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¿Qué es el hombre? ¿La caña que piensa o una pasión insensata? Por Ángel Martínez Samperio Ateneo de Madrid 9 de mayo de 2011-04-06 Serie Antropología Filosófica: El Enigma Humano. Ya dimos los primeros pasos en los ciclos “Diálogos con María Zambrano”; “Filosofía de la Laicidad”; “Filosofía de la Comunicación”, y “Aproximaciones a la Teodicea”. Hoy comenzamos la andadura del ciclo “Antropología filosófica: El Enigma humano”. Con este planteamiento hemos querido formar grupos de pares en permanente dialéctica, con María Zambrano como verso suelto. Lo hemos hecho así con plena intención, porque el permanente ejercicio dialéctico nos parece vital para construir identidad que sea capaz de pensar globalmente y actuar localmente, como una práctica de la “glocalización” de que hablara Marramao, y todo ello se realice luego desde una perspectiva creativa, zambraniana, más allá de la filosofía. Esa misma dialéctica que establece síntesis nutricias, por más que sean provisionales de nuevas tesis, la encontrarán ya en el título de esta intervención, entre aquel que encuentra en sí la conciencia de su propia fragilidad y de su dignidad, y esa otra toma de conciencia de nadificación y nulidad, de quien siente su vida como un absurdo condenado al fracaso; o aquella otra dialéctica de D. Quijote, arquetipo de la desmesura hispana, arrastrado por su propia locura

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¿Qué es el hombre?¿La caña que piensa o una pasión insensata?

Por Ángel Martínez SamperioAteneo de Madrid 9 de mayo de 2011-04-06

Serie Antropología Filosófica: El Enigma Humano.

Ya dimos los primeros pasos en los ciclos “Diálogos con María Zambrano”; “Filosofía de la Laicidad”; “Filosofía de la Comunicación”, y “Aproximaciones a la Teodicea”. Hoy comenzamos la andadura del ciclo “Antropología filosófica: El Enigma humano”. Con este planteamiento hemos querido formar grupos de pares en permanente dialéctica, con María Zambrano como verso suelto. Lo hemos hecho así con plena intención, porque el permanente ejercicio dialéctico nos parece vital para construir identidad que sea capaz de pensar globalmente y actuar localmente, como una práctica de la “glocalización” de que hablara Marramao, y todo ello se realice luego desde una perspectiva creativa, zambraniana, más allá de la filosofía.

Esa misma dialéctica que establece síntesis nutricias, por más que sean provisionales de nuevas tesis, la encontrarán ya en el título de esta intervención, entre aquel que encuentra en sí la conciencia de su propia fragilidad y de su dignidad, y esa otra toma de conciencia de nadificación y nulidad, de quien siente su vida como un absurdo condenado al fracaso; o aquella otra dialéctica de D. Quijote, arquetipo de la desmesura hispana, arrastrado por su propia locura iluminante, y capaz al mismo tiempo de afirmar su propia identidad en esa desmesura: “Yo sé quién soy”.

VAYA POR DELANTE LA PRIMERA PREGUNTA: ¿QUÉ ES EL HOMBRE?

Que le pone título al breve tratado de antropología filosófica de Martín Buber, que viera la luz primera en su edición hebrea en 1942. Puede parecer algo sorprendente que en medio de aquella hecatombe surgiera esa pregunta, y precisamente en el marco hebreo. Pero quizás sea en tiempos críticos, cuando los seres humanos nos bestializamos al bestializar en sus diferentes modalidades, cuando haya que replantear muy seriamente aquellas preguntas de Kant que Martín Buber coloca en el frontispicio de su libro: “¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me cabe esperar? ¿Qué es el hombre?”.

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Resulta de singular interés la anotación que Buber hace acerca de Kant cuando señala que “a la primera pregunta responde la metafísica, a la segunda la moral, a la tercera la religión y a la cuarta la antropología” y “en el fondo, todas estas disciplinas se podrían refundir en la antropología, porque las tres primeras cuestiones revierten en la última”.

Según sea nuestra respuesta acerca de lo que entendamos que sea el hombre así será nuestra respuesta a las tres anteriores, y si nos hemos dejado por el camino la metafísica, la moral, o la religión, aún en sus aristas más críticas, es porque hemos redimensionado el concepto y la práctica de lo humano.

Debo manifestar que estoy más cerca de Heidegger cuando postula el “carácter indeterminado” de la pregunta “qué sea el hombre”, al que defino como indeterminación bajo fecha de caducidad o como pregunta abierta, que por su propio desgarro se asoma e interroga a las cosas, al tiempo y al ser, más que de Buber cuando señala que en las tres primeras cuestiones de Kant se trata de su finitud. No niego esa finitud, reservando ante ustedes mis respuestas de fe. Pero ya en la formulación kantiana veo esa finitud marcada de ansias de infinito, cuando desde las determinaciones del saber, del hacer y del esperar, sigue interrogándose por un nuevo puedo, hasta llegar al límite del ya no puedo que la muerte determina.

En mi planteamiento inicial me muevo entre dos polos dialécticos: Por un lado está la metáfora de Pascal, al definir al hombre como una “caña pensante”.(Pens. 264-265). ¡Brillante metáfora!. “¿Qué es el hombre en el infinito?”, pregunta Pascal (Pens. 84), viéndole “sostenido en la masa que la naturaleza le ha dado, entre estos dos abismos del infinito y de la nada. “Qué es el hombre en la naturaleza”, sigue preguntando, “una nada frente al infinito, un todo frente a la nada, un medio entre nada y todo. Infinitamente alejado de comprender los extremos, el fin de las cosas y su principio… invenciblemente ocultos en un secreto impenetrable, igualmente incapaz de ver la nada de donde él ha salido y el infinito de donde él es absorbido… Todas las cosas han salido de la nada y van hacia el infinito. ¿Quién seguirá sus asombrosos pasos?...”, pregunta. Y responde:

“El hombre es una caña, la más débil de la naturaleza; pero es una caña pensante. No es menester que el universo entero se arme para aplastarla: un vapor, una gota de agua, es suficiente para matarlo. Pero aún cuando el

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universo lo aplastara, el hombre sería todavía más noble que el que le mata, porque sabe que muere, y la ventaja que el universo tiene sobre él; el universo no sabe nada. Toda nuestra dignidad consiste, por tanto, en el pensamiento. De ahí es donde nos es menester realzarnos, y no del espacio ni del tiempo, que no podemos llenar… Yo no tendría más ventajas en poseer tierras: por el espacio el universo me comprende y me traga como un punto; por el pensamiento, yo lo comprendo a él”.

Al hilo de Pascal, el hombre es una caña que como caña se alza sobre el cieno, y un infinito lo envuelve y se pasea ante sus ojos, y le ignora, y su pajareo de enigmas, arcanos, misterios y secretos, y los problemas que le pone ante los ojos, quizás le sean por reclamo, no menos que las aguas pantanosas donde crece, que también pueden ser para él como aquel “Logos del Manzanares” que discurre a sus pies. El hombre está determinado por el espacio y por el tiempo que ocupa. Mientras pasa el tiempo, lleva un hueco en su interior que lo angustia, el presentimiento o la mordedura de la nada que lleva instalada en su ser, como un reloj biológico. “Los heraldos negros” de Vallejo. Lo dijo Miguel Hernández en su Cancionero y Romancero de Ausencias (p. 50): “Aprende a ser hombre bien clavado en el barro,/ lo mismo que otros hombres que mueren encendiendo/ la mecha, la sonrisa, la muerte y el cigarro”, aunque pocos cigarros puedan ser encendidos hoy y ya se haya eliminado la práctica de compartir petaca. No es que el hombre, como “mensajero del ser” que Heidegger dijo, sea un brinco de isla envuelto por la nada, es que lleva la nada en su interior; el reverso inseparable del yo que la kábala hebrea enseña y, o bien la nada nadifica invade la conciencia y la voluntad de ser en el mundo, o por el punzamiento de la nada el ser adviene a sí mismo, sabiéndola para sí, pero afirmado en su en sí, trasponiéndose por ese punzamiento hacia su ser oculto todavía, hacia su mundo por hacer, hacia la franquía y la libertad de un ahí, para sí consigo y para otros, de ámbito mayor.

Remontándose en su propia oquedad a través de la nada, desde el légamo que le da nutriente, la caña crece, se cimbrea, interroga al misterio con su propio misterio, y si un pedrisco, un sequedal bajo sus raíces, o un golpe de viento le abre quebraduras, a través de ellas, antes de desaparecer del todo, hace sonar su desarmonía rota, su último intento de aportar su tónica o su grito, el grito horrorizado del cuadro de Eduard Munch que pondré como punto al contrapunto del grito de “Indignaos”, de Stéphane Hessel; un grito donde gime el hombre bajo el hombre como si construyera un silbo con el gemido de toda la creación sujeta a su propia aniquilación.

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En el otro extremo de este diapasón responde la experiencia de ser caña comida por su hueco: “El hombre es una pasión insensata”. El “pathos” nihiliza el “logos”. Ese “Logos no se puede distribuir bien por las entrañas porque las entrañas lo devoran haciéndole precipitarse con ellas en su propio hueco. Si el hombre es una caña, está asomada a su propio vacío. Su soledad no es semillero de respuestas y preguntas; es un agujero negro que el hombre lleva en su interior, una soledad intransitiva como recaída constante en su propia nada que, si piensa, nihiliza el pensamiento cuando la conciencia, como un llamado a ser que Sartre dijo, responde con un en sí fuera de sí, con en sí afirmativo a lo que le mata, una negación de si alienado de sí mismo, desposeído de para sí, porque no puede ser causa de sí mismo, o porque al querer apropiarse de un para sí con la voracidad de su vaciedad, en el ejercicio de su voluntad de poder, adquiere la naturaleza de mutante, un cíbor que tiene que pagar el precio de sí mismo, y transfiere su ser a las cosas por él creadas, mayores que él.

Albert Camus habló de “El Hombre rebelde”, y lo explicitó diciendo que “es el hombre situado antes o después de lo sagrado” - colocándole por tanto al margen de lo sagrado -, un hombre “dedicado a reivindicar un orden humano en el cual todas las respuestas sean humanas, es decir, razonablemente formuladas”. Su propuesta del hombre, como aquel que dice no “al orden que le oprime proponiéndole una especie de derecho a no ser oprimido más allá de lo que puede admitir”, y sin embargo no renuncia, porque dice sí a ser humano y rebelde, nos retrotrae hasta esa caña que piensa, a un pensar que es inseparable del pathos, dándole sentido al hueco que le habita.

Emil Cioran, del que ahora se rememora el centenario de su nacimiento, publicó, como es sabido, “La tentación de existir”. Paul Tillich parece responderle con su trabajo “El coraje de existir”. Dos actitudes vitales diferentes: De un lado, un pesimismo que milita en la demolición del sentido; que desconfía radicalmente de la condición humana, y por más que busca al hombre en sí mismo siempre encuentra sus ídolos, dice, y al hombre escamoteado y maquillado en ellos, y en ese su yo comprende “el despotismo de la especie”, y ya no sueña; ha renunciado a soñar más que con un no-hombre, un monstruo que estuviese totalmente convencido de su nada”. De otro lado, en Tillich, esa caña que habitan la angustia y la nada, tiene el coraje de existir; de alzarse y cimbrearse hacia los cielos. Para Tillich, “el valor es auto-afirmación a pesar de aquello que tiende a impedir que el yo se afirme a sí mismo”, y en su consideración de la nada, el no-ser, se remonta al mismo Parménides, que si trata de eliminarla, se ve obligado

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a sacrificar la vida. Son inseparables la nada y la vida; no es posible la vida sin la nada. Cuando Demócrito piensa en la nada, tiene que identificarla con un espacio vacío para hacer el movimiento concebible, un ámbito explorable abierto a la colonización del ser. La nada es aliada del ser, o el ser es desposeído, nadificado, nihilificado, nulificado por la nada. Puede servir como negación de lo establecido para ponerse luego al servicio de la negación de la negación, transformada en voluntad que niega sin perderse, un poder dinámico en la naturaleza y en la historia. Dice Tillich: “El ser tiene la nada dentro de sí mismo como aquello que es constantemente presente y constantemente conquistado en el proceso de la vida divina”. Quiero recordar aquí la distinción que María Zambrano hace entre lo divino y lo sagrado, donde lo divino es lo indisponible todavía, y lo sagrado es aquello que el hombre tiene más próximo a sí, y debe ser tratado con exquisito respeto; como Kant pedía: como un fin en sí mismo en marcha hacia sus propios fines. Para Tillich, esta clase de vida que facilita el ser, esa manera de existir, es de carácter sagrado. El hombre puede situarse antes o después de lo sagrado, como decía Camus, pero en Tillich, fuertemente afirmado en lo sagrado, el hombre construye en sí una forma de vida que es sagrada, como todo cuanto vive, haciéndose a pesar de la nada y con la nada.

¿Qué es el hombre?

Si los nombres designan naturaleza,

1. La lengua hebrea le llama ADAM,Nombre donde intervienen las consonantes Alef, Mem y Dalet, donde Alef representa el punto ígneo de intersección entre lo más alejado del cosmos y el pensamiento más sublime; idea y materia. Dalet es símbolo de una puerta abierta a toda condición y del impulso trascendente, y Mem, escrita como Sámej de final de palabra, expresa el movimiento emergente de la sabiduría desde el manantial de la supraconciencia.

Esa es la naturaleza del hombre como Adam: una puerta abierta al infinito, en tránsito de sí, tocada del infinito que lleva en su interior como querencia, como un manantial en sí de sabiduría.

Pero aún hay más, porque la palabra DAM, se traduce como sangre. Un pulso apasionado irriga al hombre. Pasión de ser tocada de infinito que no puede prescindir de ninguna de sus dos condiciones, ni de aquella que la sangre, en su sentido biológico expresa, ni de esa incandescencia interior

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que tira de él expandiendo su pensamiento, su conocimiento, hecho ya sabiduría, hasta los datos más remotos del universo, hacia un pensamiento superior. Una criatura en tránsito de sí al que el Nuevo Testamento califica como “vivificante”.

2. El pensamiento griego le pone por nombre ANTHROPOS.Que Walter Brugger, si bien le da el significado actual de “rostro de varón”, indagando en su etimología dice que “fue entendido primitivamente como el que mira hacia arriba”. Un rostro configurado por su interioridad, y no como máscara superpuesta, mira más allá de sí; el “homo”, nacido de la tierra, se alza sobre si; transforma su lomo en espalda “de su fiera” al modo machadiano, y siempre mira hacia otra altura donde aspira a llegar.

3. La expresión latina es HUMUS, tierra, y eso se lo recuerda al hombre su propia composición química. Siempre me ha pasmado el ciclo de la biogénesis.: Un 9,5 de carbono (C); un 63 % de Hidrógeno (H); un 23,5 de Oxígeno (O), y un 1,4 de Nitrógeno, suponen el 97,4 % del organismo. El 2,6% restante lo componen los demás elementos de la tabla periódica. En una mirada, quizás simplista para un químico, puedo decir que me impresiona el hecho de que respiramos el Oxígeno, ese que nos da la atmósfera y a través suyo las plantas, y asimilamos ese que nos bebemos en las aguas. Y con ese oxígeno que nos da la vida, y a través suyo, nos morimos; nos quemamos convirtiéndonos en carbono y luego en Humus, ese humus que sirve para nutrir las raíces de las plantas que nos dan oxígeno, mientras reciben los nitratos por alimento en que acaba el nitrógeno en todos sus estados de oxidación, un nitrógeno que campea en todas las proteínas, y circula libre en el aire como parte suya.

Cuando leí aquello que José Andrés Rojo escribe acerca de Cioran en Babelia, el pasado día 9-4, recordando el primer centenario de su nacimiento, cuando señala “los recovecos que da para ir a parar de nuevo al vertedero, en las fulgurantes llamas con las que concibe una idea para fulminar cualquier ilusión”, pensé, como un reverso, en el soneto de Quevedo, y en esas médulas que arden, y en tanto vertedero que se reenciende a sí mismo para expandir pestes, y en tanto fuego fatuo que espanta al navegante. El hombre se quema, sí, y genera luces en el camino con su cremación, y las deja prendidas en el horizonte de su último paso, antes de hundirse en el todo, o bien se ahoga en su propia náusea.

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¿Qué es el hombre? ¿Una pasión insensata que se quema como una bengala en la pizarra oscura, sin que nada quede escrito en ella?

¿El Hombre sin atributos, sin cualidad alguna, que dijo Robert Musil? ¿Un hombre al que han vaciado de sí a golpes de horror, y sobrevive sin objetivo alguno, mientras contempla, roto a sus pies, el espejo de la modernidad, y con ella el fracaso de la racionalidad, y como un cormorán con el anillo al cuello, boquea sin poder sumergirse ya, asfixiado por todo lo vivido, o como albatros en su chapapote?

¿El Hombre sin Alternativas, que dijo Kolakovsky, porque está crónicamente instalado en la no coincidencia entre esencia y existencia, entre lo que quisiera ser, porque todavía siente su reclamo dentro de sí, y las condiciones en que se ve forzado a existir?.

¿Está sometido el hombre a una metamorfosis similar a la del personaje de Kafka, aquel Gregorio Samsa, pero con una diferencia, y es que éste ve transformado su aspecto externo, en tanto su interior permanece vivo, emocionándose todavía ante la ternura y la belleza, pese a que lo primero que ve es su vientre?

¿Es similar esa metamorfosis a la del Innombrable de Samuel Beckett, que se va disolviendo a sí mismo, empotrado en una vasija, orientado siempre hacia una sola dirección, mientras se consume en una frenética búsqueda de razones y se va quedando mudo? ¿Busca razones todavía el hombre, razón y fe de vida que esclarezcan su razón de ser en el mundo?

¿O antes bien circula, como en el Pedro Páramo de Juan Rulfo, por una ciudad de muertos, sin apercibirse todavía de que él también lo está? ¿Es como el viajero de “El Túnel”, de Sábato, desplazando su ceguera a gran velocidad por un trayecto oscuro, mientras se cruza fugazmente, a través de su ventanilla, con otros seres que también viajan a la misma velocidad, en dirección aparentemente opuesta, ignorándose los unos a los otros?

¿Qué es el hombre, en qué condiciones vive, y a qué está llamado a ser? A medida que pasa el tiempo y la situación se agrava, conociendo que en el hombre existen también los resortes que pueden hacerla cambiar. Reconocemos resonancias de Hermann Hess, y el hombre nos parece convertido en un abalorio más en este mercadeo de abalorios, en un yaciente más bajo las ruedas de este carromato que han arrojado cuesta abajo, que para rehacerse quizás deba volver a ser un lobo estepario.

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En la obra de Günther Anders, “La obsolescencia del hombre”, recientemente publicada en español, creo que éste pone el dedo en la llaga cuando pone el énfasis, no en los medios de producción, sino en el producto mercancía, porque el hombre, a cargo del cual está la cadena de producción mecánica y en serie, como en aquellos tiempos modernos de Chaplin, el producto final, lo que produce, es un modo de ser hombre: “El hombre actual es igualmente un producto”, dice nuestro autor; una manera de ser hombre, un modelo de humanidad, producto final de ese proceso de racionalización del trabajo que Taylor inventara, donde también se optimizan operaciones, recorridos y tiempos para satisfacer un mercado de obsolescencias programadas, según la conocida técnica de “turno terminado”.

Günther Anders señala un primer paso al decir que asistimos a “la reducción o liquidación del hombre por medio de sus propios productos”, coincidiendo en ello con lo que Herbert Marcuse señalaba en “Hombre Unidimensional”. A mi juicio eso es especialmente aplicable al llamado Primer Mundo, hoy en decadencia: el hombre domina, no a través de una escasez dependiente, sino de una satisfacción programada, pero por el camino que vamos y en el horizonte hacia el que nos movemos, pronto será dominado pese a su insatisfacción creciente.

Günther Anders advierte acerca del hombre producto de esta estrategia de producción, y “sobre las metamorfosis del alma” que se producen como una consecuencia. Podríamos recordar aquí a Ortega y Gasset, y su “Meditación de la Técnica” como invento del hombre que prolonga su capacidad para transformar su entorno. Una ortopedia, dice Ortega, antes inventada para humanizar el entorno y dar recursos a la humanidad, que ha crecido más que su propio inventor, puesta al servicio del lucro y no del hombre, donde al hombre se le vacía la vida, y ya no es capaz de dar razón de sí, y llega a ser un instrumento de su instrumento.

Günther Anders habla de “nuestra incapacidad para estar anímicamente `up to date, al corriente de nuestra producción… para seguir el ritmo de transformación de nuestros propios productos y para ponernos a la altura de los aparatos que nos adelantan”, yo añadiría que como capataces suyos. Conforme a nuestra naturaleza, nuestra ilimitada libertad prometeica nos ha llevado a desordenarnos temporalmente. Allá, en la lejanía, advertimos la voz de Alvin Toffler y su “Shock del Futuro”, la imposibilidad de adaptación del hombre a la “Tercera Ola” sobrevenida de revolución tecnológica. El tiempo que vivimos ya no es un tiempo humano, “hasta el

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punto de que hacemos nuestro camino rezagados de lo que hemos proyectado y producido”. Dice Anders que padecemos un desnivel prometeico que es la a-sincronía del hombre con su mundo de productos; una asincronía que nuestro autor observa entre la “superestructura”, con carácter de artificio y simulacro, y la infraestructura que suministra materia prima; entre la realidad artificial y el suministro ideológico que debería esclarecer las situaciones y las alternativas, y, sin embargo, o bien forma parte del decorado estructural, o bien carece de operatividad hermenéutica, por haber perdido el paso, o porque ha sido desarmada por la practicidad de la “gobernanza”. El fin de las ideologías, que Daniel Bell nos anunciara, en ese sentido, se ha cumplido. Para Günther Anders, existe un notable desnivel entre hacer y representar, entre actuar y sentir, entre conocimiento y conciencia, entre aparato producido y hombre adaptado al aparato que le demanda estar a la altura de lo producido. “La transformación de los aparatos avanza con demasiada rapidez… y con su exigencia nos colocan en una situación de patología colectiva… Estamos a punto de establecer un mundo, cuyo paso no somos capaces de seguir, y aprehenderlo supera absolutamente la capacidad de comprender… La tendencia fáctica de la época va en la dirección de forzar la metamorfosis con medios exagerados…”. El “homo faber” se ha dejado al “homo sapiens” por el camino, mientras el “homo viator” sufre violentos empujones que tratan de acelerarlo en su adaptabilidad. El problema ya no es tan sólo que nos vendan una realidad maquillada, es que el propio hombre maquille su manera de ser para estar a su altura, y no desentonar; es que deserte de sí mismo y se pase al campo de sus aparatos, como un aparato puesto a su servicio para no resultar inadecuado, pero con un matiz, porque el aparato productivo no es ya tan sólo de cosas bajo la ley de la multiplicidad y la diferenciación dirigida a nichos de mercado, sino de imagen diferenciada de cosas con atributos asociados que nada tienen que ver con ellas, bajo el imperio de la imagen, en tanto que, en esa eclosión de las diferencias, el hombre pierde su singularidad, se entrega sin resistencia al uso que le agota en su función, donde cuenta en tanto sea capaz de actuar conforme a lo requerido; el hombre que interesa es el que responde al papel asignado, donde no puede ser el que es y aprende a renunciar a sí mismo, o confunde lo que es con el papel que se le asigna, hasta que llega a ser un aparato inservible para el propio aparato porque ya es obsoleto, no asimilable.

“El hombre nunca antes había emprendido una negación tan total de su forma de ser”, afirma Anders. Más aún, abducido por una forma mundo suministrada a domicilio por los medios, como la luz, el agua o el gas, el hombre se transforma en un trabajador doméstico que, no pagado y de

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forma solitaria, está al servicio de la formación del hombre masa. El hombre es un medio de producción cuyo producto es esa forma seriada de ser hombre, consumido como espectáculo; un eremita-masa vinculado a una comunidad virtual, a quien venden los aparatos de difusión y sobre todo la mentalidad que debe imperar, y lo hacen en un estado de total disponibilidad mediante su ocio, y la familia se convierte en público en miniatura, que como todo público está reunida por intereses circunstanciales, aislamientos compartidos pero no participados, sin conversación alguna, y el salón de la casa está montado como una mini sala de cine que suministra banalidad y simplismo; bazofia, alpiste para el corral que acorrala la inteligencia y la comunicación. Como dice Günther Anders, los acontecimientos vienen a nosotros, y no nosotros a ellos. Yo añadiría que la vulgaridad, convertida en suceso, nos la transforman en acontecimiento significativo: Un chorro imparable, aunque dosificado, que arranca nuestras raíces, suministrado en el salón de nuestra casa, mostrando la tragedia como espectáculo, anestesiando nuestra capacidad solidaria y nuestra disposición a la indignación, adocenándonos con un estilo de vida y unas maneras de pensar. Parece decirnos: Mira lo cerca que está lo lejano sin tocarte; observa lo que hay que pensar. Y, como nuestro autor señala: Si el mundo viene a nosotros, y no somos nosotros los que descubrimos nuestro mundo, ya no estamos en un mundo nuestro; si ese mundo viene a nosotros como imagen, ese mundo es un simulacro fabricado, fantasmagórico, vinculante, erotizante, atractivo como dice Baudrillard. Estamos encadenados a un fantasma; si ese mundo nos coloniza, nos interpela y nos coacciona, sin posibilidades de respuesta, estamos condenados a callar; somos `voyeurs´, espectadores pasivos del montaje que nos sirven otros, esponjas que se empapan de contenidos de los cuales no somos dueños, y los sucesos lejanos, debidamente maquillados, son ubicados en nosotros como bienes muebles que tratan de colocarnos en el inmueble hombre hasta volverle mueble y trasto, donde el suceso, tratado como acontecimiento, es una mercancía que compramos a precio de alma, haciéndole sitio, sometidos a una frenética actividad de desprendernos de cualquier otro mobiliario interior que quite sitio a lo nuevo, y en este proceso de despoblamiento y repoblación, quedamos a merced de su dinámica, sin reposo alguno para construir y reconstruir identidad, sentido, responsabilidad, e implicación.

Ha desaparecido la diferencia entre ser y apariencia, porque todo es aparente, y el ser queda obnubilado; confundiendo la realidad con la imagen, se transforma en imagen que olvida su realidad, marcado por los acontecimientos que le vacían. Günther Anders concluye: “el concepto mundo ha quedado abolido (en la medida en que por mundo se entienda

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aquello donde estamos), se ha perdido el mundo y la actitud del hombre, establecida por las emisiones, se ha hecho idealista”. Idealista porque le ha colonizado una imagen de mundo y de sí, y le ha implantado una constelación de ideas, conceptos y conductas desde las cuales interpreta el mundo, el ser y la historia, un cosmos artificial, un orden internalizado, incomprensible por el flujo cambiante al que se ve sometido, aferrado a la superficialidad y a la generalización como al madero de su naufragio. Como señala nuestro autor: Puesto que el mundo viene a nosotros, y no somos nosotros los que descubrimos el ámbito de nuestro mundo, “no nos ponemos en camino y permanecemos sin experiencia”. El hombre, productor del hombre masa, es un ser empobrecido, pobre para ser en el mundo, un ser a posteriori en un “mundus viator”, y no ya el “homo viator” del que hablara Gabriel Marcel. Esta máquina de producir al hombre masa se ha convertido en aquella Circe que encandilara a Ulises; o en aquel país de los lotófagos que, drogándole con el loto, borrara de su memoria el retorno a Ítaca.

Han existido épocas en las cuales el hombre ha encontrado un aposento firme, indiferenciado del mundo. Tomando incluso de lo establecido su identidad, el hombre era parte del mundo, y aún más allá de la naturaleza inmutable, quizás confundiendo naturaleza con orden social tenido por inmutable, aceptaba como inamovible su posición social como un designio divino. En otros tiempos de la historia, el hombre ha preferido estar en la intemperie, explorando nuevos caminos, forjando su ser haciendo retroceder las fronteras de lo conocido, nutriendo su identidad de la distancia diferenciada, y pudiendo establecer por ello, desde la perspectiva y la distancia, una lectura interpretativa, e incluso una estrategia de intervención tecno-científica y un conocimiento instrumental que hiciera más habitable su mundo y su tiempo. En ese tiempo histórico, el hombre, parte del mundo, se ha sentido responsable y creador; expósito ante el infinito, “medida de todas las cosas” y “sólo medido por Dios”.

Como se recuerda, esta calificación del hombre procede de Protágoras de Abdera, en su obra “Acerca de la Verdad”: “El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto son y de las que no son en cuanto no son”. El sí o el no de las cosas lo pone el hombre. El hombre es la medida (“MÉTRON”) de todas las cosas (XRÊMATA). Sin embargo, ahora las cosas cosifican al hombre estando por encima suyo, y el hombre ha perdido su singularidad. Aclaremos un poco más la postura de Protágoras porque, influido por Heráclito (según Sexto Empírico), sostiene el flujo incesante de las cosas.

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Heráclito había dicho, en su fragmento 1º, “que todas las cosas están sometidas al devenir de acuerdo a esta razón (a este Logos, a la vez pensamiento, palabra, orden y ley). El Logos está presente en el flujo constante de las cosas; también la materia es fluida y en ella están los “logoi” de todas las cosas que aparecen, sus significaciones que les dan orden y lugar. Dos logoi para ser exactos: “el que corresponde a todo aquello que aparece a todos, y aquel otro que se revela a todo aquel que se encuentra en un estado conforme a naturaleza”. A todo aquel que esté en un estado contrario a naturaleza se le puede revelar sólo aquello que se encuentra en un estado contrario a naturaleza. El hombre transformado en artificio no está en condiciones de ser medida de todas las cosas, con su sí o con su no, sino de asimilar el artificio.

El mismo Platón, por boca de Sócrates, en su “Apología de Protágoras” (Teeteto 164 c ss.), señala ser cierto que cada uno es medida de lo que es y de lo que no es, pero sólo el sabio está en condiciones de serlo más allá de las apariencias dispares. Para Protágoras, es sabio todo aquel que es capaz de producir cambios en los seres para su bien, una transformación, un cambio de conducta mediante los logois que contienen las cosas. Cuando se habla de cosas, se está refiriendo al entorno y a la circunstancia del hombre, a todo aquello que tiene por delante; lo sensible y lo inteligible; lo sucedido y aquello que está por acontecer; cosas y tiempo; todo aquello que está como a la espera de la responsabilidad y de la implicación del hombre, que capta sus logois, sobre lo cual ejerce iniciativa de interpretación o de transformación. Sólo el hombre que lleva en sus entrañas el logos “kreittô poiein”, la forma más elevada del Logos, conoce la “tekne” necesaria para producir los cambios sociales o personales; sólo él puede ser “medida de todas las cosas”, porque percibe sus “logois” y los esclarece a la luz del Logos, en su sí o en su no. Si se mantiene este criterio de ontofanización del ser que diafaniza las cosas y su sentido, no parece que el hombre actual esté en condiciones de ser medida de nada, si es más enano y desvalido que las cosas.

Jean Baudrillard ha dejado escrito (El pacto de la lucidez o la inteligencia del mal, pp. 58, 59), que “los hombres son el acontecimiento de lo que son y de lo que hacen. Tal es el movimiento del devenir”. Desértico devenir nos aguarda si el ser del hombre no acontece, no irrumpe de un modo significativo en la historia, enderezándola el rumbo. Desolación tenemos por delante si lo que hacemos nos deshace. Y si somos lo que acontecemos y lo que hacemos, quizás desemboquemos un día en el destino hacia el que

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un día iniciamos la deriva; en aquello que el etólogo Koranz Lorenz advirtiera al compararnos con la fiera:

“El hombre es un ser omnívoro, sin fuertes inhibiciones, que inventó las armas. Es una paloma a la que le ha crecido el pico de un cuervo. Si el hombre aún no se ha destruido a sí mismo con sus propios inventos, se debe a su capacidad intraespecífica: la de hacerse preguntas sobre las consecuencias de su acción, y de contestar a la misma”.

No sé si el pico de cuervo le ha crecido tanto a los omnívoros que entienden el mundo como su coto privado de caza, y por ello les impide mirar las consecuencias de sus acciones, y sólo ven ya de cerca su presa. Sospecho que hay cerebros, ya metamorfoseados al tamaño del de un cuervo, incapaces ya de hacerse preguntas sobre las consecuencias de sus acciones y de contestarse mediante conductas. Si en tal cosa hubieran caído algunos hombres en la cúpula del poder, o estuvieran camino de caer, habrían alterado sustancialmente su propia naturaleza.

Raimundo Pánikar dejó escrito que “El hombre es un ser dialógico además de dialéctico” (De la Mística, p. 203). El hombre, según esta definición, es un ser, una identidad que dialoga consigo misma y con su entorno; día-logos, donde dialéctica, en términos clásicos, es el arte del diálogo que entraña la posibilidad de concordia entre términos opuestos. Desde esta perspectiva clásica, con el “logos” bien distribuido por todas sus entrañas, el hombre va trabajándose en la hondura de sí, “día”- “logos”, se trasciende, se explora y averigua, y dialécticamente trasciende también las situaciones y los tiempos, y siempre lleva en sí, consigo y para el mundo, el Logos que le habita.

Sostuvo Hegel que “el hombre no es más que el principio en que la razón del mundo llega a su autoconciencia plena”. El problema lo puede tener el mundo, y nosotros los hombres, si nos hemos enajenado del mundo salido de nuestras manos; si desde la doble deriva que la evolución toma hacia la complejidad de las formas vivas y hacia la consciencia, hemos multiplicado las formas artificiales dejándonos la consciencia por el camino, recayendo desde la forma hacia la masa, como ha advertido Elías Caneti (“Masa y Poder”; i.e., si hemos desarrollado una forma de poder que ha fabricado una realidad compleja pero nos ha retrotraído hacia el hombre masa.

Al hilo de la dialéctica hegeliana, el hombre es autoconciencia de la razón del mundo desplegada en la historia del tiempo, y por eso, quizás, como

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Buber señala, cuando el hombre toma el orden del mundo en sus manos como cosmos para darle un nuevo orden nacido de su inteligencia, este mundo, hecho a imagen de su desmesura depredadora, exige que su nuevo autor se autentifique, pero este autor ya no es capaz de dar cuenta y razón de sí mismo ni del mundo que ha construido. No tiene respuestas; ya no puede ser medida de todas las cosas; su desmesura depredadora ha perdido el metrón.

Cuando el ya citado Konranz Lorenz se aproxima al final de su obra “Sobre la agresión el pretendido mal”, y presenta su “Ecce Homo”, dice: “Supongamos que un observador objetivo de otro planeta, Marte por ejemplo, estudiara el comportamiento social del hombre con ayuda de un telescopio cuyo aumento fuera insuficiente para alcanzar a reconocer los individuos y seguir su comportamiento individual pero que sí le permitiera ver grandes acontecimientos como migraciones de pueblos, batallas, etc. Pues bien, nunca se le ocurriría pensar que el comportamiento humano estaba regido por la razón, ni siquiera por una moral responsable” (Op. Cit. Pp. 260-261). Es decir, nuestra conducta como especie hace insignificante el comportamiento de la persona. Sólo que, a mi juicio, en la actualidad, el comportamiento de determinadas personas, agrupadas en grupúsculos, están volviendo insignificante a la especie.

Dice Konranz Lorenz, en su confesión de esperanza, que “la mejor definición del hombre es que es el único ser capaz de reflexionar, o sea capaz de verse dentro del marco que le rodea”. Yo no sé si el marco en que se desenvuelve hoy el ser humano, como un condicionante de su manera de verse y de reflexionar, no le determina hasta tal punto que se lo pone difícil. Sí tomo buena nota de la comparación que el etólogo hace entre la especie humana y las ratas, con una diferencia: que las ratas se comportan como demonios con los congéneres que no son de su bando, pero dejan de reproducirse cuando su número amenaza la subsistencia. Nosotros parecemos langostas. Si un presunto alienígena nos observara por su telescopio, quizás viera langostas amontonadas, devorándose las unas a las otras, después de haber acabado con el último grano de trigo de toda una cosecha.

Quizás todavía el acontecimiento de ser hombre esté en camino. Acaso tuviera razón José Luís López Aranguren cuando dijo aquello de que “atravesamos una especie de romanticismo caído. El hombre se encuentra hoy, no grande y poderoso, como en otro tiempo, sino indigente, inseguro, roto, puesto a sí mismo en cuestión” (Contralectura del Catolicismo, p. 21).

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para encontrarse de nuevo tenga que salirse del marco que le han puesto aquellos que sí se sienten grandes y poderosos, donde sea algo y no alguien.

Yo todavía creo en el hombre que está por nacer, en ese ser dialéctico y dialógico capaz de verse a sí mismo desde fuera y trascenderse trascendiendo; en ese hombre del que dijo Shopenhauer que es “el animal no fijado todavía”, porque no es una especie determinada y definitiva. Me siento en coincidencia con Erns Bloch: “El hombre, como ser no fijo, es un ser que, juntamente con el mundo que le rodea, es una tarea y un gigantesco receptáculo lleno de futuro… Tanto en el hombre como en el mundo, lo auténtico está expectante, esperando, está en temor de quedar frustrado, está en la esperanza de lograrse”.

Hombre y mundo van de la mano. Hombre y mundo todavía no están logrados ni encontrados. La esperanza a la que alude Bloch, dice María Zambrano que “es la fuerza creadora del ser y de la vida, principio de creación que enlaza el entendimiento y la sensibilidad”. Ese juicio de valor sobre la esperanza no es único. Como es sabido, el mito de Pandora tiene dos versiones contrapuestas: la esperanza como el mayor de los males, o la esperanza como el único bien que la caja contenía, una esperanza que Epimeteo dejó dentro cuando cerró la caja asustado ante los males a los que había dado suelta. Si el hombre experimenta su vida de un modo insatisfactorio por irrealizable, entonces coincidirá con Fontaine cuando éste dice que “vivir significa enterrar esperanza”, haciendo así del hombre el sepulturero de sí mismo; o con Albert Camus cuando señala que, en el terreno de la realidad es preciso “pensar con lucidez y no esperar ya”.

Difiero de Fontaine y encuentro una disparidad en Camus, porque el lúcido pensamiento genera esperanza fundada. Yo prefiero quedarme con Vicente Aleixandre, postrado en su inmovilidad, cuando dice: “A mi paso he cantado, porque he dominado el horizonte”.

Tiene razón Bloch cuando dice que “la esperanza fraudulenta es uno de los mayores malhechores y enervantes del género humano, mientras que la esperanza concreta y auténtica es su más serio bienhechor” (Op. Cit., p. XIII). Ella trabaja de la mano del pensamiento. El propio Ernst Bloch, en su “Principio Esperanza”, dice: “Pensar significa traspasar. De tal manera, empero, que lo existente no sea escamoteado ni pasado por alto. Ni en su indigencia, ni menos aún, en el movimiento que surge de esta. Ni en las causas de la indigencia, ni menos aún, en los brotes de cambio que

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maduran en ella… El verdadero traspasar conoce y activa la tendencia inserta en la historia, de curso dialéctico. En sentido primario, el hombre que aspira a algo vive hacia el futuro”.

Sí, yo también creo en la esperanza, y cuando ésta, como fuerza que sostiene, se quiebra y deja sus pedazos rotos clavados en el alma, hago memoria de aquel Antiguo escrito chino, del si IV a.C: “Conversaciones de Mong Dsi”:

“Sin compasión en el alma no hay hombre,sin vergüenza en el corazón no se es hombre,sin humildad no se es hombre,no hay hombre sin razón ni agravio en el alma…El que no las pone en práctica, se roba a sí mismo”.

El hombre crece en sus derrotas, y con él crece su mundo. Recuerden la carta que Kipling dirige a su hijo:

“Si la obra de tu vida puedes ver destrozada,y, sin decir palabra, volverla a comenzar,o perder, en un día, la ganancia de ciento,sin un gesto, ni un suspiro…

Si alcanzas el triunfo después de la derrota y acoges con igual calma esas dos mentiras; si puedes conservar tu valor, tu cabeza, cuando los pierdan los otros, entonces los reyes, los dioses, la suerte y la victoria, serán para siempre tus sumisos esclavos, y, lo que vale más que la gloria y los reyes, serás hombre, hijo mío”.

El hombre puede quedar como a pedazos colgados de la rueda de la historia. Puede sentirse un pelele, una marioneta movida por hilos en una mano que no ve; una piedra arrojadiza y alquilada por una mano que sí conoce; una máscara que olvidó su propio ser. Nada es posible, ni tiempo humano, ni mundo ni ser, si ese ser que aún no tiene respuestas a las preguntas de Kant, deja de preguntarse, o las considera ya respondidas.

El propio Kant (La religión dentro de los límites de la mera razón, p. 35) veía en él un triple disposición:

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A la animalidad como ser viviente.Para la humanidad como ser viviente y a la vez racional.Para su personalidad como ser racional y a la vez susceptible de que algo le sea imputado.

I.e., es un ser dialógico y dialéctico, que está en camino de ser o de no ser; una pregunta abierta, comparecida a través de su propio desgarro que, como dice Zambrano, tiene como esencia estar bajo la luminosidad en el claro del bosque, en la “penumbra iluminada –y yo diría iluminante- del ser”.

Sería relativamente fácil para mí tratar de derivar el tema hacia una antropología cristiana. No lo voy a hacer. Después de haber citado a Bloch, prefiero concluir con la apelación al hombre que hizo Bertrand Russell, allá por 1970:

“Apelo a los seres humanos como ser humano. Recordad vuestra humanidad y olvidad el resto. Si podéis hacerlo así, el camino quedará abierto para un nuevo paraíso; si no podéis, no quedará ante vosotros más que la muerte universal”.

¡Quien me diera que este mensaje llegara hasta el ultimo rincón del planeta e impulsara, como en la teoría del caos, el vuelo de una mariposa, una reflexión, una determinación de la voluntad, una reacción en cadena como la que propone José Luís Sampedro, nacida de una indignación, de una toma de conciencia de la dignidad de ser hombre y no más, un movimiento de humanismo global contra la globalización de la indignidad y la deshumanización.

El hombre está en la fragua, bajo un martillo pilón, donde algunos le quisieran ver entregado y maleable, o quemado o enfriado, pero siempre desechable si no se dejara. En medio de ese fuego, es preciso tomar el martillo, y forjarse bajo los propios golpes. Aquí, en esta hora crítica para el binomio hombre-mundo, quiero recordar los versos que Machado dedicara a don Francisco Giner de los Ríos en su muerte, aquel santo laico que dijera Ortega, y hacerlos sonar como ruido de fragua o de fundición, como una petición:

“Hacedme un duelo de trabajos y esperanzas/ Yunques, sonad; enmudeced, campanas”. El hombre está en la fragua, entre el fuego que le prenden, y el martillo en su mano. O rompe el mundo o se forja a sí mismo.