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Preámbulo

El tema de este seminario es la filosofía química, no la alquimia, porque el término alquimia (que posiblemente sería el correcto) suscita un inmediato equívoco, derivado de una imagen tópica relacionada con la praxis de laboratorio, sin embargo, a lo largo de estas conferencias descubriremos y examinaremos los principios filosóficos sobre los que depende aquella práctica. En este sentido nuestra primera declaración, taxativa, consiste en afirmar que puede existir una filosofía química exenta de práctica, pero que jamás existió ni puede existir una alquimia sin unos presupuestos filosóficos, y estos presupuestos es lo que elucidaremos someramente en estas cuatro conferencias.

Cuando consultamos el diccionario a la búsqueda de una definición convencional para alquimia leemos allí que la alquimia es “el arte que buscaba la piedra filosofal y la panacea universal”, definición que, tratándose de un diccionario, nos parece cuanto menos arriesgada, en primer lugar porque afirma que es un arte, no una doctrina, ciencia o filosofía, y después porque habla en pasado, dando a entender que el tal arte pertenece a una época pretérita y no ha llegado hasta nosotros, lo cual es, a todas luces, no ya inexacto sino francamente falso. En cuanto a la causa última de la búsqueda, ésto es, la piedra filosofal y la panacea universal, podríamos afirmar que son finalidades, grosso modo y granum salis, correctas.

Sin embargo, un diccionario es una herramienta laica que solo pretende ofrecer una definición epidérmica, una aproximación a un determinado tema y por esta razón hemos de disculpar a sus redactores: no podemos exigir que en media línea quede definida con exactitud una cuestión compleja, entre otras razones porque si a cada alquimista, del pasado o del presente, se solicitara una definición de su doctrina, con dificultad hallaríamos dos definiciones iguales y aunque en todos hubiera, obviamente, un cierto acuerdo de fondo, un espectador al margen se llevaría la impresión de que todos están definiendo cosas distintas.

Este debate a la búsqueda de una definición exacta no es cosa de hoy: una lectura desapasionada de los textos más antiguos pone de manifiesto que en todos ellos existe una preocupación definitoria y un esfuerzo por aclarar qué cosa es y qué cosa no es alquimia y, como es natural en estos casos, todos ajustan su propio discurso al modelo que consideran más verdadero, generalmente, el suyo. De este modo y conforme a la pluralidad de modelos (quizás tantos como escritores) la biblioteca alquímica y la doctrina considerada en sí misma resulta ser de una extraordinaria heterogeneidad.

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Esta pléyade de diversas concepciones, algunas contradictorias entre sí y otras francamente antitéticas no pasó desapercibida por los viejos autores que invitan al neófito a tener precaución, recomendándole una serie de cuestiones propedéuticas que necesariamente deberá tener en cuenta si pretende llevar su navegación alquímica a buen puerto y no perderse en un dédalo inextricable de opiniones dispares.

A pesar de esta multiplicidad de pareceres y antes de ofrecer la opinión nuestra, que quedará de manifiesto a lo largo de estas sesiones, no es aventurado decir lo que, ciertamente y sin ningún género de dudas, no es ni jamás ha sido la alquimia, pues hoy como ayer, las palabras pueden ser y son secuestradas de su sentido, lo cual es, sin duda una de las desdichas más grandes de este siglo.

Alquimia como manual de mística

Podemos afirmar categóricamente que la alquimia no es ni ha sido jamás una especie de yoga occidental, en expresión de Guy Beatrice, o una fórmula ofrecida como alternativa a la religión para que sus prácticos trasciendan espiritualmente, a partir de la vivenciación íntima de una serie de símbolos que el operador emplea como medio para superarse a sí mismo.

Esta lectura, sin duda bien intencionada, es relativamente moderna y tiene su origen en la interpretación sesgada de ciertos textos Rosacruces y Teosofistas de los siglos XVI-XVIII pero alcanza carta de naturaleza a partir de la relectura de fuentes tradicionales que se dió en Europa a principios de este siglo, principalmente en el seno de círculos esotéricos cuyas líneas doctrinales postulaban la autorrealización, idea esta importada de la soteriología oriental por la sociedad teosófica, y completamente ajena al pensamiento tradicional de Occidente, por cuanto el propio término “tradición” (y no olvidemos que la Alquimia es tradición) implica contenidos doctrinales que se reciben ancestralmente y que no pueden ser obviados en aras a la opinión propia: para la Tradición occidental nadie se salva a sí mismo por esfuerzo propio (en este sentido, la afirmación teológica por la cual “fuera de la Iglesia no hay salvación” es cabalmente tradicional).

Esta noción contemporánea de la alquimia, de corte espiritualista, que descansa sobre el presupuesto de que el hombre es una materia primera que ha de ser transformada en piedra filosofal (realización) por efecto de una serie de técnicas y pasos (nigredo, albedo, etc.) es completamente espuria y nada hay en los textos que nos permita sustentar y defender esta afirmación. Esta función la cumplen en occidente la ascesis y la mística. Nótese, por otra parte, que una gran cantidad de maestros químicos ejercieron su búsqueda filosófica dentro de los cauces de su religión natal

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ocupando incluso muchos de ellos, responsabilidades dentro de la jerarquía eclesiástica: Basilio Valentín, Ramón Llull, Roger Bacon, Rupescissa, Alberto Magno, Arnau de Vilanova, Tomás de Aquino, entre otros. Nada nos autoriza a pensar que estos autores hicieron de la alquimia una criptorreligión o una mística, e incluso no recordamos ningún caso en que algún autor fuera juzgado y sometido al Santo Tribunal a estrictas resultas de su vocación alquímica, cosa que sin duda hubiera sucedido si en algún momento hubiese cundido la sospecha de consistir la alquimia en una pararreligión. Por tanto, toda consideración hecha en el sentido de entender la alquimia como una disciplina interna orientada a la autorrealización, es estrictamente moderna y ajena al puro espíritu alquímico.

Obviamente, y como iremos viendo, son exigidos al alquimista una serie de requisitos de tipo ético, moral, social e incluso espiritual, pero pertenecen más al ámbito de lo que llamaríamos deontología profesional que una inexcusable exigencia del arte y, de hecho, muchos notabilísimos autores, seglares por supuesto, hicieron caso omiso de estas pautas (por más que las predicaran a terceros) y llevaron una vida personal llena de desórdenes de todo tipo: las crónicas biográficas nos ofrecen en este sentido un divertido y amplio espectro de borrachos, vividores, mujeriegos, truhanes y cantamañanas mil. Y sin embargo la sabiduría evidente en su legado escrito, ofrece unas honduras y claridades filosóficas que si malamente casan con la vida disipada que portaron, menos casa con la interpretación que aquí hemos puesto a debate

Alquimia y psicología

Otra opinión, no por muy extendida menos falsa a mi juicio, consiste en afirmar que la alquimia, o mejor, la estructura de símbolos que le sirve de expresión, es el resultado y manifestación de elaboraciones psicológicas subconscientes. Esta línea de trabajo, inaugurada por Jung y secundada por su principal discípula Louise Von Franz, no tiene la más menor legitimidad tradicional y parece olvidar un hecho palmario: la alquimia es, a su manera, una ciencia.

La articulación de símbolos y la interpretación que a los mismos cabe dar ha de ser comprendida en el orden de un lenguaje que sólo es críptico para quienes ignoran aquel lenguaje. Con símbolos e imágenes extraídas de la naturaleza el alquimista está ocultando al lego y explicando a sus colegas, una operación de laboratorio recurriendo al método de las concordancias, analogías y correspondencias simbólicas derivadas de una cosmovisión en la que no existen nómenos y fenómenos aislados según la cual toda cosa guarda relación con otra cosa en apariencia muy distinta y no existiendo entre ambas mas que una diferencia de octava: el Sol es

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al Cielo lo que el león es al reino animal, el oro es al mundo mineral y el Rey es al orden social, por consiguiente, según este método, hay una relación oculta entre el Sol, el Oro y el Rey y esta relación puede ser utilizada para entender o describir el mundo. De hecho, en estas signaturas consiste el Arte mágico según fue explicado por los ilustres teurgos del Renacimiento

En otros casos, el símbolo no tiene razones tan profundas: el ave pelicano sirve, por similitud formal, para dibujar una simple retorta de destilación; por similitud funcional el Vaso que contiene las confecciones del arte es llamado Huevo filosófico. Como es lógico, al asignar a cada elemento o proceso de la obra una imagen extraída del mundo conocido, han de producirse por necesidad secuencias raras y chocantes que vienen forzadas u obligadas por la misma necesidad del procedimiento: según esto si ha existido un convenio previo para referirse al oro con el término hijo y al mercurio con el término padre, la expresión “el hijo se come a su padre” debiéramos deducir en buena lógica que el mercurio se ha amalgamado con el oro. Ahora bien, si el lector ignora la tabla de equivalencias o correspondencias simbólicas, definitorias de elementos y procedimientos muy precisos, me parecería muy comprensible que, arrojando el libro a un lado, el lector afirmara que el Arte de Alquimia es hijo de la locura y el delirio: los hijos matan al padre, el Rey es despedazado, el menstruo de una prostituta ha de ser juntado con el esperma de un viejo vigoroso, Gabricus se une incestuosamente con su hermana Beya, el hijo ha de volver a entrar en la matriz de su madre, etc.

Sin embargo, no es de extrañar que estas frases resultaran especialmente jugosas para los psicólogos cuyo discurso marcó el inicio de este siglo, en especial para Jung, (a quien vemos con simpatía y cuya tesis nunca consiguió cayernos mal del todo), que vió y consideró el legado alquímico como un fenomenal espejo que mostraba al desnudo el proceso de individuación humano. Indiscutiblemente este puede ser un aspecto posible de la alquimia, pero la pretensión de reducir exclusivamente el discurso alquímico a una manifestación de elaboraciones inconscientes es un disparate colosal, no ya en el orden de lo que la alquimia es, sino en el propio orden epistémico.

Alquimia y protoquímica

La alquimia no es, y éste es un tópico asaz extendido, una protoquímica, de la misma forma que la astrología no es una protoastronomía, ni la magia una protorreligión. No hay evolución posible desde los predicados alquímicos del pseudo-Demócrito hacia la química de Lavoisier; son cosas palmariamente distintas como lo atestigua el hecho de que la mayor floración de textos alquímicos, que se da en Europa sobre el XVII coincide con lo

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inicios de la química experimental tal como la conocemos hoy. El argumento principal es muy simple y fácil de comprender. La ciencia moderna es profundamente dialéctica: la resolución de un teorema siempre engendra un nuevo teorema y una respuesta siempre engendra una nueva pregunta, en este sentido no existe un objetivo último, porque para la ciencia no hay una respuesta última y definitiva.

La evolución científica (entendiendo la ciencia en su sentido moderno, claro) siempre se dará conforme a este canon de verdades provisionales. La alquimia, pero, no puede evolucionar ni nunca evolucionó en un sentido estricto de la palabra, porque ni en cuanto a método o a producto pueden darse novedades, sorpresas, o descubrimientos revolucionarios: aquí se sabe lo que se busca, se sabe el medio y se sabe la materia inicial. Otra cosa es realizar o no el objeto último, que de ser obtenido, no generará nuevas cuestiones o preguntas entre otras cosas porque las responderá todas, así de claro. Además no hay en la ciencia mediación trascendente alguna, no la hay, no se exige y cuando está presente estorba más que ayuda, del mismo modo que no se exige, strictu senso, virtud o responsabilidad moral por parte del científico, lo cual no deja de ser hasta cierto punto lamentable. Por contra, y como veremos, la mediación numinosa y el requerimiento moral son condiciones de posibilidad inexcusables para la verdadera alquimia tradicional.

Seguramente lo que se quiere decir cuando se dice que la alquimia es una quimica primitiva, es que la química moderna debe mucho a un cierto tipo de alquimistas que en su búsqueda de la piedra hicieron descubrimientos muy relevantes: una gran cantidad de ácidos y disolventes, la síntesis de diversos elementos, específicos y productos medicinales, el desarrollo de aparejos, técnicas y artificios de laboratorio que apenas han sufrido modificación hasta nuestros días, etc.

Pero ¿es a la alquimia a quien la ciencia ha de agradecer estos descubrimientos? Posiblemente no, pues, como veremos, la alquimia se aparta del género de manipulaciones que se exigen para obtener aquellos resultados, que nos llegan de la mano de quienes tradicionalmente son llamados sofistas, falsos alquimistas o sopladores, gentes que en su búsqueda de una fórmula para fabricar oro, descubren por el camino muchos y muy variados productos útiles pero que, en todo caso, son los frutos del fracaso. Este género de buscadores es descalificado sistemáticamente por los verdaderos alquimistas. Habida cuenta de que luego volveremos sobre este particular, no me entretendré ahora en exponer el argumento con todo detalle.

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Otras interpretaciones

No es menester decir que la alquimia no es una técnica de transmutación personal basada en el sexo. Esta opinión, que halla eco entre algunas sectas perniciosas modernas es, en su propia raíz, descabellada y penosa porque indica hasta qué punto es posible hoy en día falsificar las palabras y los más profundos conceptos y si bien es cierto que el tantrismo védico y el taoismo chino utilizan expresiones y formulas que recuerdan muy mucho el procedimiento alquímico, y si cierto es que estas disciplinas se autodenominan alquimia, también es cierto que en la forma y en el fondo, por principios y finalidades, son doctrinas muy distintas de aquella ciencia sagrada de los metales que hemos venido a examinar aquí.

Esta separatoria que hemos efectuado no pretende ser exhaustiva: la Nueva Era, en su búsqueda de nuevos mercados, nuevas técnicas y escuelas, nuevas etiquetas, todavía no ha reparado (y por tanto desvirtuado para hacerla asequible a todo el mundo por la vía de la vulgarización) la venerable ciencia antigua de la cual acabamos de afirmar, sin miedo y amparados en el testimonio de los libros, aquello que no es.

Claude d’Yge resume de forma excelente lo dicho hasta ahora diciendo: “Aquellos que piensen que la alquimia es estrictamente de naturaleza terrestre, que se abstengan. Quienes piensen que la alquimia es únicamente espiritual, que se abstengan. Quienes crean que la alquimia es solamente un simbolismo utilizado para desvelar analógicamente el proceso de realización espiritual, en una palabra, que el hombre es la materia y el athanor de la obra, que abandonen”.

Por tanto y conforme al método negativo de argumentación, sabemos ahora los cauces que no hemos de seguir en nuestra investigación. Creo que la práctica totalidad de estudiosos serios y solventes estarán de acuerdo con nuestro desbrozamiento inicial. Queda ahora la labor de decir qué cosa es la alquimia o cuanto menos, cual es el planteamiento que para las presentes sesiones hemos hecho de la misma y esta vez, conforme al método afirmativo.

La cuestión hermenéutica

Esta nuestra labor de investigación cuenta con el apoyo valioso de los miles de textos legados por la Ciencia de Hermes, pues el escritor químico siempre fue fecundo y amante de escribir. Esto está claro habida cuenta del impresionante volumen de libros que abarcan desde los primeros testimonios en el siglo I y II hasta los escritores más recientes de hoy en día.

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En consecuencia, solo la lectura atenta de estos testimonios puede situarnos en el camino de una comprensión cabal y lúcida del tema a examen, pero a tal efecto será obligatoria una hermenéutica adecuada: no podemos forzar a los textos para que digan lo que no dicen ni lo que no estaba en el ánimo del escritor cuando los escribió. Las anteriores opiniones desviadas proceden del olvido de este punto elemental y en este error no desearíamos incurrir nosotros.

En efecto, no podemos, si esperamos saber la verdad de algo que ignoramos, avanzar hacia el objeto a caballo de nuestras propias especulaciones preconcebidas, porque finalmente no obtendríamos más que eso. El asunto reclama, por contra, aproximarse al texto sin prejuicios, dirigiéndose al ding-an-sich, a la cosa en sí, que propugnaba Kant, o al sola scriptura que predicaban los reformistas para que sea el propio texto el que nos conduzca, por sí mismo, al esclarecimiento, a partir de las comprensiones provisionales que ese mismo texto se encargará de corregir o ampliar.

Habida cuenta de que no nos enfrentamos con un solo libro, sino con una biblioteca vastísima el método que parece más procedente consiste en compulsar diversos textos legitimados por la propia tradición alquímica y descubrir los puntos y conceptos que son comunes a todos; como es evidente deberemos, en este primer instante, abandonar toda idea preestablecida, desechar toda interpretación precipitada y ceñirnos puramente a la expresión literal y sonora.

Dentro de los lugares comunes, a mi juicio y dejando al margen consideraciones de orden estrictamente químico para centrarnos en el orden filosófico, que es el de estas sesiones, los más destacados lugares químicos, digo, son los siguientes: a/ la alquimia como donum dei y b/ la alusión constante de todos los autores a una tradición previa.

La alquimia como donum dei: busqueda y demanda

Es sorprendente constatar la abrumadora unidad y consenso de todos lo autores, en toda época y lugar, por hacer de la alquimia un conocimiento revelado, inasequible en consecuencia al hombre por sus propias fuerzas y capacidades intelectuales. Esta cuestión, la referente al origen divino del arte hermético me ha tenido siempre muy entretenido, acaso por mi propia condición de teólogo.

Dice el presidente D’Espagnet: “el conocimiento y luz de esta ciencia son un don de Dios, que lo revela a quien le place” y Geber: “nuestro arte depende de Dios que lo da y lo quita a quien quiere”,

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y Morienus: “aquel que busca la divina ciencia ha de considerarla u n don de Dio, que Él confía a quien ama”, naturalmente, Llull: “este arte es un don de Dios que con él hace un regalo a los buenos” Madathanus afirma: “esta ciencia no se alcanzará más que por una revelación secreta de Dios”· el Rosario “has de saber que el arte de alquimia es un don del Espíritu Santo”.

A la luz de este aplastante y unánime convenio, resulta muy sorprendente que un alquimista contemporáneo, Magophon, seudónimo de Pierre Dujols, afirme en sus hipotyposis al Mutus Liber, comentando la plancha segunda, en la que hay un hombre y una mujer en oración: “como si estuvieran en oración, lo que ha llevado a algunos espíritus débiles a la creencia de que la oración interviene en el trabajo como elemento ponderable. Se trata de un factor inoperante. Lo principal es emplear los materiales convenientes. Hay que librarse de estas sugestiones poco eficaces en la práctica. La oración del artista es sobretodo el trabajo duro, peligroso e incomptatible con manos demasiado blancas”. Este criterio de Magophon no refleja el sentir de la tradición y contradice formalmente la sentencia más universalmente indiscutida del arte en nombre del cual dice hablar.

En consecuencia, la alquimia es, para todos los autores legítimos, uno más entre los carismas del Espíritu Santo a los que San Pablo en la 1ª a los Corintios dedica tantos párrafos. Ciertamente, el arte adquiere, para todos los autores, la condición de carisma gratuitamente comunicado por Dios, pero el hombre, primero, ha de pedirlo.

La forma para obtener el precioso don es la demanda, la petición a Dios “Dios ha comunicado el conocimiento a la operación a muy pocos y sobretodo a aquellos que ruegan con grandes instancias y oraciones por este precioso don” (Basilio Valentín) “si aspiran a esta ciencia, deben pedir esta gracia a Dios con continuas y fervientes plegarias para obtener su conocimiento” (Hermes) “Que continuamente ruega a Dios para que le conceda la inteligencia de este secreto, para que le sea concedida la gracia de hacer y realizar una Obra tan divina y admirable. Que le pida encarecidamente su luz para conocer esta admirable perfección, para que le ilumine y para que le conduzca por la vía recta y verdadera, sin desviarse jamás hasta que, felizmente, alcance el fin de la Obra” (Calid), citas que traigo a colación en cuanto a la demanda.

Pero también hay que buscar: “Buscad pues, hijos de la enseñanza, este muy excelente don de Dios reservado a vosotros solos” (Rosario “Yo os juro por mi Dios que he buscado durante largo tiempo en los libros a fin de alcanzar esta Ciencia y he rogado a Dios que me enseñase qué cosa es” (Turba).

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Por consiguiente, cierto es que la alquimia es un don de Dios, pero este don no advierte de forma inopinada o caprichosa. Es menester que el hombre exprese su voluntad de recibirlo tácitamente por medio de la oración (fe) y el estudio (obras), y esa, y no otra es la razón verdadera por la cual el laboratorio es llamado así, lugar de oración, lugar de búsqueda y lugar de recepción, búsqueda y demanda, (acciones, pedir y buscar, que la vieja sabiduría del idioma francés resume en una sola palabra llena de contenido, quete, y el catalán con el término análogo, queste.

(Por ello, valga el inciso, el texto artúrico quete du sant grial puede ser traducido tanto como busqueda del graal, que es la traducción frecuente, como demanda del santo graal expresión esta última que, comparada con la anterior, ofrece un sentido sutilmente distinto).

Paralelismo Sabiduría-Arte químico

Ahora bien, estas características del arte hermetico: carisma y condiciones requeridas para adquirirlo, no son propias y exclusivas de él, por cuanto en las Sagradas Escrituras se predican las mismas cosas respecto de la Sabiduría, de la Sophia Celeste: leemos en el Eclesiástico: “toda sabiduría viene de Dios y con Él está por siempre”, y en el libro de los Proverbios: “Él es quien da la sabiduría”, en el Eclesiastés: “Dios da la sabiduría y la ciencia” en la epístola a Santiago: “si alguien está falto de sabiduría, pídala a Dios y se la concederá”. Por esta razón, de la alquimia se puede decir, con fundamento sobrado y a partir de los propios textos, que es una filosofía par excellence, un amor de la sabiduría, entendida como una especie divina que desciende de arriba, desde el lugar que ocupa en el empireo junto a la divinidad, sobre el hombre que la merece.

Y también por esta misma razón es frecuente que los autores se refieran a la alquimia como a la sabiduría en sí misma, considerada en todos los aspectos de la palabra. A partir de ahí, y eso ha de quedar muy claro, otorgarán a su ciencia un valor trascendental que escapa a los márgenes de un conocimiento meramente químico para extenderse e imbibir todos los ámbitos de la experiencia humana.

El alquimista es, no hemos de olvidarlo nunca, un filósofo en el sentido antiguo (y acaso único posible) del término: sus reflexiones sobre el mundo y la naturaleza van intrínsecamente unidas a un esfuerzo de piedad para con los dioses que exige a su vez perfección moral, virtud civil y respeto de las leyes. Donde ésto se hace más manifiesto es en la utilidad que se pretende dar al fruto de la búsqueda, caso de conseguirlo: aliviar la pobreza en el mundo, consolar a los huérfanos, curar a los enfermos, socorrer a

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las viudas, rescatar a los cautivos por la fe y establecer fundaciones y moradas filosofales entre otras muchas declaraciones de intenciones que hemos extractado de aquí y de allí. Es decir, se revela allí un profundo sentimiento de solidaridad para con los más desfavorecidos y una comprensión fehaciente de que el poder adquirido por medio de la Piedra y el Elixir, es el resultado palpable de que la revelación divina ha tenido lugar completamente, mas no puede ser utilizado con fines moralmente dudosos o egoístas: esta es una de las razones, que no la única, del lenguaje críptico y esotérico: evitar que gentes sin preparación ética accedan a las fenomenales potencias que encierra aquel polvo de proyección.

Sabiduría revelada y sentido ético

El filósofo, el amante de la sabiduría, ahora ya no busca: encuentra, ya no pide: recibe, ya no llama, pues ha entrado en el palacio cerrado del Rey. Ahora él es un ”sophos” esto es, no un amador de la filosofía sino un esposo de la sabiduría, un Adepto se dice hoy, y el poder que por su medio ha adquirido conlleva no solo, y ésto es obvio, un legítimo disfrute personal e intimo de los misterios que la piedra desvela, pero también una profunda noción de responsabilidad moral pues uno se ha tornado administrador de los bienes divinos.

Decíamos antes que una de las causas del lenguaje críptico y de la necesidad del secreto la constituye la voluntad de no perturbar el orden social establecido en previsión de las nefastas consecuencias que su vulgarización podría comportar: “si esta ciencia se expusiera a la luz del día en toda su simplicidad, las mujeres e incluso los niños querrían hacer la prueba y el más estúpido campesino dejaría su arado para cultivar la tierra filosófica ... y los filósofos sentaron la necesidad de no trastornar todo el orden y armonía establecido en la sociedad civil” (Pernety) “¿acaso toda la tierra habitable no sería trastornada si los avaros, al igual que los sabios pudieran hacer tanto oro y plata como les viniera en gana?” (Sancelrien)

Este sentido de la responsabilidad propició que el sofista fuera mirado como un sujeto profundamente nocivo no solo a la ciencia, sino a la comunidad entera, pues omite todas las consideraciones deontológicas y pervierte el orden de un discurso sagrado para, y estas son sus intenciones declaradas, fabricar y hacer acopio de oro, a costa de sustituir los preámbulos teológicos del discurso con un empirismo ciego e ignorante, y los preámbulos de caracter moral con una conducta punible incluso para la ley secular: falsificar los resultados, engañar a los ingenuos, (evacuatores marsupias, son llamados) y se hacen acreedores del rechazo universal que merecen los farsantes, los falsos filósofos y los

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ladrones, por cuanto se apropian de un término que no les pertenece y contribuyen al desprestigio de los contenidos sagrados de una divina ciencia confundiendo con palabras (como hicieron antaño los sofistas) la claridad meridiana de las cosas.

Alquimia y Tradición

Antes hemos dicho que había dos coincidencias generales presentes en todos los textos legítimos del arte, a saber, que era un don de Dios y que existía una tradición. De la alquimia como don de Dios ya hemos abocetado unos trazos generales que solo pretenden abrir una brecha para propiciar en vosotros una comprensión más ancha sobre el particular. Ahora hablaremos de la alquimia como doctrina que se da dentro de una tradición y que es, a su vez, origen de una propia tradición. Sobre este asunto nos alargaremos un poco.

Es extraordinariamente difícil encontrar un texto, dentro de la literatura alquímica, cuyo autor no haga cita o mención a otro autor anterior en el tiempo, al que con frecuencia alude para dar razón de su propio argumento. El ejemplo más claro de esta invocación a los clásicos lo constituyen los rosarios filosóficos, que tanta popularidad obtuvieron durante un tiempo. Un rosario, dentro del género, es un libro construido casi íntegramente a partir de citas de otros libros y sentencias de otros autores, que el compilador extrae de su contexto original para articularlos en torno a su propio discurso, de forma que los autores seleccionados vienen a dar la razón al compilador. Generalmente, el nombre del compilador queda anónimo (excepto en el caso de Pedro Toledano y Arnau de Vilanova).

Uno de los rosarios más conocidos, el editado en casa de Jacob Ciriacus, en Frankfurt, 1550, enumera en su primera página una breve relación de “artistas renombrados en el arte”, lista donde encontramos a Adán, Noé, Enoch, Moisés, Virgilio, Aristóteles, Geber, Isaías, San Juan Evangelista, Catón, Avicena, Ramón Llull, entre otros. Esta heterogénea y chocante lista que incluye a árabes, judíos y cristianos, lista que comienza con el primer hombre y termina genéricamente con aquellos otros “que en nuestros últimos tiempos han florecido”, no es suficiente para demostrar que efectivamente existe una transmisión antigua que se inicia con Adán y llega hasta hoy, pero sirve para evidenciar el sentimiento del escritor de pertenecer a una cadena de nombres ilustres por cuyo medio, este conocimiento ha llegado hasta él y de él hasta el lector. Incluso dentro de los testimonios más antiguos de los que tenemos conocimiento, por ejemplo, dentro del manuscrito de san Marcos, citado por M. Bertelot encontramos una breve lista que comienza: “conoce, amigo mío, los nombres de los hacedores de oro: Platón, Aristóteles, Hermes, Demócrito, Sinesio, Ostanes,

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Cleopatra, Porfirio, Pelagio, el emperador Heraclio, María...”; en el libro Basilica philosophica, de Mylius, encontramos una suerte de rosario en forma de grabados y breves sentencias en esta relación encontramos a Hermes, Cleopatra, Pitágoras, Demócrito, Anaxágoras, Heráclito, Avicena, a Mahoma, a Platón, a Séneca, a Duns Scoto, y al propio Mylius terminando la lista. El Acuario de los sabios cita a Hermes, Pitágoras, Jesús el bendito (¿Jesús o ben sirach?), Alejandro Magno, Platón, Galeno, Hipócrates, Tomás de Aquino, etc. La propia Turba de los filósofos aparece como una reunión de filósofos, donde Pitágoras, hecho maestro de todos, departe con Platón, con Aristóteles, Sócrates, Parménides, Morien, Lucas y otros autores sobre cuya identidad nada sabemos.

De estas relaciones nominales se infiere una Tradición histórica, una gran Tradición, pero esta transmisión de contenidos se formaliza mediante una transmisión personal o menor, cuyo ejemplo más claro lo tenemos en los múltiples testamentos o instrucciones póstumas dirigidas generalmente al hijo, al natural o al filosófico: Nicolás Valois, Llull, Abraham, Flamel, entre otros. Incluso el propio Hermes se dirige a Asclepios en el Corpus hermeticum haciendo referencia a otro Hermes, muy anterior en el tiempo, diciendo: “Hermes, mi antepasado, del que llevo el nombre...”.

Este aspecto de la alquimia, entendida como tradición recibida e inmemorial es uno de los aspectos más interesantes de esta doctrina, uno de sus más sugestivos conceptos y acaso el de examen e investigación más complejo, por cuanto abraza personajes y épocas muy distantes invitándonos a descubrir un hilo conductor que doctrinalmente los unifica a todos. A su vez, esta idea de continuidad histórica siempre fue aval y garantía de la legitimidad del conocimiento dentro de todas las culturas, sin ir tan lejos este es uno de los fundamentos esenciales de la iglesia católica: la tradición apostólica, tradición que tiene su origen actual en el hombre nuevo, en Jesús, pero que a la vez es la culminación de una tradición anterior, la del antiguo testamento, que se inicia con Adán, el primer patriarca.

Quisiera decir que la noción de conocimiento transmitido que encontramos en la alquimia, lo encontramos también en la magia, en la filosofía hermética y en la religión pública, es decir, y esto ya lo habréis supuesto, es palabra que circunscribe el magisterio alquímico pero no es circunscrita por él: la Tradición ha de ser entendida como un legado que, proviene de la propia divinidad como acto gratuito, la recibe el justo y el justo se encarga de transferirla a sus semejantes; de esta forma, el depósito revelado perdura en los siglos.

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Pero ¿cual es el objeto de esta transmisión? Indiscutiblemente este objeto está relacionado con una “cosa” con un “algo” sobre cuya naturaleza no podemos conjeturar por cuanto pertenece al ámbito del misterio, pero cuya posesión y ejercicio, reservada a una élite de perfectos, revierte el orden natural establecido a partir de la caída y devuelve a su posesor la dignidad y el rango perdidos, es decir: este don tiene una naturaleza salvífica, restitutiva, medicinal.

Pero no hay que suponer que la tradición occidental y la alquimia en particular se constituya a partir de una cadena irrompible de maestros y discípulos, como es el caso de la tradición oriental, con la figura inevitable, necesaria y fatal del maestro. Indudablemente nuestros escritores hablan de este género de transmisión, pero mucho menos de lo que fuera previsible si esta figura fuera de obligada presencia.

En este sentido es más que pertinente la distinción que efectuaron Rene Guenon o Mircea Elíade entre transmisión vertical a saber, de Dios al hombre (que en propiedad es la cábala) y la transmisión horizontal, que se da de hombre a hombre (que es la massorá hebrea). El hombre, por sus méritos, recibe de Dios y por medio del acto receptivo se integra automáticamente dentro de una especie de colectividad y hermandad sutil, la de aquellos que, al igual que él, han recibido, comunidad que Karl Von Eckarhausen denomina Iglesia Interior, dentro de la cual no hay acepción de personas, ni distinción de credos, pues todos están en posesión de la misma verdad. Así de sencillo. Nada obsta, claro está y es frecuente, que el adepto acepte tomar un discípulo, pero no para transmitirle una verdad madura y definitiva, sino para transmitirle los elementos básicos de la búsqueda: materia primera, régimen, disposición, vaso y fuego; la realización última dependerá exclusivamente de la aptitud y predisposición del iniciado. Incluso en la mayoría de ocasiones esta transmisión no es de un conocimiento tácito y literal, sino que está emboscado, como no, dentro del enrevesado lenguaje jeroglífico, como si se transmitiera tan solo la confianza o certidumbre de que en el discurso está el secreto de la obra entera, pero el neófito deberá a su vez, investigar, pedir y buscar para que Dios le esclarezca el sentido literal de las palabras.

No me cabe la menor duda de que este sentimiento de pertenecer a una colectividad ha sido uno de los pilares sobre los que se ha coagulado un conocimiento, el hermético, que no tiene un momento fundacional claro, ni un cuerpo doctrinal definido; la presencia de maestros de autoridad reconocida, que en el pasado realizaron la obra, siempre fue la demostración legítimamente de la propia ciencia, esa es una de las razones que explica la gran cantidad de textos seudoepigráficos presente en la gran biblioteca química.

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La pseudoepigrafía es el aspecto más irritante para los historiadores menos receptivos que se esfuerzan, inútilmente, en demostrar que Ramón Llull, el místico mallorquín, jamás pudo ser el autor de los textos a él atribuidos, pues en sus otros escritos, los indiscutidos, ataca la alquimia y de forma muy explícita. Eso mismo cabe decir de Tomás de Aquino, Alberto Magno, Aristóteles y otros muchos.

Pero nuestro anónimo autor al poner su obra bajo los auspicios de un nombre universalmente aceptado y respetado, revitaliza la tradición y asegura, al propio tiempo, la pervivencia de su propio libro que, bajo el nombre de Ramón Llull cruzará los siglos contando con la satisfacción de todos cuantos lo leerán y no pondrán en cuestión su autoría. El tiempo se encargará del resto.

Alquimia-Cábala

Formalmente pues, la tradición hermética se configura a sí misma como una cábala, palabra hebrea que significa literalmente “recepción” y “aceptación” aunque su sentido convencional sea “transmisión”.

Numerosos autores hacen referencia explícita a este término: “Aquí puedo hacerte una observación en relación a tu caso que te impedirá caer en el error de aquellos que pretenden hacerse pasar por verdaderos filósofos, aunque no estén iluminados para nada en cuanto a los secretos escondidos de nuestra Cábala” (Árbol Solar), “Te lo digo tal como me ha sido enseñado por una cierta copia de esta Cábala traditiva judaica, llamada Magia, que es la Ciencia filosófica a cuya escuela han asistido, en su juventud, Hermes, Pitágoras, Numa Pompilio y muchos otros, no sólo para saber de esta Ciencia o Arte de la Piedra, sino para saber todos los conocimientos de la Naturaleza, con su acuerdo y conocimiento, y también para descubrir las cosas ocultas y escondidas a los hombres, uniendo las cosas superiores a las inferiores con un verdadero matrimonio” (Valois), “El conocimiento de este nombre Arte nos ha venido por Libros, tanto Teóricos como Prácticos, como el Tratado de la Cábala judaica que el Señor dio a Moisés para ser cuidadosamente guardado entre los hijos de Dios a los que se ha dado el conocimiento perfecto de toda la Naturaleza, tanto inferior como superior” (Valois), “No es que sea imposible hacer compatible el agua con el fuego y hacerla durar en la llama más grande hasta hacerlos inseparables, pero el camino es conocido por muy pocas personas y pertenece a la cábala de la Filosofía secreta” (Sendivogius), “la cábala y la alquimia os ofrecen la suprema medicina y la piedra de los sabios, donde no hay más que un único fundamento” (Michelspacher).

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Por consiguiente, cábala y alquimia tienen, para el alquimista, un sentido único y son, formalmente, una herencia comunitaria y conquista personal. Hasta aquí lo concerniente a la alquimia como don de Dios y como tradición.

Alquimia, Ciencia de los metales y espagiria

Unas notas breves de carácter histórico antes de establecer una distinción fundamental dentro del discurso, notas que surgen de forma casi natural cuando se estudian los textos más antiguos y se cotejan con los más modernos.

Los textos más antiguos que han llegado hasta nosotros, recopilados por Bertelot y agrupados con el título genérico de Colección de alquimistas griegos y bizantinos no revelan una especial sensibilidad filosófica como advertirá rápidamente quien los hojee, y aunque estén atribuidos y firmados por destacados filósofos (pseudoepigrafos) en esos textos no descubriremos piadosas invocaciones ni bellos discursos morales, sino pura y explícitamente, química, pura y dura.

Sin embargo estos manuscritos son, sin discusión y por derecho propio, la raíz del divagar hermético posterior. Los escritores son excepcionalmente famosos y de legitimidad incuestionada: Demócrito, Zósimo, Sinesio... Aleatoriamente consultamos el índice de capítulos y vemos epígrafes como: diversidad del cobre quemado, sobre los azufres, sobre la preparación del ocre, lavado del cadmio, sobre aparatos y hornos, fabricación de plata a partir de la tutia, fabricación del cinabrio, sobre la soldadura de oro, descartando la sección de tratados puramente técnicos: para quitar el brillo a la plata, templado del hierro, fabricación de lejía, cerveza, limpieza de perlas, etc.

Si los testimonios alquímicos más antiguos nos muestran a la alquimia como una colección de trucos prácticos o como recetario ¿Qué tipo de filigrana intelectual deberemos inventar para vincularla a los tratados más radicalmente filosóficos, casi religiosos y exentos de práctica laboratorial, propios de una etapa más posterior? ¿Es posible hablar de una evolución por la cual la alquimia, históricamente, pierde su carga práctica para transformarse en una filosofía casi puramente especulativa?

A mi juicio, no. No hay evolución ni hay ruptura. Se tata simplemente de dos artes distintas que, si bien en la forma se asemejan difieren absolutamente en el fondo, y tanto que podemos afirmar, como de hecho afirmamos, que son dos disciplinas ajenas la una a la otra. Existe una fundamentación etimológica que nos permite distinguir una química sagrada, madre de la alquimia, de

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aquello que aquí llamaremos ciencia de los metales y que otros llaman arquimia.

Para argumentar esta posición, invocaremos la etimología de la propia palabra: Alquimia, poniendo de relieve la discrepancia, antigua, por cierto, en cuanto al significado y origen del término. Descartaremos ahora las interpretaciones menos comunes y hasta cierto punto falsas, como por ejemplo las que están relacionadas con el Sol (Shemesh) y con el fuego (Esch) y centrémonos en las dos principales que centran la discusión etimológica dentro de los libros modernos. En primer lugar, y para ambas interpretaciones, existe acuerdo en afirmar una raíz árabe para la sílaba Al, sílaba que tiene el valor de un artículo neutro y que no deja de ser un menguo recuerdo de la presencia árabe dentro de la doctrina.

Al-Khemit

La más frecuente transcripción hace derivar la palabra alquimia del árabe Khem, Khemit, alkemit, traducido comunmente como tierra negra. Esta tierra negra dio nombre al país de forma que, incluso hoy, Egipto se dice tierra de Khem en árabe.

Egipto, siempre fue considerado la cuna de los misterios y de la sabiduría secreta es, por eso para la gran mayoría de autores conviene buscar allí, la patria natal de la Alquimia, y la patria de su revelador o fundador, Hermes Trismegisto. El color negro que adquieren los márgenes del Nilo después de su crecida anual, sería para algunos un indicativo de la materia primera; una expresión antigua de Hermes, “la tierra virgen se encuentra en la cola de la virgen”, parece abundar en aquel sentido; en efecto, la crecida del Nilo que se inicia en julio y adquiere su mayor nivel en agosto, decrece a finales de septiembre, al final del signo de Virgo, esto es, en la cola de la virgen, de manera que el sedimento limoso, de color negruzco, acumulado en las riberas del río, adquiriría un carácter de tierra virgen, tierra apta que todavía no ha sido sembrada, toda vez que el período de siembras lo iniciaban los egipcios a principios de octubre. De todos es conocido, además, que la Alquimia tiene o aprovecha un simbolismo agrícola.

Por otra parte, esa tierra negra la asimilaban los egipcios (según Plutarco) a Osiris el dios negro, el jefe del panteón, cuyas vicisitudes mitológicas son tan enjundiosas simbólicamente hablando que malamente podríamos evitar comparar sus peripecias vitales con los pasos regimentales de la Gran Obra: Osiris (la materia negra primera) Rey de Egipto, es engañado por su hermano Seth, representado en los jeroglíficos como un asno rojo quien lo encierra en un ataúd de plomo para arrojarlo luego al agua del Nilo; el ataúd, despues de permanecer un tiempo en el agua, queda atrapado por las raíces de un árbol, donde unos campesinos

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lo descubrirán, liberando a Osiris del tronco hueco. Pero Seth le engañará de nuevo, descuartizándolo y arrojando sus restos por todas las provincias de Egipto. Será Isis, su hermana, representada en la iconografía egipcia con el color blanco, reúne sus restos y a través de la magia, lo resucita, para que surja un Osiris renovado, triunfante, padre de Horus, el Sol.

Al-Chems

Ciencia de los metales No menos frecuente es hacer provenir la palabra alquimia del griego Chems, Al-Chems, verbo griego que significa fundir y que inmediatamente evoca el proceso de fundición de los metales. En cuanto a la Alquimia-ciencia de los metales claro está, a juzgar por los más antiguos testimonios, que sus objetivos finales distan mucho de ser espirituales, o cuanto menos en apariencia; lo epígrafes del capítulo soldadura del oro, fabricar oro amarillo, sobre las cales, etc. revelan, más que un saber sagrado y revelado por Dios, un conocimiento gremial metalúrgico que es secreto, sin duda, pero que está exento de connotaciones místicas; las expresiones religiosas que allí encontramos no son lo suficientemente sinceras, por así decir, como para deducir de ellas la existencia de una filosofía trascendente, soteriológica, que las sustenta: la necesidad de hablar oscuramente y por medio de símbolos es la necesidad de mantener secreta la transmisión de aquellos conocimientos gremiales, para que las culturas vecinas no adquieran un saber que podría volverse contra ellos en el orden tanto comercial como militar.

Estos son los alquimistas que, amparándose en la astrología, harán de Saturno un símbolo del metal, del plomo, en este caso. Un tratado de Zósimo dividido en tres lecciones nos muestra los sueños y visiones, profundamente simbólicas, de Zósimo: ante él aparecen hombres de cobre que se transforman en hombres de plata, un caldero con gente hirviendo, templos sacrificiales con siete peldaños, todo ello enarrado con un extraño y bello estilo; finalmente Zósimo despierta y se dice a sí mismo: “bien comprendo que estas cosas se refieren a los líquidos del arte de los metales”, es decir, todo aquel rico simbolismo está exento de connotaciones místicas o filosóficas, cuanto menos directas. Como veremos en próximas jornadas esta Alquimia-Ciencia de los metales fusionándose (sin perder no obstante su propia entidad como disciplina aparte) con la Alquimia-Filosofía, proporcionó a esta última una ingente cantidad de conceptos, de los cuales, quizás el principal, hace referencia al objeto final de la Obra: la Tintura de los metales.

Si la finalidad de la alquimia filosófica consiste en hallar una medicina capaz de sanar a los metales enfermos, de donde se

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deduce que todos los metales son oro, pero un oro enfermo, para la alquimia metálica la cuestión estriba en hallar una tintura, un colorante para los metales en fusión, de forma que, por acción del tinte, adquieran el color del oro. Incluso hoy es imposible teñir al metal más allá de su superficie. La adición de otros productos (nitro, tártaro, etc.) se encargará de proporcionar al metal teñido de amarillo el resto de las cualidades: peso, maleabilidad, densidad...

Hasta aquí llegaremos hoy. En la próxima jornada examinaremos detalladamente las fundamentaciones filosóficas del Magisterio de Hermes a partir del mito central de la Tradición Occidental: la caída y la regeneración del hombre y de qué modo esta caida ha afectado a la Naturaleza considerada en su conjunto.

He dicho