quiroga puntos de convergencia

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cuadernos de RETRATO DE UN AMANTE HOLANDÉS Novela (fragmento) Karim Quiroga 12

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cuadernos de

RETRATO DE UN AMANTE

HOLANDÉSNovela (fragmento)

Karim Quiroga

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La provocación sensitiva y emocional que produce desear a una persona se plasma en la narrativa de la escritora buman-guesa de literatura erótica, Karim Quiroga. Ella, a través de sus palabras, busca desnudar el alma de los lectores e incitarlos a explorar sus pasiones más íntimas.

Quiroga es comunicadora social egresada de la Universidad Autónoma de Bucaramanga y ganadora del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. Durante su vida el amor por las letras la ha llevado a explorar en los detalles del erotismo, na-rrando historias autobiográficas y otras de ficción. Su prime-ra novela, ‘Retrato de un amante holandés’, fue publicada en la Colección Generación del Bicentenario, de la Universidad Industrial de Santander y El Libro Total. Esta publicación, ba-sada en metáforas y descripciones, juega con las contradiccio-nes románticas de una mujer, que narra en primera persona, sin mucho pudor, como lucha por obtener lo que quiere de un hombre. En su blog personal, Quiroga transmite a través de pequeños poemas y fragmentos la importancia de que las mujeres sientan placer y sean capaces de producirlo, sin sentir pena. Aborda el tema de las relaciones sexuales con sus perso-najes desde diversas posibilidades de expresión estética. Ac-tualmente Karim Quiroga se encuentra escribiendo su próxi-mo libro, ‘Cartas a Tadzio’; la historia de un joven que pierde su atractivo con el paso del tiempo. También está trabajando en una antología de cuentos sobre el poder. Si le interesa cono-cer más sobre la obra de esta escritora ingrese al blog moneda-deoroediciones.blogspot.com

Alejandra Rojas González

Karim Quiroga

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Escribo de dos espacios distintos. Disfuncionales. Extra-ños. La residencia de estudiantes en Alicante. Al arrullo del quejío gitano. En este barrio los niños se disputan una pelota. Y las mujeres marroquíes pasean a sus niños en coche. Yo me escondo. Evado a la gente y al frío. Abro la ventana. Percibo el poniente. Me resguardo. Mi temor no es la incomodidad. Ni la indigencia. Ni la visa. Mi sueño está al alcance de la mano o en la nevera repleta de golosinas. Todo y nada a la vez. El contraste del día es el encuentro con el amante. El piso en la línea de playa. El mediterráneo alucinante y profundo, aunque, todavía, visto a través del cristal. No me aproximo. No recreo estos instantes porque son fortuitos. Vienen y van. La gata contempla. Se deja amar. Se entrega lenta y agónicamente. El amante hace lo que puede por hacerme reír. Pero mi entusias-mo es de sal. Saca conejos del sombrero o en su desesperación me hace cosquillas. Rio a medias o en suplicio. Ebria o infeliz. Voy a pasos agigantados hacia el abismo, una vez más. El amor me trae de regreso. Mi habitación. Este espacio adverso y azul. Escribo y leo. Trabajo por este oficio sin sueldo ni contrato. Sin prestación. Pero la suerte me acecha. La poesía ofrece paisajes y espejismos a los que me aferro exhausta y maniática. Y otra vez. Dos días más y regreso al recinto del placer con escenario de costa brava y mesitas con toldos de colores blanco y azul. Mi vida se recrea. Pero mi alma está detenida. Hay un dolor hu-millante. Una sustancia cristalina y verde como un escupitajo

“El papel del escritor no se separa de deberes difíciles. Por definición, hoy no puede estar al servicio de los que ha-cen la historia, sino al servicio de quienes la sufren.”

Albert Camus

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de gripe. Escritora en ciernes o a punto de publicar. Creadora. Paisaje de luz y de sombra. El afecto es artificial aunque genui-no. Del fondo de mí misma ofrezco desdén y desamparo. No me ilusiono ni me asombro. No confirmo ni delinco.

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El frío es otra vez una muralla. Mis manos tiemblan. Mis dedos se tuercen. El frío me condena y me frustra. No bus-co oportunidades ni espacios para conocer o entablar conver-saciones con nadie. Hablo con la gente que trae la comida. O con el tipo que viene a reparar la calefacción. Diálogos de cinco minutos. Diálogos muertos. Mi literatura se alimenta de mis fantasmas. De alegorías sobre lo que fui o lo que seré alguna vez. Mi presente me encadena al amante de los ojos verdes y enormes que no tardará en aburrirse de su rol paternal o servil. Yo no me aburro. Lo necesito porque no estoy en condiciones de salir a cazar. No tengo ganas de devorar o degollar. Prefie-ro mostrar el punto exacto donde tiembla mi yugular. Prefiero exponer mi piel y mi sangre y mi ADN. Prefiero dormir que ejercitarme. No tengo ganas de ir más allá. O más acá. No voy a arreglarme para nadie distinto al amante que va a desvestir-me con la mirada y con ambas manos. Mi amor está dislocado. Fragmentado. Fraccionado. Envuelto en papel celofán. Es un trozo de tocino. O de lechón. Un plato exquisito que se devora en instantes y cae pesado al estómago. El amante dura horas asfixiado y ulcerado. Toma alka seltzer. Ésta vez vamos de vi-sita a casa de sus padres. Jugamos a que tenemos una relación formal y equilibrada. Jugamos a que me quiere y que yo le digo que sí. Que también lo quiero. Otra vez soy yo quien le dice que le ama. Y guarda silencio. No sabe. No responde ni mar-ca con una equis la respuesta correcta. Finge que no entiende o que no le gusto. Prefiere mi desesperación por entretenerlo y no perderlo de vista. Prefiere mi debilidad por mostrarme ingenua y apetecible. Ignora quién soy o de dónde vengo. Soy el trozo de carne blanda y jugosa rellena de clavos. Va a estro-

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pearse una muela y ya tuvo que ir de emergencia al dentista y la cita no estaba incluida en su seguridad social. Tuvo que pa-gar de su propio bolsillo y como venganza esa noche no hubo invitación a cenar. Ni al día siguiente. Hace ese tipo de cosas cuando me porto mal. No trae comida a la casa. Entonces el régimen es insuficiente y pierdo peso. Al tercer día volvemos a visitar a sus padres. Una comedia más.

Me siento en sus piernas y la madame abre los ojos y su pa-dre sonríe. El otro día su padre me vio semidesnuda en el toille-te. Lo hubiese preferido de joven. Es más gentil. Más amoroso. Mi amante me hace cosquillas con un cepillo. Tal como yo lo hacía hace años con mi gatito. Para no ensuciarme los dedos. Para no untarme la piel. Para evitar el olor en la punta de los dedos. Para evitar el desgaste. Mi amor se va desvaneciendo. Pero escucho su voz y me levanto. Escucho su silbido y salgo en su búsqueda. Voy a donde está. Voy tras él. Ingenua y sumisa. Ya no vive al acecho. Ya no debe estar pendiente de mí. Ya no debe buscarme a todas horas, ni llegar de sorpresa ni darme regalos. Me tiene, incómoda. Habitualmente. Presa del deseo y la seguridad. Presa del amor que reconforta y apremia una taza de té. Presa del amor oblicuo y del sexo eterno o fugaz. Presa de las largas horas en las que permanezco atada, aferrada a sus brazos. No quiero que me suelte. No quiero que me deje. Pero ansío el regreso a casa y a mi libertad. Mis tenis de correr y la música. El oficio de escribir me acompaña en la mochila o se camufla. Lo escondo en el bolsillo o me lo trago.

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El amante no quiere compromisos, pero me ata a su vida. Percibió mi temor. Me volvió dócil. Permitió que su amor se volviera una necesidad irrevocable. O una renuncia. No tengo más fronteras ni espacio en este país que todavía no trascien-do. Su luz. Su diversidad todavía no me sacude. Vine en pos de un sueño que todavía prescindo. La arbitrariedad. La esencia de encontrarse en un punto intermedio de ninguna parte. Con

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la memoria del eco de la voz que alguna vez tuve. O añoro. Deseo estar en libertad y aprender a moverme como los otros. Pronunciar mi nombre y apellido. Reconocer quién soy y qué objeto me mueve. Mi libertad está marcada por el acondicio-namiento. Cada nuevo día podría ser la oportunidad para abrir la ventana y salir. Para volar como los pájaros. Pero no estoy lista.

Desconozco la fuerza de mis alas en altamar. O la presión at-mosférica de este lugar. Voy aprendiendo a pasos agigantados o me devuelvo. Convivo con personas que también ignoran el contenido de sus sueños. Todos vamos ciegos al matadero. Al desdén. O a la piscina.

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Voy marcando un surco de camino a casa del amor. No podría prescindir de ese torrente que me mueve y me apre-mia. No puedo sucumbir a la debilidad. O al afecto. No puedo evocar mi pasado porque me derrumbo o me calcino. Evito pensar que estoy en otro lugar. Pienso que estoy de vacaciones y no tengo familia. Nadie me espera en ningún lugar. Me mien-to a mí misma. Mi identidad puede ser la foto del pasaporte pero ya no la reconozco. La huida deja un abismo de desola-ción marcado por la costumbre. Sin aliento. Aislarme es la úni-ca forma de no sucumbir a la adversidad. Persigo imposibles pero voy paso a paso. Sin mirar atrás. Nunca. Imposible tener conciencia. Al principio aproveché el desorden o el descon-trol en la bebida o el amor. Amé y me convertí en catadora de instantes y fantasías. Fui promiscua con dos. Fui cenicienta y azafata. Ingenua. Volátil en cualquiera de los casos. Extraño mi país. Vivo de los recuerdos pero los evado. Vivo rodeada de fantasmas. Estaba de camino al abismo hasta que llegó el amante que me convirtió en princesa y turista de su cuerpo. Boicoteó mis planes. Me enamoré.

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La presión es de los sentidos y del pensamiento. La ex-clusividad del cuerpo requiere cierto tipo de manifestación y de entrega recíproca y tal vez funcional. Más de una vez he querido salir corriendo. Huir. Regresar. Pero el regreso implica una pérdida. Una especie de derrota. Hay que persistir. Insistir. Perseverar. Agotar el último estertor. Y aún así, continuar. Su amor me desgasta y me oprime, me deja sin aliento la mayo-ría de las veces. Pero no puedo decir adiós sin lamentarlo más adelante. Debo permanecer hasta el final. Llegar ilesa hasta el fondo del túnel. A ciegas. En medio de la oscuridad y la ad-versidad. Todo está en contra, empezando por el cambio cli-mático. La estación invernal es una pesadilla. Es un espacio perfecto para fotograf ías o postales de navidad. Para decora-ción con colores rojo y dorado. Y la imaginación alcanza para un chocolate caliente y unos churros. Grasa y calorías. Pero no hay nada más. El frío carcome, calcifica. El frío petrifica. Evito salir. Evito cualquier encuentro directo con el clima bajo cero. Me alimento. El cuerpo pide combustible una y otra vez. Y poco a poco te vas convirtiendo en la esposa de un muerto. De negro de la cabeza a los pies. Todos los días. Invariablemente. Ni una pizca de color. Un punto negro en medio de la nieve. Y el amor me atormenta pero no va tras de mí. Finge compostu-ra y desinterés. Soy yo quien desfilo mis inseguridades frente a sus ojos. Mis argumentos son ingenuos y lamentables. Sin nada que perder salvo el tiempo. La juventud. La esperanza. Mi voluntad está en el límite. Hay una ley que estoy a punto de transgredir. La manifestación y la entrega. El amor desaparece por unos días y yo tengo que buscar excusas para inventarme a mí misma. Ya no sé quién soy, ni por qué razón llegué hasta aquí. Y mi pasado quedó enterrado junto con los escombros de mis sueños. Ya no puedo lamentarme. No puedo disparar piedras o insultos a diestra y siniestra. Debo controlar mi pro-pia frustración. Guardarla bajo llave y abrirla de vez en cuan-do para ver si todavía existe o no se ha evaporado. Durante

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la ausencia regreso a la vida que surge desde mi inconsciente. Hago la compra. Voy a la Universidad. Hago lo que puedo por recuperar el rastro de una vida común y corriente. Pero algo está fuera de control. Perdí la esencia. Perdí el juicio, el origen. El amante regresa otra vez y debo hacer un esfuerzo por recu-perarme y pretender que nada extraño ha surgido durante su ausencia. Y es cierto. No he buscado ningún otro camino, no he abierto huecos en la tierra. No he tomado el tren con rumbo a otra ciudad o país. Estoy en el cúmulo de la desorientación y la inercia.

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Los puntos de encuentro y desencuentro son aislados y frecuentes. La afinidad. La búsqueda de afecto en todo ser vivo que camine y respire. Voy tras su mirada una y otra vez y me pierdo en el horizonte. Su amor no ofrece más que unas horas de calidez y de brillo. Acaban de romperse los pocos recursos de seducción. Ya no existen métodos para retenerlo. Ni para encontrarme a mí misma. Nuestra historia se repite una y otra vez hasta el aburrimiento. Hasta el atardecer. Hasta que el de-seo se agolpa contra mi ventana.

En algún punto inexorable perdí el rumbo. Navego sin luz. Sin destino definido. Aunque simultáneamente reciclo mi vida una y otra vez en mi país. Quién soy y en qué pude llegar a convertirme. Expuse mi piel, mis inseguridades, y llegué con una maleta que he deshecho una y otra vez. Y el amor dispuso una geograf ía que hoy conozco de memoria y que todavía me intriga. Qué hace una mujer con un hombre que la habita ínti-ma y fuera de sí. Un amante que la persigue en pensamientos y en virtudes y que se encarga de cerrar cada noche las persianas y las pestañas. Ya no queda nada más por descubrir.

Los sueños tienen consistencia transparente, se convierten en recintos sagrados a los que ingresas y vuelves a salir, mun-dana, inmunemente. Nada trasciende. No hay puntos fijos en el horizonte. No hay cadenas, pero la opresión es la necesidad

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de entregar y ofrecer ese espacio difuso denominado amor. O pesadilla. El amante se recrea en sus propias miserias. La fies-ta de su vida no incluye misterios ni sacrificios. No hay cenas bajo la luz de las velas ni refugios indestructibles. La consisten-cia es de cristal. A punto de romperse cada minuto. En algún momento de la aurora o la madrugada. Algo se acaba. Algo se perturba. Algo muere dentro de mí y me resisto a creer que sea la inocencia.

La mujer que observa a través de la ventana pero no dentro de sí. Adentro no hay nada. No hay mayor ración de sal o de alimento. Temo a las dificultades. Temo perderme. Temo no volver a ser la misma persona que fui. Y el amor vuelve y se me cruza. Como guardián o dictador. Es él quien decide o ator-menta. Es él quien marca los trazos como un arquitecto infer-nal. Trabaja a mis expensas. Ama a mis expensas. Se encuentra a escondidas con sus antiguas amigas. Él mantiene su vida. Y controla mis impulsos. Mi soledad es un refugio que necesito compartir conmigo misma. Y con nadie más. Pero atisbo un horizonte. Una casa y una familia.

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Escribo para que alguien me lea. Escribo para que al-guien me entienda y se sorprenda. Escribo a hurtadillas. Es-condida. Bajo presión. Con el poniente sobre mi ventana. Vine a este país confundida con la bruma y me pierdo en la sutilidad. Escribo porque no tengo más remedio, precaución, o recurso. Nadie espera por mí. Nadie aguarda por mí en el espacio de unas breves horas. Estoy por mi cuenta. A ciegas una vez más. Las posibilidades de escribir en mi país eran inadecuadas. Sin más tiempo que los fines de semana o el horario nocturno. Ha-bía que trabajar. Labrarse un horizonte palmo a palmo y sin tregua. Los caminos, las calles sinuosas de cada pueblo que re-corrí y expelí. Y si no fuese el amor sería la locura.

El misterio que me habita y que todavía me sorprende. El encuentro con el mar. Distante aunque el agua me llegue a las

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rodillas. Distante aunque las olas me atraviesen. Distante aunque la sal cubra mis mejillas. Distante. Absorto. La gente viene a disfrutar este país que ofrece diversidad y diversión. Pero en algún momento te aburres y empiezas a excavar den-tro de tu vida. Algo por dentro debe salir. Una especie nueva. Una mujer que no viva al margen ni se precipite al vacío. No una vez más. No para comprobar hasta dónde llega el final, no para comprobar si durante la caída alguien esté dispuesto a sostenerla o a salvarla. Probablemente nadie acuda. Nadie sea consciente a menos que insistas y grites y armes un es-cándalo.

Se trata de vivir en el destierro. Con causa justa. Las nece-sidades básicas fueron insatisfechas y estás en el lugar común de la búsqueda de una vida mejor. La escritura es este espacio cotidiano aunque repleto de trampas. Sueño escribir y llega-da la hora me detengo. Me evado. Congelo mis sentimientos y escribo con las entrañas. El acto encierra una especie de comunión. Una fuerza ancestral que me obliga a continuar, sin debilitarme. A continuar y a perseguir la fantasía de la fama y la publicación. Y el amor forma parte de este triángulo inestable y barroco.

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La fantasía se persigue. El quebranto supera mis temores y mi incapacidad para mantenerme en marcha. Voy tras su risa pero acabo de comprender que algo parecido a la insa-tisfacción me atraviesa como una flecha. El temor al fracaso. O a la incapacidad de formar y establecer lazos estables y du-raderos. Se trata de jugar al juego de los espejos. De seguir las normas. De eliminar los fantasmas y las fronteras f ísicas y emocionales. E intentar divertirse en el proceso. El amor es reiterativo porque supone un vínculo y una acción. Diaria y satisfecha. Mi proceso involucra a un voluntario que se unió con fervor y determinación a la lucha. Por el camino surgen los reclamos e incomodidades. La estrategia fue huir desde el

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primer momento, o disparar a mansalva en la primera opor-tunidad, para herir o matar.

Pero lentamente me di cuenta que disparaba al vacío. Y que cada bala tenía la facultad de devolverse como un búmeran. El amante no tenía inconveniente en abandonar el frente. Sus temores no eran radicales ni estaban expuestos a la luz y a la lluvia. Sus recursos eran ilimitados. Sus facultades, sorpren-dentes. Me defendí con uñas y dientes hasta que me di cuenta de que perdía el tiempo inexorablemente.

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El amor aprovechaba cada prueba de inseguridad para aumentar su ego. Entonces la relación se convirtió en un ter-mómetro. En comprobar hasta qué punto estaba debilitado el enemigo. Herido o lisiado. Demente o perturbado. En el mejor de los casos logré ausentarme y curar mis heridas en privado. Y renacer como el Ave Fénix. Aunque con el tiempo te acos-tumbras al sabor húmedo de las cenizas. Y aprendes a bailar y a chapotear sobre ellas. Mediana, humanamente.

Hice lo que pude por mantenerme viva. Por persistir. Por no dejarme vencer por el miedo o la humillación. Y el amor, entonces, se detiene o da un paso atrás. Ya tuvo suficiente de juegos, dice. Pero no se despide. Ni dice adiós. Deja la puerta entreabierta para que la gatita se aproxime en la oscuridad y lo sorprenda con sus lamidos. Va a besarlo. Va a buscar un res-quicio de afecto, en la boca o la palma de la mano. Va a rodear-lo. Va a recorrerlo mecánica, ferozmente. Hará el recorrido de caricias de la cabeza a los pies. Va a idolatrarlo. A encenderle velas. Va a decirle que no puede vivir sin él. Que le pertenece en cuerpo y alma. Que tiene salvoconducto para violar cada una de sus reglas. Y el amante se regodea. Se cree inmarcesi-ble. Inmortal. Se cree único. Y lentamente se despliega. Es el pavo real de la selva. O el león. Un monstruo en el mejor de los casos. La gatita se altera, reconoce el olor de la mansedumbre y en sueños toma distancia y se aleja. Por la mañana se levanta

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e inicia la labor del oficio cotidiano. El desayuno. Los platos. La profesión de ama de casa que desconoce e ignora hasta los tuétanos.

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Finge que sabe lo que hace. Finge que es una experta en el arte de la decoración y de llevar una casa. Finge que ha co-cinado toda su vida. Pero el disfraz es incómodo y ridículo. El delantal le queda grande. La vajilla se rompe entre sus dedos. No sabe cómo pelar un huevo. No sabe cómo secar el arroz. ¿Hay que secarlo, acaso? ¿No trae un proceso de secado y de producción implícito?

La gatita prefiere que la lleven a comer. Y que la inviten. La gatita prefiere un restaurante nuevo para cada vez. Pero el amante está en recesión. Y ella quiere vivir de turista. No llegó hasta acá para preparar bocaditos ni ensaladilla rusa.

Al principio sus necesidades fueron satisfechas con premu-ra exquisita. Pero ahora la vida en común ofrece paraísos de estabilidad y economía doméstica. No habrá invitaciones a ce-nar. Ni recorridos extensos por la playa. Debe comportarse y cumplir su deber. Y la voluntad del amante no está para juegos. Ni tiene intenciones de jugar a comprar un vestido nuevo para la cenicienta. No está interesado en perfumarla ni proveerla de joyas. De pronto la gatita es consciente de estar cautiva en un palacio. Descubre que el paraíso es de cristal. Frágil. Y a punto de estallar a cada minuto.

En cualquier minuto. Ya mismo. El amor se vierte y se incli-na por el torrente de Villajoyosa. Y la gatita sale ilesa aunque se tambalea. La separación es momentánea. Aún quedan ras-tros. Aún el amor se repliega dentro de las uñas. La gatita tiene tiempo de regresar al espacio que comparte con sus colegas. Allí encontrará refugio y alimento. Allí estará durante unos días mientras el amante regresa o ella va en su búsqueda.