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Revista de Estudios Taurinos N.º 31, Sevilla, 2012, págs. 13-45 DON QUIJOTE ES LA PERFECCIÓN SUMA DE LA TAUROMAQUIA 1 Dominique Fournier* n un momento en que no se habla más que de mun- dialización en las gacetas y en las charlas de mos- trador, los vituperios contemporáneos contra los juegos con toros podrían parecer ridículos. Sin embargo, si miramos las cosas más de cerca y no vacilamos en forzar la mano, varios índices nos llevan a pensar que los movi- mientos abolicionistas y animalistas forman parte de un proceso universal, en que el hombre ve puesto en cuestión su lugar en su propia sociedad, después de haberse visto obligado antes a ale- jarse de su medio natural. Menos para el hombre, más para el animal: causa furor la discusión sobre la igualdad de derechos entre ellos, mientras que lo jurídico no deja de perder fuerza a medida que lo virtual gana terreno a la realidad. Entonces, ¿por qué evocar lo concreto, la naturaleza y lo social si todo sucede en un mundo alternativo en que los antiguos valores humanistas no provocan más que risa y desprecio? Hubo un tiempo en que la mundialización no se limitaba a imponer a los otros unas formas específicas de gobierno, sino E * CNRS/FMSH. Traducción: Carlos Martínez Shaw, Fundación de Estudios Taurinos. 1 Ignacio Sánchez Mejías, en su conferencia sobre la tauromaquia, Universidad de Columbia, Nueva York, 20 de febrero de 1930.

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Revista de Estudios TaurinosN.º 31, Sevilla, 2012, págs. 13-45

DON QUIJOTE ES LA PERFECCIÓN SUMA DE LA TAUROMAQUIA1

Dominique Fournier*

n un momento en que no se habla más que de mun-dialización en las gacetas y en las charlas de mos-trador, los vituperios contemporáneos contra losjuegos con toros podrían parecer ridículos. Sin

embargo, si miramos las cosas más de cerca y no vacilamos enforzar la mano, varios índices nos llevan a pensar que los movi-mientos abolicionistas y animalistas forman parte de un procesouniversal, en que el hombre ve puesto en cuestión su lugar en supropia sociedad, después de haberse visto obligado antes a ale-jarse de su medio natural. Menos para el hombre, más para elanimal: causa furor la discusión sobre la igualdad de derechosentre ellos, mientras que lo jurídico no deja de perder fuerza amedida que lo virtual gana terreno a la realidad. Entonces, ¿porqué evocar lo concreto, la naturaleza y lo social si todo sucedeen un mundo alternativo en que los antiguos valores humanistasno provocan más que risa y desprecio?

Hubo un tiempo en que la mundialización no se limitaba aimponer a los otros unas formas específicas de gobierno, sino

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* CNRS/FMSH. Traducción: Carlos Martínez Shaw, Fundación deEstudios Taurinos.

1 Ignacio Sánchez Mejías, en su conferencia sobre la tauromaquia,Universidad de Columbia, Nueva York, 20 de febrero de 1930.

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que concernía también a una naturaleza pensada como uni-versal al estar dotada de las evidencias más intangibles.Porque tenían la intención de imponer su propia noción delsalvaje en la naturaleza de los aztecas fue por lo que los espa-ñoles optaron por una introducción precoz del toro. Este ani-mal, de una especie desconocida para los autóctonos, iba aconvertirse en el portador de técnicas agrícolas ignoradas, almismo tiempo que en el vector de símbolos prestos a ser asu-midos en común, desde el momento en que se apoyaban sobreel indispensable acto sacrificial: el bóvido productor de todogénero, el bóvido peligroso por sus cuernos y su tendencia alvagabundeo, el bóvido sustituto oportuno de la víctima huma-na ceremonial en la exaltación de la muerte útil. El toro inter-mediario entre un modo de vida alterado por la conquista y unmismo concepto para una muerte compartida. El tiempo de unintercambio de valores fundado en esa verdad última ha pasa-do ya, puesto que la muerte asusta más que nunca: que se lereconozcan aspectos utilitarios o no, recuerda demasiado larealidad de las cosas. Y durante ese tiempo, el animal, antro-pomorfizado a todo tren, se dispone a igualar al hombre ennumerosos aspectos, alcanzándolo en el aborrecimiento a unanaturaleza que estaría libre de todo artificio.

¿Hasta qué punto percibe el hombre moderno que, alrechazar el espectro de la muerte, renuncia a la inmortalidad?Le importa poco en el fondo, puesto que su preocupación pri-mera le empuja hacia el control inmediato de los bienesterrestres, siguiendo el orden de mercado fijado por una cier-ta unanimidad transcultural ávida de progreso. A condición,por supuesto, de obtener así más provecho personal que suvecino, individuo, grupo de presión, región o país…

Seguras de estar en su derecho, algunas institucionesregionales hacen alarde de nacionalismo puro y duro a fin dejustificar su rechazo de prácticas lúdicas y rituales que no obs-

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tante son comunes a diversas poblaciones del mundo. A pesarde esta posición radical, evitan lanzar el anatema sobre otrosjuegos inventados lejos de sus fronteras: ¿será porque, comoen el fútbol generador de violencias y bajezas de todo género,su región consigue destacar al precio de inversiones conside-rables? O porque estos juegos generan siempre más dinero (enparticular a través de las apuestas), legitimando así el califi-cativo de juegos modernos, bien lejos de las diversiones conlos animales, sobre los cuales uno se pregunta qué puedenreportar individualmente al mayor número, al margen de laslamentables maquinaciones del mundillo y de las fuertes retri-buciones de algunas figuras.

Al fin y al cabo, los juegos taurinos nos ayudan a dis-cernir mejor el estado de las mentalidades de nuestros con-temporáneos. Esto es válido para la fiesta nacional, tanorgullosamente reivindicada por varios países de ambos ladosdel Atlántico. Incluso si algunos quieren convencernos de quela tauromaquia constituyó uno de los puntos del contenciosode la lucha por la independencia americana, en puridad debedecirse que los países abolicionistas latinoamericanos no sedecidieron a prohibirla hasta principios del siglo XX, bajo lapresión de una buena burguesía blanca preocupada por res-ponder a los diktats impuestos por las ligas de la virtud detodo género que pululaban por entonces en América delNorte, parangón del buen gusto y de la modernidad de buenaley. Desde entonces, vemos con demasiada frecuencia a latauromaquia tomada como rehén entre un nacionalismo anun-ciado como moribundo y un nacionalismo exacerbado, sere-nado después por los frutos de una economía de alientomundialista y manipulado por las necesidades primordiales deuna clase social y política tan ávida de poder como de losbeneficios consiguientes.

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LAS OBLIGACIONES DE LAS RECOMPENSAS, DE LOS BENEFICIOS Y MERCEDES RECIBIDAS

SON ATADURAS QUE NO DEJAN CAMPEAR EL ÁNIMO LIBRE2

Sea cual sea el contexto cultural, las empresas expansio-nistas han intentado siempre vestir sus pretensiones hegemónicascon un aparato completo de valores y de concepciones metafísi-cas capaces de legitimarlas a los ojos de las poblaciones que pre-tendían someter. Numerosos han sido pues los impulsores de estegénero de desatinos que han pretendido deber a la intervención deuna divinidad dominante el don de un contacto privilegiado conla naturaleza. El argumento les parecía tanto más confortable porcuanto permitía rebasar los inciertos contornos de una religióncon pretensiones más o menos imperialistas y producía la ilusiónde estar a la escucha de los pensamientos individuales, dejandoesperar un acercamiento al sistema de representaciones autócto-no. En algunos casos, el tema del hombre conseguía sumergirseen el contexto antagónico y ocurría que grupos rivales termina-ban por entenderse al encontrar puntos de convergencia entre susconcepciones humanistas. Sin ninguna duda, la muerte y las rela-ciones con los animales, es decir la vinculación obsesiva entre lanaturaleza y la cultura, constituían algunos de estos puntos deconvergencia. En estas condiciones, los juegos con los toros, y enparticular la corrida de muerte, ¿no habrían sido una ilustraciónperfecta de los medios espectaculares por los cuales una civiliza-ción puede optar por expresar sus preocupaciones existenciales ysus sentimientos para con la naturaleza?

Cuando en el siglo XVI, aleccionados por la experienciadesastrosa de la epopeya caribeña, los españoles entraron en con-tacto con el tlatoani azteca3 y luego con el inca peruano, com-

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2 Don Quijote, parte II, cap. LVIII. 3 “El que habla”, el emperador.

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prendieron pronto que su empresa de civilización y de evan-gelización debía apoyarse sobre elementos que fuesen tanconcretos como espectaculares y que fuesen portadores deuna fuerte simbología. Sus adversarios se encontraban a lacabeza de verdaderos Estados constituidos (incluso si el tér-mino puede parecer impropio a algunos puristas), fundadossobre una ideología muy estructurada que se hacía visible através de rituales impresionantes, articulados en torno de unprincipio sacrificial, real o simbólico. Semejante contextoincitaba a adoptar una estrategia de enraizamiento en losterritorios conquistados que invocaría, como en Europa, nosólo a la viña y al vino (o uno u otro sucedáneo), sino tam-bién a una forma espectacular de sacrificio animal, taurino.Este podía incluso reemplazar la realidad opresiva del sacri-ficio humano real y venir a completar el ritual de la misa,menos accesible en un primer momento por ser esencialmen-te simbólico.

Evidentemente, los conquistadores europeos habíanemprendido una obra de difusión destinada a imponer con unmismo impulso el amor del Dios verdadero (sostenido por laIglesia de Roma) y la protección del monarca español. Porello les pareció oportuno recurrir a una forma tauromáquicatípicamente ibérica que fue necesario adaptar formalmente alcontexto americano y cuyo sentido se modificó a veces a finde mejorar su eficacia. La corrida practicada por los caballe-ros constituía en primer lugar una distracción para los hidal-gos que encontraban en ella una manera de lucirserecuperando un poco «el aire del país». Pero era igualmenteun medio eficaz de informar a las gentes del pueblo sobre elrango de cada personalidad en la estructura del poder: en unaépoca en que, en la metrópoli, el juego oficial con los torostal vez se había despojado de una parte de su dimensiónsacrificial, los ediles locales tenían la obligación de acondi-

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cionar la plaza principal de su ciudad4 para que aquel juegopudiera desarrollarse de una forma satisfactoria. Hacían cons-truir por tanto unas gradas sobre las cuales tenían obligación decodearse las diferentes autoridades del virreinato, con asientos,decorados y trajes que eran otros tantos elementos del códigodestinado a informar al ciudadano acerca del papel y el statusjerárquico respectivo de los cuerpos constituidos, así como delos espectadores privilegiados. Pero el espectáculo apuntabaigualmente a deslumbrar a los indios por la magnificencia de unaparato digno de la exuberancia escenográfica tradicional, que,como en México-Tenochtitlan, acompañaba a las fiestas y sacri-ficios humanos inscritos en el calendario ritual de dieciochomeses (de veinte días) tan bien descrito por el franciscanoBernardino de Sahagún en la primera mitad del siglo XVI5. Erapreciso, por último, que los espectadores pudieran ser testigosdel saber hacer técnico y de los valores morales puestos de mani-fiesto por los europeos en su confrontación con los bóvidos. Sinembargo, más allá del ordenamiento propio de la península ibé-rica que reservaba la pista a los caballeros escoltados por suséquito de lacayos a pie encargados de auxiliarlos en caso depeligro, la reglamentación colonial estipulaba que unos danzan-tes indios estuviesen presentes en el espacio consagrado, «consus plumas y chirimías» (Rubial, 1998: 56). Más aún, (Marroquí,1969: 528) evoca para el siglo siguiente el acta de cabildo de1635 que imponía para las fiestas solemnes tres días con cientoros buenos y que «el segundo día hubiera dos toros embolados

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4 Marroquí precisa que si, en México, era en general en la Plaza delVolador donde se celebraban las corridas previstas por el Cabildo, era porque lasventanas del virrey caían encima (1969, t. II, 525).

5 Varias de estas fiestas comportaban por otra parte secuencias agonísticasritualizadas, como era el caso del “sacrificio del gladiador” practicado durante lafiesta de Tlacaxipehualiztli.

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y premio al que diera mayor lanzada, y en medio de la plaza sepusiera ese día un volador….». Cuando se habla del volador, seevoca ese juego ritual originario del oriente mexicano que impli-ca la erección de un mástil elevado coronado de una estrechaplataforma de donde se lanzaban en general cuatro voladoresatados cada uno por los pies a una cuerda que parecía alargarseal tiempo que se aproximaban al suelo dando vueltas lentamen-te al son de la flauta tocada por un quinto comparsa que se man-tenía de pie en la cima. Es patente la alusión a la organizacióndel universo en cinco dimensiones, recuperada evidentemente enprovecho propio por el poder colonial. Todo ocurría, pues, comosi fuera necesario que los toros y estos acontecimientos solem-nes donde se expresaba la grandeza de un imperio «donde no seponía el sol» fuesen también la ocasión de dejar entrever un indi-cio de voluntad de integración social y étnica.

Al mismo tiempo, pero en el registro de lo cotidiano, laganadería bovina, introducida desde los primeros tiempos de laconquista, consiguió crecer rápidamente y ocupar una buenaparte de las tierras consagradas por los indios a sus cultivos desubsistencia: incluso sucedía a menudo que algunos animalesincontrolados y amenazadores se escapaban hacia las zonasincultas de la naturaleza donde se transformaban en animalessalvajes susceptibles de aparecer, a los ojos de muchos indíge-nas, como otros tantos avatares de Tezcatlipoca, el dios jaguartodopoderoso de los aztecas. Paradójicamente, y a pesar de loscálculos de los conquistadores, la empresa de “colonizaciónbovina” acabó por tener tal éxito que el animal y la práctica delos juegos taurinos encontraron un lugar tan vasto en el univer-so material como en el imaginario autóctono (Fournier, 1995).Adeptos desde siempre a diversas formas de sincretismo, losindios se apresuraron a inventar maneras específicas de «torear»,como el rodeo y el jaripeo, que eran expresiones subversivas deuna atracción hacia la dimensión lúdica de la relación con un

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animal peligroso. El carácter subversivo de estas creaciones pro-cedía de su voluntad de insertar prácticas y concepciones endó-genas en un sustrato impuesto: era una manera de oponerse aljuego español, si era necesario a través de la burla, pero siempreobteniendo ventajas de ello. El rodeo retomaba algunas de lasprácticas de cría intensiva de ganado descritas por Ciudad Realen ocasión de su visita de 1584 (1976, II: 92). El jaripeo paro-diaba a sabiendas la solemnidad del juego español, ya que elindio torero, al que le estaba expresamente prohibido montar acaballo, se esforzaba en mantenerse sobre el lomo del toro pesea sus riesgos6. Estos peligros eran por otra parte tan reales (sobretodo cuando había alcohol de por medio) que los frailes se esfor-zaron pronto por intentar prohibir estas prácticas que (sin dudacon razón) les parecían tender hacia el auto-sacrificio en un con-texto en el que se proscribía el sacrificio humano en nombre delDios todopoderoso. Pero si hay que creer en los registros dediversos procesos por brujería del siglo XVII mexicano, algunosindios y mestizos alimentaban intenciones más materiales alconvertirse en «toreros»: obtener renombre, status social y, pro-bablemente, ventajas pecuniarias de su particular manera depracticar la tauromaquia. Semejante reapropiación del animal«salvaje» civilizador terminó por inquietar a los españoles hastael punto de que algunos de ellos se interrogaron seriamentesobre la conveniencia de proseguir la organización de espectá-culos para gloria de la hispanidad en aquellas comarcas en queel toro se había transformado en un poderoso indicador de laidentidad local.

Se había producido un verdadero reparto de valores porintermediación del animal. Incluso si éste había permitido la

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6 En la tauromaquia de Goya se encuentra un ejemplo de esta práctica eje-cutada por Marío Ceballos (a) El Indio.

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emergencia de dos concepciones distintas de la tauromaquia, seimponía realmente como un agente no despreciable del mestiza-je que iba a marcar de modo tan perdurable la cultura de México.Hay que decir que el toro no había esperado a su introducción enAmérica para exponer su excepcional facultad para identificarsecon la frontera, la que aproxima la vida a la muerte, las culturasentre sí, la naturaleza y la cultura, lo salvaje y lo domesticado…

El hombre se ha esforzado por establecer relaciones con elanimal desde el alba de la humanidad, sabiendo siempre quecada especie podía buscar su supervivencia a costa de la otra enun momento u otro. Los numerosísimos usos que el hombre hasabido extraer del animal prestan valor al individuo, distinguenal técnico que da prueba de su capacidad para actuar sobre unacriatura siempre imprevisible, incluso en el caso de la domesti-cación. El ciudadano moderno experimenta cierta dificultad paraimaginarse la realidad animal, y hay que constatar que el movi-miento animalista parece crecer al ritmo de la desmaterializaciónde la economía. En su grandeza de alma, algunas ligas de “pro-tección” se plantean incluso conceder alma a los animales, y enparticular a aquellos que han sabido encontrar un lugar en ope-raciones de alta rentabilidad económica. En otoño de 2010, unoscarteles pegados sobre las paredes del metro parisino anunciabanpelículas destinadas a los niños cuyos héroes eran animales antesconsiderados misteriosos y peligrosos, como lobos o búhos.¿Qué imagen se pretende dar a nuestros hijos, inconscientes delimaginario del pasado? ¿Una mickeyzación de la naturaleza, unaantropomorfización de los animales asimilados a los humanos ypensando y viviendo como ellos en un entorno en que la natura-leza no tiene realmente sitio? Es curioso constatar hasta quépunto numerosos “defensores de los animales” son reacios areconocer la personalidad original de sus protegidos: niegan sulugar en «lo salvaje» por supuesto, pero contestan igualmente eluso que han sabido hacer de ellos los hombres a fuerza de técni-

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cas y de conocimientos elaborados a lo largo de los siglos, res-pectando muy frecuentemente su parte de animalidad.

Si se presta atención a ello, hay algo de espantoso y debárbaro en la fotografía aparecida en la última página de El Paísen el momento de la prohibición de la corrida por el Parlamentocatalán en julio de 2010. Lejos de ilustrar la alegría de uno u otrode los legisladores locales, entusiasmados por haber conseguidola aprobación de una de sus reivindicaciones nacionalistas,representaba a un dirigente del movimiento animalista: sentadosobre un amplio canapé, el joven sonreía a la cámara al tiempoque daba el biberón a un gato acurrucado sobre sus rodillas.¡Qué falta de respeto por siglos de civilización, qué manera insó-lita y bien poco sensible de tratar al animal! ¿Por qué este recha-zo a reconocer la autonomía del felino, esta manera de someterleimponiéndole un lugar extraño en un universo de falsa comuni-cación? ¿Por qué esta apatía intelectual ante las enseñanzas de lahistoria? ¿Por qué querer olvidar que el gato (murilegus en laEdad Media) había sido introducido en el ecosistema europeopor sus cualidades de cazador de ratones, alimentado lo justo porun dueño siempre atento a preservar en el animal la mayor partede un instinto que le permitía «purgar la casa del ratón pestilen-cial» (Bobis, 2000: 125) En la imagen de El País, por el contra-rio, el gato tiende a convertirse en un producto de origenexclusivamente humano que se ve despojado de su naturalezaanimal. Este sería de alguna manera el índice de un «progreso»que intenta ahondar cada vez más el foso entre naturaleza y cul-tura y termina por convertirse de hecho en una manera suave de«rechazar el horror de la muerte» (Morin, 1970: 278).

En septiembre de 2010, Fernando Savater retomaba en laMaestranza de Sevilla la observación esbozada en su obraTauroética sobre el fin de la confrontación plurimilenaria entreel hombre y el animal: al margen de algunos virus particular-mente tenaces, los animales están ahora en condición de ser

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completamente vencidos por la técnica y las relaciones econó-micas, y esta obstinación que muestran algunos en situarlos almismo nivel que los humanos, a concederles derechos sin impo-nerles los deberes correspondientes, acaba por rebajarlos a unlugar que no les corresponde evidentemente en la naturaleza.

No nos equivoquemos: tal como ha sido codificada enEspaña a principios del siglo XVIII, la corrida no se contentabacon vehicular valores «castellanos» (sospecho incluso que suoficialización, que prohibía de hecho la corrida ecuestre practi-cada sólo por los hidalgos, ha sido favorecida por los Borbones,preocupados por legitimar su acceso al trono de España), sinoque actuaba al modo de un rito instituido para convertirse en elvector de un mito que establecía las condiciones de la relaciónentre naturaleza y cultura (Fournier, 1999). Henos aquí ante unaceremonia que instauraba la irrupción, en el corazón de la ciu-dad, de la naturaleza salvaje representada por un animal recrea-do para tal fin, adornado de virtudes específicas que iban a serreveladas por el combate y que le hacían digno de ser combati-do: su carácter salvaje, a priori indomable, su combatividad, sumovilidad, incluso un cierto grado de nobleza. El arte y el buenhacer del torero, heraldo de la sociedad reunida en las gradas,introducirán al animal en un proceso atañente a la domesticaciónque se acabará en el momento en que el toro sea «aplomado»,cerca del autosacrificio, cuando se dice que el toro «pide muer-te». Como precisa F. Wolff (2010: 20), la ética tauromáquicareside en esto: un combate sin duda desigual, pero leal, llevadosegún una codificación rigurosa, incluso en su dimensión san-grienta: un combate que implica la presencia permanente de lamuerte, una presencia real y no solo mimética como en otrasexpresiones artísticas. Por esta razón la muerte que se inflinge albóvido no es en absoluto un castigo, sino al contrario un acto quesella su condición de héroe. Recordemos que el toro considera-do como manso cuando ha sido criado como bravo, el toro en fin

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desprovisto de las cualidades físicas y morales requeridas, correel riesgo de quedar excluido del ruedo para sufrir la suerte de losanimales de matadero, sin pica, sin banderilla, sin las torturasestigmatizadas por los antitaurinos. Lejos de comportarse comoun animal de excepción, lejos de merecer los elogios de los afi-cionados, el manso no es ya más que un animal de poca utilidadporque ya no se identifica con su naturaleza original y con elpeligro que se supone representa para la humanidad. Se le niegaasí el derecho de una muerte por el estoque, ese arma queSánchez Mejías calificaba de «rayo de plata y de sangre que alzaen la mano derecha todo el que triunfa sobre la muerte».

Los mexicas y los incas habían comprendido perfecta-mente lo que se jugaba en un espectáculo ritual en el cual habíandetectado la expresión de una visión cosmológica digna de sercompartida a pesar del proceso de aculturación sufrido. En ladidáctica puesta en escena del combate entre la naturaleza pri-mitiva y la cultura de lo humano, el hombre debía triunfarponiendo lealmente su vida en peligro. Es lo que el papa Pío Vhabía intentado prohibir en el siglo XVI con la bula “Salute gre-gis” (1º de noviembre de 1567): no se trataba realmente dedefender el mundo animal, sino de impedir que el hombre pusie-se su vida en peligro al margen de la razón de estado, como enlos duelos, igualmente prohibidos: «(…) muchos para hacermuestra de sus fuerzas y atrevimiento en públicos y particularesespectáculos, no dejan de pelear con toros y otras bestias fieras,de donde también suceden muertes de hombres, cortamientos demiembros y peligros de almas muchas veces (…)»7. Era un tiem-po en que los valores humanistas tenían un sentido y empezabana propagarse un poco más ampliamente8. En nuestros días, hay

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7 Citado por el padre Mariana (1950: 454).8 En su obra de carácter antitaurino, José Vargas Ponce (1961: 127) cita a

varios eclesiásticos en apoyo de su argumentación, entre ellos al teólogo jesuitaJuan Fragoso que, en 1641, afirmaba que no se podía «permitir el lidiar con bes-

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antitaurinos atrapados por una cultura mundializada utilitaristaque se alegran ruidosamente de las horribles cornadas sufridaspor los toreros9, en particular en los últimos meses de la tempo-rada de 2010, o que se quejan de que el animal no tiene su opor-tunidad o al menos de que las oportunidades no son iguales. Dealgún modo, en el mundo de la extrema modernidad que estosindividuos pretenden representar, lejos de toda barbarie, se debíapoder contabilizar en la plaza tantas muertes de hombres comode animales, como en los tranquilizadores tiempos de los juegosde la Roma antigua10. ¡Qué lejos estamos de la emoción del gritolanzado por Federico García Lorca como reacción a la muerte desu amigo Ignacio Sánchez Mejías en la plaza de Manzanares:

tias por diversión y por placer aprobar los espectáculos cruentos, causa de muer-tes y homicidios, de suyo es verdad; porque se expone a manifiesto peligro lasvidas de los súbditos, las cuales es deber del Príncipe conservar».

9 La decencia y la caridad impiden reproducir aquí algunos de los comen-tarios indignos proferidos en los medios de comunicación españoles o latinoame-ricanos por algunos «defensores de los animales» con ocasión de cada uno de losterribles accidentes de 2010. Nos encontramos incluso con recientes profanacio-nes de tumbas o monumentos dedicados a muy nobles toreros que nos hacen pen-sar en las exacciones y los atentados perpetrados por los jóvenes nazis francesescontra las sepulturas judías o musulmanas.

10 Los doctores de la Iglesia vituperaban entonces los espectáculos y losplaceres que procuraban. Evocando al joven Alipio que, escuchando el clamor delanfiteatro, «recibió una herida más peligrosa en su corazón que el miserable gla-diador en su cuerpo», San Agustín subrayaba la dimensión contaminada delespectáculo, sus efectos sobre la razón amenazada por los instintos despertadospor la vista de la sangre y de la violencia. Por su parte, Tertuliano recordaba quelos juegos eran asideros de la idolatría: «los antiguos imaginaban que esos espec-táculos eran un deber para con los muertos (…) en la persuasión de que la sangrehumana apaciguaba las almas de los difuntos». Pero planteaba igualmente el pro-blema bajo el ángulo de la ética social: los actores de tales espectáculos, inclusoen el teatro mismo, sufrían el oprobio del Estado aun siendo adulados por el con-junto de la sociedad: «¡amar a los que se castiga, despreciar a los que se aprueba!¡Exaltar el arte y condenar al artista! (…) En fin, ¿os hace falta sangre? La deJesucristo fluye bajo vuestros ojos».

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«¡Que no quiero verla!/ Dile a la luna que venga, que no quierover la sangre/ de Ignacio sobre la arena (…) ¡no me digáis quela vea!/ no quiero sentir el chorro/ cada vez con menos fuerza;/ese chorro que ilumina/ los tendidos y se vuelca/ sobre la panay el cuero/ de muchedumbre sedienta./ ¡Quién me grita que measome!/ ¡no me digáis que la vea!».

QUE ESTO DEL HEREDAR ALGO BORRA O TEMPLA EN EL

HEREDERO LA MEMORIA DE LA PENA QUE ES RAZÓN

QUE DEJE EL MUERTO11

Como en el cine (norteamericano, entre otros), o en losdeportes de pelota modernos, o en los noticiarios televisados, oen los juegos electrónicos que apasionan a ciertos niños, hay ungusto por convencerse de que la muerte del hombre procede deun espectáculo o es resultado de una falta. Incluso si se quierecreer que no son muy numerosos, algunos de los que se oponende manera violenta a las corridas no se negarían probablementea instalarse detrás de una mampara de vidrio destinada a impo-ner una distancia razonable respecto del espectáculo tranquiliza-dor de la inyección letal inflingida a hombres atados, asesinosincluso no convictos. El teatro del castigo legitima la atracciónpor un hecho que uno se resiste a veces a vivir cuando nos con-cierne demasiado. Está cercano sin duda el tiempo en que lascompañías de seguros se harán cargo de los últimos instantes denuestros queridos futuros difuntos a fin de liberarnos de un deberque se ha hecho absurdo, pero mientras tanto preferimos indig-narnos, o admitir el castigo supremo, o desviar la vista. Por otraparte, las ciencias sociales se han volcado sobre este tema: laetnóloga N.Vialles había demostrado que los mataderos, con sucorolario, el imaginario de la mácula, se encontraban ahora rele-

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11 Don Quijote, parte II, cap. LXXIV.

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gados al exterior de la ciudad, mientras que diversas encuestassociológicas daban cuenta de la rentabilidad de las empresas ylos lugares de muerte especializados. Estamos lejos de las vani-dades que ponían las cosas y las gentes en su sitio, pero almismo tiempo las exposiciones contemporáneas que exhibenobras elaboradas a partir de cadáveres aportan comodidad ydinero a toda una cadena de explotadores que va desde los auto-res a los organizadores, pasando por los proveedores de cuerpos.Aprender a bien morir y a filosofar era bueno antes, cuando, conel ars moriendi de alcance universal, «se disipa un poco la dra-matización del fin último y se opera un retorno a la vida, que esexaltación humanista de la dignidad del hombre e insistenciacristiana sobre la necesidad de bien vivir para bien morir»(Chartier, 1976: 51). Lejos de «tener la meditación y pensa-miento de la muerte» (Chartier, 1976: 66), el mundo contempo-ráneo opta por el olvido o por el beneficio. En este contexto, lacorrida molesta a los esprits forts porque erige la muerte en rea-lidad, sobre todo cuando, obstinados en ignorar la evolución delos animales combatidos en la plaza desde el siglo XVI deAlonso de Herrera (1970: 331), se persuaden de que se matatodavía y siempre «a lanzadas y cuchilladas a una res de quienningún mal se espera, antes mucho provecho» (…)12.

Sin duda el hombre ha adquirido muy pronto la certeza delcarácter inexorable de la muerte y se ha aplicado a darle un sen-tido haciéndola deslizarse hacia el orden de la inmortalidad.Ahora bien, según la expresión de E. Morin (1970: 34), «estainmortalidad supone (…) no ignorancia de la muerte, sino por el

12 Antes de la introducción de los toros especializados, es cierto que lasbestias encaminadas al combate eran seleccionadas de entre los machos destina-dos al abastecimiento de carne o a la reproducción de los animales de tiro para eltrabajo del arado (López Martínez, 2002).

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contrario el reconocimiento de su llegada (…) en una zona dedesazón y de horror». Presente en cada instante de la vida, lamuerte se manifiesta, como dice Savater, bajo dos formas: la deun riesgo permanente y la del destino final, de una certeza abso-luta. Contrariamente a lo que pretendía el virulento escritor anti-taurino Coeurderoy (2007: 41) en la segunda mitad del sigloXIX, evidentemente es ahí donde radica una de las principalescaracterísticas que nos distinguen en el mundo animal: la con-ciencia que tenemos de la muerte, incluso si ignoramos en prin-cipio el lugar y la hora13. Entonces, ¿qué abominación es eseespectáculo de la corrida que reconoce la existencia ritual de lamuerte, que nos fuerza a aprenderla de nuevo y la pone en juegocomo en una vanidad en movimiento, convocando al toro, figu-ra muy concreta de la realidad y del peligro? ¿Quién mejor queSánchez Mejías ha sabido encontrar las palabras al afirmar: «Eltoro es el que embiste, el que acomete, el que quiere engancharal torero para herirlo o matarlo. El toro es el peligro, la muerte,la muerte que nos rodea por todas partes, que nos busca o quenos espera, que nos acecha o que nos viene al encuentro. El tore-ro es el que sortea el peligro, el que engaña a la muerte trafican-do con ella, el que crea una regla, un arte para no morir. El quese enfrenta con el toro, con el peligro, con la muerte y en susmismos hocicos elabora su triunfo, conquista su gloria, accede asu bienestar»? En el momento de la estocada, el hombre sabeque ha triunfado de la muerte porque ha sabido infligir al animalotra muerte, tan técnica como sincera. De hecho, en los juegoscon el toro, la muerte de los protagonistas no es nunca infaman-te, punitiva, puesto que, según el principio sacrificial, se con-vierte por el contrario en alimento de la vida. La muerte de un

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13 «Se pretende que el toro no sufre porque no puede prever la muerte quele espera y que solo la conciencia de la muerte nos aterroriza (…) Con todos susestudios y su filosofía, ¿qué sabe de la muerte el hombre más que los animales?».

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individuo por la supervivencia del grupo. V. Gómez Pin evoca asu vez «la muerte digna (que) es un acto de afirmación de la vida,que sólo tiene sentido si se parte del principio de que la vidahumana tiene una finalidad diferente de la del mero perdurar»(2002: 17). Una muerte que, como sugería Mishima a propósitodel destino que se había reservado para sí mismo, debía ocurrir en

14 Esta obsesión evidentemente ha atravesado los tiempos y los continen-tes a pesar del profundo respeto generalmente concedido a las personas de edaddepositarias de la sabiduría. En uno de sus poemas, Sor Juana Inés de la Cruz sedirigía metafóricamente a una rosa en estos términos: «mira que la experiencia teaconseja/ que es fortuna morirte siendo hermosa/ y no ver el ultraje de ser vieja».

el momento más potencialmente creativo y no cuando las fuerzasdel individuo hubieran abandonado prácticamente su cuerpo14.Esto vale tanto para el hombre como para el animal.

Fig. n.º 1.- Don Quijote luchando con los toros. Grabado, imagen cedidapor el autor.

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Los antitaurinos lamentan evidentemente que en las plazasla muerte no esté repartida de manera igualitaria en términoscontables. No sería justo que la muerte contingente del hombreresulte de una apuesta de riesgo y que la del animal imponga suineluctabilidad. Sería necesario que el hombre y el animal sepresentasen iguales ante la muerte como serían iguales en susderechos, o poco más o menos. Esta preocupación por la pari-dad, ¿no replantearía de hecho el problema de la existencia deldoble, hermanos o no, uno del lado salvaje, otro de la domesti-cación, que sería indispensable a la emergencia de toda civiliza-ción? Entre los numerosos ejemplos espigados a través de loscontinentes, S. d’Onofrio (2011: 45) escoge el AntiguoTestamento para recordar que el criminal Caín había sido encar-gado por Dios del cultivo del suelo, mientras que su hermanoAbel se ocupaba de la ganadería. El análisis permite avanzar queno hay ninguna paradoja en el hecho de que Dios decida que elpapel de víctima sacrificial recaiga sobre el pastor de ganadomenor cuando se plantea el problema del crecimiento del grupo«para que su hermano Caín pueda ser indirectamente el origende una parte de los humanos». En este contexto fundador, erapreciso que el homicida fuera considerado como el alter ego dela víctima, el agricultor-civilizador afirmándose mediante eldominio del sacrificio del que representa la dimensión salvaje,animal, del mundo. Los exegetas no iban a dejar de precisar estepunto, y en su homilía del 10 de febrero de 592, sobre la pará-bola de los invitados al banquete de bodas, el papa Gregorio I,San Gregorio el Grande, retomaba la visión diacrónica de unproceso de civilización sostenido por la espiritualidad, esavoluntad de «saciar al alma de tuétano y de grasa», recurriendoa la alegoría de los toros y de las aves grasas: «¿Qué debemosver, queridísimos hermanos, en los toros y en las aves grasassino a los Padres del Antiguo y del Nuevo Testamento?». Si lasaves alimentadas representan el estadio evidente de la domesti-

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cación, de la cultura asociada al Nuevo Testamento y al princi-pio del perdón, el toro simboliza, por su parte, ese illo temporeigualmente indispensable a la construcción de la Iglesia y delMundo, el tiempo en que «los Justos habían sido autorizados aaplastar (…) a sus enemigos y los de Dios e incluso a matarlossin injusticia», mientras que Cristo nos ha enseñado a «amar anuestros enemigos, a hacer el bien a los que nos odian». Difícilno pensar aquí en establecer una aproximación con la corrida yla polisemia que encierra. El toro se impone como la imagen sal-vaje del pasado original cuyo lugar en el proceso civilizadorincide en la imaginación por su potencia y su espíritu belicoso,pero representa sobre todo el animal digno de participar en laoposición espectacular de las dos caras de una dualidad15, y portanto en la muerte deliberada que confiere todo su sentido al ritode renovación del acto fundador.

Sin ningún género de duda, los animalistas se negarán areconocer la existencia del doble, es decir la otra cara de una rea-lidad imperativa, ya que no aspiran a hacer del animal más queel semejante, poniendo así en cuestión el principio de una duali-dad desequilibrada16, única capaz de desencadenar el movimien-to decisivo. Aquí tenemos el colmo de la ambigüedad, ya que, afin de cuentas, una posición tan extrema termina por congelar lohumano en una posición improductiva. En materia de corrida,los defensores de los animales se contentarían de buena gana conla idea de una muerte repartida. Por supuesto, una extraña ideaque constituye una regresión absoluta para los que siguen guia-dos por los valores del humanismo en la medida en que la reali-

15 Después de todo, se sabe que los espectadores de la corrida se dividena menudo en toristas y toreristas, como si no se debiera ver en la actitud de ambosmás que diversos grados o matices.

16 En Les Mythologiques, Lévi-Strauss hacía notar en este punto la exis-tencia de numerosas divinidades cojas.

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dad de la muerte del hombre no ha sido nunca una palabra vanaen la plaza. El destino fatal de Sánchez Mejías (y de tantos otros)muestra que la apuesta de riesgo nunca ha sido ficticia en laplaza, incluso en nuestros días. Si es cierto que los progresos dela medicina han limitado el número de muertes en el ruedo, noes la frecuencia de los sucesos trágicos que han jalonado las tem-poradas de 2010 en América y Europa la que desmentirá aquellaevidencia. Se conocen, sin embargo, toristas lo suficientementerigurosos como para evocar un exceso de selección de parte delos ganaderos que, bajo la presión de los toreros y de sus agen-tes, tienden a crear un animal a imagen de lo que se figuran losantitaurinos que no se han acercado a un toro de lidia ni en losprados ni en la arena, y se figuran un animal pacífico, dulce, conla flor en la boca como el buen Fernando (Walt Disney, 1938).Sin embargo, existen todavía ganaderías taurinas, ciertamentecalificadas de «románticas», un poco a la antigua, como las quefueron de Pablo Romero cerca de Villamanrique de la Condesa,en que las camadas de machos de cuatro años sufren mermasanuales muy superiores al 10%. En la marisma del Guadalquivir,en las dehesas que se extienden por la frontera de las provinciasde Sevilla y de Córdoba o al fondo de Extremadura, los toros seenfrentan en combates singulares, en los cuales el vencido mori-bundo recibe a menudo una última cornada del conjunto de losinquilinos del cercado. Pese, pues, a la búsqueda obsesiva delanimal colaborador, las corridas no han perdido su carácter depeligrosas para el hombre, a despecho incluso de la atenuaciónde la fiereza del animal, como si los toreros habituados a bestiascómodas olvidasen a la vez las características primarias de laraza y el sentido del combate: dominar primero al animal en untiempo muy corto, respetándolo usando técnicas adquiridas,expresar después el alcance de la estética experimentada. Lamuerte no viene sino al final, lógica última de un proceso técni-co de domesticación, al tiempo que exigencia de carácter filosó-

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fico, incluso religioso para aquellos que admiten su caráctersacrificial.

La estocada constituye el momento más peligroso de lafaena en la medida en que obliga al hombre a perder de vista lacabeza del animal y a meterse por encima de los cuernos. Es igual-mente el momento en que el matador se libera de una tensión quealcanza su culmen, una tensión que le incita a reencontrar al ene-migo en el animal convertido a veces en compañero. En ese ins-tante, como expresaba Ignacio Sánchez Mejías en una conferenciadada en Nueva York, «el toro es el demonio y para librarse de élhace falta hacer la cruz con la muleta y el estoque, obligándolo ahumillar la cabeza y hundirle la espada en el morrillo, matarlo.Matar al toro es matar a la muerte y al demonio».

Pero evidentemente, y como ha podido poner de relieveF. Zumbiehl (1987) en el transcurso de sus conversaciones convarios grandes toreros, esta culminación, que en la norma y enlos hechos define al «matador de toros», no es el momento conque sueñan los jóvenes deseosos de entrar en la profesión. Yaque, si fuera el caso, ¿por qué no se alistarían en los mataderospara sacrificar a los bóvidos con menos riesgo desde una plata-forma? El problema es que la muerte es necesaria en la arena,sobre todo después de la oficialización de la corrida a pie en elsiglo XVIII. Jugar con un animal, como pretenden hacer algunosorganizadores de espectáculos mexicanos poco escrupulosos enlas corridas incruentas que intentan montar hoy en los EstadosUnidos, como para satisfacer los dictados de una mundializaciónde la idea del espectáculo triunfante, significaría instrumentali-zar al toro como un simple objeto de comercio que habría quesacrificar después, puesto que es técnicamente imposible reutili-zar al animal ya toreado, «que ya sabe latín». ¿Dónde quedaríala lealtad ética exigida en el instante de la muerte? Ya que es estemomento de la verdad suprema el que otorga o no todo su pre-cio al conjunto de los tres tercios de la faena: en las grandes pla-

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zas (Madrid, Sevilla, Bilbao), ¿cuántos toreros pierden los trofe-os ganados en principio en las primeras fases por culpa de unaestocada defectuosa o fuera de los cánones exigidos? Pero, sobretodo, ¿cuántos son los que han perdido la vida en este fulgor delinstante en que la muerte se cruza, parece vacilar entre el hom-bre y el animal y los toma a veces a los dos, como hizo por ejem-plo con Manolete y el toro Islero de Miura, en Linares, el 29 deagosto de 1947, o con El Yiyo y el toro Burlero de Carlos Núñezen Colmenar Viejo, el 30 de agosto de 1985? Si el matador, queno es ya más que un hombre salido del pueblo, y que ve sinembargo cómo se le reconoce el honor de encarnar los valoresidentitarios del conjunto del grupo, no mata lealmente, es que hafracasado. Ya que era esencial reconocerle en el siglo XVIII elderecho de inflingir públicamente la muerte, un derecho adjudi-cado hasta entonces sólo a la nobleza guerrera, un derecho queconstituía sin duda una transgresión escandalosa, una forma desubversión a los ojos de la Iglesia. Dar la muerte remitía a lavillanía al margen de un contexto oficial, y la inscripción de lasgentes del pueblo en la corrida como protagonistas de primerrango significaba el paso a un status social extraordinario que lehabría sido reconocido al propio pueblo. Hacía falta, sin embargo,que, al mismo tiempo, el toro se convirtiera en el otro protagonis-ta realmente mayor porque sería desde ahora el resultado de unaselección y de unas prácticas de crianza elaboradas en función decriterios fundados en principios aristocráticos: pureza de sangre,combatividad y nobleza de comportamiento, entre otros.

No se puede olvidar tampoco que la muerte del toro cons-tituye de hecho el único elemento concreto de la corrida que, sino, no superaría el nivel de lo efímero y de la pura impresiónestética experimentada por el espectador. Ya que la parte másimportante de la obra reside aquí en el proceso de ejecución y noen el objeto acabado. Esta característica singular confiere unlugar privilegiado a la experiencia de los espectadores en la

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medida en que es de la confrontación de las conversaciones trasla corrida de donde emerge la realidad compartida de una obradigna de inscribirse en el imaginario colectivo. Si comparamosla corrida con otras artes plásticas, podríamos reducir la obra delescultor a los golpes de buril, la del pintor a su habilidad en apli-car el color sobre la tela, ya que la faena del torero toma su fuer-za expresiva de las intenciones del autor frente a la materiabruta, de su modo de atravesarse, de su forma de alargar un pasode muleta. La corrida permanece en el dominio de la trascen-dencia ya que no se reduce en absoluto a una evidencia sensible,a un artefacto que podrá ser inscrito y expuesto en el orden de lahistoria. Va más allá de la muerte.

En el corazón de un mundo que ya no reconoce a la muer-te natural más que el derecho de confinarse lo más lejos posiblede nuestra vista y de nuestro hogar, elemento impropio de unacivilización humanitarista y no ya humanista, y, mejor aún,higienista, utilitarista, materialista, la corrida tiene que chocar yaque remite a valores que se creían eternos por ser humanos; tieneque incomodar por esta remembranza demasiado sincera de lamuerte y por este sentido de las relaciones establecidas entre elhombre y el animal en el momento en que todavía existía la ideade naturaleza. Pero ¿no incomodaría más aún si cediese ademása las exigencias de la sociedad del espectáculo y abandonase susvalores de ejemplaridad ética?

SI DA EL CÁNTARO EN LA PIEDRA O

LA PIEDRA EN EL CÁNTARO, MAL PARA EL CÁNTARO17

Para terminar, y como en forma de coda, ¿por qué no inte-rrogarse sobre las creaciones taurinas americanas inspiradas enlos siglos XVI y XVII por esta corrida ecuestre transformada por

17 Uno de los famosos refranes de Sancho, en Don Quijote, parte II,cap. XLIII.

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18 Fournier (1999).

el conquistador en herramienta al servicio de su proyecto demundialización? Si suponemos que los toros pueden ser identi-ficados con un mito (Fournier, 1990: 31), resulta pertinente aso-ciarlos en América al sistema de transformación de los mitospuesto en evidencia por Lévi-Strauss a lo largo de toda su obra.Las modalidades locales de la tauromaquia participan de la bús-queda de una verdad capaz de superar las exigencias de la crea-ción oficial porque éstas consiguen adaptarse a un entornoespecífico al tiempo que se insertan en un sistema de valorescompartido por el conjunto de la sociedad.

El rodeo y el jaripeo se distinguen netamente del originalibérico porque no preveen la muerte del animal. Además de lasrazones de tipo económico (no olvidemos que su muerte impo-ne la compra del animal a un precio tal que una comunidad ruralraramente puede soportar), esta elección proviene sin duda deuna voluntad de mantener una identidad autóctona en el corazónde un proceso de mestizaje cultural. De esta manera, el actorprincipal no da a los miembros de su grupo la impresión de aspi-rar a un status social vinculado a una adhesión a valores transmi-tidos por el toro español, único animal verdaderamente creadopara combatir en la corrida de muerte. Es a partir de este momen-to cuando, en la esfera de lo simbólico, las representaciones indí-genas de la muerte y del sacrificio siguen contribuyendo a lacohesión del grupo porque, escogiendo convertirse en matador detoros, el autóctono sabe que mantendrá sus distancias sociales consu comunidad de origen en el instante en que se le reconozca elderecho (luego la obligación) de matar a un animal que, contra-riamente a los demás tipos de bóvidos utilizados en las diversio-nes locales, remite específicamente al mundo español.

Me había parecido útil hace unos años la tarea de clasifi-car los toros y los juegos taurinos de México18, ya que cada

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bóvido y cada expresión lúdica está asociada a una categoríasocial y étnica particular, es decir, al fin y al cabo, a una fuertereivindicación identitaria fundada en la aportación del animalintroducido en el siglo XVI. Pero, sea cual sea el contexto, esnotable que el bóvido macho utilizado siga refiriéndose a unaanimalidad liminal, contribuyendo así a apuntalar las bases delmestizaje cultural: el toro encarna a la vez el principio de domes-ticación, con sus ventajas y sus exigencias, y la naturaleza sal-vaje, de la cual, según numerosos mitos indígenas, se haconvertido en uno de sus dueños bajo la forma del avatar del dia-blo/divinidad autóctona. Animal-frontera por excelencia, se lepercibe como exógeno, personifica la hispanidad y se convierteen vector de la identidad autóctona.

No cabe duda, pues, de que el hombre que se siente lo bas-tante atrevido como para enfrentarse al toro se afirma, a la mane-ra del chamán vertical americano analizado por E. Viveiros deCastro (2009: 18), como un hombre que se mueve entre dosmundos y al que el grupo de pertenencia encarga la tarea de con-tribuir a los procesos de reproducción de las relaciones internas.¡Qué importa entonces que, en el contexto posterior a las “altasculturas” andinas y mesoamericanas, estos mundos remitan a lapersistencia de la cosmovisión indígena o a las consecuenciasprevisibles de la historia implacable de la mundialización!

Pero ¿por qué este héroe singular, este intermediario cul-tural, no había de ser sino un americano decidido y no venir delotro lado del Atlántico? Con el contacto con América, la mun-dialización había cobrado una nueva dimensión, lanzándose másallá de los océanos que constituían hasta entonces la fronteraabsoluta, ofreciendo a más de un hombre del pueblo la posibili-dad de pensar de otra manera, al margen de los límites meticu-losamente establecido por los clérigos a lo largo de los siglos. Deeste momento esencial del bascular, Cervantes hizo Don Quijote.El autor no se contentó con describir de qué manera unos valien-

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tes caballeros llegaron a transformarse en desdichados juguetesde un penoso destino, sino que se interrogó sobre la evolución delos valores ancestrales y sobre su capacidad para perpetuarse adespecho de las burlas de las gentes que saben y que dirigen.Don Quijote iba a ser, pues, un héroe transcultural muy adecua-do, desde el instante en que, tras su inoportuno encuentro con lamanada de toros del volumen II, capítulo LVIII, su espíritu seiluminase con un saber nuevo y sintiese ganas de morir, momen-to clave de su último recorrido: «Yo, Sancho nací para vivirmuriendo, y tú para morir comiendo; y porque veas que te digoverdad en esto, considérame impreso en historias, famoso en lasarmas, comedido en mis acciones, respetado de príncipes, soli-citado de doncellas; al cabo, cuando esperaba palmas, triunfos ycoronas, granjeadas y merecidas por mis valerosas hazañas, mehe visto esta mañana pisado y acoceado y molido, de los pies deanimales inmundos y soeces»19. En ese instante, Alonso Quijanodescubre un mundo que había preferido ocultar y que no exige,sin embargo, más que beneficiarse de sus experiencias teñidas deamargura. En ese instante, como dice Ignacio Sánchez Mejías,Alonso Quijano sabe que no le queda más que cambiar el terre-no del toro, es decir «renovar el combate, abrir nuevos horizon-tes a la vida en el arte de torear. Y como (Don Quijote) sabíatorear, cuando vio que el toro le comía el terreno lo cambió detercio o medio, más claramente, lo pasó de la mitad del mundo ala otra mitad: lo trajo al Nuevo Mundo. (…) Don Quijote lo hizoy en el esfuerzo se abrieron sus heridas y se derramó casi toda susangre. La sangre de Don Quijote regando a más de mediomundo ha hecho brotar su arte, su arte de ser, de ser siempre, deser y estar, de estar eternamente por los siglos de los siglos».

¡Pobre Don Quijote, símbolo tan ampliamente compartidodel humanismo en marcha y de la lucha eterna contra los luga-

19 Don Quijote, parte II, cap. LIX.

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res comunes, uno se lo imagina aquí un poco perdido frente a losmolinos de la intolerancia y de la moderna globalización! Es porla muerte por la que se eleva hasta la inmortalidad, y no com-prendería sin duda esa negación sistemática de la Parca ni lasreferencias reiteradas a la modernidad que lastran los discursosantitaurinos. Si, como la corrida, el libro de Cervantes conocióun éxito fulgurante en el corazón de los territorios americanosocupados por los españoles, es sin duda porque la obra hacíaresurgir sentimientos y valores eternos capaces de trascender lasfronteras del tiempo y del espacio, acercando al lector al hombreuniversal. El periplo de Don Quijote le conduce a descubrir elmundo atravesando paisajes todavía salvajes, cortes principescasimprobables, albergues de paso; y llega hasta el mar, el punto departida para América, la fuente del saber recuperado sobre laespalda de los sabios que lo habían confiscado. Quijano se con-vierte en el guía que, extraviándose en el bosque del sueño y lailusión, nos permite comprender al fin el gran todo y nos empu-ja a aceptar la alteridad. Pero su misión no se detiene en ese esta-dio. Y cuando su derrota fingida en la playa le hace tomarconciencia de su caída irremediable del lado de la realidad, esdecir del saber nuevo impuesto por la sociedad moderna, sabeque debe prepararse a morir, que su función de guía de novelaacaba de terminar (un poco como el toro aplomado pidiendo lamuerte en el momento en que «sabe latín») para ocupar su justolugar en la inmortalidad.

Pedro Córdoba (2009: 118) ha escrito muy acertadamenteque «en ese intervalo de tiempo sustraído al tiempo que es lacorrida, toreros y espectadores tienen la sensación, compartidapor algunos grandes místicos, de deslizarse dentro del terreno delo fabuloso: vivir la muerte sin morir, prolongar la vida hastamás allá de la muerte, vivir la vida más allá de sus límites, conuna intensidad y una alegría que la vida civilizada nos niega obs-tinadamente». A la manera de Don Quijote, el torero nos repre-

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senta en el ruedo, el lugar donde se despliega en un instante elcamino ejemplar que lleva de la naturaleza a la civilización, dela nada a la vida. El torero no afronta solamente el peligro y lamuerte, sino también las pullas o el triunfo. Ahí reside la para-doja de la corrida: la demanda de la verdad del torero, ¿es real-mente la instituida por el rito y, en suma, por el Estado, o es másbien la suya propia, la que le convertirá en un sujeto actuanteúnico, un técnico, un artista, un «Otro» ejemplar? Amparado porla muchedumbre y el Estado, el torero vive para sí mismo loimprobable, lo efímero y la muerte, se presenta en el umbral dela inmortalidad, al tiempo que, al margen de las plazas, las cer-tezas oficiales preconizan cada día más un presente individuali-zado obligado, despojado de los oropeles de lo intangible y de laincertidumbre.

Pese a las transformaciones que ha sufrido, la corridaincomoda y continúa siendo objeto de diatribas que dan a susautores la ocasión de afirmar su menosprecio por los que nocomparten los pensamientos minimalistas de un aire del tiem-po opresivo. Los jóvenes colombianos de la “Bogotá culta ycivilizada” que se proclaman como «la juventud conscienteque lucha por la vida: somos mestizos, no somos españoles;nosotros somos nobles y no torturadores» (CampañaAntitaurina, Bogotá 2010), recuerdan forzosamente por suintransigencia y sus certezas los escritos delicados que la seño-ra Mary F. Lowell, superintendente del servicio de misericor-dia de la Sociedad Femenina de Templanza, publicaba en losaños de 1890 en el Echo de Delaware para estigmatizar unafiesta que no tenía a sus ojos otra explicación que «el atraso yla ignorancia en la que se encuentran los españoles (…): comolos toreros perciben salarios fabulosos, la mayoría de los espa-ñoles escogen esta profesión y desdeñan las carreras literarias,científicas o artísticas […], de donde proviene el hecho de quelos escritores, artistas y hombres de Estado sean contados en

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España» (citado por el filósofo Unamuno, antitaurino no obs-tante, 2008: 8).

Pero son, sin embargo, los españoles los que peor hablande su fiesta nacional, angustiados por la idea de no formar partedel flujo inquebrantable de la modernización a causa de la per-sistente falta de una creación identitaria exportada antaño porellos mismos con el objetivo de una modernización anticuada,cuando se mezclaban alegremente los intereses económicos bienentendidos y la preocupación por difundir en las tierras vírgenessus certezas metafísicas y éticas. A la manera de Jovellanos(«Andando el tiempo, y cuando la renovación de los estudiosiban introduciendo más luz en las ideas y más humanidad en lascostumbres, la lucha de toros empezó a ser mirada por algunoscomo diversión sangrienta y bárbara», 1971: 114), algunos ilus-trados participaron evidentemente de la tendencia lanzada porlos religiosos y los moralistas, legitimando anticipadamente lasreflexiones futuras de los doctos modernistas. Aguijoneados porel temor del anclaje en el pasado, y a poco que se les prometaalgún dinero como precio de su traición, como el señor Antón,laureado en el concurso financiado en Cádiz en 1875 por laseñora viuda de Daniel Dollfus para vituperar los toros, algunos«espíritus honrados» supieron dar prueba de una inspiración sinlímites. Así, al decir del docto gaditano, el hombre modernodebe saber que los toros, como la taberna, son la fuente de todoslos males tanto físicos como morales, y espera que tales cos-tumbres tan mal arraigadas «se transformen y desaparezcan alfin, para dar lugar a otras más en armonía con nuevos senti-mientos, formados al calor de una civilización esplendorosa,cuyos límites en el progreso humano no nos es dable columbrar»(1876: 726). No obstante, uno cree adivinar que el pecado de lostaurófilos es ante todo el de ofender el orden económico y polí-tico: «(…) no es sólo el perjuicio en la mala inversión de los jor-nales, sino que con mucha frecuencia, para asistir el trabajador a

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una corrida que dista 30 ó 40 kilómetros de su residencia, aban-dona el taller, el arado, dejando un vacío en la producción nacio-nal, y lo que es más triste, que suele empeñar para talesespectáculos hasta los utensilios más indispensables» íbidem727), pero no se sabría desdeñar la importancia del qué dirán, eltemor de la exclusión del «concierto de las naciones civilizadas»que impulsan a interrogarse: «¿Cómo es posible, sin oponernosal espíritu de progreso, sin revelarnos contra nuestra naturaleza,sostener esos espectáculos que repugnan a la razón y a la con-ciencia y que contribuyen a alejarnos del concierto de Europa?¡De Europa! Que oye con horror o despreciativo desdén la rela-ción de unas escenas más propias de la ferocidad africana que deun pueblo que hace alarde de seguir el movimiento de la civili-zación moderna» (íbidem 743).

¡La civilización moderna! La de la verdad única, de lanaturaleza y el animal sometidos, del pasado aséptico, del por-venir radiante sembrado de dinero «contante y sonante».¿Cuántos hay que se atrevan, como el torero en la corrida, aafrontarla en nombre de la imprevisibilidad en una puesta enescena de lo verdadero incapaz de garantizar nunca el menordesenlace? La corrida no es más que un discurso esperado queno puede mentir en tanto que permanece infinitamente sometidoal juego de la muerte. Frente a las exigencias inapelablesimpuestas por grupos anónimos imbuidos de sus propias certe-zas, las tauromaquias ¿representan realmente la civilización delpasado, o bien unas maneras libremente consentidas por los par-ticipantes de buscar el yo absoluto en el contacto con el animaleterno, vector eventual de la muerte necesaria?

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