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Ensayo Discurso de ingreso en la Academia de Bellas Antes Santa Cecilia La Iglesia y el poder civil ante la Tauromaquia Juan Manuel Albendea Pabón Presidente de la Comisión de Cultura del Congreso Con una lección magistral sobre “La iglesia y el poder civil ante la Tauromaquia”, Juan Manuel Albendea, presidente de la Comisión de Cultura del Congreso, ingresó el pasado día 22 en la Academia de Bellas Artes Santa Cecilia, institución centenaria muy acreditada y con sede en El Puerto de Santa María. La intervención del nuevo académico realiza un detallado y bien documentado recorrido por las muchas vicisitudes que vivió la Tauromaquia tanto en el ámbito del poder civil como en sus relaciones con el estamento eclesiástico. Pone el autor un especial cuidado en contextualizar cada una de ellas en su marco histórico, para así no sólo dar cuenta del hecho, sino también establecer los límites de su trascendencia en la historia taurina.

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Ensayo

Discurso de ingreso en la Academia de Bellas Antes Santa Cecilia

La Iglesia y el poder civil ante la Tauromaquia

Juan Manuel Albendea Pabón Presidente de la Comisión de Cultura del Congreso Con una lección magistral sobre “La iglesia y el poder civil ante la Tauromaquia”, Juan Manuel Albendea, presidente de la Comisión de Cultura del Congreso, ingresó el pasado día 22 en la Academia de Bellas Artes Santa Cecilia, institución centenaria muy acreditada y con sede en El Puerto de Santa María. La intervención del nuevo académico realiza un detallado y bien documentado recorrido por las muchas vicisitudes que vivió la Tauromaquia tanto en el ámbito del poder civil como en sus relaciones con el estamento eclesiástico. Pone el autor un especial cuidado en contextualizar cada una de ellas en su marco histórico, para así no sólo dar cuenta del hecho, sino también establecer los límites de su trascendencia en la historia taurina.

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Abordar el tema de polémica sobre la fiesta de los toros en un discurso

académico no es tarea fácil. Necesitaría varios días de exposición y aun me quedaría incompleta. Por eso, el Conde de las Navas en su conocida obra “El espectáculo más nacional” dice que ”empresa tan magna, casi como la de achicar el estanque del Retiro con una concha de almeja, sería la de proponerse citar siquiera, ya que no concordar, las innumerables y cimentadas opiniones que corren impresas en libros, folletos y papeles, emitidas por los encomiadores y por los enemigos de las corridas de toros. Pontífices, Reyes, Reinas, Grandes de España, Estadistas, Jurisconsultos, Poetas, Pintores, Escultores, Viajeros, Periodistas y mucha gente del montón, propia y extraña, han tomado parte, directa o indirectamente en tan gran polémica”

Podríamos empezar hablando de lo que representa el toro en la Biblia. Podríamos imaginar, por ejemplo, cómo se libraría el Rey David de la situación que describe. “Me han cercado numerosos novillos y poderosos toros que me han asediado”. El toro en la Biblia es símbolo de muchas facetas: de gratitud, de fortaleza, de fiereza, de acometividad, de riqueza, de opulencia, de gratitud, de fecundidad, de soberbia, de alegría, de hermosura…De otra parte, no deja de resultar curiosa la normativa tan prolija existente en el Exodo respecto a las sanciones aplicables al buey y al dueño del buey en función de en que circunstancias se produjera. “Si un buey acornease a un hombre o a una mujer y resultare la muerte de éstos, será el buey muerto a pedradas , y no se comerán sus carnes mas el

Becerro de Oro, museo de Tel Aviv

El nuevo académico durante su

intervención

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dueño del Buey será absuelto. Pero si el Buey acorneaba de tiempo atrás, y requerido por ello su dueño, no le tuvo encerrado y matare a hombre o a mujer, no solo el buey será apedreado sino también muerto su dueño…”.

El marqués de San Juan de Piedras Albas en su libro “Fiestas de Toros, bosquejo histórico” aclara que, a simple vista el toro bíblico nada tiene que ver con la fiesta de los toros pero, sin embargo sostiene que el toro destinado al sacrificio, en los días festivos de la Antigua Ley constituía espectáculo de regocijo público. Por otra parte, Bedoya en su famosa obra “Historia del Toreo y de las principales ganaderías de España” sostiene que los romanos introdujeron en España la afición al circo, “como nos lo demuestran los vestigios que aun se conservan en las más antiguas de nuestras poblaciones. Sucedieron a aquellos los godos, visigodos, alanos, etc. y durante su dominación, se perdió en la península, si no la memoria, al menos la costumbre de estas diversiones, de todo punto agenas (sic) al carácter de los nuevos conquistadores”. No es pacífica la doctrina sobre el origen de la fiesta de los toros. Para Bedoya, tras la muerte de Don Rodrigo, último rey de la primera línea goda, los moros volvieron a introducir la afición al circo, si bien cambiando la forma de la diversión, y en lugar de las luchas de gladiadores y fieras como acostumbraban los romanos, pusiéronse en práctica las lidias de toros, en las que ejercitaban su pujanza los primeros hombres de la nobleza musulmana.

La opinión de quien fue el primer caballero castellano que se lanzó a lidiar toros no es uniforme, si bien la más extendida es que fue Don Rodrigo Díaz de Vivar, apodado El Cid Campeador. Según Bedoya “muchas razones militan para abrigar la creencia de que este esforzado caballero figurase en primer término, toda vez que se trataba de probar gran corazón y así ha debido tenerse presente por el inmortal D. Nicolás Fernández de Moratin que aprovechándose de una feliz inspiración, describió la destreza de este bizarro campeón…” en su famosa poesía “Fiesta de Toros en Madrid”, que se inicia con la conocida estrofa “Madrid castillo famoso”

Para Álvarez de Miranda en su obra Ritos y juegos del toro los orígenes de estas corridas, bien sean las españolas actuales, bien las llamadas cretenses, no han sido aún esclarecidas por los historiadores.. De gran relevancia para conocer el origen de las fiestas de toros es la obra de Nicolás Fernández de Moratin. Este autor refuta una opinión bastante extendida en su época, la de que la fiesta de los toros era un producto de los juegos romanos. Para este autor, la corrida española era un fenómeno autóctono y causal. Su argumento estriba en que siendo España un país en la que siempre han existido muchos toros bravos, la costumbre de combatirlos viene desde muy antiguo,

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ora para demostrar frente a ellos el valor personal, ora para cazarlos y alimentarse de ellos, ora para defenderse de sus ataques. Para este autor el origen es español, aunque aclara que los árabes españoles eran aún más apasionados de las corridas caballerescas que los mismos españoles, ya que, en definitiva, la costumbre de combatir los toros fue en la España cristiana una de las muchas costumbres que la superior cultura árabe contagió a los reinos cristianos.

Al hablar de toros no podemos dejar de citar a Alfonso X el Sabio. En las Siete Partidas el toreo profesional estaba prohibido, entendiendo por profesional, el que estaba retribuido. Sin embargo, el toreo caballeresco se ejercía, pues no decía nada al respecto el Código. El Conde de las Navas al referirse a la legislación alfonsina sostiene la tesis que el legislador, más que al espectáculo se refiere a las personas que en él tomaban o pudiesen tomar parte activa. Y añade el autor de El espectáculo más nacional: “Sabido y aquilatado está por los jurisconsultos el gran contingente que el derecho canónico aportó a la obra de Don Alfonso X (o IX según las respectivas cronologías de Castilla y de León), la estrecha hermandad que existe entre los cánones de la Iglesia Católica y muchas de las Leyes de Partida”. Estaba claro que el tema de los toros estaba vivo en la sociedad de entonces.

Pero lo que más llama la atención de la legislación alfonsina respecto a los toros es su preocupación en apartar al pueblo del oficio de lidiador mediante precio para concluir con el entonces incipiente profesional del toreo y en cambio le agradaba favorecer al que se arriesgara a lidiar toros para mostrar su valor: a unos enfama y a otros ensalza afirma Piedras Albas. Velázquez y Sánchez al reflexionar sobre este tema de Las Partidas contradice abiertamente a Jovellanos ya que en su Memoria para el arreglo de la Policía de los espectáculos y diversiones públicas y sobre su origen en España, bajo el epígrafe “Toros” escribe: “La Ley 57. Título V, Partida Primera la menciona entre aquellas fiestas a que no deben concurrir los prelados a los que contesta Velazquez: “Quien no conozca el texto de la Ley, la materia del título, ni el asunto de la Partida, deduce de esta intencionada y rápida mención que execrado por la legislación alfonsina este espectáculo, se veda a las personas constituidas en dignidad eclesiástica autorizarle con su presencia, relegando su disfrute al vulgo que no suele gobernar sus inclinaciones por los influjos de la moral, ni de la bien entendida conveniencia…”..

Pero las sanciones de las Partidas no terminaban con la infamación. Entre las causas de desheredación figuraba la del “fijo que contra la voluntad del padre lidiase por dineros en campo con otro ome o se aventurase por precio a lidiar con alguna bestia brava”… Este tema de la desheredación debe tener su

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razón de ser en que el Rey Sabio, conocedor del Derecho Civil de Roma, tomó del Corpus Iuris del jurisconsulto Triboniano, interpretando las Pandectas del Emperador Justiniano, el castigo de desheredación en el que incurría el cómico o lidiador de fieras. La opinión de Piedras Albas es que Alfonso X fracasó en su propósito de acabar con la afición taurina en sus dilatadísimos dominios para aquél tiempo al no tener en cuenta que al prohibir la actividad taurina a los plebeyos, “los nobles absorberían el festejo, desde cuyo momento histórico, el toreo romántico y caballeresco iría creciendo y extendiéndose por todos los ámbitos de España”.

Las razones que, históricamente, han utilizado los detractores de las corridas de toros se reducen, según José María de Cossio, a tres grandes grupos: razones de orden religioso, razones de orden económico y razones de pura sensibilidad. Las razones de orden religioso las analizaré cuando llegue el momento de estudiar la posición de la Iglesia respecto a los toros, Por lo que se refiere a las razones de orden económico, el puntal de las mismas lo hemos de buscar en Gabriel Alonso de Herrera. Su Tratado de Agricultura General (1513) realizado por encargo del Cardenal Cisneros comienza hablando de la crianza de los bueyes y nos sorprende con la siguiente afirmación: “Por eso antiguamente eran tan preciados los bueyes, que si alguien maliciosamente, por mal hacer, mataba a alguno, tenía pena de muerte, porque mataba a un compañero, tan provechoso a los hombres y tan necesario…”

Preocupaciones de sensibilidad caballeresca son las que se advierten en las respuestas que Luis Escobar le da al Sr. Don Fadrique Enriquez, Almirante de Castilla:

En la pregunta de ayer respondí a su señoría que yo lloraba y reía en tales locuras ver Ya os dije que en la verdad es muy torpe crueldad un animal inocente, matalle tan cruelmente por tan pura vanidad. Que digan que el Almirante tiró al toro una lanzada que según fue bien tirada no hiciera más un gigante. Mas después tornando en vos veréis los yerros ser dos, y sabedles bien de coro, el uno temer al toro, y otro no temer a Dios

No podemos menos de sonreír al leer algunas de las reflexiones que recoge Cossio de Antonio de Liñán en su Guía y Aviso de Forasteros: “El correr los toros, una cosa, que como dijo el otro caballero, cuando no hubiera otros

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inconvenientes en correrlos, no se había de permitir, siquiera por no enseñar a huir a los hombres, de que se había de correr la nación española tan poco enseñada a criar hijos que volviesen las espaldas a enemigos, cuanto y más a una bestia” .

Entre los más destacados antitaurinos de los siglos XVI y XVII figura el Padre Juan de Mariana (1536-623) cuya posición toma cuerpo en su famosa obra De Spectaculis publicada en 1609. A su oposición a la fiesta de los toros dedica siete capítulos. Otra opinión importante sobre la fiesta de los toros es la de Lope de Vega. Para Cossío, esa opinión es fluctuante y oscila desde la censura agria hasta el franco elogio. Y Cossío no esta de acuerdo en hacer responsable a Lope de las opiniones de sus personajes de comedia. Quizás podríamos sostener las mismas dudas sobre Tirso de Molina, aunque en su Marta la piadosa es contundente: “¡Que guste España de ver una fiesta tan maldita!”

Por el contrario Luis de Góngora alaba la fiesta de los toros desde el ángulo estético. Fue evidente su afición, hasta el punto que tuvo enfrentamientos con su prelado. No entra en disquisiciones morales sobre la licitud de la Fiesta, ni entra a analizar los breves papales sobre la misma. Prefiere ser condenado por liviano que por hereje.

En las Cortes de Castilla el tema de la licitud o ilicitud de las corridas de toros dio mucho juego. Fueron varias las peticiones que se produjeron a lo largo del siglo XVI para que se prohíban las corridas de toros. Así, en las Cortes de Valladolid de 1555. También en las de Madrid de 1567. Pero el Rey fue contundente en su respuesta: “A esto vos respondemos, que en cuanto al daño que los toros que se corren hacen, los corregidores y justicias lo prevean, y prevengan de manera que aquél se escuse (sic) en cuanto se pudiere; y en cuanto al correr de los dichos toros, esta es una muy antigua y general costumbre en estos nuestros reinos, y para la quitar será menester mirar más en ello, y así por ahora no conviene se haga novedad”. En las Cortes de Castilla

hubo evidentes contradicciones. En las de 1566 se inclinaban por la prohibición. En las de 1570 se trataba de conseguir la derogación de Bulas Pontificias que excomulgaban a los espectadores y lidiadores. Pero, incluso, sin esperar la respuesta del Papa, piden a las ciudades que “den los toros acostumbrados”.

Las prohibiciones reales empiezan con Carlos III. Así por una Real Pragmática de 9 de noviembre de 1785 se prohiben pero con excepciones. Las excepciones eran para aquellos pueblos en los que “hubiese concesión perpetua o temporal con destino público de sus productos útil o piadoso…” Pero la excepción duró poco, pues por una Real Orden de de 7 de diciembre de 1786 ordenó que cesasen todas las licencias, incluso las de aquellos pueblos en que

hubiese concesión perpetua o temporal. Solo se mantuvo la excepción de Madrid. Pero la interpretación de la prohibición fue muy laxa. Así se consideraba que estaba prohibido correr toros de muerte pero se burlaba la prohibición

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corriendo novillos y toros de los llamados de cuerda. Para acabar con esa interpretación torticera, Carlos IV promulgó un a Real Provisión de 30 de agosto de 1790 prohibiendo expresamente correr toros de cuerda. Como continuaran interpretaciones para incumplir las normas prohibitivas, Carlos IV publicó la Real Pragmática de 10 de febrero de 1805 en términos muy severos: “He tenido a bien prohibir absolutamente en todo el Reyno, sin excepción de la Corte, las fiestas de toros y novillos de muerte, mandando no se admita recurso ni representación sobre este particular; y que los que tuvieren concesión perpetua o temporal con destino público de sus productos útil o piadoso, propongan arbitrios equivalentes al mi Consejo, quien me los haga presentes para mi Soberana resolución.”

También en las Cortes de Cádiz hubo un interesante debate sobre la fiesta de los toros. El Consejo de Regencia autorizó que se construyera una plaza de toros en Cádiz. El sitio elegido para construir la plaza fue el “Campo de los Cueros” y se le puso el nombre de Plaza Nacional. En el coso se podrían celebrar “funciones de caballería, novillos, bailes nacionales y otros ejercicios”. Estaba situada frente al Castillo de Santa Catalina, muy cerca de la playa de La Caleta. Como consecuencia de un grave incidente que ocurrió a los pocos meses de inaugurarse la plaza, al bajar al ruedo gran parte del público, el Ayuntamiento suspendió los festejos y solicitó de la Regencia, la abolición total de las corridas de novillos. El tema llegó a las Cortes de Cádiz y se produce un interesante debate en la Comisión de Justicia sobre la conveniencia de autorizar o prohibir las corridas de toros. A favor de la prohibición interviene el diputado por Murcia y sacerdote Simón López quien formuló la siguiente proposición: “Que se decrete que de hoy en adelante se suspendan generalmente en toda la Península las corridas de toros de muerte”. En contra de la prohibición se manifestó con gran elocuencia el diputado catalán Antonio Capmany. El tiempo nos impide extendernos sobre los argumentos de este diputado de Barcelona a favor de la fiesta. Con motivo de la muerte de Pepe-Hillo escribió en un diario de Madrid: “Este famoso y valiente estoqueador murió porque él quiso. Murió por no haberse retirado de este oficio ya desde el año anterior, cuando sus achaques, sus quebrantos y su edad de cincuenta años, con 32 de ejercicio de plaza, pedían de justicia su jubilación. Murió porque , sobre todos estos alifafes, hallándose contuso y estropeado desde la corrida de la mañana, se empeñó en salir a la plaza por la tarde y en salir también de este mundo, pues estando cojo y medio manco, sin agilidad en sus miembros ni tiento en sus movimientos, se presentó cuerpo a cuerpo a la furia y pujanza de un toro entero, señor toro”. De este diputado por Barcelona no se nos puede olvidar la “Apología de las fiestas públicas de toros” publicada en 1815, en la que, entre otras cosas dice: ”¿Y, cómo no habían de declamar contra esta fiesta nacional

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aquellos mismos patricios, que por darse el título de filósofos modernos, hacen asco a todas nuestras cosas?”

Seguimos avanzando en la historia y llegamos a José Bonaparte. Su llegada a España se celebró con festejos taurinos en la plaza de la Puerta de Alcalá, para lo cual se adquirieron noventa toros. Cuando tras la batalla de Bailén, José Bonaparte tiene que abandonar Madrid, situando su Corte en Vitoria, para conmemorar la proclamación de Fernando VII como Rey de España se organizan varias corridas de toros. Y como no pudieron acudir todas las tropas a presenciar las corridas, el Ayuntamiento de Madrid organizó seis corridas de toros más.

Pero no solo en Madrid, en Andalucía también se celebraron corridas durante la guerra de la Independencia. En el Puerto de Santa María se celebró una corrida de toros en honor de Lord Wellington y de su hermano el Marqués de Wellesley, embajador del Reino Unido en España en 1809. A esa corrida asistió la heroína de Zaragoza, Agustina de Aragón.

Volviendo al tema de las prohibiciones desde razones de tipo religioso o moral, puede decirse que es acaso en este campo donde la polémica es más aguda, sin duda porque, frente a preclaros detractores ha habido también no menos ilustres apologistas de la fiesta. Las razones de orden moral invocadas, sobre todo a lo largo de los siglos XV y XVI descansan, fundamentalmente, en el rechazo a poner a contribución el bien de la vida, gratuitamente, sin causa que lo justifi-que. El núcleo de esta argumentación podemos encontrarlo en la Bula "De Salute Gregis" de San Pío V, promulgada el 1 de noviembre de 1567, cuyos principales párrafos no nos resistimos a transcribir: "Habiéndosenos encomendado por divina disposición el cuidado de la grey del Señor, con todo empeño debemos procurar alejar de ella los peligros de alma y cuerpo. Y a este particular debemos decir que, aunque fue prohibido por el Concilio de Trento el detestable uso de los duelos, sabemos, sin embargo, que son todavía legión los que en muchas ciudades, en vano alarde de fuerza y audacia, en públicos y privados espectáculos, luchan incesantemente con toros, de donde se siguen muertes, mutilaciones y peligros grandes para las almas. Considerando Nos despacio lo muy opuesto de tales exhibiciones a la piedad y caridad cristianas, y deseando que estos espectáculos tan torpes y cruentos, más de demonios que de hombres, queden abolidos en los pueblos cristianos, prohibimos bajo pena de excomunión, "ipso facto incurrenda", a todos sus príncipes, cualquiera que sea su dignidad, lo mismo eclesiástica que laical, regia o imperial el que permitan estas fiestas de toros. Si alguno muriera en el coso, quede sin sepultura eclesiástica. También prohibimos a los clérigos, tanto seculares como

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regulares, bajo pena de excomunión, el que presencien tales espectáculos. Anulamos todas las obligaciones, juramentos y votos de correr toros, hechos en honor de los santos o de determinadas festividades..."

Varios aspectos de la Bula papal nos llaman hoy poderosamente la atención. El primero, que no está especialmente dirigida a España. El Papa habla de que en muchas ciudades son legión los que lidian toros. ¿Significa esta publicación "urbi et orbe" que la fiesta de toros en el siglo XVI era uso frecuente en otros países distintos de España?.

Efectivamente, empezando por Portugal que nos es lo más cercano, coincide la prohibición papal con el reinado del rey Don Sebastián, la "más importante figura taurina de su siglo entre los reyes, y aun de los siguientes, en toda España", a juicio de José María de Cossío. Tan poco caso debió hacer Don Sebastián a la prohibición pontificia que la primera vez que se publica la Bula en Portugal fue en 1573 -seis años después de promulgada- por el Arzobispo de Evora, Don Juan de Mello. Además de numerosos festejos en Lisboa, había frecuentes corridas de toros en otras ciudades. En Villaviciosa, en el Alentejo, se festeja, en 1537, con una corrida el casamiento del Infante Don Duarte con Doña Isabel. A tal festejo acudió el rey Don Jua III, que llegó de Evora, acompañado de sus hijos. Eran tan frecuentes y tan costosas las corridas de toros en Braganza, que en 1549, el Duque del mismo nombre se dirige al Concejo de la ciudad con una recomendación singular: "Quiero ordenar que todos los gastos que se hacen se enmienden y eviten, y paréceme que donde son mayores es en los toros que se corren a costa de la ciudad. Gástase en esto mucho y ello no se puede consentir. Yo no quiero que se dejen de correr toros; más quiero que en las rentas de la ciudad sean incluidos los juegos de toros señalando el día y las corridas que se han de dar...". Vemos también la preocupación del Duque por cómo se descuidaba la defensa de la ciudad en beneficio de los toros: "Es vergonzoso el gasto que se hace con los toros, sin provecho ninguno para la ciudad, que es fronteriza y precisa seis piezas de artillería para su defensa".

Respecto a Francia dice Cossío que "existen documentos del fin del siglo XVI y a todo lo largo del siglo siguiente, que atestiguan ser una tradición bien establecida y de "tiempo inmemorial", el celebrar las fiestas patronales con corridas de toros". Se conservan, ininterrumpidamente, desde 1510 las cuentas comprometidas de la localidad de Saint Sévère para la celebración de la fiesta de San Juan, y en la cual las corridas de toros tenían la consideración de fiestas votivas. En Arlés, el rey Carlos IX y la Reina Madre Catalina de Médicis, que venían de Marsella en 1564, expresaron su deseo de ver una corrida de toros, lo que fue muy del agrado de los arlesianos. La Bula de Pio V no fue publicada en Francia, si bien aportó argumentos de autoridad a obispos y predicadores para que a principios del siglo XVII comenzaran una cruzada contra las corridas de toros.

En Italia es, lógicamente, donde la Bula pontificia produjo efecto inmediato. No parece descabellado sostener que la crueldad de las corridas italianas pudo ser la causa inmediata de la generalización de la prohibición. La costumbre de lidiar toros fue introducida en italia por los Borjia. Según escribe

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Antonio Santainés, tales corridas de toros venían celebrándose "más con sus defectos que con su gallardía". Alejando VI y Julio II parece que eran buenos aficionados. Ludovico Pastor en su Historia de los Papas, tomo VIII, nos informa que el lunes de Carnaval de 1519, se celebró una gran corrida en la plaza de San Pedro, a vista de León X, en la que por cierto murieron tres pobres hombres. Les costeó el Papa espléndidos trajes y se echaban de menos los tiempos del Cardenal Petrucchi, que por uno solo de estos trajes para los toreros solía pagar hasta 4000 ducados; corridas y más corridas se siguieron celebrando años sucesivos, aunque no siempre ni mucho menos a la manera española, sino despeñando a los toros por el Testaccio y esperando los jinetes armados, que los despedazaban en su loca huída con tan poco garbo como sobrada crueldad. Después de esta tremenda descripción de Pastor, ¿resultará aventurado sostener la influencia de tales prácticas en el ánimo papal, a la hora de redactar la bula condenatoria?.

Las corridas de toros las llevaron a Méjico los españoles, y sirvieron, como en España, de pretexto para honrar a los santos. Así hay que citar la orden del Cabildo de la ciudad de 13 de agosto de 1529 en virtud de la cual "todos los años por honra de la fiesta del señor San Hipólito, en cuyo día se ganó la ciudad, se corran siete toros, e que de aquellos se maten dos y se den por amor de Dios a los Monasterios e Hospitales...". También en el mismo año vuelven a hacerse alegrías de cañas y toros para celebrar las paces entre Francia y Castilla. Tan arraigados estaban ya los toros en Méjico a mitad del siglo XVI, que en 1554 escribía el arzobispo Montuja al Consejo de Indias: "También hay cierta diferencia sobre el suelo que ya está bendito, que nos quieren quitar un pedazo para correr toros; y parece cosa indecente estando ya bendito profanarlo; donde muchas veces los toros matan indios como bestias". Como vemos los indios se habían hecho buenos aficionados y no se paraban en barras para satisfacer su afición, usurpando, incluso, suelo sagrado.

El segundo aspecto a resaltar es la grave calificación que la Bula otorga a las corridas de toros -espectáculos torpes y cruentos, más de demonios que de hombres- y la pena canónica tan severa -la excomunión "ipso facto incurrenda"- no sólo contrastan con la concepción teológica moderna del pecado y con los mucho más benévolos criterios punitivos del Concilio Vaticano II, diferencia obvia y por tanto innecesaria de destacar, sino con la opinión de teólogos y predicadores de la época de relevante prestigio por su virtud y ciencia. Un interesante compendio de dichas opiniones recoge el Padre Pereda, profesor de Derecho Penal de la Universidad de Deusto, en su interesante libro "Los toros ante la Iglesia y la Moral", que nos ha aportado nutrida información para la realización de este trabajo. Así vemos como Fray Antonio de Ciudad Real, tras el relato minucioso de las maravillas y proezas que vio ejecutar en Méjico, justifica su descripción, en 1570, sólo tres años después de la

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publicación de la Bula: "Todo lo cual se refiere para gloria y honra de Dios, que tal ánimo, fuerza y destreza da a sus criaturas". El mayor opositor a la Bula fue Fray Antonio de Córdoba, Provincial Franciscano de la Provincia de Castilla, hombre de gran prestigio cerca de Felipe II. Trató Fray Antonio de publicar un libro titulado "De difficilibus quaestionibus", entre las cuales había una en la que afirmaba "quod agitatio taurorum nullum sit peccatum". Mandó el Papa al Nuncio que le amonestara seriamente, y que bajo ningún concepto el libro viera la luz. La oposición a la Bula arreciaba, y el Cardenal Alejandrino se lo advertía así al Papa: "los argumentos en que se apoyan son que ningún santo dice que sea pecado y que si lo fuese no lo habrían permitido tantos Santos Pontífices y tanto tiempo en Roma mismo, aún en su presencia, y que lo mismo se podría decir de las justas, torneos y otros ejercicios de caballeros y otros semejantes argumentos en que están obstinados".

Parece ser que la Bula no llegó a publicarse en España. Así parece desprenderse de la correspondencia del Nuncio, quien escribía a Roma: "Cuanto a los toros, no creo que los prelados a quienes he mandado la Bula la hayan publicado "formaliter"; tengo entendido que de acá se les ha mandado orden que sobreseyesen...". Como ya hemos explicado al referirnos a la petición de las Cortes de 1567 de prohibir los toros, Felipe II no era partidario. No es extraño que con ese criterio real la Bula tuviera un efecto muy limitado en España. Y no cejó el Rey hasta que consiguió, en 1585, que el sucesor de San Pio, Gregorio XIII, expidiera el 25 de agosto la Bula "Exponi nobis", en la que levantaba las censuras y penas impuestas en la "Salute Gregis", manteniendo la prohibición que afectaba a clérigos, tanto seculares como regulares, y prohibiendo que las corridas se tuvieran en días de fiesta y se procurara con

toda diligencia evitar las desgracias. La resistencia de los clérigos a la observancia de la Bula fue notable, y cobró especial relevancia, lógicamente, en círculos intelectuales, destacando claramente en la rebeldía la Universidad de Salamanca. Llegaron noticias al Papa Sixto V, sucesor de Gregorio XIII respecto a la desobe-diencia salmantina, en un doble sentido: que los clérigos no sólo presenciaban corridas sino que, muchas veces, eran los promotores, y lo que era más grave, en el juicio del Papa, que los profesores enseñaban a los alumnos que era lícito a los clérigos asistir a las corridas de toros.

Para conjurar la rebelión, el Papa con fecha 14 de abril de 1586, expidió la Constitución apostólica “Nuper siquidem” dirigida al obispo de

Salamanca, Don Jerónimo Manrique. Tras el saludo protocolario y la exposición del problema, el Papa le daba al Obispo como delegado suyo, "facultad libre y autoridad plena, tanto para que impidas las dichas enseñanzas, cuanto para que prohíbas a los clérigos de tu jurisdicción la asistencia a los citados espectáculos. Así mismo, te autorizamos para que castigues a los inovedientes, de cualquiera clase y condición que fueren, con las censuras eclesiásticas y

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hasta con multas pecuniarias recabando en su caso el auxilio del brazo secular para que lo que tu ordenes sea ejecutado sin derecho de reclamación ante Nos y ante nadie. No servirá de obstáculo para el cumplimiento de esta Nuestra disposición, ninguna ordenación ni Constitución Apostólica, ni los Estatutos de la Universidad (el Papa parecía advertir por donde se iba a orientar la defensa) ni la costumbre inmemorial, aunque estuviera vigorizada por el juramento y la confirmación Apostólicas..." La Carta Pastoral del obispo, reproduciendo la Constitución provocó en Salamanca un gran escándalo. Dice el Marqués de San Juan de Piedras Albas en su hermoso libros "Fiestas de Toros, bosquejo histórico" que "ante la afición a los toros de aquellos señores, los mandatos del Papa y las exhortaciones pastorales de su Obispo tenían que ser letra muerta y para ello había que intentar la derogación de los preceptos eclesiásticos invocando el derecho de Patronato Real, algo así como regalía de la Corona de España y el Fuero universitario interpretado al arbitrio de los deseos de la Universidad salmantina". Opinaron los Lectores que procedía el recurso de alzada ante el Rey contra el Papa y el Obispo, y encomendaron la redacción del documento nada menos que a Fray Luis de León. Se preguntan los tratadistas cuales serían las causas que movieron a Fray Luis a aceptar tan espinoso encargo. Quizás, contesta el Marqués de San Juan de Piedras Albas, movió su ánimo una distinción de su personalidad: la de Maestro o Catedrático de la de Agustino austero. Nos inclinamos más a pensar que lo que Fray Luis estaba defendiendo era, empleando la terminología actual, la autonomía universitaria, que estaba amenazada.

Fray Luis, tras la exposición del problema, suplicaba "sea servido hacernos la md. que siempre ha hecho a esta Universidad que confiados en ella esperamos todo buen suceso en todo y en esto que es tan en perjuicio del patronazgo Real y de la quietud y buen gobierno deste estudiio..." No está claro si el recurso llegó a Roma, o lo retuvo Felipe II. Por la retención se inclina el Marqués de San Juan de Piedras Albas, quien sostiene que duró hasta la sucesión de Sixto V por Clemente VIII. Sin embargo, el Pontificado de éste se inicia en 1592 y el Breve derogatorio no se publica hasta 1596, precisamente el año en el que se concluyó el Palacio Vaticano. Parece ser, por tanto, que la negociación no fue fácil. Piedras Albas sostiene que la negociación la debió llevar el Embajador Duque de Sessa, en tanto que el Conde de las Navas, en su interesantísimo libro "El espectáculo más nacional" atribuye la titularidad de la Embajada al Duque de Suevia. El incendio del Archivo de la Embajada de España en Roma en 1738 dificulta el conocimiento de la tramitación del expediente, a la que sí aporta, sin embargo, más luz el Padre Pereda en su ya citada y meritoria obra, quien sostiene que, en vista de que ni el Rey, ni el Consejo, ni el Nuncio quería coger ese difícil toro

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por los cuernos ("negocio muy grave y de mucha consideración" lo calificó el Dr. Solís, enviado especial de la Universidad a la Corte), decidieron los recurrentes llevarlo a Roma, y nombraron al efecto dos procuradores, Pastor de Medina y Bargundia, con sueldo de 100 ducados, designaron al Cardenal Colonna protector de la Universidad, e interesaron vivamente al Cardenal Lanzeloto, que es quien había de hablar con el Papa. Cualesquiera que fuera la negociación de este recurso, sí llama la atención la importancia que cobró el asunto, lo que hace exclamar, con no escondido entusiasmo, al Padre Pereda: "¡Verdaderamente que es categoría la de los toros, y al parecer de trascendental importancia; pues trae a mal traer, con tantos dares y tomares y quebraderos de cabeza, a cuatro Sumos Pontífices, al Monarca más grande de su tiempo, a la Universidad de mayor prestigio en el mundo de la ciencia, a Cardenales, Arzobispos y Nuncios y santos y sabios de primera línea!. ¿Si se hubiera tratado de la guerra contra el turco hubiera habido mayores apremios y más solícitos cuidados?. ¿Qué deporte, ni no deporte, puede presentar credenciales de tal categoría, para entrar en la órbita de los grandes asuntos?".

Las polémicas sobre la exacta interpretación de las Bulas ocupó a moralistas y teólogos, destacando en aquellas la Universidad de Salamanca. Se centraba aquella discusión en la propia interpretación de las Bulas sobre dos aspectos concretos: qué clase de excomunión contenían las Bulas, y si el practicar el toreo o presenciar las corridas constituía o no pecado mortal. Se pregunta Pereda: ¿Se puede pensar en malicia intrínseca del toreo?. Si nos atenemos a la opinión de Fr. Francisco de Alcocer en su Tratado del Juego: "ejercicio y regocijo del que se sigue tal carnicería y muerte de tantos hombres, de gentiles es más que de cristianos, inhumano es por cierto y diabólico, y que se debe desterrar de las repúblicas cristianas". No menos contundente es el juicio de Mariana: "¿Quién se podrá persuadir que el Pontífice, por un pecado venial, se pusiera a hacer una Bula o Breve con tan severas palabras?. Afirmamos ser ilícito correr toros; feo y cruel espectáculo..." para terminar arremetiendo contra sus colegas que defienden la tesis contraria: "gran afrenta de nuestra profesión, que no haya cosa tan absurda que no la defienda algún teólogo". El jesuita Pedro Hurtado de Mendoza en sus “Disputationes scholasticae et morales” sostiene que "los mejores toros son los que matan más gente, y estas diversiones parecen más castigo de tiranos que cristianos entretenimientos".

No son menos contundentes los juicios de los que se alinean en la orilla opuesta: Tomás Hurtado replica así en 1651 ("Tractatus varii resolutionum moralium"): "ciertamente si se asiste a los toros con esa perversa intención de ver heridas y muertes, sería, a la verdad, "spectaculum daemonum, non hominum", pero si se asiste por ver y gozar de la destreza de los toreadores, de la velocidad de las fieras, de la gallardía en el herir de los jinetes, entonces "non est spectaculum daemonum sed hispanorum". Los Salmanticenses sostenían que para que fuera intrínsecamente malo "sería preciso que casi siempre murieran los que torean, y está tan lejos de suceder, que es raro que muera alguno, pues se manda retirar a todos los niños, viejos y cojos, y sólo se permite que intervengan los verdaderamente peritos...".

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Para el Padre Mendo las razones de la licitud del toreo se apoyan en razones de aceptación general, el hecho de que sea consentido en toda España, en la que con tan católicos Reyes, con gobernantes de tan timorata conciencia, no se concibe que puedan permitirse espectáculos ilícitos, sin que reclame ninguno de tan santos y sabios varones. Argumento, que hoy no puede menos de provocarnos una beatífica sonrisa. De primer apologista de las corridas de toros puede calificarse al doctor navarro Martín de Azpilicueta, En su Manual de Confesores dedicó varios apartados a De taurorum agitatione, y declara que él vio de pequeño los toros y se confesó, que vio después dos o tres hombres muertos, e hizo voto de no volver. Sin embargo, escribe: "Hace treinta años hubiera dicho sin duda que ver las corridas de toros era pecado mortal; pues así lo había oído de mis maestros franceses; pero ahora no me atrevo a decir que sea pecado ninguno, si se hace con la debida cautela". Parece casi un chiste que los graves teólogos Salmanticenses comentando la frase de Azpilicueta sobre sus maestros franceses, afirmaran con absoluta seriedad: "¿Qué tiene de extraño que aquellos preceptores franceses así hablaran, si siendo franceses no podían decir otra cosa?; porque si los franceses se metieran a toreros, claro que para ellos sería pecado mortal. ¿Cómo vamos a comparar a los franceses con los españoles?: los franceses son por naturaleza pesados, los españoles como el viento, los franceses no entienden nada del toreo, los españoles nacen toreando; los franceses a la primera embestida van por los aires, los españoles si tienen un poco de cuidado, se ríen del toro más marrajo". Y sin el menor rebozo sacan la conclusión: "Es, por tanto la corrida de toros evidente peligro de muerte e inmoral para los franceses, italianos y extranjeros todos; pero de ninguna manera para los españoles, que desde la infancia aprenden a torearlos, a esquivarlos y burlar sus golpes...; y como no caen en la cuenta de esto los extranjeros, por eso hablan contra nuestra antiquísima costumbre y la tachan de inmoral". ¡Y después de este alegato se quedaron tan frescos los buenos carmelitas!.

No parece exagerado afirmar que esa conjunción de amores y odios hacia la fiesta de los toros, que ha sido una constante en nuestra historia, adquirió perfiles aristados en el estamento eclesiástico. La exageración en la filia y en la fobia no tiene parangón con otros estamentos, ni siquiera en la Ilustración. ¿Simpatizará la Iglesia con la fiesta nacional -se pregunta el Conde de las Navas- porque ésta lleva aparejado el sacrificio cruento de animales, oferta tan propia en otros días de la mayor parte de las religiones positivas?. ¿Cómo puede hablar de simpatía el insigne tratadista -debemos preguntarnos nosotros- tras las bulas condenatorias o declaraciones de figuras muy prestigiosas de la teología y la moral, donde con contundencia han atacada

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nuestro espectáculo?. Pese a ello -debemos responder- la consecuencia que se obtiene, acercándose con interés a la polémica, es que la lidia de los toros tiene tal arraigo en nuestro pueblo, que los clérigos no sólo no han intentado ser un islote en el influjo de esa pasión nacional, sino que, en muchos casos, han sido la mecha que ha inflamado esa pasión. Podríamos traer a colación algunos testimonios pintorescos. Así, nos cuenta el Padre Isla, cómo para celebrar las fiestas de la canonización de San Estanislao y San Luis Gonzaga, los jesuitas del Colegio Real de Salamanca decidieron, para no contrariarlos, acceder a la petición de los teólogos navarros de celebrar una corrida de toros, y a tal efecto les compraron doce bravísimos toros de cuatro años, y todos condenados a muerte, "por ser punto de honor en la plaza de Salamanca no admitir inferior número de fieras, ni consentir que alguna de ellas pise su arena sin castigar con sentencia de muerte su soberbia y orgullo".

Interminable sería la relación de conmemoraciones de carácter religioso que se realzaban con corridas de toros: las costeadas por el Duque de Lerma, mayordomo mayor de Felipe III, con motivo de la traslación del Santísimo Sacramento a la iglesia colegial de San Pedro; las costeadas por la ciudad de Córdoba el 3 de Junio de 1651 en honor de San Rafael; las celebradas con motivo de la inauguración de la capilla de Nuestra Señora del Sagrario, en la Catedral de Toledo, erigida por el Cardenal Sandoval; la canonización de Santa Teresa costó la vida a más de 200 toros, en unas treinta corridas, dadas en lugares donde había fundado conventos la doctora abulense. Vargas Ponce, acérrimo detractor, exclama indignado: "¡Los 1800 toros que en cada año está averiguado se destrozaban impiamente en la Península, se destrozaban invocando a sus mártires y celestes patronos!. ¿Qué más?. La increíble profanación y desacato, llegó hasta correrlos en los templos, como sucedió en la Catedral de Palencia a la faz de sus aras. Las carnes de los toros que se lidiaban en estas corridas en honor de los santos se guardaban como reliquia, y son contra las calenturas y otras enfermedades, y para remedio de los nublados".

En la misma línea de reproche Gabriel Alonso de Herrera, en su Agricultura General (1513), tras un encendido elogio a la utilidad del buey, e identificándolo con el toro, censura su muerte, y añade: "Y lo que es mayor error, hácese en honor de santos en sus fiestas. Pensamos por ventura que con fiestas y placeres deshonestos habemos de agradar a los santos que sabemos que con ayunos, lágrimas y oraciones agradaron a Dios y aclamaron su gloria...".

Mayor paradoja representa la celebración con varias corridas de toros como la celebrada en Zaragoza, por la canonización de Santo Tomás de Villanueva, Arzobispo de Valencia, autor de la más patética condena sobre la fiesta: "¿Quién tolerará esta bestial y diabólica usanza?. ¿Hay brutalidad mayor que provocar a una fiera para que despedace al hombre?. ¡Oh duro espectácu-lo!. ¡Oh juego cruelísimo!... Os denuncio, pues, en nombre de Jesucristo Señor Nuestro, que todos cuantos obráis y consentís, y si es vuestro, no prohibís las corridas, no sólo pecáis mortalmente, sino que sois homicidas y deudores delante de Dios en el día del juicio de tanta sangre violentamente vertida". Tras

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palabras tan severas sobre las fiestas de los toros, su subida a los altares se honró con los correspondientes festejos.

La presencia de clérigos en los toros, y entre estos los de más alta jerarquía, está archidocumentada. El Conde de las Navas, a título meramente ejemplar espiga de la obra de Antonio Rodríguez Villa, "La corte y la Monarquía de España en 1636 y 37" y en el Archivo de la Real Casa y Patrimonio una relación de singulares espectadores. En 1625, el Cardenal Barberini vino a España de legado "ad latere"; y cuéntase que habiéndolo reconocido el Rey a la salida de los toros, le dijo en tono zumbón: “Bien disfrazado vais señor Cardenal; pero no tanto que no se os conozca”. En 26 de junio de 1623 gastó el Rey, con el Nuncio..., 52 libras de dulces en una corrida de toros. En 12 de septiembre de 1679 se repartió un balcón para las fiestas de toros al Sr. Cardenal de Aragón. En las corridas de El Escorial de 1635 figuran con asientos, a más del Patriarca y de los capellanes de honor, el ayuda de oratorio y cura de Palacio. En los repartimientos de balcones en la Plaza Mayor de numerosos años de los siglos XVII y XVIII figura el Cardenal Arzobispo de Toledo. La Dirección de Bulas y Papel Sellado solicita en 1789, que les asignen la cantidad correspondiente para asistir a la función de toros. El Cabildo de la Real Iglesia de San Isidro de Madrid y los Capellanes de la misma, solicitan en 1789, los balcones que otras veces les habían facilitado para asistir a las fiestas de toros.

Todo ello ocurría a pesar de que la presencia de los obispos en las corridas de toros ha sido condenada con mayor rigor por los moralistas. Así el Padre Hurtado dice que los obispos pecan mortalmente porque su presencia favorecería mucho a aquel espectáculo. El Padre Villalobos, tras sostener que los clérigos pecan venialmente, añade que "será mayor pecado si fuere obispo"; Pantoja aconseja que "mucho mejor sería que hombres de tan suprema

dignidad se abstuvieran de tales fiestas"; y Alcocer sentencia: "cosa indecente es que los arzobispos, obispos y otros prelados calificados se hallen presentes al correr de los toros, porque son regocijos profanos, y en que muchas veces suceden muertes y otras liviandades que no conviene autorizar con su presencia personas que tienen estado de perfección".

Si la presencia de la jerarquía eclesiástica en la Península quedó archidemostrada, en América adquiría caracteres de auténtico apasionamiento. Así vemos cómo Fray García Guerra, Arzobispo Virrey de Méjico, mandó que todos los viernes del año se corrieran toros, dada la circunstancia que fue en viernes cuando había recibido su nombramiento. Tal era su afición que hasta mandó construir una plaza de toros en el palacio virreinal. Atacó aquella decisión nada menos que

Sor Inés de la Cruz, pidiéndole que anulase aquella disposición, pues no debía un príncipe eclesiástico fomentar semejantes ejercicios y menos en viernes, en que se recuerda la Pasión de Jesucristo. No faltó tampoco algún Arzobispo de

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Méjico que entraba en la plaza con la cruz alzada, ni algún otro que paseó por el ruedo en carroza, repartiendo dulces a los toreros. Y Fray Gaspar de Villarroel, obispo de Santiago de Chile y de Arequipas, disentía de las opiniones contrarias de los moralistas, basado en razones parecidas a las que invocaba el Padre Mendo, es decir, las de que cómo personas de tanta reputación moral podían llevar a cabo algo ilícito: "En cuarenta años no vi yo otra cosa en la ciudad de Lima. Todos los señores arzobispos los ven con publicidad, poniendo su sitial en la ventana. Y el señor Virrey, Marqués de Mancera, uno de los mayores Gobernadores que han visto las Indias, varón de rara virtud y de gran capacidad, cuatro años ha que tuvo a su lado en los toros públicos al Sr. Don Felicísimo, Arzobispo de La Paz, electo de Méjico, de prodigiosas letras...; bien supieron lo que hicieron uno y otro". Así, concluye el obispo Villarroel que no hay, no ya pecado mortal, pero ni venial, ni siendo como él es obispo religioso (era agustino), en ver las corridas de toros.

La última intervención pontificia, según nuestras noticias, se produce bien avanzado el siglo XVII. Extrañamente, ninguno de los tratadistas que han estudiado más a fondo las polémicas desde la óptica religiosa la recogen. Ni el Conde de las Navas, ni el Marqués de San Juan de Piedras Albas, ni el jesuita Padre Pereda, ni José María de Cossío hacen la menor referencia al Breve de Inocencio XI, de fecha 21 de julio de 1680, enviado al Cardenal Portocarrero, a través del Nuncio en España, recordando las anteriores prohibiciones pontificias y su preocupación por la laxitud advertida en su observancia. Dicho Breve motiva un escrito del Cardenal Portocarrero dirigido al Rey Carlos II y fechado en 25 de septiembre de 1680, recordándole "quanto sería del agrado de Dios el prohibir las fiestas de Toros o a lo menos dar rigurosos Decretos para que se eviten los grandes peligros de los que asisten a ellas". Solamente Vargas Ponce hace alusión brevemente a esta última intervención pontificia y remite al lector a la Enciclopedia del Padre Torrecilla para conocer los textos. A ambos textos -el Breve y la carta del Cardenal Portocarrero- hemos tenido acceso, gracias al precioso libro "Documentos históricos taurinos, exhumados y comentados" por Diego Ruiz Morales, publicado en edición numerada en 1971. Tiene la novedad el documento que, por primera vez, no hay una prohibición expresa, sometida a penas canónicas, sino una petición de auxilio al poder civil.

No tenemos noticia que, con posterioridad, haya habido interdicción pontificia sobre las corridas de toros. Sí ha continuado, sin embargo, la prohibición de asistencia a los clérigos, aunque dicha prohibición no fuera expresa. Así, el Código de Derecho Canónico de 1917, promulgado por Benedicto XV, y vigente hasta 1983, establecía en el cánon 140: "No asistirán a espectáculos, bailes y fiestas que desdicen de su condición, ni a aquellos en que la presencia de los clérigos pueda producir escándalo, principalmente en los teatros públicos". En nota a este artículo, la edición del Código, comentada por el Padre Miguelez, publicada en la B.A.C., se considera claramente incluidos entre los supuestos de prohibición las corridas de toros. En el Código vigente no aparece prohibición alguna, y solamente con un criterio muy laxo podría invocarse el parágrafo 1 del cánon 285, que establece: "Absténganse los clérigos por completo de todo aquello que desdiga de su estado, según las prescripciones del derecho particular". Se prescinde, por tanto, del casuismo, se

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remite al derecho particular, que tendrá en cuenta las circunstancias de lugar y tiempo, y desde luego, entendemos que no existe la posibilidad, salvo expresa prohibición del ordinario, de considerar hoy proscritas, al amparo del citado cánon, la asistencia de los clérigos a las corridas de toros. Por muchas razones, pero, fundamentalmente, en aplicación del principio "odiosa sunt restringenda", y también porque su presencia en las plazas de toros no repugna hoy a la conciencia social.

¡Incorpórense, por tanto, los clérigos, con tranquilidad de conciencia a los tendidos, y cuando se emocionen con una gran faena hagan suya la jaculatoria de aquél fraile que, entusiasmado con el arte de algún diestro, alzando los ojos y los brazos al cielo, exclamó con un grito que sorprendió en el tendido: ¡Gracias, gracias, Dios mío; no nos merecemos tanto!.

He dicho

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- Vargas Ponce, José de: “Disertaciones sobre la fiesta de toros: su origen e introducción en España y males que ocasionan”, Manuscrito autógrafo de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia, Signatura, 11-4-7-K - Velázquez y Sánchez, José: “Anales del toreo”, Edición de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, Universidad de Sevilla y Fundación de Estudios Taurinos, Sevilla, 2004

© Juan Manuel Albendea Pabón