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1 NEOLIBERALISMO Y DESORDEN MUNDIAL EN AMÉRICA LATINA: BÚSQUEDA DE ALTERNATIVAS Ignacio Medina Núñez Paula Delgado Hinojoza Este texto fue publicado en el libro: “La integración regional de América Latina en una encrucijada histórica”. Autores: Alberto Rocha, Heriberto Cairo, Ignacio Medina, Paula Delgado y otros. Pags. 49-83. Ediciones de la Universidad de Guadalajara. México, 2003. Desde finales de los años setenta, la ideología de un modelo neoliberal se ha estado imponiendo en nuestras sociedades como si se tratara de la única solución a los problemas del mundo contemporáneo: el libre mercado y el achicamiento del Estado aparecen como el único camino para transitar hacia el desarrollo. Términos tales como espíritu de empresa, liderazgo, flexibilidad, ajuste económico, saneamiento, competitividad, privatización, liberalización responden a un programa mediante el cual el principal enemigo a derrotar no es otro que la intervención del Estado en las economías. Las políticas de privatización constituyen en la práctica, desde hace dos décadas, el ariete con el que golpean los representantes del neoliberalismo para derribar los sistemas de un modelo proteccionista de inspiración Keynesiana. El neoliberalismo se ha presentado como un nuevo funcionamiento de la economía mundial – alternativa frente a los problemas generados por el excesivo intervencionismo estatal- dentro de un mercado universal basado en el libre comercio y la competencia entre los individuos como motor de la producción, dejando que los problemas sociales se arreglen por la mano invisible del mercado. Es la resurrección de la teoría económica liberal de Adam Smith, ahora adaptada al nuevo proceso mundial de la globalización. Aparece como una alternativa al Keynesianismo, que dominó desde los años 40 hasta principios de los 60s. El neoliberalismo está íntimamente relacionado con el llamado proceso de globalización mundial, concepto ampliamente debatido en las ciencias sociales. De manera general, asumimos la definición que da Joseph Stiglitz sobre Globalización, que es la que utilizaremos en nuestro escrito: “Fundamentalmente, es una mayor integración entre los países y personas del mundo, la cual ha llegado gracias a la enorme reducción de los costos de transportación y comunicación y por el rompimiento de barreras artificiales para el flujo de bienes, servicios, capitales, conocimiento y (en menor medida) personas a través de las fronteras. La globalización viene acompañada por la creación de nuevas instituciones que se han sumado a las ya existentes para trabajar a través de las fronteras... La globalización es fuertemente manejada por corporaciones internacionales que no solo mueven bienes y capitales sino también tecnología”. Son los aspectos de la globalización más agudamente definidos como económicos los que han sido sujetos de controversia, y las instituciones internacionales han sido quienes han escrito las reglas, las cuales mandan o empujan cosas como la liberalización de mercados de capitales”.(Stiglitz, 2002: 9) Aunque en teoría podría tratarse de procesos distintos (el proceso de globalización y la aplicación del modelo neoliberal), ambos están llevándose a cabo de manera conjunta a través de las grandes instituciones financieras mundiales (de las que proviene el trabajo de Stiglitz en años anteriores, y de las cuales fue expulsado), y por eso nos aparecen en muchas ocasiones como una sola realidad. Nos centraremos más en los principios del modelo neoliberal y su aplicación para tratar de mostrar que no son la única opción dentro del camino de la globalización y que podemos avanzar en este último planteando nuevas posibilidades de avance.

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NEOLIBERALISMO Y DESORDEN MUNDIAL EN AMÉRICA LATINA: BÚSQUEDA DE ALTERNATIVAS

Ignacio Medina Núñez

Paula Delgado Hinojoza

Este texto fue publicado en el libro: “La integración regional de América Latina en una encrucijada histórica”. Autores: Alberto Rocha, Heriberto Cairo, Ignacio Medina, Paula Delgado y otros. Pags. 49-83. Ediciones de la Universidad de Guadalajara. México, 2003.

Desde finales de los años setenta, la ideología de un modelo neoliberal se ha estado imponiendo en nuestras sociedades como si se tratara de la única solución a los problemas del mundo contemporáneo: el libre mercado y el achicamiento del Estado aparecen como el único camino para transitar hacia el desarrollo. Términos tales como espíritu de empresa, liderazgo, flexibilidad, ajuste económico, saneamiento, competitividad, privatización, liberalización responden a un programa mediante el cual el principal enemigo a derrotar no es otro que la intervención del Estado en las economías. Las políticas de privatización constituyen en la práctica, desde hace dos décadas, el ariete con el que golpean los representantes del neoliberalismo para derribar los sistemas de un modelo proteccionista de inspiración Keynesiana. El neoliberalismo se ha presentado como un nuevo funcionamiento de la economía mundial –alternativa frente a los problemas generados por el excesivo intervencionismo estatal- dentro de un mercado universal basado en el libre comercio y la competencia entre los individuos como motor de la producción, dejando que los problemas sociales se arreglen por la mano invisible del mercado. Es la resurrección de la teoría económica liberal de Adam Smith, ahora adaptada al nuevo proceso mundial de la globalización. Aparece como una alternativa al Keynesianismo, que dominó desde los años 40 hasta principios de los 60s. El neoliberalismo está íntimamente relacionado con el llamado proceso de globalización mundial, concepto ampliamente debatido en las ciencias sociales. De manera general, asumimos la definición que da Joseph Stiglitz sobre Globalización, que es la que utilizaremos en nuestro escrito: “Fundamentalmente, es una mayor integración entre los países y personas del mundo, la cual ha llegado gracias a la enorme reducción de los costos de transportación y comunicación y por el rompimiento de barreras artificiales para el flujo de bienes, servicios, capitales, conocimiento y (en menor medida) personas a través de las fronteras. La globalización viene acompañada por la creación de nuevas instituciones que se han sumado a las ya existentes para trabajar a través de las fronteras... La globalización es fuertemente manejada por corporaciones internacionales que no solo mueven bienes y capitales sino también tecnología”. Son los aspectos de la globalización más agudamente definidos como económicos los que han sido sujetos de controversia, y las instituciones internacionales han sido quienes han escrito las reglas, las cuales mandan o empujan cosas como la liberalización de mercados de capitales”.(Stiglitz, 2002: 9) Aunque en teoría podría tratarse de procesos distintos (el proceso de globalización y la aplicación del modelo neoliberal), ambos están llevándose a cabo de manera conjunta a través de las grandes instituciones financieras mundiales (de las que proviene el trabajo de Stiglitz en años anteriores, y de las cuales fue expulsado), y por eso nos aparecen en muchas ocasiones como una sola realidad. Nos centraremos más en los principios del modelo neoliberal y su aplicación para tratar de mostrar que no son la única opción dentro del camino de la globalización y que podemos avanzar en este último planteando nuevas posibilidades de avance.

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De hecho, una de las manifestaciones del neoliberalismo moderno ha sido su pretensión de alzarse como la única interpretación que permite entender el mundo en su estadio actual y, por ende, la única que puede aspirar a dirigir políticamente su destino. De ahí que sea muy acertada la definición que propone Ignacio Ramonet del liberalismo moderno, al que llama “pensamiento único”, pues su arrogante legitimidad descansa en buena parte en que no reconoce oponentes. Así volvemos al paradigma del siglo XVIII, como el primer liberalismo, que apela al orden inmutable de la naturaleza para defender la construcción de un orden político y económico frente al Estado absolutista. Sin embargo, efectivamente, como dice Stiglitz, la historia no ha llegado a su fin y, por tanto, el imaginario social da para otras alternativas diversas. Nuestro escrito se divide en varios apartados. En el primero, tratamos cuestiones teóricas generales relacionando y contraponiendo los modelos del liberalismo del siglo XIX, del Estado Keynesiano del siglo XX y la propuesta neoliberal en el marco de la globalización. En el segundo apartado, presentamos las variables del neoliberalismo, en el sentido de que ha habido experiencias de salvajes programas de ajuste como terapia de shock y otros procesos relativamente exitosos. En la parte tercera, nos centramos en el análisis de dos casos latinoamericanos (México y Chile), tratando de mostrar sus semejanzas y diferencias. Finalmente, queremos concluir en el último apartado con la necesaria reforma del Estado en América Latina porque estamos convencidos de que los extremos (la sobrecarga de intervención estatal en la sociedad, por un lado, y el neoliberalismo salvaje, por otro) no pueden ser una alternativa deseable; se hace necesario reformar al Estado de una manera consensada, redefiniendo el papel específico del Estado como promotor del desarrollo humano.

1. Liberalismo, Estado Benefactor y Neoliberalismo.

El liberalismo económico del siglo XVIII y XIX está fundamentado en el pensamiento

económico de Adam Smith (1723-1790) y David Ricardo (1772-1823), cuyos principales textos (La riqueza de las Naciones en 1776, y Principios de Economía Política y Tributación en 1817) ofrecieron las pautas para justificar la producción y productividad de la iniciativa privada frente al poder del absolutismo todavía imperante. Otros autores como Jean Baptiste Say (1767-1832) con su Tratado de Economía Política en 1803, T. Robert Malthus (1776-1834) con su Ensayo sobre el principio de la población en 1798, y John Stuart Mill (1806-1834) con sus textos sobre Utilitarismo en 1836, Principios de Economía Política en 1848, y Sobre la Libertad en 1859, llegaron a complementar el nuevo modelo teórico que impulsó ideológicamente el desarrollo del capitalismo industrial de libre competencia.

La crisis económica internacional de 1929 fue el último detonante de un proceso que venía cuestionando en décadas anteriores los postulados del modelo liberal. Desde tiempos de Bismarck en la Alemania del siglo XIX hasta el surgimiento y consolidación de la socialdemocracia europea, pasando por la primera guerra mundial, se había empezado a plantear que las fuerzas libres del mercado, sin el control del Estado, podrían llevar a catástrofes terribles en lo económico y lo político. Se empezaba a gestar otro modelo de funcionamiento social al que se llegó a llamar, bajo la inspiración de John Maynard Keynes (1883-1946), el “Estado Benefactor”, opuesto a la concepción del liberalismo. "A fines del siglo XIX surgió el paradigma de la socialdemocracia, del Estado benefactor que se desarrolló primero en la Alemania de Bismarck y que, después, adquirió un relieve enorme en gran cantidad de países europeos y fuera de Europa, en los propios Estados Unidos, con las políticas de tipo socialdemócrata, con las políticas del Partido Demócrata de Estados Unidos en la época de Franklin Delano Roosevelt, con políticas que tendían a resolver los problemas sociales mediante una intervención del Estado en la educación, en la salud, en la construcción de viviendas, en el desempleo, en pensiones para los ancianos" (González C. P., 1992).

El planteamiento de Keynes fue muy enfático: el libre mercado conduce a la anarquía y al enfrentamiento constante entre los mercados; se necesita la intervención del Estado para regular la

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economía de las naciones; su texto clásico sobre La Teoría general sobre el empleo, el interés y el dinero, en 1936, representa la base de funcionamiento del nuevo modelo, que surgía sobre todo como alternativa a la Gran Depresión del 29.

Según Claus Offe son tres los principios básicos del nuevo modelo del Estado benefactor: 1) el estado tiene que intervenir en la economía y regular el comercio para evitar las crisis, 2) el estado no solo debe ser regulador de la economía sino incluso ser propietario en aquellas empresas que son estratégicas para las naciones, 3) el estado no debe representar a una clase en particular sino a toda la población y, para ello, con el objeto de producir una estabilidad política como condición del desarrollo a largo plazo, debe tener la iniciativa en la generación de programas sociales (empleo, educación, salud, vivienda, etc.) para toda la población; este último rasgo, para el caso europeo, significaba un sistema competitivo de partidos que podían acceder al poder mediante procesos electorales legítimos. Pero el modelo del Estado benefactor empezó a ser cuestionado en la época posterior a la segunda guerra mundial: uno de los pioneros fue Fredrick Hayek con su texto sobre “La constitución de la Libertad”, y posteriormente surgieron los economistas de la escuela de Chicago encabezados por Milton Friedman. Su visión estaba inspirada por una vuelta al liberalismo del siglo XVIII y XIX atendiendo a los principios de la defensa de la libertad individual frente al poder del Estado y su poder de intervenir en la vida de la sociedad. Pero la crítica también estaba fundamentada en hechos empíricos de la nueva crisis económica de los años 60s y sobre todo de los 70s del siglo XX. La propiedad del Estado en numerosas empresas que no tenían competitividad las fue haciendo ineficientes en el marco de la creciente competencia mundial del mercado internacional; la excesiva regulación del mercado y de la economía por parte del Estado había llegado a desalentar las inversiones privadas; por último, también diversos programas sociales y otros egresos deficitarios del Estado fueron produciendo un gran peso en la economía nacional a tal punto que los déficit fiscales provocaron montos onerosos de endeudamiento. EL modelo Keynesiano empezó a ser cuestionado para volver a resucitar el liberalismo en el nuevo contexto de la globalización naciente: la intervención del estado, se afirmaba, es un obstáculo a la producción y la productividad; el individuo y la iniciativa privada son los motores de la economía mundial; volvió a cobrar vigencia el principio liberal del libre comercio frente a las trabas del proteccionismo y los aranceles nacionales. La adaptación de los principios liberales a la nueva etapa de la globalización en la segunda mitad del siglo XIX es lo que ha provocado el prefijo de “neo” dentro del modelo que hoy conocemos como neoliberalismo. Ahora lo determinante es recuperar los niveles de crecimiento económico; el estado no aparece como el responsable de solventar los problemas sociales sino la “mano invisible” del mercado; lo más importante es la generación y el crecimiento de la riqueza social, teniendo en cuenta que tarde o temprano sus efectos llegarán poco a poco a la población en general. Desde el punto de vista productivo, se piensa que la oferta genera siempre una demanda de magnitud equivalente, tendiendo ambas hacia el nivel de pleno empleo de los recursos productivos; toda oferta crea su propia demanda; todo lo que se produce encontrará una demanda suficiente en el mercado; basta dotar a la economía de un grado suficiente de flexibilidad (que los precios y salarios puedan descender tanto como lo exijan las fuerzas del mercado) para garantizar el pleno empleo a largo plazo. El mercado es quien determina los precios, las rentas, la asignación de recursos y es la mejor garantía para el funcionamiento del sistema económico. La exaltación del mercado como mecanismo regulador perfecto e insustituible de la economía es la clave del modelo neoliberal. El objetivo fundamental de la política económica es propiciar un funcionamiento flexible del mercado, eliminando todos los obstáculos que se levantan a la libre competencia; la intervención del estado en la economía, especialmente como propietario de empresas, es uno de los principales obstáculos para el desarrollo; de aquí que dentro de los programas de ajuste siempre aparece como parte de las estrategias la privatización de las empresas estatales.

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Frente al modelo Keynesiano que ponía la demanda como el determinante del nivel de producción y de ocupación, y al Estado como agente rector de la economía, el modelo neoliberal ha propuesto que es la falta de flexibilidad del sistema la causa determinante de la crisis mundial. Más que la demanda, el neoliberalismo apuesta por las políticas de oferta, el predominio de la libre producción en un mercado desregulado, la flexibilización de la producción y del mercado (en lo laboral y en la distribución de los productos), la reducción de los salarios (para salir de la crisis) y el achicamiento del Estado del bienestar. Después de la difusión mundial de estas ideologías, se llevaron a cabo varias ofensivas neoliberales: el gobierno de Ronald Reagan en Estados Unidos (1980-1988) y el gobierno conservador de Margaret Thatcher en Inglaterra (1979-1990); todo ello con el aval del Fondo Monetario Internacional, que también empezó a realizar sus experimentos presionando con la realización de programas de ajuste a los gobiernos latinoamericanos a través de las “cartas de intención” en los préstamos internacionales o de manera manifiesta con gobiernos como el de Augusto Pinochet (después del golpe de Estado que derribó al gobierno constitucional de Salvador Allende) en Chile, a partir de 1973. Los postulados fundamentales se repetían constantemente: ante la crisis económica, es necesario volver al crecimiento como estrategia fundamental y a la elevación de la tasa de rentabilidad del capital; había que reformar al estado para volverlo a su función básica que es cuidar el orden, y no intervenir en la economía; el libre mercado es la fuente de toda riqueza social; es urgente la flexibilización de las economías ante la competencia mundial de los mercado; el valor supremo es la libertad económica y la democracia electoral; el interés público, es decir, el crecimiento de la economía, se consigue mejor con la iniciativa privada. Con ello, se repetían las críticas al estado benefactor como desmovilizador, que genera una competencia desleal, que ocasiona baja productividad, burocratización y excesivos gastos que son ineficientes. En la práctica, el nuevo modelo ha estado produciendo un cambio tremendo en las reglas económicas, flexibilizando sobre todo los proteccionismos nacionales en beneficio de la movilidad de los agentes de las grandes corporaciones multinacionales; no cabe duda tampoco que se ha realizado un amplio programa mundial de privatización de empresas públicas y se han recortado programas y prestaciones sociales, sacrificándolos en aras de la recuperación económica nacional; la desregulación del mercado laboral, en especial, ha producido también un estancamiento de los salarios (aunque haya reactivación económica con mejores tasas de ganancia) y pérdida de conquistas sindicales. 2. Las variables del modelo neoliberal. Muchas de las críticas del neoliberalismo al Estado benefactor no han sido infundadas sino que estaban basadas ciertamente en un mal funcionamiento de los modelos proteccionistas nacionales: éstos se encerraron en mercados internos controlados y subsidiados, que han sufrido sus crisis con la avalancha de la globalización; muchas de las empresas en propiedad del Estado, por su ineficiencia, no generaban ganancias y le pasaban todo el costo de sus pérdidas al Estado; por otro lado, la excesiva regulación estatal llegó a desanimar la inversión privada y la extranjera, sobre todo cuando muchas naciones estaban necesitadas de recursos frescos. Y en muchos casos, los excesivos egresos del Estado no fueron compensados con la generación de riqueza nacional y llevaron a la bancarrota de las finanzas públicas. Lo cierto también es que, encarreradas en la crítica de las regulaciones estatales, los capitales trasnacionales, alentados por los organismos financieros internacionales, han aprovechado los momentos de crisis para quebrar las fronteras de los mercados, introducir con mayor facilidad sus productos y sacar ganancias con mayor facilidad; la introducción de severos programas de ajuste, sobre todo en los países del antes llamado Tercer Mundo, han ido logrando una reforma del Estado muchas veces dolorosa para numerosos sectores de las industrias nacionales y sobre todo para los asalariados y la población en general.

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En la práctica se ha realizado un acelerado proceso de privatizaciones, la reducción del déficit fiscal mediante el recorte de los gastos sociales, el control de la inflación mediante la imposición de topes a los aumentos salariales, la flexibilización forzada de los procesos productivos y del mercado laboral, desregulación acelerada para facilitar la inversión privada y extranjera, reducción drástica de los aranceles para facilitar el libre comercio mundial, supresión de conquistas sindicales en el aspecto social bajo el argumento del sacrificio por la nación, etc. En otras palabras, en muchos casos, se ha dado una experiencia salvaje de reconversión económica y de reforma del Estado, en donde ha crecido el número de pobres de manera alarmante en todo el mundo sin que se tenga la certeza siquiera de que es el camino correcto. Todavía hay voces que defienden el modelo neoliberal de una manera radical. El expresidente de México, Ernesto Zedillo, en declaraciones a finales del 2002, revisando la estrategia mexicana ha llegado a afirmar que el problema que ha seguido sufriendo México en lo económico no fue producto de las medidas del modelo neoliberal aplicado desde la década de los 80s sino que precisamente tenemos todavía graves problemas económicos porque faltó aplicar dichas medidas con mayor profundidad y extensión. En el análisis de los casos particulares de aplicación del modelo neoliberal es donde habría que profundizar para ver qué es lo que funciona o no de dicho modelo. Si, por un lado, no podemos volver a un Estado interventor en la vida social que signifique un peso oneroso para la propia economía y una regulación excesiva sobre la vida de la sociedad, tenemos que admitir que el Estado debe ser reformado, pero que el camino escogido por el neoliberalismo no ha sido el acertado en todos los casos y, por tanto, sus recetas no pueden presentarse nunca como pensamiento único. No funciona ya un modelo proteccionista bajo la antigua forma de un Estado interventor en toda la vida social, pero tampoco el modelo neoliberal con sus terribles programas de ajuste ha resuelto el problema del desarrollo: se ha profundizado la pobreza y en numerosos casos tampoco se ha reactivado la economía. Tal vez, como dice Claus Offe, “el Estado de Bienestar es ciertamente un arreglo altamente problemático, costoso y paralizante, pero su ausencia sería todavía más paralizante” (Offe C., 1991:290). Y es su ausencia total lo que pretende el neoliberalismo salvaje de algunas experiencias. Tenemos antecedentes en el mismo siglo XX cuando Román Polanyi en su obra maestra sobre la gran transformación hizo una fuerte crítica a la sociedad industrial del siglo XIX basada en el mercado: “permitir al mecanismo del mercado ser el único director del destino de los seres humanos y de su medio ambiente natural.... resultaría en la demolición de la sociedad” (Polanyi, 1992:73). Pero recientemente, el análisis de Joseph Stiglitz, un hombre venido desde las entrañas de los centros financieros internacionales y premio nobel de economía en 2001, se nos presenta más sugerente que las expresiones del expresidente Zedillo. Stiglitz centró su atención sobre todo en el funcionamiento del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial (BM), nacidas de la conferencia de Bretón Woods (New Hampshire), en 1944. Estas dos instituciones, durante la época de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, y después de haber abogado en un tiempo por las recetas del Estado benefactor, se convirtieron en misioneras de la nueva ideología neoliberal y aprovecharon la necesidad de préstamos de numerosos países para presionar sobre la aplicación de nuevos programas estatales basados en el libre mercado. De hecho, entre las instituciones financieras internacionales y los países industrializados del llamado primer mundo se elaboró el “Consenso de Washington” con el objeto de desplegar el pensamiento único. El problema fundamental es que en la mayoría de los casos, el nuevo modelo no ha resuelto los problemas del crecimiento y, en cambio, ha profundizado el proceso de ampliación de pobreza y pobreza extrema en grandes sectores de las poblaciones. La receta de la liberación sin más de los mercados nacionales no ha resuelto la crisis sino que, en numerosos casos, la ha empeorado. Desde 1992, Pablo González Casanova hacía la siguiente evaluación: “el problema es que la alternativa dominante, la alternativa neoliberal, -en todas sus versiones- ha generado en menos de 10 años una realidad que lejos de resolver los problemas del proyecto humanista, conforme corre el reloj muestra

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que estos problemas se acentúan, que se extienden, que se agudizan. El más serio, el más grave de ellos, con implicaciones muy grandes para el futuro de la humanidad y para la sobrevivencia del hombre es el de la miseria, es el de la pobreza y la extrema pobreza, que está creciendo de manera tremenda, afectando todos los proyectos humanistas y liberales que vienen desde la Revolución Francesa y desde la Revolución de independencia de los Estados Unidos, y mostrando de nuevo que tras ellos se encierra y se mueve la realidad invencible de la explotación más irracional y cruel de hombres, pueblos y riquezas naturales, incluso del agua que bebemos y del aire que respiramos, de mares, bosques, mantos acuíferos, y reservas de energéticos. En estos 10 años de neoliberalismo, y deuda externa creciente y políticas de ajuste, la pobreza y la pobreza extrema han aumentado muchísimo incluso en los países altamente desarrollados, sobre todo cuando éstos aplican la política neoliberal de una manera ortodoxa, esto es, respetando las leyes del mercado como si las leyes del mercado fueran a resolver los problemas del hombre y los problemas sociales de manera natural, sin mayor intervención, sin una política social, sin un programa social” (González C., 1992). De acuerdo con Luis Calva, las experiencias empíricas universales indican que el mercado tiende a profundizar las desigualdades de la distribución del ingreso, tanto entre naciones desarrolladas y en desarrollo, como en regiones y grupos sociales (Calva, 2001). Pero una de las aportaciones importantes de Stiglitz es la de distinguir diversos métodos de aplicación del neoliberalismo: en este sentido se encuentra, por un lado, la “terapia de choque” que se aplicó en Rusia y algunos otros países de la antigua URSS, que han fracasado de una forma evidente; es la aplicación del neoliberalismo salvaje que también ha mostrado sus efectos en países latinoamericanos como Argentina. Pero por otro lado se encuentra también el caso de China, que se ha ido desplazando hacia una economía de mercado (socialismo de mercado, dicen ellos) pero de una manera gradual y con un proyecto estatal de largo plazo, que por lo pronto está dando sus resultados evidentes en las dos últimas décadas del siglo XX. Habría que pensar también en el milagro de los países asiáticos de reciente industrialización, pero en ellos también es necesario considerar que no fueron producto simplemente de las fuerzas del mercado sino de estrategias económicas desplegadas con una fuerte intervención del Estado. Su éxito se basó en la combinación de políticas sustitutivas de importación, con una promoción agresiva de exportaciones apoyadas en una fuerte intervención del estado que dio impulso al desarrollo tecnológico endógeno. Sin estar en la misma comparación señalada en los países anteriormente mencionados, hay que notar que en la región latinoamericana tendríamos los casos de Costa Rica, Uruguay y Chile, que se encuentran por arriba, por ejemplo, de México, en los índices de desarrollo humano categorizados por la ONU, y en cambio tenemos los modelos terribles de Nicaragua, Bolivia, e incluso los gigantes como Argentina, Brasil y México, que, no obstante sus potencialidades económicas, se muestran como un completo fracaso en la implementación de un modelo de desarrollo equitativo (y aun con terribles dudas sobre el devenir de su mismo crecimiento económico). ¿Cuál podría ser la clave del éxito o fracaso de una necesaria reforma del Estado, que se tiene que implementar ante la inoperancia del modelo proteccionista? En la opinión de Stiglitz, el punto fundamental a discusión se encuentra en la presunción de que las fuerzas del mercado por sí solas pueden conseguir el crecimiento económico y la distribución de la riqueza social. De manera clara, el FMI ha sostenido esta presunción sin hacer caso de la predicción de Polanyi en el sentido de que las fuerzas del mercado, dejadas a su libre devenir, pueden ocasionar la demolición de la sociedad. González Casanova nos recuerda también que “el paradigma del futuro, no tiene por qué descansar en una intervención del estado muy grande, como se pensó en el estado asistencialista, en el estado populista y en el estado del socialismo real, pero tampoco tiene, como se piensa en el neoliberalismo, que descansar en los grupos de poder económico cuyo motor principal es la ganancia, es el incremento de las utilidades, sino que tiene que descansar en un poder de las mayorías, un poder que sea pluralista, que sea respetuoso de las ideas de los demás” (González C., 1992).

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El problema de la transición a los nuevos paradigmas sociales puede estar en la medición adecuada del grado de intervención estatal (el Estado nunca podrá reducirse a cero, y mucho menos en la crisis contemporánea del Estado-nación) para cada caso particular, y en la aplicación programada de medidas liberales que tengan en cuenta no sólo el crecimiento económico sino también de manera expresa el intento de una mejor distribución de la riqueza social. En estos dos aspectos es donde interviene de manera fundamental el tipo de sistema político en cada estado nación, que no puede ser otro que el modelo democrático, entendido éste no sólo como un contexto donde se realicen elecciones creíbles y legitimadoras, sino también como una intervención permanente de los grupos organizados de la sociedad en la dirección del rumbo del país. Las llamadas fuerzas “libres” del mercado tienen en muchas ocasiones nombre y apellido: se trata de grupos económicos de oligarquías nacionales y extranjeras que controlan la información y dominan los propios mercados; equilibrar dichas fuerzas con el poder de otros grupos sociales organizados, que también anhelan y pueden participar en las decisiones económicas, es parte también de la dinámica democrática. Con ello, las privatizaciones, los tratados comerciales, los proyectos de integración, etc. no estaría de más someterlos en determinados momentos a la consulta popular de los ciudadanos. La conclusión de Stiglitz es muy iluminadora: “Creo que los gobiernos necesitan –y pueden- adoptar políticas que ayuden a los países a crecer, pero también para asegurarse de que ese crecimiento sea compartido de manera más equitativa. Para hablar de un punto específico: creemos en la privatización (la venta –dicen- de los monopolios gubernamentales a las compañías privadas), pero solamente si ayuda a las empresas a ser más eficientes y a bajar los precios para los consumidores. Esto solamente puede pasar si los mercados son competitivos, que es una de las razones por las que apoyo una política de fuerte competencia”. (Stiglitz. 2002). No existen experiencias históricas de desarrollo bajo las nuevas condiciones internacionales sin la asunción de nuevas funciones por parte del Estado como tampoco existen sin una cooperación entre agentes públicos y privados en el marco de una competencia abierta. 3. Los modelos económicos en México y Chile Para hablar de América Latina en general, también hay que referirnos a casos particulares que ofrecen una mayor luz cualitativa para el análisis. Hemos escogido en este momento dos países (México y Chile) porque representan a la vez procesos similares y diversos, y al mismo tiempo con consecuencias diferentes. Han sido las mismas líneas del modelo de apertura pero aplicadas en diferentes situaciones y con estrategias distintas. 3.1 El caso mexicano: El nuevo modelo económico que sustituyó el proteccionismo se empezó a implementar en 1982 con el gobierno mexicano de Miguel de la Madrid. La magnitud de la crisis de 1981-82, que le heredó el anterior presidente José López Portillo, ciertamente hacía cuestionar el modelo económico de décadas anteriores. El desplome de la economía nacional, según Carlos Tello Macias, se había iniciado en Junio de 1981 con la caída del precio del petróleo y agravado por la creciente fuga de capitales, cuyo costo, tan sólo en el segundo semestre de ese año, llegó a una cifra superior a los 10 mil millones de dólares (Cfr. Excelsior. 23-I-1986). El peso se fue devaluando más con respecto al dólar, de tal manera que los bancos, a mediados de Agosto de 1982, vendían la divisa norteamericana en un promedio variable de 70 a 76 pesos. La inflación expresada en el aumento de precios había incrementado su nivel; "En los seis primeros meses (de 1982), los incrementos alcanzaron un 32%, mientras que en el mismo período de 1981, éstos significaron un 13.7%" (Expansión no.347,1982:27).

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Fueron muchas las promesas del Presidente De la Madrid sobre la recuperación económica del país, sobre el control de la inflación, sobre el enfrentamiento a los acreedores internacionales priorizando las necesidades de la nación, sobre la defensa de la soberanía,... sin embargo, en todo su sexenio, se dieron tasas negativas de crecimiento, los más altos niveles de inflación en la historia del país, el pago puntual de todos los intereses de la deuda externa con un aumento global del capital a deber, pero se promovieron las más altas tasas de crecimiento de la inversión extranjera en las ramas dinámicas de la economía con la apertura de México al GATT, con la flexibilización del mercado laboral y los procesos de trabajo y con el inicio de los procesos de privatización.. Desde entonces, en el marco del proceso de liberalización del mercado, se dio impulso a la privatización de las empresas estatales. El universo de más de 1,100 empresas públicas en 1982 se ha reducido al presente a menos de 100 entidades. En la perspectiva del volumen y la velocidad con que se han realizado las transacciones de la propiedad estatal a la privada, sin duda, los procesos y avances han sido exitosos, pero de la experiencia de las diferentes etapas, se derivan lecciones que hay que tomar en cuenta para concluir, modificar o consolidar este proceso de cambio estructural. Las privatizaciones han tenido un efecto positivo en la macroeconomía, porque han permitido mantener un equilibrio fiscal sano al eliminar los subsidios a las empresas paraestatales y abrir la inversión privada a nuevos campos, que eran sectores reservados al estado, como el transporte ferroviario, el almacenamiento, transporte y distribución de gas natural y operación de aeropuertos. Sin embargo, la crisis del sector bancario y azucarero, por ejemplo, ha significado regresar a propiedad del estado a empresas ya privatizadas como es el es caso de los bancos (que luego volvieron a privatizarse, con un gasto muy oneroso para el mismo estado a través del FOBAPROA), autopistas de cuota y aerolíneas. En la evaluación del proceso de privatización, el informe de la OCDE reconoce avances en México, pero también subraya los problemas y retos que enfrenta el proceso hacia adelante. La privatización siempre fue considerada como un éxito por la mayoría de los sectores, pero tanto la celeridad como el ingreso de dinero fresco no siempre se equilibraron con la creación de una adecuada competencia y de marcos regulatorios apropiados. Los procesos de privatización sufrieron una serie de fallas en el establecimiento de dicha regulación en los principales servicios, incluso se pensó en limitar la competencia para financiar la inversión necesaria a través de las utilidades monopólicas o para competir por el capital internacional. Nunca se ha planteado confrontar la imperfecciones que tiene el mismo mercado nacional y mundial y, de esto deriva que los éxitos del ajuste estructural se quieran medir más en en términos de reequilibrios en la balanza de pagos y no en términos de crecimiento sostenido o en distribución de la riqueza e índices de desarrollo humano. En otros campos, las políticas económicas se iban acoplando también a las orientaciones del neoliberalismo dominante. A fines de 1982 se lanzó un plan de estabilización, el Programa Inmediato de Reordenamiento Económico -PIRE-, al tiempo que se llegaba a un acuerdo de facilidades ampliadas con el FMI. El programa produjo un ajuste externo muy significativo, si bien al costo de profundos desequilibrios domésticos, en un cuadro de gran inestabilidad e incertidumbre. El PIB declinó alrededor de 5% en 1982-83. Con la recesión, las importaciones se contrajeron. La fuerte devaluación real actuó en el mismo sentido, y contribuyó también a generar una rápida y notable expansión de las exportaciones. Esas cifras revelan claramente la extraordinaria magnitud del ajuste del balance de pagos de México. El ahorro externo dio un vuelco notable, pasando de casi 6% del PIB en 1981 a -4% en 1983, una variación de diez puntos del producto. A partir de entonces, el saldo favorable alcanzado en la cuenta corriente tendió a declinar, pero aún así el ahorro externo promedió -2% del PIB entre 1983 y 1987. "Sin inversión no hay crecimiento como ni redistribución del ingreso ni excedentes de exportación. La inversión del sector publico, privado y social es el motor de la actividad económica... En 1980, el gasto de inversión representaba 14.4% del gasto total, y en 1987, 5%... En las cuentas nacionales, la inversión bruta fija pasa a representar 24.7% del PIB en 1981 a 16% en 1987... En relación a 1981, la inversión publica y privada es 40% inferior en 1987... La inversión ha perdido casi 10 puntos en relación al PIB en lo que va de la década, lo cual explica la debilidad del mercado interno, la caída del

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salario y la insuficiente generación de empleos para absorver la fuerza de trabajo que por razones demográficas crece en casi un millón de mexicanos cada año" (Colmenares David. Expansión no.505 7-XII-1988). Entre los costos del proceso de ajuste se contó una fuerte aceleración de la inflación, que de niveles anuales inferiores a 30% a comienzos de la década, pasó hasta 159.2% en 1987, que es la cifra más alta de inflación en la historia de México. "El sexenio de Miguel de la Madrid será recordado como uno de los periodos de mayor inflación en la historia del país, al situarse por arriba del 2,400%, aproximadamente" (Excelsior. Sección financiera. 11-XII-1989) En 1985 y pese a la significación del ajuste alcanzado previamente, la tendencia a la desmejora paulatina de las cuentas externas, en un contexto de progresiva revaluación del peso y acentuada incertidumbre macroeconómica -vinculada al elevado ritmo inflacionario- dio lugar a una corrida cambiaria y a una gran pérdida de reservas. A partir del año siguiente la situación se tornó aún más difícil debido al comportamiento desfavorable de los términos del intercambio, que en 1986 cayeron más de 25% en relación con los ya deprimidos niveles precedentes. Se inició entonces una nueva fase de ajuste dentro del ajuste. Con una sucesión de devaluaciones que elevaron perceptiblemente la paridad real en 1986-87 (más de 30% por sobre el nivel de 1985), se obtuvo un importante aumento de las exportaciones no petroleras (y cierta caída de las importaciones, en términos reales). Esto permitió recomponer un significativo superávit en cuenta corriente en 1987 y acumular reservas, aunque nuevamente con un costo en términos de producto (el PIB declinó casi 4% en 1986) y de una nueva aceleración de la inflación. La acumulación de reservas a causa del "sobreajuste" producido en este lapso fue muy importante para apuntalar el lanzamiento, a fines de 1987, de un nuevo plan de estabilización, el Pacto de Solidaridad Económica (PSE). A diferencia de Chile –el caso que analizaremos más adelante-, México no contó con ayuda externa significativa de los organismos multilaterales para llevar adelante la estabilización. Así, la disponibilidad inicial de divisas permitió financiar el sector externo en la primera etapa del plan, hasta tanto el mismo fue ganando en credibilidad y pudo lentamente recomponerse el financiamiento externo voluntario. El PSE consiguió alterar de manera muy clara, en sentido favorable, el comportamiento dinámico de la economía mexicana de finales de los ochenta y comienzos de los noventa. Transcurrida la fase de afianzamiento del programa, el éxito de la estabilización fue favorecido por la disponibilidad creciente de ahorro externo. Este permitió financiar un desequilibrio comercial en expansión, originado en un conjunto de factores que incluye el proceso de apertura comercial y la progresiva apreciación real asociada a la utilización del tipo de cambio como una de las anclas nominales del proceso de formación de precios. Los saldos de la cuenta de capital del balance de pagos pasaron a arrojar abultadas cifras positivas desde 1989. El acuerdo Brady alcanzado en 1990 y los avances en materia de privatizaciones contribuyeron en el mismo sentido, de modo que México pudo beneficiarse a tasa creciente con el giro favorable de la situación financiera internacional, al punto que en 1991 absorbió ahorro externo en una magnitud de casi 5 puntos del PIB, flujo semejante al observado en los primeros años de la década de los 90s, a pesar del menor peso de los pagos netos a factores del exterior. La expansión del desequilibrio en la cuenta corriente fue configurando, entre tanto, una situación de creciente fragilidad financiera. Un segundo aspecto que nos revela que la experiencia mexicana fue menos exitosa que la de Chile fue el comportamiento de la inversión pública. Esta cayó muy abruptamente en la primera mitad de los ochenta. La dinámica del modelo mexicano neoliberal ha continuado con muchos vaivenes y diversos resultados desde el gobierno de Miguel de la Madrid (1982) hasta el de Vicente Fox (iniciado en 2000): seis años de una crisis permanente con falta de crecimiento, seis años de recuperación y control de la inflación en el marco de la firma del TLCAN (1992) y su puesta en operación en 1994, pero que ocasionaron una recaída brutal con el error de diciembre de 1994; seis años de ensayar otra recuperación económica

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durante el gobierno de Ernesto Zedillo, más los dos primeros años del presidente Vicente Fox, quien, a pesar de las promesas de un crecimiento del PIB del 7%, sigue navegando penosamente sólo con el objetivo de la recuperación, debido a que el 2001 también fue de estancamiento de la economía: decrecimiento del PIB en -0.4% en 2001, y un exiguo crecimiento del 1.2% en 2002 (CEPAL, 2002: 107). Con la receta neoliberal mexicana, el mismo crecimiento todavía está en duda, pero todavía se espera que las fuerzas del libre mercado corrijan los problemas sociales que se han profundizado en las últimas décadas. 3.2 La experiencia chilena: Chile después del golpe militar de 1973 contra Salvador Allende, tuvo rasgos agresivos de privatización y severos programas de ajuste, pero, a partir de la crisis de 1984, el estado pasó a ocupar un papel intervencionista más orientador y decisivo en el proceso económico, con un despliegue de políticas macroeconómicas activas, una regulación de los mercados financieros, una indexación de salarios, subsidios a importantes actividades económicas, diversificación de sus relaciones internacionales; de aquí parece provenir su mejor éxito económico (en comparación con otros países) en una estrategia planificada del Estado y no bajo los simples dogmas neoliberales. (Damill, 2002). Durante la década de los ochenta, el grado de endeudamiento era muy elevado a tal punto que superaba el 70% del PIB debido al incremento de pago a factores al exterior y por el notable aumento del ahorro externo que para 1985 llegó a ser de 10 puntos del PIB, lo que ocasionó situarse sobre el 100%, de acuerdo a datos dados por Damill. Desde 1977 hasta 1981, Chile atravesó un período de fuerte crecimiento con elevada absorción y un saldo comercial negativo en sostenido aumento. El ahorro externo tendía a superar los 5 puntos del PIB al año a fines de los setenta, colocando a la economía en una situación de creciente fragilidad frente a shocks de origen externo. A comienzos de la década de los 90s, el desequilibrio del comercio crecía, impulsado por el intenso proceso de apreciación real generado por las políticas de estabilización aplicadas desde comienzos de 1978, teniendo como eje el tipo de cambio nominal utilizado como instrumento antiinflacionario. En el mismo sentido actuaron la muy fuerte declinación de los términos del intercambio y el también abrupto incremento de los pagos netos de factores al exterior luego de 1979 (aumento equivalente a casi 5% del PIB entre ese año y 1982). Estos sucesos generaron un salto extraordinario de la absorción de ahorro externo, el que promedió aproximadamente 12 puntos del PIB en 1981-82. Ese pronunciado desequilibrio, que hacía muy problemática la continuación de la estrategia de alta absorción con endeudamiento, se combinó a partir de ese último año con el nuevo cambio desfavorable del entorno financiero internacional, para hacerla definitivamente inviable. En junio de 1982, una devaluación dio fin a esa fase e inició un período de ajuste caracterizado por una fuerte inestabilidad e incertidumbre, que se extendería hasta mediados de 1985. Abandonada la política basada en la fijación del tipo de cambio nominal, y a pesar de varias modificaciones del régimen cambiario producidas en un corto lapso, sucesivos ajustes llevaron a una marcada recesión. El caso chileno se diferencia marcadamente del patrón dominante en la región, porque, alrededor de 1985, casi todos los países del área, particularmente los de mayor tamaño relativo, habían conseguido reducir a niveles mínimos su absorción de ahorro externo; Chile continuaba financiando un desequilibrio de magnitud extraordinaria. Lo destacable es que logró hacerlo sin suspender sus pagos al exterior. Es decir, contó con crédito externo de organismos internacionales y la negociación de su deuda para enfrentar el impacto de los ajustes y recuperar el crecimiento económico. En este lapso comenzaron, además, a aplicarse planes acordados con el FMI. En dichas negociaciones se reestructuraron los vencimientos de la deuda, y el gobierno acabó haciéndose cargo de los pasivos del sector privado que, en principio, no contaban con aval estatal. El apoyo recibido de los organismos

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multilaterales habría de resultar crucial: la participación de los organismos en el total de la deuda externa chilena creció de menos de 5% en 1980-82 a más de 25% hacia fines de la década. El mayor respaldo crediticio externo significó que Chile debió efectuar una transferencia neta de recursos al exterior significativamente inferior a la realizada en promedio por América Latina, sobre todo al principio del proceso de ajuste. Es indudable, por otro lado, que el financiamiento ordenado del desequilibrio externo chileno fue un factor importante también por su efecto favorable sobre las expectativas, al atenuar el grado de incertidumbre. Esto contribuiría a la progresiva recuperación de los niveles de inversión privada así como a la mejora de la balanza de pagos, a través de la captación de flujos crecientes de inversión directa. La economía de Chile ingresó en una nueva fase a comienzos de 1985. En ella, el proceso de ajuste se consolidó y, articulado con una serie de importantes reformas estructurales (que incluyó una nueva onda de privatizaciones de empresas públicas), dio lugar a la recuperación del sendero de crecimiento de la economía. En los primeros años de esta etapa, el desequilibrio externo se mantuvo en niveles elevados. Entre 1986 y 1990, el producto creció a una tasa anual media superior a 7%, y la tasa de desocupación cayó rápidamente desde sus elevados niveles previos. La absorción de ahorro externo tendió progresivamente a declinar, pero aún así el desequilibrio de la cuenta corriente fue superior a 5% del PIB en promedio, en 1986-87. Sin embargo, a lo largo de esta fase, el sostenido incremento de las exportaciones en volúmen y la mejora de los términos del intercambio a partir de 1987, debido a una coyuntura favorable en el mercado internacional del cobre, permitieron a Chile consolidar el ajuste. A ello contribuyó también la decisión gubernamental de invertir en forma intensa en la minería de cobre. El tipo de cambio, luego de un nuevo "salto" al inicio de esta etapa, se mantuvo en un nivel elevado, alrededor de 45% por sobre el promedio del lapso 1982-84, lo que indudablemente contribuyó también a la consolidación del cierre externo. Este fue apuntalado, además, por un importante flujo de inversión directa. Chile pudo entonces, del mismo modo que Colombia, volver a crecer sin enfrentar el freno impuesto por la restricción de divisas. La fuerte expansión económica, lidereada en esta fase por la inversión y las exportaciones, permitió un rápido y marcado repunte financiero. En el mismo sentido actuó el éxito de los programas de conversión de deuda, que indujeron una fuerte disminución en el nivel del endeudamiento. Entre el año 1985 -en el que los programas de conversión fueron implementados- y junio de 1990 se retiraron 9600 millones de dólares de deuda. La inversión extranjera directa no sólo fue decisiva para reducir la carga del endeudamiento a través de los mecanismos de conversión, sino también para afrontar las necesidades financieras provenientes de la cuenta corriente. Entre 1987 y 1991, la inversión extranjera directa (IED) dio cuenta de entre 50 y 60% de los ingresos brutos de capitales, lo que significa que asumió en el financiamiento el papel que en las fases previas del ajuste habían cumplido las entidades multilaterales. A comienzos de los noventa, el repunte económico chileno era notable. El peso de los pagos netos de factores al resto del mundo declinó drásticamente. En 1991, la relación "deuda externa/exportaciones", por ejemplo, se ubicaba en 1.6. Chile reaccionó ante el cambio de la situación financiera externa a comienzos de los noventa tratando de limitar los ingresos de capitales especulativos de corto plazo y alentando los flujos de largo. Por otro lado, en el caso de Chile, la situación fiscal inicial era más favorable; las cuentas públicas presentaban un superávit primario superior a los 6 puntos del PIB, y un superávit operativo de 5.7% del producto en 1980. Sin embargo, el impacto de los shocks desfavorables de comienzos de los ochenta fue de mucho mayor intensidad debido al grado de endeudamiento, agudizado por la estatización de buena parte de la deuda externa privada. Otro factor que favoreció el equilibrio fiscal a partir de 1985 fue el ingreso de fondos a partir de la nueva onda de privatizaciones. Estos fueron en parte utilizados para el financiamiento de gasto corriente. En este período, no sólo mejoraron las cuentas públicas, sino que esta mejoría se dio juntamente con el ya referido incremento de la inversión pública, que se ubicó,

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en promedio, en torno de siete puntos del PIB en 1985-90, luego de haber promediado alrededor de 5% del producto en la primera mitad de los ochenta. El proceso chileno, por su parte, ilustra la importancia de la preservación del acceso al crédito externo durante el ajuste. Ese elemento, así como una evolución favorable de los términos del intercambio y de las cantidades exportadas, y el éxito para atraer un flujo importante de inversión extranjera directa fueron otros rasgos destacados del proceso de ajuste externo de Chile en los ochenta. Hay que destacar también el exitoso desempeño exportador en rubros distintos del cobre, a lo que contribuyó la política orientada a mantener un tipo de cambio real elevado y estable. 3.3 Las enseñanzas comparativas: Durante la crisis de la deuda, la orientación general de la política económica fue la de buscar una reducción del déficit de cuenta corriente o incluso la generación de un superávit. Pero un país sólo puede reducir su déficit de cuenta corriente (o aumentar el superávit) si a nivel interno genera una diferencia creciente entre el ahorro nacional y la inversión. Las formas en que cada país enfrentó esta cuestión fueron diversas -y por lo tanto también lo fueron las consecuencias sobre el crecimiento y la estabilidad- y estuvieron determinadas tanto por la conducta de ahorro e inversión seguidas por el sector público vis-à-vis el sector privado como por la disponibilidad total de crédito externo, que definía el nivel requerido de reducción del déficit en cuenta corriente. La dinámica de ajuste -que se originó en la interacción entre la transferencia externa neta, el ahorro y la inversión- indujo fuertes cambios en las relaciones de financiamiento que ligan a los tres agentes agregados de mayor relevancia: el sector público, el privado y el resto del mundo. Chile y Costa Rica son sin duda los casos más “exitosos” de estabilización y recuperación del crecimiento luego de la etapa de ajuste caótico. Entre 1986 y 1990, Chile experimentó una tasa promedio sostenida de crecimiento del 6.7 % y Costa Rica del 4.7%. Pero también fueron los países que contaron con una mayor proporción de financiamiento externo en relación al producto durante la estabilización, tanto en la fase de ajuste caótico como en la siguientes. Podemos distinguir en general dos períodos diferenciados en el marco latinoamericano: 1982/85 y 1986/90; representan dos fases distintas. En la primera se dio un proceso de ajuste caótico. Ante el abrupto aumento del déficit tanto fiscal como de cuenta corriente provocado por el efecto impacto de la crisis, las autoridades reaccionaron tratando de ajustar de una manera bastante desarticulada. En la segunda, desde mediados de 1985, los países más severamente afectados por la crisis pusieron en práctica programas integrales de estabilización que luego serían seguidos por intentos de reforma estructural. Estos programas compartían la característica de basarse en un diagnóstico que reconocía que la profundidad de la crisis necesitaba de herramientas de estabilización diferentes de las tradicionales y que éstas debían complementarse con medidas de reforma estructural. Luego de estallar la crisis de la deuda, el mercado de crédito externo pasó a estar racionado y el déficit de la cuenta corriente no podía ser superior al total del flujo de financiamiento externo disponible. Como todos los países mostraban un fuerte déficit estructural en la cuenta de servicios financieros, era necesario generar un superávit comercial igual al déficit en la cuenta de servicios, neto de la cuota de financiamiento externo asignada. Cuanto más escasa es la asignación de crédito, mayor es el superávit comercial necesario y mayor la transferencia neta a realizar. Como la disponibilidad de financiamiento externo fue diferente para cada país, también lo fue, como vimos, la transferencia neta realizada. Una vez establecida de esta manera la cuantía de la transferencia externa neta a efectuar, quedaba definido el nivel de la absorción doméstica compatible con el cierre externo. Las políticas de ajuste tenían la misión de transformar una parte de la absorción potencial en transferencia de recursos al exterior. Dado que la mayor proporción de deuda externa pertenecía al sector público o fue nacionalizada al comienzo de la crisis, prácticamente el total de los intereses externos se devengaban en las cuentas

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públicas. Por lo tanto era el gobierno el que debía realizar la transferencia externa. Para ello, debía contar con recursos suficientes para adquirir las divisas provenientes del superávit comercial y girarlas al exterior en pago de los intereses de la deuda. En relación con la estructura tributaria, como vimos al analizar la brecha fiscal, el rol central le tocó a la proporción de los ingresos públicos absorbidos por el pago de intereses externos y en la medida en que tales ingresos se originaban en exportaciones de recursos naturales en manos del sector público. En los casos de Chile o México, una buena proporción de los ingresos públicos provenía del sector externo, y con ello la devaluación real tendía automáticamente a aumentar la recaudación. Los dos factores que jugaron un rol central en el estallido de la crisis de la deuda -el racionamiento del crédito externo y el sensible incremento de las tasas de interés- experimentaron una marcada reversión en la presente década. Junto con la situación internacional, el otro gran cambio que se produjo en los últimos años ha sido la profundización del proceso de reformas estructurales en los países de la región. México y Chile representan la aplicación de un modelo neoliberal en América Latina pero con importantes diferencias. El caso mexicano ha navegado en 20 años (de 1982 al 2002) con crisis, fases de estancamiento y períodos de recuperación, en donde la estrategia todavía no asegura un crecimiento sostenido y perdurable de la economía; y nos ha atado más profundamente a los vaivenes de la política y la economía nortemaericana. Por otro lado, los tradicionales problemas de pobreza por la mala distribución de la riqueza social se han profundizado sin que la “mano invisible” del mercado llegue a representar un “goteo” significativo para las mayorías de la población. El caso chileno también ha tenido privatizaciones y severos programas de ajuste, pero el Estado, sobre todo desde 1986, se ha mantenido como rector y orientador de la economía: el sistema tributario se ha eficientado a tal punto que la recolección de impuestos –una gran diferencia con México- está pasando a ser parte importante de la cultura de la población; el crecimiento económico, sin ser espectacular, se ha mantenido. Por otro lado, la intervención del Estado también ha sido decisiva en el mantenimiento de programas sociales que han impedido la exacerbación del contraste entre riqueza y pobreza puesto que la clase media se ha mantenido con cierta expansión. Todo esto ha coincidido con el proceso de transición a una democracia que, sin haberse podido quitar todavía todo el peso de la dictadura de Pinochet, ha avanzado en nuevas reglas de concertación. A final de cuentas, habría que considerar que, en los términos de medición del índice de desarrollo humano (IDH: incluye crecimiento, distribución de la riqueza e indicadores de salud, educación y bienestar en general) realizados por la ONU, México en el 2000 se encontraba en el lugar número 54, y Chile se situaba por arriba de México en el lugar número 38 (siendo el primer país latinoamericano en esta lista, después de la estrepitosa caída de Argentina en diciembre del 2001) (Cfr. ONU, 2002b: 149-150). Lechner analiza con mucho cuidado este índice en Chile y concluye: “en la última década, el IDH especial para Chile se incrementó desde un 0.690 en 1990 a un 0.749 en 2000. Ello significó que el país redujera en un 19% la distancia que lo separa del ideal propuesto como pleno desarrollo humano” (PNUD, 2002a: 298). 4. La necesaria reforma del Estado en América Latina. La reforma del estado en América Latina, que los gobiernos han ido implementando de manera caótica en la mayoría de los países, experimenta todavía un proceso de transformación en curso. De hecho, la discusión sobre el Estado, en muchos casos, ha sido restringida a cuánto debía éste reducirse o desmantelarse, para favorecer solamente un mayor crecimiento económico dando mejores oportunidades al capital trasnacional. En tal sentido, organizaciones multilaterales como el BID, Banco Mundial y el FMI hicieron de la prédica promercado y antiestado la piedra angular de su política para el desarrollo de los países latinoamericanos. Al cabo de dos décadas y media de este experimento, los resultados son muy desiguales y, en general, poco prometedores.

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La situación actual ha comprobado que las reformas no han constituido un factor de crecimiento económico en todos los casos ni han fortalecido la capacidad del sector público como el principal articulador de los esfuerzos en la promoción de la igualdad de oportunidades y como proveedor de la satisfacción de las demandas sociales fundamentales; por ello, creemos importante insistir y profundizar en la modernización de las reformas de segunda generación. En opinión de Alvaro Ramírez, que es Director de Investigación del programa de habilidades directivas (PHD) y secretario ejecutivo del programa de modernización de la gestión pública en Chile, más que una modernización global, recomienda “un conjunto coherente de líneas de acción en áreas estratégicas que permitan mejorar la situación actual sacando el mejor partido de la realidad existente” (Ramirez,2002); no obstante deja claro que no existe la pretensión de volver al modelo de un estado interventor proteccionista. La retirada del Estado preconizaba también el abandono del papel regulador estatal de la economía, y ello en beneficio de un mercado que se suponía iba a volver a encontrar las virtudes mágicas que le atribuía Adam Smith. La desigualdad entre las naciones en la escena internacional, el fortalecimiento de la idea del derecho de injerencia, los procesos integradores entre las naciones, etc., todo ello parece que favoreciera las restricciones de las posibilidades de acción de los Estados nacionales. Pero después de las crisis monetarias recientes (México en 1994-95, Asia, Rusia y Brasil en 1998-99), los organismos internacionales también empiezan a cuestionar la lógica unilateral del libre mercado, que ellos mismos promovieron durante más de diez años; Joseph Stiglitz y sus propuetas contemporáneas son un ejemplo de este cuestionamiento al neoliberalismo salvaje. En la práctica actual, la libre competencia de empresas inscritas en economías nacionales es aprovechada por empresas multinacionales que poco a poco ignoran el marco del Estado-nación. Sin embargo, la cultura política de los pueblos latinoamericanos sigue percibiendo al Estado como el actor que debe solucionar una gran cantidad de problemas: por un lado el control del déficit, el ejercicio programado del gasto público, la regulación de la política monetaria, la injerencia para una mejor distribución de la riqueza social, etc. Todo esto obliga al Estado a inventar nuevas formas de intervención e instrumentos de regulación, sin negar la apertura, la competencia y los procesos de globalización. En opinión de Georges Couffignal, se trata de construir, en lo interno, una nueva legitimidad del Estado a través de nuevos métodos de intervención. Y en lo externo, de profundizar en la dinámica de integración y cooperación para hacer frente a las potencias privadas transnacionales en todos los campos. Si analizamos las dos últimas décadas del siglo XX en América Latina, el proceso ha seguido, en general, las recomendaciones contenidas en el llamado "Consenso de Washington". Como consecuencia, se sigue aplicando el neoliberalismo en muchos casos de manera salvaje produciendo una creciente liberalización de los mercados y una reducción del papel del sector público en la economía, dejando al libre mercado la solución de los problemas sociales.. En todos los países de América Latina se han implementado programas bastante radicales de apertura comercial y se han liberalizado los movimientos de capital y los mercados financieros domésticos. El proceso de privatizaciones ha avanzado de manera profunda, se están haciendo esfuerzos por mejorar la estructura tributaria y el equilibrio financiero del sector público, aún a costa de la equidad e incluso del crecimiento. Si bien las recomendaciones del Consenso de Washington eran claras en relación a qué tipo de reformas implementar, había varios aspectos de crucial importancia para el proceso de reforma que fueron tratados en forma ambigua o bien directamente ignorados: En general, se optó por ignorar las complejidades del proceso y sólo fue contundente sobre dos cuestiones: el paso inicial debía ser la estabilización y el último la liberalización de los movimientos de capital, el cual en ningún caso debía preceder o ser simultáneo con la apertura del comercio exterior. Pero lo que no recibió un tratamiento sistemático fue la cuestión de si las reformas estructurales eran

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suficientes o incluso apropiadas para atacar los desbalances macroeconómicos básicos que la crisis dejó como secuela y que listamos más arriba. Además, otro error consistió en que se dio por sentado que, una vez lograda la estabilidad, las reformas subsiguientes nunca podrían empeorar la situación. Todos los países han hecho significativos esfuerzos para dar el primer paso en la secuencia, el de la estabilización. Como el grado de éxito ha sido diverso, los países se encuentran en diferentes estadios en una escala que va desde Bolivia y Chile, que lograron éxitos significativos desde mediados de los ochenta, hasta Nicaragua y Argentina, que han sido un completo fracaso. Si bien los avances realizados han sido espectaculares en comparación con los ochenta, la estabilidad macroeconómica en sentido estricto dista de haberse consolidado. La diversidad está a la vista: existe el caso de Argentina con su terrible crisis económica y política, que explotó en diciembre del 2001; Nicaragua y Honduras no crecen y siguen aumentando la pobreza de su población, mientras que los gigantes México y Brasil, a pesar de una relativa estabilidad macroeconómica, no tienen asegurado su crecimiento mientras se siguen profundizando los niveles de pobreza. Es por ello que el mantenimiento y la mejora de la calidad de los equilibrios macroeconómicos de corto plazo sigue aún ocupando un lugar de preeminencia en la agenda de políticas de la región. El país que ha avanzado de manera más audaz y veloz es Chile, que lo venía haciendo de forma profunda pero más extendida en el tiempo y con muchas variantes de planificación estatal; Argentina avanzó velozmente durante los dos gobiernos de Carlos Menem, pero ha caído en un pozo profundo durante el 2002, del que tardará mucho en salir pero no precisamente con la ayuda de las fuerzas libres del mercado sino con férreos correctivos del Estado. México, Bolivia, Colombia (aunque en una situación muy especial de guerra) y Brasil siguen implementado varias de las reformas del Consenso de Washington; habrá que esperar a ver las modificaciones que ciertamente hará Brasil a partir del 2003 con el nuevo gobierno de Lula da Silva. En particular, todos han puesto en marcha fuertes procesos de apertura del comercio exterior y en menor medida de la cuenta de capitales, mientras el proceso de privatizaciones ha sido mucho menos generalizado que en los casos de Argentina y Chile. De esta forma, en mayor o menor medida, como regla general, América Latina se encuentra en pleno proceso de transición hacia economías mucho más liberalizadas y se están enfrentando de forma plena con la incapacidad para resolver las secuelas de la crisis y la aparición de nuevos desequilibrios durante el proceso de reforma. Uno de los desequilibrios fundamentales que han aparecido en el proceso de reforma es en relación al sector externo. El período de transición ha resultado ser intensivo en el uso de crédito externo y no está claro que las reformas, en el futuro, generarán los recursos en divisas necesarios para repagarlo. En la actualidad, no hay una flexibilización ostensible de la restricción de ahorro nacional y como resultado está aumentando el endeudamiento externo. Por ende, es posible que la restricción externa en términos intertemporales sea todavía muy fuerte, aún cuando hoy no esté operando con intensidad debido a la particular situación del mercado de capitales internacional. Una serie de factores que han actuado en el proceso de transición parece relacionarse con esto. El primero es que, si bien hubo una recuperación en las tasas de ahorro nacional en el contexto de mayor estabilidad de los noventa, la misma no ha sido lo suficientemente rápida como para garantizar al mismo tiempo el equilibrio de la cuenta corriente y un coeficiente de inversión que garantice una tasa de crecimiento sostenida. Según se deduce, América Latina está generando déficit de cuenta corriente significativos, aún cuando la tasa de crecimiento sigue siendo modesta. El segundo es que la política económica ha tendido a seguir un orden dictado más por la coyuntura tanto económica como política de cada país, que por un diagnóstico que tomara en cuenta las experiencias del pasado. Particularmente es importante que la apertura del comercio externo se ha producido en un contexto de creciente liberalización de la cuenta de capitales y del mercado financiero doméstico. El tercero es que los programas de privatización también están planteando problemas. Argentina, por la velocidad y profundidad del proceso, puede ser considerado un caso arquetípico en este sentido. En

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este país, el capital extranjero ha participado fuertemente en la compra de empresas del Estado. Buena parte de la fuerte entrada de capital en los últimos años se explica por esta razón; pero en el momento presente, Argentina no puede ser ejemplo para nadie. Asimismo, la velocidad y magnitud de las privatizaciones parece también haber jugado un rol al menos ambiguo en lo que hace al mejoramiento de las restricciones de ahorro e inversión. En relación al ahorro, al aumentar la oferta de fondos externos, las privatizaciones hicieron innecesario un esfuerzo mayor por incrementar la tasa interna. El consumo tendió a crecer más que el ingreso durante el reciente período de crecimiento. El flujo de inversión, por su parte, se benefició sólo relativamente. Los fondos externos (y también buena parte de los disponibles internamente) se orientaron a la compra de activos existentes. Por lo tanto, los efectos benéficos de la privatización sólo podrán recogerse en el futuro vía la mayor tasa de inversión comprometida en los contratos de venta. Obviamente, el argumento anterior enfatiza la problemática implementación de las reformas y de ninguna manera pretende ignorar que es posible que una mejor eficiencia en la asignación de la inversión en el período post-privatizaciones pueda hacer que la tasa de crecimiento aumente dada la tasa de inversión existente. Además, debido a que es el endeudamiento externo privado y no el público el que está aumentando en varios países de la región, tampoco existe una corriente de opinión en favor de reducir el grado de exposición externa de las economías: en función de la visión dominante de la política económica, se asume erróneamente que las decisiones del sector privado son siempre eficientes. La evolución de la situación ha llevado nuevamente a centrar aspectos del debate en los roles que debería jugar el Estado. En los 80, la discusión al respecto parecía cerrada. Predominaban corrientes de opinión que consideraban que el Estado en casi todas sus expresiones era un “estorbo” al mercado. Que éste solucionaría de por sí los problemas, y que el Estado debía por ende desmantelarse y reducirse a su mínima expresión. Estas visiones venían a reemplazar la idea de que el Estado por sí solo podía generar el desarrollo, que fue característica de décadas anteriores. Hoy ambos extremos han sido desmentidos por los hechos concretos. Así como fue errónea la concepción centrada en la omnipotencia del Estado, la realidad ha demostrado que el mercado tiene un gran potencial productivo, pero que, carente de regulaciones, puede generar desequilibrios de enorme envergadura. El informe sobre Desarrollo Humano en 1999, del PNUD, pone atención en algunos de ellos. “Cuando el mercado va demasiado lejos en el control de los efectos sociales y políticos, las oportunidades y las recompensas de la mundialización se difunden de manera desigual e inicua, concentrando el poder y la riqueza en un grupo selecto de personas, países y empresas, dejando al margen a los demás. Cuando el mercado se descontrola, las inestabilidades saltan a la vista en las economías de auge y depresión como la crisis financiera del Asia Oriental y sus repercusiones a escala mundial Cuando el afán de lucro de los participantes en el mercado se descontrola, desafía la ética de los pueblos y sacrifica el respeto por la justicia y los derechos humanos” (PNUD, 1999). Hoy se abre una nueva oleada de preguntas sobre cómo debe ser la naturaleza del Estado en América Latina, con el objeto de lograr un equilibrio distinto entre los principales actores. Los lenguajes están cambiando. El Banco Mundial (1997) ha señalado en su informe especial sobre el Estado, que, sin un Estado eficiente, el desarrollo es muy difícil. Expresa lo siguiente: “sin un buen gobierno no hay desarrollo económico ni social”. La noción del Estado de bienestar, aparentemente totalmente deslegitimada durante el providencialismo de mercado, está siendo reexaminada desde otras perspectivas. De manera general la multiplicación de foros de concertación entre países latinoamericanos durante los años 90´s no es más que, el signo de una búsqueda de mejores horizontes sobre la evolución de las sociedades nacionales. Estas evoluciones se realizan en el contexto de los múltiples procesos de globalización.

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Sin embargo, hay que abrir y activar un gran debate sobre aspectos muy relevantes del problema. Existe la tendencia a concebir el aspecto social como una razón política de Estado, considerada como un gasto limitado y controlado; esta posición es más consistente que el ver los déficits sociales como problemas lamentables pero postergables, y que se resolverán automáticamente a través del “derrame de beneficios“ futuro, el cual se producirá al adoptar las recetas económicas en boga de las últimas décadas. La política social, además de imprescindible y urgente para enfrentar los déficits en este campo es, en las visiones modernas del desarrollo, una palanca poderosa de crecimiento sano. Como lo plantea agudamente Alain Touraine: “En vez de compensar los efectos de la lógica económica, la política social debe concebirse como condición indispensable del desarrollo económico” (Touraine, 1997). Es necesario promover este gran debate en los países en desarrollo. El mismo proporcionará una firme base de apoyo en la ciudadanía, a la reforma del Estado social que se necesita. Una segunda condición de fondo para avanzar en esta reforma es enfrentar otro tipo de razonamientos de enorme peso –que habría que desechar- en los países en desarrollo. Se escucha con gran frecuencia el alegato de que en definitiva no es posible hacer nada importante en el campo social, por las restricciones severas de recursos. Los países en desarrollo tienen recursos escasos y estarían “condenados”, según este razonamiento, a que parte importante de su población viva en pobreza. La tercera condición para el avance hacia el tipo de Estado necesario ya no tiene que ver con la discusión en el medio ambiente general, sino con las orientaciones mismas de la reforma. La reforma debe respetar la diversidad de las condiciones nacionales. La estrategia debe ser selectiva y gradualista. Los estilos para realizar las reformas no deben ser elitistas ni verticales sino consensados entre los actores políticos fundamentales; la democracia no debe centrarse solo en los procesos electorales sino también en la participación constante de los ciudadanos organizados para influir en las decisiones de la vida nacional. América Latina retrocedió en todos los terrenos. Perdió relevancia industrial, decayó su participación en el comercio internacional y fue desplazada por el Sudeste Asiático cómo principal destino periférico de las inversiones extranjeras. La brecha que separa la región de los países desarrollados se amplió visiblemente. Para los neoliberales radicales, este resultado es consecuencia del incumplimiento del programa de reformas estructurales, pero cuándo se critica la insuficiencia de la apertura comercial o las limitaciones de la flexibilización laboral, olvidan que se han instrumentado estas medidas en la última década sin lograr ninguno de los resultados prometidos. Los anti-liberales argumentan, en cambio, que la crisis regional es consecuencia de la aplicación de un modelo dualista, regresivo y excluyente. Pero este cuestionamiento a la política económica en curso no caracteriza los procesos sociales subyacentes, ni indaga su lógica capitalista; hay que superar la oposición simplista entre globalifóbicos y globalifílicos para avanzar hacia propuestas intermedias más realistas. Para superar estas limitaciones hay que interpretar las cuatro principales transformaciones económicas registradas en la región -el efecto del endeudamiento externo, la fragmentación industrial, la explosión de pobreza y el deterioro de los términos de intercambio- como desequilibrios derivados del carácter periférico y dependiente de Latinoamérica. La deuda constituye un mecanismo de reestructuración económica que viabiliza la adaptación de la región a la nueva división internacional del trabajo. Así cómo en el pasado sirvió para financiar la adquisición de manufacturas y la provisión de materias primas en favor de los países centrales, actualmente acelera un giro hacia la especialización exportadora en productos de baja elaboración, en desmedro del mercado interno. En algunos países esta especialización se concentra en el procesamiento de materias primas y en otros en la producción de insumos industriales o en el ensamblaje de partes. La industria latinoamericana ya no es el principal motor de crecimiento; está muy expuesta a la competencia exterior y se abastece de

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una avalancha de importaciones. Las nuevas inversiones apuntalan sólo a los sectores internacionalmente competitivos y desarticulan el viejo complejo metal-mecánico local. La explosiva combinación de endeudamiento externo, especialización exportadora en productos de baja elaboración, intercambio comercial deficitario y erosión del poder adquisitivo desencadenan las periódicas turbulencias de la economía latinoamericana. Actualmente el 20 % de los habitantes del mundo localizados en los países ricos absorbe el 86 % del consumo privado y la fortuna de los tres multimillonarios más poderosos sobrepasa el PIB acumulado de 48 naciones atrasadas. La deuda externa es la evidencia más contundente de este sometimiento. América Latina ha seguido la misma pauta de todos los países del Tercer Mundo, que luego de reembolsar -entre 1982 y 2000- cuatro veces el monto adeudado, cargan con un pasivo tres veces y medio superior. Algunos países -cómo México y Brasil- priorizan la obtención del superávit comercial a la estabilidad cambiaria y otros -cómo la Argentina- jerarquizan la paridad de la moneda al desbalance comercial. Son dos opciones de un mismo ajuste -por medio de la devaluación o la deflación- que apuntan a asegurar el pago de los intereses. Los “ajustes” para pagar la deuda, la pérdida de empleo derivada de la destrucción de industrias “no competitivas”, el giro exportador especializado y la apertura importadora han conducido a un estrechamiento del poder adquisitivo y a una contracción de la demanda solvente, que provocan el rápido agotamiento de las fases reactivantes. El déficit comercial se profundiza y la tendencia devaluatoria se afirma cada vez que este desbalance no puede paliarse con mayor endeudamiento. Pero por otra parte, ningún país latinoamericano registró durante las últimas décadas tasas de crecimiento equivalentes al sudeste asiático. Hay naciones -cómo Corea del Sur- que lideraron inicialmente este avance cómo factorías exportadoras, pero que posteriormente desarrollaron sus mercados internos y tendieron a distanciarse de Latinoamérica. Explicar por qué la región “perdió el tren” (Calva,2002) frente al sudeste asiático es un tema recurrente de la literatura económica, que no encuentra todavía una interpretación satisfactoria. Algunos teóricos neoliberales explican el “éxito asiático” frente al “fracaso latinoamericano” por la preeminencia del mercado frente al estatismo, pero descontextualizan el problema, al indagar principalmente los logros o los desaciertos de las políticas económicas, en realidad, la industrialización del sudeste asiático tuvo muchos puntos de semejanza con el proceso que protagonizaron Argentina en los años 50 y Brasil en los 60. La diferencia radica en que las condiciones objetivas favorables al desenvolvimiento industrial que inicialmente aparecieron en los países más avanzados de Latinoamérica posteriormente florecieron en el sudeste asiático. Este cambio obedeció a que el avance registrado en la internacionalización de la economía convirtió la ventaja latinoamericana en un obstáculo para las nuevas inversiones externas centradas en la exportación y en el aprovechamiento de la fuerza de trabajo barata. No hay que olvidar, además, que la larga historia de dictaduras militares unipersonales con sus secuelas de sublevación popular e inestabilidad política en Latinoamérica indujeron el giro inversor hacia las regiones asiáticas, que bajo la ocupación militar norteamericana protagonizaron procesos muy singulares de urbanización y transformación agraria. Las transformaciones registradas en América Latina no obedecen sólo a los cambios objetivos de la economía mundial. Derivan también de la adopción de políticas neoliberales muy cuestionables. Los principales grupos capitalistas han forjado una nueva alianza subordinada con las denominadas “corporaciones transnacionales” en el contexto del libre mercado; el sudeste asiático, en cambio, mantuvo firmemente la rectoría del estado y no dejó que el mercado interno se perjudicara, y estableció relaciones y negociaciones de fuerza con el capital trasnacional. Un gran proceso de transformación interna afectó toda la región: al abandonar la política sustitutiva de importaciones perdió la batalla por el liderazgo. Sólo los grupos que han logrado adaptarse a las nuevas condiciones competitivas subsisten cómo socios menores de las corporaciones foráneas. Esta nueva alianza es la gran beneficiaria de la remodelación económica de América latina. El manejo de la deuda externa es particularmente ilustrativo de este equilibrio, porque los sectores capitalistas nacionales airosos lucraron con el aumento de este pasivo en igual medida que los

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acreedores. El mayor beneficio fue obtenido por las empresas cuyas deudas fueron estatizadas. Se desembarazaron de sus obligaciones y por eso, ahora proclaman que la deuda es un “compromiso de toda la nación, que debe ser honrado”. En México, otro tipo de rescate se concretó durante los 90 con la renacionalización de los bancos afectados por el efecto Tequila y su nueva privatización. Este auxilio significó una pérdida del 15 % del PIB para el erario público. Todas estas variantes de la estatización revelan que el sector más poderoso ha utilizado la deuda para su propio beneficio. Este mismo grupo ha participado activamente en la privatización masiva de las empresas públicas. El traspaso del patrimonio estatal se implementó mediante la subvaluación de activos, la revalorización artificial de títulos utilizados cómo instrumentos de pago y la absorción de pasivos por parte del sector público. Por eso la deuda pública externa creció en lugar de reducirse. Las privatizaciones han sido una fuente de ganancias extraordinarias para sus nuevos propietarios, que obtienen subsidios encubiertos y lucran con tarifas elevadas, servicios deficientes y magras inversiones. Con esta “segunda generación” de reformas que restringen el gasto social, el estado refuerza su perfil de organismo dedicado a recaudar impuestos para pagar viejas deudas. El colmo de este círculo vicioso son los préstamos tomados para paliar el desempleo y la pobreza, que genera la propia política privatizadora. En primer lugar, se ha reasignado el manejo directo del estado, al compartir su control necesariamente con las recetas del FMI y los representantes de las empresas foráneas. Por eso, el estado detenta una capacidad negociadora menor frente a las compañías extranjeras rivales, y ha perdido incidencia en la puja tradicional de Europa y Estados Unidos por el dominio de los negocios de la región. En segundo lugar, el aumento de la deuda externa de los estados -que tanto benefició a los sectores que se desembarazaron de sus pasivos- ha desembocado en una situación de insolvencia, que debilita el poder de toda la burguesía latinoamericana. El descontrol de la deuda encarece el crédito y aumenta el “riesgo-país”, limitando el desarrollo local de la acumulación. En tercer lugar, la especialización exportadora no amplía el espacio de acumulación bajo su control. La burguesía industrial latinoamericana participa de la formación de mercados regionales en condiciones de creciente extranjerización de la propiedad industrial. En cuarto lugar, el déficit comercial -derivado de la combinación de especialización exportadora y aperturismo importador- multiplica los desequilibrios, puesto que este desbalance se acentúa con la creciente remisión de utilidades por parte de las corporaciones. Las inversiones directas recibidas por América Latina durante los 90 -que priorizaron la modernización del transporte y las comunicaciones para reforzar el perfil exportador- superaron el promedio mundial, pero las transferencias por regalías y el giro de beneficios hacia las casas matrices también alcanzaron récords internacionales. Por esta razón, el crecimiento sostenido enfrenta el obstáculo recurrente del déficit de la balanza de pagos. En quinto lugar, América Latina ha quedado sometida a una nueva escala de intercambio desigual en su comercio internacional. En sexto lugar, las reformas neoliberales han creado un nivel de desempleo y pobreza que limita severamente la acumulación. Algunos autores estiman que solamente entre un 15 y un 20 % de la población latinoamericana goza de un nivel de vida equivalente al primer mundo, mientras que los dos tercios han retrocedido hacia el infierno de un cuarto mundo. El neoliberalismo dogmático no presenta una explicación de las transformaciones registradas en Latinoamérica, sino una simple justificación apologética de los cambios que han instrumentado. Han encubierto esta acción con una ideología que glorifica el mercado, y embellece la gestión privada. Pero estas ideas mistificadoras han sido permanentemente adaptadas a la necesidad de implementar medidas económicas muy variadas. O, como dice Stiglitz, utilizan la ideología neoliberal para encubrir intereses privados que de hecho están representando en los organismos internacionales. Especialmente frente a la deuda, los neoliberales mantienen un discurso cínico. Por un lado, plantean que el problema es tan grave que cualquier moratoria conduciría a terribles represalias por parte de los

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acreedores. Por otra parte, argumentan que una deuda tan elevada “ya no es un problema” si se refinancian los intereses. Obviamente omiten el terrible costo que tiene este pago para la mayoría de los países endedudados. Las privatizaciones son presentadas cómo grandes avances frente al “estatismo ineficiente”, pero silencian toda la madeja de subsidios indirectos que sostiene a las nuevas compañías. También ponderan la desregulación de los sistemas financieros, sin mencionar que los nuevos mecanismos crediticios no han logrado elevar la tasa de ahorro interno. Solamente han abaratado los costos de las corporaciones a costa del quebranto de las pequeñas y medianas empresas. El neoliberalismo alaba en demasía la apertura comercial; argumenta que su efecto modernizador de las empresas conduce a un “derrame” de mejoras del empleo y del poder adquisitivo. Pero el cumplimiento de este presagio se ha postergado año tras año, porque es evidente que el crecimiento espontáneo a partir del simple impulso de la competencia es una ilusión. El neoliberalismo resulta inservible para aclarar cualquier aspecto del atraso regional. Como le atribuye al capitalismo un comportamiento invariablemente virtuoso, no puede ofrecer ninguna pista de por qué sus desequilibrios son tan agudos en Latinoamérica. Imagina que la región es económicamente débil porque “desconfió del mercado” y no logra explicar por qué el giro privatizador reciente no ha elevado la competitividad internacional de la zona. Es indudable que en América Latina se está procesando un cambio de excepcional profundidad. El agravamiento de la deuda, la especialización exportadora, la explosión de pobreza y la nueva escala de intercambio desigual desestabilizan los regímenes políticos, erosionan los tradicionales sistemas de dominación e imponen drásticos reordenamientos de las estructuras estatales. Hay procesos de acelerada absorción al área de dominio directo de Estados Unidos como lo ha sido el Tratado de Libre Comercio (México, Estados Unidos, Canadá) o el proyecto de la Alianza para el Libre Comercio de las Américas (ALCA), pero también se constituyen mercados regionales como el Mercosur, la Comunidad Andina de Naciones (CAN), Centroamérica, que si se dotan de mecanismos autónomos se mantendrían con posibilidades de proyectos propios con mejores condiciones para la integración latinoamericana y continental. No hay que olvidar, sin embargo, que existen también en Latinoamérica varios epicentros de regresión social absoluta y descalabro del estado, cuyo afianzamiento derivaría en procesos de balcanización y crisis prolongada. Otro rasgo interesante en los procesos de integración regional es la vinculación con la protesta global que ha comenzado contra la “Internacional del Dinero” (Banco Mundial, la OMC y el FMI, etc.). Las manifestaciones en diversas ciudades desde 1999 (Seattle, Washington, Ginebra, Londres,...) tienden a enlazar ideológicamente y de manera práctica varias de las reivindicaciones de los trabajadores del centro y de la periferia en una nueva y compleja red de solidaridad entre los pueblos. La misma mundialización que ensancha la brecha entre los países avanzados y subdesarrollados aproxima los reclamos de los desplazados en ambos polos. Finalmente, tenemos que concluir que sigue siendo necesaria la reforma del Estado en América latina, pero lo que está a discusión es la forma de realizarla. Hay una perspectiva dominante que se ha impuesto: achicar radicalmente al Estado y disminuir su intervención en la economía para que la inversión privada tenga más libertad de invertir y sacar mejores ganancias en un marco desregulado. Tenemos que admitir que los extremos de un estado interventor pesado para la sociedad y el dogma absoluto del libre comercio no nos pueden ofrecer las respuestas al desarrollo de América Latina. Existen las opciones intermedias, pero además, en otro nivel, hay que insistir que la dirección de los procesos no se pueden dejar sin más en las oligarquías económicas y políticas de cada país; es urgente promover una reforma del Estado bajo la perspectiva del consenso de los principales actores sociales. Resulta interesante rescatar la opinión de Claus Offe: la reforma del Estado contemporáneo no hay que dejarla solamente a la abstracción del mercado o a las empresas privadas o las élites políticas; las principales fuerzas de la sociedad deben organizarse para incidir en la reforma del Estado mediante nuevos pactos políticos. En forma semejante se encuentra la opinión de P. Schmitter cuando insiste en

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la implementación de un modelo neocorporativo (entendido como corporatismo social con la participación de las fuerzas sociales organizadas), en donde de manera institucionalizada se den las negociaciones del aparato estatal con sindicatos, partidos políticos representativos, fuerzas sociales,... para llegar a compromisos explícitos sobre la nueva forma de Estado que requiere la región. BIBLIOGRAFÍA: Calva J. Luis, 2002. Más allá del neoliberalismo. Ed.Plaza Janes, México. Couffignall Georges, 2002. El papel del Estado en un mundo globalizado: El caso de América Latina. Revista Estudios Internacionales para América Latina. Vol.13 No1. Enero-junio, 2002. Barcelona, España. Damill Mario et al., 1994. La macroeconomía de América Latina: de la crisis de la deuda a las reformas estructurales. Dto.CEDES/100,Serie Economía, Buenos Aires, Argentina. Excelsior, 1980-1990 Periódico de la ciudad de México. Expansión, 1980-1993 Revista de negocios en México. México, D.F. González Casanova Pablo, 1992 Conferencia en la UAP. Puebla, México. 12 marzo 1992. Merquior José Guillermo, 1993 EL Liberalismo viejo y nuevo. Fondo de Cultura Económica. México. Montes Pedro, 1996 El desorden Neoliberal. Editorial Trotta, Madrid, España. CEPAL, 1995. América Latina y el Caribe: Políticas para mejorar la inserción en la economía mundial. Comisión Económica para América Latina y el Caribe – ONU. Santiago de Chile CEPAL, 2002. Balance preliminar de las economías de América Latina y el Caribe. Organización de las Naciones Unidas – Comisión Económica para América Latina. Santiago de Chile. Offe Claus, 1991. Contradicciones en el Estado del bienestar. Alianza Editorial. México. Polanyi Karl, 1992. La gran transformación. Orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo. Fondo de Cultura Económica. México.

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