raguin, yves - orar la propia vida

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  • Raguin, s.j.

    cim

  • 81 fl breve ^ Comunidades deVida Cristiana

    Secretariado de Ejercicios

    Yves Raguin, s. j .

    ORAR LA PROPIA VIDA

    Editorial SAL TERRAE Guevara, 20 Santander

  • Ttulo del original francs: Prier Vheure qu'il est

    Vie Chrtienne, Pars.

    Traduccin de Juan J. Garca Valenceja Editorial Sal Terrae, Santander

    Con las debidas licencias Printed in Spain

    I.S.B.N.: 84-293-0684-6 Depsito Legal: SA. 49-1984

    Artes Grficas Resma

    ndice Pgs.

    INTRODUCCIN 7 PRIMERA PARTE:

    La oracin en la fe 11

    1. Porque creo 13 2. Arraigarse en la fe 15 3. La inteligencia y la fe 19 4. El silencio y la fe 22 5. La humildad de la oracin 25 6. El lenguaje de la fe 28 7. La atencin a la vida divina 32 8. La experiencia de la fe 35

    SEGUNDA PARTE: La prctica de la oracin 39

    9. Un tiempo para la oracin 41 10. Orar juntos y orar solos 45 11. Aprender a orar 48 12. El aprendizaje de mtodos 51 13. Oracin de rico, oracin de pobre 54 14. En un mundo sin Dios 58 15. Oracin de ausencia 61 16. Presencia sacramental y oracin 64 17. Orar siempre 68 18. Orar en y con nuestros actos 71

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  • Pgs.

    ITRCKRA PARTE: /;'/ l es pliegue de la oracin 75

    19. Un mundo sin Dios habla de Dios 77 20. La oracin de la condicin humana ... 80 21. La oracin de la mirada fraternal 83 22. Todos los hombres en Cristo 87 23. Amando a mi hermano 90 24. El Evangelio y nuestra oracin 93 25. El rostro del Dios sin rostro 96

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    Introduccin Cmo orar la propia vida en cualquier mo-

    mento. La expresin contiene una pregunta y una respuesta. No pretende ser una discusin acerca de las dificultades de la oracin en el ambiente actual, sino una respuesta concreta a la pregun-ta de muchas personas que no ven cmo orar.

    Piensan algunos que las formas tradicionales de oracin, sobre todo de oracin personal, han caducado y no se atreven a presentrselas a los fieles. Slo hablan abiertamente de la oracin comunitaria, y con frecuencia, las formas de esta oracin son tan exclusivas, que para muchos el campo de la oracin cristiana se ha convertido en un desierto. Un nuevo formalismo est robando a los cristianos la libertad que se haba pretendi-do darles.

    Ahora bien, si existe un campo en el que nun-ca debe ahogarse el carisma, es el de la oracin, ya que la oracin es la expresin de mi relacin con Dios. Esta relacin debe expresarse en toda mi vida, porque toda ella, fibra a fibra, es rela-cin con Dios. Por tanto, mi oracin debe asumir todas las variantes de mi actividad humana. Ser as el florecimiento constante y multiforme de mi

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  • situacin de hijo de Dios en una unin en la que todos los hombres son hermanos.

    La oracin se despliega en el momento y en el lugar en que el hombre se vuelve hacia Aquel que es la fuente de su ser y el fin ltimo de su exis-tencia. Capta esta relacin bien sea en comuni-dad, bien a solas; la expresa en un simple pen-samiento, en un canto, una alabanza, una splica, un grito de angustia, una ofrenda, un sacrificio, un gape, un servicio a los dems, una ceremo-nia comunitaria o un humilde gesto personal.

    Siempre que espero, deseo o encuentro a ese Otro que es mi Dios, hay oracin. Me parece que la propia palabra expresa todo esto, pues provie-ne de trminos cuyo sentido primero era el de suplicar. La oracin puede definirse, por eso, como la actitud del hombre consciente de su de-bilidad ante el que es el Todo y su Todo. Incluso el reconocimiento de la distancia, del abismo que nos separa de El, es una splica: la splica del ser dependiente que desea recibir, en la gracia de Cristo, otra dimensin de ser.

    La simple presencia de mi ser delante de Dios se convierte en un grito, una splica, una oracin, porque lo poco que soy, cuando soy consciente de ello, me hace pedir la posesin en abundancia y superabundancia de la Vida que se me ha dado.

    Por eso, no slo la oracin de peticin es peti-cin y splica. Mi propio ser, desde el momento en que tomo conciencia de ser en dependencia, grita por ser ms, hasta llegar a ser semejante a Dios.

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    Tal es la oracin de mi ser, la ms funda-mental oracin que puedo yo hacer, ya que es el grito mismo de mi humanidad. Adquirir las mil y una formas de mi actividad humana, desde las ms refinadas hasta las ms sencillas. Ni unas ni otras negar, puesto que mi oracin no se limi-ta a un campo limitado de mi existencia. La Igle-sia, que quiere ser la iglesia de los pobres, no pue-de rechazar la oracin de los pobres, esa ora-cin simple y sencilla que los potentados del es-pritu menosprecian.

    Al vivir en un pas donde la piedad popular se expresa con ofrendas, prosternaciones, recita-cin de frmulas, uno se da cuenta de la impor-tancia de tales frmulas de oracin, tanto perso-nales como comunitarias. No hay que caer en ciertas contradicciones de algunos sacerdotes que vienen algunas veces a visitarnos; tienen ideas nuevas y quieren limpiar el culto cristiano de co-sas que ellos consideran supersticin o restos del pasado. En cambio, si van a un templo de estas tierras y ven orar a las gentes en medio del olor a incienso y de prosternaciones sin fin, quedan profundamente impresionados; y no caen en la cuenta de que lo que aqu les conmueve, lo con-denan en los cristianos.

    Ya s que cada poca est marcada por sus propias tendencias. Pero, aun abrindose uno to-do lo que sea necesario a las tendencias actuales, no hay que olvidar que tambin ellas son una reaccin contra lo que se haca anteriormente. Ahora bien, toda reaccin de ese tipo falsea las perspectivas. Las pginas que siguen intentarn

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  • mnnlener una apertura que no sacrifique, sin em-bargo, en este campo de la oracin, ninguna de las necesidades del hombre, pobre o rico, intelec-tual o sencillo que vive sin hacerse preguntas.

    YVES RAGUIN, S. J.

    Chang hua (Taiwan)

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    Primera parte: La oracin en la fe

  • 1. Porque creo

    Al ser la oracin expresin de mi relacin con Dios, no podr orar ms que en el caso de que crea en esa relacin. Ahora bien, eso es precisa-mente lo que Cristo vino a explicarnos. Vino a repetirnos que tenemos un Padre que nos ama y que desea entablar relaciones permanentes con nosotros. El propio Cristo vivi ante los ojos de los apstoles una relacin con su Padre expresada en palabras, en actitudes y en hechos que debe-rn ser los modelos de nuestros actos de oracin. Y al tiempo que viva ante los apstoles esta rela-cin, los despertaba a ellos mismos a ese mundo misterioso del que daba testimonio: despertaba en ellos la fe.

    Para quien tiene fe, la oracin no constituye problemas: esa persona sabe que viene de Dios y que debe a ese Padre de su existencia, recono-cimiento agradecido y respeto. Sabe que ese Dios es tan grande, tan diferente de l, que no puede abarcarle ni conocerle en plenitud, y su oracin se convierte en reconocimiento humilde del mis-terio divino. Una vez que ha recibido la revela-cin de Cristo y que sabe que ese Dios, por inefa-ble que sea, se ha expresado en el Hijo, se atreve a creer que en ese Hijo, Palabra de Dios, capta algo del misterio divino. Su oracin se vuelve,

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  • entonces, humilde contemplacin, en la fe, de lo que las palabras quieren decir aun sin poder transmitirlo. A medida que avanza en la prcti-ca de la oracin ve cmo fragua entre l y el m-bito de Dios un lazo ms fuerte y ms ntimo que el de las relaciones humanas. Su oracin, que era de contemplacin, se hace unin. El hombre per-cibe, en una experiencia nueva para l, lo que hasta entonces no poda conocer ms que en la fe.

    A medida que el ser humano progresa de este modo, la relacin con Dios se hace ms natural, ya que su capacidad humana de entender y de amar se han ido desarrollando poco a poco y fi-nalmente se han divinizado. No obstante, por aventajada que sea dicha transformacin, sigue siendo siempre una humilde splica del ser que aspira a mayor luz y mayor amor. El hombre nunca penetra en los dominios de Dios en son de conquistador. Lucifer sabe muy bien lo que le cost intentarlo. El hombre, hasta el fin sin fin de su camino, es una splica, ya que ante la mira-da del hombre, Dios se agranda constantemente a medida que se le descubre.

    La oracin va siempre unida al mbito de la fe: es una aspiracin a ese mbito y, en definiti-va, es una vida dentro de ese mbito. Si uno se cierra al mundo de la fe, desaparece esa tensin, esa aspiracin; no puede plantearse relacin al-guna. El mundo del hombre se cierra dentro de unos objetivos que la misma sociedad humana puede lograr. El hombre se preocupar, entonces, de encontrar un empleo, pedir que se le ayude en su necesidad; sus oraciones sern solamente peticiones dirigidas a un organismo, a una admi-

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    nistracin. Para recordarle de algn modo lo que debera ser la oracin, slo le quedar el recurso a la splica que se dirige a un amigo en momen-tos de afliccin o de necesidad... Entonces dir Te pido, te suplico, pero no tendr a nadie a quien pueda decrselo cuando sienta que su pro-pio ser se tambalea y se inclina ya hacia la nada...

    Sabr pedir y suplicar en las situaciones ordi-narias de necesidad, pero no sabr ni podr ha-cerlo cuando la necesidad alcance determinada profundidad. Sabe, adems, que no hay ser hu-mano que pueda bajar con l al abismo en que se encuentra. Necesitara tener fe, pero no la tiene. Aunque grite, como Jons desde el fondo del abis-mo, est convencido de que nadie puede or su splica. Se calla, por tanto. Su mal no tiene es-peranza, ya que su vida no est abierta a ninguna otra cosa ms que a s misma y a la vida de los dems...

    Y qu puede esta comunidad, cuando la raz misma de nuestro ser est carcomida por la an-gustia y sus fundamentos se derrumban? No nos dejemos engaar por esa hermosa idea de la comunidad humana, que en ltimo trmino nos abandona cuando la angustia nos tortura en lo ms ntimo de nuestro ser.

    En cambio para quien cree, es la hora en que Dios responde... Slo El oye la oracin que sube del abismo de la soledad humana.

    2. Arraigarse en la fe

    El sentimiento de ser atendido puede estar en los orgenes de la fe. Una persona que conozca

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  • la doctrina cristiana y que sienta una gran admi-racin por Cristo, puede no tener la fe, es decir, no poder creer que Jess sea el Hijo de Dios. Pa-ra l, Cristo es un hombre. Las cualidades que en El se encuentran no parecen postular un parti-cular origen divino. En un caso as, la confianza rendida a Cristo nada debe a la fe.

    Pero puede ocurrir que en una circunstancia crtica esa persona diga simplemente: Seor, si t eres la persona que pretendes ser, aydame! . Una luz interior puede invadir a quien hace tal splica, y obtendr en esta experiencia la prueba de que Cristo es ms que un hombre; habr en-contrado la fe, habr descubierto la existencia de otro mundo cuya accin se manifiesta por medio de Cristo. Su plegaria habr tenido como conse-cuencia la apertura a un universo en el que no quera creer.

    Que la fe haya nacido as, o bien que se haya desarrollado naturalmente en un medio cristiano, es la primera condicin de la oracin. No es este el momento de demostrarlo, sino de sealar c-mo hay que hacer de esa fe la base de la oracin misma.

    Cuntas veces, en el Evangelio, omos al Se-or alabar la fe de quienes le piden una cura-cin! Se lo piden porque creen que puede curar-los; de lo contrario, se contentaran con admirar-le por lo maravillosamente que habla. Para quie-nes no creen, no hace milagros; porque sus mila-gros son la revelacin de un poder que ha de ser reconocido en la fe. En Nazaret, hace de un pa-saje de Isaas un comentario que es una llamada a la fe de sus oyentes. Pero ellos rehusan seguirle

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    en ese mbito divino por el que Jess quiere in-troducirlos. Para estas gentes de Nazaret no exis-te la posibilidad de pedir milagros a su clebre compatriota: son insensibles a la fe que El les propone, porque se figuran que ya le conocen.

    La primera forma de oracin, o ms bien la actitud esencial en la que hay que hacer oracin, es ponerse en una disposicin total de confianza con respecto a Jess. No siempre es fcil. Por eso hay que volver constantemente a tal actitud, co-mo Mara que escuchaba sentada a los pies de Jess; como Marta que escuchaba en tanto se afanaba preparando la comida; como la mujer adltera postrada que esperaba una palabra de perdn de Cristo; como Pedro que reaccionaba con energa sin dejar, por eso, de ser dcil a la inspiracin interior; como Juan que contempla-ba, escuchaba, saboreaba sin cansarse; como Jo-s que no deca nada pero que se saba zambulli-do en cuerpo y alma en un misterio para el que Dios necesitaba de l, aunque no pudiera enten-der todo su alcance; como Mara que guardaba en su corazn todas las luces que reciba sobre el misterio en el que ella misma desempeaba un papel importante.

    En todos ellos encontramos la misma aten-cin constante, serena, al misterio revelado por Cristo. Eso es el Evangelio, el despertar de los hombres al misterio de Dios revelado por el Hi-jo. Es sorprendente la intensidad de atencin que nos revelan la actitud de Mara cuando el ngel le habla, la de Isabel cuando va a visitarla Mara, la de Juan Bautista cuando se encuentra con Cris-to, la de Juan y Andrs cuando pasan su primer

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  • da con Jess, la de las multitudes que le es-cuchan...

    Lo mismo hemos de hacer nosotros cuando queremos progresar en la oracin: hacernos atentos al misterio que brota de un texto, de un pensamiento, de una luz. Es preciso detenerse all, volver con suave insistencia. Ese punto de apoyo que va a posibilitar que mi fe se consoli-de, se desarrolle, puede ser una insignificancia, una frase del Evangelio, una inspiracin interior, una gracia recibida, un acto de caridad para con un pobre, la atencin que cualquier otro tiene con nosotros. Poco importa la ocasin de esa luz acer-ca de Dios; lo que importa es volver sobre ella, hacer de ella el centro de nuestros pensamientos el mayor tiempo posible. As es como aquella ac-titud de oracin, superficial al principio, se hace cada vez ms profunda y pone todas nuestras fa-cultades en estado de oracin.

    Tales pensamientos podrn alimentarnos das, semanas, meses; irn haciendo que la percepcin primera de la fe se transforme en una realidad existencial. Puedo, as, centrar toda mi vida inte-rior en el pensamiento de que Dios me ama. No necesitar ya convencerme de ello intelectualmen-te, puesto que creo las palabras de Cristo en el testimonio del Evangelio. Es preciso que esa cer-teza de fe d el tono a mis pensamientos y a mi conviccin de fe.

    En orden a facilitar esa penetracin de la ver-dad entrevista, es til fijarla en mi espritu me-diante una frase que la resuma, por ejemplo: Dios es amor, Si conocieras el don de Dios. Tales palabras llevan en s mismas una luz y una

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    fuerza que terminan por revelrsenos cuando vol-vemos a ellas en actitud de fe.

    3. La inteligencia y la fe

    Lo que impide a muchos progresar en el cono-cimiento del misterio de Dios es que no aceptan situarse de forma concreta en la actitud de esp-ritu que pide la fe.

    Tomemos, por ejemplo, los dos mandamien-tos sobre el amor a Dios y el amor al prjimo. La comprensin del primero supone que se acep-ta meditarlo en el mbito de la fe. Tanto el tr-mino de ese amor como su origen se encuentran ms all del alcance real de la inteligencia hu-mana. Para meditarlo en el mbito de la fe, hay que aceptar la revelacin que Cristo nos hace de Dios y de su amor. Las premisas de todo razona-miento, de todo orar sobre este mandamiento, nos vienen dadas por Cristo. Muchos cristianos tie-nen la sensacin de penetrar en un camino colga-do de las nubes cuando se adentran en el amor a Dios. Dios no puede tener para ellos consistencia, va que no aceptan el dato de la fe que Cristo les presenta vivido en su propia existencia.

    Por eso para muchos, la insistencia en el se-gundo mandamiento es una forma de escabullirse de la fe. Presentan como justificacin los hermo-sos textos de Cristo y de Juan sobre el amor a los dems, signo y lazo del amor a Dios, pero ol-vidan que jams existi duda ni para Juan, ni para Pablo, ni para Cristo, acerca de la prioridad del amor a Dios.

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  • Es evidente que para muchos, la insistencia en la relacin al prjimo constituye una manera encubierta de rehusar una relacin que no puede vivirse ms que en la fe, pero la fe los molesta. Como no quieren negarla, orientan la atencin hacia otra verdad que la propia experiencia nos permite entender sin recurrir a la fe.

    De hecho, Cristo nos quiere hacer entender que no hay ms que un nico mandamiento: amar como Dios ama. Dado que nosotros somos seres humanos, ese amor se dirige tanto a los dems como a Dios, como a dos polos. Cuando meditamos en el amor, podemos hacerlo nica-mente dentro de la perspectiva humana. La fe no se necesita entonces para nada. Pero cuando in-tentamos entender el amor en su orientacin a Dios, tenemos que considerarlo a la luz de la fe, porque a Dios le conocemos aqu en la revela-cin que Cristo nos ha hecho.

    De ese amor que Dios me testifica y del que yo debo darle prueba, puedo alcanzar algo al con-siderar lo que ya s del amor de un marido para con su esposa, de los padres hacia sus hijos y de stos a sus padres. Todo lo que s por la prcti-ca del segundo mandamiento es una luz que re-cae sobre el primero. Esa experiencia humana me ayuda a dar sentido en la oracin al amor de Dios, e incluso a darle un verdadero sabor.

    Pero si slo hago eso para entender lo que es el amor de Dios, estoy en una ilusin y me equi-voco si, quedndome ah, creo amar a Dios. Es lo que el Seor dijo con palabras nada ambiguas: si alguien no me ama ms que a su padre, a su

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    madre, a su mujer, etc., no es digno de ser mi discpulo.

    Se ha querido interpretar ese ms como un ms en ardor e intensidad, pero no es as como se puede medir el amor. El ms indica aqu una apertura a otro orden de valores, porque el que deja a sus padres por Cristo, los ama ms que antes. Pero se abre a otro amor que, aun siendo tan amor como el amor a que renuncia, es, sin embargo, de otro orden distinto.

    Para entender lo que es este nuevo amor al que se nos invita, es preciso, al final, renunciar a las comparaciones con el amor humano una vez utilizadas. Hay que cambiar nuestra forma de ra-zonar. Hasta aqu, tratbamos de entender valin-donos de nuestra experiencia; ahora hay que aca-llar dicha experiencia.

    Habr que decir: Seor, t dijiste: Tanto am Dios al mundo que le dio a su Hijo nico (Jn 3, 16). Yo nada tengo en mi experiencia que pueda hacerme entender lo que ese amor pueda ser. Cuando t dices: Como el Padre me am, yo tambin os he amado a vosotros; permaneced en mi amor (Jn 15, 9), quin puede hacerme enten-der cmo te ama el Padre y cmo nos amas t?.

    Todo es misterio para nosotros en estas reve-laciones de Cristo; por eso hay que pensarlas con una mirada de fe, esperando del Espritu Santo mismo una comprensin de las palabras de Cris-to. Manifestaremos, pues, nuestro deseo de ser iluminados, mediante una actitud respetuosa, un deseo de entender, una docilidad para recibir la luz que la fe nos proporciona. Decir y repetir

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  • Creo, Seor, en tu amor, pero no puedo perca-tarme ni probar lo que es! , es orar en el mbito de la fe. Toda oracin ha de sobrepasar el esfuer-zo de la inteligencia y del espritu humano y lle-gar a dilatarse hasta esa otra actitud de fe en la accin del Espritu cuya funcin es colmar nues-tra espera.

    4. El silencio y la fe

    El silencio es la expresin de la necesidad que uno tiene de callarse, de callarse sin ms, para reencontrar la calma y la paz.

    En el silencio, el hombre se concentra en su ntimo ser. Ser as despus ms capaz de sopor-tar el trajn de los quehaceres, el ruido de los hijos y las preocupaciones que acarrean. Todo hombre aspira al silencio lo mismo que al des-canso y al sueo.

    El cristiano lo gusta a un doble nivel. En pri-mer lugar, como todo hombre, pero adems per-cibe por su medio la presencia del mbito de la fe. La primera forma de silencio permite al hom-bre reencontrarse; la segunda, le posibilita una atencin muy sutil al misterio de Dios.

    Debemos practicar esta oracin del silencio a lo largo de nuestros das. Es una oracin que se hace presente por s misma, desde el momento en que nos hallamos ante un misterio que nos so-brepasa. El silencio es el primer paso hacia el xtasis del espritu. Ahora bien, el xtasis del es-pritu es el acto de fe llevado a cabo en lo pro-fundo de nuestro ser. Salimos de nosotros mis-

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    naos y quedamos en silencio, en suspenso ante Dios por el hecho mismo de empezar a hacer la experiencia de lo que la fe nos propone.

    El silencio es el comienzo del xtasis. No nos callamos por el placer de callarnos, sino porque sabemos que la verdad que ocupa nuestro esp-ritu no es captable por nuestras propias fuerzas intelectuales. Lo que bloquea a muchas personas en la bsqueda de Dios es que se quedan siempre en una oracin que yo llamo natural. Razonan lo mejor que pueden acerca de las verdades plantea-das, intentando entenderlas a fuerza de compara-ciones, de razonamientos. Les parece que un solo momento de inactividad en la oracin va a hacer-les perder el fruto de su tiempo de reflexin.

    Hacindolo as, estas personas pueden adqui-rir un conocimiento muy vasto del Evangelio y de los misterios. Dicho conocimiento podr ser sabroso si deja que la riqueza de su sensibilidad y de su inteligencia refluya sobre la experiencia de aquellos misterios. Pero es un conocimiento que no poseer el autntico sabor espiritual. El empalme con el mundo de la fe ser puramente terico. La fe no tendr la posibilidad de vivifi-car todo ese conocimiento adquirido en la lectu-ra espiritual, la meditacin, la contemplacin y la accin.

    La fe no puede hacerse viva de forma concre-ta en nosotros, ms que si oramos, meditamos, contemplamos y actuamos dentro del mbito de la fe. Y en la fe, que nos es transmitida por Aquel que ha visto y que ve, Cristo, no podremos dejar-nos instruir si no es ponindonos en silencio ante El. En nuestra misma actitud nos hacemos dci-

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  • les a Dios, es decir, capaces de recibir su en-seanza.

    Frente a lo poco que logramos captar del mis-terio de la fe, se abre delante de nosotros la in-mensidad de lo desconocido. Cuando el nio lle-ga en su lectura a un pasaje que no entiende, repite las palabras, alza la mirada y espera que le den su explicacin. Tratndose de misterios, no se nos dar la respuesta de esta forma, con pa-labras venidas del cielo. De dnde habr de ve-nir? De lo hondo mismo del texto, o de lo hondo de nuestra inteligencia iluminada por la fe. Pero har falta mucho tiempo. Por eso hemos de prac-ticar siempre esa oracin de silencio orante y de espera abierta a la luz que llegue.

    Cuando hablo aqu de silencio, no se trata de un silencio ordinario, sino de un silencio preado de deseo y de espera. La liturgia est llena de ese silencio, especialmente durante el Adviento. El si-lencio de que hablo es otra forma de expresar ese vaco que deseamos ver llenado por Dios. Va-co del conocimiento que invoca a la luz, vaco del corazn que llama a la presencia.

    Es preciso, al meditar cualquier pasaje del Evangelio o cualquier otra verdad, acostumbrar-nos a ahondar en nosotros ese vaco inmenso que expresa el silencio y que es espera de la llegada de Dios. Tomemos, por ejemplo, este texto: An-tes que naciese Abraham, Yo soy (Jn 8, 58), y ormoslo segn digo. La comparacin con el tex-to del xodo 3, 14, me abre perspectivas infini-tas. Pero, qu ms puedo hacer? Dejarme lle-var a grandes consideraciones acerca del absolu-to divino? Puede ser til por un cierto tiempo. Lo

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    que hace falta es orar el texto en silencio, ese si-lencio lleno de significado en el que espero de Dios que El me haga entender en el fondo de mi espritu lo que El es. Suavemente, desde el fondo de m mismo, surgir una luz mediante la cual comprender, en la fe, algo del misterio de Dios.

    El hombre necesita tiempos de soledad y de silencio. Nuestros contemporneos parecen tener-les miedo: no pueden vivir, ni en consecuencia orar, solos. Y sin embargo, no es en el silencio donde la comunin gana en profundidad? Ade-ms, por qu no detenerse un momento en al-guna iglesia, dejar al lado las compras de ama de casa o la cartera de hombre de negocios y quedar en silencio? Es ah donde se hace ms profundo el vnculo que nos une a los que ama-mos y a cuantos pasan por la calle ignorantes de que un poco de silencio dice tanto que no exis-ten palabras para expresarlo.

    5. La humildad de la oracin

    En este mbito de fe que es el mundo de la oracin no se puede entrar por la fuerza. Si Dios no abre a nuestra llamada, jams podremos fran-quear el umbral de su misterio. Por eso Cristo da gracias a su Padre por haber revelado sus miste-rios a los humildes y sencillos y haberlos oculta-do a los arrogantes y soberbios.

    Muchos se sublevan contra este tener que im-plorar la luz divina, como si fuera contra su dig-nidad de hombres. Pero, decidme, de dnde vie-ne el hombre y de quin obtiene su grandeza? S

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  • que Dios ha puesto en el espritu humano un po-der extraordinario, una asombrosa grandeza. Cuntas veces le ocurre a quien entra en ora-cin percibir que afluyen a l todo el poder de la creacin y la fuerza del amor! Es lo que arras-tra al hombre a la ms alta conciencia de su valor. Ese podero interior que exalta en noso-tros lo que hay de ms humano, nos hace a la vez alcanzar lo divino.

    Y es ah, una vez llegados a la ms alta cima de esta exaltacin, donde ha de mostrrsenos, en un ms all, la Omnipotencia divina. Si en esa exaltacin de nosotros mismos hemos percibido de veras el poder divino que en ella se revela, no tendremos dificultad ninguna en decir: Dios mo, toda esta fuerza es vuestra. Pero por gran-de que sea, no puede hacerme captar vuestro mis-terio. Dejo a un lado todo cuanto puedo alcanzar, para escuchar vuestra revelacin, la que me ha-cis en vuestro Hijo.

    La Escritura est llena de gritos semejantes que han lanzado el salmista y los profetas. Ellos saban que el hombre, por s solo, no puede tener acceso al misterio de Dios. Por estar llena de exal-tacin, su oracin fue tan humilde, tan sencilla: Escucha la voz de mi splica cuando grito a Ti; a Ti, Seor, te llamo. Roca ma, no seas sordo.

    Mientras el hombre est rumiando pensamien-tos o repitiendo palabras, no siente la imposibili-dad en que se halla de traspasar, de sondear el misterio de Dios. Pero cuando acepta quedarse delante de Dios en un silencio que es una llama da de fe, todo cambia. No puede hacer ola cosa que suplicar a Dios que ponga en l su mirada y

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    que abra a su llamada. Quizs hace slo un ins-tante estaba tan orgulloso de s... Y ahora des-cubre delante del Dios santo, que no es ms que un pecador, y que lo que l consideraba su cien-cia no es sino ignorancia.

    En toda oracin, pues, hemos de intentar com-prender pidiendo a Dios que nos ilumine. Enten-der las palabras y frases, lo podemos siempre, pero comprender lo que Cristo quiere hacernos captar, no depende ya de nosotros, porque lo que es palabra en el libro es espritu y vida en Cristo.

    Aun cuando entendamos algo, hemos de de-cirnos que hay todava un sentido ms profun-do que no nos ser mostrado sino ms tarde, cuando hayamos progresado suficientemente en la intimidad divina. El conocimiento de Dios que nos est prometido no tiene fondo. Por eso, en la oracin no debemos abandonar nunca esa acti-tud humilde. La humildad ha de crecer, incluso, a medida que avanzamos en la intimidad divina.

    Pero no hay que confundirse en cuanto a la naturaleza de esta humildad. Porque no es un sentimiento enfermizo de culpabilidad, ni siquie-ra un sentimiento de temor. Es el simple recono-cimiento de la infinita distancia que nos separa de Dios dentro de la intimidad perfecta que El nos ofrece como se le ofrece a un amigo muy querido. Es la humildad de un hombre libre que sabe que su libertad alcanza su perfeccin en el reconocimiento de su dependencia con respecto a Dios.

    Si medito en la Trinidad, podr ilustrarme con cuanto han podido decir los Padres de la Iglesia.

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  • Obtendr as ciertas intuiciones que me posibili-tarn considerar el misterio y saborearlo intelec-tual y espiritualmente. Pero el misterio seguir siendo misterio, y llegar un momento en que ten-ga que decir: Dios mo, qu ms puedo hacer para entender?. Y vendr la respuesta que diga: Renuncia a entender y hazte humildemente d-cil a la enseanza del Espritu. Con el humilde reconocimiento de su impotencia es como el hom-bre se prepara a recibir de Dios aquella ensean-za interior que nos mostrar el misterio con una luz nueva.

    Qu luz es sta? Es la uncin espiritual que el Espritu derrama sobre nuestros conocimientos cuando aceptamos que sean vivificadas con la luz de la fe. Las palabras adquieren una profundidad nueva, un gusto nuevo. Y el hombre tiene la sen-sacin de recibir, no ya de hacer por s mismo.

    La humildad no es otra cosa que la visin cla-ra de nuestro puesto en la relacin con Dios. No basta reconocer esta situacin en teora. Hay que obrar en consecuencia y expresar dicha convic-cin en nuestra vida de oracin. Es preciso que esta actitud se haga habitual. De esta forma, la luz divina resplandecer siempre sobre nosotros como resplandece en el corazn de todos los humildes.

    6. El lenguaje de la fe

    Lo que Cristo vino a decirnos de Dios ha que-dado expresado en un lenguaje humano. No po-da ser de otro modo. Pero esto plantea a quien se entrega a la contemplacin de los misterios

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    el problema de ese lenguaje de la fe. Dicho len-guaje puede ser interpretado por un no-creyente de una manera totalmente humana. En ese caso, el lenguaje no significa nada ms que lo que sig-nifica en un discurso humano; no invita a la comprensin del misterio.

    Ahora bien, las palabras de Jess estn preci-samente orientadas a significar algo distinto de una realidad ordinaria. La coherencia del pensa-miento de Cristo no se puede alcanzar ms que en un ms all del puro significado humano. El increyente habr de negar la sinceridad de Jess, negar la veracidad de sus palabras, ya que no puede explicarlas realmente ms que postulando un orden de cosas en el que no cree.

    Cuando Cristo empieza a hablar de su Padre, en seguida se hace evidente que no habla de Jos. Esto plantea una primera pregunta. Cuando ex-plica que ese Padre es el Padre de los Cielos, es-tablece un nuevo problema, ya que descubre con ello una relacin que va ms all de la concep-cin humana. Cuando declara que su Padre y El son uno, hace que ceda toda definicin humana de la relacin paterna y filial. Esta afirmacin ha sido el punto de partida de la reflexin sobre el misterio de la Trinidad.

    El sentido de los trminos que Cristo emplea no ofrece dudas para nadie. No emplea un lenguaje filosfico abstruso. Por eso la revelacin del mis-terio es tan vigorosa. La articulacin gramatical de ese lenguaje no ofrece dudas. Cristo quiere despertar a sus discpulos a una realidad que no sospechaban. Se fueron haciendo poco a poco si as puedo decirlo a esta revelacin, y el

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  • lenguaje humano les hizo tomar conciencia de una realidad sobrehumana.

    Muchos se negaron a seguir as a Jess. Por lo dems, el hecho de haber afirmado que era Hijo de Dios en un sentido completamente espe-cial le llev a ser condenado a muerte. Los que se negaron a aceptar la verdad que El revelaba ha-ban entendido perfectamente el alcance de su lenguaje. Se negaron a dejarse arrastrar a aquel mbito que se les abra. Pero el cristiano, al orar, escucha este lenguaje de la fe para entrar en el mbito de Dios y seguir a Cristo.

    A travs de un largo hbito de oracin, de meditacin, de contemplacin es como el lengua-je de la fe adquiere para m el sentido que tiene para la Iglesia. Y an hay que decir que nunca llegaremos a comprender todo lo que el lenguaje est llamado a significar. nicamente Cristo ate-sora todo su sentido absoluto, y a travs de su Espritu es como nos lo revela interiormente.

    Quin podr decir lo que es esa unidad de la que habla Cristo cuando dice que su Padre y El son uno? Puedo entenderlo gramaticalmente, pero lo que he de entender pertenece al orden de la vida divina. Es todo el misterio de la genera-cin del Hijo. Entender su unidad es entender al Padre y al Hijo en su ser mismo, en su relacin de existencia. Ese lenguaje adquirir su sentido cuando participe yo mismo en la vida ntima de Dios. Y eso no puedo hacerlo ms que en Cristo mismo. Pero he aqu que el propio Cristo me pone, si quiero seguirle, unas condiciones muy duras. Es preciso que observe sus mandamientos, si quiero tener en m la certeza de su filiacin di-

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    vina. Es preciso que lleve mi cruz con El, si quie-ro conocerle. Mi doctrina, dice, no es ma, sino del que me ha enviado. El que quiera cumplir su voluntad, ver si mi doctrina es de Dios o hablo yo por mi cuenta (Jn 7, 16 s.).

    La comprensin del lenguaje de la fe exige, pues, de nosotros un compromiso total en el se-guimiento de Cristo. Lo cual es lgico, ya que lo que pretende este lenguaje es que tomemos conciencia de la existencia de una vida divina que llamamos, en nosotros, vida sobrenatural. Acep-tando vivir esta vida en Cristo es como nos ha-cemos capaces de captar la vida divina en noso-tros y en Dios. El proceso es sencillo. Nosotros confiamos en Cristo y escuchamos lo que nos dice del misterio divino. Practicamos, entonces, sus mandamientos y hacemos lo que El nos dice que hagamos. Por esta docilidad, El nos ama, y su Padre nos ama tambin. Si alguno me ama, guardar mi palabra, y mi Padre le amar, y ven-dremos a l, y haremos morada en l (Jn 14, 23). Es la manifestacin que Dios hace a los que El ama. El Padre y el Hijo, en fin, enviarn su Espritu, que dar todo su sentido al lenguaje de la fe.

    As pues, quienes quisieran penetrar el misterio de las palabras de Cristo sin vivir con Cristo, no lo conseguirn jams. En la oracin, no olvide-mos que las palabras de Cristo son espritu y vida. A ese nivel es como hay que orlas y enten-derlas... El lenguaje de Cristo es la expresin de la Palabra, del Verbo de Dios. Tomando pie en este lenguaje, es preciso, en la fe, permanecer atentos a la Vida.

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  • 7. La atencin a la vida divina

    Lo esencial de la vida espiritual es la atencin al misterio de nuestra relacin con Dios. Esta re-lacin es esencialmente la comunicacin que Dios nos hace de su vida en y por su Hijo. Alrededor de este eje central se organiza la vida de oracin del cristiano. A cada actividad humana corres-ponde una oracin, y el conjunto se desarrolla a la luz de la fe. Querer vincular la expresin de nuestra atencin al misterio divino nicamente a la oracin comunitaria y litrgica es tan absurdo como no reconocer ms que la oracin privada y personal. La atencin a la vida divina debe ser el florecimiento, al sol de la fe, de todas las formas de la actividad humana.

    En la soledad que le hace tomar conciencia de s mismo, entrev el hombre su origen y su fin. Reconoce en Dios la explicacin ltima de su ser pasajero. Es la oracin de nuestro ser que re-conoce su posicin de dependencia. En su vida social, el hombre no puede menos de aspirar a vivir de la vida de esa comunidad que Cristo vino a formar entre quienes creen en El. El banquete que une a la familia recuerda el gape, en el que todos lleven a cabo entre s una unin nueva que florece en la comunidad cristiana. El hom-bre reclama la venida del Seor a coro, no en so-litario. En este banquete, lo mismo que en cual-quier otra reunin, el cristiano est atento en la fe al anuncio de Aquel que ya ha venido, que vie-ne y que vendr.

    En la perspectiva y atencin al misterio de la fe, cualquier situacin humana est preada de

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    Aquel que viene. La atencin es el signo de la esperanza. Las ltimas palabras del Apocalipisis expresan esta espera: El Espritu y la Esposa dicen: Ven!. Y el que oiga, diga: Ven!. Y el que tenga sed, que se acerque, y el que quiera, reciba gratuitamente agua de vida (Apoc 22, 17); y ms adelante: S, pronto vendr. Oh, s, ven, Seor Jess! (22, 20).

    Son las ltimas palabras del libro. Con ellas se expresa la espera de toda la Iglesia hasta el fin de los tiempos. Deseo, espera, esperanza de esa Vida que brota por todas partes en nuestra exis-tencia humana, pero que se pierde en la arena si no estamos pronto a acogerla y encaminarla a los rboles para que sea su savia.

    Es preciso que nos habituemos, en la oracin misma, a despertar en nosotros una atencin cons-tante a la vida divina escondida a nuestros ojos. Prestarle atencin es ya captarla y hacer que re-fluya hacia nuestro espritu y nuestro corazn. Es todo lo que Dios espera de nuestra parte, esa hu-milde atencin a lo que El realiza en el universo y en la naturaleza humana. Prestamos nuestra atencin, casi exclusivamente, a las apariencias de las cosas, sin percibir su prodigiosa dimen-sin interior. Gracias a la fe, sabemos que este mundo no tiene sentido ms que en Dios y por Dios. Eso mismo hay que decir de nuestra entera existencia. Todo acto humano tienen unas reso-nancias infinitas en el orden humano y ms an en el orden espiritual.

    Todo hombre est ligado a Dios con un lazo ontolgico, pero tal relacin adquiri una nueva dimensin cuando Cristo vino a formar parte de

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  • la vida divina: Mirad qu amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos (1 Jn 3, 1). La creacin es hija de Dios. Todo hombre es hijo de Dios, pero en Cristo, lo somos de un modo nuevo.

    Es preciso, pues, que nos acostumbremos en la oracin a fijar nuestra atencin en estos mis-terios que son propios del cristianismo, de forma que nos adhiramos a ellos en un acto de fe.

    Qu produce en nosotros esta nueva filia-cin? No podemos saberlo, pero s podemos creer-lo y fijar nuestra atencin en eso que creemos. No es cuestin de imaginaciones vanas, ya que no somos nosotros quienes inventamos el objeto de nuestra atencin. Lo que pretendemos es fijar en l nuestra atencin para hacer que correspon-da nuestra actitud ntima con la realidad de la vida divina cuya existencia Cristo vino a reve-larnos.

    La paradoja de esta actitud de atencin hacia el misterio consiste en que durar hasta el da en que lo descubramos y lo entendamos en la luz divina. Nuestra oracin es una atencin en la fe, que hemos de mantener hasta el da de la visin. Ocurre a veces que una sbita iluminacin recae sobre el misterio. Su efecto es proporcionar a nuestra atencin una intensidad mayor an, por-que lo que se nos muestra es muy poco en com-paracin con lo que nos queda por descubrir. Ahora, dice San Juan, somos hijos de Dios y an no se ha manifestado lo que seremos. Sabe-mos que, cuando se manifieste, seremos seme-jantes a El, porque le veremos tal cual es (1 Jn 3, 2).

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    Mientras lo esperamos, es preciso que en toda nuestra oracin, que en cualquier acto humano, permanezcamos suavemente atentos a ese ms all distinto de lo que vemos, porque es lo que da su sentido a todas las cosas.

    8. La experiencia de la fe

    En la fe poseemos una certeza que desconcier-ta a la inteligencia humana, toda vez que se fun-da enteramente en la experiencia y el testimonio de otro. En la oracin, en cualquiera de las for-mas que la realicemos, intentamos realizar la ex-periencia de ese mbito de la fe. Tal esfuerzo es legtimo, ya que, aun cuando el objeto de la fe est fuera de nuestro alcance, sin embargo entra-mos en relacin con l mediante un lenguaje hu-mano y en medio de una experiencia humana.

    Lo que la fe presenta, nosotros intentamos entenderlo con la inteligencia, gustarlo en el es-pritu, sentirlo con el corazn. Es toda nuestra vida la que est comprometida en la conquista de ese mundo divino del que querramos tener expe-riencia como la tenemos del mundo en que vivi-mos. Ahora bien, es verdad que las cualidades del hombre contribuyen a dar fuerza y actualidad a su fe. El que sabe gustar lo bello, tendr mayor facilidad para vivir los misterios que la fe le pro-pone. Todo lo que hay en nosotros de aspiracin hacia lo que es justo, bello, grande y santo, nos prepara a la experiencia de la fe.

    Ocurre a veces que, tras largo y rido caminar, una verdad de fe adquiere de repente un sentido

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  • personal. Penetra en nosotros a una profundidad inmensa y empalma all con lo ms hondo de nuestra experiencia humana. En ese momento gustamos aquella verdad que hasta entonces no era para nosotros ms que una simple conviccin de fe. Realizamos en nuestra humanidad la expe-riencia de una verdad que supera lo humano.

    El peligro est en que el hombre capte lo es-piritual para constreirlo en su sensibilidad o su inteligencia. Es lo que desgraciadamente ocurre con demasiada frecuencia. Lo que saborea el hom-bre, entonces, no es ya la verdad divina o la pre-sencia de Dios, sino un mero recuerdo que l ha reducido a su pobre medida. El alma se cierra en lo que Dios le ofreca como en una posesin... Eso ya no es oracin, sino narcisismo.

    El nico remedio a tal situacin es renunciar a saborear y lanzarse de nuevo, en la fe, ms all de lo que mi inteligencia o mi sensibilidad pue-den ofrecerme. La experiencia de la fe exige un perpetuo despego de lo sensible, porque, al ser ma, es humana, verdaderamente humana, pero sin embargo supera mis simples capacidades.

    Por este motivo, los que quieren llevar a cabo la experiencia de Dios en la fe han de ser capa-ces de juzgarse a s mismos. La emocin profun-da que puede producir la oracin en comn nos acerca a Dios. Nos eleva, como las grandes olas del ocano. En lo ms hondo de esta experiencia se realiza una ntima unin con Dios, unin per-sonal y comunitaria. Pero en este captar a Dios en la cima de tal emocin, ocurre como en todo poseer a Dios en el filo de lo humano: no hay que dejarse prender en ello; slo el xtasis de lo hu-

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    mano ante lo divino permite realizar el xtasis que pide la fe.

    Se puede decir que el florecimiento de la fe es el amor. La fe cede el paso al amor a medida que avanzamos en lo ntimo del misterio de Dios. Un ser humano que ame -si su amor es apertura y no egosmo estar maravillosamente bien pre-parado para dar el paso de la fe al amor. Amar y saberse amado dilatan al hombre y le abren al amor divino. Pero tampoco en esto hay que en-gaarse. Dos seres que se aman y se proponen buscar a Dios, encontrarn en su amor, si es pu-ro, alas para ir a Dios. En el ambiente de ese amor que los abrasa y los dilata, el amor divino se les muestra como un nuevo desarrollo de su amor. Quizs no vean diferencia entre uno y otro amor. Es cierto; pero una vez ms hay que re-petir lo que hemos dicho de todo proceso espiri-tual en lo humano. La experiencia del amor debe terminar en xtasis ante otro amor que hunde sus races en el primero hasta la raz de su raz, pero que se levanta tan alto, que para llevarlo a trmino en su plenitud, habr que purificar el primero y a veces incluso sacrificarlo. En ltima instancia, es la luz divina la que debe transfor-mar en nosotros lo humano y llevarlo a su ple-nitud.

    As es la oracin cristiana. Nos ensea a des-cubrir el mundo que Cristo nos ha revelado y a vivir tan naturalmente en l como vivimos en el mundo de los hombres. Con ella hemos de llegar a ver, a captar, a gustar lo que Cristo nos propo-ne y lo que nos revela. El mbito de lo divino lle-gar a ser tan real y ms, para nosotros, que el

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  • mundo de lo terreno. Pero no es la imaginacin la que ha construido ese mundo. Hemos descu-bierto la vida divina en nosotros e intentamos vi-virla plenamente integrndola en nuestra expe-riencia humana. Con ello nos hacemos dciles en nuestra vida de oracin a Aquel que es, que era y que viene, el Hijo del Padre. A Dios nadie le ha visto jams: el Hijo nico, que est en el seno del Padre, El lo ha dado a conocer (Jn 1, 18). Si oramos, es para conocer, a la luz de su Esp-ritu, al Hijo y al Padre que le ha enviado.

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    Segunda parte: La prctica de la oracin

  • 9. Un tiempo para la oracin

    En los momentos actuales parece difcil con-vencer a cristianos, a religiosos, religiosas y sacer-dotes de que dediquen un tiempo a la oracin. Ya s que la expresin dedicar un tiempo a la ora-cin hace reaccionar violentamente a quienes piensan que no es necesario orar. Si lo importan-te es, en efecto, dedicar el tiempo a los dems o a las relaciones humanas, no se ve muy bien por qu hara falta un tiempo para conversar con Dios. Para muchos, la relacin directa con Dios ha perdido su sentido; no queda ms que la rela-cin con Dios que se da en la relacin con los dems. Pero si queremos que el espritu de ora-cin, del que se ha tratado en la primera parte, se desarrolle en una atencin constante al miste-rio de Dios, es difcil pensar cmo podra suceder esto si no queremos consagrar a ello un poco de nuestro tiempo. Hay quienes podrn, efectiva-mente, dedicar cada da un tiempo ms o menos largo a la oracin. Otros no podrn hacerlo, o lo podrn ocasionalmente por la maana o por la noche, cuando van de un sitio a otro, o bien du-rante un trabajo que no absorba su espritu. Lo importante es que nuestra atencin habitualmen-te dispersa respecto al amor siempre presente de Dios, pueda aunque no sea ms que por algu-

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  • nos minutos al da hacerse atencin total y plena.

    Es verdad que la relacin con Cristo y con Dios, que tiene ontolgicamente el primer pues-to en los evangelios y en las cartas, no exige, por s misma, un tiempo, sino un compromiso de to-do el ser. Pero dada nuestra condicin humana, no podemos tomar conciencia de esa relacin 5' darle un peso en nuestra vida sin concederle una atencin que requiere su tiempo. La nica difi-cultad est en que la atencin a lo invisible nos pesa, porque no puede mantenerse ms que en la fe. La Iglesia lo sabe bien, y por eso ha instituido tiempos de oracin, que son tiempos de atencin al misterio divino oculto en la trama del univer-so. Y por esta misma razn ha establecido el da del Seor, como da distinto a los dems con sus ritos y sus plegarias.

    La Iglesia, a travs de los ojos de Cristo, con-templa en El el misterio divino e invita a l a sus fieles. Intenta que tomemos conciencia, en el tiem-po sagrado, de un ms all del tiempo, donde Dios es. La Iglesia que ve, nos invita a la aten-cin en un tiempo, en un lugar, que son los pun-tos de apoyo de la contemplacin de lo invisible y de lo eterno. El tiempo cortado en el tejido de nuestras vidas, se convierte en el signo del ms all del tiempo y del espacio.

    La Iglesia pide a los sacerdotes, a las religio-sas, que dediquen un mayor tiempo a la atencin de lo divino, porque es su funcin en la Iglesia. Querer rechazar esta ley del don del tiempo es de-formar su vocacin. Porque el tiempo dado es la experiencia del don de uno mismo. Cuando uno

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    da su tiempo, da su atencin, su presencia, todo lo que uno puede dar. Se est all para el otro. El que ora est all para Dios, para un Dios que est all para l.

    Esta ley del don del tiempo est en la base misma de las relaciones humanas. Un joven que pretenda el amor de una joven, le dira: sabes que te quiero, pero no tengo tiempo para ti? Qu piensa una mujer si su marido no puede dedicar-le un rato de tiempo al volver del trabajo? Con el don del tiempo se expresa la presencia y el don de s mismo.

    S muy bien que se ponen dificultades a un tiempo dedicado a la relacin con Dios porque a Dios no se le ve. Pero Cristo nos habl mucho de esta relacin para que pudiramos hacerla nuestra. Era consciente de la dificultad que los apstoles podan tener en orar a su Padre que es-t en los cielos, porque a ese Padre nadie le ha visto jams. Pero para animarlos y darles un punto de apoyo a su atencin, les deca: El que me ve, ve al Padre.

    Por otra parte, el propio Cristo, siendo como era el Hijo de Dios, dedicaba tiempo a la oracin personal, segn nos dice el Evangelio varias ve-ces. Aquella oracin era una atencin a su rela-cin con su Padre. Algunos piensan que no lo ha-ca ms que para instruccin nuestra. Pero yo creo que, por ser hombre, no poda menos de dar tiempo a la oracin. El, en un sentido muy real, necesitaba ese tiempo para que se desarrollara en su humanidad la conciencia de su relacin con el Padre. La relacin eterna tena que realizarla en el tiempo de su humanidad. Y sabemos que

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  • pasaba largas horas y a veces noches enteras orando.

    En cuanto al tiempo que hay que dedicar, es normal que la Iglesia imponga unas normas a los fieles, a los sacerdotes y a todos los que hacen profesin de vida religiosa. Pero para el esp-ritu actual es prudente y justo dejar una cierta libertad de aplicacin. Lo esencial es que cada uno se imponga dedicar a la atencin a Dios un tiempo de oracin que corresponda a sus necesi-dades personales. Algunos desean orar cuando su corazn se lo pide y no quieren imponerse ningu-na regla. Otros, por el contrario, no son capaces de una libertad as. Es preferible, entonces, que se impongan una disciplina ms firme. Por otro lado, esta disciplina les servir de gran ayuda por-que, contrariamente a lo que muchos creen, los hbitos razonables son factores que engendran libertad.

    Cuando alguien ha llegado a una unin cons-tante con Dios, el tiempo adquiere un significa-do nuevo. El menor instante puede, en efecto, con-vertirse en el punto de insercin en nuestra vida de una mirada de alcance infinito. Un pensamien-to de un momento puede hacernos acceder, en una atencin de fe, al misterio divino entero. En la fe, el tiempo se transforma en eternidad, y to-do lo humano que incluimos en esa fe, se encuen-tra divinizado. Tal es el precio del tiempo para aquel que quiere encontrar a Dios.

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    10. Orar juntos y orar solos

    Ambas formas de oracin se remontan a los orgenes cristianos. El Seor ense a sus disc-pulos que, cuando quisieran orar, deban ence-rrarse y encontrarse all a solas con su Padre de los cielos. Por otra parte, ensea que cuando es-tn varios reunidos en su nombre, El est en me-dio de ellos.

    Pero en el momento actual, parece de buen tono denigrar la oracin personal, como si sta no pudiera ser sino el fruto de un egosmo espi-ritual y de un deseo de evadirse de las exigencias del amor a los dems. Se podra responder, a su vez, que muchos buscan en la oracin en grupo el calor humano y no el rostro del Seor. Si hay, por un lado, el deseo de encontrarse juntos, por el otro, existe el temor a encontrarse de frente consigo mismo.

    Por lo tanto, podra argumentarse indefinida-mente, pero la experiencia demuestra que, en de-finitiva, las pruebas definitivas de la existencia y los tests definitivos sobre nuestra vida tienen lu-gar en la soledad del hombre ante Dios. Actual-mente se tiende a no enfocar la salvacin como un asunto personal. En cierto sentido as lo creo, y creo tambin que en el ms all de la muerte formaremos una comunidad de santos en una unin muy ntima. Pero no veo cmo el paso de la muerte se d en comunidad, y en cada pgina del Evangelio se me recuerda que cada uno de los hombres tendremos que rendir cuentas delante de Dios. Y, quin estar all para hablar en su fa-vor? Dos personas estarn moliendo en el moli-

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  • no: una ser llevada y otra dejada (Mt 24, 41). Esa es la suprema verdad humana de la existen-cia. Vivimos en grupo, pero Dios nos escoge a uno por uno, y al final, cada cual es responsable de s mismo delante de Dios.

    S muy bien que el solitario no est necesaria-mente ms cerca de Dios que el fiel perdido en la multitud de una celebracin dominical. Pero tambin s que los que cantan en masa en una de esas celebraciones y sienten cerca de s la pre-sencia de sus hermanos y hermanas en Cristo, pueden ser nada ms miembros muertos de una Iglesia que sigue viviendo a pesar de ellos.

    Hay cristianos que piensan estar ms cerca de Dios orando solos, pero que, de hecho, son inca-paces de mirar ms all de su pequea perfec-cin, de la que han hecho un dolo. Y hay, por el contrario, otros a quienes transporta el senti-miento desbordante que se desprende de la ora-cin hecha en comn; pero en realidad, no van ms all de un sentimentalismo sin fuerza alguna efectiva. De tal forma han hecho del propio Cris-to uno ms entre ellos, que no necesitan ms que una vaga esperanza y un amor ambiguo para al-canzarle. Una y otra forma de oracin pueden convertirse en atolladeros.

    Tras haber sealado que no es la forma exter-na la que confiere valor a estos dos tipos de ora-cin, hablaremos del perfeccionamiento de ambas.

    Caminamos hacia nuestro destino final como un pueblo, el pueblo de Dios; como una comuni-dad escogida, como un rebao que conduce Cris-to, nuestro pastor. Avanzamos como la Iglesia de Cristo, Iglesia que no se disolver por la muerte

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    de sus miembros. Formamos un cuerpo, el cuer-po mstico de Cristo. Consecuentemente, alaba-mos a Cristo, le buscamos, le recibimos en co-mn. Y en la Jerusaln celestial tambin canta-remos juntos a Aquel que nos ha rescatado.

    Para esta inmensa comunidad de rescatados, la Iglesia ha elaborado una liturgia y un ciclo de oraciones que son la expresin de su fe en Cristo v del culto que debemos rendirle. Cuando toma-mos parte en ese culto, vivimos de manera con-creta al ritmo de la Iglesia universal, al orar to-dos con un solo corazn y una sola voz. Pero hay que reconocer que ese tipo de oracin, ese culto no puede subsistir, lo mismo que cualquier litur-gia, ms que a condicin de ser demasiado hier-tica para que pueda valer en todo tiempo y en to-dos los sitios. Esa liturgia es necesaria. Expresa la universalidad de la fe. El estremecimiento co-lectivo que la recorre es siempre contenido y em-palma con lo que hay de humano en nosotros, por encima de la zona de lo emotivo.

    Esta forma de oracin incorpora en su ritmo toda la fuerza de emocin que el hombre desea sumar en su relacin con Dios. Por eso es nece-saria una oracin de grupos ms restringidos, oracin que facilitar el que la afectividad o la intelectualidad de las personas se manifieste ms libremente en una comunidad de expresin. Esta necesidad no satisfecha en algunas iglesias dema-siado tradicionalistas es lo que ha hecho que bro-ten mltiples iglesias subterrneas. Son cristia-nos en busca de una oracin ms autntica; por eso se agrupan conforme a sus afinidades. Pero hay que reconocer que esta oracin comunitaria

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  • de grupos aislados corre el peligro de hacer im-posible la participacin en el culto siempre nece-sario de la Iglesia universal, y puede tambin ce-rrar la puerta a toda oracin personal.

    Estas dos clases de oraciones comunitarias no deben hacer olvidar que la relacin personal con Dios sigue siendo fundamental, y que, si no se la cultiva constantemente, faltar algo a la persona-lidad espiritual del cristiano. Por lo dems, los grandes msticos siempre han culminado solos la ascensin a la montaa de Dios.

    11. Aprender a orar

    Se han elaborado mil mtodos de oracin; se ensean artes de oracin. Pero la oracin no se deja aprisionar en ningn mtodo, porque escapa siempre a todos, si es, y en la medida en que es, una autntica oracin.

    Si la oracin es la expresin de nuestra rela-cin con Dios, se la podr definir conforme al acto y al lenguaje o, ms realmente, a la actitud interior propia de cada uno, con la que y a tra-vs de la que uno expresa su relacin con Dios.

    Lo que ofrece dificultades es que nosotros no conseguimos dar a esa nuestra relacin con Dios la expresin interior de que hablo sin traducirla adems en actitudes, en gestos, ritos y palabras. Por eso, en definitiva, existe un arte de la ora-cin que se puede ensear y cuya prctica revela al hombre su propia oracin interior y hace que se desarrolle.

    Un da los apstoles le dijeron a Jess: Maes-

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    tro, ensanos a orar. Y Jess les ense el Pa-drenuestro. Al darles una frmula de oracin, les revela a la vez la existencia de la paternidad di-vina y les ensea a alabar a Dios por su gloria, a desear su llegada y a pedir tambin las ayudas ms necesarias.

    Desde entonces los apstoles saban cmo ex-presarse en la oracin, y el Padrenuestro se ha repetido desde aquel da miles de veces en todas las lenguas de la tierra. Se ha convertido en la oracin de los cristianos, oracin que satisface las necesidades de muchos, por ser oracin del Seor, la que El mismo ense a sus discpulos.

    Nos preguntan: Qu hemos de decir cuan-do queremos orar, ya que difcilmente oramos sin palabras?. Para responder a esta pregunta hay que remitir al tesoro de oracin de la Iglesia. Es un tesoro inmenso, acumulado a lo largo del tiem-po, donde los salmos y las oraciones de los pro-fetas tienen un puesto privilegiado. As se expre-saron aquellos gigantes de la fe cuya mirada lle-vaba hasta las profundidades de Dios. Millones de cristianos han ledo y cantado sus textos para tomar constantemente conciencia de la presencia divina en este mundo y para lanzarse, en la fe, hasta El. Estos textos se han cargado de sentido con el correr de los tiempos, y el fervor de los msticos sigue adherido a ellos. Oye, oh Dios, mis gritos, atiende a mi oracin. Desde el extre-mo de la tierra te llamo, mi corazn desfallece (Sal 69). As han orado miles de hombres, con los ojos puestos en el ms all de este mundo que es el mbito de Dios.

    Para aprender a orar basta tomar estos tex-

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  • tos, leerlos, releerlos siguiendo el movimiento del pensamiento que va continuamente de nuestro mundo al de Dios. Saborear un texto de los sal-mos es saborear ya la realidad a la que nos des-pierta. Dios, t eres mi Dios, yo te busco, sed de ti tiene mi alma (Sal 62). Aprender a orar es vol-ver incesantemente a estos textos y dejar poco a poco que se agrande la imagen de Dios que de ellos se desprende.

    Pero puede suceder que los textos pierdan su sabor y que el Evangelio mismo nos resulte in-spido. Lo que hasta entonces era soporte de la oracin pierde todo su significado. Cuando un al-ma se encuentra as, vuelve a suplicar y a pedir que se le ensee a orar: Cre que saba orar, pe-ro veo que lo que yo hago no conduce a nada.

    Lo que esta alma busca es una forma de orar sin textos y sin palabras. Creer, tal vez, que se encuentra en la tibieza, pero no es nada de eso. Simplemente, ha llegado al punto de su evolucin espiritual en el que todo lenguaje parece vaco al lado de la realidad a que invita. El lenguaje ha perdido todo su sentido... El hombre quisiera captar de una manera directa e inmediata la re-lacin que se fragua entre l y Dios en la oracin.

    Qu hay que ensearle? Precisamente a ca-llarse, a entrar en la aceptacin del silencio de todo lenguaje humano para estar atento a otro lenguaje. Llegar ah es haber aprendido a orar en la fe. Si yo pido a Dios que me ayude, eso su-pone que creo en el poder que tiene de interve-nir en este mundo. Si alabo a Dios, quiere decir que creo que mi alabanza le alcanza en su gloria. Si me quedo en silencio delante de El, perdido

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    en un sentimiento de adoracin, es que creo que El es mi Dios. Cuando me encuentro invadido por un sentimiento profundo de presencia divina no entiendo su sentido ms que en un acto de fe.

    Finalmente, lo que hay que aprender si se quiere orar, es a pasar constantemente del mun-do en que vivo, al mundo de la fe que Cristo vino a hacerme conocer. Cuando alguien ha compren-dido lo que es la oracin, puede utilizar cualquier mtodo, como el msico que sabe tocar varios instrumentos toma el que quiere en el momento de inspiracin. Hay muchos que son msicos y no saben tocar ningn instrumento. De la mis-ma manera, hay quienes tienen el sentido de la oracin y no han aprendido nunca mtodo algu-no. Y al contrario, as como hay quienes tocan al-gn instrumento sin ser msicos, hay quienes re-citan oraciones sin orar de veras. Ahora bien, am-bas cosas pueden aprenderse: el espritu de ora-cin y las mltiples formas de expresarla.

    12. El aprendizaje de mtodos

    Los mtodos de oracin valen lo que valga nuestra actitud profunda en lo tocante a Dios. Hay, pues, que estudiarlos como se aprende a to-car un instrumento, pero hay que distinguir bien lo que es el ejercicio de escuela, y la inspiracin profunda que ha de animarlo.

    Existen mtodos sencillos y otros ms compli-cados; algunos incluso son tan refinados que es-tn fuera del alcance del comn de los fieles. Slo la experiencia nos dir cules son los que ms

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  • nos convienen. Los hay que se adaptan mejor a monjes que a laicos, pero todo cristiano debe te-ner acceso a los que la Iglesia considera tiles y, ocasionalmente, a los que pueden aprenderse en la escuela de las religiones no cristianas.

    Cuando uno se dedica al estudio de los mto-dos de oracin, no ha de llamarse a engao. Nin-gn mtodo en cuanto tal proporciona el acceso a Dios mismo. Simplemente nos sita en una dis-posicin que facilita en nosotros el desarrollo de la fe y la docilidad a la accin divina.

    Si no hay que pasar un determinado tiempo en oracin, el problema del mtodo apenas si se plantea. El cristiano ora unos instantes por la maana y por la noche leyendo algunas oraciones o un pasaje de la Sagrada Escritura. Tambin puede reflexionar sobre el da pidiendo perdn a Dios e implorando su ayuda.

    El problema de los mtodos se plantea cuan-do se trata de dedicar a la oracin un tiempo de-terminado. La oracin pasa a ser en la vida de uno un ejercicio que se intenta hacer lo mejor posible. De ordinario se propone el mtodo lla-mado meditacin. Se toma un texto escriturstico o la exposicin de un misterio y se lo va pasando fragmento a fragmento al examen de la inteligen-cia y del corazn. Se lo analiza para descubrir su alcance espiritual y, finalmente, se sacan unas conclusiones para !a propia vida personal. Este ejercicio se hace en la presencia de Dios, para dejar bien claro que no se trata de un simple ejer-cicio de anlisis literario o exegtico, sino una re-flexin que debe poner en claro el misterio de la

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    fe y arraigarlo ms profundamente en nuestro es-pritu y nuestro corazn.

    De esta meditacin hemos de esperar un au-mento de fe y una visin ms clara del misterio divino que presenta el texto. Pero es difcil juz-gar sobre este aumento de fe, y los criterios de xito de la meditacin sern con frecuencia com-pletamente externos a la finalidad de sta. Me preguntar si he progresado en la inteligencia del texto y si he estado o no distrado. He hecho una mala meditacin, querr muchas veces de-cir: He estado sooliento todo el rato, o He estado terriblemente distrado. Estos criterios son externos al problema central que es la dispo-sicin bsica de docilidad con respecto a Dios.

    Hay mtodos de concentracin muy elabora-dos que producen en el espritu y en el corazn una tranquilidad profunda. Este estado interior puede ser obtenido mediante tcnicas apropiadas. Con un poco de rigor y de constancia llega uno a producir en s mismo un estado de reposo per-fecto, ms all de toda percepcin y todo pensa-miento. El espritu queda fijo en s mismo, y co-mo asentado en una inmensa paz. Hay ah un estado de oracin? Todo depende de la disposi-cin interior de aquel que ha logrado el estado que acabo de describir. Si disfruta de una paz profunda que es nicamente el sentimiento de una perfecta unidad interior o de unin con el mundo, no habr all ninguna verdad religiosa propiamente dicha. Pero si todo eso es conside-rado con una percepcin de fe y de apertura al mundo divino, entonces s es oracin.

    En ningn caso hay que tomar el mtodo co-

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  • mo una cosa necesaria. Hay que ejercitarse en l, y despus encontrar otra vez la propia libertad. La desgracia est en que para ayudar a los que meditan a ocupar el tiempo de la meditacin, se mantiene a las almas en el cors de mtodos que habra que abandonar o de los que habra que usar con libertad. Hay religiosos y religiosas que tienen escrpulos en orar libremente, porque se les ha acostumbrado a examinarse acerca del em-pleo de los mtodos.

    En el fondo, todo mtodo es un constreimien-to cuya finalidad es ayudarnos a que nos fijemos en Dios. Eso no se logra naturalmente, porque las verdades de la fe no nos son connaturales. Los mtodos nos fuerzan, pues, a mantener nuestra atencin fijada ms all de percepciones y cono-cimientos naturales. El que se ejercita en un m-todo es como el que cava un pozo para regar su campo... No se contenta con profundizar un poco aqu y otro poco all. Elige un sitio donde le pa-rece que hay agua, dispone el material y empieza su trabajo ahondando sin desviarse. Cuando da con las primeras capas hmedas, se llena de ale-gra. Una vez llegado al lecho de agua profunda, exulta. El agua riega su campo. Ya no tendr sino que velar para que su pozo no se encenague o se hunda. El que busca a Dios ahonda as en la fe, utilizando los mtodos que ms le convienen.

    13. Oracin de rico, oracin de pobre

    La oracin del rico es la de quien ha estudia-do mucho y puede valerse de los mtodos ms

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    elaborados. La oracin del pobre es la oracin de la inmensa mayora de los hombres, sean cristia-nos o no. La oracin del rico es la del intelectual, que se guarda muy bien de una piedad demasiado simple, que considera indigna de su ciencia. El pobre, por su parte, se vale para apoyar su ora-cin de lo que encuentra a mano. Busca un sm-bolo que le permita expresar su fe. No necesita sutilizar sobre mtodos. Le bastan frmulas muy sencillas para expresar su fe; un rosario recita-do, repetido, le sostendr en su fe hasta el da de su muerte, rosario que se desgrana a lo largo de las semanas entre los grandes Pater que son las misas de domingo.

    Siempre hay aristcratas de la piedad que no sienten sino menosprecio hacia la piedad del po-bre. Es una tendencia que salta a los ojos en Chi-na, donde el Confucionismo oficial ha manifesta-do siempre un soberano desprecio hacia la piedad popular. Gracias a Dios, en la Iglesia cristiana nunca hemos llegado a eso. Pero el peligro siem-pre existe, porque muchos confunden intelectua-lismo y vida espiritual.

    Existe una simplificacin, una purificacin de la piedad popular que es necesaria, porque deja-da sta a s misma, tiene el peligro de caer en una tosca supersticin. Pero no hay que olvidar que las grandes asambleas cristianas, que en su mayora estn compuestas de esos pobres de que hablo, necesitan formas de oracin adaptadas a sus necesidades humanas, a su forma de ir a Dios. Los textos ms hermosos pasan por encima de la cabeza de las masas si no estn orquesta-dos conforme al uso del pueblo fiel.

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  • Finalmente, en la liturgia el rico y el pobre se encuentran en un mismo plano en los tiempos de silencio, cuando el misterio se expresa en tr-minos tan sencillos que ya no hay rico ni pobre. Esto es mi cuerpo entregado por vosotros. Esto es mi sangre derramada por vosotros. El rico en ciencia y pensamientos no puede entrar en el co-nocimiento del misterio de otra forma que por la fe. Y puede ser que aqu el pobre, que no est sobrecargado de consideraciones, le tome la de-lantera para entrar en el xtasis de la presencia divina.

    Padre nuestro que ests en los cielos.... Tam-bin para el rico, est fuera de lugar hacer aqu grandes consideraciones; recita con el pobre el mismo Padre nuestro, y ese Padre que ve los corazones no se detiene en la sublimidad de los pensamientos.

    Una cosa notable en el desarrollo de la vida es-piritual es que el que entra en ella rico en pensa-mientos y ciencia, va perdiendo poco a poco la estima y la posesin de todo ello a medida que descubre el camino de la fe. Comprende que no es la sublimidad de los pensamientos, y menos an el refinamiento de los mtodos, lo que pro-porciona el acceso a Dios. A medida que aumenta la luz divina, percibe la vanidad de sus conoci-mientos. Descubre, asimismo, que su virtud no es nada, que no puede sta comprar favor alguno de Dios. Y se hace cada vez ms pobre delante de Dios.

    Su ciencia es como un torrente que muere cuando llega a la inmensidad del ocano divino. A las largas consideraciones sucede una simple

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    mirada ... Se apoya para su oracin en una frase, una palabra, un pensamiento. Haba entrado co-mo un farieso, un honesto fariseo, y poco a poco se ha ido retirando hasta el fondo del templo. Se ve ahora, tambin l, a su manera, pobre entre los pobres de Dios. No sabe ya dnde est su jus-ticia y se golpea el pecho. Para llamar a Dios no sabe decir nada ms que Dios, Seor Jesucris-to. Es todo lo que le queda de su inmensa cien-cia de antao. Pero en medio de esta pobreza, des-cubre la riqueza infinita que Dios le ofrece en la fe. Un ro nuevo de ciencia y de gozo fluye sobre l. El rico del mundo del espritu pasa a ser el pobre delante de Dios.

    Y entretanto, el pobre que no puede decir ms que padrenuestros y avemarias, rezar lo me-jor que sabe en la misa y callarse cuando no en-tiende, este pobre descubre poco a poco, sin saber cmo, la infinita riqueza del misterio divino. Ha entrado en la casa de Dios por la puerta de los humildes. Y su mirada maravillada, al aceptar la luz de Dios en la fe, ha descubierto cosas que no poda sospechar.

    Cmo es que estos pobres del reino de Dios saben tantas cosas y las entienden tan bien? Senci-llamente porque han permanecido siempre dci-les a la luz del Espritu Santo. Nunca han tenido nada de lo que poder enorgullecerse; han acep-tado ser lo que eran y Dios los ha colmado.

    Si se encuentra oposicin entre ambos cami-nos, ser slo para quienes no van hasta el fon-do. En definitiva, en la fe, no hay rico ni pobre, porque la luz de Dios alcanza al corazn, no a las apariencias. Por ricos que seamos, siempre so-

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  • mos ante Dios unos pobres, y esa pobreza es nues-tra grandeza si aceptamos recibir la riqueza de Dios.

    14. En un mundo sin Dios

    Los msticos pasan la experiencia de la noche espiritual y del desierto de Dios. Su oracin se vuelve rida en un universo del que Dios se ha re-tirado. Sus escritos nos dejan el eco de sus gri-tos de angustia en la bsqueda del Seor. Pues bien: he aqu que actualmente para muchos, Dios parece retirarse del mundo, lo abandona a s mismo, y El se oculta. No es ya cuestin de bus-carle en lo ms alto de los cielos porque ya no hay cielos. Parece como que ya no hay sitio para El en un mundo que se basta cada vez ms a s mismo. Y adems, cmo suplicarle con la ora-cin que intervenga en el seno de la historia de las cosas, puesto que ya no se ve muy bien cmo podra intervenir?

    Todos nos sentimos afectados por esta situa-cin creada a Dios en nuestro universo. Pedir a la gente que vean a Dios presente, actuando en todas las cosas, es ya casi imposible. Las gentes tienen demasiado miedo a forjarse un Dios a su imagen. Se responder que indudablemente Dios no es otra cosa que una fuerza escondida en lo ms hondo del hombre y de las cosas. Pero, c-mo encontrar en todo esto el sentido de la oracin?

    De hecho, este estado actual del mundo no cambia para nada la realidad de las cosas. Aun-

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    que en el mundo la ciencia albergue la esperanza de poder algn da explicarlo todo, el hombre no llegar a explicarse a s mismo, porque para ha-cerlo tendra que situarse fuera de s. Pero s se explica apoyndose en las palabras de alguien que es hombre y que viene de otra parte. Aceptar, sin embargo, esta revelacin es introducir en las propias perspectivas el elemento esencial que ha-ce posible la oracin. Y para aquel que cree y re-flexiona de dnde viene, el primer movimiento del alma es una profunda adoracin ante el que es el origen de todo.

    Si reflexionamos un poco en la marcha de la ciencia, advertiremos que cuantos ms descubri-mientos hace, ms se ensanchan sus horizontes, ms los problemas se hacen no slo grandes sino inconmensurables. No se ve por qu esta ley ha-bra de alterarse de repente hasta que por fin la fuente de toda vida se volviera algn da contro-lable... El hombre lo podra si su espritu pudie-ra convertirse en el Espritu nico y universal que ha pensado todo esto...

    La actitud humilde ante los misterios es ya una oracin porque pone al hombre en xtasis frente a lo no conocible. Aun cuando dude en darle un nombre, en considerarle como una per-sona, el hombre debera poder encontrar en este mundo moderno la actitud que ha tenido siem-pre, en todos los tiempos, ante los misterios de su principio y su fin. Ahondar en las profundida-des del tomo o andar por la luna no hace sino diferir la esperanza de llegar algn da a los lmi-tes del universo.

    Para el cristiano que cree, todo es ms sencillo,

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  • porque sabe que Dios es el Padre de todas las cosas y que todo ha sido creado por el poder de su palabra con la animacin del Espritu. Pero podemos, junto con el que no cree, ejercitarnos sencillamente en vivir en ese xtasis a que nos invita el progreso mismo de la ciencia humana. Podemos contemplar todas las cosas con la ad-miracin profunda de un nio que sospecha el misterio. Ah se forja la oracin esencial del hom-bre consciente de la grandeza de lo que o de el que est en el origen de todas las cosas.

    Se puede tambin tomar el camino de la inte-rioridad personal. A pesar de cuanto puedan de-cirnos psiclogos y psicoanalistas, la persona hu-mana es un misterio. Se puede explicar por qu una persona procede de tal o cual manera, pero quin me dir de dnde vengo y lo que hace que yo sea lo que soy? Tampoco en esta dimensin puede el hombre explicarse a s mismo. Si sigo el camino de la interioridad, si bajo a lo ms pro-fundo de m, me sigo encontrando frente a un ms all de m mismo que resuena en m, pero que yo no puedo ahondar ni asir. Se trata de aquello que sita al hombre, en lo ms profundo de s, en un estado de xtasis ante lo que est ms all de lo que l puede captar conscientemente de s mismo y ms all de s mismo, ante ese Otro de quien sabe cobra su origen.

    Un no-creyente ver en ese Otro la naturaleza profunda de todas las cosas. En Cristo y gracias a su revelacin, nosotros le hemos dado un rostro y le llamamos nuestro Padre, el Padre de todas las cosas. Y a la relacin que nos une la llama-mos Amor.

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    Por qu no apoyarnos en lo que captamos de nuestro propio misterio, para crear en nosotros, por el simple reconocimiento de nuestra relacin con Dios, un estado de oracin? Al tomar concien-cia de la vida que existe en nosotros, dejamos que esa consciencia se desarrolle, as, en oracin. Cuando sintamos en nosotros, en nuestra carne, en nuestro corazn y en nuestro espritu, la fuer-za del Amor, por qu no dejar que ese senti-miento termine en oracin al Padre de toda vida y de todo Amor? Cuando nos sabemos amados, iluminemos esa fuente de amor tan prxima con el pensamiento del amor infinito que inspira to-do otro amor.

    De este modo, la oracin ser la floracin de nuestras vidas y de nuestros pensamientos. Nues-tra existencia volver a tomar su sentido dentro de unas perspectivas que siguen siendo tan mo-dernas como lo es el mundo.

    15. Oracin de ausencia

    Como ya he dicho al principio del captulo an-terior, la humanidad est pasando por la experien-cia de la ausencia de Dios; por lo menos es la ex-periencia que algunos quisieran que hiciera, al proclamar la muerte de Dios. Dios est lejos de estar muerto en el alma de millones de hombres, pero en el espritu de otros millones ha desapa-recido tras el horizonte. Los cristianos se ven afectados por esta mentalidad y, para seguir cre-yendo, tienen que purificar su nocin de Dios, lo cual es perfectamente legtimo y deseable, aun-

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  • que hace ms difcil el ejercicio de la oracin. Si alguien tena hasta ahora la costumbre de

    orar con facilidad y de sentir a Dios cerca, ha-bra que aconsejarle no que intentase aferrarse a recuerdos, sino que permaneciera mudo en una contemplacin vaca y silenciosa. Es, en efecto, el nico modo de purificar la nocin que se haba hecho de lo divino. Deber aferrarse en la fe a lo que el Seor vino a anunciamos.

    Cuando Dios se hizo cercano a nosotros y se comunic en nuestra experiencia humana, se li-ber de ella muy pronto, para evitar que nos construyramos un dolo. Hay que aceptar el en-vite y no llorar sobre nuestros fervores pasados; no era ms que una etapa a alcanzar y a superar. Tambin en el sentimiento de ausencia Dios est presente a nosotros. Pero se trata de un conoci-miento en la ausencia. Dios nos hace captar un vislumbre de lo que era, pero en seguida quiere hacernos entender que El sigue siendo otra cosa.

    Para el que busca a Dios en la oracin, hay aqu una verdad fundamental. No hay, pues, por qu lamentarse cuando Dios parece abandonar-nos. Aceptar la hondura de su ausencia es tocarle en el misterio mismo de su ser. Plenitud y vaco se suceden as en el camino hacia Dios. Es la con-dicin propia de la existencia humana.

    Cualquiera que tenga un poco de experiencia de oracin, admitir la teora, pero preguntar cmo hay que proceder cuando Dios est ausen-te. Qu hacer? En primer lugar, hay que aceptar esta ausencia y no intentar colmarla artificial-mente imaginando una presencia. Sin embargo, es lo que hacen muchos o lo que se sienten tenta-

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    dos a hacer, porque no pueden aguantar quedar-se as en la impotencia.

    Lo mejor es permanecer firmes en la atencin a lo inefable del misterio, y hacer de esta actitud el corazn mismo de nuestra oracin. Ser una espera sosegada en medio de la noche. Es una actitud que no se puede mantener ms que en la fe.

    En tal caso, es til tomar sencillamente la Sa-grada Escritura y releer los textos que ms nos han impresionado en otras ocasiones. AI releerlos, veremos que han como perdido su sentido. No es que ya no tengamos fe, sino que una luz interior trabaja en nosotros y nos hace entender que an no habamos comprendido ms que la corteza del sentido real. Si algn da nos parece que el Evan-gelio ha perdido as su significado, es que Dios se prepara para hacrnoslo entender a mayor profundidad.

    Si alguien ha pasado por esta experiencia en su oracin personal, no puede turbarse por lo que ocurre a la Iglesia, porque la Iglesia ha en-trado con el Concilio Vaticano II en una nueva noche del espritu. Los problemas que se le plan-tean son tan fundamentales como en los momen-tos de las grandes herejas. La Iglesia se pregun-ta cmo entender su propia infalibilidad, la pri-maca de su Pontfice, la interpretacin que ha de hacer de las Escrituras, el alcance de su pro-pia tradicin.

    Le pasa a la Iglesia como a los msticos en tiempos de crisis espiritual. Es preciso que haga del aparente silencio de Dios la base misma de su oracin. Sabe que tiene la asistencia del Espri-

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  • tu hasta el fin de los tiempos, pero en qu for-ma? Es presa de la angustia porque sabe muy bien que su fidelidad no es el simple apego a lo que siempre ha sido. Pero no sabe ya cmo ex-presar lo que ella es, incluso a veces lo que cree. Su fidelidad se expresa en su actitud de total do-cilidad al Espritu... Pero, dnde sopla el Es-pritu?

    Por encima de las formas institucionales de estructura y de lenguaje, la Iglesia est humilde-mente atenta a Dios mismo, escrutando el Evan-gelio que Cristo le dej. Tambin ella se pregun-ta, al igual que todo mstico: Hasta ahora he entendido de verdad todo y lo he entendido bien?.

    La Iglesia entera hace esta humilde oracin. Por eso en la noche, unos tienen sueos, otros vi-siones. Unos se creen inspirados por el Espritu y hablan a tontas y a locas. Otros estn verdade-ramente inspirados, pero su voz tiene dificulta-des para hacerse or. Unos buscan en silencio, otros protestan. Nadie ve todava con mucha cla-ridad. Por qu perder la cabeza?

    Es preciso que la Iglesia entera acepte entrar en el desierto y en la noche. Los msticos nos en-sean que es entonces cuando Dios trabaja ms hondamente en las almas. En la gran oracin os-cura. Dios prepara su luz.

    16. Presencia sacramenta! y oracin

    Desde hace unos aos han cambiado las pers-pectivas en la espiritualidad cristiana. Se ha he-cho un gran esfuerzo para eliminar cierto nmero

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    de prcticas piadosas, en orden a centrar mejor la piedad cristiana en la celebracin eucarstica y en el anuncio de la Palabra.

    Adems, la celebracin eucarstica ha tomado un sentimiento ms acusadamente comunitario, hasta el punto de que para algunos lo importante no es ya tanto lo que llamamos sacramento cuan-to la oracin de la asamblea. Una vez ms hay que sealar que esto conduce a excesos. El cris-tiano no se siente ya como antao bajo el influjo de un sacramento que acta ex opere operato. Quiere tener en l una parte cada vez mayor, por lo que se puede decir que para algunos es slo la fe de la comunidad la que hace el sacramento y la que hace presente a Cristo.

    Pensar as es olvidar que no es la pequea co-munidad la que hace el sacramento, al perpetuar el sacrificio de Cristo, sino la Iglesia entera me-diante el ministerio de aquel a quien ella ha dado ese poder. Si se olvida esto, se vuelve a caer en un espritu de capilla que oscurece rpidamente la visin universal. Durante la misa, Cristo se ha-ce presente a la palabra del que es su sacerdote en y para la Iglesia. Poco importa el nmero de asistentes; Cristo no puede hacerse presente ms que en y para la Iglesia entera. Por eso el pan y el vino consagrados siguen siendo presencia cuando los fieles se han ido a sus casas. El sitio de esa presencia no est restringido a la pequea iglesia del pueblo y al lugar de la reunin eucars-tica. Es la tierra entera.

    Qu sucede cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la consagracin? Quin puede decirlo? Quin puede vanagloriarse de haber

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  • captado la realidad del acontecimiento que se produce entonces? Hay que atenerse a la palabra de Cristo: Esto es mi cuerpo, esto es mi sangre. En el contexto del Evangelio, especialmente del discurso sobre el pan de vida, el sentido no ofre-ce ninguna duda. Cristo se entrega en el pan, y esta bebida es su sangre. Yo puedo acogerme a eso y dejar lo dems a los telogos, con la certe-za de que todava no lo habrn visto ellos ms claro el da en que yo mismo sea llamado a ver cara a cara al Dios vivo y a saciarme de su gloria.

    Ya en la oracin concreta, esta presencia sa-cramental es un punto de apoyo irremplazable. Puedo figurarme la presencia divina en el univer-so entero, puedo ver este universo emergiendo del querer divino, puedo ser consciente de la pre-sencia de Dios en mi alma. Pero s tambin lo di-fciles que son de reconocer los signos de esta presencia y lo fcilmente que me puedo engaar.

    En cambio, la presencia sacramental es de un orden aparte. Me es presentada y ofrecida por Aquel que es la palabra y el lenguaje perfecto de Dios. El me da en la celebracin eucarstica y en la renovacin de su presencia, un signo y un lu-gar de encuentro que tienen para m la garanta de Aquel que es la Verdad de Dios. El mismo rea-liz esta eucarista con los suyos tras haberlos invitado a su mesa. El ha querido que esta euca-rista fuese la presencia y el don de su vida, des-de su nacimiento hasta su muerte, y ms all has-ta el fin de los tiempos.

    Al decir: Haced esto en memoria ma, con-duca a la unidad de este instante todas las euca-ristas de todos los tiempos. Estas eucaristas se

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    suceden en las grandes asambleas, en los peque-os grupos y hasta sin fieles reunidos. Pero es siempre la totalidad de Cristo, toda la anchura de su divinidad y toda la dimensin de su exis-tencia humana lo que se nos hace presente.

    Por eso la eucarista de Cristo y de la Iglesia es la oracin por excelencia, la oracin total e ideal. Todas nuestras plegarias y oraciones par-ticulares, todos nuestros encuentros con los de-ms, deben entrar en el misterio eucarstico. En este acto de Cristo realizado perpetuamente por la Iglesia, encuentran su presencia sin ambige-dad toda presencia y toda accin de Dios en nues-tras vidas. Es el encuentro ideal de Dios y de su pueblo en Cristo y en la Iglesia. Ambos hacen que el pan y el vino sean total presencia de Cristo en-tre nosotros. Por eso ya no es pan, ya no es vino, sino el cuerpo y la sangre de Cristo.

    Lo que ha sido presencia una vez ya no pue-de dejar de serlo, porque, como he dicho, esa transformacin en cuerpo y sangre no depende de unos fieles reunidos, sino del querer de la Igle-sia toda que se expresa mediante el ministerio del sacerdote. Y por eso esta presencia real sacra-mental debe seguir siendo en la ciudad humana el punto de encuentro entre Dios y los hombres. Es la puerta del misterio, presencia silenciosa que habla por la Revelacin del Libro. Yo soy el pan de vida, dice Jess (Jn 6, 48).

    Por qu no entrar, cuando haya ocasin, en una iglesia y encontrar all al que ha querido dar-nos su presencia? Esa presencia est all, signi-ficada y hecha actual, en ese pan convertido en el alimento de nuestras almas.

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  • 17. Orar siempre

    Es preciso orar siempre. Algunos se martiri-zan para introducir a lo largo del da oraciones y oraciones. Pero no creo que sea eso lo que el Seor pide, sobre todo en este mundo moderno, en el que el ritmo de vida es tan absorbente que roba todo solaz al pensamiento, y donde el tiem-po libre se lo lleva la televisin o las relaciones sociales.

    La tendencia actual no es ciertamente pararse cuando da cada hora para rezar una oracin. Tal mecanizacin de la oracin puede tener sus venta-jas en un ambiente determinado, pero no es acon-sejable. Lo que sigue siendo necesario es que de vez en cuando podamos pensar en Dios, lo cual quiere decir ver nuestra actividad presente den-tro de la relacin de nuestra vida con Dios.

    En el fondo, nuestra vida cristiana no es otra cosa que nuestra vida humana. Nuestra existen-cia y cuanto nos anima, todo lo que nos concier-ne, es el lenguaje de que Dios se vale para darnos alcance. Por qu, entonces, buscar a Dios en otra parte? Nuestra fundamental actitud de oracin debe ser la aceptacin de nuestra condicin hu-mana. Ahora bien, esta aceptacin implica la de la relacin con Dios, ya que el universo y lo que en l ocurre es el lenguaje de Dios. Pero nuestra actitud de oracin ser, aun viviendo nuestra vida humana, percibir, reconocer y expresar nues-tra relacin esencial con Dios.

    Para algunos esta conciencia estar siempre presente. El universo tendr siempre una profun-didad que desemboca en lo divino. Para ellos lo

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    humano nunca est separado de lo divino. Se mantienen siempre en estado de oracin, refirin-dolo todo a la fuente y al trmino final. Esta ora-cin no les roba tiempo, puesto que todos los ac-tos que hacen los hacen en estado de oracin. Ven siempre lo humano con una perspectiva di-vina, y no por ello es menos humano, sino al con-trario. El hombre expresa con su actitud misma su relacin con lo divino y su xtasis hacia ello.

    Para llegar, as, a orar siempre, lo importante es adquirir en la fe una visin del mundo que le confiera sus dimensiones interiores. Y si es nece-sario dedicar un tiempo durante el da para hacer actual esta visin orante, se har con la mayor sencillez del mundo, porque basta un instante pa-ra actualizar en un acto de alabanza, de adora-cin o de accin de gracias la actitud profunda de oracin que dura todo el da.

    Pero esta forma de orar siempre, es difcil de llevar a cabo, porque supone una integracin de nuestro mundo con el de la fe, que no puede al-canzarse sin una larga prctica de vida interior.

    Por eso, cada cual se aplica como puede a orar siempre. Quizs el modo ms fcil sea no consi-derarse nunca capaz de encontrar uno solo la so-lucin mejor para lo que tenemos que hacer. En un momento de indecisin, en un fracaso, en cual-quier preocupacin por nosotros o por los de-ms, nos dirigimos a Dios para pedirle ayuda y consejo. Muchos ya no pueden hacerlo porque se han persuadido de que Dios nada puede en todo ello, y que El quiere dejarnos tomar nuestras res-ponsabilidades, sin que imploremos la ayuda de su Espritu.

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  • La forma en que Dios puede ayudarnos es mis-teriosa, y ms todava la forma en que puede ha-cerlo a aquellos por quienes pedimos. Lo que nos plantea dificultades es no saber cmo Dios pue-de interferir en una historia del mundo que nos parece depender enteramente del querer de los hombres. Yo creo que es posible volver a persua-dirnos de que la creacin no tuvo lugar simple-mente al comienzo de los tiempos, sino que dura todava por una accin del Espritu divino en el mundo. Todo lo que aparece ante nuestros ojos nos parece explicarse por una especie de determi-nismo de lo creado, y sin embargo el misterio in-menso que rodea el universo, la historia huma-na y mi propia personalidad siguen siendo domi-nios de Dios... y ese mbito divino penetra en lo ms ntimo de la materia, del espritu y de la historia.

    Por estos motivos, yo profeso con mi actitud de oracin la relacin que me une a Dios, y creo a Cristo cuando me invita a orar siempre.

    La oracin del cristiano es un escndalo para el increyente, porque este ltimo ha cerrado su universo en s mismo. Mira al mundo como algo lanzado por Dios fuera de s mismo... Y no obs-tante, hemos de reconocer que no hay nada que pu