números, piedra

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Números, piedra, estilo. Esta colección de fotografías parece delatar a la vez una derrota y un triunfo, ambos evidentes, sin historiografía indispensable nos inclinan a entrever. El triunfo de la permanencia –que a la ambición de los hombres representan sinonimia, como si el horror fundamental humano no fuese la muerte sino la desaparición, el olvido, como si la conciencia del pasado, la conciencia de la muerte no viniese sin un sentimiento de desafío, de decir “aquí seguiré”–, una derrota porque a pesar de su permanencia estos números en la roca son ahora cosas del pasado, su sentido perdido para siempre, un fragmento pretérito naufragante, ahogado en el presente, un eco de un trompeteo de la vanidad. ¿Qué son los años entonces? Parecen cosa natural porque el mundo da vueltas, y en ello no hay filosofía, no hay huella del lenguaje, lo sabemos porque los animales y las plantas los reconocen también sin nuestro aviso. El año no humano, el año desnudo, el del perro, zarigüeya y cactus, es el mismo siempre, es decir, eterno, ahistórico. Pero nosotros, los que taloneamos la piedra, la marcamos fuera de la indiferencia. Cada año – insistimos–, es distinto del anterior, será distinto del que viene. Alguien estaba antes, alguien estará después. En un impulso de aliento divino hemos saltado en dirección inversa y no entendemos otro tiempo que el de la permanencia, haciendo de la memoria el concepto central sin el que todo lo demás, la historia completa de oriente y occidente, boreal y austral, nuestra literatura, nuestro hablar y sentir, lo que con orgullo goloso llamamos civilización, desmoronaría como un edificio de leche cortada.

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Texto que acompaña obra visual del artista Rolando Flores

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Page 1: Números, piedra

Números, piedra, estilo.

Esta colección de fotografías parece delatar a la vez una derrota y un triunfo, ambos evidentes, sin historiografía indispensable nos inclinan a entrever. El triunfo de la permanencia –que a la ambición de los hombres representan sinonimia, como si el horror fundamental humano no fuese la muerte sino la desaparición, el olvido, como si la conciencia del pasado, la conciencia de la muerte no viniese sin un sentimiento de desafío, de decir “aquí seguiré”–, una derrota porque a pesar de su permanencia estos números en la roca son ahora cosas del pasado, su sentido perdido para siempre, un fragmento pretérito naufragante, ahogado en el presente, un eco de un trompeteo de la vanidad.

¿Qué son los años entonces? Parecen cosa natural porque el mundo da vueltas, y en ello no hay filosofía, no hay huella del lenguaje, lo sabemos porque los animales y las plantas los reconocen también sin nuestro aviso. El año no humano, el año desnudo, el del perro, zarigüeya y cactus, es el mismo siempre, es decir, eterno, ahistórico. Pero nosotros, los que taloneamos la piedra, la marcamos fuera de la indiferencia. Cada año –insistimos–, es distinto del anterior, será distinto del que viene. Alguien estaba antes, alguien estará después. En un impulso de aliento divino hemos saltado en dirección inversa y no entendemos otro tiempo que el de la permanencia, haciendo de la memoria el concepto central sin el que todo lo demás, la historia completa de oriente y occidente, boreal y austral, nuestra literatura, nuestro hablar y sentir, lo que con orgullo goloso llamamos civilización, desmoronaría como un edificio de leche cortada.