladas…Y aquella otra nota policíaca que nos informa del habili-doso tipo que se mata, se suicida de dos balazos en el corazón… Y claro, mención aparte, el asesinato de Co-losio, y la confusión y los enredos judiciales y los enre-dos y malabares de los políticos en turno para distraer, para confundir, para no encontrar al autor intelectual del atentado funesto ni para dar con el verdadero autor material. México, país surrealista.

La realidad en México es un sueño. Y este recorte a “Pedro» lo lleva a pensar que antaño era el PRI –y que se-gún los vientos podría regresar al poder, y que regresó

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a tambor batiente– el que durante decenas de años sa-boreó las mieles del poder, y marcaba el paso de todo lo que sucedía en el entorno nacional. Ahora el PAN, parti-do que aglutina a la «gente decente», la gente bien, tan decente que el presidente Fox compra y vende todo, compra –con precios que son un insulto a la humildad republicana pregonada y practicada por Juárez– toallas y sábanas dignas de un sultán, para secar los cuerpos de la exquisita pareja presidencial, pareja que habita la residencia oficial de Los Pinos. Los panistas, como gente católica y decente que son, permitieron la apertura in-discriminada de Casinos. ¡Viva México libre!

Y la pregunta obligada que «Pedro» se la ha repeti-do durante años y años: ¿Y los mexicanos…? ¿Qué ha-cen…? ¿Cómo reaccionan ante estos hechos vergonzo-sos?

¿Qué piensan de toda esta podredumbre? ¿Ante el saqueo y venta de las propiedades del Estado, antes la venta de sus minas, de sus aguas, de sus playas… ¿qué hace?

¿Por qué no se levantan en armas –ideológicas o reales– como lo hicieron en su momento Lucio y Genaro y «Pedro» y otros y el EZLN? Y la respuesta viene en otro recorte: «Sería muy interesante hacer un estudio, un profundo estudio sociológico sobre el comportamiento de la población mexicana… ¿Y, ¿para qué?, se pregunta «Pedro». ¿Para qué?

Y remata él mismo: «¿Para qué seguir con esta lec-tura…?». Varios recortes más caen al cesto de la basura.

Y como si el «Libro» tuviera un imán poderoso, «Pe-dro» pasa otra vez su mano por la gastada superficie del

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forro, y de inmediato aparece la «película» de cuando milagrosamente escapa del acoso de aquellos militares que casi lo atrapan en lo profundo de la Sierra de Gue-rrero. Él quisiera terminar ya con las lecturas que con-tienen los recortes que están en ese folder. Pero como él es disciplinado en sus acciones diarias y al llegar a la vecindad se impuso la tarea de releerlos para refrescar su pasado, debe cumplir su promesa.

Y ese recuerdo de la huida salvadora en la Sierra y de las balas que casi lo matan en aquel entonces, hace que sus manos sudaran frío. «Pedro» vuelve a fijar su vista en los volcanes amorosos y comprende mejor que nunca que ese amor limpio, níveo, es lo mejor. Ese amor eté-reo que se guardan el Popocatépetl y la Iztaccíhuatl es enorme y duradero. Mayor fidelidad y amor a nadie de los humanos se le puede pedir.

¿Y si la CIA o la INTERPOL o el CISEN lo siguieron pun-tualmente hasta este rincón abandonado? ¿De otra azo-tea lo estarán observando con detenimiento y una mira telescópica apunta con precisión a su cabeza? Puede ser. Aquiles Serdán –romántico, idealista, revoluciona-rio– fue abatido en una azotea.

Aparecen luego algunas noticias de sociales. «Pe-dro» las va a tirar. Pero picado por la curiosidad lee: «..sobre la homilía del obispo, vestido de seda y crucifi-jo de oro puro, cubierta la cabeza con fastuoso y níveo atuendo, que hace un llamado a los fieles cristianos a la humildad… y el magnífico sermón del jerarca católico que, puro en boca y sonrisa maquiavélica, conmina a to-dos los feligreses a portarse como Cristo lo hacía, pobre-mente, sencillamente». El cinismo es común denomina-

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dor en muchas personalidades de las esferas políticas y religiosas.

Luego ve las fotografías a todo color resaltando lo abigarrado de la peregrinación insólita de millones de humildes campesinos que a la Villa dirigen sus pasos y que llegan cargados de peticiones para mitigar sus pe-nas ancestrales; y que al estar hincados ante la Guadalu-pe india, todo se les olvida, los golpes, las injusticias, los robos de sus tierras, la miseria… y allí postrados ante esa imagen expían sus «culpas» y dialogan y rezan y le plati-can y le piden y le suplican a la Morena que interceda por ellos. «Pedro» sabe que pocas o nada de las peticiones les son cumplidas, pero ellos, los pobres de espíritu –de ellos será el reino de los cielos (¿?)– regresarán el año que viene renovando sus mismas y añejas solicitudes.

«Pedro» sabe que para todo esto hay que tener un hígado especial y una concha de tortuga inmensa. Pero él tiene que seguir leyendo. Ni modo. Es su «cruz».

Y surgen los recortes que hablan del levantamiento del EZLN. Asunto serio. Problema sin resolver el de este grupo armado.

Es un aguijón enterrado en la clase política que no deja de contradecir los discursos de paz y tranquilidad y prosperidad que los círculos del poder manejan con singular alegría.

El bote de hojalata ha recibido un buen número de gacetillas que no merecen, por su contenido, otro desti-no que el de ser arrojados a la basura.

«Pedro» se impuso esa «penitencia» y la debe de cumplir. Además, leer, y leer de todo es su «castigo». Es un «castigo» productivo, sí, porque el repasar esas

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injusticias, al volver a sentir los atropellos, al saber que la cultura del fraude y de la impunidad siguen vigentes en México, hace que en «Pedro» renazca el espíritu de lucha. Su cuerpo vuelve a sentir el deseo profundo de entrar nuevamente en combate. De repente un chirrido y un auto que frena con violencia, atrae la atención de «Pedro». Se cubre. Mira hacia abajo. Nada. No son sus perseguidores, es un automovilista que ha frenado para no atropellar a un perro callejero.

Hace un gesto y sigue: «… hombres y mujeres que con capucha y rifle dijeron ¡YA BASTA! Y que ante ello algunos “comunicadores” oficiales convierten este gra-ve asunto, por su falta de tacto o carencia de ética pro-fesional, o por ser improvisados o por ser pagados por el gobierno, en río de banalidades, en una zarzuela del peor gusto».

«Pedro» ha estado lejos geográficamente de esta «guerra», pero participa difundiendo en sus lares las ideas de los comandantes indígenas levantados.

¿Será esa una razón por la que «Pedro» pudiera estar vigilado? Por su cercanía con los «levantados»; ¿estaría en la mira de la policía?

Lee: «…en lugar de llevar en la mano un bagaje con-ciliador o algo relativo al espíritu de Zapata, en lugar de llevar propuestas con un poco de aires de Morelos, en lugar de que los funcionarios se acerquen con hu-mildad republicana y así actuar con más dignidad, los secretarios panistas o priístas piensan, por desgracia, como muchos otros mexicanos “decentes» que es me-jor aplastarlos, matarlos…, al cabo en México la vida no vale nada…».

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«El presidente Fox dijo, refiriéndose a este asunto del EZLN, que «en quince minutos lo arreglo”.

Nada. Palabras de un presidente de la república. Palabras

de los presidentes de México. Y diputados o senadores continuamente se lanzan

al vacío con su silencio y su notoria falta de pericia en la acción política.

Y otra nota aterradora que puso a temblar, otra vez, al sensible «Pedro»: «El señor Castañeda, Secretario del ramo, expresa que el gobierno mexicano estaba “incon-dicionalmente” a las órdenes de los halcones norteame-ricanos».

El Jet que cruza en esos momentos los cielos de la capital, semeja un rayo de luz, parece un dardo que atra-viesa raudo un horizonte teñido de escarlata.

Los rayos solares, que apenas empiezan a declinar, le dan de lleno en la superficie metálica y con los gases que se alargan en una blanca estela, su carrera meteóri-ca semeja un Halley vespertino.

Esa visión a «Pedro» le da nuevos bríos para soportar el cumplimiento de su tarea. Lee ahora el pasaje del pe-ríodo presidencial de Salinas: «…en el fin de aquel año que le fue funesto, cómo no iba ser así si la bomba le es-talló en plena celebración, con las copas de champaña francesa en la mano y las burbujas en la mente, funesto, sí, porque celebraban la triunfal entrada mexicana al Pri-mer Mundo. Sí, el brindis versallesco era porque México salía de lo rural y entraba de lleno a la “modernidad” y a la globalización. Pero, pasmo y coraje, rabia, choque políti-co, fuego brutal provocó el “inoportuno” levantamiento

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de los indígenas chiapanecos. Y ante este golpe seco, se aplicó a la herida social algo de hielo en cubitos, se dis-puso del mejoral, se prepararon curitas y chiqueadores; a la tragedia le fue aplicada la herbolaria de la abuela, al cáncer colectivo le recetaron compresa de agua fría…».

Una nueva visita al bote del destartalado de estos artículos hechos una bola informe por las manos de «Pe-dro». Luego mete su pie izquierdo y con el zapato, al pi-sar fuerte, hace que los papeles crujan y se compriman para dejar espacio a los que siguen.

Si con esta acción se arrojara también al basurero el cinismo y la desvergüenza de lo que han dado muestra un sinnúmero de políticos que no tienen en su bagaje intelectual la sabiduría conceptual de lo que debe ser un Estado y que, para colmo de males, cobran salarios es-pléndidos, todo por sentarse en su curul y pensar, eso sí, en el siguiente peldaño de las jugosas alturas políticas. Si no ocurriera este mal endémico, otra sería la realidad, México podría escribir otra historia distinta a la que hoy está escrita. Ese mandatario hiperactivo, Salinas, armó, como nunca lo habían hecho sus antecesores al Ejército Mexicano, y lo desplazó a los lugares del conflicto chia-paneco, abrumando la tropa a los habitantes nativos de esas regiones.

Hoy Calderón, con su guerra a los narcos repite ese error: sacar al Ejército de los cuarteles y exponerlo al desprestigio.

Las protestas, las manifestaciones populares de apo-yo a los levantados la voz oficial dice: «Ni los veo, ni los oigo», y las toma como si fueran cánticos de pastores ecuménicos.

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«Pedro» vuelve a hacer el ejercicio mental y se dice: «nada ha cambiado». Hombres y mujeres en el poder hacen las mismas tropelías que hacían en 1580, 1890 o 2011.

Salvo, claro está, lo que Juárez hizo en su período y lo que tiempo después realizó Lázaro Cárdenas. Así, pues, parece que todas las muertes, todos los sacrificios hechos en la revolución de independencia y en la revo-lución de 1910, fueron inútiles.

Parece que los caídos han sido una simple circuns-tancia más y un número frío en las estadísticas oficiales. Que la vida, y lo confirma la tonada popular que brota de la pulquería y que estalla en su cara y que le señala a «Pedro» y a todo el que quiera fijarse en ello, que efecti-vamente en México la vida no vale nada.

La tormenta lejana casi se ha diluido. Uno que otro re-lámpago dan muestra del poderío que todavía tiene la naturaleza. Las nubes antes negras, ahora, descargada que fue toda el agua, aparecen como mansos, apacibles algodones grises. «Pedro» vuelve al tema que lo apasio-na, y no nada más a él, a todo el mundo: «Los “rostros” cubiertos de los comandantes indígenas del EZLN».

Las buenas conciencias, las almas buenas de esa derecha intolerante liderada por el PAN, y junto con ellos otros individuos de la sociedad mexicana; sí, esas personas que se confiesan cada ocho días, y con ellos los curas del alto clero que salen de sus residencias en

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«humildes» autos de ensueño sideral y que hacen ver lo ridículo que era el Cristo al desplazarse por los caminos polvorientos, descalzo y vestido con ropa sencilla, y que viajaba, a veces, en un borrico rebuznador.

Ante esa similar actitud provocadora de los indíge-nas, ante esa humildad ofensiva y loca, los elegantes se-ñores militantes de la derecha imperial, los poseedores de la bandeja del dinero, sienten esos gestos y esa hu-mildad como una agresión directa a su estatus de hom-bres de bien y de cuentas bancarias gordas y plenas.

«Pedro» termina de leer estos pensamientos de los periodistas y no quiere hacer ningún comentario adicio-nal. Lo que ha leído está más claro que el agua.

Con esa imagen –las montañas del sureste mexica-no– «Pedro» se remonta a otras imágenes de su vida en el monte. Imágenes que llenan de emoción su alma. La montaña fue su vida, los ríos lo condujeron a los escon-dites indulgentes, las cañadas lo salvaron de la metralla, los montes fueron el refugio. Pero su otra lucha fue la lucha por permanecer durante las batallas, despierto, la lucha por no dormir fue implacable.

La disciplina para dominar su cuerpo era una necesi-dad para poder sobrevivir; y aparejado a ello el hambre, el hambre de cada día. Y con todo esto o a pesar de todo esto llevar en alto los ideales clavados como puñales en su cerebro, en su alma, para sacarlos cuando las circuns-tancias lo exigieran.

Y, ¿serán estas historias reales –las del EZLN– las que lo hacen decir que sí, que hizo bien en venir hoy a estos lugares? Sí, por estas luchas él tomó las armas, por esas

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injusticias siguió en la lucha. Por eso se fue a las monta-ñas mexicanas.

«Sí, más allá, en los vericuetos de la selva, entre llu-vias torrenciales que azotan y que dejan los cuerpos helados, en los caminos de lodo y con piedras y con ár-boles caídos; y con los indígenas olvidados que deam-bulan con frío y hambre en lo profundo de la selva, lle-van, sin embargo, la frente en alto, y con ellos un ejército de hombres libres: el EZLN».

Y acá –contraste propio de gobiernos autoritarios y antidemocráticos– viviendo en cómodos cuarteles, con vehículos blindados, con ropa de combate de primera calidad, con armas de alto poder, con aviones y bombas y helicópteros poderosos, todo utilizado para observar los movimientos de los humildes y de las mujeres y de los niños indígenas, permanece el otro ejército, el mexi-cano.

De la foto contemplada por «Pedro», y del artículo mismo, pueden salir varias versiones, según quien haga el ejercicio: la clase en el Poder o la clase dominada.

Se pueden manejar algunas verdades, pero lo cierto es que de los rostros ocultos destacan unos ojos pene-trantes, ojos que claman justicia. Arriba de los paliacates rojos salen miradas rebeldes, del pasamontaña emer-gen ojos que son conciencias acusadoras.

De pronto «Pedro» detiene su lectura, algo le llama la atención, siente como que alguien lo estuviera miran-do fijamente. ¿Hasta aquí llegaría su viaje…?

¿Aquí terminaría su jornada? ¿Entró ya la policía Ju-dicial? ¿Lo encontró el agente encubierto de la CIA? «Pe-

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dro» coloca rápidamente unos ladrillos sobre el folder y sobre el otro viejo «Libro» que lleva consigo.

Camina hacia el frente. Despacio, se desplaza con sumo cuidado. Un nuevo ruido sale de un hueco que hay en una barda que está frente a él. Camina casi pega-do a la pared en ruinas. Avanza con lentitud. Toma una varilla de acero. Activo en mil batallas, no resultará nada fácil la tarea de atacarlo impunemente. Llega a la barda y siente –pues no lo ve físicamente– cómo un individuo sale corriendo y bajando por lo que queda de unas esca-leras metálicas de caracol.

Se queda inmóvil por unos segundos. Escucha con atención y mira hacia el punto en donde el intruso ha desaparecido. Nada. Nadie. Regresa a su sitio.

Voltea hacia abajo, hacia la calle. En la banqueta, cercana al sitio en donde fue ase-

sinado el cliente de la pulquería y apenas visible a los ojos de «Pedro», aparece de pronto un hombre, «Pedro» deduce que fue el mismo que lo vigilaba y que salió hu-yendo, ya que alcanza a notar la respiración agitada del hombre. Alcanza a ver cómo se juntó con otros dos suje-tos. Uno de ellos alza la vista y la dirige al lugar en donde «Pedro» los observa.

Para «Pedro» esos sujetos son los mismos que hace un momento asesinaron al hombre de la pulquería. En todo caso tienen la misma lúgubre apariencia. Luego se retiran.

Con voz apenas audible «Pedro» se dice a sí mismo que deberá tener mucho cuidado, que ya no debe de-morar más tiempo en la azotea de los recuerdos. El peli-gro acecha siempre.

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En México la vida no vale nada. Y, ¿quién determina el final de una vida…?

Ahora el viejo «Libro» que está en su diestra parece llamarlo con insistencia.

Sí, claro, será la siguiente y acuciosa lectura de esa tarde que cae con lentitud. En ese libro está la vida. La de él quizá, y la de otro camarada de la lucha revolucio-naria.

Da las últimas pasadas a las notas sobre la lucha in-dígena.

«Los rebeldes del EZLN no quieren que les vean los rostros. No. La experiencia es madre de todas las suspi-cacias. Ellos saben por qué».

»…De los agentes citadinos, de los ladinos represen-tantes del gobierno, de lenguaje doble y cínico, de esos individuos habrá que cuidarse.

»Cuando se conversa con ellos hay que guardar dis-tancia.

»Son los mismos amanuenses de Santa Anna, son los lagartijos de Porfirio Díaz y son los incondicionales de Calles y son los testaferros de Díaz Ordaz.

»Desde luego esos oriundos de esas tierras, los due-ños ancestrales de esas cañadas y de esos cerros mues-tran su rostro pleno, sin tapujos a sus mujeres, a sus ni-ños, a sus abuelos, le muestran la cara limpia a la selva que los cobija, a los árboles y a las aves que los vieron nacer. Ellos pueden presentarse con la cara descubierta a los venados, al búho y al quetzal; los indígenas están protegidos por los arroyos tempraneros, son ayudados por el sol y la luna que salen y se ponen con ellos, sin condiciones, desde aquellos tiempos idos. Astro y saté-

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lite que son de sobra conocidos por sus luces y sus rayos que los han seguido por centurias, los indígenas ilumi-nados por los astros son reconocidos por las comunida-des nativas, y son visibles enteramente para quien quie-ra “verlos” de verdad, para todos los que quieran ver sus ideas democráticas y quieran “leer” su pensamiento. Son visibles sus aspiraciones de libertad y justicia para quien quiera ver y comprender su lucha».

Este recorte de prensa «Pedro» no lo tira. Lo vuelve a guardar. No merece ir a la basura, lo guarda porque «Pedro» está recogiendo y guardando testimonio de la rebeldía indígena para escribir un libro que ya le hace cosquillas en la cabeza.

Libro, además, que le han solicitado para que lo es-cribiera para una Universidad de América Latina.

«Pedro» hace un recuento y luego de una amplia re-flexión termina: «Voces suyas, legendarias, que emergen como un eco selvático y penetran en algunas mentes abiertas y sensibles ante las injusticias que se ha come-tido a lo largo de la historia contra los pueblos origina-les de América Latina. Son voces de hombres y mujeres muertos desde endenantes».

»Sí –se dice «Pedro»– cuando deja de mirar estos escritos para descansar la vista, cuando vuelve a descu-brir el horizonte, cuando el avión es ya solo un pequeño punto en la lejanía, es un contraste grosero, vergonzoso el que resulta al consultar los artículos de los periódicos que lleva consigo y compararlos con la realidad de las mansiones y los yates de lujo de los cachorros y de los hijos de los cachorros de la revolución mexicana, y ese contraste, en cuanto al EZLN se refiere, se marca más al

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comparar el lenguaje nativo, las palabras montaraces, que son claras como una poesía de López Velarde, cla-ras como el chorro de agua de la montaña, contra el len-guaje que utilizan los secretarios de lujo y que tienen en su palmarés doctorados conseguidos en universidades sajonas o europeas, que como son de calidad y altura extrema, extrema es la cantidad en dólares que cobran esas instituciones a los grandes ricos mexicas.

»Los hombres, las mujeres, los individuos de una so-ciedad determinada que se lanzan a la sierra para des-de allí combatir las injusticias, ¿son héroes, son locos, son soñadores, son románticos…?». Los románticos, lo sabemos, a lo largo de la historia conocida, han entre-gado su vida, su alma, su todo, sus bienes, a las causas que ellos consideran justas. Se desplazan a otros países desconocidos para combatir al lado de los patriotas y de los insurgentes que emprenden la lucha armada para acabar con el tirano o con el dictador. Quizá son román-ticos, soñadores imberbes. Quizá ningún bien terrenal los ata. El poseer fortunas y pegarse a ellas con pasión y que se les nuble la vista para no ver las contradicciones sociales o ser insensibles ante el dolor de los pobres, no es precisamente la forma de vida ni la tarea que se im-ponen estos luchadores.

Sí, son románticos soñadores, definitiva y totalmente.Y el ciclo negativo y profundo se renueva, se vive

cada año, cada día, cada sexenio, los señores curas y ministros representantes de Dios en la tierra viajan en lujosas limosinas; y los discursos presidenciales de paz y bienestar social y que prometen un México libre y democrático, y en donde la justicia y el reparto de la ri-

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queza va a ser una realidad; y muchos banqueros que-brando bancos y obteniendo jugosas ganancias de ello, y algunos industriales que hablan en dólares; y de las mujeres que desde la luminosa burocracia dorada y des-de el rango que les da un gran sueldo y bonos sexenales y prestaciones y jugosas partidas extras ganadas con el sudor de la frente, logradas con las llagas de la rodilla al practicar la genuflexión cotidiana.

Si, qué enorme contraste resulta de ver estas rela-ciones.

Pero esta forma de vida, por desgracia, está arraiga-da plenamente en la vida del mexicano.

No en «Pedro», eso es claro, pues él y otros más to-maron el fusil, se fueron a la sierra y desde allí dieron el grito de la ira. Desde allí gritaron su: «¡Ya basta!».

Ese grito es el rito añejo, inacabable. Rito de soñado-res, rito de románticos irreductibles.

Llega un romántico como Francisco Xavier Mina, deja su sangre, deja su vida, pero su lugar, por desgra-cia es ocupado, según la época, por un Santa Anna. Em-prende Morelos heroicas batallas por la liberación de la patria y para poner orden y proporcionar leyes justas y abolir la esclavitud, y al paso del tiempo su lugar lo toma Iturbide, el emperador…

En la historia azteca el mundo moría cada cincuen-ta y dos años para luego renacer limpio, nuevo. Moría para nacer y empezar la historia en una página en blan-co. Para la historia de hoy, todo muere y todo nace cada seis años.

Ahora «Pedro» hace otra pausa. Deja pasar algunos minutos. Deja pasar un tiempo para poner orden en sus

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ideas y en sus sentimientos y con ello asimilar la carga emotiva que provocó en él los varios recuerdos que lle-garon como un torrente impetuoso; aspira el aire, ani-moso y confiando en el hoy, ese aire de la tarde lo llena de ilusión, y luego se reacomoda en su barda de ladrillo para centrar su atención en un punto específico, en algo que le quema las manos: el «Libro».

También trata de borrar el pequeño incidente del in-truso que hace un momento ha subido a la azotea para observarlo con algún fin. ¿Podría ser un borrachín que buscaba un sitio alejado para dormir la «mona»? O quizá la policía judicial descubrió su paradero y su verdadera identidad. Picado por la curiosidad y por la mera precau-ción, rastrea nuevamente el sitio. Nada. Todo en calma. Enciende un cerillo y quema los artículos que están en el bote de basura. Buen fin para el mal.

Las llamas y el humo lo distraen un poco. Las formas caprichosas del fuego le producen sentimientos encon-trados. El fuego y sus figuras alegóricas, sus piruetas, le ayudan a despejar la mente.

Después de esa breve pausa se pregunta si en rea-lidad ha pasado el tiempo de lucha en balde, si lo que ahora ha contemplado, el asalto y muerte del hombre de la pulquería, todos los contenidos editoriales y artí-culos leídos no son sino un reflejo fiel de asuntos de ayer y por lo tanto ya superados en el mundo de hoy. No. Los periódicos son de hoy. El asalto y la puñalada en el vien-tre al borrachín es un acto del día de hoy. Los asesinos que acaban de cometer su fechoría son de hoy. Todo lo que pasó por su mente, ¿es de ayer? No. Esa realidad es de hoy.

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Como a muchos halcones norteamericanos se le acabaron los argumentos de que los comunistas eran los enemigos a los que había que eliminar, inventaron a los narcos, y estos se convirtieron en el enemigo público número uno de la DEA y todos los gobiernos afines o supeditados a esas políticas se dedicaron con empeño a combatir a los narcos. ¿Lo habrán tomado como a un narco, para eliminarlo…?

Con el ataque brutal y criminal e imperdonable a las Torres Gemelas, el imperio descubrió que los enemigos por combatir y exterminar no eran ya los comunistas ni los narcos, sino que ahora eran los terroristas. Las balas, los tanques, las bombas, los agentes, los soldados se di-rigieron ahora a acabar con los terroristas.

En ese orden de ideas, ¿habrán descubierto ya la verdadera identidad de «Pedro»? ¿Lo tomaron como un vulgar terrorista? ¿Ya lo tienen ubicado en esta azotea? ¿A metralla limpia acabarán con él?

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«Pedro» llena sus pulmones del oxígeno que le ofrece esa azotea, no es muy puro, pero de algo le sirve.

Ahora sí, aquí está lo que deseaba hacer. Desde que salió de la tierra que ahora lo cobija, partió a México con una corazonada; quizá encontrar rastros, ver con ojos de hoy, con los ojos críticos de hoy las raíces de su lucha; encontrar otro punto de vista expresado por otro com-batiente y que era uno de los sobrevivientes de esa épo-ca y del que «Pedro» conocía el lugar en donde podría encontrarlo. Que este compañero le contara más cosas, le diera más detalles sobre el levantamiento de ellos en los años sesenta.

Suspira, porque desde que encontró allí, en la azo-tea, entre la basura de años y años, entre los escombros ese «Libro», reconoció a la vez al autor de esos escritos, de esa memoria invaluable.

El bote de basura ahora solo contiene cenizas. El fue-go redujo a nada, a polvo un trecho de algunas historias. Quemó la baratija política para pasar ahora a ese otro

El libro

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tiempo, para vivir el contenido del libro. Y también, qui-zá para encontrar algo de sí mismo. De lo que le ocurrió en aquellos días memorables.

Ahora debe borrar de su memoria todo vestigio de algún otro tema que lo pudiera distraer. Parece que ese «Libro» tuviera un poder especial, como si al tocarlo este le provocara una descarga eléctrica.

Con su mirada recorre una vez más la vastedad del Valle, observa las chimeneas de las fábricas, mira las azo-teas contiguas; en las colonias populares las azoteas son otro mundo, tienen vida propia, allí en esos lugares ha-bitan miles de familias enteras, familias con problemas, con gozos, con esperanzas, con logros y congojas.

Se acomoda mejor en la barda que le sirve de asien-to; estira un poco los brazos, se concentra luego en el «Libro» que trae ya entre sus manos, y que fue escrito por otro guerrillero. Hace cuentas del tiempo por trans-currir. Sí, tiene todavía dos horas de luz.

Una ambulancia llega a la vecindad, bajan los cami-lleros y al poco rato salen con la victima del asalto.

Las mujeres del vecindario han puesto en el sitio donde Tánatos hizo acto de presencia, una improvisa-da cruz de madera y varias vasijas con ramos de flores y unas veladoras, las piadosas mujeres empiezan a rezar por el alma del difunto, piden a los cielos misericordia para que tenga un descanso eterno.

Sacude su cabeza, al hacerlo sacude esa película ma-cabra que acaba de ver.

Con ese movimiento sacude a su vez todo el cúmulo de efemérides políticas que lo entretuvieron hace unos momentos.

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Otra vez respira hondo. Respira tres veces. Ese ejer-cicio le trae la calma necesaria para emprender esta otra aventura del pensamiento.

Acaricia su «Libro». Con esta acción, ¿acaricia su pa-sado…? ¿Acaricia lo que fue su lucha tenaz, terca, ¿ro-mántica…?, ¿lucha inútil…?

Lo abre, lee: «Memoria o diario, o un simple escrito que contiene cosas que me han pasado. En realidad (…) su posible (…)».

A la hoja le falta en esa parte un pedazo de papel –en realidad a todas las hojas y en diferentes partes, el tiempo y las ratas y las polillas y la humedad han dejado una huella destructora. «Pedro», picado por la curiosi-dad, continúa la lectura en donde le es posible hacerlo, aunque en realidad él entiende a la perfección lo que el tiempo ha borrado. Esta historia, a «Pedro» le es familiar y su memoria puede poner las muchas palabras faltan-tes y llenar los huecos de los agujeros de las polillas.

Continúa: «(…) ¿…y qué es lo primero que se me viene a la cabeza para tratar de encontrar el hilo de esta historia? (…) sin dar muchas vueltas (…) puede que sea este el comienzo. Entro en (…) y aquí va: la otra noche –como sucede, no me lo van a creer, en las peores novelas del siglo pasado (…) llovía, pues, a cántaros, el frío (…) llegaba (…) a los huesos (…). Viento que no dejaba de soltar sus aullidos por todos los rincones y que los fan-tasmas, para completar el cuadro (…) y de la guerra (…) y la represión rondaban. Yo estuve haciendo un recuen-to de las muchas aventuras, si así se las puede llamar (…) vivido. Pero (…) recurrente me asalta, me martillea

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a cada paso. Sin temor a equivocarme (…) afirmar que yo fui fusilado exactamente cinco veces. De verdad cin-co, lo (…) sencillamente dicho. ¿Quince veces? ¿Cuatro? Yo los sufrí como si fueran quince (…) como fusilamien-tos. En todo caso es una (…) que he pasado en mi corta vida. Vamos (…) ni a mi peor enemigo. El ruido de los gatillos (…) sobre los fusiles vacíos, lo traigo metido en mis oídos (…) atormenta. Casi (…) logro (…) quitárme-los de encima, ni para dormir, vamos (…) ni para hacer el amor, ¡carajo! (…) ni para ver con calma una puesta de sol, menos puedo hacer a un (…) cuando tengo frente a una montaña, o las nubes de la tarde, o los ríos (…) margarita deshaciéndose en mis manos. No me deja ese constante martilleo. Ese clic infernal. Pero también (…) y les confieso –dado que no tengo otra alternativa– que ya lo he tomado con cierta “filosofía”, con calma, con re-signación (…) o con (…) mucho caso. Ese ruido, lo quie-ra o no, ya forma parte de mi ser. Lo traigo (…) como si fuera una camisa o un calcetín o una cicatriz (…)».

(Nota del editor: evidentemente los puntos suspen-sivos indican que algunas palabras del original son ilegi-bles o la hoja está dañada).

Al leer las líneas anteriores, «Pedro» siente en su espalda un viento frío, sabe que la tarde del altiplano requiere de más cobija, pero más fuerte que la necesi-dad de abrigarse está la lectura de ese «Libro» y, en todo caso –y por eso no se moverá de allí– ese escrito lo re-mite a un pasado que lo apremia. Un pasado que le dejó huellas profundas. Un pasado que lo hace vivir con más intensidad el hoy que marcha sin rumbo.

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Al «Libro» hoy lo ha encontrado y hoy se reúne así con su «destino».

Ese ayer, hoy, le remueve unas cuantas púas cla-vadas en su cuerpo, pero también revive muchos mo-mentos que fueron invaluables, que fueron fuente de alegría, entre otras cosas más. «Pedro» pues, permanece atado, sumergido en lo que el «Libro» guarda, en lo que encierran esas hojas polvorientas y amarillas.

Lo que hay en esas páginas comatosas lo transpor-tan con emoción a esos días de pólvora y metralla, a esas horas de ideas lanzadas al aire, a los manifiestos contun-dentes impresos en la clandestinidad, a las marchas por las calles, a las bombas molotov, a ver cómo los impo-tentes bazukazos destruían cualquier asomo de diálogo o de algún encuentro para pactar alguna paz digna y duradera, a sentir las persecuciones y a promover re-beliones en la clase trabajadora, lucha sin fin que dejó marcas indelebles en cuerpo y alma, de él y de muchos jóvenes que cayeron ante la barbarie gubernamental.

La presencia de algo inmaterial, o más bien, de al-guien que está allí presente entre esas basuras, la cali-dez de los espíritus que rondan por esa azotea lo sobre-coge, esa aura del pasado está hora en sus manos.

Y cómo es posible –«Pedro» se hace esta reflexión– que después de tantos años existiera un documento –el «Libro»– que ahora lo tiene allí. Pero sobre todo era ex-traño que nadie lo hubiera hallado, no se explica cómo pudo pasar desapercibido durante las pesquisas e inves-tigaciones militares y policíacas, y era por demás lógico suponer que ese lugar fuera rastreado en toda su geo-

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grafía, y que extrañamente, con todos esos operativos, ese «Libro» no haya sido encontrado. Pero allí estaba. Su pasado ahora cobra vida.

Allí estaba ese «tesoro» personal, allí en el mismo lu-gar en el que años atrás fue celosamente guardado, y que por lo visto «Pedro» y el autor, eran los únicos que sabían de ese escondite.

En realidad, «Pedro» no sabía bien a bien que exis-tiera ese «Libro», lo intuía, por eso lo primero que hizo al llegar a la azotea, la primera tarea ―siguiendo su cora-zonada– fue orientarse debidamente, recordar los luga-res y colocarse donde antes tuvieron asentada su gua-rida; removió una docena de ladrillos, quitó las muchas latas. Hizo a un lado los restos de basura añeja, limpió el polvo, los montones de tierra los hizo a un lado, y las láminas oxidadas fueron a parar a otro lugar. Y apareció en el fondo de ese tiradero el «Libro».

Fue una sorpresa mayúscula. Ese hallazgo quizá po-dría tener un final inesperado o imprevisible, o pudiera contener alguna revelación interesante, como intere-sante le es a «Pedro» volver a vivir un pasado que con-mocionó a la sociedad de ese tiempo.

Sí, porque además en México todo puedo suceder. En México, por decir algo, la capacidad de asombro se estira con singular docilidad. En México sucede lo extra-ño y lo verdadero. Suceden cosas que son imposibles de creer para otras culturas. Y sin ir más lejos aquí en estas tierras, por ejemplo, a un campesino que araba afanoso su parcela, sin más, irrumpiendo en el surco aje-no, sin ninguna invitación, le brotó un volcán que hizo

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una erupción gigantesca y lanzó piedras rojas al cielo y humo y polvo y tierra y rocas y fuego que cubrieron las tierras del sembradío.

Aquí, en estos lares mágicos, en plena avenida de San Juan de Letrán pudo aterrizar una avioneta a plena luz del día, y todos los que vieron ese espectáculo, que-daron tan campantes, todos estuvieron felices, lo vieron como si vieran una paloma mensajera posarse en el pa-vimento.

Y en el colmo de la magia, está indeleble la magia verbal, está el juego malabar de las promesas y de los discursos: el presidente en turno dice –cínico que es en su lenguaje– que «no aumentarán los impuestos porque su mandato es para ayudar a los más necesitados y a los más desprotegidos y debe velar por los pobres». Y los mexicanos, sabios, curtidos en esas bromas sexenales, sabedores de su desgracia eterna, preparan su dinero, rompen su cochinito para cubrir las cargas fiscales pues los aumentos a los impuestos llegarán como castigo di-vino, puntuales y sin retorno. México mágico. México del nopal y la serpiente.

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51«Pero (…) de lleno a mi historia. Quiero dejar en este do-cumento algunas (…) juventud primera, de lo que me pasó en los ires y venires, en las caídas y despegues de la fortuna, de nosotros los guerrilleros (…) así que será mejor que (…) principio, desde aquellos momentos vi-vidos en la prepa, cuando abordaba el “Peralvillo-Co-zumel” (…) los días que Martha me tomaba (…) y me apretaba como si con ello lograra una protección contra algo o contra alguien (…) caminábamos (…) largo de las mañanas por las calles que nos eran familiares, o (…) aquellas tardes de la Alameda de Santa María La Ribera (…) escuchando el “comenzó por un dedito y la mano tomó….en la voz de Virginia López que (…) clarita y lim-pia de la rocola del “Kikos” de la esquina, y que (…) Mar-tha se me quedaba viendo casi parpadear yo le decía:

La compañera «Lidia»

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»–Pon atención, Martha, después no vas a saber nada de lo que te pregunten en la clase y van a venir luego las complicaciones con tu mamá. Te lo va a repro-char, tu madre te va soltar el:

»–¿Por qué no estudiaste? ¿Eh? Dime, ¿con quién andas? No. Mejor ni me lo digas, ya sé, has de andar con el Raúl, con ese revoltoso, ese comunista, ese descreído, ese que con su cara de yo no fui cree que va engañarme a mí, como lo hace contigo.

–Hija, yo creo que ha de tener todos los platos rotos. Sí, hija, sí, los conozco, es de esos que traen la música por dentro. Martha, hija mía, te lo suplico de rodillas, ya corta esa relación, acaba de una buena vez, presiento que…

–Ya, mamá, ya, por favor, no me molestes con eso. ¿Por qué has de estar siempre tomándola contra Raúl? ¿Por qué me haces estos dramas? Él no te hace nada, siempre te saluda con mucha atención. Viene por mí y luego me trae a la casa cuando salgo de la Voca. Ade-más, él me cuida, él me quiere…

–Yo lo que quiero es tu felicidad, hija mía. Martha, comprende que no deseo que te pase lo que a mí… Ya ves, mira… casi lloro… Tu padre…

–Ya, ya, ya mamá, ya basta, por favor, para tu coche, has repetido esa historia de mi papá una y mil veces. Deja en paz a mi padre, ¿quieres? Además, yo guardo un bonito recuerdo de él. Ya. Y por favor, también bájale un poquito a tu radio, ¿sí? No estoy sorda.

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–Ay, ay, los hijos, dios santo. Nada más crecen tanti-to, nada más ven algo de mundo, y luego luego a faltarle el respeto a sus padres.

–Yo no te estoy faltando, mamá, ¿qué no te das cuenta de lo que sucede en nuestro país? Mira, mejor dedícate a hacer tus cosas y déjame a mí hacer lo nece-sario.

–Yo no te molesto, no te causo problemas. No soy como mi hermana o mi hermanito santo, tan santo que no hace nada y todo el día permanece en su nicho contemplado la nada, pensando en la inmortalidad del cangrejo. Sí, mi dichoso hermano está allí para que lo mimen y lo veneren. Viene. Duerme. Ve la TV, pone su tocadiscos, escucha rock, descansa, y otra vez, al otro día lo mismo. Y en las noches el señorito no sale de «El Caracol» o de «El Gusano» y cuando consigue más dine-ro se pasa los viernes y los sábados en el Salón Riviera. Y su plática insulsa gira siempre en torno de la Orquesta de Ingeniería y su estilo peculiar, y habla maravillas de los ritmos de Carlos Campos, de los nuevos pasos que aprendió con su amiguito el Chóforo, e insiste en lo pe-gajoso que es el ritmo de la “Sirenita” de Mike Laure. Yo sé todo eso. Y tú también, no lo niegues, madre. Algún día pregúntale quien es Moncayo o Ponce o Mozart y te dirá que esos changos son los tacleadores del Poli, pero que él les va a los pumas de la UNAM. Madre, deberías de ponerlo a trabajar para que se enderece, para que sea un ciudadano cumplido y no un vago vividor como es él. A ver, pregúntale que de dónde saca dinero para sus bailes, para sus vicios. ¡Hazlo! Y a mi hermanita –que ese es otro caso para Ripley–, ¡por qué no le dices que

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haga sus “cosas” con más discreción? Ya todo el mundo lo sabe.

–¿Crees que no me da vergüenza cuando entro a nuestra calle y que todo el mundo me voltea a ver como diciendo: –Mire, doña Chonita, mire, ahí va esa mosqui-ta muerta, ha de ser peor que su hermanita. Yo por lo pronto, no dejo a mi hija que haga ronda con esas… sí, las dos son unas pirujas…”.

–¡Cállate, te lo suplico por lo que más quieras, no ha-bles así, hija, no digas esas cosas! Tu hermanita no hace eso que dicen, ella no es capaz. Martha, no hagas caso de los chismes de la gente, la gente es mala… Ay, hija. ¿Ya ves? Ya me hiciste llorar, y eso lo sabes. Tus palabras me hacen mucho daño. Mucho, tal parece que te gusta verme así… en un mar de lágrimas…

Martha no acierta qué decir, ni qué hacer, pues por ella jamás ha cruzado la idea de hacer algún mal a nadie, mucho menos a su madre.

En el radio Majestic, que casi siempre está encen-dido durante el día y buena parte de la noche, aunque funciona a bajo volumen pues es un «ruido» necesario que ambienta los hechos cotidianos de la casa de Mar-tha.

Sí, el «Mejor, Mejora Mejoral» y el «Siga los tres movi-mientos de FAB, remoje, exprima y tienda», seguido de las noticias en la voz de Martínez Carpinteiro, o de Luis M. Farías, del noticiero Carta Blanca, y luego la música de los jingles de los comerciales, por lo demás pegajosa, que vende y exalta los productos caseros que combaten toda clase de males y mata cualquier cucaracha o pulga

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o bicho rastrero, ese «ruido», ese ambiente, eso ayuda, eso recrea y le otorga una dimensión especial a la esce-na familiar.

–Toma, mamá, límpiate esa cara, mira nada más, ya se te corrió el rímel… sí, ya sé que te pones muy poqui-to, sí, pero, mírate–. Y Martha ríe a su pesar, pues el es-tado facial de su madre es realmente trágico y cómico al mismo tiempo. –Mamá, cuando tenemos estas discusio-nes lo único que logramos es hacernos daño las dos. Ya. Ya. No pasó nada. A ver esa cara… eso, así te ves mejor, nada de pucheros. Eso es. Mire nomás qué bonita se ve usted cuando no llora.

En el imprescindible aparato de radio, al que doña Juana lo mantiene limpio y bien cuidado, pues lava casi todos los días la carpeta que lo cubre y que está hecha de tela con un precioso deshilado que había comprado en Aguascalientes en unas vacaciones que tuvo, doña Juana, hace ya varios lustros, encima de este radio, en la pared, bien clavada, está una imagen de la Virgen de los Remedios que el padre de Martha se había sacado como premio en el tiro al blanco de la feria que en honor de esa virgen se realizaba todos los veranos allá en su pueblo añorado.

Del aparato sale ahora la engolada voz del Duque de Otranto que establece para su auditorio un diálogo «profundo» de lo que hay escrito en los manuales para comportarse bien en sociedad y normar decentemente las buenas costumbres y tener hábitos enaltecedores, y también llevar a mejores niveles el comportamiento debido en la mesa; y aprender los buenos modales que

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hay que tener cuando se es invitado a una recepción en alguna embajada de postín o a la cena de lujo en la mansión de algún dilecto y encumbrado senador.

El Duque determina oficioso cuál debe ser el com-portamiento moral de los padres en familia y dicta, ade-más, las reglas para la educación de altura y de calidad que permitirá a las hijas de familias decentes rozarse con la flor y nata de la gente de alcurnia, y así convivir sin desdoro con las familias de prosapia, y el pueblo debe saber que la gente de bien tiene un rango y un abolengo y por lo tanto hay que aprender de ellos y sa-ber comportarse a la altura refinada, como lo hace la alta sociedad.

Afuera se escucha un movimiento de autos. Un chi-rrido de los frenos de un automóvil rompe el diálogo. Martha queda a la expectativa. Debe poner mucha aten-ción –sin perder el hilo de charla con su madre– con lo que afuera está sucediendo. El peligro está presente. El peligro está allí como si fuera una espada de Damocles.

–Bueno, madre, ya está todo olvidado, ahora voy a preparar un examen y Raúl me va a ayudar.

–Solo te pido que sigas hacia adelante con tus es-tudios, que no los vayas a abandonar nunca por alguna locura pasajera. De veras, no quiero que sufras, quiero que tú seas una mujer distinta, una mujer fuerte…

–Creí que ya se había terminado esta conversa-ción… Mamá, te contesto: No voy a sufrir. Al contrario, estoy contenta con lo que hago y tengo fe en mi futuro. No voy a sufrir como otras mujeres, te lo aseguro. Soy fuerte, perdón la modestia, pero soy bonita. Además, tengo ideas en la cabeza. Yo no nací para llorar o para

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llegar a ser una vieja inútil… No, no hagas esa cara, sa-bes que no lo digo por ti. Nunca lo haría. En serio, tú, para empezar ni eres vieja, ni eres inútil, eres todo lo contrario. Mamá, me ayudas mucho no haciendo esce-nas que siempre terminan por ser enojosas. A ver… Cal-ma… Eso es… Ahora puedes subirle al volumen de tu radio. Ya van a ser las doce del día y «Crimen y Castigo» está por comenzar. Escúchala bien. Esa novela es muy entretenida y tiene un alto grado de calidad. El autor es Dostoievski. Ya te he hablado de él, es un gran escritor ruso.

Un locutor entra con «XEW, la voz de la América La-tina, desde México» y sigue la identificación de la esta-ción con los sonidos de la pequeña «marimba» que se escuchan por la sala de la casa de Martha, la compañera «Lidia».

Justo en este momento se hace presente el ruido de una puerta de auto al ser cerrada con fuerza. Luego si-gue el eco de unas pisadas de hombre. Martha está aler-ta. Está tensa.

–Hija, mira ya me calmé, mírame… Ya dejé de llorar. Pero, ¿sabes? Hoy no tengo ganas de escuchar ninguna radionovela… Siento un algo dentro de mí… un no sé qué que me asusta… Ay, hija, si supieras cuánto te quie-ro…

–No necesitas decírmelo, yo sé cuánto me quieres… Anda, todo está bien, descansa, recuéstate un poco. Duerme. Anoche te desvelaste viendo la televisión. Ya sé lo que eres, eres una viciosa de la radio y de la televi-sión, sí de la televisión y de la radio.

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Martha no deja de prestar atención hacia lo que afue-ra sucede. –Sí anoche te quedaste viendo la película de «Tin-Tan» hasta las dos de la madrugada. No. No mien-tas, condenadota, pillina. Ya sé que es tu ídolo y que te hace arrancar, aparte de la risa, suspiros… y también sé que quisieras que te diera un picorete con su bocota y que sus bigotes te atraen mucho… no te atrevas a ne-garlo… Sí yo, le diré a ese cómico que su rival en amores es el tal Barrios Gómez; y para ponerte en un brete le diría al Pachuco que todos los días, a las tres de la tarde, te pones a escuchar al gordo ese. Te voy a provocar un conflicto amoroso, ya lo verás… hasta duelos por el des-pecho y por los celos son los que aquí va a haber.

Alguien toca. Ese ruido ominoso corta la conversa-ción. Martha corre a la puerta sin hacer ruido.

–Perdón –se escucha una voz al otro lado de la puer-ta–. ¿Vive aquí Raúl García?

Un joven como de veintiocho años, atlético, de pelo corto, alto, de nariz recta, permanece cerca del marco de la puerta de la entrada de la vivienda de los González.

Los González, los padres de Martha, habían llegado a la capital treinta años atrás. Ellos habían vivido el fenóme-no social de la expropiación petrolera, les tocó ser testi-gos de aquel hecho histórico que marcó la vida nacional en la época del mandato del General Lázaro Cárdenas. Ellos también, los González, como lo hicieran otros mi-les de mexicanos, llevaron al Zócalo capitalino los dos

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pollos y las pulseras de plata y los aretes de perlas de la madre de doña Juana. Esta familia –como otros mi-les– recibieron en toda su extensión y fuerza la oleada de euforia colectiva. Tuvieron la bella oportunidad de ver la solidaridad del pueblo para con un gobernante que lo era de verdad y que entendía a todos y goberna-ba sabiendo del atraso en el que el pueblo se debatía. Esa época los hizo abrigar esperanzas de tener mejores expectativas de vida a las que tenían. Eso mismo les su-cedía a millones de mexicanos marginados y pobres. Ese acto soberano los llevó a sentir que el cambio so-cial estaba allí presente en la figura de ese hombre mi-choacano de cara adusta que enarbolaba la bandera de la emancipación. Los González sintieron que los logros revolucionarios llegaban ahora sí a su puerta. El pueblo entendía ahora que los sueños de Zapata y otros sueños ancestrales por fin se convertirían en realidad.

Luego, el tiempo llevó a los González por otros cami-nos. La capital los llamaba, la capital los atrajo. La capi-tal los iba a devorar. En la capital no encontraron lo que en su tierra natal habían añorado, todo lo que habían imaginado con Lázaro, allá en su Yuriria se había hecho añicos. Se les había esfumado. La capital con su cúmulo de problemas no debió nunca de ser su destino.

La madre de Martha, doña Juana, pronto perdió a su esposo.

Don Miguel había quedado sin tierras: la trillada, vul-gar, repetida hasta el cansancio, historia de siempre que llegaba como latigazo a los pobres, a los marginados, a los campesinos, tragedia que se abatía sobre ellos des-pués del término del mandato de Lázaro Cárdenas. Con

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el final del período de Cárdenas empezaba la «derechi-zación» del país. Empezaba el reinado de los cachorros de la revolución. Empezaba el saqueo. Empezaba a cre-cer la injusticia y se entronizaba la impunidad.

Las intrigas, los contubernios del querido compadre de don Miguel y las malas artes que utilizaba este com-padre maligno, y la traición, que era lo que más le dolía, por eso, por el dolor que aquello le causaba Miguel, no contaba a nadie esta historia.

Al contrario, se la callaba discretamente. Y era que Luis Tinoco, a quien le decían «el Babas»,

no por lo tonto que pudiera ser, no, sino porque en rea-lidad Luis Tinoco era más listo que un zorro hambriento y que ante la vista de una «presa» jugosa la saliva acudía a borbotones y se le desbordaba por todo el hocico.

Claro que cuando se hicieron compadres, ambos, Miguel y Tinoco eran muy jóvenes y apenas sus perso-nalidades estaban en formación. Tinoco todavía no era «el Babas». En esa época debería de andar frisando los dieciocho años. Y lo que pasó fue que Tinoco, alebres-tado y adelantado que ya era, raptó, y se llevó a su no-via a casa de su madre. El escándalo fue mayúsculo. Las familias entraron en una confrontación que amenazaba con tornarse peligrosa. Hubo amenazas del padre de la muchacha raptada.

Vino luego la intervención directa del padre Luéva-no, que era respetado y su iglesia muy querida y visitada, y en un acto que hablaba bien de su conducta cristiana, este cura, aduciendo dispensas y reglas de la justicia canónica e invocando leyes divinas, permitió que la jo-

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ven se casara de blanco, como debería corresponderle a cualquiera virgen lugareña.

Esa actitud eclesial logró la conciliación del padre ofendido y logró también que terminara el pleito que parecía no tener fin. Total, los muchachos se casaron y al calor de la fiesta y la música y los moles y del arroz y de las tortillas moradas y de los mezcalitos, toda rencilla fue echada al cajón del olvido. Al nacer el primogénito, Miguel fue elegido como el padrino cabal.

Con el tiempo Tinoco se fue por el camino que no era el recto precisamente. Este «Babas», para no fallar en sus aviesos propósitos y sabedor de los mecanismos maquiavélicos del poder, se había aliado con un dipu-tado priísta, el no menos famoso «Manos de hacha», mote que le venía como anillo al dedo a este espécimen político pues los «sablazos», mejor dicho los «hachazos» los practicaba desde su tierna juventud con asiduidad samaritana y este legislador epónimo, a su vez, sin con-diciones, como debe ser un buen negocio, como debe establecerse una «sana» relación político-comercial, compró a precio de regalo la voluntad del presidente municipal en turno, por cierto, este individuo, el presi-dente, había sido bautizado en la iglesia principal del pueblo con el nombre de Nicasio Arredondo, y este evento, esta celebración, lo recuerdan abuelos, tíos y amigos, duró tres días y tres noches, fiesta en donde los tamales de dulce, de chile y de manteca abundaron y el pulque corrió como nunca por las gargantas de los concurrentes. Y los mariachis que sonaron desde el alba hasta los amaneceres llevaron alegría y jolgorio del bue-

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no. Las más de veinte largas mesas que habían colocado en el patio trasero, justo al pie de un gran nogal, hermo-so, frondoso, estuvieron los tres días ocupadas y siem-pre servidas con largueza.

Además, en cada lugar de cada comensal siempre había una botella de un litro de ron y varias pecsis y hie-los al por mayor.

Y lo que son las cosas de la vida, cosas en las que el pueblo se entretenía, cosas que eran parte de una ma-nera de ser de los habitantes: este Nicasio tenía también su respectivo alias: «el Trece». Sí, este apodo, «el Trece» era conocido por toda la región, basta, ancha y popu-losa ya que eran varios pueblos, unos ranchos más y unas haciendas las que componían esta comarca, y en el que la fama de Nicasio como «el Trece», aseguraban algunos paisanos, ya había trascendido estas fronteras pueblerinas. O sea que hasta la mera capital llegaba el sonido levantado por «el Trece». «El Trece» le fue puesto a Nicasio por sus amigos íntimos, los que todas las tar-des se reunían en la cantina de don Tacho para echarse unas copas y jugar innumerables partidas de dominó. Encuentros que duraban hasta bien entrada la noche. A Nicasio, pues, lo habían «bautizado» con ese trece ca-balístico por los trece ejidatarios que había fusilado sin misericordia alguna, sí, fusilado.

Pero, claro está, las averiguaciones y el sonsonete de «…las investigaciones se harán hasta las últimas conse-cuencias», y el «caiga quien caiga», cumplieron su añejo rito mexica y a la luz pública salió la «verdad» oficial: fue un «suicidio colectivo».

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Un presidente municipal que se precie y que ade-más cuente con sus contactos políticos de alto nivel, en ese y otro tiempo y el hoy más cercano, lo convierte en todo un hombre de horca y cuchillo. «El Trece» lo era.

Los cuerpos de los trece desdichados fueron encon-trados en el montecillo que emerge junto a la noria del Ahorcado, justo allí donde se cruza el Camino Real con el cauce del arroyo de agua zarca, y para más señas, sitio que está ubicado por los bajos del cerro del «Cuatro». El secretario de gobierno en turno y avalado por el se-ñor juez, don Diego Cueto, alias «don Justo»: –¿Justo? Decían los lugareños… ¿de dónde…?–. Por eso, por ese bochornoso acto, el honorable señor Cueto era para el pueblo «don Justo». Lo dicho, lo que ya sabemos: la afición inveterada de los compadres era poner motes y colgar «San Benitos» a todo y a todas.

Y en verdad era de admirarse la puntería y la habi-lidad desarrollada por todos para describir inmacula-damente con un apodo determinado al individuo que carecía de algo o le sobraba algo o que tenía algún de-fecto físico o que era tartamudo, en fin, que este apodo colgado al juez de «don Justo», venía a calificar adecua-damente a este personaje.

«Don Justo» pues, reportó, tras hondas y científicas y legales indagaciones ese hecho –el «fusilamiento»–, que fueron realizadas en tiempo y forma y como lo contem-pla el Código Penal relativo –Código que era en realidad su Código particular para usarlo a sus anchas pues la Ca-pital estaba demasiado lejos como para que allá se ente-raran de estas minucias rancheras–. Y «don Justo» en su

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papeleo citaba leyes, reglamentos y cuestiones jurídicas que se utilizaron en el juzgado Noveno de la Criminal, y quedó asentado en todas las actas, firmadas y cotejadas firmemente que «…esos deshonestos campesinos eran unos revoltosos, malosos, torvos, flojos y descreídos; y que para mayor pena y castigo y para la aplicación es-tricta de la ley, esos endinos durante toda su vida habían sostenido amistad y relaciones misteriosas con comu-nistas reconocidos y que esos rojos malvados los habían contaminado en cuerpo y alma. Por lo tanto ese grupi-llo nefasto y negativo para la buena marcha de nuestro pueblo y de la nación mexicana, siempre estaba con la cantaleta de que “la tierra es de quien la trabaja” y mon-sergas y consignas exóticas parecidas, y que luego de tantos pecados comprobados, y además con el pecado mayor de no persignarse cuando pasaban por la iglesia del padre Luévano, por ese horrible pecado, el Divino, el Señor, tomó nota en sus cielos y lanzó un rayo justiciero, apuntó su espada flamígera sobre las negras y terribles conciencias de estos pecadores, cuyas faltas atroces les fueron llenando de humo sus cabezas, los pecados ator-mentaron sus conciencias, tanto así que decidieron qui-tarse todos la vida, pues su presencia física sobraba en este mundo recto. Resultado oficial: “Suicidio colectivo”.

»El médico legista informó que cada cuerpo presen-taba orificios de entrada y salida de más de cinco pro-yectiles, o sea –añade «don Justo»– que se ensañaron con ellos mismos y se mataron ellos mismos con la saña característica de estos hampones».

El documento legal y oficial terminaba con «Firmado que fue por mí, el honorables juez Diego Cueto, el pre-

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sidente municipal, y tres testigos de calidad, cuyas fir-mas están al calce. Se extiende el presente documento con tres copias amarillas, legibles todas. Doy fe». (El acta ministerial, para los escépticos y para los investigadores que quieran consultarla, existe todavía en los archivos de la Presidencia Municipal en el libro IV, tomo II a fojas 123 y 124, incisos a, b y c).

Este era el mundo de Miguel González y este epi-sodio del «suicidio colectivo» de los trece infelices, y otros actos similares por lo inmundo, eran parte de la vida diaria de la familia González. Por eso ellos desea-ban fervientemente abandonar para siempre aquellas tierras metidas en el rincón más apartado de la geogra-fía mexicana. Querían salir de aquellos lugares en los que el cura y el jefe político y el teniente de la guarni-ción determinaban la conducta a seguir. Para salir, huir de esa vorágine, para buscar otros horizontes solo es-peraban alguna señal y cuando ésta llegara quemarían naves y partirían a otro sitio más benigno. Ya viviendo en la capital, don Miguel no se halló jamás ni bien, ni a gusto. La urbe con su enorme presión lo hacía una más de sus presas. El desasosiego de Miguel se manifestaba en casi todos sus actos. Si en su pueblo las cosas fueron un rosario de sensaciones oscuras, olvidos, injusticias y cerrazones, crímenes y robos, en la capital los aconte-cimientos estuvieron marcados por la fatalidad. Como resultado de este Vía Crucis y abrumado por la realidad que lo azotaba, Miguel se fue apagando poco a poco, así como se consumen las velas en los novenarios. Después de algunos años su imagen corporal era ya como árbol de desierto o como flor cortada y sin agua; luego una

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mañana se quedó como dormido en el pequeño patio de la vecindad, junto al lavadero, a cubierto de las mira-das indiscretas por un regimiento bien alineado de ten-dederos y ropas multicolores.

De la ventana que estaba arriba del sitio donde Mi-guel se fue yendo, en la ventana del 5 salía una leve música. Era María Victoria que cantaba en la W y en la B grande de México. ¿Esa era la razón por la que Miguel estaba en ese rincón y a esa hora, la «Hora de María Victoria»? Permaneció allí, quieto, como si soñara en el mundo aquél que imaginó en el rancho que lo vio nacer, o ¿por qué no?, quizá se sentía flotando en el espacio y abrazando la cintura de María; deleitándose en las nu-bes con los arrullos y los quejidos de la voz de la morena escultural. Hasta una sonrisa amable y seráfica le había aparecido en el rostro.

Miguel, acurrucado allí, así, como soñando, nunca se volvió a levantar.

La portera de la vecindad, doña Dolores, que estaba siempre en todo, menos en misa, que miraba con una mirada fría y seca como de monja vieja, que practicaba la medicina de las hierbas ancestrales, no pudo diagnos-ticarle los orígenes de la tiricia que fulminó al esposo de doña Juana.

El doctor del barrio, Celso Bracamontes, que fue consultado y que llegó con todo y su maletín de cuero, repleto de libros médicos y de frascos y de jeringas y de algodones, tampoco supo cuál fue la causa de aquel ex-traño deceso, pues ninguna enfermedad visible aqueja-ba a Miguel.

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–No, si le digo que estaba re sano.–Sí, nunca tuvo nada, ni un resfriado, ¿verdá, doña

Catarina?–Pues yo le voy a rezar un rosario durante nueve

días. No. Sí. –Mejor le haremos un novenario todas las señoras

de la vecindad y nuestro coro será escuchado por don Miguelito, que Dios lo tendrá en su santa gloria, y por todos los ángeles divinos. Sí, ya lo creo.

–Diosito santo, te lo encargo mucho– exclamó do-lida. En su dolor, doña Juana no atinaba a agradecer aquellas muestras solidarias.

Su viuda, Juana, permanecía ahogada en un suspiro que venía, como lo hacen los suspiros de a de veras, de muy lejos, lejos.

El joven que permanece en la puerta suelta otra vez la pregunta, y lo hace como aparentando cierta calma o como si al hacerlo de esa manera las personas que lo escucharan pudieran deducir con eso que guarda una estrecha amistad con Raúl.

–¿Está Raúl…?–No, aquí no vive –dice Martha balbuceando y sin

abrir la puerta.–Es que me dijeron en la Voca 5 que aquí me podrían

informar.Martha siente algo extraño en todo esto. Además, si-

guiendo un natural instinto, reacciona cortante, aunque trata de forzar una sonrisa.

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–Pues no, aquí no vive, joven. Perdone que no le abra la puerta, pero entra mucho aire y mi mamá está muy resfriada. Está muy malita. Adiós. Buenos días.

Martha permanece pegada a la puerta. Por un mi-núsculo orificio que ella había hecho ex profeso para usarlo en estas ocasiones, trata de identificar al sujeto.

Suspira. Escucha lo que sucede al otro lado de la puerta. Pone luego a trabajar su poder de concentra-ción. Quisiera reconocer al hombre que acaba de pre-guntar por Raúl. Ella ha tratado personalmente a todos los amigos de la célula de Raúl, a los del grupo especial, a los del partido, a todos, y no, por más vueltas que le da a su cabeza no logra hallar a nadie parecido.

–¿Quién era, hija…? –pregunta en un susurro doña Juana.

–No sé, madre, no sé. Nunca lo había visto. Es extra-ño… –contesta Martha en un tono de voz apenas per-ceptible.

–¿Extraño…? ¿Por qué…?–No, por nada…–Ay, hija. No me ocultes más cosas. Yo sé más de lo

que tú imaginas. Sí, ya sé que Raúl y tú están metidos en eso de la gue…

–¡Cállate! ¡Cállate, por favor…! No digas eso, ja-más…Y por favor, baja el volumen de tu voz… el tipo ese puede estar todavía cerca…

Doña Juana la obedece. Continúa con la charla en voz baja que permite escuchar el latoso e inoportuno mensaje radial: «Ungüento Penicilina, ah, qué buena medicina…»; y luego el locutor, que no sabe del drama de Martha, con la respectiva voz de tenor antiguo, endil-

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ga a los radioescuchas los beneficios y curas mágicas de ese producto. Las almas buenas y sencillas y caritativas, las más inocentes son los mejores clientes del mercado abierto, son consumidores cautivos.

–Madre, nunca, escucha, nunca vuelvas a decir eso, ¿me entiendes? Nunca. Nunca. Tú, querida madre, no sabes nada de nada de lo nuestro con Raúl. Quien te pregunte algo. Quien se acerque a indagar algo sobre mí o sobre Raúl, tú, mamá linda, escúchame bien, no sa-bes nada. Ya te lo dije… por favor, mamá, nada. Nada. Y nada es nada, ¿sí?, ¿comprendes…?

–Está bien hija, comprendo. No empecemos otra vez a discutir. No te pongas así. Escucha. Yo no sé nada. Nada. ¿eh? Nada. ¿Está bien…? Nada. Mire, señor, yo no sé nada. Mi hija es estudiante. Sale temprano y lle-ga temprano a la casa. Se la pasa estudiando y no le da tiempo para hacer otra cosa que el estudio. Así que no me pregunte más. Pues no sé nada de nada. Y luego, se-ñor, ella, y pregúntele a los vecinos, es muy buena hija. Nos quiere mucho a todos. Ella es muy hacendosa. Me ayuda cuando puede. Y muchas noches lo hace. Lavar, planchar, barrer y hacer la comida…

Ante ese «discurso» y ante la cara de inocencia que pone su madre, doña Juana, la del 6, ante el enorme es-fuerzo y la vehemencia que tiene para la supuesta es-cena del interrogatorio, hacen que Martha y madre su fundan en un abrazo interminable. Abrazo que sella el pacto de silencio que han expresado.

Nuevos toques a la puerta. Las dos mujeres se sepa-ran rápidamente. Se sienten como culpables de algo.

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Se miran luego una a otra. Su expresión es de angustia. Luego se recomponen.

–Yo voy, mamá. No te muevas. Tranquila. Yo creí que ese hombre ya se había ido. Calma. Voy a abrir y prepá-rate para las preguntas. Que tú ya sabes cómo contes-tar…

Al abrir la puerta Martha se topa con los espejuelos y la sonrisa pícara de Raúl, la chamarra de piel de Raúl y los pantalones de mezclilla más raídos que la raída cha-marra de Raúl.

–Invítame a pasar, ¿no? Llevas una hora allí, como estatua, mirándome. Allí parada. Como si yo fuera el dia-blo u otra estatua de piedra…

–Ay, ay, Raúl, pero qué susto… Pasa. Pasa… ¡Rápi-do!–. Y Martha, la compañera «Lidia» jala aire con la boca casi totalmente abierta para estabilizar su alma y su co-razón y su cuerpo.

–No se vaya, señora, siempre que llego usted se va. De verdad, solo estaré aquí un minuto, se lo prometo…

Doña Juana, a la que le han llegado demasiadas emociones en un día, con un puchero mal contenido y una vaga señal de la mano, da media vuelta y desapare-ce entre los pasillos de la antigua casa. Casa que debió haber sido muy elegante en la época de Porfirio Díaz, el dictador o el héroe de la Carbonera, o el caudillo, según lo que se sirva en la mesa de Los Pinos. Y según el gusto del presidente y de la consorte en turno. Sí, agua de chía o champaña o chilaquiles o miñones o chiles rellenos o suflé de pescado.

Raúl lleva a Martha hasta el sillón. Lo hace también para alejarse un poco de la puerta.

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–Las paredes oyen, camarada «Lidia». –Bueno, salúdeme bien, de beso, camarada «Car-

los».Los muchachos se abrazan y tres besos en la boca

amarran el momento y sellan así su vieja amistad de dos años.

–Oye, «Lidia», ¿quién era el tipo que preguntó por mí…? Yo no lo conozco. Lo alcancé a ver cuando él se dirigía aquí, a tu casa. Me dio mala espina. Estaba justo detrás de ese tipo, a medio metro. Me abroché las cintas de mis zapatos. Permanecí agachado unos momentos y…

–Pero, oye, «Carlos», no seas bárbaro ¿Cómo se te ocurre hacer eso…? Es arriesgarse demasiado. Ya ves cómo están las cosas allá afuera. Todo está que arde…

–Sí, pero sin querer yo traía puesto mi disfraz. El tipo recorrió con su mirada a otros muchachos que estaban junto a mí. Me recorrió luego de arriba abajo. Y no le pa-recí alguien conocido o al que buscaban y se marchó…

Raúl se quita ahora los lentes, se pone una bufan-da pequeña, gris y luego de su bolsillo trasero sale una cachucha que su abuelo usaba en otros tiempos, allá cuando trabajaban en el equipo de mentores del gene-ral Lázaro Cárdenas, cuando coordinaba en plena sierra de Jalisco y Michoacán a una sección de maestros rura-les. De aquellos maestros que lo eran de la cabeza a los pies… De aquellos maestros que enseñaban a cantar a los párvulos el himno cadencioso a un bien, a una pro-piedad del Estado, a lo que era propiedad de la Nación, o sea, la propiedad del pueblo:

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«Hoy el petróleo, es gran tesoro, es gran tesoro de nuestra nación…». Y también salía al aire el himno de los trabajadores: «Labor potente y fiel que nos levanta para la emancipación…». Sí, maestros que recorrían a pie distancias enormes para arribar al pueblo o a la ran-chería que les era asignada e impartir allí a esos niños, a esas niñas gentiles todos sus conocimientos. Y habla-ban a los atentos infantes sin jadeos ni estridencias en aquellas aulas de adobe y cal y tejas. A sus cálidos oídos, esos maestros rurales les hacían llegar a los párvulos, les hablaban de las enseñanzas de Martí, que era un gran patriota que luchó para liberar a su pueblo, a su Cuba del alma. Y los niños sabían de las cosas de Juárez y lo que hizo por su México, junto con los hombres de aque-lla adelantada Reforma juarista. Se enteraban de las lu-chas interminables de Morelos. Conocían el verbo y las lecciones de Tagore. Discutían las hazañas de Bolívar. Los más pequeños leían el libro «Rosas de la Infancia».

Y estas y otras escenas que el abuelo de Raúl le des-cribía, le parecían lecciones más que valiosas. Y Raúl, también niño, lo recordaba con gusto, por cierto, eran las tardes que en la ciudad de Veracruz pasaba durante sus vacaciones escolares con el abuelo Vicente Espejo, al que los avatares post-cardenistas lo habían llevado a ese puerto jarocho y que esto, esta otra historia consti-tuía una historia aparte.

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Vicente Espejo era un hombre al que le gustaba mucho hablar y hablaba de todo.

Y había que escucharlo cuando narraba las gestas de los hombres de la Reforma, había que ver el calor, la en-jundia que ponía en cada frase.

Escucharlo era todo un espectáculo. De hecho, cuan-do tocaba esos temas, se transformaba y parecía un tri-buno romano salido de un grabado de Doré.

Sentados en una mesa del Café de La Parroquia, las anécdotas fluían sin cesar.

El café con leche y los panes y la algarabía propia de los lugareños, el son y la música jarocha acompañaban y bien y sin regateos, a estos dos hombres.

Uno de ellos realizado en las ya lejanas luchas revo-lucionarias, y el otro, el joven, ansioso de saber más, ávi-do de participar en todo lo que fuera una lucha social por la que Raúl sentía que debía dar su vida, si eso fuera necesario, para gozar con el triunfo de la lucha y ver con

Cedillo

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claridad y transparencia los asuntos de la república, y tener como norma de conducta la búsqueda y la apli-cación de la justicia social y que ésta se gozara en cual-quier nivel –social o económico– en el que se viviera, y que todos, absolutamente todos pudieran beneficiarse con los logros alcanzados por un gobierno honesto y a la vez cobijados para obedecerlo con una Constitución que reflejara en su postulado todas las luchas empren-didas para lograr esa igualdad republicana.

–Mira, Raúl, te cuento. Acomódate bien. Saborea tu café: «El Cedillazo» fue una página en la historia nues-tra muy interesante. Me explico, Cedillo fue un pobre diablo, un cretino, un hombre de fuerzas e instintos pri-mitivos, era un asesino a sueldo, como se dice. Y este individuo fue, imagínate nada más, la gran esperanza de los fascistas, era el hombre indicado para encabezar la reacción nacional y hecho a la medida para trazar y lan-zar «línea» a los curas despistados.

Nadie, ningún hombre importante y con cinco cen-tímetros de cabeza lo siguió en aquella aventura desca-bellada que emprendió el 27 de abril de 1936.

Por unos fue visto –sujétate bien a la mesa– como el Franco español, el amigo de Hitler, o como el nuevo Mussolini, y claro, para muchos era el doble de Hitler; y visto por otros como el vengador y restaurador de los intereses afectados de los dueños extranjeros de las expropiadas compañías petroleras. Los mandos finan-cieros y las altas esferas eclesiásticas lo tuvieron como un gran líder. ¡Vaya cosas! ¡Vaya que hay mentecatos en este país! ¡Vaya que hay «vende patrias» a montón!

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Ante eso, ante esa barbarie, creo que otros comen-tarios salen sobrando, ¿no? Y ahora sigue algo bueno, creo yo. Mira, esto es parte de un todo. Sí, voy a adornar estos pasajes. Le voy a poner algo de miel. No me salgo del tema principal, no… Escucha bien, pues no debes olvidar jamás que en esos días José Clemente Orozco pintaba en Guadalajara «El circo y las luchas fratricidas». Cuando tú puedas debes ir a esa ciudad, a la llamada Perla de Occidente y observa y estudia bien ese mural y grábatelo en la mente. Vale la pena hacer ese ejercicio. Es pintura mexicana. Es la pintura del llamado «Uno de los tres grandes». Esos tres grandes, te lo recuerdo, eran Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y el mismo José Cle-mente Orozco. Y siguiendo este tema de la pintura, Raúl, será necesario que te acerques –sí, hazlo, por favor, no todo es en la historia nuestra torpeza, traición y muer-te– y llegues con pasión a Siqueiros y abreves en Diego y en lo que significan para el arte y para la identidad na-cional. Son personajes muy importantes para la historia post-revolucionaria. Estudia el muralismo mexicano. Te llenarán de castas ilusiones. Hazlo…

Desde luego que el movimiento plástico era fuerte, que calaba hondo, estos tres mosqueteros lo encabeza-ban. Pero, en más de un sentido esta llama era avivada, claro, por otros grandes creadores. Sí, nadie iba solo en el camino revolucionario.

Comprenderás que había otros creadores que esta-ban presente con su obra magnífica. Estaban sus gra-bados, su pintura, su escultura, su danza, su música, su poesía, su literatura, grandes creaciones que llenaron

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aquellos espacios vitales que el pueblo necesitaba para su recreación y para el goce pleno del arte popular.

Ya otra tarde te hablaré de ellos, de sus logros, de lo que significó su propuesta estética que le dio una cara al movimiento social, y de cómo esas –sus propuestas estéticas– contribuyeron, en su medida, a crear una, como te dije, una identidad nacional. Colaboraron para que los mexicanos de esa época tuvieran una idea más clara de lo que era tener una conciencia nacional y para entender un poco más, con esos medios culturales, con esas obras, lo que significaba el ser mexicano.

Así, que, Raúl, como digo, otra tarde de café me ex-tenderé sobre este tema.

Ahora agrego esto: revisando el pasado grande y tormentoso a la vez de estos pintores te enterarás de cómo otros creadores, como Yáñez, como Rulfo o impul-sores decididos y dinámicos como Vasconcelos y como Arreola, y como Chávez, y más, muchos más, y mujeres como Frida, y muchas más, digo, forjaron una imagen de la patria. Raúl, te digo que el conocimiento nos lleva de un lado a otro, el saber es como beber agua en un día de calor, nunca te llenas. Y entonces, necesitamos saber todo lo que en el mundo pasa. Es claro que nuestra na-ción tiene escritas páginas en las que están registrados acontecimientos que pueden ser buenos, otros son ne-gros como el hollín. De toda hay. Las páginas negras las escriben los personajes como el tal Cedillo.

Las páginas blancas las escriben nuestros creadores, como arriba lo cité.

Y todo está ligado, todos deben participar, el cura humilde y sencillo, los hay, pocos, pero los hay, y el lego

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y el pintor, el abogado, el escritor y el ama de casa, el sabio y el campesino deben ser los constructores que la nación de hoy necesita.

Ten en cuenta eso. Somos muchos los que estamos en la batalla por tener un México digno. Millones de mexicanos formamos parte de este todo luchador. Con la lucha revolucionaria debemos hacer a un lado a los enemigos de la libertad y de la justicia. No sé si con las armas, pero yo, que no sé disparar con ellas, disparo con mis ideas.

Y ante la narración bien hilvanada y hasta sabrosa, dicha en tono y volumen de tenor de ópera y adornada con movimientos de brazos amplios y poniendo el ges-to adecuado según lo que se tratara, de ira o de odio, de calma o de tristeza, de risa y alegría, Raúl, ante ese teatro real y verídico, viajaba a los lugares descritos por su abuelo. Veía a los personajes citados, y las efemérides le sonaban a los oídos como música celeste y dejaba co-rrer su imaginación y ante sus ojos aparecían las escenas narradas como si fueran tomadas por una película a co-lores y esas escenas tenían, a un mismo tiempo, el realis-mo y la magia que había en las clases que impartían los maestros rurales y cardenistas del ayer.

Raúl hacía la comparación obligada del hoy y del ayer, el resultado no era el deseado, faltaba –hoy– el es-tilo bravo y candoroso y entregado del ayer.

Hoy las materias escolares y las formas y la manera de impartirlas por los maestros ya sindicalizados, ya no son rurales, ni viajan a pie muchos kilómetros en la sie-rra y con un salario bajísimo, ofrecen a los ojos de Raúl un contraste abismal.

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Claro que los miles de maestros no son enteramente culpables, no, hay una gran culpa del sistema oficial que agrede las formas y que lleva a esta debacle.

O, dicho de otra manera, la derechización hizo presa a la educación pública.

Vicente, el abuelo, era otro ser cuando hablaba de estos temas candentes. Basaba además sus narraciones en los libros más respetados de la historia y para corro-borar algunos de estos pasajes lo hacía con documentos relativos que él poseía, y los sacaba de su saco de mano como lo haría un mago que se respete al sacar los cone-jos del sombrero.

Vicente sacaba aquí o allá un legajo que tenía en copias facsimilares, y en otras ocasiones mostraba do-cumentos originales, valiosos de por sí, los cuales había adquirido en sus largas correrías por los pueblos de di-ferentes estados de la república.

A menudo el café de Raúl se enfriaba y no le impor-taba cambiarlo o pedir otro más caliente, pues no que-ría, por ningún motivo perder una sola de las palabras de su abuelo. Aquella o cualquiera otra de las narracio-nes le sabían mejor que cualquier galleta embetunada, sí, le eran más sabrosas que las charamuscas y más rica que cualquier concha, hojaldre, sema o café con leche.

–Sigo con el tema que empecé a esbozar, Raúl: esa revuelta inútil, te repito que Cedillo era un general re-voltoso e ignorante, fue sofocada en unos cuantos días.

Mira, empezó el alzamiento en forma deslucida, sin batallas propiamente dichas, solo una que otra escara-muza sin valor militar alguno.

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Cárdenas estaba fuerte como presidente de la repú-blica, además no era lo que se dice un coyón ni nada que se le parezca, sino todo lo contrario, sabía enfrentar y resolver las situaciones por adversas y peligrosas que estas pudieran ser y era un hombre con los valores re-publicanos bien puestos. No dudaba, no se confundía, él podía dar golpes al timón para enderezar la nave, no era de los que dicen una cosa y luego hacen otra fatal.

Así pues, el tal Cedillo acabó sus días de la manera como a un hombre como él le estaba dado: un pelotón de fusilamiento. La poca tierra que levantó su cuerpo al caer fue suficiente para llenarlo de polvo. Lo cubrió el polvo de la ignominia, y el desprecio popular cubrió para siempre los restos de ese hombre que no supo ser-lo.

Fue, en todo caso, una vergüenza para el ejército. Sí, ese hombre, Raúl, nos hizo pasar a todos un mal rato. Un mal rato pasajero. Nada más.

Hoy, pasado el tiempo de los levantamientos, de los pronunciamientos de los generales, hoy apaciguados los ánimos, calmadas las envidias, hemos tenido gobier-nos encabezados por ciudadanos, los militares ya no han incursionado ni dirigido sus obuses a la presidencia de la república, y ojalá que no vayan a intentarlo porque provocarían un movimiento y un malestar enorme de no muy buenas trazas. Despertarían al México bronco. Mejor que sigan allí, en sus cuarteles y que a nadie se le ocurra sacarlos de allí. El que lo haga sufrirá las conse-cuencias. Al tiempo, Raúl, hay que estar atentos al tiem-po y hacer caso de las lecciones de la historia.

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Raúl grababa en lo más hondo de su memoria estas aventuras revolucionarias que lo hacían estremecerse de pies a cabeza y que además le servirían para aplicar lo sustancial y más ejemplar de ellas en las acciones que en el futuro él emprendería. De eso, de que Raúl estaría presente en acciones que conmoverían a la nación, es-taba seguro.

Martha, la compañera «Lidia», lo observaba. Y sí, ha-bía un cambio sustancial y efectivo en su apariencia. En realidad, aquello era asombroso. Raúl con lentes y pues-ta su chamarra diluida no era el mismo. Desde luego que no. Nunca, ni fijándose bien. Raúl era otro con chamarra, pero con bufanda al cuello y cachucha y sin lentes. Po-cas veces se puede lograr un cambio de personalidad con solo unas prendas como la bufanda y la cachucha. Y Raúl disfrutaba el cambio de personalidad.

Así era el camarada «Carlos». Martha ríe con esa risa tierna y emotiva de una jo-

ven enamorada y entregada a sus ideas revolucionarias. Martha, sin dinero, sin coche, sin maquillaje y sin vesti-dos nuevos para las fiestas. Bueno, al cabo a ella no le gustaban estas reuniones que no tuvieran un fondo po-lítico y detestaba las juntas con música estridente que no permitía cruzar ni oír dos palabras con nadie. Esto solía decirles a sus amigas más cercanas cuando la invi-taban a salir.

Lo que a Martha le gustaba era el estar con Raúl, con el camarada «Carlos». Eso le bastaba, eso la llenaba de satisfacción.

Su mundo empezaba con las ideas de lucha, con la necesidad histórica de lograr un cambio profundo en

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las injustas relaciones sociales y resolver las contradic-ciones que la rodeaban a ella y a miles de hombres y mujeres. Para ello era necesario conocer más y entender todo lo que sucedía en el panorama nacional. Había que profundizar lo bastante para apreciar en su justa dimen-sión el estado de cosas que imperaba en esos cruciales momentos. Por ejemplo, las presiones de los grupos de poder, por el embate de la derecha para minar el espíri-tu de clase y la unidad de los trabajadores, por ejemplo, y por mencionar solo un aspecto: la lucha; comprendi-dos estos problemas la hacía clara y casi sencilla, de ma-nera tal que la táctica para contrarrestar esas influencias de las élites en el poder se facilitaba enormemente. Y en el Comité se decía y se argumentaba bien que, si se-guía aumentando la explotación irracional y la entrega del país a consorcios extranjeros, la lucha sería más fácil. También pensaban que si esa presión empresarial subía de tono, si seguía el atropello a las conquistas labora-les, si se continuaba con el reparto injusto de la riqueza, ello, en alguna medida, generaría en los obreros, en los trabajadores del campo y de la ciudad un movimiento que los lanzara a reivindicar sus luchas y a darles una ra-zón de ser. Sí, estos factores, estas circunstancias pesa-rían en la evolución de los acontecimientos, porque de seguir imponiendo, por parte de los patrones y la clase en el poder, condiciones desventajosas y duras para el pueblo, eso ayudaría a crear una conducta unitaria de rechazo y quizá, «Carlos» y Martha y todos en el Comité tenía esperanza en ello, esas contradicciones bien pu-dieran impulsar una explosión profunda. En realidad, ya había síntomas de que se gestaba un gran rechazo a la

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imposición de medidas que ataban los derechos ya con-quistados. El clima político imperante no favorecía las reivindicaciones sociales y, además, había que agregar ante la descomposición y corrupción, que había en los grupos gubernamentales, ante la represión institucio-nal, ante los despidos injustificados de los trabajadores, ante la impunidad, el resultado era, por necesidad, favo-rable a la causa.

Para algunos de los miembros del Comité de Lucha solo era cuestión de saber esperar el momento propi-cio para actuar, y esa espera enriquecedora la tomaban como otra forma de lucha. La espera era para preparar políticamente mejor a todos los cuadros. Otros líderes del movimiento de liberación, y de acuerdo con lo ante-rior, pedían trabajar sin descanso y moverse y actuar ya por todos los espacios disponibles y dar a conocer por todos los medios posibles los motivos de la lucha. Uni-ficar las múltiples acciones populares, unir a los grupos vecinales y a la población marginada y hacerles ver las enormes contradicciones que estaban visibles. Con esta realidad establecer un frente común.

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83El mundo feliz de Martha lo constituía el grupo de élite de Raúl «Carlos» que, a fin de cuentas, todos ellos lucha-ban, cada quien, en la medida de sus posibilidades, por lo mismo que ella luchaba. Y ese mundo era mejor cuan-do lo tenía cerca, cuando Raúl sonreía. Cuando Raúl ha-blaba con pasión sobre los motivos de la lucha, era otra, cuando Martha escuchaba los sueños de Raúl, ella soña-ba con él. Cuando Raúl le acariciaba el rostro y le decía cosas bonitas con esa voz que le llegaba al alma, voz cá-lida y envolvente, y esa voz juvenil le hablaba y le expli-caba profusamente cómo había que cambiar al mundo. Sí, qué caray, no nada más cambiar a México, no, qué va, cambiar al mundo, cambiar a todos los gobernantes que engañan, que matan jóvenes, que mienten a los campesinos, que reprimen a los obreros por el delito de pedir justicia. Acabar de una vez y para siempre con los

La revolución traicionada

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ejércitos y sus generales que roban e invaden tierras co-munales, que destruyen ejidos, que tortura a hombres y mujeres inocentes, que ametrallan a estudiantes, que golpean a los médicos y a los ferrocarrileros. Y Martha comulgaba con las ideas de los «Raúles», de los ««Pe-dros», de las «Tanias». Ellos, por la pureza revolucionaria de sus sentimientos, por la dignidad y alcance humano de sus principios, por su valor republicano y por la juste-za de sus propuestas se impondrían a la camarilla que se había instalado en el poder desde varias décadas atrás y que, era un hecho más que visible, habían traicionado a la Revolución Mexicana. Para empezar –razonamiento que era compartido por decenas de miles– México ya no era un ejemplo para los países latinoamericanos pues había perdido su prestigio revolucionario, había dejado de lado sus propuestas sociales y su gusto por los valo-res norteamericanos determinaron un cambio notorio en esas apreciaciones.

Y el camarada «Carlos» y todos, en realidad, decían que cuando se observa la distribución del ingreso y se ven las insuperables diferencias que hay entre la pobla-ción campesina y las clases dominantes, cuando se apre-cia que el ingreso medio de una familia solo sirve para no morirse de hambre; cuando se ve que la miseria late en todos lados, es cuando surge la aseveración: la Revo-lución Mexicana ha sido traicionada. Traicionada, por lo tanto, fracasada pues lo que le dio origen y sustento: el mal trato gubernamental, la desigualdad, la injusticia, la situación trágica de la gente del campo, la explotación de unos cuantos a unos muchos era a los ojos de los jó-venes que lucharían para rescatar los valores perdidos,

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sueño difícil, pero que se puede convertir en realidad. Por eso mismo murieron ya millones de mexicanos, pero la lucha final, hoy, ha sido inútil. Hoy las cosas se muestran igual en su injusta dimensión. Pero también los líderes eran conscientes de que, en un análisis pro-fundo, la Revolución Mexicana solo había logrado avan-zar del desarrollo colonial al desarrollo nacional, y había que aceptarlo, fue un movimiento semicapitalista.

Sí, decía «Carlos» y todos lo aceptaban, el movimien-to revolucionario había logrado salir de un pequeño grupo de empresarios mexicanos y extranjeros, funcio-narios, militares y latifundistas, para llegar a hacer más grande, más numeroso ese grupo de privilegiados. Los beneficios a los marginados llegaban a cuentagotas. La Revolución Mexicana traicionada. Ahora, sabiendo eso, el Movimiento de liberación iba a corregir las desviacio-nes. Y agregaban que la Revolución Mexicana ha regre-sado al punto de partida, ha arribado, ha «recuperado» –ironías de la irónica vida mexicana– algunas formas porfiristas. La contrarrevolución está presente, gana ba-tallas, se aparece en todos los ámbitos. Los pequeños productores son explotados mediante el binomio ban-ca-gobierno, los ejidos deteriorados, vulnerados, caen presa de los terratenientes y los fraccionadores neolibe-rales.

Este caos, claro, ayudaría hoy a establecer un frente de combate mucho más amplio y con bases más sólidas para triunfar.

Sabían los líderes que de aquel nacionalismo que protegía al campesinado y a los trabajadores se pasa al maridaje con los designios del FMI y la aceptación lla-

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na del gobierno en turno. Del capitalismo mexicano se pasa sin pudor al capitalismo extranjero. De las expro-piaciones que constituyeron la forma de capitalización nacional se pasó a la venta al mejor postor, como si fuera subasta navideña, de todos los activos de la nación. De la economía que se sustentaba en parte por el producto de las empresas paraestatales se pasó a depender de la economía norteamericana, endeudando para siempre el país.

Esta exposición de hechos fue tomada como estu-dio cabal por los compañeros de Raúl y fue una revis-ta, Cuadernos Americanos, en donde el maestro Pablo González Casanova dio a conocer la realidad imperante. Este artículo del maestro fue leído y fue tomada como un faro que iluminaba a los sindicalistas y todos los que formaban el Comité Central. Era un arma formidable.

Y agregaba en su escrito el maestro Casanova: «…Y dentro de este proceso de compraventa surge el pecu-lado, que es una de las lacras más comunes y una ca-racterística del sector gubernamental, el peculado, la inmoralidad, acompaña a los gobiernos posteriores a la Revolución y llega a niveles más que vergonzosos, pero ellos, los muchachos en pie de lucha, tienen arrestos y tienen la fuerza y el vigor y la organización y las bases construidas con los golpes diarios»; lo que expuso el maestro Casanova.

Ellos sabrán aprovechar la experiencia dejada por todos los revolucionarios que los antecedieron: Martí, Mao, Sandino, Ho, Che. Sus lecciones, sus teorías y sus luchas serían tomadas en cuenta.

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Esos hombres que habían dado todo por las causas populares, que dieron su vida y sacrificaron su futuro, no lo hicieron en balde.

Aquí estaban hoy los jóvenes herederos de Morelos, de Zapata. Ellos, hoy, querían otro futuro, lucharían por construir otro país. Lucharían por tener otra realidad mejor que la que los avasallaba, lucharían por implantar un modelo económico basado en el reparto justo de la riqueza.

Y ellos no iban a comenzar una lucha basada en qui-meras o en planes flojos o llevados por una utopía. Ellos no podían cometer los mismos errores que echaron aba-jo los ideales de la Revolución Mexicana. Aprovecharían las tácticas y hechos de otros luchadores sociales. Ellos, se decían así mismos, eran el resultado de la experiencia histórica, del trabajo en equipo, del sano ejercicio de la crítica y la autocrítica que en sus actividades colectivas y personales todos ellos practicaban.

Insistían en que todo en lo que se basaban los go-bernantes para la explotación y el saqueo debería ser cambiado. Ellos –luchadores– serían un factor impor-tante para lograrlo. Ellos, con su trabajo tenaz y prolífico y la labor de hormiga en los gremios en los que darían a conocer los puntos medulares de sus propuestas de cambio, provocarían una irreversible toma de concien-cia. Les harían saber a todos que su programa de lucha estaba sustentado en todas las contradicciones reinan-tes y aprovecharían las experiencias de otros procesos revolucionarios que a lo largo del siglo XX se fueron dado. Y que además muchos pueblos de otras naciones

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comenzaban a zafarse los yugos que los oprimían. Se gestaba una liberación mundial.

Así que una tarea impostergable era la información. Decían ellos que la peor política es la que no se explica y no se da a conocer profusamente. Insistían en decir que cómo era posible que estando a casi treinta años de finalizar el milenio y con una revolución social –que fue la primera del siglo– que había costado miles y miles de muertos, cómo era posible que el hijo de un cam-pesino llegara a tomar clases en la lejana escuela de la montaña, sin haber probado un alimento sólido; o que la hija de la vecina, que llegaba al salón de clases con un café negro y dos tortillas quemadas en el estómago. O el de aquellos hijos de un obrero despedido que se pasaban el día entero con un taco de frijoles con chile, y así con esa alimentación, nadie, jamás, podría apren-der ninguna lección de la maestra, pues toda la mañana esos niños hambrientos se quedaban dormidos sobre el mesabancos para espantar el hambre, para poder so-ñar, y si el sueño los llevaba a mesas y restaurantes de lujo, como los que salen en las películas y en donde los comensales ya hartos de tanta vianda, llenos sus estó-magos de panes exquisitos, paladeando postres mara-villosos y hartándose de helados de colores y sabores de cuento, hartos de todo, dejaban luego con displicencia platillos y guisos deslumbrantes casi sin probarlos; y si eso hacían los comensales, qué mejor cosa, habrá algo para comer, habrá comida maravillosa, se decían en sus

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sueños esos niños abandonados. El sueño es mejor que la vida. Qué bonito seguir ese sueño, qué alegría sentían las niñas y los niños desvalidos pues todas las sobras, todos los magníficos desechos serían para ellos solos.

Lo dicho, la Revolución Mexicana traicionada.

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El escondite

Esa noche había gran actividad en el barrio. Pero eran movimientos algo extraños para los ojos avizores de Raúl «Carlos» y «Pedro», quien, por lo pronto, y para pre-venir cualquier sorpresa desagradable, mandó llamar a los integrantes de su célula para que se reunieran en la azotea de la vecindad donde se ubicaba el cuartel de operaciones. El lugar era un sitio ideal –sentimiento compartido por todos–. Era una azotea como las miles que existen en la ciudad de México: tanques de gas do-méstico oxidados y amontonados por doquier, basuras, colchones rotos y muebles desvencijados, botes de lá-mina que en sus buenos tiempos sirvieron para trans-portar alcohol de 96 grados y que, a su vez, los carga-dores y chalanes del rumbo, vertían con fruición en sus vasos de pecsi o en las tazas de café negro, y ese «com-bustible», ese brebaje les caía de perlas en aquellas ma-

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ñanas frías del rumbo de la Merced, y ese fuego les daba fuerzas para iniciar las faenas cotidianas.

Luego allí, en el cielo de la vecindad, los tendederos se curveaban con el peso de la ropa, y los lavaderos con sus jícaras, con el agua de las llaves oxidadas, los jabo-nes, las lejías y unos tablones que hacían que las lavan-deras sobrellevaran lo duro del cemento del piso, y las llantas inservibles, los objetos de hojalata, los triciclos abandonados, los envases de refrescos, los cascos de las cervezas, las roídas cajas de cartón, tablas y hierros re-torcidos constituían el escondite perfecto.

En esa azotea, en la barda, hoy, es donde «Pedro» está sentado. Y recuerda cómo el sitio era bastante lar-go, más largo que ancho. Por un costado comunicaba con una vieja casona que era habitada por unas ratas del tamaño de un conejo de engorda; de hecho, cuando el camión recolector de basura recogía los bultos, los esti-badores alertaban a su compañero de faena gritándole: –Aguas, ahí va un conejo.

Al final, al fondo, o sea por la parte trasera, la azotea comunicaba con algunas bodegas de frutas que a su vez tenían varias y laberínticas entradas y salidas. Todo eso estaba que ni mandado hacer para la estrategia y cuida-do de ellos, de sus vidas. Sí, aquello era el lugar idóneo para conservar el anonimato. La entrada a ese lugar solo la podían hacer por una casa abandonada y derruida y por una especie de pequeño callejón que formaba la pa-red que daba a la vecindad. Sí, nadie se podía percatar de que alguien pudiera entrar o salir.

Podían salir huyendo en caso de peligro y difícil-mente los podrían detectar. Bastaba una carrera por los

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recovecos de la azotea y luego bajar y poder salir por las calles y callejones y perderse por la multitud de vian-dantes. Este barrio fue creciendo en la época colonial en donde la línea recta no era el fuerte de los albañiles.

Y luego, ya libres, mezclarse con los vendedores y con los compradores. Y si el dispositivo represivo era fuerte, había que continuar la carrera de escape por en-tre los otros patios o por las distintas azoteas de las ve-cindades. De una azotea se podía dar un salto a otra y luego un brinco más largo y caerían entre las cebollas y las papas y los plátanos y los jitomates y de allí, de esta correría vegetal, dar unas zancadas y aparecía en todo su esplendor la transitada calle lejana; y mucho ayudaba a permanecer ocultos el que las banquetas estuvieran llenas de puestos de vendedores de todo y de más, de caro y barato, de originales y de copias perfectas.

Así que después de cuatro suspiros y tres sustos y veinte saltos y cincuenta pasos, era un alivio no ver a los «judas», y los jóvenes que huían ahora estaban en los puestos de sopas y garnachas y de chelas y memelas que, aunque la «tira» continuara con su persecución y se pudieran topar con los fugitivos, «Pedro», «José», o «Car-los», permanecían impávidos, sentados y comiendo los sopes y los tacos de carnitas. Claro que ponían cara de «yo no fui». Y sí pedían la comida corrida de doña Chona cuya especialidad eran los nopales enteros rellenos de carne molida, y untados con frijoles refritos, platillo bien picoso y preparado con amor al arte culinario de su pue-blo natal, que con todo y amor, de todas maneras, hacía llorar a los comensales.

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Aquellos laberintos tepiteños eran sus ángeles guar-dianes, y podían escabullirse y esconderse entre la ropa usada, pero ropa hecha, eso que ni qué, en los meros «Estates» de la colonia Juárez. Y para mejor disimular se probarían los zapatos italianos hechos en China o topar-se con los perfumes de Francia hechos en la Bondojito por el compadre de «José», y más allá se podían admi-rar los collares de plata y perlas cultivadas en Indonesia esquina con Japón; y poder tocar los brocados de la In-dia confeccionados en la colonia Moctezuma, y ver las chácharas, las refacciones usadas, las partes robadas la noche anterior a los autos que ronroneaban por la Ciu-dad de los Palacios, y los marchantes y las señoras com-prando, y luego los ruidos y los gritos de los merolicos tempraneros: «Que no le digan que no le cuenten que la luna es de queso, calcetines de a peso».

Y en aquel fantástico barullo las señoritas del lugar o que habían llegado de Oaxaca o del estado de Guerrero vendían placer en cada esquina, como dice una canción. Luego de ese tráfago aparecía plena y pura la gran ave-nida que cruza la colonia, en donde bicicletas cargadas eran conducidas con rapidez zigzagueante, y los taxis bajaban o subían pasaje, y los camiones de carga rugían con toda su potencia de cientos de caballos desenfrena-dos, y los autobuses de servicio urbano que se movían a sus anchas, y las motocicletas y los diableros, y una que otra patrulla con los «cuicos» dedicados a la insti-tucional labor del perro. Todo ese mundo de algarabía y de vida citadina a los jóvenes de ese comando los hacía sentir seguros.

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No en balde habían estudiado el lugar durante va-rios meses, y no en balde tenían el sitio como solución alterna para lograr que la huida fuera perfecta. La brava y cercana, la indomable y siniestra zona de la Candelaria de los Patos, estaba situada justo a espaldas de su barrio.

Durante las prácticas de ataque/huida/salvamento, alguno de los muchachos se apostaba en una esquina, habiéndole tocado la mala suerte de ser observador, de ser el «mugroso tira», y otro joven que la hacía también de «judas» practicaban el simulacro de perseguir, y el compa guerrillero urbano era el perseguido, el que te-nía que huir, el que tenía que desaparecer. De manera tal que al presentarse el «judas», el compa debía poner los pies en polvorosa. El más nuevo en el grupo era la «tira» perseguidora quien por más esfuerzos que hacía nunca lograba saber por dónde se había escapado el compa. Éste desaparecía como desaparece la cartera de un distraído paseador, sin dejar huella alguna. Sí, ese era el lugar adecuado. Allí estaba el cuartel. Allí podían res-pirar.

Ese día se mostraba inquieto. Los diarios habían pu-blicado la noticia de que un grupo de muchachos había sido detenido por un pelotón de soldados y que fueron conducidos al siniestro Campo Militar número uno. En los interrogatorios, en ese ambiente cruel, insano, ruin, pleno de arbitrariedades, en aquel maquiavélico lugar de los milicos enfurecidos, y cuando los jóvenes gol-peados estaban en una agonía por el dolor, se decían a sí mismos, se repetían como oración salvadora, como vacuna contra ese dolor, como salvaguarda para resistir

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todas esas horas mortales: «yo nunca los he visto entrar en el Pedregal, pinches soldados de mierda, ni los he visto con la bayoneta calada meterse a las casas de las colonias de lujo, como lo hacen en nuestras vecindades, en nuestras comunidades, no los he visto invadir las uni-versidades de paga». Los golpes y las torturas eran una realidad latente. Ese era el «precio”» que había que pa-gar si eran detenidos.

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La situación era incierta, peligrosa para «Pedro» y para «Carlos». Cuando ellos se enteraron de lo que había su-cedido en el Campo Militar –de la confesión de un com-pañero– de inmediato salieron de la junta que había en la Voca y quisieron encaminarse hacia la sede del Comi-té, pero notaron ciertos movimientos en la calle que los hizo estremecer. La escuela estaba siendo rodeada por unas tanquetas verde olivo y con pintura de camuflaje de guerra. En realidad, era la guerra. Quizá esto cons-tituía el principio del fin. Eran, en trágico balance, las bazucas contra las resorteras, las bayonetas contra las mentadas de madre, los rifles contra los ladrillos, las mo-lotov contra los obuses, las granadas contra los puños.

Pasados los primeros segundos notaron que cuatro individuos se acercaban a ellos. «Carlos» reconoció a la distancia al mismo sujeto que lo había buscado en la casa de «Lidia».

A volapié abordaron el autobús Santa María la Re-donda y anexas. Por la ventanilla alcanzaron a ver cómo

El béisbol

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sus perseguidores lo hacían en un auto negro y sin pla-cas. Después de recorrer unas calles, con el autobús dando saltos, los pasajeros dormitando, el chofer entre-tenido en mentárselas a los taxistas atrabancados, «Car-los» y «Pedro» tomando una rápida decisión, se citaron para verse minutos después en su guarida. Se despidie-ron con un leve movimiento de cabeza y escalonando sus bajadas, cada uno fue huyendo del peligro. Enfilaron por rumbos distintos. «Pedro» era bueno para correr. Volteó para atrás. Nadie lo seguía.

Por algún hecho fortuito el ómnibus que los trans-portaba, ante el caótico tráfico, se había perdido a los ojos de los hombres del auto negro.

«Pedro» respiró profundamente cuando estaba acurrucado en su guarida en su azotea querida, en su quinto cielo. De todos modos, su mente trabajaba con celeridad para adecuar y resolver el problema que las actuales circunstancias planteaban. Necesitaba reflexio-nar para medir el peligro y tratar de tomar las acciones pertinentes. El tiempo apremiaba y Raúl no llegaba. Raúl era el encargado de hacer el enlace con los demás diri-gentes. «Pedro» tenía esperando ya una larga hora. Su respiración se había asentado. De pronto entró en su mente y se congratuló por ello, pues eso lo tranquiliza-ba un poco y, además, en realidad, ese era el método que él usaba para relajarse y pensar mejor las cosas. Era una disciplina adquirida en las largas hora de tedio en la montaña, esa era su cura, su terapia intensiva: entró en su mente el tema del béisbol, de cómo su afición al beis lo había llevado a vivir momentos de angustia, por demás innecesarios. Pero también, se decía a sí mismo,

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como para convencerse, de cómo privarse del espec-táculo que existe alrededor de este deporte. Y cómo prescindir de las tortas cubanas acompañadas de la es-pumosa cerveza servida en vaso grande de cartón ence-rado, y cómo no engullir las papitas fritas salpicadas con chile piquín y un poco de limón y sal, y cómo no sentir la emoción que produce el jonrón con casa llena. Y la al-garabía que provoca. Y el sonido seco, sordo del bate al chocar con la pelota, y ver y seguir extasiado la bola que se eleva hasta perderse por las nubes y allí en los cielos tentalea esa pelota a una estrella vespertina y se mezcla con ellas en el horizonte.

Y luego ver la mirada triste del pitcher que ve rotas sus ilusiones de terminar ese juego con la euforia de lo que parecía, antes de ese cruel batazo, un triunfo se-guro y ahora tener que conformarse con ser relevado y ser enviado, sin más preámbulos, a las regaderas del estadio. Ese rictus del lanzador golpeado en su orgullo de atleta era la imagen misma de la desolación, y por contraste, la alegría inacabable del equipo contrario puesto en pie y formando la tradicional valla del comi-té de recepción para el «vuelabardas», para el cañonero cuarto bate. Y los aficionados chocando las palmas de sus manos, riendo, celebrando, deleitándose con un re-fresco frío o tomando del alcatraz de papel de estraza las pepitas que saben a gloria. Los partidarios del equi-po ganador, gozando hasta el cansancio ese momento histórico, lanzando algunos de ellos las gorras al espa-cio, otros gritando que su equipo era el mero mero, que nadie, ni el «tim» (team) –exclamaba el dirigente de la

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porra y poniendo énfasis en la pronunciación–, escú-chenme bien, gritaba, ni el «tim» (team) más pintado y más rico del mundo podría detener su marcha triunfal que culminaría con la obtención del gallardete de la liga en disputa.

Multitud bullanguera, pueblo abigarrado, el del beis, que con esta fiesta gana lo que en la vida real pierde. Euforia y triunfo momentáneo que, a esa gente, fuerza es decirlo, le da alimento para la semana que viene, y cuando esta llega, llega con taxis caros y para amolarla con taxímetros arreglados. Y a esto habrá que señalar que los camiones de servicio colectivo, van saturados, llenos de gente, tan llenos que una lata de sardinas es un cruel ejemplo. Y también pululan choferes malhu-morados y maldicientes, inexpertos unos y criminales en cierne otros: –Había un bárbaro feroz y asesino, que por supuesto tenía que ser chofer…–, cantaba muy orondo el cómico Chino Herrera en su programa radio-fónico de la W. Y ese pueblo se encontraba después del juego metido en la realidad, una realidad sencilla, co-tidiana de policías asaltantes, de patrulleros obtusos, de granaderos golpeadores, de impuestos usureros, de sueldos miserables, esposas gruñonas, de maridos des-obligados y borrachos, de hijos vagos y sin escuela, de maestros faltistas y patrones infumables y explotadores; para colmo, para completar el cuadro «edificante» de la realidad mexicana, gobernantes cínicos, insensibles ante las carencias de los campesinos, viviendo y «sacrifi-cándose» con sus altas ganancias, y líderes con sueldos maravillosos de la burocracia dorada.

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En todo caso esos momentos en las gradas proleta-rias del estadio, «Pedro» y ese pueblo, los vivían con in-tensidad plena y al menos, durante los nueve innings ol-vidaban sus ancestrales desgracias. A los judiciales y a la policía militar que probablemente lo seguirían, «Pedro» los dejaba con un palmo de narices, pues jamás lo pu-dieron encontrar en los parques y llanos a los que asistía para el disfrute pleno de su deporte favorito. Salvo está, claro, en las que una o dos veces tuvo que salir al notar que su presencia ante la mirada de los «guaruras» era algo conocida.

Bueno es señalar que «Pedro», al ponerse un som-brero jarocho y ponerse un paliacate rojo al cuello, se convertía en otro personaje distinto fisonómicamente a «Pedro» el tenaz combatiente. Por eso lograba salir airo-so de cualquier situación de peligro.

Una hora y media había ya pasado desde el momen-to en que se despidió de «Carlos». En ese rincón cons-truido hábilmente «Pedro» sólo se podía mover lo in-dispensable durante los noventa minutos en los que se dedicó a observar a las muchachas que subían a lavar y tender su ropa. El escondite fue hecho porque se apro-vechó una barda de adobe que se había venido abajo y una parte de ella quedó descansando en la pared con-traria, de manera que eso formaba un hueco inexpug-nable, pues nadie pensaría que allí dentro alguien pu-diera caber. Unas piernas bien torneadas de la hija de don Rufino, el del quince, que se desplazaba con garbo hacia el lavadero, esas piernas largas y apetitosas, le bo-rraron el juego de beis con todo y jonrones y llevaron a

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«Pedro» directo a otro pensamiento igual o más agrada-ble. «Pedro» cuando estaba en esos menesteres, en esos ocultamientos, nunca hacía el menor esfuerzo por dete-ner el borbotón de recuerdos que poblaban su mente.

Gozaba con ellos, y sabía que ese pensamiento, ese recuerdo, podría ser el último que tuviera en vida. Las mujeres, el recuerdo de ellas le llenaba el corazón. Le alegraba la existencia. Le daba fuerzas para soportar los peligros.

El trato que tuvo con sus amigas, el tiempo pasado en el juego lúdico que tuvo con sus novias, la charla nocturna con sus compañeras de lucha lo marcaron in-deleblemente. Esos pensamientos lo tuvieron ocupado en esa espera de hoy.

Recordó que Amanda fue para él algo pasajero, algo que quizá solo fue un capricho, sí, pero esa muchacha –y un suspiro le salió del alma– si bien no caló muy hondo en sus sentimientos, como sucedió con Esther, Aman-da en su tiempo le hizo vivir juegos amorosos y le dejó gratas e inolvidables caricias. Pero Esther tocó su alma con fuerza. Esther llegó. Esther se fue. Esther dejó una huella persistente, fue una página escrita con sangre, y esa relación fue de suma importancia en su trato con las mujeres. Conoció a varias, pero ninguna logró llegar al fondo de sus sentimientos pasionales con la fuerza que Esther lo hizo. Cuando «Pedro» pasó una larga tempora-da escondido en la montaña guerrerense dormía pen-sando en ella; en el día de sol quemante y de angustia permanente seguía pensando en ella, en su Esther, la muchacha de los ojos verdes y pelo oscuro.

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A lo largo de la historia las personas románticas se han enamorado del amor, no de una mujer en particular sino de todas en general. La mujer representa el amor, el amor es para que los románticos gocen, el amor de una mujer es para entregarse a plenitud sin medir las conse-cuencias. En las noches cuando el ruido de los búhos y las pisadas de los cervatillos llegaba a sus oídos, «Pedro» despertaba, pero no pensaba que pudiera ser la solda-desca y que esta lo rodeara metralleta en mano. No.

Abría los ojos esperando tener allí junto a él a Esther, la mujer de muslos recios, de ideas libertarias más fuer-tes todavía, mujer de brazos dulces y hablar pausado. Esther, la que le contaba con sonrisas aladas sus corre-rías por el rancho que en la Huasteca Potosina poseían sus abuelos paternos.

Esther fue una imagen que no se le borraría jamás. Era aún una niña cuando vio colgados de un mez-

quite y boca abajo y con los ojos pelones, los restos de los hermanos Velásquez, Fernando Guadalupe y Fidel Jacinto, estos cuerpos se balanceaban al ritmo del vien-to enrachado, del viento frío que bajaba de la cordillera cercana, como si ese movimiento les dijera a los cadáve-res que la tierra se mueve, que la tierra no olvida, que la tierra tiene memoria.

Los Velásquez eran los hijos de un padre rico, dueña su familia de dos grandes haciendas: La Mezcalera y El Encino. El padre era un general que en la Revolución es-taba enrolado con las fuerzas carrancistas y en sus filas tuvo acción militar por el rumbo en donde los padres y abuelos de Esther vivían. Era más que evidente que a ese general la revolución le había hecho «justicia». Las

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haciendas que eran propiedad de unos españoles, pasa-ron sin más trámites que el fusil y el despojo, a manos de este preclaro defensor de la patria. Era lo que se decía en esa época un señor de horca y cuchillo y que además te-nía el derecho de pernada sobre las mujeres de los pue-blos de esas haciendas. Cuentan los que de esto saben que sus «cachorros» habían llevado al monte, con enga-ños, a la hija de Jacinta Pérez. Jacinta, decía por decir la gente del pueblo, que era una bruja, que practicaba las negras artes de Luzbel y que se comunicaba y se enten-día con los espíritus de la noche y que la lumbre y el fue-go y el azufre eran sus aliados. Pero Jacinta bruja, Jacinta madre, Jacinta mujer, Jacinta ofendida, Jacinta pueblo, Jacinta buena, Jacinta con hambre, Jacinta humilde se vengó de esa afrenta como solo una Jacinta golpeada podría hacerlo: a los hijos del general carrancista, a los vástagos del dueño de las haciendas los durmió con sus brebajes benditos, los amarró con la soga del cubo del pozo de agua y uno por uno fueron llevados al monte en el lomo de la burra que deambulaba todas las noches por el barrio donde Jacinta vivía.

Al despertar los niños ricos vieron a una Jacinta transformada por la ira y por el recuerdo de su hija vio-lada. Los capós sin perder más tiempo. Los gritos de los miserables se escucharon hasta donde el río del Jaral desemboca. Luego Jacinta humillada, Jacinta pueblo, los colgó de los pies en la rama más alta de aquél árbol. La burra jaló parejo y bien. La justicia llegó con la burra.

La hija de Jacinta vaga ahora por las calles de un pueblo cercano hablando incoherencias, cantando con voz aguda, levantando los brazos al cielo como si juga-

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ra un juego macabro, estos quejidos los hace de noche, este rito trágico se repite todas las noches lúgubres o por las noches de luna llena. Desde que fue violada rea-liza este oscuro juego. La hija de Jacinta quedó así, ida, descompuesta, viviendo en otra dimensión, quedó así después de que las patadas que el señor general carran-cista le había propinado para que no fuera a tener al hijo no deseado.

A la madre, a Jacinta, le gritó iracundo el valiente general que no se metiera para nada en ese asunto de hombres, que ella, Jacinta, era la culpable por no haber cuidado bien a su hija, que al contrario, había creado a una puta, y que sus hijos eran unos gallos finos y que a cualquier gallina suelta ellos la «pisarían» cuando se les viniera en gana. Después de esos sucesos. Después de que Jacinta iracunda le echó la mala sal, después de que Jacinta madre se hizo justicia por propia mano ya que otra manera jamás llegaría y ni por asomo, los jueces to-carían al señor general y esa familia de ricos hacendados terminó en la nada.

La casa grande del general fue consumida por un voraz incendio que provocó un rayo celestial que en un día sin nubes de tormenta acertó a salir del cielo y fue a caer directo a su regia mansión.

El padre todopoderoso, el gran general carrancista, el pateador de mujeres indefensas, el criador de gallitos pisadores murió de un ataque al corazón cuando se en-teró que sus hijos, sus cachorros, estaban colgados del mezquite del cerro de las Lajas.

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La madre, cuentan los vecinos, se tiró por la ventana cuando las llamas provocadas por el infernal rayo se la querían tragar.

No murió allí, sino que en su desvarío fue a dar al granero, dio unos pasos más y cayó luego presa de con-vulsiones extrañas en el aguaje que servía para que los cerdos bebieran.

Hoy las tierras que los campesinos hacían producir y que florecían con los sembradíos de sandías y que los frutales prodigados por las manos de las Jacintas –que daban cientos de ricas naranjas– están ahora secos y nada se da allí, nada brota, solo el salitre impera. No cre-cen breñas ni arbustos siquiera. Por las noches, desde la hacienda en ruinas mirando hacia el cerro de las Lajas se alcanza a vislumbrar la figura de Jacinta que en cuclillas piensa y llora y acaricia la nada como si acariciara a su hija violada.

«Pedro», definitivamente tenía a Esther metida hasta en los poros de su piel. Por esa razón, cuando Amanda dejó de verlo, cuando él se alejó, cuando pasó un mes y no tuvo noticias de ella; esa circunstancia lo llevó a re-cordar el momento en que había conocido a Amanda: «Pedro» pensó que esta relación podría ser saludable, podría ser que con esta amiga se sacaría el «clavo» que Esther dulcemente le había asestado y que le ayudaría a borrar de su mente la manera tan trágica en que Esther había caído.

Pero no fue así. Claro que, a veces, cuando la escena final de Esther a «Pedro» lo asaltaba, Amanda y sus cari-

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cias, Amanda y su fina manera de tratarlo, lo ayudaban a quitarse de la mente el cuadro duro y negro en el que cayó sobre Esther. La figura de Esther tenía un enorme significado para su vida interior. Y lo asaltaba el recuer-do de cuando Esther cayó en una emboscada que los militares les habían tendido a los muchachos en el re-codo de un camino de la sierra Tarahumara. Después de esta triste acción guerrillera jamás nada volvería a ser lo mismo para «Pedro».

Él no estuvo en ese combate y eso también le dolía. Pero no estuvo allí porque él, en ese día nefasto, estaba ocupado en otros movimientos en la Sierra Norte del es-tado de Guerrero.

La imagen que vio de Esther en la prensa, esa foto-grafía maldita, lo dejó varios días sin habla. Su silencio no sorprendió a los demás combatientes. Conocían el profundo amor que por Esther tenía.

También pensaba en la hija de Jacinta. Pensaba en el general carrancista. Todos estos avatares no lograron abatir el ánimo de «Pedro». Él era fuerte y esa fortaleza moral y el saber que en las acciones de guerra él era el comandante de la región occidental y por ello responsa-ble directo del grupo «Morelos», hacían que su temple creciera.

Pero lo que pasara, lo que sucedía a diario no lo ha-cía olvidar a esa muchacha que había llenado con magia y amor sus noches solitarias. Los cuentos y las narracio-nes de Esther y los besos de Esther y la voz de mujer en celo de Esther y la pasión y entrega de Esther y la fuerza de Esther y sobre todo la determinación y congruencia

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política de Esther, lo hacían caer plenamente en aquel recuerdo. «Pedro» la admiraba más cuando imaginaba y reproducía en su mente la acción en la que ella ha-bía caído para siempre, cuando pensaba en la desespe-ración que a ella y a los demás guerrilleros les causó el verse cercados, cuando veía la lluvia de la metralla y los proyectiles infernales que vomitaban las armas de los soldados.

Y la rabia y la impotencia llenaba el alma de «Pedro» al imaginar cómo iban sucumbiendo uno a uno los jó-venes, y caían sin gritos, sin deformar sus rostros sanos y llenos de inocencia revolucionaria, sin la angustia re-flejada, fieles a su pacto de no mostrar al enemigo su cara moribunda, sí, no debería nadie caer con un rictus de dolor que los marcara. Caerían con la sonrisa pegada al rostro. Ellos, los revolucionarios, eran las víctimas, los asesinos serían los soldados.

Ante estas imágenes tan crudas, «Pedro», algunas veces, quería pensar en otra cosa, distraer su mente contemplando los recodos del camino de la sierra que serpenteaban y luego se escondían en la lejanía, sí, ol-vidar las crueles acciones guerreras y mejor el lanzar la mirada a los árboles que dejaban que los pájaros hicie-ran sus nidos y que allí cumplieran su rito milenario de criar y comer y cantar y reproducirse. Esto y el refugio y el olvido que creyó encontrar en los brazos de Amanda, relación que sí que tuvo algunos bellos momentos, pues su relación fue una relación «fresca», a veces intensa y carnal. Esa joven, Amanda, era periodista. La había co-nocido en la montaña misma. Allí en esas altitudes, en el

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centro de la acción, ella se desenvolvía a la perfección, tenía facultades para establecer reportajes certeros. Era sagaz e inteligente y, claro, comulgaba plenamente con las ideas de los jóvenes que habían tomado las armas para lograr el cambio democrático.

«Pedro» reflexionaba y se decía que lo más probable era que Amanda había sido un regocijado «mal de mon-taña», pero luego pisaba tierra y esa necesidad interna de olvidar a Esther, esos momentos y las noches pasadas con Amanda no lograban su cometido. Es la disyuntiva en la que algunos guerrilleros se ven envueltos en algún momento de su vida. Amar a la mujer muerta y quererla en el recuerdo o amar a la mujer que está allí, viva.

Sí, Amanda lo amó, Amanda estaba lista para amar. Sí, ella estuvo prendida a él. Ella se enamoró de las ideas de «Pedro», se enamoró de un sueño, de un hombre en armas que luchaba intensamente por hacer realidad sus planes basados en la igualdad y en la fraternidad… Pero quizá se enamoró de un fantasma armado. Quizá se enamoró de lo que «Pedro» representaba. Amanda pasó muchas noches de frío montaraz pegada a él. Pla-ticaron largas horas acompañados solo por el canto de los grillos y por los murmullos misteriosos de la monta-ña. El peligro latente los unía más. El saber que podían ser descubiertos y apresados y torturados y vejados le daba un valor adicional a su relación.

Amanda, mujer al fin, mujer sensible, mujer entera, quizá notó algo que la pudiera distanciar de «Pedro». Algunas noches le hablaba y le contaba lo que sucedía en las ciudades, pero los ojos de «Pedro» miraban a la

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distancia, perdidos. Se fijaban en el horizonte. Pareciera que estuviera contando las estrellas y vislumbrando la inmensidad de las galaxias. La suspicacia femenina tie-ne siempre una razón congénita y ellas poseen una sabi-duría ancestral y casi siempre aciertan en sus sospechas.

Cuando las condiciones imperantes permitieron que «Pedro» bajara a la ciudad empezó el enfriamiento. Empezó el distanciamiento inexorable.

Amanda volvió a sus tareas documentales, a cumplir con la reseña de los hechos cotidianos e ilustrar sus artí-culos con las fotografías que ella misma tomaba.

Y «Pedro» a correr, a volar, a huir, a atravesar valles, a cruzar ríos, y darse algún tiempo para verla furtivamen-te, pero esto sucedía cada vez más esporádicamente, hasta que sus inercias y actividades propias los llevó, como era natural, por senderos ajenos y distantes.

Esa noche «Pedro» llenaba la espera de la llegada de «Carlos» con estas historias reales que venían bien a su cuerpo y que a veces calmaban sus nervios.

No quería pensar en los riesgos y peligros en los que «Carlos» pudiera estar metido. No deseaba imaginar lo que sucedería si aprehendieran a su compañero de lu-cha.

Sí, ¿qué diablos pasaría si lo apresaran y lo torturaran para sacarle los nombres de los miembros del Comité y para que dijera los lugares en donde se escondían? No. «Carlos» encontraría el camino correcto. Él no caería, no, de ninguna manera. Él es listo. Es precavido como po-cos. Es valiente a carta cabal. Calma –se inyectaba «Pe-dro»– «Carlos» llegará sano y salvo.

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Don PascualEl corazón de «Pedro» saltó de alegría. Entre los escom-bros que permitían ver al exterior, entre los tendederos estaba Rosa.

La vida es así. La vida continúa. La vida no se detiene ante nada ni ante nadie.

La vida no tiene frenos en sus correrías.Esther permanecía indeleble, pero era un pasado,

duro, trágico pero pasado, tiempo ido.Rosa estaba allí. La Rosa de hoy, fresca y pura apare-

cía entre los lazos de los tendederos. Las varillas, los des-hechos y la basura formaban el vericueto inexpugnable, era una pila informe, pero por algunas rendijas se había establecido una mirilla.

Por esa ventana mágica se aparecía el mundo de hoy, el mundo de la azotea de la vecindad. El mundo en el que la mujer aparecía radiante y llena de júbilos maternos.

Tanta lucha, tanto dolor, tanta desesperación, tan-tos días de hambre, tantos días metidos en esa oquedad

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sin saber nada de nada, sin saber de nadie. Tanto huir. Tanta muerte. Tantos desaparecidos, tantos estudiantes torturados, tantos guerrilleros asesinados. Tanta repre-sión, tanto odio hacia los humildes, tanta vejación, tanta prepotencia, tanta maldad, tanta impunidad. Pero al sa-lir Rosa salía el sol.

Allí en esa cueva tan feamente bella, tan desordena-damente ordenada, en esa azotea que miraba al cielo, allí, se le aparecía Rosa, su amiga, su novia, su todo de ahora.

Para borrar a Esther había que sumergirse hasta el fondo, o llegar hasta la sima; para quitarla de su men-te «Pedro» recurría a todo, para borrarla de su recuerdo echaba mano de lo que el presente le ofrecía, quería con ello borrar a la muchacha de los ojos verdes muerta en batalla.

No era fácil el tener siempre en la mente a Esther. Era duro para él recordar aquellos momentos de sangre.

Y él, soportando los días sin pan, las noches sin cobi-ja, las jornadas de hambre, de los trabajos clandestinos, de huir, de esconderse…

Pero el agua pasa, como pasa el agua de los ríos, y el agua que vemos no es nunca la misma.

Esa tarde de inquietud, de esperar al compañero «Carlos», debería ser distinta, debería ser mejor. Se aco-modó lo mejor que pudo en esa cueva. Sus ojos no ha-bían dejado de admirar la figura esbelta y bella de Rosa. Y Rosa, ¿no sería Amanda, y Amanda pudiera ser Esther, y todas serían Rosa y solamente Rosa? En todo caso Rosa, hoy, la de la azotea, la de la vecindad salvadora, era su río, era su montaña verde, era su árbol, su ave, su todo, su

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tabla para salvar el alma. «Pedro» en algunas raras oca-siones en que podía charlar con Rosa, eso le decía al oído y Rosa sonreía y Rosa estaba contenta. Sí, Rosa lo amaba. Luego, cuando nadie más estaba en los lavaderos, «Pe-dro» le cantaba –con voz queda y cadenciosa– canciones de amor a Rosa. Y Rosa seguía en su tarea de colgar los calzones verdes y moteados de su hermano y luego co-locaba diestramente la camisa, ya bastante usada, pero que era la preferida de don Pascual, el padre de Rosa. Y luego tendía la falda color azul con bolsas de parche y que era con la que «Pedro» quería verla vestida así. Rosa, su novia citadina. Rosa su novia de la azotea salvadora. Y los pantalones de dril de don Pascual se mecían con el aire y la camiseta blanca llena de agujeros de don Pas-cual, que al respecto y muy orondo:

–Es por aquello de la ventilación, jóvenes –decía el hombre con su humor característico.

Y Rosa tendía luego los calcetines que habían per-dido su color original, por el uso intensivo y por el paso del tiempo.

Y la bufanda de lana verde hecha jirones pero que todavía calentaba cuello y pecho de don Pascual. Todos esos ajuares eran colgados por Rosa con cariño, con de-dicación, con amabilidad, con gusto, como si al poner al sol la ropa aquella pusiera parte de ella misma, como si esa ropa estuviera aún con vida. Y en esas tareas las can-ciones que «Pedro» le tarareaba a su novia hacían que Rosa gozara con simpleza aquellas tareas hogareñas.

Ahora la veía, absorto, cómo Rosa tendía y atendía su ropa. «Pedro», sin hacer ningún movimiento ni decir nada, seguía el baile de los brazos de Rosa e imaginaba

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que muchos abrazos cálidos le serían dados por ella y le calentarían el alma y el cuerpo.

Rosa, ese era el acuerdo, ese era el secreto que no podía ser violado nunca, so pena de perecer por ello, so pena de morir si se olvidaba esa clave: Rosa no debería, nunca, nunca, voltear o mirar de reojo hacia el escondite de «Pedro» y de «Carlos». Estaba puesta una enorme al-cayata oxidada en el agujero que tiene clavados a su vez tres ganchos de ropa torcidos y estos colocados a medio metro del tubo de albañal.

Este escondite está situado justo enfrente de los la-vaderos. Si una lavandera mirara hacia este lugar solo vería basura, ladrillos, cachivaches. Rosa cumplía a la perfección con ese pacto, cumplía calladamente con el secreto con una fidelidad pasmosa. Se diría que llevaba consigo misma el secreto con religiosidad monjil, y lo demostraba en este día, en este momento crucial. Sí, la alcayata estaba en el lugar indicado y Rosa, por lo tanto, «ignoraba» mágicamente a su «Pedro» del alma. Sí, Rosa no miraba hacia ese sitio ni de reojo. Rosa era una mujer excepcional. Rosa, la que vivía con toda su familia –siete en total– en dos cuartos. Rosa –y qué coincidencia– era la vecina de los cuartos del 7.

Rosa, la hija de don Pascual que era el trinquetero mayor del barrio.

Aunque ese «San Benito» era en realidad debido a una mala fama que un compadre malora y pendenciero le endilgó al pobre señor. En realidad, don Pascual esta-ba, según sus propias y claras y precisas palabras: ―Jo-dido pero contento y con la frente muy en alto por mi honradez republicana–. Don Pascual, que había perte-

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necido al viejo Partido Comunista, era incapaz de come-ter cualquier clase de atropello a la dignidad humana.

Era de esos antiguos militantes, pintoresco, quizá, pero auténtico en sus discursos y en sus juicios sobre los valores de una sociedad decadente.

Cuando invitaba a un amigo –no tenía muchos, pero los pocos que lo frecuentaban lo eran de verdad– y que don Pascual acudía a abrir la puerta de entrada a su casa del 7, lo hacía siguiendo una vieja costumbre: lo hacía de tal manera que el visitante, por fuerza, lo primero que debía ver era un cuadro enorme con una pintura –que se «veneraba» como una reliquia–, y estaba adornado con ramos de cempasúchiles; esta pintura era nada menos que la del compañero Stalin. Y no había manera para evadir este rito. La disposición del sofá y de la mesita del centro y las sillas, obligaban al desamparado vecino a contemplar a «papá Stalin». Y don Pascual aprovecha-ba esos instantes para cantar los valores profundos del socialismo y los grandes beneficios logrados por la cla-se trabajadora rusa. Y alababa sin medida los koljoces y las rotundas fábricas de productos para los hogares, y la maravilla de los autos rojos y la potencia y «humildad» –decía don Pascual– de los tractores que servían a las mil maravillas a los campesinos de la Unión Soviética. Y los avances en la medicina rural y en los beneficios sin par que recibía la colectividad entera. Y el impulso a las artes, el empuje para tener escritores, poetas y músicos que dejaran su huella en el universo cultural. Y luego, el colmo, el visitante, que no podía dar la espalda al señor Stalin, debía gritar a voz en cuello: «Que viva la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas».

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Y pobre de aquel individuo que no lo hiciera, reci-biría un regaño y un alud, una cascada gigantesca de reproches y rabietas que resonaban en todo el barrio.

Y para rematar esta fiesta don Pascual, el vecino, lo acepte o no, esté de acuerdo o no, debía también de gritar, sí, gritar a todo pulmón: –¡Qué viva Stalin!

Por eso muchos de sus conocidos tenían terror de asistir a la casa de tan utópico personaje.

En el diario discurrir, en la vida diaria, don Pascual, muchas de las veces, sí tenía la palabra adecuada en la boca, sí lanzaba al aire palabras, frases que tenían un va-lor y una liga conceptual intachables, pero esta habili-dad suya, se podría decir que la tiraba por la borda, pues mezclaba lo cierto, lo real, lo bueno con imprecaciones y alguna que otra vulgaridad propia del habla de la ve-cindad. Don Pascual, en todo caso, cuando hablaba se convertía en un Júpiter tonante pero bonachón. Y si los vecinos le prestaban atención, o si alguno de los pre-sentes deseaba escucharlo, la perorata Pascualina fluía con velocidad vertiginosa y con la pasión en el verbo al rojo vivo.

Pero si algún otro compadre del lugar ponía oídos sordos y mostraba un desdén al discurso, a ese señor, don Pascual le reviraba tenaz:

–A mí me da lo mismo si usted está sordo o padece algún otro mal, pero yo siempre diré lo que tengo que decir y si alguien con tantita inteligencia en la cabeza –que, a usted, sordo pusilánime le falta por completo– me escucha, ese hombre sabio tendría varios motivos para decirle a los que lo rodean que don Pascual le dio lecciones imperecederas y lo puso al tanto de asuntos

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graves que afectan a la sociedad, y que después de este encuentro, sus entendederas se han abierto–. Y rema-taba su regaño con el consabido: –¡Viva Stalin! ¡Viva la URSS!

Hay que señalar que don Pascual, por desgracia, siempre decía lo mismo, su discurso no tenía una varia-ción, los argumentos los repetía sin descanso. Por eso una gran parte de su público, la mayoría de las veces, no tomaba en cuenta los decires de don Pascual. Y Stalin y la misma URSS ya no tenían el peso que años atrás po-seían, así que cada día disminuía el número de asisten-tes a la convocatoria que les hacía el iluso señor del 7.

En su descargo cabe aclarar que desde ese entonces los medios de difusión, la radio, la prensa escrita, la TV y los hombres y las mujeres metidos en la política par-tidista, ya no eran los mismos de antes, ya no pensaban como los antiguos revolucionarios. Ahora los diputados no viajaban en un autobús colectivo, no, se desplazaban en autos de lujo y transportados por su chofer y resguar-dados por dos o más «guaruras», y sobre todo, alenta-dos por el bando capitalista, cuyos argumentos: el libre comercio, la globalización, la necesidad de «adelgazar» al Estado, y la venta de las propiedades de la nación, era el ambiente en el que germinaban y crecían, a pa-sos agigantados, las críticas y el ataque furibundo a los antiguos postulados de la Revolución Mexicana, y claro, esto era un fatal frente contra el nacimiento de algún síntoma socialista. Comentaristas e intelectuales de de-recha sembraban con placer la semilla del anticomunis-mo. Y muchos líderes sindicales sucumbieron ―dinero

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contante y sonante de por medio– y fueron envueltos en la zalamería gubernamental.

Y también, dentro de la URSS comenzaba a caer el polvo histórico. Era notoria la presión de una gran parte del mundo occidental para eliminar el sistema socialista.

Los enemigos imperialistas se lucían contando his-torias negras del régimen socialista y ocultando los be-neficios y aportaciones y adelantos científicos y técnicos que se habían logrado. Sí, estos logros no se menciona-ban nunca, en absoluto.

El autoritarismo que privaba en muchos aspectos de la vida en la Unión Soviética, las eliminaciones físicas de los individuos que tenían otra visión de libertad y de operación política, y otras barbaridades que sí existían, eran publicitadas hasta la saciedad por la prensa occi-dental.

Indudablemente en la URSS había descomposición en la vida diaria, sí, pero esos males no eran mayores que los crímenes y torturas y desapariciones y asesina-tos y violaciones que se daban con singular alegría en innumerables países del «mundo libre».

Así que esta situación desfavorable para los efectos positivos que pretendían los discursos de don Pascual, sufrían de un descrédito mayor, empañaban y les res-taban valor y méritos a las palabras encendidas del tri-buno del barrio. Así pues, la credibilidad de don Pascual andaba un poco por los suelos. Y para agravar la situa-ción –como para echarle más leña al fuego– don Pascual utilizaba las mismas palabras, los mismos métodos, y lo hacía con un tono engolado y oscuro y sombrío y hue-co, como el que muchos charros líderes sindicales e in-

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finidad de diputados y senadores usan a destajo. Y ya la concurrencia notaba que don Pascual hacía los mismos gestos, los mismos ademanes, las mismas inflexiones, y su escasa concurrencia bien sabía de memoria todo el cuento que hilaba nuestro tribuno, conocía de memoria el discurso, y era evidente el poco caso o la poca res-puesta que había a sus postulados marxistas.

Pero él, don Pascual, como Demóstenes citadino, como paladín solitario no registraba esos desaires, es más, parecía no darse cuenta siquiera del desdén co-lectivo, pues seguía tan campante con su discurso, que normalmente duraba unos cuarenta y cinco minutos, tiempo que le fue cronometrado por un compadre ma-lora llamado Santos Vergara del Valle, que sí era letrado y su biblioteca era la más plena de las habidas en varias cuadras alrededor, además Santos poseía una gran casa con un terreno enorme, y don Pascual, su querido com-padre, para vengarse del cronómetro de Santos, le gri-taba: –¡Santos, cuídate, ahí viene Zapata acabando con los ricos!

Y otra particularidad de don Pascual era que, en sus discursos de senador de pueblo y tribuno tepite-ño, siempre terminaba citando algún pensamiento de Marx. Muchos no se explicaban por qué hacía esto. Y dentro de este maremagno pascualino relucía, y salía de contexto, la mezcla o la inserción en su habla de aven-turas personales y hechos personales o cosas que a él le habían sucedido, y mezclaba al compañero Marx con el bolero de la esquina y con el vendedor de periódicos del zaguán, y lo que nunca faltaba eran sus correrías comer-ciales en el barrio, y luego, sin venir al caso, sacaba de la

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manga a su perro. «Firulais» era el nombre del can. Perro fiel que lo había acompañado por muchos años, sobre todo cuando le tocaba a él, Pascual y a D i e g o, hacer las pintas que señalaban los males que provocaban los horripilantes gringos y su no menos despreciable «agua negra del capitalismo» (la Coca-Cola).

«Firulais» era el que con sus ladridos le echaba «aguas» a la pareja de pintores comunistas, mismos que sin tardanza corrían, huyendo como alma que lleva el diablo, sin pensar o verificar que «Firulais» podía haberle ladrado a una suculenta perra de un dueño hacendado y rico, pero ellos, en su carrera de escape dejaban, para colmo, abandonados los implementos de su labor sub-versiva, o sea, dejaban tiradas la cubeta con el engrudo, la brocha hecha con pelos de estropajo y los carteles do-nados por el Taller de Gráfica Popular, y la pintura y el chapopote, materiales que con tanto esfuerzo les había proporcionado el partido. Como esta historia salían mu-chas y muy variadas en las que el famoso perro «Firulais» había tomado parte activa.

–Y a mi democrático perro «Firulais», por el delito de haberse orinado en las faldas del padre Concho –gritaba don Pascual con rabia– y porque mi perro, intuitivo que era, le ladró como les ladra a los vulgares rateros que abundan en estos lares, y sí, mi «Firulais» pudo también haberse confundido porque no sabía si el padre Concho era mujer –por las faldas que le colgaban– o era un rate-ro disfrazado.

Por esta razón ese cura del demonio y en nombre de Dios, me envenenó a mi «Firulais» –cura desalmado, ese Concho es digno representante de su Dios flamígero y

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vengador–, fue cruel, le echó a mi querido y santo perro vidrios molidos en su carne. Por eso camaradas, ¡Mue-ran los curas, muera el padre Concho! ¡Mueran los curas mataperros!

Y aquella plaza pública, aquel foro citadino, aquella tribuna popular para enriquecer más su entorno, para crear un cuadro cantinflesco, acudía sin faltar un solo día, y se había constituido en un fiel escucha, el gritón «Tino, el mocho». «Tino» era tonto, pero ah, cómo gri-taba y este caballero esparcía saludos a nada y nadie, dirigía señales ostentosas y dialogaba con los fantasmas que llevaba dentro. Don Pascual, ya lo sabemos, ni su-daba ni se abochornaba, él, ante los embates de «Tino, el mocho», seguía con su vehemencia habitual, seguía el hilo indeclinable de su homilía dominical y seguía ha-blando como si estuviera en un romano foro gigantesco y repleto de personas atentas y afanosas. Don Pascual hablaba como si fuera un gran actor antiguo que con-servara todas sus facultades histriónicas: –Ya lo dijo el camarada Lenin: las masas trabajadoras del mundo cambiarán al… «mundo»… (siempre que llegaba a esta palabra: «mundo», Pascual se trababa un poco pues aca-baba de decir «mundo», y dicho tan junto y tan seguido «mundo» con «mundo», no se oye bien, no está correc-to, se decía a sí mismo el bueno de don Pascual), y en el colmo de la confusión en la que metía, en el colmo de su enredo intelectual, pero sosteniendo siempre su actitud de tribuno popular, manteniendo su presencia y su gesto epónimo de analista político, pues se podría decir mucho de don Pascual, pero él, era muy afecto a guardar las formas, y don Pascual salía del atolladero del

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«mundo» diciendo: «…cambiarán al mmmmuuuuu… al mmmmmaaayor empuje de la colectividad que siempre está en lucha, y así, señoras y señores, compañeros, los trabajadores del «mundo» podrán, con la guía sabia y profunda de los hermanos bolcheviques, liberarse y ser una clase obrera única y esplendorosa…».

Y por allí, por esos caminos sinuosos del discurso político, don Pascual se iba «tendido» y dando largos pasos. Y él solo, en su interior, se congratulaba por sus habilidades para salir de estas situaciones gramaticales tan molestas y que eran las mismas en las que él caía reiteradamente.

–La vida tiene sorpresas, hija querida, mi Rosa bella, la vida es corta y hay que vivirla con intensidad, y yo, tu padre vive y vivo la vida correctamente y la vida me paga dándome las facultades que tú has visto, y que por lo tanto la oratoria es algo que es innato en mi persona.

Ante algunos errores de su padre, Rosa lo trataba de corregir sin conseguirlo.

Don Pascual, además, simpatizaba plenamente con el movimiento encabezado por «Pedro» y por «Carlos». Ellos representaban un núcleo combativo y tenían unas bases revolucionarias sólidas y bien cimentadas. La so-ciedad se desmoronaba en pedazos debido a la mala conducción y a un sistema contrario a la convivencia pa-cífica y negativo para tener una democracia que pudie-ra permitir la realización plena de sus derechos sociales. Este pensamiento guiaba su relación con «Carlos» y con «Pedro». Así que por esos momentos críticos no cabía otra cosa más que estar con ellos.

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Don Pascual, evidentemente, jamás –pasara lo que pasara– los delataría, nunca haría una acción que pudie-ra descubrirlos. Además, en un caso fortuito, ante una redada y algún interrogatorio policial, don Pascual nada podía agregar, dado que él no conocía el escondite. La traición no formaba parte del léxico o la forma de ser de don Pascual. Esas conductas no entraban en su alma ni en su código de honor de viejo comunista.

El que don Pascual haya tenido que entrar al nego-cio de comprar y vender chácharas: –Era una circunstan-cia en el diario devenir, y esta acción lícita en el proceso histórico y no asimilada ni entendida cabalmente por al-gunos millares de trabajadores asalariados, era una con-tradicción. Y estos trabajadores no entienden que son manipulados y explotados por los patrones, no entien-den que con el producto de su trabajo son generadores de una plusvalía, determinada y analizada correctamen-te en el capital, amigos y camaradas todos, por nuestro querido compañero Carlitos Marx».

Don Pascual sostenía esto con su especial y modo único de hablar y tejer el español. La sintaxis no era su amiga. Todas sus ideas las sostenía con su especial for-ma de entender las lecciones marxistas y que, a su vez, don Pascual las había recibido de su abuelo paterno, allá por los años treinta del siglo XX.

Don Pascual, pues, era el perfecto pensador e ideó-logo preclaro de la vecindad. Aunque en realidad, y ante un caso específico, ante alguna pregunta compro-metedora, don Pascual, a sus oyentes, a sus vecinos y seguidores, no los podría sacar de un posible atolladero filosófico.

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Su actitud era notable cuando alguien ponía en tela de juicio su solidaridad con los «jodidos»: –Yo, Pascual, el del 7, nunca, escúchenme bien, camaradas proleta-rios, nunca traicionaría a mi clase, y ustedes, habitantes pobres de la vecindad, ustedes, amigos estudiantes, jóvenes luchadores, son mi clase, son mi gente, son mi pasado y serán mi porvenir–. Y su voz salía como trueno y el eco retumbaba en las paredes añosas. Ese era el sin par don Pascual. Él, que por cierto había visitado varias veces el Palacio Negro de Lecumberri. Timbres de honor claros y motivo de un orgullo natural.

Y las más sonada y espectacular de todas sus «visi-tas» a las celdas de ese lugar siniestro fue en una oca-sión, señalada ya por el libro del recuerdo de don Pas-cual.

Y decía al respecto: –Allí nos recluyen los cochinos capitalistas a todos los luchadores «cabrones» y duros como yo. Allí estamos los que ofrecemos la vida por la emancipación obrera y campesina, «pendejos» (no se sabía si el «pendejos» lo dirigía a los escuchas presen-tes o a los represores). Y don Pascual soltaba esto en un tono de DO de pecho que le salía de muy adentro de su dolido corazón. Y les diré por qué caí a esa maldita cárcel:

–Va, agárrense: Fue la noche del quince de septiem-bre del año de 1957 cuando en plena celebración pa-laciega, y cuando el desborde patriotero de la gentuza que llenaba el Zócalo con sus gritos y sus silbidos y sus globos y sus banderitas de papel picado que portaban esos falsos mexicanos. Cuando esa falsa algarabía llena-ba los rincones del Zócalo, allí entre las serpentinas de

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colores y las luces de bengala y las mentadas, y cuando los castillos multicolores estaban prestos para tronar su pólvora, cuando los silbatos y el jolgorio insulso de las masas, la ira, mi ira estaba a punto para hacer explosión, pues Pascual, o sea yo mero, yo el irredento, yo el im-pulsivo, yo el luchador floresmagonista, yo el comunista verdadero, no pude ya contenerme y el coraje guardado por tantos años apareció en todo su apogeo: le arrojé dos huevos con pintura roja y líquida al presidente de la república. Envío que acompañé con un sonoro recorda-torio familiar a la progenitora de tal alto individuo. Pero con tan mala suerte y peor puntería que los proyecti-les gallináceos se fueron a impactar de esta manera: un huevo le dio de lleno al general que estaba vestido como para un desfile de Porfirio Díaz, pues estaba todo él reluciente y lleno de medallas y condecoraciones que le habían sido otorgadas por las «madrizas» a los cam-pesinos, y el otro huevo tampoco le dio al presidente, sino a su secretario muy particular, y que lloró a mares, pues estaba estrenando un traje de casimir inglés que le habían hecho en Hong Kong en el último viaje pre-sidencial a Oriente, y la mentada respectiva, que me salió del fondo de mi alma, con pena, debo decir que no llegó ni a metro y medio de distancia pues el ruido reinante lo opacó por completo. Ese acto, imperdona-ble para los corifeos gubernamentales, esa conducta de simio, como dirían los besamanos palaciegos, y esa falta de respeto a las sagradas instituciones de la patria, le valió al horrendo opositor y malcriado y terrorista, o sea yo, camaradas, el dormir durante trescientas treinta noches en un rudo camastro de piedra. La movilización

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de los compañeros obreros, la protesta de miles de in-telectuales y la petición de perdón y olvido formulada por un grupo de escritores de izquierda, me abrieron las puertas de la prisión.

Don Pascual tomó esta aventura como argumento, como un estribillo, y la contaba con un orgullo placero una vez y otra a todo aquél que se dejara. Don Pascual, como buen cuentero y siguiendo su temperamento san-guíneo que le era característico, le iba agregando más y más detalles, a su narración original le sumaba peleas, torturas policiales, abogados vendidos que lo explota-ban, a policías que no le dejaban ni de noche ni de día, y a soldados que lo amenazaban; de su repertorio salían a relucir los desplantes de libertad y de revolución que sostenía ante los interrogatorios de los jueces venales, las huelgas de hambre que realizaba con una frecuencia inaudita, y su remisión a la celda de castigo. Así que des-pués de tantos años transcurridos del episodio de los huevos de pintura roja que eran para el presidente en turno, esa anécdota se había convertido ya en un mo-numento épico que solo podía compararse con algún pasaje de la Odisea o con alguna batalla de Napoleón.

Una sonrisa, o más bien, un suspiro hondo, largo, se-lló el recuerdo de las «hazañas» de don Pascual, el padre de Rosa, y que hizo que «Pedro» tuviera un momento feliz ante la angustia de la espera. Esa añoranza, esa vida desordenada y plena de coloridos de don Pascual, le trajeron un rato agradable. Lo calmaron un poco. Pero «Carlos» no aparecía. ¿Llegó la hora de salir rumbo al Co-mité y dar la voz de alarma?

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Allí sentado, a la espera que se hacía larga y que podía significar un gran peligro, «Pedro» trataba de compo-ner la historia o, mejor, comprender lo que sucedería si «Carlos» no llegara. Pero también, ante casos como este de peligro, su salida era recuperar algunas historias de las muchas que poblaban su mente. Y encontró un re-cuerdo grato, de sabor y de olor y de colores que im-pregnaron sus ocho largos meses –forzados– recluido en un lugar de la ciudad de México. Las pesquisas po-liciales habían arreciado y las detenciones de muchos compañeros estaban a la orden del día. Así que huir, cambiar de domicilio, evadir cualquier retén, caminar de aquí para allá, fue la tónica seguida durante algunos días. Hasta que por fin encontró un escondite pues to-davía no habían hallado en el que ahora ocupan, el de la vecindad. Era un edificio en construcción de varios pisos enclavado en la orilla norte de la colonia Pensil. Ese lugar le había dejado en su memoria muchos e in-

El banquete

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olvidables momentos y una sonrisa apareció en su ros-tro cuando percibía los silbidos largos y profundos, por ejemplo, y escuchaba los piropos dirigidos a las muje-res que se atrevían a pasar por entre los escombros y materiales para la construcción del edificio, los tarareos continuos de los maestros de obra que eran inspirados en la música de Lara, o de José Alfredo, y la voz ruda de los albañiles que hacían de cada canción una imitación de Pedro Infante. Esas canciones cantadas antes por los abuelos, hoy cobraban nueva vida en la voz de los teno-res de la albañilería citadina.

Y los temas de los compositores casi son los mismos: letras en las que el despecho y el coraje que provoca la traición de una morena veleidosa, constituye para estos trabajadores una salida airosa. Son historias de amores fallidos, de la huida de la novia con su otro amante, de la hermosa que tiró al olvido el amor del galán en turno, olvido al que el despechado tendrá que asumir sumer-giéndose en la cantina del barrio y en su mesa libar dos, tres y más tequilas. Cada canción que se oye por los an-damios es una historia que todos escuchan y que varios de ellos sienten en carne propia, como si ellos fueran las víctimas de esas maldades. Sí, unos quizá se identi-fiquen con el burlador y otros lo harán con el burlado. Canciones que son un reflejo fiel de la vida amorosa. Y ellos, los albañiles, viven intensamente estas tragedias, tanto que les sirve bien para cargar los adobes y los la-drillos y los bultos de cemento.

«Pedro» había llegado como encargado de obra y allí era conocido como Juan González, un paliacate rojo cubría su frente y cabeza, se dejó crecer los bigotes y

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usaba unos lentes oscuros. Gozaba con todo lo que pro-vocaban aquellas canciones de amor y desamor, pero el momento culminante de su forzado retiro llegaba cuan-do se acercaba la hora de comer, cuando llegaba la hora del rancho.

«Pedro» se solazaba viendo el fuego danzar entre las piedras y las lajas que bien acomodadas sirven mejor que unas estufas que hay en algunos hogares. Y el es-pectáculo culinario crecía al ver al matacuaz enrollar con aquellas manos toscas las delicadas tortillas de maíz, y ver cómo las cazuelas de barro sometidas al fuego de los polines rotos, rebozaban con los hirvientes frijoles ne-gros, que al servirse eran adornados con chiles serranos, bien toreados, y con unas rebanadas de jitomate, unas rodajas de cebolla, y la cabeza de ajo que siempre te-nía a modo un comensal. Y las deliciosas burritas con sal de grano no tenían comparación con nada que pudiera ofrecer un restaurante de alcurnia. Bendito banquete consuetudinario donde la lata de sardinas Calmex y el «Jarrito» de limón, o el «Barrilito del doctor Brown» de sabor de grosella, tenían su cita diaria y junto con la Pep-si, ocupaban un lugar primordial en la mesa de ladrillos, sabores y colores y olores que salían de aquel refectorio improvisado entre las rampas y las varillas y entre los bultos de cal y el tiradero de arena.

Comelitón que huele a todo, que sabe a campo, a cocina pueblerina, que da un fresco olor como de un sembradío de maíz, y allí cerca, adornando todo, el mor-tero, el agua, la arena que servirán para levantar muros y poner pisos. Y el comal de laja de lujo que permite asar

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los chiles sin que se pasen de tueste, lugar primordial en donde se recalientan las tortillas y que hace que se esponjen y levanten airosas su capa más delgada. Y po-ner luego la olla con café de grano y endulzado con pi-loncillo. Y beber, y charlar, charlar y comer y recuperar fuerzas para entrarle con singular alegría a la faena, y el velador que siempre tiene la radio encendida y Javier Solís y José José y la Sonora Santanera, se dan «el quien vive» sonoro y con esta música suspirar por la novia au-sente o por la dueña de las quincenas del joven albañil. Aquel individuo que haya trabajado entre estos esque-letos de hierro, de tierra, varilla, trabes, castillos y muros y cal y cemento, recordará por siempre los olores singu-lares que allí se respiran y llevará en su memorial algo de ese México que se escurre con rapidez hacia otros universos. El hombre que haya convivido con el mun-do de la construcción y sus albañiles, podrá establecer comparaciones entre el México de Silverio Pérez y Jorge Negrete y de cocinas económicas y de fondas del barrio y del vendedor de camotes al vapor, y ver el México glo-balizado, en el que las hamburguesas y pollos Kentakys y pizzas y tuinkis y churrumaises y Fast fuds tienen su es-pacio primordial.

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Muerte en la azotea

Unos pasos presurosos, pero de una manera furtivos, sacaron a «Pedro» del ensueño en que Rosa lo había su-mido, se esfumó el recuerdo de don Pascual, salió por los aires el beis y se escabulleron las comidas con los al-bañiles. Era «Carlos» el que por fin llegaba.

Rosa ya había terminado con su tarea cotidiana de tender y destender desde hacía algunos minutos. Ella, Rosa, no debía enterarse del escondite y mucho menos nadie, absolutamente nadie de la vecindad debería sa-berlo, cosa que por fortuna para «Pedro» ocurría cabal-mente. Por esa discreta y valiosa actitud de su «novia» y por los recuerdos que fluyeron uno tras de otro, «Pedro» no se dio cuenta cuando Rosa terminó sus labores. Ella ya había bajado de la azotea y a estas horas ayudaría en las labores hogareñas.

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«Pedro» se congratulaba por lo bien que habían construido su guarida. Bien y bueno como lo habían mantenido en secreto, pues vecinos e inquilinos de la vecindad nunca sospecharon ni descubrieron ese lugar. Tal era el sigilo, tal la secrecía guardada, sí, pero con ello, con ese cuidado la vida iba en juego. Y lo que hacían no era cosa de juego.

A esas horas en su cuartucho, Rosa disfrutaría de las canciones del otro Pedro, quizá estaría tomando un té de canela y comiendo su plato de lentejas que tanto le gustaba y que adornaba con un plátano macho rebana-do, y de postre su boca sabía del sabor de una telera con miel de abeja.

«Carlos», aún jadeante, se sentó frente a «Pedro». Tomó unos segundos para aspirar más aire y sin perder la sonrisa que siempre le cubría el rostro se quitó su dis-fraz: su cachucha, su bufanda. Se colocó los lentes y allí estaba el esperado compañero «Carlos».

–¿Qué pasó «Carlos»?, llevo casi una hora esperando. Pensé lo peor. ¡Caray! Ya iba a darme por vencido y esta-ba listo para ir volando rumbo al Comité. Pero, oye, qué bueno que ya llegaste, y por tu cara parece que todo está bien…

–Bueno, «Pedro», te cuento: cuando me bajé del camión, después de que tú lo hiciste, dos «monos», los del auto negro, corrieron hacia mí… Y «Carlos» explotó en una carcajada que parecía interminable si no fuera porque «Pedro» le indicó que bajara el volumen. Y que tomara las cosas con calma.

–Pues yo –«Carlos» proseguía–, les llevaba como cincuenta metros de ventaja y al llegar a un puesto de

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periódicos me la jugué. Me puse mi disfraz de don na-die, me puse el disfraz de don nada: la bufanda gris, la cachucha mágica que mi abuelo me regaló, me quité los lentes y aguanté. Contuve la respiración, di la media vuelta y ¡zas!, que regresé por donde esos «tiras» me se-guían. Te lo juro, «Pedro», me fui por donde ellos venían, nos cruzamos, y no me vieron… no me vieron. Pasaron junto a mí como a medio metro y ni se dieron cuenta de que yo era el que buscaban… ¡Qué barbaridad! A medio metro…

Y la risa –ahora ya contenida– de «Carlos» estalló en la azotea de la vecindad, que ya para ese entonces regis-traba con más precisión la caída de la noche, porque en lo alto se distinguían algunas estrellas vacilantes, y eran visibles los aviones nocturnos que rasgaban el espacio con sus luces y su larga estela de gases.

De pronto se escucharon unos disparos. Saltaron de sus lugares, aunque poco se podían mover por lo reduci-do del espacio. Se quedaron con la respiración cortada.

Aguzaron los sentidos y la alerta roja se encendió en sus rostros. Abrieron más los ojos para descubrir algo en aquella semioscuridad.

En la azotea del edificio que quedaba frente a ellos unos policías vestidos de paisanos, habían detenido a un hombre que, en su desesperación y luchando con fie-reza, alcanzó a librarse de las manos que los sujetaban y emprendió la huida. Inútil fue el intento, pues cayó aba-tido por la lluvia de balas. «Pedro» alcanzó a reconocer a ese compañero.

«Carlos» y «Pedro» se quedaron helados, petrifica-dos ante esa imagen.

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La represión se mostraba en todo su «esplendor». Era ya el camino sin retorno. Se les aparecía el ahora o el nunca. Esto podía ser el principio del fin. Y ellos allí, agazapados, inmóviles. Frente a ellos se acrecentaba de nuevo la violencia, el crimen, la presión. Y ellos sin poder hacer nada todavía.

Otro compañero de lucha caía abatido por la metra-lla. ¿Sería otro romántico muerto por sus ideales, asesi-nado por sus sueños? ¿¡Otro Aquiles Serdán!?

En última instancia esto para ellos no era nada extra-ño. Menos todavía para «Pedro» que tenía en su haber algunas batallas en la montaña. Ellos ya sabían las con-secuencias que sus acciones les acarrearían. Ya sabían el castigo que los esperaba. Estaban psicológicamente preparados para afrontar hechos todavía más violentos como el que tenía lugar a unos metros de ellos. La muer-te era la culminación de una carrera revolucionaria. Se aceptaba ese pago en todo su valor, con todas las con-secuencias. Claro que, a ellos, a los jóvenes no les impor-taba perder la vida. Aceptaban con gusto y con gran es-píritu todos los riesgos posibles. Y esos riesgos estaban a la vuelta de la esquina, estaban por cualquier lado que ellos estuvieran. Estas crisis eran las que medían el va-lor y su aguante, era la fuerza y la determinación de un combatiente lo que los mantenía con el espíritu en alto.

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139Y esa capacidad, esa manera de ser era lo que los ha-cía diferentes de los que no tenían coraje o no poseían ninguna profunda convicción revolucionaria. Algunos hombres no podían ceder ante una fuerte presión y tira-ban por la borda con ello lo que habían jurado defender. Y esta presión a «Pedro», para zafarse de ella, para sacu-dírsela, acudía a su saco de recuerdos. Y aparecía Aman-da en la montaña o venían más claros que la luz solar los días de los largos estudios del materialismo histórico, o las fantásticas horas plenas que pasaba con Esther o con María o con Juana.

Y sobre la vida y actitud de «Carlos» le aparecía en su mente aquel tiempo que permanecía con su abue-lo Vicente Espejo. Aventuras narradas por «Carlos» a su amigo y compañero «Pedro».

El Presidente Wilson

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Historias de «Carlos», de cuando los tenedores y las cucharas pegaban al vaso de vidrio para llamar al mese-ro a que este pusiera la siguiente ración del negro café porteño, seguido por el chorro de leche que colmaría el recipiente y con ese bastimento disponerse a escuchar al abuelo:

–«Pues mira, Raúl, acomódate bien y goza tu café. Sucedió en 1914, aquí en esta misma ciudad de Vera-cruz. Voy a contarte desde el principio, claro: mira, en el mes de mayo de 1913 salió publicado en un periódi-co norteamericano el Saturday Evening Post el artículo siguiente, y que habla sobre a situación que privaba en este país y sobre la política que hacia México se instru-mentaba en los Estados Unidos, y que el presidente Wil-son ejecutaba a carta cabal –y de su bolsa de cuero sacó un recorte periodístico–:

«Es cosa curiosa que todas las demandas porque se establezca el orden toman en consideración no el orden para beneficio del pueblo, sino para beneficio del anti-guo régimen de los aristócratas, de los intereses crea-dos, de los hombres que son responsables precisamen-te de estas condiciones de desorden.

»Nadie piensa en el orden para ayudar a que la masa del pueblo obtenga una parte de su derecho y de su tierra. Es mi intención, una vez que he comenzado esta empresa, no desistir de ella, si no se me fuerza a ello, hasta que se me den seguridades de que las grandes injusticias que ha sufrido este pueblo están en camino de ser reparadas. Por supuesto que no nos incumbe exi-gir un procedimiento para la partición de la tierra, por ejemplo, porque eso nos colocaría en la posición de un

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dictador, lo que no somos, pero nuestra intención es no cesar en nuestra amistosa oficiosidad hasta que se nos asegure que todo está en camino de arreglo feliz».

Raúl escuchaba con atención lo dicho por Wilson, y se intrigaba y se preguntaba acerca del verdadero con-tenido y alcance de ese artículo.

Lo expuesto por el presidente que representa los intereses imperialistas y que es la voz cantante de los Estados Unidos no dejaba duda alguna de lo que sabía sobre la realidad mexicana. Con esas palabras Wilson dejaba expuesta una verdad que dolía. Lo dicho por el presidente norteamericano era cierto. Esa era la triste y cruel realidad en la que el pueblo mexicano está situa-do. Vicente, el abuelo, le decía a Raúl que lo expresado por el presidente Wilson era de una verdad total.

–Pero no admito –decía Vicente– que haya injeren-cias extranjeras en nuestros asuntos internos.

–Y lo peor de todo, hijo, es lo que aquí en nuestro México se publicaba sobre estas cuestiones tan doloro-sas, mira –y de su bolso sacaba otro recorte de prensa–, este es un pasquín que dirigía un tal Paul Hudson, y que era portavoz de la colonia norteamericana y de otras fuerzas intervencionistas y claro, la voz de las empresas estadounidenses que hacían pingües negocios en nues-tro México. Te lo voy a leer:

«Estamos absolutamente seguros de que la gran mayoría de los mexicanos inteligentes y las clases pro-pietarias de México preferirían a ojos cerrados ver la in-tervención americana y no que su país caiga en manos de las devastadoras huestes revolucionarias».

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Vicente, en un arrebato de ira republicana arrojó luego a la mesa, que hizo temblar el café de Raúl, aquel periódico. Y con las manos y labios todavía temblorosos, sorbiendo su todavía caliente café, le soltó a Raúl otra andanada de historia.

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Ahora, Raúl, te voy a contar, aunque sea brevemente, pues tengo al rato una reunión muy importante con va-rios amigos de mi generación, la relación que encuen-tro entre lo dicho por Wilson y por el otro gringo con la intervención norteamericana a nuestro país en el año de 1914. Y cada vez que lo recuerdo, sigue diciendo el abuelo Vicente, la rabia me llena y nubla mi vista, y el tartamudeo no me deja para nada. Va: era el mes de abril de 1914 y en Tampico se libraban las batallas entre los federales, esto es, el ejército federal huertista y los re-beldes, o sea el ejército constitucionalista; acciones que eran dirigidas para tener el control militar de ese puerto. Y ello ante la presencia ominosa de la 4ª. División de la

La intervención

norteamericana

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Flota Atlántica norteamericana dispuesta en esas aguas nuestras para resguardar la zona petrolera norteame-ricana de la localidad. Pero me voy a ir un poco antes de esto para que te resulten más claros estos terribles hechos. Otros tragos a sus respectivos cafés y Raúl mor-disqueaba su pan. Lo que en diciembre de 1913 sucedía era que el general constitucionalista Cándido Aguilar se había acantonado en una región muy cercana a la ciu-dad de Tuxpan, en el estado de Veracruz, y dominando por esa situación estratégica la zona petrolera.

El almirante Fletcher –sí, el mismo personaje que to-maría, invadiría, meses después la ciudad de Veracruz– había amenazado a Cándido Aguilar, desde el acora-zado Nebraska con el desembarco de sus tropas para resguardar los bienes de sus compatriotas, y lo haría si el general mexicano no se alejaba de esa zona vital.

El general Aguilar, ni tardo ni perezoso, les contestó a esas amenazas imperialistas, que sus tropas habían es-tablecido garantías a todos los extranjeros, pero que en caso de que Fletcher cumpliera su amenaza, estaría en la obligación republicana de atacar a las fuerzas que des-embarcaran, procediendo luego a incendiar los campos petroleros y pasaría por las armas a los yanquis que allí se encontraran.

Dicho esto, el abuelo Vicente se levantó de su asien-to y con voz plena y potente lanzó al aire un ¡Viva mi general Cándido Aguilar! ¡Vivan los mexicanos de a de veras! Y una furtiva lágrima, que sólo Raúl pudo ver, se escurrió por la mejilla del abuelo.

Y era tal la algarabía que privaba en ese entrañable café de la Parroquia, que un grito más o un grito menos

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no merece la atención de nadie. Allí en ese café porteño está claro que cada loco puede tener su tema, de mane-ra que esta manifestación patriótica del buen abuelo de Raúl, tampoco mereció ser escuchada o atendida por los parroquianos que a esa hora atestaban el lugar.

–Sigo –dijo don Vicente–, continúo y perdón, pero estoy un poco eufórico con esa actitud de macho de mi general Aguilar. ¡Ay!, cuántos generales como este ne-cesitamos del día de hoy.

Pues cuando sobrevino la intervención norteameri-cana de 1914, cuando las tropas invasoras penetraron en nuestra tierra mexicana, y en contraste con la acti-tud del general Aguilar, el general del ejército federal Gustavo A. Mass, por cierto, claro, sobrino del usurpador Huerta, huyó de la plaza. En su gran prisa por salvar la vida olvidó las condecoraciones, su espada y, esto es in-soportable, la bandera del batallón a sus órdenes.

Por fortuna para el honor de la patria, en el puerto quedaban unos cien reclutas para hacer frente a los in-vasores, y fueron los alumnos de la Escuela Naval quie-nes ofrecieron la mayor resistencia, y también pusieron su gran grano de arena muchos veracruzanos que no se quedaron con las manos en la espalda.

Al segundo día de la invasión artera, Andrés Montes se dirigió a su mujer y le dijo:

–Aquí te dejo colgado este machete, anoche lo afilé bien para que al primer gringo que se atreva a entrar en esta casa le mochas la cabeza–. Luego de escribir una carta a su hijo menor, Andrés salió de casa para morir en el fragor del combate.

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Y aquí, Raúl, cuando te digo esto, no olvides nunca estas muestras de valor y de entrega, estas acciones ex-tremas que toma la gente del pueblo ante un caso así. Tenlo siempre presente, hijo, siempre.

Bien, pues cuando la soldadesca gringa pisaba nues-tras banquetas, tiroteaba nuestras casas sucedió un he-cho ignominioso, otro más, y qué te digo, más indigno, más aberrante, más afrentoso todavía: el 26 de abril fue izada la bandera norteamericana de manera oficial. Y te cuento esta otra gesta popular en donde se ve que, por fortuna, todavía quedan unos pocos mexicanos con dig-nidad y con sentido patriótico: el 28 de abril, el ejército norteamericano pidió evacuar la cárcel. Entonces el an-ciano coronel que era el jefe de la fortaleza, exigió que se le permitiera retirarse con la bandera desplegada, a tambor batiente y con los honores de ordenanza, por parte de las tropas invasoras. Todo lo cual fue acepta-do por los norteamericanos. Y mira –de su bolso extrajo otro recorte periodístico– Raúl, muchacho, este recorte nos narra este suceso:

«De la fortaleza salieron libres todos los presos po-líticos, los pocos soldados sin armas, el jefe del castillo y el jefe de la prisión, coronel Aurelio Vigil, un octoge-nario que abrazando la enseña tricolor desfiló entre los invasores que le presentaban armas y batían marcha en honor a la bandera, y todos los que formaban el triste cortejo derramaban lágrimas de emoción».

En la mesa del abuelo se hizo un breve silencio. Raúl miraba las lágrimas de don Vicente Espejo que resba-laban por su curtido rostro. Lágrimas que secundaban a las que en su tiempo le salían al coronel Aurelio Vigil.

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Por supuesto que Raúl, hoy «Carlos», no olvidó ja-más esas páginas y retuvo para sí las enseñanzas que florecían en ellas.

«Carlos» ahora sufría la realidad de granaderos y de soldados y judiciales que los torturaban.

Sentía en carne propia cómo la violencia estallaba en las ciudades. Por eso mismo, ante la devastación ofi-cial, ante la agresión y los golpes, ellos no iban a ceder nunca en su lucha revolucionaria.

«Pedro» y «Carlos» observaron cómo era arrastrado el cuerpo de aquel hombre joven, del compañero que acababa de ser abatido en aquella azotea. Y sabían que era de los suyos pues «Pedro» pudo reconocerlo. No re-cordó el nombre, pero su cara le era conocida. Fue difícil hacerlo entre aquellas sombras.

Una luz potente barría las azoteas de las vecinda-des. En la tensión en la que estaban sumidos tardaron en darse cuenta que un helicóptero se había detenido justo arriba de ellos. El corazón les dio un segundo vuel-co. Contuvieron la respiración. Trataron de hacerse más pequeños en su rincón, que ahora sí, de verdad, estaba a toda prueba. Ellos hubieran querido convertirse en uno más de los ladrillos, ser un desvencijado bote de pintu-ra, y transformarse en puñados de tierra. De las alturas de la nave, al piloto y los soldados, aquello parecía un montón de basura, desde su vista, eso era una masa de deshechos. El aparato, después de unos giros desapare-ció en los huecos de la noche. Granaderos y soldados, terminada su macabra labor de «limpia», arrancaron en sus vehículos y se perdieron entre las calles de la Ciudad de los Palacios, para fortuna de «Pedro» y «Carlos».

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Martha estaba casi al final de la diaria discusión con su madre, doña Juana.

–Hija, por favor, no me tortures. Mira cómo me tie-nes, estoy hecha un manojo de nervios. Vivo de sobre-salto en sobresalto. ¡Dios mío! ¿Por qué me mandas este castigo?

–Dios no te manda nada. Él está muy ocupado en otros menesteres más importantes que los tuyos. Aho-ra, madre, debo salir con urgencia. Terminemos esto, mamá, por favor.

–Espera, hija mía. Ya, ya estoy bien. Ya estoy tranqui-la… Déjame verte. Quiero verte. Y no me interrumpas. ¿Sabes? Temo mucho por ti, por tu… Me preocupa de-masiado que algo te pueda ocurrir. Por favor, déjame… Te lo estoy diciendo, así como tú quieres, sin «azotar-me», como dices. Y mira… Quiero darte una medalla que me dio mi madre, tu abuela, cuando…

El número 33

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–No, no. Por favor. Mamá. No es el momento para que me des esa medalla. Entiéndelo.

–Calla… y obedéceme por una vez en tu vida… Y no vayas a blasfemar delante de mí… y no te vayas a burlar… Escucha bien. Esa medalla le sirvió a mi madre y la salvó de cosas horribles durante los primeros años de la revolución. Voy por ella. No te vayas a ir, por favor, hija… Si lo haces te voy a dar de nalgadas… Te lo juro, te…

Doña Juana buscó afanosa entre los cajones de su cómoda.

Luego abrió el ropero y por fin, en un baúl destar-talado, encontró el valioso tesoro mágico: una meda-lla de la Virgen de los Remedios. Allí estaba esa virgen entre pañuelos bordados que aún llevaban las iniciales del nombre de la madre de Juana: «E G», o sea Epifanía González.

Y un poco, hacia el ángulo derecho de la imagen estaban unos números que indicaban la fecha de naci-miento de doña Epifanía, aunque estaban algo borrosos por el desgaste de los años transcurridos.

–Es de oro puro, hijita, veintitantos quilates… Pero lo mejor de todo es que está bendita. Y confirmó esta bendición, que le había dado en 1908 el cura del pue-blo, don Tomás, donde tu abuela nació, y como te digo, confirmó esta bendición el año de 1934, el padre Adrián Luévano, primo a la vez que era de tu abuela. Así que esta medalla está doblemente bendita. Doblemente te podrá salvar, tienes con ellas dos salvaguardas, dos pro-tecciones divinas en contra de los malvados que por el

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mundo andan… Hija… Por favor… Tómala… Abrócha-tela… Te lo ruego… Hazlo por mí…

–Mamá, yo te entiendo, y sé muy bien que lo haces por ayudarme. Pero te debo decir que Raúl y los camara-das que de repente me vean con una medalla al cuello, yo, que nunca he usado nada… Y que, tú lo sabes, nun-ca voy a misa… Pues, no sé, pero, claro, respeto profun-damente esto… Te respeto a ti… Te quiero a ti. Pero, ¿ponerme yo una medalla religiosa…?

–Hija, si no te la pones me vas a matar, de verdad. Es más, te digo que yo la tenía guardada para el día de tu boda. Este iba a ser mi regalo… Soy pobre y es mi única herencia… Es todo lo que yo te puedo dar. Es de oro… Era de mi madre… Ya ves, ya me hiciste llorar. Y tan cal-mada que estaba hace un momento. Así me quieres ver siempre, ¿verdad? Llorando. Sufriendo lo indecible por tu forma de ser. Yo, tratando de cuidarte, de velar por ti, y tú, mira cómo te portas. Mira cómo me pagas… Si la rechazas sería una ofensa para mí.

Al ver el llanto sincero de su madre, conmovida pro-fundamente por el tono y la verdad que encerraban las palabras de su madre y perturbada profundamente, Martha tomó aire:

–Dámela. Es un regalo inapreciable para mí. Lo reci-bo como si este fuera el día de mi boda. La recibo, que-rida madre, con una gran emoción. De verdad. Ah, por fortuna tiene una cadena muy larga y no se notará mu-cho… Anda, madre, tú misma ayúdame, abróchala. Yo no alcanzo… Eso… ¡Huyyy!, qué bien luce, ¿no? Bien. Ahora ya estarás contenta. Ay, madre mía. Gracias. Bue-no, ahora debo partir. Pero antes haré una pausa. Escú-

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chame. Yo creo que de aquí en adelante debemos cam-biar algo en nuestra actitud, en la forma de tratarnos. ¿No te parece? Mira, madre, a diario hacemos muchos dramas. Parece que estamos haciendo radionovelas. Y luego, cuando salgo a la calle, no me siento bien. Me re-muerde la conciencia. Cada vez que salgo de esta casa llevo conmigo algo así como un peso que me aniquila y no me deja mover en paz. Por eso digo que tratemos de cambiar, de no discutir… Mira, si tú quieres ayudar-me, que siempre veo que tratas de hacerlo, y si no nos gusta pelear y caer en los enojos y reproches, entonces hagamos un cambio. Ya estamos mayorcitas. Sí, claro que debemos charlar más sobre nuestros asuntos, pero hagámoslo de manera más civilizada, hay que hacerlo de una manera mejor, ¿no te parece? Sí, como ahorita lo estamos haciendo. Razonablemente, tranquilamen-te. Madre, mira, ya no te voy a decir cosas que te mo-lesten… Es más, por ejemplo, hoy no te he dicho nada, ningún comentario sobre mi hermano el vago, ni te he mencionado la forma indigna de ser de mi hermana. Tú me entiendes a lo que me refiero con ello, ¿verdad?

–Te entiendo perfectamente, hija. Yo sé lo que hay en tu cabeza y sé lo que pasa con tu hermano y todo lo de tu hermana que… Pero tú debes entender que mi cabeza ya está vieja. Está muy cargada de años y a veces me es difícil tomar lo que sucede de una manera más tranquila. Yo… yo estoy sola… solo los tengo a uste-des… y los quiero con todos sus defectos y con todos sus aciertos… Sí, Martha, hija, yo te admiro mucho y te quiero más.

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La cara de doña Juana se mostró por primera vez a los ojos de Martha, limpia, tersa. Como si una paz inte-rior la llenara de repente. Esa cara, ese rostro de su ma-dre que reflejaba bien su estado de ánimo, a Martha le había calado muy hondo. Esa expresión de su madre, a Martha, la compañera «Lidia», le trajo un recuerdo, esa cara casi beatífica de su madre, la llevó a recordar una anécdota, la historia que sucedió aquel miércoles de ce-niza: su madre se había metido a la iglesia y Martha se había quedado en el atrio comiendo golosinas, y todo esto lo recordaba bien, porque ese día el señor cura su-frió un espasmo, un «váguido» ―dijeron todos los feli-greses, alarmados por ello– y las ostias que llevaba con tanto cuidado se fueron rodando por el suelo, pero el cura, bien alimentado que estaba, medía de cintura su buenos 99 cm, se recuperó de inmediato, se sacudió sus faldones, y doña Juana, que presta había recogido una por una aquellas ostias, tuvo tiempo para ayudar al obeso cura a recuperar el equilibrio. Como premio a su acción católica de buena samaritana, le tocó recibir, primero que a todos los angustiados feligreses la ceniza cuaresmal, una ostia, la menos polveada, el cura, agra-decido, le dio la menos sucia, acompañando todo con una bendición extra salida de la boca del cura. Al engu-llir la ostia Juana puso una cara angelical. Esa cara era la misma que ahora, su madre, doña Juana presentaba en todo su esplendor.

Había hoy algunas lágrimas en el rostro de su madre, pero estas no reflejaban angustia ni mostraban el dolor al que se veía sometida la buena de Juana. Su cara era la de una santa. Era una cara, en todo caso, de resignación

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ancestral. Tenía un rictus más profundo que de costum-bre. Como si en ese momento se repitiera la caída del cura y la ostia recogida.

El acto de entregar la medalla milagrosa y colocarla en el cuello de su hija era un acto supremo para su ma-dre. Ahora, Juana parecía una mujer distinta.

Frente a ella estaba su hija con todo un gran futuro por delante. Además, su Martha era bonita, era inteli-gente. Bueno, algo respondona, pero buena estudiante, según constaba en sus calificaciones y en los comenta-rios de sus maestros de la Voca. Pero, aunque nadie lo hubiera dicho, Juana sabía bien a quién había parido.

Martha recorría el parque. La cita con el compañero «Julio César» era la tarea. Día dos de abril 12:30 h frente al número 33 de la calle estrecha del barrio que circunda el deportivo Atlante. Allí en el jardín Estrella de la colo-nia Libertad y justo enfrente de la banca que tiene una rotura en el centro del respaldo. Allí era el sitio. Como era natural pocos, muy pocos de su célula conocían a «Julo César».

Las instrucciones del siguiente paso le serían entre-gadas en un sobre de papel de estraza que contenía un documento cifrado. La contraseña que debía dar y que le enseñaron a Martha era por demás ilustrativa y casual: un hombre con una bicicleta, caminando, le diría: –Estás muy buena, mamacita…–. Y la ofendida Martha debería responder: –Buena, tu abuela–; y acto seguido le debería dar un golpe al sujeto y dejando caer su bolsa de mano para que el «contacto» aprovechara ese momento y metiera rápidamente el sobre en esa bolsa al tiempo en

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que se deshacía en disculpas: –Usted perdone, señorita, fue un choque sin querer, ái muere, ¿no?

Y ni una palabra más ni una palabra menos. La ac-ción debería ser así, casual, así de «inocente», así de sim-ple, para no caer en un error que pudiera tener resul-tados negativos y fatales para el Comité de Huelga. Así de «inocente» era el montaje y la escenificación para la entrega de tan valioso documento.

Martha, la compañera «Lidia», repasaba todos y cada uno de los pasos que debería de seguir. Y cuidarse bien, pues en la ciudad, y sobre todo los estudiantes, o los jó-venes que parecieran serlo, todos, eran un enemigo en potencia y por lo tanto la vigilancia era estrecha y para el que cayera en el Campo Militar sería éste su último lugar en la tierra.

Sí, decía Martha, el tipo de la bicicleta, el piropo, la bolsa de mano, la caída, el sobre, etc., y así una vez y otra: el tipo de la bicicleta, el piropo…

Martha llegó a la banca. Correcto. Allí está la rotura en el centro de la banca. Bien. Todo marcha bien. Y en-frente, cruzando la calle estrecha debe estar el número 33. Sí, estupendo, allí está visible el número 33. Ese era el lugar. La hora también. No había dudas. Ahora a esperar al tipo de la bicicleta, caminando. El sol pegaba un poco más de lo normal. El sol parecía estar enojado, lanzando con furia todos sus rayos. La caminata y el ajetreo vehi-cular le habían provocado mucha sed. En la esquina es-taba un tendejón. Martha «Lidia» metió mano a su bolsa y las monedas que traía alcanzarían para comprar un re-fresco. Pero no, no. No debo ir –se dijo a sí misma–. Eso

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no estaba previsto, no lo puedo hacer pues algo podría salir mal.

Me quedo aquí, con mi sed. Y Martha se recriminó su deseo de tomar algo líquido. Aguantarse la sed era lo indicado para una luchadora social. Total, en una hora más estaría en casa y se prepararía una deliciosa agua de limón. Sí, bien.

No puedo distraerme con nada. No puedo arries-gar esta operación. Este documento debe ser recibido como se me ha indicado y luego entregarlo sin demora alguna. Debo cuidarlo como si fuera una larga varita de cristal. Es mejor repasar desde el principio todos los de-talles, repasar las instrucciones, verificar los pasos que se vayan dando. Y rectificar luego los pasos y las acciones que debería hacer para después de recibir el documen-to del tipo de la bicicleta: tomar un taxi, irse a la colonia Gertrudis Sánchez, bajarse en el semáforo que está des-pués de la avenida que cruza el mercado popular de La Violeta. Pararse enfrente de la carnicería La Esperanza. Verificar otra vez la hora y esperar quince minutos a que pasara otro taxi con un hombre y una mujer dentro. Él, llevaría una camisa azul, de algodón, muy usada y un pantalón de mezclilla con cinturón rojo. Ella, la mujer, llevaría puesta una falda color blanco y con un estam-pado de adornos de flores negras. Además, llevaría una bolsa de cuero color amarillo, y esta pareja la invitaría a subirse al taxi diciéndole a Martha:

–Súbete, Juanita, qué milagro que te encontramos. ¿eh? Nosotros también vamos para allá. Vente. Súbete. Aquí andar es peligroso para una joven como tú. Súbete.

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Martha sabía que el cuidar todos los detalles, el se-guir hasta lo último el plan propuesto era de vital im-portancia. El único estado viable para ellos era el estar alerta. Toda posible precaución tomada era poco, la si-tuación era tensa y las fuerzas del «orden» estaban des-atadas. «Cuídate», le habían dicho en el Comité.

Y allí frente a la banca con la rotura y frente al nú-mero 33 Martha se repetía el siguiente paso: –El taxi, la pareja, el «súbete nosotros también vamos pa…».

No había terminado de decirse esta última parte de la contraseña cuando una mano le tomó el hombro derecho. Quedó petrificada. Eso no era lo convenido. ¿Quién podría ser? Evidentemente no era nadie de su célula. ¿Y si fuera un asaltante? ¿O un galán inoportuno? Las preguntas se le amontonaron en la mente. Recor-dó –y no era el momento adecuado para ello– cuando los federales llegaron a su pueblo y cómo a don Jesús Balandrán, el que era el líder de los campesinos, el que les daba la voz de justicia y los representaba ante los amagos policiales, el que redactaba las quejas, el que los defendía a carta cabal de los desmanes de los terra-tenientes y de los ataques de los diputados oficiales y de la presión de los presidentes municipales del PRI, aquel hombre de lucha y que se había ganado la amistad y el respeto de los hombres del campo, por su valor y por su claridad de miras y por su firme bandera zapatista; y ese hombre de aspecto bonachón, que los domingos le daba a la niña Martha unos suculentos elotes asados es-polvoreados con chile rojo y untados con limón, a este hombre de plena convicción revolucionaria, Martha vio con angustia cómo era subido con lujo de fuerza a una

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camioneta negra, sin placas y que cuando arrancó dejó una estela de polvo. Ya nunca más se supo de don Je-sús. Ya nunca volvieron a ver por esos lares a don Jesús Balandrán. Desapareció para siempre. Se fue el hombre bueno. Se fue por el camino de nunca jamás.

Martha, esperó inútilmente que el hombre llegara al-gún domingo para ofrecerle a la niña su ración de elotes de la temporada. Muchos compañeros de lucha habían dicho que los soldados lo torturaron y luego su cuerpo fue arrojado al mar. Cuentan que don Jesús nunca les dijo a los milicos los nombres de nadie. Ahora, por las noches de frío y niebla, dicen las mujeres más viejas de la comunidad que don Chuy Balandrán sale todo él allá junto al nogal que hay en su parcela, y que desde allí les grita a los soldados que un día se podrá vengar de ellos.

–¿Cómo estás, Martha? ¿Ya no te acuerdas de mí?Pero la mano era de hierro y no le permitía voltear

para poder ver al intruso. Esa voz, en todo caso, ya la ha-bía escuchado. Pero, ¿dónde? Por su cabeza circularon, como en una pantalla, los salones de clase, las casas de los vecinos, los puntos de reunión de los compañeros, el lugar de sesiones del Comité. Por sus ojos desfilaron rostros de los policías que estuvieron asignados en los pelotones de la muerte… Y no encontraba en ese repa-so a la posible persona que tuviera el timbre de esa voz. Esa voz imperativa se dirigía incisivamente a ella, y cosa grave, la llaman con su nombre. ¿Sería su turno? ¿Sería su última aventura revolucionaria?

–¿No te acuerdas de mí, verdad Martha?–, insistía el individuo que la tenía sujeta de su hombro y que el dolor le empezaba a molestar ante aquella presión que

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esos dedos ejercían. Esa mano era muy fuerte, pensaba Martha, esa mano es dura. Fría, como si manejara fierros, acero… fusiles… rifles… metralletas…

El temor empezó a invadirla cuando llegó a estas conclusiones. Cuando repasó las palabras, rifles… me-tralle… Se armó de valor y de una fuerza sacada de quién sabe dónde, logró voltear su rostro. Quedó muda. Petrificada. Una sonrisa más que cínica salía de un tipo joven, alto, fornido y con el pelo cortado como militar, nariz recta… Sí, era el que semanas atrás había pregun-tado en su casa por Raúl. Esa era la voz que ahora recor-daba. Demasiado tarde. El mundo se le vino encima. Su vista se nubló.

En medio de un grupo de paseantes, un hombre ca-minaba llevando a su lado una bicicleta. Buscaba con discreción una banca con una rotura en el centro del respaldo y comprobaba que al cruzar la callejuela estu-viera enfrente una casa marcada con el número 33. Y el hombre se decía que una joven guapa, con vestido gris y con rayitas amarillas, y suéter guinda y con una bolsa de mano lo estaría esperando.

A ella, y nadie más que a ella le debería entregar el documento…

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La música del danzón deleitaba a la nutrida concurren-cia del salón de baile. Nereidas sonaba con sabor, era el rico sabor tropical. Acerina y su danzonera constituían la cumbre musical de aquel lugar. Las parejas de baila-dores sacaban a relucir su buena escuela, mostraban su estilo, su técnica impecable y ponían corazón, cuerpo y alma en cada movimiento y para mostrar su sapiencia dancística en el baile, movían con cadencia la cadera y cuerpo, porque este ritmo, el danzón, se debe ejecutar con medida, nada debe estar o verse exagerado, solo hay que hacer los movimientos indispensables, solo debe imperar el estilo sobrio, como lo dictan las clases de los maestros. El brazo izquierdo del barón debe estar a cierta altura, sin pasarse de ella, tomando como refe-rencia el hombro de la dama. No. Nada de tomar las co-sas a la ligera, hay que dar la debida importancia a las reglas.

Ceci

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Los cuerpos deberán estar muy juntos dejando, en todo caso, unos diez o quince centímetros de espacio entre pecho y pecho, justo la distancia que determine el brazo del caballero extendido lateralmente y tenerlo siempre paralelo al de la pareja. No más. No repegarse. Mirar siempre al frente, como quien mira a lontananza. No mandarse en los movimientos. No exagerar nada. Y que sea ese un todo, sus siluetas, que luzca estética-mente bien. La vestimenta deberá ser sobria, elegante pero sobria. El caballero puede usar smoking o traje negro impecable, moño o corbata que combinen con el color del traje y zapatos de charol, muy limpios, muy chéveres, muy relucientes. Y la dama, si trae vestido de coctel de chaquiras negras y puntos dorados que lancen destellos cuando cruce alguna zona del salón que tenga una luz intensa, qué mejor. Los bailadores deberán con-centrarse en el ritmo impuesto por la orquesta y hacerle caso a la melodía. No distraerse con nada. No andar «pa-jareando». No ver de reojo a otras parejas. Sí, cada quien con su peculiar estilo. Sobre todo, el caballero no debe mirar a la dama de otro bailador, eso es de mal gusto y no se ve ni se recibe bien. Cumplidos estos requisitos, habrá que meterse luego a la sabrosura y a la profundi-dad y a la cadencia rigurosa del son.

El danzón está hecho a la medida de los que sienten una pasión genuina por el baile. Está que ni mandado hacer para los que aman el ritmo y tienen un gran gusto por este deporte social de salón. A la dama, en fin –y lo mandan los cánones– se le tratará con finura y con decencia, con cariño y con respeto. De lo que se trata es

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de bailar y bailar bien, con todas las de la ley. Algunos individuos que llegan allí para «ligar» tomando como pretexto el baile, están perdidos. Allí no tienen un lugar. Salen sobrando. Son rechazados. Claro que ciertas veces sale un prietito en el arroz. Pero son casos aislados.

Ivonne, que por supuesto llevaba puesto un vesti-do largo y adornado con chaquira negra y zapatos de charol y tacón alto, descansaba en una mesa después de bailar una larga «tanda» y charlaba animadamente con Ceci.

–Pues para mí, Ceci, tú eres muy coqueta. Esa fal-da que traes puesta está muy corta. Los caballeros aquí presentes se sentirán provocados y algunos apenas po-drán contener alguna mirada libidinosa que los obliga-rás a que te la lancen. Y perdóname, eso está mal. Ya van veinte veces que te lo digo, pero por una oreja te entra y por la otra te sale.

–Ay, Ivoncita, pero ya para tu barco. Hoy, amigui-ta, querida Ivonne, quiero estar contenta, así que no me cortes la inspiración. Mira, fíjate bien, ayyyyy, parece que ya ligué con el cuate aquél, el del traje gris brilloso.

–Ay, Ceci, mira con quién te metes. Ese es un pachu-co paranoico, que yo, te lo digo, no sé cómo lo dejan entrar a este sitio. Tú no entiendes que aquí a este sano lugar de esparcimiento no se viene al ligue.

Además, ahora que me acuerdo, tú estás de luto. Sí, ya ni la amuelas. Tu mamacita se murió hace una sema-na y tú dándole vuelo a la hilacha. Me decepcionas. No me parece bien lo que haces. Pórtate como gente de-cente. Hazlo por el recuerdo de tu madre.

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–Oye, manita, no vengo aquí a recibir sermones. Para eso está la iglesia, ¿no crees? Y mírate, tú también tienes la música por dentro, no te hagas la mosquita muerta. Mira. Mira cómo me está viendo mi galán.

–Sí, te está echando ojos como para desnudarte. Pero, ¿qué no te das cuenta? La vas a regar bien feo si te enrolas con ese tipo. Yo, como amiga, te lo advierto, después no vayas a salir con domingo siete.

–¡Huy!, con ese choro hasta te pareces a mi mamá. –Que en paz descanse, aunque te pese. –Sí, que descanse en paz, pero mientras descansa,

yo voy tras ese «mono». Míralo, está requetebién. –Ceci. Al menos deja que él venga aquí, no la rie-

gues, no seas tan fácil. Que al menos se tome esa mo-lestia.

–Bueno, mi querida Ivonne, te voy a hacer caso. Pero que conste. Si no llega a mi mesa en cinco minutos, o cuando termine este danzón, yo me lanzo al ataque.

–Pues ultimadamente, haz lo que quieras. Vive tu vida. Yo tengo que vivir la mía y la tengo muy diseñada ya. Así que lo que hagas o dejes de hacer me tiene sin un maldito cuidado. Es más, no sé por qué sigo siendo tu amiga. Pensándolo bien, tú y yo no tenemos nada en común. Siempre que nos vemos es para puro pelear.

–Bueno, ahora viene el sermón de la montaña. Mira, Ivoncita querida, estoy, por si no lo sabes, harta de tus pinches sermones. Quiero decirte que si eres mi amiga en realidad lo eres porque te gusta como soy, no lo nie-gues, mosquita muerta. Un día te enojas conmigo por culpa de mis galanes, que a ti ni te pelan, y al otro día

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amaneces tan contenta… Ah, ya caigo, pienso que tú quisieras estar en mi pellejo y gozarla como yo gozo con los chavos de la calle donde vivimos. Sí, te conozco mos-co dijo un zancudo. Pero tú ya sabes que así como eres con tus altas y tus bajas y tus berrinches y tus regañadas, yo te aprecio. Me cae. Sí, te quiero a pesar de esos ser-mones tuyos propios de una vieja fodonga. De verdad. Eres como mi hermana mayor, y muy mayor, ¿eh? Que conste.

Ante la sonrisa cínica y ante la «cómoda» explica-ción hecha a la manera de expresarse de su amiga Ceci, Ivonne no tiene más remedio que aceptar las cosas que vienen de la amiga y tomarlas así como son, sin mayores complicaciones; y tratar de vivir la vida sin echarse más cruces sobre la espalda, que ya bastantes tiene Ivonne en su casa.

Un mesero llegó hasta donde las amigas discuten y ponen a prueba su amistad. Como es conocido de ellas y de confianza se sienta en su mesa.

–¿Y qué pasó, mi Ceci? ¿Cómo van las conquistas del día? Bueno, acá entre nos te felicito pues los encargados de este antro no se han dado color de lo que haces, si no ya te hubieran puesto de patitas en la calle. Aunque, ya sabes, yo siempre que puedo te echo la mano y te cuido, ¿no? Sí, mi Ceci, eres una chica lista porque he visto cómo haces tus ligues y, ay, condenadota, siempre «agarras» uno distinto, eso habla del poder que tienes para seducir… te tengo envidia de la buena…

–Qué quieres mi Emmanuel, qué le voy a hacer, ma-nito, la vida me trata así. O sea, me trata bien y le doy

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gracias a Dios. Ah, y no me vayas a decir que alguien muy importante y con coche nuevo a la puerta viene a preguntar por esta rorra.

–Ay, amiguita, qué comes que adivinas. Sí, mi Ceci. Sí. Un cuate muy nais pregunta por ti. Y no está mal el maldito, está como para comérselo.

–Hummm, mi Emmanuel hermoso, como tú eres bien «puñal» te parece que todos los hombres están muy buenos. Pero, bueno, yo debo ver antes de vender. No creas que con cualquiera me enredo. También ten-go mis preferencias y mis gustos. Tengo mi corazoncito, ¿verdad, Ivonne?

–A mí no me metan en sus porquerías. Primero te quieres lanzar sobre el tipejo que está aquí, enfrente, y ahora sales con la novedad que te interesa el otro tipo, el que dice Emmanuel, y vergüenza te debe dar a ti, «conseguidor» barato… Yo vine a bailar y a divertirme sanamente. No me interesa la clase de vida que ustedes han escogido.

–Ay, qué carácter, chulita –le susurra Emmanuel. –Bueno, contigo no se puede. A ver, mi Emmanuel

hermoso, ¿quién es el fulano? ¿Le viste la facha de que pagará bien? Recuerda que, si es así, tú después de que me paguen te llevas tu buena mochada. Dime, ¿se ve que tiene lana, que es de «caché»?

–Pues mira, mi adorada Ceci, agárrate. Ahí te va la descripción: Es… es… es…

–Ay, canija Emmanuela, te ha de haber gustado mu-cho, condenada mujer fácil. Mira, no sabes ni cómo des-cribirlo…

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–No, manita, mira. Va: es joven, como de unos vein-tiocho años. Atlético. De pelo corto. Como de militar, alto. De nariz recta y tiene un…

–No sigas Emma, no sigas, ya con eso me basta, ¿dónde está?

–Allá, mira. Junto a esos señores que traen eso «guokitokis». Ha de ser muy importante. Parecen ser sus «guaruras». Que también están re buenotes…

–Ceci, te suplico que no vayas. Ya vi a esos señores y me dan muy mala espina. No sé por qué sentí algo malo en ellos. Fue como una corazonada… No sé… Algo me llegó… Algo malo presiento… por favor, no vayas…

–Ivo, cómo me dices eso, ¿solo porque te latió algo malo? Eres muy negativa.

–Voy para allá. Allí debe haber mucha lana. Vamos, acompáñame Emma de mi vida, y chance y tú también te ligues a uno de sus «guaruras», ¿no?, y que esta niña buena y refunfuñadora se quede aquí sola. Sí, Ivonne, pareces una vieja cotorra, y para que veas cómo te apre-cio, te cedo, te dejo a mi admirador de enfrente. Vamos, mi Emma…

La música, pegajosa y envolvente, termina y un lige-ro murmullo de voces la reemplaza. El público aplaude a todos y cada uno de los ejecutantes, y más fuerte el aplauso dirigido al director de la orquesta, que lleva, por cierto, un smoking color cedrón y con un moño guinda que le adorna el cuello de toro. Sus zapatos lucen cha-rolados y están impecables. El maestro agradece a nom-bre de todos los músicos el cariño y la aceptación del respetable público.

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–Hola, yo soy Cecilia, y tú, ¿cómo te llamas? –Eres muy guapa Ceci, estás muy bien. A ver, amiga,

date una vuelta, te quiero ver toda. Cecilia obedece. Lo hace sabiendo que tiene un cuerpo estupendo al cual pocos hombres podrían resistir su atracción. El hombre que tiene enfrente no va a ser la excepción.

–¿Qué tal estoy, ¿eh? ¿Te gusto? –Me gustas mucho. Nomás de verte me dan ganas

de… Creo que tú y yo vamos a hacer muchas cosas muy buenas. Ya lo verás.

–No sigas, porque luego a lo mejor no me cumples. Y pues, me podrías dejar muy picada, ¿no?

–Ceci, antes de hacer planes y antes de hacer un buen arreglo entre tú y yo, debo decirte algo un poco delicado y necesito tu comprensión. Quiero que me ayudes en esto, ¿sí?

–Pues dime, para qué soy buena. Tú nomás me di-ces «hebras» y nos enredamos.

–Primero quiero preguntarte si tu apellido es Gon-zález y si tu mamá se llamaba Juana? La que por cierto murió hace una semana.

–Ahhh, me tienes bien checadita. El joven no quiere arriesgarse así nomás. Bueno, sí, mi mamá, que en paz descanse, la pobre, se llamaba Juana y se apellidaba González. Oye, pero, ¿qué onda? Por qué tanto rodeo. Háblame derecho y no hay bronca de nada. Y si eres una «tira» tampoco hay fijón. Yo estoy sana y soy mayor de edad. Y yo no acostumbro a jugar chueco a ninguno de mis amigos, mi boca se cierra y no «recuerdo» nada ni cómo era quien estuvo gozándola conmigo; si no que te lo diga aquí el Emma…

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–Calma Ceci, la cosa es calmada. Vamos bien. La pa-saremos mejor, ya verás la divertida que nos vamos a dar… Oye, y tu hermana se llama Martha, y esto es de ella, mira –y le muestra una medalla de oro de la Virgen de los Remedios.

–Échale, sí, es de mi hermana y ese que dices es el mero nombre de ella. Martha. Pero, por favor, no quie-ro saber nada de ella. Mira, acá entre nos desapareció o más bien hace ya más de diez días que no llega a la casa y creo que ni se enteró la muy canija de la muerte de mi madre. Esa condenada malagradecida siempre esta-ba hablando mal de mí. Y si algo te dijo, si rajó algo de leña, si te dijo algún chisme, espero que tú no lo vayas a creer, ya te lo dije que yo soy derecha y no ando con cuentos. Me decepcionarías si le hiciste caso a algo que te dijo. Así que yo no sé nada de ella, ni a dónde se ha ido ni nada. Esa Martha era una mosca muerta. Mira, acá entre nos, a lo mejor esa monjita se fue, se «pintó» con su noviecito. Pero, oye, qué onda, ¿qué hay con ella?

–Quiero que vayas conmigo para que me ayudes. –Sifón, dime, ¿en qué te ayudo? –A identificar su cadáver.

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171Con esas últimas palabras se cortaba gran parte de la narración escrita en el libro encontrado por «Pedro» en aquella azotea de la vecindad. Estas imágenes del pasa-do y que ahora «Pedro» las vive plenamente allí sentado en la azotea que años atrás fue su refugio, hoy quizá vea las cosas, todo lo sucedido, con otra visión. Para él los años no han transcurrido en balde.

Se levanta, camina un poco, se cerciora de que nadie está por esta parte de la ruinosa vecindad. Toma asiento. Luego una música alegre y pegajosa sale de la pulquería que está cerca del lugar que ocupa «Pedro». Esa melodía de hoy, las historias del libro andrajoso, lo remiten otra vez a su pasado. La tarde le había traído innumerables recuerdos. De la lectura iba luego a los momentos his-tóricos allí narrados. Todas las aventuras descritas fue-ron vividas con intensidad y hoy quiere leer lo más que

La Virgen de Guadalupe

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pueda. Además, la polilla y la humedad habían hecho su obra y varias páginas eran totalmente ilegibles. Pero «Carlos» y lo que le había acontecido –la «película» de esa parte de su vida– «Pedro» había sido testigo. Sí, ha pasado por varias emociones. Un ligero dolor de cabeza venía a completar ese cuadro desgarrador. Toda esa car-ga emotiva era una carga para su cerebro. Pero a estas alturas, «Pedro» no podía detener la lectura y el alud de hechos y sucedidos caían en tropel.

Aquel día fue de fiesta. Las banderitas de papel pi-cado cruzaban el patio de la vecindad y los colores de los vestidos de la gente y la gente misma se movían al son de la música que salía del tocadiscos Garrard de don Pascual. Y lo que salía era la bien timbrada voz de Jorge Negrete.

–Y no me vayan a decir que ponga a ningún otro cantante, ¿eh? Que les quede bien claro: ninguno –bra-maba con su gutural voz el amigo Pascual, al tiempo que iba poniendo uno a uno, conforme terminaban de girar, los discos de pasta de 78 rpm que contenían las favoritas del charro cantor.

–Y antes de que empiecen las protestas, que las puede haber, no lo niego, les digo que yo prefiero es-tos discos y que me gusta escuchar estas grabaciones originales y no esas cosas nuevas, esos elepés, dizque estéreos y de jai fideliti y demás menjunjes. ¿Me entien-den? Sí, señores, mis discos tienen vida, tienen sabor. Desde luego que nadie osaba contradecirlo. De hecho, a toda la familia, incluida su hija Rosa, le gustaba escu-char el que fue un cantor muy popular. Y les gustaba

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porque esa presencia brava de Jorge les decía que allí en sus canciones había un México que se iba hundiendo poco a poco. Ese México al que ya se notaba que se lo iban tragando, lo iban devorando los adelantos cientí-ficos y técnicos del mundo capitalista. Los tiempos que corrían no eran buenos y ya se anunciaba con trompe-tas maquiavélicas los tiempos de la globalización. Ne-grete les traía el grato olor del terruño. Le recordaba a la yunta para sembrar y el mezcal y el ganado que era arriado a los corrales de la hacienda. Les recordaba la campaña zapatista. El traje de Jorge era el de la faena y del trabajo cotidiano, su sombrero de ala ancha, traía consigo los ecos del azadón febril trabajando en la par-cela ejidataria. Y la voz del charro los llevaba sin reme-dio al sonido de la barranca, los transportaba a donde podían escuchar el aire pasando entre los nopales cuyas tunas cardonas se caían de maduras. Esa música los lle-vaba directo al olor de los rosales, al deslizar de la soga por el brocal del pozo. Total, en ese momento cuando Jorge decía: «Dicen que soy hombre malo y mal averi-guado…», los ponches calientes y con su piquete de ron pasaban por las gargantas de los amigos y amigas y los demás invitados al cumpleaños número setenta y cinco de Pascual, el comunista aguerrido, el mexicano hasta las cachas y el vendedor de cachivaches. Y el adorador de «Carlitos Marx».

Y aquí, al recorrer el vetusto libro, «Pedro» no pue-de contener una leve sonrisa. Esa historia era para eso y más.

Por la ventana principal de la casa de don Pascual se alcanzaba a ver lo que era toda una provocación monu-

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mental: el rostro y la figura de la Virgen de Guadalupe. Sí, la mismísima Virgen de Guadalupe. Ya no lucía el cua-dro monumental de papá Stalin. No. Ya no estaba allí el hombre que había forjado tantas historias en la URSS. Evidentemente que esta historia merece una completa explicación:

En días pasados, los vecinos, alarmados por el ateís-mo errabundo de Pascual, los compadres y los curiosos amigos y las beatas del vecindario, en fin, casi todos los que habitaban la vecindad, le habían regalado un cua-dro de buen tamaño de la Patrona de América, presente hecho con la condición única e insalvable, so pena de que si no lo hiciere así, Pascual, en castigo divino recibi-ría castigos inimaginables y todos ellos fulminantes y sin escapatoria posible, y que era nada menos que colocar en la sala principal aquella Virgen todopoderosa. Y tirar a la basura, casi, el cuadro del horrendo diablo llama-do Stalin. Desde luego que don Pascual en aquella tan señalada ocasión, gritando, renegando, refunfuñando, aceptó cumplir con tal tarea, cosa turbia que contrade-cía claramente su posición político-filosófica. Rosa, su hija, ni nadie del círculo de compañeros y amigos cerca-nos a don Pascual, podían dar crédito a lo sucedido en aquella tarde aciaga e infausta, terrible y horrenda para los sentimientos profundos de aquel hombre colocado en la mera izquierda de los asuntos políticos y, además, él, que era un comecuras incurable, tener que aguantar aquella afrenta.

Pero así sucedió. Esa era la verdad. Esa es la historia, cruel, pero verídica.

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Es más, los mismos oferentes, a los que, por cierto, y en honor a la verdad, el cura de la iglesia del barrio, que era el verdadero y principalísimo instigador de acto tan vil, no creían lo que sucedía. Sí, el cura, y nadie más que él, a los vecinos todos los había alebrestado y con sus rezos y ruegos convenció a todos para que cometie-ran ese acto tan deleznable. Y ni el cura ni nadie habían creído, durante la maniobra de gestación, que aquel co-munista tan reacio fuera a aceptar esa imagen. Y más to-davía obraba en contra el que tenía que colocarla en su sala principal. Así que fue una sorpresa mayúscula que provocó, entre otros «milagros» el que doña Concha, la del 15, organizara, en secreto y encabezados por el píca-ro cura citadino, una peregrinación de acción de gracias a la Villa de Guadalupe, para agradecerle a la Virgen ese milagro tan grande.

Y fueron a la Villa todos descalzos para rendir pleite-sía a su poder divino que logró –milagrosamente– que el ateo ese, tuviera su salvación eterna, teniendo en su casa aquella imagen divina.

La otra realidad era que a don Pascual la edad, los años, le habían caído de repente. De pronto había per-dido algo de su ímpetu natural. Se notaba que le había disminuido la fuerza. Ahora parecía un anciano. Sí, así fue. La mañana de aquel sacro y memorable día, don Pascual estaba sin ganas de levantarse de la cama, tuvo que hacer un esfuerzo monumental para abatir la cobija y quitarse la sábana. Pensó y repasó todos los discursos que de Lenin sabía y que éste había pronunciado contra los mencheviques. Por la memoria de don Pascual pasa-

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ron los días aciagos en los que él y otros obreros habían sufrido de manos de granaderos y soldados los golpes y las torturas, pasaron por su mente los días de las huel-gas en contra de los explotadores dueños del dinero, y repasó a todos los que habían defendido los postulados de la Revolución Mexicana.

Sus ojos saltaron de felicidad cuando trajo a su memoria la noche aquella en que le lanzó los huevos al presidente. Y sus días de cárcel y su liberación. Solo esas imágenes le pudieron proporcionar alguna fuerza para dejar la cama, y justo cuando se sacudía la modo-rra, cuando se preguntaba a sí mismo que qué le estaba ocurriendo, cuando se hacía cruces por la debilidad de su cuerpo, y que aquel malestar pudiera ser producto de alguna ensoñación y que quizá ya se encontraba en las mismas puertas del infierno pues ya casi sentía las llamas que lo tatemarían; no aguantó más y cayó otra vez en cama, fue presa de algunas convulsiones y con la fiebre que había subido varios grados, el sudor per-laba su frente, y su cabeza giraba, no por este mundo, sino por el mundo perdido de los sueños. Justo en ese momento de pesadilla y de perturbación mental iba la procesión, con el cura ladino que enarbolaba un Cristo en una mano y en otra agitaba a la Virgen de Guada-lupe, mientras otras almas piadosas llevaban consigo el cuadro de la Santa Patrona y se lo mostraban a los ence-guecidos ojos de don Pascual.

Pascual creyó, de verdad, que se encontraba en ple-no sueño maligno, que aquella era una pesadilla sinies-tra enviada por sus enemigos mortales, uno de ellos que

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le saltaba y sobresalía era el cura gritón, y eso le confir-maba al pobre Pascual lo hundido que estaba en lo más rojo y profundo del averno. Sí, apenas alcanzaba a ra-zonar en su mente afiebrada, y se decía que aquella era una venganza de las persignadas mujeres de la Adora-ción Perpetua. Luego, en su trágico sueño, recordó que la noche anterior había estado tomando unos tequilas con Jacinto, el del 5, y que luego remataron con uno ricos tamales de mole y de chile verde, comelitón que había sellado aquella diversión nocturna, y que ahora su estómago protestaba también, así como también reci-bía las brujerías y las malas vibras y el mal de ojo y los encantamientos que maquinaban sus enemigos y que todo aquel aquelarre era la orquestación de la vengan-za de los fúnebres catoliquillos. Así que don Pascual, creyendo que seguía en la región oscura de un limbo y que estaba en la cumbre de un sueño macabro, dijo, sin ser él mismo, que sí, que sí, que todo lo haría con gusto. Que cumpliría lo que aquí le habían pedido. Total, decía para sí, dentro de un rato despertaré de esta pesadilla horrenda y todo quedará en el olvido.

Después de haber dado su consentimiento y que aquellos seres malignos salieron festejando tal milagro, don Pascual, se cobijó nuevamente y prosiguió con un sueño reparador. Por eso aceptó todo, porque recordó a Calderón de la Barca cuando escribió que la vida es un sueño y los sueños, sueños son.

Aquella «ceremonia» en realidad duró como una hora. Y Pascual, en su derrumbe mental, sólo atinaba a emitir uno que otro gruñido, entre pausa y pausa del

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cura merolico y de los evangélicos seguidores. Estos gruñidos sonaban más a un sí; de esta manera fue como ocurrió todo este maremagno. La realidad era así. Y pe-saba en la decisión el que don Pascual era un hombre de palabra. Y don Pascual había aceptado todo. Se ha-bía comprometido, y lo cumpliría, con aquella carga que hoy lo hundía en el dolor más intenso. Ese fue el día más trágico en la vida de don Pascual. No todos los sueños se convierten en realidad. A don Pascual, le jugaron una mala pasada y su sueño se volvió una rotunda pesadilla. Ese fue el principio del fin.

Rosa, su hija, había notado que la salud de Pascual se había venido para abajo a partir de aquella infausta gesta y que su padre desde aquel negro día permane-cía horas enteras cavilando, meditando, rumiando su pena y su calvario que era tener enfrente aquella Virgen. También solía repetir los mismos gruñidos que emitiera cuando las huestes cristeras y virginales le entregaron la imagen sacrosanta. Quizá por esa circunstancia y esa jugada histórica se hacía el desentendido y cuando pa-saba por la sala principal de su casa, don Pascual se des-plazaba como cangrejo, sí, como cangrejo, de lado para no ver a la Guadalupana.

Don Pascual en sus ratos libres se repetía gozoso: «Lo bueno de todo, es que no hay mal que dure cien años».

Así pues, esa otra tarde de sol y música, de alegría, de canciones cantadas por su charro preferido, por el cantor mexicano Jorge Negrete, don Pascual se sentía recobrado. Por eso su voz se había recuperado y chacea-

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ba con todos y brindaba con todos. Esa actitud le ayuda-ba a olvidar aquella pesadilla dantesca.

La fiesta terminó cerca de las dos de la mañana. Mu-chos discos de Negrete se habían rayado de tanto tocar. Pascual había quedado profundamente dormido, como hacía tiempo que no lo había hecho. Durmió tanto que su vida se quedó vagando en el sueño…

Lo enterraron allá arriba, paradoja extraña, suceso irreversible, cosas de la vida y la muerte, jugarreta del destino, en el cementerio de Dolores el día doce de di-ciembre.

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La realidadQuizá impulsado por lo que el libro aquel contenía, tomó a su vez un papel y pluma y algo comenzó a escribir:

–Al terminar de hacer esto lo haré pedazos, y veré cómo el viento se los llevará por el aire. Será como arro-jar mis cenizas en este Valle de México. Aquí seguirán reposando mis recuerdos.

Escribió esto:«Ahora voy a revelar algo. Yo soy el comandante

«Pedro». Hace algunos días llegué a la capital mexica-na y como era de esperarse me fue imposible sustraer-me al pasado, pero también, lo puedo decir, deseaba encontrar mi otro yo. Llegué directo a este lugar. En aquellos días de turbulencia y durante la represión in-acabable desatada contra todos nosotros, yo emigré a Centroamérica, al El Salvador, allí fijé mi residencia. Allí, ayudado por otros compañeros de lucha, me cambié mi nombre real. Ahora tengo otro. En realidad, ahora creo que soy otro. Otro distinto, me refiero a que hoy que he

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madurado, veo las cosas con más calma, las analizo a profundidad, y sin olvidar para nada, ni hacer menos mi educación marxista, creo que se debe hacer un estudio amplio de las contradicciones actuales de la sociedad en general. Hoy soy menos impulsivo. Allá, en esa hospi-talaria tierra, en esas tierras de calor humano contraje matrimonio. Tuve hijos. Y hasta la fecha nadie ha des-cubierto mi verdadera identidad. Bueno, eso creo. Allá me integré de lleno y con toda mi pasión a las luchas de liberación nacional que por los años setenta tuvieron lugar en esa hermana república. Hoy, la CIA, debe tener-me fichado. Estoy en plena comunicación con un grupo que quiere radicalizar la lucha. Pero, bueno. Esa podría ser otra historia.

»Un buen pretexto para las autoridades migratorias en mi estancia mexicana es que llegué aquí para cum-plir una tarea mundana: arreglar unos asuntos legales relativos a mi esposa y que necesita ella para poder tra-mitar todo lo concerniente a su tesis. Ella estudió aquí en la UNAM. Y bueno, siguiendo los pasos de antes, y huyendo, recordando los vericuetos que nos habían sal-vado, llegué a esta vecindad que fue nuestra guarida. Por cierto, en la pared de la calle hay un letrero que dice: Esta contusión será demolida el diez de mayo. Se le ruega a los inquilines que todavía viven aquí que saquen sus per-tenesias. No nos hasemos responsables si no. Sí, lo anoté con todo y faltas de ortografía. Hago esta mención por-que yo había creído que, en este año de 2015, México no tendría más analfabetos, pero…

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»Y bien, esta azotea que, si bien antes se encontraba en un estado lamentable, hoy este escenario es más pa-tético. Hay más ratas y más nidos de palomas por todos lados. Polvo y suciedad y abundante basura llenan el es-pacio que antes ocuparan los tendederos, allí en donde Rosa hacía su trabajo…

»Estoy aquí, otra vez, después de tantos años. Aquí, donde solíamos hacerlo el comandante «Carlos», aquel joven Raúl García, aquel entrañable compañero, al que por cierto no pudo salvarlo su disfraz mágico, y cuyo cadáver no fue encontrado jamás. Desde aquí, «Carlos» amigo, entrañable y recordado «Carlos», te envío un sa-ludo revolucionario… Y perdón por esta lágrima que se me ha escapado. Te saludo conmovido hasta los huesos por tu actitud de entrega».

«Pedro» sigue escribiendo.»Muchas cosas parecen no haber cambiado y haber

marchado hacia adelante. Claro que México ha avanza-do en muchas áreas, ha tenido un crecimiento material enorme y se gozan de más libertades que nosotros no teníamos. Pero, por otro lado, existen millones de po-bres, millones de marginados, millones de obreros des-pedidos, el país ya no tiene en propiedad ni el petróleo ni sus mares ni sus aguas, ni sus minas.

»Y cosa impensable, la derecha se entronizó en el poder. ¿Fue inútil nuestra lucha? Porque hoy México está totalmente entregado a los intereses norteamerica-nos. Es un país que ha perdido soberanía y dignidad, ca-rece de la humildad republicana, valor que ha pasado a

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la historia escrita. Yo, cómo Diógenes, ando en busca de intelectuales críticos. En el verdadero pasado, enterra-das, se encuentran las luchas, las nuestras y las de Lucio y las Genaro. Tu vida, «Carlos» fue sacrificada en vano.

»Pero, bueno. Ya haremos algo. Todavía tenemos fuerza y valor y coraje. Me voy. Bueno, sólo quiero decir, por último, y con ello rindo homenaje a miles de muje-res que, como ella, desde aquí, desde este lugar en el que estoy parado, desde esta azotea, en donde escribo esto, que solía yo contemplar a mi novia Rosa, la que tendía por las mañanas la ropa de su familia, le digo que su humildad, su discreción ante el despotismo, ante la represión, no valió nada. Fue acosada, ella no era cató-lica y tuvo que salir, tuvo que huir de este guadalupano país. En fin, no he vuelto a saber nada de ella. A decir verdad, no la busqué jamás. Estuve ocupado en la orga-nización de otras luchas sociales. Ya se escuchan algu-nos tambores de lucha. Voy a eso.

»En fin, aquí, como hemos visto, en este montón de ladrillos y en esta basura de siglos, asomaba la punta de este libro, de este diario. «Carlos», que por más esfuer-zos que hago no logro recordar cuándo lo empezó a es-cribir. Sí, nunca me di cuenta de cuándo se ponía a escri-bir estas notas. Lo ocultaba bien. Él no me hizo ningún comentario. Lo que sí recuerdo, aunque remotamente y esa puede ser la clave, es que una noche de plática y descanso y mientras las estrellas se movían en círculos lejanos, y que, además, restablecíamos las heridas de las múltiples caricias policiales, algo me comentó sobre un libro que dejaría en el hueco del segundo ladrillo de la

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barda que daba a la pared de la casa de doña Inés. Pero no le di ninguna importancia. Ahora esa barda está to-talmente caída».

«Pedro» termina de escribir. Acaricia el papel. Lo hue-le, lo aspira, lo acerca a su pecho. Lo pasa por su frente. Empieza luego a hacerlo pedazos. Lo lanza al aire, que el viento en esos momentos sopla con mayor intensidad. Las hojas vuelan. Vuelan por las ruinas de la vecindad. Vuelan como pajaritas de papel picado.

Un ruido distrae a «Pedro» de esta acción. Tres indi-viduos, navajas en mano, lo amenazan. Son los mismos matones que robaron y asesinaron al hombre que quizá en la pulquería, en donde cayó abatido, había forjado sueños mejores, tomaba su «tornillo» o su «maceta» y se deleitaba con aquel neutle curado, el parroquiano no imaginaba que al salir no iba a realizar todo lo que allí dentro del antro se había imaginado, quizá salió algo eufórico y contento con sus planes. Sí, al salir estaba la luz, estaba la libertad para conseguir aquello que añora-ba. No pudo llegar a ningún lado, su sonrisa se trocó en una mueca de muerte.

«Pedro», acostumbrado a enfrentarse a peligros mayores, acostumbrado a eso y más, levantó un brazo. Algo iba a decirles, algo…

En la poco transitada calle lateral de esa vecindad en ruinas unos curiosos se arremolinan para ver a unos pa-ramédicos de la ambulancia que llevan una camilla.

–Órale, pa’ qué corren –dijo uno de ellos–, no ven que este ya está más pa’llá que pa’cá. O sea, está bien muerto.

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Por entre la blanca sábana que cubre el cuerpo se alcanza a distinguir una mano que se aferra hasta el úl-timo momento a un libro casi deshecho, de hojas ama-rillentas, destruido por la lluvia, por los días, por el aire, por el olvido…

El No vale nada la vida… volvió a salir de la pulque-ría. Quizá ahora la repetía en la rocola algún amigo del hombre asesinado aquella mañana, y quizá lo hacía en su honor, quizá la repetía hasta el cansancio para recor-darse a sí mismo que él, el bebedor vivo, pudiera ser la siguiente víctima propiciatoria. Pudiera ser el siguiente en la lista de la Parca. Pudiera ser el próximo cliente que llenara los bolsillos de los asaltantes.

Algunos chiquillos juguetean atrapando pedacitos de papel que vuelan por la calle. Así que, aunque ya corre raudo el siglo XXI, esa pulquería, esos bebedores, esos asaltantes, esos asesinos permanecen allí, en ese lugar como un símbolo nostálgico, triste, ignominioso, brutal, de un México antiguo, pero tercamente presente.

Esa noche el «Popo» lanzó una gigantesca lluvia de humo blanco, de piedras incandescentes y su furia la acompañó con un temblor de tierra.

El espectáculo fue hermoso. En la noche, que era ya una boca de lobo, destacaban los fuegos exorbitantes del amante solitario que le hace los juegos fatuos a su Amada inmóvil e iluminan, como nunca, el Valle de Mé-xico.

La vida no vale nada.

www.carlosbracho.comAbril de 2015

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Índice onomástico

19 DE SEPT. 1985 (Pág. 8): Un gran terremoto azotó a la ciudad de México: 8.1 grados Richter. Destruyó un sinnúmero de casas y edificios y causó la muerte de cerca de 35,000 personas.

ACERINA Y SU DANZONERA (Pág. 116): Consejo Valiente a) Acerina. Uno de los más y mejores representantes de El Danzón. Música cadenciosa y romántica la de este grupo musical. (16 de abr. 1899, San-tiago de Cuba - 6 de jun. 1987, Ciudad de México).

ACTEAL (Pág. 14): el 22 de diciembre de 1997 un grupo de paramilitares, tolerados por el go-bierno, realizó una matanza de miembros de la organización civil de lucha «Las Abejas», cayeron 45 indígenas tzotziles. El lugar es Acteal está en el municipio de Chenalhó, en la región de los Altos, Chiapas. «Las Abejas» son simpatizantes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional.

«AGUAS BLANCAS» (Pág. 14): Crimen de Estado. Masacre de 17 campesinos muertos y 21 heridos, perpetra-da por la policía del Estado de Guerrero. Este crimen provocó el surgimiento del ERP.

ANTONIO AGUILAR (Págs. 6-7): Cantante muy popular. Gran jine-te. Actor de cine, productor y argumentista. (17 de may. 1919 - 19 jun. 2007).

GRAL. CÁNDIDO AGUILAR (Págs. 103-104): Cándido Aguilar Vargas. Ge-neral que participó en la Revolución Mexi-

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cana. (23 de feb. 1889, en Rancho de Palma, Ver. - 30 de mar. 1960, México, DF).

ALADINO (Pág. 29): Aladino es una las muchas historias que animan Las mil y una noches, obra de las más famosas de la cultura oriental. El cuento que más ha trascendido es «Aladino y la lám-para maravillosa».

ALAMEDA DE SANTA MARÍA LA RIBERA (Pág. 34): Ubicada en la colonia de Santa María la Ribera, en la ciudad de México. Tiene un quiosco mo-risco muy bello.

JUAN JOSÉ ARREOLA (Pág. 54): Escritor, fundador de talleres para el conocimiento de la literatura. Su prosa fina y profunda nos llega todavía con aires nuevos y frescos. (21 de sept. 1918, Cd. Guz-mán, Jal. - 3 de dic. 2001, Guadalajara, Jal.).

LA «B» GRANDE (Pág. 46): Radiodifusora que inició sus trans-misiones en 1923.

AGUSTÍN BARRIOS GÓMEZ (Pág. 39): locutor, periodista. Controvertido comunicador. (22 de dic. 1925, México, DF - 15 de mar. 1999).

LUIS G. BASURTO (Pág. 14): Dramaturgo, periodista, empre-sario, director teatral. Autor de muchas y muy celebradas obras teatrales. Fue un gran promotor del Teatro mexicano. (11 de mar. 1920, México, DF - 9 de jul. 1990, México, DF).

BOLCHEVIQUES (Pág. 90): «Miembro de la mayoría». Grupo mayoritario dentro del Partido Obrero So-cialdemócrata de Rusia, dirigido por Lenin. Pugnaron por la lucha del proletariado.

SIMÓN BOLÍVAR (Pág.51): Simón José Antonio de la Santísi-ma Trinidad Bolívar Ponte Palacios y Blanco. Militar, político. Fundador de las repúblicas de la Gran Colombia y Bolivia. Luchó contra el imperio español. (24 de jul. 1783, Caracas, Venezuela - 17 de dic. 1830, Santa Marta, Co-lombia).

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BOMBAS «MOLOTOV» (Págs. 32-69): Bomba incendiaria que consis-te, generalmente, en poner gasolina u otro líquido inflamable en una botella de la que sale una mecha.

BONDOJITO (Pág. 66): Es un barrio ubicado en la Delega-ción Gustavo A. Madero de la Ciudad de Mé-xico. Tiene un gran movimiento vecinal.

LUCIO CABAÑAS (Págs. 15-132): Lucio Cabañas Barrientos, maestro rural. Egresado de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa. Líder del grupo armado Partido de los Pobres. Murió en un enfren-tamiento con militares. (Atoyac de Álvarez, Gro. 12 de dic. 1938 - 2 de dic. 1974. Tecpan de Galeana, Gro.)

FELIPE CALDERÓN (Págs. 11-19): Abogado. Presidente de Méxi-co del 1° de dic. 2006 al 30 de nov. 2012. (18 de ago. 1962, Morelia, Mich.).

CALDERÓN DE LA BARCA (Pág. 128): Sacerdote católico. Escritor barro-co del Siglo de Oro. Destacó por sus magní-ficas obras teatrales. Una de sus obras más famosas es La vida es sueño. (17 de ene. 1600, Madrid, España - 25 de may. 1681, Madrid, España).

PLUTARCO ELÍAS CALLES (Pág. 23-): Francisco Plutarco Elías Campuza-no. Llamado el «Jefe máximo de la Revolu-ción». Figura clave de los movimientos políti-cos de México. Fue presidente de México de 1924 a 1928. Fue expulsado a Estados Uni-dos por Lázaro Cárdenas, en abril de 1936. (25 de sept. 1877, Guaymas, Son. - 19 de oct. 1945, México, DF).

CARLOS CAMPOS (Pág. 35) Orquesta formada en los años 30 y que tuvo en gran auge durante varios años. Fue muy popular. Y ahora, sin su fundador Carlos Campos, ya fallecido, sus músicos si-guen con esta orquesta.

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CANDELARIA DE LOS PATOS (Pág. 68): Desde los tiempos virreinales se le conocía ya este barrio. Con el tiempo se con-virtió en refugio de ladrones y asaltantes. Y fue considerado como el más peligroso de la zona.

EL CAPITAL (Pág. 91): Libro fundamental del filósofo Karl Marx. Es una crítica de la economía política. Analiza el proceso de producción del capital, el de circulación del capital y el proceso glo-bal de la producción capitalista.

CAPÓ Del verbo capar.EL CARACOL (Pág. 35): Fue un centro nocturno de la Ciu-

dad de México, de la época de los años 50.LÁZARO CÁRDENAS (Págs. 20-40-41-50): Lázaro Cárdenas del Río.

Presidente de 1934 a 1940. En 1913 se incor-poró a la revolución en Apatzingán. Después de la Convención de Aguascalientes se unió al villismo y al constitucionalismo. De 1920 a 1930 ocupó diversos cargos militares en su estado natal, en el Istmo y en la Huaste-ca en donde conoció los problemas de los asuntos relativos al petróleo. En 1928 fue gobernador de Michoacán en donde estuvo inmerso en los asuntos agrarios, educación y organización de obreros y campesinos. Como presidente de la república dio apoyo al gobierno republicano español y en 1938 se llevó a cabo la expropiación petrolera. (1895 - Jiquilpan de Juárez, Mich. 19 de oct. 1970, México, DF).

JORGE CASTAÑEDA (Pág. 18): Jorge Castañeda Gutman. Fue Se-cretario de Relaciones Exteriores de 2000 a 2003. Estudió en la Universidad de París y en la Universidad de Princeton. (24 de may. 1953, México, DF).

CEDILLO, GRAL. (Págs. 52-54-56): Saturnino Cedillo. Militar que tomó parte en la Revolución Mexicana. (29 de nov. 1890, Rancho Palomas «Ciudad

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del Maíz», San Luis Potosí, -11 de ene. 1939, San Luis Potosí).

CARLOS CHÁVEZ (Pág. 54): Carlos Antonio de Padua Chávez y Ramírez. Compositor, director de orquesta y periodista. Fundador de la Orquesta Sinfóni-ca de México. (13 de jun. 1899, México, DF - 2 de ago. 1978, Coyoacán, DF).

CHE (Pág. 63): Ernesto Guevara. Político, militar, escritor y médico. Ideólogo y comandante de la Revolución Cubana. Su entrega a los altos ideales humanos lo han hecho ser un símbolo universal. (14 de jun. 1928, Rosario, Argentina - 9 de oct. 1967, La Higuera, Boli-via).

«CHELAS» (cerveza) (Pág. 66): Coloquialmente a la cerveza se les dice: «Chelas».

«CHINO» HERRERA (Pág. 71): Daniel Herrera. Actor de cine, tea-tro y TV. Toda su familia estaba dedicada al espectáculo. «El Chino». Su nombre está es-crito ‒brillantemente‒ en la historia del cine, de la radio, el teatro y la TV. (3 de ene. 1903, Mérida, Yuc. - 29 de sep. 1983, México, DF).

CIA (Págs. 15-22-130): La Agencia Central de In-teligencia fue fundada en 1947 por el presi-dente de Estados Unidos, Harry S. Truman.

CISEN (Pág. 15): El Centro de Investigación y Segu-ridad Nacional, es un órgano de inteligencia al servicio del Estado Mexicano.

LUIS DONALDO COLOSIO (Pág. 14): Economista. Nació el 10 de feb. 1950, Magdalena de Kino, Son. Fue asesinado el 23 de marzo de 1994, en Tijuana, B.C., en plena campaña para la presidencia de repú-blica.

COMETA HALLEY (Pág. 18): Es un cometa que orbita alrede-dor del Sol cada 76 años, en promedio. Fue descubierto en 1705 por Edmund Halley. En 1985 pasó por la Tierra.

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«COYÓN» Se usa en algunos pueblos de Jalisco para calificar algún individuo al que le falta valor para emprender.

CRIMEN Y CASTIGO (Pág. 38): Novela del autor ruso Fiódor Dos-toyevski aparecida en el año de 1866. Es un escrito, novela, de carácter psicológico. Es un clásico al que recurrir siempre.

«CUICOS» (policía) (Pág. 68): Los «Cuicos», así se les llama, des-pectivamente, a los policías de la ciudad.

DAMOCLES (espada) (Pág. 38): Se utiliza para referirse a un peligro inminente, aludiendo a una espada que pen-de sobre nuestra cabeza y que en cualquier momento puede caer sobre nosotros. Y es el precio que se puede pagar por ser ambicioso del poder.

DEA (Pág. 27): Administración para el control de drogas. Agencia del Departamento de Jus-ticia de los Estados Unidos. Lucha contra el contrabando y el consumo de drogas.

DEMÓSTENES (Pág. 87): Político ateniense. Fue uno de los más destacados oradores de la historia. (Ate-nas, Grecia, 384 a.C. - Calauria, Grecia. 322 a.C.).

PORFIRIO DÍAZ (Págs. 23-50): José de la Cruz Porfirio Díaz Mori, militar mexicano. Ejerció el cargo de presidente de México en nueve ocasiones. La primera del 24 de nov. 1876. Durante sus mandatos la agresión a los periodistas, la ley fuga, la cárcel para los que discreparan de su forma de gobernar y la represión ejercida con mano de hierro, trajo como consecuen-cia su derrocamiento. (15 de sept. 1830, Oa-xaca de Juárez - 2 de jul. 1915, París, Francia)

GUSTAVO DÍAZ ORDAZ (Pág. 22): Lic. en Derecho. Secretario de Go-bernación de 1958-1963, presidente de la República (1964-1970). Reprimió el movi-miento de los Médicos. Encarceló a militan-tes de organizaciones políticas acusándolos

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de «guerrilleros» en 1968; el 29 de julio entró la fuerza pública a la Preparatoria, derriban-do la puerta de un tiro de un disparo de ba-zooka. Cientos de jóvenes fueron golpeados y se ignora el número de muertos. Se integró luego el Consejo Nacional de Huelga. Las demandas del movimiento Estudiantil eran: libertad para los presos políticos, indemniza-ción a los familiares de las víctimas, renuncia de los jefes policiacos, y derogación de los artículos 245 y 245bis. El 23 de septiembre fue ocupada Ciudad Universitaria por la tro-pa. El 2 de octubre se realizó un mitin en la Plaza de las tres culturas, Tlatelolco. La fuerza pública y el batallón Olimpia dispararon so-bre la multitud inerme. La prensa extranje-ra ‒presentes ese día‒ indicaron que hubo muchas decenas de muertos. Carlos Fuentes señaló en la publicación Tiempo mexicano (1971): «salido de los bajos fondos del caci-cazgo avilacamachista en Puebla, acostum-brado a ascender cubriendo los crímenes de sangre y dinero de la plutocracia poblana, aprovechando las infinitas posibilidades de lacayismo que ofrece la política versallesca y confidencial creada por el PRI, escogido para la presidencia por discutibles méritos de ser-vicial amistad hacia su predecesor Adolfo López Mateos…». (Cd. Serdán, Pue. 1911 - 1979 en el DF).

DIÓGENES (Pág. 132): Diógenes de Sinope, también lla-mado Diógenes el cínico, fue un filósofo grie-go. (Sinope, colonia jonia del mar Negro ha-cia el año 412 a. C. - 323 a.C., Corinto, Grecia).

GUSTAVE DORÉ (Pág. 52): Paul Gustave Doré. Pintor, graba-dor, escultor, ilustrador de innumerables libros. (6 de ene. 1832, Estrasburgo, Francia - 23 de ene. 1883, París, Francia).

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DOSTOYEVSKI (Pág. 39) Fiódor Dostoyevski, es uno de los grandes escritores rusos. En sus obras explo-ra la psique humana. (11 de nov. 1821, Mos-cú, Rusia, - 9 de feb. 1881, San Petersburgo, Rusia).

DUQUE DE OTRANTO (Págs. 37-38): Carlos González López. Fue un cronista de sociales y personaje excéntrico que tenía acceso libre a las residencias de las familias ricas del país.

EZLN (Págs. 15-16-18-20-21-23-24): El Ejército Za-patista de Liberación Nacional. Ejército que lucha por tener un mundo nuevo: lucha por el trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, independencia, libertad, demo-cracia, justicia y paz. Salió a la luz pública en Chiapas, el 1° de enero de 1994.

FAB (Pág. 36): Jabón detergente, introducido en México en 1952.

LUIS M. FARÍAS (Pág. 37): Locutor de radio y TV y político destacado del siglo pasado.

ALMIRANTE FLETCHER (Pág. 103): Frank Jack Fletcher. Estuvo en las invasiones del ejército norteamericano a México en la época de la Revolución Mexica-na y en la invasión de Veracruz. (20 de abr. 1885, Marshalltown, Iowa - 25 de abr. 1973, Bethesda, Maryland).

HNOS. FLORES MAGÓN (Pág. 92): Los hermanos Flores Magón son oriundos de Oaxaca, opositores férreos a la dictadura de Porfirio Díaz. Son considerados como los precursores de la Revolución Mexi-cana de 1910. Ellos eran: Jesús: 1871-1930, Ricardo: 1874-1922; Enrique: 1877-1954 y Carmen.

FMI (Pág. 62): Institución Internacional que fue fundada el 27 de diciembre de 1945 en Bre-tton Woods, Hueva Hampshire, Estados Uni-dos. Su objetivo es fomentar la cooperación monetaria internacional.

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VICENTE FOX (Pág. 11): Presidente de México por el PAN, del 1° de dic. 2000 al 30 de nov. 2006 (Ciudad de México, 2 de jul. 1942).

FRANCISCO FRANCO (Pág. 53): Francisco Paulino Hermenegildo Teódulo Franco Bahamonde. Militar, y dicta-dor. Se hizo llamar el «El caudillo» y «El Ge-neralísimo». Hitler le otorgó una medalla «La Gran Cruz de la Orden del Águila Alemana». (4 de dic. 1892, Ferrol, España - 20 de nov. 1976, Madrid, España).

FRIDA (Pág. 54): Magdalena Carmen Frida Kahlo Calderón. Pintora, cuyos temas son el dolor y la angustia. Pareja inolvidable de Diego Ri-vera. (6 de jul. 1907, Coyoacán, DF - 13 de jul. 1954, Coyoacán, DF).

«GARNACHAS» (Pág. 66): Tortilla más bien gruesa, con bor-des a todo alrededor y se rellena, general-mente, con queso, frijoles, cebolla y crema.

PABLO GONZÁLEZ CASANOVA (Pág. 62): Importante sociólogo y crítico. Fue condecorado por la UNESCO, en 2003, con el Premio Internacional José Martí por la defensa que ha sostenido a favor de los pueblos indígenas de América Latina. (11 de feb. 1922, Toluca de Lerdo, Edo. de Méx.).

EL GUSANO (Pág. 35): Centro Nocturno de la Ciudad de México. Fue muy frecuentado durante los años 50.

HITLER (Pág. 53) Adolf Hitler. Lideró un régimen to-talitario. Exterminó a los judíos en donde es-tos se encontraban. Sus afanes de conquista llevaron a la Segunda Guerra Mundial. Millo-nes de muertos fue el terrible saldo de esta guerra. El pueblo ruso tuvo más de veinte millones de muertos. El Ejército Rojo fue el que entró primero a Berlín y acabó con los últimos resabios nazis. Los aliados triunfaron y cayó el nazismo y cayó la barbarie. (29 de

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abr. 1889, Braunau am Inn, Austria - 30 de abr. 1945, Berlín, Alemania).

HO CHI MIN (Pág. 63) Fundador del Partido Comunista de Vietnam. Luchó contra la invasión de los franceses y de los Estados Unidos. Líder ho-nesto y amante de la paz. (19 de may. 1890, Kim Lien, Vietnam - 2 de sep. 1969, Hanói, Vietnam).

VICTORIANO HUERTA (Pág. 104): José Victoriano Huerta Márquez. Militar. Presidente de México. Después del caos provocado por el asesinato de Francis-co I. Madero y José María Pino Suárez, Huerta toma el poder. Exiliado, murió en la prisión de El Paso, Texas. (22 de dic. 1850, Colotlán, Jal. - 13 de ene. 1916, El Paso, Tex.).

PEDRO INFANTE (Pág. 94): Un emblema de la llamada época de oro del cine mexicano y uno de los me-jores representantes de la música ranchera. (18 de nov. 1917, Mazatlán, Sin - 15 de abr. 1957, Mérida, Yuc.).

INTERPOL (Pág. 15): Organización Internacional de Poli-cía Criminal. Fue creada en 1923. Es la mayor organización de policía internacional.

IPN (Pág. 36): Instituto Politécnico Nacional, es una institución pública de investigación y educación en niveles medio superior y pos-grado. Fue fundada en la Ciudad de México el año de 1938 durante el mandato del presi-dente Lázaro Cárdenas.

AGUSTÍN DE ITURBIDE (Pág. 26): Agustín Cosme Damián de Iturbi-de y Arámburu. Militar, controvertido. Luchó contra los insurgentes y después fue aliado de ellos. Se hizo coronar Emperador de Mé-xico en 1822. Abdicó en marzo de 1823. Al regresar a México fue fusilado. (27 de sept. 1783, Morelia, Mich. - 19 de jul. 1824, Padilla, Tamps.).

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IZTACCÍHUATL (Págs. 5-15): Del náhuatl Iztac: blanco y Cíhuatl: mujer. Volcán inactivo. 5,238 m. También ubicado en el centro de México.

JOSÉ ALFREDO JIMÉNEZ (Págs. 6-7-8-94-133): La vida no vale nada. Canción popular del compositor guanajua-tense José Alfredo Jiménez. Autor de in-numerables canciones populares. (Dolores Hidalgo, Gto. 19 de ene. 1926 - 23 de nov. 1973).

JOSÉ JOSÉ (Pág. 96): José Ramón Sosa Ortiz. «El príncipe de la canción». Una voz que arrulló a millares de jóvenes y no tan jóvenes de todo el mun-do. Actor de cine y de TV.

BENITO JUÁREZ (Págs.14-20-51): Benito Pablo Juárez García. De origen indígena. Nació en San Pablo Gue-latao, Oaxaca, murió en la Ciudad de México. Quedó huérfano a los tres años de edad… Luego fue abogado y presidente de México. Es conocido como el Benemérito de las Amé-ricas. (21 de mar. 1806 - 18 de jul. 1872).

«JUDAS» (policía) (Págs. 66-68): Entre los habitantes de los ba-rrios de «a pie» los «judas» son los policías.

KOLJOS (Pág. 84): Granja colectiva de la Unión Sovié-tica.

AGUSTÍN LARA (Pág. 94): Ángel Agustín María Carlos Faus-to Mariano Alfonso del Sagrado Corazón de Jesús Lara y Aguirre del Pino. Compositor en intérprete de canciones y boleros que tuvie-ron una repercusión internacional. Su músi-ca todavía es escuchada.

MIKE LAURE (Pág. 36): Miguel Laure Rubio. Músico mexi-cano. Tiburón a la vista la escuchó todo Méxi-co. (1939-2000).

LECUMBERRI (CÁRCEL) (Pág. 91): El Palacio de Lecumberri está ubi-cado al noroeste del Centro de la Ciudad de México. Fue una penitenciaría y es desde 1978, sede del Archivo General de la Nación. Fue inaugurado como prisión por Porfirio

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Díaz. Y allí fueron remitidos todos los hom-bres y todas las mujeres que estaban en contra de los gobiernos antidemocráticos y represores de México. Hay historias de ven-ganzas de los políticos priístas y sucesos que le dieron el nombre de Palacio Negro.

LENIN (Págs. 89-126): Vladimir Ilich, Lenin. Político, revolucionario, teórico y comunista ruso. Durante su juventud fue apresado y enviado de castigo a Siberia. Ya en el poder, inició la transferencia al Estado o a los trabajadores soviéticos del control de la propiedad y tie-rras que estaban en manos de la aristocracia. (22 de abr. 1870, Uliánovsk, Rusia - 21 de ene. 1924, Gorki Léninskiye, Rusia).

VIRGINIA LÓPEZ (Pág. 34): De familia puertorriqueña. Can-tante que llenó toda una época. (Nació en Brooklyn, N.Y. en 1928).

ANTONIO LÓPEZ DE SANTA ANNA Págs. 23-26): Antonio de Padua María Severino López de Santa Anna y Pérez de Lebrón. Político y militar. Presidente de México en 11 ocasiones. Polémico personaje. (21 de feb. 1794, Jalapa, Ver. - 21 de jun. 1876, México, DF).

RAMÓN LÓPEZ VELARDE (Pág. 24): Ramón Modesto López Velarde Berumen. Poeta que llegó a ser considerado como el poeta nacional. Apoyó lo que Fran-cisco I. Madero proponía para tener una po-lítica más democrática. La Suave Patria es un poema épico que descubre a un México con todas sus carencias y sus necesidades y sus logros. Sus restos reposan en la Rotonda de las personas ilustres. (Jerez, Zac., 15 de jun. 1888 - 19 de jun. 1921, México, DF).

«MACETA» (Pág. 133): También es un recipiente que determina la cantidad de pulque de su con-tenido.

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MAO (Pág. 63): Mao Zedong. Uno de los grandes dirigentes del Partido Comunista Chino y de los fundadores, con su incansable lucha, de la República Popular China (26 de dic. 1893, Shaoshan, República Popular China - 9 de sep. 1976, Pekín, República Popular China).

JOSÉ MARTÍ (Pág. 51): José Julián Martí Pérez. Pensador, escritor, periodista, filósofo, poeta. Creador del Partido Revolucionario Cubano y com-batiente y organizador de la guerra de inde-pendencia cubana. Héroe nacional cubano. (28 de ene. 1853, La Habana, Cuba - 19 de may. 1895, Dos Ríos, Cuba).

MARTÍNEZ CARPINTEIRO (Pág. 36): Ignacio Martínez Carpinteiro. Fue un importante locutor de radio y TV.

KARL MARX (Pág. 88-91-124): Filósofo, militante comu-nista alemán de origen judío. La obra de Marx es el resultado de la filosofía hegeliana y del socialismo francés, y de la economía política inglesa. Con ellas en la mente y con otros estudios de otros pensadores, Marx desarrolló su filosofía, que contemplaba los aspectos políticos y sociales y del desarrollo del pensamiento y de las contradicciones en todos los campos humanos a través o por medio del materialismo dialéctico y el ma-terialismo histórico. Una obra fundamental en la historia de la filosofía es su aportación total en El Capital. (5 de may. 1818, Tréveris, Alemania - 14 de mar. 1883, Londres, Reino Unido).

GUSTAVO A. MASS (Pág. 104): Mientras las escuadras estadou-nidenses cañoneaban desde el Golfo a la ciudad de Veracruz, el militar Gustavo A. Mass se retiró a La Soledad sin cumplir con su deber de estar al frente de sus soldados defendiendo nuestra patria.

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«MATACUAZ» (Pág. 95): Ayudante de un maestro de albañil.MEJORAL (Pág. 36): Nombre comercial de una aspirina.«MEMELAS» (Pág. 66): Comida que parece ser originaria

de Veracruz. Es una tortilla, grande, ovalada, se prepara con manteca de cerdo, lleva chi-charrón de cerdo, frijol molido, queso, salsa de molcajete verde o roja. Y claro, según el estado en donde esta delicia es prepara, hay cambios en su composición.

MENCHEVIQUES (Pág. 126): Fue la minoría en partido que diri-gía Lenin, y estos mencheviques se oponían a los planes leninistas. Fueron derrotados por los bolcheviques.

LA MERCED (mercado) (Pág. 65): Situado en el extremo oriente del Centro Histórico de la Ciudad de México y en el barrio de La Merced. Es el mayor mercado de alimentos al menudeo que hay en la ciu-dad. Tiene su actividad desde los primeros tiempos de La Colonia.

FRANCISCO XAVIER MINA (Pág. 26): Martín Xavier Mina Larrea. Militar y guerrillero español que tuvo una participa-ción directa en la Guerra de la Independen-cia de España, y en la independencia de Mé-xico. Sus restos descansan en la Columna de la Independencia, en la Ciudad de México. (1° de jul. 1789, Otano, Navarra, España - 11 de nov. 1817).

«MOCHAOREJAS» (Pág. 13): Daniel Arizmendi López. Llamado el «mochaorejas» porque a sus víctimas las mutilaba de las orejas para pedir dinero a los familiares.

JOSÉ PABLO MONCAYO (Pág. 36): Maestro, compositor y director de orquesta. Huapango sigue vigente hasta nuestros días. (29 de jun. 1912, Guadalajara, Jal. - 16 de jun. 1958, México, DF).

JOSÉ MARÍA MORELOS (Págs. 17-26-63): José María Tecio Morelos Pavón y Pérez, fue sacerdote, militar insur-gente y gran patriota mexicano. Organizó y

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fue el que tuvo a su cargo la segunda etapa de la guerra de independencia de México. Los Sentimientos de la Nación son un com-pendio de leyes, un ejemplo a seguir. Este «Siervo de la Nación» mantuvo en jaque a las fuerzas españolas. (30 de sept. 1765 Morelia, Mich. - 22 de dic. 1815, Ecatepec, Edo. de Méx.).

MOZART (Pág. 36): Joannes Chrysostomus Wolfgan-gus Theóphilus Mozart. Compositor y pianis-ta austríaco. Está considerado como uno de los músicos más influyentes y destacados de la historia. (27 de ene. 1756, Salzburgo, Aus-tria - 5 de dic. 1791, Viena, Austria).

BENITO MUSSOLINI (Pág. 53): Benito Amilcare Andrea Mussoli-ni. Militar, político y dictador. Admirador de Adolfo Hitler, se alió con los alemanes. Fue fusilado cerca del Lago Como por partisanos comunistas. Su cuerpo fue llevado a Milán, en donde la multitud lo ultrajó. (29 de jul. 1883, Predappio, Italia - 28 de abr. 1945, Giu-lino, Italia).

NAPOLEÓN (Pág. 93): Militar francés, general republi-cano durante la Revolución. Luego dio un golpe que lo convirtió en primer cónsul en 1799, finalmente se proclamó Emperador en 1804. Durante su mandato estableció la libertad de culto el sufragio universal mascu-lino y muchas mejoras en lo cultural y en lo social de la vida francesa. Su carrera militar fue fulgurante. Conquistó varios países. Su derrota en la batalla de Waterloo, el 18 de junio de 1815 marcó su declive. (15 de ago. 1769, Ajaccio, Francia - 5 de may. 1821, Lon-gwood, Santa Elena).

JORGE NEGRETE (Págs. 96-123-124-129): Actor y cantante que poseía una voz privilegiada con la que le dio vida de gran número de canciones

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populares –rancheras en su mayoría–. Fue así que nació «El Charro Cantor», clásico re-presentante del hombre de campo, bravío y soñador, hombre emblemático de la época de oro del cine nacional. Líder sindical, fun-dador del Sindicato de Actores. (30 de nov. 1911, Guanajuato, Gto. - 5 de dic. 1953, Los Ángeles, Cal.).

NEUTLE (Pág. 133): Del náhuatl neutli, miel: pulque.ODISEA (Pág. 93): Libro atribuido al poeta griego Ho-

mero (siglo VIII a.C.). Está compuesto por 24 cantos. Narra la vuelta a casa, tras la Guerra de Troya, del héroe griego Odiseo.

JOSÉ CLEMENTE OROZCO (Pág. 53): Espléndido muralista. Sus grandes murales causan admiración a quien acuda a verlos. (23 de nov. 1883, Cd. Guzmán, Jal. - 7 de sept. 1949, México, DF).

ORQUESTA DE INGENIERÍA (Pág. 35): Orquesta fundada a finales de los años 50 por estudiantes de la Facultad de Ingeniería de la UNAM. Tuvo su auge y per-maneció vigente hasta el año de 1961.

LA «PACA» (Pág. 14): Francisca Zetina. Fue acusada de sembrar un cadáver en una finca de Raúl Salinas de Gortari. Estuvo en prisión varios años.

PAN (Págs. 14-20): Partido Acción Nacional.LA PARCA (Pág. 134): Es común, para designar la muer-

te, utilizar «la Parca», que viene de la mitolo-gía romana.

PARICUTÍN (Pág. 33): En 1943 Nació el volcán, e hizo erupción y destruyó el pueblo de San Juan, Michoacán. Es el volcán más joven del mun-do.

CAFÉ LA PARROQUIA (Págs. 52-104): Se origina en la ciudad de Ve-racruz desde los años 20, y sigue deleitando con su inigualable café con leche. Ha sido vi-

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sitado por las grandes personalidades de la cultura, del arte, de la política y, claro, por el público en general.

ENRIQUE PEÑA NIETO (Pág. 19): Inicio de su mandato: 1° de dic de 2012. (20 de jul. 1966, Atlacomulco, Edo. de Méx.).

PERALVILLO-COZUMEL (Pág. 34): Fue una ruta del transporte público de la Cd. de México.

SILVERIO PÉREZ (Pág. 96): «El faraón de Texcoco», torero que fue el último de los grandes de la época de oro del toreo mexicano. Triunfó con todas las de la ley en España y en otros países. Dejó huella por su valor, su arte y su entrega. (20 de jun. 1915, Texcoco, Edo. de Mex. - 2 de sep. 2006, Texcoco, Estado de Méx.).

LOS PINOS (Págs. 11-50): Residencia oficial de los presi-dentes mexicanos desde la época de Lázaro Cárdenas.

MANUEL M. PONCE (Pág. 36): Músico, compositor que tiene en su haber música que ha trascendido nues-tras fronteras. Su canción Estrellita la han cantado las más grandes intérpretes. (8 de dic. 1882, Fresnillo, Zac. - 24 de abr. 1948, México, DF).

POPOCATÉPETL (Págs. 5-15): Náhuatl: El cerro que humea. Volcán activo. Se localiza en el centro de Mé-xico y limita con los estados de Morelos, Pue-bla y México. Tiene una elevación de 5,426 m.

PRI (Pág. 14): Partido Revolucionario Institucio-nal.

RADIO MAJESTIC (Pág. 36): Su origen fue en los Estados Uni-dos. Pero en México, a finales de la década de los cincuenta del siglo pasado, don Emilio Azcárraga, para impulsar a los radioescuchas a que sintonizaran su estación clave, la XEW, lanzó una fabricación masiva de radios Ma-jestic, baratos y de buena calidad.

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RESMAS Conjunto de veinte manos de papel (500 pliegos).

RIPLEY (Pág. 36) «Aunque usted no lo crea». Ahora una franquicia estadounidense que trata de acontecimientos extraños o curiosos sucedi-dos en el mundo.

DIEGO RIVERA (Pág. 53): Otro de los grandes muralistas mexicanos. Y como las obras de José Cle-mente Orozco, sus pinturas tienen un gran sentido social. (8 de dic. 1886, Guanajuato, Gto. - 24 de nov. 1957, México, DF).

ROCOLA (Pág. 133): Es una máquina de tocar discos que funciona mediante unas monedas que se le colocan.

ROSAS DE LA INFANCIA (Pág. 51): Lectura para niños de María Enri-queta Camarillo de Pereyra. Poeta, pianista, escritora (19 de ene. de 1872, Coatepec, Ver. - 1968, México, DF).

JUAN RULFO (Pág. 54): Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno. Escritor, guionista y estupen-do fotógrafo. Su obra ‒monumental, pero corta en cuanto a volumen‒ ha sido tradu-cida a muchos idiomas. (16 de may. 1917, Sayula, Jal. - 7 de ene. 1986, México, DF).

MARÍA SABINA (Pág. 14): Chamán, curandera, nacida en Huautla de Jiménez, Oaxaca. Conocía el uso ceremonial de los hongos alucinógenos y su cultivo. Recibió las visitas de personajes muy famosos. (22 de jul. 1894 - 23 de nov. 1985).

CARLOS SALINAS DE GORTARI (Pág. 19): Fue presidente de México entre el 1° de dic. 1988 y el 30 de nov. 1994. (3 de abr. 1948, México, DF).

SALÓN RIVIERA (Pág. 35): Durante más de cincuenta años fue un lugar para pasar las tardes y las noches bailando. Fue inaugurado en 1952.

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«SAN BENITOS» (Págs. 43-84): Colgar San Benitos, quiere de-cir que le achacan a un individuo el haber hecho algo malo. Difamación, descrédito. Aunque muchas de las veces, el ofendido es inocente.

SANDINO (Pág. 63): Augusto César Sandino. Patriota, revolucionario nicaragüense. (18 de may. 1895, Niquinohomo, Nicaragua. Asesinado el 21 de feb. 1934, Managua, Nicaragua).

SANTA MARÍA LA REDONDA (Pág.69): Línea de autobuses.AQUILES SERDÁN (Págs. 15-99): Aquiles Serdán Alatriste. Re-

volucionario, anti-reeleccionista. Madero le encomendó el levanta-miento armado en Puebla el 20 de noviembre de 1910. Pero el 18 ocurrió un enfrentamiento con la policía. Fue abatido. (Puebla de Zaragoza 1° de nov. 1876 - 18 de nov. 1910, Puebla de Zaragoza).

JAVIER SOLÍS (Pág. 96): Gabriel Siria Levarlo. Cantante y actor. Fue conocido como el Rey del bolero ranchero.

SONORA SANTANERA (Pág. 96): Agrupación musical de las más im-portantes y populares de México. Poseen un estilo singular.

JOSÉ STALIN (Págs. 84-85-86-125): Iósif Vissariónovich Stalin. Presidente del Consejo de Ministros de la Unión Soviética desde el 8 de mayo de 1941 hasta el 5 de marzo de 1953. Con mano férrea logró convertir a Rusia semifeudal en una potencia económica y militar y que con ello contribuyó plenamente a la victoria alia-da en la Segunda Guerra Mundial. (18 de dic. 1878, Gori, Georgia - 5 de mar. 1953, Moscú, URSS).

RABINDRANATH TAGORE (Pág. 51): Poeta, filósofo, dramaturgo, músi-co. Recibió el Premio Nobel de literatura en 1913. (7 de may. 1861, Calcuta, India - 7 de ago. 1941, Calcuta, India).

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TALLER DE GRÁFICA POPULAR (Pág. 89): Es un colectivo de grabadores que fue fundado en 1937. Con sus carteles mantuvo informada a la gente de los movi-mientos de liberación de los pueblos, y de las luchas de los médicos y de los campesi-nos, de los maestros y de los ferrocarrileros que eran víctimas de un Estado autoritario.

TÁNATOS (Pág. 30): En la mitología griega era conside-rado como la personificación de la muerte sin violencia.

TEPITO (Pág. 12): Barrio de los más antiguos de Mé-xico. Situado en la colonia Morelos. Famoso por su tianguis al aire libre desde tiempos prehispánicos.

WILSON THOMAS (Pág. 100): Thomas Woodrow Wilson. Políti-co. 28° Presidente de los Estados Unidos (del 4 de mar. 1913 al 4 de mar. 1921). Se distin-guió por su política intervencionista en los asuntos latinoamericanos. (28 de dic. 1856, Staunton, Virginia, EE.UU. - 3 de feb. 1924 Washington, DC).

TIN-TAN (Pág. 39): Germán Genaro Cipriano Gómez Valdés Castillo, gran actor cómico, come-diante que, con sus canciones y sus come-dias, llenó toda una época en el cine nacio-nal. (19 de sept. 1915, México, DF - 29 jun. 1973, México, DF).

LA «TIRA» (policía) (Págs. 66-68-98): En el hablar de los barrios de la ciudad, a la policía se le dice, despecti-vamente: «la tira».

TIRICIA Enfermedad producida por la absorción de la bilis, que causa la amarillez de la piel y las conjuntivas.

TLATOANI (Pág. 11): Del náhuatl: el que habla, orador. Gobernante que ejercía funciones militares y religiosas.

«TORNILLO» (Pág. 133): Es una medida de una especie de tarro en el que se sirve el pulque.

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TORRES GEMELAS (Pág. 27): World Trade Center, en Nueva York, Estados Unidos. Fue destruido en un ataque del 11 de sept. 2001.

UNAM (Págs. 36-131): Universidad Nacional Autó-noma de México. La más grande del país y de América Latina. Es una universidad pública. Fue fundada el 22 de septiembre de 1910. Su lema: POR MI RAZA HABLARÁ EL ESPÍRITU fue ideado por José Vasconcelos.

URSS (Págs. 84-85-86-87-125): UNIÓN DE REPÚBLI-CAS SOCIALISTAS SOVIÉTICAS, fue un Estado Federal marxista-leninista. Se fundó el 30 de diciembre de 1922, y fue abolida el 26 de di-ciembre de 1991.

«VÁGIDO» Coloquialmente se dice, en algunas comu-nidades, «vágido» en lugar de vahído, que es una breve pérdida del sentido a causa de alguna indisposición.

VALLE DE MÉXICO (Págs. 6-29-130-134): También llamada Valle de Anáhuac. Región que se ubica en el cen-tro sur de México y la Zona Metropolitana del Valle de México, está comprendida por el Distrito Federal y 60 municipios del Estado de México.

JOSÉ VASCONCELOS (Págs. 10-54): Abogado, político, filósofo, es-critor, educador, funcionario público. Apoyó la obra de los primeros muralistas. En 1929 se lanzó como candidato a la presidencia de la república. Fue víctima de un gran fraude electoral. (28 de feb. 1882 - 30 de jun. 1959).

GENARO VÁSQUEZ ROJAS (Pág. 15): Egresado de la Escuela Normal Ru-ral de Ayotzinapa. Fue líder de la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria. Esta guerrilla fue combatida ferozmente por el Ejército Mexicano. El 2 de febrero, se estrelló en el auto en que viajaba, con el segundo en el mando de ACNR, José Bracho. La versión ofi-cial señala que murió a raíz de este choque,

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pero José Bracho sostuvo que Genero no te-nía lesiones graves y que quizá los soldados, al enterarse de quién era, lo ultimaron. (10 de jun. 1931, San Luis Acatlán, Gro. - 2 de feb. 1972, Morelia, Mich.).

MARÍA VICTORIA (Pág. 46): Cantante, actriz de Radio, cine y TV. Llenó toda una época con su modo pe-culiar de cantar. (28 de feb de 1933, Guada-lajara, Jal.).

LA VILLA (Págs. 16-126): Es un barrio del DF y allí está el Cerro del Tepeyac. Lugar en donde el 9 de diciembre de 1531, una virgen de tez mo-rena se la apareció al indígena Juan Diego, iniciando así la historia, casi mágica de esta zona.

VIRGEN DE GUADALUPE (Pág. 16-): Nuestra Señora de Guadalupe es una advocación mariana de la Iglesia cató-lica. Esta imagen tiene su culto en la Basí-lica de Guadalupe en el norte de la ciudad de México. Miles y miles de mexicanos y de otras nacionalidades acuden en peregrina-ción cada año.

XEW (Págs. 39-46-72): Comenzó sus transmisio-nes el año de 1930. Fue «La voz de la Amé-rica Latina desde México». La fundó Emilio Azcárraga Vidaurreta. Por sus micrófonos han pasado todos los grandes personajes de la cultura, de la política y de los deportes de todo el mundo.

AGUSTÍN YÁÑEZ (Pág. 54): Agustín Yáñez Delgadillo. Novelis-ta, ensayista y político. Un gran expositor de la novela posterior a la Revolución Mexicana. (4 de may. 1904, Guadalajara, Jal. - 17 de ene. 1980, México, DF).

EMILIANO ZAPATA (Págs. 17-40-63-88): Símbolo de la resisten-cia campesina. Líder campesino y militar más importante de la Revolución Mexica-na. Instigado por el gobierno fue asesinado

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a mansalva. Los agraristas de todo México quedaron desamparados para siempre. (8 de ago. 1879, San Miguel Anenecuilco, Mor. Fue asesinado el 10 de abr. 1919).

ERNESTO ZEDILLO (Pág. 12): Economista. Presidente de México del 1° de dic. 1994 al 30 de nov. 2000. (27 de dic. 1951, México, DF).

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Muerte en la azotea.de Carlos Bracho

se terminó de imprimir en el mes de febrero de 2016en la Ciudad de México.El tiraje fue de 1,000 ejemplares. La corrección de estilo y la edición estuvieron al cuidado de la Dra. Susana Arroyo-Furphy y de Grupo Editorial BENMA, S. A. DE C. V.