obituario #18

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Obituario - N.18 - Alejandra Pizarnik.

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Page 1: OBITUARIO #18
Page 2: OBITUARIO #18
Page 3: OBITUARIO #18

Alejandra Pizarnik

1936-1972

Page 4: OBITUARIO #18

Agarrar las ramas con las manos hasta la torpeza de la sangre Romper el cuerpo Machacarlo Hacer una ofrenda a la carroña del día Tender un puente hacia el abismo Tender un puente entre el abismo y el abismo

Adriana Schlittler

Page 5: OBITUARIO #18

Amasas las voces que se visten de pájaro en la sonrisa de la muerte y cualquier espejo redondeado de cenizas plegará tu corazón-noche a los presagios de la viajera de Lautréamont

Irán Infante

Page 6: OBITUARIO #18

«Este temporal a destiempo, estas rejas en las niñas de mis ojos…». Alejandra Pizarnik

Una maraña de relámpagos se graba en el silencio como una oración. La oscuridad es un fiera parda que todo lo puede que todo lo engulle. La oscuridad no sabe de tiempo. La oscuridad que pierdo cuando cierro los ojos.

Lola Crespo

Page 7: OBITUARIO #18

ALEJANDRÍA El vacío está dentro de los cinco sentidos. No puedo. No puedo pensar. No puedo dejar de pensar. No puedo dejar de pensarte (ideal de la mujer imperfecta). La ausencia de la ausencia desdibuja una silueta de tiza: todos los caminos que no llevan a Roma, nacen y concluyen en Alejandría. Aquellos no-caminos donde caminar es igual a no hacerlo, donde la historia no es un cuándo sino un «¿Dónde está?». Ignoro la piedra de la locura que tropieza conmigo hasta que me mira, y cae sobre un niño (que ya no es), derribándolo dulcemente junto a ella. Encima de ella, debajo de ella, soportando el peso de una pluma que ya no escribe. Soportando el peso de mil plumas que han perdido el vuelo, quién sabe con quién. O por quién.

Daniel Baudot

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Cristina Sánchez

Page 9: OBITUARIO #18

DE LÍNEA EN VERSO Te leo decir: «Nadie me piensa». Alejandra, hoy y aquí, yo te voy a pensar. Y veo que escribes: «Escribo para que me quieran». Hoy y aquí, yo te voy a querer. Porque regalas reflejos y porque he atrapado entre tu diario una declaración de amor, que egoístamente me apropio: «Odio la letra L. En verdad solo amo la A y la M». AM-O. Eres una mujer llena de aserciones para consigo misma. Te dices fea, trágica, que eres un despojo humano, una herida. Miedo da contradecirte pero necesitas otras voces, de otros ámbitos. «¿Mi rostro? Un cero disimulado» Alejandra, te marcaste unas obligaciones, tenías un proyecto, una vocación: morir. Y lo lograste. Mientras tanto, trazaste otro gran plan: escribir una novela. Esto no lo lograste. «Doy poemas para que tengan paciencia. Para que me esperen, para distraerlos hasta que escriba mi obra maestra en prosa» Tenías una hoja de ruta marcada, unos planes a seguir, tu propio listado de cosas por hacer. Te veo marcándolos con furia y rabia una y otra vez con un color fosforescente para que no te distraigan otras nimiedades. «No olvidarse de suicidarse» El ser una persona seria formaba parte del plan, te lo he escuchado muchas veces y ante todo, la gramática: estudiar gramática. Según tú, desconocías el español y eso te preocupaba. Era uno de tus caballos de batalla. Era necesario que lo controlaras para construir esa novela que llenaría los días que te restaban hasta llegar a los treinta y parar de contar. Y contaste hasta treinta y seis. «He de partir / Pero arremete ¡viajera!» Tenías urgencia por escribir en prosa. Pero ¿por qué la profana y .

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prosaica prosa? ¿Dónde se ha visto? Elegir la prosa es como una caída. La prosa es a la poesía, afirmó Valéry, lo que el andar a la danza. Escúchate, Alejandra. «He aquí lo difícil: caminar por las calles y señalar el cielo y la tierra» Es una bajeza el bajar a la altura de la prosa. Un poeta, una poeta, si escribe prosa, debe tratar ésta de la condición de poeta o rendir homenajes a poetas. Me lo dijo Susan Sontag mirando a los rusos, en concreto a Marina Tsvietáieva. Estos realizaban una apología de la jerarquía. No como tú, que querías una prosa simple, buena y robusta. Querías una novela realista y tradicional. Para ti era el verdadero acto de creación. La sacralizabas. «contar en vez de cantar» ¿No te consoló tu condesa ávida de sangre? ¿Y el diario con el que te persigo? Verdaderamente veo que no lo hace. Incluso tus últimas palabras diarísticas las dedicabas a esta reflexión. Hoy, pienso en ti y deseo que hubieras hecho como el personaje sufriente de El mal de Montano de Vila-Matas, que se daba cuenta de que el diario que estaba escribiendo se le estaba volviendo novela. Así descansarías. Pero entonces sería otro diario, sería un juego y tú querías ser seria. Seriamente prosaica. «Pero hace tanta soledad que las palabras se suicidan» Deduzco que estás enfadada porque me contestaste y no me he dado cuenta hasta ahora. Tú piensas que la poesía no eras tú quien la escribía. Ese maldito sufrimiento que si no aparece no tiene valor nada. El hecho natural para ti era el verso. El verso era una traducción de tu interior, era algo innato y fácil. Y uno no se reconoce lo que hace bien y pone el foco en lo que no es, en lo que no tiene, en lo que no hace, en lo que supone un esfuerzo.

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«Escribiendo he pedido, he perdido» Te pido perdón por dejarme llevar y no respetar tu búsqueda. En el fondo estoy de acuerdo contigo pero asusta, sabes. Hay que contar con la mentira del lenguaje y con la impotencia que provoca. Valiente eras y eres porque no eras una pose que sin pretenderlo, a veces, se hace necesaria para sobrevivir. Sólo quería dialogar contigo y darte de nuevo las gracias por el reflejo que ha provocado que yo descanse, que muchos descansemos ya que tú no lo hiciste. Me enseñas que habrá que perder el respeto al lenguaje para ganar una novela.

Ana Calpena Santana

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LA PIEDRA MÁS OSCURA La grieta del mundo se hizo profunda, y el mundo dejó de ser mundo para ser grieta, solamente grieta, solamente herida, Alejandra. Encontraste la piedra más oscura, perseguiste la sombra más negra con el denuedo de la mujer loba y tus ojos de mujer insomne fijos en la inicua pesadilla.

Estanislao M. Orozco

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Escribir un poema para traducir la herida a una lengua que nadie entienda (ni siquiera yo, como la receta de un médico indolente). Escribir de nuevo sobre la herida y luego una vez más hasta que la herida sea un borrón. La herida como pasaporte confuso para viajar a ninguna parte. Hablar del miedo en la jaula. Hablar del animal ante el espejo.

Aurora Munt

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Francisca Pageo

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EL OTRO JARDÍN Humedece la montaña húngara de rojo. Azotan las trenzas de la dama blanca. La muerte le hace ser una metamorfosis del lenguaje que no se toca. El color melancolía le trenza las venas para ser un laberinto, para ser el silencio de sus metáforas, para ser la vida de sus metáforas. Sangra pájaros de hierro. Sangra niñas azules de luz mientras viste al sol de huesos tristes. Ve el erotismo de la tristeza. Trenza la herida profunda. Trenza la garganta que huye del tiempo. En su sexo se trenza el color éxtasis de las bestias. En su sexo los cuervos luchan por renacer o por ser cuerpos poéticos. En su sexo se oye cantar a la niña que destripa la torre de marfil. Los pájaros de hierro arden como moscas en un torbellino erótico de miel amarga. Muerden su lenguaje que no existe. Muerden su estómago de sombras y perros de jaula. Absoluto no es el color negro. Absoluta es la mirada que mancha el color negro. El lenguaje hiere su sangre. Sangre sana. El dolor traspasa su reescritura de vísceras-vírgenes-diamantes-azules. Esos cuerpos poéticos, que están en los cestos de la noche, ladran en el otro jardín: jardín que se cicatriza en la existencia de lo que no se ve. La que nunca fui. Su no-doble. Gemelas separadas por el espejo. Ella es el diamante de la no-belleza. Alejandra es el nombre de una niña que quiere tocar. Quiere llegar al lenguaje que nunca vio al nacer. Prosa-perversión. Prosa-lingüística de la sangre. Prosa-castillo rojo. Prosa-impulso-laberinto-inhumano. Trenza el lenguaje melancólico de la belleza. El tiempo castiga. El color flagela. El verso hiere. Las palabras se convierten en animales desnudos de sangre, desnudos de la doble belleza. Las palabras se convierten en montañas-llagas de la otra orilla. Las palabras-siamesas-espejos callan el otro jardín.

Patricia Úbeda

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INVALIDEZ

y qué es lo que vas a decir voy a decir solamente algo y qué es lo que vas a hacer

voy a ocultarme en el lenguaje y por qué

tengo miedo Alejandra Pizarnik

Escribo porque no sé volar. Porque no sé escapar, de otra manera. El lenguaje es todo lo que tengo. Lo que me queda, después de tallar cada letra, como quien levanta un muro o se aferra a algo que lo justifique. Sin embargo, últimamente he aprendido algunas cosas. Por ejemplo, que la distancia es una calle hecha de cuerpos en contra, todos a la vez. Que se puede pastar la belleza bajo árboles de sombra y que de vez en cuando un gato. Que los hijos son los poemas que escriben las madres, pero yo no tengo hijos. Esta mañana he despertado y me he descubierto cansada de robarme la alegría. Dime, ¿por qué no puedo ser cómo los otros? ¿ Por qué no sé deambular por las noches de luna hiena sin hacerme preguntas, quedarme quieta al borde de mi sueño, como un número más? ¿ Por qué no puedo conformarme? Venir a este parque o huir es lo mismo cuando se trata de esconderme del árido temblor que me convierte en una víctima de mí misma. Escribo, decía, mientras, tan pardo, un gorrión incide en mí su mirada. No parece asustado. No es como yo. No es un prisionero. Yo quisiera preguntarle por las mañas de las nubes o por el musgo de las azoteas, pero no basta con decidir algo para llegar a tiempo y le veo irse, desplegando con precisión la perfecta maquinaria de sus alas, batiéndose en el aire, improvisando un cielo como quien fabrica una profecía. Se entremezcla en ráfagas con el viento que construye, pronuncia mi nombre en el dialecto de los desaparecidos. Y pienso en el daño y en la lucha. En los poemas llenos de pájaros. Pizarnik nos ha hecho tanto daño. Bukowski nos ha hecho tanto tanto daño. Nos han llenado los poemas de pájaros y ninguno de ellos es azul. No voy a ser capaz de perdonarlos. Y hasta qué punto la jaula. Y hasta dónde el .

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cielo. Tan alto en lo alto, para cuándo mis alas. Yo no soy pájaro, Alejandra. Yo tengo un pájaro en el páncreas y es un pequeño dictador. Silba el ave su canción con idéntica melancolía antes de posarse en mi hombro, distrayéndome de mi herida y su sombra, y creo que empiezo a entender. Quédate callada, me digo, mira lo que ha venido a decirte la tarde.

Isabel Tejada

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escribo hasta perder el rostro sólo aquel que ya no soy puede decirme

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«Caer como un animal herido en el lugar que iba a ser de [revelaciones».

Alejandra Pizarnik eres el animal pálido que tiembla / aún escucha su oscura transparencia sola solo el miedo

Beatriz Miralles

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Paloma P.

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SI ESCRIBES LA LUZ, NO PODRÁS VERLA: A UNA MUJER QUE VUELA Cuando leí a Pizarnik me enamoré. Mi amor puso el grito en el cielo al enterarse. Pizarnik era una mujer ajena, un triángulo amoroso con las esquinas afiladas. Me había mudado a otra ciudad y por las noches releía su Poesía Completa, que descansaba junto a mi cabecero. No me llevé más libros cuando me mudé. El resto eran fotocopias compradas en Reprografía. En ese tiempo estudiaba Teatro Renacentista, Novela Victoriana y Poesía Romántica. Creía que el mundo entero se podía resumir en un verso de Shakespeare y que yo sería como Tess, la de los D’Urbevilles. Todavía no conocía los derechos de autor. Compré una taza con lunares para beber té junto a la ventana del salón al caer la tarde y perder la vista en la Filología. La tristeza era un lugar donde nada nuevo podía ocurrir. Ya no tengo esa taza, ni vivo en ese piso, ni siquiera en la misma ciudad. Ya no leo para que me quieran, y el sol se pone más pronto. Dejé de ser Tess para convertirme en Mrs. Dalloway. Compré una taza nueva a una artesana austriaca que dejó su vida por un fiordo. Ceno siempre a las siete en punto. La tristeza es un lugar donde cualquier cosa puede ocurrir, y Pizarnik es una amiga a la que no escribo desde hace mucho tiempo. Gracias a Pizarnik conocí a una amiga y perdí el valor. A lo que nacía, yo lo llamaba tristeza. A lo que moría, corazón. Entonces coleccionaba rostros en forma de recortables que pegaba en mi ventana, y buscar no me parecía ir a encontrarlos, sino esperar allí. Tenía diecinueve años. Los veinte no se cumplen, Alejandra, se escriben o se pierden.

Emily Roberts

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LA ESCRITORA Y LA SOMBRA

Llegó al libro cuando cumplió catorce años. No era como cualquier encuentro, este libro era una oportunidad y una sentencia. Mientras leía, sintió en su interior la formación de un remolino oscuro que la agitaba en cada verso. Entonces comprendió algo: Quien lo había escrito, también había conocido al yacente, al invisible de siete rostros. Y esos poemas eran su oda, un canto que casi se murmura y al mismo tiempo más pesado que las piedras. Buscó una escritura hecha del mismo amoroso silencio. Confió en la noche y empezó a escribir. Las pocas veces que dormía, veía las imágenes de aquellos poemas grabadas en sus sueños: la llovizna en un jardín donde un pájaro lila devora lilas y un pájaro rosa devora rosas.

Ese libro la había cambiado. Algunos se preguntan si la escritura puede ensombrecer a alguien. Aquellos que escriben sabrán la respuesta. Miró las fotografías de la ausente y se enamoró como se enamoran las personas de sus propios reflejos. ¿Cómo se ama a un muerto? Ella aprendió a reconocerla en los gestos ajenos, en los rostros de las desconocidas de las calles. Les puso su nombre a todas sus amantes y buscaba en los ojos de todas las mujeres un trozo de infinito que delatara esa luz que ama a la oscuridad. Mientras dormían, les susurró poemas al oído, esperando que el espíritu de aquella que la había abandonado se manifestara en otro cuerpo. Buscaba a alguien que la amara así, con la misma tristeza de los pájaros heridos. Pero era inútil, esa ausencia era como la de haber perdido a una madre, como una huérfana que a su vez le regala la orfandad a sus propios hijos.

Se dijo que para hallarla era necesario encontrar un jardín. Su búsqueda duró años enteros hasta que creyó haber llegado. Ahí estaba, en el centro de una casa en ruinas. En medio del jardín colocó un enorme espejo y esperó, todas las noches, la llegada de la ausente. Y la llamó con miedo: Alejandra. La llamó con otros nombres: Ofelia, Nictimene, Diana. Era una invocación ese pararse frente al cristal y pegar la mano a su superficie, esperando que del otro lado, ella llegara con la flor azul y la clavara dulcemente en su pensamiento, para compartir ese silencio que había florecido en su interior cuando apenas había renunciado a la infancia, para mirar a los ojos al hacedor de vértigos.

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Llegó primero la muerte antes de aquella promesa que creyó haber visto en el libro, hacía tantos años en su juventud. Nadie lo sabe porque nadie lo recuerda, pero en su funeral, tal vez, se haya acercado una niña de mirada inquieta y silenciosa, con pequeñas pisadas, para depositar en la olvidada lápida una flor azul. Nunca se dio cuenta: Un cementerio también es un jardín.

Marianna Stephania

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Marina Alcolea

SEÑOR, LA JAULA SE HA VUELTO PÁJARO Y SE HA VOLADO Leo a Pizarnik como si me fuese la vida en ello. La imagino escribiendo y sé que cada palabra era una lágrima, cuánto sufrimiento en un poema. Admiro a Pizarnik porque escribió en un intento de salvarse. Acaricio sus poemas. Quiero abrazar a Pizarnik. Quiero que no esté muerta. Leo «El despertar» y lo siento tan verdad que me da miedo. miedo. qué haré con el miedo qué haré con el miedo

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Almudena Vega

DICE QUE NO SABE

«ella tiene miedo de no saber nombrar lo que no existe». Alejandra Pizarnik

La casa huele a un perro que se muere. La insidia o el oxígeno que golpea la velocidad de la garganta, sube, sube, raspa: decir no habías escrito. Es más difícil la mirada que el beso, es más brutal atender el cuerpo, su dependencia al óxido, a acumular, porque el cerebro está sellado, a oscuras y sin embargo vemos. Había motivos para desconfiar; procesos, señalar objetos y sombras, frases, la sangre o el interés, secuencias insostenibles. Vagar a fin de cuentas. Derramarse el cielo en la palabra, fuera ya del tejido y la saliva: al nombrar lo que no existe ya no nos pertenece.

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Stella Maris Santiago

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LA SED DE SIEMPRE Detrás de unas columnas extendidas hacia el horizonte que dividían dos desiertos, escuché su cuerpo entornado en giros rituales y su voz quebrada, sedienta y murmurante que repetía insistentemente el muro tiene secretos. Hacia su encuentro, mis pies sentían las granitas de arena que moldeaban las huellas borradas por el viento, como la memoria de un loco que falsea el recuerdo de los instantes. El eco de su voz retumbaba en sus palabras enajenadas convirtiéndolas en nómadas, gitanas de su propia lengua. Me habitaba una cotidianeidad extraña e inquietante en ese territorio lejano, una presencia de legiones ancestrales que pueblan el silencio de un espacio sin lugar. Mis huellas intuían su invisibilidad e intentaban subir y soltarse en el hueco de mi paladar; el gusto de la sombra pedía a gritos salvar a las palabras —siempre vivas y muertas; siempre víctimas y heroínas del tiempo— que habían enmudecido aquella infancia espejada en lagrimales frágiles como traslúcidas filminas de una hoja de arroz. Los rastros, estigmas y cicatrices de ese viaje, abrazaban mis manos temblorosas y tomaban rumbos distintos. Una buscaba a aquella giradora silenciosa de los desiertos divididos y vertiginosos, y la otra intentaba alcanzar al espejismo de su espíritu con aquel vaso inalcanzable... Caí en una duna blanca y sorda, en el sueño del sueño tras una pasajera y efímera bruma de pájaros. Allí estaba, mirándome despertar lentamente con el vaso vacío agitado en la mano y, a destiempo de su boca y de su voz, gritó: Pero arremete, ¡viajera! Desperté. Mis huellas volvieron a sus pasos en el desierto, y mis manos al espejismo de las palabras mudas. Desperté otra vez, y me puse a danzar la misma sed de siempre.

Vanesa Menalli

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ESTATUA DE ALEJANDRA PIZARNIK La página, en blanco, pronunció para siempre su nombre en la espesura: Busco la oscuridad de un bosque para entender tanto vacío. Su nombre se adentró con la misma tristeza de una estatua de hielo, con el dolor salado de una herida interna. Alejandra se hallaba en el poema pero siempre su cuerpo se perdía al volver desolada entre la nieve, al morir otra vez tras dar a luz. Esa luz que se filtra tras las hojas de ese bosque donde aún moran sus ojos, de ese bosque donde aún miran sus hijos el hielo de esta estatua con su nombre.

Daniel García Florindo

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PERDERSE O labirinto sóubose labirinto: atopouse. Atopou daquela a súa forma de perderse. Non sabe a onde se foi: é dun lugar no que nunca estivo. El laberinto se supo laberinto: se encontró. Encontró entonces su forma de perderse. No sabe adónde se fue: es de un lugar en el que nunca ha estado.

Jesús Castro Yáñez

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LA MIGRACIÓN No exageremos, eh. Tampoco es tan descabellado tener la

intención de mudarse a vivir a un vagón de tren. Mi terapeuta lo puede tachar de zona de confort tantas veces como le apetezca, pero establecer mi residencia en el interior de un tren de cercanías no deja de ser una migración como otra cualquiera. Todos los individuos se intentan afincar en tierras fértiles y propicias para la reproducción, ¿verdad? No es nada malo ni punible, es puro instinto de supervivencia. Así lo ha hecho la humanidad desde sus orígenes y así lo haré yo.

Esto es tan simple como parece. La felicidad no es más que comodidad sin fecha de caducidad, y yo estoy muy cómodo sin complejos de por medio. Vaya, que he descubierto que la clave para sonreír está en instalarte ahí donde tus defectos pasen inadvertidos con mayor facilidad. Antes, si eras un mal cazador debías trasladarte a una región lejana con más presas para tener más posibilidades de éxito e intentar aparentar así una habilidad que realmente no poseías. Ahora, si tienes mala caligrafía debes estudiar medicina. Y a eso se reduce todo, a disimular tus taras utilizando el decorado. Si eres tartamudo puedes ir al logopeda durante años o mudarte al interior de un tren, donde el traqueteo constante del convoy te dará una coartada permanente. Yo lo tengo claro. En mi nuevo domicilio no seré un ser inseguro, no. En mi futura casa podré argumentar que esta cantinela nerviosa que detectas en mi habla es debida al mal estado de las vías. ¿Esta barriga desmedida que asoma por debajo de la camisa, dices? Bueno, la dieta que ofrecen las máquinas expendedoras de las estaciones no es tan equilibrada como uno desearía. Cualquiera lo entenderá. Y sí, este frasco de pastillas al que acudo cada media hora ya sólo contendrá píldoras para el mareo. Está decidido. Me mudaré y gozaré al mencionar que no vivo en un vagón porque el abono mensual de transporte público sea lo más parecido a un alquiler que mi bolsillo pueda costear, sino por mi desmedido espíritu aventurero.

Xavi Lázaro

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LA MUJER QUE CREÍA SER PIZARNIK

«Hermana estrella: soy Alejandra. Buenas noches». Alejandra Pizarnik

La piedra de la locura la vendían mis padres en su joyería. Bueno,

no, pero yo fantaseaba con ello. La piedra de la locura para los anillos de compromiso de la burguesía. Alguna tontería así. No sé por qué me pusieron Flora, si tenían una tienda de piedras preciosas. Habría sido mejor Esmeralda, por ejemplo. Luego fui Alejandra, que era un nombre que me sentaba mejor. Más seco, mucho más acorde. Entretanto, fui tartamuda. Me expresaba como en telegramas. Entrecortadamente. A una tartamuda hay que escucharla con atención. Siempre fui hija del insomnio y novia de la depresión. Una judía lesbiana y depresiva en la Argentina. Luego viví en París, conocí a Cortázar. A veces escribí. Perseguí la noche, la delgadez, los barbitúricos. Dicen que me suicidé con una sobredosis de Seconal, pero no existe la sobredosis de antidepresivos. Lo que llaman sobredosis es simplemente la cura.

Gabriel Noguera

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Lola Marín

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incide oblicua la luz en la membrana que llama a la tristeza que tira de lo bello para sembrar de infancia las caderas para traer el apego a los aromas conocidos que estrechan como nórdicos los nudillos velludos de Pollock son capaces de todo sobre el parqué frío y yo he dado el salto de mí al alba

María Schmetterling

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SU POESÍA COMPLETA

Sólo había ocho personas en ese vagón. Un par de hombres con traje que se dirigían a sus trabajos, estudiantes a los que la universidad les quedaba lejos...

Eran las siete de la mañana y un sol amarillo entraba por las ventanas, en pedazos luminosos de algo coloreado.

B. puso un pie sobre la cinta de la entrada y, segundos antes de que las puertas se cerraran, entró. Se sentó en el primer asiento que vio. Estiró las piernas hacia delante. Tensó los músculos de los muslos y después aflojó. Sintió cómo una ola de sangre corría por dentro de su piel. Había tenido que darse unas prisas de atleta para llegar a ese tren.

Era importante que llegase con puntualidad a su destino. Hacía una semana que se había publicado su primer libro e iba a entrevistarse con un periodista. La novela había tenido una recibida tan buena entre sus lectores que ahora no había un solo blog o diario que no hablase de él. Con veinticinco años ya estaba en boca de todos: de escritores conocidos y de lectores tímidos, de críticos creídos y de modestos también.

Estaba sentado de mala manera, un tajo en la silla. Respiraba con fuerza. Aún no podía creerse que hubiera conseguido subir al tren. Se sentía como un hombre de negocios que vive al límite.

A través de una ventana vio que empezaba a avanzar. El suelo de la estación estaba mojado, con mezquinas gotas de agua y lejía. Los encargados de mantenimiento limpiando los vómitos y cagándose en los borrachos. La típica escena de los lunes en los andenes.

B. paseó su mirada por el vagón. La señora de su lado izquierdo se lo miraba de reojo, desconfiada. Agarraba su bolso con una mano y, con la otra, apretaba el apoyabrazos.

Más allá, un chico con cara de cero disimulado, pálido, que quería que le diesen el título de «persona viva más triste del universo». A B. le recordó los sauces llorones en primavera.

Cuando miró hacia delante, B. se topó con una niña que lo miraba por encima de las páginas de un libro. El nombre de la autora le sonaba de algo. Se titulaba Poesía completa, bastante grueso y de cubierta sencilla.

Enseguida se acordó de quién era. Le vinieron a la cabeza esos ,

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momentos de su adolescencia en compañía de la poetisa argentina de ojos que son trozos de infinito, pupilas oscuras de piedras caídas. La había descubierto con La condesa sangrienta. Impresionado por lo fuerte y descarnado de sus letras, la había seguido leyendo. De hecho, más que «seguir leyéndola», la había empezado a perseguir. Como también le había pasado con Arthur Rimbaud o Baudelaire, se había obsesionado con ella. La tenía por un mito: escritora débil y potente, llena de detalles y contradicciones.

En su mente, tenía grabada una imagen muy clara, a todo color: él, sentado con las piernas cruzadas en el suelo, con los Diarios de Alejandra entre sus manos. No recordaba qué decían esas páginas, pero sí que se veía sonriendo, disfrutando mientras las leía.

Quiso acercarse a esa niña y agradecerle que le hubiera traído todos esos recuerdos a la cabeza. Ahora miraba fijamente el libro. B. no acababa de creerse que, con tan solo nueve o diez años, pudiese entender todo lo que leía. Tal vez no era una cuestión de «entender», sino de «dejarse llevar».

Llegó a su destino. Le echó una última mirada a la niña, con la esperanza de que ella lo viera. Así lo hizo. La niña levantó la cabeza y sonrió.

B. salió de ese tren pensando que la niña había entendido por qué la miraba, que esa sonrisa que le había dirigido era cómplice, algo que sólo ellos dos habrían entendido. Bajó por las escaleras de la estación, contento. Todos los lectores de Alejandra estaban conectados de una forma u otra. A todos los unía esa pasión por una mujer que había hecho de la poesía una parte de sí misma. Y, sin importar la edad que tuvieran ni el idioma que hablasen, ni si venían de la tierra más ajena o de un infierno musical, eran unos versos lo que tenían en común.

Cuando salió de la estación miró su reflejo en el escaparate de una tienda. Entonces comprendió, un poco decepcionado, por qué le había sonreído la niña: tenía un moco seco en la nariz.

Siguió su camino. Cuando, años después, recordase esa anécdota, se engañaría a sí mismo. Y tan emocionado que se sentiría.

Xavier Sirés

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I Hay que dejarse caer, debemos dejarnos caer y que todo sea [penumbra. Quizás, sólo de esta forma, nos abrace la claridad. II Suicidio de terciopelo besándome infinitamente la plenitud de mi noche.

Crista Smith

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NO HAY JARDÍN QUE DURE TREINTA Y SIETE AÑOS

«La poesía destruye al hombre». Leopoldo María Panero

Allá fue Alejandra, al blanco jardín donde la muerte cultiva flores sobre los espejos; y ya no hubo más mundo que el sueño impenetrable de una niña sosteniendo en su mano la poesía como una llama que grita bébeme.

Sebastián Macías

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David Durán

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DEL LENGUAJE Y EL SILENCIO

«Como un poema enterado del silencio de las cosas hablas para no verme»1

El nacimiento de las vanguardias estéticas, que hunden sus raíces a comienzos del siglo XX, supuso la ruptura con toda una herencia de la modernidad crítica. El proceso de sospecha hacia la razón, y todo el inquebrantable pensamiento racional, no había hecho más que empezar, dando forma a los numerosos manifiestos que expresaban la inquietud de quienes reconocían un camino distinto de acceso a la realidad. «Bello como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas», decía Lautréamont en Los cantos de Maldoror (1869), obra de la que apenas se publicaron diez ejemplares antes de su muerte. Lautréamont, concretamente esta frase, sirvió de ideal para configurar el entramado del Manifiesto Surrealista de André Bretón. Lo que se anhelaba era la libertad del pensamiento mismo, apartarlo de la sombra de la razón, acabar con la conciencia. Y, en consecuencia, liberar al objeto de su destino útil e interesado —que un paraguas dejara de ser paraguas o, que un orinal, sacado de su contexto, se hiciera obra de arte—. El proceso poético de la escritura automática pone el acento en el autor, en el flujo libre del inconsciente que podría prescindir de un juicio crítico. En esa autenticidad, el poeta crea su origen —se sueña sin angustia de influencias— por lo que la transparencia del inconsciente dice la verdad en un puro presente. Pero ahí está el problema, en el decir mismo, en la necesidad que el poeta tiene de expresarse en palabras, de decir el mundo. En esa compleja relación, Alejandra Pizarnik se mueve como un perro ciego. Sospecha del lenguaje, pero dentro del lenguaje. Aún influenciada por el surrealismo, por el poder de liberar al yo de sus condiciones externas y circunstanciales, no encuentra en la escritura automática algo parecido a la ausencia de un yo crítico: todo se mueve por una metáfora que deja de ser metáfora y se hace un poema-vida2. Las palabras, cada vez más, le parecen

como extranjeras; duda de su sentido histórico, racional, utilitario, social, duda de que esas mismas palabras sean capaces de expresar algo tan esencial como la vida. Entonces, la pesadumbre de las ..

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palabras se hace condena, y el proceso que sigue es el tormentoso

encuentro del poeta con un lenguaje ajeno, siempre fijado por un mismo sentido. Ya lo dijo Nietzsche, que nos hemos labrado un lenguaje para sobrevivir, pues no podemos soportar vivir en un caos movido por un devenir eterno. Necesitamos fijarlo todo, conceptualizarlo, nombrarlo. Porque sin nombre, las cosas simplemente no son. Pero más allá de las cosas nombradas, de nuestro esquema del mundo donde nada escapa, está el origen caótico envuelto por un sinfín de acontecimientos que se dan, a la vez, en la misma realidad. El lenguaje no muestra esa realidad esencial, sólo la esconde, la hace suya, necesita dominarla. Por eso, Pizarnik trató de hallar en el silencio un horizonte donde las cosas, ya calladas, se mostraran en su esencia. Recordemos lo que Heidegger, en Ser y Tiempo, nos dice acerca del silencio: «La silenciosidad es un mundo del hablar que articula tan originalmente la comprensibilidad del ser-ahí, que de él procede el genuino ―poder oír‖ y ―ser uno con otro‖ que permite ―ver a través‖ de él».3

Parece que la experiencia del pensar es algo así como un mirar o un escuchar muy hondo que nos abre, en definitiva, al Ser mismo. Se hace sentir en la forma de un silencio radical, originario, desde el que brota una interpelación de nuestra existencia. Y desde esta escucha es donde nace toda experiencia del pensar. Heidegger, como a su manera hicieron los surrealistas en su intento de liberar al objeto del destino que le había sido asignado por el hombre, así como en el planteamiento de un lenguaje que escapara de lo racional, reclamó una vuelta al ser como en el origen había sido planteado por los griegos. Lo que se ha producido, desde Aristóteles, es un olvido del ser. En el momento en el que esencia y entidad se vuelven sinónimos, el ser pasa a ser tomado como una cosa, se cosifica. Este es el gran problema que ha pesado sobre la metafísica. El ser se había perdido entre la utilidad de las cosas. Y es esto, precisamente, lo que Pizarnik y Artaud querían: liberar al poema del interés contenido en el lenguaje ordinario y hacerlo ser.

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«Quiero ver el fondo del río, quiero ver si aquello se abre, se irrumpe y florece del lado de aquí, y vendrá o no vendrá pero siento que está forcejeando, y quizás y tal vez sea solamente la muerte. La muerte es una palabra».4

«Habla, pero sobre el escenario de cenizas; habla, pero desde el fondo del río donde está la muerte cantando».5

Pizarnik quiere llegar al fondo, hacer el poema con su cuerpo, pero parece que cuando intenta hallar el fondo, le acecha siempre la palabra que acaba con la vida, en tanto que la determina contaminándola, y en consecuencia, muere el poema. Esa imposibilidad de llegar al fondo se traduce en un compromiso con el deseo de hallar la palabra precisa. Parece que sólo queda la lucha entre el deseo de la palabra y el deseo del silencio. «La muerte ha restituido al silencio su prestigio hechizante. Y yo no diré mi poema y yo he de decirlo. Aún si el poema (aquí, ahora) no tiene sentido, no tiene destino».6

Los términos no son más que eso, terminaciones.7 Así rezaba uno de los primeros poemas contenidos en El Pesa-nervios de Antonin Artaud, una obra que nacía, decía él, de la experiencia del no-pensamiento. La búsqueda de Artaud también se centra en el ámbito de lo indecible, de aquello que no es posible definir: «Nunca precisión alguna podrá darse para este alma que se ahoga, pues el tormento que la mata, que la descarna fibra a fibra, transcurre por debajo del pensamiento, por debajo de donde puede alcanzar el lenguaje».8

Vemos cómo Artaud, en este sentido, hace la misma referencia que Pizarnik: parece que nada se puede decir, mediante el lenguaje, con la precisión exacta que nuestra alma requiere en su lamento. «Ah esos estados que uno jamás nombra, esa eminentes situaciones del alma, ah esos intervalos del espíritu, ah esos minúsculos fracasos .

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que son el pan diario de mis horas, ah ese pueblo hormigueante de datos —son siempre las mismas palabras utilizadas y realmente no doy la apariencia de moverme mucho en mi pensamiento, pero me muevo más que usted, barbas de asno, cerdos oportunos, maestros del falso verbo, tejedores de retratos, folletinistas, herbolarios, entomólogos, plagas de mi lengua. Os lo he dicho, no tengo ya mi lengua, pero eso no es una razón para que persistan, para que se obstinen en mi lengua».9

Al carecer de lengua, Artaud tendrá que construir una nueva. Desde 1926, decide no escribir más poemas, pues sospecha de lo que comúnmente llamamos poesía tanto como del lenguaje que heredamos. Esa lengua acabará por centrarse en el teatro, pero cuando a final de su vida comienza a escribir «poéticamente», ya no lo hará bajo los mandos de la vieja poesía, esa a la que estamos habituados; la poesía se verá reconducida a su esencia «genésica y caótica». Artaud encuentra una salida, más positiva que la de Pizarnik, cuyo camino es la constitución de un lenguaje inmediato, nuevo y vivo. Artaud construye una escritura que nace de la totalidad de la experiencia vital más honda, prescindiendo de estructuras formales previas. Se trata de crear un lenguaje que sea capaz de transmitir la vida como continuo devenir, ese estado que llamó el pesa-nervios. «Cuando pronunciamos la palabra vida, debe entenderse que no nos referimos a la vida tal como se nos revelan la superficie de los hechos, sino a una especie de centro frágil y agitado que no se encuentra en las formas».10

El lenguaje y sus interpretaciones sólo captan lo inmóvil, lo fijado, cosa que no podría adecuarse a los «más íntimos, más insospechados deslizamientos». Para describir esos deslizamientos, Artaud sólo tiene en su mano un puñado de palabras comunes, ya empleadas para otros usos anteriores y que poseen un sentido determinado. Permanece, entonces, el riesgo de verse arrastrado por palabras que ya tienen su sentido. La tentación es consecuente: no decir nada más. «Para mí, pensar es cosa distinta a estar completamente muerto, es juntarse en todos los instantes, es no dejar en momento alguno de -

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sentirse en su ser interno, en la masa informulada de la vida, en la substancia de la propia realidad; es no sentir en sí una sima capital, una ausencia vital; es sentir siempre que su pensamiento equivale a su pensamiento, sea cuales fueren, por lo demás, las insuficiencias de forma que seamos capaces de darle». La palabra debe articularse directamente con la experiencia; debe, incluso, constituir la experiencia, pero sin repetirla, pues la repetición implicaría un retraso del decir sobre el vivir y un retorno al lenguaje muerto. Artaud quiere crear, y de hecho lo crea, como así se atestigua en sus programas de radio y en sus textos, un lenguaje completamente propio. Para la creación de ese nuevo lenguaje, primero deberá renunciar al viejo, al que la sociedad transmite. Tanto Artaud como Pizarnik se encuentran en la imposibilidad de constituirse por medio de expresiones heredadas, de términos sin «rostros personales», y se agarran a la disolución del lenguaje pervirtiéndolo, reduciéndolo a su significado contrario, a su ausencia, a la pérdida; la palabra se hace onomatopeya, grito, se desvanece como forma. Se hace, finalmente, vida. «Sí, el Verbo se hizo carne. Y también, y sobre todo en Artaud, el cuerpo se hizo verbo».11

1 Árbol de Diana, 18. Alejandra Pizarnik. Obras completas, Lumen. 2 «Toda la noche hago la noche. Toda la noche me abandonas lentamente como el agua cae lentamente. Toda la noche escribo para buscar a quien me busca. Palabra por palabra, yo escribo la noche». Sous la Nuit, Textos de sombra, 420. Obras completas, Lumen. 3 Ser y tiempo, Heidegger. 327. 4 El infierno musical, AP. 5 El infierno musical, AP. 6 La extracción de la piedra de la locura, AP. Obras completas, Lumen. 7 El Pesanervios, 62, Artaud. Visor. 8 El Pesanervios, 85, Artaud. Visor. 9 El Pesanervios, Artaud. 68-69. Visor. 10 El teatro y su doble, Artaud. Edhasa. 11 El verbo encarnado, artículo que Alejandra Pizarnik escribió acerca de Artaud. Prosa completa, Lumen.

Marina Gallardo

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«Siempre se muere demasiado tarde».

Alejandra Pizarnik

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DIRECCIÓN DISEÑO Y PORTADA

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Gabriel Noguera

Obituario N.18 – Alejandra Pizarnik

Publicado el 25 de septiembre de 2014

obituariomag.blogspot.com

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