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PRIMERA PARTE PIONEROS DE A.A. El Dr., Bob y los 12 hombres y mujeres que a conti- nuación cuentan sus historias figuraban entre los prime- ros miembros de los grupos pioneros. Hoy día hay otros centenares de miembros de A.A. que llevan sobrios 50 años o más sin recaer.. Todos éstos entonces, son los pioneros de A.A. Sirven como una prueba patente de que es posible liberarse del alcoholismo permanentemente.

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PRIMERA PARTE

PIONEROS DE A.A.

El Dr., Bob y los 12 hombres y mujeres que a conti-nuación cuentan sus historias figuraban entre los prime-ros miembros de los grupos pioneros.

Hoy día hay otros centenares de miembros de A.A.que llevan sobrios 50 años o más sin recaer..

Todos éstos entonces, son los pioneros de A.A. Sirvencomo una prueba patente de que es posible liberarse delalcoholismo permanentemente.

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LA PESADILLA DEL DOCTOR BOB

Co-fundador de Alcohólicos Anónimos. El nacimientode nuestra Sociedad data del primer día de su sobriedadpermanente: el 10 de junio de 1935.

Hasta 1950, año en que falleció, llevó el mensaje deA.A. a más de 5,000 hombres y mujeres alcohólicos, yprestó a todos ellos sus servicios sin pensar en cobrar.

En este prodigio de servicio contó con la eficaz ayudade la Hermana Ignacia, en el Hospital Santo Tomás, deAkron, Ohio, una de las mejores amigas que jamás podrátener nuestra Comunidad.

NACÍ EN un pueblo de Nueva Inglaterra, de unassiete mil almas. La norma general de moral era,

según recuerdo, muy superior a la prevaleciente en aqueltiempo. No se vendía cerveza ni licor en la vecindad; sola-mente en la agencia del Estado había la posibilidad deconseguir una pinta si se podía convencer al agente deque uno la necesitaba realmente. Sin una prueba a eseefecto, el comprador esperanzado se veía obligado a mar-charse con las manos vacías, sin nada de aquello que lle-gué a creer más tarde era la panacea para todos los males.Aquellos que recibían sus pedidos de licor por correoexpreso desde Nueva York o Boston, eran vistos conmucha desconfianza y desaprobación por la mayoría delos vecinos. El pueblo estaba bien dotado de iglesias yescuelas en las que desarrollé mis primeras actividadeseducacionales.

Mi padre fue un profesional de reconocida capacidad,y tanto él como mi madre participaban muy activamenteen asuntos de la iglesia. Ambos tenían una inteligenciaque estaba por encima de lo común.

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Desgraciadamente para mí, fui hijo único; lo cual talvez creó en mí el egoísmo que tuvo tanto que ver en quese presentara en mí el alcoholismo.

Desde mi niñez hasta que empecé a cursar estudios enla escuela secundaria, se me obligó más o menos a ir a laiglesia, a la doctrina y servicios dominicales nocturnos, alos servicios de los lunes y algunas veces a las oraciones delos miércoles por la noche. Por eso, decidí que, cuandoestuviera libre del dominio de mis padres, nunca volveríaa pisar la puerta de una iglesia. Cumplí con constanciaesta resolución durante cuarenta años, excepto cuando lascircunstancias parecían indicar que sería imprudente nopresentarme.

Después de la escuela secundaria estudié dos añosen una de las mejores universidades del país, en la quebeber parecía ser la principal actividad al margen delplan de estudios. Parecía que casi todos participabanen ella. Yo lo hice más y más, y me divertía mucho sinsufrir ni física ni económicamente. A la mañanasiguiente parecía recuperarme mejor que la mayoría demis amigos que tenían la mala suerte (o tal vez labuena) de levantarse con fuertes náuseas. Nunca en lavida he tenido un dolor de cabeza, hecho que me hacecreer que fui un alcohólico casi desde el principio.Toda mi vida parecía estar concentrada alrededor dehacer lo que yo quería hacer, sin tener en cuenta losderechos, deseos o prerrogativas de nadie más; un esta-do de ánimo que llegó a ser más y más predominantecon el transcurso de los años. Me gradué con los máxi-mos honores ante la fraternidad de los bebedores, perono ante el decano de la universidad.

Los siguientes tres años los pasé en Boston, Chicago yMontreal como empleado de una importante compañíamanufacturera, vendiendo repuestos para ferrocarriles,motores de gasolina de todas clases y muchos otros

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artícu los de ferretería pesada. Durante esos años bebítodo lo que mi bolsillo me permitía, todavía sin pagarmucho por las consecuencias, a pesar de que a vecesempezaba a estar tembloroso por las mañanas. Duranteestos tres años sólo perdí medio día de trabajo.

Mi paso siguiente consistió en emprender el estudiode la medicina, ingresando en una de las universidadesmás grandes del país. Allí me dediqué a la bebida conmucho mayor empeño del que hasta entonces habíademostrado. Debido a mi enorme capacidad para bebercerveza, fui elegido como miembro de una de las socie-dades de bebedores y pronto llegué a ser uno de susprincipales miembros. Muchas mañanas me encaminabaa las clases y, aunque iba completamente bien prepara-do, regresaba a la casa de la fraternidad porque, debidoa los temblores que tenía, no me atrevía a entrar al aulapor miedo a hacer una escena si se me pedía que diesela lección.

Esto fue de mal en peor hasta la primavera de misegundo año de estudios en que, después de un largotiempo de estar bebiendo, decidí que no podía terminarel curso; hice mi maleta y me fui al sur a pasar un mesen una gran hacienda de un amigo mío. Cuando se medespejó la mente, decidí que sería una gran tonteríadejar la escuela y que era mejor regresar y continuar misestudios. Cuando llegué a la escuela descubrí que el pro-fesorado tenía otras ideas sobre el particular, Despuésde muchas discusiones me permitieron regresar y pre-sentar mis exámenes, todos los cuales pasé honrosamen-te. Pero estaban muy disgustados y me dijeron que tra-tarían de arreglárselas sin mí. Después de muchasdiscusiones penosas, me dieron al fin mis créditos y memarché a otra de las principales universidades del país,entrando en ella ese otoño como estudiante del penúlti-mo año.

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Allí empeoró tanto mi manera de beber, que losmuchachos de la casa de la fraternidad donde vivía sevieron obligados a llamar a mi padre, el cual hizo unlargo viaje con el inútil propósito de corregirme. Pocoefecto surtió esto pues seguí bebiendo — y más licorque en años anteriores.

Al llegar a los exámenes finales, agarré una borra-chera bastante grande. Cuando traté de escribir mispruebas, me temblaban tanto las manos que no podíasostener el lápiz. Entregué tres libretas, por lo menos,completamente en blanco. Por supuesto, se me llamóa cuentas en seguida y el resultado fue que tuve querepetir dos trimestres y abstenerme completamentede beber para poder graduarme. Lo hice y tuve laaprobación del profesorado, tanto en conducta comoen estudios.

Me porté tan honorablemente que pude conseguir uncodiciado internado en una ciudad del oeste, en la queestuve dos años. Durante esos dos años me tuvieron tanocupado que casi no salía del hospital para nada. Por lotanto, no podía meterme en dificultades.

Al cabo de esos dos años puse un consultorio en elcentro de la ciudad. Tenía algún dinero, disponía demucho tiempo y padecía bastante del estómago. Prontodescubrí que un par de copas me aliviaban mis doloresgástricos por lo menos por unas horas y por lo tanto nome fue difícil volver a mis antiguos excesos.

Para entonces estaba empezando a pagarlo muy carofísicamente y, con la esperanza de encontrar alivio, meencerré voluntariamente en uno de los sanatorios loca-les al menos una docena de veces. Ahora estaba “entreEscila y Caribdis” porque si no bebía me torturaba miestómago y si bebía, eran mis nervios los que me tortu-raban. Después de tres años de esto acabé en un hos-pital donde trataron de ayudarme; pero yo hacía que

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algún amigo me llevara licor a escondidas, o robaba elalcohol en el edificio; de manera que empeoré rápida-mente.

Por fin, mi padre tuvo que mandar del pueblo a unmédico que se las arregló para llevarme a casa, y estuvedos meses en cama antes de poder salir a la calle.Permanecí allí unos dos meses más y regresé a reanudarla práctica de mi profesión. Creo que debí de haberestado verdaderamente asustado de lo que había pasado,o del médico, o probablemente de las dos cosas, y por lotanto no bebí una copa hasta que se decretó la ley secaen el país.

Con la promulgación de la “Ley Seca” me sentí bastan-te seguro. Sabía que todos comprarían botellas o cajas delicor, según sus posibilidades, y que pronto se acabaría.Por lo tanto no importaba mucho que yo bebiera algo.Entonces no me daba cuenta del abastecimiento casi ili-mitado que el gobierno nos permitía a los médicos, nitenía ninguna idea del contrabandista de licor que pron-to apareció en escena. Al principio bebía con modera-ción, pero tardé relativamente poco tiempo en volver aesos hábitos que tan desastrosos resultados me habíandado antes.

Con el transcurso de unos cuantos años más, se de -sa rrollaron en mí dos fobias: Una era el miedo a nodormir y la otra, el miedo a quedarme sin licor. Al noser un hombre rico, sabía que si no estaba lo suficien-temente sobrio para ganar dinero, se me acabaría ellicor. Por eso no me tomaba ese trago que tanto ansia-ba por la mañana, pero en vez de esto tomaba grandesdosis de sedantes para aplacar los temblores que tantome angustiaban. De vez en cuando me rendía al tragode la mañana, pero cuando lo hacía, a las pocas horasya no estaba en condiciones de trabajar. Esto disminu-ía las probabilidades que tenía de meter a escondidas

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en la casa algo de licor por la noche, lo que a la vez sig-nificaría una noche de dar vueltas en la cama en vano,seguida por una mañana de insoportables temblores.Durante los siguientes quince años tuve el suficientesentido común para no ir nunca al hospital ni general-mente, recibir pacientes si había estado bebiendo. Porentonces adopté la costumbre de irme a veces a uno delos clubes a los que pertenecía, y a veces, acostumbra-ba a alojarme en algún hotel inscribiéndome con unnombre ficticio; pero generalmente mis amigos meencontraban y me iba a mi casa, si me prometían noregañarme.

Si mi esposa decidía salir por la tarde, yo comprabauna buena provisión de licor, la metía a escondidas enla casa y la escondía en la carbonera, entre la ropasucia, sobre los batientes de las puertas o en los resqui-cios del sótano. También me servían los baúles y cofres,el recipiente de las latas viejas e incluso el de la ceniza.Nunca usé el depósito de agua del excusado porque meparecía demasiado fácil. Después descubrí que miesposa lo inspeccionaba frecuentemente. Cuando losdías de invierno eran suficientemente oscuros, metíabotellas chicas de alcohol en un guante y las tiraba alporche de atrás. El contrabandista que me surtía,escondía licor en la escalera de atrás para que yo lotuviera a mano. Solía metérmelo en los bolsillos, perome los registraban y esto se volvió muy arriesgado.También solía meterme botellas pequeñas en los calce-tines; esto dio muy buen resultado hasta que mi espo-sa y yo fuimos al cine a ver una película y descubrió mitruco.

No voy a relatar todas mis experiencias en hospitales ysanatorios.

Durante todo este tiempo nuestros amigos nos con-denaron más o menos al ostracismo. No podían invitar-

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nos porque era seguro que me emborracharía y miesposa no se atrevía a invitar a nadie por la mismarazón. Mi fobia por el insomnio imponía que me embo-rrachara cada noche, pero para poder conseguir licorpara la siguiente tenía que estar sobrio por la mañana yabstenerme de beber hasta las cuatro de la tarde por lomenos. Proseguí con esta rutina durante diecisiete añoscon pocas interrupciones. En realidad era una pesadillahorrible ese ganar dinero, conseguir licor, meterlo aescondidas a la casa, emborracharme, temblar por lasmañanas, tomar grandes dosis de sedantes para poderganar más dinero y así ad nauseam. Les prometía queno volvería a beber a mi esposa, a mis hijos y a mis ami-gos — promesas que raramente me mantenían sobrio nidurante un día a pesar de haber sido muy sincero alhacerlas.

Para beneficio de los inclinados a los experimentos,debo mencionar el llamado experimento de la cerveza.Poco tiempo después de suspenderse la prohibición devender cerveza, creí que estaba a salvo. La cerveza meparecía inocua; podía beber toda la que quisiera. Nadiese emborrachaba con cerveza. Con el consentimientode mi buena esposa llené de cerveza el sótano hasta lostopes. Al poco tiempo estaba consumiendo cuandomenos una caja y media de botellas por día. Subí de pesotreinta libras en unos dos meses, parecía un cerdo y mesentía incómodo por falta de respiración. Entonces seme ocurrió que, cuando todo uno olía a cerveza, nadiepodía decir lo que había bebido, así que empecé a refor-zar mi cerveza con puro alcohol. Desde luego, el resul-tado fue muy malo, y esto puso fin al experimento de lacerveza.

Más o menos en la época de este experimento fui adar con un grupo de personas que me atraían por suaparente equilibrio, buena salud y felicidad. Habla -

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ban sin ninguna turbación, cosa que yo nunca podíahacer, se les veía muy reposados en cualquier ocasióny parecían muy saludables. Por encima de estos atri-butos, parecían felices. Me sentía cohibido e intran-quilo la mayor parte del tiempo, mi salud era precariay me sentía completamente infeliz. Tuve la sensaciónde que ellos tenían algo que yo no tenía y que podríaaprovechar de buena gana. Supe que se trataba dealgo de índole espiritual, lo cual no me atraía muchopero pensé que no podría hacerme ningún daño. Ledediqué mucho tiempo y estudié el asunto durantedos años y medio, pero a pesar de eso me emborra-chaba todas las noches. Leí todo lo que pude encon-trar y hablé con todo el que creía que sabía algo acer-ca de ello.

Mi esposa se interesó mucho y fue su interés el quesostuvo el mío a pesar de que entonces no veía quepudiera ser una solución para mi problema con ellicor. Nunca sabré cómo mi esposa conservó su fe y suvalor durante todos esos años, pero lo hizo. Si nohubiera sido así, sé que desde hace mucho yo estaríamuerto. Quién sabe por qué, nosotros los alcohólicosparece que tenemos el don de escoger a las mujeresmejores del mundo. Por qué han de ser sometidas alas torturas que les infligimos es algo que no puedoexplicarme.

Por aquellos días una señora llamó a mi esposa un sába-do por la tarde para decirle que quería que yo fuese a sucasa esa noche, a conocer a un amigo de ella que podríaayudarme. Era la víspera del Día de la Madre y había lle-gado a casa bien borracho llevando una planta en unamaceta que puse en la mesa; acto seguido subí a mi cuar-to y perdí el conocimiento. Al día siguiente volvió a llamaraquella señora. Queriendo ser cortés aunque me sentíamuy mal, dije: “Vamos a hacer la visita” e hice a mi espo-

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sa prometerme que no nos quedaríamos más de quinceminutos.

Llegamos a su casa a las cinco y eran las once y cuar-to cuando salimos. Tuve posteriormente dos conversa-ciones más breves con este hombre y dejé de beberrepentinamente. Este período seco duró como tressemanas. Entonces fui a Atlantic City para asistir a unareunión de una sociedad nacional de la que era miem-bro y que duró algunos días. Me bebí todo el whiskyque llevaban en el tren y compré varias botellas decamino al hotel. Esto sucedió un domingo; me embo-rraché esa noche, estuve sin beber el lunes hasta des-pués de la comida y procedí a embriagarme otra vez.Bebí todo lo que me atreví a beber en el bar y me fuia mi cuarto a terminar la borrachera. El martes empe-cé por la mañana y por la tarde ya estaba bien arregla-do. No quise quedar mal y por eso pagué mí cuenta yme fui del hotel. En el camino a la estación del ferro-carril compré licor. Tuve que esperar algún tiempo lasalida del tren. A partir de entonces no recuerdo nadasino hasta que desperté en la casa de un amigo quevivía en un pueblo cercano. Esas buenas personas avi-saron a mi esposa y ella mandó a mi nuevo amigo paraque me llevara a mi casa. Llegó, me llevó, me acostó,me dio unas copas esa noche y una botella de cervezael día siguiente.

Eso fue el 10 de junio de 1935, y fue mi última copa. Alescribir esto han pasado casi cuatro años.

La pregunta que podría venirte a la mente sería:“¿Qué fue lo que dijo o hizo ese hombre que fue tandiferente de lo que otros habían dicho o hecho?”Debe recordarse que yo había leído mucho y habladocon todo aquel que sabía, o creía que sabía, algo acer-ca del alcoholismo. Pero este era un hombre quehabía pasado por años de beber espantosamente, que

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había tenido la mayoría de las experiencias de borra-cho conocidas por el hombre, pero que se había recu-perado por los mismos medios que había yo estado tratan-do de emplear, o sea: el enfoque espiritual. Me dioinformación sobre el tema del alcoholismo que induda-blemente fue de gran ayuda. Mucho más im portante fueel hecho de que él era el primer ser humano con quien yohablaba que sabía por experiencia personal de lo que esta-ba hablando cuando se refería al alcoholismo. En otraspalabras, hablaba mi propio idioma. Sabía todas las res-puestas y ciertamente, no porque las hubiese sacado desus lecturas.

Es una maravillosa bendición estar liberado de la terri-ble maldición que pesaba sobre mí. Mi salud es buena yhe recobrado el respeto de mí mismo y el de mis colegas.Mi vida hogareña es ideal y mis negocios todo lo buenoque pueda esperarse en estos tiempos inseguros. Dedicomucho tiempo a pasar lo que aprendí a otras personas quelo quieren y necesitan mucho. Los motivos que tengopara hacerlo son:

1. Sentido del deber 2. Es un placer. 3. Porque al hacerlo estoy pagando mi deuda al hom-

bre que se tomó el tiempo para pasármela a mí. 4. Porque cada vez que lo hago me aseguro un poco

más contra una posible recaída. A diferencia de la mayoría de nosotros, no me sobrepu-

se totalmente al ansia de licor durante los primeros dosaños y medio. Casi siempre la sentía; pero nunca estuve nisiquiera próximo a ceder a ella. Me inquietaba terrible-mente ver a mis amigos beber, sabiendo que yo no podía,pero me discipliné a creer que, aunque una vez habíatenido ese mismo privilegio, había abusado de él tanespantosamente que me había sido retirado. Así que nome corresponde protestar porque, después de todo, nadie

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tuvo nunca que tirarme al suelo para echarme el licor porel gaznate.

Si crees que eres un ateo, un agnóstico, un escéptico, otienes cualquiera otra forma de orgullo intelectual que teimpida aceptar lo que hay en este libro, lo siento por ti. Sicrees que todavía tienes fuerzas suficientes para ganarsolo la partida, es cuestión tuya. Pero si verdaderamentequieres dejar de beber de una vez por todas, y sincera-mente sientes que necesitas ayuda, sabemos que tenemosuna solución para ti. Nunca falla, si uno se dedica a ellocon la mitad del ahínco que tenía la costumbre de demos-trar cuando estaba tratando de conseguir otra copa.

¡Tu Padre Celestial nunca te abandonará!

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EL ALCOHÓLICO ANÓNIMONÚMERO TRES

Miembro pionero del Grupo Nº 1 de Akron, el primergrupo de A.A. en el mundo. Preservó su fe, y por esto, él yotros muchos encontraron una vida nueva.

UNO DE CINCO HIJOS, nací en una granja en el conda-do de Carlyle, Kentucky. Mis padres eran gente

acomodada y un matrimonio feliz. Mi esposa, oriundatambién de Kentucky, me acompañó a Akron, dondeterminé mis estudios de Leyes en la Facultad de Dere -cho de Akron.

El mío es en cierto modo un caso inusitado. No huboepisodios de infelicidad durante mi niñez que pudieranexplicar mi alcoholismo. Aparentemente, tenía unapropensión natural a la bebida. Estaba felizmente casa-do y, como he dicho, nunca tuve ninguno de los moti-vos, conscientes o inconscientes, que a menudo secitan para beber. No obstante, como indica mí historial,llegué a convertirme en un caso grave.

Antes de que la bebida me derrotara completamen-te, logré tener algunos éxitos apreciables, habiendoservido como miembro del consejo municipal y admi-nistrador financiero de Kenmore, un suburbio quemás tarde se incorporó a la ciudad misma. Pero todoesto se fue esfumando según bebía cada vez más. Asíque, cuan do llegaron Bill y el Dr. Bob, mis fuerzas seha bían agotado.

La primera vez que me emborraché, tenía ocho

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años. No fue culpa de mi padre ni de mi madre, quie-nes se oponían fuertemente a la bebida. Un par de tra-bajadores estaban limpiando el granero de la finca, y yoles acompañaba montado en el trineo. Mientras elloscargaban, yo bebía sidra de un barril que había en elgranero. Después de dos o tres recorridos, en un viajede vuelta, perdí el conocimiento y me tuvieron que lle-var a casa. Recuerdo que mi padre tenía whisky en lacasa con propósitos medicinales y para servir a los invi-tados, y yo lo bebía cuando no había nadie a mi alrede-dor y luego añadía agua a la botella para que mispadres no se dieran cuenta.

Seguí así hasta que me matriculé en la universidadestatal y, pasados cuatro años, me di cuenta de que eraun borracho. Mañana tras mañana me despertabaenfermo y temblando, pero siempre disponía de unabotella colocada en la mesa al lado de mi cama. Lacogía, me echaba un trago y, a los pocos minutos, melevantaba, me echaba otro, me afeitaba, desayunaba,me metía en el bolsillo un cuarto de litro de licor, y meiba a la universidad. En los intervalos entre mis clases,corría a los servicios, bebía lo suficiente como para cal-mar mis nervios y me dirigía a la siguiente clase. Esofue en 1917.

En la segunda parte de mi último año en la universi-dad, dejé mis estudios para alistarme en el ejército. Enaquel entonces, a esto lo llamaba patriotismo. Mástarde, me di cuenta de que estaba huyendo del alcohol.En cierto grado, me ayudó, ya que me encontré enlugares en donde no podía conseguir nada de beber, yasí logré romper el hábito.

Luego entró en vigor la Prohibición, y el hecho deque lo que se podía obtener era tan malo, y a vecesmortal, unido al de haberme casado y tener un traba-jo que no podía descuidar, me ayudaron durante un

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período de unos tres o cuatro años; aunque cada vezque podía conseguir una cantidad de licor suficientepara empezar, me emborrachaba. Mi esposa y yo per-tenecíamos a algunos clubs de bridge, en donde secomenzaba a fabricar y a servir vino. No obstante,después de dos o tres intentos, supe que esto no meconvencía, ya que no servían lo suficiente para satisfa-cerme, así que rehusé beber. Ese problema, sinembargo, pronto se resolvió cuando empecé a llevar-me mi propia botella conmigo y a esconderla en elretrete o entre los arbustos.

Según pasaba el tiempo, mi forma de beber iba empe-orando. Me ausentaba de la oficina durante dos o tressemanas; días y noches espantosas en las que me veía tira-do en el suelo de mi casa, buscando la botella a tientas,echándome un trago y volviéndome a hundir en el olvido.

Durante los primeros seis meses de 1935, me hospi-talizaron ocho veces por embriaguez y me ataron a lacama durante dos o tres días antes de que supieradónde estaba.

El 26 de junio de 1935, llegué otra vez al hospital, yme sentí desanimado, por no decir más. Cada una delas siete veces que me había ido del hospital durantelos últimos seis meses, salí resuelto a no emborrachar-me — por lo menos durante ocho meses. No fue así; nosabía cuál era el problema, y no sabía qué hacer.

Aquella mañana me trasladaron a otra habitación, yallí estaba mi esposa. Pensé: “Bueno, me va a decir quehemos llegado al fin”. No podía culparla, y no teníaintención de tratar de justificarme. Me dijo que habíahablado con dos personas acerca de la bebida. De estome resentí mucho, hasta que me informó que eran unpar de borrachos como yo. Decírselo a otro borrachono era tan malo.

Me dijo: “Vas a dejarlo”. Esto valió mucho, aunque no

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lo creía. Luego me dijo que los borrachos con quieneshabía hablado, tenían un plan a través del cual creíanque podían dejar de beber, y una parte del plan era elcontárselo a otro borracho. Esto iba a ayudarles a man-tenerse sobrios. Toda la demás gente que había habladoconmigo quería ayudarme, y mi orgullo no me dejabaescucharlos, creándome únicamente resentimientos. Mepareció, no obstante, que sería una mala persona si noescuchaba por un rato a un par de hombres, si esto lespodría curar. También me dijo que no podía pagarlesaunque quisiera y tuviera el dinero para hacerlo, dineroque no tenía.

Entraron y empezaron a instruirme en el programaque más tarde se conocería como Alcohólicos Anónimos,y que en aquel entonces no era muy extenso.

Los miré, dos hombres grandes, de más de seis piesde altura, y de apariencia muy agradable. (Más tardesupe que eran Bill W. y el Dr. Bob). Poco despuésempezamos a relatar algunos acontecimientos de nues-tro beber y, naturalmente, me di cuenta rápidamenteque ambos sabían de lo que estaban hablando, porquecuando se está borracho, uno puede sentir y oler cosasque no se pueden en otros momentos. Si me hubieraparecido que no sabían de lo que estaban hablando, nohabría estado dispuesto en absoluto a hablar con ellos.

Pasado un rato, Bill dijo: “Bueno, has estado hablan-do mucho; deja que hable yo por unos minutos”. Asíque, después de escuchar un poco más de mi historia,se volvió hacia el Dr. Bob —creo que él no sabía que looía— y dijo: “Bueno, me parece que vale la pena traba-jar con él y salvarle”. Me preguntaron: “¿Quieres dejarde beber? Tu beber no es asunto nuestro. No estamosaquí para tratar de quitarte ningún derecho o privile-gios tuyos; pero tenemos un programa a través del cualcreemos que podemos mantenernos sobrios. Una parte

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de este programa consiste en que lo pasemos a otrapersona, que lo necesite y lo quiera. Si no lo quieres,no malgastaremos tu tiempo, y nos iremos a buscar aotro”.

Luego, querían saber si yo creía que podía dejar debeber por mis propios medios, sin ayuda alguna; sipodía simplemente salir del hospital para no bebernunca. Si así fuera, sería una maravilla, y a ellos lesagradaría conocer a un hombre que tuviera tal capaci-dad. No obstante, buscaban a una persona que supieraque tenía un problema que no podía resolver por símisma y que necesitara ayuda ajena. Luego me pre-guntaron si creía en un Poder Superior. Eso no mecausó ninguna dificultad, ya que nunca había dejado decreer en Dios, y había tratado repetidas veces de con-seguir ayuda, sin lograrla. Luego me preguntaron siestaría dispuesto a recurrir a este Poder para pedirayuda, tranquilamente y sin reservas.

Me dejaron para que reflexionara sobre esto, y mequedé echado en mi cama del hospital, pensando en mivida pasada y repasándola. Pensé en lo que el alcoholme había hecho, en las oportunidades que había perdi-do, en los talentos que se me habían dado y en cómolos había malgastado; y finalmente llegué a la conclu-sión de que, aunque no deseara dejar de beber, debe-ría desearlo, y que estaba dispuesto a hacer cualquiercosa para dejarlo.

Estaba dispuesto a admitir que había tocado fondo,que me había encontrado con algo con lo que no sabíaenfrentarme solo. Así que, después de meditar sobreesto, y dándome cuenta de lo que la bebida me habíacostado, acudí a este Poder Superior, que para mí eraDios, sin reserva alguna, y admití que yo era impoten-te ante el alcohol, y que estaba dispuesto a hacer cual-quier cosa para deshacerme del problema. De hecho,

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admití que estaba dispuesto, de allí en adelante, aentregar mi dirección a Dios. Cada día trataría de bus-car su voluntad y de seguirla, en vez de tratar de con-vencer a Dios de que lo que yo pensaba era lo mejorpara mí. Entonces, cuando ellos volvieron, se lo dije.

Uno de los hombres, creo que fue el Dr. Bob, mepreguntó: “Bueno, ¿quieres dejar de beber?” Res -pondí: “Sí, me gustaría dejarlo, por lo menos duranteunos seis u ocho meses, hasta que pueda poner miscosas en orden y vuelva a ganarme el respeto de miesposa y de algunos otros, arreglar mis finanzas, etc…”Y los dos con esto se echaron a reír de buena gana, yme dijeron: “Sería mejor que lo que has estado hacien-do, ¿verdad?” lo que era, por supuesto, la verdad. Y medijeron: “Tenemos malas noticias para ti. A nosotrosnos parecieron malas noticias, y a ti probablemente telo parecerán también. Aunque hayan pasado seis días,meses o años desde que tomaste tu último trago, si tetomas una o dos copas acabarás atado a la cama en elhospital, como has estado durante los seis meses pasa-dos. Eres un alcohólico”. Que recuerde yo, esta fue laprimera vez que presté atención a aquella palabra. Meimaginaba que era simplemente un borracho, y ellosme dijeron: “No, sufres de una enfermedad y noimporta cuánto tiempo pases sin beber, después detomarte uno o dos tragos, te encontrarás como estásahora”. En aquel entonces, esa noticia me fue verdade-ramente desalentadora.

Seguidamente me preguntaron: “Puedes dejar debeber durante 24 horas, ¿verdad?” Les respondí: “Sí,cualquiera puede dejarlo — durante 24 horas”. Medijeron: “De esto precisamente hablamos. Vein -ticuatro horas cada vez”. Esto me quitó un peso deencima. Cada vez que comenzaba a pensar en la bebi-da, me imaginaba los largos años secos que me espera-

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ban sin beber; esta idea de las veinticuatro horas, y elque la decisión dependiera de mí, me ayudaronmucho.

(En este punto, la Redacción se interpone sólo lo sufi-ciente como para complementar el relato de Bill D., elhombre en la cama, con el de Bill W., el que estaba senta-do al lado de la cama). Dice Bill W.

Este último verano hizo 19 años que el Dr. Bob y yo levimos (a Bill D.) por primera vez. Echado en su cama delhospital, nos miraba con asombro.

Dos días antes, el Dr. Bob me había dicho: “Si tú y yovamos a mantenernos sobrios, más vale que nos pongamosa trabajar”. En seguida, Bob llamó al Hospital Municipalde Akron y pidió hablar con la enfermera encargada de larecepción. Le explicó que él y un señor de Nueva Yorktenían una cura para el alcoholismo. ¿Tenía ella algúnpaciente alcohólico con quien la pudiéramos probar? Ellaconocía al Dr. Bob desde hacía tiempo, y le replicó brome-ando: “Supongo que ya la ha probado usted mismo”.

Sí, tenía un paciente — y de primera clase. Acababa dellegar con delirium tremens. A dos enfermeras les habíapuesto los ojos morados, y ahora le tenían atado fuertemen-te. ¿Serviría éste? Después de recetarle medicamentos,Bob ordenó: “Ponle en una habitación privada. Le visitare-mos cuando se despeje”.

A Bill D. no pareció causarle mucha impresión. Concara triste, nos dijo cansadamente: “Bueno, todo eso espara ustedes estupendo; pero para mí no puede serlo. Micaso es tan malo que me aterra hasta la idea de salir delhospital. Y tampoco tienen que venderme la religión. Unavez fui diácono, y todavía creo en Dios. Parece que El ape-nas cree en mí”.

Entonces, el Dr. Bob le dijo: “Bueno, quizá te sentirásmejor mañana. ¿Te gustaría vernos otra vez?”

“¡Cómo no!” respondió Bill D., “tal vez no sirva paranada — pero no obstante me gustaría verles. No cabe dudade que saben de lo que están hablando”.

Al pasar más tarde por su habitación, le encontramoscon su esposa Henrietta. Nos señaló con el dedo diciendo

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con entusiasmo: “Estos son los hombres de quienes te esta-ba hablando — los que entienden”.

Luego Bill nos contó que había pasado casi toda lanoche despierto, echado en la cama. En el abismo de sudepresión nació de alguna manera una nueva esperanza.Le había cruzado por la mente como un relámpago la idea:“Si ellos pueden hacerlo yo también lo puedo hacer”. Se lodijo repetidas veces a sí mismo. Finalmente, de su esperan-za surgió una convicción. Estaba seguro. Le vino enton cesuna profunda alegría. Sintió por fin una gran tranquilidad,y se durmió.

Antes de terminar nuestra visita, Bill se volvió hacia suesposa y le dijo: “Tráeme mis ropas, querida. Vamos alevantarnos e irnos de aquí.” Bill D. salió del hospital comoun hombre libre y nunca más volvió a beber.

El Grupo Número Uno de A.A. data de ese mismo día. (A continuación sigue la historia de Bill D.)

Durante los siguientes dos o tres días, llegué por fina la decisión de entregar mi voluntad a Dios y de seguirel programa lo mejor que pudiera. Sus palabras y susacciones me habían infundido una cierta seguridad.Aunque no estaba absolutamente seguro. No dudabade que el programa funcionara, dudaba de que yopudiera atenerme a él; llegué no obstante a la conclu-sión de que estaba dispuesto a dedicar todos misesfuerzos a hacerlo, con la gracia de Dios, y que de -seaba hacer precisamente esto. En cuanto llegué a estadecisión, sentí un gran alivio. Supe que tenía alguienque me ayudaría, en el que podía confiar, que no mefallaría. Si pudiera apegarme a El y escuchar, consegui-ría lo deseado. Recuerdo que, cuando los hombres vol-vieron, les dije: “Acudí a este Poder Superior, y le dijeque estoy dispuesto a anteponer Su mundo a todo lodemás. Ya lo he hecho, y estoy dispuesto a hacerlo otravez ante ustedes, o a decirlo en cualquier sitio, en cual-quier parte del mundo, de aquí en adelante, sin tener

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vergüenza”. Y esto, como ya he dicho, me deparómucha seguridad; parecía quitarme una gran parte demi carga.

Me acuerdo haberles dicho también que iba a sermuy duro, porque hacía otras cosas: fumaba cigarrillos,jugaba al póquer y a veces apostaba a los caballos; y medijeron: “¿No te parece que en el presente la bebida teestá causando más problemas que cualquier otra cosa?¿No crees que vas a tener que hacer todo lo que pue-das para deshacerte de ella?” Les repliqué a regaña-dientes: “Sí, probablemente será así”. Me dijeron:“Dejemos de pensar en los demás problemas; es decir,no tratemos de eliminarlos todos de un golpe, y con-centrémonos en el de la bebida”. Por supuesto, había-mos hablado de varios de mis defectos y hecho un tipode inventario que no fue difícil de hacer, ya que teníamuchos defectos que eran muy obvios, porque losconocía de sobra. Luego me dijeron. “Hay una cosamás. Debes salir y llevar este programa a otra personaque lo necesite y lo desee”.

Llegado a este punto, mis negocios eran práctica-mente no existentes. No tenía ninguno. Durante bas-tante tiempo, tampoco gocé, naturalmente, de mibuena salud. Me llevó un año y medio empezar a sen-tirme bien físicamente. Me fue algo duro, pero prontoencontré a gente que antes habían sido amigos y, des-pués de haberme mantenido sobrio durante un tiempo,vi a esta gente volver a tratarme como lo habían hechoen años pasados, antes de haberme puesto tan maloque no prestaba mucha atención a las ganancias econó-micas. Pasé la mayor parte de mi tiempo tratando derecobrar estas amistades y de compensar de algunaforma a mi mujer, a quien había lastimado mucho.

Sería difícil calcular cuánto A.A. ha hecho por mí.Verdaderamente deseaba el programa y quería seguir-

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lo. Me parecía que los demás tenían tanto alivio, unafelicidad, un no sé qué, que yo creía que toda personadebía tener. Estaba tratando de encontrar la solución.Sabía que había aún más, algo que no había captadotodavía. Recuerdo un día, una o dos semanas despuésde que salí del hospital, en el que Bill estaba en mi casahablando con mi esposa y conmigo. Estábamos almor-zando, y yo estaba escuchando, tratando de descubrirpor qué tenían ese alivio que parecían tener. Bill miróa mi esposa y le dijo: “Henrietta, Dios me ha mostradotanta bondad, curándome de esta enfermedad espanto-sa, que yo quiero únicamente seguir hablando de estoy seguir contándoselo a otras gentes”.

Me dije: “Creo que tengo la solución”. Bill estabamuy, muy agradecido por haber sido liberado de estacosa tan terrible y había atribuido a Dios el mérito dehaberlo hecho y está tan agradecido que quiere contár-selo a otras gentes. Aquella frase: “Dios me ha mostra-do tanta bondad, curándome de esta enfermedadespantosa, que únicamente quiero contárselo a otrasgentes”, me había servido como un texto dorado para elprograma de A.A. y para mí.

Por supuesto, mientras pasaba el tiempo y yo empe-zaba a recuperar mi salud, sentí que no tenía queesconderme siempre de la gente — y esto ha sidomaravilloso. Todavía asisto a las reuniones, porque megusta hacerlo. Me encuentro con gente con quien megusta hablar. Otro motivo que tengo para asistir es queestoy aún tan agradecido de tener tanto el programacomo la gente que lo compone, que todavía quiero par-ticipar en las reuniones —y tal vez la cosa más maravi-llosa que me ha enseñado el programa— lo he vistomuchas veces en el “A.A. Grapevine”, y muchas perso-nas me lo han dicho personalmente, y he visto a otrasmuchas ponerse de pie en las reuniones y decirlo — es

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lo siguiente: “Vine a A.A. únicamente con el propósitode lograr mi sobriedad, pero a través del programa deA.A. he encontrado a Dios”.

Esto me parece lo más maravilloso que una personapuede hacer.

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(2)

LAS MUJERES TAMBIÉN SUFREN

A pesar de tener grandes oportunidades, el alcohol casiterminó con su vida. Pionera en A.A., difundió la palabraentre las mujeres de nuestra etapa primera.

¿QUÉ ESTABA diciendo?… De lejos, como en undelirio, oí mi propia voz llamando a alguien,

“Dorotea”, hablando de tiendas de ropa, de trabajos…las palabras se fueron haciendo más claras… el sonidode mi propia voz me asustaba al irse acercando… y derepente, allí estaba, hablando no sé de qué, con alguiena quien no había visto nunca antes de aquel momento.De golpe, paré de hablar. ¿Dónde me encontraba?

Había despertado antes en habitaciones extrañas,completamente vestida, sobre una cama o un sofá;había despertado en mi propia habitación, dentro osobre mi propia cama, sin saber qué hora del día era,con miedo a preguntar… pero esto era diferente. Estavez parecía estar ya despierta, sentada derecha en unasilla grande y cómoda, en el medio de una animada con-versación con una mujer joven, que no parecía extrañar-se de la situación. Ella estaba charlando, cómoda y agra-dablemente.

Aterrorizada, miré a mi alrededor. Estaba en unahabitación grande, oscura, y amueblada de una manerabastante pobre — la sala de estar de un apartamento enel sótano de la casa. Escalofríos empezaron a recorrermi espalda; me empezaron a castañear los dientes; mismanos empezaron a temblar y las metí debajo de mí

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para evitar que salieran volando. Mi miedo era real,pero no era el responsable de esas violentas reacciones.Yo sabía muy bien lo que eran — un trago lo arreglaríatodo. Debía de haber pasado mucho tiempo desde miúltima copa — pero no me atrevía a pedirle una a estaextraña. Tengo que salir de aquí. De cualquier forma,tengo que salir de aquí antes de que se descubra miabismal ignorancia de cómo llegué aquí, y ella se décuenta de que yo estoy totalmente loca. Estaba loca —debía de estarlo.

Los temblores empeoraron y yo miré mi reloj — lasseis en punto. La última vez que recuerdo mirar la horaera la una. Había estado sentada cómodamente en unrestaurante con Rita, bebiendo mi sexto martini y espe-rando que el camarero se olvidara de nuestra comida —o, por lo menos, lo suficiente como para tomarme un parde ellos más. Me había tomado sólo dos con ella, perohabía conseguido tomarme cuatro en los quince minutosque la estuve esperando, y, naturalmente, los incontadostragos de la botella según me levantaba dolorosamente yme vestía de manera lenta y espasmódica. De hecho, ala una me encontraba muy bien — sin sentir dolor algu-no. ¿Qué podía haber pasado? Aquello ocurrió en elcentro de Nueva York, en la ruidosa calle 42… esto eraobviamente una tranquila zona residencial. ¿Por qué mehabía traído aquí Dorotea? ¿Quién era esta mujer?¿Cómo la había conocido? No tenía respuestas y noosaba preguntar. Ella no daba señal de que nada estuvie-ra mal. Pero, ¿qué había estado haciendo en esas cincohoras perdidas? Mi cerebro daba vueltas. Podía haberhecho cosas terribles. ¡Y ni siquiera lo sabía!

De alguna forma, salí de allí y caminé cinco manza-nas. No había ningún bar a la vista, pero encontré laestación del Metro. El nombre no me era familiar ytuve que preguntar por la línea de Grand Central. Me

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llevó tres cuartos de hora y dos trasbordos llegar allí —de vuelta en mi punto de partida. Había estado en lasremotas zonas de Brooklyn.

Esa noche me puse muy borracha, lo cual era normal,pero recordé todo, lo que era muy extraño. Me acordéde estar en lo que, mi hermana me aseguró, era mi pro-ceso de todas las noches, de tratar de buscar el nombrede Willie Seabrook en la guía de teléfonos. Recordé mifirme decisión de encontrarle y pedirle que me ayudaraa entrar en esa “casa de recuperación”, de la que habíaescrito. Recordé que aseguraba que iba a hacer algo alrespecto, que no podía seguir… Recordé el haber mira-do con ansia a la ventana como una solución más fácil,y me estremecía con el recuerdo de esa otra ventana,tres años antes, y los seis agonizantes meses en una salade un hospital de Londres. Recordé cuando llenaba deginebra la botella del agua oxigenada que guardaba enmi armarito de las medicinas, en caso de que mi herma-na descubriera la que escondía debajo del colchón. Yrecordé el pavoroso horror de aquella interminablenoche en que dormí a ratos y me desperté goteandosudor frío y temblando con una total desesperación,para terminar bebiendo apresuradamente de mi botellay desmayándome de nuevo. “Estás loca, estás loca, estásloca” martilleaba mi cerebro en cada rayo de conoci-miento, para ahogar el estribillo con un trago.

Todo siguió así hasta que dos meses más tarde aterri-cé en un hospital y empezó mi lucha por la vuelta a lanormalidad. Había estado así durante más de un año.Tenía treinta y dos años de edad.

Cuando miro hacia atrás y veo ese horrible últimoaño de constante beber, me pregunto cómo pude sobre-vivir tanto física como mentalmente. Había habido,naturalmente, períodos en los que existía una claracomprensión de lo que había llegado a ser, acompañada

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por recuerdos de lo que había sido, y de lo que habíaesperado ser. El contraste era bastante impresionante.Sentada en un bar de la Segunda Avenida, aceptandotragos de cualquiera que los ofreciese, después de gas-tar lo poco que tenía; o sentada en casa sola, con elinevitable vaso en la mano, me ponía a recordar y, alhacerlo, bebía más de prisa, buscando caer rápidamen-te en el olvido. Era difícil reconciliar este horrorosopresente con los simples hechos del pasado.

Mi familia tenía dinero — nunca había sido privada deningún deseo material. Los mejores internados, y unaescuela privada de educación social en Europa me habíapreparado para el convencional papel de debutante yjoven matrona. La época en la que crecí (la era de laProhibición inmortalizada por Scott Fitzgerald y JohnHeld, Jr.) me había enseñado a ser alegre con los másalegres; mis propios deseos internos me llevaron a supe-rarles a todos. El año después de mi presentación en lasociedad, me casé. Hasta aquel momento, todo iba bien— todo de acuerdo al plan indicado, como otros tantosmiles. Entonces la historia empezó a ser la mía propia.Mi marido era alcohólico — yo sólo sentía desprecio poraquellos que no tenían para la bebida la misma asombro-sa capacidad que yo — el resultado era inevitable. Midivorcio coincidió con la bancarrota de mi padre, y mepuse a trabajar, deshaciéndome de todo tipo de lealtadesy responsabilidades hacia cualquiera que no fuera yomisma. Para mí, el trabajo era un medio para llegar almismo fin, poder hacer aquello que quisiera.

Los siguientes diez años, hice sólo eso. Buscando máslibertad y emoción me fui a vivir a ultramar. Tenía mipropio negocio, de suficiente éxito como para permitir-me la mayoría de mis deseos. Conocía a toda la genteque quería conocer. Veía todos los lugares que queríaver. Hacía todas las cosas que quería hacer — y era cada

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vez más desgraciada. Testaruda, obstinada, corría deplacer en placer y encontraba que las compensacionesiban disminuyendo hasta desvanecerse. Las resacasempezaron a tener proporciones monstruosas, y el tragode por la mañana llegó a ser de urgente necesidad. Laslagunas mentales eran cada vez más frecuentes, y raravez me acordaba de cómo había llegado a casa. Cuandomis amigos insinuaban que estaba bebiendo demasiado,dejaban de ser mis amigos. Iba de grupo en grupo, delugar en lugar, y seguía bebiendo. Con sigilosa insidia,la bebida había llegado a ser más importante que cual-quier otra cosa. Ya no me proporcionaba placer, simple-mente aliviaba el dolor; pero tenía que tenerla. Eraamargamente infeliz. Sin duda había estado demasiadotiempo en el exilio; debía volver a América. Lo hice y,para sorpresa mía, mi problema empeoró.

Cuando ingresé en un hospital psiquiátrico para untratamiento intensivo, estaba convencida de que teníauna seria depresión mental. Quería ayuda y traté decooperar. Al ir progresando el tratamiento, empecé aformarme una idea más clara de mí misma, y de esetemperamento que me había causado tantos problemas.Había sido hipersensible, tímida, idealista. Mi incapaci-dad para aceptar las duras realidades de la vida mehabía convertido en una escéptica desilusionada, reves-tida de una armadura que me protegía contra la incom-prensión del mundo. Esa armadura se había convertidoen los muros de una prisión, encerrándome en ella conmi miedo y mi soledad. Todo lo que me quedaba erauna voluntad de hierro para vivir mi propia vida a pesardel mundo exterior. Y allí me encontraba yo: una mujeraterrorizada por dentro y desafiante por fuera, quenecesitaba desesperadamente un apoyo para continuar.

El alcohol era ese apoyo, y yo no veía cómo podíavivir sin él. Cuando el doctor me decía que no debía de

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beber nunca más, no pude permitirme el creerle. Teníaque insistir en mis intentos por enderezarme, tomandolos tragos que necesitara, sin que se volvieran en micontra. Además, ¿cómo podía él entender? No erabebedor, no sabía lo que era necesitar un trago, ni loque un trago podía hacer por uno en un apuro. Yo que-ría vivir, no en un desierto, sino en un mundo normal. Ymi idea de un mundo normal era estar rodeada de genteque bebía; los abstemios no estaban incluidos. Estabasegura de que no podía estar con gente que bebía, sinbeber. En esto tenía razón; no me sentía a gusto conningún tipo de persona sin estar bebiendo. Nunca lohabía estado.

Naturalmente, a pesar de mis buenas intenciones yde mi vida protegida tras de los muros del hospital, meemborraché varias veces y quedé asombrada — y muytrastornada.

Fue en aquel momento cuando mi doctor me dio ellibro Alcohólicos Anónimos para que lo leyera. Los pri-meros capítulos fueron una revelación para mí. ¡Yo noera la única persona en el mundo que se sentía y com-portaba de esa manera! No estaba loca, ni era unadepravada; era una persona enferma. Padecía unaenfermedad real que tenía un nombre y unos síntomas,como los de la diabetes o el cáncer. ¡Y una enfermedadera algo respetable, no un estigma moral! Pero entoncesencontré un obstáculo. No tragaba la religión y no megustaba la mención de Dios o de cualquiera de las otrasmayúsculas. Si aquella era la salida, no era para mí. Yoera una intelectual y necesitaba una respuesta intelec-tual, no emocional. Así de claro se lo dije a mi doctor.Quería aprender a valerme por mí misma, no cambiarun apoyo por otro, y mucho menos por uno tan intangi-ble y dudoso como aquél era. Así continué varias sema-nas, abriéndome camino a regañadientes a través del

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ofensivo libro y sintiéndome cada vez más desesperada. Entonces, ocurrió el milagro. ¡A mí! A todo el mundo

no le ocurre tan de repente, pero tuve una crisis perso-nal que me llenó de cólera justificada e incontenible.Mientras bufaba desesperadamente de la cólera y pla-neaba coger una buena borrachera para enseñarles, misojos captaron una frase del libro que estaba abiertosobre la cama, “No podemos vivir con cólera”. Losmuros se derrumbaron y la luz apareció. No estaba atra-pada; no estaba desesperada. Era libre, y no tenía quebeber para enseñarles. Esto no era la “religión” ¡eralibertad! Libertad de la cólera y del miedo, libertadpara conocer la felicidad y el amor.

Fui a una reunión para conocer por mí misma algrupo de locos y vagabundos que habían realizado estaobra. Ir a una reunión de gente era una de esas cosasque toda mi vida —desde el día en que dejé mi mundoprivado de libros y sueños para encontrarme en elmundo real de la gente, las fiestas, y el trabajo— mehabía hecho sentir como una intrusa, y para ser parte deellas necesitaba el estímulo animador de la bebida. Mefui temblando a una casa en Brooklyn llena de gente demi clase. Hay otro significado de la palabra hebrea quese traduce como “salvación” en la Biblia, y éste es: “vol-ver a casa”. Había encontrado mi “salvación”. Ya noestaba sola.

Aquel fue el principio de una nueva vida, una vidamás completa y feliz de lo que nunca había conocido ocreído posible. Había encontrado amigos, amigos com-prensivos que a menudo sabían mejor que yo misma, loque pensaba y sentía y que no me permitían refugiarmeen una prisión de miedo y soledad por una ofensa oinsulto imaginarios. Comentando las cosas con ellos,grandes torrentes de iluminación me mostraban a mímisma como en realidad yo era, y era como ellos. Todos

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nosotros teníamos en común cientos de rasgos caracte-rísticos, de miedos y fobias, gustos y aversiones. Derepente pude aceptarme a mí misma, con defectos ytodo, como yo era — después de todo, ¿no éramos todosasí? Y, aceptando, sentí una nueva paz interior, y lavoluntad y la fuerza para enfrentarme a las característi-cas de una personalidad con las que no había podidovivir.

La cosa no paró allí. Ellos sabían lo que hacer conesos abismos negros que bostezaban, listos para tragar-me cuando me sentía deprimida o nerviosa. Había unprograma concreto, diseñado para asegurarnos a nos-otros, los evasivos de siempre, la mayor seguridad inte-rior posible. Según iba poniendo en práctica los DocePasos, se iba disolviendo la sensación de desastre inmi-nente que me había perseguido durante años.¡Funcionó!

Miembro en activo de A.A. desde 1939, al fin mesiento un miembro útil de la raza humana. Tengo algocon lo que puedo contribuir a la humanidad, ya queestoy peculiarmente cualificada, como compañera defatigas, para prestar ayuda y consuelo a aquellos quehan tropezado y caído en este asunto de enfrentarse conla vida. Tengo mi mayor sensación de logro al saber quehe tomado parte en la nueva felicidad que han conse-guido otros muchos como yo. El hecho de poder traba-jar y ganarme la vida de nuevo, es importante, perosecundario. Creo que mi fuerza de voluntad, una vezexagerada, ha encontrado su justo lugar, porque puedodecir muchas veces al día, “Hágase Tu voluntad, no lamía”… y ser sincera al decirlo.

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(3)

EL DESPERTAR DE UN VIAJANTE

En todos sus viajes, no podía eludir la botella ni a símismo, logró por fin emerger de una vida amarga ydesolada y llegó a ser uno de los primeros mensajeros deA.A. en Puerto Rico.

COMENCÉ a beber a la edad de dieciséis años, en laciudad de Nueva York. Años más tarde, mientras

trabajaba como viajante por toda la América del Sur ylas Antillas, de bebedor social me convertí en bebedorfuerte. Al llegar a la edad de 43 años, me di perfectacuenta de que tenía un problema con el alcohol, pues loque hasta entonces había considerado como un hábito,se había trocado en una obsesión de tal índole que nopodía pasármelas sin el “trago”.

Preocupado por ese problema, acudí donde dos psi-quiatras, uno del Presbyterian Medical Center y el otro,el Dr. X, asociado de uno de los más connotados psi-quiatras de Estados Unidos. El primero que fui a ver enel Centro Médico Presbiteriano, supo desentrañar loque me ocurría porque hasta me habló de AlcohólicosAnónimos, cuyo movimiento estaba para entonces enlos comienzos. Eso sucedió allá por el año 1939.Recuerdo que aquel médico me dijo que había oídohablar de un grupo de hombres y mujeres que estabanhaciendo algo eficaz para resolver su problema alcohó-lico y que si era de mi agrado conocer a esa gente podíaponerme en contacto con ellos. Pero A.A. no me intere-só en esa época y así se lo hice saber. De mi experien-

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cia con el otro psiquiatra haré mención más adelante. Comprendiendo que el problema de la bebida seguía

complicándoseme, decidí ir a Hot Spring, Arkansas, atomar los baños, pensando que me harían bien, y efecti-vamente, físicamente fue así porque estaba padeciendode artritis alcohólica y tuve gran alivio por cerca de unaño. Entonces comencé de nuevo a sentirme mal y fui aver al Dr. X, asiduo cliente de mi restaurant-bar. Medijo que no me ocurría nada, que no tenía por qué preo -cuparme ya que él creía que yo no tenía ningún proble-ma con el alcohol. Y me dijo que pronto pasaría por miestablecimiento para que nos tomáramos algunos tragosde Dubonnet. En efecto, el domingo siguiente el Dr. Xme dispensó una visita, obsequiándome con un par deDubonnets que gustosamente reciproqué con varios“Old Fashions”. A esos tragos siguieron otros, despuésde los cuales el mozo del restaurant y yo tuvimos quellevar al doctor a su casa porque estaba tambaleándose.

Al ver que los médicos no podían ayudarme a contro-lar la bebida, pensé que tal vez un cambio de ambientepodría librarme de esa tenaz obsesión alcohólica. Sabíaque estaba bebiendo exageradamente y no sabía a quéatribuirlo, si echarle la culpa a mi mujer por su carácterdominante, a mi socio, o a lo que fuera. La verdad esque no tenía la respuesta del porqué estaba haciendolas cosas que venía haciendo en mi negocio y en mi vidapersonal casi sin objetivos. De manera que puse manosa la obra, vendí mi participación en el negocio, di lamitad de lo que obtuve en metálico a mi señora y des-pués de conseguir algunas agencias de casas america-nas, me vine para Puerto Rico en 1941.

Después de mi llegada a la Isla, me hospedé en elHotel Palace, y a pesar de que traía varias botellas quelos amigos me habían dado al despedirme en NuevaYork para que trajera conmigo en el viaje y las cuales no

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había usado, y a pesar de tener también conmigo un parde cajas de vino “San Benito”, marca que representabaen Puerto Rico, por una semana me mantuve abstemioen tierra puertorriqueña. Entonces repentinamentecomencé a beber de nuevo, con tal ímpetu que a los tresmeses de continuas borracheras fui a parar al HospitalPresbiteriano. Allí estuve bajo tratamiento de un simpá-tico doctor que me recetó muchas vitaminas para forta-lecerme. Aquel médico bonachón, después que merepuse con el tratamiento vitamínico, me aconsejó queno bebiese licores fuertes; que cuando sintiera ganas debeber me tomara una botella de cerveza y todo marcha-ría bien. Claro está, el que le hable a un borracho de“una botella de cerveza” lo pone a pensar enseguida enuna de esas botellonas grandes de cerveza de cincogalones. De más está decir que el experimento de lacerveza no dio resultado.

Poco después de salir del Hospital Presbiteriano esta-lló la Segunda Guerra Mundial, paralizándose mi nego-cio debido al gran descenso en las importaciones. Apesar de ese revés, decidí quedarme aquí. Un buenamigo me ofreció un empleo, que acepté, en elGobierno Federal, como capataz. Me aseguró que deahí subiría pronto a otro puesto mejor. Así ocurrió.Trabajé en ese puesto por uno o dos meses cuando cier-to día vino a hablar conmigo un oficial del ejército quese estaba haciendo cargo de la transportación generalpor mar y tierra del equipo pesado del ejército. Le caíbien porque notó que hablaba bastante el castellano y seenteró de que yo había vivido aquí por algunos años. Mepropuso que trabajase al lado de él cumplimentando susinstrucciones. Con el permiso del Superintendente deConstrucciones que me consiguiera el primer empleo,pasé a trabajar como asistente administrativo a las órde-nes del oficial, devengando una buena paga. Duré en

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ese empleo hasta 1944. Durante ese período no bebítanto como antes debido a la disciplina a que estabasujeto, estando bajo órdenes de oficiales. También pare-ce que el oficial conocía al dedillo mi debilidad porquecuando se imaginaba que estaba llegando algún períodopeligroso para mí, me mandaba tranquilamente a Cuba,a Antigua o a cualquier punto cercano. En esas ocasio-nes yo lo contemplaba de hito en hito diciéndome: “Estetipo me conoce mejor que yo mismo”. Si acaso inquiríapara qué me mandaba a ese sitio, él replicaba: “Preparesu equipaje y adelante. Allá es donde lo necesitamosahora”. La verdad es que yo no tenía nada que hacer enninguno de esos lugares y era de suponer que queríadarme una semana o dos para que me desquitara de mi“sed”, bebiendo todo lo que yo quisiera. Pero sucedíatodo lo contrario. En aquellos sitios no bebía tanto comohubiera bebido en Puerto Rico pues estaba entre coro-neles y otros superiores que allí frecuentaban.

Cuando la guerra estaba para cesar y todos se perca-taban de eso al ver que disminuía el trabajo en las ofici-nas, apenas si había transportación y los negocios ibanestancándose, cogí una borrachera colosal. Me quedéen la casa y como borracho al fin, me dispuse a celebrarsin pérdida de tiempo el acontecimiento del cese dehostilidades que aún no había tenido lugar, bebiéndomeno sé cuántas cajas de whisky escocés; después remachécon ron y antes de que me echaran presenté la renun-cia porque sabía que si no lo hacía me iban a poner“AWOL” (ausente sin licencia). Así fue que aceptaronmi renuncia, pudiendo dar gracias a Dios de que mirécord en el gobierno federal sea bueno.

Tuve la suerte de que los barcos comenzaron a mover-se de nuevo, trayendo carga a la Isla con regularidad,precisamente cuando conseguía una magnífica repre-sentación con la que devengué mucho dinero. En vez

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del borrachón diario me volví entonces un borrachónperiódico. Cuando recibía el cheque de la casa a fines demes entraba enseguida en una borrachera de varios díasy al regresar a la oficina recuerdo que siempre mi secre-tario salía para coger la suya y permanecía fuera comouna semana. Tal parecía que nos turnáramos en el traba-jo y la bebida de común acuerdo. El pobre vendedor eraquien se volvía loco entre “dos locos”, pues era él unmuchacho que no tenía ningún problema con la botella.

Eso prosiguió así hasta el año 1945, cuando por cier-to motivo que no viene al caso, renuncié la representa-ción que tenía para hacerme cargo de otra. Me dientonces a beber más y más y así de bebedor periódicovolví otra vez a la fase de bebedor diario. Poco a pocofui abandonando mi negocio de una manera lastimosa.No iba apenas a la oficina y me pasaba la horas en elUnion Club bebiendo licor, hasta que llegó el día enque francamente me daba bochorno de que mis amigosme vieran siempre allí tomando. Algunos me pregunta-ban: “¿Cuál es el motivo?” Y yo les respondía: “¡Sisupiera el motivo se lo diría! ¡No sé! ¡No sé por québebo así!”

Así fui de mal en peor hasta que comencé a frecuen-tar cantinas de ornato mucho más pobre. Me iba a bus-car los lugares humildes — allí me pasaba la mañanatomando ron. Iba luego al apartamento a dormir un parde horas para pasarme después el resto del día bebien-do hasta las diez o las once de la noche.

Ante esa crítica situación comprendí que el alcohol meestaba aniquilando y en vano trataba de librarme deaquella lucha desigual. A propósito, recuerdo que enmedio de esa borrasca puse en juego un experimentopara ver si lograba arreglarme. Una mañana, mientrasesperaba que abrieran una cantina, me encontré con unraro sujeto continental, vistiendo pantalones sucísimos

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que una vez fueron blancos y zapatos de esos que usanlos trabajadores del fango. El individuo se me acercódiciendo: “¡Buenos días! ¿Tiene un cigarrillo?” Le di elcigarrillo. “¿Tiene usted un fósforo?” Le di el fósforo. Yya le iba a preguntar si quería que me fumara el cigarri-llo por él para completar la obra, cuando me interrogó sipodía sentarse junto a mí. “La calle es pública y puedeusted acomodarse dondequiera”, repuse. Estábamos sen-tados cerca del bar que yo visitaba y que estaba esperan-do que abrieran. “¿Qué espera usted aquí?” me pregun-tó. “Pues espero”, le dije, “a que abran ese pequeño barpara tomar el ‘trago de los nervios’”. Se me quedó miran-do y me dijo: “¿Sabe usted de dónde vengo yo ahora?Pues vengo de la cárcel. Estaba preso por borrachera. Notenía con qué pagar los dos pesos de multa. ¿Podría serusted tan bondadoso que me pagara un ‘trago’ cuandoabran ahí?” Le dije que no tenía ningún inconvenienteen complacerlo y cuando abrieron la cantina, al servírse-nos los ‘tragos’, por primera vez en mi vida se me ocurrióque si yo lograba enderezar a aquel tipo borrachón quizápodría él ayudarme a aguantar la bebida. Eso me aconte-ció sin que supiera todavía nada de AlcohólicosAnónimos. Como él era un poco más vivo, me dijo que sicomprábamos un litro de ron rendiría más que ordenan-do la bebida por vasitos. De manera que compramos ellitro, con su correspondiente Seven Up y hielo, y nospusimos a charlar. Entonces vino a verme un mensajeroy guardaespaldas que yo tenía y a quien cariñosamentellamaba “Mundito”. Le dije al continental que iba apagarle un recorte y una afeitada en la barbería deenfrente y que no se preocupara por el “trago” que leenviaría ron y Seven Up con “Mundito” para que bebie-ra mientras lo arreglaba el barbero. Después que serecortó lo llevé a mi apartamento, hice que se diera unbaño y se cambiara la ropa. Fuimos a un restaurant

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donde él comió opíparamente mientras yo bebía, con-templando el cambio que ya se notaba en el porte delsujeto. Eso sucedía en la época en que yo me retirababorracho a dormir a las diez de la noche y cuando le dijeque iba a acostarme, él me pidió que lo dejara dormir enel suelo. Me contó que había estado durmiendo realengodebajo de las casas. En vez de dejarlo dormir en el suelolo puse a dormir en un canapé mientras yo me acostabaen la cama. Como de costumbre, al otro día tempranoestaba de regreso en la cantina. El me acompañó nueva-mente y así pasó otro día. Ese día sucedió algo que noesperaba. Yo guardo mi dinero en el bolsillo del chaque-tón y además tenía algunos pesos en el baúl, que teníatrancado. No desconfiaba de aquel tipo; pero como a lasdos de la mañana — yo no sabía que él había salido — seme presentó con un par de “hembras” y unos guitarristas.Huelga decir que eso no me cayó en gracia. Le dije quese fuera con todos ellos al infierno. Mandó la gente a quese retirara y se acostó. Cuando me levanté al otro díanoté que me faltaban cinco pesos. No dije nada mientrasestábamos en el apartamento. Cuando llegamos a la can-tina pedí un Seven Up y él se me quedó mirando. “¿Quépasa?” y le dije “No pasa nada. Tenía cinco pesos en mibolsillo y han caminado. Yo no sabía que los billetestuvieran patas”. Compungido me confesó que había cogi-do los cinco pesos. No cogí coraje. Sencillamente le dijeque se fuera de mi lado. De manera que no resultó comoesperaba el experimento.

Después de eso no pensé en otra cosa nada más queen seguir bebiendo. No tenía la menor idea de trabajar.Estaba en un hoyo. No sabía cómo salir. Al cabo enfer-mé. Los pies se me hincharon. Llamé al médico. El doc-tor que vino a verme me dijo que habría que sacar elfluido de las piernas con una aguja. Me hizo recluir en elHospital Presbiteriano donde me atendió otro amigo

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médico quien logró poner mis piernas en buen estadosin necesidad de usar agujas.

Más o menos había acabado con mi negocio y moral-mente no me sentía con ánimo de ir a visitar a la cliente-la, a pesar de que no tenía nada que reprocharme de mimanera de proceder para con ella. Decidí volver a NuevaYork y un buen amigo me consiguió prioridad en avión. Eldoctor antes de partir me había recetado un elixir quecontenía un gran por ciento de alcohol. Cuando todos misamigos me repetían: “No bebas”, me daban una medicinaprecisamente a base de alcohol. Al llegar a Nueva Yorktuve que averiguar ciertas cosas sobre el status domésticomío. No sabía si estaba casado o divorciado. Después queme puse al tanto de esas cuestiones y en vista de mi serioproblema con la bebida, mis familiares me llevaron a unareunión de Alcohólicos Anónimos. Estaba bajo la influen-cia del alcohol. Tratábase del Grupo Manhattan, que cele-bra reuniones en la calle 41 y 8va. Avenida. Hice muchaspreguntas. Quería saber qué clase de negocio promovíany les pedí me dijeran dónde estaban los borrachos porqueallí no veía ninguno. Me dieron algunos folletos y me dije-ron que las puertas de A.A. estaban abiertas y que cual-quier día que cambiara de idea, fuera a visitarles. Les dilas gracias y les supliqué que perdonaran la molestia queles había dado con mis comentarios. Ya estaba para salircuando me tropecé con Herman, sobrio pero con el “bailede San Vito” y le dije: “¿Tú cómo te mantienes sobrio?” alo que respondió sereno y sentencioso: “¡Pues mirando aborrachos como tú!” Ese sí fue un gran disparo certero.No pude menos que reconocer que allí había algo.

La familia quería que pasara la noche en el aparta-mento de mi esposa, a lo que yo me negué por motivosque ellos desconocían. Fui al hotel y noté que mi caja dewhisky había desaparecido. Busqué la cartera y vi quetambién me habían quitado la plata, que no era mucha.

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Entonces llamé a mi ex socio y le pedí prestado cincuen-ta pesos que me entregó personalmente. Aquella nocheyo iba a decidir mi problema en una cantina. Esa era miidea, pero no sé por qué cambié de pensamiento y medije. “Voy a comer algo, jamón y huevos, y café”. Nohabía comido ese día. Después de comer cogí un taxique me llevó al hotel y antes de llegar paré el taxi paraentrar a la cantina donde pedí una cerveza en recipien-te pues no se podía expender licores después de las11:00. Me dio el recipiente y me llevé al hotel la cerve-za que coloqué en la parte de afuera de la ventana paraque no se calentase, mientras me quitaba el abrigo, arre-glé la lámpara y comencé a leer los folletos deAlcohólicos Anónimos. A medida que leía las historiasme decía: “¡Ese mismo soy yo! ¡Ese soy yo!”

No bebí aquella cerveza. Esa fue la primera noche enmucho tiempo que dormí sin alcohol y sin temores. Alotro día me levanté. No me sentía muy bien, natural-mente, y pedí mantecado con soda una y otra vez hastael punto que el mozo llegó a preguntar: “Mantecado ysoda, ¿y no quiere jamón y huevos?” Y volví a pedirlemantecado y soda.

Esa misma noche fui a una reunión de A.A. Al entrarme dijeron los muchachos: “¡Caramba, no le esperábamostan pronto de vuelta!” “Pues aquí me tienen”, respondí:“He leído esos folletos y ahora sé que aquí hay algoimportante para mí. Quiero saber cómo puedo conseguireso que ya tienen ustedes. A eso vengo, a buscarlo”.

Desde esa noche memorable estoy en AlcohólicosAnónimos, sin haber tenido dificultades con el alcoholen todos esos años, excepto al comienzo cuando tuveuna pequeña recaída de diez días. Han sido años verda-deramente gratos de sobriedad los que he disfrutado ysigo disfrutando en Alcohólicos Anónimos, a base delplan de 24 horas.

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LA MONTAÑA RUSA

Creía poder dominar los frenéticos altibajos de labebida, hasta verse precipitado sin recursos hacia laúltima parada. Pero la Providencia le tenía reservadootro destino.

NACÍ en el pueblo de Naguabo, en la costa orien-tal de Puerto Rico, que tan famoso se hiciera

allá por la época de la Ley Seca, pues a sus playas can-tarinas llegaba el mayor cúmulo de veleros contraban-distas de bebidas alcohólicas de toda la isla.

Mi padre era uno de esos bondadosos agricultoresboricuas. Por aquel entonces se hallaba en magníficascondiciones económicas, pero al transcurrir de los añosvinieron los reveses de la postguerra y, al agudizarse lacrisis de 1930, se convirtió en otra de las víctimas delcolapso financiero. Era un bebedor fuerte y ese golperudo de la mala fortuna, le sirvió de motivo para hacerde la bebida bálsamo de consolaciones. Aunque sólo eraun chiquillo, recuerdo que mi hogar era el centro defrecuentes francachelas en las que mi padre agasajaba asus íntimos amigos con suntuosos banquetes y bebidasexquisitas. El ambiente divertido de aquellos jolgorios,había de dejar una huella indeleble en mi memoria,pues en mi infantil pensamiento me daba a imaginarque cuando fuese mayor y ganara dinero, yo iba a sertan obsequioso y divertido como mi padre. Mientrastanto, el alcohol fue haciendo cada vez más precaria lasituación del hogar. En el año 1936 mi padre se trasla-

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dó con toda la familia a la capital. Acá pensaba él hallarmejores oportunidades para ganar dinero y educar a laprole. Sin embargo, su quebrantada salud, debido alestrago causado por la bebida, cedió en ese mismo añoa la inclemencia de las parcas y murió, quedando nues-tro hogar huérfano, pobre y entristecido.

Yo estudiaba en la Escuela Superior y al ver las difi-cultades que confrontaba mi buena madre, decidí aban-donar las aulas para ayudarla. Pronto conseguí una colo-cación de ascensorista en un banco. Animado de losmejores propósitos durante los primeros meses mecomporté como todo un joven juicioso y abstemio. Pocodespués comencé a ensayar, tomando algunas copas lossábados y domingos por las noches, pero de una mane-ra muy moderada. Más tarde, en 1942, obtuve empleoen una agencia federal y aquí comencé a beber torren-cialmente, a tal extremo que faltaba a menudo a mi tra-bajo. Para esa época, ya el licor estaba interfiriendo enmi vida de hogar y en mi vida de trabajo.

Para el año 1943, según hoy puedo percatarme, habíapasado la línea imaginaria que separa al bebedor fuertedel bebedor alérgico y el compulsivo alcohólico. Tra -bajaba en el Departamento del Interior y mis “bebela-tas” se prolongaban aún después del fin de semana,teniendo que beber muchas veces durante los días labo-rables, debido a la sed irresistible por el licor que medevoraba. Precisamente en aquel período fui llamado aexamen físico por el ejército para entrar en las honrosasfilas del Tío Sam. De más está decir que acudí al exa-men sufriendo los estragos de la borrachera estruendo-sa que me había durado diez o doce días, despidiéndo-me de todos los amigos de bohemia y dando vítoresclamorosos por la causa de la libertad, ¡cual si fuese yaun soldado alistado camino de la guerra! Ay, pero losdoctos médicos del ejército no vieron en mí el gran

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“prospecto” que yo imaginaba. Al ser llamado para exa-men, me hallaba en estado físico tan calamitoso quetodo mi cuerpo temblaba cual árbol frágil azotado porun ventarrón. Al notar el doctor mi quijotesca contextu-ra me mandó a sacar la lengua —cuentan los reclutasque allí estaban que hasta mi lengua temblaba como unala en revuelo y casi no podía sacarla— y después deanotar mi descorazonador peso mosca de 104 libras, notuvo más alternativa que rechazarme. Me dieron cua-renta y siete centavos para la transportación de regresoal hogar. Al salir me reuní con dos o tres jóvenes quetambién habían sido rechazados y en el primer restoránque hallamos en las afueras del campamento Buchanan,cogimos una sonada borrachera con los centavos delpasaje.

Llegué a mi hogar por la noche completamente ebrio.Al inquirir mi madre lo que me había acontecido, le dijecompungido que me habían rechazado, haciendo bienpatente mi pena a guisa de excusa para la próxima borra-chera, que fue atronadora, pues me sirvió para decantar“la gran injusticia” que conmigo se había cometido al nodarme la oportunidad de ir a pelear por la democracia.

Después de ese episodio que, como dije antes, marcael inicio de mi derrota alcohólica, me propuse arreglarmi vida. Había tomado exámenes del Servicio Civil ycuando menos lo esperaba, recibí una terna para empleoen el gobierno insular. A pesar de la resolución quehabía tomado en el sentido de ajustarme a una vidamoderada, tan pronto recibí mi primer cheque volví alas andanzas bebiendo descontroladamente. Trabajabacomo pagador en la Lotería de Puerto Rico y tenía quehacer de tripas corazones —y aquí cabe la frase— conlos nervios tan alterados como siempre los tenía, parapoder contar el dinero de los premios sin equivocarme.Fue menester que suplicara a mi buen jefe que me diera

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otro puesto en que no tuviera que intervenir ni conbilletes ni con el público, pues las miradas curiosas de lagente me desconcertaban. Aquel hombre bondadosoaccedió y pude trabajar G.A.D., bajo sus órdenes en elotro puesto, a pesar de mis ausencias, sin ser despedido,hasta el año 1946. Pero me daba perfecta cuenta de queera un hombre derrotado; de manera que decidí renun-ciar mi empleo e irme para Estados Unidos, pensandoque un cambio de ambiente me sería favorable.

Así lo hice y un buen día embarqué para el Norte enel transporte de guerra “Marine Tiger”, arreglado paraservicio de pasajeros entre San Juan y Nueva York. Metocó de compañero un viejo amigo de “parranda” quellevaba en su camarote varias botellas de licor. Aunquetemeroso, acepté el primer “trago” que, como de cos-tumbre, fue el preludio de una recia borrachera paraambos durante el transcurso de la travesía. Me acostababorracho, me levantaba borracho y pasaba el día borra-cho en el barco. No sé ni cómo ni cuándo pasamos fren-te a la Estatua de la Libertad. ¡Y eso me sucedía a pesarde los propósitos que llevaba de enmendar mi vida y serun hombre distinto en el nuevo ambiente de la granmetrópoli! Después del desembarco, al llegar a la casade unos parientes que me recibieron jubilosos, hice otravez la resolución de enmienda.

Por algunos días las cosas marchaban según me habíaprometido; pero a los parientes se les ocurrió celebraruna fiestecita para festejar mi llegada. Y ahí fue Troya.Cogí una borrachera A-1. Al día siguiente, bajo los efec-tos torturantes de la terrible “cruda” uno de mis primosme invitó a que fuese con él a Palisade Park para dis-traerme un rato. Pensé que si se trataba de “un parquede recreo” efectivamente, iba a componerme recreán-dome. Pero la recreación allí era violenta. A instanciasdel primo monté con él en un coche, nada menos que la

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“montaña rusa”, que se elevaba y descendía con rapidezvertiginosa, escalofriante… Al salir a tierra después dela corrida mis canillas temblaban y mi garganta se meapretujaba como sí algo la anudase. Estaba loco por unbuen trago para calmar mi sistema y fui rápido a unacantina. En vez de uno pedí dos tragos largos que notardaron en serenarme, mientras discurría si “Palisade”tendría alguna relación con “palizada”.

El castigo que estaba recibiendo de S.M. el alcoholera ya demasiado y con la mayor formalidad puse enpráctica, después de este incidente, mi gran propósitode enmienda en el nuevo ambiente. Esta vez por lomenos me enderecé un poco. Conseguí una colocaciónen una importante casa exportadora hispanoamericanay durante tres meses me mantuve en total abstinencia.

Pero cuando más seguro de mí mismo me creía tuveun nuevo coqueteo con el licor. Asistí a una fiesta delDía de Acción de Gracias en un Centro Español. Habíael tradicional pavo y bebida abundante. Acercóse unsimpático españolito a mí, diciéndome: “Veo que sedivierte poco. Tómese una copita de Cognac Domecq,que es alimenticio y le alegrará.” Rechacé la copadiciéndole que no usaba licor, mientras la miraba con elrabo del ojo. “Tómela, no le va a hacer daño” insistió,“¡es uvita pura de la Vieja España!” “Oh, no, no, muchasgracias” le dije, haciendo el último esfuerzo por librar-me de la tentación. Al rato se me acercaron unos ami-gos boricuas para que mirase a través de la ventana.Estaba nevando a cántaros. Al percatarse de que yo noestaba bebiendo, con pícara seriedad me dijeron que enNueva York había que tomar whiskey porque si no pes-caba uno una pulmonía. Eso bastó. Rápido, con tanplausible excusa, apuré un enorme trago de whiskey, yluego otro, y otro. Al poco rato era yo el más alborota-dor de la fiesta y naturalmente, el más borracho. Al día

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siguiente continué tomando durante todo el día, y pro-seguí la borrachera viernes, sábado y domingo. El lunesamanecí enfermo. Cuando volví al trabajo ya había otroen mi puesto. Me habían despedido.

De ahí en adelante mi vida en la metrópoli neoyor-quina fue un desastre. De vez en cuando hacía trabajos“extras” de cantinero, de lavaplatos, de lo que fuese,con tal de conseguir dinero para beber. Me convertí enuna carga onerosa para mis parientes quienes se vieronen la necesidad de escribirle a mi señora madre paraque mandara el pasaje de retorno a Puerto Rico porqueellos no podían bregar ya más conmigo.

Llegué a Puerto Rico derrotado. Mis sueños doradosrodaron hechos añicos y sólo me quedaba el remordi-miento, el desconsuelo y la frustración. Afortunada -mente mi querida madre me había hecho las diligenciaspara una colocación valiéndose de cierto amigo político,y no tardé en empezar a trabajar en el Departamento deAgricultura y Comercio, en la Sección de Información.Ese empleo se prestaba para que bebiera a mis anchas ylo obtuve precisamente cuando mi obsesión alcohólicahabía llegado a su punto culminante. Bebía todos losdías, ausentándome del hogar frecuentemente. Mi santamadre salía a buscarme por calles y mesones de San Juany Santurce. Cuando llegaba al hogar estaba completa-mente borracho sin que pudiera apenas subir la escalera.

Ante esa pavorosa situación, mi madre hizo arreglospara hospitalizarme. El 9 de diciembre de 1949, día enque se me dio de alta, recibí la visita de una dama con-tinental que me habló de Alcohólicos Anónimos y meinvitó a una reunión, a la cual acudí. Me interesó laidea, pero estaba lleno de complejos y reservas. Dadami temprana edad, todavía no quería resignarme a laderrota. Pensaba que en alguna forma podría bebermoderadamente. Esas reservas me llevaron a beber otra

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vez y para enero de 1950, fui despedido fulminante-mente de mi empleo. Este fracaso en el trabajo, sirvióde pretexto para que me entregase a una continuaborrachera. Recuerdo que el 31 de enero fui a buscarmi último cheque. Invité a un amigo de parranda ycompré un litro de ron. Dije al amigo que me esperaraen el bar mientras iba a llevar a mi madre algún dinero.Ella al verme me imploraba que no continuase ingirien-do licor, asegurándome que estaba destruyendo mi viday amargando la de ella. Pero como alcohólico derrotadoal fin, no hice caso. Regresé a la taberna y no volví alhogar hasta que no me sentí totalmente borracho,exhausto y semi inconsciente.

Desesperada, mi madre recurrió a la ayuda de la reli-gión. Mi situación era horrible, pues estaba al borde deldelirium tremens. Fuimos a un servicio religioso dondeme aconsejaron y tocaron a las puertas de mi corazón,despertando fibras sentimentales que hasta entonceshabían estado durmientes. Valiéndome de la ayuda reli-giosa, permanecí en la abstinencia alrededor de diezmeses (y aquello era un récord para mí); sin embargo,todavía albergaba la esperanza de que después de recu-perarme física, moral y espiritualmente, podría bebercon control como otras personas lo hacían.

Durante esos meses de sobriedad estuve en algunasreuniones de Alcohólicos Anónimos, pero siempre conla reserva mental de que en un futuro no lejano podríaconvertirme en un bebedor moderado. Hasta que llegóel día en que me dispuse a hacer la prueba, que resultóla debacle. En enero de 1951 me encontraba en las mis-mas condiciones calamitosas, físicas y mentales, en queestuviera en febrero de 1950. Durante cinco o seismeses estuve zozobrando en el maremágnum del alco-hol. Allá para la primera semana de julio fui a parar conun compañero de empleo a mi famoso pueblo natal de

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Naguabo. (Hoy día ese amigo es un entusiasta y asiduomiembro de Alcohólicos Anónimos). La borrachera quecon él cogiera en aquella época, se prolongó por tresdías, mientras mi madre desesperada en Santurce, mebuscaba por todos los mesones. Alguien le puso un tele-grama para que fuera a buscarme y en la mañana del 8de julio me trajo al hogar. Todo ese día, que era lunes,y al otro día, martes, estuve recluido en cama, dándomecuenta de que en realidad yo no podía beber normal-mente, que yo era un enfermo alcohólico y que seguiríasiendo un alcohólico para toda la vida. Imploré a Diosfervorosamente para que me indicara el camino aseguir. Poco rato después, me levanté para ir al come-dor a beber agua y al fijarme en el almanaque vi que eramartes y en seguida pensé en la reunión que celebrabaesa noche Alcohólicos Anónimos. El resto de ese día lasletras de A.A. aparecían como dos símbolos de salvaciónen mi mente y hasta me parecía oír que alguien lashacía sonar como dos campanadas junto a mi lecho, ysentía que mi espíritu revivía con un entusiasmo y anhe-lo de renovación que nunca había experimentado. Esanoche, bien temprano, encaminé mis pasos hacia laCasa Parroquial San Agustín, en Puerta de Tierra, dondecelebraba sus reuniones el Grupo San Juan de Alco hó -li cos Anónimos. En esa reunión memorable para mí, del9 de julio, por primera vez me di cuenta del problematan grande que tenía con el licor. Me convencí de queera un enfermo y que mi salvación estaba en AlcohólicosAnónimos que tan gratuitamente me ofrecía el medioeficaz para arrestar el insidioso padecimiento alcohólico.Vi entonces con claridad meridiana lo que por año ymedio no había podido comprender, debido a que mimente no había sido lo suficientemente receptiva: lanecesidad que tenía de dar con sinceridad y sin ningunareserva el primer paso del programa de recuperación.

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Esa noche mi admisión fue incondicio nal. Acepté quesoy impotente contra el alcohol y que mi vida se habíahecho indisciplinable, y me dispuse a seguir con humil-dad y entusiasmo, en su cronología y secuencia, los otrosonce Pasos del programa recuperativo.

Desde entonces he ido progresando en A.A., siguien-do los axiomas “poco a poco se va lejos” y “lo primeroprimero”, que es la sobriedad.

Muchas han sido las bendiciones que Dios ha derra-mado sobre mí desde que A.A. me franqueara la puertaque conduce a una nueva forma de vida. He alcanzadouna existencia relativamente feliz, sujetándome al plande 24 horas. Mediante la meditación y la oración, a par-tir del 9 de julio de 1951 hasta el día de hoy, he ido acer-cándome más y más a mi Poder Superior, que llamoDios y cuantas veces siento desasosiego, elevo a El laPlegaria de A.A., para que me conceda en todo momen-to, la serenidad para aceptar las cosas que no puedacambiar, valor para cambiar lo remediable y la sabiduríanecesaria para conocer la diferencia.

Un dato curioso para mí en el transcurso de mi placen-tera sobriedad en Alcohólicos Anónimos, es el hecho deque Dios parece derramar sus bienaventuranzas mejoresen mi nueva vida el día 9. Un día 9 de septiembre de1951 conocí a la que es hoy mi adorada esposa y tambiénfue un día 9 el de mi boda. Un día 9 mi esposa me obse-quió con un hijo, que nació el mismo día del primer ani-versario de nuestra boda.

Todo esto lo he logrado a virtud del Programa deRecuperación de Alcohólicos Anónimos… y algo más, lainmensa satisfacción que siento al mirarme en los ojosde mi madre y ver en ellos reflejada la felicidad.

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PODÍA AGUANTAR MUCHO BEBIENDO

Parecía tener una mayor resistencia al alcohol quesus compañeros de parranda. Acabó agotado, sin lamenor esperanza de poder rechazarlo. Desamparado,desesperado, encontró a A.A.

HACE algún tiempo ante un grupo de hombres ymujeres, con humildad y sinceridad, admití que

soy un alcohólico y a la hora que escribo estas líneasestoy sobrio, sintiéndome relativamente feliz al lado demis seres más queridos.

No es una degradación admitir que soy alcohólicopuesto que la ciencia médica ha reconocido que el alco-holismo es una enfermedad. Además, me parece que esuna demostración de buen sentido común aceptar laderrota y hacer algo eficaz para arrestar la enfermedad,en vez de andar borracho por esos mundos de Dios.Debo indicar, sin embargo, que no es fácil llegar a estaconclusión porque a nadie le agrada declararse derrota-do. Pero en el caso del alcohólico, al admitir la derrotase coloca uno en la senda del triunfo en el camino deuna nueva vida.

Llegué al movimiento de Alcohólicos Anónimos el 17de marzo de 1950 y he podido arrestar mi enfermedad,día a día, 24 horas a la vez, según se me indicó por losmiembros de más experiencia en el Grupo San Juan laprimera noche que asistí a una reunión de AlcohólicosAnónimos. Si menciono la fecha es para dejar demos-trado que A.A. funciona y no para hacer alarde de ello,

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pues mañana podría estar borracho como el más borra-cho, ya que llevaré siempre conmigo la enfermedad delalcoholismo y sólo me separa de una borrachera ese“primer trago” que no es sino veneno para mí.

Cuando asistí a mi primera reunión de A.A. yo busca-ba una tabla de salvación. Sabía que el alcohol estabadestrozando mi vida y la de los que me rodeaban, perono podía librarme del poder que sobre mí ejercía el mal-dito licor. Había probado todo cuanto estaba a mi alcan-ce: la religión, la medicina, el espiritismo, los remedioscaseros, y todo, todo resultaba ineficaz, aun los consejosde mi santa madre y los de mi buena esposa. Ninguno deesos recursos y remedios me había dado resultado posi-tivo y de ahí que cada día que transcurría me hundieramás y más en la arena movediza en que zozobraba.

Empecé a beber en la época en que entraba en vigoren Puerto Pico la prohibición y lo hice como todo bebe-dor social, aunque noté que aparentaba tener mayorresistencia para la bebida que mis compañeros deparrandas. Eso me hizo sentir bien por ese prurito demuchacho inexperto que no sabía el riesgo que había decorrer con el uso y abuso de la bebida. En aquellos díasse decía que el que no tomaba algunas copas no era unhombre. Hoy lo veo de distinta manera gracias a esePoder Superior que yo llamo Dios.

Al correr del tiempo los tragos pasaron a jugar unpapel importante los fines de semana. Comenzaba conlos viernes sociales y terminaba el domingo. Más tardese me hizo difícil el levantarme para ir a trabajar ellunes después de un fin de semana tan borrascoso y,como dicen que “un clavo saca otro clavo” nada mejorentonces que un buen trago para calmar los nervios.Aquí, amigo mío, fue donde empezó el problema en mivida. Ya estaba el alcohol tomando un puesto prominen-te en mi rutina diaria.

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En el año 1942 surgió una de esas cosas que le suce-den a los hombres jóvenes por falta de experiencia y esofue suficiente para llenarme de complejos y alejarme demis buenos amigos creyendo que el mundo se me habíacaído encima. No supe afrontar la situación y usé elmaldito licor como un escape, costándome esto el pri-mer fracaso de mi vida. Fui obligado a renunciar a unpuesto con el Tío Sam como resultado del uso excesivodel alcohol.

Teniendo nosotros los alcohólicos una sobrenaturalprotección divina, no tardé en conseguir otro trabajomejor. Pero éste tampoco duró mucho. Me parecía quemis superiores estaban acechándome para eliminarmede él y como me sentía culpable de algo que a mi enten-der había hecho —cosa que no existía— renuncié a esacolocación.

En el año 1945 fue cuando empecé a sentirme ver-daderamente enfermo. Deprimido, lleno de complejosy de temores, decidí cambiar de ambiente e irme aEstados Unidos a empezar una nueva vida. Puedo ase-gurar que era sincero en mi propósito, pero abrigaba laesperanza de que algún día yo podría beber como losdemás. No admitía la derrota. Al llegar a aquel paísprometí a mi madre y a mis hermanos permanecersobrio y expliqué a ellos mi propósito. ¡Tantas prome-sas que hemos hecho y ninguna hemos cumplido! Pudemantenerme sobrio por cuatro meses, pero un día,encontrándome solo y sintiéndome infeliz por la vidamonótona que llevaba huyendo del licor, decidí entrara una barra a buscar compañía. Entré en aquel malditositio sin la menor intención de ingerir un trago.Escuché alguna música y empezó mi mente alcohólicaa divagar, haciéndome la siguiente pregunta: “¿Por quéesas damas que están alrededor de esa barra puedentomar y yo no? ¿Acaso soy menos que ellas en la cues-

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tión del trago? Voy a probar, pero esta vez la bebida nome dominará. Yo soy un hombre. Pondré a trabajar mifuerza de voluntad y pararé cuando quiera”. Ordené unvaso de cerveza. Esta vez iba a cambiar la bebida poruna más suave, pues yo era bebedor de ron y whiskey yno uno de cerveza. La cerveza no me haría daño —pensaba yo. Pude controlarme y a las tres cervezas mefui a mi casa. No había sucedido nada. Me sentía feliz.Pude pasar la semana sobrio, pero al siguiente domin-go tuve que ir a parar al mismo sitio. Ya no había otracosa en mi mente que aquella barra. Esta segunda vezme embriagué un poco, pero llegué sin novedad alhogar. No sabía que estaba jugando con fuego. Estoquedó demostrado al tercer domingo. Volví a emborra-charme, pero esta vez desastrosamente. Fue tan gran-de la borrachera como la última que había dejado atrásen Puerto Rico. Continué bebiendo y mi hermano mayorme hizo abandonar su casa, pues le estaba crean do pro-blemas a él y a los demás. Decidí vivir solo, pero estotampoco dio resultado.

En el año 1947 decidí casarme con la que hoy es miesposa. Los primeros meses bebí periódicamente, algu-no que otro día, pero cuando empezaron a surgirpeque ños problemas en el hogar volví a la carga repeti-damente. Mi esposa trató de ayudarme todo lo quepudo, pero no le fue posible hacer nada por mí.Continué mi carrera desenfrenada y sufrí una de lasexperiencias más grandes de mi vida al tener querecluirme en un hospital de psiquiatría. Pude estarsobrio por un tiempo a base de miedo, pero el miedopoco a poco se me fue quitando, olvidé esa triste expe-riencia y volví a beber.

Son muchos los tropiezos que tuve en mi vida alcohó-lica, y ahora quiero relatar mi última experiencia, la queme dio a conocer al Grupo de A.A.

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Hacía dos meses que estaba sobrio haciendo unesfuerzo sobrehumano. Un pequeño problema emocio-nal me llevó a ese primer trago y volví a caer en laderrota, pero gracias a Dios, para conseguir el triunfo.Estuve bajo los efectos del licor por espacio de cincomeses. Pedía a Dios todas las noches antes de acostar-me que me alejara de ese primer trago al siguiente día.Visité a mi doctor, me sometí a los tratamientos másrigurosos; visité templos religiosos y nada de eso fueefectivo. Pero como siempre digo, llegó un día en quemi Poder Superior oyó mis ruegos. En aquellos días detortura y llevando una vida muy insegura, conocí a unjoven —hoy mi buen amigo y compañero de A.A.—quien tenía el problema de la bebida igual que yo yestaba buscando solución al mismo. Este buen hombreme dijo que existía un grupo de ex borrachos que sereunía para mantenerse sobrios, todas las semanas. Mesorprendí mucho al oír que se trataba de “ex borrachos”que se reunían para resolver su propio problema. Perodecidí visitarlos.

Era viernes, 17 de marzo de 1950, la fecha que marcóese mi Poder Superior para que yo empezara una nuevavida. Nunca podré olvidar aquella noche. Entré a aquelpequeño salón lleno de complejos, de rencores y demiedo. Estaba muy nervioso. Creía que iban a recrimi-narme por las faltas que había cometido. Pero cuál nosería mi asombro al ver la sinceridad con que se me tra-taba y al ver la humildad con que aquellos hombres ymujeres admitían ser alcohólicos. Me sentí mejor, puesen aquel momento me di exacta cuenta de que no esta-ba solo y que este grupo de hombres y mujeres de A.A.estaba presto a ayudarme. Fue tal mi alegría, que pedípermiso para decir algunas palabras. Tenía muchascosas en mi adentro que me estaban mortificando yesperaba que se me presentara una oportunidad como

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ésa para decírselas a alguien que entendiera mi proble-ma. Ese era el momento anhelado, estaba entre losmíos y sabía que iban a entenderme.

Esa misma noche, para bien mío, con humildad y sin-ceridad admití ser un alcohólico.

Desde entonces he permanecido sobrio día a día, lle-vando siempre en mi mente, a cada paso que doy, elhecho de que soy un enfermo alcohólico y que conozcola solución a mi problema: Dios y Alcohólicos Anónimos.

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A.A. LE DIO LA LUZ QUE NECESITABA

De niño, los vecinos le pusieron el nombre “lechuza”por dormir toda la noche en el monte. A.A. le ofreció unnuevo y verdadero amanecer.

MI INFANCIA fue muy triste, pero muy triste; fueun pasado muy difícil de olvidar. Mi padre un

ebrio consuetudinario, no se preocupaba nunca de mimadre, de mis hermanas; menos de mí, su único hijo.

Descuidó mi educación por dedicarse por completo ala bebida; y más doloroso todavía, se olvidó de nuestracomida, de nuestro vestuario y hasta del más pequeñitojuguete que tanto deseé y tanto envidié a los que sí lopodían disfrutar; mi pobre madre era la imagen delmismo dolor, era una esclava víctima del vicio (decía yo)de su esposo, y víctima del esfuerzo que tenía que rea-lizar para medio vestir a sus seis hijos.

Lo normal para nosotros era que mi padre llegaraebrio y casi siempre a ultrajar a mi madre. Nosotros(hijos) nos refugiábamos en los matorrales ya que vivía-mos en el campo. Por tal motivo los vecinos nos llama-ban por el sobrenombre de las lechuzas, ya que nohabía semana que no nos tocara dormir en el monte.

Yo nunca pensé que mi padre sufriera una enferme-dad (alcoholismo) y por tal motivo tuve muchos resen-timientos hacia él y hasta llegué a odiarlo.

Todas esas humillaciones, escándalos, problemas quese vivieron en casa, me dejaron desarmado moral, espi-ritual y sicológicamente para enfrentarme a la vida, y me

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hizo un ser totalmente insociable, con muchos comple-jos que paso a paso me fueron encerrando en la soledad;llegando a ser un pobre desdichado, enfermo moral-mente, sin voluntad ni ilusión de la vida, me encontrécondenado a transitar por el mundo solo y triste.

Tuve que retirarme del colegio por la vergüenza queme daba el hecho de estar mendigando entre mis com-pañeros, para que me prestaran sus libros de estudio, yaque a mi padre no le alcanzaba sino para beber: esadecisión hizo que tuviera que marcharme de mi casa. Yasí empezó mi carrera alcohólica, lejos de mi madre queal fin y al cabo era mi único consuelo; empecé a beberpara disipar la tristeza de estar lejos de mi casa. Deregreso a mi hogar, después de unos años, ya bebía porcualquier cosa: porque me disgustaba con la novia oporque estaba contento con ella, cuando ganaba elSantafecito de mi alma o cuando perdía, en fin cual-quier pretexto era bueno para beber.

¡Qué tragedia Dios mío! cuando llegué a A.A. ya eratotalmente un irresponsable que no ganaba ni para ves-tirme, únicamente para beber.

De pronto, en esa tragedia en 1972 no sé cómo meencontré trabajando con un miembro de A.A., quien sinpérdida de tiempo me invitó a una reunión de A.A.; porla necesidad del trabajo acepté acompañarlo, mas no por-que considerara que mi problema era la bebida; él nuncame dijo que mi problema era ese, pero eso sí, me llevabaconstantemente a reuniones. Duré acompañándolocomo dos años sin aceptar mi enfermedad, pero lo queme causó impresión fue el ejemplo que él me daba en sudiario vivir y eso me hizo reflexionar sobre mi vida, sobremi pasado y en 1974 a regañadientes acepté mi proble-ma, que mi vida era ingobernable y que con el alcohollógicamente la agravaba más; desde esa fecha soy un A.A.

Después de dos años de estar en la cuerda floja, expe-

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rimenté la más hermosa y productiva experiencia queme regaló A.A., como fue el darme la oportunidad dedesarrollar el sentimiento de servir en algo a los demás;y sin saberlo en ese entonces el más beneficiado fui yoy mi familia. A través del servicio, al principio con unsentimiento equivocado, buscando satisfacer mi ego, fuidescubriendo una transformación en mi insociable einsensible personalidad; poco a poco me di cuenta deque no todo había terminado para mí. A.A. a través detodo su programa me mostraba un camino a seguir, aun-que con dificultades, con muchas perspectivas para elfuturo, si yo así lo deseaba.

La experiencia que he experimentado a través de losdiferentes niveles de servicio, las satisfacciones, loslogros y también las dificultades, es algo inolvidablepara mí y que con palabras no se puede expresar. Comoservidor he cometido muchos errores, pero siempre hetratado de aportar algo a mi comunidad; día a día mepreparo emocionalmente, intelectualmente y sicológi-camente, porque, al menos a nivel de mi zona, soy unlíder y un líder debe pensar más con la cabeza que conel corazón y por eso debe prepararse constantemente.

Hoy, después de 12 años en el programa, deseo queA.A. cada día esté más disponible, y seguir colaborandoun poco para ello. A.A. y Dios me han devuelto la luzque yo necesitaba, y deseo que aquellos que están entinieblas también algún día puedan ver la luz de la vida,y que si algún día mis hijos tienen problemas con labebida, A.A. tenga las puertas abiertas para ellos.

Gracias a Dios, gracias a A.A., gracias a mi padrino ya los compañeros que me han regalado sus experienciasy por su confianza muchas gracias, porque por todosustedes, hoy estoy disfrutando la felicidad de vivirsobrio.

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HASTA LA FLOR MÁS BELLA SEMARCHITA CON EL ALCOHOL

Frustrada en sus aspiraciones intelectuales, estamujer se fue en busca de la libertad, sólo para encontrarla esclavitud de una borracha. A.A. le quitó las cadenas.

ESCRIBIR MI HISTORIA no me resulta sencillo. Narrarlaante los grupos de compañeros Alcohólicos Anóni -

mos no ha sido difícil, puesto que he tenido facilidad depalabra y, al fin y al cabo “las palabras se las lleva el vien-to”, pero escribir lo que fui, lo que me sucedió y lo queahora soy, es algo que por un lado me da miedo y por elotro me fascina.

Creo que dos problemas en mi edad infantil fuerondeterminantes para crearme un tipo de personalidadinsegura, origen de muchos de mis defectos de carácter.

El primero se originó a la edad de cuatro años cuan-do mi madre trajo al mundo a mis hermanos gemelos(niño y niña) y yo sentí que vinieron a quitarme el lugarde “reina del hogar”. A partir de aquel momento bus-qué de mil formas agradar a los demás para sentirmeaceptada.

El segundo, basado en mi inseguridad, originó unadependencia emocional casi patológica hacia mispadres, y como el carácter de ellos nunca fue estable, yoviví con mis emociones a la deriva y de acuerdo a susvariantes estados de ánimo.

Por lo demás, viví una vida de pequeña-burguesa,cimentada en una educación católica y con algo que

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siempre me ha ayudado muchísimo: la práctica constan-te de algún deporte. De niña fui una buena nadadora,pero el temor a no llegar a ser “la mejor” me hizo aban-donar un equipo donde empezaba a realizarme bien.Esa ha sido una característica de personalidad que meacompañó hasta hace muy poco: fui de “o todo, o nada”.

Mi paso de la niñez a la pubertad sucedió a la edadde once años. En aquel entonces tuve mi primer con-tacto con el alcohol; mi madre preparaba tés de canelacon ron para aliviar los cólicos mensuales y yo me aficio-né a tomar varios cada período, hasta que me dormía.Recuerdo que me encantaba esa sensación de “dejadez”que sobrevenía.

Por esa época fue cuando ingresé en las “Guías”,donde fui realmente feliz: Conocí a un Dios bondadosoque me llenaba de paz espiritual: supe que “dando escomo recibimos”; y conocí el sentimiento de amor a lanaturaleza, que afortunadamente nunca perdí.

A los 14 años me convertí en una jovencita físicamen-te atractiva; terminé la secundaria con un buen prome-dio en una escuela pública que me encantó. También aesa edad cambié mis actividades de fin de semana porlas de ir a tomar café con muchachos de mi edad y asis-tir a mis primeras fiestas. Fue mi época del despertar delsexo y la sublimación del amor. Me consideraba unachica muy profunda y sin intereses materiales, por loque buscaba muchachos que estuvieran de acuerdo conmi forma de pensar. Para mí, el amor era lo más impor-tante del mundo.

En aquel tiempo, mis principios morales eran muyfuertes y sentía un gran miedo al castigo, tanto de Dioscomo de mis padres, lo que me permitió vivir la adoles-cencia tranquila y de acuerdo a los intereses de mismayores, aunque de ninguna manera significaba que yoestuviera de acuerdo con todo lo que se me decía: me

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paralizaba el miedo, más que la convicción de estaforma de ser, pensar y vivir.

Al terminar la secundaria, me frustré porque mipadre no me permitió ingresar en una preparatoriapública, lo que me ocasionó una serie de resentimientoshacia él. Ingresé a una escuela de monjas, donde empe-cé a decepcionarme de la religión debido a ciertas acti-tudes mezquinas que observé: La directora (madresuperiora), era la antítesis de la humildad. Poco antesde terminar el primer año, renuncié a seguir estudian-do allí: el ambiente de niñas ricas y monjas hipócritasme era insoportable. Me cambié a una academia desecretarias en inglés-español, donde cursé una carrerabrillante con muchachas de mi clase social.

A la edad de 18 años y con mi título de Secretaria,entré a trabajar en la Universidad Nacional en uno desus institutos de investigación científica.

Considero que en ese momento se inició un procesode cambio tanto en mi ideología como en mi filosofía dela vida: la mayoría de los científicos tenían a la Cienciapor Dios y, como yo los admiraba y respetaba, suinfluencia me fue penetrando lentamente. Al mismotiempo me nació la afición por las lecturas feministas ytomé un curso en la Carrera de Letras donde analiza-mos varias novelas de crítica social Latinoamericana.Todas estas influencias gestaron en mí a una mujer dife-rente; empezaba a vivir crisis existenciales y a tenerserios problemas con mi padre, al que consideraba clá-sico “macho hispano”.

Históricamente, el país vivía el movimiento estudian-til de 1968. En el ambiente en que yo me movía, habíaconferencias, mesas redondas, películas, etc., sobre lasituación social, económica y política del país, desde elpunto de vista de los intelectuales de izquierda. Minatural inclinación hacia los desposeídos (basada en mi

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filosofía cristiana), favoreció que, poco a poco, miestructura mental fuera cambiando hasta convertirmeen marxista… de café. Me fascinaba ir a una cafeteríadonde se reunían bohemios y comunistas, ¡ese era milugar preferido de toda la ciudad!

Entonces viví un noviazgo que yo considero largo(cuatro años) con un muchacho que estudiaba la carre-ra de Física. Al principio fui muy feliz con él, pero alcabo, nuestra relación empezó a deteriorarse. Dis cu -tíamos mucho; era muy posesivo y celoso; me prohibióingresar a estudiar la preparatoria (lo que para mí eramuy importante, porque yo soñaba ser algún día estu-diante universitaria y me sentía frustrada por no ha -berlo logrado con anterioridad). Al fin vino la rupturainevitable.

Mi crisis existencial se agravó. Vi cómo a dos de mishermanas les iba muy mal en sus matrimonios y la infe-licidad de la mayoría de los matrimonios que conocía.Mi acentuado “feminismo” se agravó cuando me perca-té de la infidelidad masculina general, situación quenunca vi en casa de mis padres.

Pensé: “¡A mí eso nunca me pasará!” Creí que la“relación perfecta”, debería ser para mí la unión libre.Realmente estaba muy influenciada por autoras comoSimone de Beauvoir y Rosario Castellanos, también poruna maestra feminista de la Facultad de LetrasEspañolas.

Decidí “cambiar de aires”. Viajé durante mes y mediopor el extranjero. Llevaba la esperanza de encontraruna respuesta a todas mis inquietudes al salirme de unambiente que me agobiaba.

Cuando subí al avión tuve una sensación de libertad.Por primera vez manejaría las riendas de mi carreta. Mesentía optimista, hermosa y tenía fe en mí misma y, deuna u otra forma intuía que mi vida cambiaría a partir

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de ese momento. ¡Efectivamente cambió: empezó ladebacle!

En España aprendí que vivir con un poco de vino“entre pecho y espalda”, era agradable.

Allá todo el mundo bebía durante la comida y en lacena; en el internado en donde me alojé nos ponían enla mesa todas las botellas de vino que quisiéramos con-sumir. Por las tardes acostumbrábamos ir a tomar un“chato de manzanilla con pinchos”, y por las nochesdespués de la cena, íbamos a las “peñas” a beber en“porrón”, en lo que me volví una campeona. Pensé:“esto es felicidad: Al fin me liberé de miedos, angustias,complejos, represiones, prejuicios y perfeccionis-mos…” ¡Se había iniciado mi carrera alcohólica!

Hubo un síntoma alarmante que no capté en todo susignificado: Una tarde se me “apagó el switch” en elcomedor y desperté al otro día, en mi habitación; sentícomplejo de culpa, ese sentimiento que se volvería tancaracterístico después de mis borracheras.

Cuando regresé a mi país, venía decidida a ser unamujer diferente: Ingresé a estudiar la preparatoria, porlas tardes; en las mañanas seguí trabajando en la univer-sidad, e inicié una relación liberal con un científico quehabía conocido en mi trabajo y con el cual me sentíaplenamente identificada: me enamoré de él profunda-mente.

Por supuesto mi nueva vida vino acompañada degrandes conflictos familiares, (mi padre nunca aceptómi situación y mi madre, al principio tampoco) pero elvino y el amor me daban valor y confianza.

Así viví casi toda mi actividad alcohólica. Él era unbebedor fuerte; no recuerdo que pasáramos juntostiempos libres sin beber.

Al principio fue muy excitante. Ambos trabajábamosen la universidad. Él me alentaba en mis estudios; me

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había propuesto llegar a ser universitaria y, con suayuda, sin duda lo conseguiría. Sin embargo los fines desemana bebíamos muchísimo; las lagunas mentales sevolvieron rutina, aunque todavía no las identificabacomo tales y me decía: “me quedé dormida, ¡eso estodo!” Pero, en un viaje después de una borrachera, élse enojó conmigo y fue así como descubrí que, dentrode mis borracheras, había períodos en los que yo seguíaactuando maquinalmente pero luego no recordaba loque había sucedido.

En aquella época ingresé a la Facultad de CienciasPolíticas y Sociales, y me volví de izquierda radical; ahípertenecí a un Grupo Estudiantil donde estudiábamosEl Capital, de Marx, y, con mi pareja, éramos sindicalis-tas de nuestro trabajo y como tales, participamos envarios movimientos huelguísticos.

Sin embargo toda mi vitalidad de esos años, decayócuando él realizó un viaje largo al extranjero y me dicuenta de la dependencia emocional tan enorme quetenía hacia su persona. En su ausencia tuve la peorlaguna mental hasta ese momento; perdí mi coche en elaeropuerto al irlo a recibir y tuve que vivir experienciasmuy desagradables que me hicieron reflexionar: “tal vezsoy una alcohólica …” me dije.

En ese tiempo, mi hermana la mayor, regresó deEstados Unidos en donde había conocido el programade Alcohólicos Anónimos, aunque ella casi no bebe;tenía amigos que asistían a los grupos y me dio un“autodiagnóstico” para que decidiera por mí misma siera alcohólica o no. Lo contesté honestamente ¡y supeque era una alcohólica!; sin embargo no acepté asistir alos grupos por miedo a dejar de beber… para siempre.Y empecé un largo peregrinar de cerca de dos añosdonde traté de aprender a beber: dejé las bebidas fuer-tes y sólo tomé vino; me reprimía y no bebía hasta el fin

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de semana; trataba de dosificarme las copas… peroirremediablemente llegaba a la pérdida del control y laborrachera terminaba en una laguna mental y la conse-cuente resaca moral.

Mi inseguridad se acentuó. Envidiaba el prestigioprofesional de mi pareja. Cada día me volvía más pose-siva y celosa. Me estaba amargando y busqué una salidaequivocada: quise adquirir seguridad en la coquetería.

Sé que todas esas fueron manifestaciones del avancede mi alcoholismo y consecuentemente de mi locura.

Por supuesto la relación con mi pareja se deterioró ya mis veintiocho años de edad, derrotada ante mí mismay consciente de mi principal problema, mi alcoholismo,me separé de él.

Viví nueve meses de infierno. Traté de no beber abase de fuerza de voluntad, con la práctica del yoga, conejercicio… ¡pero no lo logré! Llevaba dos meses nues-tra separación cuando llegué a mi fondo alcohólico.Vivía con una amiga y supe que él saldría de viaje; mecomuniqué con él y me propuso que en su ausenciaocupara el apartamento si lo creía conveniente. Y así lohice. Allí, en la soledad, sin él, bebí muchísimo, auto -agrediéndome, lacerándome y con la idea del suicidiocomo única salida. Al amanecer, ebria, quise trasladar-me a mi trabajo en mi auto y perdí el control… Cuandovolví en mí estaba en el fondo de un pequeño barranco,ilesa físicamente, pero totalmente destruida mental yespiritualmente. ¡Había llegado al fondo de mi sufri-miento!

Anímicamente estaba tristísima; el sentimiento desoledad me aislaba; sentía lástima de mí misma, ¡estabacompletamente derrotada por el alcohol!

Algunos meses después, en noviembre de 1979, lesupliqué a mi hermana: “¡Llévame a un grupo deAlcohólicos Anónimos!” Con gran esfuerzo había acu-

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mulado un mes sin beber, lo que me permitió entenderalgunas de las experiencias que oí, y pude identificarmecon ellas.

En el grupo, la mayoría de la gente estaba contenta ytranquila. Me felicitaron por haber tenido el valor decruzar la puerta de un grupo de Alcohólicos Anónimosy algunos me contaron sus historiales. Me agradó. Sentíun puente de comunicación con ellos; por primera vezen mi vida sentí que había llegado al lugar al cual per-tenecía: ellos también habían llegado sintiéndose com-pletamente solos y fracasados. Supe que esos son senti-mientos comunes entre las personas que tenemosproblemas con nuestra forma de beber.

Salí del grupo con la esperanza de cambiar. ¡Unnuevo cambio! Quería darme una oportunidad. Sin con-cienciarlo me había derrotado ante el alcohol y habíadecidido dejar mi problema en manos de un PoderSuperior amoroso, que para mí, en aquél entonces, erael grupo de hombres y mujeres que habían logrado algoque yo no podía: vivir contentos y tranquilos sin beber.

El grupo al que llegué, sesionaba martes, jueves ysábados. A partir de ese momento empecé a asistir conregularidad y a tratar de seguir humildemente las suge-rencias de mis compañeros; yo sabía que para mí nohabía alternativa posible, debería de actuar como medijeran aunque mi razón, muchas veces, no estaba deacuerdo con su filosofía, y otras veces ni siquiera enten-día el lenguaje que utilizaban.

Han transcurrido cuatro años desde aquel día y gra-cias a Dios y al programa de Alcohólicos Anónimos nohe vuelto a beber. Cambios trascendentales en mi per-sonalidad se han ido sucediendo atribuibles al programade A.A., por lo que lo conceptúo como un programa devida nueva.

Llegué y ya no bebí. Esto fue vital y aunque acepta-

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ba de corazón mi alcoholismo, no podía aceptar que mivida había sido ingobernable. Durante mi primer añoen A.A. persistí en mis actitudes y me conformaba conno beber y cumplir con mis obligaciones cotidianas, quecomo perfeccionista que soy, había incrementado de talmanera que no me dejaban tiempo ni para respirar.Vivía compulsivamente: trabajaba, estudiaba, hacíayoga, asistía a mis juntas de A.A., corría de madruga-da… pero también me alejaba de la gente, tenía miedode ser agredida, me sentía marginada e inferior. Ya sinel anestésico del alcohol, resurgieron todos mis comple-jos e inseguridad. Los fines de semana comía y dormíatambién exageradamente.

Por otro lado, durante ese primer año sin beber mellené de resentimientos hacia mis padres: los culpabapor mi alcoholismo. Parecía que nunca podríamos vol-ver a vivir en armonía.

El segundo año conocí al compañero que habría deser mi padrino en A.A. Con su orientación descubrí quemi principal problema era el espiritual: ¡Había enterra-do a mi espiritualidad en lo más profundo de mi incons-ciente y eso me hacía estar profundamente amargada yresentida con todo lo que me rodeaba! Aprendí a per-donarme y a perdonar a mis padres: regresé a vivir conellos, porque, como me dijo mi padrino: “Tienes queaceptar tu origen y necesitas reparar los daños que hasocasionado. Sin esas dos cosas, no podrás empezar aprogresar dentro del programa de AlcohólicosAnónimos”.

Le hice caso, pedí perdón a mis padres y regresé avivir con ellos; sin embargo, mis resentimientos no mepermitían vivir armónicamente. En la tribuna del grupoacepté en voz alta todo lo que me molestaba y poco apoco el malestar fue desapareciendo.

Mi padrino desempeñaba un servicio dentro de A.A.,

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y yo andaba con él “de la Ceca a la Meca”; trabajé eninstituciones que atienden a alcohólicos, en reunionesde información al público en la capital y en el interior,lo acompañé a pasar el mensaje a otros alcohólicos, visi-té cárceles… En fin, viví por primera vez el placer deservir al prójimo y de ser útil.

Sin embargo la experiencia más importante en eseaño fue la de sentir que la idea de Dios no era incom-patible con mi nueva manera de pensar y vivir. Tuveesperanza y fe en un cambio profundo que me ofrecie-ra la tranquilidad interior.

Considero que en ese año aterricé de un largo viaje:volvía del mundo de la locura.

Un Poder Superior me devolvía el sano juicio y cono-cí al fin una existencia equilibrada. Al tercer año de minueva vida, la relación con mis padres y mis parientesen general, mejoró muchísimo.

Terminé la carrera de Sociología. Y empecé a disfru-tar mi trabajo como técnico académico en una depen-dencia del gobierno. Liberada de ciertos complejos deinferioridad, emprendí el viaje hacia el conocimiento demí misma, paralelamente a la aceptación de mis caren-cias: Trabajé defectos tales como la envidia, la ira, lagula, la lujuria, el perfeccionismo, la autoconmiseracióny los resentimientos, con los medios que nos brinda elprograma de A.A.

Mi cuarto año en A.A. fue bellísimo: ¡encontré elamor! Un compañero de la comunidad me ha hechoinmensamente feliz. El amor me ha permitido un equi-librio emocional y un crecimiento espiritual comonunca hubiera soñado alcanzar.

El día de nuestra boda sentí que Dios me entregabaun libro en blanco y me daba la oportunidad de escribirnuevamente mi historia en base a todo un pasado deerrores, sufrimientos y algunos aciertos.

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Hoy mi marido y yo disfrutamos de la alegría de vivir.Creo que hacemos una buena mancuerna dentro de losgrupos de Alcohólicos Anónimos. Esperamos un bebé.

Las viejas ideas de que el matrimonio y la maternidadno eran para mí, se han ido.

Hoy me amo y me respeto, amo y respeto a mi mari-do y empiezo a amar y respetar a mi prójimo.

Vivo… ¡muy sabroso!

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Oficial de Marina, descubrió que no era “capitán desu alma”. La bebida le hizo perder su brújula y le pilo-tó al naufragio. En A.A. recuperó su norte.

EN ESTA FECHA, hace 12 años, un día desperté en unasala extraña. Abrí los ojos y el fuerte olor a desin-

fectante más el sinnúmero de aparatos médicos que merodeaban, hicieron que me diera cuenta de dónde esta-ba. Me toqué la cara y noté que dos tubos de plásticosalían de mis orificios nasales. Mis antebrazos estabanpinchados con agujas también conectadas a tubos deplástico y uno de ellos venía de una botella de suero quecolgaba de un gancho.

De repente me llegó un poco de claridad mental porhaberse despejado la nube que obstruía mi cerebro ymis pensamientos comenzaron a tener sentido.

Estaba en una sala de cuidado intensivo en una clínicade Guayaquil. Había estado al borde de la muerte. Lossusurros del personal médico y las caras atemorizadas delos pocos familiares que me visitaban, me indicaron quemi estado era crítico. Concentré mis pensamientos tra-tando de encontrar una razón y de pronto, vino a mimente la escena del día anterior cuando en desespera-ción había tomado una sobredosis de barbitúricos con laintención deliberada de poner fin a mi trágica vida.

Cerré los ojos otra vez e hice un recuento mental delos sucesos que me habían llevado hasta el borde de lamuerte.

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Nací en un pequeño puerto de un pintoresco país enla costa del Océano Pacífico de Sudamérica, el Ecuador.Pueblo tan pequeño como era, toda la gente se conocíay especialmente se conocía a mi familia debido a que mipadre era el gerente de la única sucursal bancaria de lapoblación. Mi padre, hombre de muy buena educacióny de reconocido buen comportamiento moral, cristianoen principios y acción, respetado y apreciado. Mi madre,una mujer bella procedente de una familia prominentede la provincia, educada en los Estados Unidos, domi-naba tanto el idioma inglés como el español. Era muyquerida y festejada por su franqueza de carácter ydones sociales.

Irónico, pero como era natural en nuestro medio, fuiextremadamente mimado por mis padres y demás fami-liares, de tal manera que me convertí en un niño muymal educado durante ese período de tiempo. Algo terri-ble, a mi parecer, me sucedió a esa edad; un cuarto hijofue agregado a la familia y justamente desde que nacióempecé a odiar a mi hermanito menor. Imaginé quesolamente había venido a quitarme el lugar que ya yotenía en la familia. Me había despojado de esa coronaimaginaria que yo creía haber llevado como el príncipede la familia.

Mi padre acostumbraba a tomar un vaso de vino demesa con todas sus comidas. Un buen vino que impor-taba de Francia ya que se creía era el mejor vino delmundo. A mi hermana y hermano mayores y a mí, senos permitía tomar un vaso de sangría que consistía enmedio vaso de vino con medio vaso de limonada dulcey hielo. ¡Cómo me gustaba esa bebida! Me gustaba nosolamente el aroma sino también ese sentimiento debienestar que me causaba. Yo siempre pedía un segun-do vaso para el cual mi padre nunca dio su consenti-miento. Un buen día, a la edad de ocho años, muy

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secretamente tomé una jarra de limonada, suficientehielo y armado con la llave del sótano donde se guarda-ba el generoso vino, bajé y empecé a prepararme ybeber la suficiente sangría hasta que experimenté la pri-mera laguna mental de mi vida.

Todo lo que recuerdo es que cuando volví en mí, mimadre estaba parada al frente mío con un látigo en lamano. Así es que fui castigado, no solamente con el láti-go sino que además fui confinado al dormitorio por unasemana y no me fue permitido ir a un gran encuentrode box que se realizaba ese fin de semana. Todos esoscastigos me dolieron mucho pero no fueron de ningúnbeneficio porque a mí me continuó gustando el sabordel vino y principalmente el efecto que me producía.

Yo tenía diez años de edad cuando se levantó una revo-lución militar en el país que causó la quiebra del bancopara el cual trabajaba mi padre. Se vio precisado a ven-der la magnífica residencia que teníamos y nos mudamosa la capital. Yo ocupaba el tercer lugar en una familia decuatro, una hermana y hermano mayores y mi hermanitomenor. Ya no era el benjamín de la familia pero yo nuncaacepté ese hecho. Siempre seguí tratando de reconquis-tar el puesto de predilecto que tuve por siete años. Ya nose me mimaba ni se me consentía pero yo seguía siendoun engreído de mí mismo, En mis años de adolescente,cada vez que tenía la oportunidad de beber alcohol, lohacía con mucho agrado porque la bebida me hacía sen-tir como si fuera el “rey de todo el mundo”.

Era yo ya un joven de catorce años cuando se celebra-ba haber logrado el primer envase de un primer coci-miento de cerveza en una fábrica en la que mi padretenía participación. La cerveza corría entre los emplea-dos quienes bebían alegremente. Naturalmente, yo tam-bién me uní al júbilo y bebí cerveza hasta sentirme ya“todo un hombre”. De regreso a la casa, sintiéndome un

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“super macho” empecé a molestar con intenciones sexua - les a una empleada joven que había sido criada con nos-otros más como un miembro de la familia que como unasirvienta. Esto causó graves disgustos a mis padres quie-nes me reprendieron enérgicamente, pero a mí mesiguió gustando el efecto que me producía cualquierbebida alcohólica.

Durante mi niñez fui considerado como un mucha-cho de conducta desordenada, sin embargo pude termi-nar mi escuela. Como adolescente mi vida continuósiendo la misma, agravada por esporádicos episodios debebida excesiva. Esto continuó hasta que ingresé a laEscuela Naval donde los cadetes no teníamos permisopara beber, así es que no tomé ni un solo trago durantelos cuatro años siguientes. Pero llegó el día de la gra-duación y después de la ceremonia, durante el baile depromoción, un oficial más antiguo, brindándome uncóctel, me dijo que un miembro de la Armada tenía quetomar y consecuentemente tenía que aprender a beber.Desde ese día en adelante empecé a tratar de aprendera tomar sin que jamás pudiera lograrlo.

Siendo ya adulto, un oficial y una persona de muchashabilidades, pues tenía don de gentes, humor muy fino,alegría innata, inclinaciones artísticas musicales, dibujoy pintura, bailarín, siempre fui considerado buen com-pañero en los deportes y mi amistad era codiciada. Sepensaba que mi éxito en la vida era una cosa asegurada.Sin embargo, desde algunos años atrás, ya minaba en míla base misma de la existencia de una enfermedad queen esa época no se reconocía como tal.

Tratando de escapar de mi vida licenciosa, contrajematrimonio creyendo que así tomaría menos. Pero nofue ese el caso. Me retiré del servicio en las fuerzasarmadas, ingresé en la marina mercante, fui capitán deun barco, pero esos cambios no dejaban de ser nada más

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que escapes. En el año 1950, cuando ya tenía 33 años,sentí la necesidad de escapar otra vez. El estado cadavez más agravado de mi vicio me hizo emprender la másfácil huida a mis propias flaquezas. Con una amante ydigna esposa y dos hijos pequeños emigré a los EstadosUnidos. Me radiqué en Los Angeles. El cambio en mivida fue dramático. Trabajé como jefe de ventas y dise-ñador, estudié y practiqué la ingeniería mecánica. Lafamilia creció con la llegada de dos hijos más, y con elamor de mi esposa los criamos a todos ellos en una casaque compré dentro de un típico barrio residencial nor-teamericano.

Pero siempre llevaba clavadas en mis espaldas las des-piadadas y agobiantes garras de la dolencia alcohólica.El aplastante peso de mi enfermedad fue demasiado ydesmoronó la unidad familiar. Perdí toda la fe que algu-na vez tuve en Dios y me burlaba irónicamente de losprincipios religiosos y morales que se me habían dadodesde niño. El divorcio se hizo inevitable. Perdí buenasoportunidades de trabajo y me transformé en un paria.

Sacando fuerzas de donde ya no había casi ninguna,después de vivir veintitrés años en los Estados Unidos,decidí escapar nuevamente. Vendí la casa y me fuguégeográficamente a mi país de origen. Siempre llevandoa cuestas mi tristeza, mis fracasos y mi incurable enfer-medad. Poco me duró el capital que llevé. Cuando mevi sin un centavo, sin un amigo, sin una salida, sin Diosni ley, creí que para mí había una sola fuente de paz: elsuicidio.

Después de un mes de permanecer entre la vida y lamuerte en el hospital, me recuperé en algo físicamentey regresé a casa de uno de mis hijos en California. Mialcoholismo se hizo más agudo entonces, estaba ya enla última etapa de la fatal enfermedad. Borracho, un“wino” completo, me quedaba dormido en los callejo-

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nes de la ciudad. Unos dos o tres tragos del vino másbarato que pudiera conseguir, era lo único que necesi-taba para entrar en la inconsciencia de la borrachera.La única manera de no darme cuenta de que todavíaexistía. Mi vida había quedado reducida a un ensayo devergüenza y dolor.

Fue de ahí, de ese estado de postración y desgracia,de donde me sacó la mano de ayuda de AlcohólicosAnónimos. Mi hijo había hablado previamente y habíasido informado que irían a verme solamente si era yoquien lo pedía.

La angustia era inmensa, mi desesperación era indes-criptible, pero justamente esa situación en que mehallaba en esos momentos, hizo que aceptara el conse-jo de mi hijo y le pidiera que llamara a A.A.

Los A.A. no se hicieron esperar. Una llamada telefó -nica y 30 minutos después llegaron en mi ayuda. Mesaludaron como si fuéramos viejos amigos, pidieron café—algo inusitado para mí ¿alcohólicos que beben café?—y se sentaron cómodamente a conversar conmigo. ¿Quéme dijeron? No lo sé, pero sí recuerdo que después deuna hora se despidieron dejando en mí un pequeño rayode esperanza. Sí, pequeñísimo, pero aún así pude distin-guirlo a distancia. Al día siguiente me llevaron a una reu-nión de grupo. Tembloroso y desaseado como estaba, fuirecibido muy cariñosamente. Se trataba de una reuniónde aniversario. De uno en uno fueron pasando a la tribu-na. Primero el miembro que cumplía su aniversarioseguido por otro que había sido su padrino.

Los pasajes de sus vidas que narraban iban dejandohuellas un poco más profundas en mí y así empezó miproceso de identificación. Me parecía que hablabanúnica y exclusivamente para mí. Lo que más me gustófue la franqueza y sinceridad que vi en todos ellos.

Todos me decían “Keep coming back” y yo seguía

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yendo. Me divertía mucho el ambiente de sana camara-dería que existía. Había días en que me desanimabaporque creía que necesitaría mucha fuerza de voluntadque yo no tenía, pero todos me decían que lo que yonecesitaba era buena voluntad. Empecé a ver que yo notendría que emprender una fuerte y encarnizada batallacontra quien yo creía era mi peor enemigo, el alcohol.Comencé a darme cuenta de que mi verdadero enemi-go era yo mismo. Estos A.A. me hacían ver que miadversario era mi propio ego. Me hacían comprendercon claridad que para luchar contra este enemigo nece-sitaría la ayuda de un Poder Superior.

La herencia que yo había recibido de mi mal com-prendida religión era que yo había nacido equivocado.Que sin reglamentos y sin guardianes que vigilaran aldemonio que había en mí, torrentes de veneno y demaldad se desencadenarían naturalmente de mi serpara devastar y destruir todo lo bueno que había en micamino. Vi que se había presentado un conflicto en milarga vida. La pregunta había sido ¿yo o Dios? Yo mehabía escogido a mí, a mi propio y querido ego. Peroesto lo había hecho muy secretamente. Durante mijuventud había sido un agradable y aceptable hipócrita.Que Dios, siendo el espía cósmico que yo creía que erapara mí, y que yo, sabiendo que estaba equivocado, mehabía convertido en un normal, moderno y culpablealcohólico-neurótico.

Por estos doce años pasados, todo parece habersetransformado de una jornada de ser “debido a” en otrajornada de ser “a pesar de”, y el responsable de esto esel milagro de Alcohólicos Anónimos. Lo que yo creíaser solamente una comedia de desobediencia moral, desexo y de alcohol, ha sido transformada por el programade los Doce Pasos, en una lección de despertar al cono-cimiento consciente. No eran pecados los que había,

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era solamente la separación de Dios, la falta de unidad.Antes había existido una separación consciente de unPoder Superior, separación consciente de los demásseres humanos y eventualmente, una desintegración demí mismo. A.A. y su programa de los Doce Pasos hanhecho que yo pueda unificar a mi ego, mi mente y miespíritu.

Hoy en día tengo el convencimiento en lo más pro-fundo de mi ser, de que en la vida existe solamente unpeligro para que todo se convierta en problemas. Elpeligro de la separación. Permitir que el ego gobiernela vida separado de la mente y del espíritu. Pero tam-bién estoy convencido de que hay una sola salvaguardiapara ese peligro. El convencimiento de la existencia deun Poder Superior, sinónimo de Vida, Bondad, Dios.En A.A. empecé a unificar mi vida de separación con elprograma de los Doce Pasos. Admisión, convicción y libe -ración. Limpieza de casa y mantenimiento. Todo esto esuna nueva vida para mí, pero no solamente nueva, tam-bién es la vida más maravillosa que yo jamás haya vivi-do. Vivo en una total espera de guía y dirección, y laobtengo. Y si alguien me pregunta: “¿Cómo lo sabes?”Tengo la más simple de las reglas en el mundo para con-testar. Nunca lo he pasado tan bien. Mi vida en A.A. esla única buena vida que he conocido. La única vida queha sido fácil y sencilla durante mis largos años de exis-tencia. Estoy viviendo los mejores años de mi vida. Vivouna vida de gratitud porque no he bebido licor desdehace doce años, porque vivo en paz conmigo, con missemejantes y con Dios.

Desde el invierno de 1976 cambié totalmente la trayec-toria de mi conducta. “Dejé de beber de una vez portodas”, mi manera de vivir y de beber me estaba destro-zando. Por la gracia de Dios he podido rehacer mi vida.Ahora vivo feliz en medio del cariño de una nueva familia.

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NACIDO PARA BEBEDOR, BAILARÍN YLADRÓN

Andaba perdido sin más que perder, descendiendo alabismo de la degradación. El vago recuerdo de algunaspalabras de esperanza le enseñaron la salida.

SOY ALCOHÓLICO como mi madre que murió vícti-ma del mal. Yo estoy vivo.

Era yo muy chico; vagamente recuerdo que mi madredormía debajo de las camas, pero no alcanzaba a distin-guir por qué. Me han dicho que se hizo alcohólica aconsecuencia de vender ilícitamente alcohol en unatiendecita que aparentaba ser miscelánea; otros me handicho que se vio obligada a refugiarse en la bebida debi-do al mal trato que recibía de mi padre. Vendía ella todaclase de mejunjes. Cuando murió estaba yo en terceraño de primaria; a mediodía fueron por mí a la escuelay me llevaron al hospital donde estaba falleciendo aconsecuencia de su manera de beber.

Quedamos solos mis dos hermanos, mi padre y yo,con el negocio. Me encargaron del suministro de alco-hol para su venta; me acompañaban otros muchachos. Aveces tomábamos de ese alcohol, por pura travesura.Una vez nos lo acabamos y tuve que romper la botella ymentir; “¡Me caí y se me rompió!” Otra vez completa-mos el contenido con agua. Naturalmente las golpizas yregaños menudearon por mi temprana inclinación aingerir “paquiderma”, como llamábamos a la combina-ción de refresco de naranja con alcohol. No sólo bebía

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yo, como tengo dicho; también mis amigos. Una vez elpadre de uno de ellos, a quien se le pasó la mano y saca-mos de la casa totalmente borracho, vino por él y a gol-pes con un alambre de la plancha se lo llevó. Luegoregresó para acusarme ante mi tía: —¡Es el causante deesta maldad!— le dijo. Yo estaba durmiendo la borra-chera como otras veces, a mediodía, argumentando queestaba enfermo. Mi tía esperó que se me bajara laborrachera y luego a golpes me despertó, me bañó y mecondujo a la escuela donde me exhibió como vicioso yrebelde.

Cuando murió mi madre me sacaron de la escuela endonde ella me tenía porque era cara la colegiatura y meinscribieron en otra, muy barata y por supuesto muydistinta. Después de que fui señalado por borracho antetodos en esa escuela, jamás volví.

Como ya no estudiaba me quedé al frente del nego-cio de venta de mejunjes y aprendí a distinguir toda lamiseria y nivel de la degradación en el desfile intermi-nable de viciosos, enfermos, pordioseros, borrachos,bebedores fuertes, agresivos, arrastrados, sucios… Mequedé solo en la casa de mi madre y la sentía enorme yvacía. Cuando ya tenía unos catorce o quince años,luego de trabajar en la tienda por horas y horas, huía dela soledad y, en ocasiones especiales, buscaba compañíay nos tomábamos algunas copas.

Una vez, estando en la tienda, alguien a quien apre-cio en mis recuerdos, me motivó y ayudó para que con-tinuara estudiando: ya había terminado la primaria yesta persona me convenció para que me inscribiera enla secundaria. Alentado me inscribí pero se me dificul-taban los estudios; allí me enviaron a un psiquiatraquien mandó que me hicieran varias pruebas, las cualesno aprobé, y me dijo que yo no estaba bien de mis facul-tades mentales.

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Me sentí muy mal con esa opinión médica y fui dadode baja de la escuela luego de cuatro años sin haberaprobado ni siquiera el primer año.

Ya para entonces pensé que había nacido para bebe-dor, bailarín y ladrón, motivo por el cual me adherí agrupos de borrachos y rateros.

Así empecé a hacer todos los destrampes y aberracio-nes que vi hacer en el desfile de beodos que pasó por latienda de mi infancia; con esto quiero decir que robé,golpeé, violé y falté a la moral en todas sus formas…sólo me faltó matar. Quien me liberaba de los proble-mas con la justicia y de la degradación, era mi hermana,¡pero también a ella golpeé cuando, desesperada por miconducta, me arrojó una de las ollas de barro que fabri-caba! ¡Fue de ese modo que sentí que carecía de prin-cipios de toda índole!

No puedo decir que por beber yo perdí a mi familia,mi capital, mi trabajo, porque no tuve ni familia ni dine-ro ni trabajo… ni moral. Me da risa cuando me acuerdoque hubo quien me preguntó: “¿Por qué no te casas?”Me da risa la ingenuidad de la pregunta; ¿quién se casa-ría con un tipo que cuando no anda crudo, anda borra-cho? Debo decir que yo era muy afecto al baile; no eramuy buen bailarín, nada de eso; me gustaban laspachangas porque eran origen de grandes parrandas.Fui al carnaval durante cinco años consecutivos; recuer-do del viaje de ida y de cómo llegaba al puerto, pero,¿del regreso? ¡nada!

La ley andaba muy cerca, tras de mí, para ponermeen mi lugar; por esto viajaba y no tenía lugar fijo de resi-dencia. Una vez acudí a mi padre para que me auxiliaraen los descomunales líos en que andaba metido, merecibió y le expliqué de qué se trataba y que necesitabadesesperadamente dinero. “Tengo cien pesos, ¿te sir-ven?” me dijo. “¡Cómo crees!” le dije. “¡Necesito miles!”

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“¿No te sirven?” me volvió a decir: “Entonces: ¡Lár -gate!…” Me fui.

Llegué a la ciudad, en donde, por primera vez, con-seguí dejar de beber, tratando de sentar cabeza…durante mes y medio.

Otra vez borracho y en las mismas, me sucedió algoque voy a contar. Fui a una ciudad del este. Me metí enun establecimiento de mala muerte en donde estuvebebiendo en demasía, hasta que discutí con el dueñopor ¡quién sabe qué causa! El problema se puso bastan-te serio e intervino el hijo del dueño, contra los que melié a golpes y perdí. Fui golpeado con bates de béisbol.Medio muerto me sacaron del tugurio aquel y me aban-donaron en medio de un camino. Mal herido volví enmí y me encontré bañado en sangre. Regresé al estable-cimiento golpeando las puertas, las paredes de tablas,escandalizando, sin que me abrieran.

Me fui a la vivienda que habitaba, saqué petróleo yme dirigí al jacal dispuesto a acabar con él y con todossus moradores. Justamente cuando acababa de rociar elpetróleo y prendía el fuego, aparecieron los policías quefrustraron mis propósitos y me recluyeron en la cárcelde aquella población. Salí, y de nuevo me metí en pro-blemas por lo que tuve que abandonar, corriendo, laciudad.

Visité muchas cárceles debido a mi conducta ingo-bernable y mi desenfrenada manera de beber. Ya enotra ciudad se me clavó la idea de cambiar de vida y elpropósito de no volver a beber. Sólo un mes lo conseguíy, de nuevo, me encontré sumido en mi triste realidad.“No es creíble que mi situación sea tan crítica que nopueda con la botella”, pensé.

Tenía un padrino que me aconsejaba y que hacíatiempo que me insistía para que hiciera algo que meayudara a dejar de tomar. Él me llevó algunas veces,

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infructuosamente, a jurar no beber; en una ocasión mellevó a un santuario, donde me hizo que jurara por unaño. Juré, pero mis pensamientos andaban errabundosrecordando los frustrados juramentos anteriores. “Nocumpliré” me dije. Pero la imagen del Santo Señor y sujusticia, me hicieron reflexionar seriamente: “aquelladrón, borracho, lascivo, mentiroso, que viene a jurar yno cumple, es duramente castigado…”

Por esta vez cumplí mi juramento. Paré de beber, y,en ese período de abstinencia, me sentí motivado arecomenzar mi vida. Con ayuda conseguí entrar a estu-diar Turismo, pero el año de juramento terminó y ter-minaron mis propósitos y buenas intenciones; volví abeber.

Hubo gente buena que trató de ayudarme. Apoyadopor una de esas personas y una credencial de la escuelaen que había estado inscrito, conseguí entrar de mozoen una clínica del seguro social a la cual vivo agradeci-do. Soportaron muchos de los problemas que originé:amenazas a mis superiores, ausentismo, etc. Hoyentiendo que no me despidieron porque les causabalástima. Mediante este trabajo logré reinscribirme en lasecundaria y terminé en cinco años, gracias a que uncompañero me hizo el favor de hacerme las pruebas, sino ¡jamás habría logrado terminar!

Las borracheras y los pleitos continuaron. Hubovarias golpizas más, pero distintas a las anteriores, quefueron riñas de jóvenes; estas fueron distintas, hubosaña, mala intención. Todavía conservo huellas de esosduros golpes recibidos, como una cicatriz de una heridaen un pleito en el que quedé debatiéndome entre lavida y la muerte. Afortunadamente mi hermana melocalizó, reconociéndome por unos zapatos blancos queme había puesto al salir de la casa… Esta situación mehizo pensar en andar armado y en la venganza, pero

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todo quedó en eso, en pensamiento, porque yo estabaya muy lastimado por esa vida y por el alcohol.

Nadie me había hablado de A.A. pero yo sabía quehabía grupos de esos. Una vez pasé frente a uno y measomé: vi muchos cuadros y letreros; daba la sensaciónde una secta religiosa. Me dije: “Esta gente está acaba-da…” Y no entré.

Al fin, ya no dejaba de beber ni para cobrar. Luego deuna parranda de tres o cuatro días, todo sucio, me diri-gí a cobrar a la clínica donde se suponía que estabaempleado. No me reconocieron y no me querían pagar.Ya no llevaba identificación alguna: “Estoy enfermo” lesdecía y suplicaba que me pagaran. En verdad me sentíamuy mal. Los convencí y me dieron mi cheque.Entonces vino otro problema en el banco; sin papelalguno que me identificara y sin poder firmar no mequisieron hacer efectivo mi pago. Una vez más, arras-trándome, fui a suplicar al gerente que autorizara elpago porque realmente me sentía cada vez peor y elaspecto que tenía no era nada agradable. Tal vez por esome pagaron. Ya con el dinero busqué un bar y todos seme hicieron remotos. Creí que no llegaría. Como pudealcancé un bar y con los primeros tragos sentí cierto ali-vio; al continuar bebiendo nuevamente volví a perder elconocimiento.

Al atardecer volví en mí. Estaba tirado en la calle.Enfrente vi un anuncio de la “Oficina Intergrupal deA.A.” Dificultosamente me puse en pie y entré.

—¿Aquí hacen milagros?— pregunté con voz caver-nosa.

Las personas que estaban ahí se sorprendieron de mipresencia, y se deshicieron de mí: me dieron un papelcon un montón de preguntas y me sugirieron que vol-viera cuando estuviera en mi juicio puesto que, asícomo iba, no entendería nada.

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Me fui, maldiciéndolos. Tres días después terminé de beber y acudí a mi casa,

crudo, sin dinero, sin esperanza. Urgué en los bolsillosy encontré el “Autodiagnóstico” que me habían dado enla intergrupal. Lo contesté y con él regresé a aquellaoficina de A.A. Ahí me dieron el horario y dirección deun grupo y, ese mismo día, me presenté.

Al principiar la sesión preguntaron: “¿Hay algunapersona que nos visite por primera ocasión para saberqué es A.A.?” Dos personas se pusieron de pie pero yono. Luego hablaron varios de los asistentes y me impac-taron las palabras que pronunciaron: “Honradez, Sin -ceridad, Integridad”…

Volví, y durante seis meses sin faltar un solo día memantuve asistiendo sin participar. Me concretaba a salu-dar y escuchar. Con ese tiempo sin beber creí equivoca-damente que había aprendido suficiente como parabeber sin daño alguno. Bebí de nuevo y trágicamentecomprobé que mi enfermedad era irreversible y que eraun loco temible.

De la manera más triste, en plena ebriedad, insulté ami padre. Le reclamé: “¿Por qué nunca tuviste el valorde frenarme en mi forma de beber, cuando era tiem-po?” le gritaba “¡Eres el culpable de mi situación!¡Tienes que darme de beber!” Sé que me encontrabaensangrentado y con vagas imágenes de la pelea con mipadre, ¡con mi propio padre!

Me encerré víctima del remordimiento, creí que novolvería a recobrar un sano juicio. Merecía el peor delos castigos. Afortunadamente algunas frases escucha-das en A.A. me sacaron de aquel triste estado y, condecisión, fui a ver a mi doctor de la clínica. Le expusemi problema y mi situación. Me escuchó y me recomen-dó que fuera a un grupo de A.A. Tristemente le confe-sé que ya había estado en uno. Se sorprendió y enton-

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ces optó por enviarme al psiquiatra. En el tratamientome aplicaron electrochoque y luego de un tiempo volvícon mi doctor, quien me volvió a recomendar que asis-tiera a un grupo de A.A.

Reingresé y no he vuelto a tomar.Ciertamente se han operado cambios profundos.

Acepté que el alcohol me había derrotado; entendí ypractiqué el Plan de 24 horas: hoy no bebo pase lo quepase, ¿mañana? ¡Ya llegará! ¿ayer? ¡Ya se fue! Físi -camente me restablecí. He aprendido a respetar y serrespetado, por medio del ejemplo de mis compañeros yde la literatura de A.A.; creo haber leído toda la que haestado a mi alcance. Comparto mi experiencia de bebe-dor y de cómo soy ahora, con quienes acuden al grupo asaber de A.A.; creo que soy portador de un testimoniode la efectividad de Alcohólicos Anónimos: ¡Si yo hepodido, sin duda ellos también podrán!

Como ya no ando ni borracho, ni crudo, conseguíquien me quiera y me ha aceptado por esposo. En mitrabajo considero que estoy cumpliendo y estoy satisfe-cho. Soy un hombre con demasiada buena suerte. ¡Eshermosa esta nueva vida dentro de A.A.! Busco el éxitode realizarme como persona, superar las frustracionespor lo que desperdicié en mi juventud, alcanzar el éxitoen la empresa que tanto me toleró y me ha dado, ser unbuen esposo y buen amigo y padre de mis hijos, y hoy,en la Sociedad, ser más responsable e íntegro.

…Si Dios me lo permite.

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LA OVEJA EXTRAVIADA

Sintiéndose aislada, oyó repetirse el viejo cántico quele guió, después de largos y penosos ambages, al calordel rebaño.

TERMINABA el otoño de 1978, la ciudad se aprestabaa otra época navideña y aparecían tras las ventanas

de las casas los primeros arreglos que lo mostraban.¡Cuánto dolor, cuánta tristeza me provocaban el ruidode la gente al pasar y la alegría de los niños al jugar!

“Eran cien ovejas que había en el rebaño, “Eran cien ovejas…”Había salido de mi sexto internamiento, el más doloroso,

el más prolongado, debido a mi alcoholismo. En los hoga-res había calor, había hijos, madres, un esposo tal vez…

No tenía adónde ir. La caridad de buenas personasme había permitido estar recluida en un hospital gratui-to para alcohólicos, donde había conseguido dejar debeber, y en un sanatorio donde mi vitalidad se habíarestablecido. Estaba viva, y no tenía adónde ir, ni quécomer, ni dónde dormir. Me detuve, alcé los ojos y mur-muré: “Ya sabes Dios que no quiero vivir. Sabes quetengo hambre, que tengo frío…”

“…Pero en una tarde, al contarlas todas,“le faltaba una y triste lloró…”—¿Qué voy a hacer, Dios?— Pregunté. Mi devoción

religiosa me había fallado, yo había fallado a mi padreadoptivo, la medicina no me había servido… ni en A.A.había conseguido restablecerme.

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Las estrofas de un himno conocido se repetían en mimente; era un cántico que en mis delirios escuchaba yque acompañaba tercamente mis vagos impulsos místicos:

“…Las noventa y nueve dejó en el aprisco“y por las montañas a buscarla fue… ” Creo que grité: —¡Tengo miedo! ¡Quiero volver a

tomar! “…La encontró llorando, temblando de frío. “La tomó en sus brazos, curó sus heridas “y al redil volvió…” Estaba parada frente a un templo. Automáticamente

entré. Los cánticos iban tras de mí. Me arrodillé y bus-qué a Dios. Lloré; vi las imágenes de mis hijos, esos trespequeñitos a los que tanto había dañado, la de mimadre que no conocí, la de mi padre adoptivo que tantohabía sufrido conmigo, la del bondadoso doctor que mehabía auxiliado una vez, y las puertas de A.A. abiertas,esperando mi regreso.

¿Valdría la pena un nuevo intento de regresar alredil?

Nací en un pueblecito muy hermoso. Era un bebécuando murió mi madre, al nacer mi único hermano. Mipadre nos abandonó en casa de mi abuela maternadonde un tío nos dio su afecto: fue siempre como miverdadero padre.

Huérfana, busqué desde niña, insistente y desespera-damente, el amor. Al principio lo encontré en mi abue-la que fue en ese tiempo la que más ternura me mostró;cuando murió sentí un total desamparo. Tenía sólo ochoaños y bebí por primera vez. Tomé pulque y, cuandomis tíos vieron que me comportaba rara llamaron aldoctor. Estaba borracha.

Pero a los 17 años fue cuando se inició mi “carreraalcohólica” que rápidamente se agravó. A esa edad fuinombrada reina del Club más aristocrático del rumbo.

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En esa fiesta de coronación se bailó y brindó, y yo bailéy brindé. Después bailé menos y brindé más. Al fin sólobrindé…; luego no sé qué pasó.

Al día siguiente desperté con el vestido de fiestapuesto. No recordaba qué había pasado. Me dio miedo;no quería preguntar qué había hecho.

La sirvienta al verme despierta se me acercó y medijo: —¡Ay, señorita, todo lo que pasó ayer!— Fingírecordar y le pedí un jugo. Cuando me lo trajo, me dijo:—Con esto no se va a componer; voy a ponerle un pocode lo que estuvo tomando…

Al tomarlo paulatinamente me sentí mejor y le pedíque me preparara otro “jugo” y le dije: Cuéntame loque pasó anoche. Escuché el ridículo y boberías quehabía hecho, pero el calorcito que invadía mi cuerpopor el “jugo” era como un antídoto contra mi sentido deculpabilidad. A partir de ese día, beber se me hizo hábi-to; mediante el licor aligeraba mi disgusto interno; mitemor a no ser amada.

Pensé que debía encontrar el amor, que un noviazgoformal llenaría el vacío de mi vida y la responsabilidaddel matrimonio sería una solución. Busqué un novio, loconseguí, me comporté como quería la gente que debíacomportarse una señorita casadera y, anhelando la segu-ridad, la comprensión y el amor, me casé. Tenía 18 años.¡Qué sorpresa fue para mí el matrimonio! Nada de loque había soñado se produjo y mi irresponsable mane-ra de beber afloró; salía con mi marido a frecuentesreuniones y visitas que aprovechaba para tomar más dela cuenta. Mi esposo se molestaba y yo me las ingenia-ba para seguir bebiendo, por lo que nuestra relación setransformó en vida de “perros y gatos”.

Y perdí mi primer bebé. ¡Qué frustración y qué moti-vo para beber más!

Me embaracé de nuevo e ilusionada, pensé que el

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nacimiento de un hijo traería el amor a mi hogar; loesperé con ansiedad. Nació, pero nuestro matrimoniocontinuaba desbarrancándose sin remedio. Volví a recu-rrir a la botella y desde entonces con escasos intervalosestuvo por muchos años junto a mí.

Ni el nacimiento de nuestro segundo hijo ni el deltercero me detuvo ya.

En ese tiempo tomaba vinos y licores, como brandis,ginebra, ron. Mi marido era propietario de un billardonde se permitía la ingestión de bebidas alcohólicas.Esto facilitaba mi suministro de alcohol. Tenía las llavesy con cien artilugios me las ingeniaba para sustraerbotellas.

Mi tribulación empezó cuando me quitó las llaves y,una mañana, temblando por una gran necesidad dealcohol, me aventuré por las calles del pueblo hasta unacantina de suburbio y tomé aguardiente de ínfima cali-dad con los borrachos considerados ruines por la gente.Desde entonces ese aguardiente barato fue la bebidaque más frecuentemente ingerí.

Las reclamaciones, los gritos, las amenazas, volvíannuestra vida infernal. A pesar de todo yo no entendía.Mi marido llegaba a la casa y la encontraba en total de -sorden, los niños desatendidos y yo abotagada y suciapor el alcohol; no aguantó más y me dejó, reclamando lapatria potestad de nuestros hijos. Lloré, supliqué, pro-metí no beber; lo intenté y no pude lograrlo. Sin embar-go me dieron una última oportunidad: me dejaron a mishijos si dejaba de tomar. No lo conseguí: iba con ellospor la calle y me quedé tirada en la acera… Cuandorecapacité, huí a la capital a buscar a mi padre y, cuan-do lo encontré, me rechazó. Esto fue el golpe final a miesfuerzo por vivir, a mi necesidad de comprensión yayuda.

Ya sin hijos volví a la casa de mi tío, que a partir de

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entonces traté como al padre que quería tener; él meacogió sin reproches y me trató con bondad. ¿Qué meestaba pasando? Había tenido fe, había rezado, habíajurado… y había vuelto a “pecar”. La gente del pueblome veía como a la viciosa irremediable.

Por entonces llegó un primo que, al ver mi estado, conmucho tiento me dijo que quizás un tratamiento psiquiá-trico podría ayudarme; me convenció y me fui con él a lacapital. Estaba tan desvalida. Llegué sumamente agotaday, con mucho dolor, desesperanza y miedo, nos traslada-mos al sanatorio donde el médico, del que me habíahablado mi primo, prestaba sus servicios. Me aterroricécuando vi un letrero: Higiene Mental. ¿Estoy loca? pensé.

La presencia del doctor me tranquilizó; era suma-mente bondadoso y con mucha calma me atendió eintrodujo a un local donde se celebraba una extrañareunión. Todos los presentes eran hombres y el médi-co me dijo que eran alcohólicos en recuperación. Mimiedo era enorme, pero el dolor por la separación demis hijos me dio valor para quedarme. Me sentí bien,comprendida por aquellos pacientes que intentaban lomismo que yo, y protegida por aquel médico que en losmeses que estuve con él me dio la ternura que tantonecesitaba. No bebí. Supe que era una enferma y nouna viciosa o pecadora. Pero mi deseo ferviente derecuperar a mis hijos era el principal motivo para esfor-zarme en mi recuperación. No tenía medios de sosteni-miento; nadie veía por mí, sólo el médico me ayudabadándome la oportunidad de serle útil en la medida demis posibilidades con trabajo en el hospital y en la tera-pia de grupo.

¡Cómo recuerdo la ocasión en que, al arreglar suescritorio encontré un folleto que me impactó: “Alco -hólicos Anónimos”! Allí encontré una oración que, supedespués, se atribuye a San Francisco de Asís.

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“…Que no busque ser consolado sino consolar,

“…Que no busque ser amado sino amar…”

La mecanografié y se la mostré al doctor: —Hagamuchas copias, repártalas y guárdese varias porque lasva a necesitar— me dijo. Ya le había exteriorizado miintención de partir a mi pueblo e intentar recuperar amis hijos. El había tratado de disuadirme y, el día quedecidí partir, me dijo: Está usted en la cuerda floja; si sequeda hay probabilidad de que se rehabilite; pero si seva hay toda seguridad de que reincidirá y caerá hasta elfondo del abismo…

No le escuché. Tenía casi un año de abstinencia,deseos enormes de ver a mis hijos y de que me vieransin beber para intentar recuperarlos. Me llevé las copiasde la Oración y, por primera vez, la confianza en quehabía gente que me comprendía y ayudaba.

Regresé a mi pueblo y mis grandes proyectos (de queno sucedería nada de lo que el doctor me había dicho)duraron una semana. La nostalgia de la compañía deaquellos ex bebedores que había conocido, la falta delapoyo de aquel buen doctor, y la realidad de la incom-prensión de mi ex marido, sin hijos, volví a beber.

Como el doctor pronosticara perdí la dignidad, ¡todo!¡Caí hasta el fondo de la abyección! Bebí incesantemen-te; tuve períodos de trabajo en los intentos por dejar debeber. No volví a ver a mis hijos, avergonzada. Sufrí misprimeros internamientos. Fueron muchos años de locu-ra y delirios interminables.

Nada daba resultado. Juraba a Vírgenes y a todos losSantos, ¡y nada! En una guarapeta me buscaron unhombre y tres mujeres que pidieron hablarme. Rebeldeles exclamó: —¿Qué tienen que hablar conmigo?

—Por favor… — me dijeron.

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—¡Ah, sí! ¡Dénme veinte pesos para alcohol y losescucho!

Viendo mi estado tan deprimente me dijeron: —Unicamente le diremos esto; recuérdelo: ¡Dios la ama!

Solté la carcajada y les respondí: —Si me quisiera nome hubiera quitado a mi madre, a mis hijos, mi hogar.¿Por qué me quitó todo amor y me dio este amor a labotella? ¿Por qué no me quita este amor?

—¿No será porque no se lo ha pedido?— me dijeron. Con los veinte pesos que me dieron seguí la borra-

chera, pero en mi mente distorsionada se había fijado laidea de un Dios que me amaba, así como era, sucia,borracha. Tal vez por ello soporté tantos años de de -mencia y ebriedad.

Una noche fui recluida en un hospital en tal estadoque tuve que ser amarrada. Dos días después me quita-ron las amarras. Era época de Navidad. Entoncesempecé a oír los lamentos de otra borracha que agoni-zaba; al principio traté de sobrellevarlos pero no me eraposible y me llené de miedo. Había un pino de navidady unas muñecas en un rincón y vi cómo cobraban vida ytomaban formas grotescas y, cobrando movimiento, meatacaban. Pedí auxilio pero las enfermeras estaban ocu-padas con la que había gemido y que había muerto ya.Clamé, exigí a Dios que me ayudara; me deslicé aterro-rizada hasta la cama de la muerta y, tomando sus ropas,me las puse y huí.

Mi tío sufría tanto como yo por mi problema sin solu-ción. Un día me dijo que me arreglara porque habíaencontrado la manera de ayudarme. Me llevó a la capi-tal. Llegué con una cruda terrible. Fuimos a un grupode A.A. Había hombres y mujeres, ¡mujeres también!,que narraban que habían padecido como yo padecía yse las veía sanas y alegres. Me tranquilicé; dije: “Este esmi lugar”.

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Desgraciadamente tuvimos que regresar a mi pueblo.La ilusión de que me llevarían a otra reunión me permi-tió permanecer sin beber durante unos días. No me lle-varon y seguí bebiendo. Con la esperanza de asistir aA.A. y encontrarme, dejé mi pueblo y me trasladé a lacapital. Localicé un grupo cercano a donde me alojaba,dejé de beber, conseguí un trabajo y, al fin, supe quehabía encontrado mi camino en la vida. Al poco tiempopude volver a ver a mis hijos y, sin embargo, no me sos-tuve en mis propósitos y volví a lo mismo. Desesperada,me dije: —ni religión, ni psiquiatría, ni AA. ¿Qué onda,ahora, Señor?

“…Las noventa y nueve dejó en el aprisco…”Llevaba bebiendo cuarenta días con sus noches cuan-

do, en un lapso de lucidez, llamé por teléfono a unoscompañeros del grupo. Acudieron por mí y me interna-ron en un hospital gratuito para alcohólicos donde pudecortarme la borrachera; allí permanecí quince días peromi estado físico era tan lamentable que me trasladarona un sanatorio donde conseguí sobrevivir.

“…La encontró llorando, temblando de frío…” ¿Valdría la pena intentarlo de nuevo? ¡Sí, había que intentarlo! Salí del templo donde había estado orando y recor-

dando y me dirigí a un grupo de A.A. Cuando entré,sentí el refugio que permanecía esperándome, las pal-madas de aliento. El café que me sirvieron. La sesión.La fortaleza y la esperanza. ¡A reempezar otra vez! Con -seguí donde dormir (un cuartucho modesto sin luz eléc-trica) y un trabajo. Subsistí, pero en la soledad de lanoche lloraba y me rebelaba: “¿Por qué a mí, Señor?”Envidiaba a las mujeres que tenían hogar, familia y dig-nidad. Y fue en una noche, en que la vela que iluminabael cuartucho se extinguía, en que me volvió el terror a lanoche, al abandono, a la soledad, a la vuelta de las aluci-

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naciones, al delirio, a la demencia, tomé un libro condesesperación y un papel cayó de su interior: “…Que nobusque ser comprendido sino comprender; que no bus-que ser amado sino amar, porque dando es como recibi-mos; perdonando es como Tú nos perdonas…”

Era una de las viejas copias de la oración encontradaen uno de los folletos de A.A. La vela se extinguió peroya había luz en mi interior…

Han pasado los años y mi vida ha cambiado. En elúltimo invierno, al celebrar la Nochebuena, tuve elcalor de mis hijos a mi lado, de mis nueras, de mis nie-tos, y el recuerdo y compañía espiritual de todos los quesufriendo como yo sufrí se han levantado a una nuevavida.

Dentro de mi querida Agrupación he aprendido areír, a llorar, como fue en aquel día en que mi padreadoptivo (ese hombre que tanto me amó) se fue parasiempre, pero viéndome renovada, luchando y feliz.

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“…NI PERRO QUE ME LADRE”

Superó su primera aversión a la bebida para despuéslanzarse a una vida desenfrenada de beber, donde nadale podía quitar la sed. En la hora más funesta le vino unresquicio de esperanza.

DESDE NIÑO vivía aislado de mis semejantes. Erahuérfano y creía que serlo era un estigma. Vivía

con una familia adoptiva, Busqué y traté de encontrar amis padres y nunca supe de ellos. En la escuela medecían que mi madre había sido una de esas… No teníaun regazo donde refugiarme, ni donde desahogarme.No sé por qué desde niño me autocriticaba: me reclina-ba en la pared y miraba fijamente al sol por largo tiem-po; deseaba quedarme ciego. En la escuela siempredestaqué; me gustaba el estudio y, además, no queríaser igual que los otros. Ya no quería enrojecer al sersaludado, ya no quería vivir en una casa de vecinos.

Pasó el tiempo y dejé la escuela para dedicarme a tra-bajar como mecánico. Siempre andaba vestido con unmono sucio y grasiento. Tampoco me gustó ese trabajoni los compañeros. Quería ser diferente, estar más lim-pio, ser más inteligente y no mediocre, y así me dediquéa estudiar teatro.

Fue peor. En ese ambiente me sentí marginado: Creíaque todos eran superiores a mí, de modo que traté decambiar mi carácter taciturno aceptando ir a reuniones.Allí naturalmente se bebía y traté de beber; mi primertrago fue de cerveza, pero mi estómago no la soportó y

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tampoco me gustó su sabor. A los catorce años tomé unaimportante decisión: “Yo no tomaré nunca más”.

Pero mi timidez seguía en aumento, al mismo ritmoque mi soledad y mis inquietudes. Pensé que era mejorabandonar también el teatro y tratar lo menos posiblecon la gente.

Busqué otro empleo y por circunstancias del ambien-te me creí obligado a ir a fiestas caseras, donde se toma-ba con cierta moderación y bebí. Pronto descubrí que,con otro tipo de bebida, aunque seguía sin gustarme elsabor, había un efecto agradable; hablaba sin miedo, yano enrojecía tanto, no me sentía menos que los demás.Esta sensación duró varios años en los que me habituéa beber.

Era un adolescente. Por mis complejos empecé atener fracasos de índole sentimental, de tal modo quedecidí desinhibirme bebiendo un poco más y, por pri-mera vez, encontré que tenía éxito en mis relaciones:¡buen motivo para celebrarlo bebiendo¡ Aprendí queese éxito era inconsistente y el fracaso volvió a mí: ¡unamayor razón para mitigar mis penas bebiendo!

Me volví un bebedor periódico. Mi monótona exis-tencia se llenó de tedio, de aburrimiento; empecé abuscar la falsa y efímera alegría de vivir a través de labotella, bebiendo más de lo acostumbrado los fines desemana; casi nunca llegué a beber al día siguiente pormiedo, puesto que había empezado a tener “lagunasmentales” y remordimientos.

Mi vida se envolvió en un cielo insoportable: mi sole-dad aumentaba angustiosamente al unísono de misbebetorias. Por las noches tardaba en adormecerme y,cuando un sopor de ebriedad me envolvía, parecía quemi cuerpo se desplomaba al vacío y despertaba sudoro-so y sobresaltado. Sentía como si mis ideas se solidifica-ran en mi cerebro, aglomerándose en total confusión,

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hasta el punto de hacerlo estallar; trataba de poner lacabeza sobre la almohada pero el acelerado golpear demi sangre la llenaba de ruidos y, semiasfixiado por laangustia, tenía que erguirme y, temeroso, prefería pasarla noche fumando un cigarro tras otro. Cuando la fatigaconseguía vencer mi insoportable vigilia, una melodíase confundía con mis sueños… ¡estaba cruzando unabarrera invisible hacia el otro lado de la cordura!

Pretendí fugarme de mi destino sin saber cómo. Seme ofreció un trabajo en el extranjero que acepté deinmediato. Era la oportunidad deseada para despren-derme de mí mismo. Una fuga excelente al no tener querendir cuentas a nadie.

En Europa, otra vez el tedio. Me encontraba muylejos de mi patria y todavía muy cerca de mí: volví a misactitudes rutinarias. Comencé a beber todos los días,casi siempre al atardecer.

Ensimismado escuchaba el tañido nostálgico de lascampanas. La luz del sol me molestaba al despertar, elcanto de los pájaros también; el único ruido que meagradaba era la caída de agua que brotaba de una fuen-te. Tenía sed y solía curarme la cruda bebiendo litros deleche fría. Perdí el apetito; la comida me daba náuseas.El transcurso del día era una nueva y angustiosa sole-dad. ¡Celos! ¿de quién, en mi soledad? Tenía celos de lagente que reía y a la que envidiaba en aparente tranqui-lidad. Llegué a envidiar a mi compañero (porque paraentonces había conseguido una compañía en mi sole-dad: no tenía padre, ni madre, ni amistades pero yatenía un compañero: un perro que era mi único fielamigo). Envidié a mi perro al que no le hacía falta embo-rracharse como yo.

De mi lejana familia adoptiva recibí malas noticias:uno después de otro se fueron muriendo en un lapso decuatro meses… me sentí más solo que nunca. Por for-

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tuna ellos no supieron del infierno alcohólico en queme hundía; pero su desaparición fue un magnífico pre-texto para seguir bebiendo… Y, luego, también miperro murió.

El sufrimiento por beber aumentó hasta lo intolera-ble y comenzó mi lucha. Traté de dejar la bebidatomando voluntariamente pastillas. No me dieron resul-tado.

Se apoderó de mí el miedo a vivir y continué bebien-do como acostumbraba, por las tardes. En las “crudas”mi sensación de soledad aumentaba: los ojos enrojeci-dos, el aliento pestilente; me repudiaba a mí mismo; meocultaba de todos, buscaba las calles más solitarias; pre-fería el cielo gris y el mal tiempo, iban a tono con micarácter.

Hice un descubrimiento demente: encontré que nole hacía falta a nadie. Los celos, la envidia, mis frustra-ciones y mi soledad, me acosaban. Mentalmente trama-ba venganza contra todos. Era como si mi alma estuvie-ra llena de rabia. Renegué de mis padres desconocidos;renegué de Dios ¡y perdí toda fe!

Cansado de vivir de esa manera intenté el suicidio:alcohol, barbitúricos, y… cuando desperté sediento yfebril, estaba atado con una camisa de fuerza y tenía lasmuñecas vendadas. Días nefastos y amargos.

Fui internado en una clínica psiquiátrica en donde,en mis interminables días de encierro, mi deseo de ven-ganza contra el mundo me obsesionaba. Dado de alta,volví a beber a los pocos meses y la historia del suicidiovolvió a repetirse. Cuando salí una vez más de la clínicaya no tenía trabajo, ya no tenía casa, ya no tenía amista-des…; de nuevo solo en un país extraño.

Regresé a mi país y tuve otro internamiento, esta vezdebido a una hepatitis viral. Entre un internamiento yotro acumulé casi diez meses sin beber. Pero mis resen-

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timientos me dominaban tanto en abstinencia comoborracho. Mi capacidad de sufrimiento llegó a su puntomás bajo. Perpetua batalla de una doble personalidad:odio-amor, muerte-vida, creer-blasfemar, renegar-implo-rar… Durante mi internamiento alguien me habló deAlcohólicos Anónimos, pero no le hice caso. Me habíaconsiderado yo mismo un caso perdido que caía, caía másy más.

…Una botella escondida. ¿Dónde?; buscarla meticu-losa, apremiantemente; la laguna mental. Despertarrevolviéndolo todo y, al fin: ¡su encuentro! Hermosa,brillante, semillena botella de licor. Temblores, risa,sudor en las manos, y el tapón demasiado apretado.¡Blasfemar! y la botella hermosa, brillante, hecha peda-zos en el suelo. Gemir angustiado y caer al piso paraabsorber el licor desparramado… Vergüenza. Llantoamargo, mordiendo un cojín que ahogara los gritos dedolor…

Varios días después de ese acontecimiento crucial mepude levantar. Estaba muy débil y decidí poner un pocode orden a mi alrededor. Entonces encontré un folletode A.A. y lo estrujé en mi puño, pensé: “¡eso de A.A. talvez pueda ayudarme!” Finalmente, una noche, me diri-gí a un grupo. No tuve miedo de entrar, más bien tuvemiedo de no ser aceptado. Sabía que era un alcohólico,pero ignoraba que era un enfermo. Mi identificaciónfue inmediata: mi aceptación lenta.

Por la gracia de Dios, y con la ayuda de AlcohólicosAnónimos, ahora ya no estoy solo. La mano tendida deesos hombres y mujeres de buena voluntad salvaron mivida.

Actualmente sigo viviendo sin compañía, pero lasexperiencias de mis compañeros, sus sugerencias y susobriedad siempre están conmigo. En mi diario vivir,sigo aprendiendo de ellos; ellos me guían. Debo aclarar

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que no dejé de beber por mi familia puesto que no latenía, no dejé de beber por mi trabajo que tampocotenía, ni dejé de beber por nadie, pues estaba solo. Dejéde beber por una necesidad imperiosa, deseaba dejarde sufrir. ¡Beber o no beber! Ese era el problema de mivida. Gracias a Alcohólicos Anónimos, encontré a Dios,recuperé la fe en mí y en los demás.

Nací en 1931 y morí en alguna de aquellas terriblesnoches de ebriedad, pero gracias a A.A., volví a nacer el5 de diciembre de 1969.

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EL SEÑOR ALCOHOL Y YO

Veterano de guerra, profesor de escuela superior, sulargo trato con el Sr. Alcohol lo dejó solo y deprimido,lleno de rencores y lástima de sí mismo. En un mo -mento de lucidez recordó el nombre de AlcohólicosAnónimos

EL SEÑOR ALCOHOL y yo hemos tenido una relacióninterpersonal durante muchos años. Me uní a A.A. a

la edad de cuarenta años y ahora llevo cuarenta años en laComunidad.

La noche en que nací, según me contaron mis padres,se escuchaba una sinfonía de balazos y tiroteos proceden-tes de un enfrentamiento entre los traficantes de alcoholilegal y las autoridades de la patrulla fronteriza. Ésta erala época de la ley contra la elaboración, consumo y ventade bebidas alcohólicas en los Estados Unidos. El contra-bando de alcohol era tan lucrativo entonces como hoy díaes el contrabando de las drogas. Mi barrio era un corre-dor frecuentado por los traficantes, porque se encuentraescondido en la línea divisoria a la orilla del río. Consideroel haber nacido rodeado por el Señor Alcohol como unpresagio de lo que me esperaba en los futuros años de mivida.

Al poco tiempo después de mi nacimiento mi familia setrasladó hacia el norte para radicarse en un pueblo peque-ño. Allí pasé mi niñez y mi juventud hasta llegar a la edadde casi quince años. El Señor Alcohol y yo empezamosuna relación muy especial. Desde el principio me gustó elalcohol. Producía en mí una cierta alegría, un bienestarinigualable.

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Mi padre era maestro sastre y cortador y le daba porestablecer negocios y talleres. Por medio de su empeño ydedicación, la familia llegó a estar muy bien puesta en lacomunidad del pueblo. Yo era el hijo primogénito de mipadre y él siempre fue muy bueno conmigo. Estaba muyorgulloso de su hijo. Me compraba de todo: buena ropa,juguetes, y demás. He sido rico y también he sido muypobre y prefiero ser rico.

En casa mi madre usaba el vino para cocinar, comoaperitivo, y como una especie de brindis ofrecido despuésde las comidas y en ciertas ocasiones sociales. Al principiome daban a probar una copita, pero no tardaron en obser-var que yo no era de los que se toman sólo una copita.

Cuando yo tenía apenas cinco o seis años de edad, mipadre y algunos de sus compañeros decidieron utilizaruna receta especial para la elaboración de cerveza casera.Descubrí dónde tenían guardada la cerveza después deembotellarla. Cogí dos o tres cervezas y tomé hastaponerme ebrio. Luego fui al taller de mi padre donde seencontraban algunos clientes, empleados y amigos. Allíles presenté un acto teatral y les desempeñé un papel depayasito como en el circo. La gente me aplaudió y sedivirtió al ver al borrachito. En casa hubo una gran discu-sión para establecer medios de evitar que yo volviera areunirme con mi compañero, el Señor Alcohol. Reco -nozco hoy en día que a esa temprana edad yo no era unniño vicioso, sino que padecía y aún padezco de una com-pulsión física mezclada con una obsesión mental que meconducen a seguir ingiriendo alcohol desde el momentoque empiezo a tomarlo.

Para la década de los treinta, mi padre perdió sus nego-cios y empezó a vender todos sus bienes para así poderseguir existiendo. Llegué a saber lo que es la vil pobreza,el hambre y la humillación. Con el tiempo me fui llenan-do de ira y resentimientos al ver a mi familia carente de

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alimentos, alojamiento y ropa. Culpaba al gobierno y atodo el mundo; especialmente a aquellos que poseíanbienes y no compartían con los que no tenían nada. A ésoslos miraba con odio y recelo.

En 1935 se revocó la ley de la prohibición del alcohol yuna cervecería muy grande almacenó una gran cantidadde cerveza en una vieja bodega a las orillas del pueblo.Mis compañeritos y yo pronto encontramos la manera deextraer cervezas por una apertura escondida en la parteposterior de la bodega. Cada fin de semana nos reunía-mos para pasar la tarde hablando y bebiendo nuestras cer-vecitas. Teníamos unos diez, once, o no más de doce añosde edad. Mis amigos se tomaban solamente dos o tres cer-vezas y se iban a sus casas o a otros lugares. Tenían miedoa embriagarse, a ser descubiertos en el acto del robo, obien no les agradaba la cerveza tanto como a mí.

A mí me encantaba llevarme mis cervezas a la orilla delrío y beber a mis anchas bajo los árboles. Soñaba despier-to que algún día llegaría a ser un gran ingeniero o arqui-tecto y me haría rico en la construcción de grandes edifi-cios, puentes, y magníficas residencias. Me quedabadormido y soñaba con tener una linda esposa y unos hijosmuy cariñosos y bien educados. Despertaba asustado yluego me llenaba de ira al enfrentarme con la realidad demi situación. A veces me volvía a embriagar para escapar-me de la realidad. Continuaban mis relaciones con elSeñor Alcohol.

Mi familia y yo sobrevivíamos un invierno muy duro enuna casita sin calefacción. No teníamos para comprarcombustible y carecíamos de ropa invernal. Esto hacíaque me llenara más y más de ira y odio. Culpaba algobierno y las gentes avarientas e inhumanas. Yo creía enla existencia de un Dios, pero éste era un Dios que notenía compasión de mi familia ni del resto de la gentepobre de nuestro pueblo. Parecía que mis plegarias a Él

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caían en oídos sordos. Era un Dios demasiado injusto consu gente. Era un Dios que moraba muy lejos, allá en loscielos alejado de nosotros.

Mi padre no encontraba un trabajo fijo o duradero. Yoganaba unos cuantos centavos vendiendo periódicos ycomo ayudante en las tiendas de abarrotes y panaderías.Me levantaba muy temprano y asistía sin falta a mis clasesde primer año en la escuela superior. Estudiaba en cadamomento posible y trataba de no retrasarme con mistareas. Mi padre me aconsejaba que no dejara la escuelaporque la educación adquirida nadie nos la puede arran-car. Me gustaba asistir a la iglesia pero lo hacía como algoque se aprende de niño y que se convierte en una cos-tumbre sin gran significado.

Volví a mi pueblo natal a la edad de casi quince años.En la escuela superior encontré amigos y amigas de mibarrio natal y a muchos condiscípulos que habitaban enotros barrios de la ciudad.

Yo siempre escogía como amigos a los que les gustabatomar, y reanudaba mi compañerismo con el SeñorAlcohol. Por falta de dinero o miedo a emborracharmeme limitaba en la bebida que tomaba. Pero siempre mequedaba con el deseo de volver a tomar. Un día de mayode 1940 algunos amigos y yo compramos una botella detequila y nada más recuerdo que empezamos a tomar. Miscompañeros regresaron a sus casas y yo amanecí tirado enun parque, debajo de una estatua, con la botella vacía enlas manos. Ésta fue mi primera laguna mental. No meacordaba de nada de lo que había sucedido después dehaber empezado a tomar. Dejé completamente de tomardurante largo tiempo. El Señor Alcohol había encontradomi talón de Aquiles y sabía cómo tomar posesión de mí.

Durante la Segunda Guerra Mundial, en 1943, me alis-té con el resto de mis compañeros en la Marina MilitarAmericana. En la víspera de nuestra salida empecé de

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nuevo a tomar y el resultado fue que ellos me tuvieronque llevar al tren la mañana siguiente para presentarme ala hora debida en la base de entrenamiento. Llevaba con-migo al Señor Alcohol.

Terminé mi entrenamiento básico y obtuve la especia-lidad de electricista marino y enseguida fui estacionadoen una base naval en el frente de batalla. En mi taller deelectricista había un congelador que producía todo elhielo para la base. Allí llegaban marinos y soldados detodas partes a pedir hielo y siempre me dejaban unas cer-vezas de propina. El Señor Alcohol y la señora tentaciónme perseguían tenazmente.

En una ocasión desperté a orillas de un pantano llenode cocodrilos en una selva cercana sin saber cómo habíallegado allí. Sólo Dios sabe cómo sobreviví. Se dice queDios cuida a los niños inocentes y a los borrachos. Yo yano era ni un niño ni un inocente.

Cuando terminó la guerra, destapé una botella de whis-key que estaba guardando para la ocasión y la compartícon mis compañeros. Al día siguiente me dijeron que yono sabía tomar whiskey. Éstas no eran palabras nuevaspara mí. Me sentía avergonzado al ver que los demás meveían tan diferente. Reconocía que tenía que encontrar lamanera de cambiar mi forma de beber. A los veinte añosde edad no creía ser alcohólico. Me esperaban otros vein-te años de lucha contra el Señor Alcohol.

Al darme de baja de la marina militar regresé a mi pue-blo natal a reanudar mis estudios en la universidad esta-tal. Como veterano de la guerra recibí una beca delgobierno. Estudiaba para ingeniero electricista y trabaja-ba un horario limitado como dibujante en una oficina deingenieros. Estos me ayudaban con mis tareas de cienciasy matemáticas porque las encontraba difíciles después detres años de ausencia de los estudios académicos.

Acepté una invitación a una reunión juvenil en el cen-

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tro de actividades de la catedral ubicada cerca de la uni-versidad. Me sentía fuera de lugar al ver que los asisten-tes venían de un sector social superior al mío, pues mifamilia aún vivía en la pobreza. De momento sentí comoque alguien me miraba con intensidad. Al voltear la cabe-za me di cuenta que una linda jovencita fijaba su miradaen mí. Ella se encontraba entre un grupo de jóvenes, unpoco alejada de mí. Con un mayor esfuerzo me le acerquéy me atreví a presentarme y allí principiamos una conver-sación amistosa. No me imaginaba que este momento ini-ciaría una relación mutua que duraría toda una vida.

Mis padres me aconsejaron que no me metiera en unarelación que pudiera resultar en un matrimonio prematu-ro. Me recomendaron que me concentrara en mis estu-dios para capacitarme en una carrera que me proporcio-nara los medios económicos necesarios para aceptar laresponsabilidad de un noviazgo serio.

Me dediqué a mis estudios y a mi trabajo, con buenosresultados en el primer semestre. En el segundo semes-tre reanudé mi amistad con el Señor Alcohol con el pre-texto de que tomando comedidamente me animaba másen mis estudios. Esta falsedad me llevó al descuido de misclases, faltas a mi trabajo, y a menudo terminaba en la cár-cel por ebrio. Mis familiares pagaban las multas y me lle-vaban a mi casa, pero al fin dejaron de hacerlo. Mi situa-ción se deterioró hasta llegar al punto en que mesuspendieron la beca de la universidad por un año. Ya ibapor mal camino.

Tomé un descanso y me trasladé a otro lugar pensandoque el cambio de ambiente me alejaría de mi compañero,el Señor Alcohol. Algunos le llaman a esto la fuga geográ-fica. Encontré un buen empleo en una fábrica de motoresy generadores eléctricos y el resultado fue que la tenta-ción del alcohol me volvió de nuevo. Al fin de un añoregresé a mi pueblo natal.

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Mi amiga fiel y yo habíamos mantenido corresponden-cia durante mi ausencia. Ella había terminado la escuelasuperior y se preparaba para matricularse en la universi-dad. Me animó a que regresara a la universidad.

En las oficinas de veteranos me hicieron unas pruebasde aptitud escolar y me concedieron una beca para estu-dios de ciencias sociales en lugar de ciencias exactas. Conla ayuda de la joven que un día llegaría a ser mi novia y miesposa, logré capacitarme como maestro de inglés al nivelde escuela superior.

En 1950 conseguí un puesto en una escuela superior dela ciudad. No tardamos mucho en contraer matrimonio.Al año mi esposa me dio una hija y dos años después naciónuestro primer hijo. Vivíamos muy felices, ella como amade casa, y yo de maestro. Estuve abstemio durante esetiempo.

En seguida empecé mis estudios para capacitarmecomo consejero orientador académico y vocacional.Empecé a tomar de nuevo y pronto me di cuenta de queyo era “tomador de carrera larga” y una vez que empeza-ba a tomar continuaba haciéndolo hasta la embriaguez. Aldescubrir esto me esforcé mucho por poder mantenermeabstemio hasta completar mi capacitación como conseje-ro orientador.

Entonces me encontré con otro problema: una luchaconmigo mismo, pues sufría de períodos de depresión,ansiedad y soledad. Me llenaba de ira y autoconmisera-ción en los momentos más inoportunos. Renegaba por-que no me ascendían a un puesto mejor. Empecé a beberalcohol de nuevo y mi situación se empeoró hasta quellegó el día en que mi linda esposa ya no pudo aguantar-me más y se fue a vivir con sus padres, llevándose a loshijos. Era el verano de 1965, durante mis vacaciones esco-lares. Yo seguí bebiendo. Empeoró mi situación cuando eldirector de la escuela me avisó que estaba a punto de per-

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der mi empleo. Me llené de tristeza y pensé en el suici-dio. El Señor Alcohol ya no me ayudaba; al contrario, mehabía traicionado.

En un momento de lucidez recordé una de las muchasveces que mi esposa me había pedido que buscara laayuda de Alcohólicos Anónimos. Jamás le había hechocaso pero, al momento, hice la llamada que cambiaría elresto de mi vida. Me recomendaron que asistiera a unareunión en el noreste de la ciudad.

Asistí a mi primera reunión de Alcohólicos Anónimos aprincipios de agosto de 1965 y, gracias a mi Poder Su -perior tal como yo lo concibo y la ayuda de un gran núme-ro de personas de la agrupación de Alcohólicos Anóni -mos, no me ha sido necesario volver a ingerir nada quecontenga alcohol hasta la presente fecha.

Llegué un poco tarde a la reunión pero allí encontré aun compañero de trabajo que me presentó al grupo. Lesconté mi doloroso problema y ellos inmediatamente mehicieron sentirme en casa contándome un poco de sushistoriales y urgiéndome a que siguiera asistiendo a lassesiones. Mi compañero, que ya llevaba más de un año enel programa, actuó como mi primer padrino. Asistimos amuchas reuniones consecutivas en varias áreas de la ciu-dad hasta asegurarnos de que no iba a comenzar a tomarde nuevo.

Hablé con mi esposa y le conté que anhelaba algo enmi vida sin saber lo que era; pero estaba seguro de quepor fin había encontrado lo que buscaba y que con estehallazgo había perdido el deseo de ingerir el alcohol. Mesentía liberado del Señor Alcohol y estaba seguro de quemi vida había cambiado. Esta vez no le pedí que volvieraconmigo como lo había dicho tantas veces antes, pero ellay mis hijos volvieron de nuevo a mi lado.

Al poco tiempo mi padrino y yo fuimos ascendidos apuestos administrativos del distrito escolar con aumentos

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de sueldo. Al mismo tiempo asistíamos a reuniones deAlcohólicos Anónimos en muchos lugares y en muchasciudades.

Me habían recomendado que iniciara un grupo deAlcohólicos Anónimos en español en nuestra ciudad y lologré con la ayuda de un compañero que llevaba mástiempo que yo en el programa. De este grupo nacieronalgunos otros grupos de habla hispana. Hoy en día existenmuchos grupos en español en nuestra área.

Mi esposa y la de mi compañero iniciaron los primerosgrupos familiares de Al-Anón en español en esta ciudad yen las ciudades vecinas. Mi esposa falleció en 1995 des-pués de darme 45 años de comprensión y cariño. Los últi-mos treinta años los gozamos felices en el amable ambien-te que solamente se encuentra en la comunidad deAlcohólicos Anónimos y en los grupos familiares de Al-Anón.

Sigo viviendo abstemio y contento, esforzándome porhacer un poquito más de progreso espiritual, un día a lavez. Si Dios quiere, nos encontraremos algún día cami-nando por el sendero de vida conocido como “el caminodel destino feliz”. Ojalá que así sea.

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SEGUNDA PARTE

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DEJARON DE BEBER A TIEMPO

Entre los principiantes que se unen a A.A. hoy en día, haymuchos que no han progresado hasta las últimas etapas del alco-holismo, aunque con el tiempo es posible que todos lo hubieranhecho.

La mayoría de estos compañeros afortunados no tienen lamenor familiaridad con los deliriums tremens, los hospitales, losmanicomios y las cárceles. Algunos eran muy bebedores y habíanpasado por algunos episodios graves, Pero para otros muchos labebida no era sino una ocasional molestia incontrolable. Raravez perdieron su salud, sus negocios, su familia o sus amigos.

¿Por qué se unen a A.A. personas así?Los DIECISÉS individuos que ahora cuentan sus experiencias

responden a esta pregunta. Se dieron cuenta de haberse conver-tido en alcohólicos, reales o potenciales, aunque aún no se ha -bían causado graves daños.

Se dieron cuenta de que el no poder controlar su forma debeber, a pesar de repetidos intentos, cuando realmente queríancontrolarla era el síntoma fatal de tener un problema con labebida. Esto, junto con los cada vez más graves y frecuentestrastornos emocionales, les convenció de que el alcoholismocompulsivo ya se había apoderado de ellos; que la ruina total erasolamente cuestión de tiempo.

Al ser conscientes de este peligro, acudieron a A.A. Se dieroncuenta de que el alcoholismo podría acabar siendo tan mortalcomo el cáncer; claro que ninguna persona cuerda esperaría a queun tumor maligno llegara a ser intratable antes de buscar ayuda.

Por lo tanto, estos DIECISÉIS miembros de A.A., y cientos demiles como ellos, se han ahorrado años de infinitos sufrimientos.Lo resumen más o menos así: “No esperamos a tocar fondo por-que, gracias a Dios, podíamos ver el fondo. De hecho el fondosubió y nos tocó a nosotros. Esto nos convenció de acudir aAlcohólicos Anónimos”.

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DEL AMOR AL ODIO Y DE A.A. AL AMOR

Asistía a las reuniones esperando la llegada de suesposo que nunca llegó, pero con el tiempo, en com-pañía de los A.A., al escuchar sus historias persona-les, se dio cuenta de que ella también estaba afligidade la enfermedad del alcoholismo.

V ivía y trabajaba en un pueblo chico lleno de árbolesde naranja. Durante siete años desde que llegué

aquí me había dedicado a trabajar en la agricultura. Miesposo y yo éramos una familia feliz. Tres de mis hijos noeran de él, pero los amaba como si lo fueran. En 1991hubo una tremenda helada que acabó con todos los árbo-les frutales del pueblo y el área fue declarada zona dedesastre por el gobierno. Todo el pueblo se quedó sin tra-bajo. Teníamos mucho tiempo para quedarnos en casa yconvivir más. Entonces me di cuenta de que el alcoholis-mo de mi esposo estaba bastante avanzado; lo veía tomarpor la mañana, dormía y se levantaba sólo para volverse aemborrachar. Eso me provocaba rabia, impotencia y frus-tración; y aunque yo sabía que fui yo quien le invitó a laprimera borrachera, no lo había reconocido, y eso nos fuealejando poco a poco. Habíamos sido felices ocho años yyo creía que tenía el matrimonio perfecto

Este último año estaba pasando lo peor de mi vida. Nosólo había perdido mi trabajo, sino que estaba perdiendolo que más había amado en mi vida. Él era todo para míy, día tras día, se me estaba hundiendo cada vez más en elpantano del alcohol. Aunque estábamos cerca todo el día,

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lo sentía ausente. Dejamos de comunicarnos. Ya no habíabesos. Dejamos de compartir nuestra cama y yo me sen-tía cada día más sola y triste. Y también tomaba, peropodía controlar mis tragos. Al menos eso pensaba enton-ces: que el problema era de él y no mío. Desde diciembrede 1990 hasta octubre del 91 lo pasamos entre insultos ypleitos. Se cruzó una mujer en el camino y vino la infide-lidad, lo cual me hizo tocar fondo. Sentí que me habíanquitado parte de mi vida. Sin él no podía vivir. Me habíanmutilado. Mi dolor era muy grande porque él se había lle-vado a la otra mujer en una de sus borracheras. Ahora erayo la que tomaba a diario y a solas. Quería morirme. Nopodía soportar mi dolor y mi tristeza. No me importabaque mis hijos me vieran consumirme; ni los escuchaba.Varias veces tuvieron que romper la ventana de mi cuar-to para saber cómo estaba, pues yo me encerraba a tomary llorar. Mi hijo más pequeño un día me dijo: “Mami, note dejes morir que yo te necesito”. Pero yo sólo pensabaen mi esposo y su traición. El dolor y el odio me estabanconsumiendo. Cada día pensaba en él; no podía dormir.El techo de mi cuarto se convertía en una pantalla de ciney los imaginaba de la peor manera. Todo era horrible.Hubiera querido estar loca y en un manicomio y quecuando saliera, me dijeran que todo era una pesadilla:“Aquí no ha pasado nada”. Pero todo era realidad; cadanoche buscaba sus brazos para dormir en ellos y no esta-ban. Y más odiaba y más tomaba. Los problemas econó-micos no se hicieron esperar y no pude pagar la casa ni elcarro. Me tuve que declarar en bancarrota. Tenía quevender la casa, y rápido. La casa era grande sin él. Todome recordaba lo feliz que ahí había sido y ahora no teníanada. Con el pretexto de vender la casa, lo busqué, puesyo sabía dónde estaba. Ya no vivía con la otra pues sólo sela llevó en esa borrachera que acabó con mi vida, y la demi hermano — porque esa mujer era la esposa de mi her-

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mano, a la cual yo había recibido en mi casa dos añosantes, cuando todo era maravilloso entre nosotros. Ahorayo culpaba a mi hermano de tener una cualquiera comomujer y él me culpaba a mí por tener un marido que nolo respetó a él y, después de estar tan unidos como fami-lia, todo se había acabado. Perdí mucho peso por nocomer y tomar tanto. Mi odio no tenía límite y empecé aplanear mi venganza. Quería matarlo pero lo amaba. Misemociones me estaban volviendo loca. Amaba y odiaba.Un día cuando salí del baño, pasé frente al espejo y no megustó lo que vi: una mujer flaca y demacrada que no erani la sombra de lo que yo había sido. Ese día decidí novolver a tomar. Hablé con mi esposo por teléfono paraque viniera a firmar la venta de la casa. No se negó y acep-tó venir. Fui por él al aeropuerto. Cuando lo volví a ver,después de tres meses, se me olvidó todo. Yo sólo queríaestar con él, pero venía borracho y traía una botella demezcal. Caminamos sin hablar y estaba tan temblorosoque la botella se le cayó al suelo, y a mí me dio gusto; peroél se enojó tanto que empezamos a pelear. Así llegamos ala casa después de ocho horas. En casa lloramos, nos pedi-mos perdón, hablamos con mis hijos y ellos dijeron:“Pues, si se aman tanto, dense otra oportunidad; nosotrosno nos oponemos”. Así empezamos a vivir; pero todo fuediferente: siempre callados, con el ceño arrugado, peleascontinuas y reclamos. Pasaron treinta días. Un día llegómi hermano lleno de dolor y lo agarró a golpes; por pocono lo mata. Días después mi esposo me dijo: “Te tengouna sorpresa para demostrarte que quiero cambiar”. Esanoche no podía dormir; se la pasó dando vueltas de unlado a otro y diciendo: “No puedo entender por qué hehecho tanto daño. No tengo perdón, pero quiero cambiar.Ya no quiero tomar”. Pero temblaba por falta de alcohol.Así amaneció y llegó una noche de marzo del 92 y me dijo:“Acompáñame. Necesito que estés conmigo”. Salimos sin

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saber adónde íbamos. Llegamos a una sala de A.A. Ben -dita noche y bendito grupo. Cuando el coordinador pre-guntó: “¿Hay algún nuevo entre nosotros?”, mi esposo separó frente a todos y dijo: “Quiero que me ayuden a dejarde tomar, porque no puedo dejar de hacerlo”. Yo estabaviendo a todos esos hombres que fumaban, y cuadros quecolgaban de la pared, y no entendía nada. Un hombre cor-pulento se paró y subió a la tribuna para dar información.Vi que estaba lleno de tatuajes, y empezó a relatar suexperiencia. Pensé: “Y éstos, ¿en qué nos van a ayudar siestán peor que nosotros?” Aunque yo estaba como idapude ver que pasaron varios y que le dijeron: “Quédatecon nosotros”. Acabó la junta y varios de ellos nos rodea-ron y amablemente me dijeron: “Señora, siga apoyándo-lo”. Sentí que ellos podrían ayudarnos, pero cuando llega-mos a casa, mi esposo volvió a tomar. No podía vivir sin elalcohol. Y yo volví a la carga con mis reclamos; le decíaque era un hipócrita que no deseba dejar de tomar. Asípasó una semana. Seguíamos yendo al grupo con peleas einsultos. Un día manejando empezó la pelea y le arrebatéel volante y forcejeamos; quería estrellarnos y matarnos.Estaba totalmente loca de rabia y dolor. Al no conseguirmi propósito tuve una crisis de llanto, y lloramos los dos ynos dijimos cuánto nos amábamos, pero que no podíamosvivir juntos porque nos estábamos haciendo mucho daño.Acordamos que él se fuera de la casa cuando yo no loviera, porque si lo veía no lo dejaría partir. Para mí era miotra mitad.

Pasó otra semana. Una tarde, cuando llegó a casa des-pués del trabajo, yo estaba enojada como siempre y le dijeque me acompañara a la tienda a comprar la comida parala semana. Él aceptó y me metí a bañar. Cuando salí noestaba. Corrí como loca a buscarlo. Me acordé de lo con-venido y fui al parqueo. El carro no estaba, y supe en esemomento que se había ido. Teníamos el dinero que había -

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mos ganado de la casa y fui a contarlo. Sólo se había lle-vado cien dólares. Fui a buscarlo a la estación del bus máscercana, y no estaba. Lloré mucho pero me sentí aliviada.Sabía que había hecho lo correcto. Tuve muchas ganas detomar pero no lo hice. Me acordé de aquel grupo de hom-bres que decían: “Pase lo que pase, no tomamos”. Elcarro que se había llevado apareció tres días después enuna huerta de naranjos y la policía me avisó. Seguí yendoal grupo con la ilusión de que algún día él regresaría y meencontraría allí. Pensé: “aquí me va a encontrar”.

A.A. no era para él. Nunca llegó, y yo me quedé nochetras noche esperándolo.

Empecé a abordar la tribuna para contarles mi dolor,mi odio y mis tristezas. Todos me escuchaban muy aten-tos; eso me gustó. Alguien me ponía atención y no me juz-gaban, sólo me decían: “Siga viniendo”. Después de seismeses y tanto escuchar, me di cuenta de que yo tambiéntenía el problema del alcoholismo. Me habían hechorecordar todo lo que yo había pasado y no quería aceptar-lo. Había hecho eso y más que él, así que un día, no supecuándo ni cómo, me paré en la tribuna y dije: “Soy Maríay soy alcohólica”. Todos me aplaudieron y me dijeron:“Sólo faltaba que tú lo dijeras”. Cuando acepté mi condi-ción alcohólica empecé con mi Primer Paso y, con laayuda de un buen compañero, comencé a practicarlo.Después me decía: “Ora mucho por él, para que puedasperdonarlo”. Yo creí que estaba loco: ¿cómo iba a pedirlea Dios por alguien que me había hecho tanto daño? Y micompañero me volvía a decir: “¿Quieres estar bien?”“Claro”, le contestaba. “Entonces sigue orando por él”.Pasé por muchas cosas: en mi familia, cada uno se fue porsu lado; mis hijos dejaron la escuela. Cuando me di cuen-ta, estaban metidos en la droga y el alcohol; pero ya noestaba sola. En el grupo encontré muchos esposos, padrese hijos que con sus experiencias me hicieron saber lo

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buena que era mi vida. Me devolvieron el deseo de vivir,de ser buena madre, esposa y hermana. El programa deA.A. entró en mi corazón. Me enamoré del programa. Delodio vino el amor. Me enseñaron a tener fe, esperanza y aperdonar, y que las promesas se cumplen, a veces prontoy otras lentamente, pero se cumplen. Nunca más volví arecordarlo con odio. Siempre guardé lo mejor que vivi-mos y empecé a vivir feliz y disfrutar lo que ahora tengo,pues aprendí a vivir sólo por 24 horas. Jamás pensé en laposibilidad de verlo algún día y mucho menos de estarjuntos. Después de ocho años, me divorcié en su ausenciay así quedé libre otra vez. Y todo lo puse en manos deDios.

Como nos indica el Tercer Paso, solo Él sabe sus planespara mí. Mis dos primeros hijos, después de estar yo diezaños en el programa, llegaron a un programa hermano.Hoy disfruto de ellos y mis nietos cada día y podemoshablar como compañeros al mismo tiempo. Pero la vidada vueltas como la ruleta. Pasaron dos años: mis hijos ensu grupo, y la calma en nuestro hogar. Después de nosaber nada de mi ex marido —habían pasado ya catorceaños desde la separación y siete desde el divorcio— undía recibí una llamada por teléfono y era mi ex, pidiéndo-me perdón y diciéndome que nunca me había dejado deamar ni me había olvidado, y que estaba solo y esperandoun milagro; y, si yo lo perdonaba, que quería casarse con-migo otra vez. Yo hacía mucho que lo había perdonado ytambién seguía estando en mi corazón, pero jamás penséque él siguiera solo y que pensara en mí. Continuamoscon la comunicación por teléfono y quedamos en vernosen mis próximas vacaciones. Yo quería saber cómo iba yoa reaccionar después de tanto tiempo sin verlo. Ya nohabía odio en mi corazón, pero no sabía qué sentiría cuan-do lo tuviera cara a cara. No pude esperar mucho tiempo;al cabo de tres meses nos encontramos. Vi a un hombre

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lleno de canas y físicamente mal. El alcohol había acaba-do con su hígado y el cigarro con sus pulmones, pero sucorazón era el mismo. Todo fue sin emoción. Con muchamadurez hablamos, nos pedimos perdón y otra vez llora-mos —como en la última pelea, pero ahora sin odio y conmucho amor. Le platiqué que soy alcohólica anónima,que gracias a este programa lo perdoné y que gracias a élyo me quedé en el grupo, y conservé mi amor por él.Gracias a ese compañero que me enseñó a orar y perdo-nar, yo acepté ser su novia como hace veintidós años,cuando lo conocí. Ahora yo tengo 53 años y él 49, y tene-mos planes de casarnos por segunda vez. Él no está enA.A. pero dejó de tomar hace once años. Hay muchosobstáculos por salvar por parte de mi familia, por todo elpasado, pero si es la voluntad de Dios, Él pondrá losmedios como siempre.

Ahora no estoy sola. Tengo fe, muchos compañeros, unprograma maravilloso y muchas ganas de vivir feliz. Nopienso en el pasado, ni quiero pensar en el futuro, sólo enel día de hoy. Acepto la voluntad de Dios. Nuestros pla-nes son casarnos y vivir hasta que la muerte nos separe.Los planes de Dios no los sé: Él dará el resultado y yo loaceptaré.

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(2)

EN LAS GARRAS DEL MIEDO Y LA IRA

Dondequiera que fuera le acompañaba su saco deculpas y secretos.

HOY TENGO poco más de tres años de continuasobrie dad y esto es gracias a mi Poder Superior,

Dios como yo lo concibo, y a A.A., que me dio la solucióna mi problema. Ésta es mi historia:

Yo no empecé a beber muy joven, sin embargo, desdeque puedo recordar, siempre me gustó la cerveza, susabor era increíblemente agradable para mí. También dis-frutaba mucho del vino y del champán, pero nunca habíaestado ni cercanamente borracha. Cuando llegué a mimadurez (veintiocho años más o menos), creo que noestaba preparada para vivir la vida en sus propios térmi-nos. Estaba “felizmente” casada, sin grandes problemas.La frustración y el miedo se apoderaron de mi vida.Miedo a perder lo que tenía, miedo a no tener lo que yoquería, miedo a estar sola, miedo a todo. Me convertí enuna persona ansiosa y deprimida, lloraba mucho y a veceshasta temblaba de miedo. Me sentía frustrada, sola y nosabía qué hacer. Dentro de mi ser estaba llena de rabiapor muchas cosas que pasaban y no quería aceptar, nimucho menos admitir.

Luego de un tiempo encontré una medicina que mepermitía sentirme mejor, más relajada, menos ansiosa, yme hacía ver las cosas desde un punto de vista más posi-tivo. Además, esta medicina me hacía sentir menos lasoledad en que me encontraba; esta medicina era el alco-

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hol. Al principio funcionó a las mil maravillas. Comencébebiendo whisky a pesar de que nunca me gustó. Nuncahe llegado a entender por qué. Quizás fue porque a miesposo le gustaba esta bebida o quizás porque eso bebíauna tía mía. Cuando yo era adolescente, esta señora esta-ba casada con mi tío y cuando ella llegaba con éI a su casadel trabajo como a las 7:00 p.m., él se iba y ella comenza-ba a hacer la cena, el lavado de la ropa y a recoger su casa,todo esto siempre con un vaso de whisky en la mano. Yopensaba que ella se debía de sentir muy sola, pues obvia-mente, mi tío la dejaba en la casa y se iba, pero en cam-bio ella se reía, hacía bromas con nosotros (mis primas,nuestras amistades y yo) y se veía muy feliz por la casa. Yosabía que era alcohólica.

Cuando comencé a beber por las tardes en mi casa,no era alcohólica, no tenía que beber todos los días, notenía que pensar en la bebida y todo marchaba muybien. Poco a poco, la obsesión por el alcohol comenzó acrecer y la necesidad de ese primer trago se hacía másfrecuente cada vez. Llegó el día en que tenía que tomar-me un trago tanto si tenía deseos como si no los tenía.Tenía que beber como fuera. Le pedí a mi esposo queme ayudara con este problema, y éI guardó toda la bebi-da que había en casa en un archivo con llave y lo cerró,pero yo tenía copia de esa llave. Allí había de todo yseguí bebiendo.

Comencé a pedirle ayuda a Dios y a la Virgen María,pero no funcionó. Estábamos en proceso de adoptar unniño y yo quería parar de beber. Visité un psiquiatra y medijo “Si tienes problemas con el alcohol debes ir aAlcohólicos Anónimos; yo no puedo hacer nada por ti”.¡Ay Dios mío! Qué clase de susto me llevé, ¡yo enAlcohólicos Anónimos, imposible! Continuó tratándomepor depresión y por ataques de pánico y yo más nunca levolví a decir que tenía problemas con el alcohol. Seguí

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bebiendo pero le prometí a Dios que iba a dejar de bebertan pronto como mi hijo llegara.

Mi bebé llegó a mi casa y luego de doce años de matri-monio me convertí en madre. Pude parar de beber comopor tres meses. Sin embargo, después de ese período,comencé otra vez. A las seis de la tarde, a la hora de darleel biberón a mi bebé y ponerla en su cuna, me preparabaun trago y me sentaba en el sillón con mi bebé en la falday en el lado derecho del sillón, en el suelo, el trago. Estocomenzó a suceder día tras día. Los domingos, mi esposono trabajaba y dormía hasta tarde en las mañanas; yo melevantaba tempranito —a veces antes de las seis de lamañana— a cuidar de mi bebé, y a esa hora comenzaba abeber. Comencé a sentirme culpable y avergonzada de mímisma. A veces tomaba la decisión de no beber pero fácil-mente cambiaba de opinión y en un segundo me servíaun trago. Un sábado por la tarde, cuando mi bebé teníacomo seis meses de nacida, me encontré a las tres de latarde en el sillón dándole la leche, y a mi lado derecho, enel piso, una botella vacía de vino tinto. Cuando me levan-té con la niña dormida en mis brazos me di en la frentecon la puerta de un armario que estaba medio abierta ycomencé a sangrar. Esta escena fue muy vergonzosa paramí y pensaba, “mira dónde estoy, borracha a las tres de latarde con mi bebé en los brazos”, una niña que yo habíaestado esperando doce años. Era una escena patética, mehacía sentir muy culpable, la peor madre, la peor mujer.Me defraudé a mí misma más que nunca y sentí quehabía defraudado a esa joven mujer que entregó a subebé en adopción para que recibiera una mejor vida.

Y por otro lado, no cumplí las promesas que hice aDios; por lo tanto, dentro de mí estaba esperando un grancastigo por todo lo que estaba haciendo y por no habercumplido con mi palabra de dejar de beber cuando llega-ra el bebé. Entonces comencé a crear mi gran saco de

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culpas, una carga bien secreta. Mi esposo sospechaba queyo estaba bebiendo pero no me confrontó nunca. Yopuedo contar estas cosas hoy pues ya he hecho mis repa-raciones y, con la ayuda de mi madrina, me pude perdo-nar a mí misma. Pero en aquel momento esa culpa y ver-güenza conmigo misma me hacían beber más, no importalo que sucediera, yo no podía parar de beber. Nadie losabía, ni mi familia, ni mis amistades, ni mis compañerosde trabajo. Éste era mi gran secreto, que crecía y crecíadentro de mi cabeza, de mi corazón y de mi espíritu. Miesposo trabajaba mucho y cuando llegaba en la noche yoestaba dormida. La excusa era que la niña se despertabade madrugada, quizás él sabía que yo había bebido, perono tenía ni idea del entrampamiento en que estaba meti-da por el alcohol.

Cuando mi bebé tenía poco más de dos años, no sébien cómo pude parar de beber. Quizás fue por que micuñado entró en Alcohólicos Anónimos y eso me aterro-rizó, pues yo no quería terminar ahí. Quizás fue porqueuna tía se enfermó de gravedad y su prognosis era muyseria; pensamos que se moría y en la familia comenzamosa rezar con desesperación, en grupos de oración y pornosotros mismos. Yo ni me acordaba de beber, sólo laqueríamos ayudar. El milagro de su recuperación se dio yes posible que el milagro de que mi obsesión por beberse haya ido, también ocurriera en ese momento.

No sé qué fue en realidad, pero desde ese momentoparé de beber. Quizás socialmente bebía pero nunca encasa sola, jamás. Me pude aliviar de tener que beber,pude romper con el patrón de beber todos los días. Sinembargo, ser una borracha seca me llevó adonde estabaantes; mis resentimientos y mis miedos siempre estuvie-ron ahí y yo no sabía cómo lidiar con ellos.

En 1995, compramos una casita en la playa y allí, unacerveza fría era muy normal para todos. Dos o tres por la

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mañana y dos o tres por la tarde. Recibíamos amigos ysiempre bebían y con las comidas, vino por supuesto. Alprincipio no hubo problemas pero, lenta pero segura, laprogresión de mi enfermedad comenzó.

Comencé nuevamente a beber por las tardes en micasa, luego de regresar del trabajo o de las clases de pianoo de baile de mi hija. En ocasiones, la niña me pregunta-ba qué era lo que estaba tomando, y siempre le mentía.Una vez probó de mi vaso de vino tinto y le dije que erajugo de uvas pero que se había dañado y lo boté por elfregadero. Entonces me serví otro vaso de vino a escon-didas (mi saco de culpas y secretos me volvió a acompa-ñar). Las botellas en mi casa comenzaron a vaciarse o adesaparecer. Cuando mi esposo preguntaba, tenía quementir. Comencé a llenar las botellas con agua; a vecesera muy difícil hacerlo y estaba hasta una hora llenandouna botella vacía con agua. Verdaderamente ya no teníasano juicio. En ocasiones iba al supermercado a reponeruna botella que me había bebido el día anterior, pero alllegar a mi casa me la bebía otra vez. Era un círculo vicio-so del que no sabía cómo salir. La enfermedad continuóprogresando, cada vez comenzaba a beber más temprano,tan pronto salía de trabajar. Iba borracha a recoger a mihija a la escuela, así la llevaba a sus clases de baile y yocargaba en secreto con más culpa y vergüenza, que mehacían beber más. Me prometía a mí misma que no iba abeber ese día, pues mi hija tenía clases de piano, perobebía igual. Yo tenía mis vasos de vino escondidos en dife-rentes lugares de la casa, gabinetes de cocina, gabinetesdel baño, debajo de la computadora, dentro del maletínde mi trabajo, dentro de los cestos de papel, por todoslados, de manera que podía beber a escondidas en cual-quier parte de la casa. Continuaba prometiéndome a mí ya Dios que no iba a beber más pero no pude cumplir niuna de estas promesas. Cada vez la culpa era mayor.

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En la casa de la playa, comencé a beber más pues melevantaba temprano, a las seis de la mañana, y con cerve-za o trago en mano, comenzaba a hacer la limpieza de lacasa. Mantenía siempre una botella grande de vinagreblanco, detrás del vinagre en uso, esta botella estaba llenade vodka de manera que cada vez que fuese a la cocinapodía aumentar o mantener la “nota” que quizás habíacomenzado con un par de cervezas frente a la visita. Si mesentía demasiado borracha, comía algo y seguía bebiendo.

Hablé con mi esposo y decidimos entre los dos sacartoda la bebida de la casa. Él lo hizo, no había bebida encasa, pero yo tenía que beber y como hay supermercadospor todas partes, era fácil parar en alguno para comprarvino todos los días. Siempre teniendo el cuidado de no iral mismo supermercado dos días consecutivos. La progre-sión continuó, había veces en que me quedaba dormida ala hora de ir a buscar a mi hija a la escuela. Ella llamabaa casa por teléfono y yo no oía el timbre, mi esposo teníaque salir de la oficina para ir a recogerla a la escuela paraluego encontrarme dormida en mi casa. Ella se asustabapues pensaba que algo me había sucedido. Yo siempre lesdecía que estaba muy cansada pues me levantaba muytemprano para ir a trabajar.

La culpa y los secretos aumentaban cada día. Ver - daderamente me quería morir. Llegó el tiempo en quetenía que salir por la tarde, a las cinco, a comprar unasegunda botella de vino. Entonces decidí comprar mediogalón de vino a la una para no tener que volver a salir acomprar. La progresión continuó y llegó el momento enque, o me bebía el vino de cocinar o salía como fuera acomprar otra botella de vino, pues tenía que beber hastala inconsciencia.

Me sentía muy temerosa de Dios y sabía que él me ibaa castigar por ser una mala persona, mentirosa, sin volun-tad, completamente imposible de confiar, y que merecía

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un castigo. Me convertí en una hipocondríaca, pero seguíbebiendo.

Un viernes por la noche, en el año 2000, llevé a mi hijay algunas amigas a una fiesta. Cuando volví a mi casa mefue imposible recordar dónde era la fiesta ni cómo habíaregresado a mi casa. Me asusté tanto que decidí haceralgo. Fui a una reunión de Alcohólicos Anónimos lasemana siguiente; me encontré allí con un montón decaballeros hablando de cosas que me recordaban a miesposo. No me sentí bien allí; no volví.

Vendimos la casa de la playa y los fines de semana pre-fería que mi esposo trabajara o saliera con la niña de com-pras o a las reuniones sociales a las que nos invitaban. Yono iba a las fiestas ni a las reuniones familiares porque noquería beber ni estar entre gente bebiendo. Mi esposoentendía, y se iba con mi hija. Cada vez que salían de lacasa, yo esperaba un par de minutos y me iba al super-mercado. Continué bebiendo y traté de hacer una seriede cosas para ver si me ayudaban a romper el patrón esta-blecido: trabajo, supermercado, beber, dormir, ésa era mivida.

Me matriculé en un gimnasio para ir al salir del traba-jo. No funcionó, dejé de ir. Decidí hacer una dieta con mihija, pensando que el reto de rebajar de peso me podíaayudar. No funcionó. Fui a la librería y compré el LibroGrande de A.A., el libro Reflexiones Diarias y el “Doce yDoce”. Yo sabía que A.A. funcionaba; mi cuñado, en doceaños, era otra persona. Pero mis secretos eran muy secre-tos. Yo no podía ir a reuniones. Tampoco funcionó.

Continué bebiendo diariamente hasta la inconsciencia.Todos los días tenía amnesia alcohólica y ni sabía quécociné, cómo lo hice, ni quién comió ni cuándo. Sólo esta-ba en casa, aislada de mi hija, en mi propio mundo con misaco de secretos.

Mi hija sabía que yo bebía pero ya no encontraba los

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vasos escondidos. Yo sé que ella notaba que yo estababebiendo pues si me hacía alguna pregunta sobre sustareas y yo abría la boca, inmediatamente su expresiónfacial cambiaba y se notaba su frustración, su desilusióny su tristeza. Dejó de pedirme ayuda con su tarea y mesentí mejor pues así podía estar más aislada con mibotella.

En este punto mi vida no podía ser más miserable; mesentía muy mal, avergonzada, culpable y aterrada. Nosabía qué hacer. No tenía deseos de seguir viviendo ybebiendo pero no sabía cómo vivir sin beber. Me acos-tumbré a esa vida, pensar en la bebida, beber, emborra-charme.

En verdad, no sé cómo me vino la idea de volver a A.A.,lejos de casa, al mediodía. Pensé que podía encontrarmujeres en esa reunión. Llegué al grupo con otra actitud,me sentía completamente derrotada y lloré durante todala reunión. Era una reunión de principiantes. No creoque fuera por coincidencia, había nueve mujeres allí esedía, algunos varones, y todos comenzaron a hablar deellos mismos, de lo que es el alcoholismo y el programade A.A. Era mucho para entenderlo todo en una horapero sí entendí que las reuniones eran importantes. Medieron una moneda de 24 horas y muchos números deteléfono. Salí de allí y me fui a comprar mi botella.Continué asistiendo a las reuniones todos los días y tuveel valor de decir que había bebido cada vez que lo hacía.Nadie me dijo nada más que “sigue viniendo”. Conseguíuna madrina y comencé a leer el Libro Grande. No esta-ba bebiendo todos los días pero si pasaba por algún sitiodonde vendieran vino lo compraba y me lo bebía.Comencé a visitar otros grupos y me conseguí una segun-da madrina. Con la primera insistí en comenzar a practi-car los Pasos y la segunda me ayudó a llegar a mi casahablando por teléfono y sin detenerme a comprar vino.

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Cuando llegaba a mi casa de mi trabajo iba directamen-te a la cama. Mi hija, de quince años entonces, cocinaba,atendía a los perros y me ayudaba en la casa pues yo nopodía hacer nada sin beber. Yo me quedaba acostadahasta que llegaba el momento de ir a la reunión por lanoche. Mi esposo me llevaba a la reunión y luego me traíaa casa. Y así pasaban mis 24 horas sin beber. Yo iba a mitrabajo pero en casa no podía hacer nada. Por lo tanto, allíme quedaba, en la cama, esperando la reunión, la hora deir a trabajar, las próximas 24 horas.

Entendí sin dificultad que yo soy impotente ante elalcohol (ya lo sabía) y que mi vida era ingobernable. Miúltimo trago fue un día del año 2002. Comenzaron a pasarlos días y yo no estaba bebiendo, no funcionaba bien,pero no tenía que beber. Cuando me dijeron que sólo unpoder superior a mí podría devolverme el sano juicio,tuve que volver a pensar en Dios. ¿Qué iba a hacer Él pormí? Tenía que estar enojado conmigo por todas las cosasque yo había hecho y por todo lo que herí a mi hija. Medijeron en A.A. que me imaginara un Dios distinto al queconocía, que lo creara como yo quería que Él fuera.Decidí que Él no es un castigador ni un justiciero; Él es,para mí, un padre perfecto lleno de amor hacia sus hijos,lleno de perdón, sin sentimientos de venganza, sin resen-timientos, capaz de perdonar a su hijo, no importa lo quehaya sucedido. Ése es Dios como yo lo concibo. ¿Sanojuicio? Hace tiempo que lo había perdido.

El Tercer Paso fue para mí el más importante. En estepunto yo entendí que yo, como hija de Dios como yo loconcibo, fui creada por Él para ser una persona feliz.Entendí que sería una persona feliz si hago la voluntad deÉl y no la mía. La mía me llevó a vivir de manera misera-ble y eso no es lo que Él quiere para mí. Su voluntad esque yo no beba. Entendí que soy una persona controlado-ra que quiere hacer todo a su manera. Además, en el

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Libro Grande se dice que el alcohol que yo bebía es unsíntoma. ¡Eso sí que es verdad! Tuve que mirar dentro demí. Comencé a entregar, todos los días, mi vida y mivoluntad al cuidado de Dios, a practicar los Pasos de recu-peración y a mantenerme sobria un día a la vez. Cada díase me hacía más fácil que el día anterior.

Poco a poco, comencé a recuperar mi fe, mi esperanzay mi dignidad. Hoy sé lo que hice ayer y el día anterior, notengo secretos, no tengo culpas ni me avergüenzo denada. Hoy me respeto a mí misma, he vuelto a confiar enmí misma, el alcohol no controla mi vida y eso es un mila-gro. Se me quitó la obsesión y no necesito beber paravivir, siempre que no me tome el primer trago. Ahoratengo a Dios como yo lo concibo y tengo a A.A. No vivoen soledad.

Hoy estoy viva, no soy ni mejor ni peor que otro serhumano, quepo en mi piel y me puedo mirar en el espe-jo. Hoy mi hija es mi mejor amiga, me quiere y me respe-ta. Hoy quiero vivir, mi vida no es miserable. Tampoco lavida es fácil, ni los problemas desaparecieron, pero confe, el programa de 24 horas, mis madrinas y mis amigosde A.A., no me siento nunca sola. Puedo lidiar con mismiedos y evitar los resentimientos que tanto daño mehacen. Hoy soy una persona mucho mejor que la que eray trato de vivir la vida como se presenta. Todo esto lo helogrado porque un día llegué a creer que A.A. podría fun-cionar para mí también.

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LA DIGNIDAD RECOBRADA

Creía haber superado el problema que tenía con labebida en su juventud y que podía dejar de tomarcuando quisiera, pero cada contacto que tuvo con elalcohol le convirtió en otro ser.

LlEGUÉ AL PAÍS en el que vivo buscando una mejorposición económica. Me instalé con un tío mío

que residía aquí desde hacía algo más de treinta años. Misueño, como el de muchos inmigrantes, era el de conse-guir algún dinero y volver a mi tierra natal para comenzarun negocio. Al salir de mi país pensaba que mi único pro-blema era el ser pobre, pero viviendo fuera me di cuentade que mi mayor problema era el alcoholismo.

Inicié muy joven mi carrera alcohólica. A la edad deocho o nueve años ya había probado el alcohol. Vengo deuna familia con un padre alcohólico y una madre neuróti-ca. Me gustaba la forma en que mi padre bebía el aguar-diente. Me fascinaban los gestos que hacía al ingerir cadacopa y me encantaba como ningún otro olor, el aroma delalcohol. Puedo decir que inicié mi alcoholismo por elejemplo de mi padre. Yo quería ser como él, quería tomarcomo él, quería hacer los gestos que él hacía, y porsupuesto quería oler como él. Comencé a beber de lossobrados de mi padre, cuando él llegaba borracho le gus-taba que yo lo acompañara hasta que se acababa la bote-lla que traía. A mí también me gustaba acompañarlo,puesto que le prendía los cigarrillos y en muchas ocasio-nes me los fumaba enteros porque él, de lo borracho que

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estaba, no podía ni fumar. Cuando mi padre se levantabapara ir al baño yo aprovechaba la ocasión y brindaba solo,tomándome varios aguardientes. Me gustó el alcohol, mefascinaba el efecto y me encantaba el olor. En muchasocasiones presumía ante mis amigos de que yo era unapersona grande porque me emborrachaba con mi papá.Desgraciadamente para todos en nuestro hogar, la situa-ción empeoraba conforme pasaba el tiempo. El alcoholis-mo de mi padre y el mío avanzaban a pasos agigantados.La situación se volvía caótica y yo me refugiaba cada vezmás en el alcohol. Yo ya no sólo tomaba con mi padre,sino que empecé a frecuentar las tiendas donde se vendíaalcohol y comencé a entablar amistades con bebedores,en su mayoría mayores que yo. A la edad de trece o cator-ce años, ya experimentaba fugas geográficas, lagunasmentales y borracheras de dos o tres días consecutivos.En muchas ocasiones, después de una borrachera, no meacordaba de lo que había hecho la noche anterior. A laedad de diecisiete años abandoné completamente misestudios y mi vida se volvió ingobernable. Llegué hasta elextremo de robar para poder comprar bebidas alcohóli-cas. A mi madre le sacaba dinero de la cartera y, cuandono encontraba dinero, sacaba cosas de la casa para empe-ñarlas. Los conflictos con mi padre eran cada vez peores,hasta el punto que nuestra relación ya no era de padre ehijo, sino de enemigo a enemigo. Recuerdo que en unaocasión llegó mi padre borracho a reclamarme diciéndo-me que yo era un vago, un sinvergüenza, que ni trabajabani estudiaba. En esa ocasión, como en muchas ocasionesmás, me echó de la casa y me dijo que no quería volver averme. Mi madre intervino en mi favor y él, ofuscado, lagolpeó. Yo no pude contenerme y me abalancé contra él,golpeándolo salvajemente. Esa noche me fui a beber y novolví a casa hasta después de varios días. Siempre que vol-vía a casa, llegaba hecho un pordiosero, con hambre,

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sucio y alcoholizado. Mi alcoholismo llegó hasta la fasecrónica en mis años de juventud. Bebía sin importarme loque fuera a pasar; continuamente me temblaban lasmanos por el exceso de alcohol en mi cuerpo y siempreestaba preocupado por cómo conseguir un trago deaguardiente o una cerveza. Los vecinos y la misma fami-lia me esquivaban, porque cuando me emborrachaba nosabían cómo iba a actuar. Algunas veces me dormía perola mayoría del tiempo, perdía el control y me volvía vio-lento. Era lo que se puede decir un borracho problema.En los momentos de lucidez añoraba una vida diferente,quería que todo fuera diferente, pero no podía dejar detomar. No pasaba un fin de semana sin que no me embo-rrachara. Desesperado de mi situación, siempre buscabaculpables, y justificaba mi forma de beber, diciendo queyo era el incomprendido y que gran culpa de mi situaciónla tenían mis padres. Cansado del maltrato de mis padresy preocupado porque mis borracheras eran más prolonga-das, decidí alejarme del ambiente familiar y me enlisté enel ejército. Los tres primeros meses los pasé encerrado enun cuartel. Esos tres meses me ayudaron mucho, puestoque me desintoxiqué un poco. Otra gran ayuda para des-intoxicarme fue el intenso entrenamiento y mi larga esta-día en las selvas. Fui parte del ejército dieciocho meses,meses en los que pocas veces me emborraché. Como dejéde tomar por meses, pensé que ya me había curado delalcoholismo. Pero cuál no fue mi sorpresa al ver que,cuando comencé a beber nuevamente, mis borracheraseran aún más severas que antes de irme al ejército. Unmes de octubre salí del ejército y ya para diciembre delmismo año estaba nuevamente alcoholizado. Ese diciem-bre lo recuerdo como uno de los meses más críticos de micarrera alcohólica. Durante ese mes tomé casi todos losdías, hasta el punto que me intoxiqué. Por esos días mimadre se enfermó gravemente de diabetes, y creo que

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parte de su enfermedad fue por mi manera de beber.Afortunadamente salió de la crisis y pudimos viajar a otropaís.

En el nuevo país no he conseguido mi sueño de volver-me millonario económicamente, pero sí conseguí unagran riqueza que no la cambiaría por todo el dinero deeste mundo, la bendita sobriedad. Pisé por primera vezun grupo de Alcohólicos Anónimos en 1997, a los treintaaños de edad y, desde ese día, no he vuelto a ingerir nin-guna bebida alcohólica. Desde mi llegada a este país hanpasado muchas cosas en mi vida. En un principio pudedejar la bebida algunos meses, puesto que yo creía que loque me hacía tomar eran las malas amistades y el maltra-to de mis padres. Pero me di cuenta de que el borracho,es borracho aquí y en cualquier parte del mundo.

Conseguí un trabajo en una cadena de comida rápida ycomencé una vez más a relacionarme con bebedores. Mefascinó el tequilita y desde el momento en que lo probé yhasta mi llegada a Alcohólicos Anónimos fue mi compa-ñero inseparable. Mi tío, con quien vivía, detectó mi pro-blema del alcoholismo desde un principio y, en ciertaforma, fue gracias a él que yo me decidí a pedir ayudapara dejar de beber. La muerte de mi tío a una tempranaedad, a consecuencia del alcohol, hizo que meses despuésde su partida yo decidiera, de una vez por todas, buscarun grupo de A.A. Mi tío nunca perteneció a A.A., perotenía un gran conocimiento de la enfermedad del alcoho-lismo, puesto que desde un principio me dijo que estaenfermedad era hereditaria y que desafortunadamente yola había heredado también. En 1994 contraje matrimoniocon una gran mujer, hermosa e inteligente a la vez. En unprincipio fue fácil esconderle mi problema del alcohol,puesto que por esos años podía mantenerme sin beberpor varios meses. Nuestro corto noviazgo impidió que ellase percatara de mi grave problema, y fue así como nos

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casamos sin muchos inconvenientes. En un principiotodo fue una luna de miel, pero cuando comencé a tomar,comenzó la pesadilla. Yo veía que después de prolonga-dos meses de sobriedad, cuando empezaba a tomar denuevo, eran peores las borracheras. En realidad fueronmuy pocas las borracheras de 1994 a 1997, pero fueronlas suficientes para recapacitar sobre mi enfermedad delalcoholismo y sobre cómo, cada vez que tenía contactocon el alcohol, mi mente se transformaba y me convertíaen otro ser. En cada borrachera de éstas, el sufrimientode la resaca era cada vez peor, con delirios de persecucióny una tembladera constante. Sin darme cuenta, la pesadi-lla alcohólica que viví en mis años de juventud la estabareviviendo nuevamente.

Mi última borrachera fue en 1997. En esta borracheratuve una gran laguna mental que me impidió recordarmuchas cosas desagradables, que mi esposa sin ningúnproblema y muy enojada me recordó. Una de esas locu-ras fue el haber manejado completamente ebrio. Al es -cuchar de boca de mi esposa mis locuras por causa delalcohol, y al ver cómo mi vida se volvía nuevamente in go - bernable, decidí buscar ayuda y la encontré en Alcohó -licos Anónimos. Un grupo me dio la bienvenida y graciasa todos los compañeros que, noche a noche, con sus expe-riencias y sugerencias, me recordaban muchas de las ver-dades que mi tío alguna vez me dijo, he podido dejar debeber. La primera sugerencia fue que, por los tres prime-ros meses, asistiera todos los días a mis reuniones, cosaque hice, y fue así como un día tuve las agallas de decla-rar en tribuna las siguientes palabras que cambiaron mivida por completo: “soy alcohólico”.

Admitir que era alcohólico fue lo más difícil para mí.Aun sabiendo que tenía problemas con mi manera debeber, yo pensaba que no era alcohólico, puesto que creíaque el alcohólico era aquel que ya lo había perdido todo

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y no tenía ni dónde dormir. Aprendí que el alcoholismo esuna enfermedad incurable y que la única forma parapoder alcanzar la sobriedad es decirle “no” a esa primeracopa, y tratar de poner en práctica los Doce Pasos suge-ridos de Alcohólicos Anónimos como programa de recu-peración. El poner en práctica el programa de recupera-ción no fue nada fácil, especialmente cuando tuve queadmitir que sólo Dios podría devolverme el sano juicio. Alllegar a este Paso hubo un conflicto dentro de mi ser,puesto que yo me engañaba al pensar que podía dejar detomar cuando quisiera. Mi defensa era que yo era un serlibre y que nada ni nadie me obligaba a tomar y que nadani nadie me obligaba a parar de tomar. Pero lo que noquería reconocer era que, cuando comenzaba a beber, nopodía parar. El admitir que hay un Dios todopoderoso,me ayudó a ser consciente de mi enfermedad alcohólica.Pude entender, en este Paso, que tengo que pedirle aDios, no que me ayude a parar cuando tenga que parar,sino que me ayude a no comenzar, es decir a no tomarmeesa primera copa. Y es así como, desde un inicio dentrode A.A., todas las mañanas, por sugerencia de mi padrino,le pido a Dios que me aleje de toda tentación y que medé la fuerza de decir “no” a esa primera copa, al mismotiempo que me comprometo conmigo mismo y con Diosa no beber las próximas 24 horas. Puedo decir que el éxitode mi sobriedad hasta este momento radica en este sen-cillo ritual diario y, de 24 horas en 24 horas, se van suman-do semanas, meses y años. Ya voy sumando casi ocho añosde sobriedad.

Hoy puedo decir que la historia de mi vida se divide endos partes; antes de Alcohólicos Anónimos y después deAlcohólicos Anónimos. Antes de A.A. yo era un ser queno enfrentaba la vida y sus problemas, siempre huía y merefugiaba en el alcohol. Hoy en día soy una persona queno necesita el alcohol para enfrentar los problemas del

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diario vivir. Trato de solucionarlos de la mejor maneraposible, siempre acudiendo a mi Poder Superior a travésde la oración. Gracias al alcohol perdí la vergüenza y losmejores días de mi juventud, ya que preferí el aguardien-te y la cerveza al estudio. Gracias a Alcohólicos Anónimosrecobré mi dignidad como ser humano y Dios me dionuevamente la oportunidad de regresar a mis estudios.Una vez en A.A. decidí recobrar el tiempo perdido y tuvela dicha de graduarme, no una, sino tres veces. En estosmomentos digo orgulloso que soy un miembro más deAlcohólicos Anónimos. A.A. me devolvió la fe en mímismo. Estoy plenamente convencido de que A.A. no essólo para dejar de tomar. A.A. es para vivir una vidamejor. Es por eso que sigo asistiendo a mis reuniones.Asisto a grupos de A.A. para no olvidar que soy alcohóli-co y recuerdo que parte de mi recuperación es pasar elmensaje al alcohólico que aún está sufriendo. Si creestener problemas con tu manera de beber y quieres unavida mejor, no lo pienses dos veces: Alcohólicos Anóni -mos es la solución.

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(4)

NACIDA DE LUTO

Tras años de búsqueda, diversas carreras y resi-dencias en tres continentes, se dejó, sin saberlo, guiarpor el temor. A los cincuenta años se encontró en elprincipio de su vida.

DE NIÑA vivía con mi hermana y mis dos hermanos—los tres eran bastante mayores que yo—, mis

padres y mis abuelos maternos. Ocupábamos una casaque habían construido mis bisabuelos. Mi bisabuela viviócon mi familia hasta su muerte, la cual ocurrió una sema-na antes de nacer yo. Es como si yo hubiera nacido deluto.

Empecé a abusar del alcohol a los once años cuando enuna Nochevieja mi cuñado subió a mi cuarto y me dio unvaso de champán. Por miedo, vergüenza, y curiosidad, lotomé entero. Me gustó y me quitó el miedo de él que yotenía. Pero él sí se asustó, al ver la facilidad con que yotragaba con tan poca edad. Seguro que él pensaba que meiba a poner enferma pero, después de aquella noche, pasémuchos años tomando todo tipo de bebidas alcohólicassin sentir ni mareo ni náusea.

Poco después de tomar mi primer vaso de champánaquella noche, comencé a buscar compañeros que podíanconseguir alcohol. No solía asistir a las fiestas de los chi-cos de mi edad, ya que no había nada ahí que me intere-sara, ni tampoco iba a los bailes sin haber tomado “algo”primero. Con dieciocho años, mi vida había alcanzado unestado de apatía. No me importaba ni mi familia, ni mis

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estudios, ni mis compañeros. Decidí viajar a otro país por-que yo creía que si cambiaba de sitio, cambiaría tambiénde actitud. ¡Vaya error! La verdad es que allí bebía másque nunca, ya que en aquellos tiempos no existían tabúesacerca del alcohol en gran parte del país a donde fui. Setomaba a cualquier hora y con cualquier edad. Los “jóve-nes”, es decir, más jóvenes que yo, tomaban cervecitas ovino con gaseosa. Los “mayores de edad”, como yo, tomá-bamos vermú por la mañana, cervezas o sangría con lacomida, y cubatas o whiskey en las discotecas. Pero hoydía sé que éramos tan solo los mayores alcohólicos los quetomábamos así.

Mucho antes de mi huida, mi hermano mayor demos-traba problemas mentales que no eran diagnosticados porningún médico. Mi familia ignoraba el problema, con laconsecuencia de que él abusaba de sus hermanos, másque nada de mí, por ser la más pequeña. Sin embargo, yolo quería mucho, y cuando por fin se marchó de casa, yome sentí muy sola. Me había acostumbrado a su trata-miento. Cuando él volvía a casa de visita, siempre me traíaalgún regalo y me solía llevar a sitios divertidos como elparque, a comer helados, etc. Con trece años, empezabaa comprarme alcohol porque, más que nada, eso era loque yo deseaba. Me daba también marihuana y otras dro-gas, pero yo siempre prefería tomar vino. Compartía lodemás con los amigos del colegio y me servía para hacer-me muy popular.

Con catorce años me hice amiga íntima de una jovencuya familia se vino a vivir a la casa de al lado de la mía.Ella no bebía alcohol jamás, ni tenía ganas de probarlo.Su padrastro era alcohólico y ella y su madre habían sufri-do una barbaridad a manos de él. Más tarde me enteré deque aquel señor era miembro de A.A., y que intentabamantener su sobriedad un día a la vez. Mi amiga y sumadre asistían a reuniones de Al-Anon en aquellos días.

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Como nuestras casas se ubicaban en un barrio urbanobastante pobre y los padres de mi amiga tenían miedo delas malas influencias que existían allí, se mudaron a lasafueras de la ciudad y yo tenía que desplazarme más paravisitarla. Después de una operación muy grave que tuvosu madre, mientras ésta se recuperaba en el hospital, elpadrastro de mi amiga se volvió a emborrachar. Entoncesme di cuenta de la seriedad del problema que él tenía.Pero todavía no sabía que el alcoholismo era una enfer-medad. También en aquellos tiempos mi cuñado y mihermano estaban drogándose mucho y tratando de invo-lucrarnos a mi amiga y a mí en su vida de drogas, alcoholy otros vicios. En algunas ocasiones aceptábamos la ofer-ta — en otras no.

Como mi amiga era muy guapa y cariñosa, ella no tuvoninguna dificultad en echarse novio. Parecía que ellatenía su vida solucionada con él. Pero yo me volví a sentirmuy sola, y empecé a frecuentar las tabernas de la ciudadya que aparentaba tener la edad suficiente para beber.Bebía sin problema; todavía no me enfermaba apenas. Alcabo de poco tiempo, yo no sabía vivir sin mi “medica-mento”. Trabajaba en una botica y cada tarde al cerrar elnegocio me iba directamente al bar a tomar cerveza hastala hora de cerrar. En los bares y tabernas yo siempre esta-ba rodeada de gente —bailando, riendo; sin embargo, meseguía sintiendo muy sola— más sola que nunca.

Entonces fue cuando decidí marcharme a Europa. Enmi colegio ofrecían estudios de ultramar en un institutointernacional, y la idea de colocarme tan lejos de mis pro-blemas y querellas me seducía. En aquellos tiempos mispadres se habían metido en un negocio con otro hermanomío y no prestaban atención a lo que hacía yo. Así que medespedí de mi trabajo, agarré el dinero que me habíanregalado en mis “quince” y me escapé de mi vida o, por lomenos, así pensaba.

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El colegio me colocó en un dormitorio con una chicanorteamericana de veintiún años de edad… ¡que bebíacon el mismo entusiasmo que yo! El primer día en la ciu-dad nos emborrachamos con sangría y casi destrozamosnuestra alcoba. Así siguió nuestra vida diaria hasta queunas semanas más tarde las dos estuvimos a punto de sus-pender el curso. La diferencia entre ella y yo era quecuando ella se vio con problemas algo serios, dejó detomar diariamente y se puso a estudiar y cumplir con lasobligaciones colegiales. Yo, en cambio, dejé el colegio yme fui con un nuevo amigo a la costa.

Regresé a la ciudad y, cuando se me acabó el dinero,volví a América y me puse otra vez a trabajar dando cla-ses para ganar dinero y poder volver a Europa. Pero estavez me llevé a mi amiga, que ya había roto con su novio.En Europa las dos buscamos trabajo, pero debido a queella no manejaba tan bien el idioma, la única que conse-guí trabajo fui yo — en una academia bilingüe. Mi amigalimpiaba nuestro apartamento, preparaba la comida,hacía la compra, y lavaba la ropa.

Al principio me divertía mucho enseñándole los mu -seos, los parques y los otros sitios de interés de la ciudad,pero al poco empecé a no volver a casa después del traba-jo. Pasaba primero por el bar o la taberna para tomarmeun par de copas, que siempre llegaban a ser muchas más.Algunas noches yo no aparecía en casa hasta la madruga-da, donde solía encontrar a mi compañera transpuesta enel sofá, con un cigarrillo medio fumado entre sus dedos.Por las mañanas o reñíamos o no nos hablábamos enabsoluto. Ella reconocía quizás mi comportamiento alco-hólico por haber vivido tantos años con su padrastro.

Las cosas fueron de mal a peor. Una mañana, anticipan-do que ella iba a enfadarse por mi costumbre de pasar porel bar después del trabajo, inventé una mentira. Le contéque tenía que asistir a una reunión de la escuela. Pero una

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colega mía le contó que no había ninguna reunión y termi-namos discutiendo de todos modos. Como yo era quienganaba el dinero en la casa, tenía todo el poder. Le dije queconsiguiera trabajo… o la iba a mandar otra vez a su casa.

Era casi imposible encontrar trabajo en aquella época,así que mi pobre amiga se vio obligada a marcharse.Hasta hoy mismo tengo la imagen de su rostro grabada enmi mente en el momento que la metí en un taxi rumbo alaeropuerto. Ni siquiera nos abrazamos. Fue la última vezque la vi. Unos meses después de volver con sus padres,con tan solo veinte años de edad, se murió de repente,víctima de una hemorragia cerebral.

Al enterarme de la muerte de mi amiga, me puse abeber como nunca. Durante siete u ocho semanas, todaslas noches me quedaba hasta las tantas en los bares —oalgunas veces en casa— bebiendo whiskey. Por las maña-nas, lo primero que hacía antes del trabajo era fumarmeun cigarrillo y tomarme un vermú para remediar el males-tar de cabeza y de estómago. Algunas veces, a mediamañana, me quedaba dormida en clase con la cabezaencima de la mesa. Los niños me tenían que despertar.¡Mejor ellos que la directora de la escuela, pensaba yo!

Una noche de fin de semana, me quedé hasta aún mástarde que de costumbre. Me junté con unos hombres enel bar de un hotel prestigioso. Los hombres estaban enviaje de negocios y no sabían bien las costumbres del país,así que yo me encargué de enseñarles las palabrotas. Unseñor y su esposa, huéspedes del hotel, me imagino, seofendieron al oír el lenguaje que usaba yo en mi borra-chera. Me tomaron por prostituta y reclamaron a la admi-nistración del hotel. El dueño del establecimiento pidió amis compañeros que me acompañaran fuera del hotel.Menos mal que yo no me di cuenta enseguida de lo queestaba ocurriendo, o seguro que hubiera terminado en lacárcel aquella noche. Yo tenía mi orgullo; a mí nadie me

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iba a echar de ningún sitio. ¡Yo era profesora de una de lasacademias más prestigiosas de la ciudad!

Aquella misma noche, yo iba por las calles de la ciudad,rumbo a casa, pero sin ningún deseo de llegar allí. Unamigo mío, el mismo que había hecho el viaje conmigodos años antes, me encontró y me llevó a casa. Aquellanoche me puse de rodillas y recé en voz alta a Dios queme ayudara. No: ¡que me obligara a no beber más! Al díasiguiente, no tenía ningún deseo de tomar la copita decostumbre antes del trabajo. Aquella tarde no fui al bar,ni me quedé en casa bebiendo. Pero, a partir de aquellanoche, empecé a caminar por la ciudad buscando algo.Entraba en tiendas; tomaba café sola, observando a lagente, fijándome en las familias que a mí me parecíanfelices, y decidí volver a estar con la mía. En cuanto pudeencontrar y capacitar a una maestra para encargarse demis clases, me marché otra vez a mi país de origen.

Me gustaría decir que mi historia con el alcohol termi-na ahí. Yo sabía que un Poder Superior me había quitadola compulsión de beber, pero no encontré la comunidad yla ayuda de A.A. hasta veinte años más tarde. El amigo queme ayudó a llegar a casa aquella noche en que me echarondel hotel se mudó a otro país para trabajar y me escribióuna carta pidiendo que me casara con él. Como yo lo con-sideraba mi ángel de la guarda, ya que me había “salvado”de mí misma aquella noche, acepté su proposición y memudé a Centroamérica. Yo no tenía nada mejor. Al llegara mi país el mes anterior, encontré que la situación en mifamilia tenía un efecto tóxico para mí. Decidí viajar aCentroamérica para casarme — volví a tomar el remediogeográfico tan sintomático de nuestra enfermedad.

En Centroamérica no bebí. Pero me “emborrachaba”mucho con contar la historia, a quien la escuchara, de laforma en que Dios me había quitado la compulsión debeber. Presumía mucho de ello, pero no me acuerdo de

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haber sentido nada de gratitud, solamente orgullo y su -perioridad.

A mi nuevo marido se le acabaron pronto los deseos devivir en Centroamérica y decidió que nos mudáramos ami ciudad natal, donde mi familia le daría trabajo en sunueva empresa.

Después de volver, empecé a visitar otra vez los baresmientras mi marido trabajaba. Una noche él sospechóque yo había estado bebiendo y reñimos tanto que yotemí por mi vida. Para apaciguarlo tuve relaciones sexua-les con él. Esa noche me quedé embarazada.

Tuve la buena suerte de que los malestares típicos delembarazo también hacían que no tuviera deseos de tomaralcohol. Estuve durante todo el embarazo y el período dedar el pecho sin beber. Pero unas semanas después dedejar de dar de mamar, me entraron nuevas ganas detomar. Los nervios que producía el ser madre, con todaslas responsabilidades que yo me imaginaba eran solamen-te mías, ya que no me fiaba de nadie, me causaban deseosde tomar otra vez alcohol. Lástima que por entonces nosabía que en los salones de A.A. se reunían madres igua-les que yo. Ellas sabían lo que era vivir una vida cotidia-na, con todas sus responsabilidades adultas, sin tener que“medicarse” con el alcohol.

Durante la crianza de mi hija, intenté muchas vecesdejar de beber. Estuve algunas veces meses enteros sintomar, pero no tenía a una comunidad de gente que meapoyara. Pasé muchos años criando a mi hija y siendo lamejor esposa que supe ser. Pero el papel de esposa y amade casa —por muy bien que lo desempeñara— me dabapoca satisfacción. Cuando mi hija tuvo edad suficientepara estar sin mí, trabajando, saliendo con sus amigos, yome encontraba con una casa muy limpia y un corazónmuy vacío. Mi marido y yo no teníamos nada en común.Así que volví a la botella con más fuerza que nunca.

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Viendo mi desolación, una amiga me persuadió para ira consultar a una terapeuta. Con esta profesional descu-brí que, empezando en mi niñez, siempre había dejadoque el miedo me guiara. Había permitido siempre quemis hermanos y otros familiares mayores me impidiesenque yo fuera quien necesitaba ser para mi propia autoactualización, salud y bienestar emocional y mental.Después de mis sesiones con la terapeuta, iba directo albar a “pensar y analizar” todo lo que habíamos hablado ydescubierto juntas. Pronto, iba a darme cuenta de que elalcohol era tan sólo un síntoma de mi problema. Mi pro-blema verdadero era yo — el yo que mostraba al mundoy el yo que ocultaba del mundo.

Unas semanas después de empezar a investigar mipasado y todos los secretos escondidos en él, le tuvieronque sacar cuatro muelas impactadas a mi hija, y a mí metocó quedarme en casa con ella después de su operacióny darle su comida y sus medicamentos. Durante esos tresdías y medio no pude ir a los bares. Empezaban a tem-blarme los dedos de las manos y entonces reconocí lomuy grave que era mi situación. Cuando ella se recuperólo suficiente para estar sola en casa (mi marido siempreestaba trabajando) fui enseguida rumbo al bar. Pero elautomóvil me llevó a otro sitio: ¡a una reunión deAlcohólicos Anónimos! Hoy día comprendo que no fue elcoche el que me llevó, sino mi Poder Superior.

En la reunión —mi primera reunión fue sólo paramujeres— me encontré como en casa. No conocía a nin-guna de las que estaban ahí; sin embargo, me parecíantodas hermanas. Éramos de mundos muy distintos, peroéramos todas iguales, con el mismo problema del alcoho-lismo. Nada más decir las palabras “soy alcohólica”, sentíque se me quitaba un gran peso de encima y mi corazónempezó a llenarse de algo… algo que todavía no sabíadefinir ni describir.

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Fui a diez reuniones aquella primera semana. Leí todala literatura que pude: el Libro Grande de A.A., Los DocePasos y Las Doce Tradiciones, Como lo Ve Bill, etc. Usécomo manual Viviendo Sobrio, ya que éste ofrece suge-rencias simples sobre cómo vivir diariamente sin tenerque volver a la botella. Pronto pedí a una mujer a quienyo había escuchado en las reuniones si le gustaría ser mimadrina, y aceptó. Con ella comencé a dar los primerosPasos, que me conducirían a la vida que tengo hoy —unavida serena, sobria y hermosísima— mucho mejor de loque me hubiera podido imaginar.

Es difícil describir las vueltas tan enormes que dio mivida desde que me encontré a mí misma en AlcohólicosAnónimos. Lo que buscaba en los bares, lo encontré porfin donde menos lo esperaba, entre gente que se esforza-ba por no tomar alcohol. Aquí he encontrado amigos,mentores, familia y hasta una compañera en la vida.Después de tres años de sobriedad, mi marido y yo nosseparamos, ya que por fin acepté que soy lesbiana. Hoydía él vive muy feliz con su nueva pareja, y yo estoy sobriay feliz con la mía.

Trabajo mucho también en varios puestos de servicioen la Comunidad de Alcohólicos Anónimos, ya que sé queesto me ayuda mucho a mantener mi sobriedad.

Jamás pensé que la vida podía ser así — que la verdadme liberaría. Lo que intentaba ocultar durante años mehubiera terminado matando algún día ya que la enferme-dad del alcoholismo no conoce límites. Sin embargo, concasi cincuenta años de andar por la tierra, estoy tan sóloen el principio de mi vida.

Hoy día, con ocho años de sobriedad, no siento orgulloni superioridad, sino humildad, acompañada de muchísi-ma gratitud.

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MALO SI BEBÍA Y MALO SI NO…

“A los 21 años de edad...después de llevar seis añosyendo a cuantos médicos me enviaban, después debuscarme enfermedades como VIH, lupus, metales enla sangre, lepra, una costilla flotante, cáncer y unmundo de cosas raras, fui sincera por primera vez enmi vida con un médico y le dije que consumía mucholicor…”

MI HISTORIA es igual a la de muchas mujeres alco-hólicas, que no sabíamos que sufríamos de alco-

holismo y cuando supimos que era una enfermedad, pen-sábamos que sólo les daba a los hombres.

Comencé a ingerir licor desde muy temprana edad.Más o menos cuando tenía seis años, en unas fiestas de finde año, junto con mi hermano mayor me robé una ban-deja que estaba lista para ser repartida con muchas copasde aguardiente y desde aquí comenzó mi carrera alcohó-lica. Solo que lo vine a saber cuando había entrado al pro-grama de Alcohólicos Anónimos 20 años más tarde.

Yo iba aumentando en edad y en mi manera de consu-mir licor. Mientras estudiaba la primaria sólo consumíalicor en las fiestas de fin de año, luego ya en la secunda-ria, veía con normalidad tomar vino y cerveza en los finesde semana, pero cada vez eran más frecuentes las ansiasque mantenía por la bebida, se me iba despertando lo quellamamos la “tripa aguardentera”. Éstas se recrudecieronmás cuando salí de la universidad, allí pasé a tragos másfuertes. Cuando terminé mis estudios me salió la práctica

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en otra ciudad; era mucho más grande; tenía tres veces elnúmero de habitantes de aquella pequeña ciudad en laque yo había nacido.

El mundo se abrió ante mis pies y me deslumbró, mehabía dado el permiso de tomar y hacer todo lo que se meantojara. Fui bebiendo cada día más y cada vez más can-tidad, pero menos calidad. Pasé de tragos finos a tragosfuertes y baratos. Los fines de semana eran una fiesta paraseguir con el elixir de la vida, la fórmula secreta de la ale-gría y el derroche. El rey alcohol fue ganando cada vezmás la partida, me enlagunaba siempre que ingería alco-hol, eran escasos los días en que recordaba todo lo quehabía hecho, los amigos ya no me invitaban a sus fiestasporque siempre formaba algún problema, me volví agre-siva y violenta. Si alguien me hacía algún reclamo por miforma de beber, lo agredía físicamente. Pero siempreencontré el ángel de la guarda que no me dejaba ni denoche, ni de día. Para este tiempo ya no sabía dónde esta-ba mi problema, porque con cinco cervezas ya estababorracha, la lengua se me enredaba y todos mis movi-mientos se volvían lentos; para la sexta cerveza no recor-daba nada. Aquí llegué al punto que mi vida se convirtióen un verdadero problema: Malo si bebía y malo si no lohacía.

Antes de ingresar a Alcohólicos Anónimos, fui a unsupermercado a comprarme una cadena y cuatro canda-dos para amarrarme a la cama, todo el fin de semana, por-que si lo lograba estaba segura de que no tomaría por lomenos en quince días o saldría victoriosa ese fin de sema-na. Pero no encontré lo que buscaba, porque las cadenasno las vendían soldadas como las necesitaba.

Luego llegó el fin de semana más desastroso delmundo porque me enloquecí de tanto beber y le rompí lacabeza a una amiga con la tapa de una olla a presión, lefracturé un dedo a otra, al amigo lo insulté porque era gay

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y al otro porque estaba metido en malos negocios. Penséal otro día que ésta sería mi última borrachera y tomé eldirectorio telefónico y llamé a A.A., pero me dio miedoque fueran por mí a la casa de mi abuelita que era conquien vivía en esta ciudad, me llené de pánico y colgué,pero luego recapacité y me dije si vienen por mí digo quenos vemos allá. Yo no tenía ni idea cómo funcionabaAlcohólicos Anónimos.

Estuve entrando y saliendo de los grupos de A.A. porespacio de tres años, cuando empecé a sentir que micuerpo estaba saturado por el licor y empecé a ver que nome respondían los brazos y las piernas. Para este momen-to ya tenía 21 años de vida, tuve que ir al médico, y meremitió al neurólogo. Después de pasar por tres neurólo-gos más, me remitieron a un equipo médico. Eran sieteespecialistas: un médico general, un psiquiatra, un neuró-logo, un ortopedista y otros tres más que no recuerdo suespecialización. A todas esas y después de llevar seis añosyendo a cuanto médico me enviaban, después de buscar-me enfermedades como VIH, lupus, metales en la sangre,lepra, una costilla flotante, cáncer y un mundo de cosasraras, fui sincera por primera vez en mi vida con un médi-co y le dije que consumía mucho licor, que había empe-zado a asistir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos,pero que el programa me parecía muy difícil. La verdades que no lo había comenzado en serio hasta ese día.

Este buen hombre me dijo que tenía una polineuropa-tía alcohólica, y que lo mejor que podía hacer por misalud era dejar de consumir licor, porque si seguía así,podría quedar en una silla de ruedas, si es que no memoría antes. Con esta sentencia decidí hacer algo por mivida, seguí asistiendo a las reuniones de AlcohólicosAnónimos como si fueran mi única medicina, que meestaban regalando y que esta vez tenía que aceptarla por-que me estaba suicidando lentamente.

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Los primeros días no fueron sencillos, no podía conci-liar el sueño, me levantaba de madrugada y tenía que ir atrabajar temprano. Se me descuadró el reloj biológico. Minueva enfermedad era igual al alcoholismo que se detie-ne pero no se cura; tenía que aprender a convivir conestas dos enfermedades.

Hoy después de muchos años todavía no he recupera-do del todo mi salud, es más, me volví una paciente deproblemática, porque cuando necesito una cirugía, porsencilla que sea, debo estar en un hospital especializado,porque dicen que la anestesia es muy arriesgada... secue-las de mi desorden de beber.

Después de saber esto y de haber desorganizado mivida de esta manera, Alcohólicos Anónimos era lo únicoque podía ayudarme y me dispuse para acoger esos DocePasos y empecé a caminar al lado de los verdaderos ami-gos. En esos días una vieja amiga de tragos me dijo queyo no era buena compañía porque no bebía, que esosalcohólicos me habían frustrado, que me había vueltomuy aburridora. Días después ella se suicidó de un tiro alcorazón. No pudo entender que la vida no era sólo licor,paseo y fiesta.

Seguí pues con mi programa. Seguí leyendo y llegué alas Doce Tradiciones; le encontré sentido a cada una deellas y entendí para qué fueron diseñadas; que no pode-mos quedarnos en nuestra recuperación, que tenemosque empezar a llevar este mensaje a quien lo necesite,que debemos ayudar al grupo a mantener esas puertasabiertas para cuando llegue alguien más así como un díallegué yo, que debemos ser dadivosos con nuestro grupoy nuestras oficinas, que todos somos los “socios de ellas”,que debemos compartir cuando tenemos, no sólo cuandonos sobra. Y por último empecé a leer los DoceConceptos; que por cierto me parecían muy complicadosy aburridores, pero me di cuenta de que allí es dónde está

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escrita la inmensidad de la Comunidad, que no estamossolos y que somos muchos, en muchas partes del mundo,alcohólicos y no alcohólicos, sin importarnos la clase,raza, sexo, religión, costumbres, idioma. Todos hablamosel mismo lenguaje del corazón.

Somos muchos los alcohólicos recuperados con estemilagro. Son muchos los dolores que me ha ahorradoAlcohólicos Anónimos, hasta el día de hoy. Sólo por 24horas, y con la ayuda de todos estoy segura de que seguirépor este camino, grande, ancho, espacioso y feliz, que meobsequió Alcohólicos Anónimos, con la ayuda infinita deese Poder Superior como yo lo concibo.

Gracias a todos los Alcohólicos Anónimos por ser mishermanos en donde quieran que estén.

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EL FIN DE UNA CORTA CARRERA

Un domingo por la mañana temprano este jovenalcohólico, solitario e introvertido, se despertó tiradoen el patio de una casa desconocida, experiencia quele dio la suficiente motivación como para buscarayuda en Alcohólicos Anónimos.

ES UN pequeño poblado en la montaña. La gente sededica a la agricultura y depende mucho de la lluvia

para que sus cosechas se logren. Es muy común el uso debebidas embriagantes por los campesinos del lugar. Lasbebidas más populares son la cerveza y el pulque, que esuna bebida local que se extrae del maguey (agave), y suuso se remonta a tiempos prehispánicos. También existeuna bebida fuerte que se extrae de la caña: el aguardien-te. En este lugar nací y, desde muy pequeño, vi de cercalos estragos que produce en hombres y mujeres el abusode estas tres populares bebidas embriagantes.

Fui el segundo de catorce hermanos, siete hombres ysiete mujeres, de los cuales sólo sobrevivimos diez.Siempre había un nuevo miembro en la familia que llega-ba a nuestro hogar para reclamar un lugar. Los cuatromayores nacimos en el campo, los otros diez nacieron en laciudad. Mi padre luchaba para cubrir las necesidades bási-cas de todos y siempre tuvimos un hogar y algo para comer.Mi madre también luchaba, tratando de criarnos a todos dela mejor manera posible. La vida en estos lugares es muydura. Mi padre no tenía nada, había pobreza; por lo tanto,crecimos con limitaciones materiales, de atención y cariño.

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A mi padre le gustaba el trago, y como resultado de esaactividad, tuvimos que emigrar a la capital. Mi madretambién tomaba y, ya instalados en la ciudad, la forma debeber de ambos empeoró. Yo contaba con ocho años deedad.

Asistí a la escuela los primeros seis años de educaciónbásica y mi desempeño, a pesar de todo, fue muy bueno.Hasta allí el propósito mío era no tomar nunca ningunabebida embriagante. Después de terminar la educaciónprimaria mi deseo más grande era asistir a la siguienteetapa, que era la secundaria pero, debido a que ya habíademasiados hermanos, mi padre ya no podía darnosapoyo; es más, los mayores tuvimos que trabajar paracubrir nuestras necesidades personales.

Fue una frustración tremenda para mí. Yo pensaba queera la obligación de mi padre darnos lo elemental paravivir. A esa temprana edad ya tenía una mala impresión demi padre por los abusos que, como bebedor, cometía con-tra nosotros. Era muy rígido en su forma de disciplinar-nos. Cuando no lo obedecíamos, hacía uso de los golpes ylas palabras obscenas, no sólo contra nosotros sino tam-bién contra nuestra madre. Y esa actividad duró desde lainfancia hasta, en mi caso, la adolescencia. Esto me causóuna tremenda inseguridad, miedo, deseos de venganza yotros sentimientos y pensamientos enfermizos que dura-ron por muchos años arraigados en mi mente. Traté deentender su comportamiento violento contra nosotrospero, a esa edad, no es fácil entender muchas cosas. Nopuedo culpar a mi padre por mi alcoholismo. Tampococreo que mi alcoholismo lo haya heredado de mis padresya que el resto de mis hermanos no tienen problemas conla bebida.

Empecé a trabajar aproximadamente a los trece años,aunque desde los ocho años hacía cualquier cosa y gana-ba algunos pesos. Ayudaba a un señor que era ciego a ven-

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der dulces en la entrada de una escuela. Un año despuésfui a trabajar de ayudante de construcción en una escue-la que estaban construyendo. Allí, al finalizar la primerasemana de trabajo y para celebrar con mis compañeros detrabajo mi primer salario, hice contacto con la cerveza, ymi decisión de no tomar nunca bebidas embriagantesquedó en el olvido. Andaba entre los catorce y quinceaños de edad y mi carrera alcohólica había comenzado.Desde el principio encontré en la bebida alivio para lashumillaciones, limitaciones y miedos que, según yo pen-saba, la vida me había dado. La bebida adormecía en mimente y ahogaba en mi pecho un padecimiento interno.Es cierto, el alcoholismo es una enfermedad física, men-tal y espiritual. La bebida me ayudó también a vencer esainseguridad para comunicarme con los demás y, sólo conla bebida, se me soltaba la lengua y podía hablar con cual-quiera de cualquier cosa. Sí, la bebida era el elixir mágicoque curaba y eliminaba muchas de mis limitaciones físicasy mentales, al menos eso era lo que pensaba en esos días.Incluso, borracho podía sentirme un gran galán y enamo-rar a una mujer. Sí, el alcohol tiene poder y, al ingerirlo,yo me transformaba y hacía el papel de personaje.

En el ambiente donde me desarrollé, el tomar, fumar yenamorar a una muchacha eran manifestaciones de queestaba en el camino correcto para convertirme en un ver-dadero hombrecito.

El día de esa primera borrachera con seis cervezas, nollegué al hogar donde vivía por miedo a sufrir las conse-cuencias por parte de mi padre. Llegué al siguiente día y,para mi sorpresa, mi padre no me dijo nada, ni tampocolo hizo mi madre. Sentí alivio y a la vez me sentí libre devolver a tomar si lo deseaba. Racionalizaba que si ganabami dinero era correcto que lo gastara como quisiera, y sideseaba emborracharme nadie tenía por qué prohibirmenada. Después de esa primera borrachera, sólo tomaba a

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escondidas, de forma ocasional, sin llegar a la embriaguez.Se acabó ese trabajo y me fui a acompañar a mi padre,

que también era ayudante de la construcción, y trabaja-mos en tres construcciones más. Por supuesto que allí labebida abundaba, pero yo no tomaba por miedo a mipadre allí presente.

Después, como a los dieciséis años, mi abuela y un tíome ayudaron a conseguir un trabajo en una fábrica debicicletas. ¡Imagínense mi inseguridad, que no podía yosolo conseguir un trabajo! Allí ganaba un poco más dedinero y también empecé a beber las cervezas con loscompañeros de trabajo. En esas borracheras hubo másirregularidades en mi conducta a las que no puse aten-ción. Abusaba de mi forma de hablar y utilizaba el lengua-je obsceno contra los demás compañeros de borrachera.Un compañero de trabajo casi me dispara con una pistoladespués de hablar mal de su madre. En otra ocasión aga-rré una borrachera con un compañero de trabajo y ama-necí en la cárcel por escandalizar en un hotel. Yo norecuerdo nada debido a las “lagunas mentales” que ya sehacían presentes en casi cada borrachera.

Tenía una novia que era muy buena persona pero queyo no supe valorar. Trabajábamos en la misma fábrica, yen varias ocasiones la dejé “plantada” esperándome pararegresar juntos a la colonia donde vivíamos. Esos desplan-tes eran porque yo prefería ir al billar o a tomar las cerve-zas con mis compañeros de trabajo. Esa situación durómás de dos años. Finalmente ella decidió dejarme y rom-per ese compromiso de matrimonio que habíamos hechodebido a que mi forma de beber no cambiaba y, por elcontrario, empeoraba.

Aunque hice un tibio intento de fortalecer mi cuerpo ymente practicando el fútbol, no funcionó debido a queera yo muy frágil físicamente, y demasiado débil mental-mente, para competir como todos los hombres lo hacen

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para alcanzar un lugar en la sociedad. Terminé bebiendolas cervezas en la orilla del campo de juego, gritando yexigiendo a mis compañeros de equipo que hicieran loque yo no pude hacer. Así es que seguí acumulandodecepciones y frustraciones y llenando mi estómago decerveza y tequila para ahogarlas. Por aquel tiempo hicetodo lo posible para alejarme de la familia y también detoda responsabilidad de mi parte hacia ellos. No sé cómohicieron mis hermanos para sobrevivir. Yo no pude ayu-darlos en su educación escolar ni tampoco con ningúntipo de ayuda económica.

En una ocasión tomé la decisión de alejarme de la ciu-dad y buscar mejores horizontes en otra parte. Junto conotro borracho, fuimos a parar a las playas de un complejoturístico en el océano Pacífico.

No estuvimos allí ni veinticuatro horas. Nos embriaga-mos y por la noche decidimos irnos a otra ciudad, más alnorte, donde el turismo y el puerto ofrecían la posibilidadde un empleo. Estuvimos allí una semana pero los inten-tos de conseguir un trabajo eran nulos, pero había bebiday casi a diario estábamos borrachos. Decidimos regresar ala capital y lo hicimos totalmente derrotados. La fuga geo-gráfica para solucionar mi problema con la bebida y cam-biar mi vida había fracasado. El alcoholismo es una enfer-medad que se lleva en la mente y no importa el lugar, allíme iba a acompañar. Cuando quise explicarle al dueño dela compañía (antes de irme aún trabajaba) mi ausencia demás de una semana, no quiso escuchar y me dijo que yahabía sido despedido. Estoy resumiendo un período deaproximadamente cuatro años en los que hubo más borra-cheras y, por supuesto, varios problemas más. Lo únicobueno que alcancé a rescatar de ese tiempo fue un conse-jo que me dio un compañero de trabajo para que tomaraun curso de capacitación gratuito en el Seguro Social.

Después de haber sido despedido decidí tomarlo pero

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tuve que hacer un esfuerzo tremendo para quitar de mimente la idea de beber, aunque también había un deseointerno de cambiar mi vida. No me emborraché en sietemeses, aunque me tomaba unas cervezas, digamos deforma controlada.

Al terminar ese curso de capacitación trabajé en otracompañía. Allí también abandoné el trabajo porque,según yo, no valoraban mi capacidad de trabajador.Después conseguí trabajo en una fábrica de envases devidrio. El resultado fue el mismo: después de seis meses,una mañana llegué borracho a trabajar y me despidieron.Después anduve vagando por algún tiempo. En unaborrachera me agarré a golpes con mi padre queriendosacar todo mi resentimiento guardado por muchos añoscontra él. El resultado fue que tuve que cambiar mi lugarde residencia. Mi antiguo compañero de trabajo, el queme había dado el consejo de que estudiara, me prestó unespacio donde vivir. Aunque conseguí un trabajo norecuerdo haberle pagado nada por el tiempo que viví ensu casa.

Por aquel tiempo me sentía totalmente muerto en vida,incluso consideré el suicidio, pero como un cobarde, sólolo pensé. No sentía ningún tipo de motivación para vivir ymi vida se había llenado de amargura, casi siempre esta-ba de mal humor por todo y contra todos, y este malhumor me duró muchos años. Había perdido la capacidadde sonreír. Era un tipo totalmente confundido, sin brúju-la. Me había convertido en un individuo solitario e intro-vertido. Varias veces me embriagué sólo, y aquello fuetremendamente horrible.

En diferentes momentos, algunas amistades trataron deayudarme. Uno de ellos me invitó a que asistiera al cultode su iglesia. No me agradó la idea ya que, desde muyjoven y por varios años, rechacé cualquier idea de some-terme a alguna religión. Otra señora también me invitó a

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que asistiera a las reuniones juveniles de su congregación.Está de más decir que no asistí. Otra señora, vecina dellugar, me aconsejó que me casara y tal vez así cambiaríami vida. No lo intenté debido a mi característica machistade ver a la mujer, no como compañera sino como alguiendesechable. Un alcohólico es una persona que no se ama así misma y tampoco sabe dar amor a los demás. Para estaépoca apenas tenía veintiún años de vida.

Por ese tiempo que viví con mi antiguo compañero detrabajo, algo increíble sucedió. Escuchábamos la radiopor la noche. Por aquellos años transmitían un programade discusión muy bueno en el que se consideraban dife-rentes temas, algunos controvertidos. En uno de esos pro-gramas, dividido en dos partes, invitaron a los AlcohólicosAnónimos a pasar la información al público. Escuché muyatentamente dos lunes consecutivos la información quedieron los A.A. Mi amigo, que conocía mi forma de beber,ya que en ocasiones bebíamos juntos, me sugirió quefuera a buscar ayuda en un grupo. Mi rechazo mental fueinmediato, pero algo, muy en lo interno, me decía queestos A.A. tenían algo que yo necesitaba. Le dije a miamigo que sería bueno probar, aunque no lo hice inme-diatamente. La semilla de Alcohólicos Anónimos y su pro-grama de recuperación había sido sembrada, afortunada-mente para mí, en terreno fértil.

Algunos meses después de recibir el mensaje, fui a vivircon uno de mis hermanos y seguí bebiendo tres años más.Cuando había dinero bebía, junto con borrachos ocasio-nales, en los cabarets baratos del centro de la ciudad. Allí,en la compañía de alguna mujer de muy dudosa reputa-ción, me engañaba a mí mismo creyendo que era un granamante. Por supuesto que mi madre y hermanos teníannecesidad de ayuda económica de mi parte, pero yo nopodía ver eso y tiraba mi dinero en esos burdeles. ¡Cuántaceguera la de un alcohólico!

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Mi última borrachera fue el detonante para llegar aAlcohólicos Anónimos. En aquella ocasión un compañerode trabajo se casó y fuimos a la fiesta. Había bastantebebida y empecé a tomar de forma compulsiva. Sólorecuerdo los primeros tragos, el resto de la fiesta me latuvieron que contar mis compañeros de trabajo.Totalmente embriagado, me atreví a acompañar a misamigos a otra fiesta. Debido a mi embriaguez quisieronllevarme a casa pero yo les dije que no y me dejaron en elcamino. Perdido de borracho me dirigí a quién sabedónde. El resultado fue que amanecí tirado en el patio deuna casa, muy lejos de donde yo vivía. El frío de la maña-na me despertó y empecé a caminar tratando de ubicar-me. Era un domingo por la mañana y poco más tardehabía salido el sol. A mí me parecía el día más negro demi vida. La gente iba de camino a la iglesia, al mercado oa disfrutar su domingo en algún lugar. Y yo iba camino alinfierno. Pedí a la gente algunas monedas para tomar elautobús para regresar a donde vivía. No olvido la formapiadosa en la que esos desconocidos veían mi derrotadafigura.

Esta escena de quedar tirado por la embriaguez ya mehabía sucedido en otras ocasiones. Me asaltaron y golpe-aron en tres ocasiones por andar de borrachera, sin con-tar otras escenas también humillantes para la dignidad deun ser humano. Ese domingo llegué a mi cuarto y pensémuy profundamente qué iba ser de mi vida. Me sentíamal física y mentalmente. Descansando la cruda, oía y meimaginaba cosas que no eran reales. Esto me había suce-dido anteriormente. Mi compañero de cuarto me invitó acomer. Me preguntó qué era lo que había pasado. Nopude decir nada. Ese día bebí mi última cerveza. Alsiguiente día tomé la decisión de probar seriamenteAlcohólicos Anónimos. Aunque algunos meses anteshabía hecho dos tibios intentos por asistir a un grupo, no

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tuve el valor de entrar. Pero esa noche me dirigí a ungrupo que yo sabía que existía en el vecindario.Caminando por la avenida tropecé con otro grupo nuevoque recién se había abierto y allí me quedé afuera, pen-sando. Cruzar la puerta del grupo fue lo más difícil. Lopensé una y mil veces. Intenté regresar a mi cuarto y vol-ver al siguiente día. Caminé y me detuve en la esquina.Me dije a mí mismo: “¿Qué vas a hacer con tu vida? ¿Vasa continuar con la borrachera y llevando una vida misera-ble, como algunos miembros de tu familia lo han hecho?”El Poder Superior puso en mi mente la respuesta.Caminé de regreso y entré al local del grupo.

Era un lunes de 1980, minutos antes de las ocho de lanoche. Las personas allí presentes me indicaron que mesentara, que la reunión iba a empezar en unos minutos.Lo hice y escuché por vez primera a mis nuevos amigos.Y me sumergí en este mundo mágico que es AlcohólicosAnónimos. No recuerdo qué dijeron, pero lo que sírecuerdo es que hablaban con una sinceridad que norecuerdo haber escuchado antes en ningún ser humano.Seguí las sencillas sugerencias que aquellos alcohólicossobrios gratuitamente me dieron y desde aquella fecha nohe tomado el primer trago.

A pesar de la diferencia de edades (iba a cumplir vein-ticuatro años de edad y la mayoría de ellos pasaba de lostreinta y cinco), encontré algo que hoy entiendo es unpuente de comprensión, alguien en quien pudiera ver laprogresiva degradación de mi vida.

Esas charlas eran algo que me mostraba que estoshombres sabían del dolor interno de un alcohólico. Meinicié en el período de recuperación del sano juicio por-que, al final de cuentas, el beber hasta la embriaguez esuna locura. Asistía casi diario a las reuniones de estegrupo de hombres y mujeres que disfrutaban de la mutuacompañía. Aprendí a reír, bromear y a convivir con ellos.

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Me enseñaron que la vida es también alegría y que tienesentido y no tiene por qué ser un martirio. También meenseñaron el respeto a los demás seres humanos sin im -portar su condición económica, social o física. Mi grupotenía reuniones de participación libre y también sesionesde estudio, así que aprendí desde el principio un pocosobre el programa de A.A. y su papel vital en la vida de unalcohólico.

Años después regresé a la escuela. Hice los tres años deeducación secundaria en una escuela para trabajadores ylogré alcanzar un promedio alto. Mi récord y estabilidaden mi trabajo mejoraron bastante. Tuve la oportunidad dereparar daños con mi padre. No pude hacerlo con mimadre porque, debido a su alcoholismo, un sábado deotoño de 1985 amaneció en estado de coma y falleció alsiguiente día. La cirrosis se la había llevado a la edad decuarenta y nueve años. Mi padre corrió la misma suerte,el alcoholismo se lo llevó en el otoño de 2001.

Ciertamente el alcoholismo es una enfermedad mortal.Traté de ingresar a ambos a Alcohólicos Anónimos perosin éxito. A mi padre le gustó pero no quiso asistir a lasreuniones. Mi madre murió sobria. Logró la sobriedad enun grupo de A.A. sólo su último mes de vida.

He tenido situaciones difíciles y crisis emocionalespero, con la ayuda de mi Poder Superior manifestado através de mis compañeros de A.A., he logrado superarlasy seguir adelante. Mis compañeros me enseñaron desdeel principio que siempre debo tener un grupo base ytengo que estar frecuentemente en contacto con losmiembros de este grupo.

También he tenido grandes satisfacciones en la prácti-ca, por mínima que sea, del programa de A.A. Una de lasmás grandes ha sido el reajuste de las relaciones interper-sonales. He logrado borrar las distancias que había pues-to entre mis hermanos y yo. Me reúno con ellos y sus

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familias para compartir durante los días de fin de año.Comemos, platicamos, reímos, bailamos, “levantamosnuestro fondo” y, sin dolor, nos damos cuenta de que sólofuimos víctimas de una terrible enfermedad que azota alos seres humanos que ingieren algún tipo de bebidaembriagante.

Aún asisto a dos reuniones por semana, como mínimo,en mi grupo base. Cuando tengo la oportunidad y se mesolicita, acepto algún servicio en mi grupo. He aprendidoque Alcohólicos Anónimos es sólo eso, amor y servicio paralos seres humanos que me dieron eso mismo en mis días deborrachera. De esta forma estoy devolviendo un poco de lomucho que se me ha dado. El programa de AlcohólicosAnónimos funciona sólo si yo lo hago funcionar.

Mi corta trayectoria alcohólica puede que no sea unlibreto para una película. Mis años de actividad alcohóli-ca son apenas el inicio para otros. Lo que sí pude experi-mentar es que el deterioro físico, mental y espiritual deun alcohólico puede ser más rápido y difícil de soportarpara muchos. Las tempranas manifestaciones de la enfer-medad me convirtieron, al final de mi carrera, en un tipoincapaz, antisocial y solitario.

Los pocos o muchos años de alcoholismo de una perso-na no lo hacen más o menos apto para recibir el mensajede A.A. La recepción y adaptación de este programadependen de un deseo interno de parte de un alcohólicode aferrarse a la vida y de un esfuerzo sincero para serfeliz y útil.

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“CÓMO NOS ENGAÑAMOS CON EL ALCOHOL…”

Siempre prefería vivir en un mundo de fantasía.La bebida parecía facilitarle la entrada a ese amenoaunque inventado reino imaginario que al fin se con-virtió en un caos y una catástrofe.

ESCRIBIR esta historia me parece uno de los proyectosmás difíciles de mi vida, quizás porque tiene que ser

totalmente sincera. La sinceridad y la honestidad no hanformado parte de mi vocabulario hasta que entré enAlcohólicos Anónimos y dejé de beber. No recuerdohaberme sentido nunca mejor que desde el último díaque tomé la última copa, hoy por lo menos y de momen-to, desde que me levanté esta mañana, y lo único queespero es que sea así el resto de mis días. Mi gratitud esinfinita a A.A. y a todas las personas que he conocido den-tro de los diversos grupos, que me han ayudado a apreciarmi vida tal como es, y a poder enfrentarme a los proble-mas de manera directa y sin miedo. Dentro de A.A. hedescubierto que usaba el alcohol para evitar enfrentarmea la realidad de la vida. Sin alcohol me siento como un serhumano, he adquirido el valor necesario para poder mirarde frente a todo lo que se presente, sea triste, desagrada-ble, fantástico, o sea como sea.

Nací en el seno de una familia con una serie de proble-mas y dificultades que posiblemente no sean muy distin-tas de las de muchas otras personas. Sé que eso no justi-fica mi comportamiento ni mi adicción al alcohol. Sé

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también que muchas personas han tenido una infancia yunas experiencias peores a las mías y no se han refugiadoen el alcohol ni se han comportado como yo lo he hechoen demasiadas ocasiones. Ahora sé que nací con la pro-pensión hacia el alcohol y que, más tarde o más tempra-no, lo habría adoptado como quien recibe a un amigo,aunque en realidad fuera mi enemigo.

Para mí el alcohol fue siempre el método que utilicépara evitar enfrentarme a la realidad, para aislarme y paracrear un mundo irreal. La realidad era inaceptable paramí; prefería crearme un mundo de fantasía y, por estemotivo, tendría que inventarme otro mundo irreal. Elalcohol sería mi fiel distorsionador, tan fiel que su mundoacabaría absorbiéndome cada vez más. Un mundo que alprincipio creía que era agradable, aunque inventado,pero eventualmente se convertiría en caótico y me arras-traría al desastre de mis últimos tiempos de relación conel alcohol.

Crecí prácticamente como hija única, pues mis herma-nos eran mucho mayores que yo y ya no vivían en casa. Mimundo era totalmente imaginario y, aunque era una niñamuy sociable y simpática, siempre pensé que era distintay superior a todos los demás humanos, fueran menores omayores. Fui buena estudiante y desde muy joven queríairme de casa. En retrospectiva y después de mucho inda-gar he descubierto que comencé a beber a solas a los die-cisiete años. Aunque mis padres no bebían, tenían siem-pre un bar con todo tipo de botellas de alcohol para lasvisitas. Recuerdo que al principio tomaba licor de mentaa escondidas. Recordando la experiencia, el sabor deaquel licor de menta me parece actualmente execrable.Ya entonces me gustaba el efecto aunque recuerdo queno me gustaba su sabor. Recuerdo perfectamente y comosi fuera hoy el efecto que me producía al principio, unavaga sensación de mareo y de felicidad, o por lo menos

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eso era lo que yo me creía. Eventualmente, sé quecomencé también a beber coñac y otras cosas, en peque-ñas dosis, hasta que un día me emborraché. La primeravez que me emborraché recuerdo perfectamente que porla mañana fui a la playa con unos amigos y por la nochehabía quedado con un amigo. Era la primera vez que salíacon un chico sola. Mentí a mis padres y les dije que meiba al cine con mis amigas. Tenía que regresar a las diez ymedia de la noche. Como no estaba muy segura de cómome tenía que comportar con este chico que, además, eramucho mayor que yo, bebí más de la cuenta y me embo-rraché, bien por miedo, por timidez, o simplemente por-que mi enfermedad empezaba a asomarse. Recuerdoaquella noche haber ido a varios bares, comido tapas ybebido vino. Sé que me empecé a sentir un poco marea-da pero tenía una sensación de “supermujer” y todos mismiedos y mi timidez habían desaparecido. Me doy per-fectamente cuenta de que buscaría esa sensación duran-te todos los años que seguí bebiendo y que, por cierto,fueron demasiados. Al llegar a casa recuerdo que mimadre le dijo a mi padre: “está borracha”. Yo lo negué ydije que simplemente me había tomado un par de copasde vino pero que los efectos del sol del día de playa mehabían afectado y que tenía más bien una insolación. Éstafue la primera mentira que dije relacionada con mi enfer-medad. Me fui a dormir y a la mañana siguiente melevanté con dolor de cabeza, que atribuí a la presuntainsolación. En mi casa no se volvió a hablar del tema.

Aquel mismo verano me fui a estudiar a otro paísdurante un año. No recuerdo beber asiduamente pero sírecuerdo haber sido invitada a una boda a la que fui conla familia donde vivía, y haberme emborrachado.Recuerdo que durante la noche la madre de la casa mesugirió que la próxima vez que fuera a una función seme-jante bebiera té. Estas palabras se me quedaron grabadas,

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pues las recuerdo como si fuera ayer, pero obviamente nolas tomé como consejo ni como pauta de comportamien-to. ¡Ojalá lo hubiera hecho!

A mi regreso comencé a estudiar en la universidad.Recuerdo quedarme leyendo al final de la noche, o inclu-so estudiando, a menudo y, más y más a menudo, con unacopita de vino. Cada vez que salía con amigos, tomaba unpoco más de la cuenta y también recuerdo haberme pre-sentado a exámenes orales después de haber tomado. Erabuena estudiante y tuve suerte, pero a partir de entoncessé que mi enfermedad comenzó un proceso de incremen-to. La verdad es que ahora me pregunto cómo pudelograr salir adelante con mis estudios.

Me casé a los veinte años y, en retrospectiva, sé perfec-tamente que no me casé amando a mi marido, hasta elpunto que ahora recuerdo que incluso fui a la iglesiaborracha. Parecía “alegre” para todo el mundo, pero yosabía claramente que había estado tomando alcohol paraadormecer la realidad. Esta boda para mí fue ya entoncesotra forma de escape. No me sentía bien conmigo misma,quería salir de nuevo de mi país, que entonces considera-ba una sociedad opresiva y, junto con mis padres, con susideas anticuadas me impedían desarrollar lo que yo pen-saba que quería ser. Obviamente este “escape” a través deun matrimonio me entrampó más que otra cosa. Mi mari-do era extranjero y mayor que yo. Muy pronto me dicuenta de que no estaba feliz con él y eventualmente medivorcié, me fui a otro país a terminar mis estudios ydurante este tiempo mi enfermedad me mantenía en loque yo veía erróneamente como una especie de equili-brio. Estoy segura de que mi alcoholismo no era solamen-te una enfermedad física, sino que era una enfermedadespiritual. A pesar de trabajar mucho y de tener amigos yuna vida agradable, sentía como si constantemente mefaltara algo, y así me sentía siempre, vacía por dentro. No

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sabía lo que me faltaba ni tampoco sabía exactamente loque quería. Fui a ver a un psiquiatra y recuerdo que élatribuía mi insatisfacción al estrés de mis estudios. Todoparecía bien por fuera, pero por dentro yo me sentíavacía, insatisfecha y sabía que me faltaba algo. Yo ya medaba perfectamente cuenta entonces de que ir a ver alpsiquiatra no me servía para nada; me recetó sedantesque creo me tomé dos veces, pero mi única medicinaseguía siendo el alcohol, aunque todavía mi enfermedadalcohólica no había alcanzado el nivel que alcanzaría añosmás tarde.

Por aquella época conocí al hombre con quien despuésme casaría. Nuestra relación empezó en una fiesta abrien-do una botella de vino y seguimos durante años bebiendojuntos. Tuvimos dos hijos y, a pesar de que yo había termi-nado un doctorado, decidimos que lo mejor era que mequedara en casa cuidando de la casa y ejerciendo demadre. Aunque estaba feliz con mis niños seguía sintien-do que me faltaba algo y me sentía muy sola, así que co -mencé a beber sola cada vez más y más.

Entré en una progresión infernal, sintiéndome en unaabsoluta soledad, con dos niños pequeños en casa, y frus-trada con otro tipo de ambiciones profesionales que cadavez eran más inalcanzables. Todos mis compañeros yaestaban encauzados en sus carreras. Sentía que yo yahabía perdido el tren y en el fondo me sentía más y másfrustrada. La enfermedad alcohólica ya estaba desarro-llándose. No me reconocía como persona y, cada vez mása menudo, comenzaba a pensar que lo mejor que mepodía pasar era morirme, que nadie me echaría en falta.Al fin y al cabo no era una buena madre pues bebía conmis hijos en casa. ¿Qué se podía esperar de mí? Me sen-tía sin valor, como si no fuera nada. Sabía que ni tenía untrabajo, ni una profesión y ni siquiera me parecía quefuera una buena madre. Una mezcla de culpabilidad, de

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desasosiego y, al mismo tiempo, la sensación de que elmundo no me necesitaba y que simplemente era unestorbo para todos, iban en incremento. La relación conmi marido se iba deteriorando también y los últimos añosantes de dejar la bebida y encontrar AlcohólicosAnónimos resultaron ser un verdadero infierno para mí ypara toda mi familia.

Mi matrimonio era un fracaso total. Mi marido seguíabebiendo conmigo pero más adelante, cuando yo intenta-ba dejar de beber, él comenzó a fumar marihuana más ymás. Durante estos años recuerdo pensar a veces queposiblemente yo tuviera un problema con el alcohol yrecuerdo haber hecho las pruebas que de vez en cuandouno encuentra en revistas e incluso en la Internet. Algunavez estuve a punto de entrar en un centro de rehabilita-ción para alcohólicos que se encontraba cerca de casa ypedir información o, simplemente, que me acogieran.Llegaba siempre a la puerta, miraba con aprehensiónhacia dentro, con ganas al mismo tiempo de que me lla-maran desde dentro, pero nunca me atrevía a entrar pormi propia voluntad. Posiblemente temía que me dijeranque me quedara, pues mi sitio estaba efectivamente allí.¡Ojalá lo hubiera hecho!

Me sentía culpable y me daba cuenta del daño que lesestaba haciendo a mis hijos, pero al mismo tiempo sé queme estaba engañando a mí misma por no reconocer quelo que tenía era un problema de adicción al alcohol. Elinfierno en el que estaba se convirtió en un lugar familiaren el que, en el fondo, yo ya sentía que estaba atrapada ydel que no veía la manera de salir. Mi autoestima erainexistente y lo único que veía era que todo el mundo medespreciaba y mi marido me insultaba con su actitud yhumillación. Pensé en suicidarme más de una vez, aun-que nunca lo intenté. Hablaba del suicidio más y más amenudo y ahora en retrospectiva pienso que entré en una

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gran depresión provocada por el mismo alcohol. Lo queinicialmente pensaba que era una sustancia que me pro-ducía bienestar y euforia, más tarde aprendería que erauna sustancia depresiva. ¡Cómo nos engañamos a nos-otros mismos con el alcohol! Y qué traicionera es estaenfermedad que nos hace creer que somos otra cosa, quenos hace creer que nos produce euforia y buen estado deánimo cuando en realidad el resultado es todo lo contra-rio. Me doy cuenta ahora de que me pasaba todo el tiem-po buscando salidas pero no encontraba las puertas, bus-caba soluciones pero no veía cuáles eran los problemas,buscaba emociones pero me sentía vacía y totalmentedesprovista de energía. Me sentía totalmente confundida,deprimida y sin ánimos. Decidí ingresarme dos veces enun hospital psiquiátrico, presuntamente para descansar ypara que me cuidaran, y fue allí donde aprendí (aunqueal principio no hice caso) que mi problema verdadero erami dependencia y adicción al alcohol. Una vez que salí delhospital tuve la actitud típica del alcohólico, la de lasoberbia. Por supuesto decidí que podía lograr dejar debeber sola, que no necesitaba ayuda y que A.A. no meservía a mí pues, al fin y al cabo, yo no tenía un problematan grave como las personas que encontraba en las pocasreuniones de A.A. a las que asistía. Comencé de nuevo amentirme a mí misma y a los demás: mi problema no erael alcohol, pensaba. Mi problema era todo lo que merodeaba, el mundo, la gente, mi familia. Obviamente,recaí y volví a recaer cada vez que intentaba dejar debeber sola. Las últimas semanas que estuve bebiendo lle-garon a ser lo peor que recuerdo de toda mi vida, aunquesé que me acuerdo solamente de una pequeña parte. Noveía la diferencia entre el día y la noche, alucinaba y loúnico que quería era dormir y no volverme a despertar.Mi autoestima había desaparecido por completo.

El dolor que provoqué a mi familia es algo que espero

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que me perdonen algún día. La relación con mis hijos hamejorado muchísimo pero sé que las heridas están toda-vía cicatrizándose. Parte de mí me hace pensar que lesrobé parte de su infancia, pero por otro lado miro al pre-sente con esperanza y con fe. Sé que han visto un cambioy que pueden retomar su confianza en mí. Es un procesoque se desarrolla de día en día y poco a poco, que no ocu-rre de repente, al igual que nuestra enfermedad tampocose crea ni se desarrolla de repente. A veces la veo comouna serpiente muy larga, semitransparente, que nos ace-cha y cuando menos lo esperamos se nos enrosca y no nosdeja movernos, asfixiándonos lentamente. He ido apren-diendo poco a poco, pero lo que he aprendido dentro deAlcohólicos Anónimos, es a vivir. Estoy comenzando,aunque a veces pienso que lentamente, a apreciar la vidade otra manera, a estar siempre alerta, descubriendo nue-vas cosas, sentimientos y sensaciones que jamás se mehubieran ocurrido que existieran y, al mismo tiempo, sigointentando mejorar poco a poco.

Nunca quise creer que Dios existiera. Pensé que nos-otros los humanos, pero sobre todo yo, éramos reyes ysoberanos de todo, que yo especialmente era mejor quenadie, y esto lo llegué a pensar incluso en mis peoresmomentos. Llegué a pensar que si estaba bebiendo eraporque nadie me comprendía y por eso me sentía sola.Por supuesto que nadie me comprendía si solamentehablaba conmigo misma y, además, estaba borracha. Pocoa poco he llegado a la conclusión de que Dios esta ahí yestá con nosotros en la medida en que nosotros estamostambién con él y le pedimos ayuda. Una vez que salimosde nuestro propio egoísmo y vemos el mundo a nuestroalrededor con aceptación, con humildad y sin orgullo, lavida cambia. Esto es lo que he descubierto durante estosúltimos tiempos. En cuanto tomamos una actitud positivahacia la vida, nos enfrentamos a nuestros problemas de

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manera directa, intentamos poco a poco salir de nuestroegoísmo, pedimos ayuda a Dios e intentamos ayudar a losque nos necesitan, las cosas cambian drásticamente.Efectivamente, los problemas no se resuelven solos, lavida nos trae cosas mejores y otras peores, pero a pesar detodo, mi vida nunca ha sido mejor que ahora que tengo elregalo diario de la sobriedad. Mi vida ha cambiado radi-calmente, he comenzado a trabajar, me siento contenta yllena de gratitud.

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TENÍA MIL MÁSCARAS

Tocó su fondo emocional y llegó joven a A.A., aho-rrándose así años de sufrimiento.

EMPECÉ a beber a los doce años de edad y dejé debeber por la gracia de Dios a través del programa de

A.A. a los dieciocho años de edad. No pasé muchos añosbebiendo. No bebía todos los días. No bebía en cantida-des exageradas. De niña era muy delgada así que conpoco me emborrachaba. Nunca gasté un centavo en alco-hol. Me tomaba el alcohol en las neveras de las casas queyo visitaba, me invitaban mis amistades, o me lo bebía enfiestas. No perdí casa ni auto ni familia ni dinero. Vivíacon mi madre y mi hermana. No teníamos dinero así quetomábamos el autobús. Tenía buenas calificaciones. Sihubiera querido tener una excusa para decir que yo noera alcohólica, podría haberme refugiado en cualquierade las mencionadas. Pero la realidad es que era alcohóli-ca porque sufría de la obsesión y la compulsión caracterís-ticas del alcoholismo; porque todas mis intenciones de nobeber siempre fallaban; porque tenía un gran hueco en elalma que quería llenar con cualquier cosa, ya fuera alco-hol, pastillas, drogas, comida, sexo, dinero, cualquier cosaque me hiciera sentir bien de inmediato; porque dentrode mí yo sentía que no valía nada; porque mis defectos decarácter y miedos habían vuelto mi vida ingobernable y,en momentos, hubiera preferido morir que sentir lo quesentía y ser lo que era.

Cuando llegué al grupo de A.A., yo no llegué buscando

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ayuda para mi alcoholismo. Llegué buscando informaciónde lo que era A.A. porque mi novio tenía tres años en A.A.y se enteró de que yo estaba bebiendo en su ausencia. Élme dijo que su madre había sido alcohólica y que no que-ría estar con una mujer que bebiera. Así que le pedí a unamigo de él de A.A. que me llevara a una reunión para yopoder entender cuál era el problema de él. Resultó quemás bien encontré cuál era el problema mío. En el grupocasi no había mujeres ni jóvenes; casi todos los hombreseran mayores de cincuenta años. Y aquí llego yo, unajoven de dieciocho años, con lo que yo consideraba ser unfondo alto. Más tarde me di cuenta de que los fondos noson exteriores sino interiores, de que son emocionales yno materiales. Por eso existen alcohólicos que han perdi-do todo lo material y social y aún no pueden admitir suderrota; porque aún no ha habido un fondo emocional.Le doy gracias a Dios por abrir mi mente y porque pudedarle su valor a mi propio sufrimiento. Yo busqué, no lasdiferencias entre mis compañeros y yo, sino lo que tenía-mos en común.

A través del apadrinamiento y los Doce Pasos pudeverme con objetividad y compasión y pude ver la verdadde mi pasado, que bebía para ser amada y aceptada por lagente porque no me amaba y aceptaba a mí misma. Comogran actriz, tenía mil máscaras para ser lo que pensaba queotros querían que yo fuera; bebía para escapar del infier-no que estaba viviendo con mi familia. Mi madre sufría deuna enfermedad mental la cual no le permitía darme elapoyo emocional, material y espiritual que necesitaba deniña. Más bien yo pasé a ser madre de ella. El concepto deDios que ella me inculcó era que si hacíamos suficientesoraciones, Dios nos daría todos nuestros deseos, nos con-vinieran o no. Que si no se nos concedían era porquealguien nos había echado mal de ojo. Por causa de sus pro-blemas emocionales, me hizo temer que todas las perso-

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nas estaban tratando de lastimarnos y yo empecé a des-confiar de todo el mundo. Luego, cuando entré en lapubertad a los doce años, fui abusada sexualmente por mipadre. Esto me llenó de resentimientos hacia todos loshombres y pasé mi adolescencia queriendo desquitarmecon ellos o buscando desesperadamente que me amaran.En varias ocasiones pensé en el suicidio pero, como creíaen la reencarnación, siempre pensé que si me mataba ibaa tener que volver a nacer y vivir lo mismo otra vez. Asíque mejor empecé a beber y drogarme para olvidarme delmundo, muchas veces sola y a escondidas. Mi vida se vol-vió ingobernable. La vergüenza por mis acciones y elmiedo formaron parte regular de mí.

Cuando me hice miembro de A.A., mi autoestima esta-ba tan baja que pensaba que ni siquiera merecía ser acep-tada por los alcohólicos. Por la gracia de Dios, uno de losmás viejos del grupo me dijo que no importaba si eraalcohólica o no, que sólo importaba si tenía el deseo dedejar de beber. Yo le dije que sí lo tenía y él me dijo queentonces yo podía ser miembro de A.A. Gracias a Diosque el viejo me lo puso tan simple porque si yo hubieratenido que decidir si era alcohólica o no, no hubiera sabi-do lo suficiente de la complejidad de una enfermedadque ataca la mente, el cuerpo y el alma, como para poderdecidir en ese momento.

Luego, con sólo dos meses en el programa, me obsesio-né con el amigo de A.A. que me estaba llevando al grupo.Por la gracia de Dios, él llevaba diez años sin beber y medijo que, aunque yo también le gustaba, él estaba tratan-do de practicar un programa de recuperación y cambiarde actitud. Que él quería serle fiel a su novia y respetar asu amigo, que era mi novio. Además, que yo era nueva enel programa y no sabía lo que estaba haciendo y me debíaenfocar en mi recuperación. Me sugirió que me consi-guiera una madrina y trabajara en los Doce Pasos. Años

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más tarde, yo le di las gracias a él por haber puesto pri-mero los principios, porque si yo me hubiera involucradocon él, lo más probable es que hoy no estaría en A.A. Diosle dio un momento de lucidez y él puso a un lado suegoís mo para darme a mí la oportunidad de quedarme enA.A. Por supuesto, en ese momento no lo vi así y me sentítan despreciada que de coraje fui y me enredé con unapersona fuera de A.A. Por causa de eso, mi novio quisoromper conmigo y yo tuve lo que fue mi fondo. Yo habíaquerido sólo dejar de beber pero quería seguir actuandoigual que antes y eso no coincide con el programa de A.A.Cuando mi novio me echó de la casa, agarré el auto yempecé a manejar a 65 millas por hora en unas montañaspeligrosas donde la velocidad máxima era de 35 millas.De momento, escuché una voz tranquila y amorosa queme dijo: “tranquila, ésta no es la solución”. Detuve el autoy empecé a llorar. Fue mi primer despertar espiritual.Pensé que si morir no era la solución, entonces mejorbeber. Pero empecé a recordar a todos mis nuevos ami-gos de A.A., que ya tenía cinco meses sin tomar y no losquería defraudar; y me di cuenta de que ya no podíaregresar hacia atrás. Ese día decidí que estaba dispuestaa hacer cualquier cosa por no beber. Busqué una madri-na que me amadrinó con la literatura y los Doce Pasos yempecé a servir en el programa de A.A.

Luego de esa pelea, me contenté con el novio y a losdos años nos casamos. Desafortunadamente, nosotros nosjuntamos cuando ambos teníamos muchos traumas,defectos y resentimientos y nos lastimamos mucho.Eventualmente tuve que admitir que realmente nuncahabíamos sido compatibles y que queríamos distintascosas de la vida. En mi caso, me tomó trece años de tra-bajar en el programa y conocerme a mí misma para tenerla suficiente fortaleza espiritual para desprenderme deesa relación. Y más que nada, de poder irme sin odio ni

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dolor, sino con compasión y perdón hacia él y hacia mímisma.

Hoy en día, dieciséis años después de haber dejado debeber, disfruto de una relación maravillosa con un compa-ñero de A.A. que conocí en el servicio. Por primera vez enmi vida sé lo que es una relación de pareja donde existe elamor y la aceptación incondicional. Compartimos el gozodel servicio y el amor a A.A. Caminamos mano a mano enel camino de la recuperación y llevamos juntos el mensa-je de A.A. a aquellos que aún sufren. Es un privilegiopoder servir a mis compañeros y un verdadero gozo el sertestigo de cómo, poco a poco, son convertidos por la gra-cia de Dios en hombres y mujeres con dignidad.

Hoy soy actriz de profesión. Todas las máscaras que meponía antes para que otros me quisieran, ahora me laspongo, pero para mi carrera artística. En mi vida real noutilizo máscaras, puedo ser quien soy. Soy amada y respe-tada por mi esposo, mi familia, mis amigos, mis patronesy mis compañeros de A.A. Gracias a A.A. he podido acep-tar a mi mamá así como es y trato de ser la mejor hija quepuedo ser para una madre enferma. Gracias a A.A. hepodido perdonar a mi padre sus errores y me enfoco ensus aciertos. Gracias a A.A. he encontrado el amor propioy el valor del ser humano. Por mucho tiempo yo fluctuéentre un complejo de inferioridad y delirios de grandeza.Ahora empiezo a comprender la palabra humildad, lacual para mí es el saber que todos tenemos el mismovalor; que sólo hay uno que es más grande y ése es Dios,el cual preside sobre todo. Esto es muy importante paramí, puesto que como actriz recibo la admiración de laspersonas y es fácil perder esta perspectiva. Realmente essólo otra manera, aparte de pasar el mensaje de A.A., decompartir aquello que Dios me ha dado.

La palabra “gracia” significa “regalo”. Es algo que no semerece por esfuerzos personales. Es algo que Dios rega-

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la simplemente como expresión de su gran amor por sushijos. Todo lo que soy, todo lo que tengo, todo lo quehago, es por la gracia de Dios. Cada día, quiero despertarsobria, dando gracias a la Comunidad de A.A. que salvómi vida y alabando a Dios que, por amarme tanto, mellevó a sus puertas.

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EXTRANJERO ENTRE LOS HOMBRES

Se sentía como un extraterrestre, caído a la Tierra porcausa desconocida. La bebida, que parecía ofrecerle entra-da a otro mundo, lo dejó aislado del actual y presente.

LAS PRIMERAS sensaciones que recuerdo son de extra-ñamiento, de singularidad y rareza. La discrepancia

está en la raíz más profunda de mi ser y sin duda ha con-dicionado mis difíciles relaciones con la vida. Si al nacerhubiera sabido ponerle palabras a mis sentimientos,hubiera razonado de esta manera:

No pertenezco al mundo, ni siquiera a la galaxia.Procedo de una luna ingrávida y transparente donde nadiesabe lo que es el miedo. La vida es allí una caricia y se nece-sitan menos capas de piel para afrontarla. Por causas quedesconozco, quizás alguna falta, los dioses me desterrarona este planeta. En cuanto caí a la tierra sentí en mis carnesla herida de la existencia. Soy un extranjero entre los hom-bres, un extranjero que se pregunta “¿por qué no soy comolos otros?”

Soy el segundo hijo de cinco hermanos. Mi padre traba-jaba y mi madre cuidaba de la casa. Que yo recuerde, fuiun niño querido y tuve una primera infancia feliz.

Empecé mi formación escolar en un colegio católico. Ungigantesco Cristo con el pecho atravesado de espadas pen-día de la fachada. De mi paso por las monjas conservo enmi interior dos episodios puntuales. El primero es la bofe-tada que me dio una de las hermanas por dibujar un trenen vez de sumar unos números. Con aquel cachete apren-

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dí lo que era el miedo, y de propina, la rabia y la impoten-cia. Al día siguiente, al volver al colegio, experimenté miprimer resentimiento y supe del inmenso poder de la ima-ginación. Cuando no puedes matar a alguien en la realidad,siempre puedes hacerlo con la mente. Cuando la realidadno te gusta, siempre puedes cambiarla en tu cabeza.

El segundo episodio me enseñó que puedo sentirme cul-pable simplemente por estar vivo, y me hizo experimentarel temor al castigo antes de que éste se produjera. Fue tam-bién en clase. Faltaba poco para que sonara el timbre cuan-do descubrí bajo el pupitre un gran charco amarillo. Intentésecarlo con hojas del cuaderno, pero el papel era pocoabsorbente. Esta vez la monja no se dio cuenta, pero eso fuelo de menos porque yo, arrodillado en el suelo, me castiguéa mí mismo con una buena reprimenda. Mi mente aprendióa vivir en el pasado, reviviendo sensaciones que lo transfor-maban, y en el futuro, anticipándose a los acontecimientos.Desde bien pequeño me olvidé de vivir el presente.

Descubrí que la mayoría de los adultos te quieren más sieres perfecto. Los niños que adoptaban determinadoscomportamientos recibían palmaditas y besos. Eran losbuenos. Al otro lado de la línea estaban los rebeldes. Yo mearrimé a los primeros sin plantearme siquiera si era lo queyo quería hacer. Sólo buscaba el terrón de azúcar con elque se premia a un caballo dócil. Era capaz de hacer cual-quier cosa por conseguirlo. Así, casi sin querer, me conver-tí en un niño perfecto.

La perfección si bien se mira, da mucho juego. Por unlado es la negación de un mundo a todas luces incompleto,el mundo al que yo había sido arrojado desde mi lunaingrávida. Empeñarse en ser perfecto en un mundo imper-fecto es una forma de protesta. Por otro lado, si haces loque se espera de ti, todo el mundo te quiere, al menos enapariencia. Yo disponía en mi alma de un enorme agujeroque quería llenar de amor, pero lo único que había a mano

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era la aceptación de los demás. A falta de un sentimientoauténtico, utilicé el sucedáneo. Tenía cinco años y todavíano había bebido una gota de alcohol.

Cuando cumplí los seis pasé a un colegio de los Padrescatólicos, donde permanecí hasta los diecisiete. Allí quienno se sabía la lección recibía un reglazo en las yemas de losdedos. La atención de los escolares, siempre más fija en elvuelo de una mosca que en el teorema de la pizarra, se cen-traba con un tirón de patillas o un masaje en los carrillos.Años después, no pude ser el eslabón abierto de la cadenay repetí estos esquemas con mis hijos. Las víctimas, cuan-do crecen, suelen convertirse en verdugos. Ésa es su con-dena. También fue la mía. El alcohol, que ya por entoncesconsumía sin medida, multiplicó la ira. Mi cerebro, siem-pre dispuesto a justificar lo injustificable, llamó “educa-ción” y “firmeza” al maltrato físico y psicológico de unosniños indefensos. Intenté ser el que recibe el daño y no lotrasmite, pero no pude vencerme a mí mismo.

A los once años se inició mi largo romance con las bote-llas. Fue en el colegio. Dos o tres compañeros quedamosen llevar bebidas al aula. Yo rellené un bote de plástico conalguno de los licores dulces que había en casa. Queríaexplorar nuevas sensaciones e imitar a los adultos, quebebían que era un gusto.

Además, las clases eran un aburrimiento. Recuerdo lasrisitas de mis compañeros cuando me sacaron a la pizarra,colorado como un campesino, para balbucear la lección. Lopasé mal, pero me encantó el protagonismo. Aprendí quela gente te mira si haces un poco el payaso, y esto resultafácil, casi natural cuando vas un poco entonado.

Llegó la adolescencia y con ella se agudizaron miscarencias. Supe entonces que aquel líquido mágico queme aturdía durante las interminables tardes escolares eracapaz de proporcionarme todo aquello que necesitaba.Desenros caba un tapón, dejaba bajar el líquido por la gar-

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ganta y al instante mi mente manejaba todo un universo deposibilidades. Un par de tragos de ginebra me hacían cre-cer unos pocos centímetros, unas cervezas aguzaban miinteligencia, unos cuantos tragos de ron con soda me vol-vían locuaz con las chicas, el whisky me transformaba en elrey de la pista de baile. Con el alcohol brotaba de mi inte-rior una personalidad maravillosa que sólo existía en missueños, una especie de príncipe azul del subconscienteque me redimía de la realidad insuficiente. Con alcohol lavida era perfecta, completa, sin fisuras. Yo seguía sin enca-jar en el mundo, y eso me arañaba, pero el alcohol era unbálsamo milagroso que disponía sobre mi alma las capasde piel que me faltaban. Cuando algo dañaba mis emocio-nes me tomaba unas cuantas copas y todo me resbalaba.

El alcohol no me transformó, simplemente potenció losmecanismos que mi mente desarrollaba para defendermede la realidad hostil, una realidad que ni entendía ni megustaba. Ya había descubierto en las páginas de los libros yen las pantallas de cine la maravillosa posibilidad de olvi-darme de mí mismo y encarnarme en los otros. Me fasci-naba la capacidad de vivir con la mente vidas ajenas.Construí un lugar donde me sentía a salvo de las heridasemocionales, donde no me alcanzaba el roce de las cosas.No sabía entonces que los refugios que están hechos conmiedo protegen, pero también encarcelan. Yo, que nuncame había integrado en la vida, me aislaba sin remedio.

El alcohol era legal, pero otras sustancias estaban prohi-bidas, y esto le daba mucho morbo a un espíritu delirantecomo el mío. Cuando las mezclé con el alcohol, los mun-dos imaginarios se multiplicaron dentro de mí hasta desga-jarme de la realidad. Entretanto mi autoestima descendíasin freno hacia el subsuelo y mi sistema nervioso se depri-mía. Pero, como decían algunos actores en la pantalla, nohabía nada que no arreglara un whisky con soda. El alco-hol empezó a despertar en mi interior un monstruo de

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soberbia con el que compensaba todas mis carencias.La soberbia es un curioso sentimiento en una persona

como yo, que no se creía merecedora de nada, ni siquierade la existencia. Con soberbia equilibraba precariamentemi baja autoestima y conseguía una personalidad de extre-mos, la única posible para mí en aquella época. La sober-bia, casi siempre asociada a la envidia y al resentimiento, esotra cárcel que me obligaba a vivir siempre mirando dereojo la vida de los otros. La vida era injusta y les daba a losdemás lo que me correspondía por derecho propio. Yo, envez de trabajar para conseguirlo, me emborrachaba.

Mi soberbia siempre ha sido de tipo intelectual. Lascopas me convertían en un experto en cualquier campo delsaber. Filatelia, carburadores, relaciones internacionales,agricultura de subsistencia…, nada se me resistía cuando elwhisky engrasaba mi cerebro. Con unos cuantos tragos erael escritor incomprendido que descubrirían las generacio-nes venideras, o un habilidoso saxofonista, o un intrépidonavegante solitario. Todas las noches, tumbado en la cama,el mundo, rendido a mis pies, reconocía mis méritos. Todaslas noches, mirando las grietas del techo, pronunciaba dis-cursos, y a veces me entrevistaban.

La vida, entretanto, seguía su curso inexorable, ajena amis delirios. Terminó la adolescencia y empezó la primerajuventud. Concluí los estudios y empecé a trabajar. Mecasé, nacieron mis tres hijos. El tiempo pasaba y yo seguíaen mi nube, que hacía flotar a base de alcohol y drogas.

Mi carácter empezó a cambiar. Pasaba, sin solución de con-tinuidad, de la euforia a la ira. Nadie en casa sabía a qué ate-nerse. En el descenso vertiginoso hacia las alcantarillas de mienfermedad me fui quedando cada día más solo. Intentabacomunicar mis pensamientos y mis emociones, pero nadieparecía interesado en aguantar mis balbuceos salvo si les paga-ba unas cervezas, y cuando le mostraba a alguien mis escritos,me los devolvía envueltos en un piadoso silencio.

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Un día me di cuenta de que una droga me esclavizaba yla dejé. Era incapaz de ver mis otras adicciones. Me desen-ganché sin ayuda, pero el hueco que dejó esa droga fueocupado de inmediato por otra. Cambiaba de pareja cir-cunstancial pero permanecía fiel al alcohol, mi amor per-manente. No quería renunciar al placer de creerme porunas horas Henry Miller o Humphrey Bogart.

Con el alcohol y la nueva droga ingresé definitivamenteen la locura. Mi mente segregaba continuamente delirios yjustificaciones. “No pasa nada”, me repetía constantemen-te. Tú no tienes problemas. Los problemas los tienen losotros, que no saben vivir, que son unos “capullos” y no seenteran de nada. Yo era el listo, el que lo tenía todo bajocontrol. En realidad estaba tan mal que no sabía lo mal queestaba. Los que me rodeaban se apresuraron a ponerse asalvo. Perdí definitivamente el control de mis actos y des-cendí círculo a círculo hasta el fondo del infierno. Desdeallí, chapoteando en mi propia inmundicia, sólo se vislum-bran dos caminos: beber hasta la muerte o pedir ayuda.

Llamé desde una cabina a Alcohólicos Anónimos. En eltiempo que me concedió la moneda escuché por primeravez palabras de aliento. Me hablaba alguien que compren-día lo que me estaba pasando porque había pasado por ello.Me estremecí y una emoción desconocida me recorrió elcuerpo. No estaba solo.

Acudí a una reunión. Se palpaba en el aire un amor radi-cal y una sencilla sabiduría que no se aprende en los libros.Me sentí aliviado. Allí estaba lo que había buscado duranteaños en la botella. Supe al instante que aquella pandilla deborrachos me enseñaría a sobrevivir en un mundo quehasta entonces había negado.

Aquellos alcohólicos no tomaron mis datos, ni me exigie-ron asistencia, ni me dieron consejos, ni informaron a mifamilia. Me hablaron de servidores, no de jefes, y sólo meimpusieron una norma: nadie interrumpe al compañero

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que está hablando. Más adelante entendí por qué los alco-hólicos no necesitamos reglamento pormenorizado ni unaley escrita. El alcohol se encarga de vigilarnos. Si haces loque debes, el camino conduce a la vida plena, útil y feliz. Siinsistes en querer salirte con la tuya vuelves a beber.

Me dijeron que cada uno se responsabiliza de su propiarecuperación y que aquello era como hacerse un traje amedida. Por primera vez en mi vida hice caso a otros sereshumanos y escuché lo que me decían. Hasta ese momentola soberbia me había obturado los oídos. Mi forma habitualde vivir era autopropulsada, pero el sufrimiento habíaderretido los tapones de mis orejas. La información entra-ba en mi cabeza y empezaba a despertarme el entendi-miento.

Me dijeron que cuando un alcohólico habla con otro desus emociones, a los dos se les pasan las ganas de beber. Nohay más misterio que ése. El lenguaje que brota directa-mente del corazón es lo que nos sana, porque sale teñidode emociones. Me puse a trabajar. Escuchaba lo que otrossentían y me esforzaba por poner mis sentimientos en pala-bras. También en mí se produjo la magia.

Aquellos alcohólicos me dijeron que tenían un progra-ma. Me dijeron que era un programa sugerido, que allínadie obliga a nada.

Lo que he aprendido en A.A. lo aplico no sólo dentro dela comunidad de Alcohólicos Anónimos, sino en todos losámbitos de mi existencia. Para mantener mi condiciónespiritual es importante que trabaje para poner el mensajede esperanza al alcance de quien tenga problemas con elalcohol. Mejoro mis relaciones con Dios a través de la ora-ción y la meditación y doy gratis a los demás lo que a mí nome costó nada: la sabiduría necesaria para estar un día mássin beber.

EXTRANJERO ENTRE LOS HOMBRES 353

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