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NIKOLAI GOGOL LAS ALMAS MUERTAS “ Uso exclusivo VITANET, Biblioteca Virtual 2002”

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NIKOLAI GOGOL

LAS ALMAS MUERTAS

“ Uso exclusivo VITANET, Biblioteca Virtual 2002”

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LAS ALMAS MUERTAS

PARTE I

CAPITULO I A la puerta del hotel de la pequeña ciudad provincial de N. se acerco un pequeño calesín, con muelles, como los que emplean los solteros, los oficiales a medio sueldo, los terratenientes dueñas de unos cien siervos — en fin, todos los que se designan por el término, señores de la clase media. Sentado en el calesín se veía un caballero, no guapo, pero tampoco feo, ni muy gordo ni muy delgado; no podia decirse que era viejo, tampoco se le calificaría de joven. Su llegada al pueblo no despertó el menor interés ni dió lugar a suceso alguno extraordinario. Sólo dos campesinos rusos, de pie en la puerta de la taberna, frente al hotel. hicieron algunas observaciones, con referencia mas bien al carruaje e que a su ocupante: — ¡Caramba !—dijo uno.— ¡Ese sí que es un señor coche! ¿ Qué te parece, podría ir a Moscou, llegado el caso, o se quedaría a medio camino? —Creo que si—contestó el otro.—Pero a Kazán... me parece que no llegaría. —No, no llegaría a Kazán—asintió el primero. Con esto terminó la conversación. Además, cuando el calesín se aproximaba al hotel, vino a su encuentro un joven, vistiendo unos pantalones de lona blanca, extremadamente cortos y estrechos, una levita de faldones elegantes, con pechera en que relucía un broche de Tula representando una pistola de bronce. El joven se volvió, clavó la vista en el calesín, se sujetó la gorra, a punto de ser arrebatada por el viento, y siguió su camino. Cuando entró el calesín en el patio, le esperaba al caballero un criado del hotel—o “camarero”, como se les llama en los restaurants, —un mozo de movimientos tan vivos y tan rápidos, que

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era imposible apreciar sus facciones. Salió corriendo del hotel con gran desenvoltura, llevando una servilleta en la mano—una figura empinada, cubierta de larga levita, compuesta de una mezcla de algodón y con la cintura levantada casi hasta el cogote,—sacudió sus cabellos y, con paso ligero, condujo al caballero al piso de arriba, atravesando casi toda la extensión de una galería de madera, para enseñar al viajero el cuarto que la Providencia le había deparado. La habitación era del tipo corriente, pero también el hotel era del tipo común, es decir, exactamente igual a todos los hoteles provincianos, en los cuales el viajero obtiene, por dos rublos diarios, una habitación silenciosa, con negros escarabajos, como ciruelas, asomándose a hurtadillas por todos los rincones; y con una puerta, siempre protegida por la barricada de una cómoda, que da al aposento próximo, cuyo inquilino, una persona taciturna, pero excesivamente inquisitiva, se interesa por saber todos los detalles posibles relacionados con el recién llegado. La fachada del hotel correspondía a sus peculiaridades internas: era un edificio muy largo, de dos pisos; el inferior, sin estucar, era de ladrillo rojo obscuro, cuyo matiz se había obscurecido más aun por la influencia de los cambios del tiempo, y por cierta suciedad; el segundo piso estaba pintado, por supuesto, del clásico amarillo; en el sótano, había comercio de colleras, cordeles y panes en forma de anillo. En un rincón de uno de estos puestos, o mejor dicho, en la ventana del mismo, aparecía un hombre, vendedor de bebidas calientes de especias, al lado de un samovar de cobre rojo, y con una cara tan roja como su samovar, de modo que a cierta distancia se podría creer que había dos samovares en la ventana, si no fuera que uno de ellos poseía una barba negra como la brea. Mientras el recién llegado examinaba su cuarto, se subía su equipaje: en primer lugar, un portamanteo de cuero blanco, algo gastado, que evidentemente había realizado numerosos viajes. Entraban con él, el cochero Selifan, un hombrecito vestido con pieles de cordero, y el lacayo Petrushka, mozo de unos treinta años, de aspecto algo adusto, y con labios y nariz muy abultados; vestía una levita raída que sin duda había pertenecido a su amo. Después del portamanteo, subían un cofre pequeño de caoba, con ataracea de abedul; unas hormas para bota y una gallina asada,

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envuelta en papel azul. Cuando hubieron subido todo esto, el Cochero Selifan fue a la cuadra para cuidar de los caballos, mientras el lacayo Petrushka ocupó, en un pasillo pequeño, un cuchitril menguado y obscuro, al cual había transportado ya su abrigo y, con él, su propio olor peculiar, que también se había comunicado al saco, conteniendo diversos artículos para su tocado de lacayo, que subió acto seguido. En este cuchitril, instalaba, contra la pared, su cama estrecha de tres píes, cubriéndola con los restos de un colchón, delgado como una torta, y quizá tan grasiento, que había logrado arrancar al hotelero. Mientras los criados se ocupaban en arreglar las cosas, su amo se dirigió a la sala. Todo viajero sabe muy ‘bien cómo son estas salas. Había las consabidas paredes pintadas, ennegrecidas en lo alto por el humo del tabaco y, por debajo, pulidas por la fricción de las espaldas de toda clase de viajeros, y especialmente, por las de los mercaderes de la localidad que, en los días de mercado, solían venir aquí, en grupos de seis o siete, para beber sus clásicas dos tazas de té; había también el tradicional techo mugriento, la habitual araña tiznada, con una multitud de cristalitos colgantes, que bailaban y retiñían siempre que corría el camarero por el andrajoso hule del suelo, blandiendo gallardamente una bandeja cubierta de tazas que semejaban aves posadas en la playa; había los cuadros usuales, pintados al óleo, cubriendo todas las paredes; en fin, todo era igual que en cualquier otra posada, con la única diferencia de que aparecía, en uno de los cuadros, una ninfa con el pecho más enorme que jamás haya visto el lector. Pero semejantes caricaturas de la naturaleza no faltan nunca en las muchas clases de cuadros históricos que se han importado en Rusia, de origen, época y ejecución desconocidos, aunque a veces nos los traen nuestros grandes señores, amantes de las artes, quienes los han comprado en Italia por consejo de sus corredores. El caballero se quitó la gorra, desenredó de su cuello una bufanda de lana irisada, como las que suelen hacer las esposas para los maridos, ampliando estos regalos con interminables exhortaciones para que se abriguen. Respecto a quien haga lo mismo para los solteros, no puedo adelantar afirmación alguna; sólo Dios lo sabe; por mi parte, yo mismo jamás he llevado semejante prenda. Cuando se había quitado el rebozo, el caballero pidió

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la cena. Mientras le servían los diversos platos, usuales en los restaurants, tales como la sopa de coles, con pequeños pasteles de hojaldre, guardados durante muchas semanas en espera de los viajeros; sesos con guisantes, salchichas con coles, pollo asado, pepinos salados y los eternos bollos dulces, que están siempre a la disposición de uno en tales establecimientos; mientras todas estas cosas le eran colocadas delante, algunas frias y otras vueltas a calentar, hizo que el criado, o camarero, le contase todo género de cosas absurdas, tales como quién tenía antes el hotel y quién lo tenía ahora; si era buen negocio y si el amo era muy pillo, a lo cual el camarero dio la invariable contestación de estos casos: “¡Oh, es un grande bellaco, señor!” Tanto en la culta Europa como en la Rusia civilizada, existen en nuestros tiempos muchas personas dignas a las cuales es imposible comer en un restaurant sin hablar con los camareros y, a veces, gastar bromas a sus expensas. Pero las preguntas de nuestro viajero no eran del todo necias. Inquiría, con marcado interés, quién era el gobernador. quién el presidente del Tribunal quién el fiscal; en fin, no dejó de informarse, aunque con tono de indiferencia, respecto a todos y cada uno de los funcionarios más importantes de la localidad: aun más minuciosamente y con interés mayor, inquirió respecto a todos los terratenientes de importancia: cuántos siervos poseía cada uno, a qué distancia de la población vivía, cuáles eran sus características y cuántas veces visitaba el pueblo. Preguntaba minuciosamente sobre las condiciones sanitarias de la comarca, sí había algunos motivos de queja, tales como las epidemias, las fiebres, la viruela, o cosa por el estilo, y todo esto con un interés que acusaba otro motivo que la simple curiosidad. En los modales de este caballero, había algo sólido y respetable, y de vez en cuando se sonaba la nariz ruidosamente. No sé como lo hacia, pero su nariz repercutía como una trompa. Este mérito, aparentemente insignificante, le ganó el respeto del camarero, y cada vez que oía el ruido, sacudía la melena, se erguía más respetuosamente y, doblándose, preguntaba si el caballero deseaba algo. Después de la comida el señor se bebió una taza de café y se sentó en el sofá, apoyando la espalda en uno de aquellos almohadones que, en los hoteles de Rusia, están llenos, no de blanda lana, sino de algo extraordinariamente parecido a ladrillos, y guijarros. En este pun-

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to, empezó a bostezar, e invitó al camarero a que le llevase a la habitación, donde se echó y durmió por espacio de dos horas. Ya descansado, escribió en una hoja de papel, a solicitud del camarero, su grado en el servicio, sus nombre y apellido, para que fuera presentada, en su debido tiempo, a la Policía. Cuando ya bajaba la escalera, el camarero descifraba lo siguiente: “Paye1 Ivanovitch Tchitchikof, consejero colegiado (1) y terrateniente, viajando para asuntos particulares.” Mientras el camarero iba descifrando esto, Pavel Ivanovitch Tchitchikof salió para dar un vistazo al pueblo, del cual estaba, según parecía, satisfecho, pues opinaba que no era en modo alguno inferior a otras poblaciones de provincia: el amarillo deslumbrante de las casas de ladrillos no agradó a sus ojos, que se posaron en las casas de madera, las cuales mostraban un discreto matiz gris oscuro. Eran de un piso, de dos pisos y de un piso y medio, con el sempiterno entresuelo bajo que a los arquitectos provincianos les parece tan hermoso. En algunas partes, estas casas, entre interminables empalizadas de madera, parecían perderse en medio de una calle tan vasta como un campo; en otras, estaban amontonadas, y en estos barrios se notaba más vida y movimiento. Había muestras de establecimientos, señalando panes en forma de anillo, o botas, o, de vez en vez, unos pantalones azules, con el nombre de un sastre; en un sitio, había una tienda de gorras y zapatos, con la inscripción: “Vassily Fyodorof, extranjero.” En otro lugar, aparecía un anuncio, en el que se representaba una mesa de billar, con dos jugadores vestidos de frac, como los que llevan en nuestro teatro los visitantes que aparecen en el escenario durante el último acto. A los jugadores se les representaba apuntando con el taco, con los brazos un poco tirados hacia atrás y las piernas encorvadas como si acabaran de dar un entrechat en el aire. Cada tienda ostentaba un letrero que decía: “Este es el mejor establecimiento de su género”. Aquí y allá se veían en la calle puestos de nueces, jabón y pan de jengibre, cuyas hogazas parecían jabón; y allá y acullá una casa de comidas, cuyo rótulo señalaba un pescado gordo con tenedor clavado en el costado.

(1) Título que se conferia, en Rusia, a todo empleado del Estado que llevaba determinados años de servicio. No suponía deberes ni derechos especiales.

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Pero lo que con más frecuencia se observaba era la insignia del Estado: el águila imperial de dos cabezas, algo ennegrecida por el tiempo, que, en nuestros días, ha sido reemplazada por la lacónica inscripción: “Cervezas y aguardientes.” El pavimento estaba en mal estado. También nuestro héroe echaba una ojeada al pat-que de la villa, constituido por árboles flacos y caídos, a los que sostenían apoyos primorosamente pintados de verde. Aunque estos árboles no pasaban de la altura de un junquillo, los periódicos dijeron de ellos, describiendo unas iluminaciones, que: “Nuestra ciudad, gracias a los desvelos de las autoridades municipales, ha sido adornada con un parque de hermosos árboles umbrosos, que ofrecen grata frescura en los días de calor”, y que “Era sumamente conmovedor observar como los corazones del vecindario se estremecían de gratitud, como sus ojos se llenaban de lágrimas de agradecimiento hacia Su Excelencia, el Alcalde.” Después de preguntar minuciosamente a un policía el camino que debía seguir para la catedral, para las oficinas del Gobierno y para el gobierno civil, se fue a dar un vistazo al río, que cruzaba el pueblo; en el camino arrancó un cartel pegado a un poste, para leerlo, de vuelta al hotel, con todo detenimiento; miró de hito en hito a una dama de agradable aspecto, que andaba por la acera de madera, seguida por un muchacho con librea militar y llevando un paquete en la mano; y después de volverlo a escudriñar todo, como si quisiera recordar la situación precisa de cada objeto, se encamino al hotel, subiendo en seguida a la habitación, ligeramente ayudado en la escalera por el camarero. Después de beber el té, se sentó delante de la mesa, pidió una vela, extrajo del bolsillo el cartel y procedió a su lectura, guiñando levemente el ojo derecho. Pero había poco interés en el cartel: se representaba una obra de Kotzsebue (1), con un señor Poplyovin en el papel de Rolla, y la señorita Zyablof en el de Cora, siendo los demás artistas aun menos notables; no obstante, leyó la lista de sus nombres, y aun el precio de las butacas, enterándose también de que el cartel había sido impreso en la imprenta del gobierno de la provincia. Después lo volvió para ver si había algo de interés en el

(1) Dramaturgo alemán (1761-1819) que desempeñó varios cargos en el gobierno ruso.

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dorso, pero, no encontrando nada, dobló cuidadosamente la hoja y la colocó en el cofre, en el cual acostumbraba guardar todo lo que por casualidad adquiría. El día se remató, según creo, con un plato de ternera fiambre, medio litro de sopa de berza ácida y un profundo sueño, con todas las espitas abiertas, como se dice en algunas partes del vasto Imperio ruso. Todo el día siguiente lo dedicó a hacer visitas, dirigiéndose a las casas de todos los funcionarios de la villa. Cumplimentó al gobernador, que era, como Tchitchikof, ni delgado ni gordo; llevaba en el cuello la condecoración de Santa Ana, y hasta se decía que le habían propuesto para la estrella. No obstante esto, era un hombre bonachón y sencillo y, a veces, se entretenía bordando sobre tul. Después nuestro héroe se encaminó a casa del teniente gobernador, y luego a las del fiscal, del presidente del Tribunal, del jefe de Policía, del recaudador de contribuciones sobre las bebidas espirituosas y del gerente local de las fábricas del Estado. Es de lamentar la imposibilidad de acordarse de todos los grandes hombres de este mundo; pero baste decir que el recién llegado mostró una actividad extraordinaria en lo de las visitas; hasta presentó sus respetos al inspector del Cuerpo Médico y al arquitecto municipal. Después permaneció largo rato sentado en el calesín, cavilando en si habría algún otro individuo a quien poder visitar; pero, según parece, ya se había agotado la lista de los funcionarios del lugar. En su conversación con estos potentados, halagó mañosamente a cada uno de ellos. Al gobernador insinuó, como por accidente, que se viajaba en su provincia como en el paraíso, que los caminos parecían de terciopelo, y que los gobiernos que acertaban a nombrar subordinados tan judiciosos eran dignos del mayor encomio. Al jefe de la Policía, dejó escapar algo muy halagüeño para la gendarmería de la villa; en su conversación con el teniente gobernador y con el presidente del tribunal, que eran sólo consejeros civiles, dejó caer, como por equivocación, el “Su Excelencia”, que les complació sobremanera. La consecuencia de todo esto fue que el gobernador le convidó a asistir a una función en su casa ese mismo día, y que los demás funcionarios también le convidaron, uno a cenar, otro a Jugar una partida de naipes y otro a tomar el té.

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Según parece, el recién llegado evitó hablar mucho de si mismo, o, si habló, no dijo más que generalidades, pero con notable modestia; en tales ocasiones, su conversación adquiría un tono algo literario, en la que invariablemente decía que no era más que un gusano insignificante, y que no merecía ser objeto de las atenciones de nadie, que había pasado muchos apuros, sufriendo en defensa de la justicia, que tenía muchos enemigos, quienes incluso habían atentado contra su vida, y que ahora, deseando vivir en paz, buscaba un lugar en que establecer su residencia permanente, por lo cual, hallándose en el pueblo, creía un deber ineludible presentar sus respetos a los dignatarios principales de él. Esto era todo lo que se supo en el pueblo referente a este nuevo personaje, quien, naturalmente, no dejó de presentarse en la velada del gobernador. Empleó dos horas en prepararse para esta fiesta, mostrando el mayor esmero eu su tocado, de una clase pocas veces visto. Después de una breve siesta por la tarde, pidió jabón y agua e invirtió largo rato en frotarse las mejillas, ahuecándolas con la lengua; luego, tomando la toalla del hombro del camarero, se enjugó la cara en todas direcciones, empezando por detrás de las orejas, previos dos bufidos directamente en la cara del criado; seguidamente, colocándose delante del espejo, se puso la pechera postiza, arrancó dos pelos que le salían de la nariz, e inmediatamente después, vistió su frac color de arándano tornasolado. Ataviado de esta manera, montó en su coche particular y atravesó las calles inmensamente anchas e iluminadas por la tenue luz de los faroles, que a trechos brillaban con débil resplandor, hasta llegar a la casa del gobernador que estaba iluminada como para un grande baile. Había carruajes con faroles, dos policías de a caballo frente a la entrada, postillones gritando a lo ‘lejos.., en fin, todo estaba en su punto y lugar. Al entrar en el salón, Tchitchikof tuvo que parpadear: tan deslumbrante era el brillar de las velas, de las lámparas y de los vestidos de las damas. Estaba todo inundado de luz. Revoloteaban las negras levitas, solas o en grupos, como moscas que, en un día caluroso de julio, se agitan alrededor de un pilón de azúcar, que la vieja domestica rompe e hiende en terrones relucientes delante de la ventana, mientras los niños, rodeándola, observan con interés cómo sus toscas manos levantan el martillo, al tiempo que

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vaporosos enjambres de moscas, flotando en la brisa, entran audazmente, como si estuvieran en su casa, y aprovechándose de la corta vista de la anciana y de la solana que la encandila, se arrojan por igual sobre los fragmentos rotos o enteros, aquí en grupos esparcidos, allá en tropel Saciadas por la opulencia del verano, que mil golosinas les ofrece a cada paso, entran, no por la comida, sino para hacerse ver, para pasearse arriba, y abajo sobre los montones de azúcar, frotando las patas traseras contra las delanteras, rascándose debajo de las alas, o levantando las patas delanteras para acariciarse con ellas la cabeza, para luego volver a salir y otra vez a entrar en nuevos y más voraces batallones. Tchitchikof apenas tuvo tiempo de echar un vistazo al salón cuando el gobernador le cogió por el brazo y le presentó a su esposa. Nuestro héroe no perdió la cabeza, sino que hizo a la señora unos cumplidos muy apropiados para un hombre de su edad, que ocupaba una posición oficial ni muy alta ni muy humilde. Cuando se formaron las parejas para bailar y las demás personas retrocedieron hacia la pared, Tchitchikof, con las manos a la espalda, las observó fijamente durante dos o tres minutos. Muchas de las damas estaban vestidas bien y a la moda; otras llevaban lo que la Providencia se complació en mandarías a su pueblo provinciano. Los hombres, aquí como en todas partes, pertenecían a dos clases: primero, los delgados, que rodeaban a las mujeres; algunos de ellos apenas se diferenciaban de los petersburgueses: se veían las mismas barbas, primorosamente peinadas, o las mismas caras ovaladas, barbilampiñas y agradables; con el mismo aire fácil; se sentaban al lado de las damas, hablaban en francés y las divertían del mismo modo que lo hacían los caballeros de Petersburgo. La segunda clase consistía en los gordos, o en los que, como Tchitchikof, no eran extremadamente gordos, ni por cierto eran delgados. Estos, al contrario de los otros, miraban de soslayo a las señoras, manteniéndose apartados de ellas, mientras miraban a su alrededor para ver si los criados del gobernador habían colocado ya la mesa de juego. Sus rostros eran llenos y gordinflones, algunos hasta mostraban verrugas, y otros estaban también picados de viruelas; el pelo no lo llevaban en moño, ni rizado, ni a la diable m’em porte, como dicen los franceses; lo tenían o bien rapado, o bien muy pegado a la cabeza, y

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las facciones tendían más bien a lo redondo y macizo. Esta categoría representaba a lo funcionarios más serios de la villa. ¡Ay ¡ los gordos saben mejor que los delgados arreglárselas en este mundo. Esta es probablemente la razón por la cual se encuentra a los flacos principalmente corno comisionados especiales o como meros agregados, mandados de aquí para allá. Su existencia parece demasiado inconstante, tenue e incierta para que se confíe mucho en ellos. Además, los gordos nunca se desvían por los atajos, sino que siguen siempre el camino real, y si se sientan, se sientan firmes y sólidamente, de modo que es más fácil que se les hunda la silla que no que se les desaloje de ella. No se preocupan mucho de la ostentación externa, y, por conseguiente, sus levitas no son de corte tan elegante como las de los delgados; mas su ropero es mejor surtido. Al hombre delgado no le quedará, en espacio de tres años, ni un solo siervo sin hipotecar; pero si se observa, el gordo tiene una casa al otro lado del pueblo, comprada a nombre de su esposa; más tarde adquiere otra en un barrio distinto; después una en alguna pequeña aldea cerca de la ciudad y, finalmente, una finca con todas las comodidades. Al cabo, el hombre gordo, después de haber servido a Dios y a su zar, y de haber conquistado el respeto de todos, abandona sus actividades, se traslada a otra región y se convierte en terrateniente, en caballero ruso, cordial y hospitalario: ha tenido éxito, y hasta mucho éxito. Y cuando Dios se lo lleva, sus herederos delgados, fieles a la tradición rusa, revientan la fortuna de su padre. No puedo ocultar que tales eran las reflexiones que ocupaban la mente de Tchitchikof mientras observaba a los invitados, y el resultado de ellas fue que se decidió a unirse a los gordos, encontrando entre ellos a todos los que ya conocía: el fiscal, con cejas negras y espesas, y un ojo izquierdo que tendía a guiñar ligeramente como si dijera: “Entra en el cuarto próximo, chico, que tengo algo que decirte”, no obstante lo cual era un hombre grave y taciturno; el director de Correos, un hombre pequeño, decidor y de espíritu filosófico; el presidente del Tribunal, un caballero muy urbano y sagaz; todos los cuales le acogieron como a un antiguo amigo, mientras Tchitchikof correspondía a sus atenciones con profusas reverencias, no por ladeadas menos expresivas. Después conoció a un propietario muy afable y atento, llamado Manilof, y a otro, de aspecto algo tosco, apellidado Sobakevitch,

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quien empezó por pisarle a Tchitchikof el pie y pedirle perdón. Luego entregaron a nuestro héroe un naipe, que aceptó con la misma reverenda cortés. Todos se sentaron a la mesa verde, no levantándose hasta que se anunció la cena. La conversación ceso completamente, como siempre ocurre cuando las gentes se dedican a una tarea importante. Aunque el director de Correos era muy charlatán, cuando cogía los naipes su rostro asumía inmediatamente una expresión pensativa, y el labio superior se caía sobre el inferior, permaneciendo así durante todo el tiempo que jugaba. Cuando jugaba una figura, daba un violento porrazo en la mesa. exclamando, si era una dama, “¡Fuera contigo, vieja consorte de cura!”; si era rey, “¡Fuera contigo, campesino Tambof!”, mientras el presidente decía: “ ¡Le tiraré de las barbas, le tiraré de las barbas!” A veces estallaban las exclamaciones mientras lanzaban los naipes sobre la mesa: “Ah, ¡suceda lo que suceda, no hay remedio! ¡Juegue los oros!”, o bien los palos se designaban por diversos apodos cariñosos con que los habían vuelto a bautizar. Al final de la partida, disputaban algo ruidosamente, según costumbre. Disputaba también nuestro héroe, pero de modo tan hábil que, aunque discutía, se echaba de ver que lo hacía con amabilidad. Nunca decía “Usted salió”, sino “Usted se ha dignado salir”; ‘He tenido la honra de matar su dos”, y así sucesivamente. Para propiciar aun mas a sus adversarios, les ofrecía constantemente su tabaquera de plata esmaltada, en cuyo fondo reposaban dos violetas, allí colocadas por su perfume. La atención del recién llegado la ocupaban principalmente los dos terratenientes que hemos mencionado, Manilof y Sobakevitch. Apartando del grupo al presidente del Tribunal y al administrador de Correos, les dirigió varias preguntas referentes a aquellos individuos, algunas le las cuales mostraron no sólo curiosidad, sino también el sólido sentido común de nuestro héroe; pues, ante todo preguntó cuántos campesinos—cuantas almas—poseía cada uno, y en qué condiciones se hallaban sus propiedades; sólo después pidió sus nombres y apellidos. En pocos instantes, logró cautivarles completamente. A Manilof, un hombre que apenas había llegado a la edad madura, con ojos dulces como la miel, que guiñaba siempre que reía, le encantaba. Tanto, que estrechó calurosamente la mano a nuestro héroe, y le rogó muy encarecidamente le hiciese el honor

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de visitarle en su casa de campo que, decía, distaba sólo quince kilómetros del pueblo; a lo cual Tchitchikof, con una cortesísima inclinación de cabeza y un afectuoso apretón de manos, replicó que no sólo deseaba fervorosamente hacerlo, sino que lo consideraba su sagrado deber. Sobakevitch dijo también, algo lacónicamente: “Y yo también le convido a visitarme”, restregando los pies, calzados con unas botas de tan gigantescas proporciones, que sería difícil hallar pies a que ajustarlas, especialmente en nuestros tiempos, cuando hasta en Rusia empiezan a desaparecer los gigantes. Al día siguiente, Tchitchikof fue a casa del director de Correos, donde pasó la tarde y comió; luego jugaron a los naipes, empezando; tres horas después de la comida y terminando a las dos de la mañana. Allí le presentaron, entre otros, a un propietario llamado Nosdriof, un mozo alegre y simpático, de unos treinta años, quien, cruzadas las primeras palabras, empezaba a tutearle a Tchitchikof. También con el jefe de Policía y con el fiscal estaba nuestro protagonista en íntimas y cordiales relaciones; pero cuando jugaban elevadas cantidades, ambos caballeros vigilaban estrechamente las suertes que hacía y tomaban nota de cada naipe que jugaba. Tchitchikof pasó la noche siguiente en casa del presidente del Tribunal, quien recibió a su visitante en una bata algo grasienta y en compañía de dos damas un tanto dudosas. Después pasó una noche en casa del teniente gobernador, y asistió a una gran cena en casa del recaudador de contribuciones sobre las bebidas espirituosas, y a una cena íntima en el hogar del fiscal, que valía tanto como un banquete; después de la misa, fue convidado a un almuerzo dado por el alcalde, que resultó tan sabroso como una cena; en fin, no tenía que pasar ni una sola hora en casa, y no volvía al hotel sino para dormir. Se presentaba con desahogo en todas partes, mostrándose hombre de mundo. Sea el que fuera el tema de la conversación, se daba maña para seguirlo: si se discutía la cría caballar, hablaba de la cría caballar; si conversaban acerca de las razas de perros, sobre este asunto también hacía muy atinadas observaciones; si se trataba de un pleito, mostraba que no ignoraba los procedimientos judiciales; si hablaban de billares, evidenciaba también un conocimiento de billares; si la conversación giraba sobre la virtud, hacía pertinentes observaciones

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sobre la virtud, con lágrimas en los ojos; si sobre la destilación del coñac, de un ponche caliente, también era entendido en la materia; si sobre los inspectores de Aduanas o los recaudadores de impuestos, discurría como si él mismo hubiera sido inspector de Aduanas o recaudador de impuestos. Pero lo notable consistía en que lograba acompañar todo esto con cierto aire de formalidad: sabía conducirse. No hablaba muy alto ni muy bajo, sino justamente como debía hablar. En una palabra, era un caballero cumplido, y todos los funcionarios del Gobierno se mostraban muy complacidos de su llegada. El gobernador declaró que era un hombre digno de confianza; el fiscal dijo que era un hombre practico; el coronel de los gendarmes opinaba que era un hombre culto; el presidente del Tribunal manifestó que era un hombre estimable y bien educado; el jefe de Policía, que era un hombre estimable y agradable; la esposa del jefe de Policía, que era un hombre muy agradable y muy amable. Y aunque Sobakevitch raramente decía bien de nadie, hasta él, de regreso del pueblo y cuando se desnudaba y se acostaba al lado de su macilenta esposa, le dijo: “He pasado la noche en casa del gobernador, querida, donde he conocido a un consejero colegiado, llamado Pavel Ivanovitch Tchitchikof; ¡un hombre muy agradable!” A lo cual respondió la esposa: “¡H’m!”, y le soltó una coz en las costillas. Tal era el muy halagüeño concepto que de Tchitchikof se formó en el pueblo, concepto que se conservó hasta que una rareza suya y una empresa extraña o, como dicen en provincias, “un mal paso”, del cual pronto se enterará el lector, sumieron al pueblo todo en perplejidad.

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CAPITULO II

Hacía más de dos semanas que se hallaba en el pueblo nuestro héroe, asistiendo a cenas y veladas y pasándolo muy bien, lo que se dice muy bien. Al cabo, se decidió a extender sus visitas más allá del pueblo e ir a ver a Manilof y a Sobakevitcb, como les había prometido. Quizá le empujara a esta determinación otra y más substancial razón que su promesa, algo más serio e intimo... Pero de todo esto se enterará gradualmente el lector, y en su debido tiempo, si no le falta paciencia para leer el relato que sigue, un relato bastante largo, pues ha de abarcar un terreno cada vez más ancho antes de llegar a su conclusión. Selifan, el cochero, recibió muy de mañana la orden de enganchar los caballos al ya conocido calesín. A Petrushka se le dieron instrucciones de quedarse en casa para cuidar del cuarto y del portamanteo. No estará de más que el lector haga conocimiento con estos dos siervos, de nuestro héroe. Aunque no son, desde luego, personajes muy importantes, sino lo que se llama secundarios, o hasta terciarios, bien que los principales acontecimientos y los resortes de nuestra historia no descansan en ellos, sino que tan sólo les rozan a veces, o se enzarzan ligeramente en ellos, no obstante, el autor gusta de ser extremadamente minucioso en todo y, respecto a ellos, prefiere ser, aunque ruso, tan detallista como un alemán. Pero esto no ocupará mucho tiempo ni espacio, pues no es preciso añadir gran cosa a lo que ya conoce el lector, a saber, que Petrusbka llevaba una levita parda, muy holgada, que había pertenecido a su amo, y que tenía, como es corriente en los individuos de su oficio, la nariz prominente y los labios muy gruesos. Era de un natural antes taciturno que locuaz; poseía el noble afán de instruirse, esto es, de leer libros, cuyo tema era lo de menos, siéndole completamente igual que se tratara de las peripecias de un enamorado o sencillamente de una simple gramática o de un devocionario: todo lo leía con

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igual atención. Si se le hubiera ofrecido un manual de química, no lo habría rechazado. Lo que le gustaba no era tanto lo que leía, sino el leer en sí, o mejor dicho, el mecanismo de leer, el hecho de que las letras siempre se unían para formar palabras, y muchas veces el demonio sabe lo que querían decir. Su lectura la llevaba a cabo, por lo general, tumbado en la cama del pasillo y sobre un colchón que, a causa de esta costumbre, tenía el espesor de una torta. Aparte de su pasión por la lectura, poseía otras dos características: dormía sin desnudarse, tal como estaba, con la misma levita, y siempre llevaba consigo su propia atmósfera peculiar, su olor individual, que recordaba el de un cuarto en que se ha vivido mucho tiempo; así que bastaba que instalase su cama en cualquier pieza hasta entonces deshabitada, que colocase en él sus bártulos y su gaban, para que pareciera que en esa habitación había vivido una familia durante los últimos diez años. Tchitchikof, que era un hombre dengoso, e incluso irritable, sin embargo, solía hacer visajes cuando, por la mañana, olfateaba el aire, y decía, sacudiendo la cabeza :—Dios sabe lo que será, chico; estás sudando o algo... debías ir a los baños.—A lo cual Petrushka no respondía, sino que procuraba ocuparse con afán, bien dirigiéndose con un cepillo hacia la percha, donde colgaba el frac de su amo, o sencillamente colocando alguna cosa en su lugar. ¿ En qué pensaba mientras permanecía callado? Quizá se decía:— ¡Vaya un hombre! No se cansa de decir cincuenta veces la misma cosa... —Dios sabe que es difícil adivinar lo que piensa un criado cuando le está sermoneando el amo. Así, pues, conste lo que tenemos dicho respecto a Petrushka. Selifan, el cochero, era un hombre bien distinto... Pero, en verdad, le da vergüenza al autor fijar por tanto tiempo la atención de sus lectores en personas de baja ralea, sabiendo por experiencia cómo les repugna familiarizarse con gentes de las clases inferiores. Es característica de los rusos su grande pasión por conocer a cualquiera que se halla en una posición superior a la suya, por poco que sea: el privilegio de saludar a un conde o a un príncipe lo aprecian más que la estrecha amistad con gentes corrientes. Por esta misma razón, el autor se siente algo inquieto por su héroe, quien no es más que un consejero colegiado. Quizá se dignen conocerle ciertos consejeros, pero aquellos que han

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alcanzado el grado de general (1)—Dios lo sabe—puede que le echen una de esas miradas de desprecio que reserva el hombre para todo lo que se arrastra a sus pies; o, peor aun, puede que le pasen de largo con una indiferencia premeditada, que sería una puñalada en el corazón del autor. Pero, por mortificantes que fueran cualesquiera de estas alternativas, ahora hemos de volver, en todo caso, a nuestro protagonista. Así, habiendo Tchitchikof dado las órdenes la víspera, se despertó muy de mañana, y se lavó, frotándose de pies a cabeza con una esponja mojada, operación que se realizaba sólo los domingos—y sucede que era domingo ;—se afeitó tan perfectamente que sus mejillas parecían de raso por lo alisadas y bruñidas que las dejó; se puso su frac color de arándano tornasolado, y luego su gabán, forrado de espesa piel de oso; entonces, sostenido por el camarero, primero por un lado y después por otro, bajó la escalera y montó en el calesín que, franqueando la puerta, rodó por la calle. Un cura que acertaba a pasar, se descubrió; algunos golfillos, en sucias camisas, extendieron las manos, gimiendo: ‘<¡Una limosna para el pobre huérfano, señor!” El cochero, viendo que uno de ellos se empeñaba en subir al estribo, le dio con el látigo y el calesín rodó traqueteando sobre los guijarros de la calle. Con cierta sensación de alivio, nuestro héroe divisó la barrera rayada, indicativa de que la calle de guijarros, como todas las formas de tortura, tenía un fin, y después de golpear en forma violenta la cabeza dos o tres veces más, Tchitchikof avanzó suavemente sobre la tierra blanda. En cuanto dejó atrás el pueblo, apareció en ambos lados del camino toda suerte de brozas y escombros, como es corriente en Rusia: montones de tierra, abetos, pequeños setos de pinos tiernos, árboles con viejos troncos carbonizados, brezo silvestre y cosas por el estilo. Pasaron pueblos formados por una hilera de chozas que parecían haces de leña vieja, con tejados grises, esculpidos en su parte inferior, semejando toallas bordadas. Como siempre, se veían, sentados sobre unos bancos, delante de las puertas de las vallas, a algunos campesinos, boquiabiertos, vestidos de pieles de cordero; las mujeres, estrechamen

(1) El término General designa en este caso un grado civil equivalente al rango militar del mismo título.

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te ceñidas más arriba del pecho, mostraban sus anchas caras en las ventanas de los pisos superiores; de las de abajo miraba una ternera o asomaba su hocico y sus pequeños ojos un cerdo. En fin, los familiares cuadros de costumbre. Después de recorrer unos quince kilómetros, nuestro héroe se acordó repentinamente de que, por lo que le había dicho Manilof, su pueblo debía estar por allí, pero recorrió otros dos kilómetros y todavía no vislumbraba la aldea, y si no fuera que tropezó con dos campesinos, difícilmente habría llegado a su destino. Al preguntarles :—¿ Está lejos de aquí la aldea de Zamanilovka ? los campesinos se descubrieron, y uno, con barba triangular, algo más inteligente que el otro, respondió: —Manilovka, quizá; no Zamanilovka. —Si, supongo que será Manilovka. —¡ Manilovka ! Bien; siga usted otro kilómetro y vuelva por la derecha. —A la derecha—repitió el cochero. —A la derecha—contestó el aldeano.—Aquél es su camino a Manilovka. Pero no hay tal sitio como Zamanilovka. Así se llama, su nombre es Manilovka; pero respecto a Zarnanilovka, no hay tal pueblo por aquí. Allá, delante de los ojos, sobre la colina, verán la casa, construida de ladrillos, de dos pisos, la casa solariega, es decir, la casa en donde vive el señor mismo. Allá tienen Manilovka, empero no hay ninguna Zamanilovka por aquí y no la ha habido nunca. Siguieron el camino en busca de Manilovka. Después de recorrer otros dos kilómetros, llegaron a un atajo a la derecha; lo siguieron otros dos kilómetros, y tres kilómetros y cuatro kilómetros, y aun no se divisaba la casa de ladrillos de dos pisos. En este punto, Tchitchikof se acordó de que si un amigo le invita a uno a su finca a una distancia de quince kilómetros, siempre resultan treinta. A pocas personas les cautivaría la situación de la aldea de Manilovka. La casa solariega se erguía sobre un risco solitario, es decir, en una altura expuesta a todos los vientos: el declive de la colina en que descansaba estaba cubierto de césped segado muy a ras, y esparcidos por él, a la moda inglesa, había dos o tres macizos con arbustos de lilas y acacias amarillas; unos abe-

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dules, en pequeños grupos de cinco o seis, alzaban aquí y allá sus copas calveantes de diminutas hojas. Bajo dos de estos árboles, se veía una glorieta con cúpula achatada, columnas de madera azules y la inscripción: “Templo de la meditación solitaria”. Más abajo había una laguna de aguas musgosas, lo cual no constituye un espectáculo insólito en los jardines ingleses de los terratenientes rusos. Al pie de la colina y en la cuesta, aparecían esparcidas cabañas rústicas grises, que, por alguna razón desconocida, nuestro héroe se puso a contar, llegando la cifra a más de doscientas. No se veía un árbol ni verdor alguno que aliviase la monotonía del parduzco risco. Pero animaban la escena dos aldeanas que, con las faldas pintorescamente recogidas, vadeaban la laguna, arrastrando por dos palos una red rasgada, en que venían cogidos dos cangrejos y un escarabajo reluciente; parecía que las dos mujeres discutían y regañaban. Un bosque de pinos. de un suave color azul, formaba una mancha borrosa en la lontananza. El tiempo también estaba en armonía con el cuadro. El día se presentaba ni brillante ni oscuro, sino de un color gris pálido, de ese color que se ve únicamente en los uniformes de los soldados de la guarnición, esas fuerzas pacíficas, aun cuando tienden, en los domingos, al exceso en la bebida. Para rematar el cuadro, un gallo, heraldo de los cambios del tiempo, cacareaba estrepitosamente, a pesar de que, durante sus galanteos, su cabeza había sido picoteada basta el seso por los otros gallos, y aun batía sus alas, peladas como una estera vieja. Al entrar en el patio, Tchitchikof vio en el umbral de la puerta al dueño de la casa, quien, ataviado con una levita de chalón verde, hacia pantalla con la mano para que no le impidiesen ver los rayos del sol. Cuanto más se acercaba el coche, mayor era el contento que se reflejaba en su rostro, y más se marcaba su sonrisa. —¡ Pavel Ivanovitch !—exclamó, cuando Tchitchikof descendió del calesín.— ¡Por fin se ha acordado usted de mí! Los dos amigos se abrazaron afectuosamente, y Manilof hizo entrar en la casa a su visitante. Aunque fue el instante que invirtieron en pasar por el vestíbulo, el corredor y el comedor, debemos, no obstante, aprovechar la oportunidad para decir unas pocas palabras sobre el dueño de la casa. Pero llegado a este punto, el autor ha de confesar que esto es muy difícil. Resulta

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mucho más fácil describir a los protagonistas a grandes rasgos; no se tiene que hacer más que echar el color por puñados en el lienzo—ojos negros, relampagueantes; una frente surcada por las penas; una capa negra, o roja encendida, echada sobre los hombros, y el retrato es cabal.—Pero resulta terriblemente difícil retratar a los caballeros (que tan numerosos son), que tanto se parecen, y quienes, no obstante, muestran, cuando se les examina más atentamente, muchas peculiaridades extremadamente sutiles. Es preciso devanarse los sesos hasta lo sumo para hacer resaltar todos los rasgos delicados y casi imperceptibles de la persona y, en fin, se tiene que ahondar en la materia con un ojo aguzado por larga práctica en el arte. Sólo Dios podría decir cómo era el carácter de Manilof. Hay gentes de la cuales se suele decir que son “así, así”, ni lo uno ni lo otro, ni carne ni pescado, como se dice vulgarmente. Es posible que Manilof pertenezca a esta clase de personas. Era bien parecido, de facciones agradables, pero contenían una dosis excesiva de azúcar; se notada en su conducta y modales algo que denunciaba el deseo de conquistarse amistades y captarse la buena voluntad de todos. Sonreía con aire insinuante; tenía el pelo rubio y los ojos azules. Cambiando con él las primeras frases, no se podía menos de decir: “¡Qué hombre más bueno y amable!” Un momento después no se pensaría nada, y luego se diría: “¿Qué demonios he de pensar de él?”, y se sentirían deseos de marcharse, o si no, se sentiría un tedio mortal causado por el sentimiento seguro de que nada interesante se debe esperar, sino sólo una serie de afirmaciones fastidiosas de esas que con facilidad se oyen de labios cualquiera si se aborda un asunto que le conmueva. Todos poseemos un punto sensible: en unos son los sabuesos, Otro imagina que es gran aficionado a la música y que posee una maravillosa comprensión de sus profundidades más recónditas; un tercero se enorgullece de sus hazañas en la mesa; el cuarto se obstina en desempeñar un papel un centímetro más elevado que él que le deparó el Destino; el quinto, con aspiraciones menos ambiciosas, quizá piensa en emborracharse, y sueña dormido y despierto que le ven pasearse con un funcionario, para gran admiración de sus amigos y conocidos, y aun de los desconocidos; el sexto posee una mano que siente el comezón irresistible de do-

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blar el ángulo de un as de oros, mientras el séptimo se desvive positivamente para mantener la disciplina en todas partes e inculcar sus opiniones a los jefes de estación y a los cocheros. En fin, todos poseemos alguna peculiaridad, pero Manilof ninguna. En casa, hablaba muy poco, contentándose, por lo general, con la meditación; pero lo que pensaba, también sólo Dios lo sabe. No puede decirse que se ocupaba en cuidar sus terrenos: nunca recorría el campo y la finca marchaba por sí sola. Cuando le decía el administrador que estaría bien hacer esto o aquello, solía replicar: “Sí. no estaría de más”, fumando su pipa, hábito que había adquirido en el ejército, donde fué considerado como un oficial modesto, refinado y altamente culto. “Sí, por cierto que no estaría de mas , repetía. Cuando un campesino se acercaba a él, y, rascándose la cabeza, le decía: “Señor, deme licencia para marchar y ganarme algún dinero con que pagar mis impuestos”, respondía fumando su pipa: “Puedes irte”, sin que se le ocurriera nunca que el campesino iba de juerga. A veces se decía, mirando el patio o la laguna: qué espléndido resultaría construir un pasillo subterráneo desde la casa, o levantar un puente sobre la laguna: con puestos de ambos lados, donde se sentarían los comerciantes y venderían artículos de utilidad a los campesinos. Y mientras así divagaba, sus ojos adquirían una expresión extraordinariamente azucarada y su semblante reflejaba la más grande satisfacción. Pero todos estos proyectos no pasaban de tales. En su gabinete había un libro, con un marcador en la página catorce, que hacía dos años estaba leyendo. En general, parecía que siempre faltaba algo en su bogar: en la sala había excelentes muebles, tapizados con una seda elegante, que seguramente había costado bastante dinero, pero que resultaba insuficiente para tapizarlo todo, por cuya razón, dos de las poltronas permanecían sencillamente envueltas en arpillera. Hacía varios años que el amo de la casa tenía la costumbre de advertir a sus visitas: “No se sienten ahí en esas poltronas, que aun no están terminadas.” Algunos aposentos carecían totalmente de muebles, aunque en los primeros días de su matrimonio había dicho a su esposa: “Mañana, queridita, trataremos de poner algunos muebles en estas habitaciones, aunque sólo sea para algunos días.” Por la noche, colocaban en la mesa un hermoso candelero de bronce fundido,

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representando las tres Gracias, con una elegante arandela de nácar; a su lado, ponían una humilde reliquia de cobre, tambaleante, y siempre cubierta de sebo, detalle que nunca llamaba la atención del amo de la casa, como tampoco la de su esposa o de los criados. Su esposa era a... pero no importa; estaban mutuamente satisfechos. Aunque hacia ocho años que estaban casados, todavía se ofrecían un trocito de manzana, un dulce o una nuez, diciendo, con tono cariñoso: “Abre la boquita, vida, que te lo daré.” innecesario decir que en tales ocasiones la boquita se abría graciosamente. Para los cumpleaños, se preparaban algunas sorpresas, tal como un estuche, adornado con abalorios, para el cepillo de dientes. Y muy a menudo sucedía que, sentados en el sofá, él dejaba repentinamente su pipa y ella su labor, y, sin razón aparente, se imprimían un beso tan almibarado y kilométrico que fácilmente se podría fumar un pequeño puro mientras duraba. En fin, eran lo que se llama un matrimonio bien avenido. Claro que se podría decir que hay otras muchas cosas que hacer en una casa que cambiar besos prolongados y preparar sorpresas. En efecto, había funciones que necesitaban ser cumplidas; por ejemplo, se podría preguntar por qué se guisaba tan tonta y malamente; por qué estaba algo mal provista la despensa; por que era tan ladrona el ama de llaves; por que eran los criados desaseados y borrachos; por qué dormían las horas muertas para luego consumir el tiempo en ocupaciones sospechosas. Pero, ¡ si todo esto es un asunto ruin! La señora de Manilof había recibido una buena educación, y una buena educación se consigue, como todo sabemos, en los colegios para señoritas; y en los colegios para señoritas hay, como todos sabemos, tres estudios principales que forman la base de todas las virtudes humanas: la lengua francesa, indispensable para la felicidad del hogar; el piano, para proporcionar a los maridos momentos de agradable distracción, y, finalmente, el gobierna de la casa, es decir, el hacer portamonedas de malla y otras “sorpresas”. Cierto es que en los últimos tiempos ha habido una reforma en los métodos de enseñanza: todo depende del buen sentido y de la capacidad de las directoras de estas instituciones. En algunos colegios, por ejemplo, es lo usual coloca en primer lugar el piano; luego viene el francés y después el gobierno de la casa. En otros, el gobierno de la casa, es decir, el ha

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cer “sorpresas” de punto, ocupa el primer lugar; luego se enseña el francés, y sólo después el piano. ¡Tan diversos son los sistemas en vigor! No estará fuera de lugar hacer constar que la señora de Manilof... Pero confieso que me asusta hablar mucho de las damas y, además, era hora ya de que volviese a mis protagonistas, a quienes dejamos de pie por algunos momentos, ante la puerta de la sala, cada uno rogando al otro que se dignara pasar primero. —Le ruego no se incomode por mí, que le seguiré—dijo Tchitchikof. —De ninguna manera, Pavel Ivanovitch; usted es mi huésped —dijo Manilof, indicándole que pasara delante. —No haga usted cumplidos; sírvase pasar—dijo Tchitchikof. —No, perdone; no puedo permitir que vaya detrás de mí un huésped tan amable y tan altamente culto. —¿Por qué me dice usted altamente culto? Hágame usted el favor de pasar. —No, le ruego que entre usted. —Pero, ¿ por que? —Pues, porque sí—dijo Manilof, con amable sonrisa. Por fin, los dos amigos, poniéndose de lado, entraron los dos a un tiempo, apretándose el uno contra el otro. —Permítame que le presente a mi señora—dijo Manilof.— Querida, ¡éste es Pavel Ivanovitch! Tchitchikof miró a la dama, a quien no había observado cuando hacía zalemas con Manilof en la puerta. No era fea y estaba bien vestida. Su traje de seda espolinada, de color pálido, le sentaba bien; su delicada manecita tiró un objeto a la mesa y estrujó un pañuelito bordado. Se levantó del sofá en que estaba sentada. Tchitchikof le besó ligeramente la mano con cierta satisfacción Le dijo la señora de Manilof, con leve ceceo, que estaba encantada de verle y que todos los dias su marido le había hablado de él. —Sí—dijo Manilof.—Ella no cesaba de preguntarme: “¿Por que no viene tu amigo?” “Es pera un poquito, querida, le decía, que ya vendrá.” Y he aquí que por fin usted nos ha honrado con su visita. Nos ha proporcionado usted una verdadera alegría... una fiesta. . . ¡una fiesta del corazón!

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A decir verdad, Tchitchikof sintió cierta turbación al oir que ya se había llegado a eso de las fiestas del corazón, y contesta modestamente que él no poseía un gran nombre ni ocupaba una posición distinguida. —Usted posee todo eso—declaró Manilof, con la misma son risa amable.—Posee todo eso, y aun más. —¿ Qué le parece nuestra capital?—le preguntó la señora dc Manilof.—¿ Lo ha pasado usted bien aquí? —Una ciudad muy simpática—contestó Tchitchikof,—y he pasado en ella unos dias muy agradables: la sociedad es muy amable. —¿Y qué opina usted de nuestro gobernador?—dijo la señora de Manilof. —Es verdaderamente un hombre estimable y genial, ¿verdad! —añadió Manilof. —Es la sencilla verdad—asintió Tchitchíkof,—es un hombre muy estimable. ¡Y qué bien desempeña su cargo, y cómo comprende sus deberes! ¡Ah, si hubiera más hombres como él! —Y que bien sabe tratar a las gentes, ¿ verdad? ¡Qué delicadeza muestra en sus modales !—agregaba Manilof. con los ojos entornados de satisfacción, como un gato al que se le rasca suavemente por detrás de las orejas. —Un hombre muy afable y simpático—continuó Tchitchikof, —¡y qué hombre más hábil! No lo habría podido imaginar: qué bien borda toda suerte de diseños. Me enseñó una labor suya, un portamonedas: hay muchas señoras que no sabrían bordarlo tan bien como él. —Y el teniente gobernador, ¿ no es un hombre encantador?— dijo Manilof, entornando de nuevo los ojos. —¡ Un hombre muy digno, muy digno !—contestó Tchitchikof. —Y permítame que le pregunte, ¿qué impresión le produjo el jefe de Policía? Es un hombre muy agradable, ¿no es verdad? —Agradable en extremo, ¡y qué hombre más inteligente e instruido! En su casa, jugamos a los naipes con el fiscal y el presidente del Tribunal hasta que cantaron los gallos. ¡Un hombre muy digno, muy digno!

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—Y ¿cómo encuentra usted la mujer del jefe de Policía?— preguntó la señora de Manilof.—Una señora muy agradable, ¿verdad? —¡Oh, es de las damas más estimables que he conocido!— contestó Tchitchikof. Después no dejaron de mencionar al presidente del Tribunal y al director de Correos, agotando así la lista de los funcionarios del pueblo, todos los cuales eran, según parece, personas muy agradables. —¿Están ustedes siempre en el campo ?—dijo Tchitchikof, aventurando en su turno una pregunta. —Por lo general estamos aquí—contestó Manilof.—Pero a veces visitamos la capital con el único objeto de gozar la sociedad de la gente culta. Uno se vuelve demasiado rústico, viviendo continuamente en este retiro. —Es verdad, es verdad—replicó Tchitchikof. —Claro que seria distinto—prosiguió diciendo Manilof,—si tuviéramos vecinos refinados, sí hubiera, por ejemplo, alguna persona con quien se pudiese conversar, en alguna medida, sobre temas cultos y refinados, con quien perseguir algún estudio que estimulase nuestra inteligencia; sería una inspiración, por decirlo así... Habría dicho algo más, pero, percatándose de que se desviaba del asunto, se contentó con agitar los dedos en el aire y prosiguió: —En ese caso, claro es que el campo y la soledad ofrecerían muchos encantos. Pero tal cosa no es posible. A veces uno se ve obligado a buscar distracción en la lectura de “Los hijos de la Patria”. Tchitchikof mostró su completa conformidad con lo expuesto por Manilof, añadiendo que nada podría ser más agradable que vivir en la soledad, gozando el espectáculo de la Naturaleza y, de vez en cuando, leyendo... —Pero ¿ sabe ?—dijo Manilof,—si no se tienen amigos con quienes compartir.. —Oh, es verdad, es verdad—le interrumpió Tchitchikof ;—en ese caso, ¡qué valen todos los tesoros del mundo! Dinero, no, sino buenos amigos a quienes acudir en caso de necesidad, ha dicho un sabio.

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—Y sabe usted, Pavel Ivanovitch—prosiguió Manilof, con expresión no meramente dulce, sino completamente empalagosa, como una dosis que un médico inteligente ha sobrecargado de azúcar, para hacérsela tragar al paciente indeciso,—sabe que entonces se experimenta, hasta cierto punto, un gozo espiritual.. . Ahora por ejemplo, cuando la casualidad me ha deparado la rara, la extraordinaria felicidad de conversar con usted, de disfrutar de su encantadora conversación. — ¡Pero, señor! ¿ Cómo puede serle agradable mi conversación? Soy un individuo completamente insignificante—contesto Tchitchikof. — ¡Oh, Pavel Ivanovitch! Permítame que sea franco con usted. Daría gustoso la mitad de mi fortuna por poseer algunas de las cualidades que le adornan a usted. — ¡Al contrario! Yo la consideraría el más grande honor del mundo si... Imposible adivinar a qué grado de exaltación habrían llegado las mutuas efusiones entre estos dos amigos, si no hubiera entrado el criado, anunciando la comida. —Haga usted el obsequio de pasar al comedor—dijo Manilof —Usted nos disculpará que no podamos ofrecerle una comida como las que se le ofrecen en los áureos salones de las grandes ciudades; no tenemos mas que una sencilla sopa de coles, al buen estilo ruso, pero se la ofrecemos de todo corazón. Le suplico que pase usted. Llegados a este punto, invirtieron largo rato en discutir cuál debía entrar primero y, por fin, Tchitchíkof entró de lado en el comedor. Ya se hallaban en el cuarto dos muchachos, hijos de Manilof, de una edad para sentarse a la mesa, pero todavía sobre sillitas altas. Les acompañaba su tutor, quien se inclinaba cortésmente, sonriendo. El ama de la casa se sentaba frente a la sopera, y Tchitchikof se colocaba entre Manilof y su esposa. Un criado ataba una servilleta al cuello de los niños. — íQué niños más encantadores !—exclamó Tchitchikof, mirándoles.—¿ Cuántos años tienen? —El mayor tiene ocho y el pequeño seis—contestó la señora de Manilof.

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—¡Temistoclus!—dijo Manilof, dirigiéndose al chico mayor, que se esforzaba por librar su barba, aprisionada en la servilleta que le había colocado el lacayo. Tchitchikof alzó levemente las cejas al escuchar este nombre de sabor griego que, por alguna razón que ignoramos, terminaba Manilof con la sílaba us; pero inmediatamente hizo volver a su cara su expresión habitual. — ¡Temistoclus!, dime, ¿ cuál es la primera ciudad de Francia? Aquí, el tutor concentró toda su atención en Temistoclus, mirándole como si fuera a lanzársele encima; pero se calmó, haciendo señas afirmativas con la cabeza, cuando Temistoclus contestó: —París. —Y ¿cuál es la mayor ciudad de Rusia?—preguntó de nuevo Manilof. Otra vez el tutor aguzó los oídos. Petersburgo—articuló Temistoclus. no hay otra? Moscou—pronunció Temistoclus. -Qué chico más inteligente !—exclamó Tchitchikof.—Por mi vida prosiguió, dirigiéndose a los Manilof con aire de estupefaccion —¡ a su edad, saber tanto! Les aseguro que ese niño muestra dotes excepcionales. —Oh, no le conoce usted todavía—contestó Manilof.—Posee un entendimiento muy agudo. El más joven, Alquides, no es tan despierto. Pero este pícaro, si tropieza con un escarabajo o con una mariquita, es todo ojos: corre tras él en el acto. Le tengo destinado a la carrera diplomática. Temistoclus—añadió, dirigiéndose de nuevo al muchacho,—¿ te gustaría ser embajador? —¡Sí, me gustaría !—contestó Temistoclus, mascullando un trozo de pan y agitando la cabeza. En este momento, el lacayo, en pie detrás de la silla, limpió la nariz del futuro embajador, y bien hecho, pues de otro modo es posible que algo muy desagradable habría caído en la sopa. La conversación a la mesa comenzó con los encantos de la vida tranquila, salpicada con observaciones del ama respecto al teatro de la capital y a los actores que en él representaban. El tutor vigilaba estrechamente a los comensales y, siempre que les veía a punto de reírse, abría inmediatamente la boca y se reía estrepitosamente.

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Quizá seria un hombre reconocido, que sólo deseaba recompensar al ama sus bondades para con . No obstante esto, su rostro asumió, por un momento, una expresión de dureza y, golpeando ligeramente la mesa, clavó los ojos en los niños, sentados frente a él. Esto sucedió en el momento perentorio, pues Temistoclus acababa de morder la oreja a Alquides, y éste, arrugando la cara y abriendo la boca, se disponía a romper en sollozos lastimeros, pero, reflexionando que fácilmente podrían privarle de lo que restaba de la comida, volvió la boca a su posición normal y, con lágrimas en los ojos, se puso a roer un hueso de carnero, hasta que ambas mejillas relucían de grasa. El ama de la casa, dirigiéndose repetidas veces a Tchitchikof, le decía: —Usted no come nada; se ha servido muy poco. A lo cual Tchitchikof contestaba, invariablemente: —Muchas gracias; he comido mucho. La conversación amena vale más que la más opípara vianda. Se levantaron de la mesa. Manilof estaba contentísimo y, sosteniéndole el espinazo a Tchitchikof, se disponía a llevarle a la sala, cuando de repente éste anunció, con aire significante, que tenía que hablarle sobre un asunto de importancia. —En ese caso, permítame que le convide a entrar en mi despacho—dijo Manilof, conduciéndole a un pequeño cuarto, desde cuyas ventanas se divisaba el bosque, azulino en la lejanía.—Esta es mi pieza privada. —Es un cuarto muy alegre—contestó Tchitchikof, examinándolo. Verdad es que al aposento no le faltaba cierto encanto: las paredes estaban pintadas de un color gris azulado; había cuatro sillas, una butaca y una mesa, sobre la cual reposaba el libro y, en él, el marcador a que ya hemos hecho referencia; pero lo que más llamaba la atención era el tabaco. Se le veía en diversos receptáculos: en paquetes, en jarros y también esparcido en montones sobre la mesa. En los antepechos de ambas ventanas, había pequeñas pilas de ceniza, cuidadosamente colocadas en hileras. Se podría creer que su distribución servía de pasatiempo al amo de la casa.

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—Permítame rogarle que se siente en la butaca—dijo Manilof. —Estará más cómodo. —No, dispense usted; me sentaré en esta silla. —Permítame que no le dispense—replicó Manilof, con una sonrisa.—Esta butaca la destino siempre para mis amigos; que le guste o no, tendrá que sentarse en ella. Tchitchikof se sentó. —Permítame ofrecerle una pipa. —No, muchas gracias; no fumo—dijo Tchitchikof con afabilidad y con tono de pesadumbre. —¿Por qué no ?—preguntó Manilof, también con afabilidad y con tono de pesadumbre. —No tengo la costumbre, y temo al tabaco: dicen que la pipa seca el organismo. —Permítame hacerle la observación de que eso es un prejuicio. A decir verdad, me figuro que la pipa es menos dañosa para la salud que el rapé. Había en mi regimiento un teniente, hombre excelente y altamente culto, a quien nunca se le veía sin la pipa en la boca, no sólo en la mesa, sino, si me es permitido expresarlo así, en todas partes. Ahora tendrá más de cuarenta años, pero es todavía fuerte, gracias a Dios, y goza de una salud inmejorable. Tchitchikof reconoció que a veces las cosas sucedían así, y que había muchos fenómenos en la Naturaleza que ni el más profundo intelecto sabría explicar. —Pero permítame que le dirija una pregunta.. .—añadió, con voz en que vibraba una entonación extraña, o poco menos que extraña; y, por motivos desconocidos, volvió la cabeza, como con inquietud. Y Manilof también, por motivos desconocidos, volvió la cabeza.—¿ Cuánto tiempo hace que no llena usted el censo? —Oh, hace mucho; realmente, no me acuerdo. —Pues, desde que lo llenó la última vez, ¿ se habrán muerto algunos de sus siervos? —Respecto a eso, realmente no sé decírselo; me parece que tendremos que preguntárselo al administrador; creo que estará hoy aquí. Poco después apareció el administrador. Era un hombre de unos cuarenta años, con la barba afeitada; vestía levita y, según todos los indicios, llevaba una vida muy holgada, pues la cara

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la tenía rechoncha e inflada, de matiz amarillento, que denunciaba su afición a los colchones de plumas. Se echaba de ver que había hecho la carrera del mismo modo que la hacen todos los administradores de todos los hacendados: había comenzado como criado de casa; sabia leer y escribir; luego se había casado con alguna Agashka, ama de llaves y protegida de la señora; se había encargado del abastecimiento de la casa y, por fin, se había convertido en administrador de la finca. Y habiendo ascendido a administrador, se condujo, claro está, como todos los administradores: trabó intimidad con aquellos de la aldea que poseían más que él, e hizo más pesada la carga de los pobres; cuando despertaba, pasadas las nueve de la mañana, esperaba el samovar y se bebía el té lentamente. —Escucha, buen hombre,—dijo Manilof—, ¿ cuántos campesinos nuestros se han muerto desde que llenamos el último censo? —¿Cuántos? muchos se han muerto desde entonces—replicó el administrador, dando un hipo y colocando la mano sobre la boca, como pantalla. —Sí, confieso que así creía yo—asintió Manilof.—Muchos se han muerto. Luego, volviéndose hacia Tchitchikof, añadió: —Sí, en efecto, muchos. —¿Cuántos?, por ejemplo—preguntó Tchitchikof. —Sí. ¿Cuántos, precisamente?—dijo Manilof, dirigiéndose al administrador. — ¡Y qué sé yo cuántos! No hay manera, sabe, de conocer cuántos se han muerto, pues nadie los ha contado. —Sí, precisamente—repitió Manilof, volviéndose hacia Tchitchikof.—Yo también supuse que había habido una mortalidad bastante elevada, pero no sabemos de fijo cuántos se han muerto. —Haga usted el favor de contarlos—dijo Tchitchikof, dirigiéndose al administrador,—y de hacer una lista exacta, con los nombres —Sí, con los nombres—repitió Manilof. El administrador dijo ‘Sí, señor”, y salió. —¿Y por qué desea usted saberlo?—preguntó Manilof. Esta pregunta parecía que colocaba al visitante en una situación difícil; su rostro denunció un esfuerzo penoso que le hizo

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ruborizar, un esfuerzo por decir una cosa no fácil de expresar. Y en efecto, pronto escuchó Manilof las cosas más extrañas que jamás hayan escuchado oídos humanos. —Dice usted que ¿ por qué deseo saberlo? Es por esto: quisiera comprar los campesinos. . .—pronunció Tchitchikof, vacilando y dejando la frase sin terminar. —Pero permítame preguntarle—dijo Manilof,—¿ cómo desea usted comprarlos, con tierras, o sencillamente para llevárselos, sin tierras? —No; no son precisamente los campesinos—replicó Tchitchikof.—Quiero los muertos... — ¡Cómo! Dispense, soy un poco sordo; creía escuchar algo muy extraño. —Deseo comprar los campesinos muertos que todavía estén inscritos en el censo como vivos—dijo Tchitchikof. Oído esto, Manilof dejó caer la pipa al suelo, y permaneció en pie, boquiabierto, durante varios minutos. Los dos amigos, que hacía tan poco ponderaban los encantos de la amistad, se miraban fijamente, como los retratos antiguos, que antaño se colgaban a ambos lados del espejo, contemplándose. Por fin, Manilof recogió la pipa y, clavando la vista en el rostro de su visitante, trató de descubrir si sus labios sonreían, si no se trataría de una broma; pero nada de eso; su rostro parecía más serio que de ordinario. Luego pensó si su huésped no estaría, por casualidad, malo de la cabeza, y, alarmado, le examinó fijamente. Pero los ojos de Tchitchikof estaban despejados; no se notaba en ellos ese brillo aturdido y salvaje que se observa en la mirada de los locos: todo era equilibrio y corrección. Por mucho que cavilaba Manilof en cómo comprenderlo y qué hacer, no se le ocurría otra cosa mejor que sentarse, dejando escapar de la boca una tenue espiral de humo. —Así que quisiera saber si usted me puede hacer transferencia de esos campesinos, en realidad no vivientes, pero sí vivientes desde el punto de vista de la ley... o cedérmelos o traspasármelos, como le parezca. Pero Manilof estaba tan atontado y confuso, que no podía hacer otra cosa que mirarle fij- amente.

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—Supongo que usted quiere poner algún reparo—observó Tchitchikof. —¿Yo?... No, no es eso—dijo Manilof,—pero perdóneme... no acabo de comprenderlo... Y0, claro está, no he tenido la suerte de alcanzar el alto grado de ilustración que en usted se echa de ver, por decirlo así, en cada gesto; no me expreso con arte. Quizá haya en resto, en lo que usted acaba de decir, algún significado oculto. Quizá usted se haya expresado así, empleando alguna figura retórica. —No——interpuso Tchitchikof.—No; lo que quiero decir es precisamente lo que he dicho, o sea, las almas que realmente están muertas. Manilof se sintió completamente aturrullado. Tenía la sensación de que debía hacer algo, formular alguna pregunta; pero qué demonios había de preguntar, no lo sabia. Acabó por echar más humo, esta vez no ya de la boca solamente, sino también de las narices. —Así, pues, si no hay obstáculos, hagamos, si Dios quiere, la escritura de trapaso—dijo Tchitchikof. —¿Cómo?... ¿un traspaso de almas muertas? —Oh, no-—respondió Tchitchikof,—las inscribiremos como vivientes, tal como están inscritas en el censo. Es mi costumbre no apartarme ni pizca de lo que marca la ley; cierto que esto me ha motivado bastantes disgustos en el servicio, pero no importa: el deber es para mí algo sagrado; la ley. .. ante la ley, soy mudo. A Manilof le gustaban estas últimas palabras, aunque no tenía la menor idea de lo que querían decir, por lo cual, en lugar de contestarlas, se dedicó a chupar la pipa con tanta determinación, que esta empezaba a chillar como un fagot. No parecía sino que trataba de sacar de ella alguna opinión sobre este inaudito incidente; pero la pipa chillaba, et praeterea nihil. —Quizá tenga usted alguna duda.

— ¡Oh, no, no, ni la más mínima! Lo que digo, no lo digo para criticarle, pero permítame preguntarle, ¿ no estaría esta empresa, o para expresarlo más claramente, esta negociación, no estaría esta negociación en pugna con el código civil ruso y con el bienestar fundamental del país?

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Dicho esto, Manilof, con un movimiento de la mano, clavo en Tchitchikof una mirada significativa, mostrando en sus labios, firmemente apretados, y en todos los rasgos de su cara, una expresión la más profunda que se haya visto en semblante humano, como no sea en el de un ministro, muy sabio, que se halla resolviendo un problema particularmente abstruso. Pero Tchitchikof le aseguró que tal empresa, o negociación, no violaba en modo alguno el código civil ruso, ni pugnaba con el bienestar fundamental del país, añadiendo, un momento después, que desde luego el Goberno sacaría provecho de ella, ya que recibiría los impuestos que marca la ley. —¿Esa es su opinión? —Mi opinión es que estará bien. —Oh, si está bien, ya es otra cosa; yo no tengo que poner ningún reparo—dijo Manilof, sintiéndose completamente tranquilizado. —Entonces, sólo resta fijar el precio... —¿El precio ?—preguntó Manilof; y después de una pausa agregó pero usted cree que voy a recibir dinero por unas almas que en cierto sentido han dejado de existir! Puesto que usted ha concebido este, por decirlo así, fantástico deseo, yo, por mi parte, estoy dispuesto a entregarle esas almas incondicionalmente y a cargar con las costas. Incurriría en una grave falta si dejara de hacer constar que nuestro héroe se sintió traspasado de júbilo al escuchar estas palabras de Manilof. A pesar de su gravedad habitual, a duras penas podía abstenerse de ejecutar una cabriola, manifestación que, como todos sabemos, se reserva para los momentos de aguda alegría. Tan violentamente se retorcía en la silla, que rompió el género de lana que recubría el almohadón; el mismo Manilof le miraba con perplejidad. Conmovido de gratitud, prorrumpió en tal torrente de palabras de agradecimiento, que Manilof se sintió avergonzado, se sonrojó, hizo un ademán suplicante, y acabó declarando que realmente no valía la pena, que le producía inmensa satisfacción el poder mostrar, de este modo, la sincera simpatía que por Tchitchikof florecía en su alma; pero que las almas muertas carecían, en cierto sentido, de valor.

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— ¡De ninguna manera carecen de valor 1—exclamó Tchitchikof, apretándole la mano. En este punto, lanzó un profundo suspiro. Parecía que estaba a punto de abrir el corazón. No sin emoción, articuló las siguientes palabras: — ¡Si supiera usted el servicio que, con esas almas, aparentemente despreciables, está usted prestando a un hombre aparentemente humilde que carece de familia! ¡Lo que no he sufrido! ¡‘Como un barco en el mar tempestuoso!... ¡Qué de malos tratos, qué de persecuciones he sufrido, qué angustias he conocido! Y ¿por qué? ¡Por haber seguido el sendero de la justicia, por haber sabido ser fiel a los dictados de mi conciencia, por haber socorrido a la viuda y a los huérfanos desamparados. . ...! Aquí sacó su pañuelo y enjugó una lágrima. Manilof se sintió hondamente conmovido. Largo rato pasaron los dos amigos apretándose mutuamente las manos, y mirándose en silencio a los ojos, en que brotaban las lágrimas. Manilof no quena soltar la mano de nuestro héroe, sino que seguía apretándola con tanto calor, que Tchitchikof no sabia cómo libertarla. Por fin, retirándola cautelosamente, dijo que no estaría de más hacer la escritura de traspaso en cuanto fuera posible, y que también sería conveniente que él mismo visitase el pueblo; dicho lo cual, cogió el sombrero e inició las despedidas. — ¡Cómo! ¿ Quiere usted marcharse ya ?—exclamó Manilof, volviendo en sí bruscamente y casi asustado. En este momento, entró en el aposento la señora de Manilof. —Lisanka—-dijo Manilof, con aire dolorido,— ¡Pavel Ivanovitch nos abandona ya! —Seguramente se ha aburrido—respondió la señora. —¡Señora! Aquí—dijo Tchitchikof, poniendo la mano sobre el corazón—aqui es donde... ¡Sí! Aquí es donde guardaré siempre el recuerdo de las horas deliciosas que he pasado con ustedes. Y créanme, no podía darse una dicha mayor que la d vivir aquí siempre, si no en la misma casa, por lo menos en la próxima vecindad. —¡Figúrese, Pavel Ivanovitch—dijo Manilof, regocijado por la idea,—figúrese qué encantador sería, verdaderamente, si Ud. vi-

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viera bajo nuestro techo, y de esta manera pudiéramos sentarnos a la sombra de algún olmo, discurrir sobre la filosofía, ahondar en las cosas. ~Oh, sería una existencia paradisíaca!—exclamó Tchitchikof, lanzando un suspiro.—Adiós, señora—prosiguió, besándole la mano. —Adiós, mi honrado amigo. No se le olvide lo que le he pedido. —¡Oh, no tenga cuidado! Me separo de usted, pero sólo por dos días. Todos entraron en el comedor. — ¡Adiós, dulces niños !—dijo Tchitchikof, viendo a Alquides y a Temistoclus, quienes se distraían con un soldado de madera, falto de brazos y de nariz.—Adiós, queriditos míos; habéis de perdonarme por no haberos traído algún regalito, pues he de confesar que ignoraba vuestra existencia; pero en mi próxima visita, no me olvidaré de traeros algunas cosas. A ti te traeré una espada; ¿ te gustaría una espada? — ¡Sí !—contestó Temistoclus. —Y a ti te traeré un tambor. Te gustaría un tambor, ¿verdad? —Sí——susurró Alquides, bajando la cabeza. —Muy bien, te traeré un tambor, un tambor muy hermoso; hará: toorrr. . . roo. . . tra-ta-ta, ta-ta-ta. ¡Adiós, queridito mío, adiós! Después besó al niño en la cabeza, y se volvió hacia Manilof y su esposa con esa risita con que se suele mostrar a los padres cuán inocentes son los deseos de sus hijos. —¡ Realmente, debía usted quedarse, Pavel Ivanovitch !—dijo Manilof, cuando salieron de la casa.—Mire que se avecina la tormenta. —Son nubes pequeñas—objetó Tchitchikof. —¿Y conoce usted el camino a casa de Sobakevitch? —Quería preguntárselo. —Si me permite, se lo diré a su cochero. Y Manilof se puso a explicar al cochero, con la misma finura, el camino que debía seguir. El cochero, oyendo que tenía de pasar dos encrucijadas y seguir la tercera, dijo: —Lo encontraremos, su excelencia.

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Y Tchitchikof se alejó, mientras el caballero y la dama permanecían largo rato de puntillas en la escalera, dirigiéndole saludos y agitando los pañuelos. Manilof miró desaparecer el calesín en la lejanía, y aun después de perderse de vista, permaneció de pie en la escalera, fumando su pipa. Por fin, entró en la casa, se sentó a la mesa y se entregó a la meditación, profundamente satisfecho por haber proporcionado un placer a su amigo. Al poco rato, sus pensamientos vagaban, casi imperceptiblemente, a otros temas, y Dios sabe dónde terminaron. Musitó sobre las delicias de una vida rica en amistades, pensó qué hermoso sería vivir con algún amigo a orillas del río, y atravesarlo por un puente de su propiedad, y construir en sus márgenes una gran mansión, con mirador tan alto, tan alto, que desde él se descubriera Moscou; y ya se vela allí de noche, paladeando el té al aire libre, y discurriendo sobre toda suerte de cosas agradables. Luego vió cómo él y Tchitchikof marcharon en lujosos coches a una función, donde encantaron a todos con la afabilidad de su trato, y, por fin, el zar, sabiendo la estrecha amistad que les unía, los hizo generales a los dos. Y de aquí pasó a Dios sabe qué fantasías, cuyo contenido ni él mismo comprendía claramente. De pronto, el recuerdo de la extraña petición de Tchitchikof le volvió a la realidad. Parecía que su cerebro no lograba asimilar la idea, y por muchas vueltas que le daba, no conseguía explicársela. Así, siguió sentado, fumando su pipa, hasta la hora de cenar.

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CAPITULO III

Mientras tanto, Tchitchikof, muy contento, seguía sentado en su calesín, que hacía tiempo rodaba por la carretera. Por lo que queda dicho en el capitulo anterior, se sabe cuál era la meta de su ambición, y no es de extrañar que pronto se viera completamente absorto en su proyecto. Al parecer, las hipótesis y cálculos que ocupaban su pensamiento, eran agradables, pues dejaban tras si huellas de una sonrisa de satisfacción. Enfrascado en sus meditaciones, no se percató de que su cochero, bien satisfecho de la recepción que le dieron los criados de Manilof, le hacia muy sagaces observaciones al caballo tordo moteado que iba enganchado a la derecha. Este era extremadamente tímido y sólo fingía tirar, mientras que el bayo y el castaño, llamado Imponedor, porque había sido comprado a un imponedor de contribuciones, tiraban con todas sus fuerzas, reflejándose en sus ojos la satisfacción que de ello sacaban. — ¡No creas que me engañas! ¡Ya te arreglaré las cuentas!— gritó Selifan, levantándose a medias y dando latigazos al rezagado.— ¡Trabaja, payaso alemán! El bayo es un caballo honrado, cumple con su deber, y yo le daré un puñado más de cebada, porque es un caballo honrado, y el Imponedor también es un buen caballo... Ahora, ¿ por qué sacudes las orejas? ¡Escúchame cuando te hablo, cretino! No te voy a enseñar nada malo, tonto. Y ahora, ¿ adónde vas?—Aquí le dio otro latigazo, observando:— ¡Ah, salvaje, maldito Bonaparte... Luego les gritó a todos: —¡ Hala, queridos !—dándoles ligeramente con el látigo, no en concepto de castigo, sino para mostrarles que estaba contento de ellos. Después de permitirse esta expansión, volvió a dirigir la palabra al tordo moteado:

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—¿Crees que no veo lo que estás haciendo? ¡No! Has de conducirte más honradamente si quieres que te respete. Las de la casa del propietario, donde hemos estado, son gentes buenas. A mí siempre me gusta tratar con hombres buenos; un hombre bueno y yo siempre nos entendemos, siempre hacemos buenas migas. Lo mismo si bebemos el té como si tomamos una gota de vodka o comemos una galleta, siempre lo hago con gusto si es en compañía de un hombre bueno. Nuestro amo, por ejemplo, todo el mundo le respeta, porque ha servido a su zar, ¿oís?, es consejero colegiado...! Discurriendo de este modo, Selifan llegó al fin a las más absurdas generalizaciones, al punto que, si Tchitchikof le hubiera escuchado, habría oído muchos detalles relacionados consigo mismo. Pero sus pensamientos se hallaban tan completamente absortos en su proyecto, que no volvió en sí hasta que un formidable trueno le despertó de sus meditaciones, haciendo que mirara a su alrededor. El cielo estaba completamente encapotado, y caían sobre el polvoriento camino algunas gotas de lluvia. Ponto retumbó otro trueno, más violento y más cercano, y la lluvia empezó a caer a cántaros. Descendiendo, al principio, oblicuamente, azotaba al calesín primero en un lado, después en otro; cambiando de dirección, caía recta sobre la cubierta del coche y, por fin, daba a nuestro héroe en la cara. Esto hizo que corriese las cortinas de cuero, con sus dos miradores redondos que permitiesen ver el camino, y que gritase a Selifan fuese más aprisa. Este, viendo interrumpido su soliloquio, y haciéndose cargo de que realmente no debía perder un momento, sacó de debajo del asiento una harapienta prenda gris, se la puso, empuñó las riendas, y gritó a los caballos, que apenas se movían, por el agradable relajamiento que les había producido las edificantes admoniciones del cochero. Pero ya Selifan no podía recordar si las encrucijadas que habían pasado eran dos o tres. Al reflexionar y recordar el camino que había recorrido, supuso que serian varias. Como en los momentos críticos, un ruso decide siempre, sin cavilaciones, qué es lo que ha de hacer, Salifan giró por la derecha, siguiendo la primera encrucijada, y gritando ¡Arre, amigos!”, fustigó los caballos, sin perder tiempo en considerar adónde les podría conducir el camino que seguían.

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La lluvia prometía no cesar en muchas horas. El polvo que cubría la carretera pronto se convirtió en lodo, haciendo por instantes más difícil hacer avanzar el calesín. Tchitchikof empezaba a sentirse inquieto, cuando, pasado cierto tiempo, no vislumbraba la aldea de Sobakevitch. Según sus cálculos, debían haber llegado ya hacía bastante tiempo. Miraba por ambos lados, pero tan densa era la obscuridad que no se veía a dos pasos. — ¡Selifan !—gritó por fin, asomando la cabeza por las cortinas. —¿ Qué hay, señor ?—contestó Selifan. —Mira bien; ¿ no se ve una aldea por ahí? —No, señor, no se ve nada por ninguna parte! Dicho lo cual, y ondeando el látigo, Selifan se echó a cantar, no precisamente una canción, sino una tonada sin fin, en que entraban todas las voces que por toda Rusia se emplean para azuzar a las bestias. Todo entraba en su composición, adjetivos de todas clases, sin distinción, conforme le brotaban de los labios, terminando por llamar a los caballos “¡ secretarios!” Mientras tanto, Tchitchikof empezaba a notar que el calesín bailoteaba, imprimiéndole violentas sacudidas: esto hizo que se percatara de que habían abandonado la carretera y que estaban, según parecía, traqueteando sobre un campo recientemente arado. También Selifan parecía observar este hecho, pero no dijo nada. —¡Oye, canalla! ¿Por qué camino me estás llevando?—gritó Tchitchikof. —No es culpa mía, señor, si está tan obscuro. ¡No veo ni el látigo de tan obscuro como está! Dicho lo cual, el calesín dio tan violenta sacudida, que Tchitchikof tuvo que agarrarse con ambos manos para no caer. Sólo entonces, notó que Selifan había lanzado una cana al aire. —¡Cuidado, cuidado, que me vas a volcar!—gritó el amo. —No, señor. ¡Cómo podría yo volcarle a usted!—repuso Selifan.—Eso no estaría bien, me consta; yo no le volcaría por nada del mundo. Empezaba a volverse muy suavemente el calesín; y seguía volviendo y seguía volviendo hasta que por fin lo volcó. Tchitchikof cayó, dando un chapuzón en el lodo. Selifan detuvo los caballos, aunque se habrían detenido por sí mismos, pues estaban extenuados. Este inesperado accidente acabó de atontarle. Descendiendo

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de su asiento, permaneció mirando el calesín con los brazos en jarras, mientras su amo chapoteaba en el lodo, pretendiendo librarse, y exclamó: — ¡Por mi vida, que hemos volcado! — ¡Estás más borracho que unas sopas !—gritó Tchitchikof. —No, señor; ¿ cómo podría yo estar borracho? Yo sé que no está bien beber. He charlado un rato con un amigo, pues creo que está permitido charlar con un hombre bueno—en ello no hay mal ninguno,—y hemos tomado unos sorbitos juntos, y tomar un sorbito no es cosa mala: se puede tomar un sorbito con un hombre bueno. —¿Y qué te dije la última vez que te emborrachaste, eh? ¿Lo has olvidado ?—gritó Tchitchikof. —No, su excelencia. ¿Cómo podría olvidarlo? Conozco mi deber. Sé que no está bien emborracharme. Todo lo que he hecho ha sido charlar un poco con un hombre muy bueno... — ¡Te atizaré una paliza que te enseñará a charlar con un hombre bueno! —Eso será como su excelencia desea—contestó Selifan, pronto a acceder a todo,—si ha de ser paliza, paliza será; no tengo nada que decir en contra. ¿ Por qué no una paliza, si la tengo merecida? Para eso es su excelencia mi amo. Ha de haber palizas, pues los campesinos somos demasiado holgazanes; es preciso mantener el orden. Si se merecen, pues palizas, ¿por qué no palizas? El amo no encontró qué oponer a este argumento. Pero entonces, parecía que el destino mismo se apiadara de ellos. Oyeron ladrar un perro en la lejanía. Tchitchikof, contentísimo, mandó a Selifan fustigar los caballos. El cochero ruso posee un olfato agudo que reemplaza los ojos; es por lo que va dando tumbos, con los ojos cerrados, y a alguna parte llega. Aunque Selifan no veía a dos pasos, guió el calesín directamente al pueblo; tanto era así, que no paró hasta que los ejes chocaron contra una valía, lo que le impidió avanzar un paso más. Lo único que pudo Tchitchikof divisar a través de la espesa cortina de lluvia, era algo que parecía un tejado. Mandó a Selifan que buscase la puerta de la verja, operación que habría ocupado mucho tiempo si no fuera que en Rusia los perros feroces hacen de porteros, y que éstos anunciaran tan estrepitosamente el lugar que ocupaba,

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que Selifan tuvo que taparse los oídos. Apareció luz en una ventanita, y su nebuloso resplandor mostró a los viajeros la puerta. Selifan empezó a llamar, y pronto apareció en el umbral una figura vistiendo camisa de mujer; oyeron c6mo preguntaba una voz femenina: —¿ Qué queréis? ¿ Por qué armáis tanto escándalo ?—preguntó la voz ronca de una vieja. —Somos viajeros, buena mujer; dénos albergue para la noche. —¡Ah!, pícaro! ¡Qué horas de venir aquí!—contestó la vieja. —Este no es un hotel, sino la casa de una señora. —Pero ¿qué vamos a hacer, buena mujer? Vea usted, hemos perdido el camino. No podemos pasar la noche en la estepa con el tiempo que hace. —Sí, no podemos; está muy obscuro, hace mal tiempo—añadió Selifan. — ¡Cállate, idiota !—repuso Tchitchikof. —Pues ¿ quién es usted ?—preguntó la vieja. —Soy un noble, buena mujer. La palabra “noble” hizo reflexionar a la buena mujer. —Espere un momento, que voy a hablar con mi ama—dijo, y volvió en dos minutos armada de una linterna. Las puertas de la verja se abrieron. Apareció luz en otra ventana. Entrando en el patio, el calesín se detuvo delante de una mansión de tamaño corriente, cuya construcción era difícil distinguir en medio de la obscuridad. Sólo una mitad apareció iluminada por la luz que despedía la ventana; se veía un charco delante de la casa, sobre el cual aquella luz se reflejaba. La lluvia caía ruidosa y acompasada sobre el tejado de leña, descendiendo en chorros al tonel. Mientras tanto, los perros ladraban en todos los tonos: uno, levantando la cabeza, ejecutó unos aullidos tan prolongados y laboriosos como si ladrara a sueldo; el otro ladraba abipadamente, como una bocina, y entre estos dos ruidos se distinguía un falsete heridor, que probablemente lanzaba un falderillo; rematándolo todo, sonó el ladrido, en bajo profundo, de un perrazo viejo, dotado de un natural canino peculiarmente vigoroso; estaba ronco como el bajo de un coro cuando el concierto vocal llega a su punto álgido: cuando los tenores se em-

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pinan, en su intenso deseo de lanzar una nota alta, echando atrás las cabezas y mirando a lo alto, y cuando él solo, con la barba hundida en el cuello, se agacha y, casi cayendo al suelo, suelta una nota que hace vibrar y crujir los cristales de las ventanas. Sólo por el coro canino compuesto de tales ejecutantes se podía inferir razonablemente que aquella casa era una residencia muy respetable; pera nuestro héroe, calado hasta los huesos y tiritando de frío, no pensó en otra cosa más que en la cama. El calesín aun no había parado cuando Tchitchikof saltó a las escaleras, dando traspiés, y casi cayéndose. Apareció entonces otra mujer, más joven que la primera, pero muy parecida a ella. Le hizo entrar en la casa. Tchitchikof echó una ojeada al cuarto: las paredes estaban tapizadas con papel rayado, viejo; había cuadros representando pájaros; entre las ventanas se veían espejitos anticuados, con marcos obscuros, en forma de hojas dobladas; detrás de cada espejo, se asomaba ya una carta, ya una baraja de naipes, o una media; un reloj, con flores pintadas en la esfera, colgaba de la pared; no pudo observar más. Sentía como si se le pegaran los párpados, como si alguien los hubiese embadurnado con miel. Un momento después, el ama de la casa entró en el aposento— una mujer de edad, con un gorro de dormir apresuradamente colocado en la cabeza, y con un cuello de franela ;—era una de esas excelentes damas que, poseyendo una pequeña hacienda, se quejan de las escasas cosechas, inclinando la cabeza hacia un lado; y que, no obstante, van amontonando poco a poco, en diferentes cajones de su cómoda, respetables cantidades de dinero. En un saquito guardan los rublos; en otro, los medios rublos; en el tercero, los cuartos de rublo; y, no obstante, parece que en los cajones no hay más que ropa blanca y camisones de dormir y carretes de algodón y una pelliza, destinada a convertirse después en traje, si los vicios se quemasen, friendo buñuelos, pastelitos para las fiestas o frutas de sartén, o si se gastaran simplemente por el uso. Pero los trajes no se queman ni se gastan, pues la vieja es muy cuidadosa, y el destino quiere que la pelliza permanezca en el cajón durante largos años, y que, andando el tiempo, la herede una sobrina, junto con todo género de trastos. Tchitchikof le presentó sus excusas por haberla molestado con su inesperada visita.

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—¡No importa, no importa!—respondió la señora.—¡Con qué tiempo le ha traído Dios! ¡Qué tempestad de lluvia y viento!... No podía Ud. menos que extraviarse. Debía usted comer alguna cosa después de su viaje; pero es de noche, no podemos guisar-le nada. Interrumpió sus palabras un extraño silbido, cosa que alarmó a Tchitchikof: el sonido hacía creer que el cuarto estaba lleno de serpientes, pero levantando los ojos hacia la pared, nuestro héroe se tranquilizó, pues observó que el reloj estaba a punto de dar la hora. Al silbido, siguió un estertor, y, por fin, con un esfuerzo desesperado, dio las dos, emitiendo un ruido como sí se golpeara con un palo un jarro roto; después de lo cual, el reloj volvió a su tic-tac tranquilo. Tchitchikof dio las gracias a la dama, diciéndole que no quería comer nada, que no debía molestarse, que no pedía más que una cama, y que sólo sentía cierta curiosidad por saber en qué casa estaba, y si distaba mucho de la finca de Sobakevitch. A lo cual contestó la vieja que jamás había oído nombrar a Sobakevitch, y que no había por allí propietario alguno que así se Llamase. —Pero seguramente conoce usted a Manilof—dijo Tchitchikof. —¿Quién es Manilof? —Un terrateniente, señora. —No, nunca le he oído nombrar; no hay tal propietario por aquí. —¿ Quiénes son, pues, los propietarios de aquí? —Pues Bobrof, Svinyin, Kanapatyef, Harpakín, Trepakin, Plyeshakof. —¿Son gentes acomodadas? —No, señor, no mucho. Uno posee veinte almas, otro treinta, pero no hay ninguno que posea cien. Tchitchikof se hizo cargo de que estaba en el último rincón del mundo. —¿Está muy lejos la capital? —Estará a unos sesenta kilómetros. ¡Qué lástima que no pueda ofrecer nada! ¿ No tomará usted una taza de té, señor? —No, muchas gracias, señora; no deseo más que acostarme. —Después de tan mal viaje, ya le hará falta dormir, por cierto. Puede usted acostarse aquí, señor, sobre este sofá. ¡Eh, Fetinya, trae un colchón de plumas, unas almohadas y una sábana! ¡Qué

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tiempo nos ha mandado el Señor: qué truenos! He tenido una vela encendida ante el icono toda la noche. ¡ Oh, señor mío, si está usted embarrado de lodo como un cerdo! ¿ Cómo se ha ensuciado de esta manera? —Y gracias a Dios, puedo sentirme feliz por no haberme roto las costillas. —¿ Maria Santísima, qué horror! Pero ¿ no debemos frotarle los hombros con algo? —Gracias, gracias. No se moleste más que para decir a su criada me seque la ropa y la cepille. —¿Oyes, Fetinya?—dijo la vieja, dirigiéndose a la mujer que había aparecido en la escalera con la linterna, y que ahora, habiendo arrastrado hasta el cuarto un colchón de plumas, y habiéndolo ahuecado por todos lados, estaba esparciendo una verdadera lluvia de plumas por el aposento.—Llévate la levita del caballero, junto con su ropa interior, y sécalas delante del fuego, como lo hacías para el amo; y después de secas, sacúdelas y cepíllalas bien. —Sí, señora—respondió Fetinya, extendiendo una sábana sobre el colchón de plumas y colocando encima las almohadas. —Bien; aquí tiene usted su cama—dijo la vieja.—Buenas noches, señor; que duerma bien. Pero ¿ no desea usted nada? Quizá esté usted acostumbrado, señor, a que le hagan cosquillas en los talones. Mi pobre marido no podía conciliar el sueño sin ello. Pero el huéspede rechazó también las cosquillas en los talones. El ama de la casa se retiró y Tchitchikof se apresuró a desnudarse, entregando a Fetinya las prendas todas, tanto las interiores como las exteriores, y ésta, deseándole buenas noches, se fue, llevando sus mojadas galas. A solas ya, Tchitchikof observó con satisfacción su cama, que casi tocaba el techo. Se echaba de ver que Fetinya era perita en el arte de ahuecar los colchones de plumas. Cuando, montando en una silla, alcanzó la cama y se acostó, el colchón se hundió bajo su peso hasta casi tocar el suelo, lanzando las plumas, que volaron por el aire. Apagando la bujía, se tapó con la manta de algodón, y acurrucándose debajo de ella, se durmió al instante. A la mañana siguiente, se despertó algo tarde. El sol le daba en la cara, y las moscas, que la noche anterior dormían tranquilamente en las paredes y en el techo, tenían todas que ver con él: una se posaba sobre el labio, otra sobre la

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oreja, y una tercera procuraba asentarse en el párpado; la otra, que había cometido la indiscreción de colocarse cerca de las narices, la aspiró Tchitchikof, lo cual le hizo estornudar con violencia, circunstancia que le despertó. Mirando por el cuarto, vio que no todos los cuadros representaban pájaros: entre ellos, colgaba un retrato de Kutusof y otro, pintado al óleo, de un caballero de edad, con solapas encarnadas en su uniforme, tal como se las llevaba en tiempos del emperador Pablo 1. De nuevo el reloj lanzó un silbido y dió las diez: unos ojos de mujer miraban a hurtadillas por la puerta, retirándose precipitadamente al observar que Tchitchikof había echado absolutamente toda la ropa de la cama para dormir más a sus anchas. La cara que le había espiado le parecía conocida. Trataba de recordar a quién pertenecía, y por fin recordó que era de la dueña de la casa. Se puso la camisa; sus ropas, secas y cepilladas, estaban colocadas a su lado. Después de vestirse, se acercó al espejo, y volvió a estornudar tan estrepitosamente, que un gallo, que en ese momento se había acercado a la ventana, colocada cerca del suelo, le cacareó precipitadamente, en su extraño lenguaje, algo que sin duda quería decir “¡Buen día, señor !“. Oído lo cual, Tchitchikof le llamó imbécil. Acercándose a la ventana, examinó el terreno; se diría que la ventana daba al gallinero. Por lo menos, el estrecho corral estaba lleno de aves y de toda especie de animales domésticos. Se veían pavos y gallinas incontables, entre los cuales, se pavoneaba un gallo, andando con pasos mesurados, sacudiendo la cresta e inclinando la cabeza a un lado, como si escuchara algo; había también una cochina con toda su prole, hozando en un montón de basura; se comió un pollito al pasar y, sin notarlo, siguió engullendo cortezas de melón. Este corral estaba cercado por una empalizada, y más allá se extendía una huerta, con coles, cebollas, patatas, remolacha y otras verduras. Esparcidos por la huerta, se veían manzanos y otros árboles de fruta, cubiertos por una red pajiza para protegerlos contra los gorriones y maricas, que revoloteaban formando verdaderas nubes. Con el mismo objeto, se habían levantado, sobre largos palos, varios espantapájaros, con los brazos extendidos, uno de los cuales estaba ataviado con un gorro perteneciente a la misma ama de la casa. Más allá del huerto, estaban las chozas de los campesinos, las cuales, aunque colocadas

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al azar, y no en fila, mostraban, sin embargo, por lo que pudo observar Tchitchikof, la prosperidad de sus moradores, pues se hallaban en buen estado: las maderas de los tejados que se habían podrido, habían sido reemplazadas por otras nuevas; en ninguna parte se veían batientes de puertas medio arrancadas de sus goznes, y en los cobertizos de los campesinos, que daban hacia él, observó Tchitchikof, en uno, un carro casi nuevo, y en otro, hasta dos. “Pues su aldea no es pequeña”, musitó Tchitchikof, tomando inmediatamente la determinación de conversar con el alma y llegar a conocerla. Con este propósito, echó una ojeada al resquicio de la puerta, donde había aparecido la cabeza, y viendo a la mujer sentada a la mesa del té, en el aposento próximo, avanzó hacia ella con sonrisa bondadosa y jovial. —Buenos días, buen señor. ¿ Ha dormido usted bien?—dijo la vieja, levantándose. Estaba mejor vestida que la víspera: lucía un traje obscuro y se había quitado el gorro, pero todavía tenía el cuello envuelto en la franela. —Muy bien, muy bien, gracias—contestó Tchitchikof, tomando asiento en la butaca.—Y ¿ cómo ha pasado usted la noche, señora? —Muy mal, señor. —¿Por qué? —Es el insomnio. Me duele siempre la espalda, y también una pierna, que, por encima de la rodilla, está muy dolorida. —Eso pasará, eso pasará, señora. No ha de hacerle caso. — ¡Dios quiera que así sea! La he frotado con manteca de cerdo y la he bañado con trementina. Y ¿qué torna usted con el té? Hay vino de casa en esa botella. —No me irla mal, señora. Tomaremos una gotita del vino de casa. Probablemente el lector no habrá dejado de notar que, a pesar de sus expresiones de avidez, Tchitchikof hablaba a la vieja con más desahogo y libertad que a Manilof, y que no gastaba cumplidos. Es el hecho que, si bien nosotros los rusos hemos quedado a la zaga de los extranjeros en muchas cosas, nos hemos adelantado a ellos en la habilidad de maneras. Imposible enumerar todos los matices y las sutilezas de nuestra conducta. Un francés o

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un alemán nunca podría percibir y apreciar todas nuestras peculiaridades y finas distinciones; hablará en casi el mismo tono de voz y con casi el mismo lenguaje con un tendero que con un millonario, aunque, claro está, con el alma se humillará bastante ante este último. No sucede así entre nosotros: en la sociedad rusa existen personas tan hábiles, que conversarán con un propietario de doscientas almas de un modo bien distinto del que emplean con uno que posee trescientas almas; y a uno que tiene trescientas, le tratarán de otra manera que al que posee quinientas; y con el que tiene quinientas, no hablan del mismo modo que con el que tiene ochocientas; en fin, hay matices hasta llegar a un millón. Supongamos, por ejemplo, que existe una oficina del Estado, no aquí, sino en un lugar imaginario; y supongamos que en esa oficina hay un jefe. Les ruego le observen cuando está sentado entre sus subordinados; uno siente un pavor que le priva de la palabra. El orgullo y la dignidad. . . y qué sé yo qué más, se reflejan en su cara. Se siente ganas de coger un pincel y hacerle el retrato: ¡un Prometeo, un verdadero Prometeo! Parece un águila, se mueve con paso mesurado. Esa misma águila, cuando abandona su despacho y se dirige al sanctasanctórum de su superior, avanza como mejor puede, balanceándose como una perdiz, con papeles bajo el brazo. En la sociedad, y en una velada, si el resto de los invitados son de menor categoría social, Prometeo sigue siendo Prometeo; pero si los invitados pertenecen a una clase siquiera un poquito superior a la suya, Prometeo sufre una metamorfosis tal como jamás la haya imaginado Ovidio: se convierte en una mosca, en menos que una mosca: ¡se arrastra en el polvo! “Pero si éste no es Ivan Petrovich”, se dice uno, observándole. Ivan Petrovitch es alto, y este tío es bajo e flacucho; Ivan Petrovitch tiene una voz profunda y no ríe nunca, mientras que este tipo no se sabe qué pensar de él: pía como un pájaro y se ríe incesantemente.” Uno se acerca más, se lo mira, ¡y es, en efecto, Ivan Petrovitch! “¡Ahá!”, piensa... Mas volvamos a los personajes de nuestra historia. Tchitchikof, como ya hemos visto, había tomado la determinación de no gastar cumplidos, así que, cogiendo la taza de té, y vertiendo en ella el vino, habló de la siguiente manera: —Tiene usted una bonita aldea, señora. ¿Cuantas almas posee?

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—Cerca de ochenta, señor—respondió la vieja.—Pero he de decirle que los tiempos son muy malos. El año pasado teníamos otra vez una cosecha tan mala como no quisiera tenerla que sufrir más. —Pero los campesinos parecen muy robustos y sus chozas son sólidas. Permítame preguntarle: ¿ cuál es su apellido? Anoche estuve tan distraído.., llegando a esta hora... —Korobotchka. —Gracias. ¿Y su nombre, y el de su padre? —Nastasya Petrovna. —¿ Nastasya Petrovna? Un buen nombre, Nastasya Petrovna; tengo una tía, hermana de mi madre, que se llama Nastasya Petrovna. —Y ¿cómo se llama usted ?—preguntó la dama.—¿ Usted es recaudador de contribuciones? —No, señora—respondió Tchitchikof, sonriendo,—no, por cierto, no soy recaudador de contribuciones; estoy viajando para asuntos particulares. —Oh, entonces es usted comerciante. Realmente, es una lástima que hubiera de vender mi miel a esos tratantes a un precio tan bajo; probablemente usted lo habría comprado, señor. —No, la miel no la habría comprado. —Pues entonces, ¿ qué? ¿ Quizá el cáñamo? Pero ahora tengo muy poco cáñamo, no más de medio pud. —No, señora; lo que yo compro es un género muy distinto. Dígame, ¿ se han muerto algunos de sus campesinos en los últimos años? —Oh, señor mío, ¡nada menos que diez y ocho !—dijo, suspirando.— ¡Y los mejores! ¡Todos trabajadores! Cierto que también han nacido algunos, pero ¿ de qué me sirven? Esos no cuentan. Y vienen a cobrarme las contribuciones y me dicen: “Tiene usted que pagar por cada cabeza.” Los campesinos están muertos y yo tengo que pagar la contribución como si vivieran. La semana pasada se quemó mi herrero y murió. Era un herrero muy hábil, y también aprovechaba para cerrajero. —¿Ha tenido usted un incendio, señora? —¡Dios nos libre de semejante desgracia! Un incendio seria aún peor. Se incendió él mismo, señor mío. No sé cómo, sus

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intestinos comenzaron a arder...; había bebido una cantidad enorme; lo único que puedo decirle es que salió de él una llama azul, y él ardía y ardía, y se volvió tan negro como el carbón, ¡y era un herrero muy hábil! Y ahora no puedo ir en coche porque no tengo quien hierre los caballos. —Es la voluntad de Dios, señora—dijo Tchitchikof, lanzando un suspiro.—Es inútil luchar contra la voluntad del Señor... Le ruego que me las dé a mí, Nastasya Petrovna. —¿Darle qué, señor? —Pues esos que se han muerto. —Pero ¿ cómo puedo hacer eso? —Oh, es muy sencillo. O, si quiere usted, se los pagaré — ¡Cómo! Yo no le comprendo. Seguramente no querrá usted desenterrarlos, ¿ verdad? Tchitchikof comprendió que la vieja estaba alelada y que seria preciso explicarla minuciosamente qué era lo que deseaba él. En pocas palabras le hizo ver que la cesión o venta se verificaría sólo en los papeles, y que las almas constarían como vivientes. —Pero ¿ de qué le servirán?—dijo la vieja, mirándole con los ojos muy abiertos. —Ese es asunto mío. —Pero ¿usted comprende que son almas muertas? —Pues ¡quién ha dicho que estaban vivas! Precisamente porque no lo están, porque están muertas, representan una pérdida para usted: usted tiene que pagar la contribución sobre ellas, pero yo le ahorraré todos esos gastos y molestias, ¿ comprende? Y no sólo eso: le daré además quince rublos. Bueno, ¿ lo comprende ya? —Realmente, no sé—respondió, indecisa, la vieja.—Vea usted, yo nunca he vendido a los muertos. —Supongo que no. Sería un milagro que hubiera quién se los comprase. ¿ O es que usted cree realmente que se puede sacar una ganancia de ellos?

— ¡No, no creo eso! ¿ Qué ganancia se podría sacar? No sirven para nada. Lo único que me preocupa es que están muertos. "Bueno,parece que esta mujer es torpe de verdad",pensóTchitchikof.

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—Escuche, señora; piénselo bien; usted se está arruinando con eso de pagar las contribuciones como si vivieran esos campesinos... —¡Oh, señor mío, no me diga!—interrumpió la vieja.—Sólo la semana pasada he pagado más de ciento cincuenta, aparte de los regalos que le he hecho al recaudador. — ¡Ya lo ve usted, señora! Y piense usted que en adelante no tendrá que hacer más regalos al recaudador, porque tendré yo que pagar la contribución—yo, y no usted.—Yo tomo sobre mi la obligación de pagar toda la contribución; hasta pagaré las costas de la transferencia, ¿ comprende al fin? La vieja cavilaba. Veía que la transacción ciertamente parecía ventajosa, sólo que era demasiado rara e inusitada, así que empezaba a sentirse intranquila por si el comprador tratara de estafaría. ¡Dios sabía de dónde habría venido, y también había llegado de noche! — ¡Bueno, señora! ¿ Qué dice usted? ¿ Convenidos ?—dijo Tchitchikof. —Por mi vida, señor, que nunca se me había ocurrido vender a los muertos. Hace unos años, sí vendí a Protopopof unas campesinas vivas—dos muchachas, a cien rublos cada una,—y bien contento se quedaba él: han resultado muy buenas trabajadoras; hasta tejen servilletas para la mesa. —Bien, pero ahora no se trata de los vivientes; Dios los bendiga. Los que yo le pido son los muertos. —Verdaderamente, a primera vista, temo que resulte una pérdida para mí. Quizá me está usted engañando, señor, y quizá... quizá valgan más. —Oiga, buena mujer. . . ¡eh, qué tonterías está diciendo! ¿Qué pueden valer? Considere: si no son más que ceniza, ¿ sabe? ¿ No lo comprende usted? No son más que ceniza. Ahora, un artículo cualquiera, aunque despreciable y sin valor alguno, un simple trapo, por ejemplo, hasta el trapo tiene cierto valor; los trapos se compran para hacer papel; pero esas almas muertas, no sirven para nada. ¡Vamos!, dígame usted, ¿ de qué sirve? —Sí, es verdad, no sirven para nada en absoluto. Lo único que me hace cavilar es que, vea usted, están muertas. “¡Uf!, es más dura que un poste”, pensó Tchitchikof, que ya comenzaba a perder la paciencia. “¿ Cómo es posible entenderse

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con ella? ¡Enciende mi sangre, la maldita vieja!” Y sacando un pañuelo del bolsillo, se puso a enjugar el sudor que cubría su frente. Pero no había razón para que Tchitchikof se indignara: muchos hombres muy respetables, y aun muchos hombres de Estado, son verdaderos Korobotchka en los negocios. Una vez se les entra una idea en la cabeza, no hay manera posible de sacársela: cuantos argumentos se les presentan rebotan de ellos como una pelota de goma rebota de una muralla. Después de secarse la frente, Tchitchikof determinó probar de conquistarla por otros procedimientos. —O usted no quiere entender lo que le digo, señora, o usted habla así sólo por el gusto de hablar. Le daré quince rublos papel, ¿ comprende? Son dinero, ¿ sabe? Usted no los recogerá en medio del camino. Vamos, dígame, ¿ por cuánto ha vendido usted la miel? —Por doce rublos el pud. — Señora, está usted cargando su conciencia con un pecadillo; usted no la vendió por doce rublos. — ¡Palabra de honor, por doce rublos! —Bien; veamos. Los doce rublos se pagaron por un artículo, por la miel. Se ha ido elaborando durante más de un año, quizá, con trabajo y fatigas y ansiedad; usted fué y cuidó a las abejas, y usted dió de comer a las abejas en el sótano, durante todo el invierno. Pero las almas muertas ya ni siquiera pertenecen a este mundo. Usted no se ha molestado por ellas; era la voluntad de Dios que abandonasen este mundo, para mengua de su patrimonio de usted. En el caso de la miel, ha recibido usted por su trabajo, por sus esfuerzos, doce rublos, pero ahora recibirá usted de balde, por nada, no doce, sino quince rublos, y no en plata, sino todos en billetes azules. Después de estos poderosos argumentos, Tchitchikof no dudó de que cedería la vieja. —Pero, mire usted—contestó ésta,—soy una pobre viuda, sin experiencia; más vale que espere un poquito; quizá vengan otros tratantes y podré enterarme de los precios. —¡Qué vergüenza, señora! Es sencillamente una vergüenza! Vamos, reflexione usted sobre lo que está diciendo. ¿ Quién se las va a comprar? ¿Para qué las podría utilizar nadie?

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—Quizá se pueden utilizar para algo... —replicó, pero paró bruscamente, mirándole boquiabierta, casi con horror, esperando qué diría a esto Tchitchikof. —¡Utilizar a los muertos! ¡Válgame Dios! ¿Para espantar de noche a los mochuelos de su huerto? — ¡Dios nos perdone! ¿ Qué cosas dice !—exclamó la vieja, santiguándose. —Y ¿ qué otra cosa puede usted hacer con ellos? Además los huesos y las sepulturas los conserva usted; la cesión no consta más que en los papeles. Bueno, ¿ qué dice? ¿ Cómo lo decide? Contésteme. La vieja reflexionó de nuevo. —¿Qué está usted pensando, Nastasya Petrovna? —Realmente, no puedo decidirme sobre qué he de hacer; preferiría venderle el cáñamo. — ¡Cáñamo! ¡Válgame Dios! ¡Le pido una cosa bien distinta y usted trata de hacerme cargar con el cáñamo! Cáñamo es cáñamo; otro día vendré y compraré su cáñamo también. Bien, ¿ qué decidimos, Nastasya Petrovna? — ¡Ay, Dios mío! Si es una cosa tan rara e inaudita esa venta. Oído esto, Tchitchikof perdió completamente la paciencia; dió un golpe en el suelo con la silla y mandó a la vieja al diablo. La dama sentía un miedo mortal por el diablo y su simple mención la llenaba de espanto. — ¡Ay, que no le nombre, Dios nos guarde !—gritó, palideciendo.—No hace más de dos noches, soñé toda la noche con el diablo. Esa noche se me había ocurrido probar mi suerte con los naipes, después de rezar, y no parece sino que Dios me mandó al diablo para castigarme. Estuvo horrible, con cuernos más largos que los de un toro. —Me extraña que no sueñe usted diablos por docenas. Por la sencilla humanidad cristiana, quería ayudarle: ¡a una pobre mujer que lucha con la pobreza!... ¡Pero el demonio se la lleve a usted y a toda su aldea! — ¡Ay, qué cosas más horribles está usted diciendo!—gritó la vieja, mirándole con terror. —Bueno, ¡no se sabe cómo tratarla a usted! Si usted se parece

— por no decir una cosa fea—se parece al perro del hortelano,

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que ni come ni deja comer. Tenía la intención de comprar a usted toda suerte de productos, porque también me encargo de los contratos del Gobierno para la adquisición de víveres. Esto lo dijo al pasar, sin ninguna intención ulterior, salvo que vino a él como una inspiración feliz. La soltó sin malicia, mas tuvo un éxito inesperado. La mención de los contratos del Gobierno produjo una fuerte impresión en Nastasya Petrovna, que se apresuró a decir com voz de súplica: —Pero, ¿ por qué está usted tan excitado? Si hubiera sabido que tenía usted un temperamento tan nervioso, no le habría contrariado. —Realmente, no tengo por qué enfadarme. Si el negocio no vale lo que un huevo podrido. ¡ Como si yo hubiera de enfadarme por él! —Oh, entonces, muy bien; ¡le cederé las almas por quince rubios papel! ¡ Sólo que, señor, respecto a esos contratos, fíjese, si usted me comprara el centeno, o el alfarfón, o los granos, o las carnes, le ruego no me engañe. —No, buena mujer, no le engañaré—dijo, mientras enjugaba el sudor que corría por su rostro. Entonces le preguntó si había un abogado en el pueblo, o si tenía ella algún amigo a quien podría dar autorización para cerrar la venta y hacer todo lo necesario. —¡Sí, por cierto! El hijo del pope, Padre Kirill, es relator del Tribunal—contestó la vieja. Tchitchikof le pidió que escribiese una carta de autorización para él y, con objeto de ahorraría molestias, se encargó de redactaría él mismo. “No estaría mal”, pensaba la vieja mientras tanto, “no estaría mal que comprase mi alfarfón y mi ganado para el Gobierno. He de ablandarle el corazón: queda un poco de masa de ayer; voy a decir a Fetinya que haga una torta; y no estaría de más hacer un plato de huevos. Fetinya guisa muy bien los huevos, y es una cosa que se hace de prisa. La vieja salió para llevar a cabo su idea de los huevos, y para completarlos, quizá, con otros primores de cocina, mientras Tchitchikof fué al salón, donde había pasado la noche, para sacar de

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su maleta los papeles necesarios. Hacia tiempo que habían barrido y desempolvado la habitación; se habían llevado el lujoso colchón de plumas y, delante del sofá, había una mesa puesta para la comida. Tchitchikof coloco sobre ella la maleta, y se detuvo, pues estaba empapado de sudor, calado como si hubiera caído al río: todo lo que llevaba, desde la camisa hasta los calcetines, estaba completamente mojado. “¡Uf, cómo me ha agotado, la maldita vieja!”, se dijo, descansando un momento antes de abrir la maleta. El autor está persuadido de que hay lectores tan curiosos que quisieran conocer el plan y la distribución interna de la maleta. ¿ Por qué no satisfacer su curiosidad? La distribución era la siguiente: en el mismo centro, había una caja para el jabón; encima de la caja de jabón había seis o siete divisiones estrechas para las navajas; después compartimientos cuadrados para la arenilla y el tintero, con un hueco entre los dos para las plumas, el lacre y otras cosas algo más largas; después había varias divisiones, tapadas y sin tapar, para las cosas más pequeñas, llenas de tarjetas de visita, esquelas mortuorias, entradas para el teatro y otros objetos guardados como recuerdos. La bandeja superior, con sus pequeñas divisiones, se sacaba, y debajo había un departamento lleno de hojas de papel de escribir; después había un bajoncito pequeño para el dinero, que se abría por un lado de la maleta. Siempre salía tan rápidamente y tan de prisa la volvía Tchitchikof, que no se podría decir de seguro cuánto dinero contenía. Nuestro héroe se puso inmediatamente a trabajar, y recortando una pluma, empezó a escribir. En este momento, entró la dueña de la casa. —Tiene usted una bonita maleta—dijo, sentándose a su lado. Juraría que la compró en Moscou —Sí, en Moscou—respondió Tchitchikof sin interrumpir su escritura. —Ya lo sospechaba; allí trabajan muy bien. Hace dos años, mí hermana me trajo de allí unas botitas de invierno para los niños, tan bien hechas, que todavía las conservan. ¡Ay, cuánta papel sellado tiene !—exclamó, atisbando el interior de la maleta. Y en efecto, había mucho papel sellado en ella.

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—¡Podía usted regalarme una o dos hojas! Me hace mucha falta; si quisiera enviar una petición al Tribunal, no tendría en qué escribirla. Tchitchikof le explicó que aquel papel no era el más indicado para su petición. Pero para contentaría, le dió una hoja que valía un rublo. Ya redactada la carta, se la dió para que la firmase, y le pidió una lista de los campesinos muertos. Mas parece que la vieja no extendía listas ni archivaba documento alguno, pero conocía los nombres de memoria. Algunos de ellos le causaron a Tchitchikof asombro, y aun más sus apodos, así que se detenía al oirlos y antes de escribirlos. Uno especialmente le produjo mucha impresión: Pyotr Savelyev Ne-uvazhay-Koryto (Abrevadero), y no pudo menos de observar: “Qué nombre tan largo.” Otro se llamaba Korovy Kirpitch (Ladrillo de vaca), y un tercero apareció sencillamente como Ivan Koleso (Rueda). Cuando había acabado de escribir, olfateó la fragancia seductora de una cosa que se freía en mantequilla. —Hágame usted el favor de comer conmigo—dijo la vieja. Tchitchikof, volviendo la cabeza, vió que la mesa estaba ya puesta, con setas, empanadas, frutas de sartén, quesadilla, pasteles llenos de diferentes cosas: algunos de cebolla, otros de semilla de amapola, otros de requesones, e incluso varios de pescado, y aun qué sé yo cuánta cosa más. —¿Un poco de empanada de huevos?—preguntó el ama. Tchitchikof se acercó a la empanada, y después de consumir algo más que la mitad de ella, la alabó. Era realmente sabrosa, y después de los mareos que le había proporcionado la vieja, le parecía aún mejor. —¿Algunas arepas? En contestación a esto, Tchitchikof cogió tres arepas y, mojándolas en mantequilla derretida, las dirigió hacía la boca, enjugando después las manos y la boca con la servilleta. Repetida tres veces esta operación, rogó a la vieja que mandase enganchar el calesín. Nastasya Petrovna envió inmediatamente a Fetinya, diciéndole, al mismo tiempo, que trajese más arepas. —Estas arepas son muy buenas, señora—dijo Tchitchikof, acometiendo las más calientes que acababan de traer.

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—Sí, las fríe muy bien Fetinya—respondió la vieja,—pero resulta que la cosecha ha sido muy mala y la harina escasea... ¿ Por qué tiene usted tanta prisa ?—dijo, viendo como Tchitchikof cogía la gorra.—No hay prisa, que todavía no están enganchados los caballos. —Lo estarán pronto, señora; mi criado no tarda en prepararlo todo. —Bueno, pues; no olvide usted lo de los contratos del Gobierno. —No me olvidaré, no me olvidaré—respondió Tchitchikof, saliendo al pasillo. —Y ¿ no comprará usted el tocino ?—persistió la vieja, siguiéndole. —¿Por qué no? Claro que lo compraré, sólo que un poco más tarde. —Tendré bastante tocino allá por Pascua. —Lo compraremos, todo lo compraremos, también el tocino. —Quizá le harán falta también unas plumas. Tendré plumas allá por la fiesta de San Felipe. — ¡Muy bien, muy bien !—respondió Tchitchikof. —Ya ¿lo ve usted, señor? Su calesín no está todavía enganchado—dijo la dueña cuando salieron. —Lo estará, lo estará en seguida. Pero haga el favor de decirme qué dirección he de tomar para llegar al camino real. —¿Cómo se lo puedo decir?—contestó la vieja.—Es muy difícil explicar, hay que dar tantas vueltas; quizá valdría más que le acompañase una muchacha para enseñarle el camino. Podrá sentarse en el pescante con el cochero. —Podrá, podrá. —Bien; entonces le acompañará una muchacha que conoce el camino. Sólo que no se me la lleve; ya se me llevaron a una unos comerciantes. Tchitchikof le prometió no llevarse a la muchacha, y la señora Korobotchka, tranquilizada, se puso a escudriñar todo lo que pasaba en el cercado. Clavó la vista en el ama de llaves que traía de la despensa una cuba de madera llena de miel; miró a un campesino que apareció en la puerta de la verja, y a poco, se hallaba de nuevo absorta en la vida de su finca. Mas ¿ por qué detenernos tanto tiempo en hablar de la señora Korobotchka? Basta

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de la señora de Korobotchka y de la señora de Manilof, pues de otro modo resultará, como siempre sucede en este mundo, que lo divertido se convierte en triste, y entonces Dios sabe qué ideas se nos puedan meter en la cabeza. Hasta podríamos pensar: “Pero ¿está realmente la señora de Korobotchka tan baja en la escala de la perfectibilidad humana? ¿ Mide en verdad un abismo tan vasto entre ella y su hermana, que, inaccesiblemente encastillada en su aristocrático hogar, con sus perfumadas escaleras de hierro fundido, sus avios de cobre reluciente, su caoba y sus tapices, bosteza sobre un libro sin acabar, mientras espera la hora de empezar sus visitas a la sociedad ingeniosa y elegante? Allí tiene un campo para lucir su inteligencia y expresar las ideas que ha aprendido de memoria, no ideas propias sobre su hogar, sobre sus propiedades —descuidados y desordenados, gracias a su ignorancia de las faenas de la casa y de los trabajos del campo—no éstas, sino aquellas otras ideas que interesan por una semana a la sociedad: ideas sobre la revolución política pronta a estallar en Francia, y sobre el catolicismo elegante. ¡Pero basta, basta! ¿ Para qué hablar de esto? ¿Por qué será que, aun en los momentos de expansión más franca y espontánea, nos sobreviene repentinamente un extraño cambio de humor? La sonrisa apenas se ha desvanecido en los labios cuando súbitamente, y entre las mismas gentes, se siente uno otro hombre, y ya el rostro resplandece con otra luz. —Aquí está el calesín, aquí está—gritó Tchitchikof, viendo acercarse lentamente su coche.—¿ Por qué has perdido tanto tiempo, estúpido? Sospecho que aun no te ves libre de los vapores de la bebida de la última noche. Selifan no contestó a esta observación. —¡Adiós, señora! Pero ¿ donde está la muchacha? —¡Eh, Pelageya!—gritó la vieja a una muchacha de unos doce años, de pie junto a la escalera, con vestido de hilo, teñido en casa, y que enseñaba unas piernas desnudas tan recubiertas de lodo, que a distancia parecian botas altas.—Enseña al caballero el camino. Selifan extendió la mano a la muchacha que, colocando el pie en el estribo del coche, y cubriéndolo de lodo, trepó al pescante y se sentó a su lado. Tchitchikof subió después, haciendo ladear

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el coche a la derecha, pues su peso no era despreciable; se instaló por fin, diciendo: —Bueno, ya estamos. ¡Adiós, señora! Los caballos se pusieron en marcha. Selifan permaneció sombrío durante todo el trayecto, y al mismo tiempo, guiaba con cuidado, como era su costumbre a raíz de haberse emborrachado, o de haber cometido una falta cualquiera. Los caballos estaban maravillosamente almohazados. La collera de uno, que antes mostraba un rasgón por donde asomaba el relleno, debajo del cuero, había sido mañosamente reparada. Permaneció en silencio; se limitó a fustigar a los caballos sin dirigirles palabras de admonición, aunque el tordo moteado anhelaba una exhortación, pues cuando los arengaba, las riendas permanecían sueltas y el látigo se pasaba por sus espaldas como mera formalidad. Pero en esta ocasión, sus labios no emitieron sonido alguno que no fueran exclamaciones monótonas y desagradables: “¡Arre, cuervo, arrástrate!” Hasta el bayo y el castaño se sintieron descontentos al no oir ni una sola vez los acostumbrados términos de cariño. Al tordo moteado se le antojaron sumamente desagradables los azotes que caían sobre sus gordos costados. “Por mi vida, que se muestra decidido”, pensó, agitando las orejas. “Ya sabe muy bien dónde descargar los golpes. No se contenta con darme ligeramente en las espaldas, sino que escoge el punto más sensible: o me da en las orejas o me fustiga en el vientre.” —¿A la derecha?—preguntó Selifan bruscamente a la muchacha sentada a su lado, indicando con el látigo el camino, que, ennegrecido por la lluvia, cruzaba las verdes praderas. —No, no; ya le guiaré—contestó la muchacha. —¿Por dónde ?—preguntó Selifan, cuando se habían acercado más al camino. —Por aquí—contestó la chica, señalando el camino a la derecha. — ¡Bueno, tú sí que eres lista! ¡Si es a la derecha! ¡No sabes cuál es la mano derecha! Aunque hacía un día espléndido, el camino estaba lleno de lodo que las ruedas del calesín, levantándolo, pronto estaban recargadas de barro, debido a lo cual el carruaje se tornaba cada vez más pesado. Además, el terreno era de arcilla extremadamente pegajosa. Debido a estas dificultades, era ya mediodía cuando

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llegaban al camino real. Y ni esto es probable que lo habrían conseguido sin la ayuda de la muchacha, porque las encrucijadas iban en zig-zag de acá para allá, como cangrejos, cuando se les vacía el cesto; así que Selifan fácilmente se habría extraviado, y no por culpa suya. Pronto la muchacha señaló un edificio mugriento que se divisaba a cierta distancia, diciéndole: “Allá está el camino real.” —¿Y qué es ese edificio?—preguntá Selifan. —Es la taberna. —Bien; entonces podemos seguir solos—dijo Selifan.—Tú puedes volverte a casa. Paró y la ayudó a bajar, diciendo entre dientes: “¡Ay, qué piernas tan sucias!” Tchitchikof le dió una moneda y la muchacha echó a andar bacia la finca, muy contenta de haber dado un paseo en el coche del caballero.

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CAPITULO IV Cuando llegaron a la taberna, Tchitchikof ordenó a Selifan que parase, tanto para que descansasen los caballos como para tomar él mismo un bocado. El autor ha de confesar que el apetito y la digestión de tales gentes le despiertan mucha envidia. No es cosa mayor su admiración hacia los elegantes caballeros de Petersburgo y Moscou, que pasan las horas muertas pensando en qué han de comer mañana y en qué consistirá la comida del día siguiente, y que infaliblemente se tragan unas píldoras antes de comenzar la comida, y luego engullen unas ostras y langostas y otros manjares extraños, para después ir a tomar las aguas a Carlsbad o al Cáucaso. No, estos caballeros no le despiertan la envidia, sino aquellos otros de la clase media que, en una parada, piden jamón, en la próxima un lechoncillo, en la siguiente un plato de sollo o una salchicha frita con cebollas, para luego sentarse a la mesa a la hora que queráis, como si nada hubiera ocurrido, y engullir, con silbidos y gorgoteos, una sopa de sollo, llena de ‘fanecas de anguila y huevas de pescado, seguida de una tortilla o de unos pasteles de pescado, y esto con tanto apetito que da dentera observarlo. ¡Sí, estos caballeros poseen el don más preciado del cielo! Hay más de un gran señor que en cualquier momento sacrificaría la mitad de sus campesinos y la mitad de sus fincas, hipotecadas y sin hipotecar, con todos los perfeccionamientos a la rusa y a la extranjera, sólo por poseer una digestión como la del caballero de la clase media. Pero la desgracia es que ni el dinero ni las fincas, con o sin perfeccionamientos, puedan comprar una digestión como la del caballero de la clase media. La taberna de madera, ennegrecida por el tiempo, recibió a Tchitchikof bajo su porche estrecho y hospitalario, que se sostenía sobre postes de madera entallada, recordando los antiguos candeleros de iglesia. El edificio era algo parecido a las chozas de los campesinos rusos, pero de mayores dimensiones. Las cornisas,

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de madera nueva, con tallados diseños, bajo el tejado, y marcando las ventanas, resaltaban vivamente en contraste con las paredes ennegrecidas. En los postigos, se veían pintados tiestos de flores. Subiendo la angosta escalera de madera que conducía a la sala, Tchitchikof se halló delante de una puerta, que se abrió con un chirrido, apareciendo una mujer gorda, con traje de un tejido chillón, quien le dijo: —¡Por aquí; haga el favor! En el cuarto interior encontró a aquellos amigos que siempre esperan al viajero en todas las posadas a orillas del camino: a saber, un mugriento samovar, paredes de tablones de pino cepillados, una copera triangular, con tazas y teteras en un rincón, huevos de loza dorada, colgando de cintas rojas y azules, delante de los iconos, una gata que hace poco ha parido, un espejo que refleja cuatro ojos en lugar de dos y que transforma el rostro humano en una especie de buñuelo, ramitos de hierbas y claveles colgados delante de los iconos, y tan secos, que quien tratara de olerlos es seguro que estornudaría. —¿Hay lechoncillo?—preguntó Tchitchikof a la mujer, que permanecía ante él con aire expectante. —Sí, hay. —¿‘Con rábano picante y nata fermentada? —Sí, con rábano picante y nata fermentada. — ¡Sírvamelo! La mesonera se fué y pronto volvió trayendo un plato y una servilleta, almidonada y dura como una corteza, a tal punto que no podia aplanarse; después un cuchillo, con mango de hueso que la vejez había tornado amarillo, y con una hoja tan delgada como la de un cortaplumas; un tenedor de dos púas y un salero que no quería sostenerse de pie en la mesa. Inmediatamente nuestro héroe entró en conversación con la mujer, como era su costumbre, y le preguntó si ella misma dirigía la taberna o si había otro amo; cuánto sacaba del negocio; si sus hijos vivían con ella, y si estaba o no casado el mayor y, en caso afirmativo, si su mujer le había traído un buen dote; si el padre de la novia estaba satisfecho, o si se había disgustado por no haber recibido bastantes regalos con motivo de la boda; en fin, todo lo Investigó. Innecesario decir que Tchitchikof mostró mucho in

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terés en saber quiénes eran los terratenientes de la comarca, enterándose de que había propietarios de todas clases: Blohin, Potcitaef, Mylnoy, Tcheprakof, el coronel y Sobakevitch. — ¡Ah! ¿ Usted conoce a Sobakevítch ?—dijo; enterándose inmediatamente de que la vieja conocía no solamente a Sobakevitch, sino también a Manilof, y que Manilof era más refinado que Sobakevitch: solía mandar guisar un pollo, y también pedía ternera, y si había hígado de carnero también lo comía, pero no probaba más que un bocado de cada plato; pero, en cambio, Sobakevitch pedía un solo plato y lo devoraba hasta el último mendrugo, y aun esperaba más por el mismo precio. Mientras Tchitchikof hablaba y se comía el lechoncillo, del cual quedaba ya una sola tajada, escuchó el ruido de un carruaje que se acercaba. Mirando por la ventana, vió que se detenía delante de la taberna un ligero calesín, tirado por tres buenos caballos, del que descendieron dos hombres: uno alto y rubio, el otro moreno y algo más bajo. El rubio llevaba una chaqueta azul obscuro, galoneada; el moreno, un sencillo chaquetón a rayas. A lo lejos, se divisaba otro carruaje de pobre aspecto, que se arrastraba por el camino, vacío, y tirado por cuatro corceles, con colleras rotas y jaez de cuerdas. El hombre rubio ganó inmediatamente la escalera, y el moreno se quedaba detrás, rebuscando algún objeto en el calesín, mientras hablaba con su criado, y al mismo tiempo hacia señas al carruaje que se acercaba. Su voz le parecía a Tchitchikof conocida. Mientras le examinaba, el hombre rubio buscaba la puerta y, encontrándola, la abrió. Era alto, con rostro enjuto y bigote rojo. A juzgar por su cara amarilla, se podría sospechar que conocía bien el humo del tabaco, si no el de la pólvora. Saludó cortésmente a Tchitchikof, que respondió con igual finura. Es probable que dentro de pocos minutos se habrían formado una amistad y que habrían charlado mucho, pues ya habrían cobrado confianza, y los dos expresaban, casi en el mismo momento, su satisfacción porque la lluvia de la víspera había extinguido el polvo de la carretera, y porque ahora hacia fresco y el tiempo era bueno para los paseos en coche, cuando entró el viajero moreno, arrojando la gorra sobre la mesa y ahuecando airosamente con los dedos su espeso cabello negro. Era un guapo mozo, de mediana estatura, con mejillas redondas y coloradas,

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dientes blancos como la nieve y barbas negras como la brea. Te-fila una frescura de leche y rosas y su cara rebosaba salud. — ¡Caramba !—exclamó, abriendo los brazos al ver a Tchitchikof.—¿ Qué buenos vientos te traen aquí? Tchitchikof reconoció en el mozo a Nosdriof, un joven que había asistido a una cena en casa del fiscal, y quien a pocos minutos de su presentación había adoptado con nuestro héroe una actitud familiar, tuteándole, aunque Tchitchikof no le había dado mucha confianza. —¿Adónde vás?—preguntó Nosdriof, y sin esperar contestación continuó ¡He estado en la feria, amigo! ¡Felicítame, me han limpiado los bolsillos! ¿ Quieres creerlo? ¡En mi vida me han limpiado como esta vez! Figúrate, he tenido que alquilar un coche para llegar aquí. ¡Míralo! Dicho esto, acogotó a Tchitchikof con tanta violencia, que por poco le hace dar con las narices en el marco de la ventana. —¿Ves qué miserables jacos son? Apenas si podían arrastrarse hasta aquí, ¡malditos brutos! He tenido que montar en el calesín de éste—señalando a su compañero. —¿Os conocéis? ¡Es mi cuñado Mishuef! Estábamos hablando de ti toda la mañana. “Ya ves”, dije yo, “si no encontramos a Tchitchikof”. Bueno, ¡si supieras cómo me han limpiado! ¿ Quieres creerlo? No sólo he dejado allí mi última cuarto, sino todo; ¡me han despojado de todo! ¡Mira, que ni tengo reloj! Tchitchikof le miró y vió que en efecto no llevaba ni reloj ni cadena. Hasta le parecía que una de sus barbas estaba más corta y menos espesa que la otra. —Pero si tuviera siquiera veinte rublos en el bolsillo—prosiguió Nosdriof,—si tuviera nada más que veinte rublos, lo recobraría todo, y no sólo lo recobraría, sino que me metería treinta mil rublos en el bolsillo, ¡palabra! —Has dicho lo mismo antes—respondió su compañero,—y cuando te di cincuenta rublos, los has perdido inmediatamente.

— ¡No los habría perdido, te lo juro, no los habría perdido! ¡Si no hubiera cometido esa tontería, no los habría perdido! ¡Si no hubiera apostado dos contra uno a ese maldito siete, cuando doblaron las apuestas, podría haber saltado la banca.

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—Pero no la saltaste—observó el caballero rubio. —No la salté porque equivocadamente puse dos contra uno al siete. Pero, ¿ tú crees que tu general es buen jugador? —Si lo es o no, te ha limpiado a ti. —¡Y qué importa eso! Ya le dejaré limpio a él, no tengas cuidado. Espera a qué se decida a apostar doble, y ¡veremos!, entonces veremos si es buen jugador. ¡Pero qué juerga hemos corrido en los primeros días, amigo Tchitchikof! La feria tuvo un éxito extraordinario. Los mismos mercaderes dijeron que nunca habían visto tanto gentío. Todo lo que traje de la aldea se vendió a peso de oro. Ah, chico, ¡cómo nos hemos divertido! Aun ahora, cuando lo recuerdo... ¡macachis! ¡Qué lástima que no estuvieras! ¡Figúrate!, había un regimiento de dragones alojado a sólo cuatro kilómetros del pueblo. ¿ Quieres creerlo?, todos los oficiales, cuarenta, vinieron al pueblo; ¡todos, hasta la última rata!... ¡Cuando nos pusimos a beber, chico!... Ese capitán de Estado Mayor... ¡qué simpático!... ; ¡tenía unos bigotes, chico! El vino de Burdeos lo llama sencillamente “Bordashka”. “¡Tráenos Bordashka, camarero!”, decía. Y el teniente Kuvshinikof... ¡ah, chico, qué hombre tan encantador! ¡Es todo un calavera! Estuvimos juntos todo el tiempo. Pero ¡qué vino nos ofreció Ponomaref! Has de saber que es todo un trampista; no compres nada en su tienda; echa al vino toda suerte de porquería: sándalo y corcho quemado, y hasta emplea las bayas del saúco como colorante, ¡el muy tunante! Pero si saca de ese rincón misterioso que se llama su “bodega particular”, alguna botellita escogida, ¡nada, chico!, te crees en el Paraíso. Bebimos champán. .‘. ése del gobernador no vale nada comparado con aquél: no es más que sidra. Figúrate, no Cliquot, sino Cli-quot-Matradura, que quiere decir Cliquot doble. También nos saco una botella de vino francés que se llama “Bon-bon”, con un aroma, ¡bueno!, como las rosas, y todo lo demás que quieras. ¡Qué juerga hemos corrido! Un príncipe, que llegó después, mandó buscar champán a la tienda, y no quedaba una botella en todo el pueblo: los oficiales se lo habían bebido todo. ¿ Quieres creerlo? ¡Yo mismo me bebí diez y siete botellas con la cena! —Vamos, tú no puedes beber diez y siete botellas—interpuso el caballero rubio.

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— ¡Palabra de honor! Te digo que me las bebí—contestó Nosdriof. —Puedes decir lo que quieras, pero yo te aseguro que no puedes beber ni diez. —¿ Qué quieres apostar a que puedo beberlas? —¿ Por qué había de apostar? —Apuesta la pistola que compraste en el pueblo. —No quiero. —Si, apuéstala, como prueba. —¿Por qué había de hacer la prueba? —Sí; es que sabes que perderías la pistola si las apostaras, tal como perdiste tu gorra. ¡Ah, amigo Tchitchikof, cuánto siento que no estuvieras allí! Sé que no te habrías apartado nunca más del teniente Kuvshinikof. ¡Tú y él os hubierais llevado muy bien! Es bien diferente del fiscal y de todos esos cicaterillos de nuestro pueblo, que se estremecen al soltar un Copec. Está pronto a hacer todo lo que se quiera. Ah, Tchitchikof, ¿ por qué no has venido? Has sido un cochino de no venir, ¡ganadero! ¡Bésame, querido, me gustas mucho! ¡Figúrate, Mishuef, el destino nos ha unido en este sitio! ¿Qué representaba él para mi, ni yo para él? El ha venido aquí, Dios sabe de dónde, y yo, aqui vivo... ¡Y cuántos carruajes había, chico! Todo estaba en gros. Probaba mi suerte y ganaba dos jarritos de pomada, una taza de porcelana y una guitarra; y después apostaba otra vez y perdía más de seis rublos, ¡rediez! ¡Y qué tenorio es ese Kuvshinikof! ¡Si lo supieses! Ibamos con él a casi todos los bailes. Había una muchacha muy emperifollada, recargada de volantes y flecos y el demonio sabe qué más. Yo pensaba: “Vaya”; pero Kuvshinikof es el demonio; él se sentó a su lado y le soltó cada piropo en francés... ¿Quieres creerlo? Ni dejaba en paz a las campesinas. Eso lo llama él “coger las flores que se abren a su paso”. Vendían un pescado maravilloso, y sollo salado; he traído uno. ¡Suerte que lo compré antes de que se me acabara el dinero! ¿ dónde vas ahora? —Voy a ver a una persona—respondió Tchitchikof. —Vamos, ¡al diablo con él! Déjale y yente a mi casa conmigo. —No puedo, no puedo: se trata de un negocio.

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— ¡Ahora es un negocio! ¿ Y luego qué? ¡Ay, Opodeloc ivanitch! — ¡Si es verdad! ¡Se trata de un negocio, y de un negocio muy importante! —Apuesto que estás mintiendo. Vamos, dime, ¿ a quién vas a visitar? —Pues a Sobakevitch. Al escuchar esto, Nosdriof rompió en una estruendosa carcajada, riéndose como sólo se ríen los hombres que rebosan salud, mostrando hasta la última muela de la dentadura, blanca como el azúcar, temblando los carrillos, y desternillándose de risa, hasta hacer que su compañero de hospedaje, a tres habitaciones distante, despertara sobresaltado y, con los ojos fuera de las órbitas, exclamara: “¡Caramba, ese sí que está de buenas!” —¿Qué hay de cómico en eso ?—preguntó Tchitchikof, algo desconcertado por la risa de Nosdriof. Pero éste siguió riéndose a mandíbula batiente, exclamando: — ¡Ay, sálvame, que me reventaré de risa! —No es cosa de risa; le prometí que le visitaría—dijo Tchitchikof. —Pero tú sabes que allí no te has de divertir: ¡es el más avaro de la comarca! ¡Yo te conozco! Te engañas cruelmente si crees que allí encontrarás una partida de naipes o una buena botella de “Bon-bon”. Escucha, chico: ¡al demonio con Sobakevitch! Vente conmigo a mi casa! ¡Qué plato de sollo comerás! Ponomaref me hacía mil zalemas, el animal, y me decía: “Lo he comprado expresamente para usted”. Y añadía: “Podría usted revolver toda la feria y no encontraría otro igual.” Pero es un pillo; se lo dije en la cara: “El contratista del Gobierno y tú sois los más grandes tramposos que existen.” El se rió, frotándose la barba, ¡el muy animal! Kuvshinikof y yo comimos todos los días en su tienda. Oh, chico, hay algo que he olvidado decirte; sé que vas a armar la bronca, pero te advierto que ni por diez mil rublos te lo cedería. ¡Eh, Porfiry!—gritó, corriendo a la Ventana y dirigiéndose al criado, que empuñaba con una mano un cuchillo y con la otra un mendrugo de pan y una tajada de sollo que había logrado apropiarse mientras bajaba del calesín.— ¡Eh, Porfiry, trae el cachorro! ¡Qué cachorro !—continuó, volviéndose

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hacia Tchitchikof.—Debe de haberlo robado, pues el dueño no lo habría soltado a ningún precio. He ofrecido por él mi yegua castaña, la que, como recordarás, me cambió Hvostiref. Pero Tchitchikof en la vida había visto ni la yegua castaña ni a Hvostiref. —¿ No desea usted comer nada, señor ?—dijo la mujer, acercándose en ese momento a Nosdriof. —No, nada. Ah, chico, cómo nos hemos divertido. Espera, dame una copita de vodka. ¿ Qué marca tienes? —Está sazonado con anís—respondió la mujer. —Déme una copita también—dijo el caballero rubio. —En el teatro había una actriz que cantaba como un canario, ¡la sinvergüenza! Kuvshiníkof, que estaba a mi lado, me susurro: “Escucha, chico; ésa es una rosa que se debía coger.” Creo que había por lo menos cincuenta palcos. Fenardi estuvo dando tumbos durante cuatro horas. En esto, quitó la copita de manos de mesonera, quien le hizo una reverencia de agradecimiento por la atención. — ¡Ah, tráemelo 1—gritó, viendo entrar a Porfiry con el cachorro. Porfiry vestía, como su amo, una especie de chaquetón, entre-forrado, pero algo grasiento. — ¡Tráelo aquí; déjalo en el suelo! Porfiry soltó al perrito, que, estirando sus cuatro patas, husmeaba el suelo. — ¡Aquí está el cachorro !—dijo Nosdriof, cogiéndolo por el cogote y sosteniéndolo en el aire. El perrito emitió un aullido lastimero. — ¡Pero no has hecho lo que dije !—exclamó Nosdriof, dirigiéndose al criado, y examinando cuidadosamente el vientre del perro.—¿Y no te has acordado de peinarle? —Si, le he peinado. —Entonces, ¿ por qué tiene pulgas? —No sé. Puede que se le saltaran en el calesín. —¡Mientes, mientes! No te has acordado de peinarle, y también sospecho, animal, que le has contagiado las tuyas. Mira, Tchitchikof, mira qué orejas; ¡tócalas!

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—¿ Por qué tocarlas? Puedo apreciarlo sin eso: es de buena raza—contestó Tchitchikof. —No, cógele; ¡toca las orejas! Para satisfacerle, Tchitchikof palpó las orejas del cachorro, diciendo: —Sí; será un buen perro. —Y mira qué frío tiene el morro. ¡Tócalo! No queriéndole contrariar, Tchitchikof tocó también el morro y dijo: —Tendrá un buen olfato. —Es un verdadero dogo—prosiguió Nosdriof.—Confieso que desde hace mucho tiempo he querido comprarme un dogo. ¡Eh, Porfiry, llévatelo! Porfiry, tomándolo en los brazos, lo llevó al calesín. —Escucha, Tchitchikof, ahora has de venir conmigo; son cinco kilómetros no más, y volaremos como el viento; después, si quieres, puedes ir a ver a Sobakevitch. “Bueno”, pensó Tchitchikof, “¿por qué no ir con Nosdriof? Vale tanto como otro cualquiera, y además acaba de perder su dinero; pero no así su cabeza y, por consiguiente, tengo que andarme con cuidado si quiero interesarlo en mi proyecto.” —Muy bien; vamos. Pero a condición de que no me detenga; el tiempo es oro. —Conforme, querido; está bien. ¡Está muy bien! Espérate, que eso merece un beso. Dicho lo cual, Nosdriof y Tchitchikof se besaron. —Bien. ¡Vamonos los tres! —No, yo no—respondió el caballero rubio.—He de ir a mi casa. —¡Tonterías, chico, tonterías! No te dejo marchar. —Mi mujer se enfadará, la verdad; ahora puedes ir en el calesín de este caballero. —¡No, no y no! ¡No lo creas! El caballero rubio era de esos individuos en cuyo carácter se observa, a primera vista, cierta terquedad. Antes de que pueda uno articular una palabra, empiezan a discutir, y parece que jamás asentirán a una cosa que está abiertamente contraria a su modo de pensar, que nunca se les hará creer que una sandez es cordura, y que, sobre todo, nunca consentirán en bailar al son que

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les tocan. Pero siempre acaban mostrando su flaqueza de voluntad, accediendo a lo que habían rechazado, tomando por racional lo absurdo, y bailando bonitamente al son que les tocan: son de los que empiezan bien y acaban mal. — ¡Tonterías !—exclamó Nosdriof, en contestación a otra protesta del caballero rubio; después le encasquetó la gorra y el caballero rubio le siguió. —No ha pagado usted la copita de vodka, señor—dijo la mujer. —Oh, bien, bien, mujer. Escucha, chico; hazme el favor de pagársela, que no tengo un cuarto. —¿Cuánto es ?—preguntó el cuñado. —Son veinte copecs, señor—dijo la mujer. —Nada, nada; dale la mitad. Es bastante. —Es muy poco, señor—opuso la vieja. No obstante, cogió el dinero con agradecimiento, y corrió a abrirles la puerta. En realidad, nada perdía en la transacción, puesto que había pedido cuatro veces el valor de la vodka. Los viajeros se sentaron en los carruajes. El calesín de Tchitchikof iba al lado del coche en que viajaban Nosdriof y su cuñado, así que los tres podían conversar desahogadamente durante todo el trayecto. El destartalado cochecito de alquiler, tirado por los jacos, les seguía detrás, deteniéndose de trecho en trecho. En él venían Porfiry y el cachorro. Puesto que la conversación que sostenían los viajeros ofrece poco interés para el lector, haremos algunas observaciones respecto a Nosdriof, ya que el papel que ha de desempeñar en nuestra narración no es de los más insignificantes. Verdad es que no es cosa nueva para el lector la personalidad de Nosdriof. Todos hemos conocido a más de un individuo que se le parece. Se les llama guapos mozos, y son reconocidos, hasta en la niñez, como buenos compañeros, aunque todo esto no les ahorra buen número de golpes. Se refleja en sus rostros algo franco, impetuoso y atrevido. Con facilidad se hacen amigos con todo el mundo, y en un abrir y cerrar de ojos, le tratan a uno como si le hubieran conocido siempre. Y se habría de creer que seria amigo para toda la vida, pero sucede casi infaliblemente que su nuevo amigo ríña con uno en la misma noche en que se está celebrando la nueva amistad. Son, por lo general, temera

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rios, calaveras y muy habladores, colocándose siempre en la vanguardia. A los treinticinco años, Nosdriof era exactamente el mismo que a los diez y ocho y a los veinte: entregado a los placeres de la vida. No efectuó en él cambio alguno su matrimonio, tanto menos cuanto que su mujer abandonó este mundo poco después, dejándole dos niños pequeños, que no era precisamente lo que él más deseaba. Pero a los niños los cuidaba una simpática nodricilla. A Nosdriof le resultaba imposible permanecer en casa por más de un día. Olfateaba todas las ferias, congresos y bailes que se celebraban en muchas leguas a la redonda; en un abrir y cerrar de ojos allá aparecía, regañando y armando la bronca sobre el tapete verde, pues, como todos los hombres de su carácter, era muy aficionado a los naipes. Como ya hemos visto en el primer capítulo, sus jugadas no eran todo lo limpias que se pudiera desear; ideaba todo género de ardides y supercherías, con el resultado de que la partida con frecuencia acababa en una diversión de carácter distinto: o recibía Nosdriof una buena paliza, o perdía gran parte de sus hermosas barbas, de suerte que muchas veces volvía a casa con una sola, y aun ésta bastante esmochada. Pero tan felizmente constituidas estaban sus mejillas, y tan fértiles, que sus barbas pronto volvían a brotar, más hermosas que nunca. Y lo que resulta más extraño aún, cosa posible solamente en Rusia, es que al poco tiempo volvía a tratar a los mismos individuos que le habían propinado la paliza, como si nada hubiera ocurrido. El no movía una ceja, como se dice vulgarmente, ni ellos pestañeaban. Nosdriof era, por así decir, un hombre de lances. No había reunión a que asistiera que no terminase con alguna “historia”. Se producía infaliblemente un escándalo: o le sacaba de la sala de baile la policía, o sus amigos se vejan obligados a echarle por si mismos. O, si no ocurría esto, sucedía otra cosa cualquiera que nunca habría sucedido a persona alguna: ya se emborrachaba de tal modo que no hacia más que reirse, ya contaba tan fantástícos embustes, que acababa por tener vergüenza de sí mismo. Y mentía sin ninguna necesidad: decía que tenía un caballo de color azul celeste, o rosado, y tonterías por el estilo, de modo que al fin y al cabo, su auditorio le volvía la espalda y se marchaba, diciendo: “¡Bien, muchacho, las sueltas de a puño!” Hay gentes

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que sienten una verdadera pasión por jugar una mala pasada a sus amigos, sin que haya razón que lo justifique. Hasta un hombre de buena posición y de presencia caballeresca, que ostenta una condecoración en el pecho, es capaz de dar la mano y departir con uno sobre temas elevados que requieren honda reflexión, para, un momento después, y a los ojos de uno, jugarle una mala pasada vergonzosa, como el más humilde de los escribientes, y de ninguna manera como un caballero que ostenta una condecoración en el pecho y que conversa sobre temas que requieren honda reflexión, de modo que uno se queda atontado y no sabe sino encogerse de hombros. También Nosdriof poseía esta extraña pasión, de ofender a sus vecinos sin darles la menor excusa. Asi cuanto más íntima fuera la relación que con él se sostenía, más fuerte era el prurito de jugarle una mala pasada al amigo: propalaba las fábulas más extravagantes, cuya necedad seria difícil superar; daba al traste con una boda o con un negocio, y no obstante, estaría lejos de considerarse como un enemigo; al contrario, si por casualidad volvía a encontrar a la víctima, se portaba de nuevo como gran amigo, y hasta decía: « ¡Eres un ingrato, que no vienes a visitarme!” Nosdriof era un hombre alocado y capaz de muchas cosas. En un suspiro, os prometería acompañaros hasta los últimos confines de la tierra, emprender cualquier negocio que le propusierais ofrecerle: pistolas, perros, caballos, todo lo que se os antojara, sin pensar en la ganancia o pérdida que le supondría; todo brotaba de la impetuosidad irresistible y de la temeridad de su carácter. Si tenía la suerte de tropezar en la feria con un simplón, y limpiarle al juego, compraba repentinamente montones de cosas, sólo porque las había visto en las tiendas: colleras, cirjos, pañuelos para la nodriza, un caballo, pasas, una jofaina de plata, holanda, harina blanca, tabaco, pistolas, arenques, cuadros, un torno, potes, botas, porcelana, todo, mientras no se le acababa el dinero. Mas rara vez sucedía que toda esta riqueza se la llevara a casa; a lo mejor, el mismo día pasaba a manos de un jugador más afortunado, frecuentemente con la añadidura de una pipa singular, con su bolsa para tabaco y su boquilla, otras veces con la de sus cuatro caballos, su coche y su cochero, de modo que su antiguo dueño tenía que ingeniarse para encontrar a algún amigo que se prestase a llevarle en su ca-

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rruaje. ¡Tal era Nosdriof! Es posible que parezca un personaje muy manido, que se diga que ya no existen los Nosdriof. ¡Ay!, los que esto digan se engañarán. Transcurrirán largos años antes de que desaparezcan los Nosdriof. Se les ve en todas partes, diferenciándose sólo por el corte de las levitas, pero la gente es poco observadora, y un hombre que lleva una levita diferente, cree que es otro hombre. Mientras tanto, los tres coches se detuvieron ante la puerta de la casa de Nosdriof. No se había hecho preparación alguna para recibir a las visitas. Había caballetes en medio del comedor, y de pie en ellos, dos campesinos, que blanqueaban las paredes, canturreando una tonada sin fin; el suelo estaba salpicado de cal. Nosdriof mandó retirarse al instante a los campesinos, con sus caballetes, y corrió a otro cuarto para dar sus órdenes. Los visitantes le oyeron dar instrucciones al cocinero para la comida; Tchitchikof, que ya empezaba a sentir hambre de nuevo, vió claramente que no se sentarían a la mesa antes de cinco horas. De vuelta ya, Nosdriof llevo a sus visitantes a ver todo lo que poseía en la aldea, y en el transcurso de dos horas les enseñó absolutamente todo, de suerte que ya no quedaba nada que mostrarles. Primero, fueron a visitar las cuadras, donde vieron dos yeguas, una torda, la otra castaña; después un caballo bayo, no muy hermoso por cierto, aunque Nosdriof juró que le había costado diez mil rublos. —Tú no darías diez mil rublos por él—observó su cuñado.— No vale ni mil. —Te juro que me costó diez mil—contestó Nosdriof. —Puedes jurar todo lo que quieras—respondió su cuñado. —¿Quieres apostar? Su cuñado no quería apostar. En la misma cuadra vieron una cabra que, fieles a la antigua superstición, creían necesario hospedar con los caballos; parecía encontrarse en buenas relaciones con éstos, y se paseaba por debajo de sus vientres como si allí se encontrara muy a gusto. Después Nosdriof los condujo a ver un lobezno, que tenía amarrado. —Aquí está el lobezno—dijo.—Le doy de comer carne cruda porque quiero que se críe muy feroz.

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Después inspeccionaron el estanque, en el cual había, según Nosdriof, peces de tamaño tan inmenso, que dificilmente podrían extraerlos dos hombres. El cuñado no dejó de expresar cierta duda respecto a este particular. —Ahora os voy a enseñar dos perros de primera: el vigor de sus negros cuerpos es sencillamente pasmoso; tienen pelo como agujas de coser. Y los condujo a una perrera de pintoresca construcción, en medio de un patio empalizado. Al entrar en el patio, vieron perros de todas las razas y de todos los matices y colores: castaño obscuro, negro y canela, negro y blanco, castaño y blanco, rojo y blanco, con orejas negras y orejas grises... Atendían a toda suerte de nombres raros: Fuego, Gruñidos, Zambullidor, Tirador, Bizco, Pachón, Guisado, Canícula, Golondrina, Precipitado, Tesoro, Guardián. Entre ellos, estaba Nosdriof como un padre entre sus hijos; todos corrían al encuentro de los visitantes a darles la bienvenida, con las colas levantadas, según la etiqueta canina. Una docena de ellos colocaban sus patas en los hombros de su amo; Gruñidos mostraba una gran afición hacia Tchitchikof y, levantándose sobre las patas traseras, le lamía en la boca, haciendo que nuestro héroe volviese inmediatamente la cabeza para escupir. Pasaron revista a los perros, el vigor de cuyos negros cuerpos los llenó de asombro; ciertamente, eran buenos perros. Luego fueron a visitar una perra de la Crimea, que estaba ciega, y que, según Nosdriof, pronto moriría, aunque hacía sólo dos años había sido una perra excelente. Examinaron la perra: sin duda estaba ciega. Después se encaminaron al molino de agua; había perdido la argolla de hierro sobre la cual descansa la piedra superior cuando gira rápidamente sobre el peón, cuando “colea”, como dicen los campesinos rusos. —Y la f ragua está muy cerca de aquí—dijo Nosdriof. Prosiguiendo el camino, pronto dieron con ella, y también la inspeccionaron. —Mirad ese campo—dijo Nosdriof, señalándolo.—Hay ahí tal número de liebres, que no se puede ver el suelo. He cogido una por las patas traseras; con mis propias manos la he cogido. —Vamos, no puedes coger a una libre con las manos—repuso el cuñado.

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—Pero yo te digo que sí la cogí; me hice el propósito de cogerla y la cogí. Ahora—dijo, dirigiéndose a Tchitchikof,—te voy a llevar a ver íos lindes de mis tierras. Nosdriof condujo a sus visitantes a través de los campos, que en muchas partes consistían de una serie de lomas. Tuvieron que abrirse paso entre berbechos escabrosos y campos arados. Tchitchikof empezaba a sentir cansancio. En muchos sitios, el agua rezumaba a la presión de sus pies, pues eran tierras pantanosas. Al principio, avanzaban con cuidado, pero luego, viendo que de nada servía, tiraban adelante sin hacer caso del lodo. Al fin, después de recorrer largo trecho, vieron, en efecto, los lindes de las tierras de Nosdriof, marcados por un poste y una zanja estrecha. —Este es el linde de la propiedad—dijo Nosdriof.—Todo lo que veis en este lado, es mío, y hasta allá, al otro lado, todo ese bosque que veis allí en la lontananza, y todo eso, más allá del bosque, todo eso también es mío. —Pero ¿ desde cuándo es de tu propiedad ese bosque ?—interpuso su cuñado.—Seguramente no lo habrás comprado. Antes no era tuyo, ¿ te acuerdas? —Sí, lo he comprado hace poco—respondió Nosdriof. —¿Cómo te las arreglaste para comprártelo tan de repente? —Oh, me lo compré anteayer, y buen puñado de rublos me costó, ¡carape! — ¡Pero si anteayer estabas en la feria! — ¡Oh, burro! ¿ No se puede estar en la feria y al mismo tiempo comprar tierras? Estuve en la feria, y mientras allí estuve, mi administrador me compró ese terreno. —Pero, ¿cómo podía el administrador comprarlo?—objetó su cuñado, e inmediatamente adoptó un aire de incredulidad y sacudió la cabeza. Los tres hombres regresaron a la casa por el mismo sucio camino. Nosdriof les llevó a su gabinete, en el cual no se veía nada de lo que se suele observar en los gabinetes, tal como papeles y libros; de las paredes colgaban varias espadas y dos pistolas, una de las cuales había costado trescientos rublos y la otra ochocientos. El cuñado, al cabo de un examen, se limitó a sacudir la cabeza. Había también unas dagas turcas, en una de las cuales

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se había grabado, por equivocación: “Savely Sibiryakof, fabricante”. Luego les tocó inspeccionar un organillo. Nosdriof, sin perder momento, se puso a dar vueltas a la manilla. Tocaba no mal el organillo, pero de pronto sufrió un accidente, debido al cual la mazurca terminó con “Mambrú se fué a la guerra”. Mambrú se remató inesperadamente con un viejo vals. Nosdriof cesó de dar vueltas a la manilla, pero uno de los tubos, mostrándose indomable, se resistió a callar y siguió pitando largo rato. Después se les mostraron pipas varias, ya de madera, ya de arcilla o de espuma de mar, estrenadas y sin estrenar, envueltas en gamuza y sin envolver; luego, una chibuca, con boquilla de ámbar, y una bolsa para tabaco, bordada por una condesa que, en una casa de postas, se había enamorado perdidamente de Nosdriof, y que tenía unas manos, según éste, subtilement superflues, frase que le parecía expresar el colmo de la perfección. Previo un piscolabis de sollo salado, se sentaron a la mesa a comer, a las cinco de la tarde. Se echaba de ver que la comida no constituía el interés principal de la vida de Nosdriof: los manjares no eran para lucirse; algunos platos estaban quemados, y otros crudos. Era evidente que el cocinero se dejaba guiar por la fantasía, echando el primer ingrediente que le viniera a mano si estaba más cerca la pimienta, echaba la pimienta; sí aparecía una col, duro con ella; leche, jamón, guisantes: todo lo lanzaba a troche moche al pote; con tal de que estuviese caliente la comida, no dudaba de que tendría algún sabor. En cambio, Nosdriof era muy aficionado a los vinos: aun antes de salir la sopa, había servido a sus visitantes una copa grande de Oporto y otra de Haut Sauterne, pues em provincias no existe el Sauterne simple. Después mandó traer una botella de Madera: “No había mariscal que bebiese alguna vez mejor vino”. Cierto es que el Madera les quemaba un tanto la boca, porque los mercaderes de vino conocen bien los gustos de los hacendados agricultores, aficionados al Madera y, por lo mismo, lo componen sin piedad, a veces con ron, otras veces con vodka sencillamente, fiados en la fortaleza del estómago ruso. Al cabo de un rato, Nosdriof mandó traer una botella especial que era, según él, una mezcla de Burgundia y champán. La virtió en abundancia en las copas de ambos—a derecha e izquierda,—en la de su cuñado y en la de Tchitchikof.

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Pero éste no dejó de notar que se servía muy poco a sí mismo, hecho que le hizo andar con cautela, así que tan pronto se distraía la atención de Nosdriof, hablando con su cuñado, o vertiéndole vino, Tchitchikof vaciaba la copa en el plato. Tras un intervalo breve, se puso en la mesa un licor de bayas de fresno que, según Nosdriof, sabía a nata, y que, para gran asombro de los visitantes, tenía un fuerte sabor a aguardiente de maíz. Para rematar la comida, saborearon una especie de bálsamo, con un nombre difícil de recordar, que por cierto el amo más tarde designó por otro distinto. Hacía largo rato que habían acabado de comer y de saborear los diversos vinos y licores, y todavía los comensales permanecían sentados a la mesa. A Tchitchikof no le agradaba abordar el gran asunto delante del cuñado de Nosdriof: era, en todo caso, un tercero, requería reserva el asunto, y debía abordarlo como tema de conversación amistosa y privada. Al mismo tiempo, el cuñado no inspiraba grandes cuidados, pues estaba aparentemente ebrio y cabeceaba. Percatándose él mismo de que su estado no era todo lo decoroso que se pudiera desear, hablaba de volver a su casa, pero con voz tan lánguida y decaída como si se tratara de colocar con pinzas una collera, para emplear una frase rusa. —¡No, no; no te dejaré marchar!—dijo Nosdriof. —Haz el favor, no me molestes querido; me voy de verdad. Me tratas muy mal—contestó el cuñado. —¡Tonterías! Pronto jugaremos una partida de naipes. —No; juega tú, chico, que yo no puedo: mi mujer estará muy inquieta; he de contarle lo de la feria. He de hacerlo, querido, he de hacerlo para complacerla. No, no me detengas. —¡Oh, tu mujer que vaya al...! ¡Asunto urgente, ese! — ¡No, querido! Es una mujer muy buena. Es realmente un modelo, tan constante, tan buena... Y lo que hace por mi... no lo creerías, se me saltan las lágrimas. No, no me detengas; soy un hombre honrado y me voy. Palabra de honor, te lo juro. —Déjele que se marche. ¿ Por qué obligarle a quedarse ?—— interpuso Tchitchikof. —Ah, tienes razón. Detesto estos aguafiestas—respondió Nosdriof; y, alzando la voz :—Bien, ¡al diablo contigo! ¡Vete a besuquear a tu mujer, cabeza de chorlito!

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—No, chico; no me llames por otro nombre—protestó ei cuñado. —Le debo mucho a mi mujer. Es tan buena, tan bondadosa, la verdad, es tan cariñosa para mí, que me hace saltar las lágrimas. Me preguntará qué he visto en la feria, y he de contárselo todo... es tan buena, la verdad. —Pues, vete, entonces... Dile cuatro tonterías. Aquí tienes la gorra. —No, no debías hablar así de ella, querido; hasta parece que cuando hablas así me insultas: es tan buena.. —Pues entonces, date prisa, ¡corre! —Sí, chico, me voy. Me has de perdonar, pero me es imposible quedarme. Me gustaría mucho quedarme, pero no puedo. El cuñado siguió largo rato repitiendo sus excusas, sin hacerse cargo de que ya hacia bastante tiempo que estaba en el calesín, que había franqueado la puerta de la verja, y que no tenía ante los ojos más que los campos desiertos. Hay que suponer que su esposa poco supo de la feria. — ¡Qué tío tan loco !—dijo Nosdriof, de pie ante la ventana, mirando desaparecer el calesín.—Mira cómo va el carruaje. Ese caballo de tiro no está mal; hace tiempo que he querido comprarlo, pero no se puede hacer nada con ese tío. ¡Es un mameluco, completamente un mameluco! Dicho lo cual, entraron en otro cuarto. Porfiry trajo velas, y Tchitchikof descubrió en manos de Nosdriof una baraja de naipes, que parecía haber brotado del vacío. —Bien, amigo—dijo Nosdriof, apretando la baraja por un lado y doblándola ligeramente, de modo que el papel que la envolvía se rompió y cayó.—Para matar el tiempo, yo abriré la banca con trescientos rublos. Pero Tchitchikof se hizo el distraído, y observó> como si acabara de recordarlo: —Oh, a propósito; tenía algo que hablarle. —¿Qué es? —Prométame primero que me lo concederá. —Pero ¿ qué es? —Vamos, prométame primero. —Bien. —¿Palabra de honor?

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—Palabra de honor. —Pues es esto: supongo que se le habrán muerto muchos siervos cuyos nombres todavía no se han borrado del censo. —Sí, así es. ¿Y qué? —Transfiéralos a mi nombre. —¿Para qué los quieres? —Pues, los quiero. —¿Para qué? —Los quiero... ese es asunto mío; hasta le diré que los necesito. —Bien; supongo que habrás urdido algún proyecto. ¡Suéltalo! ¿Cuál es? — ¡Y qué proyecto había de tener! Poco se podía hacer con semejantes trastos. —Mas ¿para qué quieres los siervos? “¡Oh, qué fiscalizador es!”, pensó Tchitchikof. “Quiere me-terse en todo.” —¿Por qué no quieres decírmelo? —¿Y qué provecho sacará de saberlo? Bien; es un capricho mío. —Oh, muy bien; si no me lo dices, no te los daré. —Vamos. ¿ No ve usted que eso no está procediendo con honradez? Me ha dado su palabra, y ahora falta a ella. —Sea como quieras, pero no te los daré si no me dices para qué los deseas. “¿Qué he de decirle?”, pensó Tchitchikof, y después de reflexionar, le dijo que le hacían falta las almas muertas para conquistarse una posición en la sociedad, ya que por el momento carecía de grandes propiedades; y hasta que las tuviera, aceptaría con agradecimiento unas almas cualquiera... — ¡Mentira, mentira !—exclamó Nosdriof, no permitiéndole acabar.— ¡Mientes, amigo! Tchitchikof mismo se hizo cargo de que su explicación no era muy convincente y que el pretexto era poco verosímil. —Bien; se lo diré francamente—dijo, para salvar la situación. —Se lo diré, pero prométame no decírselo a nadie. Me voy a casar, pero resulta que los padres de mí novia son gente muy ambiciosa. Me fastidian. Realmente, siento haberles dado pa-

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labra de casamiento: quieren que su yerno posea por lo menos trescientas almas de campesinos, y a mi me faltan ciento cincuenta para esa cifra... — ¡Vamos, eso es mentira, es mentira !—gritó Nosdriof de nuevo. —Le aseguro que no be mentido, ni así—dijo Tchitchikof, señalando con el pulgar la punta del dedo meñique. — ¡Apuesto la cabeza a que estás mintiendo! —Este es un verdadero insulto. ¿Quién cree usted que soy? ¿Por qué está usted tan seguro de que miento? —Pues te conozco, ¿comprendes? Eres un gran pillo—permíteme que te lo diga amistosamente.—Si yo fuera tu jefe, te colgaría del primer árbol que se ofreciera. A Tchitchikof le ofendió esta observación. Toda expresión grosera, o que menoscababa su dignidad, le hería. Y hasta el menor asomo de familiaridad le resultaba antipático, a no ser que partiera de una persona de muy elevado rango. Así que, en esta ocasión, se sintió muy ofendido. —¡Sí, por mi vida, te colgaría!—repitió Nosdriof.—Y te lo digo sin ambajes, para que no creas que te insulto. Te hablo como amigo. —Todo tiene su límite—dijo Tchitchikof, adoptando una actitud de gran dignidad.—Sí quiere usted echárselas de gracioso, más vale que vaya al cuartel.—Y añadió :—Si no quiere usted dármelas, podría usted vendérmelas. — ¡Vendértelas! Pero ya ves, te conozco; sé que eres un pillo y que me darías muy poco por ellas. — ¡Uf! Usted sí que es una bella persona. Piénselo: ¿ de qué le sirven? ¿ Son acaso diamantes, o qué son? —Pues ahí está. Sabía que dirías eso. —Por Dios, amigo mío, ¡qué instintos de judío tiene! Lo que debía usted hacer es regalármelas. —Bien; escucha: para mostrarte que no soy ansioso, no te cobraré nada por ellas. Compra mi garañón, y las almas te las doy de más a más. — ¡Pero Dios mío! ¿ Para qué quiero su caballo?—exclamó Tchitchikof, realmente asombrado por la propuesta. —¿Que para qué lo quieres? Pero sabes que me costó diez mil rublos, y te lo venderé por cuatro.

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—Pero ¿ para qué lo quiero? Yo no me dedico a la cría de caballos. —Escucha; no comprendes; te lo dejaré por tres mil y los otros mil rublos me los darás más tarde. —¡Pero si no quiero el maldito caballo! —Entonces, compra la yegua castaña. —Tampoco quiero la yegua. —Te venderé la yegua y la torda moteada, que viste en la cuadra, por dos mil rublos. —¡Si no las quiero! — ¡Mas puedes venderlas! En la feria te darán tres veces mas. —Entonces, véndalas usted, si está tan seguro de que darán tres veces más. —Sé que me convendría hacerlo así, pero quiero precisamente que tú salgas ganando en la transacción. Tchitchikof le agradeció sus buenas intenciones, pero rechazó categóricamente tanto la yegua torda moteada como la castaña. —Oh, muy bien. Entonces, compra unos perros. Te venderé una pareja que te pondrá los pelos de punta. ¡Qué bigotes tienen! Y su pelo se yergue como las cerdas de un cepillo; y sus costillas, en forma de barril, superan a toda ponderación; y tienen unas patas tan suaves y flexibles que apenas rozan la tierra cuando corren. —¿Para qué necesito yo los perros? No soy cazador. —Quisiera que tuvieras perros. Bueno; si no quieres los perros, compra mi organillo. Es un organillo maravilloso. Te juro, como soy un hombre honrado, que me costó mil quinientos rublos. Te lo cederé por novecientos. —¿Y qué voy a hacer con su organillo? ¿Soy acaso un alemán para irlo tocando por los caminos, pidiendo limosna? —Pero éste no es como esos organillos que llevan los alemanes, ¿sabes? Es un órgano; examínalo bien; es de caoba. ¡Te lo enseñaré otra vez! En esto, Nosdriof, asiendo a Tchitchikof por el brazo, le condujo al otro cuarto y, aunque éste se mantenía firme y declaraba que sabía muy bien cómo era el organillo, tuvo que escuchar una vez más que Mambrú se fué a la guerra.

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—Bien, si no lo quieres comprar, te diré lo que haremos: te cambiaré el organillo y todas las almas muertas que tengo, por tu calesín y trescientos rublos. —¡Caramba! ¿Y cómo me las arreglaría sin mi carruaje? —Te daré otro calesín. ¡Vamos a la cochera y te lo enseñaré! Sólo tienes que darle una mano de barniz y será un calesín excelente. ¡Ya ves tú! “¡Uf, el demonio le está azuzando!”, pensó Tchitchikof para sus adentros, tomando la firme determinación de rechazar, cayese quien cayera, todo género de calesines y organillos, y todos los perros concebibles, a pesar de sus costillas en forma de barril que superan toda ponderación, y no obstante sus patas maravillosamente suaves y flexibles. —Pero ¿ no ves? Tendrás el calesín, el organillo y las almas muertas, todos juntos. —No los quiero—reiteró una vez más Tchitchikof. —¿ Por qué no los quieres? —Sencillamente porque no los quiero, ¡y no hay más! — ¡Ay, qué tío! Veo que no hay manera de hacer un negocio contigo, como se hace entre buenos amigos y camaradas... Realmente, tú eres... ¡se echa de ver en seguida que eres un hombre de dos caras! —¿Es que me toma por un cretino? Júzguelo por sí mismo: ¿ para qué había yo de cargar con un objeto que de nada me sirve? — ¡Oh, es inútil que me digas nada! Ya te comprendo muy bien. ¡Eres un grosero! Pero mira: si quieres, haremos una apuesta. Yo apostaré todas las almas muertas que tengo a un solo naipe, y el organillo también. —Apostándolas a un naipe, el asunto se deja librado al azar-respondió Tchitchikof, echando una ojeada de desconfianza a las barajas que tenía Nosdriof en la mano. Ambas barajas le parecía que habían sido arregladas, antojándosele sospechosas hasta las manchas que aparecían en el dorso. —¡Cómo, al azar!—dijo Nosdriof.—No hay tal azar. Si únicamente tienes suerte, habrás ganado muy mucho. ¡Así es! ¡Qué suerte!—prosiguió, extrayendo unos naipes de la baraja y colocándolos en la mesa para tentarle a Tchitchikof a apostar.— ¡Qué

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suerte, qué suerte! ¡ Tómalo todo! Aquí está ese maldito nueve de oros sobre el cual lo he perdido todo. Ya creía que me limpiarías y, entornando los ojos, pensé: “¡El demonio se te lleve, puedes perderme si quieres, canalla!” Mientras esto lo decía Nosdriof, entró Porfiry con una botella. Pero Tchitchikof se negó terminantemente tanto a beber como a apostar. —¿Por qué no quieres apostar ?—preguntó Nosdriof. —Oh, porque no quiero. He de confesar que no soy muy aficionado a los naipes. —¿Por qué no lo eres? Tchitchikof se encogió de hombros, limitándose a contestar: —Porque no lo soy. —¡Eres un miserable —¿Qué se me va hacer? Soy como Dios me creó. — ¡Eres todo un tío! ¡Y yo, que pensé al principio que eras más o menos caballero! Pero no sabes conducirte. No se puede tratarte como se trata a un amigo... No existe en ti la franqueza, la sinceridad. Eres todo un Sobakevitch, ¡otro que tal! —¿Por qué me ultraja usted? ¿ Es culpa mía que no quiera jugar? Véndame sólo las almas, ya que tiene usted un carácter que se preocupa por esas fruslerías. —¡Sí, valientes almas te venderé! ¡Tenía la intención de regalártelas, pero ahora no te las daré! ¡No te las cedería por todo el dinero del mundo! ¡Eres un ratero, un caco asqueroso! ¡De aquí en adelante, no tendré más relaciones contigo! ¡Porfiry, corre a la cuadra; di al mozo que no dé avena a los caballos de Tchitchikof, que no les dé más que paja! Tchitchikof de ningún modo había esperado esta conclusión. — ¡Maldigo el día en que te conocí !—prosiguió Nosdriof. No obstante esta pequeña desavenencia, los dos caballeros cenaron juntos, pero en esta ocasión, no aparecieron en la mesa los vinos de nombres fantásticos, y sí una sola botella de vino ciprino, más ácido que el ácido mismo. Terminada la cena, Nosdriof condujo a nuestro héroe a un aposento, donde se le había preparado una cama, y le dijo: —Aquí tienes tu cama. No quiero darte las buenas noches.

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Al marcharse Nosdriof, Tchitchikof se encontró de un humor poco agradable. Se hallaba rabioso consigo mismo, y se reprochaba el haber venido aquí para perder el tiempo. Pero más aun, se lamentaba de haberle hablado a Nosdriof del negocio; se había conducido tan indiscretamente como un niño, como un cretino, pues el asunto no era de aquellos que podían confiarse sin peligro a Nosdriof... Nosdriof era un individuo despreciable. Nosdriof podía decir mentiras, exagerar, esparcir por la comarca Dios sabe qué fábulas, y esto podría tener por consecuencia escándalos sin fin.., estaba mal hecho, muy mal hecho. “Soy sencillamente un cretino”, pensó. Durmió mal. Algunos bichos pequeños pero vigorosos le picaban sin clemencia; tanto era así, que se puso a rascarse con todos los dedos, exclamando, mientras tal hacía: “¡El diablo os lleve y a Nosdriof también !“ Despertó muy de mañana. Su primera acción, después de ponerse la bata y las botas, fué cruzar el patio en dirección a la cuadra, y decirle a Selifan que enganchase inmediatamente los caballos. Volviendo a la casa, tropezó con Nosdriof, que también llevaba bata, y tenía una pipa entre los dientes. Nosdriof le saludó amablemente, preguntándole si había dormido bien. —Así—contestó secamente Tchitchikof. —Por lo que a mí toca, chico—dijo Nosdriof,—me perseguían toda la noche unas pesadillas tan asquerosas, que da náusea contarlas; y después de lo de ayer, parecía que había un regimiento de soldados acampado en mi boca. Figúrate, soñaba que me daban una paliza, ¡palabra de honor! ¿ Y quiénes me la daban? A. que no aciertas: eran el capitán Potsyeluef y Kuvshinikof. “Sí”, pensó Tchitchikof. “¡Ojalá fuera verdad que te hubieran propinado una paliza!” — ¡Carape! ¡Y me hacían daño! Me desperté y, en efecto, algo me estaba picando. Supongo que serían esas señoras pulgas. Bueno, vé a vestirte; ya vendré a verte en seguida. Tengo que zurrar a ese sinvergüenza del administrador. Tchitchikof volvió a su cuarto para vestirse. Cuando luego se fué al comedor, la mesa estaba ya puesta para el té de la mañana, y con una botella de ron. Parecía que no se había barrido el suelo, pues aun se veían los restos de la cena. Había migas

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de pan esparcidas por el suelo y cenizas hasta en el mantel. El mismo amo de la casa, que entró poco después, no llevaba más que la bata, mostrando su velludo pecho desnudo. Con una chibuca en la mano, y sorbiendo el té, habría servido de modelo a aquellos pintores que profesan una antipatía por los caballeros pulcros, que llevan el pelo bien cortadito, o rizado como una peluca postiza. —¿Y qué se ha decidido?—dijo Nosdriof, después de un breve silencio.—¿ Quieres apostar por las almas? —Le he dicho, amigo, que no bromeo. Las compraré, si usted quiere vendérmelas. —No quiero venderlas; no sería la acción de un amigo. No trato de realizar unos puercos rublos por Dios sabe qué. Apostarlas, ya es otra cosa. De todos modos, juguemos una partida. —Le he dicho que no quiero. —¿Y no cambiarás de parecer? —No, no cambiaré. —Pues entonces, vamos a jugar una partida de damas; si tú ganas, serán tuyas. Tengo muchas, sabes, que debían borrarse del censo. ¡ Eh, Porfiry, trae acá el tablero de damas! —Está perdiendo su tiempo; no voy a jugar. —¡Pero si no son naipes! No cabe el azar ni el fraude: es cuestión de destreza, ¿sabes? He de decirte de antemano que yo no sé jugar, ni pizca. Esto lo debías tomar en consideración. “¿Y por qué no hacerlo?”, pensó Tchitchikof. “Jugaré una partida. No juego mal, y seria difícil que me engañase en el juego de damas.” —Bien; jugaré con usted una partida de damas! — ¡Las almas contra cien rublos! —¿Por qué? Cincuenta serían bastante. —No, cincuenta no son una apuesta. Y yo también añadiré uno de mis perros, o un sello de oro para su cadena. —Muy bien—respondió Tchitchikof. —¿ Cuántas fichas me darás ?—dijo Nosdriof. —¿Por qué se las había de dar? ¡De ninguna manera! —Podías dejarme mover las dos primeras veces. —No lo haré, que yo también soy mal jugador.

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—Ya sé qué linaje de mal jugador eres tú—respondió Nosdriof, moviendo una ficha. —Hace mucho tiempo que no juego—observó Tchitchikof, empujando a su vez una ficha. —Si, ya sabemos que eres mal jugador—contestó Nosdriof, moviendo una ficha, y al mismo tiempo empujando otra con el puño de la bata. —Hace mucho tiempo que no he jugado a las damas... Pero, ¡qué es eso! ¡Vuélvala, vuélvala a su lugar !—exclamó Tchitchikof. —¿Cuál? —Aquella ficha, ahí—dijo Tchitchikof, y en el mismo momento vió, casi en las narices, otra, que estaba a punto de hacer dama. De dónde había salido, sólo Dios sabe.—No—exclamó Tchitchikof, levantándose de la mesa,—es imposible jugar con usted. ¡No se puede mover tres fichas de una vez! —¿ Cómo tres? Ha sido una equivocación. Una se ha movido por accidente; la volveré a su lugar, si quieres. —¿Y de dónde viene aquella otra? —¿Cuál? —Pues esa que está a punto de hacer dama. — ¡Caramba! ¿ Y no te acuerdas? —No, amigo mío. He contado todas las jugadas y las recuerdo muy bien: usted acaba de colocar allí la ficha. Este es el cuadro que le corresponde. — ¡Cómo! ¿ Qué cuadro ?—dijo Nosdriof, sonrojando.—Veo que eres un embustero, amigo. —No, amigo, es usted quien es embustero, según creo yo; sólo que no miente con mucho éxito. —¿Por quién me tomas?—respondió Nosdriof.—¿ Crees tú que te engaño? —No le tomo por nadie, pero no volveré a jugar con usted. —No, no puedes negarte—dijo Nosdriof, acalorándose;— ¡hemos comenzado la partida! —Estoy en mi derecho negándome a seguirla, porque usted no juega cómo debe jugar un hombre honrado. — ¡Es mentira! No debe decir eso. —Es usted quien miente.

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—No te he engañado y no puedes negarte a seguir; debes acabar la partida —No será usted quien me obligue a hacerlo—dijo Tchitchikof serenamente, y acercándose al tablero, barajó las fichas. Nosdriof se sonrojó vivamente, y llegó tan cerca de Tchitchikof que éste tuvo que retroceder dos pasos. —¡Te obligaré a jugar! ¡No importa que hayas barajado las fichas! Me acuerdo perfectamente de todas las jugadas. Volveremos a colocar las fichas tal como estaban. —No, amigo mío, se acabó. No volveré a jugar con usted nunca más. —¿Así que no jugarás? —Usted mismo no dejará de comprender que es imposible jugar con usted. —No, dilo francamente: ¿no jugarás?—repitió Nosdriof, acercándose aun más a Tchitchikof. —No——contestó éste. Y en aquel punto, levantó ambas manos hacia la cara, por si acaso, ya que parecía que el asunto tomaba mal cariz. Esta precaución resultó muy oportuna: Nosdriof se abalanzó sobre él... y por poco los carrillos gordiflones e imponentes de nuestro héroe reciben un ultraje que no se lava con nada; pero desviando, afortunadamente, el golpe, cogió a Nosdriof por los dos brazos amenazadores y le sujetó firmemente. — ¡Porfiry, Pavlushka !—gritó Nosdriof, enfurecido, y luchando para librarse. Al oir esta voz de auxilio, Tchitchikof, deseoso de evitar que los criados presenciaran tan encantadora escena, y al mismo tiempo haciéndose cargo de la inutilidad de tenerle sujeto a Nosdriof, le soltó. En el mismo instante entró Porfiry, seguido por Pavlushka, un par de fornidos mozos, con los cuales sería decididamente infructífero llegar a las manos. —¿Así que no quieres acabar la partida?—dijo Nosdriof.— ¡Contéstame francamente! —Es imposible acabar la partida—respondió Tchitchikof. lanzando una ojeada a la ventana. Vió su calesín ya enganchado y a Selifan, esperando, aparente. mente, la señal de conducirlo a la escalera; pero no había posi-

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bilidad de salir del cuarto, toda vez que los dos membrudos demonios de siervos permanecían de pie en la puerta. — ¡De manera que no quieres acabar la partida !—repitió Nosdriof, con el rostro encendido. —Si quiere usted jugar como un hombre honrado, ¡bien! Pero de otro modo, no puedo. —¡Conque no puedes, canalla! ¡En cuanto ves que pierdes, ya no puedes! ¡Arreadle una paliza!—gritó frenéticamente, volviéndose hacia Porfiry y Pavlushka, mientras cogía su chibuca de cerezo. Tchitchikof se volvió pálido como la cera. Trataba de hablar, pero sus labios se movían sin articular palabra. —¡Arreadle una paliza!—volvió a gritar Nosdriof, avanzando con la chibuca de cerezo en la mano, sofocado, y sudando como si atacara una fortaleza inexpugnable.— ¡Arreadle una paliza!— gritó de nuevo en el tono de un oficial desesperado que lanza su voz de avance, a pesar de que su arrebatado valor le ha granjeado tal notoriedad que han tenido que dar instrucciones para refrenarle durante el ataque. Pero el oficial se siente encendido por el furor bélico, y todo le da vueltas en la cabeza: se le aparece en visiones el general Suvorof, y anhela emular sus hazañas. “¡Adelante, soldados!”, grita, sin reparar en que puede malograr el plan de ataque, que millones de rifles le amenazan desde las aspilleras de las elevadas murallas inexpugnables que su propio asalto impotente puede estar destinado a disiparse como polvo por el viento, y que quizá silba ya en el aire la bala mortífera que ahogará sus gritos para siempre. Pero si bien Nosdriof recordaba un oficial desesperado y frenético que ataca una fortaleza, se ha de confesar que la fortaleza que atacaba no era ni mucho menos inexpugnable. Antes al contrario, el objeto del ataque se hallaba tan dominado por el terror, que se le caían las alas del corazón. Ya los criados le habían arrebatado la silla con que había pensado defenderse, y ya, más muerto que vivo, cerró los ojos, esperando que le cayera encima la chibuca circasiana de Nosdriof; y sólo Dios sabe lo que le habría pasado a no ser por la intervención del destino, que vino a salvar las costillas y demás piezas del organismo de nuestro culto héroe. Repentina e inesperadamente, como si des-

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cendiera de las nubes, sonó el tintineo de unos cascabeles inarmónicos, y se oyó distintamente el rumor de un carruaje que se acercaba a toda velocidad a la escalera; los resoplidos y la respiración anhelante de los caballos llegaban hasta el interior del cuarto. Todos involuntariamente lanzaban una ojeada a la ventana: un hombre con bigotes, vistiendo uniforme semi-militar, descendió del carruaje. Previas algunas preguntas en el corredor, entró en el aposento antes de que pudiera Tchitchikof reponerse de su pánico, y cuando cabalmente se encontraba en la situación más lastimosa en que pudiera verse un hombre. —Permitanme que pregunte, ¿ cuál de los caballeros presentes es el señor Nosdriof ?—dijo el recién llegado, mirando con perplejidad a Nosdriof, que de pie, sostenía en la mano la chibuca; y a Tchitchikof, que apenas empezaba a sobreponerse a su situación ignominiosa. —Haga el favor de decirme, ¿ con quién tengo el honor de hablar?—repuso Nosdriof, acercándose al visitante. —Soy inspector de la Policía. —¿Y qué es lo que desea? —He venido para comunicarle que queda usted preso hasta que se juzgue la causa en que está encartado. — ¡Qué disparate! ¿ Qué causa ?—respondió Nosdriof. —Está usted complicado en la causa por malos tratos contra un caballero apellidado Maximof, delito cometido en estado de embriaguez. —¡Es mentira! En la vida he visto a ningún caballero que se llame Maximof. —¡Señor! permítame que le haga presente que soy inspector de policía. Puede usted hablar así a sus criados, pero no a mí. En esto, Tchitchikof, sin esperar la contestación de Nosdriof, cogió su sombrero, se escurrió por detrás del inspector de policía y, saliendo de la casa, montó en el calesín, dando órdenes a Selifan de marchar a toda velocidad.

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CAPITULO V

Pero nuestro héroe había recibido un buen susto. Aunque el calesín devoraba kilómetros, dejando a espaldas la finca de Nosdriof, que ocultaban las ondulaciones del terreno, Tchitchikof seguía mirando hacía atrás, preso de terror, como si temiera a cada momento ser perseguido y alcanzado. Su respiración era anhelosa, y cuando colocó las manos sobre el corazón, lo encontró agitado como una codorniz en la jaula. —¡Menudo mareo me ha dado! ¡Qué canalla!—exclamó. En este punto lanzó un número de rabiosas y violentas imprecaciones contra Nosdriof y, a decir verdad, hubo de pronunciar unas palabras feas. ¿ Qué queréis? Era ruso y, además, estaba rabioso. Y no era nada divertido lo que había sucedido. —Digan lo que quieran, si no hubiera llegado en el momento preciso ese inspector de policía, es muy posible que no estuviera yo aquí para contarlo! Habría desaparecido como una burbuja en el agua, sin dejar rastro, sin descendientes, y no pudiendo legar a mis hijos futuros ni honra ni hacienda. A nuestro héroe le preocupaban siempre sus descendientes. “¡Qué individuo más repugnante!”, pensaba Selifan para sus adentros. “¡En mi vida he visto caballero como ése! ¡Merece que se le escupa! Más vale que no se dé de comer a un hombre que regatearle a un caballo su avena, porque a un caballo le gusta la avena. Es para él un gusto; la avena es para él como para nosotros un banquete es su deleite." Parecía que también los caballos tenían un concepto poco halagüeño de Nosdriof: no sólo el bayo y el Imponedor parecían disgustados, sino también el tordo moteado. Bien que a éste siempre le caía en suerte lo peor de la avena, y aunque Selifan nunca la vertía al pesebre sin antes exclamar, “¡Ay, tú, pillo!”, era, no obstante, avena, y no sencillamente paja de heno. La mascullaba con deleite y, a veces, hasta metía su largo belfo en el pesebre de

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sus compañeros para probar su porción, especialmente cuando Selifan se ausentaba de la cuadra; pero en esta ocasión, no hubo más que paja; ¡eso no era correcto! Los tres caballos estaban muy descontentos. Pero todos vieron interrumpidas, de una manera brusca y bien inesperada, sus expresiones de disgusto. Y todos, sin exceptuar a Selifan, volvieren en sí y se hicieron cargo de lo que había pasado sólo cuando un carruaje, tirado por seis caballos, vino a chocar con el calesín, y cuando escucharon, casi sobre las cabezas, los gritos de las damas que venían en el coche, y las blasfemias y amenazas del cochero: — ¡Canalla! Te he gritado a todo pulmón, « ¡A la derecha, idiota!” ¿ Estás borracho? Selifan no dejó de reconocer su negligencia, pero como un ruso no gusta de confesar su culpa ante extraños, se irguió con dignidad y respondió: —Y tú, ¿ por qué llevabas tanta velocidad? ¿ Has empeñado los ojos en la taberna, o qué es lo que te pasa? Inmediatamente hicieron recular los caballos, con objeto de librarlos, pero no había manera: todo estaba enredado. El tordo moteado husmeaba con curiosidad los nuevos amigos que encontró a uno y otro lado. Mientras tanto, las damas lo observaban todo desde el interior del carruaje, con caras de susto. La una era una señora de edad, la otra, una joven de unos diez y seis años, cuya cabecita adornaba una cabellera rubia, artísticamente peinada. El bello óvalo de su cara era tan bien formado como un huevo, y poseía la blancura transparente del mismo cuando, recién puesto, el ama de casa lo transparenta a la luz, y los rayos deslumbrantes del sol se filtran a través de su cáscara. El terror que patentizaban sus labios temblorosos, las lágrimas que anegaban sus ojos, toda ella resultaba tan hechicera, que nuestro héroe la miró fijamente durante varios minutos, sin oir la batahola que se armaba entre cocheros y caballos: — ¡Retrocede, cuervo de Nigni-Novgorod !—gritó el cochero a Selifan. Este tiraba de las riendas con todas sus fuerzas, y lo mismo hizo el otro; los caballos se arrastraban dos o tres pasos y se volvían a enredar en los jaeces. Mientras esto ocurría, el tordo

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moteado cobraba tanta simpatía por sus nuevos compañeros, que pocas ganas tenía de librarse del apuro en que le colocaba su destino imprevisto; y posando el belfo en el cuello de uno de sus nuevos amigos, le susurraba al oído unas cosas, de seguro rematadamente insensatas, pues el recién llegado no cesaba de sacudir las orejas. Los campesinos de una aldea que, afortunadamente, se hallaba próxima, se acercaban corriendo para prestarles su ayuda a los viajeros. Ya que semejante espectáculo representa para ellos un verdadero deleite, como para un alemán el periódico o el casino, pronto hervía una multitud alrededor de los carruajes, no quedando en la aldea ningún ser viviente, ni siquiera las viejas y los niños. Se quitaban los tirantes, y unos cuantos pinchazos en el belfo del tordo le hicieron retroceder; por fin se desenredaba y apartaba a los caballos. Sea por el disgusto que les causó el verse separados de sus amigos, o por mera falta de sentido, se negaron a moverse por mucho que les fustigase el cochero, y permanecieron como piedras. El piadoso interés de los campesinos alcanzaba extremos inverosímiles. No cesaban de proferir consejos gratuitos: —Vé tú, Andryushka, y vuelve ese caballo delantero, el que está a la derecha, y que Tío Mitya monte el de varas! ¡Monta, Tio Mitya! El Tio Mitya, un campesino largo y flaco, con barba roja, montó al caballo de varas, semejando un campanario rústico o la grúa con que extraen el agua del pozo. El cochero fustigó los caballos, pero era inútil: Tío Mitya no servía para nada. — ¡Esperen, esperen !—gritaron los campesinos.— ¡Tú, monta el delantero, Tio Mitya, y que el Tío Minyay monte el de varas! El Tío Minyay, un aldeano ancho de espaldas, con barba negra como la brea y una barriga que semejaba los samovares gigantescos en que se prepara, para los concurrentes tiritantes a la feria, la bebida de leche cuajada y miel, cabalgó con gusto el caballo de varas, que se dobló hasta el suelo bajo su peso. —¡Ahora irá bien !—vociferaban los campesinos.—¡Duro con él! ¡ Denle con el látigo a ese, ahí, a ese bayo! ¡Háganle culebrear como una araña!

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Pero viendo que nada se conseguía y que los latigazos eran en vano, el Tio Mitya y el Tio Minyay montaron ambos el caballo de varas, y Andryushka montó el delantero. Por fin, el cochero, perdiendo la paciencia, mandó desistir a los dos tíos; e hizo bien, pues los caballos estaban sudando como si hubiesen corrido de una casa de postas a otra sin tomar resuello. Los dejó descansar un momento, y después se pusieron en marcha espontáneamente. Mientras todo esto ocurría, Tchitchikof observaba fijamente a la joven del carruaje. Varias veces intentó hablarla, pero por una razón cualquiera, no lo consiguió. Y mientras tanto, las dos damas partieron en el carruaje—la linda cabecita, los rasgos delicados y el fino talle desaparecieron de su vista; era como en sueños cuando de nuevo veía sólo el camino, el calesín, los tres caballos, Selifan y la desolada planicie de los campos circundantes. Ocurre siempre en la vida, sea entre las clases toscas, cruelmente pobres y repulsivamente escuálidas, o sea entre las clases monótonamente frías y pesadamente decorosas, ocurre entre todas las clases que un hombre tropiece, por lo menos una vez en la vida, con un ser totalmente distinto de todos los que ha conocido, con un ser que despierta en él una emoción completamente distinta de todas las que está destinado a sentir en el curso de su vida. En la vida de todos, relampaguea la alegría, festiva y radiante, a través de las penas innumerables de que está tejida la tela de nuestra existencia, del mismo modo que un coche magnífico, con arreos relucientes, caballos hermosos y ventanitas fulgurantes, cruza como un relámpago una aldehuela pobre y escuálida, que no ha visto hasta entonces más que carros rústicos: y largo rato después los campesinos permanecen embobados y boquiabiertos, gorra en mano, aunque el coche maravilloso hace tiempo que ha volado por la carretera y desaparecido de la vista. Del mismo modo, ha aparecido inesperadamente en las páginas de nuestra historia esta hermosa señorita, y asimismo ha desaparecido. Si se hubiera encontrado en la situación de Tchitchikof un joven de veinte años—un húsar, un estudiante, o sencillamente un joven en el umbral de su carrera en la vida—¡Dios mío! ¡Cómo se habría estremecido y cuántos sentimientos habría despertado en su corazón! Durante largo rato, habría permanecido, azorado, clavado en el mismo punto, mirando estúpidamente la lejanía, olvi-

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dando su viaje, los asuntos aun por hacer, las reprimendas y los regaños que le costara su demora, olvidando a sí mismo, su deber, el mundo, con todo lo que contiene. Pero nuestro héroe es un hombre ya maduro, y de temperamento templado y razonable. También se volvió pensativo y meditabundo, pero en sentido más práctico; sus meditaciones no eran tan disparatadas, sino, puede decirse, muy atinadas: “¡Una linda chica!”, se dijo, abriendo su caja de rapé y aspirando un polvo. “Pero, ¿ qué es lo esencialmente interesante en ella? Lo mejor que tiene es que, según parece, acaba de salir de algún colegio, de lo que es precisamente más repugnante en las mujeres. Ahora es una niña; en ella es todo sencillez: dice todo lo que se le ocurre, se ríe cuando se le antoja. Se podría hacer de ella lo que se quisiera. Podría llegar a ser una mujer maravillosa, y podría resultar completamente inútil—y resultará inútil, de seguro.— Esperad a que la mamá y las tías empiecen a cultivarla. En el curso de un año, le llenarán la cabeza de tantas fanfarrias femeninas que su propio padre no la conocerá. Aparecerán la presunción y la afectación; empezará a moverse y conducirse según las reglas que haya aprendido; se devanará los sesos cavilando con quién hablar y cuánto, cómo y a quién ha de mirar; en todo momento, temerá decir más de lo que debe; por fin, ella misma caerá presa en la trampa, y acabará por mentir durante toda su vida, ¡y sólo el demonio sabe cuál será su fin 1” En este punto, hizo pausa, y añadió: “Pero sería interesante saber quién es, y quién es su padre, si es un rico propietario de carácter respetable, o sencillamente un hombre bien intencionado, poseedor de una fortuna ganada en el servicio del Estado. Y suponiendo que tuviera esa muchacha un dote de doscientos mil, eso haría de ella un buen bocado, muy tentador. Podría, por decirlo así, hacer la felicidad de un hombre honrado.” La idea de los doscientos mil tomaba una forma tan atrayente en su pensamiento, que empezaba a reprocharse el no haberse enterado, por el postillón o por el cochero, de quiénes eran las damas. Mas pronto la vista de la casa de Sobakevitch, que aparecía a cierta distancia, distrajo sus pensamientos haciéndolos volver a su tema habitual. La aldea se le antojaba bastante grande. Dos matorrales, uno de pinos, el otro de abedules, formaban dos alas a la derecha e

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izquierda de la aldea, uno obscuro, el otro más claro; en medio había una casa de madera, con entresuelo, tejado rojo y paredes gris obscuro, o mejor dicho, de color natural; la casa era del estilo de aquellas que se construyen en Rusia para las colonias militares o alemanas. Se echaba de ver que el gusto del arquitecto y el del amo habían sostenido una lucha continua durante el periodo de la construcción. El arquitecto era evidentemente un pedante y aspiraba a la simetría, y el amo aspiraba a la comodidad; por consiguiente, había mandado condenar todas las ventanas de un lado de la mansión, substituyéndolas con una pequeñita, que probablemente hiciera falta para un desván obscuro. La fachada principal no estaba en su centro, a pesar de las luchas que había sostenido el arquitecto, porque el dueño había insistido en suprimir la columna de un lado, así que, en lugar de cuatro, como indicaba el plan, había sólo tres. El patio estaba cercado por una empalizada inmensamente fuerte y gruesa. Era evidente que Sobakevitch estimaba en mucho la solidez. En las cuadras, cocheras y cocinas, se habían empleado unas vigas tan macizas y pesadas que resistirían muchos siglos. Maravillosamente macizas eran también las chozas de los campesinos: no se veían paredes de ladrillos ni diseños entallados, ni nada caprichoso, pero todo era de construcción buena y sólida. Hasta el pozo estaba construido de ese roble macizo que se suele reservar para los molinos o los barcos. En fin, por dondequiera que Tchitchikof mirara, no encontraba nada que no fuese sólido y sustancial, y de aspecto fuerte y basto Cuando se acercaba a la escalera, observó Tchitchikof dos caras que al tiempo le miraban desde la ventana: un rostro de mujer, con gorro largo y estrecho como un pepino, y otro de hombre, lleno y redondo como las calabazas moldavas, llamadas gorlyankas. de las cuales ‘hacen los rusos las ligeras ba1a1aika~ de dos cuerdas que constituyen el orgullo y el deleite de los airosos aldeanos de veinte años, del petimetre descarado que, guiñando el ojo, silba aires a las muchachas de pecho y cuello níveos, que le rodean para escuchar su punteado. Las dos caras de la ventana desaparecieron simultáneamente. Un lacayo, con librea gris y cuello fuerte de azul celeste, apareció en la escalera y condujo a Tchitchikof al corredor, donde ya le esperaba el amo de la casa. Al

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verlo entrar, dijo abruptamente “Haga el favor”, y le condujo a un cuarto. Al mirar Tchitchikof con el rabillo del ojo a Sobakevitch, este se le antojaba extraordinariamente parecido a un oso de mediana estatura. Para completar la semejanza, su levita era del preciso color de la piel de un oso; las mangas eran largas, los pantalones largos, y al andar, se balanceaba de un lado a otro, pisando continuamente los pies a los demás. Su rostro tostado tenía el color de una moneda de cobre. Todos sabemos ya que hay muchos rostros en cuya escultura la Naturaleza se ha esmerado poco, en que no ha empleado herramientas delicadas, tal como la lima o la barrena pequeña, sino que los ha hacheado en un abrir y cerrar de ojos: un hachazo, y ahí tienes la nariz; otro, y aparecen los labios; los ojos se barrenan con un taladro enorme; y sin alizarlos, la Naturaleza lo echa al mundo diciendo: “¡He aquí otro ser humano!” Tal rostro tosco y extrañamente labrado era el de Sobakevitch; lo mantenía más bien inclinado que recto; nunca volvía la cabeza y, en consecuencia de esta inmovilidad, raramente miraba a su interlocutor, sino a un rincón de la estufa o a la puerta. Tchitchikof le lanzó otra ojeada cuando se acercaban al comedor: ¡era un oso, todo un oso! Para rematar esta extraña relación, se llamaba Mihail Semyonovitch... Conociendo su costumbre de pisarles los pies a los demás, Tchitchikof tomó la precaución de apartar los suyos y de hacer que Sobakevitch pasara delante. Este, consciente de su defecto, le preguntó si le había ocasionado alguna molestia, a lo cual Tchitchikof, dándole las gracias, afirmó que hasta entonces no le había causado ninguna. Al entrar en el salón, Sobakevitch le señaló una silla, pronunciando una vez más “Haga el favor.” Sentándose, Tchitchikof observó las paredes y los cuadros que de ellas colgaban. Eran retratos de ‘héroes: generales griegos, de cuerpo entero; Movrocordato, en uniforme, con pantalones rojos y con lentes; Miaoulis, Canaris. Todos estos héroes poseían pantorrillas tan macizas y bigotes tan feroces, que hacían estremecer. Entre estos héroes griegas había, Dios sabe por qué, un retrato de Bagration, en marco muy estrecho: una figura larga y flaca, y debajo, unas banderitas y cañones. Seguía el retrato de la heroína griega Bobelina, cuya sola pierna tenía más sustancia que todo el cuerpo de los

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petimetres que hoy día llenan nuestros salones. No parecía sino que el amo de la casa, siendo él mismo fornido y robusto, deseaba decorar sus habitaciones con retratos de personas también robustas y fornidas. Cerca de Bobelina, y precisamente en la ventana, colgaba una jaula, de la cual asomaba la cabeza un tordo de color obscuro, salpicado de blanco, que también se parecía bastante a Sobakevitch. El amo de la casa y su visitante habían conversado apenas dos minutos, poco más o menos, cuando se abrió la puerta del salón y entró la señora, una figura muy alargada, con gorro adornado de cintas teñidas en casa. Entró con dignidad, llevando la cabeza tan erguida como una palmera. —Esta es mi Feoduliya Ivanovna—dijo Sobakevitch. Tchitchikof se inclinó para besar la mano de Feodulíya Ivanovna, que levantó casi a la altura de sus labios, por lo cual tuvo la oportunidad de notar que estaba bañada en agua de pepinos. —Querida——prosiguió Sobakevitch—permíteme que te presente a Pavel Ivanovitch Tchitchikof; he tenido el honor de conocerle en casa del gobernador, y en la del jefe de Policía. Feoduliya Ivanovna le invitó a sentarse de igual manera que lo hizo su marido, diciéndole a secas: “Haga el favor”, y con un movimiento de cabeza como el de una actriz que desempeña el papel de reina. Luego se sentó sobre el sofá, se envolvió en su chal de merino y permaneció sin desplegar los labios. Tchitchikof volvió a alzar la vista, y vió de nuevo a Canaris, con sus pantorrillas macizas y sus bigotes feroces; a Bobelina y al tordo en la jaula. Por espacio de cinco minutos, todos guardaron silencio; el único ruido era el que producía el pico del tordo al recoger los granos del fondo de la jaula. Tchitchikof volvió a examinar el aposento y lo que contenía: todo era sólido y tosco hasta el último grado, y guardaba una extraña semejanza con el amo de la casa. un rincón, se veía una cómoda panzuda de nogal, sobre cuatro piernas absurdas, que era la imagen de un oso. La mesa, las butacas, las sillas eran todas de la forma más pesada e incómoda; en fin, cada silla, cada objeto parecía que decía: “¡Yo también soy un Sobakevitch!”, o “¡Yo también me parezco mucho a Sobakevitch !”

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—Hablábamos de usted la otra noche en casa de Ivan Grigoryevitch, el presidente del Tribunal—dijo por fin Tchitchikof, observando que nadie se mostraba dispuesto a entablar la conversación.—Hemos pasado una noche deliciosa. —Sí; no fui aquella noche—contestó Sobakevitch. — ¡Es un hombre muy simpático! —¿Quién?—preguntó Sobakevitch, mirando fijamente un rincón de la estufa. —El presidente del Tribunal. —Quizá le parezca así a usted. Cierto que es masón, pero también el bobo más grande que existe. A Tchitchikof le desconcertó un poco esta mordaz calificación, pero reponiéndose, dijo: —Claro que todos tenemos nuestros defectos. Y el gobernador, ¡qué hombre más simpático! — ¡El gobernador, simpático! —Sí, ¿verdad? — ¡Es el más grande bellaco que existe! — ¡Cómo! ¡El gobernador un bellaco !—exclamó Tchitchikof, no pudiendo comprender cómo podría ser bellaco el gobernador.— He de confesar que nunca lo habría sospechado—continuó.—Y permítame observar que su conducta en nada lo denuncia; al contrario, muestra mucha ternura. Aquí hizo referencia a las bolsas bordadas por las propias manos del gobernador, y aludió, con aprecio, a la expresión amable de su rostro. — ¡Tiene la cara de un ladrón 1—replicó Sobakevitch.—Si le pusiera usted un cuchillo en la mano y le soltara por la carretera, le degollaría por un real, ¡ así como se lo digo! El y el teniente gobernador son una pareja que tal. “Estará enemistado con ellos, pensó Tchitchikof. Hablaré del jefe de Policía, que creo que son amigos.” —Por lo que a mi toca, he de confesar que el que más me gusta es el jefe de Policía: ¡un carácter franco y sincero! Tiene su rostro una expresión de afectuosidad sencilla.

— ¡Un canalla !—contestó serenamente Sobakevitch.—Le traicionará a uno, le engañará, y luego cenará con uno. Los conozco a todos: son unos bellacos; toda la ciudad es un nido de bribones.

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Los pillos encarcelan a los pillos y procesan a los pillos. ¡Son todos unos Judas! No hay más que un hombre honrado entre ellos: el fiscal, y aun él es un cochino, a decir verdad. Después de estas laudatorias, aunque breves> biografías, Tchitchikof se convenció de que seria inútil nombrar a cualquier otro funcionario, y ya se acordó de que a Sobakevitch no le agradaba oir hablar bien de nadie. —Querido, ¿vamos a comer?—dijo la señora de Sobakevitch. —Haga el favor—dijo Sobakevitch, dirigiéndose a Tchitchikof. Dicho lo cual, los dos caballeros, acercándose a la mesa, que estaba puesta con entremeses, bebió cada uno la copita de vodka de rigor y tomaron un piscolabis, como es costumbre en toda la vasta extensión de Rusia, en ciudades y aldeas; es decir, saborearon varios manjares salados y estimulantes; después todos se encaminaron al comedor, deslizándose a la cabeza el ama, como una gansa en la laguna. La pequeña mesa estaba puesta para cuatro. Al poco rato, se colocaba en el cuarto lugar—es difícil decir precisamente quién: si una mujer casada, una muchacha, una pariente, un ama de llaves, o sencillamente alguien que vivía en la casa—una persona sin gorro, de unos treinta años, con pañuelo de vivos colores. Hay gentes que existen en este mundo no como individualidades en si mismas, sino como manchitas o motitas en la personalidad ajena. Se sientan siempre en el mismo lugar, sin mover la cabeza; se había de creer que son muebles, y que jamás baya escapado de sus labios sonido alguno; pero en una región remota, en los cuartos de los criados o en el cillero, ¡ya son otras! —La sopa de coles es excepcionalmente buena hoy—observó Sobakevitch, bebiéndola a cucharadas y sirviéndose una inmensa porción de un manjar exquisito y muy conocido, que consiste en el estómago de un cordero, relleno de alforfón, sesos y manos de cordero.—No comerá usted un plato como éste en toda la ciudad—continuó, dirigiéndose a Tchitchikof.—Dios sabe lo que le darán allí. —Pues la mesa del gobernador es excelente—observó Tchitchikof. —Pero ¿ sabe usted cómo se hacen esas comidas? No las comerá usted seguramente cuando lo sepa.

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—No sé cómo se guisan los platos, no puedo juzgarlo; pero las chuletas de cerdo y el pescado hervido que sirvieron eran excelentes. —Así le parecía. Pero ya ve usted que yo sé lo que compran en el mercado. El tunante del cocinero, que aprendió a guisar en Francia, coge un gato, lo despelleja y lo saca a la mesa como liebre. — ¡Puf! ¡Qué cosas más asquerosas dices !—protestó su esposa. —¡Bien, querida mía! Es así corno hacen las cosas; no es culpa mía, es como hacen las cosas todos. Todos los desperdicios que nuestro Alkulka tira al cubo de la basura, si se me permite expresarlo así, ellos lo echan a la sopa, ¡sí, a la sopa! ¡AM va! —Siempre hablas de esas cosas en la mesa—protestó de nuevo la señora. —¿Y qué, querida? Si yo hiciera lo que ellos, podías quejarte, pero yo no voy a comer porquerías, te lo digo francamente. Aunque pusieras azúcar a las ranas, yo no las tocaría, como tampoco comería ostras: sé muy bien lo que son las ostras. Haga el favor de servirse del motón—dijo a Tchitchikof.—Este es lomo de carnero, con granos, no aquellos fricasés que hacen en las cocinas de ciertos señores, empleando motón que durante días y días ha estado expuesto en el mercado. Todos esos platos los han inventado los médicos franceses y alemanes; ¡les mandaría ahorcar! ¡También han inventado una cura que consiste en ayunar! Porque ellos tienen una endeble constitución alemana, se figuran que también saben tratar el estómago ruso. Es un disparate, no es más que una fantasía, es todo... Aquí Sobakevitch sacudió rabiosamente la cabeza: —Hablan del progreso; progreso... ¡Puf! Podría calificarlo por otra palabra, pero no estaría bien decirla a la mesa. No sucede así en mi casa. Si tenemos cerdo, ponemos todo el cerdo en la mesa; si motón, traemos todo el cordero; si es ganso, ¡pues todo el ganso! Prefiero comer no más de dos platos y hartarme de ellos. Sobakevitch procedió a poner en práctica esta declaración, colocando en su plato medio lomo de carnero, comiéndolo todo, royendo y chupando hasta el último huesecito

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“Sí”, pensó Tchitchikof, “el hombre tiene realmente un apetito voraz.” —Pues no; no sucede así en mi casa—prosiguió Sobakevitch, enjugando los dedos en la servilleta.—Yo no hago como Plyushkin: posee ochocientas almas, y come más mal que cualquier pastor. —¿ Quién es ese Plyushkin ?—preguntó Tchitchikof. —Un canalla—contestó Sobakevitch.—No puede usted figurarse lo tacaño que es. Los condenados a presidio comen mejor que él: ha matado de hambre a todos sus siervos... —¿ De veras ?—interrumpió Tchitchikof.—¿ Quiere usted decirme en serio que sus siervos han muerto en número considerable? —Se mueren como moscas. —¿ De veras, como moscas? Permítame preguntarle: ¿ vive muy lejos de aquí? —A siete kilómetros. —A siete kilómetros—repitió Tchitchikof, sintiendo batir aceleradamente su corazón.—Pero saliendo de aquí, ¿ es a la derecha o a la izquierda? —No le aconsejaría que conociese siquiera el camino que conduce a la casa de ese perro—respondió Sobakevitch.—Hay más razón para visitar la peor de las guaridas que para visitarle a él. —Oh, no se lo he preguntado para eso... sólo que tengo interés en conocer toda la comarca—contestó Tchitchikof. Al lomo de carnero siguieron unos pasteles de requesón, cada uno más grande que un plato; después vino un pavo de las proporciones de una ternera, relleno de todo género de cosas ricas: huevos, arroz, riñones, y qué sé yo qué más. Con esto, terminó la comida. Cuando se levantó de la mesa, Tchitchikof sentía como si hubiera ganado diez kilos. Se fueron al salón, donde encontraron un plato de conservas ya esperándoles—no de ciruela, ni de pera, ni de ninguna especie de bayas—pero ninguno de los caballeros lo probó. El ama salió para traer más conservas en otros platos. Aprovechando su ausencia, Tchitchikof se volvió hacia Sobakevitch, quien, medio acostado en la butaca, jadeaba después de su opípara comida, emitiendo de la garganta sonidos indefinibles, mientras se santiguaba y colocaba continuamente la mano sobre la boca..

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Tchitchikof se dirigió a él con estas palabras: —Quisiera hablar un momento con usted sobre asuntos de negocios. —Aquí tienen más conservas—dijo la señora, entrando con un plato.—Es muy buena, hecha de miel. —Lo comeremos un poco más tarde—contestó Sobakevitch.— Ahora, véte a tu cuarto. Pável Ivanovitch y yo nos quitaremos las chaquetas y dormiremos la siesta. La dama hablaba de mandarles colchones de plumas y almohadas, pero el marido le contestó: —No es preciso: podemos descabezar un sueñecito en las butacas. Oído lo cual, se retiró la señora. Sobakevitch inclinó ligeramente la cabeza y se dispuso a oir de qué negocio se trataba. Tchitchikof se encaminó al asunto dando rodeos, aludiendo al Imperio ruso en general, mencionando con entusiasmo su vasta extensión y afirmando que ni el Imperio romano era tan vasto, por lo cual bien podían los extranjeros maravillarse de Rusia... (Sobakevitch seguía escuchando con la cabeza inclinada), y que, en armonía con lo dispuesto por el Gobierno, cuya fama no tenía límite, las almas inscritas en el censo, que hubieran terminado su existencia terrenal, se consideraban como vivientes hasta llenar el nuevo censo, evitando así el agobiar al Gobierno con una multitud de detalles mezquinos e insignificantes, y aumentar la complejidad del engranaje administrativo, ya bastante complicado... (Sobakevitch seguía escuchando con la cabeza inclinada) ; que, por justificable que fuera esta medida, suponía, no obstante, una carga muy pesada para muchos propietarios, obligándoles a pagar las contribuciones como si realmente existieran los siervos, y que, por un sentimiento de respeto personal que le profesaba, estaba dispuesto, hasta cierto punto, a aligerar la carga que sobre él pesaba. Respecto al objeto mismo de sus observaciones, Tchitchikof se expresó prudentemente, no calificando las almas de muertas, sino de no existentes. Sobakevitch seguía escuchando con la cabeza inclinada; su semblante no revelaba sombra de lo que pudiera llamarse expresión. No parecía sino que en aquel cuerpo no moraba alma alguna, o si lo habitaba, que no estaba donde debía estar, sino que yacía,

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como decía el inmortal Boney (1), en un lugar recóndito, cubierta de una concha tan gruesa, que lo que ocurría en la profundidad no producía el más leve estremecimiento en la superficie. —¿Así que?.. .—dijo Tchitchikof, esperando, no sin cierto temor, la respuesta. —¿Usted quiere las almas muertas ?—preguntó Sobakevitch con gran sencillez, sin mostrar sorpresa, como si se tratara del maíz. —Sí—respondió Tchitchikof, y de nuevo templaba la calificación, añadiendo,—las no existentes. —Hay algunas; sí, en efecto, habrá algunas—contestó Sobakevitch. —Pues si las hay, sin duda celebrará usted deshacerse de ellas. —Si, sí; no tengo inconveniente en vendérselas—replicó Sobakevitch, levantando un poco la cabeza, y reflexionando que sin duda el comprador realizaría una ganancia con ellas. “¡Demonios !“, pensó Tchitchikof. “Está dispuesto a vendérmelas antes de que se lo indique.” —¿A qué precio, por ejemplo? Aunque a decir verdad, son una mercancia extraña.., suena muy raro hablar del precio. —Sentina pedirle mucho—respondió Sobakevitch.—¿ No le convendría pagar cien rublos por cada una? — ¡Cien !—gritó Tchitchikof, mirándole fijamente a la cara, boquiabierto, e indeciso de si había oído mal o si la lengua, pesadamente chabacana, de Sobakevitch había soltado una palabra por otra. —Pues, ¿le parece caro?—dijo éste.—¿Y qué precio me ofrecería usted? —¡ Precio! Es que nos habremos equivocado, o nos habremos entendido mal; es que habremos olvidado de lo que se trata. Le juro con la mano sobre el corazon que no puedo ofrecerle más de ochenta copecs por alma—es el máximo. — ¡Eh, qué idea! ¡Ochenta copecs!... —Bueno; lo que es yo no puedo ofrecerle más. — ¡Pero yo no estoy vendiéndole zuecos de corteza! —Mas ha de considerar usted que tampoco son hombres. —¿Y usted cree que encontrará a nadie lo bastante tonto para venderle un alma, inscrita en el censo, por unos miserables copecs?

(1) Personaje parecido a un ogro que aparece en muchas fábulas rusas.

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—Perdón, pero ¿ por qué usa usted la expresión “en el censo”? Hace mucho que las almas están muertas; no queda más que un nombre sin substancia. No obstante, para evitar más discusión, le daré rublo y medio, si quiere, pero más no. —Debía usted sentir vergüenza de mencionar una suma tan ridícula. Está usted regateando. Dígame francamente, de una vez: ¿qué precio me dará? —No puedo darle más, Mijail Semyonovitch, ¡puede usted creerme que no puedo! Lo que no puede hacerse no puede hacerse— insistió Tchitchikof. No obstante lo cual, añadió medio rublo. —¿ Por qué es usted tan mezquino ?—observó Sobakevitch.— ¡El precio no es caro! Otro hombre le engañaría, vendiéndole un rastro cualquiera en lugar de almas; pero las mías son sanas y buenas, todas de la mejor clase: cuando no artesanos, son campesinos robustos de una clase u otra. Mire, Mijeyef el aperador, por ejemplo, jamás construyó un carruaje que no tuviera muelles. Y no eran de la hechura de esos de Moscou, que duran una hora... todos tan sólidos. . . ¡los tapizaba él mismo y los pintaba! Tchitchikof abrió la boca para observar que a pesar de esto, Mijeyef había abandonado este mundo; pero Sobakevitch se sentía arrebatado por su propia elocuencia, y la vehemencia y fluidez de sus palabras eran tales, que no admitían interrupción alguna. — ¡Y Stepan Probka, el carpintero! Apostaré la cabeza que nunca jamás encontrará usted un campesino como él. ¡Poseía una fuerza gigantesca! Sí hubiera servido en la Guardia, Dios sabe lo que le habrían ofrecido... ¡tenía más de dos metros de altura! De nuevo Tchitchikof procuraba observar que también Probka había subido al cielo; pero seguía tal torrente de palabras, que no le cabía más remedio que escuchar. —¡Milushkin, el albañil, podía construir una estufa en cualquier casal Maxim Telyatnikof, el zapatero, tan pronto perforaba el cuero con la lezna, se convertía en bota, ¡y qué bota! Y jamás bebía! ¡Y Yeremi Sorokoplyohín! Ese solo valía por todos los demás. Traficaba en Moscou y me mandaba hasta quinientos rublos de una vez en lugar de su trabajo. ¡Es un surtido

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variado de siervos a su disposición! ¡No son como los que le vendería Plyushkin! —Perdone——dijo por fin Tchitchikof, pasmado por el torrente de elocuencia, que parecía inagotable.—¿ Por qué hace usted constar todas sus cualidades? Ahora no valen nada, ¿sabe? Esos campesinos están muertos. Un muerto no sirve ni para sostener una cerca, como se dice vulgarmente. —Sí, claro, están muertos—respondió Sobakevitch, como si, reflexionando, recordase que estaban, en efecto, muertos. Luego añadió :—Aunque realmente es hecho que los otros que se consideran como vivientes no merecen que se les califique de hombres; no valen más que una mosca. —No obstante, existen, mientras que los otros no son más que un recuerdo. — ¡Cómo recuerdo! ¡Le digo que Mijeyef era un hombre como no los hay! Era un gigante; no podría entrar en este cuarto; no, ¡ése no es recuerdo! Tenía más fuerza que un caballo en sus gigantescos hombros fornidos. ¡Quisiera saber en qué parte va usted a encontrar un recuerdo como ése! Estas últimas palabras las pronunció mirando los retratos de Bagration y Kolokotrones, como suele suceder entre personas que discuten, que una se dirige, por alguna razón desconocida, no a su interlocutor, sino a una tercera persona que se halla, por casualidad, presente, incluso a un extraño, de quien no puede esperar y que, por ahora, no posee nada de lo que se suele llamar femenino, respuesta, ni opinion, ni apoyo; no obstante lo cual le mira tan fijamente como si apelara a él como árbitro; y el visitante, desconcertado, no sabe si darle su opinión sobre el asunto, del cual nada conoce, o callarse, observando una actitud correcta, y luego levantarse y salir. —No, no puedo darle más de dos rublos—dijo Tchitchikof. —Si quiere usted, y para que no diga que le pido demasiado y que no quiero complacerle, si quiere usted—se las cederé por setenta y cinco rublos el alma—sólo porque es usted mi amigo. “¿ Es que me toma por un tonto?”, pensó Tchitchikof; añadiendo en voz alta: —Realmente me deja pasmado; no parece sino que estamos desempeñando papeles de una pieza teatral, en una farsa: solo de ese

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modo me explico... Creo que es usted un hombre bastante inteligente, posee las ventajas de la educación. Pues los géneros que me está vendiendo son sencillamente... ¡uf! ¿ Qué valen? ¿ De qué sirven? —Pero usted los quiere comprar; luego sirven para algo. En este punto, Tchitchikof se mordió el labio, no pudiendo idear una respuesta adecuada. Empezaba a decir algo sobre asuntos particulares de familia, pero Sobakevitch contestó sencillamente: —No me interesan sus cuestiones personales; no me mezclo en asuntos de los demás; son cosa suya. A usted le hacen falta las almas; yo se las vendo, y si usted no las compra, ya lo sentirá. —Dos rublos—dijo Tchitchikof. —¡Uf! Verdaderamente. .. “Cree el ladrón que todos son de su condición”, como reza el proverbio. ¡Ya que se empeña usted en no pagar más de dos rublos, no hay manera de sacarle de ahí! ¡Vamos, dígame su precio! “¡Oh, el demonio se le lleve!”, pensó Tchitchikof. “Le daré medio rublo más, ¡el muy canalla!” —Bien; le daré medio rublo más. —Y yo también le diré mi último precio: ¡cincuenta rublos! Realmente, representa una pérdida para mí. ¡No comprará usted mozos como éstos en ninguna parte! “¡Viejo avaro!”, dijo Tchitchikof para sus adentros; y respondió en alta voz, con tono de irritación: — ¡Válgame Dios! ¡Por mi vida... como si se tratara de algo verdadero! Otra persona cualquiera me las regalaría, y lo que es más, se alegraría de deshacerse de ellas. ¡Sólo un tonto querría guardárselas y seguir pagando la contribución sobre ellas! —Pero, ¿ sabe?, una transacción de esta naturaleza—lo digo entre nosotros, como amigo—no sería permitida en todas partes, y si yo u otra persona cualquiera lo revelara, el comprador no podría contar con la efectividad de la compra, ni con el cumplimiento riguroso del contrato. “¡Qué demonios querrá insinuar, el canalla !”, pensó Tchitchikof, y en alta voz, con aire de indiferencia:

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— ¡Sea como quiera! Yo no se las compra por necesidad, como imagina usted, sino por... sencillamente por capricho. Si no quiere aceptar dos rublos y medio, ¡adiós! “¡No hay manera de sacarle más, es terco!”, pensó Sobakevitch. —Bien, amigo; ¡deme treinta y son suyas! —No; veo que no quiere usted venderlas. ¡Adiós! — ¡Espere, espere!—dijo Sobakevitch, reteniendo la mano de Tchitchikof y. pisándole el pie, que nuestro héroe, desprevenido, había dejado al descubierto, por cuyo descuido recibió un castigo que le hizo emitir exclamaciones entrecortadas y tenerse sobre una sola pierna.—¡Ay, dispense! Temo que le haya lastimado. ¡Haga el favor de sentarse, haga el favor! Dicho lo cual, hizo sentarse a Tchitchikof en una butaca, desplegando la destreza de un oso domado, a que le han enseñado brincar y realizar varios juegos cuando se le dice: “Vamos, enséñanos, Misha, cómo se bañan las campesinas”; o, “¡Mishya, muéstranos cómo roban los niños los guisantes!” —Estoy perdiendo el tiempo; he de marcharme. —Quédese un momento y le diré algo que le ha de agradar. Aquí Sobakevitch acercó su silla a la de Tchitchikof, y le susurro al oído, como si se tratara de un secreto: —¿ Le conviene un cuarto? —¿Quiere usted decir veinticuatro rublos? ¡No, no y no! No le daré la cuarta parte de un cuarto; ¡no añadiré un solo céntimo! Sobakevitch se calló; Tchitchikof también guardó silencio. La pausa duró unos dos minutos. Bragation, con su nariz aguileña, vigiló estrechamente, desde la pared, la transacción. —¿Cuál es su ultimo precio?—preguntó por fin Sobakevitch. —Dos rublos y medio. — ¡Tiene usted un alma de cántaro! ¡Podría darme por lo menos tres rublos! —No puedo.

— ¡Oh, es imposible hacer nada con usted. ¡Bien! Representa una pérdida, pero vamos, soy fiel como un perro; no puedo menos que hacerlo todo para complacer a mis amigos. Supongo que tendré que hacer una escritura de cesión para que quede en firme la venta.

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—Claro. —Y lo que es más, tendré que ir al pueblo con este propósito. Así se terminó la discusión, y convinieron los dos en ir al día siguiente al pueblo para hacer la escritura de venta. Tchitchikof pidió una lista de los campesinos muertos. Sobakevitch se apresuró a complacerle, sentándose inmediatamente a la mesa y escribiendo de su puño y letra no sólo los nombres, sino todos los detalles respecto a sus valiosas cualidades. Y Tchitchikof, no teniendo otra cosa que hacer, y estando sentado a espaldas de Sobakevitch, se puso a examinar su amplio cuerpo. Contemplando los anchos hombros, parecidos a los de un grueso caballo de Vyatka, y las piernas, que semejaban postes de hierro, no podía menos que exclamar para sus adentros: “¡Uf! ¡Dios ha sido prodigo contigo! Eres lo que llaman “mal cortado pero bien cosido”. . . Quisiera saber si naciste oso o si te has vuelto oso a fuerza de vivir en el bosque, cultivando los campos de maíz y tratando con campesinos; y si por lo mismo, te has vuelto avaro. Pero no; creo que serías el mismo aunque hubieras recibido una educación brillante, aunque te hubieras criado en la alta sociedad de Petersburgo, en lugar del bosque. La única diferencia consiste en que ahora engulles medio lomo de carnero y granos, y pasteles de requesón como un plato, mientras que en Petersburgo, habrías comido chuletas con trufas. Siendo las cosas como son, tienes en tu poder a muchos campesinos, y marchas bien con ellos; no los maltratas porque son tuyos y no te conviene; ¡pero allá en la ciudad, tendrías dependientes, con los cuales armarías camorra, por lo mismo que no serian tus siervos; o bien malversarías los fondos del Estado, puesto que un usurero es siempre aficionado al dinero ajeno. Si adquiere un conocimiento superficial de una materia, cuando se halla en una posición superior, lo hará sentir a los que poseen un verdadero dominio de la misma. Y aun puede que se diga: “¡Dejadme mostrar de qué soy capaz!”, e inventará un sabio reglamento del cual no pocos tendrán que dolerse... ¡Uf!, si todos los hombres fueran tan mezquinos. ..‘~ —Aquí tiene usted la lista—dijo Sobakevitch, volviéndose. —¿Ya está? ¡Démela! Tchitchikof la repasó, maravillándose de su claridad y precisión: no sólo constaban, con toda minuciosidad, los nombres, la

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edad, el oficio y detalles sobre la familia, sino que había también apostillas respecto al comportamiento y la sobriedad; en fin, daba gusto de verla. —Ahora me dará usted una cantidad como señal—dijo Sobakevitch. —¿ Por qué quiere usted señal? le pagaré la cantidad íntegra mañana en el pueblo. —Es costumbre dejar señal—protestó Sobakevitch. —No sé cómo se la he de dar, pues no llevo dinero encima. Pero tome, aquí tiene usted diez rublos. —¡De qué me sirven diez rublos! Déme por lo menos cincuenta. Tchitchikof estaba a punto de declarar que no los tenía, pero Sobakevitch insistió con tanto ahinco en que sí los tenía, que al fin tuvo que sacar otro billete, observando: —Aquí tiene usted otros quince rublos, total veinticinco. Hará el favor de darme recibo. —¿ Un recibo? ¿ Por qué quiere usted recibo? —Es siempre mejor tener recibo, ¿sabe? En caso de accidente... todo puede suceder. —Bien; deme el dinero. ¿ Por qué quiere usted el dinero? Aquí lo tengo, en la mano. En cuanto haya usted escrito el recibo, se lo daré. —Por favor, ¿cómo puedo escribir el recibo sin primero ver el dinero? Tchitchikof dejó que Sobakevitch se apoderara de los billetes, y éste, acercándose al escritorio, resguardó el dinero con la mano izquierda mientras con la derecha escribió, en un trozo de papel, que había recibido la suma de veinticinco rublos, como señal, por la venta de almas. Después de firmarlo, volvió a contar el dinero. —Este billete es muy gastado—observó, transparentándolo a la luz.—Está algo roto; pero vamos, esas cosas no se miran entre amigos. ¡Qué usurero!”, pensó Tchitchikof. “ ¡Es todo un bruto!” —¿Y no quiere usted algunas hembras? —No, gracias. No le cobraría mucho por ellas. Por la amistad que existe entre nosotros, se las cedería a rublo por cabeza.

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—No, no me hacen falta las hembras. —Bien; si no las quiere, es inútil discutirlo. Son gustos: "uno ama al pope y el otro a la esposa del pope”, como reza el proverbio. —Otra cosa que quisiera pedirle es que esta transacción quede estrictamente entre nosotros—dijo Tchitchikof, al despedirse. —¡Eso desde luego! ¿Para qué mezclar a un tercero en el asunto? Lo que se realiza, con toda honradez, entre amigos, entre ellos ha de quedar. ¡Adiós! ¡Gracias por la visita! Le ruego no nos olvide; cuando tenga usted una hora libre, venga a comer con nosotros y a pasar un rato en nuestra compañía. Quizá podamos servirnos mutuamente. “¡Como si no te conociera!”, pensó Tchitchikof, subiendo al calesín, “¡me ha sacado dos rublos y medio por alma, el maldito avaro!” Le había disgustado la conducta de Sobakevitch. Déle las vueltas que se quiera, eran, al fin y al cabo, conocidos; se habían conocido en casa del gobernador y en la del jefe de Policía, y no obstante esto, le había tratado exactamente como si fuera un extraño, ¡le había sacado cuartos! Cuando el calesín había salido del patio, Tchitchikof volvió la cabeza y vió que Sobakevitch permanecía en la escalera y parecía querer observar qué dirección tomaba su visitante. “¡ El muy pillo, está todavía en la escalera!”, murmuró Tchitchikof entre dientes, mandando a Selifan guiar hacia las chozas de los campesinos y seguir camino adelante, para que no se pudiera ver el carruaje desde la casa. Quería ir a ver a Plyushkin, cuyos siervos, según Sobakevitch, se morían como moscas, pero no quería que de ello se enterara éste. Cuando el calesín llegó al linde de la aldea, llamó al primer campesino que vió, un hombre que, habiendo cargado con un grueso tronco de árbol, se arrastraba hacia su choza como una hormiga incansable. —¡ Eh, tú, velludo! ¿ Cómo he de ir a casa de Plyushkin sin pasar por la de tu amo? El campesino parecía perplejo por la pregunta. —¿Es que no lo sabes? —No, señor, no sé. —¡ Tate! Tú, que ya peinas canas, ¿ no conoces al tacaño de Plyushkin, el que no da de comer a sus siervos?

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—¡ Oh, ése en parches y harapos 1—gritó el campesino, empleando un substantivo elocuente, pero que no es de uso en lenguaje correcto, por cuya razón lo omitimos. Y ya se puede creer que era elocuente cuando decimos que, mucho rato después de desaparecer el campesino, y de haber andado largo trecho, Tchitchikof seguía riéndose. Los rusos se expresan con energía, y si bautizan a uno con un apodo, lo arrastra consigo al servicio y al retiro y a Petersburgo y a los últimos confines de la tierra. Y haga lo que quiera para ennoblecer su apodo, aunque emplee a un genealogista para trazar su descendencia de una antigua familia noble, de nada le ha de servir: el mero sonido del apodo, como el graznido del cuervo, denuncia la procedencia del pájaro. Una palabra, apropiadamente pronunciada o escrita, no se troncha a hachazos. Y qué acertados son los refranes que nacen en el corazón de Rusia, donde no existen ni alemanes, ni finlandeses, ni extranjero alguno, sino solamente la nativa inteligencia rusa, viva y despierta, que nunca se ve en el caso de rebuscar palabras ni incubar frases, como una gallina que empolla, sino que te pega el apodo, como pasaporte, para llevártelo contigo por toda la vida, y no hace falta añadir la descripción de tu nariz ni de tus labios: estás retratado de cuerpo entero de una sola pincelada. Como la multitud incontable de iglesias y monasterios que, con sus cópulas, domos y crucifijos, se esparce sobre la superficie de la santa Rusia, pulula sobre la faz de la tierra la multitud abigarrada. Y cada pueblo, llevando en sí la potencialidad de grandeza, lleno de facultades creadoras y espirituales, pleno de su inconfundible individualidad, y de infinitos dones del cielo, se distingue de los demás por sus refranes peculiares, en los que se refleja, sea cual fuera su tema, un rasgo de su propio carácter. Los refranes de los ingleses rebosan la sabiduría del corazón, la comprensión filosófica de la vida; el dicho efímero del francés es brillante como una mariposa, y tan pronto muere; el alemán elabora con fantasía sus refranes, intelectualmente huecos, y no comprensibles para los demás pueblos; pero no existen refranes de alcance tan grande, de mira tan atrevida, ninguno que brote tan de lo ‘hondo del corazón, que tanto bulla y vibre de vida como el refrán ruso, oportunamente pronunciado.

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CAPITULO VI

Cuando joven, en los años ya lejanos de mi niñez me gustaba visitar por primera vez los lugares desconocidos: ya fuera un villorrio, una pobre aldehuela, una ciudad o un arrabal, mis ojos despiertos de chiquillo descubrieron en ellos muchas cosas de interés. Cada edificio, todo lo que llevara el sello de una peculiaridad cualquiera, me llamaba la atención, me impresionaba. Fuera un edificio de ladrillos, del Estado, de construcción corriente, con la mitad de las ventanas, meros huecos vacíos, que se irguiera, solitario y triste, en medio de un grupo de chozas de obreros, de un piso, construidas de troncos de árbol y con tejado de ripia; fuera una cúpula redonda, cubierta de hojas de metal blanco, que se alzara sobre la nueva iglesia encalada; fuera un mercado, o sencillamente un galán de la comarca que se hallara en el pueblo, todo me llamaba la atención, y, despierto y alerta, asomaba la cabeza del carruaje, examinaba el estilo raro de una levita, las cajas de madera, conteniendo clavos o sulfuro, amarillentas en la lontananza, o las de pasas y jabón que vislumbraba en el interior de las abacerías, junto con dulces viejos de Moscou. También observaba fijamente a un oficial de infantería, a quien el destino había arrancado de Dios sabe qué provincia, para sumirle en el tedio de esta comarca remota, y al mercader, con largo abrigo, que volaba en su droshky, compartiendo yo en pensamiento su vida gris. Si pasaba un funcionario del pueblo, empezaba a pensar adónde iba, si a pasar la noche con un compañero, o si directamente a casa, en cuya escalera se detendría media hora, hasta que el crepúsculo diera paso a la noche, cuando se sentaría a la mesa a cenar con su madre, con su esposa, con la hermana de su esposa, y con toda la familia; quería saber sobre qué versaría la conversación mientras la criada, con collares, o el criado, con chaqueta corta y gruesa, traía, sólo después de la sopa, una vela, en candelero que habla pasado largos años de servicio en la familia.

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Mientras me acercaba a la aldea de un propietario, contemplaba con curiosidad el campanario de madera, largo y estrecho, observaba la vieja iglesia espaciosa, de madera obscura. A través del verde de los árboles, brillaban, seductores en la lejanía, el tejado rojo y las chimeneas blancas de la casa del amo; esperaba con impaciencia que un claro de los jardines, que la cernía por todos lados, me permitiese ver su exterior, que en aquellos tiempos, ¡ ay!, me parecía nada ordinario; por la fachada, procuraba adivinar cómo sería el amo mismo, si grueso, y si tendría hijos o una colección de seis hijas, de risa fresca y armoniosa, ocupadas en sus juegos; la más joven, claro, una beldad; si tendrían ojos negros, y si su padre mismo sería alegre o sombrío como un ciprés, mirando el calendario y hablando del centeno y del trigo, mientras las jóvenes se aburrían. Ahora entro con indiferencia en las aldeas desconocidas, y también con indiferencia contemplo su exterior vulgar; a mi mirada fría, es poco atractivo; no me interesa, y lo que en otros tiempos habría animado mi rostro y excitado mi risa, inspirándome comentarios sin fin, lo paso ya por alto, y mis labios permanecen sellados en silencio impasible. ¡ Ay, mi juventud! ¡Ay, mi entusiasmo infantil! Meditando y riéndose del apodo con que el campesino había designado a Plyushkin, Tchitchikof no notaba que el calesín atravesaba ya una aldea de importancia, con numerosas calles y chozas de campesinos. Pero pronto le despertaron a la realidad unas violentas sacudidas producidas al cruzar el puente de troncos de árbol, comparado con el cual es liso el puente de guijarros de nuestro pueblo. Los troncos bailotean como las teclas de un piano, recibiendo el incauto viajero un golpe en la cabeza, una magulladura en la frente o un doloroso mordisco en la punta de la lengua. Se observaban los estragos del tiempo y de la podredumbre en todos los edificios que componían la aldea; los troncos, de que estaban construidas las chozas, eran viejos y de color obscuro. Muchos de los tejados estaban acribillados; de algunos no quedaba más que la emparrillada y los traveseros, semejando las costillas de un esqueleto. No parecía sino que los mismos dueños se habían apropiado los listones y las tablas, arguyendo, sin duda

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acertadamente, que, como no se puede techar una choza cuando llueve, y como no cae agua cuando hace buen tiempo, no hay para qué fastidiarse con faenas de esas, cuando sobra lugar en la taberna y en la carretera, o en donde se quiera. Las ventanas carecían de cristales, y algunas estaban tapadas con trapos o con alguna prenda vieja. Los balconcitos, que, por algún motivo inexplicable, se colocan, en algunas chozas rusas, justamente debajo del tejado, estaban todos sesgados, y demasiado ennegrecidos para ser siquiera pintorescos. En muchos sitios, se extendían por detrás de las cabañas montones inmensos de maíz que, según indicios, habían permanecido en el mismo lugar durante años enteros; eran del color de ladrillo viejo y mal cocido; brotaba de la cumbre todo género de mala hierba, y los árboles que crecían a un lado, se enmarañaban con el grano. El maíz pertenecería, seguramente, al amo. Detrás de estos montones de maíz y de los tejados agujereados, se divisaban a la derecha o a la izquierda, según la dirección que seguía el calesín, dos iglesias lugareñas, que se erguían, lado por lado, en el aire diáfano; la una de madera, caída en desuso, la otra de ladrillo, con paredes amarillas, cubiertas de manchas y llenas de grietas. Se percibían vagamente diferentes ángulos de la casa del amo y, finalmente, por un claro en las hileras de chozas, se la veía toda, y también una huerta, o un sembrado de coles, cercado de una empalizada baja y, a trechos rota. Este extraño castillo, de una longitud desmesurada, tenía todo el aire de un enfermo decrépito. Consistía, en algunas partes, de una sola planta baja, en otras, tenía un piso; en su tejado obscuro, que no en su total extensión, ofrecía albergue seguro, se levantaban dos torrecillas, cara a cara, ambas instables, y parcialmente despojadas de la pintura que las había revestido. Las paredes de la casa mostraban a trechos los listones del armazón por debajo del rebozado, y evidentemente habían sufrido mucho la acción de los elementos, de la lluvia y el huracán y los cambios de otoño. Sólo dos de las ventanas permanecían practicables; las demás tenían echados los póstigos o hasta estaban condenadas. Y aun aquellas dos ventanas estaban a medio cegar, luciendo una de ellas un parche triangular obscuro, donde se había pegado un trozo de papel azul, de aquel que se emplea para envolver el azúcar.

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El viejo jardín, espacioso y abandonado, que se extendía a espaldas de la casa, y que, saliendo por detrás de la aldea, se fundía con el campo, parecía la única nota sonriente en toda la aldea serpenteante, formando, con su pintoresca selvatiquez, el único rasgo de belleza. Las copas entrelazadas de los árboles, se extendían en nubes de verdor, formando pabellones desiguales de trémulo follaje. El tronco, blanco, colosal, de un abedul, cuya cresta había arrebatado la tormenta, se erguía en medio de este laberinto verde como una columna de mármol reluciente, y terminaba en ángulo agudo, en lugar de capitel, que destacaba negro contra la blancura nívea del tronco, como un mirlo. Una enredadera, sofocando a su paso unos saúcos, serbales y avellanos, corría por la palizada y se precipitaba sobre el abedul medio destrozado, enroscándolo. Al llegar a la mitad de su talle, caía, se agarraba a las copas de otros árboles, o pendía en el aire, cimbreando tremulamente en la brisa sus festones de delicados zarcillos. A trechos, el verde matorral, iluminado por el sol, descubría sus honduras tenebrosas, como un abismo sombrío. Estaba todo sumido en tinieblas, y en sus negras profundidades se vislumbraba un sendero estrecho, empalizadas derribadas, una glorieta destartalada, un tronco de sauce podrido y horadado, una planta de follaje gris que se precipitaba por detrás del sauce, como espeso arbusto; hojas y ramitas entrelazadas y enredadas, marchitas por su sofocante proximidad, y un joven ramo de arce, extendiendo hacía un lado sus hojas como garras, a una de las cuales el sol, penetrando la espesura, la transformó en mano transparente y encendida, resplandeciente en la densa obscuridad. A un lado, en el mismo borde del jardín, un grupo de altos tiemblos, dominando sus compañeros, alzaban en el aire, sobre sus copas temblorosas, enormes nidos de cuervos. De algunos colgaban, con hojas marchitas, ramas rotas, pero no desprendidas del tronco. En fin, era hermoso como no lo puede resultar ni la obra de la naturaleza ni la del arte solas, sino con la belleza que es resultado de su cooperación, cuando el cincel de la naturaleza da los últimos toques a la obra del hombre, muchas vezes basta y torpe, suavizando las masas recargadas, borrando la simetría, toscamente concebida, llenando los claros que descubren el plan, y dotando de maravilloso calor todo lo que se ha creado en la fría rigidez de la precisión y de la pulidez relamidas.

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Después de dar dos o tres vueltas, nuestro héroe se halló por fin delante de la casa que, vista de cerca, parecía aun más tétrica. Las maderas de las puertas y empalizadas estaban cubiertas de liquen verde. El patio estaba atestado de edificios de toda clase: alojamientos de los criados, almacenes, cuadras, todos destartalados y podridos; a derecha e izquierda se veían puertas que conducían a otros patios. Era evidente que aquí todo se había hecho en grande, pero ahora presentaba un aspecto de abandono. No había nota alguna alegre que animase la escena, ninguna puerta que se abriera, ningún criado que saliera, nada del ajetreo y bullicio de un hogar. La puerta de la empalizada era la única que estaba abierta, y si lo estaba, era, sin duda, porque acababa de entrar un campesino, con su carro cargado y cubierto con arpillera; no parecía sino que había venido expresamente para animar el muerto lugar; se veía que, por lo general, la puerta se mantenía cerrada con candado, pues uno enorme colgaba de la argolla de hierro. Tchitchikof pronto vislumbró, en uno de los edificios, una figura humana, que estaba regañando al campesino. Durante largo rato, cavilaba nuestro héroe en cuál sería el sexo de aquella figura, si macho o hembra. Sus ropas estrambóticas eran algo parecidas a una bata de mujer; se tocaba con un gorro como los que emplean las aldeanas; sólo que la voz se le parecía algo ronca para ser de mujer. “Oh, es hembra”, pensaba, para rectificar en seguida, “No, no es”. “Claro que es mujer”, dijo por fin, tras un examen más detenido. La figura, por su parte, escudriñaba a Tchitchikof. No parecía sino que una visita era un fenómeno raro, pues la mujer miraba fijamente no sólo a nuestro héroe, sino también a Selifan y los caballos. Juzgando por el hecho de que colgaban unas llaves del cinturón, y que regañaba al campesino en términos bastante insultantes, Tchitchikof decidió que aquella figura sería, con toda probabilidad, el ama de llaves. —Diga, buena mujer—comenzó, bajando del calesín,—¿ está su amo...? —No está—contestó el ama de llaves, sin darle tiempo de acabar la frase, y añadiendo un momento después:—¿ Qué desea? —Se trata de un negocio. —Entre—dijo la mujer, volviéndose, y presentando la espalda, blanca de harina, y un grande rasgón en la falda.

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Tchitchikof penetró en un corredor ancho, obscuro y frió como un sótano. Del corredor, entró en un aposento, también obscuro, en que se veía una tenue claridad que se introducía por el resquicio bajo de la puerta. Abriendo esta puerta, pasó a la luz del día, y se detuvo, sobrecogido por el cuadro de desorden que se le presentaba a la vista. No parecía sino que estaban haciendo la limpieza general de la casa, por lo cual se habían amontonado en este cuarto los trastos todos. Una silla rota yacía sobre la mesa; a poca distancia, colgaba un reloj, en cuyo péndulo parado ya había tejido una araña su tela. Se apoyaba torcidamente contra la pared una copera, conteniendo vajilla de plata anticuada, vinajeras y porcelana. Sobre la cómoda, incrustada de nácar, del cual faltaban trozos, dejando huecos amarillos, llenos de cola, se veía un número incontable de objetos de todo género: un montón de papeles escritos, bajo pisapapel de mármol en forma de huevo, verdeado por el tiempo; un libro viejo, encuadernado em piel, con diseño rojo; un limón avellanado, reducido al tamaño de una bellota; el brazo roto de un sillón, una copita, conteniendo un líquido y tres moscas, tapada con un sobre; un trocito de lacre, un trapo que se había recogido en alguna parte, dos plumitas encrostadas de tinta, consumidas como por la tisis; y un palillo amarillento que es probable empleara el amo para mondarse los dientes antes de la época de la invasión de Rusia por los franceses. En la pared colgaban cuadros, colocados muy juntos y en forma desordenada. Había un grabado largo, amarilleado por la edad, sin cristal y con marco de caoba, adornado con listas de bronce y con discos del mismo rematando los ángulos; representaba una batalla, y en él se veían tambores inmensos, soldados con tricornio que voceaban y caballos que se ahogaban. A su lado, y ocupando la mitad de la pared, colgaba un cuadro a óleo, gigantesco y ennegrecido, representando flores y frutas, entre las cuales lucían un melón cortado, una cabeza de jabalí y un pato, con la cabeza suspendida. Del centro del techo, pendía una araña de luces, envuelta en funda de hilo, tan cargada de polvo que parecía el capullo de un gusano de seda. Yacían en el suelo un sin fin de objetos que, por lo bastos, no merecían ocupar un lugar en la mesa. Difícil sería averiguar de qué artículos se componía el montón, porque el polvo los cubría en capas tan densas que las

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manos de quien los removiera revestirian el aspecto de guantes; los objetos que más se destacaban eran un trozo de azada y una vieja suela de zapato. Nadie sospecharía que estuviera este cuarto habitado por un ser viviente, si no lo atestiguara un andrajoso casquete que reposaba sobre la mesa. Mientras Tchitchikof examinaba este extraño aposento, se abría la puerta de a un lado y entraba la misma ama de llaves con quien había tropezado Tchitchikof al entrar en el patio; sólo que ahora la figura parecía más bien mayordomo que no ama de llaves; por lo menos, un ama de llaves no se afeita la barba, y esta persona la afeitaba, aunque no con demasiada frecuencia, ya que la parte inferior del rostro mostraba un parecido con las almohazas de alambre que se emplean para limpiar las caballerías. Asumiendo una expresión interrogativa, Tchitchikof esperó con paciencia lo que tuviera a bien comunicarle el mayordomo. Este, por su parte, esperó las palabras de Tchitchikof, quien, extrañado por tan inexplicable irresolución, se decidió, al cabo de un rato, a preguntarle: —¿ Dónde está tu amo? ¿ Está en casa? —El amo está aquí—contestó el presunto mayordomo. —Pués ¿ dónde ?—repitió Tchitchikof. —¿Está usted ciego, mi buen señor?—dijo el otro.—¡ Por mi vida! ¡ Soy yo el amo! Al oir esto, nuestro héroe retrocedió involuntariamente, mirando fijamente a su interlocutor. En el curso de su vida, había tropezado con toda clase de individuos, entre ellos, con algunos tipos que no es probable nos caigan en suerte ni al lector ni a mí; pero como éste, no había visto ninguno. Su rostro no mostraba nada anormal, no diferenciándose notablemente del de otros muchos viejos flacos; constituía su única peculiaridad la barba, tan saliente que, al escupir, tenía que taparla con el pañuelo para no ensuciarla. La edad no había anublado sus ojillos, que mostraban, bajo las cejas sobresalientes, la movilidad de los ratones cuando, asomándose de sus tenebrosos agujeros, aguzando los oídos y crispando los bigotes, miran a hurtadillas a ver si los acechan el gato o un niño travieso, y husmean el mismo aire con desconfianza. Las ropas que le cubrían eran aun mas raras. Ningún esfuerzo de la imaginación ni del estudio habría podido descubrir de qué género estaba hecha la bata; las mangas y la parte superior

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de los faldones estaban tan grasientas y pulidas, que semejaban, más que otra cosa, el cuero lustrado de que se fabrican las botas altas; por detrás colgaban, en lugar de dos faldones, cuatro, de los cuales pendían ramilletes de algodón. Y tenía algo en el cuello que era imposible de identificar: podría ser una venda, una media o una ventrera; pero corbata no era. Es el hecho que, si Tchitchikof le hubiera encontrado, ataviado de esta manera, a la puerta de la iglesia, le habría ofrecido una limosna, pues sea dicho en honor suyo, nuestro héroe era de corazón compasivo y no podía negar una moneda al pobre. Pero el que tenía delante no era mendigo, sino un propietario. Este propietario poseía más de mil siervos, y se buscaría en vano a otro que tantos almacenes y graneros tuviera, atestados todos de géneros de lino, paños, pieles de cordero, curtidas y sin curtir, pescado salado y toda especie de hortalizas y frutas y setas del bosque. Si alguien le hubiera sorprendido en el corral, donde tenía acopio de maderas de todas las descripciones y vasijas jamás usadas, se habría creído en la “feria de astillas”, de Moscou, a la cual se encaminan todos los días las madres de familia, llevando detrás a las cocineras, para proveerse de artículos de utilidad doméstica, y donde yace en blancos montones todo género de objetos de madera, torneados, clavados, ensamblados y trenzados: cubas, cuencas, pozales, toneles, cántaros de madera con pico y sin él, copas, cestos de corteza de árbol, cestos de los que emplean las mujeres para guardar sus materiales de hilar y retazos de toda clase; cestos de timblo fino, corvado, cestos de corteza de abedul trenzada, y otros muchos artículos de uso diario entre pobres y ricos en Rusia. Podía preguntarse, ¿para qué quería Plyushkin ese montón de objetos? No los podría utilizar en todos los días de su vida, aunque fueran sus propiedades dos veces más grandes que lo que eran; pero aun no estaba satisfecho. No contento con las dimensiones del montón se paseaba todos los días por las calles de su aldea, hurgando bajo puentes y tablones; y todo lo que encontraba, fuera una suela vieja, el guiñapo de una campesina, un clavo, o sencillamente un trozo de cacharro, lo recogía, llevándolo a casa y añadiéndolo al montón que había observado Tchitchikof en un ángulo del cercado. “¡Ahí va otra vez el viejo pescador a su recreo predilecto!”. .!decían los campesinos cuando le observaban salir en busca de su

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botín. Y es lo cierto que no había necesidad de barrer la calle después de haberla recorrido él. Si un oficial a caballo perdía en el camino la espuela, ésta hallaba inmediatamente un lugar en el montón. Si una aldeana distraída dejaba olvidado en la fuente su cubo, Plyushkin se llevaba también el cubo. Sorprendido en el acto, entregaba sin discusiones su botín, pero una vez en el montón, ya se acabó: juraría que se lo había traído en una época remota, o que lo había heredado de su abuelo. En su cuarto, recogía todo lo que veía en el suelo: trozos de papel, lacre, plumas de ave, y los colocaba sobre la cómoda o en el antepecho de la ventana. Pero había un tiempo en que estas tendencias se exteriorizaban únicamente en la prudente administración de sus propiedades. Era casado, tenía hijos, y los vecinos venían en sus carruajes a visitarle, a cenar con él y a aprender de él a gobernar con sabia economía sus fincas. Los trabajos se llevaban a cabo con actividad y todo seguía su curso normal; los talleres, los batanes, las fábricas de tejidos e hilados, no paraban; no descensaban los ternos de los carpinteros, y los ojos despiertos del amo todo lo escudriñaban; como araña laboriosa, recorría, afanoso, pero competente, toda la extensión de su telaraña industrial. Los rasgos de su cara no expresaban sentimientos demasiado intensos; la inteligencia brillaba en sus ojos. Sus palabras revelaban experiencia y conocimiento del mundo, y sus visitantes gustaban de escucharlas. El ama de la casa, graciosa y franca, era afamada por su hospitalidad; dos niñas, hermosas y frescas como rosas, salían al encuentro de los amigos; el hijo, muchacho alegre y despreocupado, entraba repentinamente en la sala y besaba a todo el mundo, sin parar mientras en si serían o no bien recibidas sus atenciones. Todas las ventanas estaban abiertas de par en par. En el entresuelo se hallaban las habitaciones del tutor francés, quien se afeitaba todos los dias, y era gran aficionado a la caza; apenas pasaba un día en que no trajera, para la comida, una chocha o un pato silvestre, si bien a veces la suerte no le deparaba más que unos huevos de gorrión, de los cuales mandaba hacerse una tortilla, ya que los demás se negaban a probarlos. También vivía en el entresuelo su compatriota, la institutriz de las niñas. El amo de la casa se presentaba a la mesa vistiendo levita, si bien vieja, siempre limpia;

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no había rasgones en los codos ni remiendos en ninguna parte. Pero vino un día en que se murió la buena ama de la casa; pasaron a manos del amo las llaves y, con ellas, los mil detalles pequeños del gobierno de la casa. Plyushkin se tomó más preocupado y, como todos los viudos, más suspicaz y mezquino. No se fiaba del todo de su hija mayor, Alejandra Stepanovna, y su desconfianza fue pronto justificada, cuando la muchacha se fugó con el teniente de un regimiento de caballería, Dios sabe de cuál, casándose apresuradamente la pareja en una iglesia lugareña; y sabía bien que su padre detestaba a los militares, convencido, como estaba, de que eran todos unos jugadores y manirrotos. Plyushkin renegó de la fugitiva y no se tomó la molestia de perseguiría. Ya estaba la casa aun más vacía. La codicia comenzaba a manifestarse cada vez más en Plyushkin como rasgo sobresaliente de su carácter, desarrollándose con más rapidez a medida que se encanecía su tosco cabello, pues las canas son el aliado más fiel de la avaricia. Se despidió al tutor francés, pues había llegado la hora de que el hijo entrase al servicio del Estado. La institutriz fue despachada, porque se sospechaba que su conducta no había sido del todo ejemplar en lo relacionado con la fuga de Alejandra Stepanovna. El hijo, que fué mandado a la capital de la provincia para ingresar en una dependencia del Ministerio de Gracia y Justicia, que era, en opinión de su padre, un ramo respetable de la administración pública, consiguió, en lugar de este empleo, un grado en el ejército y, sólo después de lograrlo, escribió a su padre pidiéndole dinero por su equipo; pero naturalmente, lo único que recibió fué una repulsa. Después se murió la segunda hija, la que había permanecido en casa con su padre, quedando el viejo como único guardián, custodia y dueño de su fortuna. Su vida solitaria proporcionaba pasto amplio en que cebar su avaricia, aun cuando este vicio posee, como todos sabemos, el apetito voraz de un lobo, volviéndose más insaciable cuanto más devora. Los sentimientos humanos, nunca muy hondos en Plyushkin, se tornaban cada día menos profundos, y cada día se estrechaba más el horizonte del viejo náufrago. Como hecho expresamente para confirmar su prejuicio contra los militares, su hijo perdió al juego, en esta época, bastante dinero, por cuyo motivo le envió Plyushkin una execración paternal que brotaba de lo hondo de su cora

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zón, y nunca más se molestó para saber de él. Cada año que pasaba, se condenaban más ventanas de la casa, hasta que por fin sólo dos permanecían practicables, y de éstas, una lucía, como ha visto el lector, un parche de papel; cada año perdía de vista nuevos detalles importantes de la administración de sus propiedades, concentrando cada vez más su mezquino afán en los trozos de papel y las plumas que recogía del suelo de su cuarto. Se volvía más y más intransigente en sus tratos con los comerciantes que venían a comprar sus productos, regateando y volviendo a regatear hasta que por fin le abandonaban exasperados, afirmando que más que hombre era demonio. El heno y el maíz se pudrían, convirtiéndose en basuras, útiles sólo para fertilizar las coles; la harina, amontonada en los sótanos se volvía tan dura, que era menester romperla a pedazos. Resultaba impracticable tocar los tejidos, la lencería y los paños, porque se convertían en polvo entre los dedos. El mismo amo ignoraba ya cuántos artículos poseía de cada clase, recordando únicamente el rincón de la despensa donde había ocultado la botella que contenía unas gotas de licor, así como la raya que había hecho en la etiqueta para que nadie se sirviese, desvergonzadamente, una copita; y el lugar preciso donde había colocado una pluma y un trozo de lacre. No obstante, ingresaban como siempre las rentas; los campesinos tenían que pagarle la misma suma en lugar de su trabajo; cada aldeana tenía que traerle la misma contribución de nueces y cederle determinado numero de las piezas de lino que tejía. Todos estos artículos se amontonaban en los almacenes, y todos se pudrían, convirtiéndose en basuras y guiñapos, y el amo mismo se convertía ya en un mero trasto de la humanidad. En una o dos ocasiones, vino a visitarle Alejandra Stepanovna, acompañada de su hijito, con la esperanza de conseguir de su padre alguna ayuda, aunque pequeña; evidentemente, la vida con el teniente, en el servicio activo, no había resultado todo lo atrayente que se había figurado antes de su matrimonio. Plyushkin la perdonó, y hasta permitió que jugase su pequeño nieto con un botón que estaba sobre la mesa. Pero no saltó un céntimo. Otra vez volvió Alejandra Stepanovna, acompañada de dos pequeños, y le trajo a su padre un pastel para el té y una nueva bata, pues la que llevaba el viejo era ya un andrajo positivamente escandaloso. Plyushkin acarició a sus dos nietos y,

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colocándolos uno en cada rodilla, los traqueteó del mismo modo que si estuvieran montados a caballo. Aceptó el pastel y la bata, pero no dio nada a su hija, y con eso se marchó Alejandra Stepanovna. ¡ Este era, pues, el terrateniente que Tchitchikof tenía ante si! Ha de decirse que tal fenómeno es raro en Rusia, donde los espíritus antes tienden a la prodigalidad que a la avaricia. Y era tanto más chocante la vida de Plyushkin cuanto que formaba vivo contraste con la de un propietario vecino, que derrochaba el dinero con toda la esplendidez del antiguo amo de siervos ruso, ‘<quemando su camino por la vida”, como se dice vulgarmente. Los forasteros se detenían, admirados, ante la magnificencia de su morada, preguntándose qué príncipe soberano habría venido a parar aquí entre estos pequeños propietarios humildes: la casa blanca, con sus innumerables chimeneas, miradores y torrecillas, rodeada de una multitud de logias y viviendas para los huéspedes, parecía un palacio. No faltaba nada. Había teatros, bailes; todas las noches, el jardín aparecía espléndidamente iluminado y resonaba con los acordes de la música. Se paseaba alegremente bajo los árboles la mitad de la población de la provincia, y a nadie se le antojaba terrible o macabro que, de la tenebrosa sombra de los árboles, se destacara teatralmente, en la luz artificial, una rama despojada de su verde follaje; que, visto a través de ella, el obscuro cielo de la noche tomase un aspecto más tétrico, más sombrío, cien veces más solemne; ni que las austeras copas de los árboles, cuyas hojas se estremecían en lo alto al desvanecerse en las impenetrables tinieblas, parecieran resentir el resplandor chillón que iluminaba sus raíces. Plyushkin, de pie, guardó silencio durante varios minutos, sin desplegar los labios, y todavía Tchitchikof, desconcertado por el aspecto del amo y por todo lo que veía en el cuarto, no sabía cómo dar comienzo a la conversación. Por mucho rato, no podía determinar cómo ni con qué palabras explicar el motivo de su visita. Había sido su intención entablar la conversación con alguna frase tal como “habiendo oído ensalzar las virtudes y raras cualidades de alma del señor, creía su deber visitarle para presentarle sus respetos en persona"; pero vacilló, haciéndose cargo de que esto sería ya excesivo. Lanzando una ojeada a los objetos amontonados en

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el cuarto, decidió que las palabras “virtudes y raras cualidades de alma” podían sustituirse convenientemente con “economía y buena administración". Adaptando de este modo su lenguaje, dijo en voz alta que, “habiendo oído ensalzar su economía y rara habilidad en la administración de sus propiedades, creía su deber visitarle y presentarle sus respetos en persona”. Indudablemente podría hallarse otro pretexto mejor, pero por el momento no se le ocurría. Al oir esto, Plyushkin murmuró algo entre labios, ya que dientes no tenía; lo que dijo no lo sabemos, pero es probable que fuese sustancialmente: “¡ El demonio se te lleve con tus respetos!”, pero ya que la hospitalidad es para los rusos un deber tradicional e ineludible, tanto, que ni un avaro puede violar sus preceptos, Plyushkin agregó cortesmente: —Haga el favor de sentarse. Hace mucho tiempo—prosiguió—— que no recibo visitas, y he de confesar que no comprendo para qué sirven. Ya es moda la indecorosa costumbre de hacer visitas, lo cual supone descuidar los trabajos... ¡ y luego se tiene que dar heno a los caballos de íos visitantes! Hace horas que he comido, mi cocina es humilde y se halla en muy mal estado; la chimenea es un montón de escombros: si se tratara de hacer fuego en ella, se encendería la casa. “¡ Qué avaro es el tío!”, pensó Tchitchikof para sus adentros. “Suerte que me haya comido ese pastel de requesón y una buena tajada de carnero en casa de Sobakevitch.” —¡ Y lo malo es que no hay pizca de heno en toda la finca!— continuó Plyushkin.—Y ¿ cómo quiere que lo haya? Tengo un insignificante pedacito de terreno, y los campesinos son unos holgazanes que no quieren trabajar, ¡ no piensan más que en ir a la taberna!... ¡ Si me descuido, tendré que mendigar el pan en mi vejez! —Pero he oído decir que tiene usted más de mil siervos—observó Tchitchikof modestamente. —¿Quién le ha dicho eso? ¡ Merecía que le escupiese en la cara cuando se lo dijo, mi buen señor! Según parece, se burlaba de usted, quería tomarle el pelo. Por aquí hablan de mis mil siervos, pero ¡ vaya usted a contarlos, que ya verá! Durante los

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últimos tres años, las malditas fiebres me han matado a un número tremendo de siervos. —¡Quiere decirlo! ¿ Se han muerto muchos?—exclamó Tchitchikof, compasivo. —Si, hemos enterrado a gran número de ellos. —Permítame preguntarle, ¿ cuantos? —Ochenta almas. —¡No! —No tengo por qué mentir, mi buen señor. —Permítame preguntarle también si ese número lo calcula a partir de la época en que se llenó el último censo. —¡ Ojalá fuera así !—respondió Plyushkin.—EI número de los que se han muerto desde entonces suma ciento veinte. —¡ Es posible! ¡ Ciento veinte !—exclamó Tchitchikof, boquiabierto de asombro. —Soy viejo, señor, y no es de creer que le voy a decir una cosa por otra: ; tengo más de setenta años!—pronunció Plyushkin. Parecía algo ofendido por la exclamación casi jubilosa con que acogió Tchitchikof la cifra de muertos. Nuestro héroe no tardó en hacerse cargo de que resultaba realmente chocante mostrar tanta falta de simpatía con las desgracias de los demás, así que, lanzando un suspiro, dijo que le compadecía lo infinito. —Pero la simpatía poco me aprovecha—replicó Plyushkin.— Hay un capitán que vive ahora cerca de aquí; el demonio sabe de dónde habrá venido; dice que es pariente mío. Todo se le vuelve llamarme “tío, tío, tío”, y besarme la mano; y cuando se pone a mostrarme su compasión, arma tal batahola que tengo que taparme los oídos. Tiene el rostro muy encarnado; es demasiado aficionado al aguardiente, como buen militar que es; o quizá le haya sorbido el seso alguna artista de teatro, de suerte que ahora tiene que compadecerme a mí. Tchitchikof trató de hacerle ver que su conmiseración era de otro género que la del capitán, afirmando que estaba dispuesto a probárselo, no con palabras hueras, sino con los hechos, y que, colocando las cosas en un plano práctico, no tenía inconveniente en tomar a su cargo el pago de los impuestos sobre todos los campesinos que de tan desgraciada manera se habían muerto. La oferta parecía confundirle a Plyushkin. Le miró de hito en hito con

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los ojos desmesuradamente abiertos, y al cabo de un rato articuló: —~ Cómo! ¿ Ha servido usted en el ejército, señor? —No—contestó Tchitchikof, con astucia,—he estado al servido del Estado. —Al servicio del Estado—musitó Plyushkin, empezando a mo— ver los labios como si estuviera masticando.—Pero ¿ qué quiere usted decir? Representaría una pérdida para usted. —Para serle útil, estoy dispuesto a hacer ese sacrificio. —¡Ah, mi buen señor, mi bienhechor !—gritó Plyushkin, sin observar, en medio de su alegría, que un polvo de rapé, del color de un grano de café, se asomaba de una manera poco elegante en sus narices, y que los faldones de su bata se habían abierto, descubriendo unas ropas interiores, poco indicadas para lucirse.—¡ Ha traído usted el consuelo al corazón de un viejo ¡ Ay, Dios mío! ¡Ay, mi redentor!... Más no podía articular Plyushkin. Pero en pocos momentos, la alegría que tan repentinamente había iluminado su duro rostro, asimismo desapareció, como si nunca se hubiera manifestado, y su semblante adquirió de nuevo su expresión habitual de ansiedad. Enjugó la cara con el pañuelo y, enrollando éste en pelota, lo pasó varias veces por el labio superior. —¿Qué quiere usted decir?, si me es permitido preguntárselo sin causarle ofensa. ¿ Usted se encarga de pagar el impuesto sobre esos campesinos todos los años? ¿ Y me mandará a mí el dinero, o lo pagará directamente al recaudador de contribuciones? —Mire, lo haremos así: haremos una escritura de venta, como si realmente vivieran los siervos y como si usted me los vendiese. —Sí, una escritura de venta—repitió Plyushkin, meditando y mascando de nuevo los labios.—Pero vea usted, una escritura de venta supone gastos. Los escribanos son unos sinvergüenzas. En otros tiempos, se contentaban con medio rublo en cobre y un saco de harina, pero ahora es menester mandarles toda una carretada de granos, con la añadidura de algún que otro billete de banco, ¡ son tan codiciosos! No comprendo cómo es que no se les ponga un correctivo. Se podía por lo menos decirles una palabra de amonestación; muchas veces con una palabra se puede influir en los ánimos; digan lo que quieran, no hay manera de resistirla.

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“¡Vamos, me parece que tú sí sabrías resistirla!”, pensó Tchitchikof, y acto seguido le manifestó a Plyushkin que, por el respeto que le profesaba, estaba dispuesto hasta a cargar con los gastos del traspaso. Al oir esto, Plyushkin se convenció de que su visitante era un verdadero imbécil, que sólo fingía haber estado al servicio del Gobierno, y que con toda probabilidad había sido oficial del ejército y había corrido tras las artistas. Pero con todo, no podía ocultar su alegría, y pedía al cielo todo género de bendiciones, no sólo para Tchitchikof, sino también para sus hijos, sin detenerse en saber si los tenía. Corriendo a la ventana, dió unos golpecitos en la hoja, gritando: —¡ Eh, Proshka! Un momento después se oía el ruido de alguien que venía corriendo a toda prisa hacia el corredor, y que, ya llegado, patrullaba ruidosamente de una parte para otra del pasillo. Por fin, la puerta se abrió y entró Proshka, un muchacho de trece años, calzando unas botas tan grandes que estaban a punto de saltarle de los pies a cada paso. Por qué llevaba Proshka unas botas de semejante tamaño, se lo explicaremos al lector ahora mismo. Plyushkin destinaba para el uso de todos los siervos de la casa, por numerosos que fueran, un solo par de botas, que tenían que dejarse siempre en el corredor. El que se viera llamado al cuarto particular del amo, saltaba descalzo por el patio, y al ganar el pasillo, se ponía las botas para presentarse calzado ante su amo. Al salir de la habitación de éste, se las quitaba, las dejaba en el pasillo y seguía su camino con los pies descalzos. Si alguien los hubiese espiado desde la ventana, especialmente en otoño, cuando principian los hielos, habría visto a todos los siervos de la casa dando cada brinco que ni el bailarín más ágil lo consigue ejecutar en el escenario. —Observe usted, mi buen señor, qué cara más zafia—dijo Plyushkin, señalando la de Proshka.—Es más duro que un poste, pero si se deja suelta alguna cosa, ya, ya, ¡ no tarda en pillaría! Bueno, ¿para qué has venido, imbécil?, dime, ¿para qué? Aquí hizo pausa, y Proshka respondió con su silencio. —Pon el samovar, ¿oyes?, y mira: coge esta llave y dásela a Mavra para que abra la despensa: sobre un estante, hallará un trozo del pastel que me trajo Alejandra Stepanovna; lo servirá

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con el té. . . ¡ Espera! ¿ Adónde vas, cretino? ¡ Ay, imbécil! ¿ Es que el diablo te está haciendo cosquillas en los pies, o qué es lo que te pasa?. . . ¡ Debes atender! Puede que el pastel esté un poco mohoso en la parte de encima: que lo raspe Mavra con el cuchillo, pero que no tire las migas: llévalas a las gallinas. Y cuidado, no has de entrar en la despensa, que si lo haces... ¡ te daré una paliza que te abrirá el apetito, que ya lo tienes bueno, y eso lo hará aun mejor! ¡ Conque, no se te ocurra entrar en la despensa!... ¡ Estaré vigilándote por la ventana en cuanto salgas de aquí .... No se puede fiar de ellos en nada—prosiguió, dirigiéndose a Tchitchikof, después de quitarse Proshka las botas e irse. Ahora examinó con suspicacia a Tchitchikof también. Una generosidad tan extraordinaria le parecía sospechosa, y pensaba para sus adentros: “El demonio sabe cuál será su intención; quizá quiere echárselas de grande, como todos estos manirrotos. Dirá grandes embustes sólo por el gusto de hablar y conseguir una taza de té, y luego se marchará.” Por tanto, le dijo, como precaución y también para ponerle a prueba, que no estaría de más tramitar la venta lo antes posible, que los hombres proponen y Dios dispone: hoy se está sano y’ fuerte, pero mañana se está en manos de Dios. Tchitchikof mostró su conformidad con llevar a cabo los trámites necesarios en aquel mismo instante, no exigiendo otra cosa que una lista de los campesinos muertos. Esto tranquilizó a Plyushkin. Se veía que revolvia en su mente algún proyecto y, en efecto, pronto sacó las llaves, y abriendo la copera, parecía buscar algún objeto entre los vasos y copitas, exclamando, al cabo de un rato: —¡ Pues no lo encuentro! Me quedaba un poquito de un licor excelente, si no es que se lo habrán bebido, ¡ son unos ladrones!... ¡ Oh, quizá sea éste! Tchitchikof vió entre sus manos una botellita envuelta en polvo como si fuese en un trapo. —Lo elaboró mi propia esposa—prosiguió Plyushkin.—¡ Esa perra de criada quería tirarlo, y ni siquiera le puso tapón, la sinvergüenza l Cayeron al licor algunas mariquitas y toda suerte de

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bichos, pero lo he limpiado, y ahora está bien, y le daré una copita. Tchitchikof rechazó el licor, diciendo que ya había comido y bebido. —¡ Ha comido y bebido ya !—exclamó Plyushkin.—Cierto es que se conoce a la legua a un caballero que lo es: no come porque ya ha comido bastante, pero cuando viene un impostor de aquellos, hay que darle de comer sin tasa... Viene ese capitán y me dice: “Tío” y añade: “déme algo que comer”, y soy su tío como es él mi abuelo; supongo que no tiene nada que comer en su casa y tiene que andar al retortero por aquí. Así que quiere usted una lista de todos esos pillos. Por cierto que ya hice una lista de ellos en un trocito especial de papel, para que a su tiempo los borraran a todos del nuevo censo. Plyushkin se caló los lentes y empezó a revolver los papeles, Desatando varios fajos, envolvió a su visitante en una nube de polvo que le hizo estornudar. Al fin, extrajo un trocito de papel, lleno de menudas letras: estaba cubierto de nombres de campesino como una hoja de verduguillo. Los había para todos los gustos: los Paramón y los Pimen y los Panteleymón, y hasta un Gregorio Nollega-nunca. Sumaban más de ciento veinte. Tchitchikof sonrió al ver tan crecido número. Colocando la lista en el bolsillo, hizo a Plyushkin la observación de que seria menester que fuese al pueblo a llevar a cabo los trámites de la venta. —¡ A la ciudad! Pero ¿ cómo puedo yo?... ¿ Cómo puedo dejar la casa? ¡ Si mis siervos son todos unos pillos y ladrones! ¡ En un solo día, me dejarían desnudo: no tendría en qué colgar la levita! —¿ No tendrá usted a algún conocido que pueda actuar por usted? —¿Algún conocido? Todos mis amigos han fallecido, o han dejado de visitarme... Espere: sí, señor, ¡ si, tengo un amigo! —gritó.—¡ Si el mismo presidente es amigo mío! Solía venir a yerme en otros tiempos. ¡ Ya lo creo que le conozco! Nos criamos juntos, juntos trepábamos las empalizadas. ¿ No conocerle? Ya lo creo que le conozco!... ¿ Quiere que le mande una carta? —Desde luego, mándele una carta. —¡Sí, sí, es un amigo! Eramos compañeros de colegio.

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Y de repente algo parecido a un resplandor fugaz iluminó aquel rostro duro; se traslució, no precisamente una emoción, sino el pálido reflejo de una emoción. Era fugaz como la repentina aparición de un ahogado en la superficie del agua, que arranca un grito de júbilo a la multitud que espera en la orilla; pero en vano le tiran los hermanos la cuerda salvavida, esperando ver aparecer de nuevo los brazos y los hombros, agotados en la lucha—era aquella la aparición última.—Todo queda tranquilo, y la superficie lisa del elemento implacable se extiende más terrible, más trágica que nunca. Del mismo modo, el rostro de Plyushkin, al desaparecer la emoción que se deslizó fugaz por él, parecía más insensible, más ruin que nunca. —He dejado una hoja de papel limpio sobre esta mesa—dijo;— no sé qué habrán hecho de ella; ¡ no puedo fiar de mis criados! Dicho lo cual, se puso a buscarla en la mesa y debajo de la mesa, revolviéndolo todo, y al cabo de unos momentos gritó: —¡Mavra, Mavra! Respondió a su llamada una mujer, llevando entre manos un plato en que reposaba el trozo de pastel seco a que hemos hecho referencia. Y se entabló entre ellos la siguiente conversación: —¿Dónde has puesto esa hoja de papel, mujer maldita? —Yo no he visto más papel que el trozo que su excelencia se dignó entregarme para tapar la copita de vino, ¡ palabra de honor! —¡ Veo por tu cara que la has pillado! —¿ Por qué había yo de robarlo? No me serviría para nada: no sé leer ni escribir. —I Mientes! ¡ Lo has llevado al sacristán; él conoce bien su abecedario, y se lo has llevado! —El sacristán puede comprar el papel que le haga falta. El no ha puesto ojos en su trocito de papel. —¡ Ya verás cómo en el día del Juicio el diablo te tuesta en su horquilla por esto; ya verás cómo te tostará! —¿ Por qué había de tostarme, si yo no he tocado el papel? Puedo tener mis debilidades de mujer, pero nunca me han acusado de ladrona. —¡ El diablo te tostará! Te dirá: “¡ Toma, por haber engañado a tu amo, mala mujer!”, y te tostará sobre ascuas.

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—Y yo le diré: “¡ No hay para qué, palabra de honor, no hay para qué; no lo he cogido!”.. . Pero si ahí está sobre la mesa; ¡ siempre me está regañando sin razón! Plyushkin vió, en efecto, el papel; permaneció un momento en silencio, mascándose los labios, y luego exclamó: —Bueno, y ¿ por qué charlas tanto? ¡ Eres más presuntuosa! Sí se te dice una palabra, contestas con una docena. Corre y tráeme lumbre para lacrar una carta. ¡ Espera!, que tú cogerás una candela, y el sebo es tan blando, que se consume en seguida; es un despilfarro; tráeme una astilla encendida. Salió Mavra, y Plyushkin, sentándose en una butaca, dió varias vueltas al papel, pensando si no sería posible ahorrarse un trocito, pero convencido de que no podría ser, mojó la pluma en el tintero, que contenía un líquido mohoso, con numerosas moscas en el fondo, y principió a escribir, formando las letras como notas de música, y refrenando continuamente la impetuosidad de su mano para que no corriese demasiado aprisa sobre el papel, colocando cada línea muy cerca de la precedente, y pensando, no sin pena, que, a pesar de sus esfuerzos, se malgastaría mucho espacio. ¿ Es posible que pueda un hombre envilecerse hasta descender a tal grado de mezquindad, de bajeza y de tacañería? ¿ Es posible que pueda cambiar de este modo? ¿ Sucede así en la vida? Sí, ocurre así en la vida. Todo esto puede sucederle a un hombre. El impetuoso joven de hoy se sobrecogería de horror si se le pudiera enseñar el retrato de lo que será en la vejez. Al pasar de los años sensibles de la juventud a los de la madurez áspera y dura, ¡ cuídate de llevar contigo todas las emociones nobles; no las dejes en el camino, que luego no las recogerás! ¡ Tienes delante la vejez, terrible, amenazadora, que nada te devolverá! Más piadosa es la tumba, en cuya lápida se lee: “Aquí yace un hombre”, pero nada se descifra en los rasgos fríos e insensibles de la vejez. —¿Y conoce usted a alguno entre sus amigos que quiera comprar unas almas prófugas ?—dijo Plyushkin, doblando el papel. —¿ También hay algunas que se han fugado ?—preguntó Tchitchikof, aguzando los oídos. —¡Ya ve usted! ¡ Sí que las hay! Cierto es que mi cuñado las ha hecho buscar, pero dicen que no encuentran pista; pero,

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claro, él es militar: sabe hacer sonar sus espuelas, pero en lo tocante a los trámites legales... —¿Cuántas son? —Pues son más de setenta. —¡No! ¿Es verdad? —¡Sí, en efecto! No pasa un solo año sin que se fuguen varios siervos. Son una gentuza repugnantemente egoísta; de puro holgazanes, se han entregado a la bebida, mientras que yo mismo no tengo qué comer... Yo, la verdad, aceptaría cualquier suma por ellos. Así que puede usted avisar a su amigo: si encuentra a sólo uno por cada diez, realizará una ganancia. Usted sabe que un siervo vale cincuenta rublos. “Ya me cuidaré de que mi amigo no se entere de esto”, pensó Tchitchikof, y le explicó a Plyushkin que sería difícil hallar a quien quisiera comprarlos, porque los gastos que supondrían la busca y captura de esos siervos sumarían a más de cincuenta rublos, ya que más vale cortarse los faldones de la levita que enredarse con los tribunales; pero que, si realmente se encontraba tan necesitado de dinero, estaba dispuesto a darle, por la simpatía que le tenía, la suma de..., pero realmente era una suma tan insignificante, que no valía la pena mencionarla. —¡ Cómo! ¿ Cuánto me dará?—preguntó Plyushkin con impaciencia, y temblándole las manos como el azogue. —Le daré veinticinco copecs por alma. —Y ¿ sobre qué base las comprará? ¿ Las pagará ahora? .—~Sí, ahora. —Sólo que, mi querido señor, conociendo usted, como conoce, mi grande necesidad, podía usted darme cuarenta copecs por alma. —Mi honrado amigo—respondió Tchitchikof,—con mucho gusto le pagaría, no cuarenta copecs por alma, sino quinientos rublos. Se los pagaría gustoso, porque veo sufrir, por su propia bondad, a un viejo bueno y noble. —¡ Sí, sí, es verdad; es la sencilla verdad !—exclamó Plyushkin, bajando la cabeza y meneándola tristemente.—Todo esto me ha sucedido gracias a mi bondad. —¡Ya ve usted! He comprendido en seguida su carácter. Por lo mismo, le daría gustoso quinientos rublos por alma, pero...

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mis medios no me permiten hacerlo. Estoy dispuesto a añadir otros cinco copecs, así que resultaría a treinta copecs por alma. —Bien, señor, ¡ corno quiera! Pero podía usted darme dos copecs mas. —Bueno, le daré otros dos copecs, sí. ¿ Cuántos hay? Me parece que ha dicho usted que son setenta. —No, hay en total setenta y ocho. —Setenta y ocho, setenta y ocho, a treinta y dos copecs por cabeza, son.. .—en este punto nuestro héroe hizo una pausa de un segundo no más.—; Son veinticuatro rublos con noventa y seis copecs!... Sabía su aritmética. Acto seguido, hizo que Plyushkin escribiese la lista de los siervos, le entregó el dinero, que cogió el viejo con ambas manos, llevándolo al escritorio con tanto cuidado como si se tratara de un liquido que pudiera verterse. Al alcanzar el escritorio, volvió a examinar el dinero, y con gran cuidado lo en-cerro en un cajón, donde estaba, sin duda, destinado a permanecer enterrado hasta el día en que viniesen el padre Karp y el padre Polikarp, los dos popes de la aldea, a enterrarle a él mismo, para indescriptible alegría de su hija y de su yerno, y, posiblemente, del capitán que pretendía parentesco con el viejo. Después de guardar el dinero, Plyushkin se sentó en su butaca y parecía incapaz de hallar un tema nuevo para seguir conversando. —i Cómo! ¿ Se marcha usted ya ?—dijo, notando un ligero movimiento de Tchitchikof, quien sólo trataba de sacar su pañuelo. La pregunta le hizo presente a nuestro héroe que realmente no había para qué prolongar la visita. —Sí, he de marcharme—dijo, cogiendo el sombrero. —¿Y el té? —Gracias; lo tomaré en la ocasión de mi próxima visita. —Pero si he pedido el samovar; he de confesar que yo soy poco aficionado al té: resulta una bebida cara, y el precio del azúcar ha subido una enormidad. í Proshka!, no nos hace falta el samovar. Lleva este pastel a Mavra, ¿ oyes? Dile que lo ponga en el mismo sitio donde estaba; no, lo llevaré yo mismo. Adiós, señor, que Dios le bendiga! Y dará usted mi carta al presidente. Sí, que la lea! Es antiguo amigo mío. Nos conocemos como compañeros de escuela.

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Con lo cual, este extravagante esperpento, este viejo miserable y seco, le condujo a Tchitchikof a la puerta de la verja, dando órdenes después de que aquélla se cerrase con llave inmediatamente; luego fué de ronda a todos sus almacenes, para ver si estaban en su sitio los vigilantes, que se hallaban estacionados en cada esquina, y que tenían que dar fe de su actividad, golpeando con azadas de madera sobre barriles vacíos, en lugar de las planchas de hierro de costumbre; después echó un vistazo a la cocina para ver si los siervos comían todo lo bien que debían, y de paso hizo una buena cena de sopa de coles y granos cocidos, y al cabo de acusarlos a todos por ladrones y mal portados, volvió a su cuarto. Ya a solas, llegó al extremo de pensar en cómo podía mostrar su gratitud hacia su visitante por su incomparable esplendidez. “Le daré un reloj”, pensó; “es un buen reloj dc plata y no uno de esos mamarrachos de bronce; no anda, pero él puede mandarlo reparar; es todavía mozo y le gustará lucir el reloj ante su novia “No”, añadió, después de reflexionar; “más vale que se lo legue en mi testamento para que se acuerde de mí”. Pero aun sin el reloj, nuestro héroe se encontraba de muy buen humor. Semejante redada de almas muertas y de siervos prófugos representaba una ganga inesperada: ¡ más de doscientas almas en total! Ya cuando se encaminaba a la casa de Plyusbkin, había tenido la corazonada de que iba a lograr algo de monta, pero una ganga como ésta, no la había esperado. Estaba excepcionalmente alegre durante todo el trayecto de vuelta, silbando y castañeteando los dedos; y, llevando el puño a la boca, como trompeta, prorrumpía en una tonada tan extraordinaria, que Selifan escuchaba y escuchaba, y al fin se dijo: “¡ Caramba, si está cantando el amo!” Entraron en el pueblo a la hora del crepúsculo. La luz se fundía con las sombras, y los objetos se transformaban en meras manchas borrosas. El asta abigarrada de la bandera mostraba un matiz indefinible; el bigote del centinela parecía que lo llevaba en la frente, muy arriba de los ojos, la nariz desaparecía totalmente. El ruido y traqueteo del calesín denunciaban que estaban atravesando los guijarros de la calle. Los faroles aun no se habían encendido, pero de trecho en trecho, se veía el resplandor de las ventanas iluminadas, y se escuchaban en la calle palabras aisladas de conversación que forman parte intrínseca de la hora del crepús-

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culo en todos los pueblos donde hay soldados, cocheros, obreros y seres extraños, en forma de mujeres con chales rojos y zapatos sin medias, que revolotean por las esquinas, como murciélagos. Tchitchikof no las vió, ni siquiera observó los muchos apuestos funcionarios del Estado que pasaban con sus bastoncitos, encaminándose, probablemente, a casa, después de su paseo. A ratos, llegaban a sus oídos exclamaciones, el rumor de voces femeninas: “¡ Es mentira, borrachín, jamás le he permitido esa libertad !“, o “¡ No te resistas, pillo; haz el favor de seguir a la Delegación, que ya te enseñaré! ... “, palabras, en fin, que caen como agua hirviendo sobre los oídos de un joven soñador de veinte años, cuando vuelve del teatro, con la cabeza llena de una calle de España, una noche de estío, y una figura exquisita, con bucles y guitarra. Qué fantasías no flotan en su mente! Camina sobre nubes, o está departiendo con Schiller, cuando de repente las palabras fatales taladran sus oídos como un trueno: y desciende a la tierra en el mercado de heno o cerca de un tabernucho, y la vida, vistiendo sus prosaicos arreos, vuelve a ostentarse ante sus ojos. Al fin, el calesín, dando una violenta sacudida, que hacía creer había caído en un hoyo, franqueó la puerta de la verja del hotel, y Tchitchikof vió a Petrushka que le esperaba, y que, con una mano sujetaba los faldones de la levita de su amo, porque no podía soportar que el viento los abriese, mientras con la otra le ayudaba a bajar del calesín. El camarero se acercó a toda velocidad, provisto de una candela y con una toalleta en el hombro. Si Petrushka se alegraba o no de ver a su amo, no hay manera de averiguarlo; Selifan y él se guiñaron los ojos, y el rostro, generalmente sombrío, del lacayo, parecía iluminarse por un momento. —Hace muchos días que está ausente su excelencia—dijo el camarero, adelantándose con la candela para iluminarle la escalera. —Si-—contestó Tchitchikof mientras subía.—¿Y qué tal han marchado las cosas por aquí? —Muy bien, gracias a Dios—respondió el camarero.—Llegó ayer un caballero militar, un teniente: tiene el número diez y seis. —¿Un teniente? —No sé quién es... viene de Ryazan... caballos bayos. —Muy bien, muy bien; que sigas conduciéndote bien en lo futuro—dijo Tchitchikof, entrando en su cuarto. Al pasar por la antesala, olfateaba el aire con enfado, y dijo a

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Petrushka: —¡ Podías haber ventilado el cuarto, por lo menos! —Lo he ventilado—respondió Petrushka. Pero mentía, y su amo sabía que mentía, pero no quería entrar en discusiones con él por el momento. Se sintió muy fatigado después de su expedición. Pidiendo la más ligera de las cenas, que consistía en lechoncillo, se desnudó inmediatamente después de consumirla y, deslizándose entre las sábanas, se durmió con el tranquilo sueño que constituye el privilegio de aquellos felices mortales que no se sienten perturbados por mosquitos ni pulgas, ni por un ejercicio excesivo de sus facultades intelectuales. CAPITULO VII

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Feliz el viajero que, al cabo de un viaje largo y pesado, con su frió y nieve, su lodo y sus jefes de casas de postas, despertados de sus sueños; con sus cascabeles discordantes, sus reparaciones y disputas, sus cocheros y herreros y demás pillastres de la carretera; feliz el que al fin vislumbra el hogar, con sus luces, que parecen volar a su encuentro, que ve en su imaginación las habitaciones conocidas, que oye la algarabía de los niños que corren a abrazarle, y que escucha las palabras tiernas y consoladoras, entremezcladas con besos apasionados, capaces de borrar toda tristeza de la memoria. Feliz el hombre de familia, con un rinconcito suyo, pero ¡ay del soltero! Feliz el escritor que, pasando por alto los individuos vulgarotes y repulsivos, que nos producen impresión por su dolorosa realidad, se liga a aquellos otros, que están dotados de las más altas virtudes de la humanidad; que del vórtice de figuras que todos los días remolinan a su alrededor, escoge sólo las preclaras; que nunca ha templado su lira a un tono menos exaltado; que jamás ha descendido de su pedestal al nivel de sus semejantes, humildes y despreciables, sino que, remontándose a esferas más sublimes, se ha dedicado exclusivamente a la representación de las imágenes elevadas. Su hermosa porción es digna de envidia; vive entre sus protagonistas como en el seno de su familia, mientras su fama se extiende por todas partes. Anubla, con incienso hechicero, la vista de los hombres; los halaga hábilmente, tapando el lado triste de la vida, y enseñándoles al hombre noble. Todos corren tras él con aclamaciones, y siguen afanosos su carroza triunfante. Le llaman el poeta grande, de fama mundial, que se remonta sobre todos los genios como se cierne el águila sobre otras aves. Los corazones jóvenes y ardientes se conmueven de emoción al son de su nombre; lágrimas de simpatía brillan en todos los ojos. . . ¡ Nadie le iguala, es un Dios! Otra es la porción, y bien distinta, del autor

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que se atreve a hacer resaltar lo que se halla siempre a la vista de los hombres, aunque no percibido por sus ojos indiferentes: todo el repugnante fango abrumador de las vulgaridades en que se atolla nuestra vida, todo lo que yace oculto en los individuos mezquinos, y muchas veces fríos, que pululan en nuestro sendero, escabroso y estrecho; que, con la mano firme de un escultor despiadado, osa presentarlos, claros y distintos, a la vista de todos. No son para él las aclamaciones de la multitud; no le corresponde contemplar las lágrimas de gratitud y el éxtasis ingenuo de los corazones estremecidos de emoción por sus palabras; no vuela a su encuentro, con desenfrenado entusiasmo, ninguna muchacha de diez y seis años, cuyo seso ha sorbido. Jamás podrá embriagarse con el dulce embeleso de los armónicas sonidos que él mismo ha evocado. Y, por fin, no le caerá en suerte escurrirse de manos del crítico contemporáneo, del falso e insensible crítico contemporáneo, que calificará de mezquinas e insignificantes sus más queridas creaciones, que le señalará un lugar humilde en las filas de los escritores que han insultado a la humanidad, que le achacará las cualidades de sus protagonistas, que le despojará de corazón y alma, y del fuego divino del genio. Porque el crítico contemporáneo no se da cuenta de que el telescopio con que contemplamos el sol, y el microscopio que nos revela la estructura de los organismos inadvertidos, son igualmente maravillosos. Porque el crítico contemporáneo no sabe que hace falta una profunda comprensión espiritual para iluminar el cuadro de la vida mezquina, y transformarlo en una joya del arte creador. Porque el crítico contemporáneo no concede que la risa del elevado deleite sea digna de ocupar un lugar al lado de la emoción lírica exaltada, ni que entre aquél y las payasadas de un bufón de la feria, mida un abismo. Todo eso no lo concede el critico de nuestros días, y todo lo utilizará para censurar y desairar al escritor sin nombre. Sin simpatía, sin comprensión y sin conmiseración, le abandona en medio del camino, desamparado, como el viajero sin familia. Amarga es su porción y dolorosa su soledad. Y desde ha muchos años, estoy destinado por un sino misterioso, a caminar en compañía de mis singulares héroes, a contemplar la vida en su agitación perpetua, a contemplarla a través de la risa, percibida por el mundo, y a través de las lágrimas en que estas

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nubes cargadas de inspiración estallará en una tormenta nueva, en que mi cabeza la enguirnaldará el fulgor pavoroso de mi nueva divinidad, y los hombres escucharán, con confuso temblor, el trueno majestuoso de otras palabras... Pero ¡ adelante, adelante! ¡ Desaparezcan las arrugas que surcan la frente! ¡ Lancémonos a la vida, con todo su sordo clamor, con todo su retintín de cascabeles, y vamos a ver qué hace Tchitchikof! Tchitchikof se despertó, estiró brazos y piernas, y tuvo la sensación de haber dormido muy bien. Permaneció, durante dos minutos, echado de espaldas, castañeteó los dedos, y, con cara radiante, recordó que ya poseía casi cuatrocientas almas de campesino. Saltó de la cama al punto, no deteniéndose siquiera en examinar su cara en el espejo, su cara tan querida, cuya barba la encontraba, según parece, excepcionalmente atrayente, pues la alababa con frecuencia, hablando éstos presentes cuando se estaba afeitando. “Miren”, decía, “miren qué barba tengo, ¡ tan redonda!” Pero en esta ocasión, no examino ni la cara ni la barba, sino que, tal como estaba, se apresuró a ponerse la bata y las botas de marroquí, con orillas multicolores (el género de bota del cual hace buen negocio el pueblo de Torzhok, gracias a la afición a la comodidad que es característica de los rusos), y olvidando su dignidad y su edad decorosa, y llevando nada más que su camisa, dió dos brincos, como un escocés, que le llevaron al otro extremo del cuarto, dándose hábilmente en el dorso con los talones. Con gran celeridad, se puso a trabajar. Frotando las manos, delante de su caja, con tanto placer como el que muestra un incorruptible juez de provincias al encaminarse a la mesa para almorzar, sacó de ella unos papeles. Quena terminar el negocio sin pérdida de tiempo. Se decidió a hacer él mismo la escritura de compra, y a copiarla, evitando así el gastar dinero en escribanos. No ignoraba los trámites y el lenguaje legales: encabezó la hoja con la flecha, en grandes caracteres; luego escribió, en letras menudas, Fulano de Tal, terrateniente, y todo lo demás en su debida forma. En dos horas, ya estaba hecho. Al repasar la lista de los campesinos, que realmente lo habían sido, que hablan trabajado, cultivado los campos, guiado coches, que se habían emborrachado y habían engañado a sus amos, que habían sido

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sencillamente buenos campesinos, una extraña sensación, que él mismo no sabía analizar, se apoderó de su ánimo. Cada lista poseía, por decirlo así, un carácter individual. Los siervos de la señora Korobotchka lucían casi todos sus apodos y descripciones. La lista de Plyushkin se distinguía por su concisión de estilo: muchas veces constaban sólo las iniciales de los nombres. La de Sobakevitch se diferenciaba por su extraordinaria minuciosidad y sus detalles circunstanciados: no se omitía ni una sola característica de los siervos; de uno constaba que era un excelente ebanista, de otro afirmaba que “conoce su trabajo y no bebe”. Con igual minuciosidad se anotaban los nombres de los padres, y cómo se habían conducido; en un solo caso, en el de un tal Fedorof, constaba, “padre desconocido; era hijo de la campesina Kapitolina, pero poseía buen carácter y no robaba”. Todos estos detalles dotaron a los siervos de un cierto aire de actualidad: parecía que sólo ayer vivían. Al cabo de largo rato invertido en la contemplación de sus nombres, el corazón de Tchitchikof se conmovió, y lanzando nuestro héroe un suspiro, comenzó a musitar: “¡ Dios mio, cuántos sois, amontonados aquí! ¿ Qué hacíais en vuestro día, mis queridas almas? ¿ Cómo lo pasabais ?“ E inconscientemente, sus ojos se detuvieron en un nombre. Era el de Pyotr Savelyef, el del abrevadero, quien perteneció a la señora Korobotchka, y al cual ya conoce el lector. Y nuevamente, no podía menos que exclamar: “Qué nombre más largo. ¡ Llena todo un renglón! ¿ Eras artesano o sencillamente labrador? ¿Y cuál fué la causa de tu muerte? ¿ Ocurrió en la taberna, o es que te arrolló un carro cuando dormías en medio del camino? “Stepan Probka, carpintero de ejemplar sobriedad.” ¡ Ah, aquí está, aquí está Stepan Probka, aquel gigante que debía haber servido en la Guardia! Recorría todas las provincias con un hacha colgando del cinto y las botas tiradas sobre los hombros, comiéndose un mendrugo de pan y un par de arenques; pero apostaré que se llevó a casa, después de cada expedición cien rublos en plata, guardados en una bolsa, o quizá cosía los billetes en sus pantalones de cañameño, o los metía en la bota. ¿ Dónde encontraste la muerte, Stepan Probka? Trepaste al campanario de la iglesia para ganarte una buena propina, o gateaste hasta el crucifijo y, no pudiendo sos-

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tenerte, viniste a tierra con estruendo, para que algún tío Mihey, que presenciara tu desgracia, se rascara la cabeza y dijera: “¡ Eh, Vanva, ya te has lucido!” y atándose la cuerda al cuerpo, subiera a substituirte? “Máximo Telyatnikof, zapatero.” ¡ Ah, aquí tenemos un zapatero! “Borracho como un zapatero”, reza el proverbio. ¡ Ya te conozco, te conozco, chico! Si quieres, te puedo contar toda tu historia. Fuiste aprendiz de un alemán que os daba una sopa para todos, que te pegaba en los hombros con una correa para castigar tus olvidos, y que no te dejaba salir a la calle a malgastar el tiempo, y tú eras una maravilla de zapatero, no un remendón vulgar, y el alemán, todo lo que decía de ti, hablando con su mujer o con un camarada, era desfavorable. Y cuando terminaste tu aprendizaje, te dijiste:—Ahora me pondré taller propio, y no me contentaré con una ganancia mezquina como el alemán; quiero enriquecerme en seguida.—Y así, mandando a tu amo una buena cantidad en lugar de tu trabajo, te pusiste un tallercito, recibiste unos encargos y empezaste a trabajar. Cogiste unos trocitos de cuero podrido, y te ganaste dos veces su valor en cada par de botas, y dentro de una semana, los zapatos se rompieron y te echaron en cara tu pillada. Y poco a poco, tu taller se quedaba vacío, y tú te dedicaste a beber y a haraganear por las calles, diciéndote:—¡ Este oficio no vale dos bledos! ¡ Con la competencia que nos hacen los alemanes, no hay manera de que un ruso se gane la vida !—¿ Qué siervo es éste? Elizabeta Vorobey? ¡ Uf, sinvergüenza, eres mujer! ¿Cómo se ha colocado en esta lista? ¡ Ese bribón de Sobakevitch me ha timado otra vez!” Tchitchikof tenía razón: era mujer. Cómo se había introducido en la lista, no había manera de saberlo, pero lo cierto es que había sido insertada con tanta habilidad, que a poca distancia podía pasar por hombre, y, en efecto, el nombre terminaba en t en lugar de a, no Elizabeta, sino Elizabet. Pero Tchitchikof no perdió más tiempo en esto, tachándolo inmediatamente. Y continuó la lista: ¡ “Gregorio No-llega-nunca”! ¿ Qué suerte de tío eras tú? ¿ Eras carretero de oficio, te compraste tres caballos y un carro cubierto de arpillera, y abandonando para siempre tu hogar y tu tierra, fuiste arrastrándote, con los mercaderes, de feria en feria?

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¿Y entregaste tu alma a Dios en medio de la carretera, o es que tus compañeros te dieron muerte por culpa de la mujer de algún soldado, gorda y colorada? ¿ O es que algún vagabundo de la selva miró con ojos codiciosos, tus guantes de cuero y tus tres caballos, cortos de piernas, pero robustos? O quizá, yaciendo en tu litera de la pajera, cavilaste y cavilaste, hasta que, sin ton ni son, te fuiste a la taberna, y luego, recto a un agujero en el hielo del río, ¡ y desapareciste para siempre! ¡ Ay, los campesinos rusos! ¡ No quieren morir de muerte natural! ¿ Y qué hay de vosotros, queridos ?—prosiguió, repasando la hoja en que estaban apuntados los nombres de los siervos prófugos de Plyushkin.—Aunque aun viváis, ¿ para qué servís? Lo mismo que si hubierais muerto! ¿ Adónde te están llevando ahora tus ágiles pies? ¿ Es que lo pasabais mal con Plyushkin? ¿ O es, sencillamente, por gusto, que vagáis por los bosques y robáis a los viajeros? ¿ Estáis en la cárcel, o habéis hallado nuevos dueños, para quienes cultiváis la tierra? “Yeremy Karyakin”, “Nikita Fugárof, y su hijo, Antón Fugárof”; se ve por los nombres que son unos tíos ligeros de pies; “Zafárof, criado de casa”. Este seguramente sabrá leer y escribir; apuesto que jamás empuñaba una navaja, sino que realizaba sus asaltos de una manera caballeresca. Pero por fin te sorprendió sin pasaporte un inspector de policía, y le hiciste frente valerosamente cuando te interrogaba :—¿ A cuál propietario perteneces tú ?—dice el inspector de policía, empleando una calificación grosera.—A Fulano de Tal—dices con despejo.—¿ Cómo es que te encuentras en esta provincia ?—pregunta el inspector.—Con licencia de mi amo, previo el pago de una cantidad fija—respondes sin vacilar.—¿ Dónde está tu pasaporte?—Lo tiene mi patrón, señor Pimenof.—Llamad a Pimenof.—¿ Es usted Pimenof ?—Soy Pimenof.—¿ Este hombre le ha entregado su pasaporte?—No, señor, no he visto su pasaporte.—¿ Por qué mientes ?—dice el inspector, adornando su lenguaje con unos términos elocuentes.—En efecto— dices descaradamente,—no se lo di a Pimenof porque llegué tarde a casa, y se lo entregué a Antip Prohorof, el campanero, para que me lo guardase.—¡ Llamad al campanero !—¿ Le ha entregado este hombre su pasaporte ?—No, no me ha entregado ningún pasaporte.—¿ Por qué has vuelto a mentir ?—dice el inspector de policía, fortificando sus palabras con nuevos juramentos;—¿ dónde

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está tu pasaporte?—No lo tengo—contestas sin titubeos,—pero quizá se me cayera en el camino.—Y ¿ por qué ?—pregunta el inspector, con la ayuda de algunas blasfemias,—¿ por qué te has llevado el abrigo de un soldado y la limosnera del pope, conteniendo unas perras ?—Jamás—dices, sin pestañear,—jamás he hurtado nada.—Entonces, ¿ cómo es que se ha encontrado en tu posesión el abrigo?—No sé: otra persona debe haberlo llevado.—¡ Ay, canalla, canalla !—grita el inspector, meneando la cabeza, y con los brazos en jarras.—Ponedle los grilletes y llevadle a la cárcel!—Sí, sí, iré con placer—contestas. Y sacando una tabaquera del bolsillo, se la ofreces, amablemente, a los dos veteranos que te están poniendo las cadenas, y les preguntas :—Cuánto tiempo hace que habéis sido licenciados del ejército? ¿ Y en qué campañas tomabais parte?—Y luego te recoges en la cárcel, esperando tranquilamente la vista de la causa. Y el juez sentencia que te trasladen de la prisión de Tsarevo-Kokshaisk a la de otro pueblo, y allí reciben órdenes de llevarte a la de Vesyegonsk, y ruedas de prisión en prisión, y dices, después de inspeccionar tu nueva morada:— Pues en la prisión de Vesyegonsk se la pasa mejor; allí se puede jugar a los bolos, y hay más compañía.—”~ Abakum Fyrof!” ¿ Qué tal, chico? ¿ Por dónde estás vagando a estas horas? Te has encaminado al Volga, te has enamorado de la vida libre y te has unido a los cargadores... En este punto, Tchitchikof se detuvo, sumido en ensueños. ¿ Qué soñaba? ¿ Soñaba sobre la suerte de Abakum Fyrof, o soñaba sencillamente porque sí, como sueñan todos los rusos, sean cualesquiera sus años, su posición y su condición, cuando meditan en la belleza imponderable de la vida libre? Y, en efecto, ¿ dónde está ahora Abakum Fyrof? Lleva una vida alegre y despreocupada, en los muelles cargados de maíz, regateando con los mercaderes. Con flores y cintas en los sombreros, toda la pandilla de cargadores es alegre; se despiden de sus mujeres y queridas, hembras altas y bien formadas, adornadas con cuentas y cintas; hay música y bailes; todo bulle de vida, y al acompañamiento de gritos y juramentos y frases de estimulo, los mozos, liando a los hombros unos nueve pud, vacían con estrépito, en las bodegas de los barcos, el trigo y los guisantes, apilan los sacos de avena y maíz; los costales, amontonados en pirámides, como balas, cubren el

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muelle, y las masas enormes de granos se yerguen como altas colinas, y un día desaparece todo en las calas profundas de los barcos, y, con el deshielo de primavera, la flota inmensa se des-liza por el río, y ¡ a trabajar! ¡ A trabajar, como antes os divertíais! ¡A trabajar con sudor y fatigas, tirando de las correas, al compás de una canción interminable como las tierras de Rusia! —¡ Ah, son las doce !—exclamó Tchitchikof por fin, consultando su reloj.—¿ Por qué estoy perdiendo el tiempo de este modo! Menos mal sí estuviera haciendo algo útil, pero primero me pongo a inventar unas historias fantásticas, y luego me entrego al ensueño. ¡ Qué tonto soy, de verdad! Dicho lo cual, mudó su traje escocés por otro más europeo, apretó estrechamente el cinturón sobre su vientre, algo redondeado, se roció con agua de Colonia, cogió su gorra de invierno y, con los papeles bajo el brazo, se encaminó a las oficinas del Estado para registrar sus compras de siervos. Apretó su paso, no porque temiera llegar tarde—no se inquietaba por eso, porque era amigo del presidente, y éste podía acortar o alargar la sesión a su gusto, como el Zeus de Homero, que alargó los días, o hizo descender tempranamente las sombras de la noche, cuando quería poner fin al combate de sus héroes predilectos, o darles la oportunidad de librar batalla,—sino porque quería terminar el asunto lo antes posible; no se sentiría sosegado y tranquilo hasta que lo hubiera concluido, porque le atormentaba el pensar que las almas eran una ficción; más valía poner fin a esa preocupación cuanto antes. Reflexionando en estas cosas, y poniéndose su abrigo de paño pardo, forrado de piel de oso, salió a la calle y, al doblar la esquina, tropezó con otro caballero en abrigo de paño pardo, forrado de piel de oso, y tocado con gorra de invierno, que le tapaba las orejas. El caballero lanzó una exclamación. ¡ Era Manilof! Los dos amigos se abrazaron efusivamente, permaneciendo estrechamente apretados el uno contra el otro, en medio de la calle, por espacio de cinco minutos. Cambiaron unos besos tan ardientes, que les dolió la dentadura durante todo el día. Tan desmesurada era la alegría de Manilof, que en su rostro sólo se divisaban la nariz y los labios, y los ojos desaparecían por completo. Mantuvo apretada entre las suyas, durante un cuarto de hora, la mano de Tchitchikof, comunicándola un calor abrasador. Con

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frases las más refinadas y amables, le contó cómo había volado a abrazarle a él, a Pavel Ivanovitch, terminando su relato con una galantería más apropiada para lisonjear a una señorita en un baile. Por mucho que se esforzaba, Tchitchikof no hallaba palabras con qué agradecerle su atención, y mientras tanto, Manilof extrajo de debajo de su abrigo de pieles un rollo de papeles, atado con cinta rosada. —¿Qué es eso? —¡Los campesinos! —¡Ah! Tchitchikof desenvolvió apresuradamente los papeles, admirando la hermosa letra. —Está muy bien escrito—dijo ;—no hace falta copiarlo. ¡ Y tiene un margen rayado! ¿ Quién ha hecho ese margen tan artístico? —No debe usted preguntármelo—contestó Manilof. —¿ Quién? —Mí esposa. —¡Oh, Dios mío, cuánto siento haberles causado tanta molestia! —Nada que hagamos para Pavel Ivanovitch puede resultarnos molesto. Tchitchikof le hizo una reverencia de reconocimiento. Al saber Manilof que iba a las oficinas del Estado para legalizar sus compras de siervos, se ofreció para acompañarle. Los dos amigos siguieron el camino cogidos del brazo. A cada desigualdad del terreno, fuera una loma o un grado, Manilof sostenía a nuestro héroe, casi levantándole en brazos, y diciéndole, com amable sonrisa, que no podía permitir que Pavel Ivanovitch lastimase su precioso píe. Tchitchikof se sentía avergonzado, no sabiendo cómo agradecerle a Manilof sus atenciones, y consciente de que su peso era nada despreciable. Lisonjeándose así recíprocamente, llegaron, por fin, a la plaza donde se hallaban las oficinas del Estado, instaladas en un enorme edificio de tres pisos, pintado en toda su extensión de un blanco de tiza, probablemente como símbolo de la integridad intachable de los diferentes departamentos que contenía. Las demás construcciones que rodeaban la plaza no armonizaban bien con la inmensa casa de ladrillos: eran una garita de centinela, delante de la cual estaba un soldado con fusil; una

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cochera, con carruajes de alquiler y, por último, una larga empalizada adornada con las inscripciones y los diseños en carbón y tiza, que son parte integrante de las empalizadas. No se divisaba nada más en este melancólico, o como se dice entre nosotros, pintoresco lugar. Por las ventanas del segundo y tercer pisos se asomaban las cabezas incorruptibles de los discípulos de Temis, desapareciendo inmediatamente; es probable que el jefe entrara en ese momento en la oficina. Los dos amigos subieron corriendo la escalera, pues Tchitchikof la saltó aceleradamente con objeto de evitar que se sostuviera Manilof, mientras que éste se precipitó detrás de él, procurando ayudarle para que no se cansara, de suerte que los dos amigos llegaron sofocados al obscuro corredor de encima. No era para lucirse el grado de limpieza ni del corredor ni de los cuartos. En aquellos tiempos, nadie se preocupaba por eso: lo que estaba sucio, sucio quedaba, y no se paraba mientes en los encantos exteriores. Temis recibía a sus visitantes tal como estaba, desgreñada y en négligé Las oficinas que atravesaron nuestros héroes merecen describirse, pero al autor le infunden hondo pavor esos sitios. Aun en las ocasiones en que revestían un aspecto imponente y brillante, con pisos encerados y muebles lustrosos, ha procurado cruzarlos a vuelo, con la cabeza inclinada y los ojos humildemente fijos en el suelo, así que no ha podido formarse idea de lo prósperos y florecientes que parecían. Nuestro héroe vió una cantidad enorme de papeles, borradores y copias nítidas, cabezas inclinadas, cuellos vervigudos, levitas, fracs. de corte provincial, y hasta una chaqueta de color gris claro, que se destacaba vivamente de las ropas negras, y cuyo dueño, con la cabeza inclinada hacia un lado, y casi rozando el papel, copiaba, con letras grandes y primorosas, el dictamen de un pleito sobre la apropiación indebida de ciertos terrenos, y el inventario de una propiedad de que había tomado posesión un pacífico caballero provinciano, pasando en ella la vida, y manteniendo con ella a sí mismo, a sus hijos y a sus nietos, mientras se tramitaba el pleito; oía a ratos frases aisladas, pronunciadas con ronca voz: “Hágame el favor, Fedosey Fedoseyitch, de traerme caso número trescientos sesenta y ocho.” “¡ Siempre se lleva el tapón del tintero!” De tanto en tanto sonaba perentoriamente una voz majestuosa, probablemente perteneciente al jefe: “¡ Vuelva a copiarlo, o le qui

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taremos las botas y se quedará aquí por seis días y noches seguidos, sin comer!” Se oía el rumor de plumas que raspeaban apresuradamente el papel, ruido que se parecía al que produce una carretada de leña al atravesar un bosque tapizado con hojarasca de un metro de profundidad. Tchitchikof y Manilof se acercaron a la primera mesa donde estaban sentados dos empleadillos de corta edad, y les preguntaron: —Permítannos preguntarles: ¿ dónde se tramitan las escrituras de venta? —¿ Por qué? ¿ Qué es lo que desean? —Quiero asegurar un contrato de venta. —¿Por qué? Qué es lo que ha comprado? —Deseo saber únicamente cuál es la mesa para los asuntos relacionados con la compra y venta. —Pues díganos primero qué es lo que ha comprado y a qué precio y entonces podremos darle razón, que, sin ello, no es posible. Tchitchikof se percató en seguida que los empleadillos eran curiosos, como todos los funcionarios jóvenes, y querían darse mayor importancia que la que correspondía a sus cargos. —Miren ustedes, caballeros—les dijo,—no ignoro que las diligencias relacionadas con la compra de siervos se evacuan en una misma oficina, independientemente del precio que por ellos se haya pagado y, por tanto, les ruego me indiquen a qué mesa he de dirigirme, o, si no conocen la disposición de su oficina, lo preguntaré a otra persona que la conozca. Los empleadillos no contestaron a estas razones, pero uno de ellos señaló con el pulgar un rincón del cuarto donde se veía a un viejo que hacía apuntes en un papel. Tchitchikof y Manilof se encaminaron por entre las mesas en dirección al viejo, que inmediatamente se enfrascó más en su trabajo. —Permítame que le pregunte—dijo Tchitchikof con una reverencia:—¿es aquí donde he de dirigirme para tramitar una escritura de venta de siervos? El viejo levantó los ojos y sentenció con gran formalidad: —No, señor, no es aquí donde tiene que dirigirse para tramitar una escritura de venta de siervos. —Entonces, ¿ dónde he de ir? —Al departamento de siervos.

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—Y ¿ dónde está ese departamento? —Es la mesa de Ivan Antonovitch. —Pues ¿ dónde está Ivan Antonovitch? El viejo señaló, con un brusco ademán del pulgar, otro rincón de la oficina. Tchitchikof y Manilof se dirigieron a la mesa de Ivan Antonovitch. Este ya había vuelto la cabeza y lanzado una ojeada en su dirección, pero instantáneamente se aplicó con más intensidad que nunca a sus escrituras. —Permítame preguntarle—le dijo Tchitchikof con una inclinación de cabeza :—¿ es aquí donde he de dirigirme para un asunto relacionado con la compra de siervos? Ivan Antonovitch se hizo el distraído, sepultándose, literalmente, en sus papeles, sin darle respuesta ninguna. Se veía a la primera mirada que era éste un hombre de edad responsable, y bien diferente de esos casquivanos parlanchines. Ivan Antonovitch parecía tener más de cuarenta años, a pesar de su cabello negro y espeso. Los contornos de su cara eran prominentes, avanzando al encuentro del morro. —Permítame preguntarle: ¿ es aquí donde he de dirigirme para un asunto relacionado con la compra de siervos ?—repitió Tchitchikof. —Sí——respondió Ivan Antonovitch, volviendo el morro, pero sin dejar de escribir. —Pues este es el asunto que me trae aquí: he comprado campesinos a diferentes propietarios de esta provincia; tengo aquí la escritura de venta, y falta solamente cumplir las formalidades que marca la ley. —¿ Están aquí los vendedores? —Algunos están, y los otros me han dado una autorización. —¿Y ha traído usted una solicitud escrita? —Tengo también la solicitud. Le agradecería.. . me corre prisa... Así, ¿ que sería posible terminar hoy mismo la diligencia? —~ Hoy!... No puede ser—respondió Ivan Antonovitch ;— se ha de llevar a cabo ciertas indagaciones, hemos de averiguar si existe algún obstáculo. —No obstante, puede dar rapidez al trámite si le digo que Ivan Grígoryevitch, el presidente, es muy amigo mio.

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—Ivan Grigoryevitch no es el único que ha de intervenir en esto, ¿ comprende? Hay otros—dijo con aspereza Ivan Antanovitch. Tchitchikof no dejó de comprender la indirecta, y respondió: —Los demás no lo tendrán que sentir; yo mismo he estado al servicio del Estado y comprendo estas cosas.. —Vaya usted al despacho de Ivan Grigoryevitch—dijo Ivan Antonovitch, con tono algo más amable. Tchitchikof extrajo un billete del bolsillo y lo colocó delante de Ivan Antonovitch, quien, sin darse por enterado, lo tapó instantáneamente con un libro. Tchitchikof estaba a punto de llamar su atención al billete, pero Ivan Antonovitch le dió a entender, con un movimiento de la cabeza, que no había necesidad de mostrárselo. —Espere, ése le conducirá a la oficina—dijo Ivan Antonovitch, señalando con la cabeza a uno de los empleados que estaba cerca, y que se había sacrificado con tanto celo al culto de Temis, que sus mangas mostraban agujeros en los codos, por los cuales asomaba el forro, en compensación de cuya inmolación había sido elevado a la dignidad de registrador colegiado; el cual hizo para nuestros amigos el oficio que en una ocasión realizó Virgilio para Dante, conduciéndolos a un despacho, donde se veía una butaca de grandes dimensiones, en que reposaba, solitario como el sol, el presidente, con una mesa delante, y medio oculto detrás de un Águila Doble y dos gruesos libros. Ante este sancta-sanctórum, el nuevo Virgilio se hallaba sobrecogido de tal pavor, que no se atrevía a poner pie dentro de sus puertas, por lo cual se volvió sobre sus pasos, enseñando la espalda, raída como un trozo de estera vieja, y con una pluma de gallina pegada a la tela. Al entrar en el despacho, observaron que el presidente no se hallaba solo; con él estaba Sobakevitch, completamente oculto detrás del Águila Doble. La entrada de los visitantes fué acogida con una jubilosa exclamación; la silla presidencial fué estrepitosamente empujada hacia atrás. Sobakevitch también se levantó, con lo cual estaba ya perfectamente visible desde todos los ángulos, con sus largas mangas y demás detalles. El presidente envolvió a Tchitchikof en un estrecho abrazo, y el despacho resonó con besos; cada uno se interesó por la salud del otro: parecía que los dos

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estaban padeciendo unos dolores en la espalda, que se achacaban a la vida sedentaria. El presidente parecía ya enterado, por Sobakevitch, de las compras efectuadas por Tchitchikof, pues comenzó a felicitar a nuestro héroe por sus adquisiciones, cosa que le cubrió de confusión a éste, tanto más que ya veía cara a cara a los dos vendedores, Sobakevitch y Manilof, con ambos de los cuales había tratado en secreto el negocio. No obstante, dió las gracias al presidente, y dirigiéndose a Sobakevitch, le preguntó: —¿‘Cómo está usted? —Yo, gracias a Dios, no tengo por qué quejarme—respondió Sobakevitch. En efecto, no tenía por qué quejarse. Más fácil sería que el hierro se resfriase y empezase a toser, que esto sucediera a aquel caballero tan maravillosamente constituido. —Sí, ya se ve que es fuerte—dijo el presidente.—Y su buen padre era igual. —Sí, mi padre solía luchar sin ayuda con los osos—respondió Sobakevitch. —Creo que usted también podría derribar a un oso si se lo propusiera—dijo el presidente. —No, yo no podría—contestó Sobakevitch ;—mi padre era más fuerte que yo. Y lanzando un suspiro, prosiguió: —No, hoy no se encuentran hombres como él; consideren, por ejemplo, mi propia vida; ¿ qué se puede decir de ella? No vale un... —¿Qué tiene su vid a, de qué se puede quejar ?—preguntó el presidente. —Va mal, mal—dijo Sobakevitch, meneando la cabeza.—Figúrese, Ivan Grigoryevitch: tengo más de cincuenta años y jamás be estado enfermo, excepto de un pasajero forúnculo o un carbun..... No, esto no ha de acabar bien. Algún cha lo tendré que sentir. Dicho esto, Sobakevitch se sumergió en una profunda tristeza. “¡ Que tío!—pensaron simultáneamente Tchitchikof y el presidente.—¿ Qué motivos de queja hallará mañana?” —Le traigo una carta—dijo Tchitchikof, sacando del ‘bolsillo la carta de Plyushkin.

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—¿ De quién ?—preguntó el presidente; y, abriendo el sobre, exclamó :—¡ Oh, es de Plyushkin! ¡ Conque todavía sigue su triste curso por la vida! ¡ Qué destino el suyo! Era un hombre inteligente y muy rico. Y ahora... —i Es un cochino, un canalla !—exclamó Sobakevitch.—Ha matado de hambre a sus campesinos. —Sí, desde luego, desde luego—dijo el presidente, leyendo la carta.—¿Cuándo quiere usted registrar la compra? ¿Ahora o más tarde? —Ahora—respondió Tchitchikof,—y hasta le pediría que, si fuera posible, se deje terminado hoy este asunto, que mañana quiero marcharme. He traído las escrituras de venta y la solicitud. —Bien, bien, pero no vaya a creer que le dejaremos marcharse tan pronto. Los trámites de la compra se llevarán a cabo hoy, pero, sin embargo, usted ha de quedarse unos días más con nosotros. Daré las órdenes inmediatamente—dijo, abriendo la puerta de una oficina atestada de empleados, que parecían abejas incansables trabajando en sus panales, si puede compararse la miel con los trámites legales.—¿ Está ahí Ivan Antonovitch? —Sí, está—contestó una voz desde el interior de la oficina. —Que venga aquí. ¡van Antonovitch, el del morro, a quien ya conoce el lector, entró en la cámara presidencial, haciendo una respetuosa reverencia. —Tome, Ivan Antonovitch; cola estas escrituras de compra... —Y no se le olvide, Ivan Grigoryevitch—interpuso Sobakevitch, —que nos harán falta testigos, dos. por lo menos, para cada interesado. Mande un recado al fiscal: es un hombre de pocas ocupaciones y sin duda se hallará en casa. Le hace todos los trabajos ese Zolotuha, el abogado, el pillo más ruin de la tierra. El inspector del Cuerpo Médico es otro caballero ocioso que de seguro se estará en casa, a no ser que se haya marchado a jugar a la baraja; y hay otros también que viven más cerca: Truhatchevsky, Byegushkin, son todos unos parásitos inútiles que no hacen nada. —Desde luego, desde luego—respondió el presidente, despachando acto seguido a un recadero para decirles que acudieran a su despacho cuanto antes mejor.

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—Otro favor que tengo que pedirle—le dijo Tchitchikof,—es que mande venir al representante autorizado de una señora a quien he comprado también algunos siervos: es el hijo del Padre Kirill, el pope; está empleado aquí. —Sí, sí, desde luego, le mandaremos venir—dijo el presidente. —Todo se hará, y no dé usted nada a los empleados; se lo ruego muy encarecidamente: mis amigos no han de pagar. Dicho lo cual, dió a Ivan Antonovitch una orden que evidentemente no le agradó. Era evidente que estas compras de siervos producían una excelente impresión en el presidente, tanto más cuanto observó que sumaban casi cien mil rublos. Durante varios minutos, miró a Tchitchikof a la cara, con aire de satisfacción, y por fin dijo: —Bien, Pavel Ivanovitch; ¡ así es como deben hacerse las cosas! Ha adquirido usted una cosa que vale la pena. —Sí, es verdad—respondió Tchitchikof. —Está bien hecho, muy bien hecho. —Sí, yo mismo me hago cargo de que no habría podido hacer cosa mejor. La meta de la vida de un hombre queda nebulosa si éste no se determina a basar sus anhelos sobre cimientas firmes y sólidas, y no sobre una engañosa quimera de la juventud. Esto le proporcionó la ocasión de zaherir de firme el liberalismo de los jóvenes, por cierto, no sin razón. Pero es un hecho digno de atención que en todo lo que decía, se notaba una cierta falta de convicción, como si se dijera para sus adentros: “¡ Ah, hijo, estás mintiendo, y de qué manera!” Evitó volver la vista hacia Sobakevitch y Manilof, por el temor de descubrir algo en sus rostros. Pero no tenía para qué temerlo. La cara de Sobakevitch no sufrió la menor alteración, mientras que Manilof, encantado de sus frases, le hacía señas de aprobación con la cabeza, en la actitud de un aficionado a la música cuando la tiple, ahogando los tonos del violín, suelta una nota más alta que la que pudiera producir la garganta de un pájaro. —Pero ¿ por qué no dice usted a Ivan Grigoryevitch qué trastos son esos que ha comprado?—interpuso Sobakevitch.—Y usted, Ivan Grigoryevitch, ¿ por qué no le pregunta cómo son sus nuevas adquisiciones? ¡ Son algo parecido a campesinos! ¡ Verdaderas joyas! ¿No sabe usted que le he vendido a Mijeyef, mi carrocero?

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—¡ Quiere usted decir que ha vendido usted a Mijeyef !—dijo el presidente.—Yo conozco a Mijeyef el carrocero, ¡ un excelente artesano! Era él que reparó mi carreta. Pera vamos, ¿ cómo és eso?... Si usted me dijo que se había muerto. —¿Quién? ¿ Muerto Mijeyef ?—respondió Sobakevitch, sin asomos de turbación.—Fué su hermano el que se murió, pero Mijeyef vive y se encuentra mejor que nunca. Hace unos dias me construyó un calesín como no se hace en toda Moscou. Realmente, debía estar trabajando para el zar. —Sí, Mijeyef es un artesano excelente—respondió el presidente,—y por eso me extraña que usted se decidiera a venderle. —¡ Si fuera únicamente Mijeyef! pero también Stepan Probka, mi carpintero; Milushkin, mi albañil; Maxim Telyatnikof, mi zapatero. ¡ Todos perdidos! ¡ Los he vendido a todos! Y cuando el presidente le preguntó por qué se había desprendido de ellos, ya que eran todos artesanos, cuyo trabajo era necesario para la casa y la finca, Sobakevitch contestó sencillamente, con un movimiento de la mano: —Pues era una tontería. “Vamos”, pensé “voy a venderlos”, y los vendí como tonto que soy. Dicho lo cual, inclinó la cabeza, como doliéndose del disparate que había cometido, y añadió: —Peino canas, pero todavía no tengo sentido común. —Pero permítame Pavel Ivanovitch—dijo el presidente,—¿ cómo es que esté usted comprando campesinos sin tierras? ¿ Va usted a llevarlos a otra provincia? —Sí. —Ah, pues, entonces es otra cosa. ¿ A qué provincia? —A la provincia de Kherson. —í Oh, allí hay excelentes tierras!—dijo el presidente, ponderando con entusiasmo la exuberante vegetación que cubría las praderas de Kherson.—¿ Y posee usted terreno suficiente? —Sí, tanto como me hará falta para los campesinos que he comprado. —¿Tiene algún río o lago? —Hay un río; pero sí, sí, también hay una laguna. Tchitchikof miró por casualidad a Sobakevitch, y, aunque el rostro de éste permanecía tan impasible como de costumbre, leía

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en él: Estás mintiendo! Dudo mucho de si hay un rio o una laguna o tierras siquiera.” Mientras así departían, comenzaban a llegar, uno a uno, los testigos: el fiscal guiñador, a quien conoce el lector, el inspector del Cuerpo Médico, Truhatchevsky, Byegushkin y demás caballeros a quienes había calificado Sobakevitch de parásitos. Entre ellos, había algunos a quienes no conocía Tchitchikof. El número de testigos que hacia falta se completó con algunos empleados de la oficina. No sólo se trajo al hijo del Padre Kirill, sino también al Padre Kirill mismo. Cada uno de los testigos firmó su nombre, con su categoría y condiciones, este con letra inglesa, aquel con letra oblicua, y estotro con caracteres invertidos, como jamás se han visto en el alfabeto ruso. Ivan Antonovitch, cuyo conocimiento ya ha hecho el lector, terminó con celeridad la diligencia; se redactaron las escrituras de compra, revisándolas y apuntándolas en el registro y en todas partes donde era menester apuntarlas, y se hizo la cuenta del medio por ciento, más los gastos por su publicación en la Gaceta, y Tchitchikof tuvo que pagar una suma insignificante. Hasta dió instrucciones el presidente de cobrar a Tchitchikof sólo la mitad de los gastos usuales, siendo lo restante transferido, de alguna manera misteriosa, a la cuenta de otro individuo cualquiera. —Ahora—dijo el presidente,—lo único que nos resta hacer, es brindar a la compra. —~Con mucho gusto—respondió Tchitchikof.—Sólo tiene usted que fijar la hora. No faltaría más que dejara de destapar dos o tres botellas de champán para tan distinguida compañía. —Ha entendido usted mal—respondió el presidente ;—el champán corre a nuestra cuenta; es nuestro deber. Usted es nuestro huésped y nos corresponde obsequiarle. Ya les digo lo que haremos, caballeros. Por el momento, procederemos así: iremos todos a casa del jefe de Policía, que es el hombre adecuado para estas cosas; no tiene que hacer más que guiñar el ojo al pasar por la pescadería o por las bodegas, para que tengamos una comida opípara, ¿ saben? Y una partidita de naipes para rematarla. No hay quien pueda rechazar semejante proposición, pues la mera mención de la pescadería les abría el apetito a todos los testigos. Finalmente, cogieron todos sus gorras y sombreros y se

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cerró el despacho presidencial. Al atravesar las oficinas de los empleados, Ivan Antonovitch, el del morro, haciéndole una respetuosa reverenda, susurró al oído de Tchitchikof: —El señor ha comprado siervos por valor de cien mil rublos, ¡ y sólo veinticinco por mi trabajo! —Pero ¿ qué suerte de siervos son ?—murmuró Tchitchikof ;— una pandilla despreciable e inútil, que no vale ni la mitad. Ivan Antonovitch se convenció de que era Tchitchikof un hombre de carácter firme y que no le daría más. —Y ¿ por qué ha comprado usted almas a Plyushkin?—le susurró Sobakevitch. —Y ¿ por qué me ha hecho usted cargar con esa Vorobey ?~— replicó Tchitchikof. —¿Cuál Vorobey? —Pues una mujer, Elizabeta Vorobey, y usted omitió la a en que termina el apellido. —Yo no le he hecho cargar con ninguna Vorobey—declaró Sobakevitch, alejándose para unirse con los demás. Los visitantes llegaron todos juntos a la puerta de la casa del jefe de Policía. Era éste, en verdad, un prodigio: en cuanto supo de qué se trataba, llamó a un policía, un guapo mozo con altas botas lustrosas, y parece que le dijo al oído no más de dos palabras, añadiendo sencillamente, “¿Comprende?”, y, como por encanto, aparecieron sobre la mesa en la habitación contigua a la sala donde los visitantes estaban jugando a los naipes, un esturión enorme, salmón salado, caviar en conserva y caviar fresco, arenques, queso, lengua sahumada y esturión seco, todos los cuales venían del barrio de la pescadería. Luego había varios platos suplementarios procedentes de la cocina: un pastel hecho de la cabeza de un esturión gigantesco, otro de setas, y tartas, mantecadas y frutas de sartén. El jefe de Policía era algo así como el padre y el patrón de la ciudad. Entre sus habitantes, estaba como en el seno de su familia, y vigilaba las tiendas y comercios con tanto celo como si se tratara de su propia despensa. Era, en fin, el hombre indicado para el cargo que ocupaba. Sería difícil decir si fué el creado para su cargo o su cargo creado para él. Tan bien lo desempeñaba, que sus ingresos eran dos veces mas que los de cualquiera de sus predecesores y, al mismo tiempo, se

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había conquistado las simpatías de todos los habitantes. Los tenderos, en particular, le tenían mucho cariño, precisamente porque no era orgulloso, y es el hecho que apadrinó a sus hijos, y se mostraba amable y jovial con los padres, a cuyas mesas se sentaba; y si a veces los timaba, lo hacía con gran habilidad. Les daba una palmada en el hombro, les convidaba a tomar el té, prometía visitarles para jugar una partida de damas, y se interesaba por todo: como iban los negocios, el por qué y razón; si tenían a un niño enfermo, aconsejaba una medicina. En fin, era un hombre simpático. Se paseaba en su droshky de carrera, atendía órdenes, pero siempre tenía tiempo para cruzar una palabra con los que encontraba a su paso: “¡ Hola, Mijyeitch, usted y yo tenemos que terminar esa partida de naipes un día de estos!” “Sí, Alexey Ivanovitch, tendremos que terminarla”, contestaba el hombre, descubriéndose. “¡ Hola, lía Paramonitch, amigo! Venga usted a ver mi nuevo caballo, que vencería al suyo en una carrera; enganche su caballo a un droshky de carrera y haremos la prueba”. El mercader, que era gran aficionado a los caballos,, se sonreía con íntima satisfacción al oir esto y, frotando la barba, contestaba: “Sí, Alexey Ivanovitch, haremos la prueba.” Y los tenderos, que en estas ocasiones solían permanecer de pie, sombrero en mano. se miraban encantados, como si se dijeran: “¡ Alexey Ivanovitch es un buen hombre !“ En fin, se había conquistado una gran popularidad, y era opinión de los comerciantes que, “si bien toma Alexey Ivanovitch lo que le corresponde, nunca le traiciona a uno Observando que ya estaban preparados los manjares, el jefe de Policía propuso que acabasen la partida después de comer, con lo cual todos se trasladaron en tropel al comedor, de donde hacía rato que partían unos aromas que les halagaban placenteramente las narices, y a cuya puerta se había estacionado hacia rato Sobakevitch, espiando desde lejos el enorme esturión que yacía en una fuente. Luego de beberse una copita de vodka, de aquel color aceitunado que se observa únicamente en las piedras siberianas de que en Rusia se tallan los sellos, los visitantes, armados de tenedores, se precipitaron desde todos lados sobre la mesa, mostrando cada uno su carácter y propensiones, abalanzándose uno sobre el caviar, atacando otro el salmón salado y apoderándose del queso un tercero. Sobakevitch, despreciando estos manjares insignifi-

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cantes, se estacionó ante el esturión y, mientras los demás bebían, charlaban y comían, dió buena cuenta de él en algo más de un cuarto de hora, de suerte que, cuando lo recordó el jefe de Policía y, diciendo: “Y ¿ qué les parece, caballeros, este prodigio de la naturaleza ?“, se acercó a la fuente, tenedor en mano, y, acompañado de sus huéspedes, observó que no quedaba del prodigio de la naturaleza más que la cola; en este momento, Sobakevitch se retiró modestamente y, como si no hubiera tenido arte ni parte en la cosa, se acercó a una fuente, un poco apartada de las demás, y hundió su tenedor en una pescadita seca. Habiendo saciado el hambre con el esturión, Sobakevitch se dejó caer en un sillón y no probó nada más, limitándose a fruncir el entrecejo y pestañear. El jefe de Policía no estaba acostumbrado, según parecía, a escatimar el vino; innumerables eran los brindis. El primero era, como sospechará el lector, a la salud del nuevo terrateniente de Kherson, el segundo, a la prosperidad de sus campesinos y su feliz llegada a su nuevo hogar, y el tercero, a la salud de la linda dama que había de ser su futura esposa, brindis que mereció de nuestro héroe una sonrisa de satisfacción. La compañía le rodeaba por todos lados, suplicándole en forma unánime y muy encarecidamente que permaneciera algún tiempo más entre ellos, aunque sólo fuera por dos semanas: —¡Vamos, Pavel Ivanovitch, haga lo que quiera, no le dejaremos marcharse de esta manera; sería lo que se dice ‘<airear la chosa en balde”: “acercarse a la puerta y volver la espalda”. ¡ Vamos, tiene que permanecer unos días más con nosotros! Le buscaremos una novia, ¿ verdad, Ivan Grigoryevitch?, ¡ le buscaremos una novia! —¡ Lo haremos, lo haremos !—asintió el presidente.—De nada le servirá luchar, le casaremos lo mismo. No, mi querido señor, ya que se halla usted en nuestro poder, es inútil tratar de salvarse. Nosotros no nos dejamos burlar. —¿Por qué tratar de salvarme ?—respondió Tchitchikof, con sonrisa necia,—el matrimonio no es tan... tan.., sí no faltara la novia... —¡ Novia habrá, la habrá! No tenga cuidado, que no le ha de faltar nada!... —Oh, pues, en ese caso...

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—j Bravo! Se quedará—gritaron todos en coro.—¡ Viva, viva Pavel Ivanovitch! ¡ Viva! Y todos desfilaron ante él para chocar sus copas con la suya. Tchitchikof chocó su copa con las de todos. “¡ Otra vez otra vez !“, gritaron los más entusiastas, y volvieron a chocar las copas; algunos avanzaron por tercera vez, ¡ y a chocar otra vez las copas! Todos se hallaban, a poco rato, extraordinariamente alegres. El presidente, que era un hombre encantador cuando estaba un poco ebrio, abrazó muchas veces a Tchitchikof, exclamando con emoción: “¡ Ah, mi querido amigo, mi amado Pavel Ivanovitch!” Y después se puso a bailar alrededor de él, castañeteando los dedos y canturreando la conocida canción: “¡ Eres esto y eres aquello, campesino de Kamarinsky!” Después del champán, destaparon algunas botellas de un vino húngaro, que infundió aún mas bríos en la reunión y la tomó más alegre que nunca. Olvidaron completamente los naipes. Discutieron, gritaron, departieron sobre todos los temas: la política y hasta los problemas militares, dando expresión a cada idea avanzada, por cuya exposición habrían zurrado, en otro momento cualquiera, a sus propios hijos. Resolvieron inmediatamente un número de problemas abstrusos. Tchitchikof jamás se había sentido tan alegre; ya se figuraba un verdadero terrateniente de Kherson, hablaba de las reformas que iba a llevar a cabo en sus propiedades, ponderaba las respectivas ventajas de diferentes sistemas de cosechar, se extendía en consideraciones sobre la felicidad y ventura de dos almas hermanas, y comenzaba a recitar a Sobakevitch la carta en verso que Werther escribió a Carlota, que escuchaba éste parpadeando en su sillón, pues con el esturión le habían entrado ganas de dormir. Tchitchikof mismo se daba cuenta de que se estaba tornando demasiado expansivo: pidió su carruaje, y aceptó la oferta del droshk~ de carrera del fiscal. El cochero de éste era un mozo hábil y de mucha práctica, como quedó probado en el camino, cuando guiaba con una sola mano y, estirando la otra por detrás, sostenía al caballero en su asiento. De este modo llegó nuestro héroe al hotel, donde su lengua seguía balbuciendo toda suerte de desatinos sobre una rubia novia de carne rosada y con un hoyuelo en el carrillo derecho, su finca em Kherson y los negocios. Hasta dió algunas órdenes a Selifan respecto a la administración de las

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propiedades, y le dió instrucciones de congregar a todos los siervos para que les pasara lista. Selifan le escuchó largo rato en silencio y después salió del cuarto y dijo a Petrushka: “Ve a desnudar al amo”. Petrushka se puso a quitarle las botas y por poco da de espaldas en el suelo a su amo. Por fin consiguió quitárselas y desnudarle, y el amo, después de dar varias vueltas en la cama, que crujió estrepitosamente, se durmió como un verdadero terrateniente de Kherson. Mientras tanto, Petrushka se llevó al pasillo los pantalones y el frac color de arándano tornasolado de su amo y, extendiéndolos sobre una percha, se puso a sacudirlos y cepillarlos, llenando de polvo el corredor. Cuando ya se dispuso a descolgarlos, echó una ojeada por el hueco de la escalera y vió entrar a Selifan, de vuelta de la cuadra. Cruzaron una mirada; se comprendieron: el amo dormía, y podrían salir a divertirse un rato. Llevó Petrushka al cuarto los pantalones y el frac, y bajó la escalera. Se pusieron en camino sin cambiar palabra sobre el objeto de su excursión, charlando de cosas a él extrañas. No era largo el trecho que recorrieron; a decir verdad, no hicieron más que cruzar la calle em dirección a una casa que estaba situada frente al hotel, en la cual entraron por una puerta de vidrios, baja y sucia, que conducía a una especie de sótano, donde se veía, rodeando las mesas de madera, a toda clase de individuos, afeitados y sin afeitar, con pieles de cordero o sencillamente en mangas de camisa, con alguno que otro abrigo de fri- sa. Qué hicieron allí Petrushka y Selifan, sólo Dios lo sabe; pero salieron una hora después cogidos del brazo, guardando silencio absoluto, prodigándose mutuos cuidados y ayudándose recíprocamente a salvar los obstáculos del camino. Todavía cogidos del brazo, invirtieron un cuarto de hora en subir la escalera; por fin, vencieron las dificultades y ganaron el piso de arriba. Petrushka contempló duramente un momento su baja cama, pensando en qué ángulo resultaría mejor acostarse, y por fin se echó sobre ella en ángulo recto, con los pies en el suelo. Selifan se dejó caer en la misma cama, con la cabeza recostada en el vientre de Petrushka, olvidándose completamente de que no debía dormir allí, sino en las piezas de los criados o en el establo, al lado de sus caballos. Los dos se durmieron al instante, lanzando unos ronquidos de tono increíble-mente profundo, a los cuales respondía su amo, desde el cuarto

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contiguo, con un refinado silbido nasal. Poco después, reinó el silencio y el hotel quedó dormido; sólo en una ventana se veía luz, en la del cuarto del teniente de Kazán, quien era, aparentemente, gran aficionado a las botas, pues ya había probado cuatro pares y estaba calzando el quinto. Varias veces se acercó a su cama con intención de quitárselas y acostarse, pero no se decidía a hacerlo; las botas estaban muy bien hechas, y el teniente permaneció sentado largo rato, levantando los pies y examinando los tacones elegantes y bien formados.

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CAPITULO VIII No pasó mucho tiempo para que las compras de Tchitchikof se convirtieran en el tema de todas las conversaciones. Suscitaban machas discusiones, en que se expresaban diversos pareceres y opiniones respecto a si resultaría o no práctico eso de comprar siervos para transportarlos a otra provincia. Se colegía de la controversia que había muchos que poseían un dominio perfecto del asunto. —Claro que es práctico—dijeron algunos ;—de eso no hay duda: el terreno en las provincias del Sur es bueno y fértil, pero ¿ cómo van a arreglárselas sin agua esos campesinos de Tchitchikof? Ustedes saben que no hay río. —Eso es lo de menos, que no haya agua; eso no tiene importancia, Stepan Dímitryevitch; pero el transportar a campesinos es una empresa arriesgada. Todos sabemos cómo es el campesino: hallándose en una tierra virgen, y puesto a cultivarla, sin comodidades, sin choza y leña, pues se fugará tan seguro como que dos y dos son cuatro; desaparecerá sin dejar rastro. —No, Alexey Ivanovitch, perdone, yo no soy de su parecer cuando dice que los campesinos de Tchitchikof se fugarán. El ruso tiene agallas para todo, y puede soportar todos los climas. Le mandas a Kamchatka, y con que le des guantes de invierno, batirá palmas, cogerá su hacha e irá a cortar troncos para su nueva choza —Pero, Ivan Grigoryevitch, usted ha pasado por alto un punto importante: no se ha preguntado, ¿ qué clase de campesinos son esos de Tchitchikof? Olvida usted que un buen siervo no lo vende su amo. Apostaré la cabeza a que los siervos de Tchitchikof son todos unos ladrones, borrachos perdidos y holgazanes ingobernables. —Desde luego, desde luego, en eso estoy conforme: nadie vende un buen siervo, y los campesinos de Tchitchikof serán borrachos;

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pero hay que tomar en cuenta aquí el elemento moral; ésta en una cuestión moral. Son ahora unos haraganes perdidos, pero trasladados a una tierra nueva, pueden convertirse en excelentes Siervos. De eso hay muchos ejemplos tanto en la historia como en la vida. —¡ Nunca, jamás !—respondió el gerente de las fábricas del Estado.—Creedme que eso no es posible, porque los campesinos de Tchitchikof tendrán que luchar con dos enemigos terribles. En primero en la proximidad de la Pequeña Rusia, donde, como saben ustedes, no se restringe el tráfico en las bebidas alcohólicas. Les aseguro que dentro de dos semanas estarán todos más borrachos que unas sopas. El otro peligro reside en que forzosamente se acostumbrarán, durante su emigración, a la vida errante. Será preciso que Tchitchikof los vigile constantemente, y tendrá que dominarlos por todos los medios, castigando cada desliz, y de nada le servirá fiarlo a otros: tendrá él mismo que darles con sus propias manos una bofetada en la cara o un golpe en la cabeza siempre que sea necesario. —¿ Por qué había Tchitchikof de molestarse en zurrarles? Puede emplear a un administrador. —Sí, vaya a buscarle un administrador; ¡ son todos unos bribones! —Son bribones porque los amos no los vigilan. —Es verdad—asintieron varios a la vez.—Si el amo mismo tiene alguna noción del gobierno de sus propiedades, y es conocedor de gentes, siempre encuentra un buen administrador. Pero el gerente de las fábricas declaró que un buen administrador exige por lo menos cinco mil rublos. El presidente afirmó que los había, y buenos, que aceptarían tres mil. Pero el gerente replicó: .....-¿Y dónde le va a encontrar? No le tendrá precisamente en la mano. Y el presidente respondió: —No, en la mano no, pero sí en este distrito; me refiero a Pyotr Petrovitch Samoylof; ése es el hombre indicado para gobernar a los siervos de Tchitchikof! Muchos se colocaron con viveza en la situación de Tchitchikof, y estaban sumamente alarmados ante el problema del transporte

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de ese ejército de campesinos; comenzaban a recelar que estallaría un motín entre los campesinos viciosos de Tchitchikof. A lo cual el jefe de Policía manifestó que no había para qué temer un motín, ya que, para prevenir esas cosas, existe la autoridad del comisario de Policía, y que ni siquiera sería preciso que acudiera en persona a la escena de la rebelión, siendo suficiente que mandase la gorra, la mera vista de la cual bastaría para hacer que los campesinos siguieran pacíficamente el camino a su nueva morada. Varias personas ofrecieron consejos sobre el modo de extirpar el espíritu levantisco que agitaba a los campesinos de Tchitchikof. Eran de carácter diverso. Algunos eran severos, e incluso expresaban odio, rigor militar, y los había que se distinguieron por su lenidad. El director de Correos observó que Tchitchikof tenía un sagrado deber que cumplir, que podía llegar a ser, como lo expresaba él, un padre para sus siervos, que podía llevar a cabo la obra laudable de difundir la cultura, y mencionó de paso, con aprobación, el sistema Lancastriano de educación. Así lo debatían y lo discutían en el pueblo, y muchas personas, movidas por su simpatía hacia Tchitchikof, le comunicaron sus consejos, y hasta le ofrecieron una escolta para asegurar la feliz llegada de los campesinos a su nueva morada. Tchitchikof les agradeció sus sugestiones, diciendo que no dejaría de guiarse por ellas si llegara la ocasión, pero rechazó categóricamente la escolta, manteniendo que era del todo innecesaria, pues los campesinos que había comprado eran de carácter muy dócil, y se mostraban favorablemente inclinados a la emigración, por lo cual no era de temer que estallase entre ellos ningún motín. Todas estas controversias y discusiones tuvieron un resultado mucho más agradable que lo que hubiera podido imaginar Tchitchikof: corría la voz de que era nada más ni menos que millonario. Muchas personas del pueblo habían cobrado hacia Tchitchikof mucho cariño, como hemos visto en el primer capítulo y, después de correr este rumor, se acrecentó la simpatía que le profesaban. Eran gentes amables, que se llevaban bien con todo el mundo y que sostenían relaciones muy amistosas entre sí; había en su conversación una nota peculiar de bondad y buen humor: “¡ Mi querido amigo, Ilya Ilyitch ...... “¡ Hola, Antipator Zaharyevitch, querido!”... “Lo estás soltando de a puños, amado

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Ivan Grigoryevitch”... Al dirigirse a Ivan Andreyevitch, siempre añadían “¿ Sprechen sie Deutsch (1), Ivan Andreitch?”... En fin, eran como una sola familia. Había muchos entre ellos que poseían cierto grado de cultura; el presidente conocía de memoria el “Ludmila”, de Zhuhovsky, que estaba entonces de moda, y recitaba magistralmente muchos pasajes de él, especialmente “El bosque de pinos duerme, duerme el valle”, y la palabra “¡ Tchoo!”, de modo que parecía que realmente veían cómo dormía el valle; para rematar la ilusión, cerraba los ojos al recitar estas líneas. El director de Correos era más aficionado a la filosofía, y leía diligentemente, hasta de noche, los “Pensamientos nocturnos”, de Young, y la obra “Clave de los misterios de la Naturaleza”, de Eckartshausen, de la cual copiaba largos extractos; pero nadie sabía qué querían decir. Era, no obstante esto, un hombre muy chistoso, retórico en su lenguaje y aficionado a “sazonar” sus palabras con toda suerte de frasecitas, tal como: “Mi querido señor”, “¿ Sabe usted?”, “Fácilmente comprenderá”, “Figúrese”, “Respecto a”, “Por decirlo así”, “En cierto sentido”, y “así sucesivamente”, esparciéndolas a granel en su conversación; también “sazonaba” eficazmente sus palabras, torciendo y guiñando el ojo, lo cual comunicaba un significado mordaz a muchas de sus insinuaciones satíricas. Los otros eran todos gentes más o menos cultas; uno leía a Maramzin, otro Las Noticias, de Moscou, y hasta no faltaban los que no leían nada. Algunos pertenecían a esa categoría de hombres que necesitan se les dé un puntapié para decidirse a obrar; otros eran haraganes “echados sobre un solo lado durante toda la vida”, como se dice vulgarmente, y supondría una pérdida de tiempo el levantarlos, pues no se habrían mantenido de pie en ningún caso. En lo de la salud y el aspecto, eran todos, como ya hemos dicho, individuos sanos y robustos; no se contaba entre ellos ni un solo tuberculoso. Eran del tipo que inspira en las mujeres, en momentos de tierna expansión, las calificaciones cariñosas de “rechonchito”, “gordito” y demás amorosas alusiones a su peso. Pero eran, en su conjunto, buenas gentes, y muy hospitalarias: un hombre que hubiera comido su pan o jugado con ellos una partida de naipes, era consi-

(1) Pronunciado por los rusos “Deitch”, de modo que rima con Andreith

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derado ya como un ser querido, y Tchitchikof, con sus cualidades y modales encantadores, y su comprensión real del gran secreto de agradar, les resultó más simpático que nadie. Se habían encariñado con él hasta tal grado, que no sabia Tchitchikof cómo arrancarse del pueblo; adonde fuera oía siempre lo mismo: “¡ Vamos, Pavel Ivanovitch, quédese con nosotros una semana mas, sólo algunos días !“. Era como quien dice llevado en hombros. Pero incomparablemente mas extraordinaria (¡ verdaderamente maravillosa!) era la impresión que producía en las damas. Para explicarlo, siquiera superficialmente, seria menester que hiciera algunas observaciones sobre las damas mismas, sobre la sociedad y el medio en que vivían, que pintara con palabras elocuentes sus cualidades espirituales; pero esto me resulta sumamente difícil. Por una parte, me impide hacerlo el respeto ilimitado que me inspiran las esposas de los altos funcionarios, y por otra parte... por otra parte, resulta, sencillamente, demasiado difícil. Las damas de la ciudad de N. eran... no, no puedo: me da vergüenza. Lo que era más notable en las damas de N. era... Es por demás extraño; mi pluma se niega a moverse, como si estuviera cargada de plomo. Sea; parece que tendré que dejar que las retrate otro cuyos colores sean más vivos y que tenga mayor variedad de ellos en la paleta, mientras que yo me limito a decir algunas palabras sobre su exterior y sobre sus características superficiales. Las damas de la ciudad de N. eran elegantes, y en esto, se las puede señalar, sin vacilación, como modelos. En lo respecto al buen porte, elevación de tono, observancia de las reglas de la etiqueta y de un número de las más refinadas exigencias de la corrección y, sobre todo, en lo tocante al seguir la moda en sus más ínfimos detalles, hasta superaban a las señoras de Petersburgo y de Moscou. Vestían con buen gusto, y se paseaban en carruajes por las calles de la pequeña ciudad, con un lacayo perchado en el pescante, llevando librea con encajes dorados, como exige la última moda. Era cosa sagrada una tarjeta de visita, aunque no fuese mas que un nombre escrito en un dos de copas o un as de oros. Dos señoras, grandes amigas y hasta parientes, cesaron de serlo sólo porque una de ellas, por razón que ignoramos, no devolvió una visita que le había hecho la otra. Y a pesar de todos los esfuerzos de maridos y parientes para reconciliarlas, quedó sen-

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tado que se puede cometer otro crimen cualquiera y recibir perdón, pero que hay una cosa imposible: reconciliar a dos damas que se han disgustado por la omisión de dejar una tarjeta de visita. Así las dos señoras permanecían “mutuamente indispuestas”, como lo expresaba la sociedad de la villa. También daba lugar a muchas escenas violentas la cuestión de prioridad, despertando muchas veces en los maridos el noble y caballeresco afán de defender a sus esposas. Claro es que no daba lugar a ningún duelo, porque los caballeros eran todos funcionarios del Estado, pero, en cambio, inspiraba el comezón de jugarse una mala partida siempre que fuera posible, y esto resulta a veces, como todos sabemos, peor que ningún duelo. En cuanto a los principios morales, las damas de N. eran severas, ardiendo de noble indignación contra todas las formas de vicio e inmoralidad, y juzgando severamente todo desliz. Si, en efecto, ocurría lo que se llama “alguna cosa”, quedaba tan bien tapada que ninguna señal la denunciaba; se salvaba la dignidad de todos, y el mismo marido estaba tan bien prevenido que, sí veía “alguna cosa”, o llegaban a sus oídos las murmuraciones, respondía indulgente y razonablemente, con las palabras del popular refrán: “¿ Qué le importa a nadie, si el padrino acompaña a la madrina?”. Otra característica de las damas de N. que merece mención, es que, como muchas señoras de Petersburgo, mostraban una gran figura y corrección en el empleo de frases y palabras. Jamás dirían: “Me he sonado”, “He sudado”, “He escupido”; empleaban, en su lugar, alguna frase tal como “He usado mi pañuelo”. Imposible decir, bajo ninguna circunstancia, “Este vaso o aquel plato huele”, ni siquiera cosa que tal sugiriera; decían: “Este vaso no es del todo agradable”, o algo por el estilo. Con objeto de refinar y perfeccionar la lengua rusa, desecharon por lo menos la mitad de las voces que componen su vocabulario, por lo cual resultaba necesario en muchas ocasiones, recurrir al francés; ahora que, en francés, era cosa completamente distinta; en aquella lengua se animaban a decir frases bastante más ordinarias que las arriba mencionadas. He aquí cómo eran las damas de N., superficialmente hablando. Claro que si se ahondara mas en su carácter, se descubrirían otras muchas cosas; pero es peligroso pene-

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trar demasiado en el corazón femenino, por lo cual, limitándonos a las anteriores consideraciones superficiales, seguiremos adelante. Hasta ahora, las damas poco habían hablado de Tchitchikof, aunque hacían justicia a su porte agradable en la sociedad; pero a partir del momento en que comenzaba a correr la voz de que era millonario, descubrían en él otras cualidades. No es que fueran interesadas todas las señoras de N.; de ninguna manera; tenía la culpa la palabra “Millonario”; no el millonario mismo, sino sencillamente la palabra. Porque en el mero sonido de esta palabra, y aparte lo que sugiera, hay algo que produce impresión en los canallas, en personas que ni son buenas ni son malas, y también en personas que son buenas, o sea, en todos. El millonario disfruta la ventaja de encontrar en todas partes una servicialidad desinteresada, la pura servicialidad, que no descansa sobre motivos de interés propio; muchos individuos saben bien que no han de recibir de él ni un Copec, y que tampoco tienen derecho de esperarlo, y no obstante, se desviven para adivinar sus deseos, para reírse de sus chistes, para descubrirse al verle, y para arrancarse una invitación a una cena a que saben va a asistir. No puede decirse que esta tierna inclinación a la servicialidad anidaba en los corazones de las señoras de N.; no obstante, se decía ya en muchos salones que Tchitchikof era, no guapísimo, claro está, pero si lo que debía ser un hombre, y que sería lástima que engordara más. Y de paso, se hacía la observación, algo despectiva para los hombres delgados, de que parecían más bien palillos que hombres. En el tocado de las damas, aparecía ya toda suerte de adornos suplementarios. Se congregaba un gentío enorme en las puertas de las tiendas; llegaban tantos carruajes que formaban una verdadera procesión. Los tenderos estaban asombrados al observar que algunos retazos de géneros, que habían comprado en la feria, y de que no podían deshacerse, se habían hecho moda y se vendían al precio que querían exigir. Así, apareció en la iglesia, durante la misa, una señora con un volante duro en la orilla de la falda, que se extendía a tal distancia de su cuerpo, que el comisario de Policía del barrio, que se hallaba por casualidad presente, hizo retroceder a la multitud para que no se arrugase el vestido de su excelencia. Tchitchikof mismo no podía

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menos que notar las extraordinarias atenciones de que era objeto. Un día, al volver al hotel, encontró una carta sobre la mesa. No pudo averiguar de quién era ni quién la trajo; el camarero le dijo que había recibido instrucciones de no divulgar quién la había mandado. La carta comenzaba resueltamente con las siguientes palabras: “¡ Sí, me es preciso escribirle!” Seguía algo sobre la afinidad misteriosa de las almas, confirmando esta expresión medio renglón de puntos suspensivos. Luego había algunas reflexiones tan notables por lo acertadas, que creemos necesario citarías: “¿ Qué es nuestra vida? Un valle de lágrimas en que mora el dolor. ¿ Qué es el mundo? La muchedumbre de los insensibles.” Después la autora afirmaba que estaba rociando de lágrimas los renglones, lágrimas vertidas a la memoria de una madre tierna que bacía veinticinco años había abandonado esta existencia terrenal. Invitó a Tchitchikof a buir al desierto, abandonando para siempre la ciudad, en donde, cercadas por barreras espirituales, las gentes no respiraban el aire de la libertad; en las últimas líneas de la carta vibraba una nota de verdadera desesperación, concluyendo con los siguientes versos: “Dos tórtolas te mostraran dónde yacen mis cenizas frías, y con melancólico murmullo te dirán como entre lágrimas he fenecido.” Los versos estaban algo cojos, pero eso no tiene importancia: la carta estaba concebida en el espíritu de la época. No tenía firma, ni nombre ni apellido, ni siquiera fecha. Pero se añadía una nota en que se declaraba que el propio corazón de Tchitchikof le descubriría quién era la autora, y que ésta asistiría al baile que se celebraría en casa del gobernador a la noche siguiente. Esto le interesaba sumamente. Por su misma calidad de anónimo, tenía la carta mucha seducción, mucho que despertaba la curiosidad, tanto era así, que nuestro héroe volvió a leerla por segunda y hasta por tercera vez, diciéndose por fin: “¡ Sería interesante saber quién la ha escrito!” Las cosas tomaban un cariz grave, como ya se ve. Tchitchikof estuvo más de una hora re-

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flexionando en ello y, al cabo, exclamó, abriendo los brazos y meneando la cabeza: “¡ La carta está muy caprichosamente concebida, mucho !“ Después, innecesario decirlo, la dobló con cuidado y la colocó en su caja entre un anuncio y una invitación a una boda, que se habían conservado en el mismo sitio y en la misma posición durante siete años. Unos momentos más tarde, le entregaron una invitación para asistir al baile del gobernador, fiesta bastante corriente en las ciudades de provincia: donde hay gobernador, allí hay baile; de otro modo, la aristocracia no le mostraría el respeto y la simpatía debidos. Desechó inmediatamente toda otra consideración, concentrando los cinco sentidos en los preparativos para el baile, pues aumentaban el interés de éste muchas circunstancias estimulantes. Es probable que nunca desde la creación del mundo se haya dedicado al tocado tanto tiempo y tantos esfuerzos. Toda una hora invirtió Tchitchikof sólo en contemplar su semblante en el espejo. Hizo tentativas de hacerle asumir una gran variedad de expresiones: primero, importante y grave; luego, respetuoso y sonriente; después, respetuoso sin sonrisa; hizo varias reverencias al espejo, acompañándolas con unos sonidos ininteligibles, algo parecidos a vocablos franceses, si bien es verdad que Tchitchikof no conocía palabra de aquel idioma. Hasta intentó algunos ejercicios nuevos, torciendo las cejas y los labios y haciendo algo con la lengua; ya se sabe que no hay limites a lo que se llega a hacer cuando se encuentra uno a solas y se está convencido de su guapeza, como también de que nadie le está espiando por el resquicio de la puerta. Por fin, se dió una palmada en la barba, diciéndose: “¡ Qué cara, chico!”, y comenzó a vestirse. Toda la operación de ataviarse fué acompañada por una agradable sensación de alegría: al ponerse los tirantes y al atarse la corbata ejecutó diversas reverencias y zalemas, con peculiar vivacidad y, aunque desconocía el arte de bailar, hizo algunas cabriolas, que tuvieron una pequeña consecuencia: hicieron tambalear la cómoda y cayó al suelo el cepillo. Produjo extraordinaria impresión su llegada a la sala de baile. Todos se volvieron para saludarle, uno con los naipes en la mano, otro, en el punto más interesante de la conversación, en el pre-

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ciso momento en que iba a decir “Y el tribunal de primera instancia mantiene, en cambio. “, dejando sin constar lo que mantenía el tribunal de primera instancia, corrieron a dar la bienvenida a nuestro héroe. “¡ Pavel Ivanovitch! ¿ Cómo está, Pavel Ivanovitch? ¡ Mi querido Pavel Ivanovitch! ¡ Mi honrado amigo, Pavel Ivanovitch! ¡ Ah, conque por fin ha llegado, Pavel Ivanovitch! ¡ Aquí está nuestro Pavel Ivanovitch! ¡ Déjeme abrazarle, Pavel Ivanovitch! ¡ Suéltele; déjeme besarle, mi amado Pavel Ivanovitch !“ Tchitchikof se vió rodeado por los brazos de numerosos amigos. Apenas había logrado extraerse de los del presidente, cuando cayó preso en los del jefe de Policía, que, a su vez, le entregó al inspector del Cuerpo Médico; el inspector del Cuerpo Médico le cedió al contratante del Estado, y éste le dejó en brazos del arquitecto... hasta el gobernador, que en ese momento se hallaba conversando con unas señoras, con el papelito de un chocolate en una mano y en la otra un faldero, dejó caer al suelo, al ver a Tchitchikof, tanto el papelito como el faldero, lanzando éste un estrepitoso gañido. En fin, Pavel Ivanovitch era el centro de una alegría y un alborozo sin límite. No había rostro que no irradiara satisfacción, o que no expresara, por lo menos, un reflejo de la satisfacción general. Algo semejante se ve en los los rostros de los funcionarios del Estado, cuando las oficinas bajo su dirección van siendo objeto de un examen por parte de un nuevo jefe; cuando ha pasado el primer pánico, y ven que se muestra contento de muchas cosas, y cuando magnánimamente condesciende a bromear, es decir a pronunciar algunas palabras con necia sonrisa, los empleados que se hallan más cerca de él se ríen con exceso, los más alejados, que apenas han oído sus palabras, también se echan a reír, y aun el policía, estacionado en una puerta distante, en la misma entrada del edificio, un policía que en su vida ha reído, y que acaba de amenazar con el puño a la multitud, está obligado, por las leyes inalterables de la acción refleja, a mostrar en su semblante una sonrisa, aunque ésta parece más bien la mueca de una persona que está a punto de estornudar después de aspirar un polvo de rapé.

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Nuestro héroe respondió a los saludos de todos y de cada uno, sintiendo una peculiar seguridad de sí; indinaba la cabeza a izquierda y derecha, un poco torcidamente, como era su costumbre, pero con gracia perfecta, tanto que cautivó a todos los presentes. Las señoras le rodeaban en una nube de belleza, esparciendo suavísima fragancia: una olía a rosas, la otra a violetas, y la tercera estaba empapada de reseda. Tchitchikof no podía menos que levantar la cabeza y olfatear el aire. Los vestidos eran de un gusto perfecto; las muselinas, los rasos, las gasas eran de esos pálidos matices modernos, para los cuales es imposible hallar un nombre, tan refinado es el gusto moderno! Lazos y manojos de flores estaban esparcidos por los trajes en pintoresco desorden, que había costado muchos trabajos a un cerebro ordenado. Los delicados ornamentos que adornaban las cabezas se mantenían en su puesto gracias a las orejas, y parecían exclamar: Ay, que me vuelo, y qué lástima que no pueda llevar conmigo a esta beldad Las cinturas estaban estrechamente apretadas, mostrando unos contornos firmes y gallardos (merece notarse que las damas de N. eran, en su mayoría, algo gordas, pero tan hábilmente se ajustaban los cuerpos y tan airosamente se portaban, que no se notaban las carnes). Todo había sido estudiado y solucionado con gran arte; los descotes llegaban hasta donde debían llegar y no un centímetro más allá; cada una enseñaba sus bellezas físicas hasta aquel punto en que creía, con íntima convicción, que estaban indicadas para rendir los corazones. Lo demás se tapaba con gusto exquisito; ya rodeaba la garganta una cinta, delicada como una flor, ya se asomaban por encima del descote unas orillas ondeadas de finísima batista, conocidas por el nombre de “modestias”. Estas “modestias” ocultaban, por delante y detrás, lo que no era indicado para cautivar el corazón del hombre, despertando, al mismo tiempo, la sospecha de que era allí precisamente dónde residía el peligro. Los largos guantes se estiraban hasta un punto un poco más abajo de la manga, dejando al descubierto la parte más seductora del brazo, encima del codo, muchas veces de una redondez envidiable; algunas de las damas habían roto sus guantes en un esfuerzo de alargarlos más; en fin, todo parecía impreso con las palabras: “¡No, ésta no es una ciudad provincial, ésta es Petersburgo, ésta

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es París!” Sólo que por acá y allá resaltaba, en conformidad con un gusto particular y desafiando a la moda, un gorro de estilo nunca visto, o alguna pluma de pavo real. Pero no hay manera de evitar esas cosas; semejante originalidad es característica de las ciudades provinciales, y es inevitable que salga a la superficie. Tchitchikof contemplaba a las señoras, pensando en cuál de ellas seria la autora de la carta; iba a empinarse para mejor verlas a todas, cuando cruzó como un relámpago ante sus ojos una procesión de codos, puños, mangas, cintas, flotantes, camisolas y vestidos perfumados. Bailaban el galop: la esposa del director de Correos, el comisario de Policía, una señora con pluma azul pálido, el príncipe georgiano, Tchiphaihilidzef, un oficial de Moscou, un caballero francés llamado Coucou, Perhunofsky, Be— rebendogsky, todos cabriolaban y pasaban como un rayo... “¡Pues, ya han comenzado!”, se dijo Tchitchikof, retrocediendo, y cuando las señoras volvieron a sentarse, comenzó de nuevo a pasarles revista para ver si, por la expresión del rostro o por el brillar de los ojos, pudiera descubrir a la autora de la carta; pero era completamente imposible descubrir, por la expresión del rostro, ni por el brillar de los ojos, cuál era ella. En todos los rostros se transparentaba algo fugaz y sutil—¡ ay, qué sutil!... “¡ Dios mío!”, pensó Tchitchikof, “las mujeres son... son un enigma...” Aquí hizo un ademán de desesperación. “No, es inútil. Vaya a interpretar las expresiones que se reflejan fugazmente en sus rostros, todas las simulaciones, las indirectas... Imposible describirlo. ¡ Sus solos ojos son abismos insondables que explora el hombre y en que se pierde irremediablemente! No hay manera de salvarle, por mucho que se esfuerce. Vaya a describir, por ejemplo, el brillo de esos ojos: meloso, aterciopelado, lleno de dulzura y de qué sé yo que más; cruel y tierno y algo amartelado también o, como dicen algunos, voluptuoso, o no voluptuoso, pero especialmente cuando voluptuoso.., y cautiva el corazón y arranca dulce música del alma, como la arranca el arco del violín. No, no hay palabras: son la fine fleur de la humanidad, y no hay más.” ¡ Perdonen! Creía escuchar de los labios de mi héroe una expresión extraña. No lo podía evitar! Tal es la triste suerte del autor ruso! Y ¿qué? Si, en efecto, se desliza en un libro

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una expresión extraña, no es por culpa del autor, sino por la de los lectores, y especialmente de los lectores elegantes; son ellos los que jamás pronuncian una buena palabra rusa, sino que se empeñan en parlotear el francés, el alemán y el inglés, ateniéndose a todas las reglas de la buena pronunciación: el francés lo pronuncian con sonidos nasales y con ceceo; el inglés lo gorjean, como los pájaros, que es el modo aceptado; y hasta se parecen a los pájaros cuando lo hablan, y se ríen de los que no consiguen parecerse a los pájaros. Rechazan todo lo ruso; a lo más, satisfacen su patriotismo con la edificación de una casa de campo al estilo de las chozas de los campesinos rusos. Así son los lectores elegantes, y siguen su ejemplo todos los que se consideran como tales, Y al mismo tiempo, ¡ cuán exigentes son! Quieren que todo se escriba en lenguaje rigurosamente correcto, puro y refinado, en fin, piden que el idioma ruso descienda de las nubes, acabado y pulido, y se pose en sus ‘lenguas, sin que tengan que hacer otra cosa que abrir las bocas y sacarlas. Claro que no es fácil comprender a la bella mitad de la especie humana; pero nuestros dignos lectores son muchas veces aun más difíciles de comprender. Y mientras tanto, Tchitchikof se devanaba los sesos para descubrir cuál de las damas seria la autora de la carta. Procurando estrechar su examen, percibía en los rostros de las damas la expresión más indicada para despertar en el corazón de un hombre tan dulces esperanzas cuan dulces torturas, de suerte que por fin exclamó: “¡ No hay manera de saberlo !“ Pero esto en nada disminuyó su alegre humor. Con gran desenvoltura, cambiaba frases con algunas de las señoras, acercándose a una y Otra con el aire melindroso y el paso estudiado que afectan los viejos currutacos, con tacones altos, esos petimetres diminutos que brincan alrededor de las mujeres. Volviéndose hábilmente a derecha e izquierda al pasar, restregaba ligeramente un pie, como si dibujara en el suelo una cola corta o una coma. Las señoras estaban muy satisfechas de él, descubriendo en nuestro héroe no sólo innumerables cualidades encantadoras, sino también una expresión majestuosa de rostro, y aun algo marcial que, como todos sabemos, atraer extraordinariamente al bello sexo. Hasta principiaban a disputárselo. Observando que solía estacionarse cerca de la puerta. Al

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gunas se apresuraban a tomar asiento cerca de la puerta y, cuando alguna conseguía adelantarse a las demás, por poco esto daba lugar a una escena desagradable, pues semejante descaro les parecía absolutamente repugnante a muchas que habían intentado hacer lo mismo. Tchitchikof se hallaba tan absorto en su conversación con las señoras, o mejor dicho, las señoras tanto se acosaban con sus conversaciones, en que introducían un número de observaciones ingeniosas osas y sutilmente alegóricas—tenía la frente empapada en sudor del esfuerzo que hacía por comprenderlas—que olvidaba todas las reglas de la cortesía y no se acercaba primero al ama de la casa. Se hizo cargo de esta falta sólo cuando oyó la voz de la esposa del gobernador, que hacía varios minutos le estaba contemplando de frente. Meneando jocosamente la cabeza, se dirigió a Tchitchikof con tono insinuante y acariciador: “¡ Ah, aquí está Pavel Ivanovitch !“ No puedo citar textualmente las palabras que empleó la señora, pero algo le dijo, en tono de la más acendrada cortesía, al estilo de los caballeros y las damas que figuran en las novelas de la alta sociedad, de los escritores que se dedican a describir los salones y que se envanecen de su dominio de los modales aristocráticos, algo por el estilo de: “¿ Tan completamente se han posesionado de su corazón, que no queda un rincón, ni un solo rinconcito, para los que tan despiadadamente ha olvidado ?“ Nuestro héroe se volvió apresuradamente hacia la esposa del gobernador e iba a responder a su observación, sin duda con frases en nada inferiores a las empleadas por los Zvonsky, los Linsky, los Lidin, los Gremín y demás cumplidos caballeros de las novelas elegantes, cuando, levantando los ojos, quedó clavado en su sitio como aturdido. No era sólo la esposa del gobernador a quien tenía delante; apoyada en su brazo vió a una muchacha, fresca, rubia, con fina barbilla y cara encantadoramente ovalada, como la que podía escoger un pintor para modelo de la Madona, y como rara vez se ve en Rusia, donde todo, sea lo que sea, se da en escala gigantesca: montañas, bosques, estepas, caras, labios y pies. Era la misma rubia muchacha que había visto cuando, volviendo de la casa de Nosdriof, y debido a la estupidez del cochero o a

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la torpeza de los caballos, habían chocado de tan extraña manera sus carruajes, enredándose los jaeces y esforzándose el Tío Mitya y el Tío Minyay en librar del apuro a los viajeros. Tchitchikof se quedó tan anhelado, que no pudo articular frase coherente; Dios sabe qué fué lo que balbució; sería seguramente algo que jamás habría dicho un Gremin, un Zvonsky o un Lidin. —¿No conoce usted a mi hija?—dijo la esposa del gobernador. —Acaba de salir del colegio. Tchitchikof respondió que la casualidad le había deparado la felicidad de verla; procuraba decir algo más, pero ese algo más no le salía. La esposa del gobernador añadió dos o tres palabras, y se fué, con su hija, al otro extremo del salón para conversar con otros convidados; mientras que Tchitchikof permaneció clavado en el mismo sitio, como un hombre que, habiendo salido alegremente a la calle a dar un paseo, se detiene de repente y permanece inmóvil, sintiendo que ha olvidado algo; y no puede darse un espectáculo más estúpido que el que ofrece ese hombre: desaparece de su rostro, como por ensalmo, la expresión de desenfado; hace esfuerzos por recordar qué será lo que ha olvidado; ¿sería el pañuelo?: no, el pañuelo lo tiene en el bolsillo; ¿sería el dinero?: no, también el dinero lo tiene en el bolsillo; parece que no le falta nada, y, no obstante, una voz misteriosa sigue susurrándole al oído que ha olvidado algo. Y entonces mira con aire estúpido y distraído a la multitud que se remolina a su alrededor, los carruajes que vuelan por la calle, los chacós y fusiles del regimiento que va marchando, la muestra de una tienda, sin ver nada claramente. Del mismo modo, Tchitchikof cesó de percatarse de lo que pasaba a su alrededor. Y, mientras tanto, los labios fragantes de las damas le dirigían un número de indirectas y preguntas saturadas de la más exquisita cortesía y refinamiento: “¿ Es permisible que nosotras, humildes criaturas de este globo terrestre, cometamos la audacia de preguntarle cuál es el tema de sus sueños?” “¿A qué hermoso paraje se han volado sus pensamientos?” “¿ Nos será concedido el saber el nombre de la beldad que le ha sumergido en tan dulce ensueño ?“ Pero Tchitchikof no les prestó la menor atención, y estas hermosas frases se perdieron en el vació. Y aun se propasó en la incivilidad de

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alejarse apresuradamente de las damas, encaminándose hacia otro extremo del salón, anhelando descubrir adónde había ido a parar, con su hija, la esposa del gobernador. Pero según parece, las señoras no estaban dispuestas a soltar tan fácilmente su presa, tomando cada una la secreta determinación de valerse de todas aquellas armas que tan peligrosas son para la paz de nuestros corazones, y de sacar provecho dc sus principales encantos. He de observar que algunas señoras (digo algunas, es decir, no todas) tienen una pequeña debilidad: si poseen un rasgo atractivo, sus labios, frente o manos, tienden a creer que éste es su mejor rasgo que sobresale y llama la atención de todos, que todos dicen simultáneamente: “¡ Mirad, mirad, qué hermosa nariz griega!”, o “¡ Qué frente tan altiva y hechicera!” Otra, que posee hermosos hombros, se figura que cautivarán a todos los jóvenes, que repetirán a su paso: “¡ Qué hombros tan esculturales !“, sin parar atención en su rostro, su cabello, su nariz, su frente, o si los observan, será de paso, como cosa que carece de importancia. Esto es lo que se figuran algunas señoras. Cada una de las damas hizo voto solemne de resultar hechicera en el baile, y de hacer resaltar en toda la gloria de su perfección lo que era mejor en ella. En el vals, la esposa del director de Correos llevó la cabeza inclinada hacia un lado, con aire tan amartelado, que verdaderamente daba la sensación de algo sobrenatural. Otra señora muy amable, que ha venido sin intención de bailar, a causa, como ella misma lo expresaba, de una leve incomodidad en forma de una pequeña callosidad en el pie derecho, en cuya consecuencia se había visto obligada a ponerse botas de felpa, no podía resistir la tentación de dar algunas vueltas, a pesar de sus botas de felpa, sólo para que no se diera tantos aires la esposa del director de Correos. Pero todo esto no producía en Tchitchikof el efecto deseado. No prestaba la menor atención a los círculos que describían las señoras, sino que se empinaba continuamente para ver sobre las cabezas y descubrir dónde estaba la encantadora doncella, con cuyo objeto también se agachaba para atisbar entre hombros y brazos; por ‘fin, sus esfuerzos fueron premiados y la vió sentada con su madre, cuya cabeza adornaba una especie de turbante oriental, con pluma que se meneaba orgullosamente. Parecía Tchitchikof de-

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cidido a tomar por asalto el rincón en que se hallaban. Fuera que la primavera le habla encendido la sangre, o fuera que le empujaban por detrás, avanzó resueltamente, sin detenerse ante ningún obstáculo: empujó con tanta violencia al recaudador de impuestos sobre el alcohol, que el hombre se tambaleó, y a duras penas consiguió sostenerse sobre una sola pierna para no caer y derribar a toda la fila; el director de Correos retrocedió, mirándole con asombro y sutil ironía; pero nuestro héroe no les miró ni vio otra cosa que la rubia muchacha sentada a íos lejos, calzándose un largo guante, y sin duda ardiendo en impaciencia por girar sobre el bruñido suelo. No podemos decir con certidumbre si se prendía en el corazón de nuestro héroe la llama del amor: es dudoso que sean capaces de enamorarse los hombres de su categoría, los que, sin ser gordos, no pueden jactarse de delgados; sea como fuera, sentía una emoción extraña, que él mismo no sabía explicar; le parecía, como después confesaba a sí mismo, que el baile, con sus ruidos y conversaciones, estuviera muy distante; que las trompetas y los violines sonaran a lo lejos, y las figuras estuvieran envueltas en neblina, esfumadas, como el fondo mal pintado de un cuadro. Y de esta lontananza nebulosa, toscamente pintorreada, nada se destacaba con mayor claridad que los rasgos delicados de la bella hada: la carita ovalada, el talle delgadito, delgadito, como sólo se ve en las muchachas que acaban de salir del colegio, el vestido blanco, sin adornos, que envolvía ligera y elegantemente las graciosas formas y hacía resaltar sus puras líneas. Parecía una muñequita de marfil, delicadamente tallada; se destacaba blanca, transparente, luminosa, de la sombría multitud. Parece que, en efecto, sucede algunas veces; parece que hasta los Tchitchikof pueden convertirse, por un momento, en poetas; pero eso de “poeta” es una exageración. Sin embargo, se sentía joven, casi husar. Viendo una silla desocupada, se sentó al lado de la señorita. La conversación no fué, al principio, muy animada, pero pronto cobró bríos Tchitchikof y comenzó a dominar su timidez.. En este punto, he de observar, con sentimiento, que muchos individuos dignos, que ocupan importantes cargos, resultan algo pesados en su trato con las señoras; en éste, lucen

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los tenientes, pero no sirve para ello ningún oficial de grado superior al de capitán. Dios sabe en qué consiste su éxito; parece que no dicen nada gracioso, y, sin embargo, la muchacha se muere de risa, Y Dios sabe de qué le hablan un consejero civil: probablemente le dirá que Rusia es un imperio inmenso, o le echará algún piropo que, aun cuando gracioso, tiene un sabor pedante. Si hace una observación divertida, se reirá mucho más que la hermosa que le escucha. Este hecho se hace constar aquí para que el lector comprenda por qué bostezaba la hija del gobernador mientras le estaba hablando nuestro héroe. Pero éste no lo notaba, y le repetía un número de cosas agradables que ya había empleado en diferentes ocasiones, a saber: en la provincia de Simbirsk, en casa de Sof ron Ivanovitch Zezpetchny, donde había tres señoritas, Adelaida Sofronovna, y sus cuñadas, Maria Gavrilovna, Alejandra Gavrilovna y Adeiheida Gavnilovna; en la provincia de Ryazan, en casa de Fedor Fedorovitch Perekroef; en la de Frol Vassilyevitch Pobyedonosny, en la provincia de Penza, y en casa de su hermano, Pyotr Vassilyevitch, donde se hallaban su cuñada, Catalina Mibailovna, y sus primas, Rosa Fedorovna y Amelia Fedorovna; en la provincia de Vyatka, en casa de Pyotr Varsonofyevitch, y en presencia de la hermana de la prometida de éste, Pelageya Yegorovna, y de su sobrina, Sofía Alexandrovna, Alexandrovna. Todas las damas se encontraban sumamente disgustadas por la conducta de Tchitchikof. Una se tomaba la molestia de pasar por su lado expresamente para que se enterara de su enojo, y hasta rozaba, con el grueso volante de su vestido, a la bella hechicera, y hacía que le diera en el rostro un extremo del chal que flotaba de sus hombros; en el mismo instante, una señora que se hallaba a espaldas de Tchitchikof, despedía de sus labios, juntamente con la fragancia de violetas, una observación maligna y mordaz. O no la oyó Tchitchikof, o fingió no oiría, y cualquiera que fuera el caso, hizo mal, pues es menester respetar la opinión de las señoras: esto tuvo que aprenderlo, pero sólo después y, por consiguiente, demasiado tarde. Se reflejaba en muchos rostros la indignación, por cierto justificable. Por grande que era el prestigio de Tchitchikof, aunque

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pasaba por millonario, aun cuando habla en su rostro algo majestuoso y basta marcial, hay cosas, no obstante, que las señoras no pueden perdonar a nadie, sea quien fuera, y entonces hay que darle por ¡perdido! Se dan casos en que la mujer, por débil e indefensa que sea, comparada con el hombre, se torna de repente más dura, no ya que el hombre, sino que ninguna cosa de este mundo. El abandono, casi inconsciente, de Tchitchikof, devolvió a las damas la armonía y concordia que había amenazado la lucha por obtener un asiento a su lado. Se descubrieron alusiones sarcásticas en las frases corrientes que habían pronunciado a lo que salga. Para colmo de desgracias, alguno de los jóvenes presentes escribió unos versos satíricos sobre las parejas de baile; ya sabemos que nunca faltan en los bailes provinciales estas demostraciones de agudeza. Los versos se achacaban inmediatamente a Tchitchikof. Creció la indignación, y ya en diferentes rincones las señoras comenzaban a hablar de él en términos poco halagüeños; y la pobre colegiala ya estaba perdida; el fallo se había pronunciado. Entretanto, esperaba a nuestro héroe una sorpresa sumamente desagradable. Mientras la señorita ‘bostezaba y Tchitchikof le contaba varios incidentes que le habían sucedido en diferentes ocasiones, intercalando en su conversación algunas referencias al filósofo griego, Diógenes, apareció Nosdriof desde otro aposento. O se había arrancado de la mesa del ambigú, o procedía del saloncito verde donde se jugaba a algo más fuerte que el whist, saliendo, o por su propia voluntad, o a consecuencia de que le arrojaran. Sea esto como fuera, apareció, de muy alegre humor, cogido del brazo del fiscal, a quien es probable que hubiese arrastrado consigo durante mucho rato, pues su acompañante crispaba sus espesas cejas y miraba de un lado para otro, como si buscara el medio de escaparse de este paseo excesivamente amistoso. Le resultaba, en efecto, insoportable. Nosdriof, que había sorbido inspiración con dos tazas de té, a las cuales no faltaba el acompañamiento del ron, estaba inventando y contándole los más fantásticos embustes. Tchitchikof le vió desde lejos, y tomó instantáneamente la determinación de hacer un sacrificio, o sea, abandonar su envidiable puesto y retirarse con toda celeridad; preveía

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que este encuentro no le había de traer nada bueno. Pero la suerte quiso que en ese preciso momento apareciera el gobernador, quien, expresando su placer de ver a Pavel Ivanovitch, le detuvo, rogándole que actuara de árbitro entre él y dos señoras, con quienes estaba sosteniendo una discusión respecto a si era o no duradero el amor de la mujer; y mientras tanto, Nosdriof le vió y avanzó resueltamente a su encuentro. —¡ Ajá, el terrateniente de Kherson, el terrateniente de Kherson !—gritó a pleno pulmón, lanzando una estrepitosa carcajada que hizo temblar sus carrillos, frescos y colorados como una rosa de primavera.—¡ Caray! ¿ Has comprado muchas almas muertas? Supongo que no sabe su excelencia—bramó, dirigiéndose al gobernador,—que trata en almas muertas! ¡ Palabra de honor! Eh, Tchitchikof, permíteme decírtelo, como amigo—aquí somos todos amigos, y aquí está su excelencia también—¡ te ahorcaría, por mi vida que te ahorcaría! El desconcierto de Tchitchikof fué completo. —¿ Queréis creerlo, su excelencia ?—prosiguió Nosdriof,—me destornillaba de risa cuando me dijo: “Véndame sus almas muertas.” Cuando venía aquí, me decían que se había comprado siervos por valor de tres millones de rublos para llevarlos a colonizar unas tierras. ¡ Valientes colonos! Pero a mí me propuso que íe vendiera los que se habían muerto. ¡ Ay, Tchitchikof, eres un canalla, por vida mía que eres un canalla! Y aquí está su excelencia... ¿verdad, señor fiscal? Pero el fiscal y Tchitchikof y el gobernador mismo se quedaron tan atónitos, que no podían hacer respuesta ninguna, y mientras tanto, Nosdriof, medio ebrio, echaba un discurso, sin hacerles caso: —¡ Caray, chico!, tú... tú... no te dejaré en paz hasta que sepa para qué estás comprando almas muertas. De veras, Tchitchikof, debías tener vergüenza; tú sabes que no tienes otro amigo tan fiel como yo... Y aquí está su excelencia, también... ¿ verdad, señor fiscal? ¿ No queréis creer, su excelencia, qué buenos amigos somos? Pero es la sencilla verdad que, si me preguntarais—y yo estuviera aquí delante de vos,—si me preguntarais:

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“Nosdriof, dígame por su fe, ¿ cuál le es más querido, Tchitchikof o su padre?”, y yo os diría: “Tchitchikof.” ¡ Palabra de honor!... Déjame imprimir un baiser en tu mejilla, querido. ¿ Verdad que me permitiréis besarle, su excelencia? ¡ Sí, Tchitchikof! Es inútil que trates de luchar; ¡ déjame imprimir un baiser en tu nívea mejilla! Nosdriof se vió violentamente repelido con sus baisers, que por poco da de espaldas en el suelo. Todos se alejaron de él para no escucharle más. Sin embargo, eso de la compra de almas muertas lo había gritado a todo pulmón, acompañándolo con tan estrepitosas carcajadas, que atraía la atención aun de aquellas personas que se hallaban al otro extremo del salón. Tan estupenda era esta noticia, que dejaba grabada en los rostros de todos una expresión torpe de estúpida interrogación. Tchitchikof observó que varias de las señoras cambiaban miradas rencorosas y sarcásticas, mientras que en los rostros de otras se reflejaba algo ambiguo que aumentó su confusión. Que Nosdriof era embustero incurable, nadie lo ignoraba, como tampoco que no debía causar extrañeza que contase las fábulas más estrafalarias; pero, en verdad, es difícil comprender cómo está constituido el hombre; por extravagante que parezca una noticia, basta que lo sea para que cada hijo de madre la haga correr, aunque sólo sea para añadir: “¡ Figúrate qué mentiras cuenta la gente!” Y todo el mundo la escucha con interés, aun cuando después dirá: “Sí, es un embuste estúpido, que no merece se tome en serio.” Dicho lo cual, se pone en marcha para buscar a un tercero a quien contarlo, para poder exclamar con indignación: “¡ Qué embuste tan estúpido!” Y es seguro que correrá por toda la ciudad, y que todos los habitantes lo discutirán hasta cansarse, y que luego dirán que realmente es demasiado absurdo y que no merece tomarse en serio. Este incidente, aparentemente absurdo, descompuso a nuestro héroe. Por estúpidas que sean las palabras de un necio, son capaces muchas veces de turbar la serenidad de un hombre sensato. Tchitchikof comenzaba a sentirse inquieto y molesto, como si hubiera pisado, con botas muy lustrosas, un charco repugnante y hediondo, en fin, ¡ era sucio, muy sucio! Procuraba olvidarlo.

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concentrar sus pensamientos en otra cosa, distraerse, y se sentó a jugar una partida de naipes; pero todo le andaba mal, como una rueda torcida: dos veces renunció y, olvidando que no se debe jugar triunfo en tercer lugar, estropeó su mano y malogró la partida con su insensata conducta. El presidente no podía comprender cómo Pavel Ivanovitch, que poseía tan buena, y hasta sutil comprensión del juego, podía cometer semejantes disparates; hasta había triunfado su rey, en que, para emplear sus propias palabras se había fiado como en Dios. El director de Correos y el presidente, y aun el jefe de Policía bromeaban con él, preguntándole si estaba enamorado, y afirmando que alguna dama había lanzado una flecha al corazón de Pavel Ivanovitch, y que sabían muy bien de quién había partido; pero todo esto no le consolaba, aunque trataba de reírse y tomarlo a broma. Tampoco durante la cena lograba recobrar su tranquilidad, a pesar de que era interesante. la compañía que rodeaba la mesa, y no obstante hacer rato que habían arrojado a Nosdriof, cuya conducta se había tornado, según observaban las mismas señoras, extremadamente escandalosa En efecto, mientras bailaban el cotillón, Nosdriof se había sentado en medio del suelo y se agarraba a las faldas de las damas. lo cual sencillamente no tenía calificación, según la frase de las señoras. La cena estaba muy animada; los rostros que se divisaban entre los candeleros, las flores, los dulces y las botellas, reflejaban la más entusiasta satisfacción. Los oficiales, las damas, los caballeros de frac, todos se mostraban corteses hasta lo empalagoso. Los caballeros saltaban de sus sillas, corriendo a quitar los platos de manos de los criados para ofrecérselos con singular destreza a las damas. Un coronel ofreció a una la fuente de salsa sobre la punta de su espada. Los caballeros de edad madura, entre los cuales estaba sentado Tchitchikof discutían ruidosamente, ingiriendo, con el pescado o la carne, despiadadamente ahogada en mostaza, unas palabras sobre los negocios. Los temas que se debatían eran precisamente los que más le interesaban a nuestro héroe, pero se hallaba éste en la condición de un hombre rendido de cansancio después de un largo viaje, que ya no tiene idea en la cabeza y que es incapaz de tomar parte en nada, Ni siquiera

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se quedó hasta terminar la cena, regresando al hotel mucho más temprano que de costumbre. Allá en el cuartito, tan conocido del lector, con su cómoda que bloqueaba la puerta y sus escarabajos que se asomaban por los rincones, halló tan poco reposo en su alma y su mente como en la silla en que estaba sentado. Se agitaba en su corazón una sensación confusa y molesta; sentía en él un vacío opresivo. “¡ Malditos sean todos los que organizaron ese baile !“, exclamó con rabia. «¿Por qué están tan contentos de sus necedades? Las cosechas son malas, el hambre se cierne sobre la provincia, ¡ y no piensan más que en ‘bailes! ¡ Bonita cosa! ¡ Se emperifollan en sus trapos femeninos! ¡ Es monstruoso que una mujer despilfarre mil rublos en sus galas! Y claro que es a costa del trabajo de los campesinos, o peor aun, de la conciencia de sus vecinos. Todos sabemos ya por qué un hombre se deja sobornar, sobreponiéndose a sus escrúpulos: es para comprar un chal u otro adorno cualquiera para su mujer, ¡ malditos sean todos, llámense como se quiera! Y ¿para qué? Para que alguna mujercilla despreciable no diga que la esposa del director de Correos está mejor vestida que ella, y ahí van mil rublos por culpa de ella. Exclaman: “¡ Un baile, un baile! ¡ delicioso!” Un baile es una cosa cursi y estúpida; no armoniza con el temperamento ruso ni responde a las necesidades del espíritu ruso. ¿ Qué pensar de la maldita cosa? Un hombre que ya lo es, que ha llegado a la edad madura, se presenta en un salón, todo vestido de negro, acicalado y aderezado, y se pone a ejecutar unas cabriolas. Y aun cuando forman grupos, un hombre comienza a hablar de un asunto de importancia, y no cesa de agitar las piernas a derecha y a izquierda como una cabra.. Es simiesco, sencillamente simiesco! Porque un francés es tan pueril a los cuarenta años como lo era a los quince, ¡ nosotros hemos de ser iguales! Sí, verdaderamente se tiene la sensación de haber cometido un pecado después de asistir a un baile, y no se quiere recordarlo. Y ¿ qué se saca de este baile? Supongamos que se le ocurriera a un escritor hábil describir toda esa escena tal como era. Pues resultaría tan insensato en un libro como lo era en la realidad. Y ¿ qué era, moral o inmoral? ¡ Dios lo sabe! Se escupiría y se cerraría el libro.”

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Tales eran las ásperas apreciaciones de los bailes en general a que dió expresión Tchitchikof; pero me figuro que había otra cosa que contribuía a su indignación. Su vejación no era tanto consecuencia del baile mismo como del haber salido de él mal parado, de verse colocado en una situación embarazosa, de haber jugado un papel ambiguo y sospechoso. Claro que, mirándolo como hombre sensato, comprendía que no tenía importancia, que unas palabras tontas no hacen nada, especialmente ahora, cuando su negocio principal se había llevado a feliz término. Pero el hombre es extraño: le mortificaba hondamente el haber merecido la reprobación de las mismas gentes a quienes no respetaba, y cuya vanidad y ostentación en el vestir ridiculizaba. Y le irritaba tanto mas cuanto que, al analizar lo sucedido, veía que él mismo era culpable en cierto modo. Pero no estaba enfadado consigo mismo, y en esto, claro, tenía razón. Todos poseemos la debilidad de perdonamos a nosotros mismos, y de buscar a un extraño a quien cargar la culpa, a un criado, por ejemplo, o a un empleado de la oficina, que aparece en el momento oportuno, o a nuestras mujeres, o hasta a la silla, que lanzamos volando por el aire, ¡ que caiga por donde caiga!, y da ¡ pum! contra la puerta—¡ bueno, que se entere de nuestro enojo! Del mismo modo, Tchitchikof no tardó en hallar a quien hacer cargar con todo lo que le sugería su vejación. La víctima era Nosdriof. Es innecesario decir que le tocaron una explosión de injurias, un torrente de injurias como sólo descarga sobre la cabeza de un tunante de funcionario lugareño, o de un cochero, un experimentado capitán, durante su viaje, o un general, que añade a los denuestos clásicos, otros de su propio cuño. Y mientras nuestro héroe permanecía sentado en su dura butaca, atormentado por el insomnio y por sus pensamientos, maldiciendo a Nosdriof y a toda su familia; mientras chisporroteaba sobre la mesa un candil, con caperuza de hollín en la mecha, amenazando apagarse de un momento a otro; mientras le espiaba desde las ventanas la ciega y obscura noche, que se disponía a ceder su puesto al pálido azul de la cercana aurora; mientras cantaban los gallos a lo lejos, y quizá atravesaba fatigosamente el dormido pueblo un infeliz de clase y posición desconocidas.

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envuelto en su abrigo de fustán, olvidando todo lo que no sea la carretera, asendereada ¡ ay! por los pies de los vagabundos de Rusia; en ese preciso momento ocurría en otro extremo del pueblo, un suceso que estaba destinado a tornar aun más difícil la situación de nuestro héroe, a saber: un vehículo extraño, para el cual es difícil hallar un nombre, cruzaba, chirriando, los más apartados callejones del pueblo; no parecía coche, ni carruaje, ni calesín, sino que tenía más bien el aspecto de un melón, redondo y mofletudo, montado sobre ruedas. Los carrillos del melón, o sea las puertas, que mostraban vestigios de pintura amarilla, cerraban malamente, debido al estado desvencijado de las cerraduras, que estaban atadas con cordeles. El melón estaba lleno de almohadones de algodón, en forma de bolsones, rodillos de pastelero y almohadas sencillas; atestado de sacos de pan, riscos, pasteles de carne y panecillos hechos de masa hervida. Pasteles de gallina y de pescado salado se asomaban en lo alto del montón. Ocupaba el estribo un individuo del género lacayo, con barba sin afeitar, en que se veían algunas canas, y con chaqueta corta de vivos colores—el tipo de individuo que se suele calificar de “tio”.—El rechinar y chirriar de los abarcones y tornillos herrumbrosos, despertaron a un centinela de aquel otro extremo del pueblo, quien cogió su alabarda y, medio dormido, gritó a pleno pulmón: “¿ Quién vive?”; pero viendo que no pasaba nadie, y no oyendo más ruido que el rechinar lejano, apresó un bicho que andaba por su cuello y, acercándose al farol, lo ajustició con la uña, después de lo cual dejo su alabarda y se volvió a dormir conforme a las tradiciones de su caballería. Iban cayéndose de trecho en trecho los caballos pues no estaban herrados, y parecía que no conocían las silenciosas calles de guijarros del pueblo. El grotesco vehículo, después de dar varias vueltas de una calle para otra, se internó por fin en un obscuro callejón al lado de la pequeña iglesia parroquial de San Nicolás, y se detuvo delante de la casa del pope. Descendió del vehículo una muchacha, con pañuelo en la cabeza y vistiendo chaqueta corta de invierno, y se puso a golpear con ambos puños la puerta de la empalizada, como si se estuviera peleando con un hombre. (Luego hicieron descender, tarándole por las piernas, al "tío" con la chaqueta de vivos colores, pues dormía como una

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piedra.) Ladraron los perros, las puertas se abrieron, y, por fin, aunque no sin dificultad, dejaron entrar al pesado monstruo de la carretera. El carruaje penetró en un patio estrecho, lleno de montones de madera, gallineros y barracas; descendió una señora: era nada menos que la señora de Korobotchka. Poco después de abandonar su casa nuestro héroe, la vieja se sintió presa de tan insoportable ansiedad por si le hubiera engañado, que, después de pasar tres noches seguidas sin pegar los ojos, tomó la determinación de visitar el pueblo, no obstante estar sin herrar los caballos, esperando enterarse allí con toda certeza a qué precio se cotizaban las almas muertas, y si no había cometido—¡ no lo quiera Dios !—un terrible desatino al venderlas en una tercera parte de su valor. El efecto producido por este incidente lo verá el lector por una conversación que tuvo lugar entre dos señoras. Esta conversación—pero mas vale que la guardemos para el próximo capitulo.

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CAPITULO IX

A la mañana siguiente, a una hora más temprana que la generalmente señalada para las visitas en el pueblo de N., una señora, con elegante abrigo a cuadros, salió corriendo de la puerta de una casa de madera, pintada de naranjo, y con entresuelo y columnas azules. Iba escoltada por un lacayo en librea, con numerosos cuellos y con trenzas doradas en su reluciente sombrero redondo. La señora subió, con inusitada celeridad, los peldaños del carruaje que le esperaba delante de la puerta. El lacayo cerró de golpe la portezuela, levantó los peldaños y, asiéndose a la correa que colgaba por la parte trasera del carruaje, gritó al cochero: “¡ Vamos 1” La dama era portadora de una noticia de que acababa de enterarse, y sentía el comezón irresistible de comunicársela a otra persona sin pérdida de momento. Miraba a cada instante por la ventanilla, observando con inexpresable molestia, que habían recorrido no más que la mitad del camino. Cada edificio parecía tener una largura desmedida; el hospicio blanco, con sus estrechas ventanitas, le parecía interminable, tanto, que no podía menos que exclamar: “¡ Maldito barracón, no tiene fin!” Ya dos veces había ordenado al cochero: “¡ Apresúrate, Andryushka, apresúrate! Vas a paso de tortuga hoy!” Por fin llegaron a su destino. El carruaje se detuvo delante de una casa gris obscuro, de una sola planta, adornada con entretallas blancas sobre las ventanas, frente a ‘las cuales se alzaban altas empalizadas; tenía un estrecho jardín, cuyos árboles esbeltos estaban blanqueados por el polvo que siempre cubría sus hojas. En las ventanas había tiestos de flores, un papagayo meciéndose en su jaula y sujetando el anillo con su pico; también se veían dos falderos, que yacían dormidos al sol. En esta casa vivía la mejor amiga de la visitante. El autor se halla sumamente perplejo respecto a cómo llamar a estas señoras para no provocar

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una explosión de cólera, como en otras ocasiones ha sucedido. Dotarlas de un apellido ficticio resulta peligroso. Cualquiera que sea el nombre que emplee, no faltará, en algún rincón de nuestro Imperio, justamente llamado vasto, algún individuo que lo lleve, y es seguro que se sentirá, no sólo desairado, sino herido en lo mas íntimo de su ser, afirmará que el autor ha visitado en secreto la provincia con el único objeto de determinar cómo y qué tal es, qué suerte de pieles lleva, a cuál Agrafena Ivanovna visita, y cuál es su plato predilecto. En cuanto a designarle por su grado en el servicio, ¡ Dios nos libre!, es aún más peligroso. Todas las clases son hoy día tan sumamente sensibles que, al leer cualquier cosa en un libro, se creen aludidas; esta sensibilidad toma caracteres de epidemia. Basta decir que en determinado pueblo, vive un hombre estúpido: es una alusión personal: un caballero de aspecto respetable se nos plantará delante , gritando: “¡ Pues yo también soy hombre, y parece que soy estúpido!”; en fin, no tarda en hacerse cargo de lo que se ha que querido decir. Así que, para evitar todas estas eventualidades, designaré a la señora que recibe la visita por la calificación que casi unánimemente la daban en el pueblo de N., o sea, una dama agradable por todos conceptos. Esta calificación la tenía bien merecida, pues no ahorraba esfuerzos para hacerse amable en extremo, aunque, claro, a través de esa amabilidad, se vislumbraban algunas cualidades femeninas, y no faltaba la alusión irónica aun en sus frases más agradables. Y no permita Dios que se excite su cólera contra alguien que de alguna manera se hubiera adelantado a ella. Pero todo esto se ocultaría en la más refinada cortesía como sólo se observa en los pueblos provinciales. Todo lo que hacia revelaba el buen gusto; hasta le agradaba la poesía y sabía inclinar la cabeza con aire pensativo, y todo el mundo coincidía en la opinión de que era una dama agradable por todos conceptos. La otra señora, es decir, la que hacía la visita, poseía un carácter menos complejo, y así le llamaremos sencillamente la dama agradable. La llegada de la visitante despertó a los perros que dormían al sol: a la peluda Adéle, que siempre se enmarañaba en su propio pelaje, y al zanquivano Potpourri. Los dos comenzaban a describir círculos con sus colas en el corredor, donde la

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visitante, ya despojada del abrigo, aparecía en un traje de estilo y color muy ajustados a la moda, con largas cintas colgando del cuello; se esparcía por el corredor la fragancia del jazmín. Tan pronto como se enteró la dama agradable por todos conceptos de la llegada de la dama agradable, corrió a su encuentro. Las dos señoras se cogieron por las manos, se besaron y chillaron como chillan las muchachas de escuela al volverse a ver después de las vacaciones, y antes de que hayan podido sus madres explicarles que ésta o aquélla es más pobre o de posición inferior a la de las otras. El beso fué ruidoso, dando lugar a que los perros volvieran a ladrar, por lo cual recibieron un ligero golpe con el pañuelo, y las dos señoras se encaminaron al salón, que era, desde luego, de un color azul pálido, con sofá, mesa ovalada y hasta un pequeño biombo, con diseño de hiedra; la peluda Adéle y el zanquivano Potpourri las seguían, gruñendo. —¡Aquí, aquí, siéntese aquí !—dijo el ama de la casa, instalando a su amiga en un ángulo del sofá.—Así; ahora está bien; aquí tiene un almohadón. Diciendo esto, colocaba a su espalda un almohadón con diseño bordado en lana, representando un caballero andante, con nariz que parecía escalera de mano, y labios que formaban un cuadro, como siempre los tienen estas figuras bordadas sobre cañamazo. —Cuánto me alegro de que haya sido usted.. Oí acercarse un carruaje y no podía figurarme quién sería que viniera tan temprano. Parasha me dijo: “Es la esposa del vicepresidente”, y yo dije: “¡ Conque otra vez viene esa tonta a fastidiarme!”, y estaba a punto de dar órdenes a los criados de decirle que no estaba en casa. La visitante tenía la intención de comunicarle sin pérdida de momento la gran noticia, pero en ese preciso instante la dama agradable por todos conceptos lanzó una exclamación, que dió otro giro a la conversación: —Qué tela tan bonita !—exclamó la dama agradable por todos conceptos, examinando el tejido estampado del vestido de la dama agradable. —Sí, es linda; pero Praskovya Fyodorovna dice que habría sido más bonita si los cuadros fueran más pequeños, y si el diseño

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fuese en azul pálido en lugar del moreno. He mandado un corte de vestido a mi hermana: ¡ una cosa deliciosa, no puede usted figurárselo! ¡ Fíjese!, tenía unas rayas estrechitas, estrechitas, la cosa más hermosa que se puede imaginar, y un fondo azul pálido, y esparcidas sobre las rayas, unas flores y ramitas, flores y ramitas, flores y ramitas... en fin, ¡ una cosa original! Realmente, se puede decir que jamás se ha visto en el mundo nada semejante. —¡ Pero, querida, eso será demasiado chillón! —¡Oh, no, no; no es chillón! —Oh!, debe ser chillón! Merece notarse que la dama agradable por todos conceptos era algo materialista, inclinada al escepticismo y a la duda, y había muchas cosas que se negaba a creer. La dama agradable aseguraba que no era nada chillón, y exclamó: —Oh, la felicito, los volantes ya no se llevan. —¿ Que no se llevan? —No; ahora están de moda los festones pequeñitos. —Eso no es elegante, ¡ festones pequeñitos! —Festones pequeñitos, es todo festones: la esclavina de festones, festones en las mangas, caponas de pequeños festones, festones abajo y festones en todas partes. —No será bonita, Sofya Ivanovna, si está todo cubierto de festones. —Es una cosa deliciosa, Ana Grigoryevna, no creería lo lindo que es. Tiene dos costuras, y sobaqueras muy grandes, y encima... ahora sí que se asombrará, ahora ....... y bien puede asombrarse: figúrese, los corpiños son más largos que nunca, y terminan en punta delante, y las ballenas de en frente son mas extremadas que nunca; la falda está toda fruncida, como en los miriñaques de hace años, y hasta ponen un polizón detrás para que una resulte toda una belle-femme —Pues eso resultaría sencillamente. . . ¡ vamos!—respondió la dama agradable por todos conceptos, sacudiendo la cabeza, rebosando dignidad. —Sí, sí, en efecto; ¡ vamos!—contestó la dama agradable. —Que hagan lo que quieran, pero yo jamás seguiré esa moda.

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—Y yo digo lo mismo... Realmente, cuando se piensa a qué extremos nos lleva la moda... ¡ es absurdo! He pedido a mi hermana que me mande el modelo, sólo para verlo; mi Melanya se ha encargado de hacer el vestido. —¡Cómo! ¿ Tiene usted realmente el modelo ?—exclamó la dama agradable por todos conceptos, sintiendo como le latía con violencia el corazón. —Sí, mi hermana me lo trajo. —¡Querida, déjemelo, por lo que más ame, déjemelo! —Oh, lo he prometido ya a Praskovya Fyodorovna. Cuando ella haya terminado, quizá.. —Y ¡ quién querrá llevarlo después de llevado por Praskovya Fyodorovna! Encuentro muy extraño que coloque a las extrañas por encima de sus amigas. —Pero usted sabe que es mi prima. —¡ Valiente prima! Es prima de parte de su marido. .. No, Sofya Ivanovna, no tiene usted que decirme nada más: bien se ve que lo que quiere es desairarme... Se ve que está cansada de mí; es evidente que quiere poner término a nuestra amistad. La pobre Sofya Ivanovna no sabia qué decir. Reconocía que se había colocado entre el yunque y el martillo. ¡ Lo merecía por jactanciosa! Tenía ganas de morder su tonta lengua. —Bueno; ¿ qué noticias hay de nuestro simpático caballero?— preguntó la dama agradable por todos conceptos. —¡Ay, Dios mío! ¡ Por qué estoy aquí callada! ¡ Qué cosa! ¿ Sabe por qué he venido a verle, Ana Grigoryevna? Aquí la visitante tomó aliento; las palabras estaban para volar de su boca como halcones, y nadie que fuese menos desalmado que su mejor amiga, habría cometido la crueldad de interrumpirla. —Ya, ya puede ensalzarle y decir de él todos los elogios que se le ocurran—dijo, con más vivacidad que de costumbre,—pero yo le digo francamente, y se lo diría a él en la cara, que es un sinvergüenza, sinvergüenza, sinvergüenza. —Pero escuche lo que tengo que decirle... —Todos dicen que es un hombre simpático, pero no es un hombre simpático, ni mucho menos, de ninguna manera; y tiene una ....... una nariz bien fea.

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—Pero déjeme, déjeme decirle..., querida Ana Grigoryevna, déjeme decirle... Si es un escándalo, ¿comprende? Es una historia skonapel eestwak—dijo la visitante en tono de súplica. Merece notarse que las señoras introducían en sus conversaciones muchos vocablos extranjeros, y hasta frases francesas enteras. Pero por grande que es el reconocimiento del autor por los inestimables beneficios que ha proporcionado al ruso la lengua francesa, y por sincero que es su respeto por la laudable costumbre que tiene nuestra sociedad aristocrática de expresarse a todas horas en aquella lengua, solamente, claro está, por su amor a la patria, se resiste, no obstante, a intercalar en su narración frase alguna extranjera. Por tanto, continuaremos en ruso. —¿ Qué historia? —¡ Oh, mi querida Ana Grigoryevna! ¡ No puede figurarse lo agitada que estoy! Figúrese, la mujer del Pope Kirill vino a yerme esta mañana, y ¿ qué cree? Nuestro caballero, que tan correcto parece, ¡ valiente tío, él! —¿Cómo? ¿Quiere decir que está galanteando a la mujer del pope? —¡Ah, Ana Grigoryevna, si fuese sólo eso! ¡ Eso no seria nada! Escuche lo que me ha contado. Me dice que la señora Korobotchka, que vive en el campo, ha venido a ella, sobrecogida de terror y pálida como la cera, y le ha contado una historia... ¡ una historia!... Escuche, es toda una novela: cerca de la madrugada, y cuando todo el mundo dormía, sonaron repentinamente en la puerta de la verja unos golpes tremendos, más terribles que todo lo que se puede imaginar; oyeron gritos de “¡ abran, abran, o derribaremos la puerta!...” ¿ Qué le parece? Un caballero encantador, ¿ verdad? —Y ¿qué tal es esa Korobotchka? ¿Es joven, guapa? —No, no; es una vieja. —¡ Oh, qué interesante! ¡ De modo que está galanteando a una vieja! No dice mucho por el gusto de nuestras señoras; han escogido a un bonito tipo de que enamorarse. —No, Ana Grigoryevna, no es lo que supone usted. Fíjese: aparece, armado hasta los dientes, como algún Rinaldo Rinaldini

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y le presenta sus demandas: “¡ Véndame todos los campesinos suyos que se han muerto!” La Korobotchka le contesta con mucha razón: “No se los puedo vender porque están muertos.” “No”, responde él, “¡ no están muertos, son míos, y yo soy quien he de decir si están muertos o no!”, dice. “¡ No están muertos, no están muertos”, bramaba, “¡ muertos no!” En una palabra, arma un alboroto formidable; todo el pueblo acude corriendo, los niños lloraban, todo el mundo gritaba, nadie sabía qué había sucedido; en fin, ¡ un horreur, horreur, horreur!. .. No puede usted figurarse, Ana Grigoryevna, cómo me ha trastornado esta noticia. “Señorita, querida”, me dice mi ?Vlashka, “mírese al espejo, mire qué pálida está.” “No me hables de espejos”, le dije, “he de correr a contársela a Ana Grigoryevna.” Inmediatamente di la orden de enganchar los caballos; mi cochero Andryushka me preguntó adónde había de llevarme, y yo no podía pronunciar palabra; no hacía más que mirarle, como atontada; seguramente pensaría que me había vuelto loca. ¡ Oh, Ana Grigoryevna, no puede usted figurarse qué trastornada me encontraba! —Pues sí que es extraño esto—dijo la dama agradable por todos conceptos.—¿ Qué quiere decir esto de las almas muertas? Yo, francamente, no lo comprendo. Es la segunda vez que oigo hablar de estas almas muertas; aunque mi marido todavía insiste que Nosdriof mentía, ha de haber en todo esto un fondo de verdad. —Pero figúrese, Ana Grigoryevna, qué efecto me había de producir esta noticia. “Y ahora”, dice la Korobotchka, “ahora no sé”, dice, “no se qué he de hacer. Me obligó a firmar un documento falsificado, y tiró sobre la mesa quince rublos en billetes; soy una pobre viuda desamparada e inexperta”, dice, “yo no se de qué se trataba. . .“ ¡ Ya ve usted qué cosas están sucediendo! ¡ Si pudiera usted figurarse lo trastornada que estoy! —Pero digan lo que quieran, aquí no se trata de almas muertas; hay algo oculto detrás de todo este asunto. —Confieso que yo opino lo mismo—pronunció la dama agradable, no sin sorpresa, y ardiéndose en impaciencia por saber qué podía ser lo que se ocultaba detrás del pretexto de las almas muertas.—¿ Qué supone usted que se oculta en esto ?—preguntó.,

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—Pues ¿ qué es lo que supone usted? —¿ Qué supongo yo? He de confesar que me tiene perpleja. —No obstante, quisiera saber qué opina. Pero la dama agradable no podía idear respuesta ninguna. Era capaz únicamente de sentirse trastornada, y bien incapaz de formular una hipótesis razonable, y era por esto que ella, más que las otras, necesitaba del cariño y de los consejos de los demás. —Bueno, yo le diré qué significa todo eso de las almas muertas —sentenció la dama agradable por todos conceptos. Y al oir estas palabras, la visitante aguzó los oídos; parecían amusgarse sus orejas; se levantó a medias del asiento, apenas rozando el sofá y, aunque era una dama bastante gruesa, parecía tornarse más delgada, leve como una pluma, pronta a volar al menor soplo de viento. Del mismo modo, cuando la liebre, espantada por los batidores, salta de su escondrijo, el jinete, látigo en mano, se torna como la pólvora que espera el fósforo. Taladra con la vista la atmósfera brumosa, y tira contra el animal con experta puntería; ya lo ha matado, por mucho que ha procurado defenderlo la blanca estepa remolinante, arrojando sus estrellas plateadas contra labios, bigote, cejas y gorro de castor. —Las almas muertas—pronunció la dama agradable por todos conceptos. —Pues ¿ qué ?—gritó la visitante, excitada. —¡ Las almas muertas!... —¡ Oh, hable, hable, por Dios! —Son sencillamente un pretexto, y su verdadero designio es este: ¡ quiere fugarse con la hija del gobernador! Esta conclusión era completamente inesperada y en todo extraordinaria. Al oiría, la dama agradable se quedó como convertida en piedra; palideció, se tomó blanca como la nieve, y es lo cierto que se hallaba pasmada. —¡Ay, Dios mio!—gimió, juntando las manos,—¡ eso sí que no lo habría sospechado! —Pero yo, en cuanto abría usted la boca, sabía de qué se trataba—contestó la dama agradable por todos conceptos.

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—Y ahora ¿ qué se ha de pensar de la educación que se recibe en los colegios para señoritas, Ana Grigoryevna? ¡ Conque ésta es su tan cacareada inocencia! Inocencia a mi! La he oído decir cada cosa, que me daría vergüenza repetirlo. —Verdaderamente, es desolador, ¿ sabe, Ana Grigoryevna?, el observar hasta qué extremos llega la corrupción. —Y los hombres están locos por ella, pero yo he de confesar que no veo nada de especial en esa chica... Es insufriblemente afectada. —¡Sí, querida Ana Grigoryevna!, si es como una estatua; sí su rostro tuviera siquiera un poquito de expresión... —¡Ay, qué afectada es! ¡ Qué afectada! No sé quién le habrá enseñado a portarse de esa manera; en la vida he visto a una muchacha tan presumida. —¡ Querida, si parece una estatua, y es pálida como la cera! —Oh, no diga, Sofya Ivanovna, se pinta el rostro de una manera escandalosa. —¡ Cómo, se pinta, Ana Grigoryevna! Si es como la tiza, tiza, sencillamente como la tiza. —Querida mía, yo estaba sentada a su lado, y tenía el rostro embadurnado de colorete a un espesor como el de mi dedo, e iba cayendo en trozos como el yeso. Su madre le ha dado el ejemplo: ¡ es una coqueta, y la hija es peor que la madre! —Vamos, no; ¡ yo juraré por todo lo que más quiero, por la salud de mis hijos, por la de mi marido, apostaré todas mis propiedades, que no lleva gota, ni grano, ni pizca de colorete! —¡ Qué dice, Sofya Ivanovna !—exclamó la dama agradable por todos conceptos, juntándose las manos. —¡ Qué persona más rara es usted, Ana Grigoryevna! ¡ Verdaderamente, me sorprende !—respondió la dama agradable, también juntándose las manos. El lector no debe sorprenderse de que las dos señoras no es-tuvieran de acuerdo sobre lo que habían visto en un mismo instante. Es el hecho que hay muchas cosas en este mundo que poseen la extraña propiedad de presentarse absolutamente blancas a ojos de una dama, y rojas como el arándano a los de otra

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—Bien; aquí tiene usted otra prueba de que es pálida—prosiguió la dama agradable.—Recuerdo como si fuera ayer, que estaba yo sentada al lado de Manilof, y le decía: “Mire, qué pálida es.” Se ha de ser tan necio como nuestros hombres para dejarse sorber el seso por ella. Y nuestro simpático caballero... ¡ Qué odioso me parecía! ¡ No puede usted figurarse, Ana Grigoryevna, qué odioso me parecía! —No obstante, había damas que le encontraban bastante simpático. —¿Yo, Ana Grigoryevna? ¡ No, eso no puede decirlo nunca, jamás. —Pero si no hablo de usted. ¡ Como si no hubiera otras señoras! —¡ Jamás, jamás, Ana Grigoryevna! ¡ Permítame decírselo, que sé lo que me digo! Puede que haya habido algo de eso por parte de otras señoras que se envanecen de inconquistables. —¡ Haga el favor, Sofya Ivanovna! Permítame hacerle presente que yo jamás he dado lugar a las murmuraciones. Otra quizá, pero yo no, entiéndalo bien. —Pero, ¿ por qué se enfada? Había otras señoras en el baile, ¿ sabe? por ejemplo, las que se atropellaban para alcanzar un sitio cerca de la puerta, para sentarse al lado de él. Se podría suponer que estallaría inevitablemente la tempestad después de estas observaciones de la dama agradable, pero, ¡ oh, milagro!, las dos señoras se callaron inmediatamente y no sucedió nada. La dama agradable por todos conceptos se acordó de que el modelo aun no obraba en su poder, y la dama agradable se hizo cargo de que todavía no había sacado de su mejor amiga los detalles del complot que ésta acababa de revelarle, y por tanto, se restableció inmediatamente la paz. No puede decirse que era característica de estas señoras el deseo de ser ofensivas; no eran maliciosas, pero surgía espontánea e inconscientemente, durante sus conversaciones, el deseo incoercible de propinarse algún que otro alfilerazo. Era sencillamente que cada una derivaba cierta satisfacción de dejar caer una palabra mordaz que hiriese a la otra, como quien dice: “¡ Toma!” “¡ Tómate eso!” Existe toda

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suerte de impulsos en el corazón femenino, como también en el masculino. —Lo único que yo no llego a comprender—dijo la dama agradable—es cómo Tchitchikof, que es forastero, se atreviera a lanzarse a tan arriesgada aventura. Seguramente, habrá otros que están complicados en este asunto. —Si; y podría decir que uno de esos cómplices es Nosdriof. —¡ Nosdriof! ¿ De verdad? —¿ Por qué no? Si estas cosas son su especialidad. Usted no ignorará que procuró vender a su propio padre, o peor aun, apostarle sobre un naipe. —¡Ay, Dios mío, qué cosas más interesantes me cuenta! No me habría figurado nunca que Nosdriof estaba complicado en este lance. —Y yo lo he dado por supuesto. —¡ Por mi vida! Las cosas que suceden en este mundo! Cuándo se piensa!... ¿ Quién habría sospechado, cuando primero apareció Tchitchikof entre nosotros, ¿ se acuerda?, quién habría sospechado que haría tanto ruido en el mundo? ¡ Oh, Ana Grigoryevna, si supiera usted lo trastornada que estoy! Si no fuese por la amistad y el cariño de usted. . . verdaderamente sería presa de la desesperación. ¡ En qué mundo vivimos! Mi Mashka vió cómo estaba yo más pálida que la cera: “Señorita, querida”, ne dijo, “está usted más pálida que la cera.” “Mashka”, le dije, “no es éste el momento de pensar en eso.” ¡ Qué cosa! ¡ Conque también Nosdríof está complicado en esto! ¡ María Santísima! La dama agradable se impacientaba por oir más detalles respecto al proyectado rapto; a qué hora se intentaría, y todo lo demás; pero eso era pedir mucho. La dama agradable por todos conceptos profesaba ignorancia de estos detalles. Era incapaz de mentir; ahora, el dar por sentado la verdad de una suposición, era otra cosa, y aun entonces, la suposición tenía que estar basada sobre su más íntima convicción; si tenía esta convicción íntima, era capaz de defender con tesón su hipótesis; cualquier abogado, famoso por la habilidad con que transforma las opiniones de los demás, debía haber probado su pericia con ella, y se habría hecho cargo de lo que es una convicción íntima

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Que ambas señoras acabasen por convencerse de la verdad de lo que habían expresado como hipótesis, no tiene nada de particular. Nosotros, los doctos, como nos llamamos, nos conducimos de una manera muy parecida, y prueba de ello son nuestras sabias teorías. Al principio, nuestros eruditos examinan el problema con humildad, partiendo tímida y discretamente de una modesta suposición: “¿ No será éste su origen? ¿ No es posible que tal y tal país derive su nombre de tal y cual lugar?” “¿No tendrá este documento alguna relación con aquel otro de un período posterior ?“ o “¿ No debemos entender por tal y cual pueblo, ese otro pueblo ?“ Acto seguido, cita a tales y tales escritores de la antigüedad, y si sólo logra descubrir una pista o lo que toma por pista, se vuelve audaz y confiado, se dirige, sin ceremonias, a los escritores de la antigüedad, con preguntas, que contesta él mismo, olvidando por completo que ha partido de una tímida hipótesis; ya se figura que lo comprende todo, que todo está ‘bien claro, y concluye su argumento con la declaración: “Es así: ¡ este es el pueblo a que se refiere ese nombre! ¡ Así es cómo debemos mirar el asunto!” Luego lo proclama a todos desde la tribuna. Y la verdad, que acaba de revelarse, comienza sus andanzas por el mundo, conquistando satélites y discípulos. Mientras las dos damas estaban interpretando tan hábilmente y con tan buen éxito esta intrincada cuestión, entró en el cuarto el fiscal, con su rostro siempre impasible, sus espesas cejas y su párpado guiñador. En seguida las señoras se apresuraron a contarle todo el episodio, informándole en forma detallada de la compra de las almas muertas y del complot de raptar a la hija del gobernador, con lo cual le dejaban tan atolondrado que, a pesar de permanecer clavado en el mismo sitio, guiñando el ojo izquierdo y pasando el pañuelo por la barba, con objeto de limpiarla del rapé, se hallaba incapaz de sacar sentido del relato. Y entonces las dos señoras le dejaron allá, de pie, y se fueron, cada una por su camino, para despertar al pueblo. Esta empresa consiguieron llevarla a cabo en algo más de media hora. El pueblo se despertó; se armaba gran alboroto y nadie sabía qué pensar. Las damas sumían a la gente en tal confusión que todos, y especialmente los funcionarios, se hallaban completamente ano-

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nadados. Sus sensaciones eran algo parecidas a las de un muchacho de escuela a quien sus compañeros le han metido en las narices, mientras dormía, un espiral de papel, cargado de rapé; aspirando con la energía del sueño todo el rapé, se despierta y pega un salto; mira a su alrededor como atontado, con los ojos saltando de las órbitas, y no puede comprender dónde está ni qué le ha sucedido; y luego percibe las paredes familiares, iluminadas por los rayos del sol naciente, oye las risotadas de los otros chicos, ocultos en los rincones y, mirando por la ventana, observa la mañana, el bosque, despertado por el canto de miles de pájaros, y el río resplandeciente, culebreando, luminoso, por entre los esbeltos junquillos, y salpicado de muchachos desnudos, llamando a sus camaradas al baño; y, a lo último de todo, descubre lo que se le ha metido en las narices. Tal era la posición, en los primeros momentos, de los habitantes y funcionarios del pueblo. Cada uno permaneció clavado en el sitio, como un cordero, con los ojos saltando de las órbitas. Las almas muertas, la hija del gobernador, Tchitchikof, estaban todos mezclados y enredados confusamente en sus mentes; y sólo más tarde, es decir, cuando ya había pasado la primera estupefacción, principiaban a desenredarlos y separarlos, a buscar explicaciones del misterio, y a exasperarse cuando veían que no las encontraban. “¡ Vamos!, ¿ qué quiere decir eso de las almas muertas? Eso de las almas muertas no tiene sentido; ¿ cómo se puede comprar almas muertas? ¿ Quién sería lo bastante imbécil para comprarlas? Y ¿ con qué se podrían utilizar las almas muertas? qué servirían, para qué se podrían utilizar las almas muertas? Y ¿por qué está metida en esto la hija del gobernador? Si quería raptarla, ¿ por qué está comprando almas muertas? Y si quería comprar almas muertas, ¿ por qué trata de raptar a la hija del gobernador? ¿ Será que quiere regalarle esas almas muertas, o qué es esto? ¡ Qué fábulas más absurdas hacen correr por el pueblo! ¿Adónde vamos a parar si no se puede dar un paso sin que empiece a circular un escándalo, y de lo más disparatado...? Pero corren esas voces y, por tanto, debe haber una razón que lo explique. Pero ¿qué razón puede haber para eso de las almas

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muertas? No tiene sentido. Es un absurdo, una tontería, cuento de viejas, ¡ locura!.. .“ En una palabra, las discusiones no tenían fin; las almas muertas y la hija del gobernador, Tchitchikof, y las almas muertas, la hija del gobernador y Tchitchikof formaban el tema de todas las conversaciones y se armaba una batahola formidable. El pueblo, que hasta entonces dormía su sueño secular, comenzaba a remolinarse corno un vórtice. Se escurrían de sus agujeros todos los haraganes y gandules que desde hacia años holgazaneaban en casa, cubiertos de una bata, echando ternos al zapatero por hacer sus botas demasiado estrechas, o zurrando al sastre y al borracho del cochero; todos los que hacía años habían renunciado a las visitas, y cuyos únicos amigos eran, para emplear una frase popular, el señor Aletargado de la Cama y el señor Lirón (personajes tan conocidos en Rusia como lo es la frase “visitar al señor Siesta y al señor Ronquidos que significa dormir como una piedra sobre un lado, o echado de espaldas, al acompañamiento de ronquidos, chiflidos, etcétera) ; todos aquellos a quienes habría sido imposible sacar de su casa con el cebo de una sopa de pescado que costara quinientos rublos, con un esturión de dos metros de largo e infinidad de pasteles de pescado, se echaban ahora a la calle; el pueblo parecía importante, populoso y trabajador. Aparecían en público un Sysoy Pafnutevítch y un Makdonald Karlovitch, hasta entonces totalmente desconocidos. Se dejaba ver en todos los salones un caballero largo y flaco, con el brazo en cabestrillo, el hombre más alto que se había visto hasta la fecha. Cruzaban las calles, rechinando y crujiendo, calesines cerrados, carricoches desconocidos, y todo género de vehículos, y se armaba un jaleo infernal. Es posible que en otro tiempo y bajo otras circunstancias, tales rumores no hubieran llamado la atención, pero hacía mucho que el pueblo de N. no había saboreado una noticia nueva. Hacia tres meses que el pueblo de N. no disfrutaba de lo que se llaman en Petersburgo “Commérages", que son, como todos sabemos, tan esenciales para el bienestar de un pueblo como los carros que traen las provisiones. Desde el principio, se manifestaban, en las discusiones que tenían lugar en el pueblo, dos puntos de vista contrarios, y se formaban inmediatamente dos partidos opuestos: el

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masculino y el femenino. La agrupación masculina, la menos racional, concentraba su atención en las almas muertas. Al grupo femenino lo absorbía por completo el rapto de la hija del gobernador. Sea dicho para honor de las damas, regían en su facción una disciplina y una vigilancia mayores que en la de sus adversarios, probablemente porque la función que sus miembros hablan desempeñado siempre en la vida era el manejo y administración de una casa. Entre ellas, por tanto, la cosa tomaba pronto una forma vivida y clara, revistiendo un aspecto diáfano e inequívoco; todos los elementos eran clasificados y explicados, y el resultado era un cuadro acabado. Para algunas de las damas en cuestión, resultaba que Tchitchikof hacía meses que estaba enamorado de la hija del gobernador, y que solían darse citas en el jardín al claro de la luna; que el gobernador habría dado su consentimiento a la boda, ya que Tchitchikof era rico como un judío, sí no hubiera sido que ya tenía Tchitchikof mujer, a quien había abandonado (cómo lograran descubrir que Tchitchikof estaba casado, nadie lo sabía), y que, traspasada de dolor, y locamente enamorada de su marido, había escrito al gobernador una carta que despedazaba el corazón; y ya convencido Tchitchikof de que los padres no darían su consentimiento a la boda, había decidido raptar a la muchacha. En algunos hogares, el cuento tomaba una forma algo distinta: Tchitchikof no estaba casado, pero, como hombre astuto, había preparado el terreno para la conquista de la hija, requiriendo de amores a la madre, con quien sostenía relaciones íntimas, pidiéndola, al cabo, la mano de su hija; pero la madre, horrorizada ante un proceder tan criminal y perverso, y acuciada por agudos remordimientos, se había negado categóricamente a dar su consentimiento a la boda; era entonces cuando Tchitchikof urdía el rapto. A medida que los rumores iban extendiéndose a los extremos más remotos del pueblo, sufría esta versión nuevas alteraciones y añadiduras. Las clases humildes de Rusia gustan de saborear los escándalos que ocurren entre las más afortunadas, y así todo esto empezaba a discutirse en las chozas cuyos moradores jamás habían visto a Tchitchikof, y que nada sabían de él, añadiéndose complicaciones nuevas y formulándose nuevas explicacio

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nes. La historia se tornaba más interesante por momentos, adquiriendo cada día una forma más definida, y por fin llegó, ya perfeccionada, a los oídos de la esposa del gobernador. Como madre de familia, como la primera dama del pueblo y como persona que nada había sospechado de todo esto, le afligían hondamente estos chismes, despertando en ella una indignación, por cierto, bien justificada. La pobre muchacha de escuela fué sometida a la más desagradable téte-á-téte a que puede verse expuesta una chica de diez y seis años. Se descargaba sobre su cabeza una verdadera tempestad de preguntas, interrogaciones, vituperios, amenazas, reproches y amonestaciones, de suerte que la muchacha prorrumpia en llanto, sollozaba y no comprendía palabra. El portero recibió instrucciones de nunca, jamás, ni bajo ningún pretexto, dar entrada en la casa a Tchitchikof. Habiendo cumplido con su deber para con la esposa del gobernador, las damas volvían su atención a la facción masculina, tratando de agregar los hombres a su bando, y manteniendo que las almas muertas eran sólo un pretexto, inventado para desviar las sospechas y facilitar la consumación del rapto. Muchos hombres abandonaban sus banderas y se agregaban a la facción femenina, exponiéndose, con ello, a la severa censura de sus compañeros, que los llamaban viejas y bragazas—términos, como todos sabemos, muy insultantes para el sexo masculino. Pero a pesar de la resistencia y de las luchas que sostenían los hombres, no había en su bando la misma disciplina que regía en el. partido de las señoras. Entre ellos, todo parecía tosco, discordante, desaliñado e imperfecto; en sus pensamientos, se manifestaba la incoherencia, la discordia, la confusión, el caos; en fin, se echaba de ver el carácter despreciable de los hombres, su natural basto y torpe, incapaz de dirigir un hogar o de llegar rápidamente a una conclusión, así como, falto de fe, perezoso, siempre vacilante y presa de infinitas aprensiones. Decían que todo esto era una tontería, que el fugarse con la hija del gobernador era más propio de un húsar que de un paisano, que Tchitchikof no era capaz de hacer eso, que las mujeres decían disparates, que las mujeres se parecían a los sacos: todo lo tragaban; que el punto importante

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en que se debía concentrar ‘la atención, era la compra de las almas muertas, y qué demonios quería decir eso, nadie lo sabía, pero tenía por cierto un sabor bastante sospechoso y ofensivo. Por qué tenía para los hombres un sabor sospechoso y ofensivo, lo descubriremos ahora mismo. Se había nombrado un nuevo gobernador general de la provincia, acontecimiento que, como todos sabemos, sume en la mayor perturbación a los funcionarios locales; siempre va seguido de cesantías, reprimendas, castigos y demás regalos con que los altos funcionarios suelen obsequiar a sus subordinados. “Si descubre que van corriendo por el pueblo estos estúpidos rumores”, pensaban los funcionarios locales, “su cólera puede resultar decisiva para nosotros.” El inspector del Cuerpo Médico palideció; imaginaba, Dios sabe por qué, que la frase “almas muertas” podía referirse a los enfermos que se habían muerto en número considerable en los hospitales y enfermerías, víctimas de una epidemia de fiebres contra cuya propagación no se había tomado las medidas necesarias; sospechaba que Tchitchikof podía haber sido mandado por el gobernador general para hacer unas investigaciones secretas. Comunicó sus sospechas al presidente del Tribunal. El presidente le aseguró que eran absurdas, e inmediatamente palideció también, preguntándose si las almas compradas por Tchitchikof serían realmente almas muertas, en cuyo caso era él quien había permitido se tramitase la escritura de compra, y quien había actuado de testigo en representación de Plyushkin, y si esto llegaba a oídos del gobernador general, ¿ qué le sucedería? No hizo más que mencionar esta posibilidad a otros dos o tres funcionarios, y esos dos o tres también palidecieron instantáneamente; el miedo es más contagioso que la peste y se transmite con gran rapidez. Todos descubrieron en su conciencia hasta faltas que no habían cometido. La frase “almas muertas” era tan sutilmente evocadora, que empezaban a sospechar que podía aludir a unos cadáveres enterrados con premura, en consecuencia de dos incidentes ocurridos hacía poco. El primero se relacionaba con unos mercaderes que habían venido de otro distrito para asistir a la feria, y que, después de vender sus mercancías, habían obsequiado a otros comerciantes con un banquete, de proporciones rusas y cocciones alemanas: horchatas, ponches, bálsamos. El banquete

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terminó, como de costumbre, en riña. Los mercaderes que habían organizado el banquete mataron a palos a sus invitados, y sufrieron a manos de éstos muy malos tratos: puñetazos en las costillas, en la boca del estómago y en otras partes, que atestiguaban la fuerza y tamaño de los puños con que la Naturaleza había dotado a sus difuntos antagonistas. A un miembro de la partida victoriosa “se le rompieron los hocicos”, como lo expresaban los contendientes, es decir que salió del combate con la nariz tan aplastada que no quedaba en el rostro más que el espesor de un dedo. En la vista de la causa, los mercaderes se confesaron delincuentes, alegando, en su defensa, que habían bebido un sorbito. Corrían rumores de que, durante la vista de la causa, habían ofrecido cuatro billetes imperiales a cada uno de los jueces. Pero el caso era muy abstruso; por las investigaciones y el informe que se hicieron, parecía que los comerciantes habían muerto asfixiados por el humo del carbón, y como asfixiados fueron enterrados. El otro suceso, acaecido muy recientemente, era el siguiente: a los campesinos de la Corona de la aldea de Vdhivaya-Spyess, se les acusaba de haber dado muerte, en unión con los campesinos de la Corona de la aldea de Borvka, también conocida por el nombre de Zadirailovo, a un policía urbano, apellidado Drobyazhkin, recaudador de contribuciones; se decía que el policía urbano, o sea Drobyazhkin, se había dado en visitar con demasiada frecuencia estas aldeas, azote que resulta a veces peor que la peste, y que, adoleciendo el policía urbano de una afición invencible por el bello sexo, sus visitas eran motivadas por su deseo de perseguir a las muchachas y mujeres de las mencionadas aldeas. Esto no fué confirmado, si bien los campesinos declaraban categóricamente que el policía urbano era lascivo como un gato, que le habían acechado en muchas ocasiones, y una vez le habían arrojado a puntapiés de una choza, donde le encontraron desnudo. No cabe duda de que el policía urbano merecía le castigasen sus propensiones amorosas. Pero, por otra parte, los campesinos de las dos aldeas eran culpables de haber usurpado las funciones de la ley, es decir, si realmente cometieron el asesinato. Pero los hechos no aparecían claramente definidos. Encontraron el cadáver del policía urbano en medio del camino; el uniforme, o chaqueta que llevaba el po-

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licia urbano estaba hecho trizas, y el rostro había recibido tales golpes que no se podía identificar. Se celebró la vista de la causa en los tribunales locales, y fué llevada al Tribunal Supremo, donde se estudió en sesión secreta, con el siguiente resultado: visto que no se sabia cuáles de los campesinos habían tomado parte en el atentado, y visto que había muchos campesinos; visto que Drobyazhkin estaba muerto, por lo cual poco le aprovecharía un veredicto de culpabilidad, y visto que los campesinos todavía vivían, por cuya razón les resultaba de sumo interés que se dictara un fallo favorable para ellos, se decidía que el mismo Drobyazhkin era el responsable de lo ocurrido, por su tratamiento opresivo de los campesinos, y que se había muerto en su narria de un ataque fulminante de apoplejía. Como se ve, la causa se había visto y sentenciado; pero los funcionarios comenzaron a sospechar, por alguna razón inexplicable, que eran esas las almas muertas de que tanto se hablaba. Y dispuso la suerte que, cuando los funcionarios se encontraban en esta difícil situación, recibiese el gobernador dimisionario, simultáneamente, dos comunicaciones. En una de ellas, le advirtieron que, según informes e indicios, se había internado en la provincia un falsificador de billetes de Banco, empleando diferentes nombres supuestos, y que procediera inmediatamente a su busca y captura. La otra comunicación, firmada por el gobernador de una provincia vecina, trataba de la fuga de un bandolero, y le encarecía al gobernador dimisionario la detención de cualquier individuo sospechoso que no pudiera mostrar pasaporte, o explicar su estancia en la provincia. Estos dos documentos produjeron un efecto aplastante en los ánimos de todos. Sus primeras hipótesis y conclusiones venían al suelo. Claro que no se podía suponer que estas noticias tuvieran relación con Tchitchikof; no obstante, ponderándolo cada uno desde su punto de vista particular, no podían menos que darse cuenta de que no sabían desde luego qué suerte de hombre era Tchitchikof, quien había dado muy escasos informes sobre su vida, si bien dijo, que había sufrido mucho en aras de la justicia, pero eso era poco concreto; y cuando, al mismo tiempo, se acordaron de que había afirmado que tenía muchos enemigos que incluso habían atentado contra su vida, aumentaba

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la perplejidad: conque peligraba su vida, luego le perseguían; entonces debía ser que había cometido un delito... Y, en realidad, ¿ quién era? Desde luego no se podía creer que era falsificador de billetes de Banco, y menos aun, bandolero—tenía un aspecto respetable;—pero aun así, ¿qué clase de individuo era? Ahora los funcionarios se preguntaban lo que debían haberse preguntado en el primer capitulo de mi narración. Decidieron interrogar a aquellas personas a quienes había Tchitchikof comprado las almas muertas, para averiguar por lo menos qué suerte de transacción era ésa, y qué se había de entender por “almas muertas”, y si no hubiera, por casualidad, dejado caer, en sus conversaciones con ellas, alguna palabra que revelara su intención, y si no hubiera descubierto a alguno su verdadera personalidad. Primero visitaron a la señora de Korobotchka, pero poco consiguieron de ella: las había comprado, dijo, por quince rublos, e iba a comprar también plumas, y le había prometido comprar otras muchas cosas para el Gobierno, tal como el tocino, así que debía ser pillo, porque había otro tío que le compraba tocino y plumas para el Gobierno, y había engañado a todo el mundo y estafado cien rublos a la mujer del pope. Todo lo demás que dijo era, poco más o menos, una repetición de lo mismo, y los funcionarios nada podían deducir de ello, a no ser que era la señora de Korobotchka una vieja tonta. Manilof declaró que respondía de Pavel Ivanovitch como de sí mismo, y que daría gustoso todas sus propiedades por poseer la centésima parte de las buenas cualidades de Pavel Ivanovitch; en fin, hablaba de él en los términos más halagüeños, añadiendo, con los ojos entornados de emoción, algunas reflexiones sobre la amistad. Sin duda, estas reflexiones expresaban satisfactoriamente las tiernas emociones que anidaban en su corazón, pero poco contribuían al esclarecimiento del misterio de Tchitchikof. Sobakevitch manifestó que, en su opinión, era Tchitchikof un buen hombre, y que le había vendido algunos campesinos, por todos conceptos vivientes, que iba a llevar a otra provincia; pero que, claro, no podía responder de lo que ocurriera en lo porvenir, que si muriesen durante el tránsito, de las fatigas del viaje, no sería por culpa suya; estaba en manos de Dios; y que había muchas fiebres y enfermedades peligrosas, dándose algunos casos de

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haber desaparecido, víctimas de las epidemias, aldeas enteras. Los funcionarios recurrieron ahora a otro expediente que, si no muy honrado, hay ocasiones en que se emplea, o sea, valiéndose de los servicios de algunos conocidos entre los criados del hotel, interrogar en secreto a los siervos de Tchitchikof, y descubrir, de esta manera, si sabían algo sobre la vida pasada y la condición de su amo; pero otra vez, poco consiguieron. De Petrushka, nada sacaron más que el olor de un cuarto mal ventilado, y por Selifan supieron que: “había estado en el Servicio Imperial, y antes era empleado de Aduanas”. Y nada más. Los individuos de esta clase revelan una característica rara. Si se les dirige una pregunta concreta, son incapaces de acordarse de nada, de poner en orden sus pensamientos; ni siquiera pueden responder que no lo saben; pero si se les interroga sobre otra cosa distinta, empiezan a complicarla con un sin fin de detalles que no se quiere oir. En una palabra, todas las investigaciones llevadas a cabo por los funcionarios no les revelaban otra cosa que no saber qué era Tchitchikof, pero que sin duda debía ser algo. Finalmente, decidieron estudiar el asunto con toda detención, para determinar las medidas a tomar, y qué suerte de persona era: si era la clase de persona que debían capturar y detener, como individuo sospechoso, o si era la suerte de persona que podía capturarías y detenerlos a todos, como individuos sospechosos. Para resolver todo lo cual, fué convenido reunirse en casa del jefe de Policía, a quien ya conoce el lector como padre y patrón de la ciudad.

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CAPITULO X

Cuando se reunieron en casa del jefe de Policía, ya conocido del lector como padre y patrón de la ciudad, los funcionarios tuvieron ocasión de observar cuánto se habían adelgazado, a consecuencia de tantas inquietudes y zozobras. Y es lo cierto que el nombramiento de un nuevo gobernador general, la recepción de los dos documentos de tan grave índole y los extraordinarios rumores que corrían por el pueblo, habían dejado huellas perceptibles en sus rostros, y tornado muy holgadas sus levitas. Estaban todos cambiados: estaba más delgado el presidente, estaba más delgado el inspector del Cuerpo Médico, estaba más delgado el fiscal, y hasta un tal Semyon Ivanovítch, a quien nadie llamaba por su apellido, y quien llevaba en su dedo índice un anillo que solía enseñar a las señoras, hasta él estaba más delgado. Claro que no faltaban algunos individuos intrépidos, como siempre los hay, que no perdían su presencia de espíritu; pero no eran numerosos; a decir verdad, el director de Correos era el único. El solo conservaba su habitual serenidad; solía decir siempre que ocurrían desgracias por el estilo: “¡ Ya sabemos cómo sois los gobernadores generales! Que os cambien tres o cuatro veces seguidas:¡yo hace treinta años que desempeño el mismo cargo, señores!” A lo cual los otros funcionarios acostumbraban responder: “Sí, a usted no le va ni le viene, Spechen sie Deutsch, Ivan Andreitch: el Correo es su cargo: recibir y despachar la correspondencia; usted no puede cometer disparate más grave que el de cerrar la casa de correos una hora más temprano que de costumbre, si está de mal humor, o dar entrada a una carta de algún comerciante fuera de horas, o expedir algún paquete que no debe expedirse:cualquiera sabría desempeñar ese cargo. Pero suponga usted que el demonio le estuviera dando con el codo todo el día, obligándole a aceptar hasta aquello que no quería aceptar. Usted, claro, poco

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tiene que temer: tiene un solo hijo; pero Dios ha sido tan dadivoso con Praskovya Fyodorovna, chico, que no pasa un año que no me regale una pequeña Praskovya o un pequeño Petrushka; en nuestro lugar, ya no se quedaría tan fresco, chico.” Así hablaban los funcionarios, pero si es realmente posible o no combatir con éxito al diablo, no le incumbe al autor determinarlo. Sin embargo, un rasgo notable de la reunión era la ausencia total de lo que vulgarmente se llama “sentido común.3’ En general, parece que no armonizan con el espíritu ruso las instituciones representativas. En todas nuestras asambleas, desde las juntas de los campesinos hasta las comisiones de eruditos y de otros que no lo son, se observa una confusión notable, a no ser que haya alguien a la cabeza que todo lo dirige. Es difícil comprender por qué sucede así. Según parece, el temperamento ruso está constituido de tal manera, que no pueden prosperar más que las juntas que se forman para organizar fiestas y banquetes, como los de los casinos y jardines de verano a la alemana. No obstante, nos mostramos siempre dispuestos a emprenderlo todo. Nos desvivimos por organizar sociedades benéficas y filantrópicas, y Dios sabe qué más. Pueden ser nobles los fines a que aspiramos, pero nada resulta de nuestros esfuerzos. Quizá sea porque quedamos satisfechos desde el principio, creyendo que ya se ha hecho todo lo necesario. Por ejemplo, después de organizar una sociedad para el amparo de los pobres, y al cabo de haber recaudado una suma respetable, gastamos en seguida la mitad de estos fondos en dar un banquete a todos los dignatarios de la ciudad, para celebrar nuestra laudable empresa; con el dinero que resta alquilamos una casa magnífica, con calefacción y porteros para el servicio de la junta; después de lo cual, queda para los pobres la suma de cinco rublos y medio, y respecto a la distribución de esta suma, no pueden llegar a un acuerdo los miembros de la junta, abogando cada uno a favor de las pretensiones de algún compinche suyo. Pero la junta que en esta ocasión se reunió, era de carácter bien distinto: debió su organización a la apremiante necesidad. No se trataba de los pobres ni de extraños de ninguna categoría el tema a discutir tocaba en lo vivo a cada uno de los funciona-ríos: se trataba de una calamidad que amenazaba a todos por

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igual y, por tanto, se había de creer que reinaría una mayor armonía de pareceres y una solidaridad mayor. Pero, contrariamente a lo esperado, tuvo un resultado muy extraño. No digamos nada de la diversidad de pareceres que se suscitan en todos los consejos: se observaba en la actitud de todos los presentes una indecisión verdaderamente inexplicable que los llevaba a hacer afirmaciones en un momento y a contradecirlas en el siguiente: uno afirmaba que Tchitchikof era falsificador de billetes de banco, para rectificar inmediatamente: “Pero quizá no sea falsificador”; otro declaraba que era empleado del despacho del gobernador general, para añadir acto seguido: “Pero el demonio sabe si lo será; no lo lleva rotulado en la frente.” Todos rechazaron la sugestión de que sería un bandolero disfrazado. Opinaron que, aparte de su aspecto respetable, no había en su conversación nada que denunciara al hombre dado a actos de violencia. Repentinamente, el director de Correos, que desde hacía varios minutos permanecía sumido en profunda meditación, exclamó, por inspiración, o por otra cosa cualquiera: “¿ Saben quién es, amigos ?“ Vibraba en el tono en que pronunció estas palabras algo tan sorprendente, que todos gritaron a la vez: “¿ Quién ?“ “¡ Es nada menos que el capitán Kopeykin, caballeros !“ Y cuando todos preguntaron simultáneamente: “¿ Quién es el capitán Kopeykin ?“, el director de Correos respondió: “¡ Cómo!, ¿ no saben ustedes quién es el capitán Kopeykin ?“ Todos confesaron su ignorancia respecto a la identidad del capitán Kopeykin. —El capitán Kopeykin—comenzó el director de Correos, abriendo sólo a medias la tabaquera, por el temor de que alguno de los presentes cogiera un polvo del rapé con dedos de dudosa limpieza —tenía la costumbre de decir: “Ya, ya, señor mío, no hay manera de saber en qué habrá metido los dedos, y el rapé es una cosa que es preciso conservarla limpia”,—el capitán Kopeykin— repitió, tomándose un polvo,—pues saben ustedes que, si se lo contara, les parecería toda una novela, muy interesante para un escritor. Todos los presentes expresaron su deseo de oir la historia o, como lo expresaba el director de Correos, “la novela muy intere-

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sante para un escritor”. Dió principio a su relato, que era el siguiente: —Después de la campaña de 1812, señor mío—así comenzó el director de Correos la historia, no obstante ser seis los señores que le escuchaban, y no uno,-.—después de la campaña de 1812, el capitán Kopeykin fué licenciado, con otros heridos. Hombre muy obstinado y calavera como el que más, había sufrido varios arrestos y castigos de toda suerte; había pasado por todos los trances. No me acuerdo si era en Krasnoe o en Leipzig, pero figúrese: perdió un brazo y una pierna. Pues en esa época, no se había tomado, sabe, ninguna providencia para cuidar de los heridos; ese—¿ cómo se llama ?—esa pensión para los heridos de la guerra se inició, figúrese, sólo mucho después. El capitán Kopeykin se hizo cargo de que tendría que buscarse un empleo para ganarse la vida, pero ya tenía sólo un brazo, ¿ comprende?, el izquierdo. Se fué a casa de su padre. Su padre le dijo: “Yo no puedo mantenerte; si apenas consigo”, figúrese, “un mendrugo de pan para mí”. Así, nuestro capitán Kopeykin determino irse a Petersburgo, señor mio, para ver de conseguir alguna ayuda de las autoridades, haciéndoles ver que, por decirlo así, había sacrificado la vida y vertido su sangre... Pues de una manera y otra, en los trenes de mercancías y en los furgones del Estado, llegó por fin, señor mio, a Petersburgo. Ahora, fíjese, ahora ese —¿cómo se llama ?,—ese capitán Kopeykin se hallaba en la capital, ciudad que, en cierto sentido, no tiene rival en el mundo. Ya se le presenta a la vista, como quien dice, un mundo nuevo, una vida de otras esferas, como un cuento de hadas de Scheherazada, ¿comprende? Así, repentinamente, figúrese, el Prospecto Nevski, o Gorohovaya, vamos, o Liteiny; se alza en el aire una especie de campanario; los puentes colgantes, figúrese, sin nada que los sostenga; en fin, ¡ una verdadera Nínive, señor, y no hay otra palabra que lo exprese! Se ponía a buscarse una habitación, pero era todo horriblemente caro: cortinas, persianas, toda suerte de cosas, ¿comprende?, alfombras, en fin, Persia, señor mio... se pisa el dinero, como quien dice. Andas por la calle y olfateas el oro: y el caudal de nuestro capitán Kopeykin consistía en unos cincuenta rublos y algunas monedas de plata... Bueno; con esa

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suma, no se puede comprar una finca, ¿ sabe?; se podría comprarla quizá añadiendo a esa cantidad unos cuarenta mil rublos, pero seria preciso pedir prestado al rey de Francia esos cuarenta mil rublos. Al fin, se refugió en una taberna a rublo y medio por día; comida: una sopa de coles y una tajada de carne... Se hizo cargo de que no podría permanecer allí por mucho tiempo. Pregunta a quién ha de dirigirse. “¿ A quién ha de dirigirse ?“, le dicen. “Las altas autoridades aun no han vuelto a Petersburgo”. Estaban todos en París, ¿comprende?, y las tropas aun no habían sido repatriadas. “Pero hay una Junta provisional”, le dicen. “Puede probar de conseguir algo de ella; quizá le pueda ayudar.” “Voy a ver a la Junta”, dice Kopeykin. “Diré que he vertido, en cierta manera, mi sangre, que, por decirlo así, he sacrificado mí vida. Así, pues, se levanta muy temprano, señor; se peina la barba con la mano izquierda, pues el pagar a un barbero por hacerlo, supondría, en cierto sentido, hacer gastos; viste su viejo uniforme, y va cojeando, figúrese, con su pierna artificial, a visitar al presidente de la Junta. Pregunta dónde vive el presidente. “Allá por el otro lado”, le dicen, “en una casa que hay allá en el malecón”: una choza miserable, ¿comprende?, ventanas de cristal, figúrese, espejos de tres metros de largo, mármoles, lacayos, señor mío; en fin, una cosa que quitaba la cabeza. Aldabas de metal en la puerta; una cosa de lujo, ¿ sabe?, que tendría que correr a la tienda y comprarse una pastilla de jabón, y fregarse bien las manos durante un par de horas, como quien dice, y entonces, quizá se atrevería a tocarlas. Un lacayo suizo en la puerta, ¿ sabe?, llevando un bastón en la mano, y con rostro que parece el de un conde; tiene cuello de batista, como un grueso faldero tragón. . . Mi Kopeykin se arrastra lo mejor que puede, con su pierna artificial, al salón, donde se sienta quietecito en un rincón, temeroso de volcar alguno de los jarrones americanos, o indios, o de porcelana dorada, fíjese. Pues innecesario decir que ]e dieron un plantón; llegaba a la hora en que el presidente estaba, digámoslo así, levantándose, y su ayuda de cámara acababa de traerle una jofaina de plata para lavarse, y todo lo demás, ¿ comprende? Mi Kopeykin espera cuatro horas, y al cabo de este tiempo, viene un empleado y le dice: “El presidente viene en seguida.” Y a esa hora, ya estaba el salón

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lleno de charreteras y entorchados: tantas personas como hay garbanzos en un plato. Por fin, señor mío, entra el presidente. Pues... ¿ puede usted figurárselo... . ¡ el presidente! ¡ Su rostro era, por decirlo así... ¡ vamos!, era en armonía con su jerarquía y posición... ¡ con una expresión!, ¿ sabe? Tenía unos modales, vamos, de primera; se acerca a uno y otro: “¿ Qué es lo que desea?”, “¿ Cuál asunto le ha traído aquí ?“ “¿ En qué puedo servirle?” Por fin, señor mío, se acerca a Kopeykin. Kopeykin le dice esto y aquello: “He vertido mi sangre, he perdido mis brazos y mis piernas; no puedo trabajar; me atrevo a preguntarle, ¿ se me prestará alguna ayuda?, ¿ se tomará alguna providencia respecto a las indemnizaciones, digamos, una pensión o cosa por el estilo?”, ¿comprende? El presidente observa que, en efecto, el hombre tiene una pierna artificial y que le falta un brazo, estando la manga doblada hacia arriba y sujeta con alfileres. “Muy bien”, dice, “vuelva usted dentro de dos o tres días.” Mi Kopeykin se halla contentísimo. “Vamos”, piensa, “ya está arreglada la cosa”. Se va cojeando por la calle, del humor festivo que puede usted figurarse; entra en el Restaurant Palkinsky, se bebe una copita de vodka; come, señor mío, en el Restaurant de Londres; pide chuletas, con salsa de alcaparras, un pollo, con toda suerte de accesorios; manda traer una botella de vino y, ya de noche, se va al teatro, en fin, se divierte, puede decirse, lindamente. En la calle, ve una muchacha inglesa, que va deslizándose sobre la acera como un cisne en el agua, ¡ figúrese! Mi Kopeykin tenía la sangre algo encendida, ¿ comprende?; estaba a punto de correr tras la muchacha, tap, tap, con su pierna artificial. “Pero no”, pensaba, “no es ésta la hora de correr tras las damas. Más vale esperar hasta que haya conseguido mi pensión. Ya sin eso, me he propasado un poco hoy.” Y fíjese bien, se lo ruego, que ya había gastado en un solo día casi la mitad de su dinero. Tres o cuatro días más tarde, va otra vez a ver al presidente de la Junta. “He venido”, dice, “para saber qué resolución se ha tomado para socorrerme, ya que he sufrido enfermedades y heridas. . . he vertido, en cierto sentido, mi sangre”, y otras cosas por el estilo, todo con frases adecuadas. “Pues en primer lugar”, le responde el presidente, “he de decirle que nos-

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otros no podemos tomar ninguna resolución sin antes recibir instrucciones del Supremo Gobierno. Usted no dejará de comprender nuestra posición. La campaña, en cierto sentido, no ha terminado todavía. Ha de esperar usted basta que llegue el ministro; tenga paciencia. Puede estar seguro de que no quedará desamparado. Y si no dispone de medios para ir viviendo, tome usted esto, que le ayudará por el momento...” Lo que le dió no era mucho, ¿ comprende?, pero, con moderación, le habría bastado basta que recibieran las instrucciones. Mas no era eso a lo que aspiraba mi Kopeykin. Contaba con que le pagarían mil rublos a cuenta de su pensión, o algo por el estilo, diciéndole: “Tome usted, señor, y que procure divertirse”, y, en lugar de eso, le dicen: “Ha de esperar”, y eso sin fijar término a su espera. Y ya había fantaseado sobre la muchacha inglesa, ¿ comprende?, y cenas íntimas, y chuletas. Así, ‘bajaba la escalera más triste que un ciprés, con el aspecto de un faldero al que le han tirado un cubo de agua, y que va con las orejas caídas y con la cola entre las piernas. Le tiraba ya la vida de Petersburgo, pues la había saboreado. Y ahora, ¿ cómo iba a vivir, aun sin pensar en los lujos? Y estaba rebosando fuerza y salud, ¿ sabe?, y tenía el apetito de un lobo. Pasa frente a un restaurant, y el cocinero, figúrese, un francés, con rostro ingenuo, y con camisa de hilo y delantal blanco, digamos, como la nieve, está preparando unas chuletas, con trufas y verduras, así como toda clase de manjares exquisitos que abrirían el apetito a cualquiera. Pasa frente a la tienda de Milyutinsky: en el escaparate, hay un salmón, como quien dice, contemplando la calle, y cerezas a cinco rublos el medio kilo. Una sandía, grande como un ómnibus, está espiando los transeúntes, como si estuviera buscando a alguno lo bastante tonto para pagar cien rublos por ella; en fin, la tentación le acecha a cada paso, se le hace agua la boca, por decirlo así, y ha de esperar. Figúrese su posición: por un lado, digámoslo así, tiene el salmón y la sandía, y por el otro, le presentan ese amargo plato que se llama “mañana’- “Bueno”, se piensa, “que hagan lo que quieran, pero yo me vuelvo allí”, dice, “y voy a despabilar a esa Junta, a todos sus miembros. Yo les diré: “Que hagan lo que les parezca.” Por cierto que era un tío terco y descarado, falto de sen-

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tido común, ¿ comprende?, pero con sobrada determinación. Vuelve a recurrir a la Junta. “¿ Qué desea?”, le dicen. “¿ Por qué ha vuelto usted? Ya se le ha dicho. . .“ “Pues no puedo vivir de esta manera”, dice. “Quiero comerme una chuleta, beber una botella de vino francés, distraerme en el teatro, también, ¿ comprenden?. ..“ “Bueno”, le dice el presidente, “a pesar de eso, tendrá usted que tener paciencia, por decirlo así. Ya le be dado con qué ir tirando hasta que recibamos instrucciones y, sin duda, se le señalará una pensión, pues jamás ha sucedido entre nosotros los rusos que un hombre que, en cierto sentido, ha merecido el reconocimiento de la patria, se vea defraudado. Pero si lo que quiere usted es regalarse con chuletas y teatros, entonces, no podemos entendernos; en ese caso, le corresponde hallar los medios con que hacerlo y bastarse a sí mismo.” Pero mi Kopeykin, figúrese, no pestañeaba. Estas palabras rebotaban de él como rebotan los guisantes de la pared. Armaba un escándalo que ¡ vamos!. .. y les decía cuántos son cinco. Embestía a todos, así a los empleados como a los secretarios, insultando a todo el mundo. “¡ Sois esto!”, dijo; “¡ sois aquello!”, dijo; “no conocéis vuestro deber”, dijo. Los ponía a todos de vuelta y media. En ese momento, entraba un general, ¿ sabe?, de otro departamento; ¡ acometía a él también, señor mío! Armaba una batahola formidable. ¿ Qué se va a hacer con un tío como ése? El presidente observa que tendrá que tomar severas medidas, que digamos. “Pues bien”, dice, “si no se contenta con lo que se le da, si no quiere esperar con paciencia, aquí en Petersburgo, que se estudie su caso, yo me encargo de proporcionarle hospedaje. ¡ Llamad al conserje!”, dice. “Lleva a este hombre a la cárcel.” Y ahí estaba el conserje en la puerta, ¿ comprende?, un hombre de dos metros de altura, con un puño que parecía lo había hecho la naturaleza para guiar caballos, figúrese; en fin, un verdadero dentista. Así, le metían a ese servidor de Dios en un carro, con el conserje. “Bien”, piensa Kopeykin, “por lo menos no tendré que pagar la carrera; hay que agradecerles eso.” Va en el carro, y mientras va, medita. “Muy bien”, piensa, “me han dicho que tendría que bastarme a mi mismo; muy bien, ¡ ya me las arreglaré!” Bueno; cómo le llevaron a su destino, y cuál era, nadie lo sabe. Se perdió todo

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rastro del capitán Kopeykin, ¿ comprende?, se perdió en las aguas del Leteo, o cómo sea eso que citan los poetas. Pero aquí, caballeros, permítanme llamar su atención, aquí es donde comienza la verdadera historia. Qué hicieron con Kopeykin, nadie lo sabe, pero antes de transcurrir dos meses, ¿ queréis creerlo?, apareció, en los bosques de Ryazan, una cuadrilla de bandidos, y el jefe de esa cuadrilla era, señor mío, no otro que... —Un momento, Ivan Andreyevitch—interrumpió el jefe de Policía.—Usted mismo ha dicho que el capitán Kopeykin había perdido un brazo y una pierna, mientras que Tchitchikof... El director de Correos lanzó una exclamación, se dió una palmada en la frente y se llamó tonto, allí delante de todos. No podía comprender cómo fué que esa circunstancia no se le hubiera ocurrido al principiar su relato, y tuvo que reconocer lo acertado del dicho popular: “El ruso es perspicaz después del hecho”. No obstante, comenzó, unos momentos después, a dar muestras de su ingenio, defendiendo su hipótesis con el argumento de que los ingleses habían perfeccionado hasta lo inverosímil los miembros artificiales, y que, según los periódicos, se había inventado una pierna artificial que, con sólo soltar un resorte oculto, le llevaría a un hombre hasta los últimos confines de la tierra, de suerte que jamás se le volvería a ver. Pero todos expresaron la duda respecto a que Tchitchikof fuese el capitán Kopeykin, y opinaron que el director de Correos había errado el tiro. Mas tampoco ellos querían darse por vencidos e, inspirados por la hábil hipótesis del director de Correos, presentaron otras no menos disparatadas. Entre otras muchas teorías sagaces, se presentó la de que Tchitchikof era Napoleón disfrazado, pues desde hacía mucho tiempo los ingleses iban dando muestras de la envidia que les inspiraban la grandeza y la vasta extensión de Rusia; hasta se habían publicado, más de una vez, unas caricaturas que representaban a un ruso en conversación con un inglés; detrás del inglés, se veía un perro, al que tenía sujeto aquél con un cordel; ese perro, claro está, representaba a Napoleón. “Cuidado”, decía el inglés, “si ocurre algo que no me guste, soltaré al perro.” Y ahora, quizá le habían soltado, en efecto, de la isla de Santa Elena, y a estas horas estaba vagando por Rusia.

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haciéndose pasar por Tchitchikof, aunque no era, en realidad, tal Tchitchikof. Los funcionarios no estaban, desde luego, convencidos de lo acertado de esta suposición, pero se volvían pensativos, y cada uno de ellos, revolviéndolo en la mente, tenía que reconocer que Tchitchikof mostraba, de perfil, mucho parecido con los retratos de Napoleón. El jefe de Policía, que había servido en la campaña dc 1812, y que había visto a Napoleón, tuvo que confesar que no era más alto que Tchitchikof, y que, respecto al talle, no podía decirse que Napoleón era demasiado grueso, pero, por otra parte, tampoco lo que se dice delgado. Es posible que digan algunos de mis lectores que todo esto es improbable; el autor se halla dispuesto a complacerles, confesando que, en efecto, es bien improbable; pero, desgraciadamente, todo sucedió de la precisa manera que lo voy relatando; y lo más asombroso es que la ciudad de N. no estaba situada en medio del desierto, sino, al contrario, a no grande distancia de dos capitales. Pero ha de tenerse en cuenta que todo esto sucedió poco después de la gloriosa expulsión de los franceses. En esa época, nuestros terratenientes, oficiales, comerciantes y tenderos, y todos los que sabían leer y escribir, y aun los campesinos analfabetos, se convirtieron, por un espacio de ocho años por lo menos, en politicastros inveterados. Leían religiosamente Las Noticias de .Moscon y El Hijo de la Patria, llegando estos diarios a manos del último lector tan destrozados, que para nada servían. En lugar de preguntar: “¿ A qué precio se vende hoy la avena?”, “¿ Se ha divertido con esa nevada que caía ayer?”, solían preguntar: “¿ Qué noticias trae el periódico? ¿ No le han dejado escapar otra vez a Napoleón de la isla ?“ Esto último constituía una viva preocupación para los comerciantes, ya que creían a pie juntillas las predicaciones de un profeta que había pasado tres años en la prisión. Nadie sabía de dónde había surgido el profeta; hizo su aparición, calzando zuecos de corteza, envuelto en una piel de cordero, sin forrar, y hediendo horriblemente a pescado pasado, y anunció que Napoleón era el Anticristo, y que se hallaba amarrado con cadena de piedra dentro de siete murallas, y más allá de siete océanos, pero que, más tarde, rompería su cadena y tomaría

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posesión del mundo. Al profeta le encarcelaron por estas predicciones, pero ya había llevado a cabo su obra, y dejado en desasosiego a los comerciantes. Por mucho tiempo después, aun cuando estaban haciendo negocios lucrativos, los mercaderes hablaban del Anticristo cuando iban a la taberna a tomar el té. Y aun entre los oficiales y ‘los miembros de la clase media, había muchos que no podían menos que ponderarlo, y, contagiados del misticismo que, como es sabido, era de moda en esa época, vieron en cada letra que formaba el nombre de Napoleón un significado peculiar, y aun no faltaba quien descubría en él números apocalípticos. Por tanto, no tiene nada de extraordinario el que los funcionarios cavilasen inconscientemente sobre la misma materia; pero no tardaron en desechar estas consideraciones, reconociendo que su imaginación los estaba llevando a un absurdo extremo, y que eso de Napoleón era un disparate. Así, pensaban y volvían a pensar, discutían y volvían a discutir y, por fin, decidieron que no estaría de más interrogar otra vez a Nosdriof. Ya que había sido el primero en contar eso de las almas muertas, y puesto que le unía a Tchitchikof, según se decía, una estrecha amistad, por lo cual estaría, sin duda, enterado de muchas circunstancias de su vida, determinaron hablar de nuevo con él, a ver qué les decía. ¡ Gentes extrañas, estos señores funcionarios, como también los señores de todas las demás profesiones! Sabían muy bien que Nosdriof era embustero incurable, que no se podía creer palabra de lo que decía, aun cuando se tratara de una cosa sin importancia, y no obstante esto, a Nosdríof recurrieron. ¡ Explicad al hombre, si podéis! No cree en Dios, pero está convencido de que, si se rasca el caballete de la nariz, se morirá; desprecia la obra de un poeta, clara como la luz del día, rebosando la armonía y la sabiduría divinas de la simplicidad, para entregarse, afanoso, a la lectura de un tío audaz, que tuerce, tergiversa y falsea la naturaleza, y grita, encantado: “¡ Ah, aquí está, aquí tenemos la verdadera comprensión de los misterios del corazón!” Toda su vida ha despreciado a los médicos, y acaba por consultar a alguna campesina para que le cure a fuerza de sortilegios y salivazos o, mejor aún, inventa él mismo una decocción de toda suerte de porquerías, que considera, Dios sabe por qué, como remedio

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para sus dolencias. Desde luego, la actitud de los funcionarios les disculpa, hasta cierto punto, la posición verdaderamente difícil en que se hallaban. Un hombre que se ahoga, se agarra a una paja, no reflexionando, en ese momento, que apenas podría salvarse con ella una mosca, mientras que él pesa setenta y cinco u ochenta kilos; pero esta consideración no se le ocurre en el momento de ahogarse, y se agarra a la paja. Del mismo modo, nuestros amigos se agarraban a Nosdriof. El jefe de Policía le escribió inmediatamente una nota, convidándole a asistir a una velada, y un policía, con botas altas y mejillas encantadoramente coloradas, corrió acto seguido, con la mano en el puño de la espada, a la casa de Nosdriof. Nosdriof se hallaba ocupado entonces en una cosa de mucha importancia; hacía cuatro días que no había salido de su habitación, ni dejado entrar a nadie, recibiendo la comida por la ventana; se había vuelto delgado y cetrino. se trataba de una labor que exigía la más estricta aplicación; consistía en reunir, entre varios centenares de naipes, una serie fácilmente reconocible, de la que poder fiar como de un amigo leal. Todavía le quedaba trabajo para otras dos semanas. Mientras su amo se ocupaba en esta faena, Porfiry tenía que limpiar, con cepillo especial, un cachorro martín, y lavarlo con agua y jabón tres veces por día. Nosdriof se enojó mucho al ver interrumpido su trabajo; primero, mandó a los infiernos al policía, pero, cuando leyó la carta, en que se decía que podía contar con ganarse algún dinero, ya que también asistiría a la velada un novicio en el arte de la baraja, se vistió de cualquier manera, cerró con llave la puerta de la habitación y se puso en camino. Las declaraciones de Nosdriof, su testimonio y sus hipótesis eran tan contrarios a los de los funcionarios, que todas sus teorías venían al suelo. Era un hombre para quien no existía la duda, y había en sus suposiciones tanta decisión y convicción como en las de los funcionarios vacilación y timidez. Respondió sin titubeos a todas las preguntas: afirmó que Tchitchikof había comprado almas muertas por valor de muchos miles de rublos, y que él (Nosdriof) se las había vendido porque no veía razón por no hacerlo. Preguntado si sería Tchitchikof espía, y si habría venido para hacer unas investigaciones, Nosdriof respondió que sí era espía; que hasta

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en el colegio, a que también había asistido él, le llamaban soplón, y sus camaradas, entre ellos Nosdriof mismo, le habían dado tan tremenda paliza que tuvieron que ponerle en las sienes doscientas cuarenta sanguijuelas (quería decir cuarenta, pero se le escapó involuntariamente lo de doscientas). A la pregunta de si sería falsificador de billetes, Nosdriof declaró que sí lo era, contando acto seguido una anécdota que revelaba la extraordinaria habilidad de Tchitchikof: se descubrió que guardaba Tchitchikof en su casa billetes falsos que sumaban dos millones de rublos; se sellaron las puertas del edificio y apostaron dos soldados de centinela delante de cada puerta; pero en una sola noche Tchitchikof sustituyó todos los billetes falsos por otros legítimos, de suerte que, al día siguiente, cuando quitaron los sellos, vieron que los billetes eran auténticos. Interrogado respecto a si Tchitchikof estaba tramando el rapto de la hija del gobernador, y si era verdad que él mismo se había encargado de ayudarle en esta empresa, Nosdriof afirmó que si le había ayudado y que, sin su ayuda, difícilmente podría llegar a realizar su propósito. Aquí se refrenó, dándose cuenta de que había dicho un embuste completamente superfluo, y que podría costarle caro, pero no podía dominar su lengua, cuanto menos en esta ocasión, que su imaginación le sugería tantos detalles interesantes a los cuales era a todas luces imposible renunciar. Así, señaló, como Truhmatchevka, la aldea en cuya iglesia se había decidido que se verificaría la boda; afirmó que el pope, Padre Sidor, recibiría setenta y cinco rublos por casarlos, y que ni por esta suma se habría prestado a hacerlo sí no le hubiera asustado Nosdriof, amenazándole con dar parte a la policía de haber él casado ilegalmente a un tratante en maíz, llamado Mihail, con una muchacha que era madrina de un niño del cual era padrino el Mihail; que les había brindado su carruaje, y había encargado tuvieran preparados otros caballos en las casas de postas del camino. Dió detalles hasta de los nombres de los cocheros. Probaron el efecto de hacer alguna insinuación respecto a la posible identidad con Napoleón, pero se arrepintieron inmediatamente de haberlo hecho, porque hizo que Nosdriof se lanzara a contar cada historia que no sólo no tenía asomos de verdad, sino

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tampoco asomos de otra cosa cualquiera; tanto era así, que los funcionarios se alejaron de él, suspirando; sólo el jefe de Correos seguía escuchándole, con la esperanza de que más tarde soltaría algo de importancia, pero finalmente, viéndose defraudado, hizo, a su vez, un ademán de desesperación, diciéndose: “¿ Qué demonios se ha de colegir de todo esto?” Y todos convinieron en que: “Hagáis lo que queráis con un toro, no le habéis de sacar leche.” Ya los funcionarios se hallaban más desorientados que nunca; resultaba que, a fin de cuentas, no podían descubrir quién era Tchitchikof. Y lo que sigue muestra bien a las claras cuán extraña criatura es el hombre: es sabio, cuerdo, hábil, en todo lo que concierne a los demás, pero no en lo que le toca de cerca. ¡ Qué bien provisto se halla de consejos atinados y prudentes en las crisis difíciles de la vida! “¡ Qué cerebro tan despierto y fértil en recursos!”, exclama la multitud; “¡ qué carácter más firme!” Pero que le suceda una desgracia a ese hombre tan despierto y fértil en recursos, y ¿ dónde está su carácter tan firme? Se halla completamente desconcertado el hombre tan fértil en recursos, y se convierte en cobarde despreciable, en niño desamparado, o, sencillamente, en badulaque, como le llamaría Nosdriof. Todas estas discusiones, opiniones y rumores, por alguna razón inexplicable, afectaron al fiscal más hondamente que a nadie. Tan fuerte era la impresión que en él producían que, al llegar a su casa, comenzaba a darles vuelta en la mente y, de repente, sin ton ni son, se murió. Fuera debido a un ataque fulminante de parálisis, o de otra enfermedad cualquiera, es el caso que, hallándose sentado a la mesa, se desplomó repentinamente, cara abajo. Como es costumbre en tales ocasiones, la gente gritó: “¡ Santos cielos!”, y con ademán de pavoroso asombro, se mandó llamar al médico, para que le hiciera una sangría, viendo luego que el fiscal era cadáver sin alma. Hasta entonces no reconocieron que tenía un alma, si bien su modestia no le había permitido mostrarla. La muerte es siempre pavorosa, así en un hombre humilde como en uno grande: un hombre que hace poco estaba andando, moviéndose, jugando a los naipes y firmando documentos diversos, y que tantas veces se le había visto, con sus espesas cejas y su párpado guiñador, en compañía de los otros funcionarios,

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yace ahora sobre la mesa; ahora no guiña su párpado, pero tiene una de las cejas arqueada, con expresión interrogante. ¿ Qué era lo que quería saber el muerto, por qué se había muerto, y por qué había vivido? Sólo Dios lo sabe. “¡ Pero si esto es absurdo! ¡ Es extravagante! Es imposible que esos funcionarios se dejaran asustar de esta manera, que pudieran ocurrirseles tamaños disparates, que se alejasen tanto de la explicación racional de un hecho que hasta un niño sabría desentrañar!” Esto es lo que dirán muchos de mis lectores, echándole en cara al autor lo improbable de su relato, o bien llamarán necios a los funcionarios, pues el hombre es pródigo en el empleo de la palabra necio, pronto a aplicarla a su vecino veinte veces por día. Basta que, de diez rasgos de su carácter, haya uno estúpido, para que le califique de necio, no obstante sus nueve rasgos excelentes. Es muy fácil para los lectores criticarlo todo, contemplando, desde su cómodo nicho en lo alto, desde el cual se disfruta una perspectiva ilimitada, lo que va pasando allá abajo, en cuyo plano el hombre no ve sino el objeto que tiene mas cerca. Sin duda, figuran, en la historia de la humanidad, siglos enteros que ellos tacharían como superfluos. En este mundo, se ha incurrido en muchos errores, de los cuales parece ahora imposible que pudiera convencerse un niño. ¡ Cuántos callejones sin salida, tortuosos, angostos, intransitables, apartados, han seguido los hombres en su esfuerzo por llegar a la meta de la verdad eterna, cuando tenían delante el camino directo, como el que conduce a una mansión magnífica, destinada para palacio real! Es más ancho, más hermoso que todos los demás, iluminado por el sol, de día, y de noche, por innumerables luces. Pero los hombres lo han pasado en tropel, caminando en las tinieblas. Y cuántas veces, aun cuando los guiaba el precioso don del cielo de la comprensión, han dado en vacilar y desviarse, internándose, a la luz del día, en el bosque pantanoso y enmarañado; cuántas veces han logrado envolverse en la impenetrable neblina y, persiguiendo fuegos fatuos, han llegado al borde del abismo, para preguntarse, horrorizados: “¿ Por dónde se sale de aquí? ¿ Dónde está el camino ?“ La generación actual todo lo ve claramente, se pasma de los errores y se ríe de los disparates de sus antepasados, no

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percibiendo que, en esa historia, brillan rayos de luz divina, sin observar que cada letra de ella le habla a voces, que por todos lados se le apunta un dedo a la generación presente. Pero la generación presente se ríe y, orgullosa, confiada, inicia una serie de errores nuevos, de los que se reirán, después, sus descendientes. Entretanto, Tchitchikof nada sabía de lo que iba pasando en el pueblo. La suerte quiso que se resfriase, que se le hinchara la cara y le doliese la garganta, en el reparto de cuya enfermedad el clima de nuestros pueblos provinciales se muestra en extremo pródigo. Para que su vida no llegara—¡ no lo quiera Dios !—a un fin prematuro, sin que dejase descendientes, creía prudente guardar cama por tres o cuatro días. Durante este periodo, no cesaba de gargarizar con una decocción de leche e higos, que después se comía; sujetaba a la garganta un saquito lleno de alcanfor y manzanilla. Para llenar las horas, se ocupaba en hacer listas nuevas y detalladas de todos los campesinos que había comprado, leía un tomo de la duquesa de la Valliére, que había desenterrado del baúl, repasaba numerosas notas y otros objetos que guardaba en su cofre, leía una cosa por segunda vez, y se aburría atrozmente. No podía explicarse por qué no habría ido a preguntar por él ninguno de los funcionarios de la ciudad, cuando, poco antes, se veía constantemente parado delante del hotel algún calesín, ya el del director de Correos, ya el del fiscal, o el del presidente. Pero se limitaba a encogerse de hombros, mientras se paseaba a lo largo de la habitación. Por fin se sintió aliviado, y se puso contentísimo de ver que ya podía salir a la calle. Sin demora, comenzó a vestirse, abrió la maleta, vertió en un vaso un poco de agua caliente, extrajo su brocha de afeitar y el jabón, y se puso a afeitarse, que, por cierto, ya era hora; frotándose la barba, y mirándose al espejo, exclamó: ¡ Uf, qué bosque”” En efecto, aunque no era bosque, sus carrillos y la parte inferior de la barba estaban cubiertos de espeso pelaje. Terminado de afeitarse, comenzó a vestirse con celeridad; tanto era así, que por poco salta de los pantalones. Por fin, cuando ya estuvo vestido y rociado de agua de Colonia, bien abrigadito y con el carrillo todavía vendado, como precaución, bajo las escaleras a la calle. El abandonar la casa, representaba para él, como para todos los convale-

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cientes, una fiesta. Todo lo que veía parecíale que le sonreía: las casas y unos campesinos que topó, que por cierto tenían aire de mal humor, pues uno de ellos acababa de darle una bofetada a su hermano. Su primera visita había de ser para el gobernador Toda suerte de ideas acudían a su mente mientras caminaba: la rubia muchacha ocupaba constantemente sus pensamientos, y hasta tal punto se entregaba a los ensueños, que por fin comenzaba a burlarse de si mismo. En este estado de ánimo, llegó a la casa del gobernador. Se disponía a quitarse apresuradamente el abrigo en el corredor, cuando el portero le sorprendió con las siguientes palabras, completamente inesperadas: —Tengo órdenes de no dejarle entrar. —¡ Cómo!, ¿ qué quieres decir? Según parece, no sabes quién soy yo. ¡ Debías mirar con más cuidado a la gente !—respondió Tchitchikof. —¡ Que no le conozco! Pues no es ésta la primera vez que le veo—dijo el portero.—Si es precisamente usted a quien tengo órdenes de no admitir; los otros pueden entrar. —¡Por mi vida! ¡Cómo! ¿Por qué? —Esas son las órdenes que se me han dado, y supongo que no les faltará motivo—respondió el portero, añadiendo :—Sí. Dicho lo cual, le miraba fijamente a la cara, con aire de gran desenvoltura y descaro, abandonando por completo la actitud congraciadora con que solía apresurarse a quitar el abrigo a nuestro héroe. Parecía pensar, mientras le miraba: “¡ Ajá, valiente pillo ha de ser cuando Sus Excelencias le echan de casa!” “¡ Esto es inexplicable!”, pensó Tchitchikof, encaminándose, sin pérdida de momento, a casa del presidente del Tribunal. Pero el presidente, al verle, fué presa de tan tremenda confusión, que no pudo articular frase inteligible, y balbuceó unas sandeces tan absurdas, que los dos se sintieron avergonzados. Tchitchikof, al dejarle, se esforzaba por comprender qué había querido decir el presidente, y a qué pudieran referirse sus palabras, pero no podía sacar nada en claro de ellas. Siguió su camino a las moradas de los demás: a la del jefe de Policía, a la del teniente gobernador,

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a la del director de Correos: o le dijeron que no estaban en casa, o le recibieron de una manera tan rara, e hicieron unas observaciones tan extrañas e inexplicables, se mostraron tan cohibidos, y hablaron con una incoherencia tan irracional, que Tchitchikof comenzaba a dudar de su cordura. Decidió visitar a otros, con la esperanza de descubrir el motivo de tan extraordinaria conducta, pero nada descubrió. Como un hombre medio dormido, vagaba por la ciudad, incapaz de determinar si había él perdido el juicio, o si eran los funcionarios los que lo habían perdido, si era sueño, o si era una realidad más extravagante que ningún sueño. Era tarde, anochecía ya cuando volvió, en estado próximo al azoramiento, al hotel, que había abandonado aquella mañana en tan alegre estado de ánimo, y mandó subir el té. Meditando y rumiando distraídamente lo extraño de su posición, comenzó a verter el té en el vaso cuando, de repente, se abrió la puerta de la habitación y apareció, inesperadamente, en el umbral, Nosdriof. “Según reza el proverbio, para ver a un amigo, diez kilómetros son poca distancia”—dijo, quitándose la gorra.—Pasaba por aquí y vi luz en su cuarto. “Vamos”, me dije, “voy a verle, que quizá no se haya acostado todavía”. Y ya tienes el té en la mesa; está bien; no me irá mal: he comido hoy toda suerte de porquerías, y siento que se me principia un motín en el estómago. ¡ Di a tu criado que me llene una pipa! ¿ Dónde tienes la pipa? —No fumo pipa—respondió secamente Tchitchikof. —Mentira; como si no supiera que eres fumador. ¡Eh!, ¿cómo se llama el tío? ¡ Eh, Vahramey, ven! —¡ No Vahramey, sino Petrushka! —¡Cómo! ¡ Tenias un tal Vahramey! —Yo nunca he tenido un criado de ese nombre. —Ah, sí; es en casa de Derebin que tienen un Vahramey. Fíjate en la suerte que ha tenido Derebin: su tía ha reñido con su hijo porque se ha casado con una sierva, y ahora ha hecho testamento, legando todas sus propiedades a Derebin. Yo pensaba: “¡ Quién tuviera una tía como ésa, para lo que viniera!” Pero ¿ cómo es, chico, que nos tengas abandonados, y no hayas ido a ver a nadie? Sé desde luego que estás muchas veces enfrascado

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en tus estudios abstrusos, que te gusta leer (en qué se basaba la opinión de Nosdriof de que Tchitchikof se enfrascaba en estudios abstrusos y gustaba de leer, hemos de confesar que no lo sabemos, como tampoco lo sabía Tchitchikof). ¡Ah, Tchitchikof, amigo, si hubieras visto.., verdaderamente, era materia para tu ingenio sarcástico! (también se ignora por qué le achacaba a Tchitchicof, un ingenio sarcástico). ¡Figúrate, chico!, estábamos jugando una partida en casa del comerciante Lihatchef, ¡ y poco nos divertimos! Perependef, que estaba conmigo, decía: “¡ Ah, si estuviera aquí Tchitchikof”, decía, “cuánto le gustaría esto... !“ (En la vida había conocido Tchitchikof a nadie que se llamara Perependef). Pero has de confesar, amigo, que me jugaste una mala pasada, ¿te acuerdas?, con eso de la partida de damas. Yo te vencí, ¿sabes?... Sí, chico, me timaste. Pero vamos, no sé cómo es, pero no puedo enfadarme contigo. Hace unos días, en casa del presidente... Ah, si; debía enterarte de que todo el mundo te tiene encono, pues se figuran que eres falsificador de billetes. No me han dejado en paz, acosándome con preguntas respecto a ti, pero yo te he defendido contra todos: les he dicho que éramos compañeros de colegio, y que yo conocía a tu padre; vamos, les he contado una bonita fábula, no hay que negarlo. —¡ Que yo soy falsificador de billetes !—grito Tchitchikof, levantándose. —Pero ¿ por qué les has asustado de esta manera?—prosiguió Nosdriof.—Están muertos de miedo, el demonio sabe por qué: te toman por bandolero y espía. Y el fiscal se ha muerto del susto; el entierro tendrá lugar mañana. ¿ No asistirás? A decir verdad, lo que temen es que el nuevo gobernador general les dé un disgusto, caso de que se confirmen sus sospechas respecto a ti. Pero lo que yo digo es que, si el gobernador general comienza mostrándose altivo y echándoselas de grande, no podrá con la aristocracia de aquí. La aristocracia se pirra por la hospitalidad, ¿ no es así? Claro, puede encerrarse en su despacho y no dar un solo baile, pero ¿ de qué le servirá eso? No ha de conseguir nada por ese camino. Pero hazte cargo, de que es peligroso esto que estás haciendo. —¿ Qué estoy haciendo ?—preguntó Tchitchikof, inquieto.

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—Pues tratando de fugarte con la hija del gobernador. La verdad, puedo decirlo, lo esperaba, te juro que lo esperaba. La primera vez que os vi juntos en el baile, me dije: “Juraré que Tchitchikof está urdiendo algo. . .“ Pero tienes mal gusto; yo no veo nada en ella. Ahora, hay otra, una pariente de Bikusof, la hija de su hermana—¡ ésa es una beldad, vaya, un rico bocado! —¿ Qué quiere decir? ¿ Qué está diciendo? ¡ Yo fugarme con la hija del gobernador! ¿ Qué quiere decir?—dijo Tchitchikof con los ojos saltando de las órbitas. —Basta de espavientos, chico; ya sabemos lo callado que eres. No tengo inconveniente en decirte que he venido para brindarte mi ayuda. Sea: sostendré sobre tu cabeza la corona del matrimonio; yo te proporcionaré el carruaje, el cambio de caballos, todo, bajo una condición: que me prestes tres mil rublos. ¡ He de tenerlos, cueste lo que cueste! Mientras Nosdriof seguía parloteando de esta manera, Tchitchikof se frotaba los ojos para asegurarse de que no estaba soñando. Estas imputaciones de la falsificación de billetes, del rapto de la hija del gobernador, la nueva de la muerte del fiscal, de la cual se le suponía responsable, la próxima llegada del nuevo gobernador general, todo esto era sumamente alarmante. “Bien; si las cosas han llegado a este punto”, pensó, “no hay para qué perder más tiempo aquí; he de partir inmediatamente.” Procuró deshacerse de Nosdriof cuanto antes, y en el momento de haberse marchado éste, llamó a Selifan y le dijo que lo tuviese todo preparado antes del amanecer, para que pudieran abandonar la ciudad a las seis de la mañana siguiente sin falta; que se fijara en todos los detalles, lubricando las ruedas del calesín, y cuidándose de todo lo demás. Selifan murmuró: “Sí, Pavel Ivanovitch”, pero permaneció inmóvil en la puerta por espacio de varios minutos. Después, nuestro héroe mandó a Petrushka que sacase de debajo de la cama la maleta, ya cubierta de una densa capa de polvo, y comenzó a meter en ella, al azar, los calcetines, las camisas, la ropa interior, así limpia como sucia; las hormas, un calendario.. . todo de cualquier manera: quería tenerlo todo preparado para que nada pudiera demorar su partida a la mañana siguiente. El renuente Selifan, después de permanecer dos mi

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nutos inmóvil en la puerta, se alejó a paso de tortuga, y bajó lentamente, lo más despacio posible, la escalera, dejando en sus peldaños, hundidos por los largos años de servicio, las huellas de sus botas mojadas, y quedó largo rato rascándose la cabeza. ¿ Qué significaba ese rascarse la cabeza? Y ¿ qué es lo que suele significar? ¿ Exteriorizaba su disgusto por no poder asistir a la tertulia, en alguna taberna imperial, señalada para el día siguiente, con otro cochero amigo, envuelto en sucia piel de cordero y con una faja rodeada a la cintura? O ¿era que le había salido un amorío en este nuevo lugar y ahora tenía que renunciar a apostarse, a la caída de la tarde, en la puerta de la verja para acariciar unas blancas manos, a esa hora en que el crepúsculo desciende sobre el pueblo, y un mozalbete, con camisa roja, puntea la balalaika ante un grupo de criados, y los obreros platican quedamente después de sus trabajos? O ¿ era sencillamente que sentía abandonar el cómodo rincón que se había preparado en la cocina de los criados, al lado de la estufa, y bajo una piel de cordero, y tener que renunciar a las sopas de coles y los tiernos pastelitos, para ir arrastrándose por esos caminos de Dios, en medio de la lluvia y la cellisca y las fatigas de la carretera? Sólo Dios lo sabe; no hay manera de averiguarlo, pues el rascarse la cabeza significa toda suerte de cosas entre los rusos.

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CAPITULO XI Pero nada sucedió conforme el plan que había trazado Tchitchikof. En primer lugar, se despertó más tarde de lo que había esperado: ése el primer contratiempo. En cuanto se hubo levantado, mandó preguntar si se había colocado el equipaje en el calesín, y si estaba todo preparado para partir; pero le trajeron la respuesta de que ni se había colocado el equipaje en el calesín ni hecho ningún otro preparativo: ése era el segundo contratiempo. Estuvo muy rabioso, y hasta tomó la determinación de darle a nuestro amigo Selifan algo parecido a una paliza, esperando únicamente para ello, saber qué razones aduciría para justificarse. Selifan no tardó en presentarse en la puerta, y Tchitchikof tuvo la satisfacción de escuchar de sus labios las frases que suelen pronunciar los criados cuando se tiene prisa para partir. —Pero hemos de herrar los caballos, sabe, Pavel Ivanovitch. —i Oh, cara de cerdo! ¡ cretino! ¿ Por qué no me has dicho eso antes? No te faltaba tiempo, por cierto, ¿ verdad? —Pues, sí, es verdad, tenía tiempo. Y luego, la rueda también, Pavel Ivanovitch; debíamos poner nuevas llantas, porque el camino está lleno de hoyos; en esta época hay cada surco. .. Y si Su Excelencia me permite decirlo, la parte delantera del calesín está muy floja, de suerte que quizá no resistiría más allá de dos casas de postas. —¡ Canalla!—gritó Tchitchikof, alzando los brazos y aproximándose tan cerca de Selifan, que éste retrocedió un paso, agachándose en anticipación de una bofetada.—¿ Es que quieres matarme? ¿ Es que quieres yerme en la tumba? ¿ Es que piensas asesinarme en el camino, bellaco, maldito cara de cerdo, monstruo marino, eh? ¿ Qué has hecho durante estas últimas tres semanas? ¿ Por qué no me has dicho algo, bruto insensato? Pero no, lo postergas hasta el último momento. Cuando las cosas están casi

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preparadas para que suba al calesín y me ponga en camino, vienes tú a echarlo todo a rodar, ¿ eh, eh? ¿ No lo sabías antes? Lo sabías, ¿ verdad? ¡ Responde! ¿ Lo sabias? —Sí, lo sabia—respondió Selifan, bajando la vista. —Entonces, ¿ por qué no me lo has dicho, eh? Selifan nada contestó a esta pregunta; con la vista fija en el suelo, parecía decirse: “Por mi vida, que es extraño: lo sabía y no he dicho nada.” —Bueno; ahora ve a buscar a los herreros, y tenlo todo preparado dentro de dos horas. ¿ Lo oyes? En dos horas, sin falta, y si no, te.. . ¡ te torceré el pescuezo y lo haré nudos! Selifan se volvió hacia la puerta para retirarse y llevar a ejecución estas órdenes, pero se detuvo y dijo: —Hay otra cosa, señor: ese tordo rodado debíamos venderle, porque es un pillo de cuidado, Pavel Ivanovitch; no quiera Dios que vuelva yo a guiar un caballo como éste, porque no es más que un estorbo. —¡ De suerte que ahora tengo yo que correr al mercado a venderlo! —Como hay Dios, Pavel Ivanovitch, tiene aspecto de caballo bueno, pero el aspecto nada más; cuando se trata de trabajar, es un pillo haragán, que no se hallará en el mundo otro como él... —¡Imbécil!, cuando quiera venderle, le venderé. Aquí estás refunfuñando sobre todo género de cosas. Ya verás; si no llamas en seguida a los herreros, y si no lo tienes todo preparado dentro de dos horas, i te daré una paliza que... que te hará ver estrellas! ¡Vete! ¡Lárgate! Selifan salió. Tchitchikof se hallaba de muy mal humor, y arrojó al suelo la espada que siempre le acompañaba en todos sus viajes, para inspirar el debido grado de terror siempre que fuera necesario. Invirtió más de un cuarto de hora en regatear con los herreros antes de poder llegar a un acuerdo respecto al precio del trabajo, pues eran unos bribones de marca, como suelen serlo los herreros y, viendo que la faena corría prisa, exigían seis veces su verdadero valor. Aunque Tchitchikof perdió los estribos y les llamó pe

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tardistas y salteadores de caminos que despojaban a los viajeros, y hasta hizo referencia al. Día del Juicio, no consiguió producir en los herreros la menor impresión; se mantuvieron firmes, y no sólo se negaron a rebajar el precio, sino que también invertieron cinco horas y media en el trabajo. Durante este período, era muy desagradable para Tchitchikof tener que pasar esos momentos, conocidos de todo viajero, o sea, cuando las cosas están todas metidas en las maletas, y no quedan en el cuarto más que trozos de cordel y de papeles, y desperdicios por el estilo; cuando ni se está en camino, ni se está fijo en un sitio; cuando se contempla, desde la ventana, a los transeúntes que van hablando de sus ganancias y pérdidas, y que alzan la vista con vaga curiosidad a mirarle a uno, y siguen su camino, lo cual aumenta la impaciencia del pobre viajero que se ve en la imposibilidad de marcharse. Todo lo que observa: las tiendecitas al otro lado de la calle, y la cabeza de la vieja de la casa de en frente, al acercarse a las ventanas con sus cortinas cortas, todo le resulta antipático y, no obstante, permanece en la ventana. Allí se queda, a ratos, sepultado en el olvido, a veces prestando una especie de torpe atención a todo lo que se mueve o que permanece inmóvil ante sus ojos; y en su vejación, aplasta una mosca que va zumbando y batiéndose contra los vidrios de la ventana. Pero como no hay mal que dure cien años, llegó por fin el ansiado momento en que estaba todo preparado, compuesta la parte delantera del calesín, colocadas en las ruedas las nuevas llantas, de vuelta los caballos del abrevadero, y en marcha los bribones de herreros, contando y volviendo a contar los rublos, y deseándole a Tchitchikof un buen viaje. Por fin, estuvo cargado cl calesín, y se colocaron en él dos panes calientes que acababan de salir del horno, y Selifan introducía en el bolsillo del pescante una cosita para él; hecho todo esto, y mientras agitaba la gorra el camarero, con la misma levita de tela algodonosa, y un grupo de camareros de las tabernas, cocheros y demás criados, contemplaban boquiabiertos la partida del amo ajeno, rodeado por las otras muchas circunstancias que forman parte íntegra de las partidas, nuestro héroe subió al calesín—del tipo que emplean los caballeros solteros de la clase media—que durante tanto tiempo

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había permanecido inmóvil en el pueblo, con el cual esté quizá muy aburrido el lector, y por fin franqueó la puerta de la verja del hotel. “¡ Gracias a Dios!”, pensó Tchitchikof, santiguándose. Selifan dió un chasquido con el látigo; Petrushka, después de caminar un corto trecho en el estribo, subió al pescante y se sentó al lado de aquél, y nuestro héroe, envolviéndose mejor en su manta georgiana, y juntando los dos panes calientes, colocó a su espalda el almohadón de cuero, y el calesín comenzó una vez más a dar saltos y sacudidas al atravesar los guijarros de la calle, que poseían, como ya sabe el lector, extraordinarias propiedades de elasticidad. Con sentimientos vagos e indefinidos, miraba las casas, las tapias, las empalizadas y las calles, todas las cuales, después de bailar un rato, poco a poco retrocedían, y ¡ quién sabe si las volvería a ver! Al llegar al recodo que hacía una de las calles, el calesín tuvo que detenerse, pues la ocupaba en su total extensión un cortejo fúnebre interminable. Tchitchikof, asomando la cabeza, mandó a Petrushka preguntar quién era el muerto, enterándose de que era el fiscal. Presa de una sensación de disgusto, se ocultó en un rincón del carruaje, se tapó con el delantal de cuero y corrió la cortina. Mientras el calesín permanecía parado, Selifan e Petrushka, descubriéndose respetuosamente, miraban a ver quiénes figuraban en el cortejo, y cómo y de qué manera, contando cuántos iban de pie y cuántos en carruajes, y su amo, ordenándoles que no saludasen a ninguno de sus conocidos, comenzaba a mirar tímidamente por la mirilla de la cortina de cuero. Todos los funcionarios iban de pie y descubiertos, detrás del carro fúnebre. Tchitchikof comenzaba a temer que reconocieran su calesín, pero nadie lo miraba. Ni siquiera se entregaban a la charla superficial que suelen sostener los individuos que asisten a un duelo. Sus pensamientos estaban, en aquel momento, concentrados en sus propios problemas: pensaban en qué clase de hombre sería el nuevo gobernador general, qué proceder adoptaría y cuál seria su actitud respecto a ellos. Los funcionarios, de pie, iban seguidos de carruajes, desde el interior de los cuales miraban a hurtadillas unas señoras, con gorros de luto. Se veía, por el movimiento de labios y manos, que estaban sosteniendo una animada conversación: quizá ellas también discutían la llegada del

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nuevo gobernador general, y especulaban en ios bailes que daría, y charlaban afanosamente sobre sus eternos festones y volantes. Detrás de los carruajes, venia una hilera de droshkys vacíos y, por fin, ya no quedaba nada más por venir, y nuestro héroe pudo seguir su camino. Descorriendo la cortina de cuero, lanzó un suspiro y exclamó, con toda el alma: “¡ Se acabó el fiscal! ¡ Vivía y vivía, y después se murió! Y ahora los diarios publicarán artículos en que se dirá que ha desaparecido, para dolor de sus subordinados y de toda la humanidad, un ciudadano honrado, un padre cariñoso, un marido fiel; y escribirán todo género de desatinos; probablemente añadirán que le acompañaban a la tumba las lamentaciones de viudas y huérfanos; y, sin embargo, si se examinan los hechos, resulta que no tenía nada de especial más que sus espesas cejas.” Con esto, mandó a Selifan que apretase el paso a los caballos, mientras reflexionaba: “No está mal que hayamos topado el entierro, que dicen trae suerte.” Entretanto, el calesín había recorrido una serie de calles desiertas, y pronto las empalizadas, que se extendían a ambos lados del camino, anunciaron la proximidad de los límites del pueblo. Ya terminó el empedrado de guijarros, dejaron atrás la barrera y el pueblo mismo, y no quedaba nada; se hallaban de nuevo en el camino real. Pronto volvieron a ver las piedras miliares, los jefes de las casas de postas, los pozos, las filas de carros, las aldeas grises, con sus samovares, sus campesinas y su fondista, barbudo y ágil, que sale corriendo del cercado con una brazada de avena; un vagabundo, calzando zapatos de corteza destrozados, que había recorrido unos mil kilómetros; poblachos edificados de prisa, con sus pobres tiendecitas de madera, barriles de harina, zapatos de corteza, panecillos y otros manjares por el estilo, postes de vallas abigarradas, puentes medio hundidos, grandes extensiones de campo a ambos lados de la carretera, coches anticuados, pertenecientes a los hacendados agricultores, un soldado a caballo, llevando una caja verde con metralla, que luce el rótulo de algún cuerpo de artillería; pedazos de terreno amarillos y verdes, y cintas negras de tierra nuevamente arada, relampagueando en la estepa; una tonada cantada a los lejos; las copas de los pinos, vislumbradas a través de la neblina; el retintín de cascabeles en la le-

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janía; nubes de cuervos, como enjambres de moscas, y un horizonte infinito. ¡ Rusia! ¡ Rusia! Te contemplo desde mi lejano paraíso florido, ¡ te contemplo! Todo en ti es pobre, abandonado, mísero; en ti, ninguna maravilla arrogante de la naturaleza, coronada por las aun más arrogantes maravillas del arte, ninguna ciudad con soberbios palacios de ventanas innumerables, que se yerguen en las cumbres escarpadas, ningunos árboles pintorescos, ningunas casitas cubiertas de hiedra, vistas a través del rugir y rociar perpetuos de las cascadas, halagan la vista o sobrecogen el corazón; la cabeza no se levanta para contemplar las peñas amontonadas en lo alto; ninguna cordillera reluciente, interminable, alzándose en el diáfano cielo plateado, centellea en la lejanía entre arcos obscuros, atropellándose en la maraña de viñas e hiedra y rosas silvestres incontables. En ti es todo llano, raso, triste; tus humildes aldeas se esparcen como motas, como manchitas invisibles sobre tus llanuras; no hay nada que embelece la vista, que encante el corazón. Pero ¿ qué fuerza misteriosa, inexplicable, nos liga a ti? ¿ Por qué resuena constantemente en los oídos la melancólica tonada que ondea sobre tus tierras, de mar a mar? ¿ Qué cualidad posee esa canción? ¿ Qué es eso que me llama, y solloza, y llena de nostalgia mi corazón? ¿ Qué melodía es esa que vibra en mis oídos, que penetra en mi alma, que palpita en mi corazón? ¡ Rusia! ¿ Qué es lo que deseas de mí? ¿ Cuál es el lazo misterioso y oculto que nos une? ¿ Por qué me miras así? ¿ Por qué se refleja tu alma toda en tus ojos, que vuelves hacia mí, plenos de expectación?... Perplejo, permanezco inmóvil; y ya se cierne sobre mi cabeza un nubarrón amenazante, cargado de la lluvia cercana, y el pensamiento se embota ante tu inmensidad ilimitada. ¿ Qué presagia esa vasta extensión? ¿ No será aquí, no será en ti que surgirán ideas ilimitadas, como ilimitada eres tú?... ¿ No es aquí donde algún día volverán a la vida los héroes antiguos, cuando ofrezcas de nuevo el escenario para sus hazañas? Y tus tierras infinitas me envuelven, amenazadoras, reflejadas con fuerza pavorosa, en lo hondo de mí ser; con esplendor sobrenatural, rompe el día ante mis ojos... ¡ Ah, horizontes radiantes, maravillosos, de los cuales nada sabe el mundo! ¡ Rusia! -¡Cuidado, cuidado, imbécil !—gritó Tchitchikof a Selifan.

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—¡ Te ahorcaré 1—gritó un ordinario con bigotes de un metro de largo, que venía galopando hacia ellos.—¿ No ves el coche del Estado? ¡ Que el demonio te desuelle el alma! Y la troica desapareció entre polvo y ruido. ¡ Qué especial, qué seductivo, qué estimulante y hechicero es el sonido de la frase “en camino !” ¡ Y cuán maravilloso es el camino! Los dias de sol, las hojas de otoño, el aire fresca... Envolviéndote más cómodamente en tu grueso abrigo de invierno, con la gorra tapando las orejas, te arrebujas en un rincón del carruaje. Por última vez, recorre el cuerpo un leve escalofrío, seguido de un placentero calor. Los caballos vuelan por el camino... qué seductiva somnolencia se apodera insensiblemente de los sentidos!; cierras los ojos, y oyes como a través del sueño: “No blancas eran las nieves”, y los resoplidos de los caballos, y el ruido de las ruedas, y comienzas a roncar, apretando a tu vecino. Te despiertas: cinco pueblos han quedado atrás; luz de luna; un pueblo desconocido; iglesias con cúpulas de madera a la antigua, y agujas ennegrecidas; cabañas de troncos, obscuras; casas de ladrillo, blancas; a trechos, manchas luminosas, como pañuelos blancos colgados en las tapias, extendidos por las aceras, las calles; sombras, negras como la brea, las atraviesan oblicuamente; los tejados de madera resplandecen como metal brillante bajo los rayos de la luna, y no se ve un alma; el pueblo se duerme. Cuando más, brilla débilmente en una ventana, una luz solitaria: ¿ es que un obrero está remendando sus botas, o que un panadero se ocupa de su horno? ¡ qué importa! ¡ Y la noche!... ¡ Santos cielos! ¡ Cuán densa es la obscuridad de tu bóveda infinita! ¡ Y el aire, y el cielo, altísimo, lejano, extendiéndose, en abismos insondables, en todas direcciones, infinito, armonioso, radiante! Pero el aliento frío de la noche sopla, arrullador, sobre los párpados, y dormitas, ‘te hundes en el olvido, roncas, y tu pobre vecino, apretado en el rincón, se vuelve, enfadado, sintiendo tu peso encima. Te despiertas: y otra vez campos y llanuras; no se ve nada; todo es llano y desierto. Un poste, con número, cruza, volando, la vista; se acerca el alba; en el frío horizonte blanquecino, se extiende una cinta pálida, dorada; el viento sopla más frío, más recio: te envuelves mejor en tu abrigo. ¡ Qué fresco tan delicioso!

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Qué placentero es el sueño que vuelve a cerrar tus ojos. Una sacudida; otra vez te despiertas. El sol está alto. “¡ Cuidado, cuidado!”, exclama una voz; el calesín está bajando una pendiente; abajo, se ve un dique, y una laguna, ancha y reluciente, brillando como cobre ‘bajo los rayos del sol; una aldea; chozas esparcidas por el declive; el crucifijo de una iglesia lugareña, centelleando como una estrella; se oye la charla de campesinos, y se siente un apetito voraz para el desayuno... ¡ Dios mío, cuán glorioso es a veces el largo, largo camino! ¡ Cuántas veces, pereciendo, desesperado, me he agarrado a ti, y siempre me has salvado! ¡ Y cuántos proyectos maravillosos y sueños poéticos has suscitado en mí, cuántas emociones intensas he experimentado en el camino! También nuestro amigo Tchitchikof se entregaba a meditaciones no del todo prosaicas. Vamos a ver qué era lo que estaba sintiendo. Al principio, no sentía nada, y se limitaba a volver la cabeza hacia atrás, como si quisiera asegurarse de que había dejado atrás el pueblo; convencido de que se había perdido de vista, que no se veían ni las fraguas ni los molinos ni ninguno de los objetos que se suelen observar en los arrabales de las poblaciones, y que hasta los campanarios de las blancas iglesias hacia tiempo que se habían fundido con la lejanía, dedicó toda su atención al camino, mirando a derecha e izquierda, y parecía que no conservaba ningún recuerdo de la ciudad de N., como si la hubiera visitado en una época lejana de la niñez. Por fin, el camino también dejó de ocupar su atención, y comenzaba a entornar los ojos, recostando la cabeza sobre el almohadón de cuero. El autor confiesa que está contento de tener esta oportunidad de hablar un poco de su héroe, pues hasta ahora le han impedido hacerlo los Nosdriof, los bailes, y las damas, o los escándalos de la ciudad, en fin, las mil y una vulgaridades, que parecen vulgaridades sólo cuando forman parte de un libro, pues en la vida son cosas muy importantes. Pero ahora dejaremos a un lado todo lo demás, e iremos al grano. Es dudoso que le guste al lector el héroe que hemos escogido. Que no gustará a las damas, puede afirmarse con toda certidumbre, porque estas exigen que sea perfecto el héroe, y si muestra un pequeño defecto físico o espiritual, ¡ fuera! Por mucho que

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ahonde el autor en el alma de su protagonista, y aunque la refleje con la fidelidad de un espejo, para nada le ha de servir. La misma gordura de Tchitchikof y su edad madura, le han de perjudicar grandemente en el concepto de las damas: nunca, ni bajo ninguna circunstancia, han de perdonarle a un héroe el ser gordo, y muchas de ellas le volverán la espalda, exclamando: “¡ Uf, qué hombre más antipático !“ ¡ A y!, el autor no ignora esto y, no obstante, le resulta imposible escoger, como héroe, a un hombre virtuoso. Pero.., quizá en esta misma novela, se oirán algunos acordes hasta ahora no sonados, se pondrá de manifiesto la riqueza infinita del alma rusa; quizá se presente en ella, tanto como a Tchitchikof, al campesino dotado de cualidades divinas y a la maravillosa doncella rusa, sin igual en el mundo, radiante con la hermosura imponderable de su alma de mujer, rebosando abnegación e impulsos generosos. Y las gentes virtuosas de otras razas parecerán pobres, comparadas con ellos, como es pobre el libro, comparado con la vida. Brotarán emociones rusas. Si; cada vez que surge en Rusia una corriente de pensamiento, se hace evidente que esa tendencia espiritual arraiga en las profundidades del alma eslava, y que apenas ha rozado la superficie de otros pueblos. Pero ¿para qué hablar de lo que pertenece todavía a lo porvenir? Resulta indecoroso que el autor, hombre de edad madura, disciplinado por su rigurosa vida interna, y por la templanza vigorizante de la soledad, se deje arrebatar como un chiquillo. Todo tiene su lugar y tiempo apropiados. Con todo, no he escogido, como héroe, a un hombre virtuoso. Y hasta os diré por qué, no lo he hecho. Porque ya era hora de dejar descansar al pobre hombre virtuoso; porque se tergiversa muchas veces la frase “hombre virtuoso”; porque han convertido en verdadero rocín al hombre virtuoso, y no hay escritor que no le haya cabalgado, fustigándole con el látigo, o con lo que le viniera a mano; porque tanto le han manoseado al hombre virtuoso, que no le queda ya sombra de virtud, y no es más que huesos; porque es por hipocresía que invocan al hombre virtuoso; porque no se respeta al hombre virtuoso. No, ya ha llegado por fin la hora de sacar a luz al canalla. Así, ¡ venga el canalla!

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El origen de nuestro héroe era humilde y obscuro. Sus padres pertenecían a la nobleza; pero sólo Dios sabe si de nacimiento, o por mérito. No guardaba el menor parecido con sus padres. Por lo menos, una parienta, que estuvo presente cuando nació, una mujercilla bajita, de esas impertinentes y entremetidas, exclamó, al cogerle en brazos: “¡ No ha salido como yo había esperado! Debía haberse parecido a su abuelita materna, eso habría sido lo mejor, pero este niño me hace recordar el refrán: “ni como padre ni como madre, sino como un extraño cualquiera.” La vida le miró, al principio, con inhospitalidad avinagrada por la nieve; no tenía en su niñez ningún amigo, ningún camarada. Un cuartucho pequeñito, con ventanas chiquitícas, jamás abiertas, ni en verano, ni en invierno; su padre, enfermizo, envuelto en un largo abrigo forrado de lana corderina, y calzando zapatillas, sin calcetines, suspirando y vagando eternamente por el cuarto, y escupiendo en una escupidera llena de serrín, que había en un rincón; el chico, eternamente sentado en un banco, con una pluma en la mano, manchados de tinta los dedos, y hasta los labios; la eterna copia delante de los ojos: “Decid la verdad, obedeced a vuestros corazones”; el eterno restregar y patear de las zapatillas por arriba y abajo de la habitación; la ronca voz, tan conocida, siempre exclamando, cuando el niño, cansado de la monotonía de su faena, dibujaba algún adorno, o una cola en las letras: “¿ Otra vez tenemos diabluras?”; y eternamente la misma sensación familiar y repugnante, cuando, a su espalda, las largas garras huesudas fortificaban aquellas palabras dándole un dolorosísimo tirón de orejas: tal era el cuadro lastimero de su temprana niñez, de la cual apenas conservaba un recuerdo imperfecto. Pero todo cambia en la vida con suma rapidez, y así llegó un día en que, con el primer sol y los primeros torrentes impetuosos de la primavera, su padre, acompañado del hijo, montó en una pequeña carreta, tirada por una jaca pía, con belfo blanco, de aquellas que llaman los chalanes “urracas”. La guiaba un jorobado diminuto, que hacía casi todas las faenas de la casa, y que era el progenitor de la única familia de siervos que poseía el padre de Tchitckof. Caminaron con la urraca durante más de día y medio; pasaron una noche en una posada a orillas del camino, cruzaron un rió, almorzaron

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pastel de carne fría y cordero asado, y sólo a la mañana del tercer día, llegaron a la ciudad. Las calles de la población deslumbraban al muchacho con su inesperada brillantez, dejándole boquiabierto de asombro. Al cabo, la urraca dió con la carreta en un profundo hoyo que había a la entrada de un estrecho sendero, que descendía de una colina y estaba cuajado de lodo. Allí tuvo que permanecer largo rato, luchando con todas sus fuerzas, y agitando las piernas, aguijoneada por el jorobado y por el amo mismo y, por fin, consiguió arrastrarles a un pequeño cercado, situado en la falda de la colina, en el cual lucían dos manzanos en flor, delante de una vieja casucha; detrás de ella se extendía un humilde jardín, con sólo unos mostajos y saúcos, y una glorieta de madera, medio oculta, cubierta de enrejado y con una ventanilla estrecha y opaca. Aquí vivía una parienta, vieja decrépita, que, no obstante, iba al mercado todas las mañanas, secando después sus medias en el samovar. Acarició los carrillos del chiquillo, admirando su gordura. Aquí había de permanecer, y asistir todos los días a la escuela del pueblo. Su padre pasó allí la noche y partió a la mañana siguiente. No vertió ni una lágrima al separarse de su hijo; dió al chico medio rublo en cobre, para sus gastos particulares y para dulces, añadiendo a él otra cosa de mayor importancia, o sea, una advertencia juiciosa: “Escúchame, Pavlushka: sé aplicado en tus estudios, no hagas el tonto ni te metas en diabluras. Si sabes congraciarte con tu maestro, adelantarás, y sobresaldrás entre tus compañeros, aunque no luzcas en tus estudios y Dios no te haya dotado de talento. No te mezcles con tus compañeros de colegio, que no te han de enseñar nada bueno; pero si te es necesaria la compañía, hazte amigo de los que tengan más que tú, de los que puedan serte útiles. No regales ni ofrezcas nada a nadie, cuidando de arreglártelas de manera que te obsequien a ti y, lo que es aún más importante, no despilfarres tus copecs: ahórralos: el dinero es la única cosa de este mundo de que podemos fiar. Te engañarán tus compañeros de colegio, y tus amigos, y serán los primeros en abandonarte cuando te halles en un apuro; pero tu Copec no te abandonará en ningún trance. Puedes conseguirlo todo y deshacerlo todo con un Copec.” Después de aconsejar de este modo a su hijo, se despidió

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de él, y la urraca le arrastró otra vez a su casa. Nunca más volvió a verle, pero sus palabras y sus advertencias dejaron honda huella en el alma de Pavlushka. Al día siguiente, comenzó sus estudios en el colegio. No manifestaba habilidad especial para ninguna clase de estudios, descollando más bien por su aseo y su aplicación; por otra parte, mostraba un talento extraordinario en dirección distinta: en lo práctico. No tardó en hacerse dueño de la situación, y consiguió portarse con sus compañeros de tal manera que, mientras le obsequiaban, jamás tenía que corresponder a sus atenciones, y aun lograba muchas veces ocultar lo que le habían regalado, para vendérselo luego a los mismísimos donantes. Aun cuando niño, era capaz de renunciar a todo. Del medio rublo que le dió su padre, no gastó un solo Copec; al contrario, aumentó aquella suma ese mismo año, desplegando para ello una habilidad extraordinaria: modeló con cera una cardelina, y la vendió a buen precio. Luego, se dedicó a otras especulaciones; por ejemplo, compraba en el mercado toda clase de comestibles; se sentaba, en la clase, al lado de los chicos de posición desahogada y, en cuanto percibía en su vecino señales de languidez, síntoma de hambre, le dejaba ver, por debajo del pupitre, y como por accidente, el extremo de un panecillo o galleta y, al cabo de atormentarle un rato con la vista del bocadillo, le arrancaba por él una suma proporcional con su apetito. Durante un espacio de dos meses, no se cansó de prodigar atenciones a un ratón que guardaba en una jaula de madera, y por fin consiguió que el animalito se sostuviera sobre sus patas traseras, que se echara y levantara al darle la orden, y después lo vendió con buena ganancia. Cuando había reunido cinco rublos, hizo un saquito en que guardarlos, y comenzó a ahorrar para llenar otro. En su conducta hacia sus maestros, revelaba aun mayor discreción. No había muchacho que pudiera permanecer tan inmóvil sobre un banco. Merece notarse que el maestro estimaba mucho la quietud y la buena conducta, y no podía soportar a los muchachos inteligentes e ingeniosos, pues creía que se estarían burlando de él. Bastaba que un chico que hubiera llamado la atención del maestro por algún rasgo de ingenio, se moviera siquiera un poco de su asiento, o que alzara una ceja en

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momento inoportuno, para que incurriera inmediatamente en su desfavor. El maestro le echaba de la clase y le castigaba sin piedad. "¡ Ya te curaré de tu presunción y rebeldía, pillo!”, decía. “Te conozco a fondo, como no te conoces a ti mismo. ¡ Haré que te hinques de rodillas ante mí! ¡ Pasarás hambre 1” Y el pobre muchacho se hincaba de rodillas y pasaba hambre durante días enteros, sin saber por qué. “¡A mí con habilidad y talento!”, solía decir; “lo que yo estimo es la buena conducta. Le daría nota de sobresaliente en todos los estudios a un muchacho que se portara correctamente, aunque no conociera el alfabeto. Y si yo observo que un chico muestra un espíritu refractario, o que trata de ridiculizarlo todo, le daré mala nota aunque sea más sabio que el mismo Solón”. Así hablaba el maestro, quien profesaba un odio mortal hacia Krylof porque había afirmado en una de sus Fábulas que “más vale un borracho que conoce su oficio, que un hombre sobrio que lo ignora.” Y solía referir, con el rostro rebosando satisfacción, cómo, en la escuela donde antes daba lecciones, era tan profundo el silencio, que se podía oir el zumbido de una mosca, y cómo, en todo un año, ni un solo alumno tosió ni se sonó en clase, resultando imposible juzgar, hasta que tocara la campana, que había gente en la sala. El joven Tchitchikof no tardó en comprender el carácter del maestro y en darse cuenta de lo que quería decir por buena conducta. Así, jamás guiñaba un ojo ni pestañeaba en clase, por mucho que le pellizcaran a hurtadillas sus camaradas; en el momento de sonar la campana, volaba a traerle al maestro su tricornio (siempre llevaba tricornio) después de entregárselo, era el primero en salir corriendo de la escuela, para procurar toparle al maestro dos o tres veces en el camino, descubriéndose siempre que así sucedía. Esta estratagema fué coronada por un éxito completo. Gozó del favor del maestro durante todo el tiempo que asistió al colegio y, al salir, recibió una certificación de asistencia a todas las clases, un diploma, y un libro, con esta inscripción, en letras de oro: “Por la diligencia ejemplar y la conducta irreprochable.” Al salir del colegio, era todo un joven de aspecto algo simpático, con una barba que ya reclamaba la navaja. Fué entonces cuando murió su padre.

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Su patrimonio, como entonces se descubrió, consistía en cuatro jalecos, irreparablemente gastados, dos chaquetas viejas, forradas con lana corderina, y una suma insignificante de dinero. Según parecía, su padre era capaz únicamente de aconsejar el ahorro, y no de practicarlo. Tchitchikof vendió inmediatamente en mil rublos la destartalada casucha, con su mezquino pedacito de terreno, y se trasladó, con su familia de siervos, a la ciudad, con el propósito de establecerse allí y buscarse un empleo en un departamento del Estado. Fué en aquella época cuando el viejo maestro, que tanto estimaba la quietud y la buena conducta, fué destituido, o por su estupidez, o por otro defecto cualquiera. En este apuro, comenzó a ahogar sus penas en vino, pero llegó el momento en que no le quedaba dinero con qué proveerse de él; enfermo, desvalido, sin una miga de pan, se refugió en un cobertizo frío y abandonado. Algunos de sus antiguos alumnos, los inteligentes e ingeniosos, de los cuales había siempre sospechado el maestro de desobediencia y conducta insolente, se enteraron de su posición lastimosa, y abrieron una suscripción para socorrerle, llegando hasta a vender, para engrosaría, muchos artículos de primera necesidad; sólo uno, Pavlushka Tchitchikof, se negó a contribuir a su socorro, alegando su carencia de medios, y ofreciendo solamente una pieza de cinco rublos, donación que sus antiguos compañeros de colegio le tiraron a la cara, exclamando: “¡ Uf, maldito avaro!” Cuando se enteró de lo que habían hecho para él sus antiguos alumnos, el pobre maestro ocultó su cara entre las manos, y las lágrimas brotaron de sus ojos cegatos, como si fuese un chiquillo abandonado. “Dios me ha hecho llorar en el borde de la tumba”, murmuró con voz trémula; y lanzó un suspiro de amargura cuando se enteró de la actitud de Tchitchikof, exclamando: “¡ Ay, Pavlushka!, ¡ cómo cambian las gentes! ¡ Qué muchacho tan bien portado era! No tenía pizca de rebeldía. .. ¡ suave como la seda! Me he engañado en mi concepto de él, me he engañado cruelmente Mas no puede afirmarse que nuestro héroe era de naturaleza dura e insensible, como tampoco que su sensibilidad se hallara tan embotada que no conociera la compasión ni la piedad. En realidad, era capaz de experimentar ambas emociones; y aun se habría

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complacido en ayudar al maestro, si esto no supusiera el sacrificio de ninguna suma considerable, y toda vez que no tuviera que echar mano al caudal que se había resuelto no tocar; en otras palabras, la advertencia de su padre: “Cúidate de ahorrar dinero”, ya estaba produciendo sus frutos; pero Tchitchikof no amaba el dinero en sí: sus acciones no eran gobernadas por la avaricia y la mezquindad. No, no eran éstos los móviles que le impulsaban: acariciaba la esperanza de un porvenir desahogado, en que nada le faltase: carruajes, una buena casa, la buena comida; éstos eran los ideales que tenía siempre presentes en la mente. Era para asegurarse la posibilidad de disfrutar estos bienes en lo porvenir, que guardaba los copecs y los escatimaba, por el momento, a sí mismo y a los demás. Cuando veía a un hombre opulento, que iba volando por la calle en su pequeño droshky elegante, tirado por caballos con lujosos arreos, se detenía, como si estuviera clavado en el sitio, y al cabo de un rato, comenzaba a musitar, como quien se despierta de un largo sueño: “~ Pues si ése era empleado de escritorio, y llevaba el pelo al estilo de los campesinos!” Todo lo que se relacionaba con la prosperidad y la riqueza, le producía una impresión indeleble que él mismo no sabía explicar. Al salir del colegio, no quería descansar: ¡ tan imperioso era su deseo de ponerse a trabajar inmediatamente para conquistarse un puesto en el servicio del Estado! Pero a pesar de las excelentes certificaciones de que iba armado, fué con suma dificultad que consiguió un empleo en el Palacio de Justicia: aun en los rincones más apartados, es precisa la influencia de los poderosos. El empleo que consiguió era sumamente humilde, y rendía sólo treinta o cuarenta rublos por año. Pero resolvió desempeñarlo con celo, salvando y venciendo todas las dificultades. Y es lo cierto que dió muestras de una abnegación, de una paciencia y de un sacrificio personal increíbles. Desde las primeras horas de la mañana hasta muy entrada la noche, estaba sepultado en documentos oficiales, sin flaquear física ni espiritualmente. Terminados sus trabajos, no volvía a su casa, sino que dormía sobre las mesas de la oficina; cenaba, a veces, con los porteros, y, con todo, conservaba su pulcro exterior, consiguiendo vestirse decentemente y dejar ver en su rostro una expresión de amabilidad, como también una cierta

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dignidad en su porte. Merece notarse que los empleados del Palacio de Justicia se distinguían por lo feos e insignificantes. Algunos poseían rostros que parecían panes mal cocidos, a lo mejor con un carrillo hinchado y con la barba torcida en sentido contrario, y luciendo un grano en el labio superior, que también tenía grietas; en fin, no podían presumir de guapos. Se expresaban en tono malhumorado, como si estuvieran a punto de llegar a las manos con su interlocutor; hacían frecuentes sacrificios a Baco, dando fe, con ello, de los muchos restos del paganismo que han sobrevivido en el alma eslava; y aun se presentaban a veces en la oficina dando muestras inequívocas de sus libaciones excesivas, lo cual, a más de antipático, tornaba poco fragante el aire. Tchitchikof, que tan notable contraste formaba con ellos, tanto en lo respecto a su persona, como en la afabilidad de sus modales, y en su abstinencia completa de bebidas alcohólicas, no podía menos que descollar entre semejantes empleados. Pero a pesar de esto, resultaba muy difícil su progreso, pues desgraciadamente trabajaba bajo la dirección de un jefe e muy viejo, que era la personificación de la insensibilidad y de la frialdad empedernidas; siempre igual, siempre esquivo, jamás se había reflejado en su rostro una sonrisa, nunca había saludado a nadie, ni preguntado por su salud. Jamás se había observado en él humor diferente de aquel suyo ha. bitual, ni en la calle ni en su casa. Si únicamente hubiera mostrado interés por alguna cosa; si siquiera se hubiera emborrachado y, ebrio, reído; si se hubiese entregado a la salvaje alegría de un bandolero borracho; pero no hacía nada de esto. Era una nulidad completa; no se observaba en él ni maldad ni bondad, y en esta carencia de características, había algo terrible. Su rostro, toscamente marmóreo, exento de toda irregularidad notable, no sugería comparaciones con nada; sus facciones mostraban una afectada simetría. Sólo que los hoyos que había dejado en su cara la viruela, la colocaban en la clase de aquellas en que, para emplear un dicho popular, “el demonio había trillado guisantes de noche”. Parecía humanamente imposible que nadie se granjease la simpatía de aquel hombre, o que se conquistase su favor, pero Tchitchikof lo intentó. Comenzó, procurando complacerle en toda suerte de cosas insignificantes: estudió con detenimiento la

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manera cómo cortaba las plumas con que escribía y, preparando varias según el modelo, le proveía del número necesario; limpiaba de arena y tabaco su mesa, ya soplándolos, ya con un trapo, y traía un paño nuevo para limpiarle el tintero; buscaba y encontraba su sombrero, de los más gastados que jamás se hayan visto en este mundo, y lo colocaba a su lado a la hora de cerrar; cepillaba la espalda de la chaqueta del viejo cuando sucedía que la había manchado contra la pared blanqueada. Pero estas atenciones no producían ningún efecto en quien las recibía, eran como si nada se hubiera hecho. Por fin, un dia dijo algunas palabras sobre su vida privada, y Tchitchikof se enteró de que tenía una hija, ya de edad madura, cuyo rostro también parecía que el demonio había trillado en él los guisantes. Resolvió atacarle por ese lado. Averiguó a qué iglesia asistía los domingos, y acostumbraba colocarse de pie delante de ella, bien compuesto y luciendo un pechero muy almidonado. Esta estratagema obtuvo éxito; el arisco jefe cedió un poco y le convidó a tomar el té. Y en un abrir y cerrar de ojos, sin que tuvieran los otros empleados tiempo de enterarse de lo que iba ocurriendo, Tchitchikof se había instalado en casa del viejo y se le había hecho indispensable; compraba la harina y el azúcar para la casa, se portaba con la hija como si fuera su prometida, llamaba papá al viejo, y le besaba la mano. Los empleados suponían que a fines del mes de febrero, antes de la cuaresma, se verificaría la boda. El viejo y arisco jefe llegó al extremo de gestionar su ascenso con los altos funcionarios, y en breve Tchitchikof se vió convertido en jefe, puesto que acababa de vacar. Era éste, según parecía, el fin que perseguía en sus relaciones con el viejo, pues al día siguiente, sacó clandestinamente su baúl de la casa de aquél, y a la otra mañana se instaló en nuevas habitaciones. Dejó de llamarle papá al jefe, nunca más volvió a besarle la mano, y la cuestión del casamiento quedó olvidada, como si jamás se hubiera pensado en ella. Pero siempre que se tropezaba con el viejo, le daba la mano y le convidaba a tomar el té, de suerte que, a pesar de la impasibilidad y la ceñuda apatía invariables de esto, solía sacudir la cabeza y murmurar entre dientes: “¡ Me engañaste, me engañaste como un chino, demonio de hombre ¡”

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Fué ésta la etapa más ardua de su marcha ascendente. A partir de esa época, su avance se tornaba más fácil y era mejor retribuido. Descollaba en todas partes. Resultaba que poseía todas las cualidades que le hacen falta a un hombre en aquella esfera: el buen porte, los modales simpáticos y el despejo en los negocios. Gracias a estos dotes, no tardó en alcanzar lo que se llama “un cargo lucrativo”, y lo aprovechaba de la mejor manera. Es necesario comprender que era precisamente en aquella época cuando se iban tomando medidas rigurosas para suprimir los sobornos. Estas medidas no le asustaban a Tchitchikof; al contrario, las utilizaba para su propio provecho, desplegando en ello esa habilidad rusa típica que sólo se manifiesta en los aprietos. La cosa se arreglaba de la siguiente manera: en cuanto se presentaba un peticionario e introducía la mano en el bolsillo para sacar las tan conocidas “cartas de recomendación, firmadas por el príncipe Hovansky”, como decimos en Rusia, “No, no”, decía, sonriendo, “¿ se figura usted que yo...? ¡ No, no! Este es nuestro deber, el trabajo que nos incumbe, y no pensamos en recompensas. En cuanto a eso, no tenga usted cuidado, que todo quedará arreglado mañana. Permítame preguntarle su dirección; no tiene usted que molestarse en venir aquí, que se los mandaremos a su casa.” El peticionario, encantado, volvía a su casa poco menos que extático, pensando: “¡ Vaya!, ése es el tipo de hombre que aquí hace falta, y que ojalá fuese más corriente. ¡ Es una joya!” Pero el peticionario espera un día, dos días, y no le traen los papeles; tampoco al tercer día. Vuelve a la oficina: no se ha hecho nada; recurre a la joya: “¡ Oh, disculpe usted!”, dice Tchitchikof, apretando entre las suyas las dos manos del peticionario. “Estamos atareadísimos, pero mañana se hará sin falta. Verdaderamente, estoy avergonzado.” Y todo esto lo dice de la manera más encantadora. Si entretanto se abren los faldones de una levita, acude presurosa una mano para sujetarlos. Pero ni al día siguiente, ni al otro, le traen los papeles. El peticionario comienza a pensar: “¡ Demonios! ¿ A qué obedece esto ?“ Procura informarse, y le dicen: “Tiene que dar algo a los escribanos.” “¿ Por qué no?”, responde. “No tengo inconveniente en darles un cuarto

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de rubio, o hasta dos.” “No; no un cuarto de rublo, sino Un billete de veinticinco rublos.” “¡ Veinticinco rublos a los escribanos!”, grita el peticionario. “Sí. ¿ Por qué se excita de esa manera ?“, le responden; “ese dinero se reparte de la siguiente manera: los escribanos reciben un cuarto de rublo cada uno, y lo demás es para los jefes.” El torpe peticionario se da una palmada en la frente y maldice con todas sus fuerzas el nuevo régimen, la supresión de los sobornos, y los modales corteses y refinados de los jefes. “En otros tiempos, por lo menos se sabia cómo proceder: se le daban al jefe diez rublos y se acabó, pero ahora han de recibir veinticinco, y tienes que esperar una semana antes de adivinar qué es lo que se tiene que hacer.. - ¡ Al diablo con esa rectitud desinteresada y con esa dignidad administrativa!” Tenía razón, claro está, el peticionario; pero, por otra parte, hay que tener en cuenta que ya no existe el soborno; todos los funcionarios son gentes honrados y caballerescas, y sólo los secretarios y escribanos son canallas. Pronto se le presentó a Tchitchikof un campo más amplio para sus actividades. Se formaba una Junta para dirigir la construcción de un costoso edificio para el Estado. Tchitchikof consiguió que le nombrasen miembro de la Junta, convirtiéndose pronto en uno de los más activos. La Junta entró en funciones inmediatamente. Seis años estuvo ocupada en lo de la construcción del edificio, pero sea que el clima demorara su progreso, o que tuviera algún defecto la materia prima, no aparecía, del edificio del Estado, más que los cimientos. Entretanto, se levantaban, en otro extremo de la ciudad, unas hermosas residencias de estilo no oficial, una para cada miembro de la Junta: según parece, el terreno de ese barrio se prestaba mejor a la construcción. Los miembros de la Junta gozaban de una gran prosperidad y comenzaban a criar familias. Hasta entonces, no se había permitido Tchitchikof relajar un poco el rigor de sus reglas de abstención y frugalidad. Sólo entonces amenguó un tanto su prolongado ascetismo, y, según parecía, no profesaba, ni mucho menos, aversión hacia los goces de los cuales había conseguido prescindir durante los años de la juventud ardiente, en que apenas hay un solo hombre que sea dueño absoluto de sí. Se permitía algunos lujos: tomó a su ser-

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vicio un buen cocinero; se proveyó de unas finas camisas de hilo. Ya se había comprado un género tal como no se vería otro en la provincia y, a partir de esa época, llevaba con preferencia trajes de un matiz pardo o rojizo tornasolados. Ya a esas horas poseía una buena pareja de caballos; sostenía él mismo una de las riendas, haciendo que el caballo de la tira volviese hacia un lado la cabeza; ya por entonces había adquirido la costumbre de bañarse con una esponja empapada en agua de colonia; ya empleaba un jabón especial, muy costoso, para proteger el cutis; ya... Pero inesperadamente se nombró, para sustituir al vejestorio complaciente que ejercía el mando, a un nuevo jefe, militar austero, enemigo de los sobornados y de todo lo que olía a injusticia. El primer día de ocupar su nuevo cargo, les dió un susto a todos: exigió que se revisaran las cuentas; encontraba a cada paso discrepancias y cantidades de menos; no tardó en observar las hermosas residencias, y se llevó a cabo una rigurosa investigación. Fueron destituidos varios de los jefes. Las hermosas residencias pasaron al tesoro, y fueron transformadas en hospicios y escuelas para los hijos de los soldados; todo lo echaba a rodar, y Tchitchikof fué el más castigado de todos. El nuevo jefe cobró repentinamente—Dios sabe por que; a veces sucede sin justificación— aversión a cara, a pesar de lo agradable que era, y un odio mortal hacia su dueño. Aquel jefe implacable representaba una amenaza terrible para todos. Pero como era militar, y no comprendía todas las sutilezas de la estrategia civil, no tardó en insinuarse en su animo un nuevo grupo de empleados, que se valieron, para ello, de una apariencia de honradez y de su pericia en el arte de agradar, y pronto se halló el general en manos de una pandilla de canallas aun mas ruines que los anteriores, si bien él no los reconocía como tales, y hasta se felicitaba de haber sabido escoger a los hombres idóneos para sus respectivos cargos, jactándose de su agudo discernimiento psicológico. No tardaron los nuevos funcionarios en comprender su genio y carácter. Todo lo que se efectuaba bajo su mando se llevaba a ejecución por hombres que perseguían furiosamente todo delito; lo cazaban sin descanso y en todas partes, como caza con arpón el pescador un esturión gordo, y lo cazaban con tan feliz éxito, que en poco tiempo todos y cada

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uno habían reunido muchos miles de rublos. Entonces fué cuando varios de los funcionarios antiguos volvieron a la senda de la virtud, e ingresaron de nuevo en el departamento. Pero a Tchitchikof le resultó imposible colarse otra vez en la oficina; aunque el secretario del general, tenía mucho ascendiente sobre éste, abogaba a favor de nuestro héroe y, aguijoneado por “las cartas del príncipe Hovansky”, hacía los imposibles para que le restituyera a su cargo, nada en absoluto consiguió. Aunque podía manejar a su antojo al general, una vez que se le metía a éste una idea en la cabeza, allá quedaba clavada, como un clavo de hierro, y no había manera de sacársela. Lo más que el despierto secretario pudo conseguir de él, fué la destrucción de los papeles que atestiguaban la ignominia de Tchitchikof, y esto a fuerza de apelar a la compasión del general, pintando en vivos colores la lamentosa posición de los hijos del delincuente, si bien Tchitchikof, afortunadamente, no tenía ninguno. “¡ Bien 1”, pensó Tchitchikof, “había pescado una cosa buena, y cuando iba a sacarla, se me rompió el sedal. í Qué se le ha de hacer! A lo hecho, pecho: ¡ a trabajar!” Así, resolvió comenzar de nuevo su carrera, armarse una vez más de paciencia, una vez más renunciar a todo lo que tanto había disfrutado durante su reciente período de relajación. Tenía que trasladarse a otra ciudad, para allí probar a conquistarse de nuevo una posición desahogada. Nada de lo que intentó entonces tuvo éxito. Rodaba de un empleo a otro, y después a un tercero, en muy corto espacio de tiempo. Eran empleos humildes y degradantes. Ha de entenderse que era Tchitchikof uno de los hombres más refinados que existen en la tierra. Y aunque tenía que vivir, al principio, apuradamente, en un medio grosero, conservaba siempre su urbanidad innata; le gustaba que la mesa del despacho fuese de madera pulida y que revistiera todo un aspecto gentil; jamás se permitía una palabra grosera, y le ofendía observar en el lenguaje de los demás una falta de respeto para el rango y la posición. Creo que le agradará al lector el saber que Tchitchikof se mudaba la ropa cada dos días y, en verano, cuando hacía mucho calor, todos los días; le disgustaba el más ligero olor ofensivo; por esta razón solía introducirse clavo; de especie en las narices cuando venia

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Petrushka a desnudarle o a quitarle las botas. Y en muchos casos, sus nervios resultaban ser tan delicados como los de una muchacha; en consecuencia de todo esto, le afligía hondamente el hallarse sumido otra vez en aquellas esferas en que todo olía a aguardiente y ordinariez. Por mucho que se esforzó por dominar su sensibilidad, se tomó durante aquella época de estrechez, delgado y pálido. Antes había comenzado a engordar, a adquirir aquellos contornos redondeados que lucía cuando el lector le vió la última vez, y a meditar muchas cosas agradables cuando se contemplaba en el espejo: una mujer, y niños; pensamientos que iban seguidos siempre de una sonrisa; pero ahora, en un momento desdichado, cuando veía su imagen en el espejo, no podía ahogar la exclamación: “~ María Santísima, qué asqueroso me he vuelto!” Y por mucho tiempo después, evitaba el mirarse al espejo. Pero nuestro héroe lo aguantaba con paciencia y... por fin obtuvo un empleo en la aduana. Conste que este departamento hacía tiempo que formaba el tema secreto de sus meditaciones. Observaba los elegantes artículos extranjeros que poseían los aduaneros, las porcelanas y piezas de finísima batista que regalaban a sus amigas, sus tías y sus hermanas. Más de una vez se dijo, suspirando: “Aquél es el departamento que a mi me convendría: la frontera está cerca; habrá gentes instruidas, y ¡ qué hermosas camisas de hilo se podrían obtener!” Fuerza es hacer constar que otra cosa que anhelaba poseer era un cierto jabón francés, de una marca especial, que comunicaba una blancura extraordinaria al cutis; cómo se llamaba, Dios lo sabe, pero nuestro héroe se figuraba que sin duda lo toparía en la frontera. Por tanto, su anhelo, desde hacia muchos años, era conseguir un empleo en la aduana, aunque le habían hecho vacilar las numerosas ventajas que le proporcionaba la Junta de construcción, y había razonado que más vale pájaro en la mano que buitre volando. Entonces resolvió conquistarse un empleo en la aduana, costara lo que costase, y se hizo aduanero. Acometió su nuevo empleo cnn celo extraordinario. No parecía sino que el destino le había criado para aduanero. Tal prontitud, tal penetración y sagacidad, jamás se habían visto ni oído. En tres o cuatro semanas había dominado tan completamente todos los de-

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talles de su trabajo, que no ignoraba nada que con él se relacionara. Ni siquiera pesaba o medía, sino que se enteraba por la factura de cuántos metros de tela o de otro género había en una pieza; con sólo coger un paquete en la mano, podía decir, sin temor de equivocarse, cuántos kilos pesaba. Respecto a los registros, poseía el olfato de un sabueso, como lo expresaban sus colegas; era para maravillarse la paciencia que mostraba, palpando cada botón, siempre con la más irresistible sangre fría, y con exquisita cortesía. Y cuando sus víctimas se volvían furiosas de rabia, y luchaban con el maligno impulso de abofetear su suave semblante, se limitaba a decirles, sin mudar de expresión su rostro ni alterarse su porte correcto: “Le ruego tenga usted la bondad de ponerse de pie”, o, “Tendrá usted la fineza de pasar al cuarto próximo, señora, donde la mujer de uno de nuestros empleados la atenderá”, o, “Permítame descoser con el cortaplumas el forro de su gabán”, diciendo lo cual, extraía de debajo del forro, con la misma sangre fría que si los quitase de su propio baúl, chales y pañuelos. Hasta sus jefes declaraban que, más que hombre, era demonio en el desempeño del cargo: descubría géneros de contrabando en las ruedas y los ejes de los carruajes, como también en las orejas de los caballos, y en toda suerte de sitios, en que jamás se le ocurriría al autor buscarlos, y en que nadie, que no fuese aduanero, se atrevería a buscarlos, de modo que el desgraciado viajero tardaba largo rato en reponerse, después de cruzar la frontera y, mientras se enjugaba el sudor que le bañaba todo el cuerpo, no podía hacer más que santiguarse y murmurar: “¡ Vaya, vaya, vaya!” La posición en que se encontraba la víctima era algo parecida a la de un muchacho de colegio, al salir del aposento a donde le ha llamado el maestro para darle una reprimenda, en lugar de la cual ha recibido inesperadamente una paliza. En una palabra, durante un tiempo no disfrutaron los contrabandistas un momento de sosiego. Era Tchitchikof el terror y la desesperación de todos los judíos polacos. No había manera de rendir su rectitud e incorruptibilidad, que parecían sobrenaturales. Ni siquiera se apropiaba las mercancías confiscadas y los otros varios artículos que, en lugar de remitirse al Tesoro, se solían retener para evitar una correspondencia innecesaria. No podía menos que

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despertar la admiración general un empleado tan celoso y desinteresado, y era inevitable que, tarde o temprano, llamase sobre sí la atención de las autoridades. Fué ascendido y, acto seguido, trazó un plan para capturar a todos los contrabandistas, pidiendo únicamente que le facilitaran los medios para llevarlo a cabo él mismo. Le confiaron inmediatamente la misión, revistiéndole de plenos poderes para llevar a cabo los registros necesarios. Ahora no le faltaba nada. Precisamente en esa época, se había formado una sociedad de contrabandistas, perfectamente organizada. La audaz empresa prometía una ganancia de muchos millones. Hacía tiempo que Tchitchikof estaba enterado de su existencia, y había rechazado las ofertas de un emisario que estaba encargado de sobornarle, diciéndole secamente: “Aun no ha llegado la hora para eso.” Cuando se vió revestido de plenos poderes, mandó un recado a la sociedad: “Ya ha llegado la hora.” Estaba bien hecho su cálculo. Ahora podría ganar en un año lo que antes no habría podido reunir en veinte años del más celoso servicio. No se había mostrado dispuesto antes a entrar en relaciones con aquella sociedad, porque no era él entonces más que un humilde instrumento; pero ahora.., ahora era distinto; podía exigir lo que se le antojara. Para que la empresa se llevase a ejecución sin estorbos, confió el plan a un compañero suyo que, a pesar de sus canas, era incapaz de resistir la tentación. Se fijaron las condiciones, y la sociedad comenzó a operar. Se inició la empresa con extraordinaria destreza. Sin duda, habrá oído el lector la conocidísima historia del hábil viaje de los corderos españoles que, cruzando la frontera con doble vellón, pasaron encajes de Brabante por valor de muchos millones de rublos, ocultos bajo su lana. Este incidente ocurrió durante el tiempo que prestaba Tchitchikof sus servicios en la aduana. Si no es por él, no hay judíos en el mundo que pudieran haber llevado a feliz término aquella arriesgada empresa. Cuando ya habían atravesado la frontera tres o cuatro manadas de corderos, los dos aduaneros se hallaban en posesión de un capital de cuatrocientos mil rublos. Se dice que la ganancia de Tchitchikof sumaba quinientos mil rublos, gracias a su superior despejo. Dios sabe qué cifra inmensa habrían sumado sus beneficios si en mala hora no lo hubiera echado todo a rodar

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un desgraciado incidente. El diablo confundió a los dos aduaneros. En lenguaje llano, se enfadaron y comenzaron a reñir sobre una friolera. En el curso de una discusión vehemente, Tchitchikof llamó a su colega hijo de pope, y aunque era en verdad hijo de pope, esta calificación le disgustó extraordinariamente, no sé por qué, y le respondió violenta y mordazmente con las siguientes palabras: “¡ Miente! Soy consejero civil, y no hijo de pope, pero usted sí es hijo de pope”, añadiendo para irritarle aún más: “Y no hay más que decir.” Aunque se había vengado de esta manera, devolviéndole el injurioso epíteto, y aunque era bastante fuerte la frase “y no hay más que decir”, no estaba satisfecho, y denunció a Tchitchikof. Por cierto, dicen algunos, que ya estaban en desacuerdo antes, a causa de una mujer, sabrosa y fresca como un nabo jugoso, para usar la frase de los empleados de la aduana, y hasta que ciertos hombres habían recibido una cantidad por acechar de noche a nuestro héroe y propinarle una regular paliza en algún obscuro callejón, pero que la mujer los engañó a los dos, concediendo sus favores a un capitán de estado mayor, apellidado Shamsharef. Cuál era la verdad del caso, sólo Dios lo sabe; el lector que sienta ganas de hacerlo, puede completar la historia a su gusto. Lo importante es que fué descubierta su convivencia clandestina con los contrabandistas. Aunque se arruinó el consejero civil, consiguió labrar la desgracia de su compañero también. Se formó expediente contra los dos funcionarios, se hizo inventario de sus bienes, y fué confiscado todo. Esta desgracia cayó como un rayo sobre sus cabezas. Volvieron en sí como después de un delirio, y vieron con horror la consecuencia de su conducta. No poseía el consejero civil la fortaleza suficiente para sobrellevar la desgracia, y se murió en la miseria, pero el consejero colegiado hizo frente valientemente a la situación. Consiguió ocultar una parte de su dinero, burlando el agudo olfato de los oficiales que le perseguían, valiéndose de todos los ardides sutiles inherentes a un espíritu de mucha experiencia y conocimiento de gentes; con uno, ensayaba sus simpáticos modales; con otro, la súplica lastimera; con el tercero, la adulación, que nunca está de más; deslizaba algún dinero en la mano del cuarto; en fin, se las arreglaba con la suficiente destreza para salir del apuro

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con menos ignominia que su compañero, y para no verse comprendido en un proceso criminal. Mas perdió su fortuna y sus tesoros del extranjero, que heredaron otros aficionados. Lo único que logró salvar fueron unos mezquinos diez mil rublos, que guardaba celosamente para los apuros; dos docenas de camisas de hilo, un pequeño calesín, del tipo que emplean los caballeros solteros, y dos siervos: el cochero Selifan y el lacayo Petrushka; y los funcionarios de la aduana, movidos a compasión no fingida, le dejaron cinco o seis pastillas de jabón para conservar la frescura del cutis: ¡ nada más! ¡ He aquí la posición en que otra vez se hallaba nuestro héroe! Tal era la inmensidad de la catástrofe que le había sobrevenido. Era esto lo que él llamaba “sufrir en una buena causa”. Se había de creer que después de tantas desventuras, de tantas pruebas, de tantas veleidades de la suerte y sufrimientos infinitos, se habría retirado, con sus preciosos diez mil rublos, a la soledad pacífica de una aldea de provincias, para vegetar eternamente en la ventana de una casita, envuelto en una bata de zaraza, contemplando, los domingos, a los campesinos que se peleaban bajo su ventana, o para tomar el fresco y hacer un poco de ejercicio, paseándose por el corral, y palpando con sus propias manos la gallina destinada para la sopa, llevando, de esta manera, una vida, si bien obscura, no del todo inútil. Pero no sucedió así. Hay que hacer justicia a la fortaleza invencible de su carácter. Al cabo de sufrir desgracias suficientes para, si no matar, por lo menos amansar y entibiar para siempre a un hombre, no se extinguió su indomable pasión. Se abismó en el dolor y el despecho, se quejaba de la vida, le encolerizaba la injusticia de la suerte, le indignaba la injusticia de los hombres, pero, no obstante, no se resignaba a abandonar la lucha. En suma, dió muestras de una paciencia tal, que, comparado con ella, el aguante empedernido de un alemán, consecuencia de la circulación lenta y perezosa de su sangre teutona, parece poca cosa. La sangre de Tchitchikof circulaba vigorosamente, y le eran precisos mucho sentido común y muchos esfuerzos de la voluntad a fin de refrenar los numerosos impulsos que luchaban en él por romper las trabas y manifestarse libremente. Argüía, no sin cierta razón: “¿ Por qué yo? ¿ Por qué había yo de caer en la desgracia?

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¿ Quién es el valiente que, en nuestros tiempos, desperdicia las oportunidades que le proporciona su cargo? Todos se ganan lo que pueden. Yo no he causado perjuicio a nadie; yo no he robado a la viuda, no he sumido en la miseria a nadie; he tomado lo que sobraba; he tomado lo que habría tomado otro cualquiera; si yo no me lo hubiera apropiado, otro lo habría hecho. ¿ Por qué prosperan otras gentes, y a mí me han de aplastar como un gusano? Y ¿ qué soy ahora? ¿ Para qué sirvo? ¿ Cómo puedo ahora mirar a la cara a un respetable padre de familia? ¿ Cómo puedo no sentir pesar cuando reconozco que soy una inutilidad completa? Y ¿ qué dirán un día mis hijos? “~ Nuestro padre es un animal—dirán,-que no nos ha dejado patrimonio!” Como no ignora el lector, le preocupaban mucho a Tchitchikof sus descendientes. ¡ Era un tema tan enternecedor! No habría trabajado con el mismo ahinco si no le hubiera aguijoneado la pregunta: “¿ Qué dirán mis hijos?” Así, nuestro futuro padre de familia se parecía a un gato cauteloso que, mirando de soslayo para ver si le vigila su amo, agarra apresuradamente lo que tenga más cerca: el jabón, las candelas, el tocino, o el canario, sí esto le resulta factible; en fin, que nada perdona. Así era que, mientras nuestro héroe lloraba y se lamentaba, su despierto cerebro no descansaba; hervía en él un anhelo de obrar que sólo esperaba, para comenzar, un plan factible. Ahora se disciplinaba de nuevo; otra vez comenzaba a llevar una vida estrecha, una vez más renunciaba a todo, una vez más, de una vida decorosa y elegante, cayó en la degradación de las bajas esferas. Y mientras esperaba la llegada de los tiempos mejores, se veía obligado a adoptar la profesión de agente de trámites legales, profesión que entre nosotros no se considera, que digamos, recomendable; le empellaban a cada paso, recibía escasas muestras de respeto de los picapleitos de los despachos de los abogados, aun de los que le empleaban; estaba condenado a estar de plantón en los vestíbulos, a aguantar las insolencias de todos, pero su pobreza le obligaba a aceptar cualquier empleo. Entre otros encargos que recibía, había el de tramitar la hipoteca, a la Junta de Síndicos, de varios centenares de campesinos. La hacienda a que pertenecían se hallaba irreparablemente arruinada, a consecuencia de la peste entre el ganado,

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los canallescos administradores, las malas cosechas, las enfermedades epidémicas, que se llevaban a los mejores trabajadores, y también los desatinos del amo mismo, quien había puesto casa a la moda en Moscou, despilfarrando, a tal fin, todo su patrimonio, hasta el último Copec, de suerte que no tenía literalmente qué comer. Por fin, no le quedó más remedio que hipotecar la única propiedad que le restaba. En aquella época, el hipotecar las propiedades al Estado era una cosa nueva, y los propietarios recurrían a ella con cierta desconfianza. Tchitchikof, en su calidad de agente, después de congraciarse con todos (ya se sabe que sin una recompensa preliminar, resulta imposible obtener una sencilla información o comprobación, que, cuando menos, se ha de verter en cada garganta de escribiente una botella de Madeira), llamó la atención de los interesados con un detalle: que la mitad de aquellos campesinos había muerto; adoptó esta precaución para que no se suscitara luego ninguna dificultad... “Pero están todos inscritos en el censo, ¿ no es así ?“, le contestó el secretario. “Sí, lo están”, respondió Tchitchikof. “Entonces, ¿ por qué preocuparse? Uno se muere, otro nace, y son todos hipotecables.” El secretario, como observará el lector, sabía hablar en rima. Fué entonces cuando iluminó repentinamente el cerebro de Tchitchicof la inspiración más genial que jamás se le haya ocurrido a un hombre. “¡ Uf, si soy un necio 1”, se dijo. “Busco mis guantes y los tengo en el cinturón. ¡ Vamos!, si yo comprara todos los campesinos que se han muerto antes de que se llene el nuevo censo; si consigo, digamos, mil, y la Junta de Síndicos me presta doscientos rublos por alma: pues ahí tengo una fortuna de doscientos mil rublos! Y ésta es la hora propicia, porque una epidemia ha asolado la comarca, los campesinos se han muerto, gracias a Dios, por millares. Sus amos han perdido grandes cantidades al juego, van jaraneando y tirando el dinero bonitamente; ahora corren a Petersburgo a buscarse un empleo en el Servicio; sus fincas están abandonadas, administradas de cualquier manera, y cada año les resulta más difícil pagar los tributos. De suerte que todos me cederán de buena gana esos campesinos muertos, aunque sólo sea para no tener que pagar el impuesto sobre ellos; y aun puede ser que en algunos casos me den un Copec por llevár-

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melos. Claro que es un negocio difícil y molesto, y para evitar el peligro de meterme en otro enredo, de que se suscite otra vez un escándalo, tendré que desplegar mucha finesse. Pero, ¡ vamos!, Dios ha dotado de cerebro al hombre para que lo emplee. Y lo mejor es que la empresa les parecerá increíble a todos; nadie los creerá. Es cierto que no se pueden comprar campesinos sin terrenos, como tampoco hipotecarios. Pero los compraré para colonizar unos terrenos en otra provincia; ahora te los dan de balde en la provincia de Taurida y en la de Kherson, con la única condición de que los colonices. ¡ Ahí los llevaré! ¡A Kherson con ellos! ¡ Que vivan en Kherson! La colonización puede efectuarse legalmente, tramitándolo todo con las autoridades. Y si quieren verificar las compras, ¿ por qué no? Yo nada tengo que oponer a ello. Presentaré una comprobación firmada por el comisario de Policía de su puño y letra. La aldea podría llamarse “Colonia Tchitchikof” o, empleando mi nombre, “Pavlovskoe.” Fué de esta manera como vino a dar Tchitchikof en aquella extraña idea, que no se si -mis lectores se la agradecerán, aunque sería difícil expresar el agradecimiento del autor, pues si aquella idea no se le hubiera ocurrido a Tchitchikof, este poema no habría visto la luz. Santiguándose al estilo ruso, se puso a llevarla a ejecución. So pretexto de buscar un sitio en que establecerse, y valiéndose de otras varias excusas, se puso en camino con objeto de echar un vistazo a los diferentes rincones de nuestro Imperio, con preferencia a los que hubieran sufrido más que los otros el azote de las desgracias, tales como las malas cosechas, la mortalidad elevada y demás desdichas por el estilo; a aquellas localidades, en fin, donde podría comprar con mayor facilidad, y al precio más barato, los siervos que necesitaba. No se dirigía indistintamente a todos los propietarios, sino que buscaba a aquellos que más le convinieran, a los que menos dificultades opusieran al trato, procurando primero hacer su conocimiento y granjearse sus simpatías, para que le cediesen los campesinos antes bien por amistad que por dinero. Por tanto, el lector debe reprocharme que no son de su agrado los personajes que hasta ahora se le han presentado; es culpa de Tchitchikof más bien que mía; en esto es

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dueño absoluto, y adonde le parezca conveniente llevarnos, allí hemos de ir. Pero si en efecto incurrimos en la censura por lo sosos y poco atractivos de nuestros protagonistas, alegaremos en nuestra defensa que el alcance y la magnitud de una cosa no se perciben a primera vista. Las cercanías de cualquiera ciudad, hasta las de la capital, son siempre aburridas y faltas de interés; al principio, es todo gris y monótono; hay hileras interminables de fábricas y talleres llenos de hollín, y sólo después aparecen las casas de seis pisos, las tiendas, las muestras de establecimientos, las amplias perspectivas de las calles, y un conjunto confuso de campanarios, columnas, estatuas y torrecillas, todo ello rebosando esplendor y resonando con el ruido y el tumulto de la ciudad, luciendo todo lo que tan maravillosamente han creado el cerebro y la mano del hombre. En qué forma se verificó la primera compra, ya lo saben mis lectores. Más tarde, tendrán ocasión de observar cómo le marchaban después las cosas, qué triunfos y quebrantos encuentra nuestro héroe, cómo tiene que salvar obstáculos casi insuperables, cómo aparecen formas titánicas, cómo se sueltan los resortes de nuestra gran novela a medida que se ensancha su horizonte, y va adquiriendo un tono grandioso y lírico. La compañía de viajeros, compuesta de un caballero de edad madura, un calesín como los que emplean los solteros, el lacayo Petrushka, el cochero Selifan, y los tres caballos, desde el Imponedor hasta el canallesco tordo rodado, tienen delante todavía un largo camino. He aquí el retrato de cuerpo entero de nuestro héroe, tal como era. Pero puede que el lector exija que se concrete un detalle: “¿‘Cómo era su personalidad moral?” Que no era un héroe rebosando virtudes y perfecciones. es evidente. “Entonces, ¿ qué era? Supongo que habrá sido un canalla.” ¿Por qué canalla? ¿Por qué mostrarse tan intolerante con los demás? En nuestros días, no hay canallas: hay gentes bien intencionadas y agradables, pero apenas si se encontrarán más de dos o tres hombres que se expongan a la pública ignominia de una bofetada, y aun esos hablan ahora de la virtud. Lo más justo sería llamarle a Tchitchikof un buen administrador, un hombre resuelto a ganar dinero. El ganar dinero es un vicio universal; se han realizado, en aras del

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dinero, acciones que el mundo califica de “no estrictamente honradas.” Es cierto que existe en un carácter de esta naturaleza algo repugnante, y los mismísimos lectores que en el curso de su vida recibirían en sus hogares a un hombre de esta índole, y que pasarían agradablemente con él sus ocios, le mirarán de reojo si se le hace héroe de un drama o poema. Pero sabio es el que no desdeña ningún carácter, sino que, ahondando en él con vista penetrante, analiza sus componentes primarios. El hombre se transforma con suma rapidez; en un abrir y cerrar de ojos, ha nacido dentro de su ser un gusano horrible que va chupando su savia vital. Y más de una vez ocurre que surge en un hombre, nacido para fines más nobles, una pasión—no sólo una gran pasión, sino también una propensión mezquina a alguna cosa bonita—que le hace olvidar sus grandes y sagrados deberes, y ver en una chuchería despreciable, algo noble y santo. Innumerables como los granos de arena de la playa, e infinitamente más variadas, y todas, las nobles y las bajas, se hallan primero sujetas a su albedrío, para convertirse más tarde en tiranos que le dominan. Feliz el hombre que ha escogido entre ellas una pasión noble; crece, y con cada hora y momento enriquece su inmensa felicidad, a medida que penetra en el infinito paraíso de su alma. Pero hay pasiones cuya elección no se halla en poder del hombre. Nacen con él, en el mismo momento que ve la luz, y no ha sido dotado de la fuerza suficiente para deshacerse de ellas. Forman parte de un plan más elevado, y poseen una fuerza que siempre nos llama, que no se calla en todo el curso de nuestra vida. Están destinadas a completar el grandioso espectáculo del mundo; aparezcan en forma melancólica y aciaga, o como aparición luminosa que alegra a los hombres, son todas evocadas igualmente para algún bien desconocido del hombre. Y quizá en el caso de este mismo Tchitchikof resulte que no era culpable de la pasión que le arrastraba, y que yazca, en su fría existencia, lo que un día le hará postrarse al hombre ante la sabiduría del cielo, Y es otro misterio el por qué de haber aparecido este tipo en el poema que ahora ve la luz. Pero lo que a mí me preocupa no es que pueda desagradar a mis lectores este héroe. Lo que a mí me inquieta es la arraigada

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convicción de que a mis lectores les habría encantado este mismo héroe, este mismo Tchitchikof, si el autor hubiera hurgado en las profundidades de su corazón, descubriendo lo que se escabulle de la luz, y se oculta; si no hubiera mostrado los secretos pensamientos que un hombre no descubre a nadie; sino que, al contrario, le hubiese presentado en el aspecto que revestía para los habitantes de la ciudad de N., para Manilof y para los demás: entonces todos se habrían mostrado contentos de él, acogiéndole como hombre interesante. No habría importado que su rostro y su figura no se hubieran agitado con apariencia de vida; en cambio, al terminar la lectura del libro, los lectores se habrían quedado tranquilos, y habrían podido volver a jugar a los naipes, que constituye el solaz de Rusia. Sí, mis encantadores lectores, preferiríais no ver expuesta la pobreza espiritual del hombre. “¿ Para qué ?“, decís, “¿ que se consigue con ello? ¿ Es que supones que no sabemos que la vida encierra mucho de estúpido y despreciable? Nos toca observar muy a menudo las cosas tristes, sin necesidad de que vengas tú a mostrárnoslas. Más vale que nos muestres lo noble y simpático. Más vale que nos dejes olvidar.” “Hombre, ¿ por qué vienes a decirme que mi hacienda anda mal?”, dice el propietario a su administrador. “Eso ya lo sé. hombre, sin necesidad de que tú me lo digas; ¿ no tienes nada mejor que decirme? Déjame olvidarlo; que no lo sepa, y seré feliz.” Y así, el dinero que hubiera podido remediar, hasta cierto punto, la situación, se despilfarra en toda suerte de recursos para conseguir el olvido. Duerme la mente de la cual quizá hubiesen surgido unos hábiles medios; y la finca se vende en pública subasta, y el amo se ve arrojado a la corriente de la vida para olvidar sus penas como pueda, con el alma dispuesta, en este apuro, a realizar acciones viles, que en otro tiempo le habrían estremecido de horror. El autor incurrirá también en la censura de los llamados patriotas que, por lo común, permanecen quietecitos en sus casas, ocupándose en cosas bien distintas, en ganar dinero, en enriquecerse a costa de los demás; pero que en cuanto observan algo que se les antoja ofensivo para su patria, por ejemplo, si se publica algún libro en que consta una amarga verdad, salen corriendo de todos

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los rincones, al modo de la araña que ve una mosca presa en su telaraña; e inmediatamente ponen el grito en el cielo: “¿ Está bien sacar a lucir una cosa como ésta, pregonaría a voces? Si todo esto aquí expuesto es asunto particular nuestro, ¿ está bien esto? ¿Qué dirán los extranjeros? ¿Agrada a nadie oir una opinión desfavorable de él? ¿ Se cree que no duele? ¿ Se figuran que no somos patriotas?” He de confesar que no encuentro respuesta adecuada a estas sagaces observaciones, especialmente a la relacionada con la opinión de los extranjeros. A no ser ésta: Había dos súbditos que vivían en un remoto rincón de Rusia. El uno, que se llamaba Kifa Mokievitch, era padre de familia, y hombre de condición pacífica, que pasaba la vida envuelto en una bata y calzando zapatillas; no le preocupaba la familia; dedicaba su atención antes bien a las materias especulativas, absorto en los siguientes—como él los llamaba—problemas filosóficos: “Ahora, el animal, por ejemplo, nace desnudo”, decía mientras se paseaba a lo largo de la habitación. “¿ Por qué nace desnudo? ¿ Por qué no nace como el pájaro?: ¿ por qué no se incuba en un huevo? Verdaderamente es... es... ¡ Cuánto más se ahonda en los misterios de la naturaleza, más difícil resulta el comprenderlos!...” Tales eran las meditaciones del digno súbdito Kifa Mokievitch. Pero eso no es lo importante. El otro súbdito era Moky Kifovitch, su hijo. Era lo que se llama en Rusia un bogatyr, y mientras su padre se hallaba absorto en el problema del nacimiento de los animales, este mozo de veinte años manifestaba violentamente su desarrollo juvenil. No sabia hacer nada a medias: ya le rompía el brazo a alguien, ya le aplastaba la nariz. Todos los de la casa y de la vecindad, desde la criada hasta el perro, huían al sólo verle; hasta hizo astillas su propia cama. He aquí Moky Kifovitch. Y no obstante, era de corazón bondadoso. Pero tampoco es esto lo importante, sino lo siguiente: “¡ Virgen Santísima, señor Kif a Mokievitch !“, le decían al padre sus siervos y los de los vecinos, “no podemos con su Moky Kifovitch. ¡ No nos deja vivir, es un chico terrible!” “Sí, es juguetón”, solía responderles el padre; “pero vamos, ¿ qué queréis que hagamos? Ya es tarde para zurrarle, y además, si lo hiciera, me tacharían de cruel; y es muy sensible el chico; si le amonesto

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delante de otros, se mostrará manso, pero ¡ la publicidad! Eso es lo malo! Todo el pueblo le llamaría cochino. ¿ Os figuráis que no seria doloroso eso? ¿No soy acaso su padre? Porque me absorbe la filosofía y no me deja tiempo para ocuparme de mi familia, ¿ creéis que no soy padre? ¡ Pues sí, señores, soy su padre!, ¡ su padre, demonios, su padre! ¡ ¡Moky Kifovitch me es un ser querido”! En este punto, Kifa Mokievitch se golpeaba el pecho con el puño, excitándose terriblemente. “¡ Si ha de ser cochino, que no lo sepan por mí, que no se lo revele yo!” Después de poner de manifiesto, de esta manera, su cariño paternal, dejaba perseverar a Moky Kifovitch en sus heroicas hazañas, y volvía él a su tema predilecto, presentándose algún problema tal como: “Bien; si el elefante se empollara en huevo, supongo que la cáscara sería bastante gruesa, no la romperías ni con una bala de cañón: tendrían que inventar un nuevo explosivo.” Así seguían su curso estos dos súbditos que tan inesperadamente han aparecido al final de nuestro poema, asomándose desde un plácido rincón de Rusia, como desde una ventana, para proporcionarnos una modesta respuesta a las censuras de algunos ardientes patriotas, que hasta ahora se han ocupado pacíficamente en las investigaciones filosóficas, o en aumentar sus fortunas a costa de la hacienda del país al que tanto aman, no preocupándose en evitar la maleficencia, pero muy interesados en que no se bable de sus malas acciones. Pero no, no es el patriotismo, ni ningún sentimiento noble, lo que inspira sus protestas. Con éstas, se encubre otra emoción. ¿ Por qué ocultar la verdad? ¿ Quién, sino un autor, se halla obligado a decir la santa verdad? Teméis que se ahonde por debajo de la superficie; vosotros mismos teméis examinar lo que se oculta debajo de la superficie; os gusta pasarlo por alto, con mirada distraída. De buena gana os reís de Tchitchikof, y aun puede que alabéis al autor, y digáis: “Ha acertado lindamente; ¡ debe ser un tío gracioso!” Dicho lo cual, os contempláis con más orgullo que nunca, una sonrisa fatua ilumina vuestros rostros, y añadís: “¡ Sí!; no se puede negar que existen en algunas provincias unos tipos raros, así como bribones sin conciencia!” Y ¿cuál de vosotros, lleno de humildad cristiana, no en público, sino en la soledad de vuestro cuarto, le dirigirá a

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vuestra alma, en el momento de hacer un examen de conciencia, esta dolorosa pregunta?: “¿ No existe en mí también un poquito de Tchitchikof?” Y es casi seguro que, en efecto, exista. Y si en ese momento acierta a pasar un amigo, de un grado en el Servicio no muy elevado, como tampoco muy humilde, darás con el codo a tu acompañante y dirás, ahogando una carcajada: “¡ Mira, mira, ahí va Tchitchikof, ahí está Tchitchikof!” Y entonces, olvidando el decoro que corresponde a tu edad y tu posición, correrás tras él como un chiquillo, remedándole y repitiéndole: “~ Tchitchikof! ¡ Tchitchikof! ¡ Tchitchikof !“ Pero estamos hablando muy alto, olvidando que nuestro héroe, que ha estado durmiendo durante todo el tiempo que hemos ido contando su historia, estará por ahora despierto, y que podrá oírnos repetir con tanta frecuencia su nombre. Se enfada por poca cosa, y le disgusta mucho que se hable de él irrespetuosamente. Al lector poco le importa que Tchitchikof se enfade con él, pero a un autor no le conviene nunca reñir con su héroe: todavía han de caminar larga distancia cogidos de la mano; todavía faltan dos partes extensas, y eso no es ninguna friolera. —~ Eh, tú!, ¿ qué estás haciendo ?—gritó Tchitchikof a Selifan —¿Qué pasa ?—contestó Selifan, en voz reposada. —Sí, en efecto, ¿qué pasa? ¿Eres imbécil? ¿Qué manera guiar es ésa? ¡ Vamos, aprieta el paso! En efecto, hacía largo rato que Selifan iba guiando con los ojos cerrados, limitándose a agitar de vez en vez las riendas sobre las costillas de los caballos, los cuales también estaban dormitando; y hacía mucho rato que se le había caído la gorra a Petrushka. y que éste se había desplomado en una posición que hacia caer su cabeza sobre las rodillas de Selifan, por lo cual éste se veía obligado a darle un codazo. Selifan se despabiló, y propinándole al tordo rodado algunos latigazos en el lomo, gracias a los cuales comenzó a trotar, y blandiendo el látigo sobre los tres, gritó, con sonsonete atiplado: “¡ Nada temáis !“ Los caballos se pusieron en movimiento, arrastrando el calesín como si fuera una pluma. Selifan blandía el látigo, y no cesaba de gritar: “¡ Arre, arre, arre!”, levantándose y dejándose caer suavemente sobre ci pes-

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cante, a tiempo que las caballerías subían y bajaban, con la rapidez del viento, las pequeñas colinas que quebraban el camino, el cual iba en declive apenas perceptible. Tchitchikof sonreía, mientras su cuerpo se balanceaba ligeramente sobre el almohadón de cuero, pues le gustaba mucho la rápida carrera. ¿Y cuál es el ruso a quien no le guste? ¿Cómo queréis que no la goce su alma, que anhela girar perpetuamente en impetuoso volteo, jaranear a sus anchas, exclamar de vez en vez: “¡ Que el demonio me lleve!”? ¿Cómo no ha de gozarla su alma? ¿Cómo no amarla, si da la sensación de algo extático y maravilloso? Uno se figura que le ha cogido una fuerza invisible, que le lleva sobre las alas, que vuela, y que vuela todo a su alrededor, pero en sentido contrario: vuela las piedras miliares; los mercaderes, en el pescante de sus carretas, vuelan al encuentro de uno; pasa volando por ambos lados el bosque, con sus filas obscuras de abetos y pinos, resonando con el ruido metálico de los golpes de las hachas y con el graznar de los cuervos; vuela la carretera hacia la desconocida lejanía retrocediente; y hay algo terrible en esta veloz carrera, que no da tiempo para distinguir el objeto que inmediatamente desaparece, con sólo el cielo en lo alto, y unas ligeras nubes, y la luna que, luchando por abrirse camino entre ellas, parece inmóvil. ¡ Ah, troika, troika alada! ¿ Quién fué e! que te inventó? Cierto es que sólo podrías nacer de un pueblo de bríos, en esa tierra donde nada se hace a medias, que, aunque pobre y ruda, ha tendido su vasta planicie sobre medio mundo, y se pueden contar sus piedras miliares hasta el vértigo. Y no hay nada complejo, según parece, en tu construcción; no depende de tornillos de hierro, no; te ha hecho un mañoso campesino de Yaroslav, juntando apresuradamente tus piezas, toscamente, sin otras herramientas que un hacha y un taladro. El cochero no calza botas alemanas: lleva barba y manoplas, y se sienta en cualquier cosa; pero cuando se pone de pie y blande el látigo y entona una canción, los caballos vuelan como un torbellino, los rayos de las ruedas se funden en disco giratorio, se estremece la carretera, y el caminante, soltando un grito, se detiene alarmado, y la troika se lanza lejos, lejos. . . Y ya no se ve más que un objeto que va girando por el aire, despidiendo nubes de polvo.

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Y tú, Rusia, ¿ no vas tú volando también, como troika veloz que nada puede alcanzar? ¡ La carretera humea bajo tus plantas, retumban los puentes, todo retrocede, quedando atrás! El espectador se detiene, atónito, ante el milagro divino: ¿ será un relámpago lanzado del cielo? ¿ Qué significa esta carrera aterradora? ¿ Qué fuerza misteriosa, nunca vista, se oculta en esta troika? Y los caballos, ¡ qué caballos! ¿ Lleváis el torbellino en las crines? ¿ Son acaso las venas de vuestros cuerpos oídos alertas que captan el mensaje celestial que les envían? ¿ Se agita en vuestras venas algún sentido delicado? Escuchan sobre sus cabezas la familiar tonada; con un esfuerzo de sus férreos músculos se transforman simultáneamente en líneas horizontales que vuelan por el aire, apenas rozando sus cascos la tierra, y la troika los sigue, plena de inspiración divina... ¡ Rusia!, ¿ adónde vas? ¡Responde! No responde. El retintín de los cascabeles se funde en música; el aire, desgarrado, zumba y sopla como recio viento, el mundo todo pasa volando, y los otros Estados y naciones, con mirada de recelo, se apartarán a darte paso. 1841.

FIN DEL LIBRO PRIMERO

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LIBRO SEGUNDO

CAPITULO I

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¿ Por qué pintar la pobreza de la vida rusa y la triste imperfección nuestra, sacando a las gentes de sus bosques y páramos y de los más apartados rincones de nuestro Imperio? ¿ Qué se ha de hacer, si tal es el temperamento del autor; si tanto le disgustan sus propios defectos, y si su talento está formado para pintar la pobreza de nuestra vida, sacando a las gentes de sus bosques y páramos y de los más apartados rincones de nuestro Imperio? Aquí estamos otra vez en la campiña; de nuevo hemos venido a parar en un rincón lejano. Pero ¡ qué campiña, y qué rincón! Las montañas van culebreando por más de mil kilómetros. Como gigantesca muralla de una fortaleza colosal, se alzan sobre la planicie; acá se ve una escarpa amarillenta, como pared, con barrancas y hondonadas, allá un almohadón verde y redondo tapizado, a guisa de lana corderina, con el tierno follaje que nace de los tocones de los árboles cortados; acullá la selva virgen obscura. El río, entre sus altas riberas, las sigue en innumerables revueltas a través del paisaje, pero a veces se escabulle de ellas en los prados y, después de describir una serie de eses, relampagueando vivamente con el sol, se interna en un bosquecillo de abedules, álamos y saúcos, y luego sale corriendo en triunfo, acompañado de puentes, molinos y diques, que parecen perseguirlo a cada vuelta. En un sitio, el declive escarpado de la colina se levanta más alto que en otros, cubierto de arriba abajo de boscaje, cuyo verdor es allí más denso que en otras partes. Aquí todo crece junto, la flora del norte y el sur, gracias a la mano hábil del agricultor y a la protección que ofrece una barranca escabrosa: arces, sauces bajitos, perales, retamas, abedules, abetos, serbales, enroscados con lúpulos; desde aquí se divisan los tejados rojos de las casas solariegas, los de las chozas de campesinos que se ocultan detrás de aquéllas, la parte superior de una mansión, y por encima de esta maraña de árboles y tejados, yergue la iglesia lugareña sus cinco cúpulas centelleantes, luciendo cada una de ellas su crucifijo de oro tallado sujeto por una cadena del mismo, de tal modo que el oro

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chispea a los lejos como si se sostuviera en el aire sin soporte ninguno. Y este montón de árboles y tejidos se refleja, invertido, en las aguas del río, donde los pintorescos sauces, viejos y torcidos, creciendo algunos en la orilla, otros en el agua misma, en que bañan sus hojas y ramas, parecen contemplar fijamente ese reflejo que no han cesado de admirar en todos los largos años de su vida. Era una perspectiva hermosa, pero lo era más aún la de la planicie y del lejano horizonte que se disfrutaba desde la casa. Ningún visitante podría permanecer impasible ante ella; se le estremecería el corazón, y no podría hacer otra cosa que exclamar: “¡ Dios mío, qué paisaje!” Abajo, se extendía un espacio sin limites. Más allá de las praderas, salpicadas de arboledas y molinos, se divisaban las manchas obscuras verdes y azules de los bosques, semejando el mar, o una neblina que inundara la lejanía. Más allá del bosque, se vislumbraba, a través de la atmósfera brumosa, un arenal amarillo. Finalmente, en el lejano horizonte, se extendía una cordillera de colinas arcillosas que lucían con blancura’ deslumbrante aun en los días obscuros, como iluminadas por un sol eterno. Esparcidas sobre la blancura deslumbrante de sus laderas, se veían algunas manchas purpurinas. Eran aldeitas distantes que apenas divisaba la vista; sólo la aguja dorada, chispeante, de alguna iglesia denunciaba la presencia de un populoso pueblo. Esta escena estaba envuelta en plácido silencio, apenas alterado por el canto, casi imperceptible, de los pájaros que llenaban el aire. En fin, ningún visitante podía permanecer impasible sobre el balcón, y después de contemplarla por espacio de una hora o dos, volvía a exclamar, como en el primer momento: “¡ Dios mío, qué perspectiva!” ¿ Quién era el que vivía en esta aldea que, como fortaleza inexpugnable, era inaccesible por delante, y a la que se podía llegar sólo por el otro lado, atravesando las praderas, los sembrados y, por fin, un bosquecillo de robles que, esparcido pintorescamente sobre el verde césped, llegaba hasta las mismas puertas de las chozas y de la mansión? ¿ Quién era el habitante, el amo y señor de esta aldea? ¿A qué hombre feliz pertenecía este pacifico retiro? A Andrey Ivanovitch Tyentyetnikof, terrateniente del distrito de Tremalahansky, joven soltero de treinta y tres años, de la jerarquía de secretario colegiado.

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¿ Qué clase de hombre era Andrey Ivanovitch Tyentyetnikof? ¿ Cuáles eran su temperamento, sus cualidades, su carácter? Sería conveniente que tomásemos informes de sus vecinos. Uno de ellos, perteneciente a la clase de oficiales retirados y viejos ordenancistas, expresaba su condición con las lacónicas palabras: “Un bestia.” Un general, que vivía a unos doce kilómetros de la aldea de Tyentyetnikof, dijo: “El joven no es tonto, pero tiene demasiadas ideas en la cabeza. Yo habría podido serle útil, porque tengo en Petersburgo hasta...” En general no terminó su observación. El comisario de Policía afirmó: “Pues su grado en el servicio es humilde, despreciable; y mañana tengo que ir a verle a causa de su retraso en pagar las contribuciones!” Cuando se le preguntaba a un campesino de la aldea qué suerte de hombre era su amo, no contestaba. En resumidas cuentas, la opinión general que de él se había formado era antes bien desfavorable. No obstante esto, Andrey Ivanovitch no era, en su modo de vivir y en sus acciones, ni bueno ni malo: vegetaba. Puesto que hay no pocas personas en este mundo que vegetan, ¿ por qué no había de vegetar Andrey Ivanovitch? He aquí en pocas palabras la crónica completa de sus días, por la cual puede el lector formar un juicio independiente de su carácter y saber cuán poco corresponde su vida a los encantos de la naturaleza que le rodea. Se despertaba a hora muy avanzada de la mañana, y permanecía largo rato sentado en la cama, frotándose los ojos. Sus ojos eran, desgraciadamente, algo pequeños, y por esto, la operación de frotarlos duraba bastante tiempo, durante cuyo período, su lacayo Mihailo esperaba de pie en la puerta, con la jofaina y la toalla. La espera del pobre Mihailo duraba a veces una o dos horas, al cabo de las cuales, se iba por fin a la cocina, y volvía algún tiempo después; y su amo estaba todavía sentado en la cama, frotándose los ojos. Por fin se levantaba, se lavaba, se ponía la bata y entraba en el salón para allá beber el té, el café, el cacao y hasta la leche, tomando algunos sorbos de cada uno, desmigajando sin piedad el pan, y ensuciándolo todo con la ceniza de su tabaco. Invertía dos horas en ingerir

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el desayuno, y después cogía una taza de té frío y se apostaba en la ventana, contemplando el patio, en el que se verificaba todos los días la siguiente escena: El despensero Grigory, con la cara sin afeitar, le daba comienzo, chillando a Perfilyevna, el ama de llaves, en los siguientes términos: —¡Alma de cántaro! ¡ Trasto inútil! ¡ Cállate la boca, asquerosa mujer! —¡ Si no voy a tomar las órdenes de ti, tragaldabas indecente! —vociferaba el trasto inútil, alias Perfilyevna. —¡ No hay quien pueda contigo: te peleas hasta con el administrador, trasto infame !—aullaba Grigory. —¡ Sí, y el administrador es otro ladrón como tú !—baladraba el trasto inútil, con voz que atronaba la aldea.—¡ Sois los dos borrachos que despilfarráis los bienes de vuestro amo, cubos sin fondo! ¿ Creéis que el amo no os conoce? ¡ Pues si ahí está, escuchándolo todo! —¿ Dónde está? —Está ahí en la ventana, y lo está viendo todo. En efecto, el amo estaba en la ventana y lo veía todo. Para completar el cuadro, comenzaba a dar unos alaridos desgarradores un mocoso a quien acababa de pegar la madre, y un perro, acurrucado sobre la tierra, gemía lastimeramente a causa de que la cocinera, que bacía un rato había aparecido en la puerta de la cocina, le había salpicado con agua hirviente; la batahola era insufrible. El amo todo lo veía y oía, pero mientras que el jaleo no llegaba a un punto tan ensordecedor que basta le impedía hacer nada, no mandaba decirles que hiciesen menos ruido. Unas dos horas antes de la de la comida, Andrey Ivanovitch entraba en su escritorio para ponerse a trabajar seriamente, y seria era, por cierto, su ocupación. Consistía en meditar una obra que había estado considerando desde hacía mucho tiempo. Esta obra había de ser un tratado sobre Rusia que abarcara sus múltiples manifestaciones y aspectos: cívico, político, religioso, filosófico; que resolviese las difíciles cuestiones y los problemas abstrusos que la

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atormentaban, y que delinease con toda claridad su gran porvenir; había de ser, en fin, una obra de tremenda transcendencia. Pero hasta ahora la colosal empresa no había pasado de la etapa de las meditaciones: la pluma se mordía, aparecían en el papel unos bosquejos, y después se dejaba todo a un lado, sustituyéndose por un libro que ya no había de soltarse hasta la hora de comer. El libro se leía con la sopa, con el asado y la salsa, y aun con el pudín y, por consiguinte, algunos platos se enfriaban y otros se devolvían sin probar. Luego aparecía el café, que se saboreaba con la pipa, y, por fin, Andrey Ivanovitch jugaba consigo mismo un partido de ajedrez. Qué hacía después hasta la hora de cenar, es verdaderamente difícil determinarlo. Creo que sencillamente no hacía nada. Solo en el mundo, este joven de treinta y tres años pasaba de la manera descrita sus días, sentado en casa, envuelto en la bata, y sin corbata. No salía en busca de diversión, no andaba, ni siquiera le interesaba subir la escalera a contemplar el lejano horizonte o las hermosas vistas que sumían a los visitantes en extática admiración; no se le ocurría abrir las ventanas para que penetrara en la habitación el aire fresco. Por esta crónica de su vida, el lector puede colegir que Andrey Ivanovitch Tyentyetnikof pertenecía a esa clase de individuos, numerosa en Rusia, que se llaman holgazanes, zánganos y gandules. Si estos individuos nacen así, o si se vuelven así al contacto con la vida, es otro problema. Me parece que, en lugar de tratar de resolverlo, vale más que cuente la historia de la niñez de Andrey Ivanovitch. Cuando niño, era despierto e inteligente, a ratos vivaz, otros pensativo. Ingresó, afortunada o desgraciadamente, en un colegio, cuyo primer maestro era un hombre extraordinario en muchos respectos, si bien mostraba algunas excentricidades. Idolo de sus discípulos, Alexandr Petrovitch, que así se llamaba, poseía el don de comprender el temperamento del ruso de su época, y sabía qué lenguaje debía emplear con él. No había chico que abandonase su presencia abatido; al contrario, se sentía, aun después de una severa reprimenda, animado y deseoso de borrar su fea o mala acción. La mayoría de sus alumnos parecía, a primera vista, tan traviesa, tan vivaz y desenvuelta en sus modales, que se la podría tomar por una pandilla de muchachos

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indisciplinados, faltos de gobierno, pero este supuesto habría sido equivocado; la autoridad de un solo hombre era muy poderosa entre esa pandilla. No había muchacho por pícaro y díscolo que fuera, que no le contase voluntariamente al maestro sus travesuras. Sabía éste todo lo que iba pasando en las mentes de sus muchachos. Sus métodos eran a todas luces extraordinarios. Solía decir que lo que más importaba era despertar la ambición—la llamaba la fuerza que aguijoneaba a los hombres,—sin la cual era imposible dar impulso a su actividad. No trataba de refrenar la mayoría de las travesuras ni la fogosidad de los chicos: veía en las picardías de la niñez la primera etapa del desarrollo del carácter. Eran la llave que le descubría los secretos de las cualidades que yacían ocultas en el niño, y las estudiaba del mismo modo que mira un médico los síntomas pasajeros de una enfermedad, las erupciones cutáneas, que no trata de suprimir, sino que las observa atentamente con objeto de descubrir qué es lo que va sucediendo en el interior del paciente. Empleaba pocos maestros, enseñando él mismo la mayoría de los cursos, y es lo cierto que, sin emplear la terminología pedantesca y exponer las teorías demasiado comprensivas, de que se vanaglorian los profesores novicios, sabía transmitir en pocas palabras la esencia misma del tema, de tal modo que resultaba evidente, aun para el chiquillo más pequeño, la razón porque le interesaba comprenderlo. Solía afirmar que lo que más falta le hacía a un hombre era el conocimiento de la ciencia de la vida, que, comprendiendo ésta, comprenderíase a sí mismo, y sabría a qué debía dedicar sus energías. Hizo de esta ciencia de la vida un curso especial, al que se admitían únicamente los muchachos que más prometieran. Los que mostraban menos capacidad intelectual, los dejaba entrar en el servicio del Estado desde la primera clase, diciendo que no valía la pena fastidiarlos demasiado; bastaba que aprendiesen a ser trabajadores pacientes y diligentes, libres de orgullo y de motivos secundarios. “Pero los muchachos despiertos, los de talento, me dan trabajo para mucho tiempo”, decía, y durante este último curso,

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Alexandr Petrovitch se convertía en otro hombre, y advertía a sus alumnos, desde el principio, que si hasta entonces les había exigido sólo una inteligencia mediocre, ahora esperaba de ellos que manifestasen una superior, no ya la que se mofa a de los necios, sino la que sabe aguantar todos los insultos y soportar, sin irritarse, a los necios. Era en esta etapa que exigía de ellos lo que otros maestros exigen sin discreción de los niños. Aquello lo llamaba el grado más elevado de la inteligencia. Conservar, en medio de las aflicciones, la imperturbable tranquilidad que no debía nunca abandonar el hombre: esto era lo que él llamaba inteligencia. En este curso, Alexandr Petrovitch demostró su dominio de la ciencia de la vida. Admitía en él solo los temas más indicados para convertir al hombre en verdadero ciudadano. Gran parte de las lecciones que explicaba consistían en descripciones de lo que les esperaba en las carreras futuras que adoptasen: en el servicio del Estado, y en las profesiones. Les mostraba en toda su crudeza, sin ocultarles nada, las humillaciones y los obstáculos que sembrarían su camino, los peligros y tentaciones que les acecharían. Nada ignoraba; parecía como si él mismo hubiera ejercido todas las profesiones y desempeñado todos los cargos. No era, en fin, alegre el porvenir que les pintaba. No obstante, fuese que se había despertado, en efecto, su ambición, o fuese que la misma mirada de aquel extraordinario maestro parecía pronunciar la palabra: “¡ Adelante !“—esa palabra poderosa que tantos milagros obra en el espíritu ruso,—el hecho es que aquellos muchachos se buscaban los puestos más difíciles, tanto más sedientos de acción cuanto más difícil resultara, cuanto más valentía exigiera. Sus vidas eran sobrias. Alexandr Petrovitch los sometía a toda suerte de pruebas, les hacía sufrir dolorosas.- humillaciones, ya por sus propios actos, ya por 105 de sus camaradas; pero, comprendiéndolo, estaban alerta. Eran pocos los que completaban el curso, pero esos pocos eran hombres fuertes, eran como hombres templados en la lucha con la vida. Ya en el servicio, se mantenían en sus puestos en las situaciones más precarias, cuando otros muchos, quizá más inteligentes, los abandonaban, desesperados por alguna contrariedad insignificante o, desprevenidos, caían en manos de los canallas y de los sobornados. Y no sólo se mantenían

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firmes en sus puestos los alumnos de Alexandr Petrovitch, sino que también disciplinados en el conocimiento de la vida y de los hombres, ejercían una poderosa influencia aun en los más corrompidos y depravados. Pero al despierto joven Andrey Ivanovitch no le había de tocar en suerte disfrutar esta enseñanza. Precisamente cuando había sido aprobado, como uno de los muchachos más inteligentes, para ese curso superior, sobrevino de repente una calamidad: el extraordinario maestro, cuya menor palabra de aprobación le estremecía de felicidad, cayó enfermo y murió. La escuela sufrió una transformación. Alexandr Petrovitch fué substituido por un tal Fyodor Ivanovitch, hombre bueno y concienzudo, pero de opiniones enteramente diferentes de las de su predecesor. Se le antojaba algo desenfrenada la desenvoltura de los alumnos de la primera clase. Comenzó a introducir una disciplina externa; exigía que los chicos guardasen un silencio absoluto, que bajo ninguna circunstancia saliesen de la clase sino en parejas, y hasta comenzó a medir con una vara la distancia entre ellas. Con atención al buen aspecto, los colocaba a la mesa según su estatura, y no según su inteligencia, con la consecuencia de que para los asnos eran los más ricos bocados, y para los inteligentes, los huesos. Anunció, como en oposición deliberada a su predecesor, que no le interesaba el desarrollo intelectual, y que lo que él estimaba era la buena conducta; que si un chico se mostraba torpe en los estudios, pero se conducía bien, le estimaba más que a los inteligentes. Pero Fyodor Ivanovitch no conseguía por completo el fin que perseguía. Las travesuras se cometían en secreto, y las travesuras ocultas son, como todos sabemos, peores que las francas y abiertas. De día, se observaba la más estricta disciplina, pero con la noche, estallaban los desordenes. En la clase superior, todo fué trastornado. Estableció, con las mejores intenciones, un sin fin de innovaciones. Empleó a nuevos maestros, con ideas y orientación nuevas. Disertaban de manera erudita, y lanzaban a su auditorio innumerables términos y expresiones nuevas; eran doctos, y expertos en los más nuevos descubrimientos, pero ¡ ay!, faltaba en sus enseñanzas el elemento vital. Parecían una cosa muerta al auditorio de muchachos cuya

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comprensión hacía poco que había comenzado a desarrollarse. Todo salía mal. Y peor aún, los muchachos comenzaban a perder su respeto hacia los maestros; empezaban a burlarse del primer maestro y de sus ayudantes, llamándole Fedka a aquél, como también el “bollo", y poniéndole otros diversos motes; las cosas llegaban a un punto que fué preciso expulsar a varios de los alumnos. Andrey Ivanovitch era de temperamento apacible. No tomaba parte en las juergas nocturnas de sus camaradas, los cuales, burlando la estrecha vigilancia a que estaban sometidos, habían instalado en la vecindad a una amante, una para los ocho; ni los acompañaba en sus otras hazañas, que llegaban hasta el sacrilegio y las mofas de la religión, esto porque el primer maestro insistía en su asistencia a la iglesia. Pero Andrey Ivanovitch se descorazono. Se había despertado su ambición, pero le faltaba en qué ejercerla: un trabajo, una carrera. Habría sido mejor que no se hubiese despertado. Escuchaba a los profesores que se exaltaban en la cátedra, y recordaba a su antiguo maestro, quien, sin exaltarse, sabía hacerse comprender. Asistía a las conferencias sobre la química, sobre la filosofía del derecho, y seguía a los catedráticos a medida que iban ahondando en las sutilezas de la ciencia política y de la historia universal, concebida en tan vasta escala que, en el transcurso de tres años, el profesor conseguía tratar sólo la introducción y el desarrollo de algunas ciudades libres de Alemania; pero de todo esto, Andrey Ivanovitch sólo conservaba en la memoria algunos detalles informes. Su innato buen sentido le decía que no era aquélla una manera de enseñar, pero no sabía cómo se debía hacerlo. Y se acordaba siempre de Alexandr Petrovitch con una tristeza tan honda, que no sabía qué hacer de puro desesperado. Pero la juventud tiene el futuro por delante. Al acercarse la hora de abandonar el colegio, su corazón comenzaba a latir con violencia. Y se dijo: “Esto, claro que no es la vida, sino solamente una preparación para la vida; la verdadera vida la encon- traré en el servicio, donde se pueden realizar grandes cosas.” De esta manera, sin echar una mirada al bello rincón del mundo que nunca dejaba de impresionar fuertemente al forastero y sin veneración alguna por la tumba de sus antepasados, siguió el ejemplo de todos los

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jóvenes ambiciosos, y se fué a Petersburgo, adonde afluye, desde todas partes de Rusia, nuestra ardiente juventud, a entrar en el servicio, a descollar en él, a conquistar el ascenso, o sencillamente a adquirir el barniz superficial de nuestra educación de “sociedad”, falsa, incolora, fría. Mas las ambiciones de Andrey Ivanovitch se vieron amortiguadas desde el principio por su tío Onufri Ivanovitch, actual consejero civil, quien le informó de que lo único que importaba era la buena letra, sin la cual resulta imposible llegar a ser ministro u hombre de Estado. La letra de Tyentyetnilcof era un garrapato ilegible. Después de tomar lecciones de caligrafía por espacio de dos meses, consiguió, con grande dificultad, y gracias a la influencia de su tío, un empleo, copiando documentos en un departamento. Al entrar en la sala, bien iluminada, en que había bruñidas mesas tan hermosas como si éste fuera el lugar en que se reunían los grandes del Imperio para discutir los problemas del Estado, vió sentados a ellas algunos caballeros que, inclinadas las cabezas, estaban escribiendo con plumas escarbadoras; al verse sentado allí, con un documento para copiar, experimentó una sensación muy extraña. Por un momento, creía hallarse de nuevo en un colegio para párvulos, aprendiendo el alfabeto. i Si parecían muchachos de escuela los caballeros que le rodeaban! Algunos leían novelas, que ocultaban entre las hojas grandes de sus papeles, y se agitaban siempre que entraba el jefe del departamento. Recordaba, como un paraíso perdido, los años que había pasado en la escuela: aquellos estudios le parecían muy superiores a este mezquino trabajo de copiar, y aquella preparación para el servicio infinitamente superior al servicio mismo. Y ahora surgía en su mente el vivo recuerdo de su incomparable, su grande maestro, a quien nadie podía substituir, y las lágrimas manaban de sus ojos, la sala comenzaba a dar vueltas, las mesas parecían manchas borrosas, bultos informes sus colegas, y por poco se desmaya. “¡ No!”; pensó, dominándose, “me pondré a trabajar, por mezquino que me pa- rezca ahora este trabajo!” Sobreponiéndose a su sensibilidad, tomo la determinación de hacer su trabajo, como lo hacían los otros.

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¿ Habrá algún lugar en el que falten diversiones? Existen incluso en Petersburgo, no obstante su aspecto ceñudo y lóbrego. En la calle hace un frío ártico, aúlla el huracán como demonio desesperado, batiendo sobre las cabezas los cuellos de los abrigos de pieles, empolvando los bigotes de los hombres y los belfos de los caballos; pero en alguna ventanita, quizá de un cuarto piso, resplandece una luz hospitalaria; en un cuartito abrigado, se está sosteniendo, a la luz humilde de unas candelas de sebo, y con el acompañamiento de los silbidos del samovar, una conversación que llena de calor el corazón; se está leyendo una página inspirada, alentadora, de uno de los inspirados poetas con quienes ha enriquecido Dios a su Rusia, y el joven corazón late con un fervor exaltado, desconocido en otras tierras y bajo los cielos voluptuosos del Sur. Tyentyetnikof se acostumbró pronto al trabajo de la oficina, pero jamás llegó a constituir para él un interés y un objeto supremos, como en el principio había esperado; ocupaba siempre un lugar secundario. Le servía como ocupación, haciendo que apreciase más los momentos libres que le restaban del día. Su tío, el consejero actual, comenzaba a creer que quizá su sobrino llegaría a ser un hombre útil, cuando repentinamente su sobrino lo echó todo a rodar. Merece mencionarse que, entre los amigos de Andrey Ivanovitch, había dos que pertenecían a la jerarquía de hombres desilusionados. Eran de ese temperamento raro e inquietante que no sólo no pueden soportar la injusticia, sino tampoco nada que les parezca injusticia. Esencialmente buenos, aunque algo irresponsables de su propia conducta, rebosaban de intolerancia para los defectos de los demás. A Andrey Ivanovitch le impresionaban vivamente sus discusiones acaloradas y su altiva indignación por los males de la sociedad. Excitando sus nervios y su irritabilidad, le hadan observar toda suerte de trivialidades en que no habría, en otro tiempo, parado mientes. Cobró una repentina antipatía hacia Fyodor Fyodorovitch Lyenitsyn, el jefe del departamento en que trabajaba, hombre de distinguida presencia. Comenzaba a descubrir en él un montón de defectos, y le profesaba odio porque mostraba en su rostro una dulzura excesiva cuando hablaba a sus subordinados. “Se le podía perdonar», decía Tyentyetnikof, “si el cambio de expresión no

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se verificara repentinamente: pero de súbito, delante de mis ojos, ¡ el azúcar se vuelve vinagre en un solo momento!” A partir de aquel tiempo, vigilaba todos los pasos de su jefe. Se figuraba que Fyodor Fyodorovitch era demasiado altanero, que poseía todas las cualidades de un humilde empleadillo, que miraba de reojo a los que no vinieran a presentarle sus respetos en las fiestas, llegando hasta a vengarse de aquellos cuyos nombres no aparecieran en la hoja que firmaban los visitantes en la portería, y descubría en él otros varios defectos, de los cuales no es libre ningún hombre, sea bueno o malo. Sentía hacia él una aversión nerviosa, y algún espíritu perverso le despertó el deseo irreprimible de jugarle una mala pasada. Buscaba, con peculiar satisfacción, la oportunidad de hacerlo, y consiguió bailaría. En una ocasión, le habló con tan marcada falta de respeto que recibió un aviso de las altas autoridades de pedirle perdón o abandonar eí servicio. Renunció a su empleo. Su tío fué a verle, horrorizado, implorante:“¡ Por Dios, por mi vida, Andrey Ivanovitch! ¿ Qué has hecho? ¡ Abandonar tu carrera tan bien comenzada, sólo porque no te agrada el jefe! ¿ Qué significa esto? Si todos miráramos las cosas de esa manera, no quedaría nadie en el servicio. Piénsalo bien, piénsalo bien, que todavía hay tiempo. ¡ Domina tu orgullo y tu amor propio y ve a verle!” —No se trata de eso, tío—respondió el sobrino.—No me cuesta nada pedirle perdón, cuanto menos teniendo yo la culpa de lo ocurrido. Es mi jefe, y no debía haberle hablado como lo hice. Pero hay otra cosa: has olvidado que tengo otros deberes que cumplir: poseo trescientos siervos, mis propiedades están abandonadas y mi administrador es un necio. No supondría ninguna pérdida para el Estado el que otro se sentara en mi puesto a copiar los documentos, pero si supondría una pérdida, y verdadera, el que trescientos hombres no pagasen los impuestos. Soy propietario: también es una carrera en que se pueden realizar muchas cosas. Si yo me ocupo de la conservación, del bienestar y del mejoramiento de las gentes que de mí dependen, si doy al Estado trescientos súbditos sobrios y trabajadores, ¿ será entonces mi labor inferior a la de algún jefe de departamento como Lyenitsyn?

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El consejero civil estaba boquiabierto de asombro: no había esperado semejante torrente de palabras. Después de reflexionar unos momentos, comenzó a hablar de la manera siguiente: “Pero sin embargo... ¿ cómo puedes?... ¿ Cómo puedes tú vegetar en el campo? ¿ Qué compañía gozarás entre los campesinos? Aquí, por lo menos, puedes ver en la calle a un príncipe o a un general; si quieres, puedes pasearte delante de unos hermosos edificios, o puedes ir a ver el Neva. En realidad, cualquier persona que encuentres en la calle representa la lámpara de gas y la civilización europea; pero en el campo sólo veras a los mujiks y sus mujeres. ¿ Por qué condenarte a vegetar por toda la vida ?“ Así hablaba su tío el consejero dvii. Nunca se paseaba por ninguna calle que no fuera la que le conducía a la oficina, y en ella no se veían hermosos edificios; no hacía caso de las gentes que pasaban, ni se fijaba en si eran príncipes o generales; nada sabía de las tentaciones con que seduce la ciudad a las gentes propensas a la incontinencia; ni siquiera iba al teatro. Lo que le dijo, se lo dijo con objeto de aguijonear la ambición, e influir en la imaginación del joven. Pero sus palabras cayeron en oídos sordos. Tyentyetnikof se mantuvo firme en su decisión, pues comenzaba ya a aburrirle el trabajo oficial y Petersburgo. Se le presentaba en la imaginación el campo como un refugio en que gozaría la libertad, que se estimularía al estudio y a la meditación, que le ofrecería la única carrera de actividad útil. Después de desenterrar una o dos obras modernas sobre agricultura, al cabo de dos semanas, se acercaba ya a los lugares en que había transcurrido su niñez, al lugar cuya contemplación siempre emociona al visitante. ¡Cómo le latía el corazón, cuántos recuerdos acudían a su mente a medida que se iba acercando a la aldea de sus padres! Muchos lugares los había olvidado por completo, y miraba con la misma curiosidad que si le fueran nuevas, las hermosas perspectivas. Cuando la carretera, siguiendo el borde de un barranco angosto, se internaba en un inmenso bosque enmarañado, cuando veia por arriba y abajo, sobre la cabeza y en las hondonadas, los robles de más de trescientos años de edad, que tres

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hombres apenas podrían abrazar, cuando miraba los abetos, los olmos, los álamos negros, y cuando, en contestación a su pregunta: «¿ A quién pertenece este bosque ?“, le decían: “A Tyentyetnikof”; cuando, al salir del bosque, la carretera atravesaba los prados, salpicados de arboledas de álamos temblones, de sauces, viejos y jóvenes, y de enredaderas enmarañadas, a la vista la cordillera extendida en la lejanía; cuando cruzaba numerosos puentes tendidos sobre un mismo río, y descubría las montañas a veces a la derecha, otras a la izquierda; cuando en contestación a su pregunta: “¿ De quién son estos campos y praderas ?“, le decían: “De Tyentyetnikof”; cuando la carretera, montando una colina, atravesaba una alta meseta, con campos de maíz, de trigo, de centeno y cebada extendidos a un lado, mientras que al otro, se veía el trayecto antes recorrido, que ahora parecía pintorescamente lejano; y cuando el camino, sombreado, se sumergía y salía de la umbría de unos gigantescos árboles, esparcidos por el verde césped hasta las mismas puertas de la aldea, y divisaba a intervalos las chozas de ladrillo y los edificios de tejados rojos que rodeaban la casa solariega y los chapiteles relucientes de la iglesia; cuando su corazón, palpitante de anhelo, reconocía, sin necesidad de preguntarlo, el sitio a que había llegado, todos los pensamientos y emociones que se habían acumulado en su alma brotaron de su boca en alguna frase parecida a ésta: «¡ Qué necio he sido! El Destino me ha hecho dueño de un paraíso terrestre, me ha creado un príncipe, ¡y yo me condenaba a hacer copias en una oficina! Al cabo de adquirir una educación, una cultura, de acumular una cierta proporción precisamente de aquellos conocimientos que hacen falta para dirigir a los hombres, para fomentar el progreso de toda una región, para cumplir los deberes de un propietario, que ha de ser a la vez juez, organizador y guardián del orden, ¡ confiar la misión a un ignorante administrador! Y ¿ en cambio de qué? ¡ De copiar documentos, que cualquiera dotado de la más pequeña instrucción lo sabría hacer incomparablemente mejor 1” Y otra vez Andrey Ivanovitch se llamó necio. Y mientras tanto, le esperaba otro espectáculo. Enterada de la llegada del amo, toda la población de la aldea se había congregado a la entrada. El patio, en frente de la casa, estaba atestado de pañuelos de todos los colores, de fajas y cofias y abrigos de anchos faldones y

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barbas de todas las formas: de pala, de azada, triangulares: rojas, rubias y plateadas. Los campesinos bramaban: “¡ Nuestro querido amo, le vemos otra vez en vida!” Las aldeanas cantaban con sonsonete: ‘Corazón de oro, tesoro de nuestras vidas 1” Los que se hallaban más lejos luchaban por abrirse paso. Una viejecita, que tenía todo el aspecto de una pera seca, se precipitó por entre las piernas de los otros y, acercándose al amo, juntó las manos y gritó: “¡ Nuestro nene! Pero ¡ qué delgado está! ¡ Los malditos forasteros le han agotado!” “¡ Vete, vieja!”, le gritaron las barbas en forma de pala, de azada y triangulares. “¿ Donde te estás metiendo, vieja avellanada?”; luego añadió alguno de ellos una frase que habría despertado la risa a cualquiera que no fuera campesino ruso. Andrey Ivanovitch se sentía hondamente conmovido, apenas contenía las lágrimas, y pensaba: “¡ Por tenerlos olvidados, por no preocuparme de ellos! ¡ Os juro que desde hoy compartiré vuestros trabajos, vuestras labores! ¡ Haré lo que pueda para ayudaros a llegar a ser lo que debíais ser, lo que vuestra bondad innata quiere que seáis; para que no me améis en vano, para que pueda ser efectivamente un buen amo para vosotros!” En efecto, Tyentyetnikof se puso a trabajar, a cuidar seriamente de sus propiedades y de sus siervos. No tardó en darse cuenta de que el administrador era verdaderamente una vieja y un necio, con todas las características del mal encargado; es decir, que llevaba una cuenta exacta de las gallinas y huevos, de la hilaza y los tejidos que entregaban las campesinas, pero ignoraba todo lo relacionado con la siembra y las cosechas y, como remate, sospechaba que los campesinos querían atentar contra su vida. Despidió al tonto administrador y tomó a su servicio a otro, a un vivo mozo, para sustituirle. Sin perder tiempo en detalles, dedicaba Tyentyetnikof su atención a los problemas de mayor importancia; disminuyó las contribuciones, suprimió algunos días de trabajo, para que los campesinos dispusieran de más tiempo para sus pro-

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pias labores, y pensaba que ahora las cosas andarían a maravillas. Intervenía en todo; se le veía en los campos, en las eras, en los rediles, en los molinos, y en los muelles, cuando se carbagan y despachaban las gabarras y bateas. “¡ Vaya si es despierto 1”, comenzaban a decir los campesinos, rascándose las cabezas, pues con la falta de dirección a que estaban acostumbrados desde hacía tiempo, se habían vuelto perezosos. Pero las cosas no siguieron así por mucho tiempo. El campesino ruso es listo y astuto: los siervos de Tyentyetnikof no tardaron en darse cuenta de que, aun cuando el amo se mostraba entusiasta y pronto a emprenderlo todo, no sabía todavía cómo dar principio al desarrollo de sus planes, que hablaba de una manera demasiado erudita y fantástica, incomprensible para ellos. Así resultaba que el amo y sus campesinos, aunque no dejaban de comprenderse hasta cierto punto, no podían, por decirlo así, cantar en unisonancia; eran incapaces de dar la misma nota. Tyentyetnikof comenzaba a notar que, por alguna razón inexplicable, las cosechas de los sembrados suyos resultaban inferiores a las de los terrenos de los campesinos. Los del amo se sembraban más temprano y los frutos se recogían más tarde. No obstante, parecía que trabajaban bien: él mismo, que presenciaba las faenas, mandaba obsequiarles con un cubilete de vodka en premio de su diligencia. Hacía ya tiempo que el centeno de los campesinos había comenzado a echar espigas; la avena comenzaba a caer, el mijo formaba penachos, mientras que el maíz de las tierras del amo apenas había comenzado a echar tallos, y no se había formado aún la base de la mazorca. En fin, ya comenzaba a percatarse de que los campesinos le estaban engañando, no obstante sus halagos; probaba el efecto de los reproches, pero recibía la respuesta: “¡ Cómo podíamos descuidar los intereses de nuestro amo, señor! Usted mismo ha visto, señor, cómo trabajábamos en el arar y el sembrar, y nos mandó traer un cubilete de vodka.” ¿ Qué se podía responder a este razonamiento? “Pero ¿por qué va brotando tan lentamente?”, persistía Tyentyetnikof. «¡ Quién sabe! Parece que lo están comiendo los gusanos por debajo. Y luego, el verano que vamos ....... No llueve.” Pero observaba que los gusanos no habían comido las mieses de los campesinos, y que debía haber llovido de una manera rara, concediendo la preferencia a las tierras de los aldeanos, sin dejar caer gota sobre las del amo. Le resultaba aún más difícil llevarse bien con las mujeres. No cesaban de

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pedirle exención de los trabajos, quejándose de lo pesado de las faenas que tenían que efectuar para él. ¡Era extraño! Había suprimido las contribuciones de hilos, de frutas, de setas y nueces, y había reducido a la mitad las faenas obligatorias de las mujeres, esperando que emplearían sus horas libres en cuidar de sus hogares, en coser y hacer prendas para sus maridos, y en ampliar sus huertas. Pero no sucedió así. Reinaba entre el bello sexo una discordia, una pereza y una chismografía tales, que los maridos recurrían a él continuamente, con la queja: “A ver, señor, si mete usted en cintura a esta furia de mujer: es un demonio, ¡ no hay manera de vivir con ella!” A veces, dominando su sensibilidad, procuraba recurrir a medidas severas. Pero ¿ cómo mostrarse severo? Venía la mujer, tan irremediablemente femenina, ponía el grito en el cielo, estaba tan débil y enfermiza, y se había ataviado con unos trapos tan inmundos... (dónde los había encontrado, sólo Dios lo sabe). “¡ Vete, vete adonde quieras, con tal de que no te vea yo!”, decía el pobre Tyentyetnikof, e inmediatamente tenía la satisfacción de observar cómo la mujer, en el momento de franquear la puerta de la verja, llegaba a las manos con una vecina, a causa de un nabo, y cómo, no obstante su delicado estado de salud, le propinaba una paliza tan contundente como la pudiera dar un fornido campesino. Se le ocurrió la idea de abrir una escuela para los siervos, pero el resultado fué un fracaso tan ridículo, que se sentía avergonzado, y pensaba que realmente habría sido mejor que no se le hubiera ocurrido tal idea. De igual manera encontró que, cuando tenía que resolver disputas y administrar justicia, el cúmulo de sutilezas jurídicas que le habían proporcionado los profesores resultaba absolutamente inútil. Es decir, una parte mentía y la otra parte mentía, y sólo el diablo podía decidir entre ellas. En consecuencia, se convenció de que el conocimiento de los hombres le habría beneficiado más que todas las sutilezas legales y las máximas filosóficas del mundo. Algo le faltaba, y aunque no podía adivinar qué era, la situación creada era la corriente entre el amo que no

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comprende al campesino y el campesino que no comprende al amo, y profesándose ambos mutua antipatía. Todos estos acontecimientos enfriaban sensiblemente su entusiasmo para el cuidado de sus propiedades y para las responsabilidades morales y judiciales de su posición y, en fin, para la actividad en general. Presenciaba las labores del campo sin apenas fijar en ellas la atención; sus pensamientos estaban lejos de ellas; sus ojos buscaban objetos ajenos a aquéllas. No contemplaba, durante la siega, el rápido movimiento rítmico de las sesenta guadañas, y la caída, en largas filas, de las altas hierbas; la vista vagaba al recodo que hacía el río, en cuya orilla se paseaba un martín pescador, de pico y piernas rojos—un pájaro, claro, no un hombre ;—observaba cómo el martín, habiendo cogido un pececillo, lo sostenía de un ángulo en el pico, debatiendo si había de tragárselo o no, y mirando, al mismo tiempo, hacia otro extremo de la orilla donde estaba apostado un ave similar que todavía no había cogido su pececillo, y que vigilaba estrechamente a su congénere más afortunado. Cuando se segaban las mieses, Tyentyetnikof no observaba si se colocaban las gavillas en hacinas, o si se tiraban en montón; no le interesaba que se apilaran enérgicamente las haces, formando nanas, o que se hiciera lentamente. Guiñando los ojos y alzando la vista al espacio ilimitado del cielo, olfateaba la fragancia de los campos, y escuchaba, maravillado, las notas de innumerables pájaros que, desde todos lados, desde el ciclo y la tierra, se unían en armonioso coro, sin nunca disonar. La codorniz fustiga su látigo; la cigüeña, oculta en las altas hierbas, lanza su grito bronco y discordante; el jilguero gorjea y trina, revoloteando por el aire; las notas argentinas de la alondra descienden gota por gota una escala invisible, y la llamada de las grullas, que pasan flotando en larga hilera, resuenan en el éter, vibrante de melodía, como las notas penetrantes de un clarín. En realidad, los alrededores parecían haberse convertido en un gran concierto de melodías. ¡ Oh Creador, cuán bello es Tu mundo donde, alejado de las ciudades y los caminos reales, se refugia en remotos rincones rurales 1 Cuando los trabajos se efectuaban cerca de él, los pensamientos de Tyentyetnikof volaban lejos; cuando se trabajaba a distancia, sus ojos buscaban un objeto cercano. Y era como un muchacho de escuela

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distraído que, mirando a un libro, observa las muecas de sus camaradas. Por fin renunció a presenciar las faenas, abandonó sus responsabilidades, se quedó en casa y hasta dejó de ver a su administrador y recibir sus noticias sobre la marcha de los trabajos. Venían de vez en vez a verle sus vecinos: un teniente de húsares retirado, inveterado fumador de pipa, empapado hasta los huesos del humo de tabaco; o un coronel, viejo ordenancista y charlador incansable. Pero pronto estas visitas comenzaban a aburrirle. Se le antojaban superficiales las charlas que sostenían; sus modales vivarachos, su costumbre de darle palmadas en la rodilla, y su desparpajo, le parecían demasiado sueltos y familiares. Resolvió poner fin a sus visitas, y así lo hizo, de manera brusca. Un día, cuando Varvar Nikolaitch Vishnepokromof, el más típico ordenancista de todos los coroneles, y el más entretenido de los charlatanes, vino a verle expresamente para poder conversar a sus anchas, tratando ligeramente de filosofía, política, literatura y mora], y hasta de la situación financiera de Inglaterra, Tyetyetnikof mandó decirle que no estaba en casa y, al mismo tiempo, cometió la indiscreción de dejarse ver en la ventana. Las miradas se cruzaron. Uno, claro está, murmuró entre dientes: “ Animal !“, y el otro lanzó un epíteto parecido a “¡ Cochino!”. Con esto terminó la amistad. A partir de ese día, no venía nadie a verle. El joven se envolvió permanentemente en la bata, abandonando su cuerpo a la inactividad y su mente a la meditación de un tratado sobre Rusia. Ya ha visto el lector cómo lo meditaba. Transcurrieron, uniformes y monótonos, los días. Pero no puede decirse que no había momentos en que despertaba de su letargo. Cuando el correo le traía los diarios, unos libros y revistas nuevos, y cuando veía en letras de molde el nombre familiar de algún camarada de colegio, que había descollado en el servicio, o que había hecho una contribución modesta a la ciencia y la cultura, se adueñaba de su corazón una melancolía muda y secreta, y surgía en su ánimo un doloroso sentimiento de pesar por su propia inactividad, que no lograba dominar. En estas ocasiones, su vida le parecía odiosa y repugnante. Rememoraba, con extraordinaria viveza, los años que había pasado en el colegio, y ante sus ojos

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surgía la figura de Alexandr Petrovitch... Lloraba a lágrima viva, y sus sollozos no se callaban en todo el día. ¿ Que significaban esos sollozos? ¿ Revelaba, con ellos, su alma enferma, el lastimero secreto de su dolencia: que el hombre noble, que había comenzado a formarse en él, no había tenido tiempo de llegar a su desarrollo con los infortunios, no había alcanzado la preciosa facultad de elevarse a fines más nobles y cobrar fuerza de la pugna de los obstáculos; que el rico tesoro de elevados sentimientos, que había resplandecido en su alma con el fulgor del metal derretido, no se había templado en acero, dejando su voluntad falta de elasticidad e impotente; que se había muerto prematuramente su maravilloso maestro, y ahora no quedaba nadie en el mundo capaz de aguijonear sus fuerzas, debilitadas por la indecisión habitual, de infundir nueva vida en su voluntad enferma e impotente, nadie que lanzara a su alma, con voz vibrante y animadora, esa palabra de aliento: “¡ Adelante!”, que el ruso, de todas las edades y de todas las condiciones, anhela escuchar? ¿ Cuál es el hombre que sepa pronunciar esa palabra milagrosa, ‘<¡ Adelante!”, en el lenguaje de nuestra alma rusa, que, conocedor de la fuerza de las cualidades profundas de nuestra naturaleza, sepa, con un sólo gesto milagroso, despertar al ruso a una vida más noble? ¡ Con qué lágrimas, con qué amor, se lo pagarían! Pero van rodando los siglos, medio millón de haraganes y perezosos yacen sumergidos en profundo sueño, y raramente nace en Rusia un hombre que sepa pronunciar esa palabra poderosa. Pero ocurrió algo que por poco saca a Tyentyetnikof de su apatía, que casi efectúa un cambio en su carácter. Era una cosa parecida al amor, pero tampoco cuajó. Vivía en la vecindad, a unos quince kilómetros, un general que, como hemos visto, tenía un concepto algo ambiguo de Tyentyetnikof. En general vivía como tal, era hospitalario y le gustaba que vinieran las gentes a presentarle sus respetos, aunque él mismo no hacía visitas; hablaba con voz ronca, gustaba de leer, y tenía una hija, criatura rara, única, que más parecía una aparición fantástica que mujer. Ocurre a veces que un hombre ve en sueños algo parecido, y ya durante todo el transcurso de su vida, recuerda esa visión, y la realidad

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cesa de existir para él y ya no sirve el hombre para nada. Se llamaba la muchacha Ulinka. Había recibido una educación rara; la había criado una institutriz inglesa que no sabía palabra del ruso. Su padre no disponía de tiempo para cuidarse de ella, y es lo cierto que, amando apasionadamente a su hija, no habría hecho otra cosa que mimaría. Resulta extraordinariamente difícil dibujar su retrato. Era llena de vida como la vida misma. Era más encantadora que ninguna beldad; era más que inteligente, y más gallarda y espiritual que una estatua de la antigüedad. Sería imposible decir cuál país había impreso en ella su sello, porque difícil resultaría encontrar en ninguna parte un perfil y unos rasgos como los suyos, a no ser en un antiguo camafeo. Era toda ella original, como niña criada en la libertad. Sí alguien hubiera observado cómo la cólera imprimía en su bella frente líneas severas, con cuánta pasión discutía con su padre, la habría tomado por una criatura de muy mal genio. Pero su cólera se despertaba sólo cuando se enteraba la muchacha de alguna acción cruel, de una injusticia, cualquiera que fuese. Y cuán instantáneamente habría desaparecido esa cólera si hubiera visto en un apuro a la misma persona que la había excitado! Le habría entregado inmediatamente su bolsa, sin considerar si hacía ‘bien o mal; habría roto su vestido para hacerle vendas, sí le viera malherido. Era de naturaleza vehemente. Cuando hablaba, todo su ser parecía precipitarse tras sus pensamientos: la expresión de su rostro, el tono de su voz, el movimiento de las manos; los mismos pliegues de su ropa parecían volar en la misma dirección, y parecía que ella misma volaría en pos de sus palabras. En ella, nada se ocultaba. No temía exponer ante todo el mundo sus pensamientos, y no había fuerza que le hiciera callar cuando quería hablar. Su andar hechicero, original, era tan altivo y gallardo que todos involuntariamente le abrían paso. Los hombres más rudos y francos no podían menos que sentirse mudos y confusos en su presencia, y las tímidos podían hablar libremente con ella desde el primer momento, como con una hermana, Y—¡ extraña ilusión !—les parecía que la habían conocido en otro tiempo, en otro lugar, que se habían visto por primera vez en los años de la olvidada niñez, en su propio hogar, en una noche feliz, entre el alegre griterío

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de una multitud de niños y, recordándolo, los años de la madurez se le antojaban estúpidos y tristes. Andrey Ivanovitch Tyentyetnikof no habría sabido explicar cómo fué que desde el primer día se condujesen como si se hubieran conocido toda la vida. Nació en su corazón un sentimiento nuevo e inexplicable. Su vida contemplativa se iluminó por un momento. Por algún tiempo, la bata quedó arrinconada. Ya no se quedaba en cama hasta hora tan avanzada de la mañana, y Mihailo no tenía que esperar tanto tiempo con la jofaina en la mano. Las ventanas se abrían de par en par, y el amo de la pintoresca finca pasaba mucho tiempo vagando por las sendas culebreantes y obscuras del jardín, y contemplaba durante horas enteras la admirable perspectiva que se extendía hasta el lejano horizonte. Al principio, el general recibía bastante cordialmente a Tyentyetnikof, pero no se entendían bien. Sus conversaciones terminaban siempre en disputas, dejando en los dos un sentimiento algo rencoroso. Al general no le agradaban las contradicciones ni las disputas, aunque, por otra parte, era muy aficionado a discutir toda suerte de cuestiones, aun las de que nada sabía. Tyentyetnikof también era de carácter algo irritable. Pero en obsequio a la hija, le perdonaba muchas cosas al padre, y así la paz se mantenía entre ellos hasta que vinieron a pasar una temporada con el general unas parientes: la condesa Boldyref y la princesa Yuzyakin; la una era viuda, la otra solterona; las dos habían sido en su juventud damas de honor de palacio; eran algo aficionadas a las murmuraciones y a contar chismes, y no se distinguían por su amabilidad, pero tenían excelentes relaciones en Petersburgo, y el general se mostraba casi servil ante ellas. Le parecía a Tyentyetnikof que, desde el primer día de la llegada de estas parientes, el general le trataba con frialdad, apenas prestándole la menor atención, y tratándole como si fuera un cero a la izquierda, o un humilde copista. Le llamaba “chico” y “buen hombre”, y en una ocasión llego hasta a tutearle. Andrey Ivanovitch se puso furioso; la sangre le afluía a la cabeza. Dominándose y apretando los dientes, conservó la suficiente presencia de ánimo para decirle, en tono extraordinariamente blando y cortés, mientras se sonrojaba vivamente y le hervía la sangre: “Debía agradecerle, mi general, esta muestra de su cariño hacia mí; me

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brinda, al tutearme, la más estrecha amistad, obligándome a tratarle de la misma manera; pero permítame observar que no olvido la diferencia de edad que existe entre nosotros, la cual no admite en absoluto semejante familiaridad en nuestro trato.” El general se quedó parado. Reponiéndose, comenzó a decir, con cierta incoherencia, que a veces es permisible que un hombre de edad tutee a otro más joven (no hizo alusión alguna a su jerarquía). Con esto terminó su amistad. Murió el amor en el momento de nacer; se extinguió la luz que por un momento había iluminado su vida, y Tyentyetnikof se vió sumergido en una obscuridad más densa que nunca. El holgazán volvió a su bata. De nuevo pasaba los días haraganeando por la casa, sin hacer nada. Reinaban en ella la suciedad y el desorden; la escoba quedaba en el cuarto, juntamente con el polvo, por días enteros; sus pantalones hallaban un lugar en el salón; sobre la mesa elegante que había delante del sofá, yacían unos tirantes grasientos, como si fueran un manjar delicioso con que obsequiar a los visitantes. Y su vida se tornaba tan inerte y abyecta, que hasta los criados perdían su respeto para él y las gallinas le picoteaban al pasar. Durante horas enteras se dedicaba a garrapatear lánguidamente en un papel, dibujando arbolitos torcidos, casuchas, chozas, carretas y troikas, o escribía, con toda clase de letras, “¡ Distinguido señor!”, con un punto de admiración. Y a veces, mientras permanecía sumergido en el olvido, su pluma comenzaba a trazar automáticamente, sin que de ello se percatara, una cabecita que parecía a punto de volar, con rasgos ovalados, delicados, con un bucle desprendido del peine y cayendo en suave ondulación; y unos brazos juveniles; y veía con asombro que lo había transformado en retrato de ella, que ningún retratista sabría pintar. Y ahora se sentía aun más desalentado y, convencido de que la felicidad no es posible en esta vida, pasaba lo que restaba del día en estado de profundo abatimiento y desesperación. Tales eran las circunstancias en que vivía Andrey Ivanovitch Tyentyetnikof. Un día, acercándose, como de costumbre, a la ventana, notó con sorpresa un inusitado bullicio en el patio. El pinche y la mujer que fregaban los pisos iban corriendo a abrir la puerta de la verja, y en ella aparecían tres caballos, tal como

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aparecen esculpidos en los arcos de triunfo, o sea, con una cabeza a la derecha, otra a la izquierda y una tercera en el centro. En el pescante, encima de estas cabezas, venían un cochero y un lacayo con levita de anchos faldones, atada a la cintura con un pañuelo; detrás se veía sentado a un caballero con gorra y abrigo, envuelto en un chal de colores irisados. Cuando el carruaje dió la vuelta delante de la puerta de la casa, se veía que era un ligero calesín, con muelles. Saltó de él a la escalera, con una agilidad y ligereza poco menos que militares, un caballero de aspecto sumamente respetable. Andrey Ivanovitch recibió un susto: creía que era un funcionario público, enviado para interrogarlo sobre una malograda sociedad a la que había pertenecido muchos años antes. Es necesario explicar que en su juventud se había visto comprometido en un lance bastante tonto. Dos filósofos pertenecientes a un regimiento de húsares, un estudiante que aun no había completado sus cursos y un jugador manirroto, organizaron una sociedad filantrópica bajo la exclusiva dirección de un tunante francmasón y fullero, que era un borracho y un individuo harto elocuente. La sociedad se constituyó para lograr un fin en extremo ambicioso: para asegurar la felicidad de todos los hombres. Los fondos que se necesitaban para conseguir este fin eran inmensos. Sumaban una cifra increíble las contribuciones de los espléndidos miembros de la sociedad. Dónde iba a parar, nadie lo sabía más que el director único. Tyentyetnikof se vió metido en esta sociedad, gradas a dos amigos suyos, hombres desilusionados y bonachones, que se convirtieron en borrachos incurables a consecuencia de su costumbre de brindar continuamente a la ciencia, la ilustración y la liberación futura de la humanidad. Tyentyetnikof no tardó en darse cuenta del camino que llevaban las cosas, y se dió de baja en el círculo. Pero la sociedad se había metido en algunas operaciones no compatibles con la dignidad de caballeros, tanto era así que llamó la atención de la Policía.. . De modo que no es de extrañar el que, a pesar de haberse dado de baja en la sociedad y de haber roto sus relaciones con el patrón de la humanidad, no pudiera menos que sentir Tyentyetnikof cierta in

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quietud, ya que su conciencia no estaba del todo tranquila. Y ahora miraba, no sin sobresalto, la puerta que iba a abrirse. Pero sus temores se desvanecieron al observar que su visitante le hacia unas reverencias con incomparable elegancia, inclinando la cabeza a un lado con aire respetuoso. Con frases breves y concretas, le explicó que hacía algún tiempo que iba viajando por Rusia, tanto para asuntos particulares como con el propósito de instruirse, que nuestro Imperio abunda en objetos de interés intrínseco, aparte de las bellezas de la naturaleza, del número de industrias y de la variedad de suelos; que le había encantado el hermoso paisaje de la finca de Tyentyetnikof; pero que, a pesar de la admirable perspectiva que rodeaba su aldea, no se habría atrevido a molestarle con su inoportuna visita, si no hubiera sido por un desperfecto que había sufrido el calesín, que reclamaba la atención de unos expertos operadores y herreros; no obstante, aun sin eso, y aunque no hubiera sufrido ningún desperfecto el calesín, difícilmente habría podido negarse el placer de visitarle para presentarle sus respetos en persona. Al terminar su perorata—una perorata de fascinadora bonhomie,—el visitante restregó el pie con cortesía encantadora y dió un saltito hacia atrás, a pesar de su pronunciada redondez de físico, con la elasticidad de una pelota de goma. Andrey Ivanovitch estaba convencido de que sería este individuo algún profesor erudito en busca de datos, y que iría viajando por Rusia con objeto de coleccionar unas plantas o, quizá, algunas ejemplares geológicos. Declaró que estaba dispuesto a ayudarle por todos los medios, le brindó los servicios de sus obreros operadores y herreros para reparar el calesín, y le rogó que tomase posesión de su casa; hizo que se sentase su visitante en una grande butaca volteriana, y se dispuso a escuchar lo que tuviera que decirle, no dudando de que versaría su conversación sobre temas científicos y eruditos. Pero el visitante comenzó tratando antes bien los fenómenos del mundo subjetivo. Hablaba de la mutabilidad del destino, comparaba su vida con un barco que se halla en un mar tempestuoso juguete de los vientos; hacía mención de que tenía muchas veces que mudar de destino y de empleo, que su vida más de una vez

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había peligrado a manos de sus enemigos, que había sufrido mucho en aras de la justicia, y otras muchas cosas, por las cuales coligió Tyentyetnikof que su visitante era tal vez un hombre práctico. Dió fin a su discurso sacando un pañuelo de batista blanca, y sonándose lo más estrepitosamente que jamás hubiera oído hacerlo a nadie Andrey Ivanovitch. A veces ocurre que, en una orquesta, hay un pillo de trompeta que, cuando toca, parece que esta tronando justamente en el oído de uno: así era el ruido que ahora retumbaba en las despertadas habitaciones de la casa soñolienta, e iba seguido de una agradable fragancia a agua de Colonia, invisiblemente esparcida por un diestro movimiento del pañuelo de batista. El lector quizá habrá adivinado que el visitante era no otro que nuestro honrado, y por tanto tiempo abandonado amigo Pavel Ivanovitch Tchitchikof. Se había envejecido un poquito; según parecía este intervalo no había sido exento de inquietudes y agitación. Hasta la levita que llevaba parecía mas vieja, y el calesín, el cochero, el lacayo, los caballos y los arreos, también parecían algo gastados y consumidos. Además, se tenía la impresión de que su capital no era para despertar la envidia. Pero la expresión de su rostro, su decoro y afabilidad permanecían inalterados. Hasta parecían más agradables que nunca su porte y sus modales. Con suma elegancia cruzaba las piernas al sentarse en una butaca; se notaba una mayor suavidad en la pronunciación de sus palabras, una mayor circunspección y moderación en sus frases y miradas, más comedimiento en su conducta, un tino más perfecto en todo él. Su cuello y sus puños eran más limpios, más blancos que la nieve y, aunque llegaba de un viaje, no se veía ni una motita en sus ropas: se había de creer que estaba ataviado para asistir a una fiesta onomástica. Tan bien afeitados estaban su barba y sus carrillos que sólo un ciego podría dejar de admirar sus contornos redondeados. Se produjo inmediatamente en la casa una transformación. Aquella parte que había estado a obscuras, con los postigos echados, volvió a ver la luz. Sacaban el equipaje del calesín e iban colocándolo en las salas ahora inundadas de luz; pronto estaban instalados en el cuarto destinado para dormitorio, los objetos del

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tocador; en el que había de servir como escritorio... Pero primero es preciso que sepa el lector que había en esta habitación tres mesas: un escritorio, colocado delante del sofá; una mesa de juego, contra la pared, y entre las ventanas; y una mesa de rincón, que estaba en el que había entre la puerta del dormitorio y la de un cuarto no habitado, atestado de muebles rotos. En esta mesa del rincón, se colocaron las ropas que se iban sacando de la maleta, a saber: un pantalón viejo, un pantalón nuevo para llevar con la casaca, un pantalón para llevar con el frac, un pantalón gris, dos chalecos de terciopelo, dos de raso, un frac y dos casacas (los chalecos de piqué blanco y los pantalones de verano se habían metido ya, juntamente con la ropa interior, en los cajones de la cómoda que había en el dormitorio>. Los objetos mencionados se amontonaron uno sobre otro en forma de pirámide, y se taparon con un pañuelo de seda. En otro rincón, entre la puerta y la ventana, se colocaron en fila las botas: un par de botas altas, no nuevo, un par completamente nuevo, un par de botas altas con nuevas palas, y un par de zapatos de charol. También las botas se taparon pudorosamente con un pañuelo de seda, de modo que era como si no estuvieran allí. En la mesa colocada entre las dos ventanas, descansaba una caja con recado de escribir. Sobre la mesa colocada delante del sofá, estaban la cartera, una botella de agua de Colonia, lacre, cepillos para los dientes, un nuevo calendario y dos novelas, ambas tomos segundos. La ropa limpia ya estaba guardada en los cajones de la cómoda del dormitorio; la ropa sucia, que había de mandarse lavar, estaba atada en un lío y metida debajo de la cama. La espada también se llevó al dormitorio y se colgó en un clavo a no grande distancia de la cama. Ambas habitaciones adquirieron un aspecto de extraordinario aseo y pulcritud; no se veía ni un trozo de papel, ni una pluma, ni ningún objeto fuera de su lugar; el mismo aire parecía que se había tornado más refinado. Los cuartos ya estaban permanentemente impregnados del grato olor de un hombre sano y fresco que mudaba con frecuencia su ropa, que frecuentaba los baños, y que los domingos por la mañana se lavaba de pies a cabeza con una esponja. El olor de Petrushka, el lacayo, hizo un es-

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fuerzo por instalarse en el corredor contiguo, pero fué pronto desterrado a las piezas de los criados, que era su lugar más apropiado. En los primeros días, Andrey Ivanotvitch recelaba que se mermaría su independencia; temía que resultase un estorbo su huésped, que le impusiera un cambio en su manera de vivir, y alterase la disposición de sus días, tan satisfactoriamente establecido. Pero resultaron infundados sus temores. El huésped dió muestras de una extraordinaria capacidad para adaptarse a todas las circunstancias. Aplaudía la filosófica ociosidad del dueño de la casa, afirmando que le aseguraba la posibilidad de vivir cien años. Expresaba unas ideas muy atinadas respecto a la soledad, diciendo que fomentaba en un hombre la aptitud para el pensamiento elevado. Echando una mirada, al armario de libros, hablaba con aprobación de la lectura, declarando que defendía a un hombre contra la pereza. En fin, pronunciaba pocas frases, pero juiciosas. Mostraba aún mayor tacto en su conducta; aparecía en momento oportuno, y asimismo se despedía; no fastidiaba con preguntas al amo de la casa cuando éste no quería hablar; estaba dispuesto a permanecer en silencio. Mientras el amo de la casa exhalaba el humo de nubes espirales, el visitante, que no fumaba, se entretenía con un pasatiempo en armonía con él; por ejemplo, sacando del bolsillo la caja del rapé negra, con adornos de plata, y sosteniéndola entre dos dedos de la mano izquierda, la giraba rápidamente con un dedo de la mano derecha, del mismo modo que gira el globo terráqueo; o se limitaba a teclearía, silbando una vaga tonada. En fin, no estorbaba en lo mas mínimo al amo de la casa. “Por primera vez en la vida, he encontrado a un hombre con quien puedo vivir”, se decía Tyentyetnikof. “Es un don raro entre nosotros. Tenemos bastantes gentes inteligentes, cultas, afables, pero individuos que se mostraran siempre amables, siempre de buen humor, personas con las cuales se pudiera pasar la vida sin jamás reñir, me parece dudoso que se encuentren muchas en Rusia. Esta es la primera y única que yo he visto.” Así caracterizaba Tyentyetnikof a su huésped. Tchitchikof, por su parte, estaba muy contento de descansar algún tiempo en casa de un hombre tan pacífico e inofensivo. Estaba harto de la vida errante. Descansar, aunque sólo fuera

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por un mes, en una hermosa finca del campo, disfrutando la perspectiva de las praderas y contemplando la llegada de la primavera, le había de probar bien, aun desde el punto de vista de la digestión. Difícil sería hallar un retiro mejor en que reposar. La primavera, rezagada por los fríos tardíos, comenzaba a ostentar todas sus galas y la vida manifestaba su lozanía. ¡ Qué brillante el verdor! ¡ Qué fresco el aire! ¡Qué cantos de pájaros en el bosque! ¡ Paraíso, alegría, embeleso en todas partes! El país resonaba con las canciones, como nacido a una vida nueva. Tchitchikof se paseaba mucho. Unas veces se encaminaba por la llanura de la meseta, que coronaba las alturas, siguiendo el borde, desde cuyo punto dominaba los valles lejanos, en los cuales se veían aún los grandes lagos formados por el desbordamiento del río; otras, visitaba las hondonadas, donde los árboles, que comenzaban a revestirse del verde de sus tiernas hojas, y que se inclinaban bajo el peso de innumerables nidos, y la estrecha cinta de azul que se descubría entre ellos, estaban obscurecidos por el continuo revoloteo de las bandadas de cuervos, resonando con el ronco clamor de los grajos y el graznar de las cornejas; o descendía a las praderas, encaminándose al dique estropeado, y contemplaba el agua, que se precipitaba hacia las ruedas del molino, para caer con un ruido ensordecedor; o seguía su caminata hasta el muelle, donde veía deslizarse, con el deshielo del río, los primeros barcos, con carga de guisantes, de avena, de cebada o trigo; o visitaba los campos, en que ya se comenzaban las primeras labores de la primavera, para ver la tierra arada que se desplegaba como una cinta negra a través de la extensión verde, o para observar cómo el diestro sembrador esparcía la semilla de la palma de la mano, igual y uniformemente, sin que cayese un solo grano a un lado u otro. Hablaba con el capataz, con los campesinos y con el molinero, discurriendo sobre la clase de cosechas que se esperaba, y el por qué y la razón, y cómo iba la labranza, y a qué precio se vendía el trigo, y cuánto cobraban en primavera y otoño por molerlo, y cómo se llamaba cada uno de los campesinos, y cuál era pariente de cuál, y quién compraba las vacas, y con qué alimentaban a los cerdos; en fin, todo lo quería saber. También se informó respecto al número de campesinos que se habían muerto.

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Parecía que no era grande. Como hombre despierto, se dió cuenta en seguida de que las propiedades de Tyentyetnikof estaban mal administradas; veía por todas partes el descuido, las faltas, el abandono, el latrocinio y bastante embriaguez. Y se decía para si mismo: “í Qué animal es ese Tuyentyetnikof! ¡ No ocuparse de una finca que podía rendirle por lo menos cincuenta mil rublos por año!” Y no pudiendo dominar su justa indignación, añadía: “¡ Sí, por cierto, es un animal !“ Más de una vez se le ocurría pensar durante sus paseos, que también él podría, no ahora, claro, pero más tarde, cuando se hubiera llevado a feliz término su gran empresa, cuando dispusiera de los medios, llegar a ser dueño de una finca similar. En este punto, solía representársele en la imaginación, la joven ama de la casa, mujer fresca y de carne blanca, de la clase de los mercaderes, quizá, pero con la educación y la cultura de una muchacha de noble alcurnia, por lo cual podría resultar que tuviera alguna noción de la música; la música, claro, no tenía gran importancia, pero ya que era considerada como cosa conveniente, ¿ por qué ir en contra de la opinión general? También fantaseaba sobre la nueva generación: un pilluelo de muchacho y una hermosa hijita, o hasta dos pilluelos y dos, o aun tres, niñas, para que no ignorara nadie que él había vivido y existido efectivamente, no fuera a parecer que se había deslizado por la vida como una sombra o un espectro, y para poder llevar la cabeza erguida, consciente de haber cumplido con sus deberes hacía su patria. Pensaba también que no estaría de más gestionar su ascenso a un grado más elevado en el servicio, al de consejero civil, por ejemplo, grado que se juzgaba honroso y respetable... Y muchos eran los pensamientos que acudían a su mente, de aquellos que transportan a un hombre de la triste realidad presente, pensamientos que le conmueven, le excitan y le atormentan, que acaricia aun cuando sabe que jamás llegarán a realizarse. Los criados de Pavel Ivanovitch también estaban muy contentos con el lugar. Igual que a su amo, les parecía que se hallaban en su casa. Petrushka pronto formó amistad con Grigory, aunque al principio, trataba cada uno de ellos de impresionar al otro, echándola de grande. Petrushka puso en un aprieto a Grigory, contándole cómo él había estado en Kostroma. en Yaroslav, en

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Nishni, y hasta en Moscou: Grigory le paró con Petersburgo, cuya ciudad nunca había visto Petrushka. Este procuró recobrar su prestigio, ponderando la enorme distancia que separaba los sitios en que él había estado, pero Grigory nombró una localidad cuyo nombre no se podría hallar en mapa alguno, e hizo elevar sus viajes a más de cuarenta mil kilómetros, con la consecuencia de que Petrushka se quedó completamente alelado, y estuvo mirándole largo rato boquiabierto, mientras los criados se reían de él. Pero la lucha terminó en una estrecha amistad: el calvo Tío Pimen era ducho de una famosa taberna, llamada “Akulka”, que estaba situada en un extremo de la aldea: se les veía en este establecimiento a todas horas; allí se hicieron amigos entrañables, o lo que se llama entre campesinos, inseparables compañeros de taberna”. Selifan dió con otras diversiones seductivas. Todas las noches se pasaban en la aldea cantando, jugando y bailando bailes rústicos. Las muchachas, tan gallardas y bonitas, que sería difícil hallar otras tales en parte alguna, le dejaban durante algunas horas embobado de asombro. Imposible decir cuál de ellas era la más bonita; tenían todas cuellos y pechos níveos, todas poseían ojos expresivos; andaban con paso de pavo real, y sus trenzas llegaban hasta las cinturas. Cuando sentía las blancas manos en las suyas, y describía lentamente con las muchachas las figuras del baile, o retrocedía, en fila con otros mozos, hacia una muralla, mientras se extinguía gradualmente el ardiente resplandor del crepúsculo, y el paisaje circundante se envolvía lentamente en sombras, y resonaba a lo lejos, más allá del río, el eco fiel de la melancólica tonada, no sabía él mismo qué era lo que le iba pasando. Por mucho tiempo después soñaba, despierto y dormido, que sentía unas blancas manos entre las suyas e iba moviéndose con ellas en las figuras del baile.. . Con un ademán de desesperación, exclamaba: “¡ Esas malditas muchachas no me dejan en paz!" También los caballos de Tchitchikof estaban contentos con su nueva morada. Tanto el caballo de la vara, como el bayo del tiro, conocido por el nombre de “Imponedor”, y el tordo rodado que llamaba Selifan “el pillo”, hallaban nada pesada su estancia

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en la finca de Tyentyetnikof. La avena era excelente, y la disposición de las cuadras excepcionalmente conveniente; cada uno tenía su pesebre, con medianerías, y, por los resquicios entre las tablas, le era posible ver los otros caballos, y si alguno de ellos, siquiera el más alejado, sintiera ganas de relinchar, le podía contestar inmediatamente. En fin, estaban todos como en su casa. Puede que se asombre el lector de que Tchitchikof aun no haya dicho palabra sobre su tema predilecto. ¡ De ninguna manera! Pavel Ivanovitch se había tornado muy prudente en lo relacionado con ese asunto. Aunque estuviera en tratos con necios absolutos, no les expondría en seguida su proposición, cuanto menos a Tyentyetnikof, que sea lo que fuera, leía libros, hablaba de filosofía y buscaba una explicación de todo lo que sucedía, y el por qué y la razón de las cosas... “¡ No; que el demonio se le lleve! Quizá valga más que comience por Otro lado”, pensaba Tchitchikof. Charlando de vez en cuando con los criados, supo de ellos, entre otras cosas, que antes su amo iba con bastante frecuencia a visitar al general, que el general tenía una hija, que el amo había tomado “afición” a la señorita, y que la señorita le había tomado “afición” al amo... pero que después habían reñido sobre algo y no se habían vuelto a ver. Tchitchikof ya había notado que Andrey Ivanovitch estaba siempre con lápiz o pluma en la mano, dibujando unas cabezas, todas muy semejantes. Un día, poco después de comer, y mientras estaba sentado y ocupado, como de costumbre, en hacer girar sobre su eje la caja del rapé, habló Tchitchikof de la siguiente manera: “Usted todo lo tiene, Andrey Ivanovitch, todo menos una cosa.” “¿ Qué cosa es ésa ?“, preguntó el interpelado, echando de la boca espirales de humo. “Una compañera que comparta su vida”, sentenció Tchitchikof. Andrey Ivanovitch nada respondió; y aquí terminó la conversación. Pero esto no desconcertó a Tchitchikof. Escogió otro momento, esta vez unos momentos antes de cenar y, después de discurrir sobre una variedad de cosas, dijo de repente: “Realmente, sabe usted, Andrey Ivanovitch, que seria muy conveniente que se casara usted.” Tyentyetnikof no profirió palabra, como si le disgustara que se tratase ese tema. Pero tampoco esto desconcertó a Tchitchikof. Escogió por

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tercera vez un momento, en esta ocasión después de cenar, y se expresó de la siguiente manera: “Vaya, vaya, cuando más piensa en su situación, más convencido estoy de que usted debe casarse: caerá víctima de la hipocondría.” Fuese que las palabras de Tchitchikof eran muy convincentes, o fuese que Andrey Ivanovitch se hallaba de un humor más propicio a la franqueza, dió un suspiro y dijo, lanzando al aire el humo del tabaco: “Se ha de nacer con estrella para poseerlo todo, sabe, Pavel Ivanovitch.” Y le relató, con todos los detalles, la historia de sus relaciones con el general, y su ruptura, tal como habían ocurrido las cosas. Cuando Tchitchikof se enteró de la historia, palabra por palabra, y vió que la ruptura había sido motivada por el empleo de la voz “tu , se quedó estupefacto. Durante algunos minutos, miraba fijamente en la cara a Tyentyetnikof, y dijo para sus adentras: “~ Si es un verdadero imbécil!” —¡ Andrey Ivanovitch, por mi vida !—dijo, apretando entre las suyas las dos manos de Tyentyetnikof.—¿ Dónde está el insulto? ¿ Qué hay de insultante en la palabra tú? —No hay nada insultante en la palabra en sí—respondió Tyentyetnikof,—pero sí en lo que significa, en el tono en que se pronuncia; en eso reside el insulto. “¡ Tú !“—quiere decir: “¡ Hazte cargo de que eres un individuo insignificante; te recibo en mi casa únicamente porque no tengo a otro mejor con quien pasar el rata; pera cuando viene alguna princesa Yuzyakin, quédate en tu lugar: en la puerta!” ¡ Eso es lo que quiere decir! Al pronunciar estas palabras el suave y dulce Andrey Ivanovitch, sus ojos centelleaban y se notaban en su voz trémolos de colérica resentimiento. —Bueno; y aunque fuera dicha en ese sentido, ¿ qué tiene que ver ?—dijo Tchitchikof. —¿ Cómo ?—dijo Tyentyetnikof, mirándole fijamente.—¿ Querría usted que le volviese a visitar después de semejante acción? —¿ Qué quiere usted decir por acción? No es una acción—dijo Tchitchikof. “¡ Que hombre tan extraño es este Tchitchikof 1”, pensaba Tyentyetnikof.

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“¡ Qué hombre tan extraño tan extraño es este Tyentyetnikof 1”, se decía a sí Tchitchikof. —No se puede llamarlo conducta, Andrey Ivanovitch. Es una costumbre que tienen los generales: tutean a todo el mundo. Además, ¿ por qué no permitirlo a un hombre honrado y distinguido? —Esa es otra cosa—respondió Tyentyetnikof.—Si fuese un pobre viejo, no orgulloso ni pagado de su mérito, le dejaría tutearme, y hasta lo aceptaría con respeto. “Es un verdadero imbécil”, pensó Tchitchikof. “¡ Se lo permitiría a algún tío andrajoso, pero no a un general !“ Y reflexionando así, le dijo: —Muy bien; pongamos que le ha insultado, pero usted se ha vengado, y en paz! Pero eso de separarse para siempre por una friolera, ¡ por mi vida, que eso ya es demasiado! ¿ Cómo podía usted abandonar la conquista en su mismo comienzo? Una vez se ha propuesto lograr un fin, se ba de persistir a pesar de todos los obstáculos. ¿ Qué le ha de importar que un hombre sea insultante? Todos los hombres son insultantes. No encontrará usted hoy día en toda la tierra un individuo que no sea insultante. A Tyentyetnikof le confundió completamente esta observación. Estaba desconcertado; miraba fijamente a la cara a Pavel Ivanovitch, y pensó para sí: “Un tío muy raro este Tchitchikof!” “¡ Qué criatura tan rara es este Tyentyetnikof!”, estaba pensando mientras tanto Tchitchikof. —¡ Deje las cosas a mi cuenta !—dijo en voz alta.—Iré a Su Excelencia y le diré que todo ha sido una mala inteligencia por parte de usted, debido a sus pocos años y su ignorancia del mundo y de la vida. —¡ No tengo ninguna intención de rebajarme ante él !—respondió, enérgico, Tyentyetnikof. —¡ Rebajarse! No lo quiera Dios !—exclamó Tchitchikof, persignándose.—Influir en él con una palabra, sí, como prudente mediador, pero que usted se rebaje. . . perdone, Andrey Ivanovitch; no esperaba eso en cambio de mi buena voluntad y devoción... ¡ No esperaba que interpretaría usted mis palabras en sentido tan ofensivo!

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—¡ Perdóneme, Pavel Ivanovitch, ha sido culpa mía!—dijo Tyentyetnikof. verdaderamente conmovido, y cogiendo las dos manos de Pavel Ivanovitch entre las suyas, con gratitud.—¡ Su cariñosa simpatía la aprecio de todo corazón, puede usted creerlo! Pero dejemos este asunto y no volvamos a hablar de él. —En ese caso, iré a ver al general sin alegar razones—respondió Tchitchikof. —¿ Para qué ?—preguntó Tyentyetnikof, mirándole con asombro. —Para presentarle mis respetos—dijo Tchitchikof. “~ Qué hombre tan extraño es este Tchitchikof !“, pensó Tyentyetnikof. “¡ Qué hombre tan extraño es este Tyentyetnikof !“, pensó Tchitchikof. —Como mi calesín todavía no está compuesto—dijo Tchitchikof,—haga el favor de prestarme su carruaje. Iré a verle al general mañana por la mañana, como a las diez. Con esto, se dieron las buenas noches y se fueron a dormir, no sin reflexionar cada uno sobre las rarezas del otro. Pero por extraño que parezca, cuando a la mañana siguiente se trajo el carruaje para Tchitchikof y éste subió a él con una agilidad poco menos que militar, vistiendo su nueva levita, con corbata y chaleco blancos, y se fué rodando a presentar sus respetos al general, Tyentyetnikof se halló presa de una agitación tal como hacía largo tiempo no la había sentido. Toda la corriente de sus pensamientos, que por tanto tiempo habían permanecido en remanso, que se habían embotado, comenzaba a fluir con impetuosidad. Todas las sensaciones del holgazán, que hasta entonces se había hallado sumergido en la inercia de la indiferencia, se veían agitadas por un tumulto nervioso. Ahora se sentaba en una butaca, luego se iba a la ventana, después cogía un libro; trataba de pensar. Todo inútil! Acudían a su mente, picoteándola desde todos lados, fragmentos de pensamientos e ideas incompletas. “¡ Qué condición tan extraña!”, exclamaba, y, acercándose a la ventana, contemplaba la carretera, entrecortada por la arboleda de robles, y descubría al otro extremo de ella, flotando todavía en el aire, el polvo levantado por el calesín.

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CAPITULO II En poca más de media hora, los caballos habían recorrido los catorce o quince kilómetros, penetrando primero en una arboleda de robles, y atravesando luego los campos sembrados, que ya comenzaban a revestirse de verde, en medio de las tierras nuevamente aradas; seguían después el borde de la ladera, desde cuyo punto se descubrían a cada momento nuevas perspectivas a través de la llanura distante, y por fin corría una ancha alameda de tilos, que conducía a la aldea del general. La alameda de tilos iba seguida de otra, de álamos, protegidos en su parte inferior por estacas, que terminaba ante la puerta de una verja de hierro, a través de la cual se descubría la fachada, magníficamente entallada, de la casa del general, sostenida por ocho columnas, con capiteles corintios. El aire estaba impregnado del olor de la pintura, con que se renovaba constantemente todos los objetos, para que ninguno pudiera estropearse. El patio parecía, por su aseo, un piso de mosaico de madera. Deteniéndose el calesín delante de la puerta principal de la casa, Tchitchikof subió con deferencia la escalera, mandó llevar su tarjeta al general, y fué conducido inmediatamente al escritorio. Le impresionó la presencia majestuosa del general. Estaba ataviado, en aquel momento, con una bata de raso carmesí. Tenía la mirada franca, rostro varonil, barba canosa y bigote muy grande; el pelo lo llevaba cortado casi al rape, especialmente por detrás. Su cuello era fuerte y macizo, un cuello de tres pisos, como se dice vulgarmente (es decir, con tres pliegues laterales, atravesados por otro vertical) ; su voz era de un bajo algo ronco; sus gestos y porte, los de un general. El general Betrishtchef estaba, como todos nosotros, pobres pecadores, dotado de muchas cualidades buenas y de muchos defectos, mezcladas sus características en pintoresco desorden, como suele suceder entre los rusos:

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era capaz de sacrificarse, de mostrar magnanimidad y valor en los momentos Críticos; era inteligente, pero, con todo, poseía una porción respetable de vanidad, de ambición y egoísmo, una propensión a enfadarse y un regular número de aquellas flaquezas de que es heredera la carne. Profesaba antipatía hacia todos los que conquistaban un grado en el servicio superior al suyo propio, y hablaba de ellos con epigramas mordaces y sarcásticos. Se mostraba especialmente severo con un antiguo camarada de armas, al cual consideraba su inferior en inteligencia y capacidades, a pesar de que había sido ascendido en el escalafón a un grado más elevado que el suyo, y era en la actualidad gobernador general de dos provincias, en una de las cuales poseía propiedades el general Betrishtchef, por lo cual dependía, en cierto sentido, de su rival. Se vengaba, burlándose de él, criticando todas las medidas que adoptaba y considerando todo lo que hacía como el colmo de la imbecilidad. A pesar de su buen corazón, el general era muy aficionado a la mofa maliciosa. En fin, quería ser el primero, le gustaban la aprobación y las alabanzas, quería lucir y hacer gala de su talento, se complacía en saber lo que no sabían los demás, y no le agradaban las gentes que sabían cosas que él ignoraba. Aunque su educación había sido medio exótica, quería, no obstante, desempeñar el papel de gran caballero ruso. Con estos rasgos incongruentes, con estas contradicciones, tan evidentes y chocantes, de su carácter, era inevitable que tropezara con un numero de incidentes poco amenos, y, en consecuencia de éstos, se retiró del servicio. Esto lo achacaba a las intrigas de unos elementos hostiles, pues no poseía la suficiente generosidad para confesarse culpable de nada que le ocurría. Ya retirado, conservaba el mismo porte, pintorescamente majestuoso. Que llevase levita, o frac, o bata, era siempre el mismo. Todo él, desde su voz hasta su menor gesto, era imperativo, perentorio, e inspiraba en sus inferiores, sí no respeto, por lo menos temor. Tchitchikof experimentaba ante él ambas sensaciones: respeto y temor. Inclinando a un lado la cabeza, con aire de deferencia, dió principio a su conversación de la siguiente manera: “He creído mi deber presentarme ante Su Excelencia. Profeso el más profundo respeto hacia los distinguidos hombres que han salvado a

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nuestra patria en los campos de batalla, y he creído mi deber presentarme en persona ante Su Excelencia.” Según parecía, no le disgustaba al general esta manera de presentación. Con una afable inclinación de la cabeza, respondió: “Tengo mucho gusto en conocerle. Haga el favor de sentarse. ¿ Dónde ha servido usted ?“ —Mi carrera en el servicio—comenzó Tchitchikof, sentándose, no en el sillón, sino en el mismo borde de él, con la mano apoyada en el brazo,—comenzó en el ministerio de Hacienda, Su Excelencia; más tarde, serví durante muchos años en otros departamentos: en el del Tribunal Imperial, y como miembro de la junta de construcción; también he servido en la Aduana. Mi vida puede compararse, Su Excelencia con un barco en alta mar y batido por las pérfidas olas. Puedo decirle que he sido criado en el sufrimiento, con el sufrimiento me he nutrido, con el sufrimiento me han empacado, y soy, por decirlo así, no otra cosa que la personificación del sufrimiento. Y lo que he padecido a manos de mis enemigos, no hay lenguaje que lo exprese. Ahora, en el ocaso, digamos, de mi vida, voy buscando un rinconcito en que acabar mis días. Estoy pasando una temporada en casa de un vecino suyo, Su Excelencia. —¿ Con quién? —Con Tyentyetnikof, Su Excelencia. El general frunció el entrecejo. —Siente en el alma, Su Excelencia, el no haber mostrado el respeto debido a... —¿Debido a qué? —A los distinguidos méritos de Su Excelencia—respondió Tchitchikof.—No halla palabras, no sabe cómo expiar su conducta. Me dice: “Si únicamente pudiera encontrar la manera...; y añade: “Sé honrar a los hombres que han salvado a la patria. . —í Por mi vida! ¿ Qué querrá decir?... Si yo no estoy enfadado con él—dijo el general, apaciguado.—Realmente, le profeso verdadero cariño, y estoy seguro de que, andando el tiempo, llegará a ser un hombre de provecho. —Un hombre de provecho—asintió Tchitchikof.—Tiene el don de la elocuencia y gran habilidad para escribir.

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—Pero supongo que lo que escribe será pura hojarasca, unos versos cojos, faltos de sentido. —No, Su Excelencia, hojarasca no. —Entonces, ¿ que? —Está escribiendo. una historia, Su Excelencia. —¡ Una historia! ¿ Historia de qué? —Una historia... En este punto Tchitchikof hizo una pausa y, fuese porque tenía delante a un general, o fuese porque quería darle mayor importancia al asunto, añadió: —Una historia de los generales, Su Excelencia. —¿ De los generales? ¿ De cuáles generales? —De todos los generales, Su Excelencia, es decir, para ser exacto...., de los generales de nuestro país. Tchitchikof forcejeaba con dificultad. Mentalmente se reprochó a sí mismo y pensó: “¡ Dios mío, qué tonterías estoy diciendo!” —Perdone, no entiendo bien... ¿ Qué quiere usted decir? ¿ Será la historia de algún período, o serán biografías separadas? Y ¿ será una historia de todos los generales rusos, o sólo de los que tomaron parte en la campaña de 1812? —Eso es, Su Excelencia, la historia de los que tomaron parte en la campaña de l8l2. —Entonces, ¿ por qué no recurre a mí? Podría facilitarle mucho material nuevo y muy interesante. —Porque no se atreve, Su Excelencia. —¡ Qué tontería! Todo a causa de una palabra absurda... Yo no soy así. Estoy dispuesto a ir a visitarle yo mismo, si quiere usted. —El no permitiría eso; vendrá él a visitarle a Su Excelencia— respondió Tchitchikof, mientras pensaba para sí: “Eso de los generales venía de molde, aunque lo solté al azar.” Se oyó un leve crujir. La puerta de nogal tallado se abrió de repente, y apareció en el umbral una figura viva, agarrando con su bella mano el tirador. Si un cuadro transparente, iluminado por detrás por una lámpara, hubiera resplandecido repentinamente en el cuarto obscuro, no habría causado tan viva impresión como la aparición de aquella figura radiante, que parecía haber venido

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súbitamente para iluminar la habitación. Era como si hubiera penetrado en ella un rayo de sol, iluminando repentinamente el techo, la cornisa y los rincones. Parecía extraordinariamente alta, pero era una ilusión, debida a su delgadez excepcional y a la simetría armoniosa de todas sus formas, desde la cabeza hasta las puntas de los dedos. Su traje, de un solo color, apresuradamente vestido, lo había sido con tanto gusto, que no parecía sino que las modistas de ambas capitales habían celebrado una consulta para determinar la mejor manera de vestirla. Otra ilusión. Hacía ella misma sus vestidos, y los hacía de cualquier manera; cogía una pieza de género sin cortar, la sujetaba en dos o tres puntos, y envolvían sus formas unos pliegues, que habría cincelado en mármol un escultor, y las señoritas vestidas a la moda parecían, a su lado, muñecas chillonas. Aunque su rostro le era casi familiar a Tchitchikof, por los dibujitos de Andrey Ivanovitch, lo miraba fijamente, como ofuscado, y sólo unos momentos después se hizo cargo de que tenía un defecto: demasiado delgada. —Permíteme presentarle a mi niña mimada—dijo el general, presentándola a Tchitchikof.—Pero no conozco su nombre, ni el de su padre—dijo después al visitante. —¿ Hace falta conocer el nombre de un hombre que nada ha hecho para su gloria ?—respondió Tchitchikof. —Pero vamos, se ha de conocer el nombre de uno. —Pavel Ivanovitch, Su Excelencia—dijo Tchitchikof, inclinando ligeramente hacia un lado la cabeza. —.¡ Ulinka! Pavel Ivanovitch acaba de contarme una muy interesante noticia. Nuestro vecino Tyentyetnikof parece que no es tan estúpido como creíamos. Está ocupado en un trabajo de bastante importancia: una historia de los generales rusos que tomaron parte en la campaña de 1812. Ulinka parecía encenderse y cobrar vehemencia inmediatamente. Cómo! ¿ Quién ha dicho que es estúpido ?—pronuncio apresuradamente.—¡ Nadie podría creer tal cosa, a no ser Vishnepokromof, con quien tienes tú mucha confianza, papá, a pesar de que es un individuo frívolo y despreciable! —¿Por qué despreciable? Es frívolo, sí.

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—Es no solamente frívolo, sino también ruin y repugnante— respondió precipitadamente Ulinka.—Un hombre que es capaz de tratar a sus hermanos de la manera que él lo ha hecho, y de echar de casa a su propia hermana, es un individuo repugnante. —Esas son habladurías. —La gente no habla sin motivo. Tú eres la misma bondad, papá; no hay quien tenga un corazón como el tuyo, pero a veces haces cada cosa que haría creer lo contrario a cualquiera. Recibes con gusto a un hombre que sabes es una mala persona, sólo porque es zalamero y sabe conquistarse tus simpatías. —Pero, querida, no puedo echarle de casa. —No hay necesidad de echarle, pero ¿por qué te ha de gustar? —Bien, Su Excelencia—dijo Tchitchikof a Ulinka, con una inclinación de la cabeza y con graciosa sonrisa,—como cristianos que somos, son precisamente aquellos individuos los que debemos querer—y dirigiéndose al general, dijo con soma :—¿ No ha oído Su Excelencia nunca el refrán: “Ámanos sucios, que cualquiera nos ama limpios”? —No, no lo he oído. —Es una anécdota bastante curiosa—prosiguió Tchitchikof, con sonrisa socarrona.—Había, Su Excelencia, en la finca del príncipe Guksovsky, a quien indudablemente conoce Su Excelencia... —No le conozco. .Había un administrador, Su Excelencia, un joven alemán. Se veía en el caso de irse a la ciudad para asuntos del reclutamiento y otras cosas y, claro, tenía que untar la mano a los f uncionarios. Y resultaba que les gustaba el joven, y le festejaban. Así sucedió que, estando comiendo con ellos un día, les dijo: “Caballeros, espero que vendrán ustedes a visitarme un día a la finca del príncipe.” Le respondieron: “Iremos.” Pues resulta que no mucho tiempo después, tuvieron que efectuar una inspección en la finca del conde Trehmetyef, a quien sin duda conoce Su Excelencia. —Tampoco le conozco. —No hicieron la inspección, sino que, al contrario, se trasladaron todos a las habitaciones del administrador del conde, un hombre viejo, y allí estuvieron jugando a los naipes durante tres días

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y noches sin cesar. El samovar y el ponche, claro, estaban siempre en la mesa. El viejo se cansaba de ellos y, para librarse de su compañía, les dijo: “¿ Por qué no van ustedes a visitar al alemán, al administrador del príncipe, que vive cerca de aquí ?“ “Oh, ¿ por qué no ?“, respondieron, y, medio borrachos, sin afeitar, soñolientos, subieron a una carreta y se encaminaron a casa del alemán... Y el alemán, he de explicárselo a Su Excelencia, hacía poco que se había casado; se había casado con una muchacha que había sido educada en un colegio para señoritas, y que era muy joven y gentil— (Tchitchikof expresaba en el rostro su gentilidad). —Pues estaban los dos tomando el té, no pensando en nada, cuando de repente se abre la puerta, y entra, tambaleando, toda la pandilla. —Ya me figuro; ¡ bonita cuadrilla !—dijo el general, riéndose. —El alemán se quedó tan perplejo al verles, que les dijo: “¿ Qué desean?” “¡Ajá!”, respondieron, “¡ se la echa de grande!” Dicho lo cual, mudaron de expresión y de modales... “¡ Hemos venido por asuntos de importancia! ¿Cuánto aguardiente se destila en esta finca? ¡ Vengan los libros!” El alemán no sabía qué hacer. Llamaron a unos testigos. Le maniataron al administrador y le llevaron a la ciudad, donde se quedó un año y medio en la prisión. —¡ Por mi vida !—exclamó el general Ulinka juntó las manos. —Su mujer hizo lo que pudo—prosiguió Tchitchikof,—pero ¿qué puede hacer una mujer joven e inexperta? Afortunadamente, algunas gentes de buena voluntad la aconsejaron que lo arreglase amistosamente. Así, por dos mil rublos y una cena para obsequiar a los funcionarios, le soltaron. Y durante la cena, cuando ya estaban todos algo bebidos, incluso el alemán, le dijeron: “¿ No le da vergüenza el habernos tratado de la manera que lo hizo? Quería usted que viniésemos afeitados y vestiditos de etiqueta: no; ¡ ámanos sucios, que cualquiera nos ama limpios!” El general soltó una carcajada. Ulinka lanzó un gemido de dolor. —¡ No comprendo cómo puedes reír !—dijo atropelladamente. Su hermosa frente estaba anublada por la indignación... —era una acción vergonzosa, por la cual se debía haberlos mandado a no sé dónde...

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—Querida, no trato de justificarla en lo más mínimo—respondió el general ,—¿ pero qué quieres que haga si resulta cómica? ¿ Cómo era? ¿ “Ámanos limpios...”? —Sucios, Su Excelencia—le indicó Tchitchikof. —“Ámanos sucios, que cualquiera nos ama limpios.” ¡ Ja, ja, ja, ja! Y la maciza figura del general se desternillaba de risa. Sus hombros, que en un tiempo habían lucido charreteras franjeadas, se agitaban como si todavía lucieran charreteras franjeadas. También Tchitchikof se permitió una carcajada, pero por respeto al general la soltó con la letra i: “¡ Ji, ji, ji, ji, ji !“, y también su cuerpo comenzaba a temblar de risa, pero no se agitaban sus hombros, porque nunca habían lucido charreteras franjeadas. —¡Ya me figuro qué linda pandilla serían esos tíos sucios ! dijo el general, sin dejar de reírse. —Sí, Su Excelencia; eso de velar tres días y tres noches, sin dormir, es algo así como hacer abstinencia: estaban agotados, estaban agotados, Su Excelencia—dijo Tchitchikof, sin dejar de reírse. Ulinka se dejó caer en una silla bajita, y se tapó los ojos con la linda mano; como contrariada porque no había quién compartiera su indignación, dijo: —No sé; a mí me da rabia. Y por cierto, las emociones que se habían suscitado en los corazones de aquellas tres personas eran muy extrañas por lo incongruas. A la una le divertía la inflexible falta de tacto del alemán; a la otra se le antojaba graciosa la mala pasada que le habían jugado aquellos canallas; la tercera sufría porque se había cometido impunemente una injusticia. Lo que faltaba era una cuarta persona que ponderase aquellas palabras que en uno suscitaba la risa, en otro la tristeza. Porque ¿ cuál es la significación de que un hombre mancillado, caminando a la ruina, exige, aun en su degradación, que se le ame? ¿ Es el instinto animal, o es el grito

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tenue de un alma agobiada bajo la pesada carga de sus viles pasiones, grito que todavía penetra la corteza endurecida de la ruindad, gimiendo todavía: “¡ Hermano, sálvame!”? Faltaba una cuarta persona para quien resultara lo más doloroso de todo el envilecimiento del alma de un hermano. —No sé—repitió Ulinka, quitándose las manos del rostro,—lo único que puedo decir es que me da rabia. —Pero no te enfades con nosotros—le dijo su padre.—No tenemos la culpa. Dame un beso y vete, que me voy a vestir para la comida. Usted, claro, comerá con nosotros—añadió, dirigiéndose a Tchitchikof. —Pues Su Excelencia, si... —No haga cumplidos. Habrá sopa de coles. Tchitchikof inclinó afablemente la cabeza y, cuando la levantó, ya no vió a Ulinka; había desaparecido. En su puesto, estaba un ayuda de cámara gigantesco, que sostenía entre las manos un aguamanil y una jofaina de plata. —Usted permitirá vestirme en su presencia, ¿ verdad ?—dijo el general, quitándose prestamente la bata y arremangando la camisa sobre sus brazos heroicos. —¡ Por Dios, que puede Su Excelencia hacer delante de mí lo que le plazca !—exclamó Tchitchikof. El general se puso a lavarse, resoplando y chapoteando como un pato. El agua jabonosa salpicaba todo el cuarto. —¿Cómo era ?—dijo, frotándose ambos lados de su cuello macizo.— limpios —Sucios, Su Excelencia. “Amenos sucios, que cualquiera nos ama limpios. —¡ Muy bien, muy bien! Tchitchikof se hallaba de muy buen humor sentía una como inspiración. —Su Excelencia—dijo. —¿Pues? —Hay otro cuento. —A ver.

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—También es un cuento bastante divertido, si bien no lo es para mí. Tan divertido es que, si Su Excelencia me permite... —¿Cómo es? —Pues es así, Su Excelencia.—En este punto Tchitchikof volvió la cabeza, y viendo que el ayuda de cámara se había marchado ya con la jofaina, comenzó a relatarlo de la siguiente manera:— Tengo un tío, viejo decrépito. Posee trescientas almas de campesinos y otra propiedad por valor de dos mil rublos; yo soy su único heredero. No puede ocuparse de sus propiedades porque ya es demasiado viejo, y tampoco quiere dejar que lo haga yo. Y la razón que alega por obrar así es harto extraña: “No conozca a mi sobrino”, dice, “quizá sea un manirroto; que me dé pruebas de ser un hombre de provecho, que reúna trescientas almas por su propia cuenta, y entonces yo le entregaré las trescientas mías.” —¡ Qué necio! —Sí; la observación de Su Excelencia es muy atinada. Pero figúrese Su Excelencia cuál es mi posición ahora.—Aquí Tchitchikof, bajando la voz, comenzaba a susurrarle, como si fuera un secreto.—Tiene un ama de llaves, y esa ama de llaves tiene hijos. Si me descuido, caerá en sus manos la fortuna toda. —El tonto viejo ha sobrevivido a su juicio, y no hay más— sentenció el general.—Pero no veo como puedo ayudarle yo. —Lo que yo había pensado es esto: ahora, antes de que se llene el nuevo censo, puede ser que los propietarios de las grandes fincas hayan acumulado, además de sus siervos vivos, buen número de los que ha arrebatado la muerte. .. Así que, si Su Excelencia me los transfiriera a mí, tal como si estuvieran vivos, por media de una escritura de venta, podría yo mostrársela al viejo, y entonces no podría negarse a entregarme mi herencia. Oído esto, el general lanzó una estrepitosa carcajada, de aquellas que rara vez se oyen; se dejó caer en un sillón tal como estaba, se echó la cabeza hacia atrás, y por poco se ahoga. Toda la casa se alarmó. Apareció el ayuda de cámara; entró corriendo Ulinka, asustada: —Papá, ¿ qué te ha pasado? —Nada, querida, ¡ ja, ja, ja, ja! Vete, que vendremos en seguida a comer. ¡Ja, ja, jal

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Y otras varias veces estalló con nueva violencia, después de un momento de descanso, la risa del general, retumbando desde el vestíbulo hasta los más apartados rincones de la espaciosa casa. Tchitchikof, muy turbado, esperaba el término de este extraordinario regocijo. —¡ Vamos, chico, me ha de disculpar! ¡ El demonio debe haberle inspirado esa idea! ¡ Ja, ja, ja! ¡ Complacer al viejo, haciéndole cargar con los muertos! ¡ Ja, ja, ja! ¡ Su tío, su tío! Qué lindamente le engañará! Tchitchikof se hallaba en una situación embarazosa: el ayuda de cámara permanecía allí mirándole a la cara, con la boca abierta y los ojos saltando de las órbitas. —Lo que a Su Excelencia le hace reír, a mí me cuesta muchas lágrimas—dijo. ¡ Perdóneme, querido! Por poco me mata usted. Si daría yo quinientos mil por ver el rostro de su tío cuando le muestre la escritura de compra de los trescientos siervos. ¿ Es muy viejo? ¿ Cuántos años tiene? —Tiene ochenta años, Su Excelencia. Pero este es un asunto privado; le agradecería... Tchitchikof le miró con aire significativo al general, al tiempo que, de refilón, dirigía la vista al ayuda de cámara. —Puedes irte, buen hombre. Vuelva dentro de un rato. El barbudo gigante se retiró. —Sí, Su Excelencia. . - Es un asunto tan raro, que preferiría se guardase secreto.. —Claro, lo comprendo. ¡ Pero qué necio debe ser el viejo! ¡ Vaya, semejante necedad en un hombre de ochenta años! ¿ Qué tal es? ¿ Qué aspecto tiene? ¿ es fuerte y robusto? ¿ todavía puede ir tirando? —Si, puede, pero con bastante dificultad. —¡ Qué necio! ¿ Conserva algún diente? —Sólo le quedan dos, Su Excelencia. —¡ Qué burro! No ha de enfadarse usted porque se lo digo, sabe, pero es todo un burro. —Justamente, Su Excelencia. Aunque es pariente mío, y me resulta doloroso confesarlo, es verdaderamente un burro.

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Pero como puede juzgar por sí mismo el lector, la confesión no resultaba muy penosa para Tchitchikof, tanto menos cuanto era muy dudoso que tuviera jamás un tío. —De manera que, si Su Excelencia tuviera la bondad... —¿ De regalarle mis almas muertas? ¡ Vaya! ¡ En premio de una idea como ésa, se las daría con terrenos y todo! Puede usted llevarse a todo el cementerio. ¡ Ja, ja, ja, ja! ¡ Cuando pienso en el viejo! ¡ Ja, ja, ja, ja! ¡ Que necio! ¡ Já, ja, ja, ja! Y las carcajadas del general se fueron retumbando otra vez por las habitaciones de la casa. (En este punto se produce una larga interrupción en el original.)

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CAPITULO III "No”, pensó Tchitchikof cuando se hallaba otra vez en la carretera, “cuando haya llevado a feliz término esta empresa, cuando llegue a ser por fin hombre de dinero y propietario, yo no he de obrar así. Tomaré a mi servicio a un buen cocinero, tendré una casa bien provista de todo, pero también haré que las cosas se rijan como es debido. Haré frente a los gastos y, al mismo tiempo, iré acumulando poco a poco una cantidad para mis hijos, si Dios quiere que mi mujer me dé prole.. 2’ —¡ Eh, grandísimo estúpido! Selifan y Petrushka volvieron la cabeza. —¿Adónde vais? —Pues como Su Excelencia mismo se ha servido decirnos, Pavel lvanovitch, vamos a casa del coronel Koshkaryof—respondió Selifan. —¿Y has preguntado el camino! —Pues, Pavel Ivanovitch, como yo estaba ocupado con el carruaje todo el tiempo, según Su Excelencia mismo ha podido observar, pues... yo no he visto otra cosa que la cuadra del general, pero Petrushka se lo ha preguntado al cochero. —¡ Si eres un imbécil! Ya se te ha dicho que no has de fiarte de Petrushka: Petrushka es un bruto. —No había nada muy difícil en la cosa—observó Petrushka, mirándole de soslayo,—sólo que, excepto cuando vayamos bajando, hemos de seguir adelante, nada mas. —Y excepto el aguardiente, apuesto que ni gota ha pasado tus labios. Y que estés borracho ahora, no me extrañaría. Observando el giro que iba tomando la conversación, Petrushka se limitó a fruncir los labios. Estaba a punto de declarar que no había probado gota, pero por alguna razón, le daba vergüenza decirlo.

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—Es agradable pasearse en este carruaje—dijo Selifan, volviendo la cabeza. Como? —Digo, Pavel Ivanovitch, que es muy agradable para Vuestra Excelencia pasearse en este carruaje, que es mejor que el calesín: no da tantas sacudidas. —¡Adelante, adelante! Nadie te ha preguntado tu opinión. Selifan fustigó las costillas de los caballos, y comenzó a dirigir sus observaciones a Petrushka: —¿ Sabes?, se dice que ese Koshkaryof viste a sus campesinos a la alemana; no sabrías qué eran, viéndolos de lejos; andan con paso de grullas, tal como los alemanes. Y las mujeres no se atan pañuelos a la cabeza, en forma de bollo, ni tampoco cinta: llevan una especie de kapor alemán, como las alemanas, sabes, que van con kapores. Con kapor, así se llama, sabes, kapor—es una cosa alemana, sabes, ka por. —Me gustaría verte a ti vestido a la alemana y con kapor— observó Petrushka, a modo de burla, y sonriéndose. ¡ Extraña cara la que se ponía al sonreír! Su expresión nada tenía de sonrisa; parecía la cara de un hombre que, habiéndose pillado un resfriado, trata de estornudar, pero no puede hacerlo, y se queda con la expresión fija del estornudo inminente. Tchitchikof alzó la vista a ver qué iba pasando en el pescante, y se dijo: “¡Un guapo mozo, aquél, y muy pagado de su mérito, ya, ya!” Pavel Ivanovitch, es necesario explicar, estaba genuinamente convencido de que Petrushka estaba enamorado de su propio rostro, si bien es el hecho de que Petrushka a veces olvidaba por completo que tenía rostro. —Debía usted, Pavel Ivanovitch—dijo Selifan, volviéndose sobre el pescante,—debía haber pensado pedirle a Andrey Ivanovitch que le diese otro caballo en cambio por este tordo rodado; está tan bien dispuesto hacia usted, que no se lo habría negado, y este caballo es sencillamente una bestia canallesca; no es más que un estorbo. —¡ Adelante, adelante, no parlotees !—dijo Tchitchikof, pensando para sí: “En efecto, qué lástima que no se me haya ocurrido pedírselo.”

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Entretanto, el carruaje, de movimiento blando, iba corriendo suavemente. Ligero subía las pendientes, aunque el camino estaba a trechos quebrado, y ligero las descendía, a pesar de que en las encrucijadas, eran empinados los declives. Iban descendiendo. Pasaban praderas, cruzaban recodos del río, veían aceñas. A lo lejos, se vislumbraba un arenal; una arboleda de tiemblos se destacaba pintorescamente detrás de otra; al lado de la carretera pasaban, veloces, mimbreras, alisos, álamos blancos, azotándoles. en la cara con sus ramitas a Petrushka y Selifan, y arrebatándole a éste continuamente la gorra. El arisco criado bajaba del pescante, echando ternos al torpe árbol y al hombre que allí lo había plantado, sin que se le ocurriera atarse la gorra a la cabeza, ni aún sujetarla con la mano, pensando siempre que quizá no volvería a ocurrir el percance. A medida que iban avanzando, los árboles se tornaban más numerosas y más tupido. Aquí había no sólo tiemblos y alisos, sino también abedules, y ya pronto se hallaban internados en una verdadera selva. Desapareció la luz del sol. Se veían pinos y abetos obscuros. Las tinieblas impenetrables de la vasta selva eran cada vez más densas, pareciendo convertirse en negrura de noche. Y súbitamente la luz comenzaba a brillar acá y allá, a través de los troncos y ramas, como el azogue, o como un espejo. La selva iba clareando; ya estaban más dispersos los árboles. Oían un griterío, y de pronto se extendía ante sus ojos un lago. Veían una extensión de agua de unos cinco kilómetros de ancho, orillada de árboles, detrás de los cuales se ocultaban chozas de una aldea de campesinos. Unos veinte hombres, sumergidos en el agua hasta la cintura, los hombros o el cuello, iban arrastrando una red hacia la orilla contraria. En medio de ellos nadaba rápidamente, gritando y cursando órdenes a todo el mundo, un hombre de una anchura igual a su largura, perfectamente redondo, una verdadera sandía. Era tan gordo que bajo ninguna circunstancia habría podido ahogarse, pues por muchos tumbos y vueltas que diera, tratando de bucear, la fuerza del agua le habría empujado siempre a la superficie; y sí un par de hombres se hubiera sentado sobre su espalda, habría seguido flotando, como burbuja obstinada, aunque es posible que hubiera dado algún que otro resoplido y echa burbujas de la boca y de la nariz.

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—Pavel Ivanovitch—dijo Selifan, volviéndose sobre el pescante, —aquél debe ser el coronel Koshkaryof. —¿ Por qué te parece así? —Porque tiene el cuerpo más blanco que los otros, y es más gordo y grave, como un caballero. Mientras tanto, el griterío se tornaba más distinto. El caballero.-sandía baladraba atropelladamente, con voz resonante: —Dáselo a Kosma, Denis, dáselo a Kosma; Kosma, coge la cola que tiene Denis. Foma, empuja allá donde está Fomita. ¡A la derecha, a la derecha! ¡ Esperad, esperad, el demonio os lleve a los dos! Me tenéis cogido por el vientre. ¡ Me tenéis enredado en la cosa, os digo, malditos seáis, me tenéis cogido! Los que iban arrastrando la red por el lado derecho, se detuvieron, observando que había ocurrido un percance imprevisto: su amo estaba cogido en la red. —Vaya——dijo Selifan a Petrushka,—han cogido a su amo, como si fuera un pez. El caballero iba dando tumbos y, tratando de desenredarse, se dejó caer de espaldas, vientre arriba, con lo cual se enredaba más que nunca. Temeroso de romper la red, se echaba a nadar, juntamente con el pez que se había cogido, dando instrucciones de atarle una cuerda. Haciéndolo así tiraban el otro extremo a la orilla. Unos veinte pescadores, que allí se hallaban apostados, cogían la cuerda y comenzaban a tirar de ella cuidadosamente. Al llegar adonde el agua era poco profunda, el caballero se puso de pie, cubierto con la malla de la red, como la mano de una se-flora con el guante calado de verano, alzó la vista y vió al visitante que, en el carruaje, iba cruzando el dique. Le saludó. Tchitchikof, descubriéndose, le hizo una respetuosa reverencia desde el interior del carruaje. —¿ Ha comido ?—gritó el caballero, subiendo a gatas la orilla, en compañía del pez, llevando una mano a los ojos a guisa de pantalla, sosteniendo la otra en la actitud de la Venus de Médicis saliendo del baño. —No-—contestó Tchitchikof, levantando su gorra, y ejecutando una serie de reverencias. —Entonces. puede usted dar gracias a Dios.

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—Oh, ¿ por qué ?—preguntó Tchitchikof, intrigado, con la gorra alzada en el aire. —Pues mire usted esto—respondió el caballero, que ya estaba de pie en la ribera, acompañado de la carpa ‘le varios cangrejos, que luchaban a sus pies, dando saltos de un metro en el aire.— Estos no son nada, no fije usted la atención en éstos, que el botín es aquél, más allá. Muéstrale el esturión, Foma.—Los dos campesinos sacaron al monstruo de una cuba.—¿ Verdad que es una joya? Lo hemos pescado en el río. —¡ Por cierto, es una joya !—asintió Tchitchikof. —Ya lo creo. Siga usted a la casa, que ya voy. Cochero, sigue el camino más bajo que atraviesa la huerta. Tú, corre, Fomita, so bobo, y quita la barrera; yo estaré allí en un abrir y cerrar de ojos. “Es un tío raro el coronel”, pensaba Tchitchikof cuando, después de cruzar el interminable dique, se acercaba a las chozas, de las cuales algunas estaban esparcidas por la ladera, como una bandada de patos, y otras situadas más abajo, elevadas sobre estacas, como garzas. Se veían colgados por todas partes cestas de pescador, redes y avios de pescar. Fomita quitó la barrera, el carruaje atravesó la huerta y llegó a una plazuela, cerca de una antigua iglesia de madera. Un poco más allá, se descubrían los tejados de la casa solariega y de sus dependencias. —¡ Bueno, aquí estoy !—gritó una voz desde un lado. Tchitchikof volvió la cabeza y vió que ya iba caminando a su lado, en un droshky, el caballero gordo, ya vestido con una chaqueta de mahón verde de hierba, y calzones amarillos, con el cuello al aire y sin corbata, como un cupido. Iba sentado oblicuamente en el droshky, llenándolo por completo. Tchitchikof se disponía a hacerle una observación, cuando vió que ya había desaparecido. El droshky apareció por el otro lado y de nuevo retumbaba la voz: —Llevad el lucío y esos siete camarones al tonto del cocinero, pero dadme acá ese esturión, que lo llevaré en el droshky.—Otra vez sonaba vocerío :—¡ Foma y Fomita, Kosma, Denis! Cuando el carruaje de Tchitchikof se detuvo delante de la puerta de la casa, vió éste, con inmenso asombro, que ya estaba el caballero gordo en la escalera, quien le recibió con gran cordialidad.

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Resultaba incomprensible cómo se las había arreglado para llegar allí tan pronto. Los dos se besaron tres veces, primero en un carrillo, después en otro. —Le traigo saludaciones de Su Excelencia—dijo Tchitchikof. De qué Excelencia? —De su pariente de usted, el general Alexandr Dimitrievitch. Quién es Alexandr Dimitrievitch? —El general Betrishtchef—contestó Tchitchikof, asombrado. —No le conozco en absoluto. Se acrecentó el asombro de Tchitchikof. —¡ Cómo! ¿ Supongo que tengo el placer de hablar con el coronel Koshkaryof? —Con Pyotr Petrovitch Pyetuj—respondió el caballero gordo. —¡ Por mi vida!, ¿ qué habéis hecho, imbéciles ?—exclamó, volviéndose hacia Selifan, que estaba sobre el pescante, y Petrushka, que se hallaba apostado a la portezuela del carruaje, los dos boquiabiertos y con los ojos saltando de las órbitas de puro asombro. —¿Qué habéis hecho, imbéciles? Se os ha dicho a casa del Coronel Koshkaryof... ¡ y este señor es Pyotr Petrovitch Pyetuj! —Los mozos han hecho muy bien—dijo Pyotr Petrovitch.—Os premiaré con un cubilete de vodka a cada uno, y con un pastel de pescado de añadidura. Desenganchad los caballos, e idos en seguida a las habitaciones de los criados. —Verdaderamente, estoy avergonzado—dijo Tchitchikok, con una reverencia.—Una equivocación bien inesperada... —¡ Equivocación, no !—declaró, afanoso, Pyotr Petrovitch,—no ha sido equivocación. Pruebe usted primero la comida y después me dirá si ha sido una equivocación. Hágame el favor de entrar —añadió, cogiendo a Tchitcbikof por el brazo y conduciéndole al interior de la casa. Por cortesía, Tchitchikof franqueó la puerta de lado, para que pudiera entrar al mismo tiempo el amo de la casa; en vano, pues el caballero gordo no habría podido cruzar el umbral con Tchitchikof, y además, ya había desaparecido y se le oía dando órdenes en el patio. —¿Qué está haciendo Foma? ¿ Por qué no está aquí ya? Emelyan, holgazán, corre y dile al tonto del cocinero que se apre-

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sure a rellenar el esturión. Que eche las huevas a la sopa, y también las entrañas y el sargo, y los camarones a la salsa. ¡ Y los cangrejos, los cangrejos! Fomita, gandul, ¿ dónde están los cangrejos? ¡ Los cangrejos, digo, los cangrejos! Y por mucho tiempo después se oían los gritos de “¡ Cangrejos, cangrejos 1” —Vaya, el amo de la casa se halla ocupado—dijo Tchitchikof, sentándose en una butaca y examinando las paredes y los rincones del cuarto. —Aquí me tiene usted otra vez—dijo el caballero gordo, entrando en compañía de dos muchachos con chaquetas ligeras de verano, delgados como una rama de mimbrera, y de una altura superior en un metro a la de Pyotr Petrovitch. —Mis hijos; son colegiales y están de vacaciones. Nikolashka, tú quédate con nuestro visitante, y tú, Alejasha, sígueme. Y Pyotr Petrovitch volvió a desaparecer. Nikolashka se encargo de entretener a Tchitchikof. El muchacho era muy locuaz. Le dijo que no les enseñaban muy bien en el colegio; que los maestros mostraban preferencia para los muchachos cuyas mamá los obsequiaban a aquellos con los más espléndidos regalos; que estaba de guarnición en la aldea un regimiento de húsares de Inkermanlandsky, y que el capitán Vyetvitsky tenía un caballo mejor que el del mismo coronel. aunque cl teniente Vzyomtsef era mucho mejor jinete que él. —Y dime, ¿en qué estado se encuentra la finca de tu padre?— le preguntó Tchitchikof. —Está hipotecada—respondió el padre mismo, reapareciendo en el salón.—Está hipotecada. Tchitchikof sentía la inclinación de hacer aquel movimiento de los labios que produce un hombre al observar que la cosa no vale y no ha de aportarle ningún provecho. —¿Por qué la hipotecó usted ?—preguntó. —Oh, por ninguna razón especial; todo el mundo hipoteca hoy día sus propiedades; ¿ por qué no había yo de hacerlo también? Me dicen que es conveniente. Además, siempre he vivido aquí, y ahora me gustaría probar la vida de Moscou.

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“¡ imbécil, imbécil ¡—pensó Tchitchikof ;—lo reventará todo y hará manirrotos a sus hijos también. ¡ Más vale que te quedes en el campo, pastel de pescado!” —Ya sé lo que está usted pensando—observó Pyetuj. —Pues, ¿ qué ?—respondió Tchitchikof, un poco avergonzado. —Usted está pensando: “Es un imbécil, es un imbécil este Pyetuj. Me ha convidado a comer y aún no han servido la comida.” Pronto estará preparada, amigo; en menos tiempo que emplea una moza rapada en trenzarse el cabello, la tendrá preparada. —Papá, ahí viene Platón Mijailovitch—dijo Alejasha, mirando por la ventana. —Montando un caballo ruano—interpuso Nikolasha, agachándose a la altura de los vidrios.—¿Te parece un caballo mejor que nuestro tordo, Ajejasha? —Mejor, no, pero tiene otro paso. Se suscitó entre los dos muchachos una disputa sobre los respectivos méritos del ruano y del tordo. Entretanto, entró en el salón un guapo mozo de gallarda figura, con rubios rizos lustrosos, y ojos obscuros. Le acompañaba un perro de caza de aspecto feroz, con maciza mandíbula, haciendo sonar su collar de cobre. —¿ Ha comido usted ?—le preguntó al joven el caballero gordo. —Sí, ya he comido, gracias—respondió el visitante. —¿ Ha venido usted aquí para burlarse de mí ?—exclamó Pyetuj, encolerizándose.—¿ Para qué me sirve usted después de haber comido? —Pyotr Petrovitch—dijo el visitante,—le puedo asegurar que apenas he probado la comida, si eso le sirve de consuelo. —Hemos sacado una redada que quita la cabeza. Hemos cogido un esturión gigantesco, y cangrejos incontables. —Me da envidia oírle—dijo el visitante.—Enséñeme a divertirme como lo hace usted. —¿ Por qué estar aburrido? ¡ Caramba ¡—respondió el caballero gordo. —¿ Por qué estar aburrido? Porque la vida es aburrida. —No come usted lo bastante, eso es todo. Debía probar el efecto de una comida adecuada. Es una nueva moda que han inventado, eso de aburrirse; en otros tiempos, nadie se aburría.

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—¡ Basta de jactancias! ¿ Quiere usted decirme que nunca se ha sentido aburrido? —¡ Nunca en mi vida! No sé cómo es, pues yo no tengo tiempo para aburrirme. Uno se despierta por la mañana: se ha de tomar el té, ¿ sabe?, y luego hay que hablar con el administrador; después voy a pescar y ya es hora de comer; después de la comida, apenas si le queda a uno un rato para la siesta cuando viene la cena, y luego sube el cocinero y tengo que darle órdenes para la comida del día siguiente. ¿ Qué tiempo me queda para aburrirme? Mientras así hablaba el amo de la casa, Tchitchikof contemplaba al visitante. Platón Mijailovitch Platonof era Aquiles y Paris en una; poseía una gallarda figura, de estatura aventajada, y frescura: todo lo hermoso se reunía en él. Acentuaba su guapeza una agradable sonrisa en que se reflejaba una ligera ironía, pero, con todo, se notaba en él un algo inerte y soñoliento. Ninguna pasión, ningún dolor, ninguna inquietud había impreso su huella en su rostro fresco y varonil, y la ausencia de estas huellas lo dejaba inanimado. —He de confesar—pronunció Tchitchikof—que tampoco yo llego a comprender, cómo, con el tipo que tiene usted, si me permite decírselo, puede hallarse hastiado. Claro, puede que existan otras razones: falta de dinero, o vejaciones motivadas por individuos maliciosos, pues es lo cierto que los hay que incluso llegarían a quitarle a uno la vida. —Pero el hecho es que no hay nada de eso—respondió Platonof. —¿ Querrá usted creerme cuando le digo que a veces quisiera que lo hubiera, que me atormentara alguna ansiedad, algún pesar, o hasta que, por ejemplo, me volviese rabioso contra alguien? Pero, no, estoy aburrido, y no hay más! —No lo comprendo. Pero quizá le resulte insuficiente su patrimonio, quizá posea usted pocos siervos. —No, no. Mi hermano y yo poseemos treinta mil acres de terreno, y en ellos viven mil almas de campesino. —¡ Poseyendo todo eso, hallarse aburrido! Es incomprensible! Pero quizá sus propiedades no estén bien administradas; quizá haya tenido usted malas cosechas, o se le haya muerto gran número de siervos.

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—Al contrario, todo anda admirablemente, y mi hermano es un administrador excelente. —No lo comprendo—repitió Tchitchikof, encogiéndose de hombros. —Bueno, ya le sacudiremos la murria—observó el amo de la casa.—Corre a la cocina, Alejasha, y dile al cocinero que nos sirva esos pasteles de pescado cuanto antes. ¿Y dónde están ese gandul de Emelyan y ese ladrón de Antoshka? ¿ Por qué no nos traen los entremeses? En esto, se abrió la puerta. El gandul de Emelyan y el ladrón de Antoshka aparecieron trayendo las servilletas; pusieron la mesa, colocaron en ella una bandeja con seis garrafas, conteniendo vinos de casa de diversos colores; pronto rodearon la bandeja y las garrafas un collar de platos con caviar, queso, setas saladas de diferentes especies, y ahora se traía una cosa de la cocina, tapada con un plato, debajo del cual se oía el sisear de la manteca. Eran mozos ligeros y diestros el gandul de Emelyan y el ladrón de Antoshka, a los cuales calificaba de aquella manera su amo porque el llamarlos por sus nombres, sin la adición de algún apodo, le parecía soso e insulso, y no le gustaba que nada lo fuera; era un hombre de corazón bondadoso, pero aficionado a las palabras de fuerte sabor. Pero sus siervos no lo tomaban a mal. Siguió a los entremeses la comida. El bondadoso caballero gordo se mostraba ahora un verdadero rufián. En cuanto veía que en el plato de su visitante quedaba un solo trozo, colocaba a su lado otro, diciendo: “No está bien que viva solo el hombre o el pájaro.” Si el visitante daba cuenta de los dos trozos, le hacía cargar con un tercero, observando: “¿ Para qué sirven dos? Dios ama la trinidad.” Si el visitante se tragaba los tres, manifestaba: “¿Cuándo se ha visto un carro de tres ruedas? ¿Quién construye una choza triangular ?“ Para el cuarto tenía otra observación, y para el quinto también. Tchitchikof se comió casi una docena de tajadas de algún plato, y pensaba: “¡ Vaya, este señor no me hará cargar con ninguna cosa más!” Pero se equivocó. Sin decirle palabra, el amo de la casa colocó en su plato una porción de costillas de ternera espetadas, el trozo mejor, con el riñón, ¡ y qué ternera era!

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—Hemos criado esta ternera con leche por espacio de dos años —dijo el caballero gordo.—Y la cuidaba como si fuera mi hija. —No puedo más—declaró Tchitchikof. —Haga usted un esfuerzo, y luego me dirá si no puede. —No entra; ya no cabe más. —Vaya, ya sabe usted que no cabían más en la iglesia, pero cuando llegó el alcalde, se le hizo lugar, no obstante haber un apiñamiento tal, que una manzana no habría podido caer al suelo. Haga usted un esfuerzo: aquel bocado es como el alcalde. Tchitchikof hizo un esfuerzo: en efecto, el bocado podía compararse con el alcalde: se le hizo lugar, aunque parecía que no podría entrar. Lo mismo sucedió con los vinos. Cuando Pyotr Petrovitch recibió el dinero por la hipoteca de su finca, hizo acopio de vinos lo suficiente para diez años. Ahora iba llenando continuamente las copas; lo que no se bebían los visitantes, lo vertió para Alejasha y Níkolashka, los cuales iban tragándose copa tras copa, no obstante lo cual se levantaron de la mesa como si tal cosa, como si sólo hubieran probado un vaso de agua. No les sucedió lo mismo a los visitantes. Apenas podían arrastrarse hasta la galería y dejarse caer en sendas butacas; en cuanto el amo de la casa se hubo sentado en la suya, en que cabrían cuatro, se durmió. Su corpulenta persona se transformó en fuelle de herrero: comenzó a emitir de su boca abierta y de la nariz, unos sonidos tales como no se oyen ni en la música más moderna. Estaban representados todos los instrumentos: el tambor y la flauta, y aun se escuchaba una nota precipitada, como el ladrido de un perro... —¡ Cómo silba !—observó Platonof. Tchitchikof se rió. —La cosa está clara: si se come de aquella manera, ¿ cómo se ha de aburrir? Uno se duerme—añadió. —,Sí—asintió Tchitchikof, con languidez. Sus ojos parecían tornarse muy pequeños.—Pero si me perdona la observación, no comprendo cómo puede usted hallarse aburrido. Hay tantas cosas que se pueden hacer para defenderse contra el aburrimiento. —¿Por ejemplo.. .

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—¡ Si hay muchas cosas que puede hacer un hombre joven! Puede bailar, puede tocar algún instrumento..., o, si quiere, puede casarse. —¡ Casarse! ¿ Con quién? —Seguramente no faltarán por aquí algunas señoritas simpáticas y ricas. —No, no hay. —Pues búsquelas usted en otra parte. Viaje. Dicho esto, se le ocurrió a Tchitchikof una idea feliz; se le agrandaban los ojos. —Pues mire, aquí tiene usted un buen remedio—dijo, mirándole a Platonof a la cara. —¿ Qué quiere usted decir? —Viajar. —Pero, ¿adónde irme? —Si está usted libre, venga conmigo—respondió Tchitchikof, pensando para sus adentros, mientras seguía observando a Platonof: “No estaría mal: podríamos compartir los gastos, y la reparación del carruaje podría correr a cuenta de él.” —Pues ¿ adónde va usted? ..-.Oh, ¿qué decirle? Estoy viajando no tanto para asuntos propios como para los de los demás. El general Betrishtchef, mi amigo íntimo, y puede decirse mi benefactor, quiere que visite a sus parientes. . . Claro, los parientes son parientes, pero yo también viajo por gusto, pues el ver el mundo y el enterarse de lo que está haciendo la gente, es, digan lo que quieran, un libro de la vida, una segunda educación. Platonof lo ponderaba. Entretanto, Tchitchikof estaba reflexionando: “Verdaderamente, resultaría conveniente. Podría arreglar la cosa de manera que cargase él con todos los gastos. Hasta podría emplear sus caballos y dejar los míos en sus cuadras, y usar su carruaje para el viaje. “¿Y por qué no había de hacer un viajecito?”, pensaba Platonof; “quizá me animaría. No tengo nada que hacer aquí, mi hermano se cuida de todo, así que mi ausencia no supondría ningún perjuicio. Desde luego, ¿por qué no había de divertirme?”

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—¿ Y usted se prestaría a pasar dos días en casa de mi hermano? —agregó en voz alta ;—acaso sin esto no me dejaría irme. —Con el mayor placer, tres días, si quiere. —En ese caso, prometo acompañarle. ¡ Iremos !—dijo Platonof, cobrando animo. —¡ Bravo !—exclamó Tchitchikof.—¡ Iremos! —¿Adónde, adónde ?—preguntó Pyotr Petrovitch, despertándose y mirándoles con los ojos desmesuradamente abiertos.—No, Caballeros, se ha dado órdenes de quitar las ruedas del carruaje, y su caballo, Platón Mijailovitch, ya está a quince kilómetros de aquí. No, esta noche la pasarán ustedes aquí y mañana pueden irse, después de una comida temprana. “¡ Por mi vida!”, pensó Tchitchikof. Platónof no respondió palabra, pues conocía bien el modo de obrar de Pyetuj y su terquedad. Tuvieron que quedarse. Y fueron premiados con una maravillosa noche de primavera. El amo de la casa había hecho preparativos para una excursión por el río. Los conducían sobre la lisa superficie del lago, al acompañamiento de canciones, doce remeros con veinticuatro remos. Atravesando el lago, llegaron a un río caudaloso, con riberas en declive por ambos lados. Ni un rizo agitaba la superficie del agua. Tomaron el té, con bollos, en el bote, pasando continuamente por debajo de las cuerdas extendidas sobre el río para la pesca. Antes de tomar el té, el amo se desnudó y se zambulló en el agua, donde se estuvo chapoteando durante media hora, lanzando gritos a los pescadores y voceando a Foma y a Kozma, y después de haber alborotado y chapoteado a sus anchas, y de helarse basta los tuétanos, volvió al bote con un apetito para el té, que daba envidia. Mientras tanto, se había puesto el sol; el cielo permaneció claro y transparente. Se oía vocería. Ahora se veían en la orilla, en lugar de los pescadores, unos grupos de muchachos que se bañaban; resonaban en la lejanía el chapoteo y las risas. Los remeros, al cabo de manejar ritmicamente los veinticuatro remos, los levantaron de súbito, y el largo bote, ligero como un pájaro, se deslizó sobre el inmóvil espejo de las aguas. Un muchacho de aspecto fresco y robusto, el

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tercero, contando desde la popa, comenzó a cantar con voz clara; otras cinco se unían a ella, luego otra seis, y la tonada iba ondeando en el aire, inacabable como las tierras de Rusia; llevando las manos a las orejas, los cantantes parecían sumergirse en las interminables melodías. Escuchándolos, se sentía una sensación de reposo y bienestar, y Tchitchikof pensaba: “¡ Ah, si, un día yo también tendré una finca mía en el campo!” “¿ Qué hay de bonito en esas canciones melancólicas ?“, pensaba Platonof. “No hacen sino entristecerme más.” Anochecía cuando volvieron. Los remos agitaban el agua obscura, que ya no reflejaba el cielo. Se descubrían lucecitas indistintas en las riberas. Salía la luna cuando tocaban la orilla. Por todas partes los pescadores se ocupaban en hervir sus sopas de pesca, o en asar, sobre trípodes, los pescados, todavía palpitantes. El ganado se había recogido en las cuadras. Los gansos, las vacas y las cabras bacía tiempo que habían sido conducidos a los corrales, y disipado el polvo levantando a su paso, los pastores que los habían reunido se apostaban ya a las puertas de las empalizadas, esperando un cántaro de leche, o una invitación a participar de la sopa de pescado. Escuchábase por acá y allá el rumor de conversaciones, el susurro de voces y el estrepitoso ladrar de los perros de la aldea y de otras más lejanas. Ya la luna iba remontando en el cielo, iluminando débilmente la obscuridad, y por fin aparecía todo bañado en luz: el lago y las chozas; palidecía el fulgor de las hogueras; se veía remontar, plateado por los rayos de la luna, el humo de las chimeneas. ¡ Qué escena magnífica! Pero ninguno se interesaba en ella. En lugar de galopar por el campo sobre jacas vivarachas, Nikolasha y Alejasha estaban entregados a soñar con Moscou, y se imaginaban sus confiterías y teatros, de los cuales un hermano menor, recién llegado de una visita a la capital, acababa de hablarles; mientras su padre estaba absorto en como llenar a sus huéspedes con más alimentos y Platonof se entregaba a bostezar. Sólo en Tchitchikof era visible alguna animación. “¡ Ah, sí, ya lo creo, yo tendré algún día una finca como ésta!”, pensaba él. Le surgía de nuevo en la imaginación la visión de una mujer frescachona y de unos pequeños Tchitchikof. ¡ Qué corazón podía permanecer impasible ante noche tan hermosa!

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A la hora de cenar, volvieron a atracarse de comida. Cuando Pavel Ivanovitch se había recogido en el cuarto que le había sido señalado, y se había acostado, se palpaba el estómago: “¡ Está tieso como un tambor!”, se dijo; “no hay alcalde que pudiera entrar en él.” Y quiso la suerte que la habitación del amo fuese la contigua a la suya; la pared era delgada y lo oía todo. So pretexto de una comida temprana, estaba dando órdenes al cocinero para todo un festín, ¡ y qué órdenes! Era para abrirle el apetito a un cadáver. A Tchitchikof se le volvía agua la boca. Se oían continuamente frases como ésta: “Pero áselo bien, déjalo en remojo.” Y el cocinero iba repitiendo, con voz atiplada: “Si, señor, yo sé hacerlo, eso también lo sé hacer.” —Y haz un pastel de pescado cuadrado: en un ángulo, pondrás la cabeza, en otro la jalea del costado; en el tercero pon una gacha de alforfón, setas y cebollas y huevos dulces y sesos y alguna otra cosita, tú sabes. —Sí, señor, ya lo sé hacer así. —Y que salga un poco tostado en un lado, sabes, y menos Cocido en el Otro. Y cuece en el horno la pasta de debajo para que salga tierna y desmenuzable, y que esté todo bien empapado de salsa para que se derrita en la boca como la nieve. “¡ Maldito sea!”, pensó Tchitchikof, dando una vuelta en la cama, “no me deja dormir." —Hazme una empanada, y mete un trocito de hielo en medio para que se hinche bien. Y que sea bien sabroso el aderezo del esturión. Puedes hacerlo con cangrejos y pescadilla frita, con un relleno de eperlanos pequeñitos; échale un picadillo muy fino, rábano picante y setas y nabos y zanahorias y judías y... ¿ podemos poner alguna otra legumbre? —Podía poner kohlrabi y raíz de remolacha cortada en estrellas—respondió el cocinero. —Sí, pon el kohlrabi y la raíz de remolacha, y ahora te diré qué salsa has de servir con el asado... “¡ Voy a pasar la noche en blanco!”, se dijo Tchitchikof. Y dando una vuelta hacia el otro lado, sepultó la cabeza en la almohada, tapándosela con la manta para no oir más, pero penetraban

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Incesantemente el embozo las palabras: “Y ásalo bien”, y “Que esté bien guisado”. Se durmió escuchando las órdenes para la preparación del pavo. Al día siguiente, los huéspedes se atracaron de tal manera, que Platonof no pudo montar a caballo, el cual fué llevado a su casa por un mozo de cuadra de Pyetuj. Subieron al carruaje; Yarb, el perro de Platonof, lo seguía perezoso, que también él se había hartado. —Eso ya es demasiado—observó Tchitchikof en cuanto el carruaje hubo abandonado el patio.—Es de ser cochino. ¿ No siente usted un malestar, Platón Mijailovitch? El carruaje era muy cómodo, y ahora parece haberse tornado de repente incómodo. Petrushka, supongo que tú te habrás metido torpemente a cambiar la colocación del equipaje. Parece que está el carruaje erizado de cestas. Platonof se rió. —Eso se lo puedo explicar—dijo,—es que Pyotr Petrovitch las ha metido aquí para que tengamos que comer en el trayecto. —Sí, así es—dijo Petrushka, volviéndose.—Me dijo que las colocase todas en el carruaje—pasteles y empanadas... —Sí, sí, Pavel Ivanovitch—dijo Selifan, mirándole desde el pescante con aire de gran contento.—¡ Es un caballero muy digno y muy hospitalario! Nos envió una copa de champán a cada uno, y dió instrucciones de dejarnos los platos de la mesa, unos platos muy ‘buenos, de un sabor muy delicado. Nunca he visto a un caballero tan digno. —Ya ve usted que ha dejado contentos a todos—observó Platonof.—Dígame usted, ¿ le incomodaría que siguiéramos a una aldea que dista unos diez o doce kilómetros de aquí? Quisiera despedirme de mi hermana y de mi cuñado. —Con mucho gusto—respondió Tchitchikof. —No lo tendrá que sentir: mi cuñado es un hombre extraordinario. —¿En qué sentido? —Es el mejor administrador que jamás haya existido en Rusia. Hace no más de diez años que compró una finca arruinada, por

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la cual pagó unos veinte mil rublos, y la ha puesto en tan buena condición, que ahora le rinde doscientos mil rublos. —¡ Un hombre extraordinario! La vida de un hombre como él puede servir de ejemplo a los demás. Tendré mucho, muchísimo gusto en conocerlo. ¿ Cómo se llama? .—~Skudronzhoglo. —¿Y su nombre de pila y el de su padre? —Konstantin Fyodorovitch. —Konstantin Fyodorovitch Skudronzhoglo. Tendré mucho gusto en conocerlo. Se puede aprender mucho de un hombre como él. Y Tchitchikof comenzó a acosarle a preguntas respecto a Skudronzhoglo, y todo lo que logró saber de él por Platonof era en verdad sorprendente. —Mire usted—dijo éste, señalando los campos,—aquí comienzan sus terrenos. Verá usted a primera vista qué distintos son de los de los otros propietarios. Cochero, sigue el camino a la izquierda. ¿ Ve usted ese bosquecito de árboles jóvenes? El los ha sembrado. En terreno de otro hombre, no habrían alcanzado esa altura ni en cincuenta años, y aquí han crecido en ocho. Mire, allá termina el bosque y comienzan los sembrados, y al atravesar otros ciento cincuenta acres, verá otro bosque, también sembrado, y después nuevos campos de mies. Observe usted las mieses cuanto más abundantes son aquí que en otras partes. —Sí, sí, ya lo veo. Pero ¿ cómo lo consigue? —Pues eso se lo tendrá que preguntar a él. No le falta nada. Todo lo sabe; no hallará usted en el mundo otro hombre como él. No es sólo para cada cosa; sabe también dónde ha de cultivarlo todo, cuáles granos han de sembrarse cerca de tales o cuales árboles. Todos tenemos las tierras resquebrajadas por la sequía, pero él no. Hace el cálculo de cuánta humedad le hará falta, y siembra los árboles según ese cálculo: para él, todas las cosas sirven dos fines distintos: el bosque le rinde madera y, al mismo tiempo, mejora los campos con sus hojas y su sombra. —¡ Un hombre maravilloso !—exclamó, Tchitchikof, mirando con curiosidad los campos.

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Estaba todo en perfecta condición. El bosque estaba cercado por una valía; había corrales para el ganado, también, y con buena razón, cercados y admirablemente cuidados; se veían piaras gigantescas. Saltaban a la vista por todas partes la abundancia y la fertilidad, y no podía dudarse que allí vivía un administrador incomparable. Subiendo un ligero declive, descubrieron una grande aldea, cuyas casas se esparcían sobre tres colinas. Toda ella rebosaba prosperidad; las carreteras estaban bien construidas; las chozas, sólidas; si se veía una carreta, aquella carreta era nueva y maciza; si se tropezaba un caballo, era un caballo brioso y bien alimentado. También el ganado parecía escogido, y hasta el cerdo de un aldeano tenía todo el aspecto de un noble. Era evidente que allí vivían aquellos campesinos que “minaban la plata con sus azadones”, como reza la canción. Allí no se veían parques a la inglesa, ni glorietas, ni puentes, ni jardinería de ornato, ni nada fantástico sino, por el contrario, había un espacio abierto desde la casa solariega hasta sus dependencias y las cabañas de los campesinos, de manera que, según la antigua costumbre rusa, el amo podía observar todo lo que ocurría a su alrededor. Por la misma razón, y no para contemplar el paisaje, se alzaba una torre en la casa solariega. El carruaje se detuvo delante de la casa. El amo no estaba, y recibió a los visitantes su mujer, hermana de Platonof. Era rubia, de piel blanca, con una expresión de semblante esencialmente rusa, tan guapa, y también tan inerte, como su hermano. Parecían interesarle poco las cosas que más suelen ocupar a los demás, ya sea porque la actividad incesante que se desplegaba alrededor suyo no le dejaba quehacer, o sea porque, causa de su mismo temperamento, pertenecía a aquella clase de personas filosóficas que, poseyendo sensaciones e inteligencia medio dormidas, contemplan la vida con los ojos entornados y, observando su fiera lucha y agitación, exclaman: “¡ Que se fastidien, los muy necios! ¡ Tanto peor para ellos!” —Buenos días, hermana—le dijo Platonof.—¿ Dónde está Konstantín? —No sé; debía haber llegado hace tiempo. Sin duda algo le habrá detenido.

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Tchitchikof prestaba poca atención al ama de la casa. Lo que a él le interesaba era observar la habitación de este hombre extraordinario. Examinó estrechamente todo lo que contenía, esperando descubrir en los objetos un reflejo del carácter de su dueño, del mismo modo que se juzga por la concha cómo era la ostra o el caracol que la había habitado. El cuarto carecía en absoluto de carácter: era espacioso, y nada más. No adornaba las paredes cuadro alguno ni pintura al fresco; no se veía en las mesas ningún bronce; no había ninguna rincocera con porcelanas y tazas, ningún jarrón, ningunas flores ni estatuas ningunas: a decir verdad, tenía un aspecto algo desnudo. Había unos muebles sencillos y un piano que yacía cerrado a un lado del cuarto; según parecía, el ama de la casa rara vez se sentaba a él. La puerta que comunicaba con el despacho del amo estaba abierta: también aquel aposento era sencillo y desnudo. Se veía que el amo de la casa venía a ella únicamente para descansar, y no para vivir, que no le hacía falta, para ponderar sus planes e ideas, un escritorio con sillones bien tapizados y demás comodidades, y que su vida no se deslizaba entre sueños seductores, frente al hogar resplandeciente, sino que se dedicaba al trabajo: sus ideas nacían instantáneamente de la circunstancia misma, en el momento de presentarse, y se convertían inmediatamente en acción, sin necesidad de memorias escritas. ¡ Ah, ahí está, ahí viene 1—exclamó Platonof. Tchitchikof corrió a la ventana. Subía la escalera un hombre de unos cuarenta años, con rostro moreno y aspecto despierto. Se tocaba con gorra de estameña. Dos hombres, de clase inferior, le acompañaban, uno a cada lado, hablando y discutiendo. El uno parecía un sencillo campesino; el otro, con chaqueta siberiana azul, tenía todo el aspecto de un tratante bribón y tacaño que se hubiera llegado por allí a hacer alguna compra. —De manera que dará usted órdenes de que lo acepten, señor —le dijo el campesino, haciéndole una reverencia. —No, buen hombre; ya se lo he dicho más de veinte veces: no traiga más. Tengo ya tanto material, que no sé dónde colocarlo. —Pero no hay nada que no rinda ganancia en manos suyas, Konstantin Fyodorovitch. No se hallaría en parte ninguna otro

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hombre como usted. Su Excelencia hallará un empleo para todo. Así, que le ruego dé órdenes de que lo acepten. —Lo que a mí me hace falta son brazos; búsqueme obreros, no material. —Tampoco le faltarán brazos. Toda nuestra aldea emigra en busca de trabajo: no se recuerda una ¿poca de tanta escasez como la actual. Es lástima que no nos contrate usted para un término indefinido, que le serviríamos bien y lealmente, le juro por todo lo santo que le serviríamos bien. Se aprende de usted a hacerlo todo, Konstantin Fyodorovitch. Le ruego dé órdenes de que lo acepten por esta última vez. —Pero la vez anterior también dijo que sería la última, y aquí viene usted con más. —Esta será la última vez, Konstantin Fyodorovitch. Si usted no lo compra, nadie lo hará. Dé órdenes de que lo acepten. —Bueno, mira; esta vez lo aceptaré, pero si lo hago es porque me da pena, y no quiero que sea en balde que lo haya traído acá. Pero si me trae más, no lo compraré aunque me siga acosando durante tres semanas. —Tiene razón, Konstantin Fyodorovitch; puede estar seguro de que no le traeré más. Le doy las más sentidas gracias. El campesino se alejó contento. Pero había mentido: traería mas. “Hay que probarlo” es una frase potente. —Haga el favor, Konstantin Fyodorovitch. .. Rebaje usted el precio un poquito—dijo el viajante de la chaqueta siberiana azul, que iba andando al otro lado del amo. —Si ya le he dicho el precio; no me gustan regateos. Se lo repito: no soy como los otros propietarios a los que visita usted el mismo día de vencer los intereses de la hipoteca. Ya le conozco. Usted guarda una lista de ellos, con las fechas en que tiene cada uno que pagar los intereses. Les hace falta dinero, y le venderán a la mitad del precio. ¿ Pero a mí qué falta me hace su dinero? Poco me importa que estén sin vender mis cosas durante tres años: no tengo intereses que pagar. —Es cierto, Konstantin Fyodorovitch. Pero usted sabe que yo... sólo hago esto para poder cerrar nuevos tratos con usted en lo futuro, y no por codicia. Acepte usted tres mil como señal.

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El tratante sacó de debajo de la chaqueta un manojo de billetes grasientos. Skudronzhoglo los cogió fríamente y, sin contarlos, los metió en el bolsillo trasero de la levita. “¡ Hum !—pensó Tchitchikof.—Como si se tratara de un pañuelo.” Un momento después, Skudronzhoglo se presentó en la puerta del salón. —¡ Hola, hermano, tú aquí 1—dijo al ver a Platonof. Se abrazaron y se besaron. Platonof le presentó a Tchitchikof. Este se acercó reverentemente a Skudronzhoglo, le besó en ambas mejillas y recibió de él un beso. El rostro de Skudronzhoglo era muy notable. Denunciaba su origen meridional. El cabello y las cejas eran espesos y obscuros, los ojos expresivos y de un brillo intenso. Cada expresión de su cara centelleaba con inteligencia: no había en ella nada de soñoliento. Pero sí dejaba descubrir un fondo colérico e irritable. No era de origen puramente ruso. Existen en Rusia numerosos rusos que no lo son de origen, pero que lo son, y mucho, de temperamento. No le interesaba a Skudronzhoglo su origen, opinando que poca importancia tenía, y no conocía otra lengua que la rusa. —¿ Sabes, Konstantin, qué proyecto he formado ?—dijo Platonof. —Vamos a ver. —He pensado hacer una excursión en carruaje por varias provincias, que quizá me ayude a sacudir el aburrimiento. —Quizá así resulte, en efecto. —Voy con Pavel Ivanovitch. —Muy bien. ¿ Cuáles distritos—dijo Skudronzhoglo, dirigiéndose con cordialidad a Tchitchikof—piensa usted visitar ahora? —He de confesar—respondió Tchitchikof, inclinando la cabeza bacía un lado y asiendo con una mano el brazo del sillón—que por el momento no estoy viajando tanto para asuntos propios como para los de otra persona. El general Betrishtchef, mi íntimo amigo y, puede decirse, mi benefactor, me ha pedido que visite a sus parientes. Los parientes, claro, son parientes, pero puedo decirle que, hasta cierto punto, viajo también para asuntos míos, pues aparte los beneficios que me puede aportar desde el punto de vista

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de la digestión, el mero hecho de ver el mundo y de enterarse de lo que está haciendo la gente. . ., diga lo que quiera, es un libro viviente, una segunda educación. —Sí, no está mal echar un vistazo a sitios nuevos. —Su observación es muy acertada—respondió Tchitchikof ;— en efecto, no está mal. Uno ve cosas que de otra manera no las vería, y hace el conocimiento de gentes que de otra manera no las llegaría a conocer. Una conversación con ciertos individuos es más preciosa que el oro. Enséñeme usted, honrado Konstantin Fyodorovitch, enséñeme, se lo suplico. Espero sus sabias palabras como un maná milagroso. Skudronzhoglo se sintió confundido. —Pero ¿ qué quiere usted decir? ¿ Enseñarle qué? Yo he recibido una educación bastante limitada. —¡La sabiduría, honrado señor, la sabiduría!, la sabiduría que me habilite para gobernar una propiedad como lo hace usted e, igual que usted, hacer que me rinda ganancias, no en sueños, sino en la realidad; llegar a poseer, como usted, bienes no ilusorios, sino verdaderos, efectivos, para con ello cumplir con mis deberes de ciudadano y conquistarme el respeto de mis compatriotas. —Pues, mire—respondió Skudronzhoglo, mirando pensativamente a su huésped—quédese usted aquí conmigo un día. Le enseñaré mis trabajos y se lo explicaré todo. No supone ninguna sabiduría, como ya lo verá. —Hermano, quédate aquí un día, te lo ruego—dijo la señora de Skudronzhoglo, dirigiéndose a Platonof. —Yo no tengo inconveniente—respondió éste con indiferencia. —¿Y qué dice Pavel Ivanovitch? —Yo, encantado... Pero hay una cosa. ·., he de visitar a los parientes del general Betrishtchef. Hay un tal coronel Koshkaryof... —Pero, ¿ es que no sabe usted que ese hombre es un necio, un loco? —He oído algo de eso, sí; yo nada tengo que ver con él. Pero ya que el general Betrishtchef es mi íntimo amigo y, por decirlo así, mi benefactor..., no estaría bien que yo no fuese.

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—En ese caso—dijo Skudronzhoglo,—lo mejor sería que le fuese usted a ver ahora mismo. Tengo el droshky de carrera preparado. La finca no dista más de doce kilómetros de aquí, así que llegará usted a ella en un abrir y cerrar de ojos. Estará usted de vuelta antes de la hora de cenar. Tchitchikof aceptó gustosamente esta sugestión. Se trajo el droshky y Tchitchikof se puso en camino para visitar al coronel, el cual le causó un mayor asombro que ninguna persona que hubiera visto en la vida. Todo lo que se observaba en la propiedad del coronel era sumamente extraordinario. Toda la aldea estaba revuelta; llenaban las calles obras de construcción y de reforma, montones de argamasa, ladrillos, vigas. Algunas casas estaban construidas al estilo de los edificios del Estado. En una se veía un rótulo, en letras de oro: “Depósito de herramientas agrícolas”, en otra: “Oficina principal”, en una tercera: “Comité de asuntos rurales”, en otra de más allá: “Escuela normal para aldeanos”; en fin, imposible enumerarlos todos. Tchitchikof se preguntaba si no habría llegado a la capital del distrito. Encontró al coronel apostado detrás de un escritorio y sosteniendo una pluma entre sus dientes. Era un individuo algo remilgado. Su rostro, en forma de triángulo, tenía un aspecto relamido. Las patillas descendían tiesamente por los carrillos; el cabello, la nariz, los labios y la barba parecía que habían sido guardados debajo de una prensa. Comenzaba a hablar como hombre sensato. Desde la primera palabra, se quejaba de la falta de cultura de los propietarios vecinos y de las grandes dificultades que tenía él que afrontar. Recibió a Tchitchikof cordial y afablemente, haciéndole confidencias y describiendo, con íntima satisfacción, la inmensa labor que le había costado poner sus propiedades en aquel pie de prosperidad que actualmente disfrutaban; cuán difícil resultaba hacer comprender al sencillo campesino que existen placeres elevados, que le proporciona al hombre el lujo bien empleado, que existe una cosa que se llama arte; lo necesario que era luchar contra la ignorancia del aldeano ruso, vestirle con calzones alemanes, y hacerle apreciar, en lo posible, la elevada dignidad del hombre; que, a pesar de todos sus esfuerzos, aun no había conseguido hacer que las aldeanas llevasen corsé, mientras que en Alemania, donde ha-

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bía pasado una temporada con su regimiento en el año 1814, hasta la hija de un molinero sabia tocar el piano, hablar el francés hacer una cortesía. Deploraba la terrible falta de cultura de 1 propietarios vecinos suyos, haciéndole ver a Tchitchikof lo poco que se ocupaban de sus siervos, llegando hasta a reírse de él cuando trataba de convencerles de lo necesario que era, para el buen gobierno de sus fincas, establecer una secretaría y una oficina central, y formar algunas juntas, para prevenir los latrocinios y par que no se ignorase nada; que el escribiente, el capataz y el guarda-libros era preciso que recibiesen una buena educación, que completasen sus estudios en la universidad; que, a a pesar de todos sus argumentos, no había podido convencer a los otros propietarios de lo ventajoso que resultaría para el buen gobierno de sus fincas el que todo campesino recibiera una educación tan cabal que pudiera leer los Apuntes de Electricidad por Franklin y las Geórgicas de Virgilio, o alguna obra sobre las propiedades químicas del suelo, al tiempo que guiaba el arado. Oído lo cual, Tchitchikof pensó: “Dudo mucho de que llegue nunca tal estado de cosas. Vamos, yo he aprendido a leer y escribir, y todavía no he terminado la lectura de La condesa de la Valliére.” —La ignorancia es espantosa—dijo en conclusión el coronel Koshkaryof,—lo mismo que en la Edad Media, y no hay posibilidad de remediarlo, créame, no hay posibilidad de remediarlo. No obstante, yo lo sabría remediar: conozco el medio único, el medio seguro de hacerlo. —¿Cuál es? —Vestirlos a todos, a todo ruso, como se viste en Alemania. Hacer eso y nada más, y le aseguro que las cosas andarían a maravillas; se elevaría el nivel de la cultura, el comercio cobraría ímpetu, y habría llegado para Rusia la edad de oro. Tchitchikof le miró con grandes ojos y pensó: “Bueno; con éste no he de gastar cumplidos.” Sin demorar la cosa, le dijo acto seguido al coronel que le hacían falta determinadas almas de campesino, con escritura de compra y todo en regla. —Por lo que puedo juzgar por sus palabras, esto es una petición, ¿ no es así?

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—Sí, claro. —En ese caso, hágala usted por escrito, que la estudiará el Comité Para Toda Suerte de Peticiones. El Comité Para Toda Suerte de Peticiones, después de tomar nota de ella, me la traerá a mi. Yo la enviaré a la Junta de Asuntos Rurales, la cual hará las necesarias investigaciones e indagaciones respecto al asunto. El administrador y los escribientes de la Oficina Central llegarán a un acuerdo con la brevedad posible, y se cerrará el negocio. Tchitchikof estaba estupefacto. —Perdone usted—dijo,—haciéndolo así supondrá una larga demora. —¡ Ah !—respondió el coronel.—En eso precisamente reside la ventaja de hacerlo todo por escrito. Emplea un poco de tiempo, claro, pero, por otra parte, no hay nada que pase inadvertido, todo detalle se conoce. —Pero, permítame... ¿ Cómo se puede tratar este asunto por escrito? ¿ No ve usted que es un negocio algo raro? Las almas están... ¿ no comprende usted?.. . están en cierto sentido... muertas. —Muy bien. Entonces escriba usted que las almas están en cierto sentido muertas. —Pero ¿ cómo voy a escribir muertas? No es posible escribir eso, ¿ sabe?; aunque están muertas, es preciso que parezca que están vivas. —Muy bien. Entonces escriba usted: “Pero es preciso, o conveniente, que parezca que están vivas. ¿ Que se había de hacer con el coronel? Tchitchikof tomó la determinación de ir él mismo a ver cómo eran esos varios Comités y Juntas, y lo que halló era no sólo sorprendente, sino que excedía todo lo imaginable. El Comité Para Toda Suerte de Peticiones no existía más que en el rótulo. Su presidente, antiguo ayuda de cámara, había sido transferido a la nueva Junta de Asuntos Rurales. Ocupaba su puesto un escribiente de la Oficina Central, Timoshka, el cual había sido enviado a practicar una investigación: a hacer las paces entre un amanuense borracho y un dignatario de la aldea, tunante y ladrón. No se veían oficiales por ninguna parte.

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—¿ Pero adónde he de dirigirme? ¿ Cómo sacar nada en claro de esto ?—le preguntó Tchitchikof a su acompañante, amanuense para las comisiones especiales, al cual había designado el coronel como guía. —No sacará usted nada en claro en ninguna parte—respondió el guía ;—aquí todo anda manga por hombro. Aquí todo depende de las decisiones de la Junta de Construcciones Rurales, ¿ comprende?; saca a todo el mundo de su trabajo y los envía adonde les da la gana. Los únicos que se hallan bien son los que forman parte de la Junta de Construcciones Rurales (evidentemente la Junta de Construcciones la tenía entre cejas). Lo que aquí sucede es que todo el mundo maneja a su antojo el amo. El cree que toda anda como debe, pero no es más que en teoría. “Eso se lo he de decir”, pensó Tchitchikof, y al volver a la presencia del coronel, le dijo que la cosa no tenía pies ni cabeza, que regía una confusión total, y que la Junta le estaba robando lindamente. El coronel estalló en justa indignación; escribió inmediatamente ocho cuestionarios severos: ¿ con qué derecho disponía, sin autorización, la Junta de Construcción, de oficiales que no pertenecían a su departamento? ¿ Cómo podía permitir el administrador que fuese el presidente a efectuar una diligencia sin antes dimitir su cargo? ¿ Y cómo puede ver con indiferencia el Comité para Asuntos Rurales el que la Junta Para Toda Suerte de Peticiones ni siquiera exista? “Ahora se armará la bronca”, pensó Tchitchikof, disponiéndose a marchar. —No, no le dejaré marcharse. En dos horas a lo sumo quedará todo arreglado. Pondré su petición en manos de un hombre que acaba de completar sus estudios en la universidad. Siéntese usted en la biblioteca. Aquí tiene usted todo lo que pueda hacerle falta: libros, papel, plumas y lápices: en fin, todo. Disponga usted de ellos, disponga usted de todo, que está en su casa. Así hablaba el coronel al abrir la puerta de la biblioteca. Era un cuarto inmenso, cuyas paredes estaban cubiertas de libros desde el suelo hasta el techo. Había también unos animales disecados. Entre los libros, se veían tratados sobre todas las ciencias: sobre

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la selvicultura, la ganadería, la cría del ganado porcino, la jardinería; había miles de revistas de todo género, manuales, y montones de periódicos técnicos que exponían los últimos adelantos y desarrollos de la cría caballar y de las ciencias naturales. Se leían títulos tal como La cría del ganado porcino como ciencia. Observando Tchitchikof que aquellos libros y revistas todos versaban sobre temas que no habían de proporcionarle distracción, volvió la atención a los otros estantes: aquí eran todas obras filosóficas. Una lucía el título La filosofía como ciencia. Había seis tomos colocados en fila y titulados Introducción preliminar de la teoría del pensamiento en su aspecto general como totalidad y en su aplicación a la interpretación de los principios orgánico de la distribución mutua de la producibilidad social. En dondequiera que abría Tchitchikof el libro, tropezaba siempre con las palabras “fenómeno”, “desarrollo”, “abstracto”, “cohesión y combinación”, y Dios sabe cuántas más. “No, estas cosas no son para mí”, pensó, volviéndose al tercer armario, que contenía libros sobre el arte. De él sacó un pesado tomo de grabados mitológicos, y comenzó a examinarlos. Esto sí que armonizaba mejor con sus gustos. Eran de esa clase de grabados que agradan principalmente a los solteros de edad madura y a los viejos que están acostumbrados a buscar en el ballet y en otras frivolidades similares un estímulo mayor para sus pasiones menguantes. No hay remedio. Al hombre le gusta lo picante. Cuando terminó de examinar el libro, Tchitchikof se dispuso a sacar otro del mismo género, pero en ese momento apareció, con cara radiante de contento, el coronel Koshkaryof, trayendo en la mano un papel. —Ya está todo arreglado y de la mejor manera. Ese hombre realmente tiene comprensión; vale más que todos los otros. Por eso, le voy a ascender sobre todos los demás; voy a crear una Junta especial de superintendencia, y él será presidente. Mire, esto lo que escribe. “Bien, gracias a Dios”, pensó Tchitchikof, disponiéndose a escuchar el informe. —“Refiriéndome al encargo que Su Excelencia se ha dignado confiarme, tengo el honor de presentarle el siguiente informe:

1. Existe, en la petición misma del consejero colegiado y caba-

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fiero Pavel Ivanovitch Tchitchikof, algún error, en cuanto se solicitan almas que han sido víctimas de diferentes calamidades que les han producido la muerte. Con ello, querrá significar sin duda aquellas que se hallen a punto de morir, pero que no estén en efecto muertas; toda vez que los muertes no son asequibles. ¿ Cómo se puede comprar una cosa que no existe? Eso nos lo enseña la lógica, y es evidente que el caballero no ha ahondado mucho en el estudio de las humanidades.. Aquí hizo pausa Koshkaryof para observar: —En este pasaje el pillo le deja mal parado a usted. Pero tiene una pluma fácil, ¿ verdad?, y todo el lenguaje de un secretario de Estado; sin embargo, ha permanecido sólo tres años en la universidad, y todavía no ha terminado sus estudios. Koshkaryof prosiguió con la lectura del documento: —“Es evidente que el caballero no ha ahondado mucho en el estudio de las humanidades... porque emplea la frase “almas muertas”, y cualquiera que había cursado el estudio de letras humanas sabe de hecho que el alma es inmortal. 2. De las susodichas almas, adquiridas por vía de compra o por otra manera, o “muertas”, como el caballero incorrectamente las denomina, no hay ninguna que no esté ya hipotecada, puesto que han sido todas no sólo hipotecadas en primera hipoteca, sino que han sido sometidas a una segunda hipoteca por unos ciento cincuenta rublos adicionales el alma, excepción hecha de las de la pequeña aldea de “Gurmailovka”, que se halla en situación dudosa, debito al pleito que se sostiene con el terrateniente Predishtchef, por lo cual no pueden aquellas almas ni venderse ni hipotecarse.” —Entonces, ¿ por qué no me ha dicho usted eso antes? ¿ Por qué me ha tenido usted aquí esperando por esas tonterías?—dijo Tchitchikof en tono de cólera. —¿Y cómo podía yo decírselo antes? He aquí la ventaja de hacerlo todo por escrito, que ahora todo queda perfectamente claro. “Eres un imbécil, un asno absurdo”, pensó Tchitchikof para sus adentros. “Se ha sepultado en los libros, ¿y qué ha aprendido?” Haciendo caso omiso de todas las reglas del decoro y de la cortesía, cogió la gorra y salió corriendo de la casa. El cochero le estaba esperando, preparado el droshky para partir: el dar de co-

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mer a los caballos habría supuesto el hacer una petición por escrito, y la resolución de darles la avena habría llegado sólo al día siguiente. A pesar de la conducta tosca e incivil de Tchitchikof, Koshkaryof conservaba su aire cortés y urbano. Cuando Tchitchikof se disponía a subir al droshky, el coronel le dió un afectuoso apretón de manos, llevando las de Tchitchikof a su corazón, y le agradeció el haberle proporcionado la oportunidad de observar en la práctica el funcionamiento de su sistema, añadiendo que por cierto sería preciso reprender enérgicamente a los empleados, ya que todo tiende a relajarse y los resortes de la máquina rural a volverse flojos y orinientos; y que, en consecuencia del incidente ocurrido, se le había ocurrido la idea feliz de formar un nuevo Comité para la Superintendencia de la Junta de Construcción, y entonces no habría quien se atreviera a robar. “¡ Burro, imbécil 1”, pensó Tchitchikof, sintiéndose rabioso y de mal humor durante todo el viaje de regreso. Era ya de noche, y recorrió el camino a la luz de las estrellas. Se veían luces en las aldeas. Al llegar a la escalera de la casa, vió, a través de las ventanas, que la mesa estaba ya puesta para la cena. —¿ Por qué viene usted tan tarde ?—le preguntó Skudronzhoglo al verle aparecer en la puerta. —¿ Sobre qué asunto ha estado usted hablando con él por tanto tiempo ?—añadió Platónof. —¡ Me he aburrido atrozmente 1—exclamó Tchitchikof.—Jamás en la vida he encontrado a un hombre tan absurdo. ¡ Vaya !—observó Skudronzhoglo.—Koshkaryof es un fenómeno consolador. Resulta útil porque en él se reflejan y se caricaturan las extravagancias de los intelectuales. Allá se han abierto oficina, escritorios, talleres y fábricas y escuelas; se han nombrado directores; se han formado juntas, y Dios sabe qué más, como si tuvieran un imperio que gobernar. ¿ Qué le parece esto? Se lo pregunto. Un propietario posee tierras, y no tiene bastantes campesinos para labrarlas, ¡ y va y establece una fábrica de candelas; importa de Londres a unos técnicos y se lanza al negocio! Tenemos a otro imbécil aun más interesante: abre una fábrica de sedas. —Pero si tú también tienes fábricas—interpuso Platónof.

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—Sí; pero yo no las he establecido. Se han establecido espontáneamente: iba amontonándose la lana y, como no tenía medios de deshacerme de ella, comencé a tejer paño, pero paño sencillo y fuerte; se vende aquí en mi mercado a precio reducidísimo. Los desperdicios del pescado se iban amontonando sobre las riberas por espacío de seis años; bien; ¿ qué iba yo a hacer con eso? Comencé a fabricar cola, y me rinde cuarenta mil rublos. Todo me sale así. “¡ Qué demonio de hombre !“, pensó Tchitchikof, mirándole fijamente. “La maña que tiene para amontonar rublos 1” —Y no voy construyendo edificios; aquí no se verá casas con columnas y fachadas. No traigo a técnicos del extranjero, y no saco a los labradores de sus faenas del campo bajo ningún pretexto; todos los operarios de mis talleres son hombres que vienen a ganarse el pan en épocas de escasez. Tengo muchos obreros de ésos. Con sólo cuidar del buen gobierno de la propiedad, se verá que no hay ni un trapo que no pueda utilizarse con provecho, que cada residuo puede rendir ganancia, hasta que por fin llega un momento en que se dice: “Basta; no quiero mas. Es asombroso !—exclamó Tchitchikof, entusiasmado ;—! asombroso, asombroso! —Y no es eso todo... Skudronzhoglo no terminó la frase; se iba excitando y quería descargar la bilis contra los propietarios vecinos. —Tenemos por aquí a otro tío listo. ¿ Qué supone usted que ha hecho él? ¡ Ha abierto hospicios, edificios de ladrillo, en su aldea! ¡ Una acción de caridad cristiana!.. . Si quiere uno ayudar a los aldeanos, es menester ayudarlos a cumplir con su deber, y no desviarlos de su deber cristiano. Ayudad al hijo a mantener a su padre en su propia casa, y no le proporcionéis la oportunidad de esquivar esa responsabilidad. Dejadle la posibilidad de albergar en su propia casa a su hermano o vecino, dadle el dinero con que hacerlo, ayudadle lo más posible, pero no le saquéis de ahí, Pués descuidará todos sus deberes de cristiano. En todas partes se halla Don Quijote... Albergar a un hombre en el hospicio cuesta doscientos rublos al año!. .. Si yo con esa suma, mantengo a diez hombres en mi aldea. Skudronzhoglo escupió con rabia.

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A Tchitchikof no le interesaban los hospicios: quería hacer girar la conversación al modo de sacar ganancias de todos los desperdicios. Pero Skudronzhoglo ya se había sulfurado, estaba excitado, y hablaba atropelladamente. —Y he aquí a otro Don Quijote de la cultura, que ha fundado una escuela. Bien; ¿ qué podría serle más útil a un hombre que el saber leer y escribir? Pero ya verá cómo él arregla las cosas: los campesinos de su aldea me vienen a mí y me dicen: «¿Qué significa esto, señor ?“, me dicen; “nuestros hijos no hay manera de hacerles entrar en razón, que no nos ayudan con las labores del campo, y quieren ser todos escribientes, pero no hace falta más de un escribiente.” He aquí el resultado. Tampoco le interesaban a Tchitchikof las escuelas, pero Platónof intervino en la conversación: —Pero no hemos de detenernos ante el- hecho de que ahora no hacen falta los escribientes; luego harán falta. Hemos de trabajar para la posteridad. —Oh, hermano, no seas tonto, te lo ruego; ¿ qué nos importa la posteridad? Todo individuo parece que se cree un Pedro el Grande. Fija la atención en lo que tienes delante, y no pierdas tiempo en la contemplación de la posteridad; trabaja para hacer del aldeano un hombre eficiente para labrar su bienestar, déjale unas horas libres para estudiar lo que él quiera, en lugar de decirle, vara en mano. Aprended !“ Aquí todo se hace al revés... Vamos, escúcheme; y dígame usted su opinión... En este punto Skudronzhoglo se aproximó a Tchitchikof y, para hacerle atender mejor a lo que iba a decirle, tomó posesión de su persona, o sea, introdujo un dedo en el ojal de la levita de nuestro héroe. —Vamos, ¿ qué puede ser más evidente? Se poseen campesinos para protegerles en su condición de campesinos. ¿ Y en qué consiste eso? ¿Cuál es la ocupación del aldeano? Cultivar las mieses. De manera que es menester hacer de él un buen labrador. ¿Resulta claro eso? Pero hay unos tontos presumidos que dicen: “Podemos sacarle de esta condición en que se halla. Lleva una vida demasiado ruda y primitiva. Hemos de familiarizarle con el lujo.” No les basta el que, debido a ese mismo lujo, se han

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convertido ellos mismos en trastos, en lugar de hombres, que han contraído de él Dios sabe qué enfermedades, de modo que apenas si existe un solo muchachuelo de diez y ocho años que no lo haya probado todo, que no haya perdido los dientes y tornándose calvo: no, ahora quieren contagiar al campesino. Pero a Dios gracias, todavía nos queda una clase sana que no necesita familiarizarse con esos vicios. Por eso hemos de dar gracias a Dios. Sí, el hombre que labra la tierra es, a mi parecer, más digno de respeto que ninguno. Quiera Dios que lleguemos todos a ser labradores. —De manera que usted opina que la labranza es la ocupación más lucrativa—observó Tchitchikof. —Es la más honrada, pero eso no quiere decir que sea la más lucrativa. “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”; esto se dijo para todos; esto no se dice en vano. La experiencia de siglos ha probado que entre las clases agrícolas es más pura la moralidad. Dondequiera que forma la agricultura la base de la estructura social, allí hay abundancia y bienestar. Se le ha dicho al hombre: “Labrad la tierra, trabajad.” ¿ Qué podía ser más claro? Yo le digo al campesino: “Trabajes para quien sea, para mí, para ti, o para un vecino, ¡ pero trabaja! Seré yo el primero de ayudarte en lo que quieras realizar. Si te falta caballos, ganado, toma, aquí tienes el caballo, aquí tienes la vaca, aquí tienes la carreta. Yo estoy dispuesto a proporcionarte todo lo que te haga falta, pero trabaja. Me parte el corazón el ver que tus tierras quedan abandonadas, que reinan en tu hogar eí desorden y la miseria; no puedo soportar la ociosidad: y aquí estoy yo para hacer que trabajes.” Vaya, piensan aumentar sus rentas abriendo fábricas y fundando instituciones de toda clase. Pero lo primero en que se debe pensar es en fomentar el bienestar de cada uno de sus siervos, porque con ello se fomenta el suyo propio, aun sin fábricas y talleres y sin caprichos absurdos. —Cuanto más le escucho, honrado Konstantin Fyoderovitch— dijo Tchitchikof,—más deseos siento de seguirle escuchando. Dígame usted, mi honrado amigo, si yo, por ejemplo, formase el propósito de hacerme propietario, digamos en esta misma provincia, ¿ a qué debía dedicar principalmente mi atención? ¿ Qué he de hacer? ¿ Cómo he de comenzar para enriquecerme lo más pronto

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posible, cumpliendo de este modo con el deber de un ciudadano hacia su patria? —¿ Cómo comenzar para hacerse rico? Pues yo le diré... —respondió Skudronzhoglo. —Es hora de cenar—observó el ama de la casa, levantándose del sofá, colocándose en medio del cuarto, y envolviendo en el chal sus jóvenes formas fijas. Tchitchikof saltó del sillón con la agilidad de un militar; con expresión amartelada, se acercó a la dama; con la cortesía de un refinado paisano, encorvó el brazo y, ofreciéndoselo, la condujo, con gran ceremonia, a través de dos habitaciones, al comedor, inclinando la cabeza hacia un lado con aire amable, durante todo el trayecto. El criado acababa de destapar la sopera y la pieza estaba impregnada del fragante olor de las primeras raíces y hierbas de la primavera. Todos acercaron más a la mesa las sillas y comenzaron a comer. Al terminar la sopa, y después de haberse bebido una copita de licor hecho en casa (que era excelente), Tchitchikof dirigió la atención a Skudronzhoglo: —Permítame, honrado señor, volver al punto en que ha quedado interrumpida nuestra conversación. Le estaba yo preguntando: ¿ qué hacer?, ¿ cómo proceder?, ¿ cuál sería el mejor medio de comenzar a trabajar?. (Aquí faltan dos páginas del manuscrito.) —Si pide cuarenta mil rublos por la finca, yo se los pagaría sin vacilar. —¡ Hum !—dijo Tchitchikof, y agregó con cierta desconfianza. —Entonces, ¿ por qué no la compra usted mismo? —Es preciso reconocer las limitaciones propias. Me dan bastante que hacer las propiedades que ahora poseo, sin pensar en comprar más. Ya ahora los terratenientes de aquí están poniendo el grito en el cielo, diciendo que me aprovecho de sus dificultades y de su bancarrota para comprar las tierras por un pedazo de pan. Por fin me he cansado de ello.

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—Los caballeros provincianos son muy aficionados a las murmuraciones—observó Tchitchikof. —Sí, especialmente los de nuestra provincia... No puede usted figurarse las cosas que dicen de mí. No me mencionan si no es para tacharme de avaro y de ahuchador del peor género. No se culpan a si mismos de nada que les ocurre. “Yo, claro, he reventado mi fortuna”, dicen, “pero ha sido porque yo tengo exigencias más elevadas. Yo necesito libros. He de vivir con lujo para dar ímpetu al comercio; nadie ha de arruinarse si se contenta con vivir una vida de cochino, como Skudronzhoglo.” Así es como hablan. —¡ Quién fuera tal cochino!—exclamó Tchitchikof. —¿Y sabe usted por qué hablan así? Es porque no les obsequio con cenas ni les presto dinero. No doy cenas porque me habría de aburrir, que yo no estoy acostumbrado a esas cosas; pero si quieren venir a yerme y comer lo que como yo, ¡ sean bien. venidos! Que no quiero prestar dinero, es sencillamente absurdo. Si un hombre viene a mí, verdaderamente necesitado de dinero, y me cuenta el caso y me dice a qué va a destinar el dinero, si me convence con sus palabras de que lo va a emplear para un fin útil, que ha de sacar provecho de él, no se lo negaría, ni aceptaría intereses. Pero tirar el dinero, yo no. Entonces, no. Ese hombre obsequiará a su amante con una cena, o pondrá una casa con todos los lujos, ¿y yo he de prestarle el dinero?... Aquí Skudronzhoglo escupió, y estuvo a punto de pronunciar unas palabras violentas y poco correctas en presencia de su esposa. Anubló su rostro vivaz una expresión de melancolía. Surcaron su frente, vertical y horizontalmente, unas arrugas que denunciaban la fermentación colérica de su rencor. Tchitchikof se bebió una copita de licor de frambuesa, y dijo: —Permítame, mi honrado amigo, volver al punto en que ha quedado interrumpida nuestra conversación. Supongamos que comprase yo la finca de que se ha servido usted hacer mención, ¿ cuánto tiempo habría de invertir en llegar a ser tan rico como...? —Eso dependería de usted mismo—le interrumpió secamente y con impaciencia Skudronzhoglo, pues todavía le tenía presa su mal humor.—Si usted quiere enriquecerse en seguida no llegará

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usted a serlo nunca. En cambio, si quiere usted hacerse rico, sin que le importe cuánto tiempo invierta en conseguirlo, entonces se hará rico muy pronto. —¿Quiere usted decirlo ?—exclamó Tchitchikof. —Sí—respondió con brusquedad Skudronzhoglo, como si fuera Tchitchikof quien había excitado su cólera.—Es preciso amar el trabajo: sin eso, no conseguirá usted nada. Es preciso que le guste la labranza. ¡ Sí! Y créame usted que no es nada aburrida. Ahora han inventado la idea de que es triste la vida del campo..., pero yo me moriría de tristeza si tuviera que pasar un sólo día en la ciudad de la manera que lo pasan ellos. Un agricultor no tiene tiempo para aburrirse. Su vida es llena, completa. Sólo tiene usted que fijarse en el ciclo de trabajos tan diversos del año. ¡ Y qué trabajos! Son trabajos que verdaderamente ennoblecen el espíritu, y no digamos nada de su variedad. Con ellos, el hombre marcha mano a mano con la naturaleza, con las estaciones, y se halla en contacto y simpatiza con todos los fenómenos de la creación. Antes de llegar la primavera, ya han comenzado nuestros trabajos: los acarreos y el acopio de maderas; y mientras los caminos permanezcan intransitables, hay que preparar la semilla, que cribar y medir los granos en los graneros; hay que secarlos; hay que distribuir las faenas entre los aldeanos. En cuanto terminan el deshielo y las inundaciones, comienzan seriamente los trabajos; hay que cargar los buques en el río, hay que aclarar los bosques y plantar árboles en el jardín; por dondequiera que se mire, se ven hombres cavando la tierra; trabaja la azada en la huerta, y, en los campos, los arados y los rastros. Ahora se principia la siembra: poca cosa, desde luego: ¡ se están sembrando las futuras! Con el verano, viene el segar, la primera fiesta del labrador: también una cosa despreciable. Viene una cosecha tras otra: después del centeno, el trigo; después de la cebada, la avena, y luego hay que agramar el cáñamo. Hay que amontonar el heno, hay que hacer las niaras. Y a mediados de agosto, es menester llevarlo todo a las eras. Ya ha llegado el otoño: ya viene el arar, y el sembrar las cosechas del invierno; se han de reparar los graneros, las cuadras y los establos; hay que sortear y examinar las semillas, hay que hacer la primera trilla. Llega el invierno, y ni entonces disminuyen las faenas

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los primeros carros se ponen en camino hacia la ciudad; comienzan la trilladura en todas las eras y el acarreo de los granos trillados de las eras a los graneros; en el bosque se corta y asierra la madera; se acarrean ladrillos y materia prima para las construcciones que comenzarán con la llegada de la primavera. Si yo no tengo tiempo para ocuparme de todo. ¡ Tal diversidad de trabajos! Uno corre de aquí para allá a echar un vistazo a la marcha de las faenas: al molino, a los corrales, a la fábrica, a las eras; se va también a ver a los campesinos, a enterarse de cómo andan sus trabajos propios; eso también supongo que será una cosa sin importancia. Pero representa para mí una fiesta el ver trabajar a un carpintero, el observar con qué pericia maneja el hacha; ¡ yo podría estarme dos horas observándolo, tanto me gusta ese trabajo! Y cuando se piensa con qué objeto se crea todo esto, cómo todo lo que le rodea a uno se va multiplicando, rindiendo sus frutos y sus ganancias, es la pura delicia. Y no porque supone el aumento de la fortuna—el dinero no es más que dinero,—sino porque es todo obra de uno; porque uno ve que se es en cierto sentido, la causa y el creador de ello, que, como mago, va esparciendo a su alrededor la abundancia y el bienestar. ¿ Qué dicha es comparable con ésa? Skudronzhoglo alzó la vista. Habían desaparecido las arrugas que hacía un momento le surcaban la frente. Estaba radiante de contento, como un emperador victorioso en el día de su coronación. —¡ Vamos, no hallará usted en todo el mundo nada tan hermoso! Es en esto, precisamente en esto, que imita el hombre a Dios. Dios ha escogido para Sí la creación, como el más elevado de los placeres, y exige que el hombre le imite, que sea el creador de la prosperidad y del orden armonioso de las cosas. ¡ Y a esto lo llaman una tarea aburridora! Tchitchikof escuchaba, embelesado, la dulce música de las palabras del amo de la casa, como si fueran el canto de un ave del paraíso. Se le hacia agua la boca. Sus ojos brillaban con dulzura azucarada. Habría podido seguirle escuchando eternamente. —Konstantin, ya es hora de abandonar la mesa—observó su mujer, levantándose.

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Platonof se puso de pie. Skudronzhoglo se levantó, y también Tchitchikof, aunque lo que a él le habría gustado seguir sentado, escuchando al amo de la casa. Ahora no inclinaba la cabeza hacia un lado con aire congraciador, y no se notaba ya en sus movimientos la misma cortesía viva y despejada. Su mente la absorbían ya otras ideas y consideraciones más substanciosas. —Digas lo que quieras, es, en efecto, aburrido—dijo Platonof, que les seguía detrás. “Nuestro visitante parece un hombre muy sensato—pensaba Skudronzhoglo,—.y no uno de esos tíos jactanciosos.” Reflexionando así, se acrecentaba su contento, como si su propia charla le hubiera animado, como si sintiera una gran satisfacción por haber encontrado a un hombre capaz de aprovecharse de un buen consejo. Después, cuando estaban todos reunidos en un cómodo cuartito, iluminado por candelas, frente a la grande puerta de cristales que comunicaba con el jardín, Tchitchikof se encontraba más alegre que desde hacía tiempo se había sentido, como si, después de un largo viaje, hubiese retornado a su hogar y, para coronarlo todo, hubiera llegado a la meta de sus deseos, cuando, tirando su cayado de peregrino, pudiera exclamar: “¡ Basta !“ Tal era el encantador estado de ánimo producido en él por las palabras sensatas del amo de la casa. Existen para todo corazón ciertas palabras que le son más afines, más cordiales que todas las demás. Y a veces sucede que tropezamos inesperadamente, en algún rincón remoto, apartado, olvidado y melancólico, a un hombre cuyas palabras alentadoras nos hacen olvidar las penalidades del camino, el incómodo albergue de la noche y el mundo contemporáneo, lleno de las insensateces de los hombres, pleno de decepciones que les ofuscan la vista; y una noche pasada de esa manera vive eternamente en nuestro recuerdo; conservamos la memoria clara de todo lo que sucedía en el transcurso de aquellas horas, quiénes estaban presentes, y en qué sitio estaba cada persona, y qué tenía en la mano, y el aspecto de las paredes y de los rincones y de cada objeto insignificante que había en el cuarto. Asimismo, todo lo notaba Tchitchikof aquella noche: el pequeño cuarto, sencillamente amueblado, y la expresión bondadosa del rostro del reflexivo amo de la casa, y la pipa, con boquilla de

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ámbar, que dió a Platonof, y el humo que lanzaba éste a la ancha cara de Yarb, el perro, y los gruñidos de Yarb, y la risa de la bonita ama de la casa, interrumpida por las palabras: “¡ Basta ya, no le atormentes!”, y la placentera luz de las candelas, y el canto del grillo en el rincón, y la puerta de cristales, y la noche de primavera que les espiaba desde fuera, sobre las copas de los árboles, en que cantaban los ruiseñores. —Su conversación me encanta, honrado Konstantin Fyodorovitch—pronunció Tchitchikof.—Puedo decirle que no he conocido a nadie en toda Rusia que le iguale a usted en inteligencia. Skudronzhoglo se sonrió. —No, Pavel Ivanovitch—le dijo,—si quiere usted conocer a on hombre inteligente, tenemos aquí a uno que verdaderamente merece el nombre; yo no valgo lo que la suela de su vieja bota. —¿Quién es ?—preguntó Tchitchikof, asombrado. —Es el contratista del Estado, Murazof. —Es ésta la segunda vez que le oigo nombrar. —Es un hombre capaz de gobernar, no ya una finca, sino un reino. Si yo fuera rey, le nombraría inmediatamente ministro de Hacienda. —He oído decir que es un hombre de aptitudes verdaderamente fenomenales: se ha ganado una fortuna de diez millones de rublos. —~ Diez millones! Debe sumar más de cuarenta millones. Pronto se hallará en sus manos media Rusia. —¿ Cómo? ¿ Qué quiere decir?—exclamó Tchitchikof, estupefacto. —Pues eso, precisamente. Su fortuna debe ir aumentándose ahora con rapidez pasmosa. Es natural. Un hombre se enriquece lentamente cuando posee sólo unos cuantos centenares de miles de rublos; pero cuando posee un millón, se le ensancha el campo de su actividad: todo lo que acomete se multiplica. Por consiguiente, no tiene rivales, pues no hay quien pueda competir con él. Fije el precio que quiera, ahí está; nadie puede hacer que lo rebaje. Tchitchikof le miraba a Skudronzhoglo a la cara, boquiabierto y con los ojos saltando de las órbitas, como atontado. Contenía la respiración.

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—¡ Inconcebible !—exclamó, cuando consiguió reponerse un poco; —el pensamiento se embota ante tal fenómeno. Las gentes se maravillan ante la sabiduría de la Naturaleza, al examinar un escarabajo; ¡ para mí es infinitamente más maravilloso el que puedan ir a parar en manos de un solo hombre tan fabulosas sumas de dinero! Permítame hacerle una pregunta respecto de un detalle: dígame usted: esta fortuna no se ha reunido por medios estrictamente honrados, ¿ verdad? —Absoluta e irreprochablemente honrados, ¡ por medios rectísimos! —No puedo creerlo, mi honrado amigo, verdaderamente, no puedo creerlo. Si se tratara de una fortuna de miles de rublos, quizá sí; pero de millones..., no, perdóneme, yo no puedo creerlo. —Al contrario, resulta más difícil reunir por medios honrados unos miles de rublos, que unos millones; los millones se amontonan con suma facilidad. Un millonario no tiene necesidad de recurrir a medios aviesos. Hay un camino recto, sólo tiene que seguirlo y recoger lo que en él se le ofrece. Quizá otro hombre no lo recogería, que no todos poseen el discernimiento necesario. —¡ Es increíble! Y lo más increíble es que todo eso tuvo su comienzo en un Copec. —Así sucede siempre. Es el orden natural de las cosas—respondió Skudronzhoglo.—Un hombre que ha sido creado en el lujo, jamás ganará dinero: ya ha formado hábitos costosos, y Dios sabe qué más. Se ha de comenzar desde el principio, y no desde el Centro. Es necesario comenzar desde el fondo, desde el mismo fondo. Es solamente así como se adquiere un conocimiento adecuado de la vida y de los hombres con los cuales se tendrá más tarde que tratar. Cuando tiene uno que aguantar privaciones en su propia persona, cuando descubre que es preciso velar por los copecs antes de llegar a los rublos, y cuando ha experimentado altas y bajas, créame, se aprende mucho, se despierta el sentido común, de suerte que no es probable que después llegue uno a cometer desatinos y salir mal parado de ninguna empresa. Créame que es verdad lo que le digo. Se ha de partir del principio y no del centro. Si alguien me dijera: “Dadme cien mil rublos, y me haré rico en seguida”, no le prestaría atención: se fía de la suerte y no basa sus cálculos sobre los hechos. Es necesario comenzar con un Copec.

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—En ese caso, yo seré rico—afirmó Tchitchikof,—porque comienzo, puede decirse, con nada. Se refería, desde luego, a las almas muertas. —Konstantin, es ya hora de dejarle descansar y dormir a Pavel Ivanovitch—interrumpió su mujer.—Es tarde, y me parece que has hablado bastante. —Si, usted será rico, no le quepa duda—dijo Skudronzhoglo, sin prestar atención a la observación de su mujer.—Afluirán a sus manos ríos y ríos de oro. No sabrá usted qué hacer con sus rentas. Pavel Ivanovitch ya habitaba, embelesado, la áurea región de las visiones y los ensueños más hermosos. Sus pensamientos se atropellaban... —Verdaderamente, Konstantin, es ya hora de dejar descansar a Pavel Ivanovitch. —¿Qué? ¿ Qué quieres? Acuéstate tú, si quieres—le dijo el marido, y se detuvo; se escuchaban los ronquidos de Platonof y, acompañándole, los más fuertes aún de Yarb. El lejano golpear sobre una plancha de hierro del sereno, hacía tiempo que se dejaba oir. Era pasada la media noche. Skudronzhoglo se dió cuenta de que era realmente hora de acostarse. Se separaron, deseándose buenas noches, voto que fué pronto realizado. Sólo Tchitchikof no consiguió dormirse. Sus pensamientos le tenían alerta. Iba ponderando cómo había de llegar a ser dueño de una finca verdadera y no imaginaria. Después de su conversación con Skudronzhoglo, todo se le había vuelto diáfano; la posibilidad de hacerse rico ya le parecía evidente, la difícil tarea de gobernar una finca ya se le presentaba fácil e inteligible, y parecía armonizarse tan perfectamente con su temperamento, que comenzaba a pensar seriamente en adquirir una propiedad efectiva y verdadera, y no imaginaria. En efecto, tomó la determinación de comprar, con el dinero que obtendría por la hipoteca de las almas muertas, una finca auténtica. Ya se veía administrándola, y haciéndolo todo tal cual le había aconsejado Skudronzhoglo, con prontitud y cuidado, no metiéndose en nada nuevo hasta que hu-

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biera dominado por completo lo viejo, escudriñándolo todo con sus propios ojos, llegando a conocer a todos sus siervos, rechazando todo lo superfluo, dedicándose exclusivamente al trabajo, cuidando de sus terrenos. . Ya gozaba de antemano la alegría que sería suya cuando hubiera conseguido introducir un orden armonioso en todas las cosas, cuando cada engranaje del mecanismo trabajase activamente y en concierto con todos los demás. Los trabajos marcharían lindamente, y tal como del molino sale molida del grano la harina, asimismo toda suerte de despojos y de desperdicios se convertirían en dinero. Le surgía constantemente ante los ojos la imagen del maravilloso amo de la casa. Era el primer hombre en toda Rusia que le había inspirado un respeto personal: hasta ahora el respeto que había sentido para determinados individuos era debido, o a su elevado grado en el servicio, o a sus posesiones; sencillamente por su mentalidad, no había respetado a ningún hombre: Skudronzhoglo era el primero. Tchitchikof se daba cuenta de que sería inútil tratar con un hombre como él la cuestión de las almas muertas, que la mera mención de tal negocio estaría fuera de lugar. Ahora le absorbía otro proyecto: el de comprar la finca de Hlobuef. Ya tenía diez mil rublos; otros diez mil se los pediría prestados a Skudronzhoglo, pues éste había declarado que se hallaba dispuesto a ayudar al que quisiera hacerse agricultor y ganarse una fortuna. Los diez mil restantes quizá podría demorar su pago hasta que hubiera hipotecado las almas. Aun no le era posible hipotecar todas las almas que había comprado, porque le faltaban tierras en que colocarlas. Aunque había afirmado que poseía terrenos en la provincia de Kherson, su existencia era algo hipotética. Se había propuesto comprar algunas tierras en la provincia de Kherson porque allá se vendían por un pedazo de pan, y hasta se daban de balde a condición de que se las colonizase. Pensaba también que debía darse prisa en comprar cuantas almas muertas y prófugas les restasen a los propietarios de la comarca, porque éstos se apresuraban a hipotecar sus fincas y pronto no quedaría ni un rincón en toda Rusia que no estuviese hipotecado al Estado. Todas estas ideas se agolpaban en su mente, privándole de reposo. Por fin, el sueño, que hacía tiempo tenía estrechado en sus brazos a los otros habitantes de la casa, abrazó a Tchitchikof también. Durmió profundamente... CAPITULO IV

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Al día siguiente, todo quedó arreglado de la mejor manera. Skudronzhoglo se mostró muy contento de prestarle a Tchitchikof los diez mil rublos, sin intereses ni prendas, con sólo un recibo firmado: tan dispuesto estaba a ayudarle a un hombre en el camino de la prosperidad. Naturalmente, nuestro héroe se sentía muy alegre. Y no era eso todo: se ofreció para acompañarle a Tchitchitkof a casa de Hlobuef, para examinar con él la finca. Después de un sustancioso desayuno, los tres subieron al carruaje de Pavel Ivanovitch y se pusieron en camino; los seguía, vacío, el droshky de Skudronzhoglo. Yarb les precedía, corriendo y ahuyentando de la carretera a los pájaros. Recorrieron los veinte kilómetros en poco más de hora y media, al cabo de cuyo tiempo columbraban una pequeña aldea con dos casas solariegas, una nueva, sin terminar, que desde bacía muchos años se hallaba en el mismo estado incompleto, y otra pequeña y vieja. Se les presentó el dueño, sucio y soñoliento, pues acababa de despertarse; se veían remiendos en la chaqueta y agujeros en las botas. Al ver a los visitantes, se puso tan contento como si le hubiera caído en suerte un inesperado golpe de fortuna, o como si fueran hermanos a los que volviese a ver después de una larga ausencia. Konstantin Fyodorovitch! ¡ Platon Mijailovitch !—exclamó. —¡Mis queridos amigos, cuánto me alegro de que hayáis venido! Dejad que me dé un pellizco a ver sí estoy soñando, porque verdaderamente yo creía que nunca más vendría nadie a yerme. Todo el mundo huye de mi encuentro, como del diablo: creen que les voy a pedir dinero. ¡ Oh, es triste, es triste, Konstantin Fyodorovitch! Yo me hago cargo de que soy yo quien tengo la culpa de todo lo que me ha sucedido. Ya no hay remedio. .. vivo como un cochino. Perdónenme, caballeros, que os reciba ataviado de esta manera. Mis botas están, como ya ven, agujereadas. Pero ¿ tomarán alguna cosa? Manden ustedes.

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—Vamos al grano, si a usted le parece. Hemos venido a verle para proponerle un negocio—dijo Skudronzhoglo.—Aquí tiene usted a un comprador, Pavel Ivanovitch Tchitchikof. —Sinceramente me alegro de conocerle. Permítame darle un apretón de manos. Tchitchikof le ofreció ambas manos. —Tendré muchísimo gusto, Pavel Ivanovitch, en mostrarle mi f inca, que es verdaderamente digna de su consideración... Pero primero permítanme preguntarles, caballeros, si han comido. —Sí, sí, hemos comido—respondió Skudronzhoglo, impaciente por marcharse. —En ese caso, podemos ver la finca. Hlobuef cogió la gorra; los visitantes se pusieron las suyas y salieron todos a inspeccionar la propiedad. —Vengan ustedes a ver el desorden y el abandono que reinan en mis propiedades—dijo Hlobuef.—Han hecho bien en comer antes de venir aquí. ¿ Querrá usted creerlo, Konstantin Fyodorovitch? Ya no me queda ni una sola gallina; a eso he llegado. ¡ Me estoy conduciendo como un cochino, como un verdadero cochino! Lanzó un hondo suspiro y, observando evidentemente que no había de recibir muchas pruebas de simpatía de Konstantin Fyodorovitch, y pensando, sin duda, que su corazón era algo insensible, cogió el brazo de Platonof y siguió delante con él, apretándose contra su cuerpo. Skudronzhoglo y Tchitchikof se detuvieron, y luego los siguieron a distancia, cogidos de brazos. —Es triste, Platón Mijailovitch, es triste—dijo Hlobuef.—¡ No puede usted figurarse lo mal que van mis cosas! Sin dinero, sin pan, sin botas! Yo me reina de todo esto si fuera joven y si estuviera solo. Pero cuando estas penalidades se le vienen a uno encima ya en la vejez, y con mujer y cinco hijos que mantener, se sufre, no hay manera de evitarlo, se sufre... Platonof le compadeció de corazón. —Pero si vende usted la propiedad, su situación quedará resuelta, verdad?

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—¡ Vaya una solución !—dijo Hlobuef con gesto de desesperación.—EI dinero que reciba por ella se invertirá en pagar las deudas más apremiantes, y no me restará ni un rublo para mí. —Entonces, ¿qué va usted a hacer? —¿ Dios lo sabe !—respondió Hlobuef, encogiéndose de hombros. Platonof estaba estupefacto. —¿ Cómo es que no toma usted ninguna medida para salir de este apuro en que se encuentra? —¿ Qué medida podía tomar? —¿No dispone usted de algunos otros medios? —De ningunos. —Pues, entonces, procure usted encontrar trabajo, acepte algún empleo. —Soy secretario provincial, como lo sabe usted. ¿ Qué clase de trabajo podría yo conseguir? Me pagarían una miseria, y ya ve usted que tengo mujer y cinco hijos que mantener. —Búsquese un empleo particular. Hágase administrador. —¿ Quién podría confiarme la dirección de sus propiedades, ya que he reventado las mías? —Sí; pero cuando uno se ve amenazado por el hambre y la muerte, es preciso tomar medidas. Le preguntaré a mi hermano si no puede él, valiéndose de sus relaciones, encontrarle un empleo en la ciudad. —No, Platon Mijailovitch—respondió Hlobuef, suspirando y apretándole afectuosamente la mano a Platonof.—Ya no sirvo para nada. Me he tornado decrépito antes de llegar a viejo, y ahora pago mis pasadas flaquezas con un dolor en las espaldas y reumatismo en los hombros. ¿ Qué podría yo hacer? ¿ Por qué había yo de hurtar dinero al Estado? Ya hay bastantes hombres al servicio del Estado que ocupan sus cargos con el exclusivo fin de ganar dinero. No quiera Dios que yo, para cobrar un salario, contribuya a aumentar los impuestos que pesan sobre las clases humildes; ya les resulta bastante difícil la vida con esas multitudes de sanguijuelas. No. Platón Mijailovitch, yo no me meto en eso. “¡ Qué situación!—pensó Platonof.—Si es peor que mi tedio.” Entretanto, Skudronzhoglo y Tchitchikof, siguiéndoles a considerable distancia, iban conversando.

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—Tiene abandonada, ¡ y de qué manera!, la finca—dijo Skudronzhoglo.—Ha llevado a la miseria más espantosa a sus siervos. Cuando sobreviene la peste entre el ganado, no se puede pensar en lo tuyo o lo mío. Se tiene que vender todo lo que se posee a fin de comprar ganado para los aldeanos, a fin de que no queden ni un solo día sin los medios para seguir trabajando. Ahora sería obra de muchos años reformar a estos campesinos; se han vuelto perezosos y aficionados a la bebida. —¿ De manera que le parece que no resultaría buen negocio comprar ahora esta finca ?—preguntó Tchitchikof. Oído lo cual, Skudronzhoglo le miró como si dijera: «¡Qué simple eres! Todo se te ha de enseñar, hasta el abecedario.” —¡ Que no resultaría un buen negocio! Si yo en tres años sacaría de esta propiedad una renta de veinte mil rublos! tan mal negocio me resultaría. Mide diez y seis kilómetros de ancho; una friolera, ¿ eh? Y el terreno, mire usted estos terrenos. ¡ Todo praderas! Aquí yo sembraría lino, y por el lino sólo, sacaría cinco mil rublos; sembraría nabos, y por los nabos recibiría cuatro mil. Y mire acá: va brotando el centeno, que ni siquiera ha sido sembrado. Sé que no ha sembrado maíz. ¡ Si esta propiedad vale ciento cincuenta mil rublos, no ya cuarenta mil! Tchitchikof comenzaba a temer que les oyera Hlobuef, y se detuvo para aumentar la distancia que les separaba. —¡ Vea usted cuántos terrenos se han echado a perder !—exclamó Skudronzhoglo, comenzando a encolerizarse.—Si únicamente hubiera dicho algo a tiempo, no habría faltado quien gustosamente los hubiera cultivado. ¡ Si no tenía arados, podría haberlos cavado con azada, y haberlos convertido en huerta, que algo habría recibido por las verduras! Ha tenido cuatro años en la ociosidad a sus siervos: eso, claro, ¿qué importa? ¡ Si con eso sólo los ha echado a perder, los ha corrumpido para siempre: se han acostumbrado a la ociosidad y a los harapos! Skudronzhoglo escupió con rabia al pronunciar estas palabras, y anubló su rostro una expresión de tristeza.

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Llegaron a una elevación desde la cual el lejano centelleo de un río, con sus corrientes subsidiarias, llamaba la atención, en tanto que, más lejos, se podían distinguir entre los árboles, una parte de la residencia del general Betristchev y, al fondo de ella, una colina azul y boscosa, en la que Tchitchikof creyó que se levantaba la mansión de Tientietnikov. —Aquí plantaría un bosque—dijo Tchitchikof,—y en cuanto a lugar para una casa solariega, difícilmente sería aventajado por la belleza del paisaje. —Parece que usted le da mucha importancia a los paisajes y a la belleza—observó Skudronzhoglo con tono de reproche.—Si usted se preocupa mucho por esas cosas, podría encontrarse sin mieses ni paisaje. Fíjese en el caso de las ciudades, por ejemplo. Las ciudades más encantadoras y bellas son aquellas que se han construido a sí mismas, aquellas en las cuales cada hombre ha edificado de acuerdo con sus recursos y necesidades, en tanto que las ciudades construidas sobre líneas regulares no son mejores que un conjunto de cuarteles. Ponga a un lado la belleza y sólo atienda a lo que es necesario. —Si; para mí seria siempre fastidioso tener que esperar. Durante el tiempo que estuviera así sentiría deseos de tener a la vista la clase de perspectiva que yo prefiero. —¡Venga, venga !—siguió diciendo.—¿ Tiene usted veinticinco años, usted que ha sido funcionario en Persterburgo? Tenga paciencia. Hay que trabajar durante seis años, y trabajar con ahinco. Are y siembre la tierra sin descanso. Sé que será difícil, muy difícil; pero al cabo de ese tiempo, si usted ha removido completamente el suelo, la tierra comenzará a ayudarlo como nadie puede hacerlo. Es decir, además de sus setenta par de manos, comenzarán a colaborar en el trabajo seiscientos pares de manos que usted no puede ver. Así, todo se le multiplicará por diez. Yo mismo he cesado de levantar un dedo, pues todo lo que hay que hacer se hace por sí solo. La Naturaleza ama la paciencia: recuerde esto siempre. Es una ley que le ha dado Dios, que bendice a aquellos que son fuertes para soportar. —Escuchar sus palabras equivale a sentirse animado y fortalecido—dijo Tchitchikof

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A esto Skudronzlioglo nada respondió, pero en seguida continuó: —Yo no puedo permanecer aquí por más tiempo: ¡ me pongo enfermo al observar tamaño abandono y despilfarro! Usted puede llegar a un acuerdo con él sin mi intervención. Saque usted este tesoro de manos de aquel necio, cuanto antes mejor. Ese hombre no merece estos dones del Cielo. Dicho esto, Skudronzhoglo le dijo adiós a Tchitchikof y, alcanzando a Hlobuef, comenzó a despedirse de él. —¡ Por mi vida, Konstantin Fyodorovitch !—exclamó Hlobuef. —¡Acaba usted de llegar y ya se marcha! —No puedo quedarme: urge mi presencia en casa—respondió Skudronzhoglo. Y, despidiéndose, subió a su droshky de carrera y se alejó. Parecía que Hlobuef no dejó de comprender el motivo de su precipitada marcha. —Konstantin Fyodorovitch no podía aguantarlo—dijo.—Comprendo que no pueda resultarle muy alentador a un propietario como él, este insensato desgobierno. ¿ Querrá usted creerlo, Pavel Ivanovitch?, que yo no puedo, no soy capaz. -. apenas si he sembrado trigo este año. Palabra de honor, le digo que no tenía semilla, ni apenas tengo con qué arar la tierra. Su hermano me dicen que es un administrador extraordinario, Platon Mijailovitch; pero Konstantin Fyodorovitch, no hay que negarlo, en esto es todo un Napoleón. En verdad, pienso muchas veces: “¿ Cómo es que se encierre en una sola cabeza tanto sentido?” ¡ Si únicamente tuviera una gotita de sentido en mi tonto cerebro, sólo lo suficiente para gobernar mi casa! No sé hacer nada: para nada sirvo. ¡ Oh, Pavel Ivanovitch, tome usted mis tierras bajo su dirección! Me dan tanta pena mis pobres siervos, y sé que soy un hombre inútil.., no sé mostrarme severo y exigente. Y, en verdad, ¿ cómo podía yo enseñarles el orden y la disciplina, yo que soy tan desordenado e indisciplinado? Yo lo que quisiera hacer es emanciparlos a todos ahora mismo, pero la naturaleza del ruso es tal, que le hace falta un comprador. . - Si se adormita, se ahoga. —Sí que es verdaderamente extraño—observó Platonof.—¿Por qué sucede que, en Rusia, si no se le vigila estrechamente al campesino, se convierte en borracho y haragán?. —Por falta de cultura—sentenció Tchitchikof.

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—¡ Oh! Dios sabe por qué será. Nosotros somos cultos, y hay que ver como vivimos. He cursado mis estudios en la universidad, he asistido a conferencias sobre toda clase de temas, pero no he aprendido el arte, la manera de vivir. Y lo que es peor, he aprendido, sí, el arte de gastar cada vez más dinero en todo género de nuevos refinamientos y comodidades nuevas, y acostumbrarme a aquellos objetos para cuyo disfrute hace falta dinero. ¿ Era porque yo no he estudiado lo que debía? No, mis camaradas eran todos iguales. Dos o tres de ellos, quizá sacaban, en efecto, verdadero provecho de las lecciones, pero acaso fuera debido a su inteligencia; los demás no se ocupaban más que de aprender aquello que estropea la salud y despilfarra el dinero. ¡ Sí, en efecto! Asistían a las clases con el único objeto de aplaudir a los catedráticos, a rendirles honores, y no para aprender; así resulta que no hemos sacado de la cultura sino lo que contiene de peor; echamos mano a lo superficial, pasando por alto la substancia. No, Pavel Ivanovitch, es debido a otra causa el que no sepamos vivir, pero a qué se debe, yo, en verdad, no lo sé. —Ha de tener su explicación—respondió Tchitchikof. El pobre Hlobuef lanzó un suspiro y dijo: —A veces me parece que el ruso es hombre perdido. Le faltan firmeza de voluntad y coraje para perseverar. Quiere uno hacerlo todo, y no hace nada; uno piensa siempre que, a partir de mañana, comenzará a llevar una vida diferente, que, a partir de mañana, se pondrá a trabajar como es debido, que, a partir de mañana, se pondrá a dieta; pero nada de eso: ese mismo día se hartará uno de comida hasta el punto de no poder hacer más que parpadear, incapaz de pronunciar una palabra. Si, este es el hecho, y siempre sucede igual. —Uno ha de conservar un poco de sentido común—dijo Tchitchikof,—y consultarlo a cada momento, conversar con él amistosamente. —¡ Vaya !—exclamó Hlobuef.—A mí me parece que nosotros no somos constituidos para tener sentido común. No creo que haya ninguno entre nosotros que sea sensato. Si yo observo que hay alguno que vive decorosamente, que gana y ahorra el dinero, des-

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confío: el demonio le confundirá en la vejez, y de repente lo soltará todo. Somos así, tanto las clases acomodadas como los aldeanos, así los cultos como los analfabetos. Había un campesino despierto que, partiendo de nada, se ganó una fortuna de cien mil rublos, y cuando se la hubo ganado, se le metió en la cabeza la loca idea de bañarse en champán, y, en efecto, se bañó en champán. Ahora creo que lo hemos visto todo, ya no queda más por ver. No sé si les interesaría visitar el molino. Pero le falta la rueda y el mecanismo está estropeado. —Entonces, ¿ por qué verlo ?—observó Tchitchikof. —Bien; volvamos a casa. Emprendieron el camino de regreso. Todo lo que tropezaban, volviendo a la casa, era de la misma naturaleza. La suciedad y la dejadez ostentaban su feo aspecto por todas partes. Todo se encontraba descuidado y echado a perder. Una colérica campesina, envuelta en pringosos trapos, estaba pegando a una pobre muchachuela hasta dejarla medio muerta, y evocando a todos los demonios. Un aldeano, barbudo y filosófico, contemplaba desde una ventana, con estoica indiferencia, la furia de la ebria harpía; otro, también barbudo, bostezaba. Un tercera se rascaba la espalda, y otro más allá bostezaba. Se observaba el bostezo en las casas y en todos los objetos; boqueaban también los tejados. Platonof, mirándolos, bostezaba. “Mi futura hacienda: los campesinos”, pensaba Tchitchikof; “¡ agujero sobre agujero y remiendo sobre remiendo!” En un sitio, se había colocado sobre una choza, a guisa de tejado, la puerta de una empalizada; las ventanas torcidas estaban sostenidas por vigas sacadas de la cuadra del amo. En fin, prevalecía el sistema de la levita de Trishka: se cortaban los puños y los faldones para remendar los codos. Entraron en la casa. Tchitchikof experimentó cierta sorpresa al observar en medio de la pobreza, algunos ornamentos espléndidos y lujosos de última moda. Lucían, en medio de muebles y adornos rotos, unos bronces nuevos. Un pequeño busto de Shakespeare se posaba sobre el tintero; descansaba en la mesa una manecita de marfil para rascar la espalda. Hlobuef le presentó a su mujer. Era de un tipo magnífico, que nada tendría que envidiar

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a las damas de Moscou. Estaba vestida a la moda y con buen gusto. Le agradaba hablar de la ciudad y del nuevo teatro que allí se iba construyendo. Era evidente que a ella le agradaba la vida del campo aun menos que a su marido, y que se aburría aun más que Hlobuef cuando se hallaba sola. Pronta el cuarto se llenó de niños, encantadores muchachas y chicos. Había cinco, siendo el sexto todavía una criaturita. Eran tan deliciosos que daba gusto verlos. Estaban bonitamente vestidos y con gusto; rebosaban vida y alegría, lo cual acrecentaba la tristeza de su situación. Mejor habría sido que estuviesen mal vestidos, con faldas y blusas sencillas de tela hasta; que corriesen por el patio y no se hubieran diferenciado en nada de los hijos de los aldeanos. Vino una amiga a visitar al ama de la casa, y las señoras se retiraron a su propio rincón de la casa; los niños las siguieron corriendo, y los hombres se quedaron solos. Tchitchikof inició la cuestión de la compra. Como todos los compradores, comenzó menospreciando la propiedad que pensaba comprar y, después de criticarlo todo, preguntó: —¿ Qué precio pide usted por ella? —Pues vea usted—respondió Hlobuef ;—no pido gran cosa por ella, ni me gustaría hacerlo: sería una vergüenza. Ni quiero ocultarle el hecho de que, de cada cíen almas que figuran en el censo, no quedan más de cincuenta; las demás o se han muerto, víctimas de las epidemias, o se han fugado sin pasaporte, de manera que se pueden considerar como muertas. Así, le pido nada más que treinta mil rublos. —¡Treinta mil rublos! Una finca tan abandonada, campesinos muertos, ¡ y treinta mil rublos! Acepte usted veinticinco mil. —Pavel Ivanovitch, ¡ si la podría hipotecar en veinticinco mil rublos! ¿ Se hace usted cargo de eso? Hipotecándola, recibiría veinticinco mil rublos, y la finca seguiría siendo mía. La vendo únicamente porque me hace falta el dinero ahora mismo, y el hipotecaría supondría una larga demora en recibir el dinero; también tendría que pagar los gastos de la hipoteca, y no tengo dinero para ello. —Sí, pero vamos, podría usted vendérmela por veinticinco mil. Platonof se avergonzaba de Tchitchikof. —

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—Cómpreselo, Pavel Ivanovitch—dijo.--Cualquiera daría esa suma por la finca. Si usted no quiere darle treinta mil rublos por ella, mi hermano y yo la compraremos. Tchitchikof se asustó. —Muy bien—dijo,—le daré treinta mil. Mire, le dejaré dos mil ahora, como señal; le pagaré ocho mil dentro de una semana, y los restantes veinte mil dentro de un mes. —No, Pavel Ivanovitch; si la vendo, es a condición de recibir el dinero inmediatamente. Déme usted ahora por lo menos quince mil, y lo restante, dentro de dos semanas a más tardar. —¡ Pero si no tengo quince mil! No llevo en este momento más de diez mil. Déjeme reunir el dinero. Esto era mentira: llevaba consigo veinte mil. —¡ No, haga el favor, Pavel Ivanovitch! Le digo que me es absolutamente imprescindible recibir los quince mil rublos en seguida. —Pero es verdad que me faltan cinco mil para esa suma, y no sé cómo hacerme con ellos. —Yo se los prestaré—interpuso Platonof. —Oh, bien, sí es usted tan amable.. .—dijo Tchitchikof, pensando para sí: “Eso me conviene, que me los preste: en ese caso, podré venir mañana con el dinero.” Se trajo del carruaje el recado de escribir para Hlobuef, y se sacaron de él, sin más demora, diez mil rublos; los otros cinco mil prometió Tchitchikof pagárselos al día siguiente. Prometió hacerlo, pero con el secreto propósito de traerle sólo tres mil, y lo restante más tarde, dentro de dos o tres días, o si fuera posible, más tarde aún. A Pavel Ivanovitch le causaba peculiar disgusto el tener que soltar el dinero. Si le resultaba absolutamente inevitable el hacer un pago, le parecía siempre mejor hacerlo mañana que no hoy. En fin, se portaba como lo hacemos todos: nos gusta a todos tener corriendo detrás a un hombre que nos pide dinero. ¡ Que espere en el vestíbulo! ¡ Como si no pudiera esperar un poco! ¡ Qué nos importa que cada hora de espera pueda resultarle cara y que su ausencia del trabajo perjudique sus negocios! “Venga mañana, buen hombre—le decimos.—Hoy no tengo tiempo para atenderle.”

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—¿ Dónde piensa usted vivir ?—le preguntó Platonof a Hlobuef. —¿ Tiene usted alguna otra propiedad? —No, no tengo otra, pero voy a trasladarme a la ciudad. Eso lo tendría que hacer, en todo caso, no para mí, sino para mis hijos. Es preciso que tengan maestros que les enseñen la Sagrada Escritura, la música y el baile, y eso no es posible de ninguna manera viviendo en el campo, ¿ comprende? “¡ No tiene una miga de pan, y quiere que sus hijos aprendan m bailar!”, pensó Tchitchikof. “¡ Qué hombre extraordinario!”, pensó Platonof. —Bueno; hemos de tomar algo para celebrar el contrato—dijo Hlobuef.—¡ Eh, Kiryushka! Tráenos una botella de champán, chico. “¡ No tiene una miga de pan, pero tiene champán !“, pensó Tchitchikof. Platonof no sabia qué pensar. Se trajo el champán. Se bebió cada uno tres copas, animándose apreciablemente. Hlobuef se expansionó, mostrándose despierto y encantador; afluían continuamente de sus labios chistes y anécdotas. Su charla revelaba mucho conocimiento de los hombres y del mundo. Numerosas eran las cosas que había visto, y bien y con discernimiento. Hizo, con pocas palabras, el retrato de los propietarios vecinos, con suma fidelidad y acierto; veía claramente los defectos y errores de cada uno de ellos; conocía perfectamente la historia de la clase media derrochadora, y cómo y por qué y debido a Qué te había arruinado; sabia remedar, con tan extraordinaria originalidad y acierto, sus más insignificantes gestos, que los dos huéspedes se quedaron encantados de su charla, prontos a declarar que era un hombre sumamente inteligente. —Escuche——le dijo Platonof, cogiéndole la mano,—¿ cómo es que, con su habilidad, su experiencia y su conocimiento de la vida, no pueda usted hallar alguna manera de salir de este atolladero en que se encuentra? —¡ Si puedo hallarlo !—respondió Hlobuef. Y, acto seguido, soltó un verdadero torrente de proyectos. Eran todos tan absurdos, tan raros y mostraban tan poco conocimiento del mundo y de los hombres, que, escuchándole, no se podía hacer

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otra cosa que encogerse de hombros, exclamando: "¡ Dios mío, qué abismo insondable hay entre el conocer el mundo y el saber aplicar a fines útiles ese conocimiento !“ Casi todos sus proyectos dependían, para su realización, de la posibilidad de reunir inmediatamente, y por los medios que fueran, cien mil, o hasta doscientos mil rublos. Entonces, se figuraba que todo podría resolverse de la mejor manera, la finca se gobernaría eficazmente, lo roto se compondría, los ingresos se cuadruplicarían, y tendría en la mano los medios con que satisfacer todas sus deudas. Terminó su perorata, diciendo: —Pero, ¿ qué queréis que haga? No hay ningún filántropo que se atreviera a correr el albur de prestarme doscientos mil rublos, ni siquiera cien mil. Parece que Dios no lo quiere así. “¡ Como sí Dios fuera a enviarle doscientos mil rublos a tamaño imbécil !“, pensó Tchitchikof. —Cierto es que tengo una tía que posee una fortuna de tres millones—prosiguió Hlobuef,—una vieja devota que hace donativos a la iglesia y a los monasterios, pero que se muestra muy reacia a socorrer a los parientes. Es una vieja extraordinaria: una tía a la antigua; vale la pena verla. Posee cuatrocientos canarios; tiene falderos y damas de compañía y criados, tal como no se encuentran hoy día en ninguna parte. El más joven de sus criados debe contar sesenta años; no obstante, al llamarle, le dice: “¡ Eh, chico!” Si un visitante no se porta bien, ella da órdenes de pasarle por alto al servir los platos de la comida. Y, en efecto, le pasan por alto. Platonof se rió. —¿Cómo se llama, y dónde vive ?—preguntó Tchitchikof. —Vive en nuestro pueblo, Alejandra Ivanovna Hanasarof. —¿ Por qué no recurre usted a ella ?—preguntó, condoliente, Platanof.—Creo que, si llegara a comprender bien la posición de la familia de usted, no sería capaz de negarle su ayuda, por tacaña que fuera. —¡ Oh, no lo crea! ¡ Es capaz! Mi tía tiene un carácter terco. ¡ Es de esas viejas empedernidas, Platón Mijailovitch! Además, hay otras gentes también que están tratando de conquistarse su favor. Entre ellos, hay uno que aspira a ser gobernador. Dice

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que es pariente de ella. Dios le bendiga. Quizá llegue a realizar su propósito. ¡ Dios los bendiga a todos ellos! Yo nunca he sabido congraciarme con la gente, ahora menos que nunca; no puedo rebaj arme de esa manera. “¡ Idiota !—pensó Tchitchikof.—Si yo tuviera una tía como ésa, le prodigaría más cuidados que una nodriza a un niño !“ —Bien; hablar de estas cosas es un trabajo árido—dijo Hiobuef.—¡ Eh, Kiryushka, tráenos otra botella de champán! —No, no, yo no puedo beber más—exclamó Platonof. —Ni yo—añadió Tchitchikof, y los dos se negaron resueltamente a beber otra botella. —Muy bien, pero tienen ustedes que darme su palabra de visitarme en la ciudad: el día ocho de junio voy a obsequiar con una cena a los prohombres de la villa. —¡ Por mi vida !—exclamó Platonof.—¡ En la situación en que se halla usted, completamente arruinado, va a dar un banquete! —No hay remedio; he de hacerlo: es una obligación—contestó Hlobuef.—A mí me han obsequiado. “¿ Qué se le ha de hacer ?“, pensó Platonof. Ignoraba que existe en Moscou, y en otras muchas capitales, gran número de esas gentes despiertas, cuyo medio de vida es un enigma. Un hombre ha perdido, según parece, todo lo que poseía, está abrumado de deudas, no le quedan medios ningunos, y la cena con que obsequia a sus amigos se había de creer que sería la última; y los que a ella asisten están convencidos de que al día siguiente se llevarán al hombre a la prisión. Transcurren diez años, y todavía disfruta la libertad; está más cargado de deudas que nunca, y de nuevo da una cena, y todos creen que será la última, y todos están convencidos de que al día siguiente le llevarán al hombre a la prisión. A Hlobuef le faltaba poco para ser un individuo de estos tan maravillosos. Es sólo en Rusia donde se puede vivir de aquella manera. Aunque no tenía un cuarto, daba comidas, se mostraba espléndidamente hospitalario, y hasta patrocinaba las bellas artes, ayudando a los artistas de toda categoría que visitaban la ciudad, y hospedándolos en su casa. Al que hubiera visitado la casa que tenía en la ciudad, le habría resultado imposible averiguar quién

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era el amo. Un día un sacerdote con casulla cantaba en ella la misa; al día siguiente celebraban un ensayo unos actores franceses; en una ocasión, llegó un individuo a quien apenas conocía nadie de la casa, y se instaló con sus papeles precisamente en el salón, convirtiéndolo en despacho propio; y a nadie le preocupaba esto, al contrario, parecían mirarlo como cosa natural. A veces ocurría que no había una miga de pan en la casa durante días enteros; otras veces se preparaba un banquete que habría dejado satisfecho al comilón más exigente, y el amo de la casa aparecía, alegre y festivo, con el aspecto de un noble adinerado, y el porte de un hombre cuya vida ha transcurrido en medio de la abundancia y de la prosperidad. Por otra parte, pasaba a veces horas tan amargas que otro hombre cualquiera, hallándose en su lugar, se habría pegado un tiro o se habría ahorcado. Pero le salvaba su temperamento religioso, que en él armonizaba de extraña manera con su vida desordenada. En esas horas amargas y dolorosas, hojeaba un libro y leía la vida de los santos y mártires, que disciplinaban sus espíritus para mostrarse superiores al dolor y a los infortunios, En tales ocasiones, su alma se enternecía, su espíritu se endulzaba y sus ojos se llenaban de lágrimas. Y—¡ cosa extraña !—casi siempre llegaba un socorro inesperado de una parte u otra; ya se acordaba de él algún amigo antiguo, y le mandaba dinero; o una dama adinerada, alma cristiana y caritativa, desconocida de él, se enteraba por casualidad de su historia al hallarse de visita en la ciudad, y, con la generosidad impulsiva del corazón femenino, le enviaba un espléndido regalo; o ganaba un pleito del cual no tenía noticia ninguna. Reverentemente y con gratitud, reconocía, en tales ocasiones, la incomprensible piedad de la Providencia, mandaba decir una misa en acción de gracias, y volvía a la misma vida despreocupada de antes. —Le compadezco, le compadezco de todo corazón—dijo Platonof a Tchitchikof, al emprender los dos el camino de regreso. —i Un hijo pródigo!—respondió Tchitchikof.—¿ Para qué compadecer a gentes como Hlobuef? Y pronto dejaron los dos de pensar en él: Platonof, porque miraba con apatía e insolencia la situación de los demás, como todo lo de la vida. Se enternecía y sufría al ver sufrir a los demás,

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pero estas impresiones no producían una huella honda en su corazón. Ya no pensaba en Hlobuef por la misma razón que no pensaba en si mismo. Tchitchikof no pensaba en Hlobuef porque absorbía su atención su nueva compra. Iba estudiando, calculando y ponderando las ventajas de la propiedad que había adquirido. Y como quiera que lo mirara, desde todos los puntos de vista, le parecía un negocio provechoso. La finca la podría hipotecar. O podría hipotecar únicamente los siervos muertos y prófugos, O podría vender primero los mejores pedazos de terreno, y luego hipotecar los que quedaban, O podría decidirse a administrar él mismo la finca, y llegar a ser un propietario del tipo de Skudronzhoglo, aprovechándose de los consejos de éste, ya que Konstantin Fyodorovitch sería su vecino y benefactor, O hasta podría recurrir al expediente de vender la propiedad a algún particular (caso de que él mismo no se decidiera a encargarse de su administración), y guardar para sus propios fines los siervos muertos y prófugos. Luego se le presentaba otra idea: podría desaparecer de la comarca sin devolverle a Skudronzhoglo el dinero que éste le había prestado. ¡Idea verdaderamente espléndida! Sin embargo, es justo decir que no era de la propia invención de Tchitchikof. Más bien se le había presentado—riendo y burlando—espontáneamente. Pero, ¡ qué desfachatez! ¿ Quién es el procreador de esta clase de ideas repentinamente nacidas? Estaba contentísimo: contento porque se había hecho terrateniente, propietario, no de una finca imaginaria, sino de una real y efectiva, con terrenos y todas las pertenencias, con siervos, no ya seres imaginarios, existentes únicamente en su imaginación, sino siervos de carne y hueso. Revolviendo todo esto en la mente, comenzaba a hacer cabriolas, a frotarse las manos, a canturrear y musitar; llevando el puño a la boca a guisa de trompeta, ejecutaba una marcha, y hasta se dirigía en voz alta algunas palabras de aliento, poniéndose apodos a sí mismo, tal como “perro dogo” y “gallito”. Pero recordando que no estaba solo, se calmó y trató de dominar su inoportuna explosión de alegría y, cuando Platonof, tomando por palabras dirigidas a él estos vagos sonidos, le dijo: “¿ Cómo?”, Tchitchikof respondió: “Nada.”

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Sólo entonces, mirando a su alrededor, notaba que iban atravesando una hermosa arboleda. Se hallaban en medio de un bosquecito de magníficos abedules. A través de los árboles, se descubría una iglesia de ladrillos blanca. A un extremo de la carretera aparecía, andando hacia ellos, un caballero, tocado con gorra y llevando en la mano un palo nudoso. Le precedía, corriendo, un zanquilargo galgo inglés. —Ese es mi hermano—dijo ¡Platonof.—¡ Pare!—le gritó al cochero, lanzándose del carruaje. Tchitchikof hizo lo mismo. Se acercaron al caballero. Yarb ya había saludado al galgo inglés, que era evidentemente un amigo antiguo, pues entregaba con completa indiferencia su morro a las ávidas lamidas de Azor (que así se llamaba el galgo inglés). El ágil Azor, después de estas manifestaciones de cariño, corría hacia Platonof, echándose encima de él con el propósito de lamerle los labios, pero no consiguiéndolo, y viéndose rechazado, se lanzaba en dirección a Tchitchikof y, lamiéndole la oreja, se precipitaba otra vez sobre Platonof, esperando poderle lamer la oreja por lo menos. Platonof y el caballero que se acercaba se alcanzaron en ese momento, y se besaron. —¡Caramba, Platón! ¿ Qué significa esta conducta tuya?—le preguntó con impaciencia. —¿Qué conducta ?—preguntó con apatía Platonof. —¡ Pues esto ya es demasiado! Hace tres días que no das señales de vida! El mozo de cuadra de Puyetuj ha traído tu caballo. “Se ha ido con un caballero”, me dijo. Pero lo que no me dijo era adónde, ni con qué objeto, ni para cuánto tiempo. ¡ Por Dios, hermano!, ¿ cómo puedes conducirte de ese modo? No puedes figurarte cuánto me has hecho cavilar estos días. —Vamos, no es culpa mía: he olvidado—respondió Platonof.— Fuimos a ver a Konstantin Fyodorovitch. Te manda saludos, como también lo hace nuestra hermana. Déjame presentarte a Pavel Ivanovitch Tchitchikof. Pavel Ivanovitch, mi hermano Vassily: le ruego le estime como me estima a mí. “Hermano Vassily” y Tchitchikof, descubriéndose, se besaron.

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“¿ Qué clase de hombre será este Tchitchikof ?“, pensaba “hermano Vassily”. “Hermano Platón no muestra mucho discernimiento en materia de amigos, y probablemente no sabe todavía qué suerte de persona es ésta.” Escudriñaba a Tchitchikof con la fijeza que le permitía la cortesía. Mientras así lo hacía, nuestro héroe permanecía con la cabeza inclinada hacia un lado, conservando en el semblante una expresión de amabilidad. Tchitchikof, por su parte, examinaba a “hermano Vassily” lo más estrechamente que le permitían los buenos modales. Era más bajo que Platonof, tenía el cabello más obscuro y era, en general, mucho menos guapo; pero había en su rostro vida y animación. Saltaba a la vista que este hombre no pasaba sus días en la inacción y el abatimiento. —¿Sabes lo que voy a hacer?—le dijo Platonof. —¿ Qué?—preguntó Vassily. —Voy a hacer una excursión por la santa Rusia en compañía de Pavel Ivanovitch; quizá me anime y me ayude a sacudir la murria. —Pero ¿cómo has podido tomar esa decisión tan repentinamente? —comenzaba a decirle Vassily, genuinamente intrigado. Estaba a punto de añadir: “~ La decisión de irte en compañía de un hombre a quien no conoces, y que puede ser un bribón y Dios sabe qué más!” Y lleno de desconfianza, miró de soslayo a Tchitchikof, viendo que conservaba éste el mismo aire decoroso, que todavía mantenía inclinada la cabeza cortésmente hacia un lado, que todavía se reflejaba en su rostro la misma expresión respetuosamente afable, de suerte que resultaba imposible juzgar qué clase de hombre seria. Los tres caballeros recorrieron en silencio el camino, a la izquierda del cual estaba la blanca iglesia que habían vislumbrado a través de los árboles; a la derecha, comenzaban a aparecer las dependencias de la finca. Por fin se veían también las puertas de la verja. Entraron en el patio en que estaba enclavada una casa anticuada, con alto tejado, envuelta la mitad de ella en la sombra de dos tilos gigantescos que crecían en medio del patio. El patio estaba inundado en la fragancia de las lilas y de los ce-

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rezos en flor, que, inclinando sus ramos desde el jardín y por todos lados, sobre el seto vivo de arbustos, cercaban el patio como una cadena de flores, o como un collar de cuentas. La casa estaba también casi oculta por la vegetación, pero la puerta de la fachada y las ventanas asomaban a través del follaje, y esparcidos entre los árboles podían verse las dependencias de la cocina, los depósitos y la bodega. Finalmente, circundando el conjunto, se levantaba un bosquecillo, desde cuyo fondo salían los cantos de los ruiseñores. El lugar comunicaba al alma un sentimiento de profunda tranquilidad: tan elocuentemente hablaba de ese momento despreocupado en que cada uno vivía en buenos términos con su vecino y en que todo era sencillo y puro. Vassily Platonof invitó a Tchitchikof a sentarse; lo cual hizo éste, como también el hermano menor. En seguida, un joven, ágil y diestro, vistiendo una hermosa camisa de algodón rosada, les trajo una garrafa de agua y unas botellas de kvass de diferentes tipos y colores, que siseaban como limonada efervescente. Después de colocar delante de ellos las botellas, se acercó a un árbol, cogió la azada que se apoyaba contra él, y se fué al jardín. En la finca de los Platonof, todos los siervos de la casa trabajaban en el jardín, mejor dicho, eran todos jardineros; no había criados de casa, sino que los jardineros efectuaban las faenas domésticas. Vassily Platonof sostenía que era perfectamente factible prescindir de los criados: cualquiera, decía, sabía pasar los platos, y no hacía falta para ello una clase especial de gentes; que un ruso es despierto y simpático y guapo y desenvuelto sólo mientras lleva camisa y chaquetón, pues en cuanto se pone una chaqueta alemana, se vuelve torpe y feo, y perezoso, y gandul. Y hasta afirmaba que los campesinos eran limpios únicamente cuando vestían la camisa y el chaquetón rusos, que en cuanto se ponían chaqueta alemana, dejaban de mudarse la ropa y de bañarse, se dormían en la chaqueta, y, por consiguiente, comenzaban a criarse debajo de ella pulgas y piojos y Dios sabe qué mas. Quizá tuviera razón. En su aldea, los campesinos se vestían con aseo y elegancia peculiares, y se buscaría en vano unas camisas y unos chaquetones más hermosos.

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—¿Tomará usted un refresco?—dijo Vassily Mijailovitch, dirigiéndose a Tchitchikof, y señalando las botellas.—EI kvass es de casa; nuestro kvass hace años que goza gran fama. Tchitchikof se sirvió un vaso de la primera botella. Le recordaba la bebida efervescente que había tomado en Polonia; era espumoso como el champán y el gas subía de la boca a las narices con agradable picor. —¡ Néctar !—sentenció Tchitchikof. Se vertió una copa de otra botella: mejor aún. —¿ En qué dirección va usted, y qué regiones piensa visitar durante su viaje?—le preguntó Vassily Mijailovitch. —Estoy viajando—comenzó Tchitchikof, frotándose la rodilla con la mano, meneando ligeramente su cuerpo, e inclinando afablemente la cabeza hacia un lado—no tanto para asuntos propios como para los de otras personas. El general Betrishchef, mi amigo íntimo y, puede decirse, mi benefactor, me ha pedido que visite a sus parientes. Los parientes, claro, son parientes, pero también en cierto sentido viajo para asuntos míos, pues, aparte lo ventajoso que pueda resultarme para la salud, el ver el mundo y lo que está haciendo la gente, viene a ser, digamos, un libro de la vida, una segunda educación... Vassily Mijailovitch meditaba. “Este hombre habla de una manera florida”, pensaba, “pero hay cierta verdad en lo que dice. Mi hermano Platón nada sabe del mundo ni de los hombres.” Al cabo de un breve silencio, dijo: —¿Sabes, Platón?, puede que el viajar te anime un poco. Tú padeces un letargo del alma. Estás sencillamente dormido, y no como consecuencia de la saciedad o de la fatiga, sino por falta de impresiones y sensaciones vivas. Yo soy todo lo contrario. A mí me convendría amortiguar mi sensibilidad, para no tomarlo todo tan a pecho. —¿Y por qué tomas las cosas a pecho, pues ?—respondió Platonof.—Estás buscándote dificultades y creándote preocupaciones. —¿ Cómo evitarlo, cuando a cada paso se tropieza con un incidente desagradable ?—dijo Vassily.—¿ Te has enterado de la mala pasada que nos ha jugado Lyenitsyn durante tu ausencia? Se ha apoderado de nuestros terrenos allá por la Colina Roja.

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—Será porque no sabe que son nuestros por lo que los ha cogido —dijo Platonof.—Es nuevo aquí, acaba de llegar de Petersburgo. Hemos de hablar con él y explicarle el caso. —Lo sabe, lo sabe perfectamente; yo se lo mandé decir, pero respondió con impertinencias. —Debías haber ido tú a explicárselo. Habla tú con él. —No, no quiero. Es demasiado orgulloso. Yo no voy a verle. Ve tú si quieres. —Yo iría, sí; pero no sirvo para esas cosas. Podría engañarme. —Pues si ustedes quieren, iré yo—dijo Tchitchikof. Vassily le echó una mirada y pensó: “Le gusta dar paseos.” —Sólo que tienen que darme alguna idea de la clase de hombre que es—prosiguió Tchitchikof,—y de qué se trata. —Verdaderamente, me da vergüenza imponerle tan desagradable misión, pues celebrar una entrevista con un hombre como ése, es para mí una misión desagradable. He de decirle que pertenece a una familia modesta de pequeños propietarios de esta provincia, ha ascendido en el Servicio en Petersburgo, se ha colado en la sociedad aristocrática, gracias a haberse casado con la hija natural de algún personaje, y ha comenzado a echársela de grande. Se porta como gran caballero. En nuestra provincia, las gentes están dotadas, gracias a Dios, de sentido común. La moda no es nuestra ley, y Petersburgo no es para nosotros un lugar santo. —Naturalmente—asintió Tchitchikof—¿ Pero en qué reside la desavenencia? —Pues es realmente una cuestión absurda. Ese hombre no posee bastantes terrenos, así que.., ha echado mano a nuestras tierras yermas, es decir, él calculaba que para nada servían y que los dueños.., pero resulta que es allí donde, desde hace siglos, los campesinos se congregan para celebrar la “Colina Roja”. Por eso, yo preferiría sacrificar otros terrenos mejores que no aquellos. La tradición es para mí sagrada. —De manera que usted está dispuesto a cederle otros terrenos. —Lo habría hecho si él no se hubiera portado como lo ha hecho; pero por lo que veo, quiere llevar el asunto a los tribunales. Muy bien; veremos quién gana el pleito. Aunque las lindes de la pro-

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piedad no aparecen claramente señaladas en el mapa, existen todavía algunos ancianos que saben la verdad. “¡ Hum!”, pensó Tchitchikof, “los dos son algo irascibles.” Y en voz alta dijo: —A mí me parece que este asunto puede resolverse amigablemente. Todo depende del árbitro. Por carta... (Aquí faltan dos páginas del manuscrito.) que para usted también le ha de resultar ventajoso transferir a mi nombre, por ejemplo, todas las almas muertas que todavía figuran en el viejo censo como pertenecientes a sus propiedades, para que yo pague los impuestos sobre ellas. Y para no dar motivo de ofensa, podría usted hacer la transferencia por medio de una escritura de venta en toda regla, tal como si se tratara de almas vivientes. “¡ Por mi vida!”, pensó Lyenitsyn. “~ Qué proposición tan extraña!” Retrocedió un poco, con silla y todo, pues estaba completamente turulato. —No dudo de que usted me dará su consentimiento a esto, sin vacilar—prosiguió Tchitchikof,—toda vez que se trata de una transacción de la misma clase de que ha estado usted hablando. Será un asunto privado entre dos personas enteramente dignas de confianza, y no supondrá ningún perjuicio para nadie. ¿ Qué hacer? Lyenitsyn se hallaba en una situación difícil. No había podido prever que las opiniones que acababa de exponer le colocarían en el caso de llevarlas inmediatamente a la práctica. La proposición era completamente inesperada. Claro que en este proceder no había nada que pudiera suponer un perjuicio para nadie: los propietarios hipotecarían en todo caso aquellas almas muertas, juntamente con las vivientes, así que no perdería nada en la transacción el tesoro público; la única diferencia consistía en que estarían todas en manos de un solo individuo, en lugar de hallarse repartidas entre varios. No obstante, estaba inquieto. Era un hombre que respetaba la ley, y era hombre de negocios, en el buen sentido. Jamás habría fallado injustamente un litigio en cambio de un soborno, por crecido que fuera éste. Pero en la

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presente ocasión, se hallaba indeciso respecto de si era ésta una acción justa o indigna. Si otro cualquiera se hubiera acercado a él con semejante proposición, es probable que hubiera contestado: “¡ Absurdo, ridículo! A mí no me interesa jugar con muñecos ni hacer el mono.” Pero su visitante le había producido ya tan buena impresión, estaba tan completamente de acuerdo en sus respectivas opiniones sobre el progreso de la ciencia y de la cultura que, ¿ cómo iba a negarle su consentimiento? Lyenitsyn se hallaba en una situación muy difícil. En ese momento, como hecho expresamente para socorrerle, entró en el cuarto su mujer, una joven de nariz respingada, delgada y pálida como todas las damas petersburguesas, y vestida con gusto, como todas las damas de la capital. Le seguía una nodriza, llevando en brazos un niño, fruto primero de la tierna pasión de la joven pareja. Tchitchikof, innecesario decirlo, se acercó rápidamente a la señora, y aun sin su cortés saludo, habría bastado para conquistarse su favor la ¡riera manera tan agradable de inclinar la cabeza hacia un lado. Después corrió hacia el niño, el cual parecía a punto de lanzar un aullido. No obstante, a fuerza de decirle: “¡ Agoo, agoo, angelito !“, de castañetear los dedos y de agitar el sello de sardónice que llevaba pendiente de la cadena de su reloj, Tchitchicof consiguió atraerle a sus brazos. Inmediatamente comenzó a lanzarle al aire, evocando en la carita de la criatura una sonrisa de júbilo, manifestación que encantó a los padres. Pero fuese como consecuencia de la alegría que experimentaba, o por otro motivo cualquiera, el niño produjo un ligero trastorno. La señora de Lyenitsyn exclamo: —¡Ay, Dios mío, si ha estropeado su levita! Tchitchikof la examinó: la manga de su casi nueva levita estaba echada a perder. “Que el demonio se te lleve, maldito diablillo !“, se dijo rabiosamente. Lyenitsyn, su mujer y la nodriza corrían presurosos a traer el agua de colonia, y comenzaban a frotarle por todos lados. —No tiene importancia—insistía Tchitchikof,—no tiene ninguna importancia. ¡ Como si pudiera hacer mal una inocente criatura!

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Pero al mismo tiempo estaba pensando: “¡ Pero qué bien ha apuntado el detestable animalito !“ —¡ Es la edad feliz !—dijo cuando terminaban de limpiarle y cuando había reaparecido en su rostro la agradable sonrisa. —Si, en efecto——asintió Lyenitsyn, volviéndose hacia Tchitchikof, también con sonrisa agradable,—¡ qué podía ser más digno de envidia que los años de la niñez! Ninguna ansiedad, ninguna preocupación para lo porvenir. —¡ Estado a que volvería yo gustoso en cualquier momento!— dijo Tchitchikof. —Sin pensarlo dos veces—asintió Lyenitsyn. Pero me figuro que los dos mentían, que si se les hubiera propuesto semejante transformación, habrían cambiado repentinamente de parecer. Porque ¿ qué placer puede haber en estarse en brazos de una nodriza y en estropearles las levitas a las gentes? La joven mujer se retiró con su primogénito y la nodriza, pues también aquél necesitaba arreglarse un poquito: aunque se había mostrado tan espléndido con Tchitchikof, no se había privado a si mismo. Esta circunstancia insignificante había inclinado aun más en favor de Tchitchikof el ánimo de Lyenitsyn. En verdad, ¿ cómo podía negarle un favor a un visitante tan amable y delicado, que tantas caricias había prodigado al pequeño, y que tan magnánimamente lo había pagado con su levita? Lyenitsyn pensaba: “Desde luego, ¿ por qué no había yo de acceder a su petición, si eso es lo que quiere él. .. CAPITULO V

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Tchitchikof estaba tendido en el sofá, vestido con una nueva bata persa de brocada dorada, y ocupado en regatear con un vendedor de géneros de contrabando, de raza judía y con acento alemán; tenía delante una pieza del mejor hilo holandés para camisas, y dos cajas de cartón, conteniendo un excelente jabón de primera calidad (el mismo de que solía proveerse cuando trabajaba en la aduana; poseía realmente la facultad de comunicar al cutis una frescura increíble y a las mejillas una blancura sorprendente). Mientras se hallaba ocupado, como perito, en la compra de estos objetos tan indispensables para un hombre culto, oyó el rumor de un carruaje que avanzaba, haciendo vibrar levemente las paredes y las ventanas de la casa, y pronto vió entrar en el cuarto a Su Excelencia Alexey Ivanovitch Lyenitsyn. —Apelo al criterio de Su Excelencia: ¿ qué le parecen este hilo y este jabón, y cómo le gusta esta cosa que compré ayer? Diciendo esto, Tchitchikof colocó en su cabeza un gorro bordado con oro y cuentas, prenda que le dió todo el aspecto de un cha persa, rebosando grandeza y dignidad. Pero sin responder a su pregunta, dijo Su Excelencia: —Tengo que hablarle sobre una cosa importante. Su semblante reflejaba una preocupación. Se despidió acto seguido al digno tratante con acento alemán, y los dos se quedaron solos. —Mire, ha ocurrido una cosa bastante desagradable. Se ha encontrado otro testamento que hizo la vieja hace diez años. Una mitad de su fortuna la lega a un monasterio, y la otra, a sus dos protegidos para que la repartan equitativamente entre los dos; y nada más a nadie. Tchitchikof se quedó estupefacto.

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—Pero este testamento no quiere decir nada. No tiene valor porque lo invalida otro, hecho posteriormente. —Pero no consta en el segundo testamento que éste invalida el primero. —Porque es evidente: el segundo invalida el primero. ¡ Tonterías! El primer testamento no quiere decir nada. Conozco perfectamente la voluntad de la difunta. Si yo estaba con ella! ¿ Quién firmó ese primer testamento? ¿ Quienes eran los testigos? —Fué hecho en toda regla, ante los tribunales. Los testigos fueron Havanof y Burmilof, antiguo juez. “Peor”, pensaba Tchitchikof. “Havanof dicen que es honrado. Burmilof es un viejo hipócrita que lee las lecciones en la iglesia.” —¡ Vamos, es absurdo, es absurdo !—exclamó en voz alta, e instantáneamente se sintió poseído de la determinación suficiente para hacer frente a cualquier obstáculo.—Yo lo sé mejor: yo estaba con la difunta en sus últimos momentos. Estoy mejor enterado que nadie. Estoy dispuesto a prestar juramento. Estas palabras y el aire de decisión con que fueron pronunciadas tranquilizaron a Lyenitsyn. Se había sentido muy inquieto, y casi había comenzado a sospechar que Tchitchikof podía haber obrado de manera no muy recta en lo concerniente al testamento (aunque, claro, jamás habría llegado a sospecha la verdad del caso). Ahora se reprochó sus sospechas. El que estuviera dispuesto a prestar juramento, le parecía una prueba fehaciente de que Tchitchikof... No podemos decir si Pavel Ivanovitch realmente habría sido capaz de prestar juramento sobre la cosa, pero si era capaz de declarar que lo haría. —No se preocupe; no tenga cuidado, que iré a consultar a algún abogado. No hay necesidad de que se vea usted inmiscuido en el asunto. Usted ha de quedarse al margen de él. Ahora puedo quedarme aquí en la ciudad por cuanto tiempo me convenga. Tchitchikof mandó enganchar los caballos y se puso en camino para consultar a un abogado. Este abogado era un hombre excepcionalmente experimentado. Hacía quince años que ocupaba el mismo cargo y había sabido arreglárselas de manera que resultara imposible que le pidiesen la dimisión. Para nadie era un secreto

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que sus hazañas merecían cien veces que le mandasen a alguna colonia penal. Era sospechoso para todos, pero resultaba siempre imposible aportar pruebas completas y testimonios que mostrasen su culpabilidad. Realmente había en ello un elemento misterioso, y si nuestro cuento hubiera visto la luz en la Edad Media, le habríamos tachado de brujo. El abogado produjo impresión en Tchitchikof por la frialdad de su expresión y lo pringoso de su bata, la que formaba un contraste chocante con los buenos muebles de caoba, el reloj de oro. bajo un cristal, la araña de luces, que protegía una funda de muselina, y, en fin, con todos los objetos que le rodeaban, y que llevaban el sello inequívoco de la tan ponderada moderna cultura europea. Nada confundido por el aire escéptico del abogado, Tchitchikof comenzó a exponerle los puntos más difíciles del caso, pintando un cuadro seductor de la gratitud que inevitablemente habrían de merecer de él su interés y sus consejos. A esto respondió el abogado haciendo referencia a la mutabilidad de las cosas terrenas, e insinuando sutilmente que más vale pájaro en la mano que buitre volando. No había remedio: tenía que ponerle el pájaro en la mano. Desapareció instantáneamente la frialdad escéptica del filósofo. Ahora se mostraba el más amable de los hombres, muy hablador y bueno. Y no menos delicado en sus modales que el mismo Tchitchikof. —Para abreviar la cosa, permítame sugerirle que quizá no haya usted examinado el testamento como es debido: quizá exista en él una pequeña cláusula. Lo que debía usted hacer por el momento es llevárselo a casa. Aunque está en pugna con la ley guardar en la posesión de uno semejantes documentos, no obstante sí usted se lo pide correctamente a determinados oficiales... Yo también veré de influir en ellos. “Comprendo”, pensó Tchitchikof, y dijo: —Yo, realmente, no recuerdo si existe en él alguna cláusula. Como si no hubiera escrito él mismo el testamento. —Lo mejor que puede usted hacer es indagarlo. Pero en todo caso—añadió, con suma amabilidad,—no tenga usted cuidado ni

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se preocupe por nada, aunque la cosa tomara un cariz peor. No se desespere, que no hay nada en este mundo que no tenga remedio. Obsérveme a mí, estoy siempre tranquilo. Que me hagan los cargos que quieran, no se altera nunca mi entereza. En efecto, el rostro del abogado filósofo reflejaba una extraordinaria presencia de ánimo. —Claro, eso es lo más importante—dijo Tchitchikof.—Pero usted ha de confesar que pueden darse casos y circunstancias. . . los enemigos pueden hacerle a uno cargos tan graves y colocarle a uno en una situación tan difícil que se pierde la entereza. —Créame usted que eso es cobardía—replicó con calma y buen humor el filosófico abogado.—Sólo es preciso cuidar de que la exposición del caso descanse sobre pruebas documentales, que no se deje nada a las pruebas verbales. Y en cuanto vea que la cosa va llegando a su desenlace y está pronta a decidirse, entonces procure, no ya justificarse o defenderse, sino complicar el asunto, introduciendo nuevos hechos, y así... —¿ Quiere decir para que. . —Complicarlo, y nada más—respondió el filósofo ;—introduciendo en la causa circunstancias a ella extrañas, que inmiscuyan en ella a otras personas; complicarla y nada más, y que venga algún oficial de Petersburgo a sacarlo en claro; ¡ que lo saque en claro, que lo saque en claro !—repitió, mirándole a Tchitchikof a los ojos, con la satisfacción peculiar con que mira el maestro a un alumno al explicarle un pasaje abstruso de la gramática rusa. —Sí, está salvada la situación si se consigue dar con ciertas circunstancias que tiendan a desorientarlos,—observó Tchitchikof, mirando al abogado con la satisfacción peculiar del alumno que ya comprende el pasaje abstruso que le ha explicado el maestro. —¡ No faltarán las circunstancias, no faltarán! Créame, con la práctica constante, la mente desarrolla una gran aptitud para hallarlas. Primero, acuérdese de que no le ha de faltar quién le ayude. Una causa compleja es una ganga para muchas personas: hacen falta más oficiales y se les paga a tarifa extraordinaria... En fin, es preciso que inmiscuyamos en el asunto a cuantos individuos podamos. No importa que haya alguno que nada saque de él: le toca defenderse, ¿ sabe?. . . Tienen que prestar decla-

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ración por escrito. Tienen que rescatarse... Todo eso es pan. Créame, cuando las cosas comienzan a tomar mal cariz, el primer recurso consiste en involucrarías. Se pueden complicar y enredar las cosas de tal modo que no haya quién saque de ellas nada en claro. ¿ Por qué estoy yo tan tranquilo? Porque sé que, en cuanto vayan tomando mal giro las cosas, comprometeré a todo el mundo: al gobernador y al teniente gobernador y al jefe de Policía y al tesorero... a todos! No ignoro ninguna circunstancia de su vida; lo sé todo: cuál está disgustado con cuál, y quién quiere vengarse de quién. Entonces que se saquen del apuro, y mientras lo vayan haciendo, otras gentes tendrán tiempo para ganarse la fortuna. Los cangrejos se cogen sólo en aguas revueltas, ¿ sabe? Y todos esperan la oportunidad de agitarías. Aquí el abogado filosófico le miró otra vez a los ojos a Tchitchikof con la satisfacción del maestro que explica un pasaje aun más abstruso de la gramática rusa. “Sí, éste es un hombre despierto, no cabe duda”, pensó Tchitchikof, y se despidió de él del humor más alegre y optimista. Completamente tranquilizado y sereno, se echó, con despreocupada agilidad, sobre los blandos almohadones del carruaje, dió órdenes a Selifan de bajar el fuelle del mismo (lo había mandado alzar, y hasta había abrochado las cortinas de cuero durante su viaje a la casa del abogado), y se instaló cómodamente en la actitud de un coronel de Húsares retirado, o en la de Vishnepokromos mismo, cruzando airosamente las piernas y mirando con afabilidad a las gentes que tropezaba en el camino, radiante el rostro debajo del nuevo sombrero de copa, que llevaba ligeramente inclinado sobre una oreja. Selifan recibió la orden de seguir el camino al bazar. Al verle, tanto los vendedores ambulantes como los tenderos se descubrieron respetuosamente, respondiendo Tchitchikof de la misma manera, y no sin dignidad, a sus saludos. A muchos de ellos los conocía ya; otros, aunque desconocidos de él, estaban tan bien impresionados por el aire elegante y el buen porte del caballero, que le saludaron como si también les fuera conocido. Nunca le faltaba a la ciudad de Tfooslavl su feria. En cuanto terminaban la feria de caballos y la de la agricultura, comenzaba otra dedicada a la venta de géneros para caballeros del más re-

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finado gusto. Los tratantes, que llegaban en carruajes de ruedas. permanecían en la feria hasta que tenían que partir en narrias. Sírvase usted entrar !—le dijo con cortes fanfarria, sostienen do en su mano extendida el sombrero, el dueño de una tienda de paños, que vestía chaqueta alemana de corte moscovita, y que tenía una barba redonda y afeitada, y una expresión de la más refinada gentileza. Tchitchikof entró en la tienda. —Muéstreme unos géneros, buen hombre—dijo. El amable tendero alzó la hoja plegadiza del mostrador y, abriéndose camino de esta manera, se colocó cara al cliente y de espaldas a sus géneros. En esta actitud, y todavía sosteniendo el sombrero en la mano, volvió a saludar a Tchitchikof. Luego, cubriéndose. e inclinándose hacia el cliente, con ambas manos apoyadas en mostrador, le dijo: —¿ Qué clase de género desea usted? ¿ Prefiere usted el género inglés o el del país? —El del país—respondió Tchitchikof,—pero que sea de lo mejor, de aquel que pasa por inglés. —¿Y qué color desea usted ?—preguntó el tendero, sin cesar de mover el cuerpo y manteniendo las dos manos apoyadas en el mostrador. —Algún color obscuro, aceitunado o verde botella, tornasolado con algún matiz de color de arándano. —Pues puedo decirle que tengo un artículo tan bueno como cualquiera que se venda en Petersburgo o Moscou—dijo el tendero, subiendo a sacar una pieza de género; tirándola después ligeramente sobre el mostrador, la desenrolló y la levantó a la luz.— ¡ Qué lustre! ¡ Lo más elegante, la última moda !—EI tendero había adivinado que tenía delante a un conocedor de paños, y no quería principiar mostrándole los de a diez rublos. —No está mal—dijo Tchitchikof, sin apenas dignarse mirarlo. —Pero vamos, buen hombre, muéstreme ahora el que está guardando para lo último, y que sea de un color que tenga ....... más reflejo encarnado. —Comprendo. Lo que usted desea es el color que ahora empieza a ser moda. Tengo un paño de inmejorable calidad. He

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de advertirle que su precio es muy elevado, pero vamos, es de primerísima calidad. Bajó la pieza. El tendero la desplegó con aun mayor destreza que la anterior; la cogió por un extremo, mostrando a la luz un género verdaderamente sedeño, y lo acercó a Tchitchikof para que éste no sólo pudiera verlo, sino olerlo, limitándose a observar: —¡ Aquí tiene usted un género! ¡ Tiene el color del humo y de las llamas de Navarino! Llegaron a un acuerdo respecto del precio. La vara de medir, como varilla mágica, midió prontamente la cantidad necesaria para la levita y los calzones de Tchitchikof. Haciendo un pequeño corte con las tijeras, el tendero con ambas manos rompió mañosamente la tela a lo ancho, terminada cuya operación, obsequió a Tchitchikof con una reverencia de la más congraciadora afabilidad. El género lo envolvió en un papel, y ató el paquete con una cuerda. En el momento de meter Tchitchikof la mano en el bolsillo, sintió la agradable presión de un brazo refinadísimo que le rodeaba la cintura, y escuchó las siguientes palabras: —¿ Qué está usted comprando, amigo mío? —¡ Oh, qué encuentro tan simpático e inesperado !—exclamó Tchitchikof. —Un encuentro muy agradable—pronunció la voz de la persona cuyo brazo le rodeaba la cintura. Era Vishnepokromof. —Pasaba por delante de la tienda y vi inesperadamente una cara conocida: ¡ no podía negarme el placer de saludarle! No cabe duda que las telas son mucho mejores este año. Eran antes una vergüenza, ¡ una infamia! Yo no podía hallar cosa alguna que pudiera llevar. . . Estoy dispuesto a pagar cuarenta rublos, o hasta cincuenta, pero que me den un paño bueno... Lo que yo digo es esto: o comprar lo mejor o no comprar nada. ¿Tengo razón? —¡ Tiene usted perfecta razón !—asintió Tchitchikof.—¿ Por qué marearse uno tanto si no es para tener cosas realmente buenas? —Muéstreme un género a precio módico—oyeron decir a su espalda.

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Era una voz que a Tchitchikof le parecía conocida. Volviéndose, vió a Hlobuef. No podía decirse que la tela la compraba por capricho, porque estaba muy gastada la levita que vestía. —¡Ah, Pavel Ivanovitch! Déjeme hablarle por fin. No hay manera de encontrarle por ninguna parte. He ido a verle muchas veces: nunca está usted en casa. —Mi buen amigo, si me he hallado tan atareado, que verdaderamente no he tenido ni un momento libre. Miraba de un lado a otro, como si buscara la manera de zafarse de esta entrevista, y en ese momento vió entrar en la tienda a Murazof. —¡ Afanasy Vassilyevitch! ¡ Caramba !—exclamó Tchitchikof. Y repitió Vishnepokromof: —¡ Afanasy Vassilyevitch! Hlobuef exclamó: —¡ Afanasy Vassilyevitch! Y el último de todos, el cortés tendero, descubriéndose y blandiendo el sombrero en la mano extendida, pronunció: —¡ Afanasy Vassilyevitch, nuestros más respetuosos saludos! En todos los rostros se reflejaba esa perruna humildad congraciadora que sueles mostrar el hombre pecador delante de un millonario. El viejo los saludó a todos y, volviéndose inmediatamente hacia Hlobuef, le dijo: —Dispense: le he visto a distancia entrar en esta tienda, y me be tomado la libertad de molestarle un momento. Si tiene algunos ratos libres dentro de poco, y se halla cerca de mi casa, hágame el favor de entrar, que quiero hablar con usted. —Muy bien, Afanasy Vassilyevitch—contestó Hlobuef. Saludando otra vez a todos, el viejo salió de la tienda. —Me da vértigo pensar que ese hombre posee diez millones— observó Tchitchikof.—Es sencillamente increíble. —Y no está bien este estado de cosas—dijo Vishnepokromof.— El capital no debía hallarse concentrado en manos de un solo hombre. Esta cuestión forma hoy día el tema de innumerables escritos en todos los países. Si tienes dinero, puedes compartirlo con los demás: mostrarte hospitalario, dar bailes, vivir con un lujo benéfico que proporcione pan y bienestar a los tenderos y obreros.

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—Yo, francamente, no le comprendo a ese hombre—dijo Tchitchikof.—¡ Posee diez millones y vive como un humilde campesino! ¡ Vamos, cuantísimas cosas se puede hacer con diez millones! Si hasta podría arreglárselas para no tener ningún amigo que no fuera príncipe o general. —Sí, verdaderamente supone una falta de refinamiento—interpuso el tendero.—Si un mercader consigue distinguirse, pues ya no es tendero, sino que es en cierto sentido financiero. Yo, en ese caso, tendría un palco en el teatro, y no casaría a mi hija con ningún humilde coronel. ¡ La casaría con un general, o no la casaría! ¡ A mi con coroneles! Y sería un repostero quien me hiciera las comidas, y no un cocinero. —¡ Vaya !—observó Vishnepokromof,—no puede negarse que, con diez millones, puede hacerse todo. Dadme a mí diez millones, y ya veréis lo que hago con ellos. “No”, pensó Tchitchikof, “tú no harías mucho con los diez millones, pero yo sí que sabría emplearlos con provecho.” “¡ Ay, si yo poseyera diez millones”; se dijo Hlobuef; “no volvería a conducirme como lo he hecho en el pasado; ya no los despilfarraría de aquella manera. Después de tan terrible lección, uno aprende el valor de cada Copec. ¡ Ah, ahora sí que obraría de otra manera. . . !“ Y después de reflexionar unos momentos, se preguntó: “¿ Realmente sabrías tú obrar ahora de otra manera?”, y con un gesto de desesperación, añadió: “¡ Demonios! Sin duda que los tiraría del mismo modo que antes.” Y, saliendo de la tienda, se encaminó a casa de Murazof, impaciente por saber qué tendría éste que decirle. —Ya le estaba esperando, Pyotr Petrovich—dijo Murazof al ver entrar a Hlobuef.—Haga el favor de entrar en mi cuarto y llevó a Hlobuef a la habitación ya conocida del lector, que era menos pretenciosa que la de un empleado del Estado con un sueldo de setecientos rublos al año.—Dígame: supongo que se habrá aliviado algo su situación. Supongo que habrá heredado algo de su tía.

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—¡ Qué decirle, Afanasy Vassilyevitch! No sé si se ha mejorado mi situación. Lo único que me legó mi tía fueron cincuenta siervos y trescientos mil rublos, con cuya suma tendré que pagar una parte de mis deudas, y hecho esto, no me quedará un Copec. Y lo peor es que en lo de este testamento ha habido alguna maniobra sucia. ¡ Ha habido cada fraude, Afanasy Vassilyevitch! Se lo contaré todo, y usted se pasmará de saber las cosas que se han hecho. Ese Tchitchikof... —Un momento, Pyotr Petrovich; antes de comenzar a hablar de ese Tchitchikof, déjeme hablar de usted. Dígame, ¿ cuánto dinero cree usted que le haría falta para sacarle de sus apuros? —Pues para sacarme de mis apuros, para liquidar todas mis deudas, y para poder vivir muy modestamente, me harían falta por lo menos cien mil rublos, o mas. —Y si tuviera usted esa suma en la mano, ¿ cómo organizaría su vida? —Entonces alquilaría un modesto piso, y me dedicaría a la educación de mis hijos, porque no vale la pena de que entre yo en el Servicio, pues no sirvo para nada. —¿Y por qué no sirve usted? —¿Qué sé hacer? Usted mismo no dejará de ver que no puedo comenzar como humilde copista. No olvide usted que tengo una familia. Tengo cuarenta años, ya me duele la espalda y me he vuelto perezoso; y no me darían un empleo de más importancia; no me miran con favor, ¿ sabe? Confieso que yo no aceptaría lo que se llama un cargo lucrativo. Soy un pelafustán y jugador, quizá, pero no voy a dejarme sobornar. ¡ Yo no sabría entenderme con los Krasnonosof y los Samosvitof! —Sin embargo, no comprendo cómo puede uno vivir sin un objeto definido; ¿ cómo puede uno avanzar si no es siguiendo un camino? ¿ Cómo puede uno adelantar sin pisar tierra? ¿ Cómo ponerse a flote si el bote no está en el agua? La vida, ¿sabe?, es un viaje. Perdóneme, Pyotr Petrovitch que le haga ver que los individuos que ha nombrado usted, por lo menos van siguiendo un camino, van trabajando. Pongamos que se han desviado del camino recto, como nos ocurre a todos; aun queda la esperanza

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de que vuelvan a encontrarlo. El que avanza, es seguro que llegará; hay la esperanza de que encuentre el camino. Pero ¿ cómo puede él que permanece inmóvil dar con camino alguno? El camino no ha de ir a su encuentro, ¿ sabe? —Créame, Afanasy Vassilyevitch, yo sé que tiene usted razón... pero he de decirle que se ha muerto en mí la facultad de obrar; no veo cómo podría yo serle útil a nadie. Soy la inutilidad absoluta. En otros tiempos, cuando era más joven, creía que era todo cuestión de dinero, que si hubiera tenido a mi disposición centenares de miles de rublos, habría sabido hacer felices a centenares de personas; que habría podido ayudar a los artistas pobres, que habría podido fundar bibliotecas y hacer colecciones. Tengo cierto gusto, y sé que, en muchos respectos, habría podido realizar cosas mejores que las que realizan muchos de nuestros hombres de dinero, que son tan ineptos para ello. Pero ahora me doy cuenta de que todo eso es vano, que no tiene mucho sentido. No, Afanasy Vassilyevitch, le digo que no sirvo para nada, para nada en absoluto. No sé hacer ninguna clase de trabajo. —¡ Escuche, Pyotr Petrovitch! Usted reza y usted asiste a la iglesia, no falta ni a maitines ni a vísperas, eso lo sé. Aunque no le gusta levantarse temprano, se levanta temprano y se va a misa: usted va a las cuatro de la mañana, hora en que apenas se ha levantado nadie. —Eso no tiene que ver, Afanasy Vassilyevitch. Eso lo hago para la salvación de mi alma, porque estoy convencido de que, con ello, expío hasta cierto punto mi vida inútil; que por malo que sea yo, tienen, no obstante, valor para el Creador, la humilde oración y la abnegación. Le confieso que rezo sin fe. Tengo la convicción de que existe un Dios, y que de El todo depende, del mismo modo que saben los animales que tienen un amo a quien pertenecen. —De manera que usted reza para serle grato a El a quien reza, y para salvar su alma, y esto le da la fortaleza y la energía para levantarse temprano. Créame que, si usted se pusiera a cumplir con sus deberes de la misma manera que sirve a El a quien reza, desarrollaría usted una capacidad para obrar, y no habría nada que le desviara del camino.

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—¡ Afanasy Vassilyevitch! Vuelvo a repetirle que se trata de una cosa distinta. En el primer caso, sé lo que estoy haciendo. Le digo que estoy dispuesto a entrar en un monasterio, a someterme a las más duras pruebas que puedan imponerme, porque sé para Quien lo hago. No me incumbe razonarlo. Sé que los que me imponen la prueba tendrán que rendir cuenta de haberlo hecho; en ese caso concreto, obedezco, y sé que obedezco a Dios. —¿Y por qué no razona usted de igual manera en lo relacionado con las cosas mundanas? Usted sabe que también en el mundo hemos de servir a Dios, y no a otro. Si servimos a otro, es únicamente porque creemos que es la voluntad de Dios que así lo hagamos, que si no, no lo haríamos. ¿ Qué otra cosa significan todas las capacidades y los talentos, tan diversos en cada hombre? Son los instrumentos de nuestra plegaria: algunas veces, las palabras; otras, las obras. Usted no puede entrar en un monasterio, ¿ sabe?; usted tiene vínculos con el mundo: tiene familia. Aquí hizo pausa Murazof. Hlobuef también guardó silencio. —Entonces, ¿ usted opina que, si tuviera, por ejemplo, doscientos mil rublos, su vida quedaría asegurada y podría usted vivir de manera más prudente en lo porvenir? —Sí; por lo menos me ocuparía en aquello que sé hacer: me cuidaría de la educación de mis hijos, y tendría la posibilidad dc proporcionarles buenos maestros. —¿Tengo que responderle, Pyotr Petrovitch, que, dentro de das años, se hallaría de nuevo sometido a la esclavitud de las deudas, como si estuviera amarrado con grilletes? Hlobuef no respondió inmediatamente; luego comenzó a hablar con irresolución: —Vamos, después de tan triste lección, parece... —¡ Para qué discutirlo !—dijo Murazof.—Usted es un hombre de buen corazón: si se le acerca un amigo y le pide dinero prestado, se lo dará; cuando vea a un pobre, querrá ayudarle; si le visita una persona simpática, querrá obsequiaría espléndidamente, y cederá usted al primer impulso generoso, olvidando la prudencia. Y por último, permítame decirle con toda sinceridad que usted no es capaz de educar a sus hijos. Su mujer tampoco... Tiene buen corazón, pero no ha recibido la clase de educación que hace

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falta para educar a los hijos. Yo hasta pienso—perdóneme que se lo diga, Pyotr Petrovitch—si no supondrá un perjuicio para sus hijos el estar con usted. Hlobuef meditaba; comenzaba a contemplarse mentalmente desde todos los ángulos, y reconocía que hasta cierto punto Murazof tenía razón. —Mire usted, Pyotr Petrovitch: deje todo eso en mis manos: la educación de sus hijos y la resolución de sus problemas. Deje a su mujer y a sus hijos, que yo cuidaré de ellos. Sus circunstancias de usted son tales, ¿ sabe?, que realmente puede decirse que se halla en mis manos; si siguen las cosas por este camino, se morirá de hambre. En la posición en que se halla, ha de mostrarse dispuesto a acceder a todo. ¿ Conoce usted a Ivan Potapitch? —Y le tengo mucho respeto, a pesar de que va vestido con chaqueta de campesino. —Ivan Potapitch era un comerciante millonario. Todo lo hacía con vista al lucro y sus negocios prosperaban muchísimo, lo cual le hizo posible educar a su hijo en Francia y casar a su hija con un general. Y si en su oficina o en la Bolsa se encontraba con algún amigo se iban a la taberna a beber, pasando así todo el día. Pero se arruinó. ¿ Qué hacer? Se hizo empleado y ahora es mi administrador. No había de resultarle agradable cambiar la vajilla de plata por una humilde cuenca: él creía que no podía probar bocado. Ahora Ivan Potapitch podría comer en vajilla de plata, pero no le interesa hacerlo. Podría reunirlo todo de nuevo, pero dice: “No, Afanasy Vassilyevitch, ahora trabajo no para mi, sino porque es la voluntad de Dios... No quiero hacer nada para mi propio placer. Si le escucho es porque quiero obedecer a Dios y no a los hombres, y porque Dios habla únicamente por boca de los mejores hombres. Usted es más sabio que yo y, por tanto, no soy yo quien he de decidirlo, sino usted.” Eso es lo que dice Ivan Potapitch, pero es lo cierto que él es infinitamente más sabio que yo. ....—Afanasy Vassilyevitch, yo también estoy dispuesto a reconocer su autoridad sobre mí... a ser su criado, o lo que usted me ordene; a usted me entrego. Pero no me imponga faenas superiores a mis fuerzas: yo no soy ningún Potapitch, y le digo que no sirvo para nada noble.

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—No soy yo, Pyotr Petrovitch, señor mio, quien se las impongo, pero ya que quiere usted ser útil, como usted mismo afirma, aquí tiene un trabajo santo que realizar. Hay una iglesia que va construyéndose con los donativos voluntarios de gentes buenas. No hay bastante dinero, se ha de recaudar. Vista usted la humilde chaqueta del campesino.. . no dejará de reconocer que ahora es usted un hombre humilde: un noble arruinado no es en nada superior a un mendigo: ¿ por qué mostrarse orgulloso? Con un libro en la mano, suba usted a una humilde carreta y vaya a visitar las aldeas y pueblos; del obispo, recibirá una bendición y un libro con páginas numeradas. Vaya con Dios. Esta nueva ocupación le dejó atónito a Pyotr Petrovitch. ¡ Que él, que era, a pesar de todo, un noble de rancio linaje, se dedicara a vagar por los caminos con un libro en la mano, pidiendo donativos para una iglesia, y traqueteando en una carreta! Pero no había posibilidad de negarse y zafarse de la obligación: era una obra santa. —¿Vacila usted ?—le preguntó Murazof.—Haciendo lo que le pido, prestará usted dos servicios distintos: un servicio a Dios, y otro a mí. —¿ Cuál es el servicio que podía prestarle a usted? —Es éste: Ya que usted estará viajando por esas regiones que yo no conozco, se enterará de todo: de cómo viven los campesinos, en cuáles lugares viven mejor, en cuáles se hallan necesitados, y en qué condición se encuentran todos. He de decirle que yo amo a los campesinos, quizá porque soy hijo de aldeanos. Pero resulta que va cundiendo entre ellos toda clase de vicios. Los herejes y los vagos de toda categoría los van trastornando, y algunos hasta comienzan a alzarse contra los que los dirigen; si un hombre está oprimido, es fácil que se rebele. No es difícil, en efecto, incitar a la rebelión a un hombre que está verdaderamente mal tratado. Pero es el hecho que las reformas no han de partir de abajo. Es mal negocio cuando los hombres llegan a las manos: de ello no se sacará ningún provecho; sólo ha de aportar provecho a los bribones. Es usted un hombre inteligente; irá enterándose

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de todo, descubrirá si un hombre está sufriendo por culpa de los demás, o si por su propio carácter inquieto, y después me lo contará todo. Cuando sea necesario, le daré una pequeña cantidad para que la distribuya entre aquellos que estén sufriendo sin culpa suya. También es de desear que usted, por su parte, los consuele con sus palabras y les haga ver que Dios nos ordena llevar, sin lamentar, nuestras cargas, y rezar cuando nos hallamos afligidos, y no rebelamos ni tratar de hacernos justicia por nosotros mismos. En fin, hable con ellos, sin incitarlos el uno contra el otro, y trate de hacer las paces entre ellos. Cuando observe usted en alguno un sentimiento de odio contra otro cualquiera, combátalo por todos los medios. —Afanasy Vassilyevitch, la misión que me confía es una obra santa, pero ¡ piense usted a qué hombre la está confiando!—dijo Hlobuef.—Podría usted confiárselo a un hombre santo, que haya sabido él mismo perdonar. —No digo que tenga usted que realizar todo eso que le he señalado, sino que haga lo que pueda, en la medida de sus fuerzas. De todas maneras, cuando vuelva, se habrá formado una idea de lo que son esos distritos, y se habrá enterado de las condiciones que en ellos rigen. Un funcionario no puede nunca hallarse en contacto con el campesino y, además, éste no se mostrará franco con él. Mientras que usted, pidiendo donativos para la iglesia, podrá observarlos a todos: al artesano y al mercader, y tendrá la oportunidad de interrogarlos a todos. Esto se lo digo porque al gobernador-general le hacen mucha falta hombres que sepan hacer eso; y, sin necesidad de aceptar un cargo público, recibirá usted uno en que podrá mostrarse útil. —Lo probaré, haré lo mejor que me permitan mis capacidades —respondió Hlobuef. Y vibraba en su voz una perceptible nota de confianza; se irguió y alzó la cabeza, con el aire de un hombre para quien ha nacido la esperanza. —Veo que Dios le ha dotado de entendimiento, que hay cosas que entiende usted mejor que nosotros las demás gentes, que somos poco perspicaces.

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—Ahora permítame preguntarle—dijo Murazof—¿ qué es esto de Tchitchikof? Y ¿ qué quieren decir esos rumores? —Le podría contar las cosas más inauditas respecto de Tchitchikof. ¡ Hace unas cosas... ! ¿ Sabe usted, Afanasy Vassilyevitch, que la firma del testamento fué falsificada? Se ha encontrado el verdadero testamento, en el que todo se lega a los protegidos. —¡Quiere usted decir! Pero ¿quién falsificó el testamento? —Es un asunto muy sucio. Dicen que ha sido Tchitchikof, y que el testamento fué firmado después de muerta ella: disfrazaron a una mujer para representar a la difunta, y fué ella quien lo firmó. Una cosa escandalosa. Se sospecha que también estén comprometidos en ello algunos funcionarios del Estado. Dicen que se han recibido miles de peticiones. Ya le han salido a Marya Yeremyevna numerosos pretendientes: hay dos personajes públicos que se disputan su mano. ¡ Estas son las cosas que van pasando, Afanasy Vassilyevitch! —Yo nada he oído de todo esto; por cierto, es un negocio sucio. Pavel Ivanovitch Tchitchikof es un individuo enigmático—observó Murazof. —Yo también he hecho una reclamación para que sepan que existe un pariente cercano.. “Por lo que a mí me importa, pueden decirlo como mejor les parezca”, pensó Hlobuef, al salir de la casa. “Afanasy Vassilyevitch no es tonto. Seguramente tenía algún motivo para confiarme esta misión. He de efectuaría, y no hay mas. Mientras tanto, las reclamaciones afluían a los tribunales desde todos lados. Surgieron parientes de cuya existencia no estaba enterado nadie. Del mismo modo que las aves de rapiña acuden en bandadas alrededor de una carroña, se precipitaban todos sobre la inmensa fortuna de la vieja: se recibían informes secretos respecto de Tchitchikof, sobre la falsificación del testamento último, también sobre la del primero, pruebas del robo y de la ocultación de sumas de dinero. Hasta se presentaban testimonios incriminando a Tchitchikof de la compra de almas muertas y del negocio de contrabando llevado a cabo en la época en que prestaba sus servicios en la aduana. Todo lo desenterraban y se descubrió toda

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la historia de su vida. Hasta se presentaban pruebas de cosas que Tchitchikof suponía no las conocían más que él y las cuatro paredes de su cuarto. Por algún tiempo, se guardó gran reserva en los círculos oficiales sobre estos particulares, y nada supo Tchitchikof de ellos, aunque es cierto que una nota reservada que pronto recibió de su abogado, le dió a entender que se iba preparando una bonita baraúnda. Su contenido era breve: “Me apresuro a informarle de que se va a armar un gran escándalo; pero acuérdese de que nunca conviene perder la cabeza. Lo importante es conservar la serenidad. Todo se arreglará.” Esta nota tranquilizó por completo a Tchitchikof. “Ese hombre es un verdadero genio”, se dijo al terminar de leer la nota. Para colmar su contento vino el sastre en aquel momento a entregarle el nuevo traje. Tchitchikof sintió un intenso deseo de verse en su nueva levita “del color del humo y de las llamas de Navarino”. Se puso los calzones, que ie caían a las mil maravillas, tanto era así que parecía todo un cuadro... ¡ Qué muslos!. . - qué bien cortados, las pantorrillas también; la tela hacía resaltar cada detalle de sus piernas prestándoles- un aspecto aun más flexible. Cuando abrochó la hebilla de detrás, su estómago parecía un tambor. Se dió en él un toque de tambor con el cepillo, diciendo: “Qué tonto es y, sin embargo, completa el cuadro.” La levita parecía aun mejor que los calzones; no se veía ni una arruga; estaba muy ajustada a ambos lados de la cintura y ensanchada debajo, haciendo resaltar la gallarda línea de su talle. Al quejarse Tchitchikof de que le apretaba un poco la sobaquera izquierda, el sastre se limitó a sonreír: era eso lo que la hacía caer tan bien. —No tenga usted cuidado en lo que respecta al corte—repitió con franca satisfacción,—no tenga cuidado, que no se verá un corte como éste en ninguna parte, como no sea en Petersburgo. El sastre era natural de Petersburgo, pero había puesto en su muestra de tienda: “Sastre extranjero de Londres y Paris.” No le gustaba hacer las cosas a medias, y a sus competidores los quería hacer tragar de un golpe las dos capitales, para que ninguno en lo futuro sacara a relucir los nombres de aquellas ciudades, sino que se limitasen a anunciar su procedencia alguna modesta “Carlsruhe” o “Copenhague

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Tchitchikof pagó al sastre con magnánima generosidad y, ya a solas, se dedicó a contemplarse a sus anchas en el espejo, con el ojo de un artista, con emoción estética y con amor. El traje parecía realzar todos los rasgos de su persona: sus mejillas cobraban un aspecto más interesante, su barba parecía aun más seductora; el cuello blanco hacía resaltar el color de las mejillas; la corbata, de raso azul obscuro, hacía resaltar el cuello; ese pliegue del pechero de la camisa, tan de última moda, hacía resaltar la corbata; el chaleco, de rico terciopelo, hacía resaltar el pechero. y la levita, “del color del humo y de las llamas de Navarino”, lustrosa como la seda, lo hacía resaltar todo. Se volvió hacia la derecha: ¡ muy bien! Se volvió hacía la izquierda: ¡ mejor aún! Tenía toda la figura de un kammerherr, o de un agregado en misión diplomática ante un país extranjero, o de un caballero que habla tan perfectamente el francés que, comparado con él, un francés es poca cosa, y que ni en los momentos de cólera se rebaja pronunciando una palabra rusa, sino que echa ternos en francés. ¡ Qué aspecto tan fino! Inclinando la cabeza hacia un lado, procuraba adoptar una actitud apropiada para dirigirse a una dama de edad madura y de la más avanzada cultura: ¡ qué cuadro! Pintor, coge el pincel y hazle el retrato! Contentísimo, hizo cabriola a modo de un entrechat. Tembló la cómoda y cayó al suelo la botella de agua de colonia. Pero este accidente no le contrarió en lo más mínimo. Como es natural, tachó a la botella de insensata, y luego comenzó a cavilar: “¿ A quién he de visitar primero? Lo mejor sería. ..." De repente oyóse en el corredor un rumor de espuelas, y ¡ mirad!: un gendarme, cargado de armas como si fuera él solo todo un regimiento de soldados. —¡ Tengo órdenes de llevarle inmediatamente a presencia del gobernador-general! Tchitchikof se quedó estupefacto: allí delante se le erguía un monstruo barbudo, con la cola de un caballo en la cabeza, una bandolera sobre el hombro derecho, otra sobre el hombro izquierdo, un sable inmenso colgando de un lado. Se figuraba que del otro lado colgaría una tercerola y Dios sabía qué más. Parecía haberse combinado en aquel hombre un ejército completo. Tchit-

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chikof comenzó a protestar. El monstruo respondió con brusquedad: —¡Se le ordena comparecer inmediatamente! Por la puerta que comunicaba con el corredor, descubrió a otro monstruo; miró por la ventana: había un carruaje. ¿Qué hacer? Tal como estaba, en su levita “del color del humo y de las llamas de Navarino”, tuvo que subir a aquel carruaje y, temblando de pies a cabeza, ponerse en camino en compañía de los gendarmes. Ni en el vestíbulo le dejaban tomar resuello. —¡Entre!, que el príncipe le está esperando—le dijo el empleado de guardia. Descubrió, como a través de una neblina, un corredor en que había mensajeros que recibían sobres, y luego una sala grande, que cruzaba, pensando: “¡ Así es como prenden a los hombres y, sin procesarlos, sin más ni más, los mandan directamente a Siberia!” Su corazón latía con mayor furia que el del más celoso amante. Se abrió súbitamente, delante de él, una puerta: vió un despacho con carpetas, estantes, libros y al príncipe, que parecía la encarnación de la cólera. “¡ El autor de mi ruina , pensaba Tchitchikof. “¡ Dará al traste con mi vida!” Por poco se desmaya: “¡ Me destrozará, como el lobo al corderito!” —Yo le he tratado con consideración, le he dejado en libertad cuando debía usted estar en presidio, y otra vez se ha rebajado hasta el punto de cometer el fraude más sucio con que jamás se haya deshonrado un hombre. Los labios del príncipe temblaban de cólera. —¿ Qué acción sucia, qué fraude, Su Excelencia ?—preguntó Tchitchikof, temblando de pies a cabeza. —La mujer que firmó aquel testamento a instigación de usted— dijo el príncipe, acercándose a Tchitchikof y mirándole fijamente a la cara,—está presa, y comparecerá juntamente con usted. Tchitchikof se volvió blanco como la cera. —¡ Su Excelencia! Yo le contaré toda la verdad del caso; yo tengo la culpa, realmente soy yo quien tengo la culpa, pero no tanto como parece, que mis enemigos me han calumniado.

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—No hay quien pueda calumniarle, porque su infamia es infinitamente peor que nada que pudieran inventar sus detractores. Yo creo que jamás en su vida ha realizado una acción que no fuera sucia. Cada Copec que posee se lo ha ganado por medios fraudulentos, robando y engañando, ¡ y merece el knut y Siberia! ¡ Basta! Ahora mismo le llevarán a la cárcel, y allá, en compañía de los canallas más ruines y de los ladrones, esperará usted a que se decida su suerte. Y aun eso es poco, porque es usted mil veces más ruin que ellos: ellos visten blusa y pieles de cordero, mientras que usted... Lanzó una mirada a la levita “del color del humo y de las llamas de Navarino” y, cogiendo el tirador de la campanilla, le dió un tiron. —¡ Su Excelencia !—aullaba Tchitchikof.—¡ Tenga piedad! Es Su Excelencia padre de familia. No le pido clemencia para mí: ¡ tengo una madre anciana! —¡ Miente !—gritó, colérico, el príncipe.—La última vez me rogaba por su mujer y sus hijos, aunque no los tiene; ¡ ahora es su madre! —¡ Su Excelencia! Soy un canalla, soy el más despreciable de los seres—exclamó Tchitchikof.—Mentía, en efecto: no tengo ni mujer ni hijos; pero Dios es testigo de que siempre ha sido mí ilusión tener mujer y cumplir con mis deberes de hombre y de ciudadano, para que pudiera ser merecedor del respeto de mis conciudadanos y de mis superiores. - . ¡ Pero qué concatenación tan catastrófica de circunstancias ! Con agonías mil, Su Excelencia, he tenido que ganarme una vida miserable. ¡ A cada paso, trampas y tentaciones y enemigos y hombres prontos a arruinarme, a robarme! Mí vida toda ha sido como un barco en alta mar. ¡ Soy un hombre, Su Excelencia! Las lágrimas brotaban de sus ojos. Se dejó caer a los pies del príncipe, tal como estaba, con la levita “color de humo y llamas de Navarino”, con los calzones de corte tan maravilloso, con su cabello bien peinado que despedía el perfume del agua de colonia. —¡ No se me acerque! Diga al centinela que venga a llevárselo—dijo el príncipe al subalterno que en ese momento acertó a entrar.

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—¡ Su Excelencia !—gritó Tchitchikof, abrazando con los dos brazos la bota alta del príncipe. Un escalofrío de repugnancia recorrió el cuerpo del príncipe. Apártese, le digo !—vociferó, procurando librar su pierna del abrazo de Tchitchikof. —¡ Su Excelencia! No me moveré de este sitio hasta que no se apiade de mí !—pronunció Tchitchikof, sin aflojar sus manos y apretando contra su pecho la bota del príncipe, y arrastrándose tras ella por el suelo con su levita “color de humo y de llamas de Navarino —¡ Aléjese, le digo !—exclamó el príncipe con esa inexplicable repulsión que experimenta un hombre al tropezar un espantoso insecto, al que su repugnancia no le permite aplastar. Se sacudió el cuerpo con tanta violencia, que el carrillo de Tchitchikof, su barba de contornos tan encantadoramente redondeados, y sus dientes, recibieron un puntapié; no obstante, no soltaba el pie, antes al contrario lo apretaba más apasionadamente contra su pecho. Dos fornidos gendarmes le arrastraron de allí a viva fuerza y, cogiéndole por debajo de los brazos, le condujeron a través de todos los aposentos. Estaba pálido, deshecho, presa de ese terror paralizador que se apodera de un hombre al ver erguirse delante de sus ojos la negra forma de la muerte segura, ese monstruo terrible, tan ajeno a nuestra naturaleza. Justamente en la puerta que daba a la escalera, tropezaba con Murazof. Brilló súbitamente en su alma un rayo de esperanza. De un tirón, con fuerza sobrenatural, se arrancó de manos de los gendarmes y se lanzó a los pies del consternado viejo. —¡ Señor mío, Pavel Ivanovitch! ¿ Qué le pasa? —¡ Sálveme! Me están arrastrando a la prisión, a la muerte... Los gendarmes se apoderaron de él de nuevo y se lo llevaron. Una celda húmeda y hedionda, que despedía un olor a botas y polainas de soldados; una mesa sin pintar; dos sillas desvencijadas; una ventana con rejas de hierro; una estufa estropeada que lanzaba humo por una grieta, pero que no calentaba: he aquí el lugar a que fué a parar nuestro Tchitchikof con su nueva levita "color de humo y llamas de Navarino”, nuestro Tchitchikof que hacía tan poco tiempo había comenzado por fin a gozar las deli-

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cias de la vida y a atraer sobre sí la atención de sus conciudadanos. Ni siquiera le habían dado tiempo para recoger y llevar consigo los artículos más necesarios: el cofre en que guardaba el dinero, la maleta en que tenía la ropa. Sus papeles relacionados con la compra de las almas muertas a estas horas se hallarían todos en manos de la policía. Tchitchikof se retorcía en el suelo, y el gusano roedor de la desesperada angustia le estrujaba con sus anillos el corazón. Con creciente rapidez, comenzaba a corroerle el alma, que carecía totalmente de defensa. Otro día como aquél, otro día de tan tremenda angustia, y ya habría desaparecido Tchitchikof. Pero había quien, alerta, velaba por Tchitchikof y le extendía una mano salvadora. A la hora de haber caído en esta terrible desgracia, se abrieron las puertas de la celda y entró el viejo Murazof. Si una gota de agua cristalina se hubiera deslizado por la garganta de un viajero torturado por la sed abrasadora, no habría producido el efecto milagroso que en Tchitchikof produjo esta visita. —¡ Mi salvador !—exclamó Tchitchikof, levantándose de un salto del suelo a que se había lanzado en su angustia desgarradora; le besó la mano, oprimiéndola contra su pecho.—¡ Dios le pagará por visitar a los desdichados! Rompió a llorar. El viejo le contemplaba con dolor y tristeza, diciéndole únicamente: —¡ Ah, Pavel Ivanovitch! Pavel Ivanovitch, ¿ qué ha hecho? —He hecho todo lo que pudiera haber realizado el hombre más vil. Pero júzguelo, júzguelo usted, ¿ es ésta la manera de tratarme? Soy noble. Sin formar causa, sin indagar, me llevan a la cárcel; todo me lo han quitado, mis cosas, mi cofre. . . contiene dinero; mis bienes, todos mis bienes, Afanasy Vassilyevitch, mis bienes que he ganado con mi sudor, con mi sangre... E incapaz de contener el nuevo torrente de angustia que inundaba su corazón, rompió a sollozar desesperadamente, y en un tono que atravesaba las macizas paredes de la prisión y resonaba, con eco cavernoso, a lo lejos; se arrancó la corbata de raso y, aga-

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rrándose cerca del cuello, rompió su levita “color de humo y llamas de Navarino”. -¡Ah, Pavel Ivanovitch—dijo el viejo—cuán a menudo lo que usted había adquirido le cegaba y le impedía comprender su terrible posición! —¡ Mi buen amigo y benefactor—gemía el pobre Tchitchikof desesperadamente y abrazándose a las rodillas de Muzarof—usted puede salvarme! El príncipe es amigo suyo y haria cualquier cosa por usted. —No, Pavel Ivanovitch; por mucho que deseara salvarlo y por mucho que tratara de hacerlo, no podría ayudarlo como usted desea: ha caído bajo el imperio de la ley implacable, y no bajo la autoridad de un hombre. —Yo he labrado mi propia ruina, reconozco que he sido yo que he labrado mi propia ruina. No sabía detenerme a tiempo. Pero ¿ qué puede justificar tan tremendo castigo, Afanasy Vassilyevitch? ¿ Soy acaso un ladrón? ¿ He hecho desgraciado a alguno? Con sudor y fatigas, con sudor de sangre, he reunido mis pobres copecs. ¿ Para qué he luchado por reunirlos? Para poder vivir tranquilo los días que me restan de vida, para poder dejar alguna cosa para mi mujer y los hijos que quería engendrar para el bienestar, para el servicio de mi patria. No he obrado rectamente, lo confieso. ¿Qué podía hacer? Porque veía que jamás llegaría a la meta siguiendo el camino recto, y tomé el atajo de la senda torcida. Pero he trabajado, me he esforzado. ¡ Mientras que aquellos canallas que se apropian miles de rublos en los tribunales—y no es como si perteneciera ese dinero al Estado,-.---ellos despojan de su último Copec a los pobres, despojan a los que nada poseen! Afanasy Vassiiyevitch, yo no he sido libertino, no he sido borracho. .. ¡ Y qué paciencia, qué férreo aguante no he mostrado! ¡ Si, puedo decirle que he pagado con sufrimientos, con sufrimientos, cada Copec que me he ganado! ¡ Que aguante otro cualquiera lo que yo he aguantado! ¿ Qué, qué ha sido mi vida toda? Una lucha amarga, un barco juguete de las olas. Y de repente, yerme despojado de todo lo que me he ganado, Afanasy Vassilyevitch, de lo que he ganado con tantas luchas...

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No podía terminar. Con dolor insoportable, rompió a sollozar estrepitosamente. Se dejó caer en una silla; de un tirón, descosió los faldones desgarrados de su elegante levita, los tiró a distancia y, llevando las dos manos a su cabello, al que tantos cuidados había prodigado, se lo arrancó despiadadamente, gozando de ese dolor con que esperaba ahogar la insufrible angustia de su corazón. —i Ah, Pavel Ivanovitch, Pavel Ivanovitch 1—dijo Murazof, mirándole con tristeza y moviendo la cabeza.—No puedo menos de pensar qué hombre habría llegado a ser si esa misma energía, esa misma paciencia las hubiese dedicado al trabajo honrado, y para un fin más noble. ¡ Si cualquiera de aquellos que aman lo bueno hubiera desplegado en su servicio la energía que usted ha mostrado en ganarse sus copecs Y hubiese sido capaz de sacrificar su amor propio, su orgullo, de no escatimar sus esfuerzos en una buena causa, de obrar como lo ha hecho usted para ganarse sus copecs!¡ Afanasy Vassilyevitch !—dijo el pobre Tchitchikof, cogiendo entre las suyas las dos manos del viejo.—¡ Oh, si me pusieran en libertad, si pudiera recobrar mis bienes! Le juro que emprendería desde ese mismo memento una vida nueva Sálveme, mi benefactor, sálveme! —¿ Qué puedo hacer yo? Tendría que luchar contra la misma ley. Y aun suponiendo que yo pudiera llegar a hacer eso, el príncipe es un hombre probo, no hay nada que pudiera inducirle a violar la ley. Tchitchikof se abrazó a los pies del viejo, bañándolos en lágrimas. —¡ Ah, Pavel Ivanovitch, Pavel Ivanovitch !—dijo el viejo, moviendo la cabeza.—Sus bienes le ciegan. Por ellos no ha pensado en su alma. —También pensaré en mi alma, pero sálveme! Pavel Ivanovitch 1—dijo Murazof, e hizo pausa.—El salvarle no está en mis manos; usted mismo lo ve. Pero haré lo que pueda para aliviar su situación y para conseguir su libertad. No sé si lograré hacerlo, pero lo intentaré. Si, contrario a lo que creo, lo consiguiera, le pido un favor en compensación de mis esfuerzos: abandone usted estos medios fraudulentos de enriquecerse. Sinceramente le confieso que si se me despojara de todos mis bienes—y

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tengo más que usted,—no vertería ni una lágrima. ¡ Ay, ay, no son los bienes que pueden confiscarse los que importan, sino los que nadie puede quitarnos ni robarnos! Ya ha vivido usted bastante la vida de este mundo. Usted mismo compara su vida con un barco que se halla juguete de las olas. Ya posee usted lo suficiente para vivir lo que resta de su vida. Recójase en un rincón tranquilo, cerca de una iglesia, al lado de gentes buenas y sencillas, o, si todavía le consume deseo de dejar descendientes, cásese con una muchacha buena, no rica, sino con una que esté acostumbrada a la moderación y a la vida sencilla (y verdaderamente, no lo tendrá que sentir). Olvide este mundo agitado, y todos sus lujos seductores, y que le olvide también a usted. No existe en él la paz. Ya ve que está poblado de enemigos, de tentadores o de traidores. Tchitchikof meditaba. Nacía en su corazón algo nuevo, sensaciones hasta ahora desconocidas de él, y que no sabía explicar: parecía como si hubiera en él algo que luchara por despertarse, algo que se hallara sofocado desde la niñez por la rigurosa, fría disciplina de su triste vida de muchacho, por lo melancólico de su hogar, por su soledad, por lo mezquino y pobre de sus primeras impresiones; como si algo en él, amarrado por las cadenas del destino implacable que le contemplaba tristemente como a través de una ventana obscurecida por las nieblas del invierno, luchara por romper sus trabas. —¡ Sálvame, Afanasy Vassilyevitch !—exclamó,—¡ sálvame, y comenzaré una vida nueva; seguirá su consejo! Le doy mi palabra. —Mire lo que dice, Pavel Ivanovitch, que luego no podrá faltar a su palabra—dijo Murazof, tomándole la mano. —Si no hubiera sido por esta lección tan terrible, es posible que hubiese faltado a ella—respondió Tchitchikof con un suspiro, y añadió :—Pero la lección es amarga; ¡ una amarga, amarga lección, Afanasy Vassilyevitch! —Mejor que así sea. Dé gracias a Dios por ella, y reze a El. Haré lo que pueda. Diciendo esto, el viejo se retiró. Ya no lloraba Tchitchikof; no rasgaba su levita ni se arrancaba el cabello; se sentía tranquilo.

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¡ Sí, basta ya !“, se dijo por fin, “¡ una vida nueva, una vida nueva! Ya era hora, en efecto, de hacerme hombre honrado. Oh, si únicamente consigo salir de este apuro, e irme de aquí con sólo un pequeño capital, me estableceré lejos, lejos de aquí... Si únicamente consigo que me devuelvan mis papeles.., y las escrituras de compra.. .“ Meditaba un momento: “¿ Pues? ¿ Por qué renunciar a aquello que me he ganado con tanto trabajo? No compraré más, pero he de hipotecar las que tengo. El conseguirlas, ¡ cuántos esfuerzos me ha costado! Las hipotecaré para, con el dinero> comprarme una finca. Me haré propietario, porque en esa posición se puede hacer mucho bien.” Surgían de nuevo en su corazón los sentimientos que se habían apoderado de su ánimo durante su visita a Skudronzhoglo, y recordaba ya la conversación tan interesante e instructiva de éste sobre lo provechoso y útil que resultaba la labranza, mientras departían a la cálida luz de las candelas. Ahora el campo cobraba para él un aspecto encantador, como si en un solo momento sintiera todos sus diversos encantos. “¡ Somos necios, perseguimos fines vanos!”, se dijo por fin. “Es realmente consecuencia del ocio. Todo lo tenemos a mano; sin embargo, corremos en su busca hasta los últimos confines de la tierra. ¿ Es menos dulce la vida porque se está sepultado en el bosque? La felicidad se halla en el trabajo. Skudronzhoglo tiene razón. Y no hay en la vida nada tan dulce como el fruto del propio trabajo de uno... Sí, trabajaré; iré a vivir al campo, y trabajaré honradamente para que mi vida sirva de ejemplo a los demás. Me parece que no soy un hombre inútil. Poseo precisamente aquellas condiciones necesarias para ser un buen administrador; poseo los dotes de la prontitud, de la diligencia, del buen sentido y hasta de la constancia. Sólo hace falta decidirme. Sólo ahora siento claramente que tiene el hombre una misión que desempeñar en la tierra, sin necesidad de que para desempeñarla se arranque de aquel lugar, de aquel rincón en que ha sido colocado.” Y se le presentaba tan vivamente a la imaginación la visión de una vida laboriosa, lejos del bullicio de las ciudades y de las tentaciones que, en medio de su pereza, ha inventado el hombre, que por poco se olvida de lo horrible de su situación, y quizá se hallara

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hasta dispuesto a dar gracias a Dios por tan terrible lección, si únicamente le pusieran en libertad y le dejaran llevarse siquiera una parte de sus bienes. Pero.., se abrió la puerta de su hedionda prisión y entró un oficial, un tal Samosvitof, epicúreo, excelente camarada, calavera y mátalas callando, como le calificaban unánimemente sus compañeros. En época de guerra, este hombre habría realizado hazañas heroicas: se le habría mandado colarse por lugares impenetrables y peligrosos, a robar cañones bajo las narices del enemigo: ésta habría sido la misión más indicada para él. Pero faltándole la carrera militar, se veía precisado a dedicar sus energías a la vida civil y, en lugar de hazañas que, con justicia, le habrían valido una condecoración, realizaba toda suerte de acciones soeces y abominables. Aunque parezca mentira, se portaba bien para con sus camaradas, no traicionaba a nadie, y cuando daba su palabra, sabía guardarla; pero los que se hallaban en autoridad sobre él los consideraba algo así como la batería del enemigo a la cual tenía que destruir, aprovechándose para ello de todo punto débil, de cada boquete en sus filas... —¡ Nos hemos enterado de su situación, ya lo sabemos todo!— dijo, al cerciorarse de que estaba bien cerrada la puerta.—¡ No se apure, no se apure! No se deje abatir, que esto se resolverá. Nosotros todos trabajaremos para usted, seremos sus criados Treinta mil para repartirse entre todos, y nada más. —¿ De verdad ?—exclamó Tchitchikof.—¿ Y quedaré libremente absuelto? —¡ Sin género de duda! Y hasta se le pagará una indemnizacion. —¿Y por la molestia?... —Treinta mil rublos para todos: para nuestros hombres y los del gobernador y para el secretario. —Pero vamos, ¿cómo podré yo?. . . todas mis cosas, mi cofre... Todo lo habrán sellado y guardado bajo llave. —Dentro de una hora, lo tendrá todo aquí. Me da su palabra de cumplir, ¿ eh? Tchitchikof le dió su palabra de cumplir. Le latía violentamente el corazón, y no podía creer que sería posible...

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——Entonces, ¡ hasta la vista! Nuestro común amigo me ha encargado le diga que lo importante es conservar la sangre fría y presencia de ánimo. "¡ Hum!”, pensaba Tchitchikof. “Se está refiriendo a mi ahogado”. Samosvitof se fué. Tchitchikof, ya a solas, todavía no podía creer en su buena fortuna cuando, en menos de una hora después de aquella conversación, le trajeron el cofre con los papeles, el dinero y todo en perfecto orden. Samosvitof se había presentado allí, como revestido de autoridad, había reprendido a los centinelas por su falta de cuidado, había dado órdenes a la persona competente a fin de que pusiera más centinelas para mayor seguridad; no sólo se había llevado el cofre, sino que había sacado de él todos los papeles que pudieran comprometer a Tchitchikof; de todo esto había hecho un lío, lo había sellado y había dado órdenes a un soldado de llevárselo a Tchitchikof inmediatamente, so pretexto de que contenía artículos de tocador y prendas de vestir; así que Tchitchikof recibió, juntamente con sus papeles, las ropas necesarias para abrigar su delicado cuerpo. Estuvo contentísimo de recibir tan pronto estos artículos. Ya le animaban nuevas esperanzas, y ya comenzaba de nuevo a acariciar determinadas ilusiones: una noche en el teatro, una bailarina a la que iba galanteando. Ahora se le presentaban con aspecto menos atrayente el campo y la vida tranquila, mientras que la ciudad con su ruido y bullicio cobraba más color y brillo. . . ; Oh, la vida, la vida! Entretanto, la cosa iba adquiriendo, en los tribunales y oficinas administrativas de la justicia, proporciones aterradoras. Las plumas de los escribientes trabajaban sin cesar, y los magistrados se hallaban atareadísimos, gozando, mientras tomaban el rapé, todas las sensaciones de un artista al observar la tosca obra de sus manos. El abogado de Tchitchikof manipulaba, invisible, todos los resortes del mecanismo, como hechicero oculto; en un abrir y cerrar de ojos, había conseguido dejar desorientados a todos. El sumario se complicaba cada vez más. Samosvitof se excedía a sí mismo en la increíble audacia y en lo temerario de sus expedientes. Habiendo descubierto dónde estaba detenida la mujer a que habían preso, se presentó sin pérdida de momento en el lugar; entró

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con tal aire de resolución y autoridad, que el centinela se cuadro y estuvo esperando sus órdenes. —¿Hace mucho que estás de guardia? —Desde la mañana, Su Excelencia. —¿ Cuándo te han de relevar? —Dentro de tres horas, Su Excelencia. —Me harás falta. Diré al oficial que mande a otro que te releve. Encaminándose acto seguido a su casa, se disfrazó de gendarme, con barbas y patillas postizas,—conjunto en el cual ni el mismo diablo lo habría reconocido,—se fué a la prisión donde estava encerrado Tchitchikof, cogió a la primera mujer que tropezó, la entregó, detenida, a dos jóvenes oficiales airosos y adeptas, y volvió, con sus barbas, y con la carabina en la mano, al centinela. —Puedes irte, que el comandante me ha mandado relevarte. Cambió la carabina con el centinela. Ya no hacía falta nada mas. La presa fué substituida por otra mujer que nada sabía del caso, ni entendía de qué se trataba. La primera fué tan bien ocultada, que no se ha dado nunca con su paradero. Mientras Samosvitof, disfrazado de guerrero, se hallaba ocupado en estas faenas, el abogado de Tchitchikof iba obrando milagros en lo civil. Dejó saber al gobernador, por conducto indirecto, que el fiscal iba redactando un informe secreto en detrimento suyo; dejó oir al escribano de los gendarmes que un oficial, que se encontraba por algunos días en el pueblo, estaba redactando un informe sobre él, y al mismo tiempo aseguraba a este oficial misterioso que había otro oficial aun más misterioso que iba dando informes sobre él, colocándolos a todos en tal situación, que se vieron precisados a recurrir a él para su consejo. El resultado fué un verdadero caos: se amontonaban las confidencias y estaban a punto de descubrirse cada cosa tal como jamás se haya sacado a la luz y, a decir verdad, tal como jamás ha existido. Todo fué aprovechado y aportado al sumario: el hecho de que Fulano de Tal era hijo natural, que Mengano era de tal origen y oficio, que Zutano tenía una querida, y que la mujer del más allá estaba coqueteando con determinado individuo. Los escándalos, las faltas a la virtud_ y toda suerte de deslices es-

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taban ya tan mezclados y enmarañados con la historia de Tchitchikof y con la de las almas muertas, que resultaba imposible determinar cuál de estos muchos elementos era el más absurdo, pues todos lo parecían por igual. Cuando los documentos relacionados con el sumario comenzaban a llegar a manos del gobernador-general, el pobre príncipe nada podía sacar en claro de ellos. Un ayudante muy despierto y hábil, a quien fué confiado el trabajo de hacer una sinopsis de ellos, por poco pierde el seso: resultaba completamente imposible sacar una idea racional de lo que había sucedido. El príncipe se hallaba a la sazón preocupado por otros numerosos problemas a cual más inquietante. El hambre se cernía sobre una región. Los oficiales que fueron enviados para distribuir los socorros no habían llevado a cabo eficazmente su cometido. En otra región de la provincia desplegaban gran actividad los herejes. Se había hecho correr entre el pueblo el rumor de que había aparecido un Anticristo que, no respetando ni a los difuntos, andaba comprando almas muertas. Hacían penitencia y volvían a pecar y, so pretexto de apoderarse del Anticristo, dieron cuenta en poco tiempo de personas que nada tenían que ver con el Anticristo. En otro distrito, los campesinos se alzaban contra los propietarios y los comisarios de Policía. Unos vagos les iban predicando que habla llegado la hora de convertirse los campesinos en propietarios y de vestir levita, y de ponerse pieles de cordero los propietarios y hacerse campesinos, con lo cual toda la comarca, sin reparar en que habría demasiados terratenientes y comisarios de Policía, se negó a pagar los impuestos. Era preciso recurrir a medidas severas. El pobre príncipe se hallaba sumamente preocupado. En aquel momento, se anunció la visita de Murazof. —Que entre—dijo el príncipe. Entró el viejo... —¡ Ahora vemos lo que es su Tchitchikof 1 Usted le ha protegido y defendido. Ahora se ve comprometido en un delito ante el cual vacilaría el ladrón más ruin. —Permítame observar, Su Excelencia, que no acabo de entender de qué se trata. —¡ Falsificar un testamento y del modo que se ha hecho... 1 ¡ merece que se le azote en público por ese crimen ¡

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—Su Excelencia, no lo digo para defender a Tchitchikof, pero ya sabe que esa acusación no ha sido probada: aun no se ha investigado el caso. —Existen pruebas: ha sido presa la mujer que se disfrazó para representar a la difunta; la voy a interrogar en presencia de usted para que vea. El príncipe tiró de la campanilla y mandó traer a la mujer, "a la que hemos prendido”, dijo al empleado. Murazof guardó silencio. —¡ Es un escándalo más que vergonzoso! Y para colmo de vergüenzas, están comprometidos en él los principales funcionarios del pueblo y el mismo gobernador. Sin embargo, usted me dice que ese Tchitchikof no debe ser encerrado entre ladrones y bribones—repuso el príncipe con visible cólera. —Pero el gobernador es pariente de la difunta; tiene derecho a reclamar; y respecto de los otros que se van precipitando sobre la fortuna, esa, Su Excelencia, es la naturaleza del hombre. Acaba de morir una señora rica, sin disponer equitativa y sensatamente de sus bienes; acuden, presurosos, desde todas partes, esos individuos, con la esperanza de sacar provecho de ello: es la naturaleza del hombre... —Pero ¿ por qué hacer cosas tan sucias ?... ¡ Canallas !—exclamó el príncipe con indignación.—No tengo ni un solo funcionario que sea digno de confianza: ¡ son todos unos verdaderos pillastrones! —¡ Su Excelencia! ¿ Pero cuál de nosotros es todo lo virtuoso que debía ser? Los funcionarios de nuestro pueblo son hombres, tienen sus virtudes, y algunos son muy aptos para sus cargos; cualquiera puede equivocarse. —Mire, Afanasy Vassilyevitch, dígame: usted es el único hombre que sé que es honrado: ¿cómo es que posee usted esta pasión por defender a los canallas de toda ralea? —Su Excelencia—respondió Murazof,—sean los que fueren los hombres que usted llama canallas, son, no obstante, hombres.¿ Cómo no defender a un hombre si resulta que la mayoría de las malas acciones que comete las realiza a consecuencia de su grosería e

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ignorancia? Nosotros cometemos injusticias a cada paso, y no con mala intención. ¡ Si Su Excelencia mismo ha sido capaz de cometer una enorme injusticia! —¡Cómo!——exclamó, asombradísirno, el príncipe, atónito por el giro inesperado que había tomado la conversación. Murazof se detuvo, como si reflexionase, y por fin dijo: —Sin embargo, es como yo digo. Usted cometió una injusticia en el caso del joven Derpennikof. —¡ Cómo! ¿ Quiere usted decir que he cometido una injusticia con él? í Un crimen contra las leyes fundamentales del reino, equivalente a la traición!... —No trato de justificarle. Pero ¿es justo condenar a un joven que ha sido engañado y desviado del camino recto por otros, como consecuencia de su poca experiencia, condenarle como si fuera uno de los instigadores? Si le han condenado a Derpennikof a la misma pena que a Voronof-Dryanof; sin embargo, sus delitos son distintos. —¡ Por Dios !—exclamó el príncipe con visible emoción.—¿ Sabe usted algo del caso? Dígamelo. Hace poco he comunicado con Petersburgo, con objeto de que le remitan una parte de la pena. —No, Su Excelencia, no he dicho eso porque esté enterado de circunstancias que usted ignore. Aunque, por cierto, hay una que debía de redundar en su favor, pero no se decide a descubrirla porque supondría perjudicar a otro hombre. Lo que opino es que quizá Su Excelencia en esta cuestión haya obrado con demasiada precipitación. Perdóneme, pero a mi pobre entender parece que se ha de tomar en cuenta la vida pasada de un hombre, porque si no se examinan imparcialmente todas las circunstancias, sino que se pone el grito en el cielo desde el mismo comienzo de la investigación, lo único que se consigue es aterrarle, y entonces resulta imposible sacarle una confesión, mientras que, si se le interroga con simpatía, como de hombre a hombre, todo lo confesará espontáneamente, ni siquiera solicitará se le perdone la pena, ni guardará resentimiento contra nadie, porque verá claramente que no es usted quien le castiga, sino que es la ley. El príncipe meditaba. En ese momento entró un oficial y quedó esperando respetuosamente, cartera en mano. Se notaban en su

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semblante, todavía joven y fresco, las huellas del duro trabajo y de la ansiedad. Se veía que no en vano formaba parte de las comisiones especiales. Pertenecía a aquella clase, poco numerosa, de oficiales que ejecutan sus trabajos con verdadero amor. No animado por la ambición ni por el afán de lucro, trabajaba sencillamente porque estaba convencido de que aquél era el puesto que debía ocupar, y no otro, y que constituía el objeto principal de su vida. Investigar, analizar, y después de desenredar todos los hilos de una enmarañada causa, darle forma clara: ésta era su misión. Y le parecían bien premiados sus trabajos, sus esfuerzos, las noches pasadas en blanco, si por fin la causa comenzaba a tornarse inteligible, a descubrirse sus ocultos motivos, si por fin podía presentarla toda en palabras claras y distintas. Puede decirse que ningún alumno experimenta mayor satisfacción cuando ha conseguido analizar una frase y descubrir el verdadero sentido del pensamiento de un gran escritor, que la que sentía él cuando lograba sacar en claro una causa intrincada. Por otra parte... (En este punto se produce una laguna en el relato.) con pan en aquellas regiones que sufran hambre, que yo conozco aquel distrito mejor que los funcionarios: yo me enteraré personalmente de las necesidades de cada uno. Y si Su Excelencia me da su permiso, hablaré también con los herejes. Se mostrarán más francos con un hombre sencillo como yo. Así, Dios sabe si con-seguiré contribuir a la solución pacífica de esta cuestión. Y no quiero que me dé usted dinero, porque, en verdad, me da vergüenza pensar en mí propia ganancia cuando hay hombres que se están muriendo de hambre. Tengo ya preparado un acopio de pan, y he pedido me envíen más de Siberia, y seguramente recibiré más en el curso del verano. —Dios se lo pagará, Afanasy Vassilyevitch; yo nada puedo decirle, pues comprenderá usted que no halle palabras adecuadas. Pero déjeme decirle una cosa respecto de su petición. Dígame: ¿ tengo yo el derecho de dejar sin esclarecer este delito, y sería honrado el que yo perdonase a esos bribones?

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—Su Excelencia, realmente no debe califarlos de esa manera, pues entre ellos hay algunos hombres dignos. Una persona muchas veces puede encontrarse en circunstancias difíciles, Su Excelencia, muy difíciles. Y a veces parece que ella tiene toda la culpa de lo que ocurre, y cuando se estudia el caso, resulta que no es culpable. —Pero ¿ qué dirán ellos mismos si abandono la cosa? Usted sabe que entre ellos hay algunos que se aprovecharán de esa actitud mía para echársela de grandes, y que hasta dirán que me han asustado. Serán los últimos en mostrar respeto... —Permítame, Su Excelencia, expresarle mi parecer: lo mejor es que los reúna a todos; hágales entender que está Su Excelencia enterado de todo; expóngales su propia situación, tal como se ha dignado exponérmela a mí, y pregúnteles qué haría cada uno de ellos en su lugar. —Pero ¿ usted se figura que serán capaces de sentirse impulsados hacia otro curso más honrado que el de buscar escapatorias legales y llenar sus bolsillos? Le aseguro que se reirán de mí. —Yo no lo creo, Su Excelencia. Todo ruso, aun el más malo, posee buenos sentimientos. Quizá un judío se reina de usted, pero un ruso no. No, Su Excelencia, no hay motivo para que se muestre reservado. Explíqueselo de la misma manera que me lo ha explicado a mí. No ignora Su Excelencia que hablan mal de usted, como hombre orgulloso y ambicioso, muy pagado de su mérito, y que no quiere escuchar un consejo: que vean la verdad. ¿ Por qué les ha de temer? La razón está de parte de Su Excelencia. Explíqueselo, como si se estuviera confesando, no ante ellos, sino ante Dios. —Afanasy Vassilyevitch—dijo el príncipe, vacilante,—yo lo pensaré, y, mientras tanto, le doy las gracias por su consejo. —Y dé órdenes, Su Excelencia, de que pongan en libertad a Tchitchikof. —Diga usted a ese Tchitchikof que se largue de aquí, y cuanto más lejos vaya, mejor. Dígale también que sólo a los esfuerzos de usted ha recibido el perdón de mis manos. Murazof saludó al príncipe y se fué recto a visitar a Tchitchikof. Le encontró ya animado, muy plácidamente ocupado en dar

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cuenta de una comida nada mala, que se le había traído, en platos de porcelana, de una cocina muy respetable. Al cruzarse las primeras frases, ya se daba cuenta el viejo de que Tchitchikof había conseguido llegar a un acuerdo con alguno de los pícaros oficiales. Y aun adivinaba que el despierto abogado tenía mano en la cosa. —Escuche, Pavel Ivanovitch—le dijo ;—le traigo la libertad a condición de que abandone usted inmediatamente este pueblo. Coja sus cosas y váyase, por Dios, sin pérdida de momento, porque se acerca otra cosa peor. Sé que hay un hombre que le ampara, y he de decirle confidencialmente que se va descubriendo otra cosa, y que ahora no hay nada que pueda salvarle a ese hombre. El claro, se complace en arrastrar a otros en la caída, para compañía, y para que carguen con una parte de la culpa. Le he dejado a usted en una muy buena disposición de ánimo, mejor que la que ahora le domina. Le estoy aconsejando con toda sinceridad. ¡ Ay, ay!, las posesiones que realmente importan no son aquellas que se disputan los hombres, por las cuales se matan, como si fuera posible conseguir el bienestar en este mundo sin ocuparnos de la otra vida. Créame, Pavel Ivanovitch, que hasta que los hombres renuncien a todo aquello por lo cual los hombres luchan y se devoran en la tierra, y comiencen a pensar en la seguridad de sus posesiones terrenas. Se avecinan días de hambre y carestía para todos y cada uno.., esto es evidente. Diga lo que quiera, el cuerpo depende del alma: ¿ cómo, pues, pueden prosperar las cosas como es debido? No piense usted más en almas muertas, sino en su propia alma viviente, y por Dios, ¡ escoja usted un camino nuevo! Yo también me marcho de aquí mañana mismo. Apresúrese, pues, a partir, porque, cuando me haya marchado yo, acaso se suscite alguna dificultad. Dicho esto, el viejo salió. Tchitchikof se abismó en meditación. De nuevo se le antojaba digno de consideración el significado de la vida. “Murazof tiene razón—se dijo ;—¡ es hora de seguir un rumbo nuevo!” Diciendo lo cual, salió de la prisión. El centinela le seguía, llevando la maleta. A Selifan y Petrushka les causó indescriptible alegría la libertad de su amo. —Bien, chicos—les dijo Tchitchikof en tono amable,—hemos de hacer el equipaje y marcharnos.

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—Y tendremos un buen viaje, Pavel Ivanovitch—dijo Selifan. — La carretera estará en buen estado, ya lo creo: ha caído una buena nevada. Ya era hora de que nos largásemos de este pueblo, del que estoy hasta la coronilla. a ver al carrocero y dile que quite las ruedas del carruaje —dijo Tchitchikof. El mismo se encaminó a la ciudad, no ya porque deseaba hacer alguna visita de despedida, que eso habría resultado algo violento después de lo que había ocurrido, tanto más cuando iban corriendo de boca en boca los más ignominiosos rumores respecto de él. Hasta iba esquivando todo encuentro mientras se encaminaba furtivamente a la tienda del comerciante que le había vendido el paño “color de humo y llamas de Navarino”, de quien compró otros cuatro metros para calzones y levita, llevando el género al mismo sastre de antes. Por doble precio, éste se encargó de confeccionaría con gran prisa, y puso en movimiento las agujas, las planchas y los dientes de toda la población sastrense, la cual estuvo trabajando toda la noche a la luz de unas candelas; como consecuencia de lo cual, la levita estaba terminada al día siguiente, aunque un poco tarde. Los caballos estaban enganchados, esperándola. No obstante, Tchitchikof se la probó. ¡ Magnífica, igual que la primera! Pero, ¡ ay!, observaba un punto calvo y liso en su cabeza y musitaba tristemente: “¿ Qué necesidad había de entregarme a la desesperación? ¡ Por lo menos, no tenía que arrancarme el cabello!” Después de saldar las cuentas con el sastre, abandonó por fin el pueblo, con emociones muy extrañas. No era aquél el Tchitchikof que conocemos: era el naufragio del antiguo Tchitchikof. El estado de su espíritu podía compararse con un edificio que ha sido derribado y cuyos materiales han de emplearse en la construcción de otro nuevo, y este otro nuevo no se ha comenzado todavía porque no se ha recibido del arquitecto los planos, y los obrero, se quedan en huelga forzosa, esperándolos. Una hora antes, el viejo Murazof se había puesto en camino, en compañía de Ivan Potapitch, en coche cubierto, y una hora después de la marcha de Tchitchikof, se anunció a los funcionarios que el príncipe deseaba verlos a todos, en vísperas de su partida para Petersburgo.

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En el espacioso salón de la residencia del gobernador general, se congregaron todos los funcionarios de la ciudad, desde el gobernador hasta el más humilde consejero titular, jefes de oficinas y de departamentos, consejeros, imponedores de contribuciones, Kisloyedof, Samosvitof, los sobornados y los no sobornados, los que habían acallado la voz de la conciencia, los que la habían acallado a medias y los que no la habían acallado; todos esperaban la entrada del príncipe con una curiosidad no exenta de inquietud. El príncipe entró, no con aire melancólico o severo, sino con porte y mirada de tranquila determinación. Todos los funcionarios le hicieron una reverencia, doblando algunos el cuerpo en profundo saludo. Respondiendo a sus saludos con una leve inclinación de cabeza, el príncipe comenzó a hablar: —En vísperas de mi partida para Petersburgo, he creído conveniente celebrar una conversación con ustedes, y hasta explicarles, hasta cierto punto, el motivo de mi marcha. Ha ocurrido entre nosotros un escándalo. Me figuro que muchos de los presentes saben a qué me refiero. Aquel asunto ha tenido como consecuencia el descubrimiento de otros no menos deshonrosos, en los cuales están comprometidos incluso individuos que hasta ahora he tenido por honrados. No ignoro, por cierto, que se ha tratado clandestinamente de involucrar por este medio el asunto, hasta el punto de que resultase imposible dilucidarlo por los procedimientos ordinarios. Sé también quién ha sido el agente principal en esta maniobra, no obstante haber ocultado con bastante mafia su participación en ella. Pero quiero advertirles que es mi intención desentrañar lo ocurrido, no por el procedimiento corriente de pruebas documentales, sino por consejo de guerra, como en tiempo de guerra, y confío en que el Zar me autorizará a hacerlo así cuando le exponga los hechos. En circunstancias como las actuales, cuando no existe la posibilidad de dar curso a un expediente en los tribunales civiles, cuando se han quemado rimeros de papeles, y cuando se ha tratado de involucrar, por medio de un montón de pruebas falsas y confidencias mentirosas, una causa ya de por sí bastante compleja, me figuro que no queda otro recurso que el consejo de guerra, y quisiera conocer vuestra opinión.

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El príncipe hizo pausa, como si esperara una contestación; pero ninguno respondió. Los funcionarios permanecían con la vista fija en el suelo, pálidos muchos de ellos. —Me he enterado también de otro crimen, si bien sus autores están completamente convencidos de que nadie lo ha de descubrir. Esta causa no se tramitará por escrito, porque yo mismo seré el demandado y el demandante, y aportaré pruebas fehacientes. Alguno de los funcionarios se estremeció; varios de los más tímidos estaban sobrecogidos de miedo. —Innecesario decir que los principales responsables serán castigados con la pérdida de su jerarquía y de sus bienes, y los demás con la destitución de sus cargos. Es de suponer que también habrán de sufrir algunos inocentes. No hay manera de evitarlo, es un asunto escandaloso que dama al ciclo para que se haga justicia. Pero sé que ni siquiera ha de servir de lección a los demás, porque vendrán otros a sustituir a los depuestos, y los mismísimos hombres que hasta ahora se han mostrados honrados, se volverán corruptos, y los mismos que han sido considerados como dignos de confianza, venderán y traicionarán esa confianza. A pesar de todo esto, he de obrar sin miramientos, porque la justicia llama a voces, así que deben ustedes ver en mí el insensible instrumento de la justicia. Un estremecimiento involuntario recorrió los semblantes de todos los oficiales. Sin embargo, el príncipe conservaba la calma, y su rostro no reflejaba ni la cólera ni la indignación. —Ahora ese mismo hombre, en cuyas manos se halla la suerte de muchos, y al cual no habría hecho vacilar ninguna súplica, ese mismo hombre se hinca de rodillas, suplicante, ante vosotros. Todo se olvidará, se borrará y se perdonará, yo mismo abogaré por todos, si acceden a mi petición. Hela aquí. Estoy convencido de que la corrupción no puede extirparse por ningún medio, ni por el terror ni por los castigos, que tiene raíces muy hondas. La costumbre deshonrosa de aceptar sobornos se ha hecho necesaria e inevitable, aun para aquellos que no son de natural corruptos. Sé que para muchos es poco menos que imposible oponerse a la tendencia general. Pero ahora es mi deber, como en momento deci-

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sivo y sagrado, cuando nos corresponde salvar a la patria, cuando todo ciudadano ha de aguantar todas las cargas y hacer todos los sacrificios, es mi deber ahora apelar a la conciencia de aquellos de vosotros que todavía conservéis un corazón ruso y alguna noción del significado de la palabra “honor”. ¿ Para qué sirve discutir cuál de nosotros es el más culpable? Quizá sea yo el que más culpa tenga; yo quizá les haya tratado, desde el principio, con demasiada dureza; acaso resulte que, por excesivamente receloso, haya alelado de mí a aquellos de vosotros que más sinceramente me hubierais ayudado. Pero si aquellos realmente amaban la justicia, y anhelaban el bienestar de su patria, no debían haberse ofendido por lo orgulloso de mi porte, debían haberse sobrepuesto a su amor propio y sacrificado basta su dignidad personal a sus convicciones superiores. No es posible que hubieran pasado inadvertidos por su abnegación y elevado amor a la justicia, que yo no hubiese escuchado sus consejos racionales y útiles. Resulta, de todos modos, más conveniente que un subordinado se adapte a la manera de ser de su jefe, que no que un jefe se adapte a la de sus subordinados. Es más en armonía con el orden de las cosas y mas fácil, porque el subordinado tiene un solo jefe, mientras que el jefe tiene centenares de subordinados. Pero dejemos a un lado la cuestión de quién tiene más culpa. Lo importante es que nos incumbe salvar a la patria, que la patria se halla en peligro, no por la invasión de veinte razas extranjeras, sino por nosotros mismos; porque, al margen de nuestro gobierno legítimo, se ha establecido un régimen bastante más poderoso que ninguno legítimo. Tiene establecidas sus condiciones; todo tiene su precio y estos precios son del dominio público. Y no existe gobernante, aunque fuese más sabio que todos los legisladores y gobernantes, que pueda atajar el mal, por mucho que coarte la actividad de los malos funcionarios. Todo será en vano hasta que no nos despertemos a la necesidad de que, del mismo modo que en la época del alzamiento de todos los pueblos, tomamos armas contra el enemigo, ahora hagamos frente a la corrupción. Como ruso, como hombre que se halla ligado con vosotros por los vínculos de la sangre y de la raza, apelo a vuestra conciencia. Apelo a la conciencia de aquellos entre vosotros que posean algún concepto de lo que quiere

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decir un modo honroso de pensar. Os invito a acordaros del deber que se alza frente a todo hombre. Os insto a examinar más estrechamente vuestro deber y la obligación que os impone vuestra misión en esta vida, porque todavía poseemos sólo una comprensión muy imperfecta de ella, y apenas podemos... (En este punto el original termina inesperadamente

FIN DEL LIBRO SEGUNDO

Y DE LA OBRA