raul renan 34

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  • RAL RENN Seleccin del autor

    Nota de IGNACIO TREJO FUENTES

    UNIVERSIDAD NACIONAL AUTNOMA DE MXICO

    COORDINACIN DE DIFUSIN CULTURAL DIRECCIN DE LITERATURA

    MXICO, 2008

  • NDICE NOTA INTRODUCTORIA 3 NOTA SOBRE EL AUTOR 6 SERN COMO SOLES 7 EL GENERAL ODILN 13 LA DAMA Y EL INFANTE 20 EFETICHISTA 21 LA CADA 22 LA MSICA NUNCA ODA 22 BERLINDA 23

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  • NOTA INTRODUCTORIA Si algo puede definir la narrativa de Ral Renn es la originalidad. Soy poco original al hacer esa afirma-cin, pues ya en 1961 el doctor Luis Leal plante el aserto a propsito de un texto de Renn publicado en el Anuario del cuento mexicano. No obstante, tanto tiempo despus, esa caracterstica de los cuentos del autor yucateco se mantiene.

    Nacido en Mrida, en 1928, Ral Renn es acaso ms conocido como poeta, editor y promotor cultural que como cuentista, pero a pesar de no haber publicado narraciones sistemticamente, ha venido practicando el gnero: la presente intenta ser una muestra significati-va de ello y comprende textos escritos a lo largo de un cuarto de siglo, ms o menos.

    Lo primero que el lector advertir al revisar los traba-jos recogidos aqu, es una cohesin absoluta entre uno y otro, sostenida esencialmente por el sealado toque mgico de la originalidad. Conozco el riesgo de hablar de originalidad en literatura: no hay sol sobre nada nuevo; sin embargo, al analizar la produccin cuents-tica mexicana es difcil encontrar productos similares a los de Renn. Y esto a pesar de, digamos, Arreola, Garro, Fuentes, Moncada Ivar o Elizondo, por citar slo algunos autores cuyos relatos breves acusan cier-tos halos inusitados. Junto a ellos o al margen de ellos, los de Renn siguen siendo solos, atenidos a su propia estirpe, sujetos a su inalienable peculiaridad.

    Qu hace diferentes los cuentos de este autor? Vaya interrogante tan difcil de esclarecer. Tratando de ubicarlos en su dimensin espaciotemporal, dir que los textos renanianos anticipan modas, vaticinan esti-los, aventuran proyectos literarios. Como el lector podr comprobar, en una primera lectura parecen ex-traos, caprichosos, inaprehensibles: no son ni realis-tas, ni metafsicos, ni psicolgicos, ni fantsticos, ni surrealistas en el sentido puro y convencional de cada concepto, pero hay un poco de todo eso en cada cuen-to, de modo que escapando de las etiquetas fciles, la narrativa de Renn inaugura e instaura la suya propia,

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  • indefinible y deslumbrante. Sin duda, habr quien crea percibir en estos trabajos la sombra de Kafka, o de Leonora Carrington, o de Beckett, o de Arreola o aun de Cortzar: es una apuesta en falso, pues Ral Renn nada tuvo que ver con aqullos, no hay contagio posi-ble y eso, de seguro, engrandece los mritos de su sin-gularidad.

    Los cuentos de Ral Renn obligan a una exgesis que al final se niega a s misma, propiciando una nueva, asimismo insoluble. Porque dnde ubicar con solidez El general Odiln?, de qu manera ejercer control analtico sobre un texto deambulante entre lo onrico, lo psicolgico, lo mgico, lo real y lo hedonista?, cmo enfrentar un ejrcito de seres amorfos y monstruosos que se combaten entre s a falta de un enemigo preciso que sin embargo se hace sentir, amenazante y devasta-dor? Nuestros esquemas de lectura y decodificacin se tambalean hasta desmoronarse como un grotesco ama-sijo de naipes sin sentido ante un universo tan lleno de imaginacin y posibilidades.

    La imaginacin sin lmites sera otra caracterstica de la escritura de Renn. Vase, por ejemplo, Sern como soles, donde un mar cansado se aleja de las playas en una suerte prodigiosa de marea inversa que asusta y conmociona y obliga a la captura del propio Neptuno, hijo de Cronos y de Rea y a su ulterior sen-tencia al sacrificio a manos de los hombres sin mar. Mito y fantasmagora se funden en un todo de belleza espectacular y, otra vez, deslumbrante: Slo Aqueo no comi de la carne divina e hizo con sus remedos, votos luctuosos como los que se haca a los hroes. El pesar lo envolvi en un llanto triste y lastimero que iba regando por las calles. Ay dolor! Pobre de ti, Insulea. Pobre de ti y tus pobres hijos que primero sern como soles y despus arena.

    Berlinda o las torturas de la imaginacin. En este cuento magistral se establece, a mi entender, gran par-te de la concepcin cuentstica del yucateco: sin temor alguno a la exageracin, dira que a los conceptos o preceptos establecidos por los ya clsicos Maupassant, Poe, Quiroga, Borges o Cortzar respecto del cuento,

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  • podra agregarse una arista que, sin teorizar, Renn propone implcitamente: la condicin de deslumbra-miento total e inapelable. Se trata no slo de extraar al lector, de sujetarlo ferozmente al inters del texto y as sacudirlo a cada paso o a cada palabra: hay que deslumbrarlo y as, ciego, hacerlo cmplice del artifi-cio literario.

    Ral Renn logra ese deslumbramiento en cada tex-to, y en consecuencia hace cmplice al lector de su propia urdimbre. Y pienso en un lector sagaz, dispues-to, corruptible, no en ese otro desprevenido, frgil y pasivo: hembra, que dira Cortzar. De modo pues que para leer a Renn y apreciar sus dotes y virtudes es indispensable una participacin del receptor: logra-do ese binomio, aflorar toda la magia cautivante de este narrador sui generis.

    Ser acaso esta condicin, no del todo lograda has-ta ahora, la que ha mantenido a este escritor al mar-gen del gran pblico, definitivamente atrs de las luminarias? Hay, pienso, mucho de eso, como tambin puede tener gran culpa su inmensurable generosidad, ese entregarse todo a la obra de otros, a prodigar el consejo y el aliento. Y quizs, como l mismo ha di-cho de s, parafraseando a Juan de Mairena, porque soy la incorreccin misma, un alma siempre en bo-rrador, llena de tachones, de vacilaciones y arrepenti-mientos. Pero qu escritor que se precie de serlo est exento de esas tribulaciones.

    La bibliografa de Ral Renn es breve y casi clan-destina. Ha escrito poesa: Catulinarias y sficas, De las queridas cosas, Pan de tribulaciones y Los urba-nos; prosa: Una mujer fatal y otra. La gramtica fan-tstica y Los nios de San Sebastin. Varios de sus cuentos, dispersos en publicaciones de diferente espe-cie, se renen por primera vez en este volumen que, esperamos, sirva acaso como puerta de acceso al mundo maravilloso, original y deslumbrante de Ral Renn, quien, estamos seguros, habr de imponerse a las circunstancias defectibles del olvido.

    IGNACIO TREJO FUENTES

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  • NOTA SOBRE EL AUTOR Ral Renn (Mrida, Yucatn, 1928) public sus primeros poe-mas en peridicos de la Federacin Estudiantil en 1952. Se dio a conocer como narrador a travs de Letras Yucatecas, suplemen-to que diriga Wilberto Cantn en su ciudad natal. A la capital del pas, Ral Renn lleg en 1956 para estudiar arte dramtico en la UNAM. Cre y dirigi Papeles, un pliego seriado de literatura de contenido experimental y dedicado a poetas marginados. Asocia-do con otros escritores, particip en La Mquina Elctrica, editorial destinada a publicar nuevos autores.

    Poeta y narrador, es actualmente coordinador de talleres litera-rios del INBA y la UNAM. Los Anuarios del Cuento Mexicano (1959-1960), as como diversas revistas y suplementos culturales, recogen sus trabajos.

    Juan corta las flores y Una mujer fatal y otra, en cuento; Lm-paras oscuras, Catulinarias y sficas, De las queridas cosas, Pan de tribulaciones y Los urbanos, en poesa; y La gramtica fants-tica, en prosa, dan a Ral Renn un lugar dentro de la literatura mexicana actual.

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  • SERN COMO SOLES El enviado del Ministerio de Asuntos Marinos haba dictado un veredicto contrario al del anciano de la co-munidad. No era un mar cansado el que retiraba sus aguas de las playas de Insulea. Era una marea inversa la que arrastraba a los peces, como tarea insidiosa des-de haca cien das.

    No haba forma de cambiar de mar. Tu mar es el que gloriosamente llega y moldea tus playas y transforma los ncares que germinan en sus arenas. Y si la marea ha cambiado, slo una voluntad podra devolverla a sus flancos naturales: el dios de los cielos. Invocarlo fue la misin solicitada al cura de la entidad cercana por algunas mujeres de los aledaos. El agua tranquili-za al agua. Los iguales se entienden y obedecen. El cura, a una distancia precautoria que le permita ver el muro de cristal verde con jaspes blancos y azules en movimiento, arroj, con un impulso que recordaba el de las mujeres en situaciones como sta, el agua bendi-ta que contena en un frasco de boca ancha. Se adver-ta cunto se haba alejado el mar, por el profundo lecho que se abra en forma de terraza alrededor de la isla. La suavidad de la arena admita huellas claras y profundas y ciertos brillos que lanzaban guios chis-peantes a las llamaradas del sol.

    Algunas comunidades de islas hermanas haban de-mostrado sentimiento solidario llevndoles pescado en salazn. La subsistencia demanda alimento sin condi-cin temporal ni medida. Y no siempre puede compar-tirse la carencia. Adems sta no debe prolongarse ni sufrirse en demasa, so pena de menguar la vida de los infantes y los ancianos.

    Credencio haba provocado una reunin de mayores y realizado un sacrificio con viandas montaraces, aro-mado licor de azahares y el coro alternativo de batra-cios. Con esta suma de nimos pusironse a atraer la benignidad del dios de las aguas altas. Su prdigo ser se derramara para llenar las estancias vacas del mar, las playas de nueva extensin. Pero esa seca alopecia

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  • no la sana ningn agua dulce cada de las fuentes et-reas ni fluente de los cuerpos que como vboras arras-tran su corriente entre los campos lamiendo las laderas de las montaas.

    Entre los jvenes un pensamiento se levantaba, vigo-roso como sus msculos: transportar el pueblo a otros asientos frente a un costado bueno del mar, donde los peces pastan como en su Olimpo; trasladar las casas desmontando sus cimientos; cargar a hombros las em-barcaciones relucientes por el brillo de la sal ya crista-lizada en sus cascos; llevar sobre las espaldas el do-blez repetido de las redes pesadas que han cortado el aguamarina en cientos de cuadrculas que, despus, la fuerza del ocano suelda sin dejar cicatriz; los postes viajaran tambin en msculo de joven para erguirse de nuevo en el vientre de la arena y procurar su firme-za a los cabos de las embarcaciones que regresan de sus travesas llenas de efervescente cargamento. Pero eran cien unidades de cada pertenencia y el traslado durara varias veces cien, cien das. Es demasiado tiempo para prolongar este sitio que el mar ha cerrado en torno de Insulea. Arrastrar el sitio para liberarse cien leguas adelante es una tarea de titanes.

    Titanes, slo ellos podran salvarnos. Esta pequea lnea de pensamiento llenaba de resonancia rtmica el cerebro de Aqueo. Un lejano eco de cuando, hombre en la arena, apareci tirado en la playa, desnudo el cuerpo, aunque vestidos los pies con sus bellas polai-nas. Su pelo largo, no encendido por el sol sino dorado por herencia, explicaba cunto tiempo lo tuvo la deriva sobre los brillos del mar; pescador de otros mares que an conserva las primeras costumbres de atrapar los peces a punta de lanza. Su cuerpo fue recogido por los pescadores que arroja el amanecer y sanado de sus largas heridas en su brazo y costado izquierdos. De ellas queda la impronta endurecida como piel trenzada y en su vivienda las polainas doradas que nadie ha visto envejecer. Su cabellera que por mucho ha queri-do cortar recupera al instante su longitud de cola de caballo. Se la anud a la espalda y, asediado por la inquietud de cmo defenderse l y a la comunidad de

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  • la despiadada inanicin que carcome con desasosiego y mantiene insomne por los ruidos que hace en el es-tmago, se calz las polainas, sac de un costal su vieja Ilada en griego y colocndola sobre un atril de-trs del fogn prendi fuego a ste lleno de ramas hmedas y hojarasca y puso a arder entre ellas una vieja tajada de carne de buey. Como hierve la heca-tombe levantada para invocar la fuerza olmpica de los dioses, envuelta en la viva hoguera que consume bue-yes, caballos, perros e hijos jvenes de hroes, y lanza penachos de humo iguales a tneles lbregos que unen la tierra con el cielo llevando el ruego lastimoso de los mortales; con esa misma profesin Aqueo senta con-sumir su ofrenda a quien cie la tierra, mueve los abismos del yodo y procrea la sucesin de sus habitan-tes. De cierto el ritual careca de grasa para enardecer la hoguera, miel y aceite purificadores y el dulce vino en copa de oro para que Aqueo hiciera las libaciones. Pero todo era sustituido por agua y licor mezclados. Un canto declamatorio de los versos de Homero com-pona la oracin. Por arriba se vea el humo dispuesto como revuelta melena y oloroso buey quemado. La voluta y sus olores a nadie extraaban pero a todos hacan pensar: otra vez este loco con sus ceremonias incendiarias y sus cantos montonos.

    Los hombres de edad madura, experimentados en las causas del mar y la voluntad de los peces, concluan sus arreglos sobre una disposicin acordada: empren-der una expedicin en masa a las internaciones del ocano adonde con toda seguridad se han retirado los peces por instinto de supervivencia. Y como si espera-ran que el humo de Aqueo se hiciera aire transparente, abordaron sus naves ligeras armados de una red voraz llamada La Victoria, surcaron a rastras el lecho seco como desierto, levantando la polvareda de cien corce-les locos y escalaron el rizado mar que cada vez les era ms indiferente.

    El mar sin olas lamedoras, como un bloque de cristal tajado, se iniciaba profundo, ms bien alto. Los nave-gantes se internaron batiendo a golpe de remo la bra-vura del ocano. La estrategia en medio de las aguas

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  • consista en formar un crculo hermtico con las bar-cas, redondear las orillas de La Victoria y dejarlas su-mergir hasta abrazar la vida ardorosa de los mantos mariscos. Un nico jaln arrastrara el tesoro que lle-nara todas las embarcaciones. Un peso insistente, te-naz, presion los cabos de la red y la reaccin se sinti en los msculos de los hombres que tensaron las cuer-das e iniciaron el arrastre que progresivamente exiga mayor fuerza. De seguro haba sorprendido a todo un manto de peces tan robustos como atunes. La red, co-mo levantada por una joroba, asomaba en el centro. Unas aletas formidables palpitaban entre la trama emergida. Despus un msculo, mayor que la pierna de un buey, y una mano con dedos unidos por una membrana. Esta se asi a las cuerdas del otro extremo de la red y un resoplido semejante al de las ballenas que levantan un surtidor de agua se adelant a la cabe-za gigantesca con ojos de pescado y orejas retrctiles. Enredado el ser aparecido emiti un sonido articulado como los que en sus ceremonias de humareda apestosa entona el loco marino de la larga cabellera rubia. Ms sonidos airados del capturado.

    Primer pescador: Sujeten fuerte, no cedan. A este pez nos lo comeremos aunque ruja. Segundo pescador (hablando a gritos contra los ruidos del mar): Vaya alguien en busca de Aqueo. Esta bestia habla igual que l. Tercer pescador (tembloroso): Tengo miedo, huya-mos, puede devorarnos.

    Este hombre se arroj al mar y con toda destreza y

    velocidad nad hacia el extremo cortado del agua, frente al casero.

    En medio de las barcas el debate de las fuerzas se mezclaba con las largas frases armnicas que termina-ban raspando la garganta del apresado entre la malla. Coleaba y manoteaba sin hacer ceder en los hombres la menor de sus violencias.

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  • La voz de Aqueo se oy detrs de las primeras bar-cas. Vena en otra acompaado del hombre que haba huido.

    AQUEO: Oh, gran Neptuno, el que cie la tierra,

    dios de los mares y su violenta manse-dumbre. El que bate la tierra, hijo de Cronos y de Rea. El de cerlea cabellera, hermano de Zeus y de Hades que reina en las tinieblas ardientes del infierno. Oh, dios Neptuno que aceptaste mi gloriosa ofrenda, que oste mi splica y te dediqu mis abluciones para que nos des el ali-mento que pulula en tus dominios.

    NEPTUNO: Qu diablos dices Aqueo de otro mundo, ordena que me suelten estos infelices, que he perdido mi tridente y sin l soy menos que desgraciado mortal, inerme, y no he venido porque haya odo tus mse-ras palabras, pues hace siglos que no lle-gan a m himnos de votos como los que el divino Aquiles me consagraba.

    Primer pescador: No, no lo soltaremos, qu buena vianda ser la rosada carne de este pez hablador. AQUEO: Qu palabras se te escapan del cerco de

    los dientes, infeliz. Es Neptuno de quien hablas. Dios predilecto del Olimpo. Dios de los mares. Hermano de Zeus.

    Segundo pescador: Dios de los mares has dicho? En-tonces, marinos, ste es el nico culpable del sufri-miento que consume nuestras fuerzas. Escuchen, pes-cadores. He aqu al causante de nuestros males. Nuestro enemigo. El poderoso que nos retira el mar, que ahuyenta a los peces de nuestro dominio. Todos los pescadores: Si es dios y es todopoderoso, pidmosle que nos provea de peces. Que nos d ali-mento en abundancia. En abundancia!

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  • AQUEO: Djenlo que recobre su tridente y los pro-veer de todo lo que deseen para subsis-tir. Har ms rico el mar de este dominio.

    Todos los pescadores: Quien ha perdido el cetro ya no es rey. Ya no tiene poder. Es tan mortal como noso-tros. Ya no le tememos. Primer pescador: Entre mortales resolveremos nues-tros asuntos. Decidamos qu hacer con este dios sin dominio. Nuestra hambre exige un veredicto final. NEPTUNO: Yo que he movido furias y he decidido el

    triunfo de ejrcitos y he impedido la muer-te de mortales, cmo voy a ser objeto de juicio de estos simples seres animados. Zeus, mi hermano, desde su Olimpo, con un solo gesto los convertir en agua, agua encharcada, inspida, no como las rumoro-sas, cristalinas de mi reino. Zeeeuuuus!

    AQUEO: Oh, dios Neptuno, creo en ti y acepto tu designio, y montara aqu sobre este lomo hmedo una hecatombe que halague tu di-vina grandeza y nos confiera el don de la satisfaccin.

    Segundo pescador: Pescadores, tiremos de las cuerdas y sujetemos con dureza a este pez que habla. Gigante pez cuya carne nos dar alimento para cien das. Y estoy seguro que nos traer la bonanza porque sus re-siduos atraern a los peces que se han alejado de stos nuestros queridos dominios.

    Una afilada arma acerc sus destellos al agitado co-razn de Neptuno cuyos ojos se abran desmesurados ante tal desesperanza. Ya no poda moverse; slo un vaivn acompasado de sus colas que segua todo el mar como si fuera su propia agona. De su garganta sali un terrible grito que en el clmax de su intensidad semejaba el estrpito de una armada en combate NEPTUNO: Zeeuuuuuus tronante, hermano, no me

    abandones en este trance en que mi vida

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  • fenece en manos de viles mortales! Per-dona mis iras y desata la tuya destructora en mi defensa! Zeeeeuuus... Zeeeuuuus... hermanooooo! Escchame padre Cronos! Madre, madre Rea!

    La sangre de Neptuno, lava ardiente, agit convulsa

    el agua y la hizo girar como un remolino de espuma, bermelln en el centro y azul y verde en el exterior, como en el aire se disuelve el registro de una voz pro-digiosa.

    Un timbre metlico emita la resonancia de los cara-coles y una luz como sangre que regresa a los ojos flua de los corales florecidos en las rocas.

    Slo Aqueo no comi de la carne divina e hizo con sus remedos, votos luctuosos como los que se haca a los hroes. El pesar lo envolvi en un llanto triste y lastimero que iba regando por las calles. Ay dolor! Ay dolor! Pobre de ti, Insulea. Pobre de ti y tus pobres hijos que primero sern como soles y despus arena.

    Los habitantes de Insulea, hipnotizados por el ali-mento no hicieron otra cosa, durante cien das, que saciarse con esa vianda de sabores suaves como frutos, como aves, como peces. La dignidad divina de los soles empez a teir sus rostros; un tono dorado em-pez a coronar el espesor de su cabellera y un habla como fuego de ctara empez a llenar sus lenguas. EL GENERAL ODILN Odiln, envuelto en los trapos de su lecho, a ras del suelo, no pudo dormir en toda la noche. Se enferm de repente. Una vigilia febril lo tuvo preso en la cueva de unas bestias que luchaban a muerte. Tena una idea fija: cuidar su vida. Tambin le preocupaba su madre que en su lecho, situado al otro lado del cuarto: lejos, infinitamente lejos, podra ser despedazada por las bestias. Pero no poda pasar por alto, ni en los momen-

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  • tos ms peligrosos, que la mano de mam es dura y azota en el rostro con certeza y sin piedad.

    El miedo de Odiln era superior a todos los miedos. Estaba totalmente paralizado. En su boca su lengua llenaba toda la cavidad a la que estaba soldada. Sus ojos, agolpados de tinieblas dentro de los prpados, chisporroteaban a momentos rfagas multicolores. Sus orejas se haban agigantado y perciban, desde la respi-racin reposada de las araas, hasta el resoplido ms candente de las bestias.

    Fue una noche: de hoy, de ayer o de antier. Noches en que es urgente ausentarse antes del primer fantas-ma. Pero si todava estamos empezando a dejar de sentir el cuerpo, a flotar coleando con suavidad como la cometa que ya somos, con nuestro cuerpo de papel y nuestro pelo zumbando al golpe del viento, cuando bruscamente nos corta el hilo un poderoso estruendo que nos paraliza, nos endurece la sangre y acelera el ruido del pecho, tenemos por fuerza que permanecer en el lecho aferrados, inmviles, muertos.

    Cuando amanece, Odiln se revuelve en su nido de gallina y asoma la cara debajo de sus trapos. Mam, de su lecho del otro rincn se levanta, se envuelve con su rebozo y como todos los das se va a comprar lo que sea para desayunar. Arriba, perezoso dice, abre la puerta y sale. Odiln se sienta en la estera y desde all revisa todo: las tres sillas, la mesa de los santos, el cajn de la ropa limpia, la cama de mam. Todo en su sitio, ninguna huella de las bestias nocturnas: ninguna hilacha de piel, ninguna madeja de pelambre, ningu-na mancha de baba en el piso o en las paredes. Sin embargo, en el aire del cuarto aclarado por la luz del da flota un cierto humor misterioso idntico al que ha sentido en ocasiones como sta que siguen a las noches de tortura.

    Al fin, pasado cierto tiempo, lleg el da esperado con ansiedad. Amaneci y Odiln tena un ojo fuera de una de las rendijas de sus trapos. Mam acababa de cerrar la puerta. Arriba, perezoso. En el lecho que dej, un bulto enorme se mueve. La bestia! La bes-tia! Otra vez la bestia! Sinti desfallecer en un hondo

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  • vrtigo. La emocin y el terror le inflaron el pecho que instintivamente se agarr para opacar el golpeteo del corazn. En un alarde de valenta, con una cierta in-consciencia por la inminente aventura, sac fuerzas de un rincn inexplorado de su alma y de su cuerpo, y se ech al suelo apisonado. Fue una hazaa sumamente difcil arrastrarse tres largos metros. Como el pecho retumba fuertemente y las piedrecitas se clavan en las palmas de las manos y en las rodillas, hay que tener mucho cuidado de no respirar, de no gritar, de ensor-decer el cerebro que bulle en mil imaginaciones. Por un momento se desvanece, intenta retroceder, pero se queda pegado al suelo. Cerr con inauditas fuerzas los prpados deseando hacerse invisible. La bestia resopl intempestivamente y se sacudi. Odiln cae muerto: un segundo, un minuto, una hora, un da, un mes, un ao, un siglo. Levanta la cabeza con cuidado y ve que nada ha pasado. Avanza la lagartija al nido de la bes-tia; se ahoga entre las brumas hediondas. Un animal semejante no haba visto Odiln en su vida: babeante, la melena abierta enmaraada en sus propios zarzales; el vientre inflndose y desinflndose; echando fuego apestoso por el hocico; la cola muerta salindole del camastro; las aletas flcidas colgando de uno y otro lado y el musgo sobre la piel rugosa. A momentos como atragantndose con las flemas, reacomodaba su pesado organismo entre gruidos que se diluan en silbidos. Mientras temeroso lo contemplaba recordaba los ruidos de anoche: lo haba odo revolcarse, golpear con su pesada cola las paredes, araar el piso y bufar espantosamente. Haba credo que mataba a mam, cuando sta se quej largamente, grit y llor como loca. Pero cuando se est atrapado en la misma cueva del monstruo, ms vale no dar seales de vida.

    Odiln permaneci muerto dentro de sus trapos. Cuando su mam regres del mercado trayendo pan

    y leche para desayunar, Odiln estaba en el rincn amontonado con su cara de pollo agonizante. La vio entrar y la mir desde abajo. Busc en sus rasgos, en sus movimientos. No, mam es bonita y tiene cuerpo lindo, y las manos, y la voz...

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  • Constancia mir el pan en la .palma de su mano y despus mir a Odiln. Record sus palabras: De tan bueno, ni sirve. A veces me olvido de que existe, con eso te lo digo todo.

    La bestia sacudi la cabeza, se incorpor, y dando traspis sali al patio. Apoyado en un rbol orin. La mujer le dio una taza de caf caliente y gruendo se lo ech a la boca. La bestia, trabajosamente, se acerc de nuevo a la puerta del cuarto y entre brumas, ayudado por un golpe de luz que caa sobre Odiln, se le qued viendo con fijeza, sin tener mayor reaccin, si acaso, que un leve movimiento de las colgantes orejas. Odi-ln, el insecto, no despegaba los ojos del cuadro de luz dentro del cual se dibujaba a perfeccin la grotesca imagen que lo miraba; gravemente sombreada en los contornos y con fogosos destellos en la parte de la cabeza.

    La mam de Odiln hurg los bolsillos del hombre mientras se tambaleaba, le sustrajo algunas monedas y lo ayud a ponerse la camisa. Pareci que algo habl Constancia, pues movi los labios con energa en tanto lo empujaba indicndole se marchara. Hizo el hombre una sea de desprecio dirigida a Odiln y desapareci.

    Odiln ah en su guarida de siempre tom caf con leche y pan remojado, silencioso, ausente, muerto...

    El da que se le caiga la casa a Odiln se quedar su cuerpo perdido entre las hormigas; se evaporar bajo el fuego del sol y cuando las lluvias lleguen, se lo lle-varn por los ros del patio hasta la calle donde nave-gar al lado de las embarcaciones que desde lejanos barrios se desplazan blandiendo sus velas de papel y enfilando indistintamente sus proas y sus popas, obe-deciendo a la avasalladora corriente que va a desem-bocar en el mar de la misteriosa hondonada donde tantas componendas ha tenido el nio con los piratas que la habitan.

    Odiln no molesta. No parece un nio de verdad. Se jurara que es un fantasma porque de su rincn desapa-rece y aparece de nuevo en el patio, junto al naranjo, arrobado en la contemplacin de un simple azahar. Es capaz de seguir a una hormiga hasta el desfiladero de

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  • sus galeras subterrneas. Y a una mariposa la observa, nariz con nariz, sin dejar de extraarle los temblores del insecto y su fina lengua arrollada en espiral con la que lame la miel de las flores.

    Despus de que el hombre se march, Constancia se ech un poco de agua en la cara, pein su larga cabe-llera, y se cambi el vestido. Como todos los das hizo la misma recomendacin: aqu te quedas, mucho cui-dado. No quiero venir y encontrarme con que hiciste una travesura porque la pagas caro, ya lo sabes. Odi-ln pudo haber sido el perro que ante tales gestos del rostro de su ama moviese la cola; o cualquiera de las piedras enormes que apuntalan los dos horcones del pozo, cuyo silencio es siempre afirmativo de obedien-cia y quietud. Pudo haber sido la noche en la que se extrava irremisiblemente el ms clido alborozo o el ms tajante grito agnico. Pudo haber sido el lnguido pjaro canicular que nada lo perturba, ni cuando ful-minado por el proyectil del muchacho aprendiz de cazador cae de la alta rama. Pudo haber sido la mari-posa negra que en la noche pegada al techo de la casa incita la imaginacin. Pudo haber sido...

    Constancia le puso candado a la puerta de la calle y se fue.

    Odiln con los ojos puestos en las huellas que su madre dej al marcharse se qued dormido, los ojos abiertos, la sangre palpitante. De su cuerpo empez a levantarse un tibio humo cuyas espirales, divagantes primero, quisieron amasarse en la nube pasajera, de las que por los meses de marzo suelen surcar los cielos tropicales; quietas despus, fundidas en espesa colum-na, delinearon con lujo de detalle una tienda de cam-paa: la del general Odiln.

    Del palo central de la tienda sobresala el asta altsi-ma en que ondeaba la bandera. Si no tena una calave-ra bordada en azul celeste, por lo menos ostentaba el retrato de Cndido, el jefe pirata de la hondonada. El ejrcito formado en impecable alineacin esperaba la salida del general. Los honores tronaron en caonazos por cuenta del amigo pirata y el tambor del corazn redobl plenamente. Se trata de emprender la cacera

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  • del monstruo. Cada soldado tiene en la memoria la figura del enemigo. Y si no es como yo les digo, ag-rrenlo de todos modos, puede tomar diferentes formas y por eso puede engaarles a primera vista, a m no. Cuando lleg a la casa pareca una trtola. Cuando se fue era el zopilote.

    Terminadas todas las instrucciones, los soldados, con sendas espadas en los cintos y la calavera tuerta de color azul, grabada en las pecheras de las camisas, desfilaron rumbo a la ciudad a cumplir su destino. Marchaban decididos con el monstruo fijo en la mente. El monstruo, el monstruo, el monstruo, el monstruo; no olvidarse!, no confundirse!, cuida-do!: un perro, un gato, una paloma, un zopilote, un caballo, una trtola, lo que sea!, todo junto en un solo ser! no olvidarse!

    En la ciudad: las calles, las plazas y los jardines, la vida cotidiana trascenda. Los templos, las tiendas, los cafs, los transportes, las peluqueras, las herreras, las carpinteras, las panaderas, los mesones, funcionaban en paz. La gente devena bajo el sol impetuoso, desde temprano, con la misma parsimonia de ayer. Nada los perturbaba, ni los violentaba. Tenan la vida asegurada en un clima de bonhoma. Tenan la muerte asegurada en un clima de bonhoma.

    De pronto algo perturb la pureza de las calles brillo-sas. Los ciudadanos empezaron a asombrarse ante la presencia de grupos de extraos seres que aparecan en las esquinas. Perros?, gatos?, palomas?, zopilo-tes?, caballos?, trtolas?, qu sern? Tienen caras de hombres pero ladran. Tienen manos y brazos de hombres pero araan y revolotean con sus alas negras-blancas-pardas. Tienen piernas de hombres pero dan coces, trotan, relinchan. Qu sern? El espanto hizo presa a la poblacin. Los soldados buscaban al mons-truo por todas partes; y por todas partes corran mons-truos de todas edades, estaturas y colores. Eran tan semejantes entre s que en sus mentes se confundan con el que pretendan tener grabado segn la defini-cin del general. No hubo pues un solo monstruo que no cayera en sospecha. Lleg un momento en que nin-

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  • gn habitante vease en la calle. La ciudad qued de-sierta. Algunos se aventuraban por los balcones, por los postigos, por las rendijas de sus casas; pero el mie-do los obligaba a refugiarse.

    Los soldados, que ya no tenan a quin buscar empe-zaron a sospechar de sus compaeros. Cada uno mira-ba al otro con recelo. Eran idnticos al monstruo que buscaban. La desercin se hizo notar entre el ejrcito. Se perseguan ya, mutuamente. Combatan entre s.

    Nadie poda huir del monstruo. Por todos lados se senta su presencia. La tirana se hizo insoportable en las guaridas. Los monstruos se acusaban unos a los otros, se pegaban, se heran, se mataban. La confusin lleg a la calle, todo el que vea un monstruo se arro-jaba sobre l. Todos eran enemigos. La lucha se gene-raliz; y en aquella ciudad, haca unas horas en paz secular, en aquel momento, aquel medio da, una gue-rra sin cuartel la despedazaba.

    El general en su tienda de campaa esperaba; espe-r en vano una noticia, un aviso. Nada. El silencio se recrudeci y el general Odiln, solo, sin un alien-to humano que lo consolara se ahogaba en estertores de llanto. Con la capa a rastras y el desasosiego en la cabeza inclinada, se dirigi a su casa. De pronto un zumbido de alas lo sobresalt: un pequeo mons-truo cay a sus pies pidindole perdn. Odiln, re-puesto como cabe en un militar, le mir altivo: perrogatopalomazopilotecaballotrtolaoloqueseaotodojuntoenunsoloserrendido, y como un General con un solo regao puede aniquilar a cualquiera, el general Odiln, sin parpadear, lo conden a muerte; mas como el prisionero le suplicase le perdonara la vida en nom-bre de su madre, le concedi la libertad. El pequeo monstruo se incorpor y agradecido sigui al general meneando la cola, ladrando, corcoveando, araando los matorrales con sus garras, desplegando sus alas negras-blancas-pardas. Lo sigui inevitablemente has-ta el fin, hasta nunca, hasta siempre.

    Odiln recogi todos los azahares desparramados al pie del naranjo y empez a hilarlos en una larga cade-na para cuando lo enterraran.

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  • Cuando su mam volvi de la calle, agobiada, mar-chita, lo encontr en su rincn entregado a aquella ociosidad. En ese momento el nio sinti todo el can-sancio del da y se ech en su nido de trapos. En la mesa de los santos el quinqu alumbr. Constancia se arrim y su estatua reflej una enorme sombra que suba hasta el techo como queriendo volver hasta ella. El murmullo de los rezos se enlaz armoniosamente con la msica de los grillos. Empezaron a flotar las gasas que las sirenas tomando de los extremos hacan ondular. El pirata Cndido se desprendi el parche y descubri su ojo de diamante que lo ilumin todo. El estmago de Odiln pareca un pozo de grillos. Con un poco de caf se dormiran si lo hubiera. La estatua hablaba con los santos. Lo que a ella le dijeron habr sido triste, pues acab mam sollozando. Tambin con un poco de caf y tostadas de maz se alejan muchas veces las lgrimas. Pero si es el alma la que duele, lo mejor es atrancar bien las puertas para no dejar que los monstruos penetren en casa.

    Cuando el santo del centro le deca a la madre le-vntate y anda, tocaron a la puerta y la rfaga que penetr impetuosa al cuarto, hizo toser al general, so-lo, olvidado, enredado en sus sbanas.

    Hubiese deseado levantarse cuando empezaron las convulsiones del monstruo, para con su propia espada implacable y mortal hacerlo trizas...

    Porque yo, pirata, como soy general, te gano, quie-res hacer la prueba? LA DAMA Y EL INFANTE La dama y el infante vienen de las praderas de vuelta al castillo. A lo lejos las carracas en procesin. La da-ma parece no or por como porta la espiga de su cue-llo. El infante desperdiga los ojos sobre cuanto halla en la tierra y en el cielo. En la encrucijada, el globero la ve pasar la centsima vez y tambin la milsima.

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  • Conoce el gesto y la medida del paso de la madre y el hijo. Pero lleva en su memoria, impresos, el trazo de la dama y su aire principesco. Este memorizar le ha cria-do palabras que de sumo pertenecen a la dama y no puede drselas, qu ahogo! En los enamorados crecen los recursos como hojas. El globero infl un globo y, an tibio de su aliento, lo sujet en los dedos del infan-te que pasaba. La dama repar en el objeto al cobijo del castillo. Ninguna extraeza, acaso una sonrisa por la travesura del pequeo. El cloquear del caballo en las baldosas cerr la oscuridad. En el reclinatorio, frente al crucifijo, el infante bes en las manos de la dama las buenas noches de la persignacin. Somnoliento, el infante no sinti que se le escap el globo de entre los dedos ni lo vio deslizarse hasta la bastilla de la colga-dura de la cama. En tanto la dama en su aposento mu-daba sus prendas por las de dormir: de seda las bragas, oln el corpio, empezaron a salirse del globo las pa-labras de deseo que el globero haba soplado. Una a una asindose al encaje de la camisa rasgaron sta y buscaron la piel. La dama no pudo oponerse porque la ardorosa diccin del globero creca y se alargaba po-seyndola. Cuando ces su ltimo resuello y recobr el asco, sinti en su mano la flaccidez de un globo desinflado. EFETICHISTA El entusiasmo de la camaradera en ebullicin rompi la celosa guardia impuesta sobre las mochilas escola-res. La ocasin la aprovech y se escurri reptilneo hasta el banco donde el bello adolescente y sus con-discpulos dejaron los tiles antes de echarse a corre-tear entre los setos del parque. Sin errar el objetivo introdujo la mano en la mochila del bello adolescente y hurg en el fondo sin hallar el valor deseado. Escala-ron sus dedos el cuaderno de tareas y agudizando el tacto de las yemas sustrajo algo que rpidamente in-

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  • trodujo en su bolsillo y huy a toda prisa. Con la respi-racin entrecortada lleg a su habitacin, cerr la puerta, puso el cerrojo y se entreg a acariciar y besar con uncin la bella reliquia. Se qued contemplndola en la palma de su mano. Cunta hermosura! Es parte de l. Es su propio cuerpo. El hombre estruj sobre s mismo la letra f y se desvaneci exhausto. LA CADA En una concentracin de ciudadanos en la plaza pbli-ca, un hombre con aire suspensivo desembolsa, furti-vo, un libro menudo como l. Lo abre y lee para s. Lo que lee se refleja en sus reacciones: las quijadas traba-das, el puo apretado, el color encendido del rostro, cierto intento de levitacin. De pronto, un ventarrn sopla entre la multitud ciega y sorda, azota las pginas del libro con un hojeo brusco y hace volar todas las palabras abandonndolas a su peso sobre la multitud. Los extraos volantes van cayendo y cada ciudadano, como si ese fuera su designio, recibe del aire su pala-bra. Todos los puos blanden sus palabras contra el hombre del poder que desde el balcn del palacio cae palabreado, mltiplemente muerto. LA MSICA NUNCA ODA En una banca del parque, acomodados los tres hom-bres, se dicen travesuras de palabras. Ren por turnos como rondan su cigarrillo de mariguana. Cuando ste se termina en un ascua de papel que mata el viento, el primer hombre inicia un ritmo singular raspando entre s las palmas de las manos, palmendose las rodillas y el dorso de las caderas; el segundo hombre enlaza su cadencia taconeando sobre el piso y el tercero, hace

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  • como valvas las manos y las golpea emitiendo aire sobre el hueco de la boca que deja abierta una rendija para sacar sonidos. Msica de ngeles cados que con los instrumentos del cuerpo se elevan y encantan; pa-rece que reciben del aire efluvios de misterio, slo igualados por los enviados de Dios a la Anunciacin. Msicos astrosos sin arpas, sin pfanos, sin trompetas. Sus partituras son dignas del mayor genio musical, y como todo verdadero gran arte nacen para que se las lleve el viento. BERLINDA Para entender esa maana lo que estaba ocurriendo en el alma de Berlinda, haba que saber por lo menos leer los ojos. Pero quin que slo busque un grano de re-gocijo en una sonrisa para sostenerse durante el curso de un da, puede acatar tales misterios? Los compae-ros de trabajo de Berlinda no hallaron consuelo esa maana. Berlinda se cruz con ellos sin saludarlos, sin desprenderse de una de sus confortadoras sonrisas que acumulaba, tantas, como hojas una limonaria: inagota-bles sonrisas transmisoras del germen de la promesa y el nimo a quienes se aprestaban a recibirlas, tempra-no, los primeros minutos de cada jornada en la oficina; lo dicho, Berlinda haba ido y vuelto, avanzado y re-trocedido, inclinado y erguido, movimientos rituales que consuetudinariamente ejecutaba al abrir su priva-do: colgar el paraguas y el impermeable, descorrer las cortinas y soltar el cordn que anudado mantena ce-rrada la ventana de vidrio; es claro que la abra slo durante el verano, pues en invierno cuidaba de conser-var la tibieza encerrada en el pequeo privado donde apenas caban un escritorio, dos sillas y una especie de anaquel para exhibir las muestras de los objetos de plstico nacidos de su ingenio, de su curiosa imagina-cin utilitaria. Esa maana, Berlinda, accionando co-mo una balanza la ventana, la abri y dej entrar una

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  • corriente agradable que cort y arremolin el aire ti-bio, un poco viciado, que flotaba dormido, envuelto en s mismo. Una pequea porcin de ese aire nuevo aun-que suficiente para henchir los pulmones de Berlinda penetr por sus narices; pero no era un aire sano por lo visto pues provena de un ambiente en que la luz del sol y la niebla suave se revolvan en una lucha por posesionarse del da que empezaba.

    Ah qu asco de naturaleza! expres Berlinda y pro-cedi a desplazarse por los pasillos, yendo de la mi-nscula seccin donde los empleados podan servirse caf o t a su privado, y de ah al W.C. para damas; y fue durante tales movimientos que Berlinda penetr los cuerpos gaseosos de sus compaeros que con toda premeditacin coincidieron con ella en sus andares que a paso medido la llevaron al minsculo refectorio a prepararse el t de las 9:30.

    Nadie saba lo que estaba ocurriendo en el alma de Berlinda esa maana y ella no poda desembarazarse del nudo que le oprima la boca del estmago, el mis-mo nudo que le produjo a todo puo, el golpe que su hermano Pablo le asest cuando correteaban disputn-dose la pelota. Acaso tena la pelota incrustada ah donde las costillas hacen hueco un tanto arriba del ombligo? Es una imagen tragada con saliva y desespe-racin. Despus del golpe, ya no volvi a recuperar el aire. Su hermano sigui corriendo llevndose el puo agresor que ella sola vengar con una sarta de mana-zos, araos y golpes tan rudos como los de su oponen-te. Ah qued de pie, sin aire, ahogada, paralizada, la palidez ms y ms cerrada como quien va perdiendo el alma poco a poco, hasta derrotar, la muerte, a su ino-cente apego a la vida; queriendo hablar, suplicar que la socorriesen, que le repusiesen la viveza a sus piernas y el impulso con que suele dar alcance a su hermano. Imposible que el impune escapara de sus manos, de su vista, de su percepcin total; y que se convirtiera en slo una sombra rodeada de una aureola intermitente sumergindose en las pupilas hacia el fondo un labe-rinto formado con moldeadas peripecias, incansables peripecias violentas, audaces, peligrosas, que entonces

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  • nadie poda distinguir si quien las haca era Berlinda o su hermano. Qu puede diferenciar a un muchacho de una muchacha cuando ambos suben a un ciruelo, arrancan sus frutos verdes, se arrojan desde las alturas de una vez y huyen casi ciegos sobre piedras, espinas, saltando acequias: ella con la falda recogida llena de ciruelas y l con las bolsas de los pantalones rebosan-do con los mismos frutos? Esa era la diferencia: las faldas y los pantalones? Y por qu tenamos el mismo impulso, idntica energa, presteza a la par?

    * * *

    La bola estaba clavada arriba del ombligo y en ella estaba amasada la queja desgarrada de la impotencia. En su silla, ante su mesa de trabajo, sorba a momentos el caliente brebaje que an tragado con mpetu no con-segua imprimirle la fuerza suficiente para disolver ese objeto, ese fantasma, ese engendro de un puo.

    Muchos lugares de su cuerpo experimentaron la quemada voraz de aquel puo, pero ninguno se asom-br, ni anid, ni acu, como ste que lleva empozado en el estmago. Y los suyos, sus golpes, se haban plantado con igual saa en el cuerpo de su hermano; sin embargo ste viva lejos de ella hermoso, cruel, ingrato, blanco, barba cerrada, como tiene que ser el hombre con quien me case ajeno a toda queja a cau-sa de golpe alguno que le recuerde a su hermana des-pus de tanto tiempo; sus hijos ya corren uno tras la otra, perro tras gato, como se persiguieron Pablo y Berlinda, sta, raptora de algn amuleto o tesoro que l haba avistado primero.

    Lo curioso es que el puo debi haberse disuelto en el mismo lugar del golpe porque me fluy sangre aba-jo. Me asust mucho y no quise decrselo a mam. Algo debi habrseme roto en el estmago. Despus de una hora o dos horas, algo as, no lo puedo recordar bien, me repuse y con mucho esfuerzo camin a casa, me fui directamente al bao.

    Qu vergenza, la sangre era roja, roja como el sol cuando se quema mucho, roja, roja como ese clavel

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  • que usted tiene en el ojal, doctor. Roja como cada mes del ao. Por qu, doctor; por qu no se acaba este puo; es una masa de desesperacin, una montaa de dolor, un ocano de desgracia? A veces siento tanto asco que temo trasbocar y morir asfixiada con el puo atorado en la garganta.

    Berlinda se levant de su sitio y corri a la ventana en busca de aire limpio, puro, que limpiase la terrible nusea que como el ojo de una tempestad empezaba a hincharse y a levantar altas olas convulsivas. La niebla transparente, vencida, haba soltado sus rasgaduras; el aire, en cambio, estaba tibio pero dulce como la leche que mam verta en el plato para la nia Berlinda. Se aquiet la tempestad, mitig sus iras el seno del mar. Lentamente se iba amansando el punzante sudor que asaltaba los poros de la piel. Qu brisa tan dulce, ma-m; un puo de azcar en la boca, un puo de azcar...

    * * *

    Est bien el puo Berlinda... No me lo diga... Sabr adivinar para qu servir... El jefe haba llegado al privado de Berlinda y miraba curioso el trazo tan dis-perso y dismbolo de muchos, pero muchos puos bosquejados, hechos aprisa, semejando sapos, cerdos, pjaros de buche gordo, corderos, iguanas mofletudas, enanos, nalgas, el rostro de un obispo sumido en la masa de su papada, la cara congestionada de un ngel cardinal soplando desde su punto, una nariz varicosa, una letra Q gtica, un sol en llamas, una flor recogida dentro de s misma, una moneda china forjada a mano, una hoja de belladona desollada a rasguos, la cabeza doblemente hendida de un tornillo, una estrella de puntas enroscadas, una tarntula herida de muerte. Djeme decirle... Servir para una sonaja... no, no, ser un encendedor... no, para qu podr servir?

    Los trazos estaban en el papel, sobre el escritorio; haban nacido de la nada, sin clculo, sin premedita-cin, nadie los haba pensado; Berlinda era inocente a todo esto; estaba demudada y fra ante lo que vea y oa decir a su jefe.

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  • Y veo, ni usted misma sabe para qu podra servir un objeto de plstico de esta especie. Pero as es este trabajo, de una simple tentativa puede llegarse a la genialidad. Berlinda, no olvide que nuestra prxima creacin tiene que ser un caonazo. Dramatizando sus palabras, el puo del jefe enarbol y traz una l-nea invisible hacia adelante, representando el disparo de un can que no lleg a su objetivo debido a que la mano de Berlinda, como un garfio feroz, atrap la ma-no de SU jefe.

    Seorita, est usted muy nerviosa sera prudente que se tomara un descanso, esto deca el jefe sin po-der liberar su mano ya en los ltimos estertores de la asfixia por la tenaza que la estrangulaba en el pulso; con la otra mano sacaba del bolsillo un pauelo rojo que se llev a la frente para enjugarse algn sudor emotivo; mas el gesto no concluy porque a medio hacer, la mano de Berlinda, la otra tambin libre, con-traria a la diligente del jefe, arrebat de sta la prenda encendida que un solo movimiento hizo escapar por la boca de la ventana como si fuera un listn de fuego cuyo contacto quemara y por lo mismo no se soportara ms de un segundo. El pauelo se meci en el aire, desplegndose como un paracadas sangrante. Tropez en el marco saliente de una ventana, tres pisos abajo, se arrastr por los cristales y moribundo se desinfl sobre la marquesina a cuatro metros del suelo.

    Descompuesto el rostro el jefe las dos manos de Berlinda no dejaban ver el suyo, gir sobre sus pies y asomndose a la ventana, el brazo fuera, sigui con la mano los movimientos de su pauelo hasta dejarla suelta igualmente exnime; se volvi con rapidez y enfil hacia Berlinda con el instinto de un toro, cuya bravura ha sido incitada al ataque. No..., no... balbu-ce Berlinda sintiendo que la cornamenta de la fiera la desgarraba; pero cara a cara, aliento con aliento, el de ella tembloroso, el de l fogoso, vio los ojos del jefe y no los labios que le ordenaban que le devolviera de inmediato el pauelo. Y quiero verla en mi oficina tan pronto tenga el pauelo en sus manos.

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  • Los compaeros de Berlinda: Atenor, el segundo di-seador; Rebeca, la modeladora, y Joaqun, el mozo, se unieron a ella en los trmites del rescate; entraron al descensor, uno a uno, ella por delante como corres-ponde, para que a su vez salga la primera en el segun-do piso donde pedirn permiso para recuperar la pren-da; el zumbido se inicia al punto en que los ojos se prenden a la escala que indica la numeracin de los pisos, nico contacto de los descendentes con la luz exterior; los ojos parpadean a cada salto de la lucecilla roja que va restando nmeros: 10-9; el pesado silencio, aplastante, cuya duracin es medida con meticulosidad en los nmeros que van siendo menos: 8-7; desapare-cen: 6-5; acaban: 4-3 y sealan el arribo: 2. Como un teln rpido se descorren las puertas y simultneamen-te Berlinda, que intenta impulsarse hacia adelante, es rechazada, como arrojada por una fuerza opuesta, lan-zada hacia atrs, arrinconada con gran peso sobre el fondo de la jaula, igual que si la oprimiera el efecto de una inercia violenta. Todo fue un relmpago, el grito mismo de Berlinda al ser trompicada por el puo gi-gantesco del mural de Siqueiros reproducido por el propio autor en el muro frontal de la recepcin de esta oficina, segn el original de la Universidad; el puo llen con su ira el descensor, rompi la pared trasera y puso en peligro la vida de los viajeros atrapados en su propio estupor. Seores... seores... por favor. El descensorista compuso la confusin, encamin el or-den, restableci el equilibrio de las cosas, sobre todo en el puente, el puente que la normalidad tiende entre el suspenso de una caja que cesa su movimiento y el piso estable y regular que espera esa sorpresa.

    En uno y otro brazo, Atenor y Joaqun, ayudaron a Berlinda a cruzar ese sendero recin formalizado. La colocaron en un pequeo quicio, formado a la entrada del pasillo hacia los despachos de Acrilina, S.A., y uno solo, Atenor, capaz de cualquier arrojo por su compaera, se hizo cargo de la gestin. Fue un la-mentable descuido, dijo. Su pauelo se le haba cado por la ventana de la compaa donde trabaja y atorado en la marquesina, al nivel de la ventana de este piso.

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  • Pero la tenacidad de ciertos perseguidores no conoce tregua. Ah mismo donde Berlinda estaba agazapada, llegaba el afn criminal del puo monstruoso que co-mo perro atado al muro rompa el aire en sus intentos por alcanzar a su vctima; y zumbaba, chocaba, gol-peaba, azotaba el tambor del estmago centralizado en el rea del ombligo maldita referencia inequvoca, esa marca delatora que en sueos ve convertida en un pozo de gran pretil y negra profundidad y que en la vigilia desea ahogar sin piedad, taponarlo con cemento hasta quedar disimulado a ras de la superficie de la piel.

    Joaqun, el mozo, la tom del brazo y sin mucho es-fuerzo la puso a salvo en el ascensor. No tardaron en reunirse con ella los otros, portadores del trofeo que el caprichoso jefe haba obligado a recuperar a la inde-fensa e inocente Berlinda. La solidaridad entre compa-eros no requiere mayor explicacin sobre todo si es invocada por las lgrimas. Ella sola, Berlinda, paloma en manos de ogro, entr al despacho del jefe.

    Traa doblado, envuelto en papel blanco, como un carioso regalo, el pauelo rojo. Fue una precaucin de los compaeros, un cuidado para Berlinda que el jefe tom, al recibirlo, como un gesto delicado de la muchacha a quien no le corresponda hacer otra cosa despus del incidente. En un paquete as, aunque re-vueltas como rompecabezas, hubiera querido Berlinda entregar las palabras que quera decir a su jefe: pala-bras de disculpa, su arrepentimiento. Pero las tena todas atoradas, en la mente las ms, algunas en la gar-ganta, dos o tres en la punta de la lengua; todas apel-mazadas, deformes, intiles para comunicar calor al momento de entregar a su jefe el pequeo paquete que, con un movimiento trmulo, deposit sobre el escrito-rio al alcance de la mano de aqul, quien lo mir sin mucha importancia, conservando la serenidad que consider adecuada en tan embarazoso momento para Berlinda. Se puso de pie, quiso recurrir al juego de manos que por lo comn imita el acto de lavatorio, pero prescindi de l impelido por la experiencia cer-cana; mejor las enlaz detrs de s adoptando una pos-tura grave pero discordante con la luz de confianza de

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  • su rostro. El jefe era la viva imagen del ambiente a esa hora; la imagen gris del amanecer se haba tornado clara, brillaba el aire, sonoros toques de luz golpeaban las hojas de los rboles, y las molduras de los edificios disparaban tenues reflejos que se esparcan en la at-msfera y que a travs de la ventana, situada exacta-mente a espaldas del jefe, formaban en torno de ste una suerte de aureola que venca todo temor.

    Hay das que no son benignos para nuestra alma, verdad? Hoy es uno de ellos. Pero todo pasa como el aire. Espero que as lo sienta usted; dijo esto el jefe, sonri con naturalidad y por primera vez en esos mi-nutos de tortura, apareci en el rostro de Berlinda la animada sonrisa que todos en la oficina buscaron en ella al principiar el da. Berlinda habra dado cualquier cosa porque en esa sonrisa suya participaran no slo sus labios tiernos y dulces, y sus dientes, sino toda su cabeza, su cuello, sus hombros, su pecho, su cuerpo total, incluso sus pies. Sali del despacho del jefe y la doble cortina de su entrecejo se corri para cubrir todo su rostro de nuevo.

    * * *

    En su departamento Berlinda reconstruy de nuevo, por milsima ocasin, la forma como recibira al amante que alguna vez le pidiera ser su amante. Esta-ra en baby doll y lo hara pasar dicindole que as acostumbra estar en casa y que no se fijara. El primer beso lo dara ella. El no debera tocarla. (Las manos son algo que los hombres no debieran tener. Cuelgan. Son feas a pesar de sus adornos que tambin cuelgan y que en verdad son gusanos que se alimentan de la san-gre de los cuerpos que tocan. Las manos suben sobre las cosas, resbalan en ellas, cuando quieren las atrapan y ahogan y, si enfurecen, se enrollan en s mismas transformadas en una maza nudosa y embrutecida ca-paz de derribar si choca contra el estmago. Las ma-nos son torpes para tratar a las mujeres.) Pero el aman-te, aunque manco, intentaba tocar a Berlinda y era grotesca la situacin porque los muones simulaban

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  • puos raquticos y ella se horrorizaba baada en l-grimas. Lo peor de todo era que el amante de esta vez, como hace 30 veces en 30 de los 40 das que tiene de haber entrado a trabajar en Plsticos Fantsticos, S.A., era el jefe. Y he aqu de cierto que el jefe saba ya dos secretos, pero este tercero, jams lo sabr.

    Jadeo. Qu me pasa? Tengo que ser yo la miedosa, la aplastada, la que no debe ser tocada con dureza, la incapaz de un esfuerzo, mujer, mujer? Yo que debiera alcanzar a mi hermano y devolverle golpe por golpe la condena que me asest. Slvame, Dios mo! Mam, aqu estoy, qutame este puo de encima, me aplasta, me mata, me roba el aire, me roe el cuerpo como bes-tia! El puo, llvense este puo!

    En la cama Berlinda llor en silencio quedndose con sus lgrimas secretas, su ntimo sufrimiento que nadie puede ni podr comprender jams, aunque su madre la mire con simulada ternura de comprensin y su padre, al verla, tosa tapndose la boca con el paue-lo y su hermano le diga desde el otro extremo de la cama cuando sanes te voy a regalar un gato de ojos amarillos.

    Dos das despus el doctor dispuso que la despojaran de la camisa de fuerza. No se sabe qu centelleo de piedad salt en los sentimientos de uno de los dos j-venes enfermeros que atendieron a Berlinda: eso de que ningn alma hubiera puesto atencin en la belleza exaltada de este ser de ojos ilusos durante su encierro, no se concibe ni se cree que pueda ocurrir.

    Su quietud, su conformidad, su entrega al dibujo, de estilo poco apreciado en las empresas de publicidad, pero valuado en estima a su rareza esttica por los co-nocedores el director del hospital mand encuadrar para su casa un manojo de imgenes que se entretejan buscndose, ajustndose en su definicin ardorosa y llameante, le valieron el que sea dada de alta, con cierta reserva de muy escasa consideracin y el encar-go valioso de parte del director del sanatorio para que aceptara el trabajo tan justo que ahora desempea y en el que da curso a su prodigiosa imaginacin. Esta ala protectora tuvo su par, pues, en Plsticos Fantsticos,

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  • S.A. Atenor le hizo el contacto con una duea que la aloj en el pequeo departamento en que da descanso a su desesperacin, a menudo desatada por el estmulo que la ms ftil relacin humana trae consigo en sus ademanes.

    * * *

    La casa de Berlinda, que la vio crecer como un animal inquieto, indeciso, simulaba la concha de un caracol, no por la forma exterior igual a cualquier casa, sino por dentro, donde los objetos, la gente, la atmsfera, tendan a formar crculos que se abran amplios, repi-tindose en su propio continente (los cuadros con los marcos superiores de las puertas, por ejemplo) y se cerraban en la cspide rematada por un aposento que antes fue taller de ingeniera mecnica del padre de Berlinda y despus un cuarto intil, sentina voraz de los objetos inservibles de la casa; la disposicin de los muebles, el orden de los cuadros en las paredes, como estaban colocadas las lmparas, las secciones tiles cuyas puertas trazaban un crculo; qu decir de las cosas que en familia, segn su servicio, ocupaban las distintas habitaciones de la casa: las sillas del comedor vindose las caras unas a otras, los utensilios coronado el impulso vertiginoso con que la mesa amenaza mo-verse. Todo en la casa pareca armar galeras circula-res cuyo eje era la escalera curvada que ascenda lenta pero altiva, con la solemnidad de un monumento que busca erguirse, acercarse a la complacencia de Dios. Acaso en esta inmvil escalera se cifraba la fe de esta casa? O en la casa en s, en sus formas interiores or-ganizadas en caracol, nica invencin de Dios a su imaginacin y semejanza? Berlinda, Pablo, Remigio, el padre y Cordelia, la madre, se movan en la casa circulando materialmente, sin romper jams el ritmo establecido por el juego de lneas curvas que ora los rodeaba, ora marcaban la ruta que segua sus movi-mientos cclicos. Berlinda rompa en apariencia esta armona correteando, saltando, deslizndose por la barandilla de la escalera; pero ah estaban las lneas

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  • idneas para que eso hiciera la nia: lneas invisibles de un ferrocarril cuya locomotora y carros tirantes funcionaban en ella, sin percatarse de que as estaba dispuesto todo para su cumplimiento. Un da, sin saber por qu fuerzas, las lneas que sostenan el orden del caracol alteraron su ritmo. Berlinda haba estado sola en la casa. Estuvo largas horas en la ventana de su habitacin mirando los altos velmenes de los tilos que pesados, empujados por el viento, avanzaban calmosos hacia el otro lado del mundo. Y si a pesar de avanzar el convoy de copas verdeantes veanse los tilos siem-pre a la misma distancia, era porque la casa los segua, cunto ocano por delante para navegar sin reposo!

    Berlinda tom de su mesa los manguillos, sus plumas de acero, tinta y papel, y baj las escaleras. En el des-pacho de su padre se instal y como si en la memoria trajera la imagen que slo tuviera que verter en el pa-pel, comenz a dibujar: era una garza?, no, aunque las primeras insinuaciones de la forma as lo indicaran; era un tapete labrado con plumas de aves ideales?, no, aunque iban apareciendo plumas tejidas a modo de fina red. La figura cobr vida, se ti de colores y se movi como un abanico aptico, as se revel que aquello era un ser vivo, un alado, una ala sola sin haz ni envs que al emprender el vuelo se impulsaba de atrs hacia adelante y al cobrar altura planeaba como un guila en el lomo de una corriente favorable. El pjaro jams tocaba tierra y tampoco necesitaba aire para respirar ni alimentos para su energa. Era un ave perpetua, perpetua... En tal elevacin estaba Berlinda, cuando su padre, que haba llegado a la casa seguido de su madre, abierto y cerrado la puerta del zagun, caminado, hablado, llamado, irrumpi en su despacho y con visible enojo, arremeti contra la mesa apo-rreando el puo sobre el ave y dejndola inmvil. Ya basta de locuras! A esto casi simultneamente sigui un aullido de dolor causado por la plumilla de acero que Berlinda clav en el ariete vulnerable.

    La sangre salt en gotas gruesas con tal fuerza que arrojaron a Berlinda al suelo en donde como un ani-mal aterrorizado se arrastr para irse a refugiar a su

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  • guarida. En su fuga no sigui ninguna lnea previa-mente trazada, ni cre una nueva con cuya energa reforzara la estructura del caracol; la lnea fue una filosa secante que desgarr crculos vitales, entre ellos el de la virtud de Berlinda de vivir dcil y leal, por 25 aos, al calor del corazn de sus padres.

    La polica lleg cuando Berlinda ya se haba ido de la casa con slo un envoltorio debajo del brazo. Mien-tras su padre, seguido por el llanto desesperado de la madre, corra en busca de auxilio, Berlinda tuvo tiem-po de abrir el secreto cajn lleno de papeles, pedazos de cuero, trozos de loza, de mrmol y de madera en-vueltos en un trapo.

    En la cruz roja el herido fue obligado a declarar la verdad aunque haya aadido que su hija no era una criminal porque era una nia. No hay ley que iguale en rigor a su castigo, como la ley de la desilusin huma-na. Remigio dej ir en sus lgrimas vertidas a espaldas de sus averiguadores, las imgenes lejanas, las que palpitantes conserv por mucho tiempo en el fondo de sus mejores recuerdos, y las actuales, tan presentes hace un minuto, de Berlinda, la hija sin sentimientos, sin corazn, ajena a toda ley de amor que debe todo hijo a todo padre y que rige a la humanidad desde su primera razn.

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    En un cajn puso Berlinda todo el contenido del lo que rescat de la casa de sus padres. Lo refundi el mismo da que sali del sanatorio y fue a ocupar el cuarto acompaada de Atenor quien a su vez haca unas horas le haba dado la bienvenida en la compaa. Ninguna condicin de las que usualmente ponen las mujeres que exigen el respeto a su intimidad sali de la boca de Berlinda; slo pidi a la duea que le pusie-ra cerradura doble al armario uno de los dos nicos muebles de la habitacin; el otro era la cama. Dos cerraduras y un candado; as, a tres llaves de las que nunca se desprenda, guardaba celosa el caudal de sus secretos.

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    La polica no se explica cmo pudo haberse despren-dido del brazo fornido y slido, el puo condenatorio del conquistador Pizarro. Fueron halladas mutilaciones en el panten de los hombres ilustres: el puo de un hroe arrancado del medio relieve de una lpida de mrmol. La liberacin destructiva lleg a la rotonda Marbut arrancando los puos erizados, atados a sus espaldas, de su famosa estatua trgica que a pesar de todo se esfuerza por vivir. Qu artes demonacas tor-naron invisible el puo doliente de San Sebastin ata-do a las puertas del mausoleo del honesto Sebastiani-no, Renard Rul? De haber sido as, sin puos, como lo han dejado, el invicto luchador Olmeca habra sido un lastimoso atleta trunco. Con aire de amargo vaco que-d el guerrero zapoteca en su urna. Aferrado a la ma-za se fue el puo! Alerta! El dragn se despereza re-dimido del puo y la lanza de que fue desamparado San Jorge. Temerario libertador!

    Como una epidemia que royera los libros en las bi-bliotecas Ramn Gmez de la Serna y Macedonio Fernndez, se han hallado en ms de 10 000 volme-nes de toda laya, pginas con pequeas y delicadas incisiones hechas evidentemente para sustraer cierta palabra cada vez que se repeta. Por el sentido de los textos de donde se las desprenda parece ser la palabra puo. De los diccionarios, tambin mediante delica-da operacin quirrgica, fue sustrada la palabra pu-o, como si con ello quisieran extirprsela definiti-vamente del idioma. De las figuras, lminas e ilustraciones no qued puo vivo.

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    Despus de haber tenido la entrevista de aspecto con-ciliatorio con su jefe, Berlinda regres a su despacho con ms prisa que la de costumbre, entr y mir por todos lados para comprobar si esta vez los puos ale-vosos no estaban al acecho; podan saltar de algn rincn, salir violentos de alguna gaveta o descolgarse

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  • de los plafones de la luz; con todo sigilo se acerc al perchero de pie y descolg primero el bolso y despus el impermeable; hacer esto ltimo y taparse la boca para ahogar el grito, fueron una misma accin al ver que las citadas prendas se sostenan en un puo peludo rodeado de largas uas que Berlinda no haba visto antes. Sali huyendo sin reparar en las miradas sor-prendidas de los compaeros ni en la voz de Atenor que le preguntaba si no se le ofreca alguna ayuda. Baj por las escaleras dando traspis, y en la calle co-rri atropelladamente, con el justificado temor de ser aplastada por uno de los puos que la amenazaban desde las copas de los rboles, desde las ventanas abiertas de los edificios, desde el interior de los veh-culos, desde los lejanos grumos agrisados de las nubes. Se detuvo de pronto en el quicio de un zagun; jadean-te, apenas dejaba or sus clamores de piedad por los terribles enemigos que queran matarla. Pegado su cuerpo al quicio, de espaldas a la calle, fue humilln-dose hasta quedar agachada, anudada como un beb que an no ha nacido. Un hombre se acerc a auxiliar-la y recibi un fuerte empelln de Berlinda al erguirse con violencia para reanudar su fuga: cuando lleg al edificio y trep la angosta escalera hasta su cuarto, lo hizo de rodilla y codos. Sac del bolso la llave y al hacerla entrar en la cerradura hendida en una manija cabezuda, pens que al fin haba atrapado al puo ase-sino; agarr la manija con rabia dndole vuelta como si quisiera troncharla, pero logr slo abrir la puerta y caer de bruces hacia dentro, impotente, inerme, aban-donada por todos, a expensas de la fuerza destructora que ahora tena en su propia casa. Gimiendo se arras-tr hasta topar la cabeza con la pared opuesta a la en-trada, restreg la frente sobre el muro hasta hallar el ngulo con el lateral y ah ajust la cabeza guardndo-la de la luz. No obtuvo la plena oscuridad buscada; en los resplandores que penetraban por algunos resquicios se filtraba la sombra de la imagen del enemigo; pronto oy sus pasos que se dirigan hacia ella y sus gritos se destemplaron pidiendo auxilio. Al fin lleg a su cul-minacin el peligro cuando quiso cubrirse los ojos con

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  • las manos que, empuadas por la tensin, le hicieron emitir dolorosos alaridos que un solo ngel no se que-d sin or en la inmensidad del cielo. Quin que sea llamado ser humano puede resistir el indescriptible terror de llevar en su mismsima alma, a su enemigo mortal? Lo cierto es que esta doliente criatura fue hallada bajo su cama, acurrucada como el ms inde-fenso de los animalillos con una venda en los ojos y grandes bolsas envolviendo sus manos empuadas ya moradas, exhaustas, como muertas. En todo el cuarto estaban dispersas como en un gran saqueo todas las prendas del terror que Berlinda fue acumulando hasta el delirio de su pasin dolorosa.

    Ral Renn, Material de Lectura, serie El Cuento Con-temporneo, de la Coordinacin de Difusin Cultural de la UNAM. La edicin estuvo al cuidado de Julieta Arteaga.

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