Índicealdomacoresculturas.com/pdf/macor.pdf · mi estudio sobre todo un poco, mientras yo modelaba...
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Dudas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
¿Artista o constructor? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17
Abogado Cobrador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
El americano incauto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27
Le Stanze di Raffaello . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31
La alemana ingenua . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35
El río Pao y el cara'e pendejo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39
La Cónsul americana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45
Bambi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49
Los burritos y los italianos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53
Los campos petroleros y los americanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55
Orgullo andino . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63
No somos guerrilleros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69
Playa Azul: la picúa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73
Los Antonios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77
Índice
Burro Negro y el padre afectuoso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79
El corte de corbata . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85
«Crotalus terrificus» ofendido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91
El comprobante de contabilidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 93
El topógrafo húngaro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95
Los ingenieros del Zulia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99
En el año de la pera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103
Eagle is landing . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115
Gas a domicilio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121
El vigilante tuerto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127
Un juez… ¿ejecutivo? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 131
La casa de la familia Putiérrez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135
El ahogado del Río Catatumbo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139
Cayo Borracho de mis amores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145
El súbdito del Sol Naciente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 149
El salvamuerto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153
El primer modelado en arcilla . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157
El Viernes Negro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 161
Y solicité la quiebra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 169
Buscando trabajo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173
Los clientes «a-lo-mejor» y las clientas con aspiraciones
a lo Paolina Borghese . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 177
Un recuerdo para la mesita de noche . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 181
El Presidente y el Emperador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 183
La Paternidad en Puerto Ordaz y San Pedro en Roma . . . . . . . 185
Los Santos Testículos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 187
Este libro no es una autobiografía ni un
compendio de relatos, sino un conjunto
de pistoladas a medio camino entre la reseña,
la ficción y las memorias. Lo que aparentemente describe lejanas épocas
fascistas en Italia y generosos
episodios de corrupción en Venezuela,
son invenciones mías: nunca hubo
fascismo en Italia ni corrupción en Venezuela.
Así que quienes crean reconocerse en algunas
de mis fantasías pueden descansar
en paz. No se trata de ellos.
Lo que sí es cierto es mi enorme
agradecimiento a mi esposa y a mis hijos.
A Gabriella, por haberme soportado durante 40 años.
A mis hijos por el mismo motivo aunque
con menor intensidad, ya que ellos todavía no
han soportado 40 años a su venerando padre.
Y en especial a mi queridísima hija Leila,
quien con inusual cariño filial quiso y supo limpiar
de italianismos las logorreas de su padre.
Los clientes «a-lo-mejor» son esos que le anuncian a uno por te-
léfono:
—A lo mejor caemos por su estudio durante el fin de sema-
na. Usted está siempre ahí, ¿no?
Esos venezolanismos de aproximación «mas-o-menística»
me han irritado siempre. Por suerte Venezuela tiene muchas otras
compensaciones, pero ese «a-lo-mejor» y ese «durante-el-fin-de-
semana» genérico, sin precisar ni el día ni la hora probables, me
exigen quedarme clavado en casa desde el sábado por la maña-
na hasta el domingo por la noche, mantener el estudio en orden
y tratar de impedir que mis nietos lo despedacen todo, con lo cual
arriesgo las buenas relaciones con la familia de mi hijo que, si-
guiendo los nuevos métodos pedagógicos, no desea crear proble-
mas psicológicos en sus vástagos. Este tipo de clientes, además,
me obliga a aplazar una parrillada que planeaba hacer en casa el
domingo, así que deberé decirle a mis amigos algo tan aproxima-
tivo como:
—Aplacemos la parrillada para el fin de semana próximo
porque en éste «a lo mejor» viene una gente, entre las seis de la
mañana del sábado hasta las doce de la noche del domingo, que
«a lo mejor» comprará una escultura.
Los clientes «a-lo-mejor» y las clientas con aspiraciones a lo Paolina Borghese
A esto mis amigos responderán que, «a lo mejor», el próximo
fin de semana no podrán venir a la parrillada porque sus hijos de
Maracaibo «a lo mejor» los irán a visitar.
Así que puede suceder que «a lo mejor» el domingo en la tar-
de, cuando ya estoy de mal humor porque los posibles clientes
no han venido ni han llamado, aparezcan de golpe los otros ami-
gos, los de la parrilla aplazada.
—¡Ay, Aldo, vinimos igual porque al final los muchachos de
Maracaibo, los que dijeron que «a lo mejor» vendrían el próximo
fin de semana, vinieron en éste y querían conocer tu taller! Son
ellos tres y estos niños son nuestros nietos.
Y veo que sale del carro un millón de niños que inmediata-
mente comienzan a tocar las esculturas y exigir refrescos.
Finalmente, durante la semana, a lo mejor aparecen de repen-
te, oh sorpresa, los posibles clientes que a lo mejor venían el fin de
semana y no vinieron. Me pillan sin afeitarme, sin bañarme, cu-
bierto de yeso y arcilla y con la ropa de trabajo porque estoy va-
ciando los moldes de yeso desde hace tres días. En fin, una espan-
tosa facha de pordiosero. El estudio, por su parte, está cubierto de
polvo de yeso y el piso de la casa está forrado de huellas blancas.
—Pasábamos por aquí, fuimos a misa... —dicen. En efecto, y
por desgracia, tengo cerca de casa una iglesia que hace sonar es-
truendosas grabaciones de campanas los domingos, a la hora de
la siesta. Y no se trata del antiguo angelus de mi infancia en la Li-
guria que, con su dulce y lento repicar, invitaba a la oración, al
perdón y la meditación. No. Éstos son chirridos ensordecedores
provenientes de un maldito cassette puesto a todo volumen y
que, si invitan a algo, es al homicidio.
—...Y como estábamos cerca, decidimos pasar a visitarle co-
mo le habíamos prometido. Usted no está ocupado, ¿verdad,
Macor?
Quisiera saber cómo debería lucir para parecerles ocupado.
En el caso específico que te voy a relatar, contesté:
VENEZUELA, ¡QUÉ VAINA!178
—Si ustedes me hubieran avisado, por ejemplo antes de ir a
misa, que vendrían, habría colocado alfombras rojas para recibir-
los. Mientras ustedes lavaban los pecados de sus almas, yo me hu-
biera lavado el cuerpo. Por favor, paseen por el estudio, miren las
esculturas, lean con paciencia cristiana todo lo que encuentren,
pero denme media hora porque me siento incómodo y debo ba-
ñarme. Es el benévolo castigo que tendrán que cumplir por no ha-
berme avisado antes. Ahí está el bar. Sírvanse lo que les apetezca.
Cuando volví, ellos estaban observando, comentando, inqui-
riendo. Eran tres parejas, una no la conocía. Los dos desconoci-
dos tenían aspecto de adinerados; me gustaron en el acto, pero
no solamente por eso.
Comenzamos a conversar. Habían viajado por el mundo, ella
había estudiado en Francia. Les ofrecí las tradicionales copas de vi-
no italiano que reservo para los posibles clientes, para los amigos,
para los amigos de mis hijos... en fin, no las reservo en lo absoluto.
La señora era una mujer de unos treinta años, muy elegante
y bonita, con un cuerpo que su vestido sabía resaltar con discre-
ción. Tenía un rostro expresivo, sin maquillaje aparente.
Busqué las copas, serví el vino. La señora se alejó un poco pa-
ra ver de cerca una representación de Colón. Me acerqué a ella y,
con mucho respeto y en virtud de un rostro tan expresivo que me
interesaba plásticamente, le comenté que me gustaría hacerle un
retrato en arcilla.
— ...hacerle el busto— le dije exactamente.
Ella, en un tono tan bajo que sólo yo pude escuchar y simu-
lando un intenso interés por la escultura, me soltó algo que me
dejó estupefacto:
—Maestro, sea franco. Usted no quiere hacerme el busto. Di-
ga las cosas como son... me lo está pidiendo desde hace rato con
la mirada. Pas de buste. Lo que quiere usted es hacerme el culo,
¿verdad?
Me habían dicho Maestro por primera vez en la vida.
Aldo Macor 179
Una vez vino a visitarme un viejo amigo. Tenía más o menos mi
edad, era ingeniero y descendía de una buena familia venezolana.
Las dos parejas habíamos simpatizado desde hacía tiempo; mi
esposa y yo con él y su señora.
Esta vez se me presentó con una joven que no era su mujer.
—Es la arquitecta Fulana —nos dijo—. Mi asistenta.
A mi esposa y a mí nos molestó. Gabriella era amiga de su se-
ñora y era evidente que allí había gato encerrado. La idea de que
viniera a casa con una amiguita nos resultó de mal gusto. De todas
formas comenzamos a pasar revista a las esculturas hasta que, en
un momento dado, los hombres nos quedamos solos porque las
dos mujeres se habían retirado para hablar de las increíbles cosas
que logran conversar las mujeres aunque no hayan simpatizado.
—Aldo, a ti tengo que contártelo—, me dijo mi amigo con to-
no de confabulación, como si fuera un espía soviético.
—Ya sé, chico. Qué bolas tienes. Tú sabes que las mujeres se
dan cuenta y a ninguna esposa le gustan estas cosas.
—¿Por qué? ¿Se nota?—, me preguntó alarmado.
—¡Claro! ¿Por qué viniste con ella? ¿Acaso quieres que le haga
un desnudo?—, le pregunté irónicamente, para aliviar su tensión.
—No, chico, déjate de vainas, como si no te conociera. Yo quie-
ro otra cosa... Yo quiero... —Y comenzó a mirarme de una forma
Un recuerdo para la mesita de noche
extraña, como mira un perro cuando sabe que ha hecho algo im-
propio—. Yo lo que quiero... yo... en realidad lo quiere ella...
—¿Qué quiere, que te retrate el huevo?
—¡Coño, Aldo, exactamente! ¡No sabía cómo decírtelo!
—¡Pero si lo dije en broma! ¿De verdad quiere una escultura
de tus atributos masculinos?
—Sí, Aldo.
—Y naturalmente, en posición de ataque.
—Claro—, me confió él, aliviado.
—Entonces ella no quiere un huevo cualquiera, estilizado, de
fantasía. ¿Quiere el tuyo de verdad, un retrato del tuyo con todas
sus características para que lo pueda reconocer entre miles?... Dis-
culpa —agregué al ver su expresión—, no tenía intención de suge-
rir que ella... Pero ¿para qué? ¿Para ponerlo en la mesita de noche?
—Sí, precisamente. Tú sabes cómo son las mujeres cuando
se enamoran.
—Sí, viejo, yo sé. Pero mira, si quieres te hago una escultura
en bronce, bien hecha, de un huevo hipotético. Pero del tuyo, im-
posible. Para hacerlo tengo que trabajar la arcilla, como cuando
te hice el retrato de tu... de tu cabeza de huevón. ¿Te acuerdas?
Tú estabas sentado y yo te tocaba la frente, los pómulos, los mús-
culos, los huesos, porque tengo que sentir al personaje para
transmitirlo a la arcilla. ¿Cómo quieres que te retrate el huevo?
Tendría que tocarlo. ¿Y cómo vas a hacer para estar en posición
de ataque constantemente para que yo lo retrate? ¿Le pedimos a
ella que te lo manosee y te lo chupe frente a mí para mantener-
lo... estimulado? ¿Y después yo tengo que tocarlo, todo baboso y
manoseado? —Yo me reía tremendamente, pero al final me puse
serio—. De verdad, lo siento. No te hago ese retrato.
Mi amigo entendió y se fue. Nunca más habló del tema.
Dos años después me dijo que había terminado su relación
con la arquitecta y que ahora tenía otra.
—¿No querrás otro huevo, no?
VENEZUELA, ¡QUÉ VAINA!182
Una vez vino a mi estudio un personaje importante. Nada me-
nos que el Presidente de la República de un país suramericano.
—¿Quién, papá?
Ah, Leila, ya he hablado demasiado, corro el riesgo de que
me amenacen o liquiden por dar tantos nombres y lugares.
—Has dicho tanto hasta ahora que me parece un escrúpulo
innecesario.
Pero de todas formas no importa. Este presidente vino más
de una vez, en alguna ocasión lo hizo solo, otras en compañía de
su esposa. Era una persona que me caía bien y que, de paso, me
encomendó más de un trabajo. Habíamos conversado mucho en
mi estudio sobre todo un poco, mientras yo modelaba su busto.
En una oportunidad, para demostrarme que a veces los podero-
sos saben reconocer el valor de un artista, me hizo un cuento que,
en realidad, yo ya conocía pero aparenté no recordar, pues como
cortesía de mi parte no podía decirle «ah, sí, ya me lo sé», como
si se tratara de un chiste.
Así que el presidente habló sobre una ocasión en que Tiziano
le estaba haciendo un retrato a Carlos V. En esa época el retrato
El Presidente y el Emperador
era un evento social y mundano y, naturalmente, mientras el Rey
y Emperador posaba frente al maestro Tiziano, por allí merodea-
ban los personajes de la Corte. En un momento dado a Tiziano se
le cayó el pincel y Carlos V, el Emperador, se levantó de su silla,
se agachó, recogió el pincel y se lo ofreció a Tiziano con una son-
risa. Oh, gran maravilla, gran escándalo de la Corte en pleno. ¡Có-
mo es posible que Su Majestad el Emperador, el Ungido de Dios,
recoja con Sus Manos el pincel de Tiziano, al fin y al cabo un ple-
beyo! A lo que Carlos V, que en efecto era emperador pero tam-
bién un gran hombre, respondió enfáticamente:
—En este momento hay tres emperadores: Yo, el Gran Turco
y el Emperador de la China. Pero Tiziano hay uno solo—, frase
con la que acalló el cotilleo escandalizado de los cortesanos.
Cuando el Presidente terminó de narrar la anécdota, sonreí
y entrecrucé una mirada con la señora del Presidente, la Prime-
ra Dama. Ella también sonrió por lo reportado por su marido, pe-
ro, quién sabe por qué, sintió que debía aclarar:
—Maestro, por si acaso, recuerde que usted no es Tiziano.
A lo que yo respondí de inmediato, instintivamente:
—Por supuesto, pero su marido tampoco es Carlos V, señora.
Unos segundos de silencio, algo de tensión, quizás, hasta que
oí la carcajada del Presidente.
VENEZUELA, ¡QUÉ VAINA!184
En 1992 se inauguró en Puerto Ordaz el monumento a la Pater-
nidad. Esta escultura mía fue, según me dijeron, la más grande
que se había modelado y fundido hasta entonces en Venezuela,
aunque yo no estoy muy seguro de que sea cierto. De todas for-
mas, sea yo merecedor de ese Guinness venezolano o no, sí es
cierto que la fusión implicó ochocientos kilos de bronce y mu-
chos problemas técnicos. Y, otra vez debido a las folklóricas in-
terpretaciones de la administración del Estado, me la pagaron
con mucho retraso e incluso todavía falta pagar una parte.
Pero eso no era lo que quería contar.
Pocos minutos antes de la inauguración se me acercó una
muchacha, una periodista de un periódico local, para hacerme
una entrevista. No sé por qué, quizás debido a un gnomo miste-
rioso y juguetón que me incita a decir mentiras para burlarme be-
névolamente de mí mismo y de los demás, comencé a contarle a la
periodista algo sobre las esculturas en Roma. Y quién sabe por qué
hablé de la estatua en bronce de San Pedro que está en la Iglesia
de San Pedro en Roma. Fue fundida hace siglos y su pie derecho,
casi desnudo en la sandalia de pescador, sobresale un poco del
pedestal original, como invitación a los fieles para que lo noten.
Y éstos lo han notado, por supuesto: durante siglos se han arrodi-
llado frente a la estatua y han besado y acariciado el pie del Santo.
La Paternidad en Puerto Ordaz y San Pedro en Roma
—Con el paso del tiempo el bronce se ha consumido —le de-
cía yo a la pobre periodista que, con profesionalismo, anotaba to-
do en su libreta—, de modo que el pie de San Pedro en Roma prác-
ticamente no tiene dedos. —Mi gnomo juguetón me obligó a
decirle a la periodista que algo así sucedería con mi estatua de la
Paternidad. La muchacha me miró inquisitivamente. Tenía un lin-
do pelo rubio que jugaba con los rayos del sol, aunque su mirada
era circunspecta.
—Pero mi estatua no es la estatua de un santo —le aclaré—.
Representa a un joven padre, un hombre robusto, desnudo, mos-
trando su fuerza y virilidad, que se arrodilla para levantar en sus
brazos a su hijo. La estatua representa el amor paternal, es como
un himno a la procreación.
La muchacha seguía anotando todo.
—Usted tiene que haber notado que en la estatua del padre es-
tá bien a la vista el miembro viril —continué. La muchacha tuvo
unos segundos de indecisión, pero siguió escribiendo—. Según an-
tiguas tradiciones griegas y romanas —seguía mintiendo mi gno-
mo juguetón—, la estatua de un hombre que representa la paterni-
dad le trae suerte a las novias. Las que querían casarse o tener hijos
se acercaban a ellas y le tocaban el miembro viril —la periodista pa-
recía un poco nerviosa, pero seguía escribiendo impertérrita—,
porque eso les traería suerte para conseguir un marido o tener des-
cendencia. Así que usted puede publicar en el periódico que lo mis-
mo sucederá con la Paternidad. Dentro de un tiempo, esa parte de
la escultura estará más brillante porque habrá perdido la pátina a
causa de las caricias y besitos que recibirá de las novias de aquí.
Poco después comenzó la ceremonia oficial.
Hace poco un amigo mío, Claudio, me dijo:
—Aldo, a propósito: ¿qué pasó con el pirulito de la Paterni-
dad? Me parece que tiene un color diferente, se ve más gastado
que el resto. ¿Está mal fundido?
—No sé, Claudio, no tengo idea.
VENEZUELA, ¡QUÉ VAINA!186
En 1995 un sacerdote católico que conocía desde hacía diez
años fue a visitarme a mi estudio, no en carácter de ministro si-
no simplemente como amigo. Yo lo estimaba por la brillantez de
su inteligencia que me permitía conversaciones libres de frenos
dogmáticos, cosa difícil de conseguir entre sacerdotes de cualquier
religión donde el dogma es una nebulosa impenetrable.
Se detuvo frente a una escultura, un alto relieve de medianas
proporciones, que había hecho no por encargo sino porque me
había dado la santísima gana: un Cristo Resurgiendo. Quería que
en la representación una de las piernas estuviera difuminada pa-
ra darle profundidad al relieve del sujeto que salía de algo en mo-
vimiento hacia un determinado punto de perspectiva. Fue un es-
tudio para mí, en cierto sentido una prueba de arte.
Al sacerdote le gustó mucho la escultura y le regalé un yeso.
Después de un tiempo apareció otra vez en mi estudio, en
compañía de dos sacerdotes, un laico medio beato y otro laico
tres cuartos de beato, para preguntarme si estaba en condiciones
de reproducir ese mismo altorrelieve en mayores proporciones,
de más de tres metros de altura, para el altar mayor de una iglesia.
Dije que sí al instante.
Los Santos Testículos
Nos pusimos de acuerdo en el aspecto económico. El finan-
ciador era el laico tres cuartos de beato, lógicamente, con deseos
de comprar una entrada segura al paraíso de los justos.
La escultura salió muy bien. Le gustó al párroco de la iglesia, a
sus allegados y a los curiosos que pasaban por allí. Y se inauguró.
Una inauguración, para el caso de las imágenes religiosas o
al menos de las cristianas y católicas, implica la consagración por
parte del obispo. Para que la escultura se transforme en un obje-
to de culto es necesaria la intervención de un funcionario de la
iglesia. Vino el obispo y, frente a mi escultura, los devotos comen-
zaron a arrodillarse, actitud que me causó cierta gracia.
Recibí felicitaciones de todas partes y volví a Caracas.
Un mes después me llamó el párroco de la Iglesia y me pidió
que fuera allá para resolver un problemita de último momento.
Fui de inmediato, intrigadísimo.
El párroco me llevó al altar mayor donde mi Cristo Resurgien-
do, majestuoso con sus brazos abiertos y las piernas sugiriendo
movimiento, seguía resurgiendo. Aparentemente, no había nada
de qué preocuparse.
El sacerdote me llevó, previa genuflexión, al fondo del altar.
Pegó su cabeza contra la pared y, torciendo el cuello, me dijo:
—Verá, maestro. Yo sé que usted se va a reír, pero es que al-
gunas de las señoras que acuden a la iglesia me dijeron que si
uno se pone aquí, así, en esta postura en que estoy yo ahora, y
mira hacia arriba, se pueden entrever, bajo el trapo sagrado que
cubre la desnudez de Cristo, los Testículos del Salvador. Son muy
abultados, además. Macor, usted tiene que solucionarnos este
problema.
Yo no lo podía creer. Cuando uno hace una escultura de es-
te tipo, de un hombre completamente desnudo con un trapo que
cubre «sus vergüenzas», se acostumbra, o al menos así lo hago yo,
modelar el cuerpo completamente desnudo con todos sus atri-
butos. Y después, si debe haber vestimenta, se cubre el cuerpo
VENEZUELA, ¡QUÉ VAINA!188
con el atuendo previsto. Así me aseguro de que abajo se manten-
gan las formas reales.
Y, en efecto, si alguien se tomaba el trabajo de franquear el
altar mayor, arrodillarse un par de veces en el camino, pegarse a
la pared del fondo, inclinar la cabeza de cierta manera y no de
otra y arriesgar hernias cervicales, sí, indudablemente sí se veía
algo que no era un atributo despreciable.
Le dije todo esto al sacerdote. —Además, padre, si yo recorto
esos atributos ¿usted sabe lo que me va a pasar el día que me
muera?—, añadí.
El pobre hombre, evidentemente fastidiado por las preocu-
paciones de las beatas, no sabía qué decirme.
—¿Qué va a pasar, Macor?
—Va a pasar, estimado amigo, que cuando yo muera el Padre
Eterno me mandará a llamar y me dirá: «¿Así que usted es el es-
cultorcillo de morondanga que le quitó las bolas a mi hijo, a mi
único hijo? ¡Pedro, despáchalo de inmediato para el Infierno!»
Mi argumento no valió gran cosa. El poder de las beatas pu-
do más.
Tuve que reducir el tamaño de los Santos Testículos y ocul-
tar los modestos residuos, ya santificados, lo mejor que pude.
Y ahora vivo con el miedo a ese Futuro Encuentro.
Aldo Macor 189