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Reflexiones sobre la figura del regidor en el siglo XVII: a propósito de El perfecto regidor,
de Juan de Castilla y Aguayo
Para tratar la obra de Juan de Castilla y Aguayo El perfecto regidor, publicada en Salamanca en 1586, primero haremos una descripción
de la estructura de los cabildos e instituciones municipales, que
entreveraremos con resúmenes y citas de la obra de Castilla, según vayan
aflorando los temas centrales de la idiosincrasia de los regidores (origen
social, formación cultural, patrimonio, intenciones, estilo de vida, etc.), que
nos aclararán su pensamiento.
La plantilla de los órganos municipales está compuesta por una
oligarquía local en el siglo XVII, culminando una evolución que va desde el
concejo abierto, en el que participaban todos los vecinos, a la invención de
organismos reducidos (cabildos, consells, ayuntamientos). Es en el siglo XIV,
con Alfonso XI, cuando se impulsa la creación de estos organismos. Tomando
como modelo el concejo de Madrid, podremos decir que un organismo
municipal tiene dos clases de componentes. Por una parte, los que necesitan
sanción real, tales como el corregidor, los regidores, el alférez mayor, el
depositario general, los escribanos, los procuradores del número de la villa y
el alcaide de la cárcel. Por otra, los de responsabilidad simplemente
municipal, es decir, elegidos por jueces del lugar: así, el mayordomo de
propios, el mayordomo del pósito y los receptores de rentas, en lo económico;
el procurador general, el procurador del común o de pecheros y los sesmeros,
en lo representativo; y los alcaldes de Hermandad, los de Mesta y los
letrados, en lo jurídico. También tenían puestos municipales, si bien más
baladíes, los preceptores de Gramática, pregoneros, padres de mozos,
almotacenes o verdugos.
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Pero la élite en la que se estructura el gobierno de las villas y
ciudades en el Antiguo Régimen son sin duda los regidores, que según
Castillo de Bobadilla, en su Política para corregidores y señores de vasallos,
el manual práctico más importante de la época junto a este El perfecto regidor de Castilla y Aguayo que nos ocupa, “representan al pueblo y son
toda la ciudad y cabeza de ella”.
Estos regidores están nombrados muchas veces para remunerar
servicios realizados a la Corona, y la idea de distribuir las tareas de
gobierno municipal a menudo es una farsa. Así mismo, la gran exigencia de
prebendas que hace un sector de hidalgos educados en las facultades, y el
sector de los mercaderes y hombres de finanzas, hacen que estas regidurías
sean vendidas al mejor postor, según se pujara por ellas. Y aunque la
mayoría de las regidurías no eran perpetuas, sí se facilitó la
patrimonialización del oficio, esto es, que pasara de padres a hijos o entre
parientes. La fórmula legal usada era la renuncia o resignatio in favorem,
en la que la regiduría caía en manos de la persona designada por el
renunciante, lo que propiciaba o bien una transmisión hereditaria, en el caso
de que se eligiera un pariente, o una venta encubierta, en otros casos.
La regiduría solía costar 300.000 maravedíes a finales del siglo
XVI, mientras que las ventas privadas o encubiertas, tal como las hemos
llamado, se hacían por 500 – 700.000 maravedíes, precios ciertamente
elevados que podían llevar a la ruina a más de un inversor. El salario anual
del regidor (unos 2000 maravedíes) no justifica un gasto tal, por eso
debemos estudiar los beneficios añadidos que el cargo tenía: la perpetuidad,
prebendas personales: en el abastecimiento de la ciudad y en la fiscalización
de la hacienda. Esto lo hacía un puesto codiciado por la aristocracia, no sólo
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de Madrid o de Lucena, según estudian, respectivamente, Ana Guerrero
Mayllo1 y María Araceli Serrano Tenllado2, sino en cualquier otra villa.
¿Qué cualidades eran tenidas en cuenta para nombrar a un
regidor? El grupo más numeroso era el de los hidalgos, aunque a veces su
titulación fuera dudosa. Castilla y Aguayo dedica todo un capítulo (el 34) a
las etimologías, más o menos fantásticas, que en la época se daban del
término “hidalgo”: que viniera de “itálico”, etc. Esto le lleva a la
consideración sobre el origen de los nobles castellanos. Para esta
controversia, la de las distintas teorías sobre la nobleza, podemos traer a
colación las distinciones del profesor Domínguez Ortiz3, según las cuales
había quienes decían que esta era una cualidad natural, una especie de
privilegio exclusivo de ciertos linajes vetustos, pero también estaban los que
opinaban que era un conglomerado de valor y de virtudes individuales, que
distinguían a los individuos que debían hacer de guías de la sociedad, fuese
cual fuese su origen. Aunque se impuso la teoría de la nobleza como grado
sumo de la “limpieza de sangre”, también se valoró la nobleza que el
monarca otorgaba como una virtud especial, esto es, la llamada “nobleza de
letras”. Como menciona Fayard 4en su famosa monografía sobre el consejo
de Castilla, ya desde la antigüedad los magistrados habían considerado
nobles a los licenciados y doctores universitarios. Si bien Domínguez Ortiz
nos recuerda que en España “nadie se tomaba en serio la nobleza de letras”:
siempre fue más importante la limpieza de sangre. Uno de los que
defendieron esta primacía fue Arce Otalora (citado por Castilla) en su
importante obra De nobilitatis e inmunitatis Hispaniae causis. Aunque los
hidalgos se distinguían por la ausencia de sus antepasados de los padrones 1 GUERRERO MAYLLO, A.: Familia y vida cotidiana de una élite de poder: Los regidores madrileños en tiempos de Felipe II. SigloXXI, 1993 2 SERRANO TENLLADO, M. A.: El poder socioeconómico y político de una élite local: los regidores de Lucena en la segunda mitad del siglo XVII. Universidad de Córdoba. 2004. 3 DOMÍNGUEZ ORTIZ, A.: La sociedad española en el siglo XVII, Universidad de Granada, Granada, 1992, citado por TELLADO SERRANO, ob. Cit., p. 177. 4 FAYARD, J.: Los miembros del consejo de Castilla ( 1621 – 1746), Siglo XXi, Madrid, 1982.
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de pecheros y por el reconocimiento y admiración de sus propios vecinos, la
nobleza de privilegio, otorgada por el rey, fue haciéndose paso: y, como
explica Gerbet5, en tres generaciones el hidalgo de privilegio se igualaba con
el hidalgo de sangre. Castilla aplica esto en su Capítulo VIII a la idea de
muchos padres de que la Gramática sólo corresponde a los predicadores y la
Filosofía a los viejos melancólicos.
En el siglo XVI la nobleza pierde su tradicional carácter militar
para convertirse en una élite que le lleva los cargos principales en la
burocracia estatal. El consilium y auxilium que prestaban los aristócratas al
monarca se llevará a cabo en el ámbito del gobierno y la administración.
¿Hay una alusión velada a esto en el debate de las armas y las letras que
presenta Castilla y Aguayo en el Capítulo VII? Con resultado favorable para
las últimas. Otro estamento con gran presencia entre los regidores fueron
los caballeros de Órdenes militares, entre las que destaca la orden de
Santiago. En menor medida (tomando los datos del concejo de Madrid)
aparecen otros relacionados con las órdenes de Alcántara, Calatrava,
Montesa, San Juan de Malta. Para conseguir el hábito de una orden eran
necesarios los siguientes requisitos: ser hijos legítimos, de hidalguía bien
conocida y no haber trabajado, ni ellos ni sus ancestros, en trabajos
mecánicos o viles, ni haber practicado el comercio ni la usura; no tener
mezcla judía o morisca de los bisabuelos ni a familiares acusados de algún
delito. Estos títulos a veces se otorgaron arbitrariamente, al igual que las
regidurías. Los requisitos exigidos, a saber, la legitimidad, la hidalguía y la
limpieza de sangre podían obviarse con artimañas, tales como el hacerse
miembro del Consejo de la Inquisición, con cargos burocráticos u honoríficos.
La hidalguía era condición sine qua non para hacerse con hábito militar, sin
la cual la limpieza de sangre no servía, según muestra el caso de Bartolomé
5 GERBET, M. C., La noblesse dans le royaume de Castille (Etude sur ses estructures sociales en Extrémadure de 1454 à 1516), Sorbonne, Paris, 1979., citado en TELLADO SERRANO, M. A. , Ob. Cit., p. 178
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Velázquez de la Canal6, por ejemplo. Esto lo corroboran aquellos que
intentaron ser descalificados por haber tenido un abuelo sastre, escribano,
etc., es decir, realizador de una tarea mecánica o vil. En cambio, el haber
sido procurador en las Cortes fue algo que recompensó a algunos con el
hábito militar. Lo que realmente determinó que se aceptara la hidalguía de
un candidato a hábito fue la riqueza económica. También eran útiles los
lazos de parentesco con caballeros de Órdenes: algunas veces se presentaba
en el curriculum el nombre de cinco o seis parientes vinculados a la orden.
En general, los hijos querían seguir siendo miembros de la Orden en la que
militaron sus padres y abuelos.
Los señores de vasallos, esto es, los que tenían señoríos y
vasallos, sin ser propiamente hidalgos, fueron otro grupo con mucha
presencia entre los regidores. Estos podían inventarse un linaje de
hidalguía en un par de generaciones, e integrarse en el estamento de la
nobleza. Esto aún será más fácil en los reinados de Felipe IV y Carlos II,
como lamentará amargamente Quevedo.
Lo que Maravall 7llamó el “estamento intermedio”, es decir, el
grupo de los letrados, los burócratas y poseedores de grandes fortunas, tiene,
como el anterior, el fin de ennoblecerse a partir de su riqueza y de sus
títulos en las instituciones políticas. Los letrados y burócratas van a tener
mucha importancia no porque gestionen los cabildos – ya hablaremos más
despacio del gran absentismo existente- sino porque hacen de intermediarios
en todo tipo de compraventas de haciendas municipales, etc. Sobre los
banqueros o arrendatarios de rentas reales sabemos menos, salvo la
evidente peculiaridad de que las deudas que otros regidores hidalgos tenían
con ellos pudieron facilitar su ennoblecimiento.
6 GUERRERO MAYLLO, A: Op. Cit., p. 22 7 MARAVALL, J. A.: Estado moderno y mentalidad social, Madrid, 1972, p. 19 - 36
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El Estatuto de 1603 impidió en gran medida el acceso de los
mercaderes a las regidurías. Como a los banqueros, los vínculos familiares y
económicos facilitaron las cosas (la práctica de la usura estuvo
generalizada). Los labradores ricos siempre habían estado vinculados al
gobierno de Madrid (de ahí que el patrón municipal sea San Isidro).
Mediante matrimonios se unen familias vinculadas a las casas consistoriales
(por ejemplo, los Martínez de Cos y los Canal). Si bien los celos de los
hidalgos resentidos se oponían a que estos alcanzaran la hidalguía y los
demás méritos mencionados. Situaciones parecidas se daban en otras
ciudades de la España de entonces: municipios controlados por la nobleza
media-baja con pequeñas intromisiones de la burguesía pimpante. Quizá la
reivindicación por Castilla de las artes liberales de Séneca y los estoicos es
una crítica velada a las artes mecánicas, que son las grandes ausentes en la
obra, así como la clase que las ejerce.
En cuanto al tema de la valoración de la formación cultural,
central en El perfecto regidor, parece clara la mayor importancia que la
opinión general da a la experiencia sobre la ciencia. Los gobernadores no
necesitaban una preparación técnica, sólo cierto conocimiento de la realidad
urbana. Para cuestiones legales, en Madrid sólo había que tener a mano la
Sentencia de Montalvo y la Concordia de Bovadilla, o la más reciente Nueva
Recopilación de las Leyes de España. Si había que redactar ordenanzas
legales había varias salidas: mandar un borrador al consejo de Castilla;
recurrir a los juristas del ayuntamiento, que habían sido abogados en la
Corte (en el caso de Madrid: si no, doctores en leyes); por último,
encargárselo a los regidores letrados que habían pertenecido a la
Administración, siempre que no estuvieran ausentes, lo que ocurría con
gran frecuencia. En Madrid, por ejemplo, la mitad tenía el título de
“letrado”, siendo una minoría la que tenía el de “doctor”. Los títulos eran
mejor valorados para conseguir plaza en los Consejos, en especial en el de
Hacienda. Muchos hijos optaron por no seguir la carrera académica de sus
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padres, pues esta no era imprescindible para el cargo de regidor, como
comentan los personajes del diálogo de Castilla, Don Ambrosio, Don Félix y
el Doctor. Así que lejos estamos de los consejos de Castilla de viajar por el
orbe para culturizarse, con ejemplos de Pitágoras o Anaxágoras sacados a
colación por Valerio Máximo, en su Capítulo IX; o de los que como
Demócrito, se arruinaron con este fin. El ejemplo de San Jerónimo como
Santo Padre también es principal.
Aunque la inmensa mayoría de los regidores sabían leer y
escribir, contamos con escasos inventarios post – mortem de bibliotecas, en
las que ni siquiera constaban a veces manuales básicos sobre la estructura
de la Monarquía. Cuando estas bibliotecas existen, se componen en un 90 %
aproximadamente de obras muy concretas para solventar pleitos judiciales.
Curiosamente, cuando los regidores no son licenciados hay mayor variedad.
Así, en la de Luis Hurtado, pagador y veedor de las obras de los Alcázares y
el Pardo, compuesta de 117 volúmenes, sólo hay siete específicamente
relacionados con su cargo. Los devocionarios y libros de piedad también
tenían un papel importante en las librerías de muchos. Todo en latín y en
castellano, muy poco en otros idiomas europeos, si acaso el italiano. El
escaso interés por otras lenguas, antiguas o modernas, es puesta de relieve
por Castilla en varios pasajes de la primera parte de la obra.
Dentro de la literatura jurídica, es importante el Derecho
Romano, con autores como Socimo, Baldo, Corneo, Jasón, Imola, Budeo y
Felipe Decio; en Derecho Canónico, destacan Agustín de Barbosa y Joan
Andreas, el Corpus civile y el Corpus Canonicum, junto a las Summas (Summa de exemplis, Summa Sacramentorum Ecclessiae de Vitoria). Otros
libros son los llamados “libros del Reino”, textos legislativos antiguos y
modernos de la Monarquía Española ( las Partidas del Alfonso X el Sabio,
las Leyes de la Mesta, los Fueros de Vizcaya y las Leyes de Toro);
comentarios a diversas pragmáticas, como la del Pan o la de los Labradores,
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y repertorios de leyes castellanas. Si Castilla cita a San Agustín diciendo
que “justicia era darle a cada uno lo que le tocaba”, y a Cicerón cuando
comenta que “asi como no puede vivir un cuerpo sin sangre, porque sin ella
no podrá usar de sus partes, asi una república sin leyes no puede usar de
sus miembros” (Cap. XX), en el cosmos municipal de los Austrias las leyes
sólo respaldan el interés de las grandes familias. Y sobre la cuestión de que
si las leyes eran mudables por el paso del tiempo, como se trata
ampliamente en el Capítulo XXI, es probable que lo fueran según las ventas
de hacienda estipuladas. Y no por hacerlas más perfectas o acomodarlas
mejor a su tiempo y lugar, como sentencia Santo Tomás en el Capítulo XXI.
La justicia moral, para Castilla, tiene tres virtudes que son la piedad, la
fidelidad y la verdad (Capítulo XXII). La piedad se demuestra en los
gobernantes que, aunque insobornables a la hora de castigar, sufren por el
dolor de sus reos; la fidelidad consiste en ejecutar con entereza las leyes, sin
miramientos; y la verdad consiste en no dejarse llevar por la adulación.
Otras virtudes de la justicia moral las constituyen el virtuoso temor, la
obediencia y la severidad (Capítulo XXIII). El temor de Dios “por anteponer
el provecho y beneficio particular al común de su patria”8; la obediencia y la
severidad, que puede obligar a castigar hasta a los familiares más cercanos
que incumplen la ley. La faceta más amable de la justicia moral incluye la
afabilidad y el agradecimiento. La afabilidad tiene que ver con la sentencia
de San Juan Crisóstomo a propósito de San Mateo sobre que “justicia sin
misericordia no es justicia sino crueldad, y misericordia sin justicia no es
misericordia sino ignorancia”; concepto similar al de piedad en el uso dado
por Castilla: Hay que tratar a los presos con palabras regaladas aunque
vayan a morir a continuación. El agradecimiento, por su parte, es
simplemente la regla de oro: agradecimiento a Dios y agradecimiento a los
súbditos por su buena voluntad.
8 CASTILLA Y AGUAYO, J. de: Op. Cit, p. 123
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Introduciendo la literatura acerca de práctica gubernamental,
Antonio de Covarrubias aparece en muchas bibliotecas de regidores, al
igual que el célebre Política para Corregidores y Señores de vasallos; sobre
las virtudes de los nobles, el ya citado Arce Otalora y sobre cuestiones
mercantiles, la Suma de Tratos y Contratos de Tomás de Mercado y el
Amparo de Pobres, de Perez de Herrera. Cada letrado suele estar
especializado: algunos en Derecho Mercantil y Civil (usufructo, mayorazgo,
interés, alcabalas, juros, censos, etc.), otros en Derecho de Familia, y en
Derecho Penal. También aparecen manuales prácticos para el gobierno:
Instrucción de escribanos, Diálogo de Relatores, Reglas de Chancillerías, Ordenanzas de Granada y Valladolid, Constituciones de Salamanca, Tractatus de oficcio fiscalis, Definiciones de Calatrava, Modo de examinar procesos, Manuales de los Visitadores, Constituciones del Colegio de Alcalá, etc. Sí cabe echar en falta obras sobre Derecho Indiano.
Si Castilla se concentra en las ideas de Huarte de San Juan
sobre la vocación de estudio y su relación con el talento innato, determinado
por el temperamento de cada persona (melancólico, flemático...),
cuestionándose muchas vocaciones equivocadas por no atender a éste
(médicos que debieron ser juristas, etc.), lo hace de una manera retórica,
pues para el regidor pocos conocimientos son necesarios. No sabemos si en
este contexto era muy necesaria su crítica a la soberbia del estudiante, falto
de experiencia, que hace en el Capítulo X, aduciendo la humildad y la
resistencia a la teoría de Sócrates. Si su recomendación sobre que los
jóvenes usaran los hábitos universitarios, más allá de que sean un distintivo
académico, como signo de honestidad, era un desiderátum de humanista
desatendido o una verdadera opción, es algo que los documentos no dejan
claro.
En cuanto a obras religiosas y morales, el efecto de la
Contrarreforma Católica y la revisión de los dogmas se ve claramente en
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libros sobre el Concilio de Trento, como los de Agustín de Barbosa, fray Juan
Bautista de Burgos, sobre las vidas de santos, entre las que es famosa el
Flos Sanctorum de Pedro de Ribadeneira, así como las obras de San Agustín
y de Fray Luis de Granada. Mención aparte merecen las obras relacionadas
con la muerte, tema que obsesionaba a los hombres de la época: citemos La danza de la muerte, Diálogo de la vejez entre Albano y Briciano y el Aviso de la muerte. También los libros de consejos morales para la vida cotidiana:
Arte de confesar; Manojuelo de Lamentaciones; La mujer cristiana; Comedia Samaritis; De temporarum calamitate; Memorial para criar a los hijos de Grandes; Estella de la vanidad; Reglas de Dueñas). Y sin relación directa
con que sus propietarios fueran miembros o no del Santo Oficio, libros sobre
ortodoxia y los herejes, clásicos o de autores más modernos como Diego de
Simancas, Alfonso de Castro, Arnaldo de Alberti o Francisco Suárez, así
como el mítico manual sobre brujería Malleus Maleficorum y la crítica al
luteranismo de Johan von Eck, Enchiridion locorum communium adversus Lutherum et alios hostes Ecclesiae. Para Castilla, la virtud cristiana,
emparentada con el término medio aristotélico, que lleva a la prudencia, es
la vara de medir de los tratos en el cabildo. De la misma manera, la fama de
santidad de los regidores les hará ser admirados y respetados por sus
vecinos (Cap. XIV): “Porque los que tienen de regir a otros, han de
resplandecer en ellos tanto la virtud como la Santidad que como hacha
puesta en lugar eminente, sirva de alumbrarles a ellos en el camino de la
justicia para que no lo yerren…”.9 Esto también es tratado en el Capítulo
XXV más detalladamente: los regidores deben ser considerados por el
estamento clerical como buenos feligreses, aparecer en los actos religiosos
públicos, como procesiones de Semana Santa, y sobre todo, nunca cometer
irreverencias en los templos. Se aduce que el advenimiento del Imperio
Otomano sobre Constantinopla fue un castigo por estas ligerezas.10
9 CASTILLA Y AGUAYO, J. de. Op. Cit., p. 75. 10 CASTILLA Y AGUAYO, J. de. Op. Cit., p. 133.
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Los libros históricos más frecuentes incluyen La Historia de España del padre Mariana, una Historia Romana, los Anales de Valencia, los de la Corona de Aragón, Crónica del Rey Luis de Francia, Paces entre el Emperador y Rey de Francia, Historia del Rey Don Fernando el Católico. La
historia militar suscita poco interés: De jure et officis bellicis et disciplina militari, de Ayala, y el Tratado de la Caballería a la jineta o de la brida,
escritos por Suarez de Peralta.
De entre la literatura clásica, dada la influencia del
Humanismo, se atenderá sobre todo a los siguientes autores: historiadores
como Suetonio, Salustio y Plutarco; poetas como Homero, Marcial, Virgilio,
Lucano y Ovidio; filósofos como Platón (el Divino) y Aristóteles (el Filósofo,
por antonomasia), con preferencia por el segundo; y autores humanísticos,
como Dante, Petrarca, Lorenzo Valla, Boecio y Erasmo de Rotterdam. La
literatura española es, por lo general, la gran ausente. En la biblioteca de
Luis Hurtado aparecen los Proverbios del Marqués de Santillana, las Coplas de Jorge Manrique, la Propaladia de Bartolomé de Torres Naharro y la
famosa Cárcel de amor de Diego de San Pedro. En cuanto a literatura
clásica, Castilla también cita abundantemente a Valerio Máximo, Vegecio,
Diodoro Sículo, Bias, Cicerón, Aulo Gelio….
Libros científicos que aparecen alguna vez son los famosos Diez libros de arquitectura de Vitrubio, alguno relacionado con la Medicina, como
los Problemas del Doctor Villalobos, médico, o la minería, como De re metallica, del naturalista germano Agrícola.
Escaso es este regadío para las plantas de los jóvenes, según la
metáfora recurrente de Castilla. Gran labor debería hacer la Compañía de
Jesús, como es citado en el Capítulo XI, para que surgieran “preceptores
gramáticos tan hábiles como después acá los han tenido en su colegio, de
cien estudiantes no salían entonces cuatro buenos y ahora de quinientos no
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aciertan a salir veinte malos”.11El desinterés por la cultura, salvo algunas
excepciones, y por las cuestiones prácticas del gobierno, es muy amplio.
Un dato curioso es la gran afición musical de los regidores, que
contrasta con la sordera de siglos posteriores, y el gusto cosmopolita que
muestran. Junto a instrumentos musicales (laúdes, tiorbas…), aparecen
partituras de los grandes maestros del momento, como el madrigalista Luca
Marenzio, precursor de Monteverdi; el flamenco Jacques Arcadelt; el gran
polifonista manierista Orlando di Lasso, etc.
La cuestión de la organización de la familia es central en
la vida de los regidores, y la vertebra la política matrimonial marcada por su
fin práctico o económico. En Madrid, por ejemplo, se siguió la tendencia de
buscar esposas del mismo municipio, entre otras cosas, para cumplir el
requisito de ser natural de la villa exigido a los regidores . Hubo quien
intentó vetar la entrada en el concejo a candidatos por tener esposas de
Guadalajara o Toledo; aunque otras veces no hubo obstáculo alguno. Si para
precisar la clase social hemos contado con la profesión del padre del sujeto y
con el nivel de aristocracia determinado por los títulos, los hábitos militares
y los señoríos, veremos que las profesiones de los padres de las esposas son
más variadas, y cuentan menos. En el concierto de matrimonios se buscó
que los padres de las prometidas, o al menos sus hermanos, estuvieran
vinculados al gobierno de la villa, o lo que era mejor, que estuvieran al
servicio del rey en el Ejército o en cualquiera de las instituciones
monárquicas. También estaban valoradas las hijas de miembros de la banca
y las finanzas reales o de la mercadería indiana. Otras veces es la posesión
de grandes haciendas, rurales o ciudadanas, la que llama la atención. Sin
embargo, priman el orgullo y la endogamia, y rara vez un regidor escoge una
mujer ajena a su entorno social como, por ejemplo, podría ser un matrimonio
entre un hidalgo y una burguesa del comercio textil.
11 CASTILLA Y AGUAYO, J. de. Op. Cit., p. 43
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En relación con la política matrimonial era normal la práctica de las
“segundas nupcias” con fines estratégicos. Aparte de las dotes, incluso de las
disposiciones testamentarias del marido anterior, se creaban nuevos
vínculos familiares. En una sociedad patriarcal como aquella, el padre podía
repudiar un matrimonio no deseado, sin que la Iglesia pusiera objeciones. El
castigo más frecuente era desheredar: Friedman afirma que esto ocurrió
más a las mujeres, aunque Guerrero Mayllo no tiene datos que lo
corroboren. Algunos maridos quisieron preservar la herencia de sus
descendientes con medidas testamentarias en contra de las segundas
nupcias mencionadas más arriba.
Los componentes económicos más elementales en los
matrimonios eran la dote, aportada por la esposa, y las arras, aportadas por
el esposo. La promesa de dote, hecha por el padre de la novia, daba una
carta de pago al marido. La dote se componía de dinero y de bienes raíces,
propiedades inmobiliarias, legítimas y títulos públicos. Aparte, estaba el
ajuar, que componían muebles y vestimenta. La entrega de arras, que
podríamos llamar dote masculina, no sobrepasaba la décima parte de los
bienes del marido. A diferencia de la dote y el ajuar femeninos, no eran
obligatorias: en cuanto a la dote de las mujeres, si había irregularidades en
los plazos de donación, podía llegarse a pleitos legales, como demuestran los
casos de Pedro y Melchor Herrera.
En cuanto a la descendencia, no se puede saber con exactitud
cuál era el número medio de hijos, pues los testamentos se escribían con una
gran precocidad. De acuerdo con los testimonios existentes, sólo un 33’3 %
de los matrimonios de regidores estudiados tenían familias numerosas. Por
lo demás, ni las relaciones extraconyugales ni los hijos naturales fueron
abundantes, aparte de que la bastardía no fue una mancha indeleble.
El ánimo de integrarse en las esferas del poder y la nobleza era
a veces movido por el propio interés, pero lo que de verdad importaba a la
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mayoría era el ascenso social de los hijos. Muchos ascendían, según vimos, a
través de las Órdenes Militares; otros se destinaban a la Iglesia,
especialmente los segundones de familias numerosas. La entrada en el
convento o profesión eximía al padre con frecuencia de tener que dejar
herencia. El ejército fue otra salida habitual, y algunos segundones se
aprovecharon de los privilegios y prerrogativas obtenidas por sus padres. De
todas formas, a veces se simultanearon varias actividades a la vez: muchos
miembros concejiles intentaron tener puestos en la Administración o el
Ejército. No sabemos si la insistencia de Castilla en la educación espartana
de los hijos, con sus exigencias de cumplimientos de castigos físicos, de
dietas alimentarias rigurosas, con ejemplos de los Lacedemonios, es más
bien una exageración o una prevención contra una clase cada vez más
acomodada y más venal. Y la figura de los abuelos tutelares en la
civilización persa probablemente también es un encomio de los familiares
que dirigen carreras bien llevadas. De ahí que Castilla reprenda
severamente la ingratitud a los maestros.
En cuanto a las hijas, podemos hablar de endogamia
profesional en el caso de los matrimonios: con grandes mercaderes, para
potenciar un grupo social en alza, o con letrados. Los matrimonios
consanguíneos permitían que ciertas familias no desaparecieran, y
permitiendo el acceso al mayorazgo. Las dotes tenían más aportación por la
vía paterna que por la materna: las más altas fueron las de hijas de
miembros de la Administración Central. Cuando no se podía dotar
suficientemente a las hijas, se decidía ingresarlas en un convento, si bien
algunas escogieron esta vía por verdadera vocación. Al igual que los frailes,
solían renunciar a las legítimas que les correspondían en las particiones de
bienes por parte de los padres. Las hijas también están por completo
ausentes en El perfecto regidor.
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Reflexiones sobre la figura del regidor en el siglo XVII: a propósito de El perfecto regidor,
de Juan de Castilla y Aguayo.
Este cuadro de nepotismo y favoritismo no concuerda con los
continuos consejos de Castilla de servir a Dios y desobedecer a los parientes
cercanos, bajo el único sol de la conciencia individual y el temor divino. Las
“pasiones particulares”12 debían ser el único motor, y la ética teleológica de
llevar el propio linaje a buen puerto el sustituto de la equidad pregonada. Y
el amor del interés propio13 era la ética real de estos cabildos.
La actividad de los regidores se daba en dos tipos de eventos:
los consistorios y las comisiones. En los primeros se diseña la organización
interna del concejo y la administración de las propiedades; en las segundas,
se cumple la administración con oficiales elegidos ad hoc.El consistorio es
una institución formada por el corregidor o su teniente, los regidores (el
alférez, el depositario y los ejecutores), el procurador general, el del común y
los sesmeros. No obstante, las decisiones importantes siempre fueron
tomadas por la minoría de los regidores, opuestos a los corregidores, que
representaban a la Corona. Este es un tema fundamental en la obra de
Castilla: se explican las tácticas de autocontrol que el regidor debe tener
para no enojar a estos enemigos potenciales.
Las reuniones de concejo eran convocadas por el corregidor o su
teniente mediante los porteros en un ámbito de dos leguas alrededor de la
Villa. Se celebraban lunes, miércoles y viernes. El horario de estas
reuniones, en Madrid, era de nueve a once de la mañana en invierno; en
cambio, en verano se fijó de ocho a diez. Era importante no quebrantar estos
horarios con informalidad, no acudir armados (salvo el alférez) y respetar el
secreto profesional. Era parte integrante del rito la colocación jerárquica de
los oficiales según la antigüedad. El voto, que a veces era restringido, desde
1599 era secreto, lo cual podía ralentizar el proceso de las decisiones. El
absentismo era castigado desde los años de Carlos I, y se exigían seis meses
mínimos de asistencia. Tal absentismo podía excusarse de varias maneras: 12 CASTILLA Y AGUAYO, J. de. Op. Cit, p. 86. 13 CASTILLA Y AGUAYO, J. de. Op. Cit., p. 100
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si se suponía que los regidores ausentes eran hombres con otras
ocupaciones, podían presentarse al final de la reunión; el Rey las autorizaba
cuando estaban realizando algún servicio. También la endogamia fue un
problema, paradójicamente, en cabildos formados exclusivamente por
parientes: pero en casos de bipartidismo, un miembro o dos de diferencia
eran decisivos. Al acabar la sesión todos los acuerdos debían volver a
comprobarse y aprobarse. En Madrid, había varios Libros de Acuerdos,
donde se trataba de las comisiones, del pósito de trigo, de los censos, de los
propios y las rentas, para los cargos y libranzas de las carnicerías, para la
correspondencia; para las ordenanzas, para las visitas; para los montes, otro
sobre asuntos inmobiliarios; otro sobre herramientas, etc. La periodicidad de
los consistorios dependía, claro, del tamaño de la ciudad: frente a los 133
anuales de media en Madrid, encontramos 92 en Murcia, 79 en Cáceres,
etcétera.
En cuanto a las comisiones, digamos que nacen de la gran
variedad de asuntos a tratar en el concejo, que hacen que surja cierta
especialización. Estaban constituidas por uno o dos regidores, a veces en
compañía de varios corregidores (Comisión de visitas) u otros miembros (los
alarifes, en cuestiones de albañilería), y eran supervisadas por los
comisarios. Podemos distinguir entre comisiones ordinarias y
extraordinarias. Las ordinarias se dividían, generalmente, en cinco tipos:
del Gobierno de la Villa, y tratan sobre el abasto, las puertas, limpieza,
obras públicas, etc.; de rentas reales y hacienda municipal, y se ocupan de
las alcabalas, millones, veintenas, sisas municipales y propios; del término y
jurisdicción de Madrid, y jurisdicción sobre aldeas y lugares, así como
ejidos, montes, etc.; del concejo; de fiestas y ceremonias. Las comisiones
extraordinarias se ocupaban de asuntos muy concretos: un ejemplo, de
nuevo en Madrid, en 1573, lo tenemos cuando dos regidores con un párroco
van a rogar a Dios para que no acaiga una plaga de oruga. Otras comisiones
extraordinarias tenían un carácter más práctico, como la compra de lugares,
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para habilitar hospitales necesarios para la epidemia de gripe.También las
hay de tipo religioso, lúdico, etc.
Así mismo, los regidores eran los responsables de elegir a los
oficios municipales: de los Alcaldes de Hermandad a los mayordomos de
propios, de los abogados de pobres al verdugo, del Preceptor de Gramática al
alcaide de las puertas… Más complicado era designar a los procuradores en
Cortes, que eran dos y representaban intereses opuestos: uno a los regidores
y otro a los hidalgos de la parroquia. Los problemas surgen por tres
motivos: el vacío legal, las irregularidades y el absentismo, y la
disconformidad con los salarios.
El gobierno de la villa se ocupaba de diversas cuestiones, de
infraestructura municipal: abasto, urbanismo, higiene, educación,
moralidad, buenas costumbres… En cuanto al abasto hubo conflictos de
intereses, pues para solventar las posibles carestías (de harina, de vino,
carne…) los propios regidores eran los abastecedores que ponían sus precios
y condiciones. Los servicios de limpieza fueron de creación tardía: en
Madrid, se cumplieron en la década de los ochenta del XV. También era
difícil concienciar a los ciudadanos de que las calles no eran un estercolero.
A esta suciedad contribuía además el desorden urbanístico de las ciudades,
que incluso en su mismo centro tenían falta de empedrado y otras
complicaciones: en este sentido también hubo prevaricación por parte de los
regidores. Refiriéndonos a la moralidad pública, en Madrid, junto a la
construcción del hospital de la Pasión, donde se “arrecogía” a las mujeres
públicas, nos encontramos con los nombramientos de padres de mozos y
madres de mozas para amparar a los mozos descarriados dándoles un amo
al que servir.
En cuanto al tema del patrimonio de los regidores madrileños,
primero trataremos sus bienes inmuebles y, en concreto, del mayorazgo.
Esta institución, cuyos primeros balbuceos se dan en el siglo XIV y se fija
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con las leyes de Toro, es un tipo de propiedad que intentaba evitar la
división de bienes. Podemos distinguir estos tipos de mayorazgo: los
mayorazgos con base señorial, que son señoríos jurisdiccionales, en los que
el propietario puede imponer justicia aparte de elegir los oficios de las
villas; los mayorazgos constituidos por fincas rústicas y urbanas, que según
Domínguez Ortiz, son un paso previo para tener un señorío; y los
mayorazgos con predominio de rentas y oficios, formados por juros, censos y
oficios públicos.
El estilo de vida de los regidores se deduce de su patrimonio,
así como por sus deudas, pues es característica de la época la voluntad de
aparentar. En Madrid, el hacinamiento en los nuevos barrios de la ciudad
cortesana marca un caos urbanístico, que se va resolviendo poco a poco con
la expansión de la ciudad. Las casas tenían un mínimo de cuatro
habitaciones y se valoraban anexos como jardines, cocheras, caballeriza,
cueva, bodega, etc., y estaba muy bien visto contar con una capilla u oratorio
privado. Si bien muchas de estas casas, de puertas adentro, se encontraban
en un estado lamentable. Los bienes suntuarios incluían el tapiz, presente
en todo salón, la alfombra, los guadamecíes cordobeses y el coleccionismo de
joyas y piedras preciosas (tesaurización). El coleccionismo de arte también
tuvo su apogeo, con predominio de la pintura religiosa: los temas preferidos
eran Virgen con el Niño, la Sagrada Familia, la Pasión de Cristo, las Anunciaciones, las Natividades o la Adoración de los Reyes. También los
Ecce Homo, Cristos crucificados y Descendimientos. Entre los temas
paganos se prefieren los de Venus y Adonis, el Dios Baco, el Hurto de Venus, Marte, Anteón, Las Parcas o Los trabajos de Hércules. Otros géneros
tratados son la pintura de paisajes y las galerías de retratos, como el caso
excepcional de la de Pedro de Guzmán, de unos ochenta.
Mención aparte merecen los diversos tipos de servidumbre y
esclavitud. Entre la servidumbre masculina encontramos las figuras del
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mayordomo, responsable de todo el personal; el paje, muchacho de buena
familia que atendía la mesa; el escudero, que acompañaba en sus salidas a
la señora de la casa; los lacayos eran criados de “escaleras arriba”,
encargados de conservar los bienes, etc. En la servidumbre femenina se
diferenciaba entre las doncellas y las fregonas. Las primeras atendían
personalmente a las señoras, llegando, si era necesario, a ingresar con ellas
en los conventos si era necesario; las fregonas se encargaban de la limpieza
y las tareas más duras. Las amas de cría fueron las encargadas, hasta el
siglo XIX, de educar a los niños en sus primeras andadas. Si una familia
disponía de esclavos, su prestigio era aún mayor: entre los regidores
madrileños lo normal era tener uno. Había dos maneras de conseguirlos: por
merced real, algo muy raro, y comprándolos.
Todo este ritual de ostentación acababa con la muerte y los
ritos funerarios. La concepción de las postrimerías del hombre como todo un
ars moriendi es fundamental para el hombre español de los primeros
Austrias. Ello se refleja en las distintas partes del testamento, que , que
según la ortodoxia postridentina, cuenta con una invocación y una
encomendación; en la construcción de suntuosas sepulturas en capillas de la
propia parroquia; en la elección de la mortaja de una orden religiosa
determinada; en la relativa importancia del féretro (que sólo la tendrá a
partir de fines del XVII); o en la determinación de misas de corpore presente a las misas perpetuas.
Existe un fuerte contraste entre el constante elogio que hace
alguien como Castilla de la humildad, en el Capítulo XIII, y este afán
continuo de aparentar: pero el hombre Barroco es un ser hecho de
contradicciones, donde el ascetismo convive con el amor por la cámara de
maravillas y el contemptu mundi con el desenfreno.
Juan de Castilla y Aguayo trata muchos de estos temas en su
obra: las virtudes cardinales sirven de apoyo para las artimañas del regidor
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de Juan de Castilla y Aguayo.
en el concejo; la templanza le hará no perder los estribos ante el afán de
venganza hacia los que le han agraviado; la prudencia le hará contener sus
palabras, para no delatarse… Todo esto según el convencional elogio del
laconismo y la sobriedad en el hablar, que se funda en las habituales citas
de ejemplos de la Antigüedad. Distanciándose, mediante el recurso del
diálogo, de la severidad acerca de la hidalguía y la limpieza de sangre de
Arce Otaola, dirá, siguiendo a los humanistas, que la nobleza del hombre se
basa en su talento y esfuerzo, aduciendo el ejemplo clásico de los perros de
Licurgo. Las virtudes (que todas se dirigen hacia la continencia) llevan
también a los bienes temporales, que el desasosegado desconoce, nunca
saciado con los placeres que consigue.
La primera parte del libro de Castilla se centra en el problema
de la educación de los Regidores, y de la disyuntiva ciencia/experiencia. Este
tema se retoma en capítulo XXVII con la idea de la prudencia, que viene a
significar “elegir lo bueno y reprobar lo malo” 14. El sabio se diferencia del
prudente como en el alma se diferencian lo especulativo o contemplativo de
lo activo o electivo: el sabio, como el especulativo, tiene una contemplación
que está en el entendimiento; el activo o electivo, es el que elige, que es un
oficio de la razón. La Fortaleza, virtud cardinal y uno de los siete dones del
Espíritu Santo, permitirá a los regidores resistir ante la presión de los
Corregidores que, teóricamente, defendiendo el interés de la corona,
defienden el propio. En la última parte de El perfecto regidor, todo esto se
resuelve en el consuelo que supone el servicio de Dios que, por sí mismo, ya
serviría como un imprescindible breviario de virtudes que proporcionan
felicidad estoica, pero que además culmina en la salvación, el único fin de
las obras de todo caballero cristiano.
Rafael Bellón Barrios 14 CASTILLA Y AGUAYO, J. de: Op. Cit., p. 136
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