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AÑO III 15 NUM. 44 OOmGÍA DE PLACER^ .&^"P O TK/-^ •rv ír\.\v-j^. L(^UDOVICfO SE PUBLICA LOS DtAS t O. aO Y 3 0 OC CADA MES . . nu»c MMtM^-TMto iUnUNTAM. »B 1.50 S* itaUM HtwMaMi n uÉi ••§••• ahtMa^c lUdrld lO de M.i»> d. 1880 «¡«j-^uj» * - ^ ^ j « ^ ^ ÜarloU 7 lu umgft.

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Page 1: NUM. OOmGÍA DE PLACER^

AÑO III 15 NUM. 44

O O m G Í A DE PLACER .&^"P O TK/-^

•rv í r \ . \ v - j ^ .

L(^UDOVICfO SE PUBLICA LOS DtAS t O. aO Y 30 OC CADA MES

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»B 1.50

S* itaUM HtwMaMi n uÉi • •§• • • ahtMa^c lUdrld lO de M.i»> d. 1880 « ¡« j -^uj» * - ^ ^ j « ^ ^

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346 LA NOVELA ILUSTRADA

NOSTALGIA DEL PLACER

I - i X J J D O A T - i G O

AviER acababa de cumplir treinta años cuan­do contrajo matrimonio con Elisa Matcy, Lina de las más lindas jóvenes de Barcelona,

i hija de un antiguo fabricante de tejidos, quien, poco ambicioso, y con una sola hi­

ja, se retiró de su industria tan pronto como hubo reunido un capital que le garantizase un pasar hol­gado y una vejez pacítica.

No disfrutó mucho tiempo de ese sonado bienes-lar, pues á los dos años, y apenas casada Elisa, mu rió de una pulmonía, cuando sólo contaba cincuenta y dos años de edad.

Hacía ya cerca de diez que su esposa le había prc cedido; asi es que EHsa se encontró á los veinte años, huérfana, y 5ÓÍo amparada por el hombre que había elegido su corazón, y á quien ciegamente idola­traba.

Era Javier uno de esos hombres que han gastado su juventud en los placeres, á que desdj la más tierna edad se hallaba entregado sin reserva, siguiendo el impulso de sus ardientes pasiones, que pudo satisfa­cer mientras fué dueño de los tres ó cuatro millones que heredó de sus padres, á quienes perdió antes de la edad de la reHexión, hallando un verdadero cómpli­ce de sus locuras en un tutor, que á la sombra de aquella desordenada conducta hizo su propio negocio, redondeando su fortuna.

"Cansado, pero no harto» de gozar, y habiendo tropezado en su camino con la joven Elisa,.cuyo can­dor, que tanto contrastaba con la dcsenvoitura y fri­volidad de las mujeres, en cuya sociedad hasta enton­ces había vivido, le cautivó hasta el extremo de desear encontrar en el matrimonio el reposo de que tan nece­sitados se hallaban, así su alma como su cuerpo.

AlgiJn obstáculo encontraron sus pretensiones en el ánimo del antiguo industrial, que, como todo Bar­celona, no ignoraba las locuras de Javier, cuya fortu­na se había visto ir desapareciendo en el breve espa­cio de diez ó doce años; pero el padre de Elisa sin duda reHexionó. que habiendo corrido de mozo el mundo, tal vez haría un buen marido y un excelente padre de familia, el que fue deshecho calavera y de­rrochador irrefrenable, y al cabo de algún tiempo de vacilaciones y de maduras reflexiones, dio su consen­timiento, no sin haber antes amonestado con ruda franqueza, eminentemente catalana, á aquél que iba a ser el arbitro de la dicha de su querida hija.

Javier juró ser fiel á sus deberes con verdadera convicción. Como hemos dicho, hallábase cansado de aquella interminable orgía cn\]ue viviera desde los dieciocho años; sus ilusiones, marchitas por el áli-to envenenado de mujeres sin corazón que habían se­cado el suyo, dándole una precoz experiencia, cifrá­banse ahora en llegar á constituir una familia, vivir la vida reposada del hombre honrado y laborioso, y llegar un día á merecer el dictado de hombre respeta­ble, que hasta allí había tenido necesariamente que negarle la sociedad.

Para resistir á toda recaída que pudiera provocar en él, ya la continuación en el cultivo de antiguas amistades, ya encuentros peligrosos que pudieran po­ner á prueba su resolución, compró cerca de Barce­lona una preciosa torre, ó quima de recreo, inmediata

á la cual montó una pequeña fábrica de fundición, en la que debería ocupar las horas que no dedícase á los goces del hogar, con los que, como una gran no­vedad para su extragado espíritu, contaba para acabar de cambiar radicalmente de existencia.

La prematura muerte de su suegro vino á hacer más imperiosa la necesidad de cumplirlos deberes que ya espontáneamente se había impuesto.

Elisa quedaba huérfana, sola en el mundo, sin más protector, sin más consuelo que él.

Forzoso era hacerse hombre de bien de una vez para siempre.

Inútil es decir, que la luna de miel, un tanto nu­blada para Elisa por la tan inmediata desgracia que acababa de sufrir, fué de las más dichosas que disfru -tar puede una mujer.

Solos en aquel precioso retiro, como dos tórtolas en su nido de amores, vivían el uno para el otro, sin acordarse de que exisiiese un mundo bullicioso, lleno de placeres efímero;, oropel con que se reviste ese fondo de tristezas que acompaña á toda existencia que no se nutre de los placeres legítimos, puros y únicos verdaderos de la familia.

Javier saboreaba aquella vida pacítica con la frui­ción del que por vez primera conoce placeres que no había siquiera imaginado pudieran existir.

Era la existencia de aquel matrimonio un perpetuo idilio, que vino á hacer aún más delicioso la esperan­za, ya cierta, de verse reproducido en un inocente ser que la joven sentía palpitar en sus entrañas.

Los paseos campestres, y á orillas del mar, que muy cerca de la quinta bañaba una plava pintoresca, cogidos ambos del brazo, mientras hacían mil extra­vagantes proyectos sobre aquel fruto de bendición; las veladas de verano á la luz de la luna en la poética rotonda del jardín, en la que pasaban media noche aspirando las frescas b-'isas del mar, ella sentada en rústico canapé de mullida yedra, sosteniendo en su regazo la cabeza de Javier, que gustaba quedarse dor­mido acariciado por los suaves dedos de su hermosa compañera; y más adelante, en la estación cruda del invierno, aquellos solitarios iéíe'á-téíe delante de la monumental chimenea donde ardía un alegre fuego, V en los que Javier leía á Elisa las últimas obras de ios autores más reputados, así nacionales como fran­ceses, mientras ella preparaba la envoltura para el que ya llamaba á las puertas de este mundo; todo este continuado y tranquilo disfrute de la vida matrimo­nial, sólo interrumpido algunas horas por las atencio­nes de la fábrica, hacía las delicias de Javier, que po­co á poco veía alejarse, como envueltos enire nieblas, los recuerdos de su ayer agitado y tempestuoso.

Los cambios de estado son para el alma lo que para el cuerpo el cambio de países y de climas.

Javier se veía de pronto trasladado á un país mo­ral, completamente nuevo para él.

Allí veía crecer la flor de la pureza en el amor de su candida esposa; allí iba a brotar la más tierna y de­licada de las plantas, la paternidad; de allí estaban desterrados el dolo, las amargas decepciones, los efí­meros y pasajeros placeres del amor vendido, las agrias emociones del juego, las estúpidas alucinacio-nesdel vino, de la orgía, las vanidades de la competen­cia los áridos goces de viajes emprendidos sólo por seguir la moda, ó de excursiones solitarias sin una compañera con quien compartir las emociones y sor­presas de lo desconocido.

límbebecido en estas deleitosas novedades que le ofrecía su nueva existencia, Javier olvidaba la an­tigua.

Acaso le hubiera valido más experimentar el sen-

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LA NOVHLA ILUSTRADA 347

timiento contrarío: es mucho mejor que al sentar la planta en un nuevo país, viva aún en nosotros el re­cuerdo del que hemos abandonado, y que vayamos apreciando paulatinamente las bellezas y ventajas de la nueva residencia, haciéndonos aficionarnos poco á poco á ella, hasta ir olvidando la antigua, que nos re­signamos al fin á perder de vista para siempre.

Javier pasó el primer año de matrimonio bajo el dominio de la embriaguez, de la novedad, gozando con el contraste de costumbres, viendo cada día sur­gir un nuevo encanto de aquella existencia para la que era virgen su alma, sólo tormada en los moldes del escándalo, de la disipación y de la crápula.

Llegó el momento de ser padre, y entre los terro­res del alumbramiento y las alegrías del éxito más feliz, pasaron aquellos instantes supremos, y conoció una dulzura más inefable aún que la del amor de es­poso.

.lavier no se cambiaba por el mortal más dichoso de la tierra.

Y así pasó otro .año. Y Javier se acostumbró á ser padre. Y el idilio del amor de los primeros meses de ma­

trimonio fué tornándose en monótona y cansada rea­lidad de la vida doméstica sin nuevas emociones.

Entonces le sucedió á Javier lo que á lodos los es­píritus gastados, para quien la movilidad es la vida. Comenzó á encontrar desabrida aquella existencia pa­triarcal y serena que no empañaba la más pequeña nube.

Todos los días la misma mujer, la misma sonrisa eterna, la misma dulzura en el acento, las mismas preguntas candorosamente tiernas. Era esto para él algo así como la condenación á gustar siempre un mismo manjar, que por suculento que sea, llega á ha­cerse insoportable á fuerza de su propia invariabilidad y monotonía.

Su hijo le entretenía á ratos; pero también el chico, siempre sano, siempre robusto, siempre inalterable, no le había hecho conocer aún los contrastes del placer y del dolor, que son los que van formando en el cora­zón del padre esc entrañable amor que sólo acaba con la existencia.

. Javier solía decirse á sí mismo sintiendo el hastío penetrar en su alma excitada durante cierto tiempo por las desconocidas emociones que había experi­mentado:

—Paréceme que estoy viviendo en el Limbo, sin pena ni gloria.

Y así era la verdad: Javier no era desgraciado; pero tampoco vivía saiistecho.

Para un carácter naturalmente pacífico é inclinado á la vida sedentaria, hubiera sido el colmo de la feli­cidad una mujer hermosa y amante, un hijo sano y hermoso y una posición modesta, pero desahogada.

Javier era una planta exótica trasplantada en el terreno de la vida doméstica sin haber pasado antes por la aclimatación del hastío hacia su vida anterior.

Ya lo digimos antes: Javier se había retirado de aquella vida como la célebre emperatriz romana se levantaba del lecho del placer: cansada pero no harta.

Coincidió con esta nueva faz de su existencia la visita de uno de sus antiguos camaradas de bacanales, quien perseverando en su sistema de vida, se hallaba aún ni cansado ni harto.

Este amigo, el elegante Victoriano Pujols, le puso al corriente de los nuevos astros que figuraban en el planisferio de la vida galante, las nuevas guaridas de placer creadas desde que Javier había abandonado el campo de sus antiguas correrías; le habló del vacío que había dejado su desaparición de aquella sociedad,

donde tanto se le echaba de menos; trájole á la me­moria noches de locura trascurridas entre deleites, de que ya Javier no podía ^ozar, reducido á vegetar como un hongo en el hogar doméstico. • Ji •

¡Qué animada fué aquella conversación! ¡Qué de recuerdos se evocaron! ¡Qué de furtivos suspiros sa­lieron del pecho de Javier que pui];naba por mostrarse decidido á renunciar para siempre á todas aquellas locurasl

No era, sin embargo, Victoriano de esos amigos que, semejantes al espíritu del mal, se complacen en desviar de sus deberes á un esposo honrado y ca­riñoso.

Nada hizo, en verdad, para distraer á Javier délas atenciones de su casa y devolverlo á aquellos brazos de mercenarias beldades y á aquellas escenas de disi­pación, de que tan alejado estaba desde su casamiento con Elisa.

Pero inconscientemente vino á añadir leiía á aque­lla hoguera mal apagada de pasiones, que ya empe­zaba á reanimar hacía algún tiempo el vientecillo del hastío hacia la monótona vida de casado.

En los días que trascurrieron después de esta vi­sita de Victoriano á su amigo, Javier comenzó á po­nerse meditabundo; su, carácter hasta entonces igual y afectuoso, sufrió alteraciones notables, y no era ex­traño verle montar en cólera por la más leve contra­riedad, cual si su sistema nervioso se hubiese visto de pronto afectado por alguna causa desconocida y grave.

Cuando Elisa, con su acostumbrada dulzura, !e preguntaba el motivo de aque! brusco cambio, élja contestaba con acritud:

—No tango nada, déjame en paz. La infeliz mujer no sabía á qué atribuir aquella

alteración; su conciencia no la echaba en cara nada absolutamente que la hiciese sospechar fuese causa de aquellas extrañas impaciencias.

En su inocente candidez y falta de conocimiento del mundo, tampoco sospechaba pudiese influir en el cambio operado en su marido, algún pensamiento amoroso que desviase su imaginación de su amante esposa. Creía más bien, y no sin cierto terror, que en su marido empezaba á desarrollarse alguna grave do­lencia que debía hacer explosión á la corta ó á la larga.

No se equivocaba la pobre Elisa más que en la ín­dole de la enfermedad.

Creíala una enfermedad física la que era enferme­dad del espíritu, esa terrible enfermedad que acomete lo mismo á los que viven fuera de su país, que á los que se ven ausentes de una clase de vida que fué para ellos el medio ambiente en que únicamente respirar podían.

Esa enfermedad es la Nostalgia. La enfermedad de Javier, puede decirse que era la

nostalgia del placer. Ctiando se hallaba solo, que era la mayor pane

de las horas en que sus ocupaciones de la fábrica le dejaban libre^ encerrábase en su despacho y extendido en un diván, inmóvil, co i los ojos fijos en el techo, recorría en su imaginación aquellos años de su acci­dentada juventud; veía á través de un vaporoso velo las tentadoras imágenesdeaqucilas mujeres que le ha­bían hecho apurarla copa del deleite en embriagadoras orgías de placer; aquellos banquetes en que saltaba en espumosas oleadas el champagne de las botellas, oía el choque de las copas, los báquicos cánticos de los comensales, el crugido de los besos de las queridas, y luego veía la larga mesa cubierta con el tapete verde, en el que brillaban las monedas con menos vivacidad

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\ J k . T í ^ O a t K\^*3i\K. Í5B.V "PYJklCE.^

Entró con su hermoBa carga en el agua.

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LA. NOVELA ILTISTRADA 349

que los o|os de los codiciosos jugadores y jugadoras. Asistía á los biües donde en desordenada danza se re­volvían las parejas, envueltas en torbellinos de gasas y en nubes de esencias y sentía el magnético poder de ojos nef^ros y azules que se Hjaban eii él, V la presión de las enguantadas manos, y el choque de las joyas, y el roce de las sedas, y el suspiro de la bella enamorada, y el álito cansado de la pareja, y el perfume de los bou-quels^ y las acres emanaciones de los sudorosos senos palpitantes de emoción y de cansancio.

Y luego veía la moribunda luz de las bujías, que palidecía al penetrar la del alba por los largos cristales de los balcones enturbiados por los vapores conden-sados que se deslizaban como lágrimas vertidas por el genio del placer cu la hora de las despedidas.

"S'veía aquella, antes animada reunión, entonces soñolienta, arrebujándose en los abrigos de pieles y de encajes, bajar !a ancha escalera que sembraba de marchitas Hores desprendidas de los descompues­tos peinados, v que en medio de risas y de bromas se disolvía sobre el peristilo del palacio; y oía el rodar de los carruajes, las toses de los que se alejaban á pie y se encontraba solo otra vez, y entonces volvía i\ la realidad de la vída, y al comprender que todo aquello, que como una visión había pasado ante sus ojos, era solo un recuerdo, se revolvía con febril agi­tación en el diván, y maldecía de su existencia y del instante en que abandonó aquella vida de movimiento y de sensaciones, por aquella otra tranquila, como la vida que debieran hacer los muertos si conservasen en sus tumbas la noción de la existencia.

—{Y por qué. por que he de sufrir este tormento? se decía en voz alta un día en que acababa de sufrir uno de estos éxtasis. ¡ ^ ;Soy yo viejo, por ventura? ¿Estoy acaso enfermo? ¿Estoy tan arruinado que no pueda disponer, al me­nos, de la mitad de mi renta y de la de mi mujer, para saciar esta sed de goces que en mí se despierta nueva­mente?

¡ t h , fuera deaquí l ¡fuera de este destierro, ene lque lie pasado dormido dos largos años, oculto como un hurón , solitario con esa eterna compañera de cadena! yo necesito apagar esta hambre de placeres que una abstinencia tan prolongada ha hecho ya irresistible.

La mujer, el hijo.. . sí. son seres m u y queridos; pero á quienes no hace falta mi continuada presencia.

No se trata de abandonarlos, ni reemplazarlos en mi ai'ecto, sino de no pasar la vida en esta inacción, en este estado de legumbre.

Compart i ré entre ellos y mis placeres el t iempo, y así no tendrán que sufrir mis desvíos y mis malos humores .

Desde aquel día, Javier, pretextando nuevos nego­cios que le obligaban á ir diariamente á Barcelona, pasaba las noches ausente de su casa; algunas veces pasaba cuatro ó cinco en la capital, y como volvía alegre y cariñoso al lado de su mujer, ésta antes se alegraba de aquella nueva existencia que llevaba su mar ido, que quejarse del semiaislamiento en que se veía.

Creíalo salvado de una enfermedad, y esto la bas­taba.

II

Javier había vuelto á su antigua vida de soltero. Impaciente como un colegial aprisionado en las

aulas durante el día, apenas e | ú l t imo operario salía de la fábrica, á la caída de la tarde, despedíase á toda prisa de su mujer, besaba al niño que dormía en su regazo, y montando su jaca torda, lomaba el camino

de Barcelona, devorando en media hora la legua lar­ga que distaba la quinta .

Bajábase en la tonda Peninsular , donde tenía un cuarto reservado, y allí cambiaba de ropa, trasformán-dose el industrial campesino en un elegante gomoso, empezando sus nocturnas correrías sin ocultarse á nadie; antes bien, como hombre remozado que vuelve á la vida social después de una larga ausencia.

Por este tiempo vivía en Barcelona una lindísima mujer llamada Carlota, francesa elegante que había hecho raya por su lujo, así en los paseos de la Kam-bla, como en los teatros donde tema palco abonado á diario.

Decíase que era m u y rica, viuda de un general muerto en la campaiía franco prusiana, y que había venido á España á recobrar la salud perdida, habién­dole gustado tanto la capital del Pr incipado, que en ella sentó sus reales, poniendo casa con un lu)o ver­daderamente deslumbrador.

Sabíase que algunas personas de elevada posición frecuentaban su casa; pero ignorábase quiénes eran éstas, porque los que fueran, jamás hablaban de las reuniones de la joven generala viuda.

Esta seguía siendo un misterio para la mayoría del público que la admiraba en teatros y paseos.

Al comenzar Javier su nuevo método de vida, y lanzado otra vez en la sociedad que había abandona­do durante dos años, una de las primeras novedades que le salieron al encuentro fué esta bella parisién, tan hermosa, tan elegante, rodeada de aquel seductor misterio que la hacía aún más interesante y remar­cable.

Javier tuvo empeño en conocerla de cerca; pero no encontrando medios de hacerse presentar en su casa, esperó una ocasión en que, con un hábil pretexto, pudiera penetrar en el santuario de la beldad de moda.

Esta ocasión se le ofreció en circunstancias bien extrañas por cierto.

Era una tarde de Jul io , en que la Rambla hallába­se completamente llena de gente.

El cielo se liabía ido encapotando y la atmósfera se hacía pesada, desprendiéndose de su seno fugitivos y continuos relámpagos que hacían prever una pró­xima tormenta .

Javier, con dos ó tres compañeros de guerras y fa­tigas, entre los que se hallaba Victoriano, estaba sen­tado á corta distancia de la ¡oven francesa, á quien acompañaba una señorita, lo bastante fea para hacer resaltar más la belleza de Carlota.

De pronto gruesas gotas comenzaron á caer sobre la mult i tud, que presintiendo un próximo chaparrón, se dispersó acto cont inuo, asaltando cuantos coches de plaza y tranvías había en el paseo.

Embebidas en su conversación, las dos francesas no se apercibieron de la lluvia que empezaba á caer, hasta que Carlota sintió sobre su frente algunas golas que la hicieron levantar la cabeza hacia el cielo, y sonriendo al ver la dispersión de la concurrencia, con­tinuó tranquilamente en su sitio, cuando ya era con su compañera la ún icaque permanecía en las sillas.

Los amigos de Javier se levantaron pretendiendo llevar consigo á éste; pero Javier se resistió pretex­tando que tenía un placer en recibir aquel rocío de verano, placer que no le disputaron ni quisieron compartir sus amigos, que corrieron á refugiarse en el casino próximo.

La lluvia fué haciéndose más copiosa; un primer trueno estalló en el espacio, á éste siguieron otros, y entonces coiuenzó á caer una espesa granizada que obligó á las dos francesas á levantarse.

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350 LA NOVELA ILUSTRADA

Miraron ansiosamente hacia las calles laterales creyendo poder encontrar un cociie, pero inút i lmen­te: todos corrían ocupados bajo aquel diluvio de agua y granizos.

La Rambla comenzaba á ponerse intransitable. Carlota, con la despreocupación proverbial de las

parisienses, levanto su falda de seda, crema y enca­jes, dejando entrever la mitad de una preciosa pier­na, cubierta con una medía de seda de color carne, y un pie grande, pero primorosamente calzado, con zapatos del color del vestido, y de alto tacón y escaro­lado lazo en el empeine.

Marchaba al lado de su acobardada compañera con paso t ranqui lo , cual si la granizida fuese una lluvia de flores que arrojase el cielo á su paso.

Javier seguía a corta distancia á las dos mujeres. —¡No hay un solo coche! exclamó Carlota en

francés, —¡Nos vamos á poner buenas! contestó su acom­

pañanta. —¡liah! '.-'•amefaitplaisir, añadió riendo la gene­

rala viuda. Pero llegó á un sitio en que el agua corría tan

turbia, y en tan ancha extensión, que la fué preciso detenerse, y se notó que el plaisir empezaba a con­vertirse en contrariedad.

Era preciso vadear c! arroyo de dos metros de an­cho que se ofrecía ante sus pies, ó resignarse á aguan­tar la lluvia bajo un árbol .

AI otro lado de la Rambla corría otro arroyo de iguales proporciones.

En este apurado caso no sabían aquellas mujeres por qué resolverse.

Enfrente había un café, y delante de el, parado, un carruaje particular.

Javter conoció el carruaje por el cochero, que ha­bía sido suyo en tiempos de mejor for tuna.

Este carruaje pertenecía á un viejo gotoso, m u y rico, que acostumbraba ir todas las tardes á tomar café en aquel establecimiento.

.lavier concibió rápidamente una idea. Corrió hacia la francesa, suspendióla en alto, y

diciendo: —Pcráón, madame^ entró con su hermosa carga

en el agua, atravesó el arroyó mojándose liasta m e ­dia, pierna, y llevó á Carlota h a n a el carruaje, cuya portezuela abrió, diciendo al cochero que había vuel­to la cabeza y le conoció inmediatamente:

—Juan , es preciso que lleves á csti señora á su casa.

—Está bien, señorito; yo voy donde V. me diga. Javier volvió por k dama de compañía, que espe­

raba anhelante al San Cristóbal de su señora, quien igualmente la trasportó al carruaje.

— L'sted dirá, señora, donde desea que la con­duzcan.

—¡Ah, es V. m u y amable . . . y muy loco! contestó riendo la joven viuda, en muy buen español; Conde del Asalto, número . . .

—Ya lo oyes, dijo Javier al cochero: deprisa, J u a n , que esto es un diluvio.

—Pero , }y V?exclamó la joven. —¡Ahí Yo sería muy feliz en acompañar á usted,

pero. . . no cabemos. — ¡Rahl ¡No cabemos! Donde caben dos, caben

tres, —Pues allá voy.

Y Javier invadió la estrecha berlina que ocupaba por sí solo de ordinario el viejo gotoso.

Los caballos, hostigados por la fusta de Juan, par­tieron ai galope.

Las dos mujeres, locas de risa, hicieron un lado á Javier, casi sentándose sobre sus muslos.

Así llegaron, entre bromas y carcajadas, al hotel de la generala.

—Llegó el Arca de Noé á la cumbre del Ararat , dijo Javier al sentir que paraba el coche.

— Pues quede con Dios nuestro Noé, contestó Car -Iota siguiendo la broma, y hasta. . .

—¿Hasta cuándo? —Hasta que Vd. quiera . —Yo quisiera vo lve rá ver á Vd. lo más pronto

posible. —¿Le corre á Vd. prisa? —¡Mucha! —Pues hasta mañana . —¿Mañana? Tardecillo es el plazo. — Veinticuatro horas; no es mucho . — H a y horas como siglos. C o n q u e . . . —Sí, mañana, contestó Carlota saltando á la acera,

donde la había precedido la señorita de compañía y saludando graciosamente á Javier, entró corriendo en el hotel.

—Juan, al cafe, dijo en voz alta Javier al cochero. Este volvió ios caballos, v en breve dejaba el co­

che Javier, que depositó una moneda de oro en manos de Juan , quien como buen gallego que era, no puso repugnancia en aceptar la dádiva.

III

¿Qué pasó después de la primera visita que Javier hizo á la generala?

El mismo va á decírnoslo en las últimas páginas de sus memorias, de donde hemos entresacado los ante­cedentes para escribir los anteriores capítulos, y que nos han sido proporcionadas por el que l lamamos Ja­vier, y como es de suponer posee otro nombre que no estamos autorizados para revelar.

«Yo creía que Carlota, sin ser una beldad fácil, sería una de esas mujeres de costumbres bastante li­bres para no hacer desesperar al que se propusiera conquistarla á fuerza de asiduidad y de empeño. Me equivoqué.

»La generala, como ella se t i tu laba, mostróse tan fina como circunspecta, y ante aquella actitud i r re­prochable se estrellaron mis primeras tentativas.

ftManifestome haberle sido sumamente simpático, y que deseaba mi amistad y mi trato, y me rogó la acompañase algunos ratos de noche en unión de al­gunos amigos que la favorecían con su presencia diaria.

wEsto me contrarió en extremo; pero yo necesitaba conocer el terreno que pisaba, introducirme en la i n ­timidad de Carlota y dejar al t iempo que hiciese lo demás.

»Fuí, pues, á su casa á la hora acostumbrada de sus recepciones.

nAllí encontré muchos personajes, algunos de ellos amigos míos, que se felicitaron de verme entre ellos.

.>Las primeras horas de la noche trascurrieron sin incidente alguno que me impresionase; pero ya á media noche observé que la reunión iba menguando sin que n inguno de los contertulios se despidiese, y más bien parecía que se los tragaban los portierse y las mamparas , que no que se retiraban, según es uso y costumbre en toda reunión, precediendo á la marcha siquiera una ligerísima despedida.

íiQuedeme solo y pensativo en compañía de C a r ­lota.»

—¿En qué pasa Vd. las noches desde esta hora? me dijo, afectando cierta indiferencia, Carlota.

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LA. NOVBLA ILUSTRADA 351

—¡Pshl conteste, voy al casino... leo... entro á ver jugar un rato. . .

—¿A ver? me preguntó la generala, con sonrisa ma­liciosa.

—Algunas veces me arriesgo... —¡Vamos, que ya le obligarán á Vd. á algo más! —No lo niego, repuse; algunas noches me intereso

un poco más, pero. . . — [Pero con miedo! . . . —No lo conocí nunca, ni aun delante de la ru ína . — ¿Es Vd. afortunado en los jueíjos de azar? — C o m o en amores: en ambos ¡uegos soy desgra­

ciadísimo, contesté acampanando mis palabras con una expresiva mirada que debió comprender Carlota.

—No sé qué suerte liayA a Vd, cabido en el segundo, que Vd. llama también «juego»; pero como no puedo probar á Vd. en éste, desearía hacerlo en el o t ro .

—¿Cómo? —¿Quiere Vd. unir su suene á la mía? —¿En cuál de los dos juegos? —Kn el de azar, amigo mío; en el o t ro . . . juego, no

quiero cartas. —¿Ha perdido Vd. mucho? —No he jugado jamás. —¿Es que no sabe Vd.? —Es que nadie me ha enseñado. —Pues probemos la suerte de ambos en los dos,

¿quiere Vd.? —Empecemos por el que afecta á la bolsa y deje­

mos el que suele arruinar el corazón. —Como Vd. quiera . . ¿Y d ó n d e ? . . . —Venga Vd. Pero primero va Vd. á prometerme

formalmente, que á nadie, absolutamente á nadie, re­velará Vd . l o q u e vea.

—Lo prometo . —No basta: júrelo Vd. —Sobre qué cruz. —Sobre estas, me contestó presentándome las ma­

nos cruzadas que acercó á mis labios. —Lo juro: contesté besando con delicia aquellas

manos bhmcas como el marfil y perfumadas como una caja de sándalíj llena de rosas.

—Ahora , sígame Vd. Desaparecimos detrás de unas espesas cortinas,

atravesamos juntos dos ó tres gabinetes, y llegamos á una mampara que nos dio paso á una sala espaciosa, sólo i luminada por dos enormes quinqués de gas con pantallas verdesquc proyeciaban su luz sobre una lar­ga mesa, en torno de la cual se agrupaban, ya senta­dos, ya de pie todos los contertulios de la generala.

Sólo se escuchaba ruído de monedas y la voz del banquero que de vez en cuando decía:

—¡luego! —¿Trae Vd. dinero? me dijo Carlota. —Sí, señora. —¿Como cuánto? —Tres mil reales. —Yo pongo otros tres: tome Vd. y á probar fortu­

na, me dijo e.vtrechándonie la mano. Yo no salía de mi asombro: Aquella casa era un

gar i to . . . de buen tono. ¡Pero la dueña era tan herniosa!

Hajía quince días que iba sin interrupción en casa de Carlota.

Llevaba ya perdidos dos mil duros, y no me r e ­solvía á alejarme de aquel abismo, al que me atraía más que el juego la fascinadora mirada de aquella imponderable belleza.

La aroaba como un loco: á medida que mayores

obstáculos ponía á mi pasión, mayor era mi deseo de conseguirla.

Klía no me rechazaba en absoluto: prometía, pero prometía para un plazo indelinido.

Conociendo yo que su defecto capital era la codi* cia, menudeaba mis presentes, que le hacía en forma delicada, y ora eran magníticos centros de mesa, ora preciosos juguetes de plata, que ella recibía con indi­ferencia sin dejar ver que le hiciesen la menor mella mis obsequios.

Mi pasión iba exasperándose por grados. Una noche me habló de un soberbio aderezo de

brillantes que había visto'en una joyería de la calle de Fernando.

-:-Nunca, me decía, he-pasado un rato peor que esta tarde; si tengo dinero, lo compro, ¡Pero estoy per­diendo tanto!

—¿Y cuánto vale? me apresuré á preguntarla. —Cuarenta mil reales. . . me contestó con indiferen­

te tono, y de pronto varió de conversación. Al día siguiente, cuando se fué á acostar halló so­

bre su mesa de noche el estuche con el codiciado aderezo.

—¡Üh! ¡amigo mío! exclamó al entrar yo al día si­guiente, cuan feliz me ha hcchoVd. con ese prés tamo.

—¡Préstamo! exclamé. —Préstamo, sí, porque no de otro modo admitiría

esos brillantes. E n cuanto la suerte me favorezca, porque ahora estoy en la semana mala, le devolveré sus dos mil duros.

—Üe ningún modo, exclame; sólo deseo me pague Vd. en carillo: esa es toda mi ambición.

—Entonces ya debiéramos estar en paz, porque yo le quiero á Vd. mucho . . . como amigo.

— [Ahí ¿como amigo nada más? —¿Pues qué más quiere Vd.? —A otro cariño aspiro yo , Carlota, exclame ca­

yendo de rodillas tlclanlc de ella. No es decir esto que reclame su amor de Vd. como pajio de bien pobres obsequios; es que por Vd. daría mi vida, mi hacienda, mi sosiego, todo, porque me tiene Vd. loco, loco de amor, y Vd. lo conoce y se goza de mi man i r i o .

—Vamos, Javier,díjome levantándome y extrcchan-do mis manos: no sea Vd. n iño; Vd. es casado; tiene un hijo, una esposa á quien no podría dejar abando­nados, y yo en amor soy m u y exigente: le querría á Vd. para mí sola, y no podríasoportar un amor com­partido entre una familia que le^almenie tiene dere­cho á él, y yo, pobre viuila, sin iamilia, sin nadie en el mundo á quien amar. Si yo le amase á Vd., sería con toda mi atmii, sería para huir con Vd. lejos, m u y lejos, donde no temiera que se me escapase Vd. arre­pentido.

¿Puede Vd. amarme de ese modo y bajo tales con­diciones? No; Vd. se debe á su mujcrcita, á su niño: y debe procurar volver á su lado, y ser un buen padre de familia. ¡La! dejémonos de locuras; y si desea Vil. seguir viéndome y que yo no padezca, no me hüblc Vd. más de su amor, porque. . . porque conozco que . . .

—¡Qué! . . . Hable Vd., Carlota; diga Vd. una pala-bla más, esa palabra que hace un mes espero oír de sus labios.

—No, no quiero, no quiero , déjeme Vd por Dios Javier, exclamaba procurando desasirse de mis brazos que la enlazaban como aros de hierro.

—No, contestaba yo con t rémulo acento; no, díme-lo, dímclo; dime que me amas, que quieres ser mía, y todo, todo lo abandono por tí. Una palabra no más; dime que me. amas, Carlota.

—¡Déjame, déjeme Vd. Javier! contestaba con dé­bil acento.

Page 8: NUM. OOmGÍA DE PLACER^

352 LA NOVELA ILUSTRADA

—{Me amas, verdad Carlota ifeía? Me amas. Carlota se inclinó sobre mi fiombro, abandonan-

do su cuerpo entre mis brazos, v murmuró á mi oído:

—Sí, te amo, Javier; pero quiero ser sola. Mis ardientes labios estamparon un beso en su

mejilla. —¡Lo serás! exclame.,, pero... —Hoy no, repuso Carlota deslizándose de mis bra­

zos: cuando vuelvas para no irte jamás. Y diciendo esro, corrió hacia una puerta, me man­

dó un beso con los dedos, y cerró por dentro deján­dome loco de amor, embriagado con la esperanza de una felicidad, por la que hubiera dado mi vida.

Aquella noche fui á mi casa, de la que faltaba ha­cía ocho días. Llevaba un documento escrito en el casino con mano febril.

Mi mujer, la pobre l^iisa, sjUió á recibirme risue­ña como nunca, y con los brazos abiertos.

—Ven, ven, la dije abrazándola apenas. —¿Qué tienes, Javier? Kstás demudado. ¿Qué te

pasa? —Nada, murmuré, nada; he quebrado, y necesito

reparar esa pérdida á costa de un gran sacrificio de tu parte.

—Habla, di, que debo hacer. —Firmar esto. —¿Que es?... jahl perdona, Javier, yo no debo pre­

guntarte nada. —Ks... es... tu autorización paravender la quinta

del Paular, la que te dejó tu padre, tu única ha­cienda.

—Ahora mismo, Javier mío; pero no le alteres. Primero es tu honra.

Y tomando el papel de mis manos, firmó sin leer ni unnr línea de aquel documento.

Yo entonces la miré; sentí que me mordía algo el corazón; era mi conciencia que llamaba con frenéti­cos i^olpes á aquella puerta cerrada.

iba á arrojarme á los pies de Elisa,' iba á romper aquel inicuo papel que era su ruina, la ác mi hijo, porque ya todo cuanto yo poseía había pasado á ma­nos de mis compafieros de juego ó á los de la mujer que me enloquecía.

En aquel instante pasó por mi mente como una visión de fuego la imagen y el recuerdo de Carlota, y sin besar á mi hijo, estrechando apenas la mano de mi mujer, volví á montará caballo y partí para Bar­celona,

En dos días realizaría la venta del Paular, para el que había veinte compradores que lo codiciaban, y.. . con su producto, treinta mil duros lo menos, iría á reunirme con Carlota, huiría con ella... ¿Qué me im­portaba á mí el resto del Universo?

Cuando llegué á Barcelona empezaba á amanecer. Dejé el caballo en la cuadra donde acostumbraba,

y me dirigía á la fonda, cuando al pasar por una ca­lleja oí unos lamentos ahogados que partían del os­curo rincón de una pueria cerrada. Acerqueme y vi á una mujer joven y hermosa, aunque demacrada, que se deshacía en llanto, sentada sobre el escalón de piedra.

—¿Qué tiene V., buena mujer, la dije con interés: —Señor, que acaba de morírseme este niño entre

mis brazos. Mi hijo, el hijo de mi alma, á quien no he podido dar el pecho, porque hace tres días que no como y me siento desfallecer.

—¿Y no tiene V. casa, ni familia?... la pregunté. —¡Ah, señor! Hace tres mesestodoeso tenía, pero...

mi marido me abandonó; huyó con otra mujer, de­jándonos en la mayor miseria; yo he trabajado hasta

que caí enferma, y débil y sin fuerzas, y con mi hijo en los brazos, salí á implorar la caridad. Pero me daba vergüenza y no pedía. Y pasé un día entero sin comer, y al día siguiente comí un pedazo de pan que abandonó un chico sobre este escalón, y aquí es­peraba la muerte, porque nadie se acercó á socorrer­me, y esta noche este angelito me ha abandonado; ha muerto de hambre antes que su madre. ..

—Y dice V. que su marido... —Se ha embarcado para América con otra mujer. —¡Infame! exclamé Heno de ira. —Dios le perdonará, señor. —¡Perdonarle, perdonarle! repuse sintiendo que

me subía al rostro una oleada de vergüenza; á esos seres no los perdona Dios,

Tome V., buena mujer, tome V. y socórrase; yo tengo prisa y no puedo detenerme.

Y saqué el portamonedas y la cartera que vacié en su falda. Kn el primero había mil reales en oro y cuatro mil en billetes en la cartera.

No oí loque la mujer aquella me contestó, por­que di u correr como un loco.

Instintivamente llegué á la cuadra, pedí mi caba­llo, que aún no habían desensillado, monté y partí al galope hacia mi casa.

¡Iba á ser otro infame como ese bandido! murmu­raba por el camino, mientras hacía pedazos el papel que firmara Elisa.

Cuando llegué á mi casa todo estaba cerrado. Llamé, me abrieron, subí las escaleras, y penetre

en mi alcoba. Mi mujer dormía con su hijo, con nuestro hijo,

sobre un brazo, y sonreía... Acaso soñaba conmigo. Al acercarme á la cama tropecé con un sillón.

Despertóse Elisa asustada y se incorporó en el lecho. —¡Javier! exclamó; ¿cómo es eso, tan pronto?

Y me tendió los brazos. Yo no pude contestarla más que una sola pa­

labra: —¡Perdón! exclamé, y caí desvanecido á su lado.

Después de tres días de fiebre y de delirio, recobre el conocimiento.

Cuando pude hablar, Elisa lo supo todo. Me confesé á ella como podía haberlo hecho ante

ei mismo Dios. Elisa me comprendió y lloró conmigo. Me ha perdonado y he vuelto á ser íeliz. Aunque pase cuarenta años en este aislamiento

en que vivo, creo que no volveré á recaer. La nostalgia del placer que padecía, la curó radi­

calmente aquella pobre mujer, á quien no he vuelto á tropezar en mi camino, y acaso puso Dios ante mí para devolverme la razón y con ella la salud del alma.

' FIN

ALFABETO ILUSTRADO noNiro Liisuo CON IINFINIDAD DE UROMOS

P.-MIA REGALOS I)fi N[.ÑOS,Y QUE PÜIÍDE .SEIíVtK PARA APRENDER Á LEER SIN NECESIDAD DE MAESTRO

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portp. Los pedidos, remitiendo el importe en librnnziF,

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