ortner 1984 theory in anthropology since the sixties (traducción)

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[Comparative Studies in Society and History 26: 126-166. Londres, 1984.] * SHERRY B. ORTNER / 1 * Traducción: JAP La teoría en antropología desde los años sesenta SHERRY B. ORTNER Universidad de Michigan Todos los años, con ocasión de las reuniones de la American Anthropological Association, el New York Times pide a un antropólogo de renombre que escriba un artículo de opinión sobre el estado de la disciplina. Esos artículos tienden a adoptar una perspectiva un tanto sombría. Hace unos años, por ejemplo, Marvin Harris sugirió que la antropología estaba siendo ocupada por místicos, fanáticos religiosos y cultistas de California; que las reuniones estaban dominadas por convocatorias sobre chamanismo, brujería y “fenómenos anormales”; y que “las ponencias científicas basadas en estudios empíricos” habían sido excluidas deliberadamente del programa Este ensayo encierra buena parte de mi propia historia intelectual. No hay lugar más apropiado para agradecer a mis profesores, Frederica de Laguna, Clifford Geertz y David Schneider, el que me hayan convertido, para bien o para mal, en una antropóloga. Así mismo, quiero agradecer a los siguientes amigos y colegas sus útiles aportaciones al desarrollo de este ensayo: Nancy Chodorow, Salvatore Cucchiari, James Fernandez, Raymond Grew, Keith Hart, Raymond Kelly, David Kenzer, Robert Paul, Paul Rabinow, Joyce Kiegelhaupt, Anton Weiler y Harriet Whitehead. Partes de este trabajo fueron presentadas en el Departamento de Antropología de la Universidad de Princeton; el Departamento de Antropología Social de la Universidad de Estocolmo; el Seminario de Historia de las Ciencias Sociales (fundado y coordinado por Charles y Louise Tilly) de la Universidad de Michigan; el Seminario de Humanidades de la Universidad de Stanford; y el Seminario sobre Teoría y Métodos en los Estudios Comparativos (coordinado por Neil Smelser) de la Universidad de California en Berkeley. En todos esos ámbitos he recibido valiosos comentarios y respuestas. (Harris 1978). Más recientemente, en un tono más sobrio, Eric Wolf sugirió que el campo de la antropología se está disgregando. Los subcampos (y sub-subcampos) se centran cada vez más en sus intereses especializados, perdiendo el contacto entre sí y con el conjunto. Ya no hay un discurso compartido, un único juego de términos con el cual dirigirse unos practicantes a otros, un idioma común que todos nosotros, aunque idiosincrásicamente, hablemos (Wolf 1980). El estado de la disciplina se parece mucho al que describe Wolf. El campo tiene la apariencia de una tela hecha de remiendos, de individuos y pequeños corrillos centrados en investigaciones disyuntivas y hablándose princi- palmente a sí mismos. Ya no oímos siquiera argumentos provocadores. Aunque la antropología nunca ha estado realmente unificada en el sentido de adoptar un solo paradigma compartido, hubo un periodo en el que había al menos unas pocas categorías amplias de afiliación teórica, un conjunto de campos o escuelas identificables y unos epítetos simples que cada cual podía espetar a sus antagonistas. Incluso a este nivel, ahora parece dominar una apatía de espíritu. Ya no ponemos nombres a los demás. Ya no estamos seguros de cómo están compuestas las facciones y de dónde nos situaríamos si pudiéramos identificarlas. A pesar de todo, como antropólogos podemos reconocer en todo esto los síntomas clásicos de liminalidad confusión de categorías, expresiones de caos y antiestructura. Y sabemos que dicho desorden puede ser el caldo de cultivo de un orden nuevo y quizá mejor. De hecho, si se escruta el presente más detenidamente, cabe incluso discernir en él la forma del nuevo orden por venir. Eso es lo que me propongo hacer en este artículo. Defenderé que está surgiendo un nuevo símbolo-clave de orientación teórica, el cual puede etiquetarse como “práctica” (o “acción” o “praxis”). En sí mismo no es ni una teoría ni un método, sino, como he dicho, un símbolo, en cuyo nombre se está desarrollando una variedad de teorías y métodos. No obstante, para entender la importancia de esta tendencia hemos de remontarnos al menos veinte años atrás y ver en dónde empezamos y cómo llegamos a donde ahora estamos. Antes de iniciar la empresa, sin embargo, es importante especificar su

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Traducción al español de "Theory in Anthropology Since the Sixties", de Sherry Ortner. Publicado originalmente en el volumen 26, número 1, páginas 126-166, de la revista Comparative Studies in Society and History (1984).

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Page 1: Ortner 1984 Theory in Anthropology Since the Sixties (traducción)

[Comparative Studies in Society and History 26: 126-166. Londres, 1984.]* SHERRY B. ORTNER / 1

* Traducción: JAP

La teoría en antropología

desde los años sesenta

SHERRY B. ORTNER

Universidad de Michigan

Todos los años, con ocasión de las reuniones de la American

Anthropological Association, el New York Times pide a un antropólogo de

renombre que escriba un artículo de opinión sobre el estado de la disciplina.

Esos artículos tienden a adoptar una perspectiva un tanto sombría. Hace

unos años, por ejemplo, Marvin Harris sugirió que la antropología estaba

siendo ocupada por místicos, fanáticos religiosos y cultistas de California;

que las reuniones estaban dominadas por convocatorias sobre chamanismo,

brujería y “fenómenos anormales”; y que “las ponencias científicas basadas

en estudios empíricos” habían sido excluidas deliberadamente del programa

Este ensayo encierra buena parte de mi propia historia intelectual. No hay lugar más apropiado para agradecer a mis profesores, Frederica de Laguna, Clifford Geertz y David Schneider, el que me hayan convertido, para bien o para mal, en una antropóloga. Así mismo, quiero agradecer a los siguientes amigos y colegas sus útiles aportaciones al desarrollo de este ensayo: Nancy Chodorow, Salvatore Cucchiari, James Fernandez, Raymond Grew, Keith Hart, Raymond Kelly, David Kenzer, Robert Paul, Paul Rabinow, Joyce Kiegelhaupt, Anton Weiler y Harriet Whitehead. Partes de este trabajo fueron presentadas en el Departamento de Antropología de la Universidad de Princeton; el Departamento de Antropología Social de la Universidad de Estocolmo; el Seminario de Historia de las Ciencias Sociales (fundado y coordinado por Charles y Louise Tilly) de la Universidad de Michigan; el Seminario de Humanidades de la Universidad de Stanford; y el Seminario sobre Teoría y Métodos en los Estudios Comparativos (coordinado por Neil Smelser) de la Universidad de California en Berkeley. En todos esos ámbitos he recibido valiosos comentarios y respuestas.

(Harris 1978). Más recientemente, en un tono más sobrio, Eric Wolf sugirió

que el campo de la antropología se está disgregando. Los subcampos (y

sub-subcampos) se centran cada vez más en sus intereses especializados,

perdiendo el contacto entre sí y con el conjunto. Ya no hay un discurso

compartido, un único juego de términos con el cual dirigirse unos

practicantes a otros, un idioma común que todos nosotros, aunque

idiosincrásicamente, hablemos (Wolf 1980).

El estado de la disciplina se parece mucho al que describe Wolf. El campo

tiene la apariencia de una tela hecha de remiendos, de individuos y pequeños

corrillos centrados en investigaciones disyuntivas y hablándose princi-

palmente a sí mismos. Ya no oímos siquiera argumentos provocadores.

Aunque la antropología nunca ha estado realmente unificada en el sentido de

adoptar un solo paradigma compartido, hubo un periodo en el que había al

menos unas pocas categorías amplias de afiliación teórica, un conjunto de

campos o escuelas identificables y unos epítetos simples que cada cual podía

espetar a sus antagonistas. Incluso a este nivel, ahora parece dominar una

apatía de espíritu. Ya no ponemos nombres a los demás. Ya no estamos

seguros de cómo están compuestas las facciones y de dónde nos situaríamos

si pudiéramos identificarlas.

A pesar de todo, como antropólogos podemos reconocer en todo esto los

síntomas clásicos de liminalidad —confusión de categorías, expresiones de

caos y antiestructura—. Y sabemos que dicho desorden puede ser el caldo de

cultivo de un orden nuevo y quizá mejor. De hecho, si se escruta el presente

más detenidamente, cabe incluso discernir en él la forma del nuevo orden

por venir. Eso es lo que me propongo hacer en este artículo. Defenderé que

está surgiendo un nuevo símbolo-clave de orientación teórica, el cual puede

etiquetarse como “práctica” (o “acción” o “praxis”). En sí mismo no es ni

una teoría ni un método, sino, como he dicho, un símbolo, en cuyo nombre

se está desarrollando una variedad de teorías y métodos. No obstante, para

entender la importancia de esta tendencia hemos de remontarnos al menos

veinte años atrás y ver en dónde empezamos y cómo llegamos a donde ahora

estamos.

Antes de iniciar la empresa, sin embargo, es importante especificar su

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LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA SHERRY B. ORTNER / 2

naturaleza. Este ensayo abordará principalmente las relaciones entre varias

escuelas o aproximaciones teóricas, en unos periodos de tiempo

determinados y también a través de ellos. Ninguna aproximación será

bosquejada exhaustivamente o tratada en sí misma; antes que eso, se

resaltarán diversos temas o dimensiones de cada una en la medida que se

relacionen con las más amplias tendencias del pensamiento, de las cuales me

ocupo. Cada antropólogo o antropóloga probablemente encontrará

sobresimplificado, cuando no completamente distorsionado, el tratamiento

de su escuela favorita, dado que he optado por subrayar rasgos que no se

corresponden con los que normalmente escogen los practicantes para formar

la lista de sus rasgos teóricos más importantes. Por ello, los lectores que

quieran encontrar discusiones más exhaustivas de aproximaciones

particulares y/o discusiones que partan de un punto de vista más interno de

esas aproximaciones, tendrán que buscar en otra parte. El interés aquí, lo

repito, es elucidar relaciones.

LOS AÑOS SESENTA: SÍMBOLO, NATURALEZA, ESTRUCTURA

Aunque en toda discusión histórica hay siempre alguna arbitrariedad al

escoger un punto de partida, he decidido empezar en los inicios de los años

sesenta. En primer lugar, es cuando yo misma entré en la disciplina y, puesto

que generalmente asumo la importancia de observar todo sistema, al menos

en parte, desde el punto de vista del actor, ello me permitirá también unir

teoría y práctica desde el principio. Reconozco totalmente, pues, que estas

páginas no parten de algún hipotético punto de observación externo, sino de

la perspectiva de este particular actor* que se ha movido en la antropología

entre el año 1960 y el presente.

Pero los actores siempre reclaman universalidad para sus experiencias e

interpretaciones particulares. Yo sugeriría, entonces, que a comienzos de los

años sesenta realmente hubo, en un sentido relativamente objetivo, un

conjunto importante de revoluciones en la teoría antropológica. De hecho,

parece que esa agitación revisionista fue característica de muchos otros

* La autora también usa actor, en masculino, en lugar de actress (el término “actriz”, referido a actores sociales y no a profesionales del escenario, parece forzado). [N. del T.]

campos en ese momento. En la crítica literaria, por ejemplo,

hacia los años sesenta una mezcla volátil de lingüística, psicoanálisis y semiótica, estructuralismo, teoría marxista y estética de recepción había empezado a reemplazar al viejo humanismo moral. El texto literario tendió a desplazarse hacia el estatus de fenómeno: un evento socio-psico-culturo-lingüístico e ideológico, surgiendo de las competencias del lenguaje, las taxonomías disponibles de orden narrativo, las permutaciones de género, las opciones sociológicas de formación estructural, las constricciones ideológicas de la infraestructura. ... [Había una] percepción revisionista amplia y combativa. (Bradbury 1981: 137)

En antropología, al final de los años 50, el equipo del bricoleur teórico

estaba compuesto por tres paradigmas principales y algo exhaustos —el

estructural-funcionalismo británico (descendiente de A. R. Radcliffe-Brown

y Bronislaw Malinowski), la antropología cultural y psicocultural

norteamericana (descendiente de Margaret Mead, Ruth Benedict y otros) y la

antropología evolucionista norteamericana (centrada en torno a Leslie White

y Julian Steward y con fuertes afiliaciones en arqueología)—. Con todo, fue

también durante los años 50 cuando ciertos actores y cohortes centrales en

nuestra historia se estaban especializando en cada una de dichas áreas. Esos

actores emergieron al comienzo de los años sesenta con activas ideas sobre

cómo fortalecer los paradigmas de sus mentores y antepasados, así como con

posiciones mucho más combativas, al parecer, frente a las otras escuelas.

Fue esta combinación de nuevas ideas y agresividad intelectual la que

impulsó los tres movimientos con los que esta historia comienza: la

antropología simbólica, la ecología cultural y el estructuralismo.

La antropología simbólica

La expresión “antropología simbólica”, en tanto que etiqueta, nunca fue

usada por ninguno de sus proponentes principales durante el periodo

formativo —digamos, 1963-66—. Era más bien un signo taquigráfico

(probablemente inventado por la oposición), un paraguas para un número de

tendencias un tanto diversas. Dos de sus variantes principales parecen haber

sido inventadas independientemente, una por Clifford Geertz y sus colegas

en la Universidad de Chicago y la otra por Victor Turner en Cornell.1 Las

1 En la discusión sobre los años sesenta y setenta, en general sólo invocaré a las

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LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA SHERRY B. ORTNER / 3

importantes diferencias entre los geertzianos y los turnerianos probable-

mente no sean del todo apreciadas por quienes se sitúan fuera del escenario

de la antropología simbólica. Mientras que Geertz estaba influido

principalmente por Max Weber (a través de Talcott Parsons), Turner estuvo

influido principalmente por Emile Durkheim. Además, Geertz representa

claramente una transformación de la antropología norteamericana anterior,

fundamentalmente interesada por las operaciones de la “cultura”, mientras

que Turner representa una transformación de la antropología británica

anterior, fundamentalmente interesada por las operaciones de la “sociedad”.

El movimiento teórico más radical de Geertz (1973b) fue sostener que la

cultura no es algo encerrado bajo llave en las cabezas de las personas, sino

algo encarnado en símbolos públicos, símbolos a través de los cuales los

miembros de una sociedad comunican su cosmovisión, valores, ethos y todo

lo demás, entre sí y a las generaciones futuras —y a los antropólogos—. Con

esta formulación, Geertz le dio, al hasta entonces huidizo concepto de

cultura, un locus relativamente fijo y un grado de objetividad del que no

disfrutaba antes. Para Geertz y otros, centrar su atención en los símbolos fue

heurísticamente liberador: les indicó dónde encontrar lo que querían

estudiar. Con todo, lo importante de los símbolos era que constituían en

última instancia vehículos de significados; el estudio de los símbolos como

tal nunca fue un fin en sí mismo. Así, por una parte, los geertzianos2 no han

estado nunca particularmente interesados en distinguir y catalogar las

variedades de tipos simbólicos (signos, señales, iconos, índices, etc. —véase,

en contraste, Singer 1990—); ni, por otro lado (y en contraste con Turner, al

que volveremos enseguida), han estado particularmente interesados en las

formas con que los símbolos realizan ciertas operaciones prácticas en el

proceso social —sanar a la gente mediante ritos de curación, convertir a

muchachos y muchachas en hombres y mujeres a través de la iniciación,

matar mediante brujería, etc.—. Los geertzianos no ignoran esos efectos

figuras y las obras más representativas. En un artículo de esta longitud han de soslayarse muchos desarrollos interesantes. Una figura importante de este periodo que ha sido dejada de lado es Gregory Bateson (p.ej., 1972), el cual, aunque fue un pensador profundo y original, nunca fundó en verdad una escuela importante en antropología.

2 P.ej., Ortner 1975; M. Rosaldo 1980; Blu 1980; Meeker 1979; Rosen 1971.

sociales prácticos, pero tales símbolos no han constituido su área de interés

primaria. El interés de la antropología geertziana ha estado centrado de

forma consistente en la pregunta relativa al modo en que los símbolos

conforman lo que los actores sociales ven, sienten y piensan sobre el mundo,

o, en otras palabras, el modo en que operan los símbolos en tanto que

vehículos de “cultura”.

Merece la pena señalar, en anticipación de la discusión sobre el

estructuralismo, que el corazón de Geertz siempre ha estado más del lado del

“ethos” en la cultura que del de la “cosmovisión”, más con las dimensiones

afectivas y estilísticas que con las cognoscitivas. Aunque, por supuesto, es

muy difícil (por no decir improductivo y, en última instancia, erróneo)

separar nítidamente los dos, no obstante es posible distinguir un énfasis en

uno u otro lado. Para Geertz, pues (como para Benedict, sobre todo, antes

que él), incluso el más cognoscitivo o intelectual de los sistemas culturales

—digamos, los calendarios balineses— no se analiza (sólo) para revelar un

juego de principios cognitivos ordenadores, sino (sobre todo) para entender

cómo el modo balinés de parcelar el tiempo imprime su sentido del ego, de

las relaciones sociales y de la conducta con un sabor particular culturalmente

distintivo, un ethos (1973c).3

La otra contribución principal del armazón geertziano fue la insistencia en

estudiar la cultura “desde el punto de vista del actor” (p.ej., 1975). De

nuevo, esto no implica que debamos entrar “en la cabeza de las personas”.

Lo que significa, muy simplemente, es que la cultura es un producto de seres

sociales que intentan dar un sentido al mundo en el que se encuentran y que,

si hemos de dar sentido a una cultura, tenemos que situarnos en la posición

desde la que fue construida. La cultura no es un sistema ordenado de manera

abstracta que derive su lógica de principios estructurales ocultos o de

3 Si la cultura ha constituido un fenómeno esquivo, puede decirse que Geertz ha

perseguido la parte más esquiva de ella, el ethos. Cabe también sugerir que ello, entre otras cosas, explica su continuo y amplio atractivo. Quizá la mayoría de los estudiantes que entran en la antropología, y con seguridad la mayoría de los no-antropólogos que quedan fascinados con la disciplina, lo hagan porque en algún punto de sus experiencias se han topado con la “otredad” de otra cultura, lo que denominaríamos su ethos. La obra de Geertz proporciona uno de los pocos asideros para captar esa otredad.

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LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA SHERRY B. ORTNER / 4

símbolos especiales que proporcionen las “claves” de su coherencia. Su

lógica —los principios de las relaciones que se obtienen entre sus

elementos— se deriva más bien de la lógica u organización de la acción, de

las personas que operan dentro de ciertos órdenes institucionales

interpretando sus situaciones para actuar coherentemente en ellos (1973d).

Cabe señalar aquí, no obstante, que la perspectiva centrada en actores,

aunque fundamental en el edificio teórico de Geertz, no fue elaborada

sistemáticamente: Geertz no desarrolló una teoría de la acción o la práctica

como tal. Sí situó firmemente, sin embargo, al actor en el centro de su

modelo y, como veremos, gran parte del trabajo posterior centrado en la

práctica se construye sobre una base geertziana (o geertzo-weberiana).

La otra figura importante en la escuela de antropología simbólica de

Chicago ha sido David Schneider. Schneider, al igual que Geertz, era un

producto de Parsons y también él se dedicó principalmente a refinar el

concepto de cultura. Pero sus esfuerzos se encaminaron a entender la lógica

interna de los sistemas de símbolos y significados, mediante una noción de

“símbolos nucleares” y así mismo mediante ideas afines al concepto de

estructura de Claude Lévi-Strauss (p.ej., 1968, 1977). De hecho, aunque

Geertz utilizó la expresión “sistema cultural” (cursivas añadidas) de forma

prominente, nunca prestó mucha atención a los aspectos sistémicos de la

cultura y fue Schneider quien desarrolló de manera mucho más completa

esta vertiente del problema. En su propia obra, Schneider separó la cultura

de la acción social mucho más radicalmente que Geertz. Con todo, quizá

precisamente porque la acción social (“práctica”, “praxis”) fue separada tan

radicalmente de la “cultura” en el trabajo de Schneider, él y algunos de sus

estudiantes se contaron entre los primeros antropólogos simbólicos que

consideraron la práctica como un problema (Barnett 1977; Dolgin,

Kemnitzer y Schneider 1977).

Victor Turner, finalmente, proviene de un trasfondo intelectual muy

diferente. Su formación se inscribió en la variante del

estructural-funcionalismo británico que desarrollara Max Gluckman, la cual

había recibido la influencia del marxismo y subrayaba que el estado normal

de la sociedad no es uno de solidaridad e integración armoniosa de partes,

sino un estado de conflicto y contradicción. Así, la cuestión analítica no era,

como sí lo era para los herederos de Durkheim en línea recta, el modo en

que la solidaridad se modula, refuerza e intensifica, sino el modo en que es

construida y mantenida en primera instancia por encima de los conflictos y

contradicciones que constituyen el estado normal de los asuntos sociales. Al

lector norteamericano esto puede parecerle sólo una variante menor del

proyecto funcionalista básico, puesto que para ambas escuelas el énfasis está

en el mantenimiento de la integración y específicamente en el mante-

nimiento de la integración de la “sociedad” —actores, grupos, el todo

social— en tanto que opuesta a la “cultura”. Pero Gluckman y sus

estudiantes (incluido Turner) creían que sus diferencias con respecto a la

corriente principal eran muy profundas. Es más, siempre constituyeron una

minoría dentro del establishment británico. Este trasfondo puede explicar en

parte la originalidad de Turner frente a sus compatriotas, que finalmente le

llevó a la invención independiente de su propia versión de una antropología

explícitamente simbólica.

A pesar de la relativa novedad del acercamiento de Turner a los símbolos,

hay en su obra una continuidad profunda con las preocupaciones de la

antropología social británica y de ella resultan unas hondas diferencias entre

la antropología simbólica turneriana y la geertziana. Para Turner, los

símbolos no tienen interés en tanto que vehículos de, o ventanas analíticas

hacia, la “cultura” —el ethos y la cosmovisión integrados de una sociedad—

sino como lo que cabría denominar operadores en el proceso social, esto es:

cosas que, reunidas con ciertas ordenaciones en ciertos contextos (sobre todo

rituales), producen transformaciones esencialmente sociales. Así, los

símbolos en los rituales ndembu de curación o iniciación o caza se

investigan buscando las maneras en que hacen pasar a los actores de un

estatus a otro, resuelven las contradicciones sociales y vinculan a los actores

con las categorías y normas de su sociedad (1967). Sin embargo, en el

camino hacia esas metas estructural-funcionales bastante tradicionales,

Turner identificó o elaboró interpretaciones sobre ciertos mecanismos

rituales y algunos de los conceptos que desarrolló en esa tarea se han

convertido en elementos indispensables del vocabulario del análisis ritual

—liminalidad, marginalidad, antiestructura, communitas, etc. (1967,

1969)—.4

4 Otro punto de contraste entre Turner y Geertz reside en que el concepto de

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LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA SHERRY B. ORTNER / 5

Si Turner y los antropólogos simbólicos de Chicago no entraron en

conflicto fue simplemente porque, en general, hablaban unos de otros en

pasado. No obstante, los turnerianos5 añadieron al campo global de la

antropología simbólica una dimensión importante y característicamente

británica: un sentido de la pragmática de los símbolos. Fueron ellos quienes,

con mucho más detalle que Geertz, Schneider y otros, investigaron la

“efectividad de los símbolos”, la cuestión de cómo los símbolos hacen de

hecho lo que todos los antropólogos simbólicos afirman que hacen: operar

como fuerzas activas en el proceso social (véase también Lévi-Strauss 1963;

Tambiah 1968; Lewis 1977; Fernandez 1974).

Retrospectivamente, cabe decir que la antropología simbólica tenía varias

limitaciones significativas. No me refiero a las acusaciones de que era

acientífica, mística, literaria, blanda y cosas por el estilo, formuladas por los

practicantes de la ecología cultural (véase más abajo). Se puede señalar,

mejor, la carencia en la antropología simbólica, sobre todo en su forma

norteamericana, de una sociología sistemática; su sentido subdesarrollado de

la política de la cultura; y su falta de curiosidad sobre la producción y el

mantenimiento de los sistemas simbólicos. Estos aspectos se discutirán más

completamente en el transcurso de este artículo.

La ecología cultural6

La ecología cultural representó una nueva síntesis y un nuevo desarrollo del

significado del primero, al menos en aquellas primeras obras que impulsaron su aproximación, es en gran medida referencial. Los significados son cosas a las que los símbolos apuntan o se refieren, como “línea materna” o “sangre”. Geertz, por otro lado, se ocupa primariamente de lo cabe llamar el Significado, con S mayúscula —el propósito o tema o significación amplia de las cosas—. En esta línea, el autor cita una frase de Northrop Frye: “No acudes a Macbeth para aprender la historia de Escocia —lo haces para aprender qué siente un hombre tras haber ganado un reino y haber perdido su alma—” (Geertz 1973f: 450).

5 P.ej., Munn 1969; Myerhoff 1974; Moore y Myerhoff 1975; Babcock 1978. 6 Este apartado se basa parcialmente en lecturas, parcialmente en entrevistas

semiformales con Conrad P. Kottak y Roy A. Rappaport, y parcialmente en discusiones generales con Raymond C. Kelly. Todos estos informantes quedan absueltos de responsabilidad.

evolucionismo materialista de Leslie White (1943, 1949), Julian Steward

(1953, 1955) y V. Gordon Childe (1942). Sus raíces se remontan a Lewis

Henry Morgan y E. B. Tylor, en el siglo XIX, y en última instancia a Marx y

Engels, aunque a muchos de los evolucionistas de los años 50 no se les

alentó, por razones políticas comprensibles, a subrayar la conexión

marxista.7

White había investigado lo que vino a denominarse la “evolución

general”, o evolución de la cultura-en-general, en términos de estadios de

complejidad social y avance tecnológico. Tales estadios fueron luego

refinados por Elman Service (1958) y por Marshall Sahlins y Elman Service

(1960) en el famoso esquema de bandas-tribus-jefaturas-estados. En la

versión de White, los mecanismos evolutivos se derivaban de eventos más o

menos fortuitos: invenciones tecnológicas que permitían una mayor “captura

de energía” y un crecimiento demográfico (y quizás la guerra y la

conquista), los cuales estimularían el desarrollo de formas más complejas de

organización y coordinación socio/políticas. Steward (1953) criticó la

atención prestada a la evolución de la cultura-en-general (por oposición a las

culturas específicas) y la falta de un mecanismo evolutivo con un

funcionamiento más sistemático. Subrayó, en lugar de todo ello, que las

culturas concretas despliegan sus formas en el proceso de adaptación a

condiciones medioambientales igualmente concretas y que la aparente

uniformidad de los estadios evolutivos es en realidad una cuestión de

adaptaciones similares a condiciones naturales similares en diferentes partes

del mundo.

Si la idea de que la cultura se encarna en símbolos públicos y observables

fue la clave para la liberación de la antropología simbólica con respecto a la

primera antropología cultural norteamericana, el concepto que desempeñó

un papel similar en la ecología cultural fue el de “adaptación”. (Véase un

resumen en Alland 1975.) Así como Geertz había pregonado que el estudio

de la cultura en tanto que encarnada en símbolos eliminaba el problema de

entrar en la cabeza de la gente, Sahlins proclamó que centrarse en la

adaptación a factores medioambientales era el modo de soslayar factores

7 White y Childe sí fueron muy explícitos en cuanto a la influencia marxista en

su obra.

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LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA SHERRY B. ORTNER / 6

amorfos como la gestalten cultural y la dialéctica histórica (1964). Había un

amplio rechazo del estudio del funcionamiento interno de la cultura en el

sentido norteamericano y de la sociedad en el sentido británico. Se

consideraba que las dinámicas internas eran difíciles de medir y que era aun

más difícil escoger aquéllas a las que asignar una primacía causal, mientras

que los factores externos del medio natural y social se dejaban abordar como

“variables independientes”, fijas, mensurables:

Durante décadas, siglos ya, ha habido una batalla intelectual para dirimir qué sector de la cultura es el decisivo para el cambio. Muchos de esos sectores han entrado en las listas bajo estandartes diversos. Curiosamente, pocos parecen haber salido. Leslie White abanderó el crecimiento tecnológico como el sector primariamente responsable de la evolución cultural; Julian Huxley, con muchos otros, entiende como fuerza decisoria “la visión de los hombres sobre el destino”; el modo de producción y la lucha de clases aún están en la disputa. A pesar de sus diferencias, estas posiciones convienen en un aspecto: que el impulso del desarrollo se genera desde dentro. ... La defensa de las causas internas de desarrollo puede reforzarse apuntando a un mecanismo, como la dialéctica hegeliana, o puede apoyarse de manera más insegura en un argumento de la lógica. ... En todo caso, siempre está presente una asunción irreal y vulnerable: que las culturas son sistemas cerrados. ... Es precisamente en este punto donde la ecología cultural ofrece una nueva perspectiva. ... [E]lla desplaza la atención hacia la relación entre lo interno y lo externo: vislumbra como causa principal del movimiento evolutivo el intercambio entre cultura y ambiente. Ahora bien, cuál será el punto de vista prevaleciente no es algo que pueda decidirse en una hoja de papel. ... Pero si la adaptación vence al dinamismo interno, será por fortalezas intrínsecas y obvias. La adaptación es real, naturalista, está anclada en esos contextos históricos de las culturas que ignora el dinamismo interno (Sahlins 1964:135-36).8

La versión de la ecología cultural de Sahlins y Service, a la que se adhirió

también la corriente principal del ala arqueológica de la antropología,

todavía era fundamentalmente evolucionista. El uso primario del concepto

de adaptación se orientaba a explicar el desarrollo, el mantenimiento y la

transformación de formas sociales. Pero hubo otra variante de la ecología

cultural, que se desarrolló poco después y que llegó a dominar el ala

materialista en los años sesenta. Su posición, expresada con mayor energía

8 Ésta fue la posición programática. En la práctica, Sahlins prestó mucha

atención a la dinámica social interna.

por Marvin Harris (p.ej., 1966) y quizás más elegantemente por Roy

Rappaport (1967), recurrió abundantemente a la teoría de sistemas. El

enfoque analítico se alejó de la evolución y se orientó a explicar la presencia

de elementos particulares de culturas particulares desde el punto de vista de

sus funciones adaptativas o sostenedoras del sistema. Así, el ritual kaiko

entre los maring prevenía la degradación del medio natural (Rappaport

1967), los potlatch de los kwakiutl mantenían un equilibrio en la distribución

del alimento entre segmentos tribales (Piddocke 1969) y el carácter sagrado

de la vaca en la India protegía un eslabón vital en la cadena alimentaria

agrícola (Harris 1966). En estos estudios, el área de interés abandona la

cuestión del modo en que el medio estimula (o impide) el desarrollo de

formas sociales y culturales y se centra en la cuestión de los modos en que

operan las formas sociales y culturales para mantener las interrelaciones

existentes con el medio. Fueron estos últimos tipos de estudios los que

acabaron por representar a la ecología cultural en su conjunto durante los

años sesenta.

Habría que haber estado muy lejos de la teoría antropológica del momento

para no percibir el ácido debate entre los ecólogos culturales y los

antropólogos simbólicos. Si los ecólogos culturales consideraron a los

antropólogos simbólicos como mentalistas de cabezas confusas,

abandonados a vuelos de interpretación subjetiva acientíficos y no

contrastables, los antropólogos simbólicos consideraron que la ecología

cultural se comprometía con un cientifismo tonto y estéril, entretenido en

contar calorías y medir precipitaciones, que ignoraba deliberadamente la

única verdad que presumiblemente había establecido la antropología en ese

momento: que la cultura media toda la conducta humana. La lucha maniquea

entre “materialismo” e “idealismo”, aproximaciones “duras” y “blandas”,

“emics” interpretativos y “etics” explicativos, dominó el campo durante

buena parte de los años sesenta y, en algunos sectores, bien entrados los

setenta.

El que la mayoría de nosotros pensemos y escribamos haciendo uso de

tales oposiciones puede apoyarse en parte en esquemas más penetrantes del

pensamiento occidental: subjetivo/objetivo, naturaleza/cultura, alma/cuerpo,

etc. La propia práctica del trabajo de campo puede suponer una contribución

adicional a ese pensamiento, en la medida que se basa en el paradójico

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LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA SHERRY B. ORTNER / 7

requerimiento de participar y observar a la vez. Cabe, entonces, que esta

clase de construcción polarizada del paisaje intelectual en antropología esté

demasiado profundamente motivada, por categorías culturales y por las

formas de practicar el oficio*, como para ser completamente eliminada. Pero

las luchas entre lo emic y lo etic en los años sesenta tuvieron varios efectos

desafortunados, no siendo el menor de ellos el que impidieran una

autocrítica adecuada a ambos lados del frente. Ambas escuelas se

regodearon en las carencias del vecino y dejaron de examinar las serias

debilidades que minaban sus propias casas. De hecho, ambos lados eran

débiles no sólo por su incapacidad de manejar lo que el otro lado sí

manejaba (los antropólogos simbólicos al renunciar a toda demanda de

“explicación”, los ecólogos culturales al perder de vista los marcos de

significado en los cuales tiene lugar la acción humana); también lo eran por

aquello que ninguno de los dos elaboró: una mayor sociología sistemática.9

Desde el punto de vista de la antropología social británica, todo el debate

norteamericano carecía de sentido, ya que parecía omitir el término central

necesario en toda discusión propiamente antropológica: la sociedad. ¿Dónde

estaban los grupos sociales, las relaciones sociales, las estructuras sociales,

las instituciones sociales que median al tiempo las maneras en que piensan

las personas (la “cultura”) y las maneras en que las personas experimentan

su medio y actúan en él? Pero este conjunto de interrogantes no habría

podido resolverse desde el punto de vista de las categorías

antropológico-sociales de los británicos (si alguien se hubiera molestado en

preguntarles), porque los británicos tenían sus propias rebeliones

intelectuales, a las que volveremos en su momento.

El estructuralismo

El estructuralismo, la invención más o menos exclusiva de Claude

* En el original se lee “... too deeply motivated, by both cultural categories and

the forms of practice of the trade, to be completely eliminated”. Traducir "trade" por "oficio" me ha parecido lo más adecuado, dada la referencia a la práctica del trabajo de campo en la frase anterior. [N. del T.]

9 El primer Turner representa una excepción parcial a esto, pero no la mayoría de sus sucesores.

Lévi-Strauss, fue el único paradigma genuinamente nuevo que se

desarrollaría en los años sesenta. Cabría decir incluso que es el único

paradigma genuinamente original de la ciencia social (y, en ese sentido,

también de las humanidades) desarrollado en el siglo XX. Utilizando la

lingüística y la teoría de la comunicación y considerándose influido por

Marx y Freud, Lévi-Strauss defendió que la variedad aparentemente

desconcertante de fenómenos sociales y culturales podía tornarse inteligible

demostrando las relaciones comunes de esos fenómenos con unos pocos y

simples principios subyacentes. Trató de establecer la gramática universal de

la cultura, las formas en que se crean las unidades del discurso cultural

(mediante el principio de oposición binaria) y las reglas según las cuales las

unidades (los pares de términos opuestos) se ordenan y combinan para

producir las elaboraciones culturales reales (mitos, reglas de matrimonio,

ordenación de clanes totémicos, etc.) que registran los antropólogos. Las

culturas son principalmente sistemas de clasificación, así como conjuntos de

producciones institucionales e intelectuales construidas sobre la base de esos

sistemas de clasificación y que, a su vez, operan sobre éstos. Una de las

operaciones secundarias más importantes de la cultura en relación con sus

propias taxonomías es precisamente mediar o reconciliar las oposiciones que

en primer término constituyen las bases de esas taxonomías.

En la práctica, el análisis estructural consiste en entresacar los conjuntos

básicos de oposiciones que subyacen en algún fenómeno cultural complejo

—un mito, un ritual, un sistema matrimonial— y en mostrar el modo en que

el fenómeno en cuestión es al tiempo una expresión de esos contrastes y una

reelaboración de ellos, produciendo así una afirmación culturalmente

significativa del orden, un reflejo de éste. No obstante, aun sin un análisis

completo de un mito o ritual, la mera enumeración de los conjuntos

importantes de oposiciones en una cultura pasa por ser una empresa útil,

porque revela los ejes del pensamiento y los límites de lo pensable en esa

cultura y otras relacionadas (p.ej., Needham 1973b). Pero la demostración

más completa de la fuerza del análisis estructural se observa en

Mythologiques, el estudio en cuatro volúmenes de Lévi-Strauss (1964-71).

En sus páginas, el método permite, al mismo tiempo, la ordenación de los

datos en una escala inmensa (incluyendo la mayor parte de la América del

Sur indígena y, así mismo, partes de la América del Norte nativa) y la

Page 8: Ortner 1984 Theory in Anthropology Since the Sixties (traducción)

LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA SHERRY B. ORTNER / 8

explicación de miles de diminutos detalles —por qué el jaguar cubre su boca

al reírse o por qué las metáforas de la miel describen la huida de animales de

caza—. La combinación de amplio alcance y mínimo detalle es lo que da a

la obra su gran fuerza.

Mucho se ha escrito sobre el hecho de que, en última instancia,

Lévi-Strauss enraizara en la estructura de la mente, por debajo de la sociedad

y la cultura, las estructuras identificadas por el análisis. Tanto la noción

como su crítica quizá sean algo irrelevantes para los antropólogos. Parece

incontrovertible que todos los humanos, y todas las culturas, clasifican. Esto

hace pensar, a su vez, en una propensión mental innata de alguna clase, pero

no significa que cualquier esquema particular de clasificación sea inevitable,

no más que el hecho de que todos los humanos coman pueda motivar algún

sistema universal de categorías de comida.

La contribución más duradera del estructuralismo de Lévi-Strauss estriba

en la percepción de que la exuberante variedad, incluso la aparente

aleatoriedad, puede tener una unidad y una sistematicidad más profundas,

derivadas del funcionamiento de un pequeño número de principios

subyacentes. Es en este sentido que Lévi-Strauss pretende una afinidad con

Marx y Freud, quienes de manera semejante sostienen que, bajo la

proliferación superficial de formas, operan unos mecanismos relativamente

simples y relativamente uniformes (DeGeorge y DeGeorge 1972). Dicha

percepción, a su vez, nos permite distinguir mucho más claramente entre las

transformaciones simples, que operan dentro de una estructura dada, y el

cambio real, revolución si se quiere, en el que la propia estructura se

transforma. Así, a pesar de la base naturalista o biológica del estructuralismo

y a pesar de la predilección personal de Lévi-Strauss por considerar que plus

ça change, plus c'est la même chose, la teoría estructuralista siempre ha

tenido implicaciones importantes para una antropología mucho más histórica

y/o evolutiva que la practicada por el maestro. La obra de Louis Dumont en

particular ha desarrollado algunas de estas implicaciones evolutivas en el

análisis de la estructura del sistema de castas indio y en la articulación de

algunos de los profundos cambios estructurales implicados en la transición

de la casta a la clase (1965, 1970; véase también Goldman 1970; Barnett

1977; Sahlins 1981).10

El estructuralismo nunca fue del todo popular entre los antropólogos

norteamericanos. Aunque en principio fue considerado (sobre todo por los

ecólogos culturales) como una variante de la antropología simbólica, sus

supuestos centrales mantenían de hecho bastante distancia con respecto a los

de los antropólogos simbólicos (con la excepción parcial de los

schneiderianos). Había varias razones para esto, las cuales sólo puedo

esbozar muy brevemente: (1) el énfasis muy puramente cognitivo en la

noción de significado de Lévi-Strauss, frente al interés de los

norteamericanos por el ethos y los valores; (2) el énfasis bastante austero de

Lévi-Strauss en la arbitrariedad del significado (todo significado se establece

a través de contrastes, nada porta un significado en sí mismo), frente al

interés de los norteamericanos por las relaciones entre las formas de las

estructuras simbólicas y los contenidos de los cuales aquéllas son vehículo;11

y (3) el locus explícitamente abstracto de las estructuras, divorciado en todos

los sentidos de las acciones e intenciones de los actores, frente al

actor-centrismo consistente, aunque diversamente definido, de los

antropólogos simbólicos (Schneider es, de nuevo, una excepción parcial a

este punto). Por todas estas razones, y probablemente más, el estructuralismo

no fue tan abrazado por los antropólogos simbólicos norteamericanos como

podría haber parecido probable a primera vista.12 Se le concedió lo que

podría denominarse un estatus de parentesco ficticio, en gran medida por su

tendencia a abordar algunos de los mismos dominios que los antropólogos

simbólicos adoptaron como propios —mito, ritual, etiqueta, etc.—

10 Dumont es otra de esas figuras que merece más espacio del que aquí puede

dársele. 11 Esto no quiere decir que los antropólogos simbólicos norteamericanos nieguen

la doctrina de la arbitrariedad de los símbolos. Pero sí que dichos autores insistieron en que la elección de una forma simbólica particular entre los símbolos posibles, igualmente arbitrarios y adecuados para la misma concepción, no sólo no es arbitraria, sino que tiene implicaciones importantes que han de investigarse.

12 James Boon (p.ej., 1972) ha dedicado muchos esfuerzos a la tarea de reconciliar a Lévi-Strauss y/o Schneider, por un lado, y Geertz, por otro. El resultado generalmente se inclina con claridad a favor del estructuralismo. (Véase también Boon y Schneider 1974.)

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LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA SHERRY B. ORTNER / 9

El impacto principal del estructuralismo fuera de Francia tuvo lugar en

Inglaterra, entre algunos de los antropólogos sociales británicos más

aventurados (véase especialmente Leach 1966). Lévi-Strauss y los

británicos, nacidos en dos líneas de filiación surgidas de Durkheim, eran de

hecho parientes entre sí de manera más real. En todo caso, el estructuralismo

en el contexto británico sufrió varias transformaciones importantes. Evitando

la cuestión de la mente y de las estructuras universales, los antropólogos

británicos aplicaron principalmente el análisis estructural a sociedades

particulares y cosmologías particulares (p.ej., Leach 1966, 1969; Needham

1973a; Yalman 1969; ello se aplica así mismo a Dumont [1970] en Francia).

También abordaron con mayor detalle el proceso de mediación de

oposiciones y produjeron varias y muy originales reflexiones sobre la

anomalía y la antiestructura, especialmente la obra Purity and Danger de

Mary Douglas (véase también Turner 1967, 1969; Leach 1964; Tambiah

1969).

Sin embargo, hubo también una importante vía por la que muchos autores

británicos purgaron al estructuralismo de uno de sus elementos más radicales

—la erradicación de la distinción durkheimiana entre la “base” social y su

“reflejo” cultural—. Lévi-Strauss había afirmado que el que las estructuras

míticas muestren paralelismo con las estructuras sociales no se debe a que el

mito refleje la sociedad, sino a que mito y organización social comparten

una estructura subyacente común. Muchos estructuralistas británicos

(Rodney Needham es la excepción principal), por otro lado, se remontaron a

una posición más ajustada a la tradición de Durkheim y Marcel Mauss y

consideraron mito y ritual como reflejo y resolución “en el nivel simbólico”

de oposiciones fundamentalmente consideradas como sociales. 13 Al

estructuralismo británico, en la medida que se confinaba al estudio del mito

y el ritual, le era posible encajar en la antropología británica sin provocar en

ésta un efecto muy profundo. Se convirtió en su versión de la antropología

13 El mismo Lévi-Strauss se desplazó desde una posición propia de

Durkheim/Mauss en “La Geste d'AsdiwaI” (1967) hasta una posición más radicalmente estructuralista en las Mythologiques. No es accidental que Leach, o quien quiera que adoptara la decisión, escogiera presentar “La Geste d'AsdiwaI” como el ensayo más importante en la recopilación británica titulada The Structural Study of Myth and Totemism (1967).

cultural o simbólica, su teoría de la superestructura. Sólo después, cuando un

ojo estructural (esto es, estructural-marxista) se volvió hacia el propio

concepto británico de estructura social, empezarían a saltar chispas.

A comienzos de los años setenta hubo una fuerte reacción contra el

estructuralismo en diversos campos —lingüística, filosofía, historia—. Se

percibían como especialmente problemáticas, por no decir inaceptables, dos

negaciones relacionadas entre sí: rechazar la relevancia de un sujeto dotado

de intenciones para el proceso social y cultural y desdeñar todo impacto

significativo de la historia o el “acontecimiento” sobre la estructura. Los

especialistas comenzaron a elaborar modelos alternativos en los que agentes

y eventos desempeñaban un papel más activo. Sin embargo, en la

antropología estos modelos no tuvieron mucho éxito hasta fines de los años

setenta y los abordaremos en la última sección de este ensayo. En

antropología, durante la mayor parte de dicha década, el estructuralismo, con

todos sus fallos (y virtudes), se convirtió en la base de una de las escuelas

teóricas dominantes, el marxismo estructural. Entremos ya en esa década.

LOS AÑOS SETENTA: MARX

La antropología de los años setenta estuvo vinculada con los sucesos del

mundo real de manera mucho más obvia y transparente que la del periodo

anterior. A fines de los años sesenta, en los Estados Unidos y en Francia

(menos en Inglaterra), empezaron a surgir movimientos sociales radicales en

gran escala. Primero vino la contracultura, luego el movimiento antibélico y

luego, sólo un poco después, el movimiento de las mujeres; no es sólo que

estos movimientos afectaran al mundo académico, es que en buena parte se

originaron en él. Se cuestionó y criticó todo lo que formaba parte del orden

establecido. En antropología, las críticas más tempranas adoptaron la forma

de una denuncia de los vínculos históricos entre la antropología, por un lado,

y el colonialismo y el imperialismo, por otro (p.ej., Asad 1973; Hymes

1974). Pero esto meramente suponía arañar la superficie. El problema se

desplazó rápidamente hacia el cuestionamiento, más profundo, de la

naturaleza de nuestros esquemas teóricos y, especialmente, del grado en que

encierran y transmiten supuestos de la cultura burguesa occidental.

Marx fue el símbolo aglutinante de la nueva crítica y de las alternativas

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LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA SHERRY B. ORTNER / 10

teóricas ofrecidas para sustituir los viejos modelos. De entre todos los

grandes antecesores decimonónicos de la ciencia social moderna, la figura

de Marx había estado visiblemente ausente del repertorio teórico dominante.

La obra Structure of Social Action, de Parsons, uno de los textos sagrados de

los antropólogos simbólicos educados en Harvard, repasaba el pensamiento

de Durkheim y Weber y de dos teóricos de la economía, Alfred Marshall y

Vilfredo Pareto, cuyo principal valor en aquel contexto parece que estribó en

que no eran Marx. Los británicos, incluyendo a los antropólogos simbólicos

y a los estructuralistas, todavía estaban firmemente anclados en Durkheim.

Lévi-Strauss afirmó haber recibido la influencia de Marx, pero pasó algún

tiempo antes de que alguien supiera deducir qué había querido decir con eso.

Incluso los ecólogos culturales, los únicos autoproclamados materialistas de

los años sesenta, difícilmente invocaban a Marx; de hecho, Marvin Harris lo

repudió expresamente (1968). No se necesita ser un analista especialmente

sutil de los aspectos ideológicos de la historia intelectual para advertir que la

ausencia de una influencia marxista significativa antes de los años setenta

era un reflejo de la política del mundo real, como lo fue igualmente la

emergencia de una fuerte influencia marxista en los setenta.

Hubo al menos dos escuelas marxistas de teoría antropológica: el

marxismo estructural, desarrollado principalmente en Francia e Inglaterra, y

la economía política, que surgió primero en los Estados Unidos y después

también en Inglaterra. Había, además, un movimiento que podría llamarse

marxismo cultural, elaborado sobre todo en las páginas de trabajos históricos

y literarios, pero los antropólogos no lo siguieron hasta hace poco y será

abordado en la sección final de este ensayo.

El marxismo estructural

El marxismo estructural fue la única de las escuelas mencionadas que se

desarrolló completamente dentro del campo de la antropología y,

probablemente por esa razón, también fue la que ejerció un impacto más

temprano. En su seno, Marx era usado para atacar y/o repensar, o en muy

último extremo expandir, virtualmente todo esquema teórico aparecido sobre

el paisaje —la antropología simbólica, la ecología cultural, la antropología

social británica y el propio estructuralismo—. El marxismo estructural

constituyó una revolución intelectual pretendidamente total y, si no tuvo

éxito a la hora de establecerse como la única alternativa a todo lo demás, sí

lo alcanzó en la tarea de hacer temblar a la mayor parte del conocimiento

recibido. Esto no implica necesariamente que fueran los escritos de los

marxistas estructurales mismos (p.ej., Althusser 1971; Godelier 1977; Terray

1972; Sahlins 1972; Friedman 1975) los que produjeran tal efecto; ocurrió

simplemente que el marxismo estructural era la fuerza original dentro de la

antropología para promulgar y legitimar a “Marx”, al “marxismo” y a la

“indagación crítica” en el discurso del campo en su conjunto (véase también

Diamond 1979).

El avance específico del marxismo estructural sobre las formas anteriores

de antropología materialista estriba en que no localizó las fuerzas

determinantes en el medio natural y/o en la tecnología, sino específicamente

dentro de ciertas estructuras de las relaciones sociales. No se excluyeron las

consideraciones ecológicas, pero se entendían sobrepasadas por y

subordinadas al análisis de la organización social, y especialmente política,

de la producción. La ecología cultural fue acusada, entonces, de

“materialismo vulgar”, en tanto que reforzaba, en lugar de deshacer, el

clásico fetichismo capitalista de las “cosas”, la dominación de los sujetos por

los objetos antes que por las relaciones sociales materializadas en y

simbolizadas por esos objetos (véase especialmente Friedman 1974). Las

relaciones sociales esenciales, denominadas modo(s) de producción, no

habían de ser confundidas con la organización superficial de las relaciones

sociales, la estudiada tradicionalmente por los antropólogos sociales

británicos —linajes, clanes, mitades y todo lo demás—. Estas formas

superficiales de lo que los británicos llamaron “estructura social” se

consideran modelos nativos de organización social que los antropólogos han

adquirido como si fueran lo real, pero que de hecho enmascaran, o al menos

sólo parcialmente se corresponden con, las ocultas relaciones asimétricas de

producción que dirigen el sistema. En ese aspecto, pues, se situó la crítica de

la antropología social británica tradicional (véase especialmente Bloch 1971,

1974, 1977; Terray 1975).

Además de criticar y revisar la ecología cultural y la antropología social

británica, los marxistas estructurales dirigieron su atención a los fenómenos

culturales. A diferencia de los ecólogos culturales, los marxistas

estructurales no despacharon las creencias culturales y las categorías nativas

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LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA SHERRY B. ORTNER / 11

como algo irrelevante para las operaciones reales u objetivas de la sociedad;

tampoco se dedicaron a mostrar que creencias culturales aparentemente

irracionales, como la vaca sagrada, tenían en realidad funciones adaptativas

prácticas. Del mismo modo que en el mundo real la Nueva Izquierda

abordaba los problemas culturales (el estilo de vida, la conciencia) de forma

más seria que la Vieja Izquierda, los marxistas estructurales asignaron a los

fenómenos culturales (creencias, valores, clasificaciones) al menos una

función básica en su modelo del proceso social. Concretamente, la cultura se

convirtió en la “ideología” y fue considerada desde el punto de vista de su

papel en la reproducción social: la legitimación del orden establecido,

mediando las contradicciones en la base y mistificando las fuentes de la

explotación y la desigualdad en el sistema (O'Laughlin 1974; Bloch 1977;

Godelier 1977).

Así pues, una de las virtudes del marxismo estructural fue que en su

esquema había un lugar para todo. Al negarse a considerar como empresas

opuestas las indagaciones sobre las relaciones materiales y sobre la

“ideología”, sus practicantes establecieron un modelo en el que los dos

“niveles” se relacionaban entre sí a través de un núcleo de procesos

sociales/políticos/económicos. En este sentido, ofrecían una mediación

explícita entre los “materialistas” e “idealistas” de la antropología de los

años sesenta. La mediación era bastante mecánica, como discutiremos

enseguida, pero ahí estaba.

Más importante, a mi juicio, es que los marxistas estructurales volvieron a

introducir en escena una sociología relativamente poderosa. Fertilizaron las

categorías socio-antropológicas británicas con las marxistas y construyeron

un modelo extendido de organización social (el “modo de producción”) que

luego procedieron a aplicar sistemáticamente a casos particulares. Mientras

que otros marxistas subrayaban casi exclusivamente las relaciones de

organización política/económica (la “producción”), los marxistas

estructurales eran, después de todo, antropólogos y estaban entrenados para

prestar atención al parentesco, la descendencia, el matrimonio, el

intercambio, la organización doméstica y cosas parecidas. Incluyeron, pues,

esos elementos en sus consideraciones sobre las relaciones políticas y

económicas (a menudo dándoles un envoltorio más marxista al denominarles

“relaciones de reproducción”) y el resultado global fue la producción de

ricas y complejas representaciones de procesos sociales en casos concretos.

Dada la relativa escasez, ya mencionada, de un análisis sociológico detallado

en las distintas escuelas de los sesenta, ésta era una contribución importante.

Dicho todo lo anterior, cabe no obstante reconocer que el marxismo

estructural adolecía de varios problemas. En primer lugar, el estrechamiento

del concepto de cultura hasta hacerlo coincidir con el de “ideología”, que

tenía el poderoso efecto de permitir a los analistas conectar las concepciones

culturales con las estructuras específicas de las relaciones sociales, era

demasiado extremo y planteó el problema de relacionar de vuelta la

ideología con nociones de cultura más generales. Por otro lado, la tendencia

a considerar la cultura/ideología principalmente desde el punto de vista de

mistificación dio un gusto decididamente funcionalista a la mayoría de los

estudios culturales o ideológicos amparados en esta escuela, puesto que la

conclusión de dichos análisis era mostrar cómo el mito, el ritual, el tabú o

cualquier otra cosa mantenía el statu quo. Por último, y esto es más grave,

aunque los marxistas estructurales aportaron una manera de mediar los

“niveles” material e ideológico, en realidad no desafiaron la idea de que tales

niveles fueran analíticamente discernibles en primera instancia. Así, a pesar

de criticar la noción durkheimiana (y parsoniana) de “lo social” como la

“base” del sistema, se limitaron a ofrecer una “base” más profunda y

pretendidamente más real y objetiva. Y a pesar de intentar descubrir

funciones más importantes para la “superestructura” (o a pesar de afirmar

que la identificación concreta de qué constituye la base y qué la

superestructura varía culturalmente y/o históricamente —o incluso, bien que

de manera ocasional y vaga, que la superestructura es parte de la base—),

continuaron reproduciendo la idea de que es útil mantener semejante

conjunto de apartados analíticos.

En este sentido, puede verse que el marxismo estructural aún estaba muy

enraizado en los años sesenta. Aunque inyectó una dosis saludable de

sociología en el esquema anterior de categorías y aunque esa sociología se

concebía de manera relativamente original, no revisó radicalmente los

compartimentos básicos del pensamiento de los sesenta. Además, a

diferencia de la escuela de la económica política y otras aproximaciones más

recientes que abordaremos en breve, el marxismo estructural era en gran

medida no-histórico, un factor que, de nuevo, lo ató a las formas anteriores

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LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA SHERRY B. ORTNER / 12

de antropología. De hecho, cabe suponer que fue en parte esa confortable

mezcla de viejas categorías y asunciones envueltas en una nueva retórica

crítica lo que hizo tan atractivo en su día al marxismo estructural. Era en

muchos aspectos el vehículo perfecto para aquellos académicos que habían

sido educados en una era anterior, pero que, en los años setenta, sentían el

tirón del pensamiento y la acción críticos que estallaban a su alrededor.

La economía política

La inspiración de la escuela de la económica política procede primariamente

de las teorías de los sistemas mundiales y el subdesarrollo en sociología

política (Wallerstein 1976; Gunder Frank 1967). En contraste con el

marxismo estructural, que se centró principalmente en sociedades o culturas

relativamente discretas —al modo de los estudios antropológicos

convencionales—, los economistas políticos han desplazado su objeto a los

sistemas regionales político/económicos a gran escala (p.ej., Han 1982).

Cuando han intentado combinar este enfoque con un trabajo de campo

tradicional en comunidades o microrregiones concretas, su investigación

generalmente ha adoptado la forma de un estudio de los efectos de la

penetración capitalista en esas comunidades (p.ej., American Ethnologist

1978; Schneider y Schneider 1976). El énfasis en el impacto de fuerzas

externas y en las formas con que las sociedades cambian o evolucionan

principalmente en respuesta adaptativa a ese impacto, enlaza por ciertas vías

la escuela económico-política con la ecología cultural de los años sesenta; de

hecho, muchos de sus actuales practicantes fueron educados en esa escuela

(p.ej., Ross 1980). Pero, si para la ecología cultural de los sesenta —que

normalmente estudiaba sociedades relativamente “primitivas”— las fuerzas

externas importantes eran las del medio natural, para los economistas

políticos de los setenta —que generalmente estudian a “campesinos”— las

fuerzas externas importantes son las del estado y el sistema capitalista

mundial.

En el nivel de la teoría, los economistas políticos difieren en parte de sus

antepasados ecológico-culturales porque muestran una mayor voluntad de

incorporar problemas culturales o simbólicos en sus investigaciones (p.ej.,

Schneider 1978; Riegelhaupt 1978). Concretamente, su trabajo tiende a

abordar los símbolos involucrados en el desarrollo de la identidad de clase o

grupo, en el contexto de luchas político/económicas de un tipo u otro. La

escuela económico-política se solapa así con la floreciente industria de la

“etnicidad”, aunque la literatura sobre este último campo me resulta

demasiado vasta y demasiado amorfa como para hacer aquí algo más que

saludar a su paso. En todo caso, la disposición de los economistas políticos a

prestar atención a los procesos simbólicos, aunque sea de forma limitada,

forma parte de la relajación general de la vieja guerra entre materialismo e

idealismo de los años sesenta.

El énfasis de esta escuela en grandes procesos regionales también resulta

saludable, al menos hasta cierto punto. Los antropólogos tienen tendencia a

tratar las sociedades, incluso las aldeas, como si fueran islas volcadas hacia

sí mismas, con una escasa percepción de los sistemas mayores de relaciones

en los que esas unidades se incluyen. Los ocasionales trabajos que han

considerado las sociedades en un contexto regional mayor (p.ej., Political

Systems of Highland Burma, de Edmund Leach) han constituido una especie

de fenómeno inclasificable (aunque admirado). Ignorar el hecho de que los

campesinos forman parte de los estados y de que incluso las sociedades y

comunidades “primitivas” están invariablemente enlazadas en sistemas más

amplios de intercambios de toda clase, implica distorsionar seriamente los

datos; la virtud de los economistas políticos es recordarnos esto.

Finalmente, a los economistas políticos ha de reconocérseles su decidido

énfasis en la importancia de la historia para los estudios antropológicos. No

son los primeros en haberlo hecho ni son los únicos en hacerlo; hablaré más

sobre el acercamiento entre antropología e historia en las conclusiones de

este ensayo. No obstante, los miembros de esta escuela son quienes parecen

más comprometidos con una antropología totalmente histórica y quienes

están produciendo un trabajo sostenido y sistemático basado en tal

compromiso.

En el lado negativo del balance, podemos lamentar primero que el modelo

económico-político sea demasiado económico, demasiado estrictamente

materialista. Se oye hablar mucho de sueldos, mercado, dinero en efectivo,

explotación económica, subdesarrollo, etc., pero no lo suficiente de las

relaciones de poder, dominación, manipulación, control, etc., en que esas

relaciones económicas tienen lugar y que para los actores constituyen gran

parte de la injusticia económica que sufren. En otras palabras: la economía

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LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA SHERRY B. ORTNER / 13

política no es lo bastante política.

Mi objeción principal, sin embargo, apunta a un nivel más profundo del

modelo teórico de la economía política. Concretamente, encuentro

cuestionable, por decirlo suavemente, la visión del mundo centrada en el

capitalismo, sobre todo para la antropología. En el propio núcleo del modelo

late el supuesto de que virtualmente todo lo que estudiamos ha sido tocado

ya (“penetrado”) por el sistema capitalista mundial y que, por consiguiente,

gran parte de lo que vemos en nuestros trabajos de campo y describimos en

nuestras monografías debe entenderse como algo que se ha conformado en

respuesta a ese sistema. Quizá esto sea verdad para los campesinos europeos,

pero incluso en este caso una querría al menos dejar la cuestión abierta. Sin

embargo, cuando profundizamos más en ese “centro”, el supuesto se vuelve

realmente muy problemático. Una sociedad, incluso una aldea, tiene su

propia estructura e historia y éstas deben ser tan parte del análisis como sus

relaciones con el contexto más amplio en cuyo seno operan. (Véase una

visión más equilibrada en Joel Kahn [1980].)

Los problemas derivados de la perspectiva centrada en el capitalismo

también afectan a la perspectiva de los economistas políticos sobre la

historia. La historia se trata a menudo como algo que llega, al modo de un

navío, desde fuera de la sociedad en cuestión. De este modo no captamos la

historia de esa sociedad, sino el impacto de (nuestra) historia en esa

sociedad. Los informes elaborados desde dicha perspectiva son con

frecuencia muy poco satisfactorios desde el punto de vista de las

preocupaciones antropológicas tradicionales: la organización y la cultura

efectivas de la sociedad en cuestión. Los estudios tradicionales tenían, por

supuesto, sus propios problemas con respecto a la historia. Frecuentemente

se nos presentaban con un pequeño capítulo inicial sobre el “trasfondo

histórico” y un inadecuado capítulo final sobre el “cambio social”. Los

estudios de la economía política invierten esa relación, pero sólo para crear

el problema inverso.

Los economistas políticos tienden, además, a situarse más en el navío de

la historia (capitalista) que en la costa donde aquél atraca. Afirman, en

efecto, que nunca podremos conocer la apariencia de ese otro sistema en lo

relativo a sus aspectos “tradicionales” y particulares. Al advertir que buena

parte de lo que vemos como tradición es de hecho una respuesta ante el

impacto occidental —así reza el argumento—, no sólo conseguimos una

representación más exacta de lo que está ocurriendo, sino que al mismo

tiempo reconocemos los efectos perniciosos de nuestro propio sistema sobre

los otros. Tal opinión está también presente, si bien en clave de indignación

y/o desesperación en lugar de pragmatismo, en varias obras recientes que

cuestionan filosóficamente el que podamos conocer verdaderamente al

“otro” —el ejemplo principal es Orientalism, de Edward Said (véase

también Rabinow 1977; Crapanzano 1980; Riesman 1977)—.

Ante dicha postura sólo podemos responder: inténtenlo. Desde el punto de

vista de nuestras teorías y nuestras prácticas, el esfuerzo es tan grande como

importantes sus resultados. El empeño en percibir los otros sistemas desde el

mismo suelo es la base, quizá la única base, de la contribución original de la

antropología a las ciencias humanas. Nuestra capacidad de adoptar la

perspectiva de la gente que deambula en la costa adonde arriba el navío

occidental, principalmente desarrollada en el trabajo de campo, es la que nos

permite aprender algo más allá de lo que ya sabemos —incluso en nuestra

propia cultura—. (De hecho, a medida que un creciente número de

antropólogos realiza su trabajo de campo en culturas occidentales,

incluyendo los Estados Unidos, se hace más patente la importancia de

mantener una capacidad de percibir la otredad incluso en la puerta de al

lado.) Aun más, es nuestra ubicación “sobre el suelo” la que nos sitúa en

posición de percibir a las personas no meramente como entes que reaccionan

de forma pasiva ante algún “sistema” y lo ponen en escena, sino como

agentes y sujetos activos en su propia historia.

Para concluir este apartado, debo confesar que mi localización de la

escuela económico-política en los años setenta tiene algo de maniobra

ideológica. De hecho, la economía política está muy viva y sana en los años

ochenta y probablemente prosperará por algún tiempo. Por tanto, mi

periodización, como la de todas las historias, sólo en parte se relaciona con

el tiempo real. He incluido la economía política y el marxismo estructural

dentro de este periodo/categoría porque ambas escuelas continúan

compartiendo un conjunto de supuestos distinto a aquél que pretendo

subrayar para la antropología de los años ochenta. Ambas asumen

concretamente, junto con las antropologías anteriores, que la acción humana

y el proceso histórico están casi completamente determinados de forma

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LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA SHERRY B. ORTNER / 14

estructural o sistémica. Sea la mano oculta de la estructura o la capacidad

destructiva del capitalismo la que se considere como el agente de la

sociedad/historia, lo cierto es que éste no se sitúa de alguna manera relevante

en personas reales que hacen cosas reales. Tales son precisamente las

aproximaciones de las que parecen estar intentando liberarse al menos

algunos antropólogos, así como algunos especialistas en muchos otros

campos, a medida que entramos en la presente década.

EN LOS AÑOS OCHENTA: LA PRÁCTICA

Comencé este artículo señalando la precisión de los comentarios de Wolf

con respecto a la desintegración del campo de la antropología, aun cuando se

reconozca el escaso grado de integración que ha tenido en el pasado.

También sugerí que es posible encontrar, dispersos sobre el paisaje, los

elementos de una nueva tendencia que parece estar cobrando fuerza y

coherencia. En este último apartado, dirijo mi atención hacia esa nueva

tendencia, esbozándola y sujetándola a una crítica preliminar.

Durante los últimos años, ha habido un creciente interés por un análisis

centrado en uno u otro de entre un haz de términos relacionados: práctica,

praxis, acción, interacción, actividad, experiencia, actuación. Un segundo, y

estrechamente relacionado, manojo de términos se centra en el hacedor de

todo lo anterior: agente, actor, persona, yo, individuo, sujeto.

En algunos campos, los movimientos en esta dirección empezaron

relativamente pronto en los años setenta. Algunos de ellos como reacción

directa ante el estructuralismo. En la lingüística, por ejemplo, hubo un

temprano rechazo de la lingüística estructural y un fuerte movimiento

tendente a considerar la lengua como comunicación y actuación (p.ej.,

Bauman y Sherzer 1974; Cole y Morgan 1975). También en antropología

hubo reivindicaciones dispersas de una aproximación más basada en la

acción. En Francia, Pierre Bourdieu publicaba en 1972 su Outline of a

Theory of Practice. En los Estados Unidos, Geertz atacaba tanto los estudios

hipercoherentes de los sistemas simbólicos (muchos de ellos inspirados en

sus propios artículos programáticos) cuanto lo que consideraba el

formalismo estéril del estructuralismo, reclamando en sustitución de todo

ello que los antropólogos entendieran “la conducta humana ... como ...

acción simbólica” (1973a: 10; véase también Dolgin, Kemnitzer y Schneider

1977; Wagner 1975; T. Turner 1969). En Inglaterra, había un ala minoritaria

que criticó las visiones tradicionales de la “estructura social” no desde el

punto de vista del marxismo estructural, sino desde la perspectiva de la

elección individual y la toma de decisiones (p.ej., Kapferer 1976).14

Durante buena parte de los años setenta, sin embargo, los marxistas

estructurales y, después, los economistas políticos siguieron siendo

dominantes, al menos en antropología. Para ellos, los fenómenos sociales y

culturales habían de explicarse primariamente remitiéndolos a mecanismos

sistémicos/estructurales de una clase u otra. Sólo a fines de los setenta

comenzó a menguar la hegemonía del marxismo estructural, si bien no la de

la economía política. En 1978 se publicaba una traducción inglesa del libro

de Bourdieu y fue aproximadamente en ese momento cuando empezaron a

hacerse más audibles las llamadas en favor de una aproximación más

orientada a la práctica. He aquí un muestrario:

Los instrumentos de razonamiento están cambiando y cada vez se representa menos a la sociedad como una máquina elaborada o como un cuasi-organismo, que como un juego serio, un drama callejero o un texto conductista. (Geertz 1980a:168 [1991: 66])

Necesitamos examinar esos sistemas [de parentesco] en acción, para estudiar la táctica y la estrategia, no meramente las reglas del juego. (Barnes 1980:301)

... las concepciones de género en cualquier sociedad han de ser entendidas como aspectos vivos de un sistema cultural a través del cual los actores manipulan, interpretan, legitiman y reproducen las pautas ... que ordenan su mundo social. (Collier y Rosaldo 1981:311)15

¿Qué quieren los actores y cómo pueden conseguirlo? (Ortner 1981:366)

14 La tradición transaccionalista en la antropología británica puede, claro está,

remontarse a Barth y Bailey en los años sesenta, a las primeras obras de Leach (p.ej., 1960) y en última instancia a Raymond Firth (p.ej., 1963, 1951). Véase también Marriott (1976) en los Estados Unidos.

15 Si contara con más espacio, defendería que la antropología feminista ha constituido uno de los primeros ámbitos en donde se ha desarrollado una aproximación a la práctica. El artículo de Collier y Rosaldo (1981) es un buen ejemplo. Véase también Ortner (1981).

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LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA SHERRY B. ORTNER / 15

Si el análisis estructural/semiótico ha de extenderse a la antropología general sobre la base del modelo de su pertinencia para el “lenguaje”, entonces lo que se pierde no es meramente la historia y el cambio, sino la práctica —la acción humana en el mundo—. Algunos podrían pensar que lo que se está perdiendo es todo aquello sobre lo cual versa la antropología. (Sahlins 1981:6)

Al igual que ocurriera con la fuerte tendencia revisionista de los años

setenta, el actual movimiento parece exceder ampliamente el campo de la

antropología. En lingüística, Alton Becker, en un artículo muy citado, ha

dado énfasis a las cuestiones del texto en construcción por encima de y

frente a la reificación de El Texto (1979). En sociología, el interaccionismo

simbólico y otras formas de la denominada microsociología parecen estar

polarizando una nueva atención16 y Anthony Giddens ha conceptuado la

relación entre estructura y “agencia” como uno de los “problemas centrales”

de la teoría social moderna (1979). En historia, E. P. Thompson ha dirigido

su ataque contra los teóricos (todos, desde los parsonianos hasta los

estalinistas) que tratan “la historia como un 'proceso sin sujeto' [y] coinciden

en la expulsión de la agencia humana del campo de la historia” (1978:79).

En los estudios literarios, Raymond Williams insiste en que la literatura debe

abordarse como el producto de prácticas particulares y, a quienes abstraen de

la práctica la obra literaria, les acusa de realizar “una gesta ideológica

extraordinaria” (1977:46). Si fuéramos un poco más allá —y aquí pisamos

un terreno peligroso— podríamos entender incluso el movimiento global de

la sociobiología como parte de esta tendencia general, en la medida que

identifica el mecanismo evolutivo, ya no con la mutación al azar, sino con la

elección intencional por parte de unos actores que intentan maximizar su

éxito reproductivo. (Probablemente debo decir, aquí y no en una nota a pie

de página, que tengo un abanico de objeciones muy fuertes contra la

sociobiología. Con todo, no creo que sea excesivo entender su emergencia

como parte del amplio movimiento al que aquí estoy prestando atención.)

La aproximación de la práctica es diversa y no intentaré comparar y

contrastar su muchas ramas. En lugar de eso, seleccionaré para su discusión

un número de trabajos que parecen compartir una orientación común dentro

16 Mayer Zald, comunicación personal, en el Social Science History Seminar

(Universidad de Michigan), 1982.

del conjunto mayor, una orientación que a mí me parece particularmente

prometedora. No pretendo canonizar ninguno de estos trabajos ni deseo

proponer un nombre para el subconjunto y dotarle de más realidad de la que

tiene. Lo que aquí hago se parece más a los primeros pasos del revelado de

una fotografía: convertir una forma latente en algo reconocible.

Cabe empezar contrastando, de una manera general, este grupo (o

subconjunto) de nuevos trabajos orientados a la práctica con ciertas

aproximaciones más establecidas, sobre todo con el interaccionismo

simbólico en sociología (Blumer 1962; Goffman 1959; véase también, en

antropología, Berreman 1962 y, más recientemente, Gregor 1977) y con lo

que en antropología se denominó transaccionalismo (Kapferer 1976,

Marriott 1976, Goody 1978, Barth 1966, Bailey 1969). El primer punto por

señalar es que estas últimas aproximaciones se elaboraron en oposición a la

visión dominante del mundo como algo ordenado por reglas y normas,

esencialmente parsoniana/durkheimiana.17 Aun reconociendo la existencia

de organización institucional y configuración cultural, los interaccionistas

simbólicos y los transaccionalistas intentaron, no obstante, minimizar o

poner entre paréntesis la relevancia de esos fenómenos en la tarea de

entender la vida social:

Desde el punto de vista de la interacción simbólica, la organización social es un marco dentro del cual desarrollan sus acciones las unidades actuantes. Rasgos estructurales como la “cultura”, los “sistemas sociales”, la “estratificación social” o las “reglas sociales”, establecen las condiciones de sus acciones pero no determinan sus acciones. (Blumer 1962:152)

Los nuevos teóricos de la práctica, por otro lado, comparten la noción de

que “el sistema” (en una variedad de sentidos que abordaremos más

adelante) tiene de hecho un efecto muy poderoso, incluso “determinante”,

sobre la acción humana y la forma de los acontecimientos. Su interés en el

estudio de la acción y la interacción no implica, pues, negar o minimizar este

punto, sino que expresa más bien una urgente necesidad de entender de

17 Parsons y sus colegas dieron al término “acción” un lugar central en su

esquema (1962 [1951]), pero lo que entendían por tal concepto era esencialmente la puesta en escena de reglas y normas. Bourdieu, Giddens y otros han señalado esto y en parte han formulado sus argumentos contra tal posición.

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LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA SHERRY B. ORTNER / 16

dónde viene “el sistema” —cómo es producido y reproducido y cómo puede

haber cambiado en el pasado o puede cambiar en el futuro—. Como

argumenta Giddens en su reciente e importante obra (1979), el estudio de la

práctica no es una alternativa antagónica al estudio de los sistemas o

estructuras, sino un complemento necesario.

El otro aspecto importante de la nueva orientación de la práctica, que la

diferencia significativamente de las anteriores aproximaciones interaccio-

nistas y transaccionalistas, reside en una palpable influencia marxista

heredada de los años setenta. Esto resulta parcialmente visible en las formas

de considerar cosas como la cultura y/o la estructura. Esto es: aunque los

nuevos teóricos de la práctica comparten con la antropología de los sesenta

un fuerte sentido del poder conformador de la cultura/estructura, ese poder

se entiende, de forma un tanto oscura, como una cuestión de “constricción”,

“hegemonía” y “dominación simbólica”. Más abajo volveremos con mayor

detenimiento a esta idea. Más genéricamente, la influencia marxista ha de

verse en el supuesto de que, con propósitos analíticos, las formas más

importantes de acción o interacción sean aquéllas que se insertan en

relaciones asimétricas o de dominación; que sean estas clases de acción o

interacción las que mejor expliquen la forma de cualquier sistema dado en

cualquier tiempo dado. Ya se trate de abordar directamente la interacción

(incluso la “lucha”) entre actores asimétricamente relacionados, o ya, más

ampliamente, de definir a los actores (cualquier cosa que hagan) desde el

punto de vista de los roles y estatus derivados de las relaciones asimétricas

en que participan, la aproximación tiende a resaltar la asimetría social como

la dimensión más importante tanto de la acción como de la estructura.

No todos los actuales trabajos orientados a la práctica manifiestan la

influencia marxista. Algunos de ellos —al igual que el propio

interaccionismo simbólico y el propio transaccionalismo— están más en el

espíritu de Adam Smith. Los miembros del subconjunto que me ocupa, sin

embargo, implícita o explícitamente comparten, si no una fidelidad

sistemática a la teoría marxista per se, al menos sí el regusto crítico de la

antropología de los años setenta.

Con todo, hablar de una influencia marxista en todo esto supone en

realidad oscurecer un aspecto importante de lo que está ocurriendo: una

interpenetración, casi una fusión, entre los marcos marxista y weberiano. En

los años sesenta se subrayó la oposición entre Marx y Weber en tanto que

“materialista” uno e “idealista” el otro. Los teóricos de la práctica, por el

contrario, se basan en un conjunto de autores que interpretan el corpus

marxista de manera tal que lo hacen en gran medida compatible con las

posiciones de Weber. Si Weber situó al actor en el centro de su modelo,

estos autores dan énfasis a las cuestiones de la praxis humana en Marx. Si

Weber subsumió lo económico en lo político, estos autores engloban la

explotación económica en la dominación política. Y si Weber se interesó de

manera central en el ethos y la conciencia, estos autores subrayan cuestiones

similares en la obra de Marx. El hecho de escoger a Marx antes que a Weber

como teórico de referencia es una suerte de movimiento táctico. En realidad,

el marco teórico en cuestión muestra deudas con ambos. (En el nivel teórico,

véase Giddens 1971; Williams 1976; Avineri 1971; Ollman 1971; Bauman

1973; Habermas 1973; Goldmann 1977. Para asomarse a análisis de casos

sustantivos en esta línea weberiano-marxista, véase Thompson 1966;

Williams 1973; Genovese 1976.)

En lo que sigue procederé a explicar y evaluar la “nueva” posición de la

“práctica” formulando una serie de preguntas: ¿Qué es lo que intenta

explicar una aproximación a la práctica? ¿Qué es la práctica? ¿Cómo se

motiva? Y ¿qué tipos de relaciones analíticas se postulan en el modelo?

Permítaseme subrayar muy claramente que no ofrezco aquí una teoría

coherente de la práctica. Simplemente ordeno y discuto, de una manera muy

preliminar, algunos de los ejes centrales de dicha teoría.

¿Qué es lo que quiere explicarse?

Como ya se indicó, la moderna teoría de la práctica se orienta a explicar la(s)

relación(es) existentes entre la acción humana, por un lado, y, por otro,

alguna entidad global que podemos llamar “el sistema”. Las preguntas

relativas a esas relaciones pueden plantearse en cualquiera de las dos

direcciones —el impacto del sistema en la práctica y el impacto de la

práctica en el sistema—. Más abajo abordaremos cómo operan esos

procesos. Ahora hemos de decir unas palabras sobre la naturaleza de “el

sistema”.

En dos recientes trabajos antropológicos que explícitamente intentan

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LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA SHERRY B. ORTNER / 17

elaborar un modelo basado en la práctica (Bourdieu 1978 [1972]; y Sahlins

1981), los autores adoptan nominalmente una visión franco-estructuralista

del sistema (las pautas de relaciones entre categorías y las de relaciones

entre relaciones). De hecho, sin embargo, los habitus de Bourdieu y los

“dramas cosmológicos” de Sahlins se comportan de muchas maneras como

el concepto norteamericano de cultura, combinando elementos de ethos,

afecto y valor con esquemas de clasificación más estrictamente cognitivos.

La elección de una perspectiva francesa o norteamericana sobre el sistema

tiene ciertas consecuencias en la forma global del análisis, pero aquí no las

exploraremos. Lo importante es que los antropólogos de la práctica asumen

que la sociedad y la historia no son simplemente sumas de respuestas y

adaptaciones ad hoc ante estímulos particulares, sino que están gobernadas

por esquemas organizadores y de valores. Son estos esquemas (encarnados,

por supuesto, en formas institucionales, simbólicas y materiales) los que

constituyen el sistema.

El sistema, además, no es descompuesto en unidades como las de base y

superestructura o sociedad y cultura, sino que se considera más bien un todo

relativamente coherente. Una institución —digamos, un sistema

matrimonial— es al tiempo un sistema de relaciones sociales, arreglos

económicos, procesos políticos, categorías culturales, normas, valores,

ideales, pautas emocionales, etc. No se hace ningún intento de ordenar tales

componentes en niveles y asignar primacía a uno u otro nivel. Tampoco, por

ejemplo, se asigna el matrimonio en conjunto a “la sociedad”, mientras que

la religión se asigna a la “cultura”. Una aproximación centrada en la práctica

no tiene ninguna necesidad de descomponer el sistema en fragmentos

artificiales como los de base y superestructura (ni de defender cuál

determina a cuál), porque el esfuerzo analítico no busca explicar un

fragmento del sistema refiriéndolo a otro, sino explicar el sistema como un

todo íntegro (lo cual no equivale a decir un todo armoniosamente integrado)

refiriéndolo a la práctica.

Pero al tiempo que el sistema se entiende como un todo íntegro, no todas

sus partes o dimensiones tienen una importancia analítica equivalente. En el

núcleo del sistema, conformándolo y deformándolo, están las realidades

concretas de asimetría, desigualdad y dominación en un tiempo y lugar

dados. Raymond Williams, un historiador literario/cultural marxista, reúne la

insistencia en el holismo y la posición privilegiada de la dominación,

característica de esta perspectiva. Optando por el término “hegemonía” de

Antonio Gramsci como rótulo para referirse al sistema, el autor sostiene que

“hegemonía” es un concepto que a la vez incluye y va más allá de dos poderosos conceptos anteriores: el de “cultura” como un “proceso social global”, en el que los hombres definen y conforman sus vidas; y el de “ideología” en cualquiera de sus sentidos marxistas, en el que un sistema de significados y valores es la expresión de la proyección de un interés de clase particular.

“Hegemonía” va más allá de “cultura” en su insistencia por relacionar el “proceso social global” con las distribuciones concretas del poder y la influencia. Decir que los hombres definen y conforman sus vidas sólo es verdad en abstracto. En toda sociedad real hay desigualdades concretas en los medios y, por tanto, en la capacidad de comprender ese proceso. ... Gramsci introduce, por consiguiente, el reconocimiento necesario de la dominación y la subordinación en lo que, sin embargo, aún espera ser reconocido como un proceso global.

Es justamente en ese reconocimiento de la totalidad del proceso donde el concepto de “hegemonía” va más allá del de “ideología”. Lo decisivo no es sólo el sistema consciente de ideas y creencias, sino el proceso global vivido en tanto que prácticamente organizado por significados y valores concretos y dominantes. ...

[La hegemonía] es en el sentido más fuerte una “cultura”, pero una cultura que ha de verse también como la dominación y la subordinación vividas de clases particulares (Williams 1977:108-109, 110).

Así pues, lo que trata de explicar una teoría de la práctica es la génesis, la

reproducción y el cambio de forma y significado de un todo social/cultural

determinado, definido —más o menos— en este sentido.

¿Qué es la práctica?

En principio, la respuesta a esta pregunta resulta casi ilimitada: todo lo que

hacen las personas. No obstante, dada la centralidad de la dominación en el

modelo, las formas más significativas de práctica son aquéllas con

implicaciones políticas, deliberadas o no. Pero, de nuevo, todo lo que las

personas hacen tiene tales implicaciones. De modo que el estudio de la

práctica es, a fin de cuentas, el estudio de todas las formas de acción

humana, pero desde una perspectiva particular —política—.

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LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA SHERRY B. ORTNER / 18

Más allá de esta idea general, pueden introducirse distinciones

adicionales. Antes que nada, está la cuestión de cuáles son las unidades

actuantes. Hasta la fecha, la mayor parte de la antropología de la práctica

entiende que esas unidades son los actores individuales, ya sean individuos

históricos reales o tipos sociales (“mujeres”, “plebeyos”, “obreros”,

“hermanos menores”, etcétera). El analista adopta a estas personas y a sus

hechos como punto de referencia para entender una sucesión particular de

acontecimientos y/o para entender los procesos involucrados en la

reproducción o el cambio de algún conjunto de rasgos estructurales. En

contraste con un corpus abundante de obras en el campo de la historia, en

antropología se ha trabajado relativamente poco acerca de acciones

colectivas concertadas (pero véase Wolf 1969; Friedrich 1970; Blu 1980;

véase también la literatura sobre los cultos cargo, especialmente Worsley

1968). No obstante, aun en los estudios sobre una acción colectiva, la

colectividad se maneja metodológicamente como un solo sujeto. A lo largo

de este apartado discutiremos algunos de los problemas que surgen del

esencial individualismo que exhiben la mayoría de las formas actuales de

teoría de la práctica.

Un segundo conjunto de cuestiones tiene que ver con la organización

temporal de la acción. Algunos autores (Bourdieu es un ejemplo) tratan la

acción en términos de decisiones relativamente ad hoc y/o de

“movimientos” de plazo relativamente corto. Otros sugieren, aun cuando

no desarrollan la idea, que los seres humanos actúan dentro de planes o

programas que siempre tienen mayor alcance que cualquier movimiento

aislado; que, de hecho, la mayoría de los movimientos sólo es inteligible en

el contexto de esos planes más amplios (Sahlins [1981] alude a esto, como lo

hacen Ortner [1981] y Collier y Rosaldo [1981]; véase un ejemplo más

antiguo en Hart y Pilling [1960]). Muchos de esos planes son

proporcionados por la cultura (el ciclo de vida normativo, por ejemplo), pero

muchos otros han de ser construidos por los actores mismos. Sin embargo,

hasta los proyectos generados (“creativamente”) por los actores tienden a

adoptar formas estereotipadas, en la medida que las constricciones y los

recursos del sistema son relativamente constantes para los actores situados

en posiciones similares. En todo caso, un énfasis en “proyectos” de amplio

alcance en lugar de en “movimientos” particulares subraya la idea de que la

acción misma tiene una estructura (de desarrollo), además de operar en, y en

relación con, una estructura.

Finalmente, está la cuestión relativa a los tipos de acción que se

consideran analíticamente centrales en la aproximación actual. Todos

parecen convenir en oponerse a la visión parsoniana o saussuriana, en cuyo

seno la acción se considera una mera puesta en escena o ejecución de reglas

y normas (Bourdieu 1978; Sahlins 1981; Giddens 1979). Todos parecen

convenir también en la inutilidad de una suerte de “voluntarismo” romántico

o heroico, que subraye la libertad y la relativamente irrestricta inventiva de

los actores (p.ej., Thompson 1978). Lo que queda, entonces, es una

perspectiva de la acción formulada en buena medida en términos de

opciones y decisiones pragmáticas y/o de cálculos y estrategias activos.

Tendré más que decir sobre el modelo estratégico en el próximo apartado,

cuando discuta las perspectivas de la motivación implicadas en la teoría de

la práctica. Ahora, no obstante, quiero plantear la duda sobre si la crítica de

la puesta en escena o ejecución no habrá ido demasiado lejos. De hecho, a

pesar de los ataques de Bourdieu y Giddens contra Parsons, los dos autores

reconocen el papel central en la reproducción sistémica de una conducta

altamente pautada y rutinaria. Es precisamente en esas áreas de la vida en

donde la acción procede con menor grado de reflexión —especialmente en el

denominado dominio doméstico— donde tiende a localizarse el

conservadurismo de un sistema. Ya sea porque los teóricos de la práctica

desean dar énfasis al vigor e intencionalidad de la acción, ya sea por un

creciente interés por el cambio en contraste con la reproducción, o ya sea por

ambas cosas, puede que se haya infravalorado indebidamente el grado en

que los actores siguen en realidad normas porque “así lo hacían nuestros

antepasados”.

¿Qué motiva la acción?

Una teoría de la práctica requiere algún tipo de teoría de la motivación. Por

el momento, la teoría dominante de la motivación en la antropología de la

práctica se deriva de la teoría del interés. El modelo es el de un actor

esencialmente individualista y algo agresivo, interesado en sí mismo,

racional, pragmático y quizá también orientado a la maximización. Lo que

hacen los actores —se asume— es perseguir racionalmente lo que desean y

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LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA SHERRY B. ORTNER / 19

lo que desean es aquello que resulta material y políticamente útil para ellos

en el contexto de sus situaciones culturales e históricas.

Las ascuas de la teoría del interés ya se han removido en muchas

ocasiones. Aquí bastará simplemente con señalar algunos puntos que tienen

particular relevancia para los estudios antropológicos de la práctica.

En la medida que la teoría del interés es, aunque no lo pretenda, una teoría

psicológica, resulta demasiado estrecha. En particular porque la racionalidad

pragmática, aunque ciertamente es un aspecto de la motivación, nunca es el

único e incluso no siempre el dominante. Otorgarle el estatus de fuerza

motivadora exclusiva supone marginar del discurso analítico toda una gama

de términos relativos a emociones —necesidad, miedo, sufrimiento, deseo y

otros— que seguramente debe formar parte de la motivación.

Desgraciadamente, los antropólogos han encontrado en general que les

resulta metodológicamente difícil manejar unos actores con demasiada carga

psicológica y, en esto, los teóricos de la práctica no constituyen una

excepción. Hay, sin embargo, un corpus creciente de literatura que explora

la construcción variable del yo, la persona, la emoción y el motivo en

perspectiva intercultural (p.ej., M. Rosaldo 1980, 1981; Friedrich 1977;

Geertz 1973a, 1975; Singer 1980; Kirkpatrick 1977; Guemple 1972). El

crecimiento de este corpus constituye en sí una parte de la amplia tendencia

hacia la elaboración de un paradigma centrado en actores, como lo

constituye el hecho de que el subcampo de la antropología psicológica

parezca estar disfrutando de algo parecido a un renacimiento (p.ej., Paul

1982; Kracke 1978; Levy 1973). Cabe esperar algún cruce fertilizador entre

los estudios de la práctica sociológicamente orientados, con sus visiones

relativamente desnaturalizadas de la motivación, y algunos de esos estudios

sobre la emoción y la motivación con más ricas texturas.

Si la teoría del interés asume demasiada racionalidad en los actores,

también les supone demasiado vigor. La idea de que los actores siempre

están instando demandas, siguiendo metas, avanzando propósitos y cosas por

el estilo puede ser simplemente una perspectiva demasiado energética (y

demasiado política) de cómo y por qué actúan las personas. Cabe recordar

aquí la distinción, subrayada por Geertz, entre la teoría del interés y la teoría

de la tensión (1973c). Si en la teoría del interés los actores siempre están

compitiendo activamente por ganar, en la teoría de la tensión se considera

que los actores experimentan las complejidades de sus situaciones e intentan

resolver los problemas planteados por tales situaciones. De estas nociones se

sigue que la perspectiva de la tensión pone un énfasis mayor en el análisis

del propio sistema, las fuerzas en juego sobre los actores, como manera de

comprender de dónde vienen —por seguir con la expresión que hemos

empleado— los actores. En particular, un sistema se analiza con objeto de

revelar las clases de ataduras con que sujeta a los actores, las clases de

cargas que pone sobre ellos, etc. Este análisis, a su vez, aporta buena parte

del contexto que permite entender los motivos de los actores y los tipos de

proyectos que éstos construyen para afrontar sus situaciones (véase también

Ortner 1975, 1978).

Aunque la teoría de la tensión no rectifica las debilidades psicológicas de

la teoría del interés, sí constituye al menos una exploración más sistemática

de las fuerzas sociales que conforman los motivos. De hecho, puede decirse

que la teoría de la tensión es una teoría de la producción social, y no

psicológica, de “intereses”, entendiéndose éstos menos como expresiones

directas de utilidad y ventaja para los actores y más como imágenes de

soluciones ante las tensiones y problemas experimentados.

Finalmente, una aproximación basada en el interés tiende a ir de la mano

de una acción conceptuada como “movimiento” táctico a corto plazo, en

lugar de un “proyecto” de prolongada trayectoria. Desde el primer punto de

vista, los actores buscan ganancias concretas, mientras que desde el segundo

punto de vista se entiende que los actores están implicados en trans-

formaciones relativamente profundas de sus estados —de sus relaciones con

las cosas, las personas y el yo—. Puede decirse, en el espíritu de Gramsci,

que la acción en la perspectiva del desarrollo de “proyectos” es más una

cuestión de “convertirse en algo” que de “conseguir algo” (1957). En esta

última perspectiva se incluye de manera intrínseca un sentido del motivo y la

acción que los asume conformados no sólo por los problemas en resolución

y las ganancias en consecución, sino por las imágenes e ideales sobre qué

constituye lo bueno —en la gente, en las relaciones y en las condiciones de

vida—.

La anterior es una peculiaridad de la teoría del interés que comparte con

un amplio espectro de analistas y teóricos de la práctica, marxistas y

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LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA SHERRY B. ORTNER / 20

no-marxistas, “viejos” y “nuevos”. La popularidad y durabilidad de la

perspectiva, a pesar de los numerosos ataques y críticas, sugiere que se

requerirán cambios especialmente profundos en nuestras propias prácticas si

algo ha cambiarse en este terreno.

La naturaleza de las interacciones entre la práctica y el sistema

1. ¿De qué modo conforma el sistema a la práctica? La mayoría de los an-

tropólogos —en todo caso la mayoría de los norteamericanos— ha conve-

nido desde hace tiempo en que la cultura conforma, guía e incluso dicta en

cierta medida la conducta. En los años sesenta, Geertz trabajó sobre algunos

de los mecanismos importantes involucrados en este proceso y, en mi

opinión, la mayoría de los teóricos modernos de la práctica, incluyendo a

aquéllos que escriben en términos marxistas y/o estructuralistas, mantienen

una perspectiva esencialmente geertziana. Pero hay ciertos cambios de

énfasis, derivados de la centralidad de la dominación en el marco de la

práctica. En primer lugar, como se señaló antes, el énfasis se ha desplazado

desde lo que la cultura capacita y permite ver, sentir y hacer a las personas,

hacia lo que les restringe e impide ver, sentir y hacer. Además, aunque se

está de acuerdo en que la cultura constituye eficazmente la realidad en que

viven los actores, esa realidad se observa con ojos críticos: ¿por qué ésta y

no alguna otra?, ¿qué tipo de alternativas se impide ver a las personas?

Es importante señalar que esta perspectiva es, al menos en parte, distinta

de una visión de la cultura como mistificación. En esta última, la cultura (=

“ideología”) miente sobre las realidades de las vidas de las personas y el

problema analítico es entender cómo las personas llegan a creer esas

mentiras (p.ej., Bloch 1977). En la aproximación ahora discutida, sin

embargo, hay sólo una realidad que se constituye culturalmente de arriba

abajo. El problema no es el del sistema que miente sobre alguna “realidad”

extrasistémica, sino el de por qué el sistema tiene una cierta configuración

global y el de por qué y cómo se excluyen posibles configuraciones

alternativas.

En todo caso, al abordar la pregunta sobre el modo en que el sistema

constriñe la práctica, el énfasis tiende a situarse en mecanismos

esencialmente culturales y psicológicos: mecanismos de formación y

transformación de la “conciencia”. Aunque se reconocen las constricciones

de tipo material y político, incluida la fuerza, parece haber un acuerdo

general en que la acción está profunda y sistemáticamente constreñida por

las maneras en que la cultura controla las definiciones del mundo de los

actores, limita sus herramientas conceptuales y restringe sus repertorios

emocionales. La cultura se vuelve parte del yo. Hablando del sentido del

honor entre los cabileños, por ejemplo, Bourdieu dice:

... el honor es una disposición permanente, embebida en los mismos cuerpos de los agentes en forma de disposiciones mentales, esquemas de percepción y pensamiento, sumamente generales en su aplicación, como aquéllas que dividen el mundo de acuerdo con las oposiciones entre hombres y mujeres, este y oeste, futuro y pasado, cima y base, derecha e izquierda, etc., y también, a un nivel más profundo, en forma de posturas y posiciones corporales, formas de estar, sentarse, parecer, hablar o caminar. Lo que se llama el sentido del honor no es otra cosa que la disposición cultivada, inscrita en el esquema del cuerpo y los esquemas de pensamiento (1978: 15).

En una dirección similar, Foucault dice del discurso de las “perversiones”:

La maquinaria de poder que apunta a toda esa extraña tensión no busca suprimirla, sino darle una realidad analítica, visible y permanente; fue implantada en los cuerpos, se introdujo bajo los modos de conducta, se convirtió en un principio de clasificación e inteligibilidad, se estableció como una raison d'être y un orden de desorden natural. ... La estrategia que subyace en esta diseminación era reglar con ella la realidad e incorporarla en el individuo (1980:44).

Así, en la medida que la dominación es, a la vez, una cuestión de procesos

culturales y psicológicos y de procesos materiales y políticos, opera

modelando las disposiciones de los actores de modo tal que, en el caso

extremo, “las aspiraciones de los agentes muestran los mismos límites que

las condiciones objetivas de las que son producto” (Bourdieu 1978:166;

véase también Rabinow 1975; Barnett y Silverman 1979; Rabinow y

Sullivan 1979).

Sin embargo, esos mismos autores que subrayan la dominación cultural

ponen, al tiempo, límites importantes al alcance y la profundidad de los

controles culturales. Éstos nunca llegarían al caso extremo antes aludido,

con frecuencia ni siquiera de cerca. Así, aun aceptando la perspectiva de la

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LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA SHERRY B. ORTNER / 21

cultura como fuerza que constriñe, se defiende que la hegemonía siempre es

más frágil de lo que parece y nunca tan total como pretende ella misma (o

como pretende la antropología cultural tradicional). Las razones que se

aducen para apoyar esta concepción son diversas y se relacionan

directamente con las maneras en que los distintos autores conceptúan el

cambio sistémico. Ello nos conduce a nuestro último grupo de preguntas.

2. ¿De qué modo conforma la práctica al sistema? Aquí hay en realidad dos

consideraciones —el modo en que la práctica reproduce el sistema y el

modo en que la práctica transforma el sistema—. Una teoría unificada de la

práctica idealmente debería poder dar cuenta de ambas haciendo uso de un

solo edificio teórico. Por el momento, sin embargo, está claro que cuando se

enfoca la reproducción se tiende a producir una representación bastante

diferente a la que se obtiene cuando se enfoca el cambio; por ello

abordaremos separadamente estas cuestiones.

Empezando con la reproducción, hay que decir que la pregunta acerca del

modo en que las normas, valores y esquemas conceptuales se reproducen por

y para los actores cuenta, por supuesto, con una larga tradición en

antropología. Antes de los años sesenta, al menos en la antropología

norteamericana, se subrayó el papel de las prácticas de socialización como

agentes primarios de este proceso. Sin embargo, en Inglaterra, la influencia

del paradigma durkheimiano generó un énfasis en el ritual. La realización de

distintos tipos de rituales era el medio por el que los actores llegaban a

ligarse con las normas y valores de su cultura y/o el medio por el que eran

purgados, siquiera temporalmente, de los sentimientos disidentes que

pudieran abrigar (p.ej., Gluckman 1955; V. Turner 1969; Beidelman 1966).

El enfoque ritual, o lo que podría denominarse la atención privilegiada hacia

prácticas extraordinarias, se reforzó aun más en los años sesenta y setenta.

Los antropólogos simbólicos norteamericanos adoptaron la concepción del

ritual como una de las principales matrices de la reproducción de la

conciencia (Geertz 1973b; Ortner 1974), aun cuando disintieran en ciertos

aspectos de la aproximación británica. Y los marxistas estructurales

concedieron también un gran peso a la capacidad de los rituales de mediar

las contradicciones socio-estructurales y mistificar las operaciones del

sistema. El ritual es de hecho una forma de práctica —la gente lo hace— y

estudiar la reproducción de la conciencia, mistificada o no, en los procesos

de conducta ritual no es sino estudiar una de las maneras en que la práctica

reproduce el sistema.

Las nuevas aproximaciones a la práctica, sin embargo, subrayan más las

prácticas de la vida cotidiana. Aunque los trabajos anteriores no ignoraban

ésta en absoluto, ahora se le supone una mayor prominencia. Así, a pesar de

su énfasis en los momentos más intencionales de la práctica, Bourdieu

también dedica una meticulosa atención a las pequeñas rutinas que las

personas repiten, una y otra vez, al trabajar, comer, dormir y relajarse, así

como a los pequeños escenarios acordes con las buenas maneras que

aquéllas recomponen una y otra vez en la interacción social. Todas estas

rutinas y escenarios se basan en, y encarnan por sí mismos, las categorías

fundamentales de ordenación temporal, espacial y social que organizan y

subyacen en el sistema en su conjunto. Al ejecutar esas rutinas, los actores

no sólo continúan siendo conformados por los principios organizadores

subyacentes de que se trate, sino que continuamente refrendan esos

principios materializándolos en el mundo de la observación y el discurso

públicos.

Una pregunta que acecha tras todo esto es si de hecho toda la práctica,

todo lo que todos hacemos, incluye y reproduce las asunciones del sistema.

Realmente hay aquí una profunda cuestión filosófica: si los actores son seres

totalmente culturales, ¿cómo pueden hacer algo que no transmita de alguna

manera asunciones culturales centrales? En un nivel más prosaico, la

pregunta se traduce en si las prácticas divergentes o no-normativas

constituyen simples variaciones de los temas culturales básicos o bien

implican en verdad modos sociales y culturales alternativos.

Estas dos últimas fórmulas se apoyan en sendos y muy diferentes modelos

del cambio sistémico. Uno es el modelo marxista clásico, en el que las

divisiones del trabajo y las asimetrías de las relaciones políticas crean

verdaderas contraculturas incipientes en el sistema dominante. Al menos

algunas prácticas y modos de conciencia de los grupos dominados “escapan”

a la hegemonía prevaleciente. El cambio tiene lugar, entonces, como

resultado de la lucha de clases cuando los grupos anteriormente dominados

logran impulsar e instituir una nueva hegemonía basada en sus propias y

particulares formas de ver y organizar el mundo.

Page 22: Ortner 1984 Theory in Anthropology Since the Sixties (traducción)

LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA SHERRY B. ORTNER / 22

Este modelo plantea un número de problemas que no repasaré aquí.

Simplemente señalaré que parece exagerar las diferencias de orientación

conceptual entre clases u otras entidades asimétricamente relacionadas, en

lugar de considerarlas diferencias tácticas. El modelo parece funcionar mejor

cuando las diferencias de clase son también, históricamente, diferencias

culturales, como ocurre en los casos de colonialismo e imperialismo (p.ej.,

Taussig 1980). Funciona peor en aquellos otros tipos de casos que

típicamente abordan los antropólogos —sistemas culturalmente homogéneos

en los que las desigualdades y asimetrías de orden diverso (basadas, por

ejemplo, en el género, la edad o el parentesco) resultan inseparables de las

complementariedades y reciprocidades que son percibidas de manera

igualmente real e igualmente fuerte—.

Recientemente, Marshall Sahlins ha ofrecido un modelo que deriva el

cambio sistémico de los cambios en las prácticas de un modo bastante

distinto. Sahlins sostiene que no hay porqué hacer equivaler un cambio

radical con la llegada al poder de grupos con cosmovisiones alternativas.

Subraya, en su lugar, la importancia de los cambios de significado que

experimentan las relaciones existentes.

Muy brevemente, Sahlins defiende que las personas con posiciones

sociales diferentes tienen diferentes “intereses” (término éste que Sahlins

lamenta, pero que usa ampliamente) y actúan de acuerdo con ellos. Esto no

implica por sí mismo conflicto o lucha ni que las personas con intereses

diferentes sostengan visiones del mundo radicalmente distintas. Sí implica,

sin embargo, que tratarán de reforzar sus respectivas posiciones cuando surja

la oportunidad, aunque lo harán siguiendo los medios tradicionalmente

disponibles para el tipo de personas y posiciones al que pertenecen. El

cambio tiene lugar cuando las estrategias tradicionales, que asumen pautas

de relaciones tradicionales (p.ej., entre jefes y plebeyos o entre hombres y

mujeres), se despliegan ante nuevos fenómenos (p.ej., la llegada del Capitán

Cook a Hawai) que no responden a esas estrategias de maneras tradicionales.

Este cambio de contexto, esta refracción del mundo real con respecto a las

expectativas tradicionales, pone en cuestión tanto las estrategias de la

práctica como la naturaleza de las relaciones que ellas presuponen:

la pragmática tenía su propia dinámica: relaciones que derrotaron a la intención y a

la convención. El complejo de intercambios que se desarrolló entre hawaianos y europeos... condujo a los primeros a unas condiciones atípicas de conflicto y contradicción internos. Consecuentemente, sus diferentes conexiones con los europeos dotaron a sus propias interrelaciones de un nuevo contenido funcional. Ésta es una transformación estructural. Los valores adquiridos en la práctica vuelven a la estructura como nuevas relaciones entre sus categorías (Sahlins 1981:50).

El modelo de Sahlins es atractivo en varios sentidos. Como ya quedó

señalado, no hace equivaler la divergencia de intereses con una formación

casi contracultural y, por tanto, no se ve forzado a considerar el cambio

desde el punto de vista de una sustitución efectiva de grupos (aunque,

eventualmente, también hay algo de esto en el caso hawaiano).

Adicionalmente, al sostener que el cambio puede ocurrir en gran medida a

través de los intentos (fracasados) de aplicar interpretaciones y prácticas

tradicionales, su modelo une los mecanismos de reproducción y de

transformación. El cambio, afirma, es reproducción fallida. Y finalmente, al

subrayar los cambios de significado como un proceso esencialmente

revolucionario, le da a la propia revolución un carácter menos extraordinario

(aunque no menos dramático a su manera) que el que le prestan los modelos

convencionales con que contamos.

Cabe expresar, no obstante, algunas objeciones menores. En primer lugar,

Sahlins todavía está en lucha con la perspectiva del interés. El

enfrentamiento es breve y el autor ofrece una fórmula que intenta suavizar

algunas de las cualidades más etnocéntricas de dicha perspectiva, pero no

llega a captar en verdad toda la gama de pensamientos y sentimientos que

mueve a los actores a actuar y a hacerlo de formas complejas.

Puede sugerirse, además, que Sahlins hace que el cambio parezca

demasiado fácil. El libro es corto, por supuesto, y el modelo sólo queda

esbozado. Incluso resulta probable que la relativa “apertura” de un sistema

dado, y de diferentes tipos de sistemas, sea empíricamente variable (véase,

p.ej., Yengoyan 1979). No obstante, Sahlins sólo señala de pasada los

muchos mecanismos que, en el curso normal de los acontecimientos, tienden

a mantener el sistema en su sitio a pesar de la existencia de cambios

aparentemente importantes en las prácticas. Los movimientos para mantener

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LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA SHERRY B. ORTNER / 23

el statu quo por parte de aquéllos que poseen intereses en él* tienen quizá

una importancia menor y, en todo caso, pueden provocar un efecto contrario

y producir nuevos e imprevistos resultados. Más importante resulta esa

especie de “obstáculo” introducido en el sistema por el hecho de que los

actores, como resultado de la enculturación, materialicen el sistema además

de vivir en él (véase Bourdieu 1978). Ahora bien, no todos los actores

maduros son tan flexibles. Un modelo adecuado sobre la capacidad de la

práctica para revisar la estructura ha de abarcar con toda probabilidad un

marco de desarrollo a largo plazo, que abarque dos o tres generaciones.

Una idea relacionada se deriva del hecho de que la mayor parte de la

reproducción sistémica tenga lugar por medio de las actividades rutinarias y

las interacciones íntimas de la vida doméstica. En la medida que la vida

doméstica esté aislada de la esfera social mayor (una medida generalmente

mucho mayor que en el caso de la Polinesia), prácticas importantes —rela-

ciones de género y socialización de los niños— permanecerán relativamente

intactas y puede que impidan la transmisión a las siguientes generaciones de

nuevos significados, valores y relaciones entre categorías. Sólo en muy

último extremo se modificará de manera significa —y conservadora— lo

que se transmite.

En pocas palabras, en el camino que vuelve de la práctica a la estructura

hay probablemente muchos más vínculos y muchas más probabilidades de

resbalar que las que permite la relativamente suave explicación de Sahlins.

No obstante, aunque el curso del cambio estructural sea más difícil de lo que

asume Sahlins, éste presenta una explicación convincente de cómo puede

resultar más fácil de lo que algunos afirman.

Concluyo esta sección final con dos reservas más allá de las ya

expresadas. La primera concierne a la centralidad de la dominación en el

edificio teórico contemporáneo de la práctica o, al menos, en el de ese

segmento que aquí hemos tratado. Estoy tan convencida como otros de que

penetrar en el funcionamiento de las relaciones sociales asimétricas implica

penetrar en el corazón de gran parte de lo que sucede en un sistema dado.

Estoy igualmente persuadida, sin embargo, de que semejante empresa,

* Estos movimientos, protagonizados por las élites, son los que Sahlins parece

subrayar en el caso hawaiano. [N. del T.]

adoptada por sí misma, resulta unilateral. Las pautas de cooperación,

reciprocidad y solidaridad constituyen la otra cara de la moneda del ser

social. En el presente contexto post-años-setenta, las perspectivas de lo

social en términos de reparto, intercambio y obligación moral —“la difusa y

duradera solidaridad” según reza la famosa frase de David Schneider— se

conceptúan principalmente como ideología. A menudo son ideológicas, por

supuesto. Con todo, una perspectiva hobbesiana de la vida social

seguramente sea tan sesgada como una que retorne a Rousseau. Un modelo

adecuado ha de abarcar todo el conjunto.

Mi segunda nota no es tanto una reserva crítica como una especie de

juego con una ironía anclada en el núcleo del modelo de la práctica. La

ironía, aunque algunos puedan no percibirla como tal, es la siguiente: que,

aunque las intenciones de los actores reciben un lugar central en el modelo,

el cambio social importante no tiene lugar principalmente como una

consecuencia intencional de la acción. Por muy racional que pueda ser la

acción, el cambio es principalmente un derivado, una consecuencia

imprevista de la acción. Al querer concebir niños con un mana superior y

yacer con los marineros británicos, las mujeres hawaianas se convirtieron en

agentes del espíritu del capitalismo en su sociedad. Al querer conservar sus

estructuras y reducir las anomalías matando a un “dios” que en realidad no

era sino el capitán Cook, los hawaianos pusieron en movimiento una cadena

de acontecimientos que finalmente derrocó a sus dioses y a sus jefes y

provocó el derrumbe del mundo que conocían. Decir que la sociedad y la

historia son producto de la acción humana es decir verdad, pero sólo en un

cierto sentido irónico. Raramente son el producto que los actores mismos

pretenden conseguir.18

18 Michel Foucault, cuyas más recientes obras (1979 y 1980) forman claramente

parte de la actual tendencia de la práctica y que está teniendo impacto al menos en algunos sectores de la antropología, ha formulado muy bien esta idea: “Las personas saben lo que hacen y frecuentemente saben por qué hacen lo que hacen; lo que no saben es qué hace lo que hacen” (citado por Dreyfus y Rabinow 1982: 187). Lamen-to no haber sido capaz de incluir a Foucault en las discusiones de este apartado. El autor ha luchado, en particular, contra algunas de las ramificaciones del individua-lismo que anida en el corazón de buena parte de la teoría de la práctica, aunque no ha salido indemne del combate, pues se ha enredado en otros nudos —tales como una “intentionalidad sin sujeto [y] una estrategia sin un estratega” (ibid.)—.

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LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA SHERRY B. ORTNER / 24

CONCLUSIONES Y PERSPECTIVAS

No ha sido mi intención, como señalé más arriba, hacer un examen

exhaustivo de una sola escuela de pensamiento antropológico durante las dos

últimas décadas. Me he centrado, más bien, en las relaciones entre diversas

tendencias intelectuales de la disciplina, en y a través del tiempo. Tampoco

he hecho, como ahora ya será obvio, una indagación del todo desinteresada.

Las corrientes de pensamiento que he optado por subrayar son aquéllas que

considero más importantes en la conducción de la disciplina hacia una cierta

posición contemporánea; y mis representaciones acerca del lugar en que hoy

estamos son claramente selectivas.

Gran parte de lo que se ha dicho en este ensayo puede subsumirse en el

pequeño epigrama de Peter Berger y Thomas Luckmann: “La sociedad es un

producto humano. La sociedad es una realidad objetiva. El hombre es un

producto social” (1967:61). La mayoría de las antropologías anteriores han

puesto el énfasis en el segundo componente de este conjunto: la sociedad (o

la cultura) se ha considerado, de una forma u otra, como una realidad

objetiva, con su propia dinámica divorciada en gran medida de la agencia

humana. Los antropólogos culturales y psicológicos norteamericanos han

subrayado, además, el tercer componente, las maneras en que la sociedad y

la cultura conforman la personalidad, la conciencia, las formas de ver y

sentir. Pero, hasta muy recientemente, no se han hecho sino pequeños

esfuerzos por entender de qué modo la sociedad y la cultura mismas son

producidas y reproducidas a través de la intención y la acción humanas. La

antropología de los años ochenta, a mi juicio, está empezando a tomar forma

precisamente en torno a esta cuestión, aunque manteniendo —idealmente—

un sentido de las verdades que encierran las otras dos perspectivas.

Por ello, he conceptuado a la práctica como el símbolo-clave de la

antropología de los ochenta. Soy consciente, sin embargo, de que muchos

otros habrían escogido un símbolo-clave distinto: la historia. En torno a este

término se aglomeran nociones como las de tiempo, proceso, duración,

reproducción, cambio, desarrollo, evolución, transformación (véase Cohn

1981). En lugar de percibir el cambio teórico en la disciplina como un movi-

miento desde las estructuras y los sistemas hacia las personas y las prácticas,

cabría percibirlo, entonces, como un cambio desde los análisis sincrónicos y

estáticos a los diacrónicos y procesales. Vista de este modo, la aproximación

de la práctica no constituye sino una cara del movimiento hacia la diacronía,

aquélla que subraya los microprocesos de desarrollo —transacciones,

proyectos, carreras, ciclos de desarrollo y cosas por el estilo—.

La otra cara del movimiento hacia la diacronía es la macro-procesal o

macro-histórica y comprende al menos dos tendencias. Por un lado, está la

escuela de la económica política, ya tratada, que intenta entender el cambio

de las pequeñas sociedades típicamente estudiadas por los antropólogos

relacionándolo con desarrollos históricos de mayor escala (sobre todo la

expansión colonialista y capitalista), externos a las sociedades en cuestión.

Por otro, hay un tipo más etnográfico de investigación histórica, que presta

una mayor atención a las dinámicas internas de desarrollo a través del

tiempo. No se descartan los impactos externos, pero hay un mayor esfuerzo

por delinear las fuerzas de estabilidad y de cambio que operan en un sistema,

así como los filtros sociales y culturales que funcionan seleccionando y/o

reinterpretando cualquier cosa que pueda venir de fuera (p.ej., Geertz 1980b;

Blu 1980; R. Rosaldo 1980; Wallace 1980; Sahlins 1981; Ortner, en

preparación [1989]; Kelly s.f. [1985]).

El acercamiento de la antropología y la historia es, a mi juicio, un

desarrollo sumamente importante para la disciplina en su conjunto. Si en

este ensayo he optado por no subrayarlo, sólo ha sido porque, por el

momento, la tendencia es demasiado amplia. Recubre distinciones

importantes, en lugar de revelarlas. En la medida que la historia se mezcla

con casi todo tipo de trabajo antropológico, aporta una pseudo-integración

de la disciplina que no afronta algunos de los problemas más profundos.

Como se ha argumentado en este ensayo, esos problemas más profundos

fueron generados por los mismos éxitos de las aproximaciones sistémica y

estructuralista, las cuales establecieron la naturaleza real de la sociedad

como si fuera una cosa, pero dejaron de preguntarse, en forma sistemática,

de dónde viene esa cosa y cómo podría cambiar.

Contestar a estas preguntas con la palabra “historia” supone evitarlas, si

por historia se entiende principalmente una cadena de acontecimientos

externos ante los cuales reaccionan las personas. La historia no es simple-

mente algo que les pasa a las personas, sino algo que ellas hacen —por

supuesto, bajo las muy poderosas constricciones del sistema en el que

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LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA SHERRY B. ORTNER / 25

operan—. Una aproximación centrada en la práctica intenta abordar esa

elaboración ya sea en el pasado o en el presente, ya en la creación de cosas

nuevas o ya en la reproducción de las mismas cosas. En lugar de incurrir en

un fetichismo de la historia, una aproximación centrada en la práctica aporta,

o al menos promete, un modelo que implícitamente une los estudios

históricos y antropológicos.19

Por supuesto, ha habido antes intentos de devolver la agencia humana a la

teoría social y cultural. Esos esfuerzos, sin embargo, fueron demasiado lejos

o se quedaron demasiado cortos en relación con el papel que otorgaron a los

sistemas/estructuras. En el caso de la “teoría general de la acción” de

Parsons, la acción se vio casi puramente como una puesta en escena de las

reglas y roles del sistema. En los casos del interaccionismo simbólico y el

transaccionalismo, se minimizaron las constricciones sistémicas, consi-

derándose el propio sistema como un depósito relativamente grande de

“recursos” que los actores extraen al construir sus estrategias. Las versiones

modernas de teoría de la práctica, por otro lado, parecen las únicas en

aceptar los tres lados del triángulo de Berger y Luckmann: que la sociedad

es un sistema, que el sistema constriñe con fuerza y, no obstante, que el

sistema puede hacerse y deshacerse a través de la acción y la interacción

humanas.

Todo ello no equivale a decir que la perspectiva de la práctica represente

el fin de la dialéctica intelectual o que sea perfecta. En este ensayo no he

abordado muchos de sus defectos. Como toda teoría, es un producto de su

tiempo. La práctica tuvo en otro tiempo el aura romántica del voluntarismo

—“el hombre”, como rezaba el dicho, “que se hace a sí mismo”—. En la

actualidad, la práctica tiene cualidades relacionadas con la dureza del día de

hoy: pragmatismo, maximización de la ventaja, “todo hombre”, como reza el

19 Podría objetarse que los economistas políticos reservan a la práctica un lugar

central en su modelo. Cuando reciben el impacto de acontecimientos externos, los actores de una sociedad determinada reaccionan e intentan abordar dichos impactos. El problema es que la acción se convierte primariamente en reacción. El lector podría objetar, a su vez, que la reacción también constituye un elemento central en el modelo de Sahlins. Pero la idea de Sahlins es que la naturaleza de la reacción viene conformada tanto por la dinámica interna cuanto por la naturaleza de los acontecimientos externos.

dicho, “para sí mismo”. Esta perspectiva parece natural en el contexto del

fracaso de muchos de los movimientos sociales de los años sesenta y setenta

y en el contexto de una economía desastrosa y una mayor amenaza nuclear.

No obstante, por muy realista que pueda parecer ahora, esa perspectiva

resulta tan sesgada como el propio voluntarismo. Queda mucho trabajo por

hacer.

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