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PABLO DE CÉSPEDES, ARTISTA SINGULAR (LITERATURA Y PINTURA TARDORENACENTISTA EN JAÉN, CÓRDOBA Y SEVILLA) Por Dámaso Chicharro Universidad de Jaén Instituto de Estudios Giennenses L a sucesiva investigación en torno a la personalidad y obra de Pablo de Céspedes (Alcolea de Torote, Toledo, h. 1540 - Córdoba, 1608) está cambiando sustancialmente la configuración humana del gran pintor y poeta cordobés, poniendo al tiempo en tela de juicio datos que se habían tenido por seguros (1). Sin ir más lejos, desde 1988 se duda sobre la fecha de su nacimiento, que muchos estudiosos como Arellano, Gómez Moreno, etc., etc., situaban en 1548 (2). Hoy, tras ciertos descubrimientos documentales, (1) Véase la opinión de María Ángeles Raya Raya en las páginas que le dedica en su Catálogo de las pinturas de la Catedral de Córdoba. Publicaciones del Monte de Piedad y Ca- ja de Ahorros de Córdoba, 1988. (2) Sobre Céspedes existe ya una no desdeñable suma bibliográfica, tanto en su faceta de pintor como de poeta. Véanse, entre otros, los siguientes estudios que aquí ofrecemos por orden alfabético: Angulo Íñiguez, Diego: «Pintores cordobeses del Renacimiento», en Ar- chivo Español de Arte, tomo XVII, Madrid, 1944. Del mismo, «Los frescos de Céspedes en la Iglesia de la Trinidad de los Montes», en Archivo Español de Arte, núm. 42, Madrid, 1969; Brown, Jonathan: «La teoría del arte de Pablo de Céspedes», en Revista de Ideas Estéticas, tomo XXIII, núm. 90, Madrid, 1965; Ceán Bermúdez, José Agustín: Diccionario histórico de tos más ilustres profesores de las bellas artes en España. Madrid, 1800; Cobo Sampedro, Ramón; Pablo de Céspedes. Apuntes biográficos, Córdoba, 1881; Chevalier, Máxime; «Cuentecillos chistosos en la Sevilla de principios del siglo xvii», incluido en Archivo Hispa- lense, 1977; Gil Serrano, Aurora: «La pintura de Pablo de Céspedes», en Axerquia, núm. 4, Córdoba, 1982; Gómez M oreno, Manuel: «El gran Pablo de Céspedes, pintor y poeta», en Boletín de la Real Academia de Córdoba, núm. 59, Córdoba, 1948; Ramírez de A rella- no y Díaz de M orales, Rafael: Diccionario biográfico de artistas de la Provincia de Córdo- ba, Madrid, 1893; Raya Raya, María Ángeles: Córdoba y su pintura religiosa (siglos xiv-xviu), Córdoba, 1986; Rubio Lapaz, Jesús; Pablo de Céspedes y el círculo artístico se- villano: Tesis Doctoral dirigida por Ignacio Henares Cuéllar, Universidad de Granada, 1989. Apareció publicada con el título de Pablo de Céspedes y su círculo (Humanismo y Contrarre-

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PABLO DE CÉSPEDES, ARTISTA SINGULAR (LITERATURA Y PINTURA TARDORENACENTISTA

EN JAÉN, CÓRDOBA Y SEVILLA)

Por Dámaso Chicharro Universidad de Jaén

Instituto de Estudios Giennenses

La sucesiva investigación en torno a la personalidad y obra de Pablo de Céspedes (Alcolea de Torote, Toledo, h. 1540 - Córdoba, 1608) está

cambiando sustancialmente la configuración humana del gran pintor y poeta cordobés, poniendo al tiempo en tela de juicio datos que se habían tenido por seguros (1). Sin ir más lejos, desde 1988 se duda sobre la fecha de su nacimiento, que muchos estudiosos como Arellano, Gómez Moreno, etc., etc., situaban en 1548 (2). Hoy, tras ciertos descubrimientos documentales,

(1) Véase la opinión de María Ángeles Raya Raya en las páginas que le dedica en su Catálogo de las pinturas de la Catedral de Córdoba. Publicaciones del Monte de Piedad y Ca­ja de Ahorros de Córdoba, 1988.

(2) Sobre Céspedes existe ya u n a no desdeñable sum a bib liográfica, ta n to en su faceta de p in to r com o de poeta . Véanse, en tre o tros, los siguientes estudios que aquí ofrecem os p o r o rden alfabético: A n g u lo Íñ ig u ez , Diego: «P in to res cordobeses del R enacim iento», en A r­chivo Español de Arte, to m o X V II, M adrid , 1944. Del m ism o, «Los frescos de Céspedes en la Iglesia de la T rin idad de los M ontes» , en Archivo Español de A rte, núm . 42, M adrid , 1969; B ro w n , Jo n a th an : «L a teo ría del a rte de P ab lo de Céspedes», en Revista de Ideas Estéticas, to m o X X III, núm . 90, M adrid , 1965; C e á n B erm ú d ez , Jo sé A gustín: Diccionario histórico de tos más ilustres profesores de las bellas artes en España. M adrid , 1800; C obo S am p ed ro , R am ón; P a b lo d e C éspedes. Apuntes biográficos, C órd o b a , 1881; C h e v a l ie r , M áxim e; «C uentecillos chistosos en la Sevilla de princip ios del siglo xv ii» , inclu ido en Archivo Hispa­lense, 1977; G il S e r r a n o , A uro ra : «L a p in tu ra de P ab lo de Céspedes», en Axerquia, núm . 4, C ó rd o b a , 1982; G óm ez M o re n o , M anuel: «El gran P ab lo de C éspedes, p in to r y poeta» , en Boletín de la Real Academia de Córdoba, n úm . 59, C ó rd o b a , 1948; R a m írez d e A r e l l a ­no y D íaz d e M o r a le s , R afael: Diccionario biográfico de artistas de la Provincia de Córdo­ba, M adrid , 1893; R a y a R a y a , M aría Ángeles: Córdoba y su pintura religiosa (siglos xiv-xviu), C órd o b a , 1986; R ubio L a p a z , Jesús; P a b lo d e C éspedes y el círculo artístico se­v illano: Tesis D octoral d irig ida por Ignacio H enares C uéllar, U niversidad de G ran ad a , 1989. A pareció pub licada con el títu lo de Pablo de Céspedes y su círculo (Humanismo y Contrarre-

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debe ser adelantada algunos años. En efecto, por un testamento de otro ra­cionero de la catedral cordobesa (Francisco López de Aponte), fechado el 22 de julio de 1547, conocemos una manda testamentaria por la cual se le­gan diez mil maravedíes para la educación de Pablo de Céspedes. Ello evi­dencia sin duda alguna que ya en ese año vivía nuestro pintor-poeta y, aun admitiendo que fuera un tierno niño, habría que anticipar la fecha de su nacimiento, situada —decimos— en 1548, siete u ocho años cuando menos.

Éste no es dato baladí, porque si nació, como parece, en torno a 1540 se inscribe cronológicamente en la generación que culmina nuestro Renaci­miento literario y artístico, lo cual, por otra parte, está en perfecta conso­nancia con la formación que recibió (la de un humanista pleno) y nos permite avanzar la apreciación —ya tesis confirmada— de que se formó y culminó como hombre pleno en los confines, si así puede decirse, del Renacimiento español, a su vez plenitud y confín —«fruto tardío» diría Pidal— del Rena­cimiento europeo.

Hoy estamos ya muy lejos de pensar, con Víctor Klemperer y su escue­la, que el nuestro fuese un Renacimiento de segunda o, simplemente, que no existiera. Muy al contrario, se estima, con autores de aquellas mismas fechas (W olfflin, Weisback, Marangoni, Spengler, etc., etc.) que el espa­ñol es culminación del Renacimiento europeo, pues combina nuevas y refi­nadas concepciones que alcanzan su plenitud en una decidida inclinación pictórica, la cual fundamentará presidiéndolo todo el arte posterior, en el Manierismo y Barroco subsiguientes.

En efecto, la formación de Céspedes (poeta, pintor, arquitecto, teóri­co del arte, etc.) es la de un hombre universal, perfecto humanista en sazo­nada plenitud. Todos recordamos el retrato de Francisco Pacheco en su conocido libro (3), que lo configura, sin parangón, como el artista comple­to. Allí habla de sus estudios en la Universidad de Alcalá, donde se graduó en griego, latín y hebreo, y adquirió la compleja formación de que luego

forma en la cultura andaluza del Renacimiento al Barroco), Universidad de Granada, Serie Monográfica, septiembre de 1993; T ubino , Francisco M.; P ablo de c éspedes , Madrid, 1868; ViÑAZA, Conde de la: Adiciones al Diccionario histórico de los más ilustres profesores de la bellas artes en España, de A. Ceán Bermúdez, 4 vols. Madrid, 1899; Z uera T o rrens, Fran­cisco: «Los pintores escritores con Céspedes como arquetipo», en Boletín de la Real Acade­mia de Córdoba, núm. 45, Córdoba, 1975.

(3) Véase el excelente y citado libro del gran pintor Francisco Pacheco, suegro de Veláz- quez, Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, Sevilla, 1599. Hay edición fototípica de José María Asensio, en Sevilla, 1886. También reedición fac-

BOLETÍN DEL similar por Previsión Española-Turner, Sevilla, 1983.INSTITUTO

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hizo gala. A este respecto, bastante olvidado tras su inserción en el ámbito sevillano, dedicaremos un conveniente excurso, ya que ciertas investigacio­nes actuales han venido a confirmar e intensificar lo que teníamos como mera sospecha: su íntima relación amistosa con las más encumbradas ci­mas del humanismo renacentista español y no sólo sevillano. Me refiero a Arias M ontano, Pedro de Valencia, Bernardo José de Alderete, etc., etc.

Hace algunos años (1979) Juan Martínez Ruiz publicó un importante artículo que, pese a su valor objetivo, no tuvo —creemos— la repercusión que merecía entre los estudiosos del poeta-pintor. Me refiero a «Cartas iné­ditas de Pedro de Valencia a Pablo de Céspedes (1604-1605)» (4). En él da cuenta del descubrimiento en el Archivo de la Catedral de Granada de tres cartas dirigidas por el humanista extremeño al poeta cordobés. Las tres es­tán fechadas en Zafra (Badajoz), lugar de nacimiento y residencia de Pedro de Valencia, tan conocido a propósito de la polémica gongorina como olvi­dado en otros aspectos capitales de la literatura española del Siglo de Oro. En esas cartas se nos revela en plenitud toda la dimensión humanística del célebre artista ambidiestro, poeta y pintor cordobés de adopción y residen­cia, del que nos vamos a ocupar.

En ellas campea la prosa firme de un Pedro de Valencia gran admira­dor de la pintura de Céspedes y anhelante impulsor de sus proyectos a me­dio concluir, fueran estos literarios, didácticos o pictóricos. Por ejemplo, insiste en que termine su Discurso sobre la comparación de la pintura y es­cultura antigua y moderna, del que sólo había escrito una parte, y anima insistentemente al racionero cordobés para que lo concluya, pues nadie co­mo él —dice— tenía formación para hecerlo.

Por el entramado de datos biográficos que estas misivas y otros docu­mentos contienen vemos a un Céspedes distinto del racionero de misa y olla que algunos habían transmitido. Emerge el humanista de cuerpo entero, con datos de primera mano que contribuyen a fijar, tal vez para siempre, una imagen novedosa de él.

Efectivamente desde el retrato de Pacheco sabíamos que residió en Ro­ma durante siete años. Por su parte, Giovanni Baglione nos informa de su residencia en la Ciudad Eterna durante el pontificado de Gregorio III, ini­ciado en 1572. Esos años, pues, bien pudieran coincidir con el final de la década de 1560 y el comienzo de la siguiente, ya que sabemos también que

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(4) Boletín de la RAE, tomo LIX, mayo-agosto, 1979.

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en 1577 Céspedes estaba en Córdoba, pues el 7 de septiembre toma pose­sión como racionero de su catedral y en la ciudad andaluza permanece has­ta 1582 en que el Cabildo catedralicio le comisiona por un año para desplazarse de nuevo a Roma. Pero, como solía ser frecuente, el rígido per­miso debió de alargarse por tiempo indefinido, pues nada menos que diez años después, en una reunión del Cabildo del 18 de noviembre de 1592, se acuerda que «se le ordene volver a Córdoba».

Por tanto, ya no son los siete años de que hablaba Pacheco. Su resi­dencia en Roma se dilató en el tiempo bastante más de lo que se creía, y esta prolongada estancia favoreció sin duda su amplísima formación artís­tica y literaria. La influencia directa de Miguel Ángel, Rafael, Correggio es palpable no sólo en su pintura, sino también en su teoría artística, la cual tiene soporte evidente en aquellos años de intensa vividura romana, tal co­mo la entendía Américo Castro. Además, como no podía ser de otra mane­ra, visitó y se integró en la vida de otras importantes ciudades italianas, como Nápoles, lo que le permitió conocer en profundidad la huella del mundo clásico, entonces en plena y palpable recuperación ambiental. Sabemos por testimonios recientes que en Roma se relacionó con pintores de la talla de Zúccaro, de quien se consideró discípulo, y César Arbasia, con el que vol­vió a España. Allí aprendió la técnica del fresco, de cuyo dominio dejó hue­llas aún visibles en la capilla de una iglesia romana, donde pintó escenas de la vida de la Virgen (Santa Trinitá del Monte) y en otro fresco de la capi­lla sepulcral del Marqués de Saluzzo, en la Iglesia de Araceli.

A su regreso a Córdoba participa intensamente en la vida artística y humanística de esta ciudad y de la vecina Sevilla. Frecuenta las tertulias y la amistad con Ambrosio de Morales, Góngora, Vaca de Alfaro (5). Su pri­mer viaje a Sevilla había tenido lugar bastantes años antes (1577), para or­denarse de subdiácono, y a partir de ese momento sus visitas a la ciudad hispalense se hacen cada vez más frecuentes. Conocemos su íntimo contac­to con la academia de Francisco Pacheco, a quien le unió gran amistad (6). Posiblemente fue asiduo también del círculo artístico y literario de Juan de Arguijo.

Es conocida desde antiguo la inserción de Céspedes en el grupo poéti-

(5) Sobre este importante personaje véase la tesis doctoral de José Luis Escudero Ló­pez, Vaca de Alfaro: Varones ilustres de Córdoba. Edición y estudio bibliográfico, dirigida por Feliciano Delgado, Universidad de Córdoba, 1982.

(6) La amistad con Arias fue muy profunda. Éste consiguió de Roma la dispensa para BOLETÍN DEL Céspedes pudiera casarse con su prima Inés Ballesteros en 1587.

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co sevillano. Esta vinculación debe entenderse relacionada con el otro gran grupo poético andaluz (el antequerano-granadino) al que también se une Céspedes aunque con menor intensidad.

Importa referir mínimamente lo que suponía Sevilla a fines del sigloXVI y comienzos del x v ii, en pleno esplendor económico y cultural, pues la colonización de América le otorgó un puesto privilegiado incluso a nivel mundial. De hecho, esa prosperidad que le hace sentirse capital de un impe­rio es la que en cierto modo explica la proHferación de tertulias y acade­mias, donde se reúnen artistas e intelectuales que son verdadera avanzadilla, primero del Humanismo renacentista y luego del incipiente Barroco, movi­mientos de los que se consideraban portavoces los más prestigiosos habi­tantes de la urbe universal. En el libro clásico de José Sánchez Academ ias literarias del Siglo de Oro español (7) se estudia con detallle el carácter de estas instituciones, que evolucionan desde un sentido abierto, general, mul­tidisciplinar y erasmista, acorde con los tiempos, a otro más restricto, indi­vidualista, didáctico y religioso, ya avanzado el siglo XVII, síntoma evidente de los nuevos tiempos. La bibliografía reciente no hace sino incidir en aque­llas tempranas conclusiones, especialmente el trabajo de M.^ Dolores Tor- tosa Linde, de 1992.

En el momento en que Céspedes llega a la ciudad, importantes mece­nas mantenían una amplia cohorte de humanistas a la que sostenían con su apoyo material. La primera de estas academias fue la de Juan de Mal Lara, creada a imitación del modelo italiano de Ficcino y, en cierto modo, avalada aún por la confianza quinientista en el hombre. En ella destancan tres personajes cuya relación con Pablo de Céspedes será decisiva. Me re­fiero al canónigo y licenciado Francisco Pacheco, tío del pintor del mismo nombre, a Francisco de Medina y a Fernando de Herrera. Es éste un núcleo novedoso, abierto y hasta erasmista, en torno al cual se articula y confor­ma toda una filosofía de la vida.

El otro núcleo importante se reúne paralelamente en torno a Juan de Arguijo, los Duques de Alcalá y Argote de Molina. Es también una tertulia minoritaria, donde participa un selecto número de sabios con aspiraciones enciclopédicas, en el que se inserta el mismo Céspedes. Esta afición al saber multidisciplinar, en que cabe desde la arqueología a la numismática o la poesía va desapareciendo al mismo tiempo que desaparece el humanismo profano para adquirir poco a poco un rasgo de espiritualidad y sometimiento

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(7) Madrid, Ed. Credos, 1961.

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religioso del que, en cierto modo, será responsable el propio Céspedes. Va­le decir que de la primitiva apertura intelectual del núcleo que presidía Mal Lara se va evolucionando, sin estridencia aparente, a una religiosidad cada vez más estricta de la que se ha tenido por responsable al racionero cordo­bés. Así lo estima Rubio Lapaz, que ha estudiado con detalle la inserción del racionero en los círculos sevillanos, cuando dice: «Se erige Céspedes en auténtico puente en la renovación de este centro al incorporarse ahora y extender conceptos y tendencias que después desarrollarán miembros más jóvenes como el pintor Pacheco, Rodrigo Caro o Juan de Arguijo» (8).

Dicho claramente: Céspedes supone con la introducción de esos «nue­vos conceptos» una desviación espiritualista y docente de los círculos hu­manistas hispalenses. Y en ello tiene importancia decisiva su relación con los jesuítas, que condicionan la evolución de estas minoritarias tertulias ha­cia una actitud moralizadora de sentido trascendente.

Como ha señalado Rubio Lapaz, la posición de Céspedes viene a plas­mar el cambio generacional del humanismo español en sus postulados críti­

cos más radicales hasta la irrupción de la Contrarreforma, que vendrá —como decimos— de la mano de los jesuítas.

Entre los personajes con los que se relaciona en aquellos momentos se cita en primer término a miembros de la aristocracia sevillana, como los Condes de Gelves, los Duques de Alcalá, los de Medina Sidonia, los Mar­queses de Priego, el Marqués de El Carpió, etc. También el clero sevillano tendrá relevancia en ese contexto, en especial dos arzobispos: Rodrigo de Castro y Pedro de Castro. El primero reúne en su entorno a intelectuales y artistas ya mencionados (Medina, el canónigo Pacheco, Fernando de He­rrera o el propio Céspedes) quien, según documentación recientemente ex­humada, estuvo «en las casas arzobispales... con los demás ilustres ingenios, donde le pintó muchas cosas e hizo de él (se entiende del arzobispo) una famosa cabeza de escultura de barro para que se vaciase de bronce en Flo­rencia por mano de Juan de Bolonia, y se pusiese en su sepulcro» (9).

Entre los citados, el personaje que destaca como mecenas es Juan de Arguijo, también imbuido de la mentalidad italiana, que exalta casi místi­camente el valor de la amistad. Que Céspedes se movió en este contexto era

(8) R ubio La pa z , Jesús: Pablo de Céspedes y su círculo: (Humanismo y Contrarrefor­ma en la cultura andaluza del Renacimiento al Barroco). Universidad de Granada. Serie Mo­nográfica, septiembre de 1993, pág. 119.

BOLETÍN DEL LaPAZ, loc. cit., pág. 120.INSTITUTO

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bien sabido. Pero hasta la fecha no conocíamos documentalmente con quié­nes mantuvo mayor o menor relación. Ha sido a raíz de la tesis doctoral de Rubio Lapaz cuando se ha verificado quiénes de ellos mantuvieron es­trecha amistad con el racionero en el período que va de los últimos años del siglo XVI hasta 1608 en que muere. Brevemente citados serían: Fernan­do de Herrera, relación ya conocida por el libro de Pacheco, pero que se intensifica ahora con más elocuentes testimonios, lo cual supone una nueva vinculación de Céspedes con el manierismo artístico e incluso con la teoría literaria herreriana, respecto a la cual se han encontrado en la suya ciertas similitudes. El primero la expone en sus conocidas Anotaciones y Céspedes en textos teóricos recién hallados.

Otro personaje ilustre cuya relación con Céspedes se conocía pero que ahora queda meridianamente documentada es Francisco de Medina. Esta vinculación fue señalada hace algunos años por Brown (10), pero ahora Ru­bio Lapaz la ha probado con nuevos textos. Francisco de Medina jugó un papel de asesor o erudito oficial de todas las academias y avaló los concep­tos teóricos que se exponen por Pacheco en su A rte de la pintura. Evidente­mente también hay referencias a su relación con humanistas foráneos, como Pedro de Valencia o Arias M ontano, según luego comprobaremos.

De toda esta pléyade es sin duda el licenciado Francisco Pacheco el que sostiene con Céspedes una más estrecha relación, según documentó ya su sobrino el pintor del mismo nombre. Y así mismo un poeta tenido por me­nor, Fernando de Guzmán, es relacionado con Céspedes no sólo por la cita clásica recogida por el antiguo Libro de Retratos, sino por un poema que le dedica y algunos otros datos de la documentación aportada por Rubio Lapaz. Este Fernando de Guzmán pertenencia a una noble famiha sevilla­na y es paradigma del hombre de armas y letras renacentista, al modo gar- cilasiano. Algunos de sus poemas se recogen en las Flores de poetas ilustres, de Pedro Espinosa. Probablemente su amistad con Céspedes se fraguó, ade­más del ambiente en que vivieron, por su carácter alegre y festivo, reflejado en multitud de anécdotas que fueron recogidas por el amigo de todos, Juan de Arguijo. Hace años A . Paz y Meliá publicó unas Sales españolas o A gu­dezas del ingenio nacional donde se recogen varias anécdotas referidas a Fernando de Guzmán, conocido por el sobrenombre de «El Hereje». Del carácter ocurrente y festivo del racionero cordobés tendremos ocasión de ocuparnos luego a propósito de unos textos publicados por M. Chevallier.

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(10) Imágenes e ideas en la pintura española del siglo xvii, Madrid, Alianza Editorial, 1985.

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El hecho es que ambos congeniaron y que existen poemas dedicados mu­tuamente.

Por supuesto es interesante la relación de Céspedes con el tan citado Juan de Arguijo, auténtico mecenas, hombre desprendido donde los hubie­re, que derrochó todas sus riquezas para proteger a los intelectuales hasta que cayó en la más absoluta pobreza, lo cual le llevó a refugiarse en el cole­gio de la Compañía de Jesús. Esta vinculación jesuítica confirma, por otra parte, el camino que habría de seguir la poesía sevillana de comienzos del siglo X V II, que terminará, como es sabido, en las rigideces didácticas y en el preciosismo del lenguaje que conducirán inexorablemente al Barroco. El hecho es que los restantes amigos sevillanos de Céspedes pertenecen decidi­damente al ámbito jesuítico, lo cual prueba también por dónde iban sus in­quietudes y el curso de los tiempos.

Rubio Lapaz ha trazado recientemente las bases documentales de estas interesantes relaciones. Así, la amistad de Céspedes con el jesuíta Luis del Alcázar o de Alcázar, erudito que ya fue citado por Pacheco y aparece aho­ra en nuevos documentos, sobrino del famoso autor de La cena jocosa (Bal­tasar) y hermano del también humanista Juan Antonio. La presencia de este Luis del Alcázar y su documentada relación con Céspedes se plasma ya cuan­do el humanismo sevillano ha evolucionado hacia un intimismo religioso y didáctico de aire contrarreformista. En efecto, su obra más conocida in­fluyó decisivamente en otros humanistas, como Pedro de Valencia y el tam­bién jesuíta Rodrigo de Figueroa; en arabos, como ha documentado Rubio Lapaz en su tesis, por mediación de Céspedes, y también en el propio Jáu- regui, que diseñó incluso los grabados que ilustran la obra de Luis del Alcá­zar, publicada en Amberes en 1614.

El otro personaje que nos interesa es Juan Antonio del Alcázar, her­mano del anterior y también poeta, estrechamente ligado a Céspedes, el cual llegó a residir en su casa sevillana, y que escribió composiciones laudatorias al racionero, al tiempo que las recibió de Pacheco, Herrera o Medrano.

Ambos hermanos (Luis y Juan Antonio) fueron a su vez amigos del gran humanista Bernardo de Alderete, tal vez por mediación de Céspedes, ya que el gran lingüista se considera un discípulo del racionero cordobés, responsable del traslado a Granada de toda la documentación sobre el mis­m o, que quedó depositada en el Archivo de la catedral granadina, gracias a lo cual se ha podido reconstruir minuciosamente la biografía del poeta- pintor en sus etapas alcalaína, romana, sevillana y final cordobesa.

BOLETÍN DEL Aunque parezca extraño, a este ambiente cultural sevillano de princi-INSTITUTO

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pios de siglo hay que vincular a Francisco de Quevedo, aunque, como es frecuente respecto al gran satírico, falta documentación fundamental y só­lo indiciarla y no ecdóticamente puede ser vinculado.

Mucha mayor seguridad tenemos para relacionar con Céspedes en sus años de Sevilla al poeta y preceptista Baltasar de Escobar, íntimo amigo de Herrera, que pasó gran parte de su vida en Roma y cuyo prestigio debía de ser considerable, pues fue incluido en las Flores de poetas ilustres y reci­bió los elogios de Cervantes y Cristóbal de Mesa.

Los autores que influyen en Céspedes a partir de los primeros años delX V II no son ya erasmistas decididos y valientes frente a la novedad, sino jesuítas, como Juan de Pineda, relacionado con el poeta-pintor al poseer un importante cargo dentro del colegio jesuítico sevillano en el que Céspe­des pintó uno de sus más famosos cuadros, que sabemos fue sustituido en 1613 por una imagen tallada por Martínez Montañés. Se dice que este Juan de Pineda, que tanto influyó en Céspedes, fue junto a Luis del Alcázar el principal artífice de la espiritualización contrarreformista que se observa en la academia de Pacheco a principios del siglo x v ii. Sus preocupaciones eru­ditas por temas de arqueología y de historia bíblica son similares a las con­tenidas en las obras del racionero cordobés.

Sin duda fue interesante su relación con los grandes poetas del x v ii se­villano Francisco de Rioja o Rodrigo Caro, así como con otro crecido nú­mero de intelectuales, no estrictamente poetas, pero de suficiente entidad como para traspasar la barrera del tiempo en sus respectivas materias. Tal fue el caso de los oradores Fray Agustín Saludo y Alvaro Pizaño de Pala­cios, que también sostuvieron duradera amistad con el racionero, el cual sirvió de puente entre los dos grandes humanistas Arias Montano y Pedro de Valencia y todo el círculo hispalense, cuyas ambiciones intelectuales fue­ron en cierto modo mediatizadas por la influencia de aquellos hasta extre­mos poco conocidos, o del historiador Ambrosio de Morales, maestro que fue de Céspedes en la Universidad de Alcalá, preocupado también por te­mas arqueológicos, historiográficos o simplemente estéticos.

En resumen, como ha sintetizado Rubio Lapaz, «el prestigio del cor­dobés es tal no sólo en Andalucía sino en toda España, que incluso los más fervientes impugnadores de este centro hispalense, los humanistas salman­tinos implicados en la polémica de las Anotaciones a Garcilaso de la Vega, tenían una profunda amistad y respeto por el racionero».

El otro foco de vinculación de Céspedes en Andalucía es el llamado grupo poético antequerano-granadino, como es sabido relacionado también

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con el sevillano. Tal vez donde mejor se manifiesta la conexión con este grupo es en el análisis de una composición antequerana de exaltación a Rodrigo de Narváez, o en la adscripción de su mejor discípulo el también pintor y poeta Antonio Mohedano a aquel grupo. Y, por supuesto, en la impronta divulgadora de las Flores de Pedro Espinosa. N o hará falta insistir en la importancia de la relación de Céspedes con Sevilla, Antequera y Granada. De hecho los grandes temas de aquella literatura, como el de las ruinas o la nostalgia del tiempo perdido, estarán presentes en él, que en cierto modo se sitúa en los confines del Renacimiento, anticipando ya, como tendremos ocasión de ver, el Barroco literario.

Pese a ser importantes estos datos, deben ensamblarse en la conforma­ción de su biografía con los exhumados por Martínez Ruiz de la correspon­dencia con Pedro de Valencia, que demuestran, asimismo, una profunda amistad con el que llamaríamos grupo castellano, proviniente de sus años juveniles de estancia en Alcalá de Henares. El primero y principal es la do­cumentación de su intimidad con el príncipe del humanismo renacentista español Benito Arias M ontano. Como es sabido, Arias falleció en Sevilla en 1598 y Pedro de Valencia quiso dedicarle su último homenaje compo­niendo un digno epitafio para su sepulcro. De este dato teníamos noticias por cartas dirigidas a Fray José de Sigüenza en 1604.

En efecto, Pedro de Valencia compuso el citado epitafio con sus mejo­res galas literarias, a tenor de la importancia del personaje y de la estima en que lo tenía. Pero el texto no debió de quedar del completo agrado de Sigüenza y el humanista pide ayuda a Pablo de Céspedes, considerando su autoridad, en las dos cartas referidas. En ellas expresa sus dudas y la difi­cultad de escribir algo digno de persona tan eminente, cuyo solo nombre bastaría —se dice— por todos los títulos, pues para añadir algo digno se­rían precisas «más de cien paredes» donde expresar sus sentimientos por el difunto (11). En efecto, quiere atenerse al estilo del propio Arias, toman­do para el elogio fragmentos de las Sagradas Escrituras y rechazando la pos­tura meramente imitativa de los clásicos. Esto ya se daba por descontado. N o obstante, el humanista pacense no debía de tenerlo muy claro cuando en la carta a Céspedes añade: «Pretendo que nuestros epitafios parezcan

(11) Arias Montano fue durante muchos años profesor de lenguas orientales en El Esco­rial, Supervisó la Biblia Políglota de Amberes (1569-1572), trabajo encomiado siempre por su profundidad e impecable presentación tipográfica. De su humanismo hay pruebas eviden­tes, así cuando aprovechó su estancia en Flandes para adquirir preciosos volúmenes con que enriquecer la Biblioteca de El Escorial. Eran especialmente libros de la antigüedad hebrea, so-

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de cristianos y píos; y en cuanto a aquellos nombres y otros tales (se refiere a los tenidos por vocablos bárbaros como doctor, licenciado, prior, etc.), propios de oficios y costumbres de nuestros siglos, como dux, comes, mar- chus, soy del parecer que se deben usar sin asco, y no sustituir nombres im­propios y ajenos o generales».

Se muestra, pues, como hombre de su tiempo, catalizador del huma­nismo en las lenguas romances, tal como Fray Luis de León y tantos más que valoraban el castellano pujante frente al mero repertorio necrofíUco de latinismos en cadena.

Lo que interesa a nuestro propósito es la humildad con que se mani­fiesta a Pablo de Céspedes para que éste le dé su opinión sincera, ya que ambos habían sido amigos íntimos de Arias M ontano. Confiaba aquél en la bien probada destreza de sabio latino y escriturario de Céspedes para lo­grar el mayor acierto en el homenaje que tanto le importaba: «A todo su­plico a V. M. me responda con llaneza y claridad para que acertemos qué es lo que hace al caso; y lo que más hará al caso será que V. M. haga una inscripción propia suya y me la envíe. No es menester para alcanzar esto de V. M. alegar que soy de V. M. sino que lo fue Arias M ontano, mi señor, y que V. M. lo ama y respeta su memoria, como todos los que lo conocimos».

He aquí el dato que demuestra la profunda amistad de Céspedes con Benito Arias, teólogo y poeta de origen converso —no lo olvidemos— naci­do en Fregenal de la Sierra (1527-1598) (12). Como no podía ser de otra manera, fue procesado por la Inquisición y reclamado desde Italia a instan­cias de León de Castro, el conocido enemigo de Fray Luis. Y aunque resul­tó inocente tras el proceso, las heridas de aquel doloroso lance amargaron el resto de sus días y se retiró de la vida pública. La belleza de su poesía en romance y en latín hizo que algunas de sus obras pudieran ser confundi­das con las del catedrático salmantino. Así el poema «A la hermosura exte­rior de Nuestra Señora», que fue atribuido a Fray Luis de León, si bien hoy se estima en la órbita de Arias Montano.

Lo que importa destacar es el enorme ascendiente de este excepcional humanista sobre Céspedes y Pedro de Valencia, palmariamente confesado en el texto referido, donde se afirma literalmente que no es necesario alegar

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(12) Son conocidísimas sus obras de filosofía y teología, casi tanto como sus hermosas poesías en latín, al modo luisiano, al cual (Fray Luis de León) imitó también en la poesía cas­tellana. Item más, cuando escribió su propia versión del Cantar de los cantares, publicada bas­tantes años después en Hamburgo, 1825, por Nicolás Bhól de Faber en Floresta de rimas antiguas y cateílanas.

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sino que fue suyo Arias, es decir, que lo quiso y estimó como propio, ver­dadero amor y rendida dependencia que sitúan a Céspedes en su exacto lu­gar de filiación histórica humanística.

En la misma carta se nos informa de que Pablo de Céspedes había visi­tado in situ el sepulcro de Arias. Así lo afirma Valencia: «Yo no he visto el lugar a donde se trasladaron los huesos de Arias M ontano, mi señor. Y así me huelgo mucho que V. M. lo haya visto y parescídole conveniente, porque para mi satisfacción no puede haber mejores ojos ni juicio que el de V. M .».

Como vemos, Céspedes anduvo interesado por los mínimos detalles de enterramiento y traslado definitivo de los restos del gran humanista, tanto como por la inscripción que perpetuara su memoria. De esta forma envía su parecer positivo al humanista de Zafra, aunque éste, nunca seguro de sí, recrimina los excesivos elogios que su inscripcción le había merecido. Quie­re censura y veracidad crítica, no mero conformismo complaciente y forza­do. Por eso añade: «N o sea que el mucho amor y voluntad de honrarme y hacerme merced que V. M. tiene (no) embote algo la agudeza y rigor del juicio en este particular». O sea, no se fía de los halagos. Quiere la opinión sincera de quien autorizadamente la puede emitir. Por eso insiste en la in­dependencia de Céspedes y en su preparación para corregir lo que proceda: «Así suplico a V. M. torne a mirarla (se refiere a la inscripción) con toda atención y rigor crítico y me diga una vez y otra su sentimiento o de otros que la quieran juzgar, o siquiera calumniar, que también esto es de provecho».

Esta pretensión de que otros ingenios juzguen el epitafio, como en efecto sucedió, nos lleva, asimismo, a ampliar el campo de las relaciones cultura­les de Céspedes, porque quien efectivamente vio y criticó la referida ins­cripción fue nada menos que Bernardo de Alderete (Málaga, 1565-1641), también dignidad de la catedral de Córdoba y amigo obviamente del racio­nero cordobés. Fue Alderete humanista consumado en estudios lingüísticos y sobre antigüedades, autor de una conocidísima obra filológica D el origen y principio de la lengua castelllana o romance que hoy se usa en España (1600).

El campo, pues, de los contactos humanísticos de Céspedes se acrecienta, pues sabemos por otra carta que Alderete fue estimado en grado sumo del poeta-pintor, recibido, asimismo, de Pedro de Valencia hasta el punto de elogiarlo en estos términos: «Recibiré grandísima merced si el señor canó­nigo (o sea, Alderete) se sirviese de acrecentar o mejorar algo esta inscrip­

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ción. V. M. se lo pida en su nombre y mío, besándole por mí las manos y diciéndole cuánto precio que me haya acetado por suyo».

En esta correspondencia se refleja, pues, la personalidad polivalente de Pablo de Céspedes, como decimos, escritor, pintor, arquitecto, huma­nista en suma, admirado hasta el extremo por Valencia, según se deduce de la intensidad con que se preocupa por su obra, insistiendo en que termi­ne su Discurso, obra, por cierto, dedicada a él. Así lo refiere en la carta primera: «El pedir yo a V. M. con tantas veras y encarescimiento que acabe el Discurso de la comparación de la antigua y moderna pintura y escultura no es lisonja (absit a me hoc), ni me engaña la afición de desearlo, sino que la he visto, que lo hecho es bonísimo y muy de estimar, y que no se hallará en otra parte esta historia en ninguna manera tratada, ni tan bien ni menos bien». El texto no puede ser más claro. Lo escrito del Discurso le parece perfecto. Además hay otra razón sobresaliente; no cree que haya humanis­ta teórico ni pintor con formación tal que pueda tratar tema tan complejo en España entera. Ya es atrevida la afirmación de Pedro de Valencia, pues­to que no es precisamente de teóricos del arte de lo que carecemos en nues­tro Siglo de Oro. Debe resaltarse así, pues a juicio tan ponderado como el del humanista extremeño, no parece posible tan arduo estudio, ni existe na­die capaz de emprenderlo ni culminarlo que no sea Pablo de Céspedes.

Poco después lo justifica en su carta con estas significativas frases: «Vea V. M. las partes (es decir, las cualidades) que son menester para tratar esto debidamente: buena noticia de la lengua latina, lección viva, peregrinación y vista de ojos de obras antiguas y modernas, noticia y uso, arte, juicio de las cosas de este género, y no sé si más». Si todo esto lo estima en Céspedes es porque lo considera compendio de humanismo y erudición renacentis­tas, capaz de cubrir la senda de los grandes creadores y los mejores teóricos del arte en general. N o en balde se le consideró discípulo predilecto de He­rrera, en cuyo círculo y en el de Pacheco debe ser situado.

Pedro de Valencia recalca esta idea, si cabe más acentuada, en un tex­to que debe servirnos para compendiar las sumas cuahdades del pintor-poeta cordobés, hoy tan olvidadas: «Vea V. M. sin pasión —dice— (que también es pasión la vergüenza viciosa y la ironía) que no hay otro que pueda hacer ese Discurso sino V. M .».

Mención aparte merece lo que llamaríamos el episodio del retrato de Arias M ontano, porque nos da idea de cuánto lo apreciaban todos los hu­manistas del X V I sin excepción. En efecto, Céspedes había pintado un re­trato al óleo de Benito Arias, obra codiciada no tanto por su valor formal

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como por el hecho de ser aquél objeto del retrato. Por las cartas referidas quedamos informados de la curiosa disputa en torno al mismo. Pedro de Valencia, amigo íntimo como decimos del humanista de Fregenal, preten­dió la posesión de dicha pintura, para lo cual se dirige a Céspedes en estos términos: «En cuanto al retrato de Arias M ontano, mi señor; es así que lo deseo mucho, y tengo por justo y honesto desarlo y pedirlo. Pero ahora considero también que debo estimar y preferir que V. M. lo tenga y honre con estimarlo la memoria de Arias M ontano, mi señor, prosigue su amis­tad, así que si V. M. no le queda otro retrato suyo, mejor no me envíe ese».

Acto seguido embute una cita en griego para justificar su deseo y aca­llar su remordimiento, buscando excusas para lo que cree inmoderada pre­tensión. Por fin acaba por echar la culpa, como era usual, a su esposa, doña Inés, por cierto prima hermana suya, para cuyo casamiento obtuvo la pre­cisa dispensa de la curia romana por mediación de Benito Arias. Así dice a Céspedes: «Confieso que me impedía días la vergüenza o rusticidad, que no merece llamarse modestia; los amigos me ayudaron a romper con ella y me hicieron escribir a V. M. en esta razón como lo hice, y quien más me incitó fue Doña Inés, así que si en esto se excedió algo con desenvoltura sobrada, tengo a quien echar la culpa, como Adán».

N o sabemos cómo concluyó el episodio del retrato, pero la disputa po­ne en claro dos datos esenciales a nuestro propósito: uno, el aprecio que ambos sentían por el gran humanista, hasta el extremo de pretender en bue­na lid su rehquia plástica; y otro, que el humanismo español en su conjunto se halla íntimamente relacionado entre sí, según son frecuentes la corres­pondencia, entrevistas personales, intercambio de libros, etc. En una pala­bra la constante interrelación entre los componentes cimeros del gran grupo, amparado por la cohorte de segundones a distancia.

La misiva abunda en consideraciones de este tenor, ya que en otro pá­rrafo demuestra Valencia la alta estima en que tiene tanto a Céspedes como a Arias. Para ello recurre a uno de los fragmentos más hiperbóhcos de los salidos de su pluma, valiéndose de un texto latino, a su vez traducción de otro griego. Quiero decir, insertándose de lleno en la cultura grecolatina de adopción que fue santo y seña del humanismo en general.

El texto referido se convierte en elogio desmesurado de la obra plástica de Céspedes, lo que nos lleva a concluir la alta estima en que se tiene tanto su didáctica como su creación artística plena: «Las pinturas que yo tengo —dice— ya las ha visto V. M. y yo, aunque sé poco de este género, no las estimo mucho por sí, ni por valor intrínseco, sino por haber sido de Arias

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Montano y haberme él honrado con dármelas. Mire V. M. cuánto deberé yo estimar el don que no sólo hubiere sido de V. M. sino obra de sus manos y hecha para mí, y teniendo tanto de estimación intrínseca como tienen las obras de V. M. yo sé cierto que (aun) cuando yo tuviera lindísimas pintu­ras, que la menor de V. M. habría de señalarse mucho entre ellas, según aquello que dice Homero de la hermosura de Diana entre las ninfas».

No puede pedirse mayor ponderación para el arte de Céspedes, pues su pintura se destacará por sí sola entre la colección espléndida de plástica renacentista que poseía Arias M ontano. Este fragmento vale para consta­tar el aprecio de todo un humanista (el propio Valencia) que así engrandece a Céspedes su amigo. Evidentemente el texto de Homero a que se refiere es aquél en que recuerda que la hermosura de Diana se destaca fácilmente entre todas las ninfas, a su vez hermosas.

La despedida de la carta, tras la fecha en Zafra a 25 de agosto de 1604, resume en latín el pensamiento global de Pedro de Valencia sobre el arte de Céspedes, espléndido compendio en su opinión del arte renacentista, es­timado así con esta hipérbole: «Facile autem clarissima videbatur et omnes erant pulchrae».

Aspecto decisivo de esta intensa relación es el que atañe a las cuestio­nes menores de la salud y las preocupaciones estrictamente humanas, que se mezclan con las sutilezas humanísticas prevalentes a lo largo de la corres­pondencia. En la segunda carta, tras hablar de Arias Montano y otras cues­tiones, hay un fragmento que demuestra la fina sensibilidad de Pedro de Valencia para con las dolencias del pintor Céspedes. Aquél conocía la terri­ble enfermedad que por entonces embargaba a su amigo (la gota) y a ella se refiere en una frase que demuestra el fuerte aprecio que por él siente, entre tanta divagación cultista: «Mucha pena me da que haya cosas que im­pidan o retarden la prosecución y perfección del Discurso de la pintura; y mayormente me duele que se estorbe con indisposición, y más de gota, que suele ser grandísimo tributo y no al quitar». Hasta aquí la mera constata­ción del hecho consabido: la gota era entonces un terrible mal, que afecta­ba sobre todo a las más altas clases sociales, precisamente por razones de calidad alimentaria (recuérdese al Conde-Duque de Olivares o al propio Fe­lipe II).

Pero hay algo más, que incide en la sensibilidad del humanista al de­cirle que rogará a Dios por su salud, pero sobre todo para que le conserve las manos, tan vaUosas para un artista: «Ruego a Dios dé a V. M. muy cum­plida salud para gloria y servicio suyo, y que si Su Majestad se sirve de ejer­

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citar la paciencia de V. M. con esa dolor, que lo medere y que le guarde las manos, que también esto temo, que es muy propio de los que aman te­mer y aun más que temores verisímiles». N o puede pedirse mayor aprecio por el pintor Céspedes ni mayor sensibilidad, hasta el extremo de que pre­tende se desplace a Zafra, donde reside, porque es lugar sano en que —di­ce— son escasísimos los enfermos de gota; «Mande V. M. avisarme de cómo se halla y en qué grado le suele fatigar la gota y si es frecuente. Muy pocos enfermos de ella hay en este lugar (Zafra) y respecto de todas enfermedades es tenido por sano. Mueva esto a V. M ., y más mi deseo y voluntad, de hacerme merced de venirse a convalescer o confirmar en esta su casa un par de meses siquiera».

Por el tono de la carta se percibe que no es una invitación meramente formal. La anterior referencia a las manos del artista y esta consideración sobre la salubridad de Zafra parecen sentidas, máxime cuando en la misma carta, al solicitar un cuadro suyo, se retiene y modera luego en la petición, para evitar la fatiga que podría causarle: «N o puedo dejar de estar esperan­do con gusto y deseo muy grande —le dice— la merced que V.M . quiere hacerme de adornar mi estudio con alguna pintura de su merced, pero de­seo mucho también que este mi deseo no apresure a V. M. de manera que cause cuidado argumento. N o era razón que yo lo propusiese a V. M. ni es concebido a quien dan». Por estas palabras se percibe más la amistad profunda que la cortesía retórica, y la invitación a que visite Zafra, no cum­plida como sabemos, parece ciertamente sincera.

El resto de la carta —muy extensa— incide en un tema particularmen­te trascendente para entender el humanismo de ambos y las cuestiones que preocupaban a los intelectuales españoles del siglo xvi; temas hoy baladíes, pero que entonces tenían importancia capital. Lo que en ella se debate ha dado título a la misiva: «Sobre si los sirios en otros autores que en los libros sagrados se llaman arameos» (13). El origen de este título es una consuha que Pablo de Céspedes elava sobre tal tema, cuyo alcance, insisto, hoy nos parece mínimo, pero que al racionero cordobés debía de parecerle de inte­rés sumo. El hecho es que Pedro de Valencia se enzarza en consideraciones generales sobre la petulancia de los griegos, que desprecian por sistema a los demás pueblos llamándolos bárbaros sin distinción, y hasta presumen de no aprender ni sus lenguas ni sus nombres: «Los griegos... estimaron

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(13) El origen de este título aparece ya en el artículo de Serrano y Sa n z , M., titulado: «Pedro de Valencia. Estudio biográfico y crítico», RABM, III, 1899, págs. 144-170, 200-312, 321-334 y 392-416.

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con tanta presunción su lengua y ingenio que apenas hubo uno de ellos que quisiese deprender alguna de las lenguas de Asia, ni curase de aprovecharse de la disciplina de los que ellos despreciaban y llamaban bárbaros».

Acto seguido entra en el fondo de la cuestión disputada: «Lo tengo por muy cierto; en general entiendo que ningún escritor gentil, latino ni gie- go, llamara a los sirios “ arameos” , nombrándolos así llanamente sin ano­tación». Luego Pedro de Valencia trae a colación citas eruditas de Posidonio, Eustachius, Stephanum Eritraeus, etc.; además de los consabidos Estrabón y su famosa Geografía y otros autores de menor fuste para responder con autoridad a la pregunta. La formación de Pedro de Valencia parece sólida, aunque la de Céspedes es aún mayor, ya que requiere noticias peregrinas sobre las formas de columnas y capiteles egipcios que se hallaban en la nave de Ptolom eo Philopator. Claro es que el humanista pacense no se queda atrás y recurre a toda su erudición, citando a Calixeno, a un famoso filólo­go francés (Dalechamps), traductor de Galeno, Plinio y el indefectible Ca- saubón, además de otros escritores.

Al final no quedamos muy convencidos, ni probablemente lo quedaría Céspedes de la argumentación suministrada con tanto lujo erudito. Lo que sí queda palpable es la profundidad de aquellos saberes y la sutileza de sus argumentos. La carta sirve, en fin, para demostrar la minuciosidad de aque­llas preocupaciones humanísticas y la facilidad con que se movían en el ám­bito griego, latino, hebreo y cuantos fueran precisos.

En resumen, por estas cartas percibimos la abundancia de los estudios clásicos en España, la inserción de Céspedes en el mundo de las preocupa­ciones humanísticas del Renacimiento y, al propio tiempo, las lacras de su diario peregrinar, con sus enfermedades, para las que el amigo procura con­sejo y hasta remedios que no desmerecerían de los de cualquier afamado galeno de la época. Asimismo, se percibe el común aprecio que todos sien­ten por Arias Montano: «Porque además de la estimación en que tengo a V. M. por sus estudios y otras partes —dice— , la afición mira más a la con­dición y sencilleza de corazón y amor verdadero que conocí en V. M. Arias M ontano, mi señor, decía que la granada contiene símbolo de la Iglesia; es una y tiene corona, y debajo de esta unidad, divisiones de órdenes de granos, todos hermanos y semejantísimos entre sí, y que estando sanos ar­den con púrpura de castidad, y a todos se les ve el corazón. Así han de ser los verdaderos israelitas in quibus dolus non sit; en conociendo un grano de estos dehésele afición y veneración y correspondencia semejantes».

Lo mismo podría decirse de los humanistas de nuestro Renacimiento,

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entre los cuales se sitúa en lugar señero, según se deduce de esta correspon­dencia, el poeta-pintor Pablo de Céspedes, verdadero compendio de los sa­beres y preocupaciones de su momento.

LA OBRA LITERARIA DE CÉSPEDES: FICCIÓN Y REALIDAD

Es un hecho cuando menos curioso que prácticamente hasta 1993 no hayamos tenido conciencia exacta de la producción literaria del racionero Céspedes, ni siquiera de cuáles eran títulos de obras reales, cuáles corres­pondían a simples materiales en distinto grado de elaboración y cuáles eran meros títulos en la fantasía del autor, nonnatos entonces e inexistentes para siempre. Quiero decir que cuando uno se remeje en la sucesiva información bibliográfica sobre el poeta-pintor, desde el libro de Francisco María Tubi- no (1868) en adelante, recibe una amalgama de centelleantes fogonazos, a m odo de dubitantes materiales literarios, que no sabe bien si existen o no, porque cuando vamos a buscarlos, no ya en el mercado editorial, sino en las bibliotecas especializadas, los títulos que se nos dan de obras existentes no aparecen por parte alguna. Y así creemos hallarnos ante un autor fan­tasmal, trazado en el aire, apenas refrendado por los fragmentos que el pintor Pacheco quiso rescatar del olvido, lo único legible y tangible de nuestro autor. Todos los críticos hablan de obras poéticas, como el Poem a de la Pintura, llamado también de pintura, el Poem a sobre el Cerco de Zamora, sub­titulado «Elogio de Fernando de Herrera» y publicado en el Semanario Pin­toresco (1845), además de algunos sonetos y varias octavas reales. Esto por lo que a lírica se refiere.

En prosa se citan con insistencia una serie de títulos a los que siempre se les añadía el remoquete de «casi por entero perdidos».

Eran estos: Discurso sobre la antigua Catedral de Córdoba, Discurso sobre el Templo de Salomón, Comparación de las antiguas pintura y escul­tura con las modernas. Tratado de perspectiva. Discurso sobre las antigüe­dades de la Bética y varias cartas o colecciones de cartas sobre temas teóricos y prácticos de arqueología, numismática, arquitectura y saberes clásicos en general, de acuerdo con el criterio de pura diversión humanística, enamo­rado de lo antiguo en cualquiera de sus facetas.

Las obras pictóricas que han llegado hasta nosotros sí están, por razo­nes obvias, bastante mejor estudiadas. María Angeles Raya y otros investi­gadores, en el Catálogo sobre las pinturas existentes en la Catedral de

BOLETÍN DEL Córdoba y demás publicaciones se encargaron de documentarlas debidamen-INSTITUTO

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te. Entre otros se conservan los cuadros siguientes: Santa Ana con la Vir­gen, San Juan Bautista y San Andrés (Capilla de Santa Ana), La Última Cena (Catedral de Córdoba), Alegorías y geniecillos (pintados al fresco en la Sala Capitular de la Catedral de Sevilla), El sacrificio de Isaac, Las San­tas Justa y Rufina (en la contaduría de la Catedral sevillana), Nuestra Se­ñora del Pozo (en la Capilla Mayor de la misma Catedral), La Concepción, La visión de San Cayetano (en el presbiterio del Hospital de la Caridad de Sevilla), San Hermenegildo, La Sagrada Familia, La Visitación, La Coro­nación de la Virgen, además de obras sobre los martirios de los santos Ju­das Tadeo, Andrés, Tomás, Bartolomé, Juan Evangelista, Santiago, Matías y Mateo. Se conserva también La Anunciación (en la Academia de San Fer­nando de Madrid) y un Autorretrato que fue vendido hace muchos años a un particular francés.

Esculpió la cabeza de Séneca, un San Pablo en talla, que se conserva en la Catedral de Córdoba, y una estatua de Rodrigo de Castro, el famoso cardenal y arzobispo de Sevilla, que fue fundida por Juan de Bolonia. Exis­ten algunas pinturas de menor importancia y a las fuentes citadas me remito.

Lo que plantea realmente dificultad es su producción literaria, pues los que se han tenido como títulos reales son borradores de obras inconclusas, o bien textos parciales que no fueron publicados, o materiales de acarreo para otras obras, etc., etc. En definitiva, algo muy distinto de la seguridad tajante que nos porporcionaba, en su atrevida candidez sin prueba, la bi­bliografía precedente.

Por fin en el libro de Rubio Lapaz de reciente aparición se ha logrado sistematizar y clasificar por vez primera todo este complejo material, tras la aparición del expediente completo del racionero Céspedes, llevado, co­mo dijimos, al Archivo de la Catedral de Granada por Bernardo de Aldere- te. Todos estos textos, en su estado actual de conservación, se han recogido en un importantísimo apéndice documental, que ocupa casi 250 páginas del libro citado. Estudiado con detenimiento, lo que queda en claro es la dis­tinta entidad y valor literario de este complejo fondo documental. A modo de resumen —y prescindiendo de otros muchos textos de importancia secundaria— citamos de Céspedes las siguientes obras ahora ya tangibles y legibles en el libro de referencia. Son éstas. Documento VIL «Carta de Pablo de Céspedes a un humanista amigo suyo sobre el estudio arqueológi­co de un sepulcro de Almuñécar». Documento VIII; «Carta de Pablo de Céspedes a un humanista en donde se comenta el hallazgo de un resto ar­queológico en Cástulo». Documento XIII: «Tratado de Pablo de Céspedes

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sobre el topónimo de Córdoba y otros lugares cercanos y sobre hijos ilus­tres cordobeses». Documento XV: «Discurso sobre la antigüedad de la Ca­tedral de Córdoba y cómo antes era templo del dios Jano», de Pablo de Céspedes. Documento XVI: «Introducción al Discurso del Monte Tauro», de Pablo de Céspedes. Documento XVII: «Diversos fragmentos del Discu- ro del Monte Tauro», de Pablo de Céspedes. Documento XVIII: «Texto de Pablo de Céspedes sobre la creación del hombre y sus primeros tiem­pos». Documento XXIII: «Borrador y notas de fragmentos del Poema de la Pintura», de Pablo de Céspedes, con referencia a poesías de Píndaro. Documento XXIV: «Carta de Pablo de Céspedes sobre comentarios de pre­ceptiva poética». Documento XXXII: «Discurso de la comparación de la antigua y moderna pintura y escultura». Texto original de Pablo de Céspe­des. Documento XXXIII: «Discurso sobre el Templo de Salomón acerca del origen de la pintura». Manuscrito original de «Pablo de Céspedes», y Documento XXXIV: «Borradores de Pablo de Céspedes sobre comentarios, anotaciones y dibujos acerca del Templo de Jerusalem».

Como se verá por la simple enumeración, que no es ni mucho menos exhaustiva, la variedad de las preocupaciones del humanista cordobés le hace desperdigarse por temas tan distintos como la anatomía del cuerpo huma­no, o las anotaciones y dibujos sobre el Templo de Jerusalem, por no ha­blar de esa carta sobre el estudio arqueológico de un sepulcro de Almuñécar o de los hallazgos de nuestra vecina Cástulo, que visitó en más de una oca­sión, por donde empieza su relación con Jaén.

Este afán de saber le lleva a estudiar la toponimia, las antigüedades paganas de la actual Catedral cordobesa, que antes era según él un templo del dios Jano, o retrotraerse, en fin, hasta la misma creación de hombre.

Del conjunto de estos documentos extraemos una clara conclusión. Su valor literario es muy relativo, si exceptuamos sus fundamentales aporta­ciones a la teoría de las artes, valiosas por sí mismas y por su inserción en la panorámica general de la teoría artística del humanismo. N o obstante, todo ello testimonia la personalidad polivalente de nuestro autor, dedicado al coleccionismo o a la arqueología, informado a la vez como un moderno historiador, capaz de inmiscuirse en el tema del hebreo y de los hebreos, al tiempo que escribía su obra poética, inserta en el mundo complejo de las academias sevillanas o de la escuela antequerano-granadiana, sustenta­dor de teorías pictóricas, arquitectónicas, conceptos de Historia del Arte en general al servicio del imperialismo mesiánico de los Austrias. En resu­men, se documenta a un Pablo de Céspedes depositario de las últimas da-

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ves en la evolución de todas las artes liberales en el humanismo español, que viene a culminar, en cierto m odo, el más complejo haz de las más di­versas virtualidades. En suma, pues, el humanista integral en los confines del Renacimiento, capaz de abarcar tantas facetas, que desemboca indefec­tiblemente en cierta esterilidad de logros definitivos. Por eso hoy de todo ello nos interesa muy principalmente su obra lírica, tan escasa y fragmenta­riamente conservada y, obviamente, su pintura.

EXCURSO VITANDO: LA JOCUNDA JOVIALIDAD DEL LICENCIADO CÉSPEDES

Cuando se habla de Pablo de Céspedes como lo hemos hecho antes acos­tumbramos a referirnos al humanista grave, preocupado por minucias eru­ditas, pintor, poeta, arquitecto, teórico, sacerdote, racionero de la Catedral de Córdoba, formado primero en Alcalá y artísticamente en Europa, capaz de traer aires renovadores a Andalucía, donde aún dominaban ciertas remi­niscencias y rigideces de un pasado gótico por superar. Y esta visión-síntesis nos llega en cualquiera de los varios estudios que a él se le han dedicado, incluida la moderna tesis doctoral de Jesús Rubio Lapaz (14). En uno de estos, del profesor Zueras Torrens, recientemente fallecido («La participa­ción cordobesa en las distintas vanguardias artísticas») (15) se sintentiza así: «El alto sentido renacentista de Pablo de Céspedes constituía una auténtica revolución plástica, llegando a imponer sus conceptos estilísticos que serían seguidos por brillantes discípulos (Antonio M ohedano, Juan Luis Zambra- no, Juan de Peñalosa), aquel concepto “ manierista” , adquirido en Itaha, que era el de hacer figuras ricas en movimiento a base de contorsionadas actitudes. Pero con la inquietud innovadora de combinar todo el manieris­m o, el derivado de Rafael —exageración de la elegancia y el rebuscamiento de actitudes— el de Miguel Ángel, con el movimiento, la grandiosidad y la gesticulación, y el del cromatismo veneciano. Su obra cumbre, la Cena de la catedral de Córdoba, da amplia medida de esta simbiosis».

Este es el tipo de caracterizaciones globales que de Céspedes se hace en los trabajos al uso: artista inquieto, humanista consumado, pintor de obras famosas y poeta muy conocido en su momento, etc., etc.

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(14) Véase la ya citada tesis de Jesús Rubio Lapaz leída en la Universidad de Granada, 1989, que apareció como libro en septiembre de 1993.

(15) Incluido en Andalucía hoy, Publicaciones del Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba, 1979.

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Pero lo que no se suele recordar —o al menos no con la intensidad que se debiera— es su jocunda jovialidad, su humor a prueba de desengaños y enfermedades. En una palabra: la jocunda vitalidad del desconocido Cés­pedes. Es esta del humor una faceta tan interesante como poco apreciada, que no me resisto a tratar, siquiera en breve excurso. Es su condición de hombre agudo e ingenioso al que se le atribuyeron en vida las más variadas anécdotas. Su porte grave de sacerdote no le impedía contar o inventar las agudezas mayores, hasta el punto de quedar entonces como paradigma de hombre ocurrente. Su fama entre sus contempoaráneos fue tan grande en este sentido como la del mismísimo Quevedo —y no exageramos— , de ma­nera que se le atribuyen no sólo las agudezas, dichos y chistes que compu­so, sino bastantes más que circulaban de boca en boca como bienes mostrencos por toda Andalucía.

Esta condición de hombre ingenioso ya la reconocía el pintor Pacheco en su conocido Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y me­morables varones, al decir: «Tuvo mucha gracia en oponerse paradójica­mente a las opiniones recebidas, de donde se ocasionaron algunos cuentecillos de donaire». Está claro: fue objeto y ocasión —autor no se dice, pero se supone— de tales cuentecillos. Lo que modestamente uno no creía es que, andando el tiempo y gracias a la fecunda investigación de un especialista francés (M. Chevalier), se iban a conocer con detalle algunos de estos chas­carrillos (16). Obviamente no tenemos referencia precisa de todos, ni siquiera de parte importante. Todavía es utópico creer que llegaremos a identificar los chistes populares de cada región de España en cada período, ni siquiera en la actualidad. Mucho menos son identificables los autores, que las más de las veces quedan en el anonimato.

Como dice Chevaher, «nuestra información sobre los relatos famiha- res que corrieron por el campo y las ciudades de la España de los Austrias es —y seguirá siendo— demasiado lagunaria para autorizar tales esperanzas».

Sin embargo, toda regla tiene su excepción, y para nuestra suerte en Sevilla y su entorno, en los primeros años del siglo x v ii, son perfectamen­te reconocibles bastantes de estos cuentecillos. Con tanta perfección se nos ha transmitido esta literatura oral, que hoy se pueden identificar con deta­lle bastantes de los chascarrillos que debieron contar Juan de Arguijo, Ro­drigo Caro, Francisco Pacheco, el círculo sevillano, en fin, a caballo entre dos siglos.

(16) Véase C h ev a lier , M.: «Cuentecillos chistosos en la Sevilla de principios del siglo BOLETÍN DEL XVII», incluido en Archivo Hispalense, 1977, núm. 184, págs. 89-102.

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M. Chevalier ha llegado a recogerlos y a agruparlos en perfecta clasifi­cación: las cartas de Juan de la Sal, los llamados Cuentos de Juan de A r- guijo, la Primera parte del culto sevillano y las Poesías de Juan de Salinas. Conocemos incluso nombres de caballeros famosos por sus anécdotas, co­mo Beltrán de Galarza, de vida agitada, que estuvo preso en más de una ocasión, o el Maestro Farfán (1536-1619), otro sevillano, monje agustino, catedrático y predicador, al que sus varios y pomposos títulos no alcanza­ron a disminuir su fama de hombre ocurrente que, al cabo, es la que le ha hecho pasar a la posteridad.

Pero, yendo a nuestro propósito, tan importantes o más que los antes citados fue en este contexto nuestro ingenioso racionero cordobés Pablo de Céspedes. Así lo constata Chevalier: «Al lado de estos dos ingenios convie­ne colocar al pintor Pablo de Céspedes. Fue más famoso éste por sus genia­lidades que por sus chistes. Pero indudablemente tales rarezas ahmentaron las pláticas de los sevillanos... según demuesta una serie de anécdotas reco­gidas en la recopilación de Cuentos de Juan de Arguijo)» (17).

Chevalier recoge algunos de ellos, tal vez los más conocidos, si bien por otros documentos tenemos constancia de que no son los únicos. Item más: muchos de los que se atribuyen al Maestro Farfán, a Pacheco o senci­llamente corren anónimos, fueron atribuidos —y tal vez con fu n d am en to- ai licenciado Céspedes. Para solaz del lector he aquí algunos de ellos, tal como los recuerda Chevalier:

«Se dice que estando una cierta noche contando una historia con unos amigos, comenzó uno a dar voces por la calle, encomendando, como se solía a las ánimas del Pulgatorio. Interrumpió su cuento el racionero y amohinose de suerte que, alzando al cielo las manos, dijo: “ Bendito seas tú, Argel, donde no hay ánimas de Purgatorio ni quien las encomiende por las calles y estorba los que están en conversación, hablando en lo que les cumple” ».

Se cuenta también que solía encomiar con gran respeto en aquella épo­ca de maurofobia y anglofobia, precisamente al Gran Turco y a la reina de Inglaterra, a quien llamaba «El señor Gran Turco» y «La señora reina». Una vez en un colegio de la Compañía de Jesús, el día de la fiesta de San Ignacio, en la sobremesa «estando todos los padres, dijo muy mesurado: tres personajes valiosísimos ha llevado este siglo, Barbarroja, el padre Ig­nacio y la señora reina de Inglaterra».

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(17) Loe. cit., pág. 93.

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BOLETÍN DEL INSTITUTO

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Puede imaginarse el efecto que causaron en tan «adecuado auditorio» las ocurrentes palabras del racionero, que se atrevía a identificar al adalid de los piratas (Barbarroja) o a la reina de Inglaterra (entonces la mayor ene­miga de España) nada menos que con San Ignacio de Loyola, cima de vene­ración de muchos españoles y de los jesuítas en particular.

Habría para alargarse mucho resumiendo anécdotas de este tipo. Re­paremos en esta, que también se le atribuye: a don Pedro González de Men­doza, fraile franciscano, electo arzobispo de Granada, le dijo el Duque de Lerma: «Muy contentos están todos con la elección que Su Majestad ha hecho en vuestra señoría, si bien para prelado le juzgan muy m ozo». Res­pondió el arzobispo: «Falta es ésa de que me iré curando cada día». O bien esta otra: Contaba que Rebolledo, guardián de Sevilla, diciendo misa sintió que se le soltaba la cinta de los paños menores; llamó quedito al compañe­ro: «recoja esos paños» —le dijo— . Acabada la misa quiso comulgar una señora. «Póngale el paño» —ordenó— . Cuando volvió hallóla con los pa­ños menores al cuello. Dicen que estuvo dos o tres veces el sorprendido pres­bítero para volverse con la forma al altar, no pudiendo resistir la risa al ver aquel espectáculo.

Se cuentan muchas más anécdotas, algunas de las cuales se han fundi­do con la tradición popular y aún se oyen como chistes vulgares; tal aquella en que un caballero tuerto, oyendo referir muchos milagros de la Virgen de Consolación, hizo su romería, y al entrar en la Capilla se untó muy de­votamente ambos ojos con el aceite de la lámpara, de lo cual sintió gran dolor en ellos y no veía con ninguno. Así daba voces: «Madre de Dios, si­quiera el que traje». Esta anécdota recuerda el conocido chiste del paralíti­co que visitó a la Virgen de Lourdes en demanda de curación y se despeñó por el monte, al tiempo que gritaba: «Madre mía que me quede como estoy».

Todas estas y decenas más que se le atribuyen nos presentan a un Cés­pedes distinto, cuya fama de ocurrente y gracioso entre sus contemporá­neos no desmerecería frente a los más conocidos ingenios. El hecho es que el pintor-poeta disfrutó de la estima popular a la vez que de fama de huma­nista, cosa que muy pocos consiguieron ensamblar, de donde deducimos el carácter jocundo, jovial y vitahsta del racionero, a despecho de la serie­dad de su estado y de la profundidad real de sus saberes, contradiciendo en buena medida el carácter riguroso y serio de su poesía en la que, como veremos, no domina precisamente la veta satírica ni se percibe más que en veladura tizianesca, de medida claridad, a ese hombre prendado del vivir, que, a tenor de esta poliédrica conformación, debió de ser Pablo de Céspedes.

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PABLO DE CÉSPEDES EN EL CONTEXTO DE LOS POETAS-PINTORES: SU SIGNIFICACIÓN ARTÍSTICO-LITERARIA

Es algo más que sabido que en el Renacimiento y Barroco españoles predomina el artista integral. Quiero decir que la relación entre las artes a lo largo de los siglos XVI y x v i i es tan intensa que los casos de poeta-pintor o pintor-arquitecto o poeta-escultor, etc., son nota frecuente y hasta domi­nante. Añádase a ello la estrechísima relación constatada en especial entre pintura y literatura a lo largo de cinco siglos. El hecho es que se han podido reconocer y estudiar paralelismos de esta naturaleza, que tienen bastante más base que el arbitrario capricho de un diletantismo ocasional al amparo de modas más o menos pasajeras. En estos mismos días (el pasado 27 de agosto) la ha vuelto a documentar Ernesto Sábato en los cursos de El Es­corial.

Me refiero particularmente, en el caso de pintura y literatura, a las re­laciones tantas veces establecidas entre personalidades como El Greco y Gón- gora por una parte, Velázquez y Lope de Vega, Goya y Quevedo, etc., etc., las cuales han dado lugar a abundantes comentarios, no siempre sostenidos por argumentos plausibles, pues este juego de actitudes expresivas coinci­dentes se plantea entre autores alejados en el tiempo como hemos visto, ya que Lope de Vega era casi 40 años mayor que Velázquez y entre Goya y Quevedo medían más de 150 años.

Estos paralehsmos, evidentes pero asincronos, justifican no obstante que en momentos concretos de la historia se llegue a la asimilación, com­pleja por coincidente, de géneros pretendidamente afines de una y otra, co­mo poema descriptivo y cuadro de paisaje, siendo en el Barroco sin duda donde más claramente se plasma el hecho, con Góngora y Las Soledades. poema cíclico descriptivo por antonomasia, en perfecta correspondencia con las series pictóricas tan repetidas por aquellos años: las cuatro estaciones, los cuatro elementos, las cuatro edades del mundo, las cuatro partes de la Tierra, etc.

Y como ejemplo todavía más preciso cabe recordar el soneto manieris- ta, gongorino o herreriano, que al igual que el cuadro manierista distorsio­na el tema central, relegándolo a veces a un solo verso, mientras que los restantes, como en los cuadros, son sólo elementos deformadores y de dis­torsión de dicho tema central, según el gusto y la posición intelectual ultra- consciente, tal como analizó y dejó estudiado para siempre Orozco Díaz

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en su conocido libro M anierismo y Barroco (18). Recuérdese el famoso so­neto descriptivo de Góngora, que comienza: «Cosas, Celalba mía, he visto extrañas». Se refiere luego a un desaforado embate de todos los elementos naturales, con vientos, nubes y tormentas torrenciales desbocados en mons­truosa catástrofe. Casi todo el texto se ocupa en pintar con las más negras tintas esta distorsión de la naturaleza. Y pese a ello, el poema tiene carácter amoroso, relegado al último verso («y nada temí más que mis cuidados»), es decir, mi preocupación amorosa por ti, tal como se entendía el término «cuidado», que es el verdadero protagonista por contraste. Todo lo demás, como en el cuadro manierista, no es sino elemento deformador para resal­tar la idea principal.

N o obstante, importa señalar esa misteriosa simbiosis pintura-literatura cuando se da en una misma persona (el autor ambidiestro que decía Oroz- co), especialmente dotado por la naturaleza para ambas artes, como es el caso del pintor-poeta que nos ocupa. Efectivamente esto sucede sobre todo en el Renacimiento, en que abundan ejemplos italianos de pintores escrito­res: Miguel Ángel, Piero della Francesca, El Vasari, etc. En nuestro país esta condición adquiere carta de naturaleza con Pablo de Céspedes, que, como dice Zueras Torrens en su trabajo citado, «simboliza como nadie esta dualidad expresiva, hasta el extremo de ser la cabecera suprema de una lar­ga lista de pintores con vocación literaria, que han ido proliferando hasta nuestros días, y que han visto en el cordobés un incomparable ejemplo a seguir» (19). Los ejemplos de Alberti o Buero Vallejo son reveladores al respecto.

En nuestro siglo XVI hay perfecta conciencia de la orientación pictóri­ca que domina la poesía. Y así no es extraño que el tema se convierta inclu­so en objeto de reflexión poética. Como recuerda Orozco, el culterano autor de la Silva panegírica de la pintura lo declara en estos términos:

El cisne más canoro,que con pluma eruditaquiere volar, pincel ser solicita.Si elevarse el retórico procura, la lengua hace pintura, y su oración más alta y sublimada, más que oída parece que es pintada.

(18) O rozco D ía z , E .: Manierismo y Barroco, Madrid, Cátedra, 1970.

BOLETÍN DEL (1®) Loc. Cií., pág . 8.INSTITUTO

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En efecto, Céspedes se inserta —y en cierto modo inicia— la fecunda lista de pintores eruditos, cuya inquietud cultural hay que atribuir no sólo a su innata genialidad, sino a una concienzuda y pareja formación en la que su estancia en Italia tiene mucho que ver. N o en vano a Céspedes se le considera ejemplo señero de los romanistas españoles, que consolidó y potenció en la Ciudad Eterna su precoz formación, adquirida en la univer­sidad de Alcalá de Henares, entonces verdadera punta de lanza de los cen­tros innovadores.

Por otra parte, a Céspedes hay que situarlo en el conspicuo grupo de los poetas que manejan el verso con un sentido pictórico, buscando mati­ces, armonías y contrastes, según venía sucediendo desde comienzos de nues­tro siglo XVI. El profesor Orozco en un trabajo modélico, escrito y publicado en plena posguerra (1941), incluido luego en su libro Temas del Barroco, analizó con algún detenimiento la impronta Uteraria del poeta-pintor en ge­neral en su ensayo «El sentido pictórico del color en la poesía barroca» (20). En él se refirió a este hecho con abundantes ejemplos y, aunque no analizó la poesía de Cespedes, tal vez sería por la escasez de textos conservados del racionero cordobés.

Nuestra intención es, pues, completar en cierto modo aquel trabajo bus­cando la ubicación de Céspedes en el lugar exacto de la evolución cromáti­ca de la poesía española, analizando al propio tiempo aquellos fragmentos que mejor pueden adscribirse al período de nuestra lírica renacentista, tal como dejó estudiado en sus trazos fundamentales Orozco Díaz.

En efecto, tanto en el pintor renacentista como en el barroco (en este caso lógicamente intensificada) encontramos no sólo la riqueza del croma­tismo, sino incluso su manejo con un sentido de verdadera profesionalidad de la pintura, que busca y encuentra armonías, matices y contrastes de autén­tico técnico. Avancemos como idea primera que no se da en Céspedes la simple acumulación de la nota de color, ni aun el abigarramiento, sino la combinación matizada, la armonía, el complemento y la tonaUdad circuns­tanciada, que lo sitúan en el lugar preciso de la evolución de la hrica rena­centista.

Destaca junto a lo cualitativo y esencial, lo accesorio y secundario; se detiene por primera vez en el ornamento, que complica el uso de cada tér-

(20) Se publicó como artículo en la Revista Escorial, núm. 13, 1941, y se incluyó en el citado libro «Temas del Barroco» con liegeras adiciones en 1947. Del mismo hay edición re­ciente con introducción de Antonio Sánchez Trigueros, Universidad de Granada, 1989.

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mino, añadiéndole connotaciones cada vez más preciosistas y se inserta vo­luntariamente en un contexto de complicación connotativa, si así puede decirse, que poseía cierto abolengo.

Por ejemplo, la nieve, desde su reconocido maestro Fernando de He­rrera, designaba para el poeta la blancura nítida. Pues bien, como tendre­mos ocasión de ver, la intensidad del color hará necesaria la concreción y aclaración, que ya en el barroco llevará a Lope a escribir: «com o ya dos veces nieve fuese», para destacar junto a la blancura la frialdad de la mano de Amarilis. En esta evolución hay ya algo de sutil y profundo de época, que cambia la seriedad natural del Renacimiento por la complejidad artifi­ciosa del Manierismo y que desembocará en la explosión retórica vivida, base del Barroco. Pues bien, tras el análisis pertinente, pretendemos situar a Céspedes justo en el punto medio de esta evolución tan sobriamente ejem­plificada en el texto lopesco. Ahí se halla la plasmación del color en Céspe­des, con los recursos y concreción que ahora veremos.

Como en tantas cosas, el punto de arranque está en Garcilaso, cuya nota cromática fue analizada con tanta perspicacia hace años por Margot Arce (21). Es el suyo un cromatismo que procede por simple situación de un determinado vocablo recurrente en lugar llamativo o estratégico. Así en la famosa descripción de la ribera del Tormes, ejemplo elemental de su for­ma de crear:

«Verde en medio del invierno frío, en el otoño verde y primavera, verde en la fuerza del ardiente estío».

Vemos, pues, un único adjetivo triplemente repetido, aunque con la sutil variante del segundo verso, en que lo coloca coincidiendo con el acen­to de intensidad del endecasílabo (en sexta sílaba). Diríamos con Margot Arce que es la suya una paleta fría, dominada por el verde en cuanto reflejo de la naturaleza, ya que el azul, convencional plasmación de la realidad ul- traterrena (la religiosidad tradicional), sólo aparece una vez.

Junto a estos colores se da la oposición oro-rubio, y en menor grado el rojo, el rosa y el amarillo; pero siempre en sencilla y calificadora cons­trucción, donde lo que predomina con mucho es el sustantivo no el califica­tivo cromático que lo acompaña (el blanco lirio y colorada rosa). Este es el punto de partida.

(21) Véase el conocido trabajo de Margot Arce sobre el color en la poesía de Garcilaso, BOLETÍN DEL titulado precisamente Garcilaso de la Vega, Madrid, 1930.

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Sin embargo, según avanza el siglo x v i, el color se intensifica gradual­mente, tal vez con la excepción de San Juan de la Cruz, en el cual, pese a su formación de pintor y escultor que recuerda Orozco, apenas se deja ver la nota cromática. El hecho es que todos los demás poetas recurren al color. No creemos que sea necesario un recorrido exhaustivo por todos ellos. Sin duda es Penando de Herrera, el maestro de Céspedes, quien mejor mar­ca el paso de la simple designación cualitativa garcilasiana a un principio de retórica ornamental del que será partícipe nuestro poeta-pintor.

En efecto, es Herrera, como en tantos otros aspectos, quien simboliza la culminación renacentista de la paleta cromática e inicia la evolución ha­cia el Barroco, aunque por la importancia del platonismo en su lírica se per­ciba más que el color pleno el matiz y la fusión de colores. Como dice Orozco, «su paleta... aunque llena de esplendor y refulgente, resuha algo limitada de tintas. El poeta amante y neoplatónico se antepone siempre a la pura visión plástica; así sus colores son, en esencia, el traslado de las tintas trans­parentes y brillantes del rostro de doña Leonor de Milán» (22). Dicho cla­ramente: el neoplatonismo renacentista herreriano frena en el poeta la intensidad de su paleta prebarroca. Y así sus colores fundamentales son el oro del cabello, la nieve y púrpura de la cara, las esmeraldas de los ojos y los varios matices de rosa y blanco que describen el cuerpo; o sea, colores esenciales y luminosos con que describir el rostro de la condesa, apenas tra­sunto en su neoplatonismo de un ideal imposible. N o olvidemos que esta­mos en pleno petrarquismo, absolutamente vigente en Herrera, que respeta el tópico renacentista veneciano de la mujer rubia, de tez transparente, ca­bello de oro y ojos glaucos. N o obstante, en Herrera aparece algo que vere­mos más consolidado en Céspedes: la matización de lo en principio absoluto. Orozco lo ejemplificó con un par de versos que demuestran como ninguno la intensidad de esa matizada sensibilidad. Así, para pintar el rostro de su amada la Condesa de Gelves no se limita a la fusión de púrpura y nieve que hubiera hecho Garcilaso, sino que matiza (he aquí el término) la suavi­dad cromática de su faz en esta forma:

«El color dulce de suave rosa,tiernamente tal vez descolorido».

Orozco no duda en reclamar para este logro artístico el efecto pictóri­co de transparencia de una veladura tizianesca. Y así parece. Por supuesto

(22) Leonor de Milán, Condesa de Gelves, fue, como es sabido, la musa de Fernando de Herrera, cuya lírica amorosa la tiene como exclusiva protagonista. Loe. cií., pág. 75.

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que la brillantez cromática del verde y del rojo también es patente; pero si algo destaca en Herrera es el retrato en que el color se afina, complemen­ta, matiza y enriquece, en algún caso en repetido contraste de blanco y oro con toques de pedrería que resalta. En efecto, en Herrera se plasma el con­traste de rojo con rosa y blanco. A propósito se señalan algunos versos del soneto tercero, la canción segunda y la elegía XVII:

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«Hasta que sale la alba roja y cana entre la blanca luna y sol rosado».

O bien estos otros:

«A do en rosado carro va la aurora, con purpúreo celaje y blanca frente».

Pero tal vez donde más se manifiesta el progresivo recargamiento es en sus visiones de la naturaleza, sobre todo en la descripción del Gualdal- quivir que incluye en la Canción al santo rey D on Fernando, que algunos autores han querido ver como su obra más cercana al paisaje acuático de Pedro Espinosa:

«Cubrió el sagrado Betis de florida púrpura y blandas esmeraldas llena y tiernas perlas la ribera ondosa, y al cielo alzó la barba revestida de verde musgo, removió en la arena el “ m obible” cristal de la sombrosa gruta la faz honrosa, de juncos, cañas y coral ornada».

Los poetas en torno a Herrera siguen todos la senda del maestro, y tal vez quienes mejor plasman esta visión herreriana del color recién analizada sean Pedro Espinosa y Francisco Pacheco, a su vez íntimos amigos de Cés­pedes. Por su influencia en el grupo debemos comentar siquiera brevemen­te alguna de sus composiciones, porque la literatura cromática de Pacheco empieza también en el simple contraste de la luz blanca, símbolo de vida, frente a la pálida ñgura, símbolo de enfermedad, para terminar en el ne­gro, símbolo de desengaño y muerte. Así se aprecia en un tópico poema titulado «Sobre la brevedad de la hermosura», incluido en su A rte de la p in ­tura, por tantas razones próximo a Céspedes, con el siguiente remoquete: «Hurtaré estos versos de una epístola que envié a Don Juan de Jáuregui,

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estando éste en Roma, y pasen por variedad y por pintura» (23).

El tema es un puro lugar común, que venía desde Horacio en su fam o­sa Oda a Leuconoe y que recibió un primer y conocido estudio en los años treinta de Blanca González de Escandón (Sobre los temas del «carpe diem » y la brevedad de la vida en la literatura española) (24). El fragmento de re­ferencia recoge los lugares comunes desde Garcilaso en adelante:

«¡Cuán frágil eres hermosura humana!Tu gloria en esplendor es cuanto dura breve sueño, vil humo, sombra vana.Eres humana y frágil, hermosura, a la mezclada rosa semejante, que alegre se levanta en la luz pura; pero vuelta la vista en un instante, cuanto cambia el azul el puro cielo las hojas trueca en pálido semblante.Yace sin honra en el humilde suelo;¿Quién no ve en esta flor el desengaño, que abre, cae, seca el sol, el viento, el hielo?

Notemos que el color es aquí una mínima manifestación de la hermo­sura humana, que a las leyes de flor está sujeta, como diría Quevedo. Su aparición es sólo para calificar, positiva o negativamente, cada momento de la evolución vital, ejempKficado en «sombra vana», «mezclada rosa», «azul del cielo», «pálido semblante». Es decir, se limita a constatar en su estricta presencia física la fugacidad de la hermosura humana, tal como se dará en los poetas barrocos.

En otro lugar encontramos ya una ulterior matización de su paleta cro­mática, precisamente en su poema dedicado a Pablo de Céspedes, donde la elementalidad primitiva del color se combina y matiza en cierto grado. Nótese así en los siguientes tercetos:

«Más ¡oh, cuán desusado del camino que intenté proseguir tome la vía, honor de España, Céspedes divino!

(23) Antología de poetas líricos. Biblioteca de Autores Españoles. Vol. XXXII, por don Cristóbal de Castro, pág. 370.

(24) Se trata de un libro emblemático en los estudios del Renacimiento: Los temas del «carpe diem» y la brevedad de la vida en la poesía española, Barcelona, 1938.

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VOS podéis la ignorancia y noche mía, más que Apeles y A polo, ilustremente volver en agradable y claro día; que en vano esperará la edad presente en muda poesía igual sujeto, ni en la ornada pintura y elocuente.A la futura edad prometoque el nombre vuestro vivirá segurosin la industria de Sostrato, arquiteto.El faro excelsa torre, el grande muro mausoleo, pirámides y templo, simulacro, coloso en bronce duro, vuelto todo en cenizas lo contem plo...Mas si en eternas cartas y sagradas por nos se extiende la heroica pintura, a naciones remotas y apartadas, cercando de una luz excelsa y dura en el sagrado templo la alta fama en oro esculpirá vuestra figura, ahora para la luz de vuestra llama, siguo el intento y fin de mi deseo, encendido del celo que me inflama.

Como se ve, aquí mediante el color se conforma el elogio, pues apare­ce como luz excelsa y pura del templo de la fama, o como oro en que se esculpirá eternamente la figura de Céspedes, o como rojo de llama simbóli­ca que enciende el corazón celoso del amigo Francisco Pacheco.

Obsérvese además cómo al principio la noche, símbolo de oscuridad en su negrura, lo es aquí también de la ignorancia, en contraste con los sa­beres de Apeles y A polo, ambos símbolos máximos de lo pictórico y litera­rio, capaces de ilustrar para siempre la fingida humildad del pintor Pacheco. El texto incide en la tópica hipérbole de las cenizas, como símbolo negro del final de la vida, o del último destino inexorable de todas las obras hu­manas. En contraste sólo la pintura de Céspedes es calificada por Pacheco como luz y su nombre acabará esculpido en oro. Es el terceto final donde el color sirve a la hipérbole que el poeta pretende, pues su amigo ya no es luz que irradia, sino llama que inflama el encendido celo de quien, también por curiosa paradoja, se considera su discípulo.

BOLETÍN DEL ^ o obstante, el color se intensifica más en el soneto séptimo de Pache-INSTITUTO

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co, en nuestra opinión claramente manierista, cuyas construcciones trimem- bres reiteran el formalismo retórico buscado para llegar a un final no previsto. Es un soneto que recogió Pedro Espinosa en sus Flores de poetas ilustres, expresión suprema de la lírica antequerana, en que la obra de Pa­checo también se inserta. Por eso lo comentamos dentro del grupo herre- riano en que Céspedes se halla, por cuanto simboliza asimismo una manera de escritura absolutamente común.

El soneto se inicia con una primera parte marcada por el contraste en­tre el negro del silencio, la sombra y el espanto de los dos primeros versos frente a una paleta riquísima de amarillos, rojos y blancos cifrados en el verso cuarto. Es como si la oscuridad estallara de repente, abierta en pura pasión cromática:

«En medio del silencio y sombra oscura, manto de horribles formas espantosas, veo la bella imagen de tres diosas, compuesta de oro, grana y nieve pura».

Sin duda se trata de un contraste buscado entre la negritud del espanto inicial y la divinidad, plasmada en color, recogido formalmente incluso en el trimembre del verso cuarto. Aquí no hay armonías de complementarios sino puro y necesario contraste. La misma construcción trimembre perfec­ta se reitera en los versos que siguen, en que cada elemento se corresponde con otro en perfecta conexión; tal en el verso que ciería el cuarteto. Nos movemos, pues, en una construcción de nuevo cerebral y rebuscada:

«Su ornato, resplandor y hermosura son partes para mí tan poderosas, que aunque enlazado estoy en varias cosas, me arrebata, entretiene y asegura».

En efecto, el trimembre del primer verso halla correspondencia exacta en el último y si sustantivos cuasi parónimos lo forman, verbos en idéntica proporción componen el último; es decir, rebuscamiento cerebral típicamente manierista.

La nota de color viene cifrada por el sustanivo «resplandor», resalta­do al coincidir con el acento de sexta sílaba del endecasílabo, núcleo del mismo, abrazado por los dos parónimos antepuesto y pospuesto. Esta vi­sión de belleza se desgrana en color (oro, grana, nieve) que arrebata, entre­tiene y asegura.

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Hasta aquí nos hallamos frente a una contrucción casi tópica en la lite­ratura posrenacentista. Será a partir del verso noveno cuando la hipérbole se une a la imprecación, y la luz estalla, sin que aparezca formalmente ex­preso ningún sustantivo de color. Ahora son las mayores luces del cielo (sol y luna), metafórica e hiperbólicamente vencidas por los dos soles (entién­dase los dos ojos de la amada), iguales en gloria (entiéndase para el poeta). Tanta que son capaces de consolar su vida en este valle de lágrimas («estas sombras extendidas») y no causar envidia de los siempre hiperbóUcos rayos celestiales en su doble sentido; o sea, del cielo (sol y luna) y en sentido re­ligioso.

El color, pues, conforma la explosión de retórica hipérbole manieris- ta, que pretende con esa soflama de cromatismo vario enaltecer en última instancia los ojos de una mujer. Esto es manierismo en su sentido más ple­no, aunque Francisco Pacheco cronológicamente se adentre ya en el Barro­co y su Arte de la pintura se publicara nada menos que en 1649. El hecho de pertenecer al mismo ámbito académico-clasicista de los Rioja, Medina, Arguijo, etc., en cierto m odo refrena y dulcifica la veta estrictamente ba­rroca. Como dice A dolfo de Castro, «para enseñar a su yerno Velázquez puso el cielo el pincel en sus manos; para cantar sus glorias no le negó la pluma» (25). Y el hecho de que Pacheco inmortalizara a Fernando de He­rrera al publicar sus obras no hace sino incidir en la adscripción manierista de muchos de sus poemas; incluso en el manejo del color que le asignamos. «Al morir el cisne del divino Betis, Céspedes cedió a Pacheco el lauro de eternizar el semblante de su amigo, y en sonoros versos pintó a la reina del amor y la hermosura, después de abandonar en su carro de oro los mares, surcando las auras de Andalucía por entre una niebla transparente y pura, y repitiendo en voz dolorida el nombre de Fernando de Herrera». Se en­tiende, obviamente, con la publicación de sus obras; según dice A dolfo de Castro, «de aquel que temió y osó, pero en quien pudo más la osadía para gloria de las letras españolas».

Exactamente en este contexto hay que situar el color en la obra de Pa­blo de Céspedes. Nunca se lamentará bastante que su producción nos haya llegado de manera tan parcial y fragmentaria. N o obstante tales fragmen­tos son suficientes para percibir ese dominio intenso de la nota cromática en su lírica que su actividad profesional como pintor le proporciona. Y has­ta nos atreveríamos a asegurar que puede constatarse una clara evolución

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(25) Loe. cit., pág. XXV.

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en las octavas reales que nos quedan de su A rte de la pintura. Así en la ter­cera del libro I encontramos el simple contraste, ya expreso, entre el negro del caos tenebroso y la luz celestial de resplandor y hermosura plena que se fragua el día de la creación. Las palabras del Génesis hallan en esta octa­va perfecta conformación cuando Dios-Creador separa la luz de las tinieblas:

Comenzaré aquí, pintor de mundo, que del confuso caos tenebroso sacaste en el primero y el segundo hasta el último día del reposo a luz la faz alegre del profundo y el celestial asiento luminoso, con tanto resplandor y hermosura de varia y perfectísima pintura».

Insistimos: nos hallamos aquí ante el simple contraste, casi de pintor renacentista garcilasiano. Es el caos frente a la luz, resplandor, hermosura, variedad y perfección, que surgen en el primer día de actividad del Creador bíbhco.

En la siguiente octava comienza ya levemente la matización con dos notas de color: azul y rojo. Ya aparece al cielo —entiéndase metonímica- mente azul— , adornado con purpúreas tintas —entiéndase arrebol de orto y véspero— , que se complica un poco más en la intensidad matizada del rojo con ese traslúcido esmalte que conforman ya las inflamadas luces. Nos encontramos en esta estrofa un colorido que podríamos calificar de herre- riano, por cuanto la varia y perfectísima pintura de la octava anterior se transmuta aquí en adorno que la poderosa mano del pintor potencia. Así el cielo todo («los grandes signos del etéreo claustro / de la parte del Hélice y del Austro»).

Sin embargo, donde tal vez alcanza una coloración más intensa, en la línea de los poetas pintores que ponían este oficio al servicio de su lírica, es en la octava siguiente, donde se procede por acumulación y matización de la compleja paleta cromática al pintar las criaturas de la naturaleza; y entre ellas el pavón:

«Al ufano pavón alas y falda de oro bordaste y de matiz divino, do vive el rosicler, do la esmeralda reluce y el zafiro alegre y ñno; al fiero pardo la listada espalda, la piel al tigre en modo peregrino

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y la tierra amenísima que esmalta el lirio y rosa, el amaranto y calta».

Como puede verse, estamos ya ante una auténtica sinfonía de colores, propia de quien conocía profesionalmente los matices cromáticos. De ma­nera que junto al rosicler —entiéndase la plata roja, metafóricamente por el color rosado, claro y suave, de la aurora— sitúa la esmeralda, piedra de verde intenso, a consecuencia del óxido de cromo que posee. La pedrería preciosa se completa esta vez con el zafiro, de azul tan intenso en su forma más corriente de corindón cristalizado, aunque el pintor podría connotar de leve albura, por la variedad cristalizada, incolora y transparente, que tam­bién ofrece la naturaleza y que un pintor conoce sin duda.

Pensemos, pues, que todos estos son matices para describir técnicamente al pavo real. Cuando quiere hacerlo con el tigre recurre a lo más notorio y evidente: el contraste entre el indefinido pardo de su listada espalada, en usual paronimia, que halla compleción en un adjetivo de uso muy abun­dante en movimientos poéticos inmediatamente posteriores a Céspedes. Me refiero a «peregrino», entendido como algo «extraño, raro, especial o po­cas veces visto», tan usual en el conceptismo literario de su amigo el poeta baezano Alonso de Bonilla. Esta expresión (peregrino) tenía ya en la época y probablemente en la estrofa se connote, el sentido figurado de «adornado con singular hermosura, perfección o excelencia», matiz que cuadra en el contexto definitorio de la presente octava real.

Pero es en los dos últimos versos donde Céspedes culmina la expresión matizada e intensificada al propio tiempo de su paleta cromática: la tierra amenísima —como no podía ser de otra forma— , es decir, grata, placente­ra y deleitable por su frondosidad y hermosura, es esmaltada por las flores que mejor representan y pintan la variedad cromática de la naturaleza to­da: el lirio, usualmente azul o morado, a veces blanco; la rosa, en su cono­cida variedad de color, que sugiere casi todos los tonos de una paleta de pintor; el amaranto, que en sus distintas variedades, sabidas del profesio­nal, aporta la nota carmesí, amarilla, blanca o jaspeada; e inmediatamente el término extraño y sugeridor, la palabra que se resiste al lector medio, «cal­ta», cuyas flores terminales, en hojas gruesas y acorazonadas, son siempre grandes y de un amarillo intenso. Si el amaranto puede sugerir el color ama­rillo en el profano, «calta» actuaría aquí como intensificador del mismo, pues al tamaño mayor une la intensidad de idéntico color.

Como vemos, nos hallamos en esta octava ante un profundo conoce- BOLETíN DEL 1°® efectos cromáticos, lo cual supone un paso ostensible de su evo-

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lución hacia el Barroco, perfectamente marcada. La descripción de la naturaleza que sigue está siempre animada por rasgos de color. Todo ani­mal —dice— va por ti vestido, diverso en color de vario velo. Todas las aves, que él perifrásticamente designa como «volante género atrevido que al aire y niebla hiende en presto vuelo», son también diversamente pinta­das, de modo que «los que cortan el mar, y el que tendido su cuerpo arras­tra en el materno suelo», conforman la serie de los peces y los reptiles.

Claro que no podía faltar la paleta cromática —usada en plenitud— en la creación del hombre. Tras insistir en que el ser humano es un mundo en breve, forma reducida según la filosofía platónica del microcosmos; tras constatar el «propio retrato de la mente eterna», expresión retórica del bí­blico «hecho a su imagen y semejanza», describe la forma externa del ser humano en una estrofa plena de efectos expresivos y calidad literaria, que debemos reproducir:

«Vistiolo de una ropa que compuso, en extremo bien hecha y ajustada, de un color hermosísimo, confuso, que entre blanco se muestre colorada; como si alguno entre azuzenas puso la rosa en bella confusión mezclada, o del indio marfil trasflora y pinta la limpia tez con la sidonia tinta.

El proceso pictórico seguido es el de un verdadero profesional que co­noce las dificukades de las mezclas cromáticas. Para empezar cahfica el co­lor de hombre con dos adjetivos tan antitéticos como complementarios (valga la paradoja): hermosísimo y confuso, para ir desgranando poco a poco los matices en que tal confusión se aclara, empezando por la mezcla de blanco y colorado. Pero como ése no es el color exacto de la humana textura, se ve precisado de recurrir a una comparación. N o hay adjetivo para calificar precisamente el color del hombre. De acuerdo. Y nada mejor que cifrarlo en los matices de las flores: entre azucenas rosas, en bella confusión mez­cladas. Entiendo, lógicamente, por color de azucena el blanco más intenso y lustroso, matizado tal vez por la variedad de color de ante que poseen algunas de estas flores, pues tampoco sería impropio de la tez humana; mez­clado tal color —insiste— con el indefinible, por matizado, color rosa de la flor del mismo nombre.

Y como todavía no ha llegado en su estima a la precisión necesaria que todo buen pintor requiere, tiene que recurrir a una nueva mezcla, como si

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estuviera ensayando en su paleta las múltiples combinaciones que a veces se resisten. En este caso es el marfil, de color blanco, como es sabido, pero menos intenso por efecto del esmalte que lo recubre, mezclado con la «si- donia tinta», clarísima metáfora por la púrpura roja que de Sidón proce­día, de color rojo oscuro o rojo violáceo, o violeta exacto, producido por secreción del conocido molusco gasterópodo marino así llamado, que se­grega en escasísima cantidad la tinta amarillenta que en contacto con el aire se torna verde para cambiar luego a rojo, más o menos fuerte, tal como el común de las personas conocemos.

Nótese la calidad, intensidad y matización cromática para pintar la tez humana que, evidentemente, sólo un pintor profesional sería capaz de con­seguir. Nótese al tiempo la calidad literaria de este libro (Arte de la pin tu ­ra), que sólo fragmentariamente nos ha llegado. Y se da no sólo cuando pinta el momento supremo de la creación, sino incluso cuando desciende a los más nimios objetos del servicio práctico, tales los instrumentos nece­sarios para pintar, como la paleta, el pincel, el barniz, etc., los medios, en suma, del oficio.

Merece especial detenimiento por su belleza la octava en que plasma la habilidad que el pintor precisa en la mano para el uso del pincel con que manchar el Uenzo del color exacto:

«Un junco que tendrá ligero y firme entre los dedos la siniestra mano, do el pulso incierto en el pintar se afirme y el teñido pincel vacile en vano; de aquellas que cargó de tierra firme entre oro y perlas navegante ufano, de ébano o marfil asta que se entre por el cañón y con el pelo encuentre».

Claramente se percibe que el palo o asta de los pinceles tenía especial valor, ya que su madera merecía ser traída de allende los mares (ébano); o bien material precioso como el marfil, unido al pelo, como él dice, del silvestre vero, «sedas el jabalí cerdoso y fiero / parejas ha de dar al más crecido». Esto es, cerdas de los mejores animales, parejas en dimensión, de pelo blanco, que debe unir al negro ébano para formar, por contraste una vez más, objeto tan preciso al pintor como inútil al profano.

Claro que la mezcla de color se observa en cualquier contexto, incluso en el empleo del propio término, que se repite sistemáticamente, o de adje-

BOLETíN DEL tivos como relumbrante, limpio, claro, sutil, raro, éste con el sentido deINSTITUTO

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«extraño y nunca visto». Así se da en todo el fragmento que dedica a los instrumentos necesarios para la pintura. Veamos de qué manera describe la paleta del pintor:

«De más un tabloncillo relumbrante del árbol bello de la tierna pera, o de aquel otro que del triste amante imitare el color en su madera, abierto por la parte de delante, do salga el grueso dedo por defuera, en él asentarás por sus tenores la variedad y mezcla de colores.

Sin duda se percibe que es la paleta de pintor el objeto descrito, minu­cioso hasta en el tipo de madera (de peral o de boj) que se necesitaba. La precisión llega incluso al término propio, pues tenores, en sentido estricto, refiérese aquí a las tonalidades de cada color, evolución del sentido técnico latino de «constitución u orden firme y estable de una cosa».

El poeta continúa la descripción de cada elemento propio de pintor. Así, la losa o piedra donde se mezclan los colores es descrita como «un pór­fido cuadrado, llano y liso, tal que en su tez te mires limpia y clara». El caballete es perifrásticamente designado como «de tres piernas la máquina de Aliso», entendiendo este último término como la madera procedente de ese árbol, de tronco limpio y rollizo y de corteza parda, que se cría en terre­nos pantanosos. Se trata de una madera muy dura y algo amarillenta, em­pleada desde antiguo en la construcción de instrumentos musicales y de otros muchos objetos, como el aquí descrito.

Lógicamente, un poema dedicado a la pintura, que incide en la fija­ción de la tinta, en los principios para adiestrar la mano, en la proporción de hombres y animales, que se centra en la pintura del caballo y que no esquiva temas técnicos entonces tan actuales como el escorzo, la perspecti­va, las imágenes de la fantasía, etc., es lógico que abunde en el color, aun­que no sea más que con finalidad estrictamente descriptiva. Tal sucede en las octavas en que pinta la concha plateada donde se guarda cada uno. Véa­se así:

«Sea argentada concha, do el tesoro creció del mar en el extremo seno, la que guarde el carmín y guarde el oro, el verde, el blanco y el azul sereno; un ancho vaso de metal sonoro.

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de frescas ondas transparentes lleno, do molidos a olio en blando frío, del calor los defienda y del estío».

Se refiere —según Pacheco— a cada uno de los colores en sus conchas, dentro y fuera del agua. N o faltan, como se ve, los más contrapuestos y complementarios en la paleta de pintor.

En conjunto, pues, el color en Céspedes se atiene, por una parte, al contraste típicamente renacentista, de simple contraposición sin matizar, y evoluciona a la mezcla sutil del compositor manierista, para alcanzar en al­gún instante aislado el abigarramiento, la compleción, la armonía de com­plementarios que caracterizan la cualidad cromática de los pintores-poetas del Barroco.

El grupo sevillano en que Céspedes se inserta lo había utilizado en pa­recida función. Y así no es extraño observar la paleta caliente de un Rioja, en versos justamente resaltados ya por Cossío, que habla de los colores siem­pre puros y resueltos de este lírico y que Orozco centró en el análisis del rojo, su color predilecto, que emplea preferentemente «no en contraste, si­no buscando su brillantez y fuerza, subrayando hasta conseguir el máximo de su vibración» (26).

Evidentemente esto supone un sentido pictórico casi profesional, aun­que Rioja sea tan m onótono y reiterativo en el empleo de esas armonías cáhdas. Véase su peculiar técnica de intensificación del jazmín: «En pura nieve y púrpura bañado» —dice— . O bien estos versos, justamente resalta­dos por Orozco:

«Si yo entre vagas luces de alba frente me abraso, y entre blanda nieve y roja.

Que hallan compleción en estos otros: «perdió la grana y nieve que so­lía / teñir su boca y frente».

Este acierto en la adjetivación contrastada es lo que se observa en Rio­ja y encuentra plenitud y exuberancia en el grupo antequerano-granadino, por tantas razones afín a Céspedes. Así el propio Barahona marca esa nota de exuberancia cromática por acumulación de tintas diversas sobre el blanco:

«Y allí en tus blancas manos, llovedizo un torbeUino de oro y esmeraldas

BOLETÍN DEL Cossío, José María de: Poesía Española, Madrid, 1936, pág. 83.INSTITUTO

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cayera, y aún el cielo que lo hizo, la blanca oliva y la manchada haya».

Como dice Orozco, «son ya verdaderas armonías, como esta de tintas calientes en que se matizan los rojos»:

«Vendrá bermejo el Dios de los pastores, / con bermellón y fina san­gre ungido», que se intensifica en la mezcla de colores opuestos (rojos y azules, fundidos en tintas violadas).

Sin duda en este mismo contexto antequerano-granadino el poeta que más se aproxima en variedad y calidad a la paleta cromática de Céspedes es Pedro Espinosa, por estar como él justo en el límite de las armonías barroco-impresionitas —si así puede decirse— de colores complementarios, que se perciben sentidas y vividas más que conscientemente expresas.

El poeta entendió, como el racionero cordobés, que la yuxtaposición de determinados colores refuerza su misma intensidad. Tal vez el mejor ejem­plo se dé en sus abundantes paisajes marinos, con predominio de blancos, azules y verdes, que hallan expresión suma en la Navegación de San Rai­mundo, a nuestro ver el poema que más se acerca en el empleo del color al A rte de la pintura, de Céspedes. A aquél pertenece este fragmento:

«De nácares cubiertas las espaldas, relumbra el Dios que rige fieros cabellos de color de acige, que con las ondas chocan del cual, entre esmeraldas y sanguinos corales,los cabellos al pecho helado tocan.» (27).

De aquí la evolución nos lleva ya directamente por la vía de Carrillo de Sotomayor al mismo Góngora y luego a Lope y a Calderón, en los cua­les la intensificación, exuberancia, contraste, matiz, etc., hallan compleción vital propia del movimiento inminente. En Céspedes nos quedamos en la puerta. El color es soporte de la impresión humanística de clásicos saberes, trascendidos por la disposición cerebral ultraconsciente en momentos, de

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(27) El término de color es aquí «acige», sinónimo de caparrosa o alcaparrosa, con el significado de sulfato cúprico de color azul intenso empleado en medicina y tintorería. Existen también variedades rojas, verdes o amarillas de ocre. Todas ellas se emplean en tintorería. El color de azije a que se refiere en el texto aplicado al cabello puede ser este último ocre fuerte y relumbrante.

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lo cual es ejemplo último, y a nuestro parecer de consumado efecto, la oc­tava real con que comienza la descripción didáctica de algo tan prosaico en aparencia como la duración de la tinta. Ella nos servirá como cifra y final de este primer análisis del color en su poesía:

Tiene la eternidad ilustre asiento en este humor por siglos infinitos, no en el oro o el bronce, ni ornamento parió ni en los colores exquisitos; la vaga fama con robusto aliento en él esparce los canoros gritos con que celebra las famosas lides desde la India a la ciudad de Alcides.

Por vez primera leemos una metáfora, luego plenamente lexicalizada, para referirse al color rabioso, aquí «canoros gritos», algo así como colo­res chillones, fruto del robusto aliento que la fama extiende por el infinito mundo. La belleza del color, en perennidad espacio-temporal de los confi­nes del mundo conocido; algo así como la elemental materia, surgida del polvo que cubre el yermo suelo, que alcanzará la grandeza de fijar para siem­pre en plenitud la belleza que el hombre es capaz de arrancar por su arte a la madre naturaleza.

PABLO DE CESPEDES Y EL SENTIMIENTO DE LA NATURALEZA, NUEVA UBICACIÓN ENTRE RENACIMIENTO Y MANIERISMO

Es un tópico en la crítica literaria relacionar desde muy antiguo la líri­ca renacentista con la imitación o mimesis de la naturaleza, de acuerdo con un influjo primariamente libresco, pro viniente de la antigüedad grecolati- na, y en particular de Horacio y Virgilio; hasta el extremo de que siempre fue tenido éste por uno de los rasgos dominantes de aquel período, analiza­do en una complejísima biblografía de la que emergen con luz propia en nuestro medio los conocidos trabajos de Antonio Prieto, López Estrada y Claudio Guillén. No obstante la importancia y calidad de todos ellos, para nosotros tiene un valor sentimental y humano muy superior el espléndido estudio de nuestro maestro Orozco Díaz, E l paisaje y sentimiento de la na­turaleza en la poesía española (28).

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(28) O rozco D ía z , Emilio: Paisaje y sentimiento de la naturaleza en la poesía españo­la, Madrid, Ed. Prensa Española, 1968, passim.

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De hecho, Orozco en cualquier libro suyo —trate de autores renacen­tistas o barrocos— siempre formula agudas observaciones sobre la espiri­tualidad de las formas naturales en el Renacimiento, sobre las «formas que vuelan» y que él constataba en aquellos líricos y prosistas como Fray Luis de Granada, el cual, absorto en las bellezas de la creación, se detiene en pintar con recreada morosidad animales, flores, frutas y, en fin, cuanto la naturaleza nos ofrece. Incluso descendiendo a la expresión literaria de lo minucioso, que para él ya cobra un sentido anticlásico y prebarroco, cosa que en algún extremo resultaría harto discutible.

Esa morosidad descriptiva viene a enlazar con el tema de las ruinas y jardines, claro punto de entronque entre lo renacentista, manierista o ba­rroco, tanto en los grandes autores como en aquellos otros que por consti­tuir la base del comercio mejor ejemplifican la abundancia y exactitud de la observación: un Gregorio de los Ríos, Ignacio de Iriarte, Juan Antonio Conchillos, que se adentran en la pintura de una naturalza minuciosa y pre­ciosista hasta bien avanzado el siglo XVIII.

Nuestro interés, como puede entenderse, no es referirnos a la naturale­za anecdótica, pintoresca y colorista de un Salazar y Torres, ya en los m o­mentos finales del Barroco, sino observar la inserción de Céspedes en el Renacimiento precisamente por su necesidad de imiticación consciente del medio natural, a su vez con conciencia de tal asimilación clásica de autores que en la antigüedad grecolatina así lo hicieron, y conectando en su eclecti­cismo artístico respecto al medio natural con autores del movimiento poéti­co inmediatamente posterior. Dicho claramente: volvemos a documentar en Pablo de Céspedes, pese a lo fragmentario de su obra, el perfecto proce­so evolutivo desde la plenitud en el confín del Renacimiento, que no pres­cinde ni siquiera de un cierto erotismo arcaizante grecolatino, hasta el manierismo de configuración cerebral y consciente, tal como hemos pro­puesto antes.

Nos basamos para este aserto especialmente en los fragmentos de su obra titulados «De la imitación de la naturaleza», «De las imágenes de la fantasía» y «Predicción de sí m ismo», los tres pertenecientes a su A rte de la pintura, que merecen un detenido comentario. El fragmento «De la imi­tación de la naturaleza» muestra ya en su título una toma de postura que nadie dudaría en calificar de plenamente renacentista. Dice el poeta:

«Y pues ya sale y resplandece y dora con belleza de luz del nuevo día

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el cielo oscuro la florida aurora, y alza la faz rosada al aura fría, ...

La recurrencia del polisíndeton del primer verso demuestra ab initio la conciencia del recurso para pintar con técnica el amanecer. Se trata de dotar de luz y color al cielo que era oscuro, y así lo hace la florida aurora, que, por florida, recoge en sí todos los matices del color en la indefinible amalgama cromática del orto. Y automáticamente combina dos sensacio­nes, una relacionada con el sentido de la vista (la faz rosada que alza la aurora) y otra del tacto (el aura o vientecillo que normalmente se percibe al amanecer). O sea, de nuevo luz y color combinados con sensaciones tác­tiles, en una percepción que no dudaríamos en calificar de garcilasiana. Y todo ello para convocar a lo que el poeta estima necesaria imitación por los pintores del medio natural. Porque inmediatamente pregunta:

«Mas ¿qué me canso de pintar si al vivo desfallece el matiz y apenas llega, si con humilde ingenio lo que escribo mal el verso declara o mal despliega?».

En efecto, para el hombre renacentista la literatura en su sentido más pleno es apenas vago remedo de la naturaleza, a la que por mucho que imi­te —y ello es necesario— jamás se puede equiparar. El mejor pintor no lle­ga a ser sino un vulgar imitador, cuyas mejores obras desfallecen el matiz, como él dice, ante lo vivo.

Luego continúa refiriéndose al sentido clásico de imitación de la natu­raleza como primero y principal fin del arte:

«Del natural pretende alto motivo eguir que a solo estudio no se entrega; del natural recoge los despojos de lo que pueden alcanzar sus ojos».

No cabe expresarlo con mayor nitidez: el motivo pictórico no ha de proceder sólo del estudio, sino de la observación directa de la naturaleza, de la que, al fin y por limitación nuestra, sólo llegamos a plasmar humildes despojos. Nos hallamos ante la teoría grecolatina de la mimesis o imitación del mundo real, formulada entre otros por Horacio. El soporte teórico de estos versos lo habría firmado cualquier tratadista del Renacimiento italia­no: Segni, Maggi, Tasso, Tassoni, Fracastoro, Robortello, e incluso el ya superado Castelvetro. Después insiste Céspedes, con carácter imperativo para el pintor, en la necesidad de copiar lo natural:

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«Busca en el natural, y si supieres buscarlo, hallarás cuanto buscares».

N o puede decirse con mayor exactitud, incluso dentro de la hipérbole que esta frase supone, pues ello es afirmación máxima de fe en la imitica- ción del vivo. Si no se consigue la perfección —llega a decir— es porque no sabemos buscar en la naturaleza. Y reitera a m odo de consejo de quien lo viene practicando:

«N o te canse mirarlo, y lo que vieres conserva en los diseños que sacares; en la honrosa ocasión y menesteres te alegrará el provecho que hallares; y con vivos colores resucita el vivo que el pincel e ingenio imita».

Primero, la referencia al color, propia de un pintor profesional que si­quiera utópicamente cree posible con vivos colores resucitar el medio en que se mueve. Pero ya no es él mismo, sino el pincel y el ingenio, palabra esta de aire casi conceptuoso, término que se utiliza con significación estricta desde el Manierismo.

La imitación clásica la producen el pincel y el ingenio; o sea, el estu­dio, la observación y, en cierto m odo, la ordenación intelectual de lo obser­vado que el término ingenio comporta.

Esta idea será desarrollada en la última octava real de este fragmento, de contenido teórico claramente manierista. Habla de las bellas partes (es decir, cualidades) que requiere cada tema. El pintor precisa de una determi­nada formación, incluso para observar el natural. Y así concluye:

«A todas en belleza preferidas, naturaleza, tu entresaca el modo, y de partes perfectas haz un todo».

Por muchas vuehas que demos al término «partes», hallamos la clara connotación de cualidades y a la vez disposiciones, ordenamientos, propor­ciones, partes clásicas. Aconseja, pues, al pintor que entresaque el modo y con las partes componga un todo. N o otra cosa es lo que se entiende en sentido pleno por Manierismo, en cuanto a la composición, que se cifra en elegir los elementos y, de acuerdo con la sensibilidad de uno mismo, orde­nar, componer, estructurar diríamos hoy, la obra. La imitación, por tanto, de la naturaleza, concepto clásico renacentista, se matiza aquí ya por la or­denación intelectual de la partes y del todo.

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Queda claro por este fragmento también el lugar exacto que a nuestro juicio ocupa Céspedes en el Renacimiento: confín del mismo, que se vence por influjo de escuela, como sucedió con otros autores, ante el atractivo de la composición ordenada y cerebral de las partes y del todo. Lo que nos ha quedado de su A rte de la pintura es claro ejemplo.

En el siguiente fragmento (titulado «De las imágenes de la fantasía») curiosamente el poeta insiste otra vez en el concepto clásico de imitación del natural. Parecería por el título que el poeta debería crear su propio mundo autónomo con independencia del medio en que se inserta. Pero para un re­nacentista (y ello a fin de cuentas es Céspedes) lo más fantástico e ideal de­be coincidir, por curiosa paradoja, con el mundo natural. Como hemos dicho, es la copia de la naturaleza la que a fin de cuentas justifica la crea­ción, desnuda de afectadas fantasías, como dice literalmente el poeta. ¿Pe­ro es que la fantasía debe ser afectada o abohda?, ¿es que no puede crearse de ella misma ex nihilo, con independencia del medio?, ¿tiene éste (el natu­ral, se entiende) que condicionar necesariamente la obra de todo creador? Así parece responder Céspedes, en línea con los más acreditados tratadistas teóricos de su tiempo. Véase como muestra esta espléndida octava:

«En el silencio oscuro su belleza, desnuda de afectadas fantasías, le descubre al pintor Naturaleza por tantos modos y por tantas vías, para que el arte atienda a su lindeza con nuevo ardor cuando en las cumbres frías la luna embiste blanca y en cabello al pastorcillo desdeñoso y bello».

¿Pero no habíamos quedado en que vahosas eran las imágenes de la fantasía desde el mismo título? Repárese en la visible contradicción. La na­turaleza descubre al pintor los caminos del arte, en medio de un contexto de imagen cuasi erótica de luna que embiste —término polisémico donde los haya en el texto— a un pastorcillo, doble, sutil y paradójicamente cah- ficado como «desdeñoso y bello». ¿No eran los desdenes propios de la amada los que solían protagonizar la lírica renacentista?, ¿no habrá algo oculto, conscientemente o no, en este desdén del bello pastor hacia la luna enamo­rada?, ¿no será ésta la imagen fugaz de un erotismo a la inversa, plasmado al desgaire o contra conciencia?.

Lo que parece evidente es que nos hallamos ante una sutil proposición, en que la lexía «blanca y en cabello», emerge plena de significados más o

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menos precisos; es decir, pálida en cuanto enamorada y desnuda en cuanto amante, se dirige, como elemento natural, al símbolo que más lo es de toda la literatura bucólica: el pastorcillo virgiliano.

En este mismo contexto del poema didáctico, es decir, «De la imáge­nes de la fantasía», se plasma ahora una de las estrofas más bellas que he­mos leído en toda la lírica del momento. Y en ella, el color se yergue de nuevo en protagonista:

«Las frescas espeluncas ascondidas de arboredos silvestres y sombríos, los sacros bosques, selvas extendidas entre corrientes de cerúleos ríos; vivos lagos y perlas esparcidas entre esmeraldas y jacintos fríos contemple, y la memoria entretenida de varias cosas queda enriquecida».

El sentido parece muy claro. El pintor, como el poeta, contemplando la naturaleza se enriquece para su posterior creación, lo cual es un verdade­ro tópico; no lo es tanto en el moemnto de su escritura la vuelta a un cultis­mo que no dudaríamos de calificar en prebarroco, ya que la forma será luego utilizada profusamente por Góngora y su escuela. Me refiero en particular a dos términos de gran proyección en la literatura posterior: «espeluncas» y «cerúleos». Con el primero se designaba la cueva, gruta o cavidad tene­brosa. Es palabra directamente tomada del latín «spelunca», que a su vez ha dejado en castellano derivados científicos, como espeleólogo.

El segundo término, «cerúleo», se había convertido desde los primeros autores de la escuela antequerana en vocablo especialmente estimado. Es también un latinismo, procedente de «caeruleus», con el significado de «color azul que se aplicaba al cielo despejado o a la alta mar o a los grandes la­gos». Este término también ha dejado su correspondiente secuela en el len­guaje científico con «cerulina», empleado en química para designar el añil soluble. Pues bien, aquí ambos son elementos de utilización preferentemente cromática, ya que espeluncas sugiere el lugar apartado, de color oscuro, tal como estudió Dámaso Alonso, que también se acompasa con la sensación táctil de frescura, aparece rodeada por arboredos sombríos, que sugieren oscuridad.

Son estas cuevas, como estos bosques y ríos, elementos de la retórica renacentista que Céspedes revitaliza con el matiz de color, reforzado a lo largo de toda la estrofa. En efecto, los lagos y perlas esparcidas —entiéndase

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aguas en distinta proporción— aparecen entre esmeraldas, es decir, entre verdes hierbas, metafórica y tópicamente resaltadas, y jacintos fríos, flor que desde siempre representa la perfección lustrosa y llamativa de sus en­hiestas, radiales y agudas hojas, a la vez símbolo de exotismo y hermosura por su procedencia oriental (Asia Menor) y por la maravilla de sus flores, cuya perfección no evita sin embargo el calificativo «frío», aquí en su do­ble acepción de frígido por perfecto, y de ñor visible especialmente a la luz de los fríos amaneceres.

Como vemos, el análisis «De las imágenes de la fantasía», que el poeta cifra curiosamente en la naturaleza sólo, nos trae de nuevo al color, lo cual nos permite reafirmarnos en nuestras primeras conclusiones: el evidente con­dicionamiento de la lírica de Céspedes por su dedicación a la pintura; la influencia del cromatismo en su léxico e imágenes, lo cual lo coloca en el lugar exacto de la evolución de nuestra lírica, según dejamos dicho. Nos resta por fin un aspecto del análisis que tenderá de nuevo a situarlo en los confines de la madurez renacentista. Me reñero al aprecio que siente por la fama, el sentirse autor cuya obra romperá las barreras del tiempo, o al menos ése parece su deseo. Esta ambición por la fama refuerza la adscrip­ción del racionero cordobés. Y ello se prueba en el fragmento que titula «Pre­dicción de sí mismo», cuyo comienzo es:

«Si dispusiese el soberano cielo, cuyo imperio corrige y ley gobierna cuanto a luz maniñesta el ancho suelo, y el estado mortal siguiendo alterna, que después que dé vuelta el leve vuelo del tiempo, que consume y desgobierna cuanto produce y cría el universo, viviese la memoria de mi verso,...» .

Véase claramente que el poeta quiere decir: si mi obra sobreviviese a mi vida, formulado como deseo, entonces su Hbro podría influir en los pin­tores del futuro y levantarlo del sepulcro del olvido, aunque Céspedes es consciente de que nada permanece, de que el tiempo transforma las menta­lidades y resulta muy difícil sobrevivir a su ley inexorable. Esta idea de la mutación progresiva de la naturaleza tiene un claro origen heracliteano (el clásico «nada es, todo fluye»), pero en última instancia sobrepasa en nues­tro autor el tópico renacentista y lo convierte en un hombre de sospechosa modernidad. Dicho claramente: Céspedes rompe con el común de sus con­temporáneos y se muestra dueño de esa que llamaban increíble alacridad

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victoriosa de las ideas, que en última instancia le hace por muy de entonces muy de ahora. Tal vez sea este su mayor mérito, que nosostros vemos refle­jado en la última octava real de esa «Predicción de sí mismo»:

«N o asienta en nada el pie ni permanece cosa jamás criada en un estado; este hermoso sol que resplandece y el coro de los astros levantado, el vago aire y sonante, y cuanto crece en la tierra y el mar de grado en grado mueven, como ellos cambian vez y asientos, y revuelven los grandes elementos».

Si los astros acabarán su curso algún día, si el coro levantado de las estrellas dejará de existir, tal vez sea blasfema aspiración pretender que la memoria de un hombre permanezca, y aunque se desee fervientemente, al fin todo concluye reducido a la escéptica consigna de que, como el tiempo mismo, nunca podrá afirmarse dónde permanezca y quede; pensamiento este último que, aunando el fluir del tiempo, de origen grecolatino, convierte a su autor en un escéptico, pues ni siquiera acaba seguro de que él mismo continúe cuando se cierre el presente de su propia escritura. En el fondo sólo parece creer de verdad en un matizado y premachadiano momento vi­tal, en el hoy de «hoy es simpre todavía».

PABLO DE CÉSPEDES EN LA CRÍTICA NEOCLÁSICA, PALANCA DE SU INSERCIÓN RENACENTISTA

Es un hecho que no pasó inadvertido a la crítica, pero que en nuestra opinión no se ha valorado en sus justos términos. Me refiero a las abun­dantes y positivas afirmaciones de los más altos ingenios del neoclasicismo español sobre la obra de Pablo de Céspedes. Ello evidencia ante todo un primer punto de inflexión. Si los neoclásicos se ocupan de él y lo ensalzan hasta el extremo que veremos es porque lo estiman inmerso en la corriente de nuestro Renacimiento artístico. Y esto, que pudiera parecer obvio, con­tribuye a la adscripción más segura de nuestro autor, pese a los datos cro­nológicos que comentamos al principio de esta exposición.

Difícilmente Jovellanos, el Abate Marchena o Manuel José Quintana hubieran ensalzado a Céspedes de no ser porque en él veían un ejemplo dig­no de imitación de nuestro clasicismo artístico del siglo x v i, según su pun­to de vista. Esto nos lleva a conferir alguna importancia a estos juicios.

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bastante elogiosos, que contrastan con el silencio casi absoluto que sobre Céspedes poeta se ha tupido a lo largo del siglo x ix y buena parte del XX. H oy mismo, cuando en el estío de 1994 recabamos información sobre nues­tro autor en los bancos de datos informáticos, apenas aparecen tres o cua­tro articulitos parciales, que indefectiblemente se remontan todos a la crítica del siglo XVIII, a lo que se ve único material erudito sobre Céspedes hasta fechas recientes en que se defendió una tesis doctoral sobre su inserción en el círculo sevillano (29).

El hecho, pues, de que sean los neoclásicos los que de él se ocupan jus­tifica que dediquemos un breve epígrafe a aquellas opiniones, máxime cuando siguen estando vigentes en los sustancial de la valoración del pintor-poeta y, con algunos matices, pueden ser tenidas por válidas.

Comenzaremos con el Abate Marchena, que en sus Lecciones de f i lo ­sofía m oral y elocuencia (30), obra de carácter didáctico más que poético o teórico literario, dice respecto a Céspedes lo siguiente: «Dos clases hay de poemas filosóficos: los primeros que con más propiedad se llaman di- dascáhcos, y son aquellos en que se dan preceptos de algún arte o ciencia, como las Geórgicas de Virgilio, el D e la naturaleza de Lucrecio y el D e la agricultura de Arato. De esta especie es el de Pablo de Céspedes sobre la pintura, del cual, por desgracia solamente pocos fragmentos nos han que­dado... Lo poco que de él... poseemos será materia de eterno desconsuelo por lo que de él hemos perdido».

Nótese el juicio ponderativo y hasta hiperbóhco, que habla de eterno desconsuelo por lo que ha desaparecido del A rte de la pintura. Inmediata­mente se centra en un episodio del fragmento conservado, que es precisa­mente uno poco destacado. Nos refirimos al elogio de la tinta, y, por extensión, de los escritores que la han usado. Al respecto dice Marchena: «El episodio que con motivo de la tinta introduce el elogio de los escritores que han ilustrado el linaje humano, de los grandes poeta, y especialmente de Virgilio, nada tiene que envidiar al más perfecto de cuantos en las Geór­gicas de éste leemos».

(29) Véase la citada tesis de Jesús Rubio Lapaz, Universidad de Granada, 1989.(30) Se trata del conocido abate Marchena, llamado José Marchena Ruiz de Cueto, (Utre­

ra, 1768-1821). Poeta, abandonó su carrera sacerdotal para participar en la Revolución fran­cesa, fue encarcelado por Robespierre y más tarde secretario de Murat. Se le considera el extremo de la francomanía española. Tradujo obras de Montesquieu, Rousseau, Moliere y Voltaire. Sus poesías aparecieron el la BAE (vol. LXVII, 1875). Menéndez Pelayo editó sus Obras lite-

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Pondérese la hipérbole de Marchena, pues llega a decir que el texto re­ferido es tan perfecto, si no más, que los mejores fragmentos didácticos de las Geórgicas. Curiosamente esta misma comparación hiperbólica con la obra virgiliana la encontraremos luego en el gran poeta y crítico neoclásico Ma­nuel José Quintana. La explicación parece clara: se trataba de comparar poemas didácticos entre sí y ninguno tan sobresahente en la antigüedad gre- colatina como las Geórgicas virgilianas. De ahí que se tomaran siempre co­mo máximo ejemplo. Tendremos ocasión de reproducir el texto de Quintana.

De no menos valor es el que dedica Céspedes el príncipe de los escrito­res neoclásicos Gaspar Melchor de Jovellanos (31). Este en un Discurso leí­do en la Real Academia de San Fernando el 14 de julio de 1781, dedica al pintor-poeta cordobés los siguientes párrafos: «Dedicado continuamente Cés­pedes a las artes y a las letras, hizo en uno y otro los más brillantes progre­sos. Su poema D e la pintura bastaría para darle un lugar muy distinguido entre los amenos literatos y entre los sabios artistas. Pero su pincel no fue menos feliz que su pluma, pues escribía y pintaba con igual inteligencia y gusto. Era exacto en el dibujo, gracioso en las fisonomías, grandioso en los caracteres, y sabio en el uso de las tintas. Pacheco y Palomino lo reco­nocen por uno de los maestros del buen gusto en Andalucía; pero todas las artes españolas deben a su doctrina y sus ejemplos una grata y respetable memoria».

La ponderación en este caso no es exagerada. Reconoce lo que Céspe­des fue y lo que sus discípulos estimaron. Recuerda tal vez la calidad del Retablo de la Santa Cena o del Retablo de la Capilla de Santa Ana, ambos en la catedral cordobesa, sus Henzos más conocidos, y otros muchos de los que entonces se tenía noticia, como el Retablo mayor de la Iglesia del Cole­gio de Santa Catalina de Córdoba, probablemente conocido entonces, cu­yo paradero, según María Ángeles Raya, que ha estudiado el tema en la actualidad, se ignora; así como una famosa Santa Cena que pintó para el

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(31) Gaspar Melchor de Jovelllanos es el nombre más destacado de la literatura neoclá­sica española. Nacido en Gijón (1744-1811) fue hombre de estado y erudito, sin duda el mejor prosista de su época. Fue decisiva su participación política como ministro de justicia y asuntos eclesiásticos. Se unió a la Junta contra la Revolución francesa y escribió una famosa Memoria en defensa de la Junta Central. Además de su prosa, recogida en la espléndida edición de José Caso González, conviene destacar su más olvidada poesía de carácter filosófico, vinculada a Meléndez Valdés, en especial en su famosa Epístola de Fabio a Anfriso. Hoy se le considera el restaurador en la poesía neoclásica de la sensibilidad y subjetividad perdidas tras los excesos del Barroco decadente. Es también autor de teatro con una tragedia (Pelayo, 1769) y una co­media sentimental sobre la reforma del Código penal titulada El delincuente honrado, 1744. Firmó sus escritos con el nombre poético de Jovino.

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Monasterio cordobés de San Jerónimo de Valparaíso, de la que hoy sólo conservamos una copia, aunque debida nada menos que a Peñalosa, tal vez su mejor discípulo. Probablemente estos fueran los cuadros que motivaran el elogio de Jovellanos a la pintura de Céspedes.

Sin embargo, lo que destaca y conforma la opinión del asturiano son los fragmentos teóricos salvados por Pacheco del Discurso de la compara­ción de la antigua y moderna pintura y escultura, de su famoso Poem a o arte de la pintura, del Discurso de la arquitectura del tem plo de Salomón o, tal vez, de la Carta a Pacheco sobre los procedimientos técnicos de la pintura o de su Poem a a Fancisco Pacheco en Elogio de Fernando de H e­rrera. De él dice A dolfo de Castro (32): «Este fragmento fue publicado por vez primera en E l Semanario Pintoresco (núm. 38, año de 1845). Hállase al fin de la vida de Herrera en el manuscrito intitulado Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, por Francisco Pa­checo (el cual)... dice al copiar estos versos: «aunque muchos aventajados ingenios hizieron versos en alabanza me pareció poner aquí parte de un elo­gio de Pablo de Céspedes por ser persona a quien estimó mucho Fernando de Herrera».

Esta conocida y resaltada estimación herreriana nos proporciona la clave de la valoración neoclásica. Pensemos que en aquellos años de finales del siglo XVIII Herrera seguía siendo estimado como clásico y calificado como «el divino». N o es extraño que Jovellanos cite también a Pacheco y Palo­mino, ambos pintores relacionados con el círculo de Herrera y ensalzado­res de Céspedes. Apostilla aún más —ahora ya con subida hipérbole— que todas las artes hispanas deben a su doctrina y ejemplos respetable memo­ria, lo cual es elogio de consideración.

Dentro de este repertorio de citas de neoclásicos hay que recoger sin duda el texto de Don José Agustín Ceán Bermúdez, que en el tomo I del Diccionario de los ilustres profesores de las bellas artes (33), dice respecto a Céspedes: «Su Poema de la pintura, cuyos trozos conservamos por el celo de Francisco Pacheco, es superior al que escribió en latín Du-Fernoy, y a los de Le-Mierre y Watelet en francés, por su mejor plan y división, por la elevación y claridad de las ideas, por la pureza del idioma y por la armo­niosa versificación se sus octavas rimas».

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(32) Loe. d i . , pág. 137.

(33) Véase el Diccionario ya citado, Madrid, 1800. El texto fue recogido por Adolfo de Castro, toe. cit., pág. XXIII.

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Evidentemente el elogio es subido y esta vez en comparación con tex­tos muy estimados por los neoclásicos. Pero nos merece mayor detenimien­to el que realiza al plan y división (es decir, a la estructura de la obra), a la claridad, elemento tan gustado por los neoclásicos y especialmente a la composición, de donde cabe deducir el carácter manierista que le hemos ve­nido atribuyendo, resaltado por Ceán aun sin conocer el término. El elogio a las octavas rimas, es decir a las octavas reales, en que está escrito es gene­ral y hoy no hacemos más que refrendarlo con creces. Por tanto esta valo­ración de Ceán Bermúdez podría suscribirse enteramente, lo que demuestra que los neoclásicos —porque al fin Ceán con esa mentalidad describía— , acertaron el lo sustancial de la valoración de Céspedes, que habría de pasar por la etapa de olvido de las décadas siguientes para cobrar una cierta ac­tualidad ya muy avanzado el siglo x x .

Por su parte Manuel José Quintana (34) llega a decir que su mérito li­terario «no tiene nada que anvidiar a lo más perfecto de cuanto en las Geór­gicas leemos». Ponderación, como se ve, máxima y en línea con la idealización que de Céspedes se produce en todo el neoclasicismo. EL he­cho es que casi todos los autores de siglo x v i i i se ocuparon de él y su obra con mayor o menor profusión. Sin embargo ésta cayó prácticamente en el olvido, salvo la honrosa excepción del libro de Francisco M. Tubino, du­rante todo el siglo X IX y buena parte del x x . De no ser por el azar de que la documentación relativa a su vida y obra fuese llevada al Archivo de la Catedral de Granada por el canónigo y lingüista Bernardo de Alderete, hoy sería un autor prácticamente desconocido. N o obstante, la suerte quiso que en fechas relativamente próximas se encontrara todo el complejo acervo do­cumental que ha servido a Jesús Rubio para pergeñar su tesis doctoral so­bre este tema y recoger un apretado apéndice de documentos que abarca

(34) Manuel José Quintana es una de las cumbres del Neoclasicismo español, (Madrid, 1772-1857). Poeta y dramaturgo, estudió en Salamanca con Meléndez Valdés, cuya influen­cia, junto a la de Álvarez de Cienfuegos, es evidente en Poesías, su primera obra (1788). Fue amigo íntimo de Jovellanos. Quintana alcanzó la cima de su prestigio al ser coronado por la Reina Isabel II por sus poemas patrióticos escritos entre 1795 y 1808. Son famosas sus odas «A la invención de la imprenta» y «A la expedición española para propagar la vacuna en América (1803-1804)». Destacan sus poemas narrativos «Al combate de Trafalgar y otros poemas pa­trióticos». Se interesó también por temas científicos. Durante la Guerra de la Independencia ocupó importantes puestos. Editó el Semanario Patriótico. Sin embargo no se libró del sufri­miento de la cárcel al regreso de Fernando VII. Cuando éste murió, ya en 1833, fue aclamado como héroe nacional y recibió entre otros cargos el de Director General de Instrucción Públi­ca. Escribió piezas dramáticas de aire neoclásico como El duque de Viseo y Pelayo. Es justa­mente famosa su obra en prosa Vidas de españoles célebres. Sus Obras Completas aparecieron en la BAE, volúmenes XIX, 1852, y LXVII, 1872.

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desde la página 259 en adelante de su libro.

Componen este expediente nada menos que 38 documentos de los más variados temas. Unos son cartas cruzadas con los grandes humanistas del X V I y xvii; otros, fragmentos de obras a medio concluir, como los «Co­mentarios de Pablo de Céspedes sobre el origen de la pintura y las primeras prefiguraciones», o el famoso «Discurso de la comparación de la antigua y moderna pintura y escultura», que también ha aparecido fragmentaria­mente (documento XXXII); o bien unos «Comentarios de Pablo de Céspe­des sobre la anatomía del cuerpo humano» (documento XX X ), etc., etc.

Ahora bien, todos éstos y muchos más, entre los que se encuentran car­tas sobre preceptiva poética de subido interés, nos sitúan ante un humanis­ta en plenitud, con las virtudes y defectos propios de todo el humanismo de finales del xvi; es decir, con una visión en exceso utópica por cuanto pretende abarcar todos los conocimientos posibles.

El interés literario de estos textos es relativo. Mucho más lo es para la configuración del pensamiento poético de Céspedes o para entender el entramado de sus aspiraciones y preocupaciones sobre los más variados te­mas. Desde nuestra actual perspectiva su poesía lírica, tan escasamente con­servada, es muy superior. N o obstante la misma existencia de textos sobre arqueología, historia antigua, numismática, discusiones teológicas, histo­ria bíbhca, etc., etc. nos conforma al hombre pleno de nuestros siglos aúreos, entreverado por el eclecticismo que producen las más diversas influencias y tal vez superado a sí mismo por su propio afán de abarcarlo todo a costa de lo que fuera, poniendo los medios cuando los había y disputándolos cuan­do carecía de ellos. Este altruismo por la ciencia o la propia pintura ha he­cho tópica la frase de Góngora según la cual Céspedes «cada año perdía 1.200 ducados a pintar»; o sea, que le importaba poco el éxito económico de su misma producción, sobrepasado con creces por su confianza utópica en el progreso humano que él, como irredento soñador, cifraba en su mis­ma obra literaria, pictórica o histórica en general.

Por ello nos parece justo el abundoso epitafio que figura en la lauda sepulcral de la capilla en que fue enterrado, en la catedral cordobesa, tras fallecer el 26 de juho de 1608, y que dice así:

«Paulus de Céspedes huius almae ecclesiae porcionarius, picturae, sculturae, architecturae, omniumque bonarum artium variarumque

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Obiit anno domini MDCVIII Séptimo kalendas sextilis».

De hecho en su etapa romana, decisiva como sabemos para acrisolar sus inquietudes y practicar esas variadas lenguas en que se dice perito, y en su etapa alcalaína, básica para cimentar sus proyectos lingüísticos, his­tóricos, de libertad religiosa que tanto evolucionó después, le convirtieron en símbolo del intelectual puro al que la historia, por curiosa paradoja, ter­minó encasillando como vulgar racionero.

La Roma de aquellos años, que aún participaba de las ideas imperialis­tas, propiciaba cierta capacidad de desencanto frente a un mundo que se ofrecía en toda su corrupta complejidad. Por sus calles deambuló y se for­mó durante años el racionero cordobés, que amó como pocos una lengua (la italiana) con la que llegó a sentirse totalmente identificado. Ello no era sino una muestra más de su afán abarcador tíipicamente humanista. El ra­cionero no encontró, pese a sus intentos, el necesario descanso y vivió sus últimos años, de aparente seguridad y reconocimiento sevillano, en medio de las dudas frente a un mundo que cambiaba tal vez demasiado rápido y del que acabó colocándose como verdadera avanzadilla, inquiriendo y prac­ticando una seguridad de bases que nunca tuvo. Por eso creemos interpre­tar fielmente esa incertidumbre, fraguada a golpes de aparentes certezas, con un texto en itahano, la lengua que tanto amó, de otro poeta, moderno esta vez, que tampoco encontró, pese a sus denodados esfuerzos, el necesa­rio acomodo. Me refiero a Vincenzo Cardarelli (1887-1959), que imaginaba su vida en Roma con las mismas inquietudes que allí experimentó Céspe­des, aunque su íntimo anhelo fuese asimismo el verdadero reposo que no halló en este mundo. Él lo expresó líricamente en un poema modélico, de­dicado a las gaviotas marinas, que prefiero reproducir en su literalidad idio- mática italiana con la que se identificó durante tantos años el racionero cordobés. N o en vano también buscó con denuedo el reposo, pero su desti­no fue idéntico: luchar a trasmano contra la recurrente y simbólica tempes­tad. El texto dice así:

«Non so dove i gabbiani abbiano il nido, ove trovino pace, lo son come loro, in perpetuo volo.La vita la sfiorocom ’essi l ’acqua ad acciuffare il cibo.E come forse anch’essi amo la quiete,

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DE ESTUDIOS GIENNENSES

la gran quiete marina, ma il mió destino é vivere balenando in burrasca».

Así vivió sus últimos años el humanista poeta-pintor y arquitecto cor­dobés, cuyas ideas influyeron decisivamente en todo el núcleo sevillano de poetas que han tenido más suerte que él, como Arguijo, Rioja, Jáuregui o Rodrigo Caro, o de pintores como Velázquez, Zurbarán, Alonso Cano que hoy son cimas del arte. Tal vez desde ahora la importancia artística global de Céspedes pueda alcanzar el lugar jerárquico que probablemente le co­rresponde y que sólo el azar de la pérdida durante siglos de buena parte de su obra le ha impedido ocupar.

Como hombre moderno tal vez intuyó el poder del ingenio en la socie­dad futura. Por eso se aviene con la psicología de sus últimos años la agu­deza conceptuosa, definida por Pfandl al decir que «ingenio equivale a aquella refinada espiritualidad que reúne en sí misma la fuerza, la osadía y la agilidad de inteligencia, la firma de la gracia, la agudeza de la ironía, el juicioso examen de las flaquezas de los demás, la prontitud de la réplica y el buen gusto». Así se produce en el cordobés de los últimos tiempos, lo que le configura como puente entre el Renacimiento y la primer veta con­ceptuosa del Barroco, que pronto estallaría en plenitud en su amigo íntimo el poeta baezano Alonso de Bonilla a cuya hija apadrinó en el etapa cordo­besa de nuestro paisano, en cuya creación literaria se transparenta la im­pronta giennense de quien había recorrido palmo a palmo nuestras tierras en sus andanzas de arqueólogo y poeta de exquisito paladar.