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Reflexiones sobre la figura del regidor en el siglo XVII: a propósito de El perfecto regidor, de Juan de Castilla y Aguayo Para tratar la obra de Juan de Castilla y Aguayo El perfecto regidor, publicada en Salamanca en 1586, primero haremos una descripción de la estructura de los cabildos e instituciones municipales, que entreveraremos con resúmenes y citas de la obra de Castilla, según vayan aflorando los temas centrales de la idiosincrasia de los regidores (origen social, formación cultural, patrimonio, intenciones, estilo de vida, etc.), que nos aclararán su pensamiento. La plantilla de los órganos municipales está compuesta por una oligarquía local en el siglo XVII, culminando una evolución que va desde el concejo abierto, en el que participaban todos los vecinos, a la invención de organismos reducidos (cabildos, consells, ayuntamientos). Es en el siglo XIV, con Alfonso XI, cuando se impulsa la creación de estos organismos. Tomando como modelo el concejo de Madrid, podremos decir que un organismo municipal tiene dos clases de componentes. Por una parte, los que necesitan sanción real, tales como el corregidor, los regidores, el alférez mayor, el depositario general, los escribanos, los procuradores del número de la villa y el alcaide de la cárcel. Por otra, los de responsabilidad simplemente municipal, es decir, elegidos por jueces del lugar: así, el mayordomo de propios, el mayordomo del pósito y los receptores de rentas, en lo económico; el procurador general, el procurador del común o de pecheros y los sesmeros, en lo representativo; y los alcaldes de Hermandad, los de Mesta y los letrados, en lo jurídico. También tenían puestos municipales, si bien más baladíes, los preceptores de Gramática, pregoneros, padres de mozos, almotacenes o verdugos.

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Reflexiones sobre la figura del regidor en el siglo XVII: a propósito de El perfecto regidor,

de Juan de Castilla y Aguayo

Para tratar la obra de Juan de Castilla y Aguayo El perfecto regidor, publicada en Salamanca en 1586, primero haremos una descripción

de la estructura de los cabildos e instituciones municipales, que

entreveraremos con resúmenes y citas de la obra de Castilla, según vayan

aflorando los temas centrales de la idiosincrasia de los regidores (origen

social, formación cultural, patrimonio, intenciones, estilo de vida, etc.), que

nos aclararán su pensamiento.

La plantilla de los órganos municipales está compuesta por una

oligarquía local en el siglo XVII, culminando una evolución que va desde el

concejo abierto, en el que participaban todos los vecinos, a la invención de

organismos reducidos (cabildos, consells, ayuntamientos). Es en el siglo XIV,

con Alfonso XI, cuando se impulsa la creación de estos organismos. Tomando

como modelo el concejo de Madrid, podremos decir que un organismo

municipal tiene dos clases de componentes. Por una parte, los que necesitan

sanción real, tales como el corregidor, los regidores, el alférez mayor, el

depositario general, los escribanos, los procuradores del número de la villa y

el alcaide de la cárcel. Por otra, los de responsabilidad simplemente

municipal, es decir, elegidos por jueces del lugar: así, el mayordomo de

propios, el mayordomo del pósito y los receptores de rentas, en lo económico;

el procurador general, el procurador del común o de pecheros y los sesmeros,

en lo representativo; y los alcaldes de Hermandad, los de Mesta y los

letrados, en lo jurídico. También tenían puestos municipales, si bien más

baladíes, los preceptores de Gramática, pregoneros, padres de mozos,

almotacenes o verdugos.

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de Pensamiento Político Hispánico Rafael Bellón Barrios,

Reflexiones sobre la figura del regidor en el siglo XVII: a propósito de El perfecto regidor,

de Juan de Castilla y Aguayo.

Pero la élite en la que se estructura el gobierno de las villas y

ciudades en el Antiguo Régimen son sin duda los regidores, que según

Castillo de Bobadilla, en su Política para corregidores y señores de vasallos,

el manual práctico más importante de la época junto a este El perfecto regidor de Castilla y Aguayo que nos ocupa, “representan al pueblo y son

toda la ciudad y cabeza de ella”.

Estos regidores están nombrados muchas veces para remunerar

servicios realizados a la Corona, y la idea de distribuir las tareas de

gobierno municipal a menudo es una farsa. Así mismo, la gran exigencia de

prebendas que hace un sector de hidalgos educados en las facultades, y el

sector de los mercaderes y hombres de finanzas, hacen que estas regidurías

sean vendidas al mejor postor, según se pujara por ellas. Y aunque la

mayoría de las regidurías no eran perpetuas, sí se facilitó la

patrimonialización del oficio, esto es, que pasara de padres a hijos o entre

parientes. La fórmula legal usada era la renuncia o resignatio in favorem,

en la que la regiduría caía en manos de la persona designada por el

renunciante, lo que propiciaba o bien una transmisión hereditaria, en el caso

de que se eligiera un pariente, o una venta encubierta, en otros casos.

La regiduría solía costar 300.000 maravedíes a finales del siglo

XVI, mientras que las ventas privadas o encubiertas, tal como las hemos

llamado, se hacían por 500 – 700.000 maravedíes, precios ciertamente

elevados que podían llevar a la ruina a más de un inversor. El salario anual

del regidor (unos 2000 maravedíes) no justifica un gasto tal, por eso

debemos estudiar los beneficios añadidos que el cargo tenía: la perpetuidad,

prebendas personales: en el abastecimiento de la ciudad y en la fiscalización

de la hacienda. Esto lo hacía un puesto codiciado por la aristocracia, no sólo

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de Madrid o de Lucena, según estudian, respectivamente, Ana Guerrero

Mayllo1 y María Araceli Serrano Tenllado2, sino en cualquier otra villa.

¿Qué cualidades eran tenidas en cuenta para nombrar a un

regidor? El grupo más numeroso era el de los hidalgos, aunque a veces su

titulación fuera dudosa. Castilla y Aguayo dedica todo un capítulo (el 34) a

las etimologías, más o menos fantásticas, que en la época se daban del

término “hidalgo”: que viniera de “itálico”, etc. Esto le lleva a la

consideración sobre el origen de los nobles castellanos. Para esta

controversia, la de las distintas teorías sobre la nobleza, podemos traer a

colación las distinciones del profesor Domínguez Ortiz3, según las cuales

había quienes decían que esta era una cualidad natural, una especie de

privilegio exclusivo de ciertos linajes vetustos, pero también estaban los que

opinaban que era un conglomerado de valor y de virtudes individuales, que

distinguían a los individuos que debían hacer de guías de la sociedad, fuese

cual fuese su origen. Aunque se impuso la teoría de la nobleza como grado

sumo de la “limpieza de sangre”, también se valoró la nobleza que el

monarca otorgaba como una virtud especial, esto es, la llamada “nobleza de

letras”. Como menciona Fayard 4en su famosa monografía sobre el consejo

de Castilla, ya desde la antigüedad los magistrados habían considerado

nobles a los licenciados y doctores universitarios. Si bien Domínguez Ortiz

nos recuerda que en España “nadie se tomaba en serio la nobleza de letras”:

siempre fue más importante la limpieza de sangre. Uno de los que

defendieron esta primacía fue Arce Otalora (citado por Castilla) en su

importante obra De nobilitatis e inmunitatis Hispaniae causis. Aunque los

hidalgos se distinguían por la ausencia de sus antepasados de los padrones 1 GUERRERO MAYLLO, A.: Familia y vida cotidiana de una élite de poder: Los regidores madrileños en tiempos de Felipe II. SigloXXI, 1993 2 SERRANO TENLLADO, M. A.: El poder socioeconómico y político de una élite local: los regidores de Lucena en la segunda mitad del siglo XVII. Universidad de Córdoba. 2004. 3 DOMÍNGUEZ ORTIZ, A.: La sociedad española en el siglo XVII, Universidad de Granada, Granada, 1992, citado por TELLADO SERRANO, ob. Cit., p. 177. 4 FAYARD, J.: Los miembros del consejo de Castilla ( 1621 – 1746), Siglo XXi, Madrid, 1982.

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de pecheros y por el reconocimiento y admiración de sus propios vecinos, la

nobleza de privilegio, otorgada por el rey, fue haciéndose paso: y, como

explica Gerbet5, en tres generaciones el hidalgo de privilegio se igualaba con

el hidalgo de sangre. Castilla aplica esto en su Capítulo VIII a la idea de

muchos padres de que la Gramática sólo corresponde a los predicadores y la

Filosofía a los viejos melancólicos.

En el siglo XVI la nobleza pierde su tradicional carácter militar

para convertirse en una élite que le lleva los cargos principales en la

burocracia estatal. El consilium y auxilium que prestaban los aristócratas al

monarca se llevará a cabo en el ámbito del gobierno y la administración.

¿Hay una alusión velada a esto en el debate de las armas y las letras que

presenta Castilla y Aguayo en el Capítulo VII? Con resultado favorable para

las últimas. Otro estamento con gran presencia entre los regidores fueron

los caballeros de Órdenes militares, entre las que destaca la orden de

Santiago. En menor medida (tomando los datos del concejo de Madrid)

aparecen otros relacionados con las órdenes de Alcántara, Calatrava,

Montesa, San Juan de Malta. Para conseguir el hábito de una orden eran

necesarios los siguientes requisitos: ser hijos legítimos, de hidalguía bien

conocida y no haber trabajado, ni ellos ni sus ancestros, en trabajos

mecánicos o viles, ni haber practicado el comercio ni la usura; no tener

mezcla judía o morisca de los bisabuelos ni a familiares acusados de algún

delito. Estos títulos a veces se otorgaron arbitrariamente, al igual que las

regidurías. Los requisitos exigidos, a saber, la legitimidad, la hidalguía y la

limpieza de sangre podían obviarse con artimañas, tales como el hacerse

miembro del Consejo de la Inquisición, con cargos burocráticos u honoríficos.

La hidalguía era condición sine qua non para hacerse con hábito militar, sin

la cual la limpieza de sangre no servía, según muestra el caso de Bartolomé

5 GERBET, M. C., La noblesse dans le royaume de Castille (Etude sur ses estructures sociales en Extrémadure de 1454 à 1516), Sorbonne, Paris, 1979., citado en TELLADO SERRANO, M. A. , Ob. Cit., p. 178

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Velázquez de la Canal6, por ejemplo. Esto lo corroboran aquellos que

intentaron ser descalificados por haber tenido un abuelo sastre, escribano,

etc., es decir, realizador de una tarea mecánica o vil. En cambio, el haber

sido procurador en las Cortes fue algo que recompensó a algunos con el

hábito militar. Lo que realmente determinó que se aceptara la hidalguía de

un candidato a hábito fue la riqueza económica. También eran útiles los

lazos de parentesco con caballeros de Órdenes: algunas veces se presentaba

en el curriculum el nombre de cinco o seis parientes vinculados a la orden.

En general, los hijos querían seguir siendo miembros de la Orden en la que

militaron sus padres y abuelos.

Los señores de vasallos, esto es, los que tenían señoríos y

vasallos, sin ser propiamente hidalgos, fueron otro grupo con mucha

presencia entre los regidores. Estos podían inventarse un linaje de

hidalguía en un par de generaciones, e integrarse en el estamento de la

nobleza. Esto aún será más fácil en los reinados de Felipe IV y Carlos II,

como lamentará amargamente Quevedo.

Lo que Maravall 7llamó el “estamento intermedio”, es decir, el

grupo de los letrados, los burócratas y poseedores de grandes fortunas, tiene,

como el anterior, el fin de ennoblecerse a partir de su riqueza y de sus

títulos en las instituciones políticas. Los letrados y burócratas van a tener

mucha importancia no porque gestionen los cabildos – ya hablaremos más

despacio del gran absentismo existente- sino porque hacen de intermediarios

en todo tipo de compraventas de haciendas municipales, etc. Sobre los

banqueros o arrendatarios de rentas reales sabemos menos, salvo la

evidente peculiaridad de que las deudas que otros regidores hidalgos tenían

con ellos pudieron facilitar su ennoblecimiento.

6 GUERRERO MAYLLO, A: Op. Cit., p. 22 7 MARAVALL, J. A.: Estado moderno y mentalidad social, Madrid, 1972, p. 19 - 36

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El Estatuto de 1603 impidió en gran medida el acceso de los

mercaderes a las regidurías. Como a los banqueros, los vínculos familiares y

económicos facilitaron las cosas (la práctica de la usura estuvo

generalizada). Los labradores ricos siempre habían estado vinculados al

gobierno de Madrid (de ahí que el patrón municipal sea San Isidro).

Mediante matrimonios se unen familias vinculadas a las casas consistoriales

(por ejemplo, los Martínez de Cos y los Canal). Si bien los celos de los

hidalgos resentidos se oponían a que estos alcanzaran la hidalguía y los

demás méritos mencionados. Situaciones parecidas se daban en otras

ciudades de la España de entonces: municipios controlados por la nobleza

media-baja con pequeñas intromisiones de la burguesía pimpante. Quizá la

reivindicación por Castilla de las artes liberales de Séneca y los estoicos es

una crítica velada a las artes mecánicas, que son las grandes ausentes en la

obra, así como la clase que las ejerce.

En cuanto al tema de la valoración de la formación cultural,

central en El perfecto regidor, parece clara la mayor importancia que la

opinión general da a la experiencia sobre la ciencia. Los gobernadores no

necesitaban una preparación técnica, sólo cierto conocimiento de la realidad

urbana. Para cuestiones legales, en Madrid sólo había que tener a mano la

Sentencia de Montalvo y la Concordia de Bovadilla, o la más reciente Nueva

Recopilación de las Leyes de España. Si había que redactar ordenanzas

legales había varias salidas: mandar un borrador al consejo de Castilla;

recurrir a los juristas del ayuntamiento, que habían sido abogados en la

Corte (en el caso de Madrid: si no, doctores en leyes); por último,

encargárselo a los regidores letrados que habían pertenecido a la

Administración, siempre que no estuvieran ausentes, lo que ocurría con

gran frecuencia. En Madrid, por ejemplo, la mitad tenía el título de

“letrado”, siendo una minoría la que tenía el de “doctor”. Los títulos eran

mejor valorados para conseguir plaza en los Consejos, en especial en el de

Hacienda. Muchos hijos optaron por no seguir la carrera académica de sus

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padres, pues esta no era imprescindible para el cargo de regidor, como

comentan los personajes del diálogo de Castilla, Don Ambrosio, Don Félix y

el Doctor. Así que lejos estamos de los consejos de Castilla de viajar por el

orbe para culturizarse, con ejemplos de Pitágoras o Anaxágoras sacados a

colación por Valerio Máximo, en su Capítulo IX; o de los que como

Demócrito, se arruinaron con este fin. El ejemplo de San Jerónimo como

Santo Padre también es principal.

Aunque la inmensa mayoría de los regidores sabían leer y

escribir, contamos con escasos inventarios post – mortem de bibliotecas, en

las que ni siquiera constaban a veces manuales básicos sobre la estructura

de la Monarquía. Cuando estas bibliotecas existen, se componen en un 90 %

aproximadamente de obras muy concretas para solventar pleitos judiciales.

Curiosamente, cuando los regidores no son licenciados hay mayor variedad.

Así, en la de Luis Hurtado, pagador y veedor de las obras de los Alcázares y

el Pardo, compuesta de 117 volúmenes, sólo hay siete específicamente

relacionados con su cargo. Los devocionarios y libros de piedad también

tenían un papel importante en las librerías de muchos. Todo en latín y en

castellano, muy poco en otros idiomas europeos, si acaso el italiano. El

escaso interés por otras lenguas, antiguas o modernas, es puesta de relieve

por Castilla en varios pasajes de la primera parte de la obra.

Dentro de la literatura jurídica, es importante el Derecho

Romano, con autores como Socimo, Baldo, Corneo, Jasón, Imola, Budeo y

Felipe Decio; en Derecho Canónico, destacan Agustín de Barbosa y Joan

Andreas, el Corpus civile y el Corpus Canonicum, junto a las Summas (Summa de exemplis, Summa Sacramentorum Ecclessiae de Vitoria). Otros

libros son los llamados “libros del Reino”, textos legislativos antiguos y

modernos de la Monarquía Española ( las Partidas del Alfonso X el Sabio,

las Leyes de la Mesta, los Fueros de Vizcaya y las Leyes de Toro);

comentarios a diversas pragmáticas, como la del Pan o la de los Labradores,

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y repertorios de leyes castellanas. Si Castilla cita a San Agustín diciendo

que “justicia era darle a cada uno lo que le tocaba”, y a Cicerón cuando

comenta que “asi como no puede vivir un cuerpo sin sangre, porque sin ella

no podrá usar de sus partes, asi una república sin leyes no puede usar de

sus miembros” (Cap. XX), en el cosmos municipal de los Austrias las leyes

sólo respaldan el interés de las grandes familias. Y sobre la cuestión de que

si las leyes eran mudables por el paso del tiempo, como se trata

ampliamente en el Capítulo XXI, es probable que lo fueran según las ventas

de hacienda estipuladas. Y no por hacerlas más perfectas o acomodarlas

mejor a su tiempo y lugar, como sentencia Santo Tomás en el Capítulo XXI.

La justicia moral, para Castilla, tiene tres virtudes que son la piedad, la

fidelidad y la verdad (Capítulo XXII). La piedad se demuestra en los

gobernantes que, aunque insobornables a la hora de castigar, sufren por el

dolor de sus reos; la fidelidad consiste en ejecutar con entereza las leyes, sin

miramientos; y la verdad consiste en no dejarse llevar por la adulación.

Otras virtudes de la justicia moral las constituyen el virtuoso temor, la

obediencia y la severidad (Capítulo XXIII). El temor de Dios “por anteponer

el provecho y beneficio particular al común de su patria”8; la obediencia y la

severidad, que puede obligar a castigar hasta a los familiares más cercanos

que incumplen la ley. La faceta más amable de la justicia moral incluye la

afabilidad y el agradecimiento. La afabilidad tiene que ver con la sentencia

de San Juan Crisóstomo a propósito de San Mateo sobre que “justicia sin

misericordia no es justicia sino crueldad, y misericordia sin justicia no es

misericordia sino ignorancia”; concepto similar al de piedad en el uso dado

por Castilla: Hay que tratar a los presos con palabras regaladas aunque

vayan a morir a continuación. El agradecimiento, por su parte, es

simplemente la regla de oro: agradecimiento a Dios y agradecimiento a los

súbditos por su buena voluntad.

8 CASTILLA Y AGUAYO, J. de: Op. Cit, p. 123

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Introduciendo la literatura acerca de práctica gubernamental,

Antonio de Covarrubias aparece en muchas bibliotecas de regidores, al

igual que el célebre Política para Corregidores y Señores de vasallos; sobre

las virtudes de los nobles, el ya citado Arce Otalora y sobre cuestiones

mercantiles, la Suma de Tratos y Contratos de Tomás de Mercado y el

Amparo de Pobres, de Perez de Herrera. Cada letrado suele estar

especializado: algunos en Derecho Mercantil y Civil (usufructo, mayorazgo,

interés, alcabalas, juros, censos, etc.), otros en Derecho de Familia, y en

Derecho Penal. También aparecen manuales prácticos para el gobierno:

Instrucción de escribanos, Diálogo de Relatores, Reglas de Chancillerías, Ordenanzas de Granada y Valladolid, Constituciones de Salamanca, Tractatus de oficcio fiscalis, Definiciones de Calatrava, Modo de examinar procesos, Manuales de los Visitadores, Constituciones del Colegio de Alcalá, etc. Sí cabe echar en falta obras sobre Derecho Indiano.

Si Castilla se concentra en las ideas de Huarte de San Juan

sobre la vocación de estudio y su relación con el talento innato, determinado

por el temperamento de cada persona (melancólico, flemático...),

cuestionándose muchas vocaciones equivocadas por no atender a éste

(médicos que debieron ser juristas, etc.), lo hace de una manera retórica,

pues para el regidor pocos conocimientos son necesarios. No sabemos si en

este contexto era muy necesaria su crítica a la soberbia del estudiante, falto

de experiencia, que hace en el Capítulo X, aduciendo la humildad y la

resistencia a la teoría de Sócrates. Si su recomendación sobre que los

jóvenes usaran los hábitos universitarios, más allá de que sean un distintivo

académico, como signo de honestidad, era un desiderátum de humanista

desatendido o una verdadera opción, es algo que los documentos no dejan

claro.

En cuanto a obras religiosas y morales, el efecto de la

Contrarreforma Católica y la revisión de los dogmas se ve claramente en

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libros sobre el Concilio de Trento, como los de Agustín de Barbosa, fray Juan

Bautista de Burgos, sobre las vidas de santos, entre las que es famosa el

Flos Sanctorum de Pedro de Ribadeneira, así como las obras de San Agustín

y de Fray Luis de Granada. Mención aparte merecen las obras relacionadas

con la muerte, tema que obsesionaba a los hombres de la época: citemos La danza de la muerte, Diálogo de la vejez entre Albano y Briciano y el Aviso de la muerte. También los libros de consejos morales para la vida cotidiana:

Arte de confesar; Manojuelo de Lamentaciones; La mujer cristiana; Comedia Samaritis; De temporarum calamitate; Memorial para criar a los hijos de Grandes; Estella de la vanidad; Reglas de Dueñas). Y sin relación directa

con que sus propietarios fueran miembros o no del Santo Oficio, libros sobre

ortodoxia y los herejes, clásicos o de autores más modernos como Diego de

Simancas, Alfonso de Castro, Arnaldo de Alberti o Francisco Suárez, así

como el mítico manual sobre brujería Malleus Maleficorum y la crítica al

luteranismo de Johan von Eck, Enchiridion locorum communium adversus Lutherum et alios hostes Ecclesiae. Para Castilla, la virtud cristiana,

emparentada con el término medio aristotélico, que lleva a la prudencia, es

la vara de medir de los tratos en el cabildo. De la misma manera, la fama de

santidad de los regidores les hará ser admirados y respetados por sus

vecinos (Cap. XIV): “Porque los que tienen de regir a otros, han de

resplandecer en ellos tanto la virtud como la Santidad que como hacha

puesta en lugar eminente, sirva de alumbrarles a ellos en el camino de la

justicia para que no lo yerren…”.9 Esto también es tratado en el Capítulo

XXV más detalladamente: los regidores deben ser considerados por el

estamento clerical como buenos feligreses, aparecer en los actos religiosos

públicos, como procesiones de Semana Santa, y sobre todo, nunca cometer

irreverencias en los templos. Se aduce que el advenimiento del Imperio

Otomano sobre Constantinopla fue un castigo por estas ligerezas.10

9 CASTILLA Y AGUAYO, J. de. Op. Cit., p. 75. 10 CASTILLA Y AGUAYO, J. de. Op. Cit., p. 133.

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de Juan de Castilla y Aguayo.

Los libros históricos más frecuentes incluyen La Historia de España del padre Mariana, una Historia Romana, los Anales de Valencia, los de la Corona de Aragón, Crónica del Rey Luis de Francia, Paces entre el Emperador y Rey de Francia, Historia del Rey Don Fernando el Católico. La

historia militar suscita poco interés: De jure et officis bellicis et disciplina militari, de Ayala, y el Tratado de la Caballería a la jineta o de la brida,

escritos por Suarez de Peralta.

De entre la literatura clásica, dada la influencia del

Humanismo, se atenderá sobre todo a los siguientes autores: historiadores

como Suetonio, Salustio y Plutarco; poetas como Homero, Marcial, Virgilio,

Lucano y Ovidio; filósofos como Platón (el Divino) y Aristóteles (el Filósofo,

por antonomasia), con preferencia por el segundo; y autores humanísticos,

como Dante, Petrarca, Lorenzo Valla, Boecio y Erasmo de Rotterdam. La

literatura española es, por lo general, la gran ausente. En la biblioteca de

Luis Hurtado aparecen los Proverbios del Marqués de Santillana, las Coplas de Jorge Manrique, la Propaladia de Bartolomé de Torres Naharro y la

famosa Cárcel de amor de Diego de San Pedro. En cuanto a literatura

clásica, Castilla también cita abundantemente a Valerio Máximo, Vegecio,

Diodoro Sículo, Bias, Cicerón, Aulo Gelio….

Libros científicos que aparecen alguna vez son los famosos Diez libros de arquitectura de Vitrubio, alguno relacionado con la Medicina, como

los Problemas del Doctor Villalobos, médico, o la minería, como De re metallica, del naturalista germano Agrícola.

Escaso es este regadío para las plantas de los jóvenes, según la

metáfora recurrente de Castilla. Gran labor debería hacer la Compañía de

Jesús, como es citado en el Capítulo XI, para que surgieran “preceptores

gramáticos tan hábiles como después acá los han tenido en su colegio, de

cien estudiantes no salían entonces cuatro buenos y ahora de quinientos no

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aciertan a salir veinte malos”.11El desinterés por la cultura, salvo algunas

excepciones, y por las cuestiones prácticas del gobierno, es muy amplio.

Un dato curioso es la gran afición musical de los regidores, que

contrasta con la sordera de siglos posteriores, y el gusto cosmopolita que

muestran. Junto a instrumentos musicales (laúdes, tiorbas…), aparecen

partituras de los grandes maestros del momento, como el madrigalista Luca

Marenzio, precursor de Monteverdi; el flamenco Jacques Arcadelt; el gran

polifonista manierista Orlando di Lasso, etc.

La cuestión de la organización de la familia es central en

la vida de los regidores, y la vertebra la política matrimonial marcada por su

fin práctico o económico. En Madrid, por ejemplo, se siguió la tendencia de

buscar esposas del mismo municipio, entre otras cosas, para cumplir el

requisito de ser natural de la villa exigido a los regidores . Hubo quien

intentó vetar la entrada en el concejo a candidatos por tener esposas de

Guadalajara o Toledo; aunque otras veces no hubo obstáculo alguno. Si para

precisar la clase social hemos contado con la profesión del padre del sujeto y

con el nivel de aristocracia determinado por los títulos, los hábitos militares

y los señoríos, veremos que las profesiones de los padres de las esposas son

más variadas, y cuentan menos. En el concierto de matrimonios se buscó

que los padres de las prometidas, o al menos sus hermanos, estuvieran

vinculados al gobierno de la villa, o lo que era mejor, que estuvieran al

servicio del rey en el Ejército o en cualquiera de las instituciones

monárquicas. También estaban valoradas las hijas de miembros de la banca

y las finanzas reales o de la mercadería indiana. Otras veces es la posesión

de grandes haciendas, rurales o ciudadanas, la que llama la atención. Sin

embargo, priman el orgullo y la endogamia, y rara vez un regidor escoge una

mujer ajena a su entorno social como, por ejemplo, podría ser un matrimonio

entre un hidalgo y una burguesa del comercio textil.

11 CASTILLA Y AGUAYO, J. de. Op. Cit., p. 43

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En relación con la política matrimonial era normal la práctica de las

“segundas nupcias” con fines estratégicos. Aparte de las dotes, incluso de las

disposiciones testamentarias del marido anterior, se creaban nuevos

vínculos familiares. En una sociedad patriarcal como aquella, el padre podía

repudiar un matrimonio no deseado, sin que la Iglesia pusiera objeciones. El

castigo más frecuente era desheredar: Friedman afirma que esto ocurrió

más a las mujeres, aunque Guerrero Mayllo no tiene datos que lo

corroboren. Algunos maridos quisieron preservar la herencia de sus

descendientes con medidas testamentarias en contra de las segundas

nupcias mencionadas más arriba.

Los componentes económicos más elementales en los

matrimonios eran la dote, aportada por la esposa, y las arras, aportadas por

el esposo. La promesa de dote, hecha por el padre de la novia, daba una

carta de pago al marido. La dote se componía de dinero y de bienes raíces,

propiedades inmobiliarias, legítimas y títulos públicos. Aparte, estaba el

ajuar, que componían muebles y vestimenta. La entrega de arras, que

podríamos llamar dote masculina, no sobrepasaba la décima parte de los

bienes del marido. A diferencia de la dote y el ajuar femeninos, no eran

obligatorias: en cuanto a la dote de las mujeres, si había irregularidades en

los plazos de donación, podía llegarse a pleitos legales, como demuestran los

casos de Pedro y Melchor Herrera.

En cuanto a la descendencia, no se puede saber con exactitud

cuál era el número medio de hijos, pues los testamentos se escribían con una

gran precocidad. De acuerdo con los testimonios existentes, sólo un 33’3 %

de los matrimonios de regidores estudiados tenían familias numerosas. Por

lo demás, ni las relaciones extraconyugales ni los hijos naturales fueron

abundantes, aparte de que la bastardía no fue una mancha indeleble.

El ánimo de integrarse en las esferas del poder y la nobleza era

a veces movido por el propio interés, pero lo que de verdad importaba a la

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mayoría era el ascenso social de los hijos. Muchos ascendían, según vimos, a

través de las Órdenes Militares; otros se destinaban a la Iglesia,

especialmente los segundones de familias numerosas. La entrada en el

convento o profesión eximía al padre con frecuencia de tener que dejar

herencia. El ejército fue otra salida habitual, y algunos segundones se

aprovecharon de los privilegios y prerrogativas obtenidas por sus padres. De

todas formas, a veces se simultanearon varias actividades a la vez: muchos

miembros concejiles intentaron tener puestos en la Administración o el

Ejército. No sabemos si la insistencia de Castilla en la educación espartana

de los hijos, con sus exigencias de cumplimientos de castigos físicos, de

dietas alimentarias rigurosas, con ejemplos de los Lacedemonios, es más

bien una exageración o una prevención contra una clase cada vez más

acomodada y más venal. Y la figura de los abuelos tutelares en la

civilización persa probablemente también es un encomio de los familiares

que dirigen carreras bien llevadas. De ahí que Castilla reprenda

severamente la ingratitud a los maestros.

En cuanto a las hijas, podemos hablar de endogamia

profesional en el caso de los matrimonios: con grandes mercaderes, para

potenciar un grupo social en alza, o con letrados. Los matrimonios

consanguíneos permitían que ciertas familias no desaparecieran, y

permitiendo el acceso al mayorazgo. Las dotes tenían más aportación por la

vía paterna que por la materna: las más altas fueron las de hijas de

miembros de la Administración Central. Cuando no se podía dotar

suficientemente a las hijas, se decidía ingresarlas en un convento, si bien

algunas escogieron esta vía por verdadera vocación. Al igual que los frailes,

solían renunciar a las legítimas que les correspondían en las particiones de

bienes por parte de los padres. Las hijas también están por completo

ausentes en El perfecto regidor.

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Este cuadro de nepotismo y favoritismo no concuerda con los

continuos consejos de Castilla de servir a Dios y desobedecer a los parientes

cercanos, bajo el único sol de la conciencia individual y el temor divino. Las

“pasiones particulares”12 debían ser el único motor, y la ética teleológica de

llevar el propio linaje a buen puerto el sustituto de la equidad pregonada. Y

el amor del interés propio13 era la ética real de estos cabildos.

La actividad de los regidores se daba en dos tipos de eventos:

los consistorios y las comisiones. En los primeros se diseña la organización

interna del concejo y la administración de las propiedades; en las segundas,

se cumple la administración con oficiales elegidos ad hoc.El consistorio es

una institución formada por el corregidor o su teniente, los regidores (el

alférez, el depositario y los ejecutores), el procurador general, el del común y

los sesmeros. No obstante, las decisiones importantes siempre fueron

tomadas por la minoría de los regidores, opuestos a los corregidores, que

representaban a la Corona. Este es un tema fundamental en la obra de

Castilla: se explican las tácticas de autocontrol que el regidor debe tener

para no enojar a estos enemigos potenciales.

Las reuniones de concejo eran convocadas por el corregidor o su

teniente mediante los porteros en un ámbito de dos leguas alrededor de la

Villa. Se celebraban lunes, miércoles y viernes. El horario de estas

reuniones, en Madrid, era de nueve a once de la mañana en invierno; en

cambio, en verano se fijó de ocho a diez. Era importante no quebrantar estos

horarios con informalidad, no acudir armados (salvo el alférez) y respetar el

secreto profesional. Era parte integrante del rito la colocación jerárquica de

los oficiales según la antigüedad. El voto, que a veces era restringido, desde

1599 era secreto, lo cual podía ralentizar el proceso de las decisiones. El

absentismo era castigado desde los años de Carlos I, y se exigían seis meses

mínimos de asistencia. Tal absentismo podía excusarse de varias maneras: 12 CASTILLA Y AGUAYO, J. de. Op. Cit, p. 86. 13 CASTILLA Y AGUAYO, J. de. Op. Cit., p. 100

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si se suponía que los regidores ausentes eran hombres con otras

ocupaciones, podían presentarse al final de la reunión; el Rey las autorizaba

cuando estaban realizando algún servicio. También la endogamia fue un

problema, paradójicamente, en cabildos formados exclusivamente por

parientes: pero en casos de bipartidismo, un miembro o dos de diferencia

eran decisivos. Al acabar la sesión todos los acuerdos debían volver a

comprobarse y aprobarse. En Madrid, había varios Libros de Acuerdos,

donde se trataba de las comisiones, del pósito de trigo, de los censos, de los

propios y las rentas, para los cargos y libranzas de las carnicerías, para la

correspondencia; para las ordenanzas, para las visitas; para los montes, otro

sobre asuntos inmobiliarios; otro sobre herramientas, etc. La periodicidad de

los consistorios dependía, claro, del tamaño de la ciudad: frente a los 133

anuales de media en Madrid, encontramos 92 en Murcia, 79 en Cáceres,

etcétera.

En cuanto a las comisiones, digamos que nacen de la gran

variedad de asuntos a tratar en el concejo, que hacen que surja cierta

especialización. Estaban constituidas por uno o dos regidores, a veces en

compañía de varios corregidores (Comisión de visitas) u otros miembros (los

alarifes, en cuestiones de albañilería), y eran supervisadas por los

comisarios. Podemos distinguir entre comisiones ordinarias y

extraordinarias. Las ordinarias se dividían, generalmente, en cinco tipos:

del Gobierno de la Villa, y tratan sobre el abasto, las puertas, limpieza,

obras públicas, etc.; de rentas reales y hacienda municipal, y se ocupan de

las alcabalas, millones, veintenas, sisas municipales y propios; del término y

jurisdicción de Madrid, y jurisdicción sobre aldeas y lugares, así como

ejidos, montes, etc.; del concejo; de fiestas y ceremonias. Las comisiones

extraordinarias se ocupaban de asuntos muy concretos: un ejemplo, de

nuevo en Madrid, en 1573, lo tenemos cuando dos regidores con un párroco

van a rogar a Dios para que no acaiga una plaga de oruga. Otras comisiones

extraordinarias tenían un carácter más práctico, como la compra de lugares,

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para habilitar hospitales necesarios para la epidemia de gripe.También las

hay de tipo religioso, lúdico, etc.

Así mismo, los regidores eran los responsables de elegir a los

oficios municipales: de los Alcaldes de Hermandad a los mayordomos de

propios, de los abogados de pobres al verdugo, del Preceptor de Gramática al

alcaide de las puertas… Más complicado era designar a los procuradores en

Cortes, que eran dos y representaban intereses opuestos: uno a los regidores

y otro a los hidalgos de la parroquia. Los problemas surgen por tres

motivos: el vacío legal, las irregularidades y el absentismo, y la

disconformidad con los salarios.

El gobierno de la villa se ocupaba de diversas cuestiones, de

infraestructura municipal: abasto, urbanismo, higiene, educación,

moralidad, buenas costumbres… En cuanto al abasto hubo conflictos de

intereses, pues para solventar las posibles carestías (de harina, de vino,

carne…) los propios regidores eran los abastecedores que ponían sus precios

y condiciones. Los servicios de limpieza fueron de creación tardía: en

Madrid, se cumplieron en la década de los ochenta del XV. También era

difícil concienciar a los ciudadanos de que las calles no eran un estercolero.

A esta suciedad contribuía además el desorden urbanístico de las ciudades,

que incluso en su mismo centro tenían falta de empedrado y otras

complicaciones: en este sentido también hubo prevaricación por parte de los

regidores. Refiriéndonos a la moralidad pública, en Madrid, junto a la

construcción del hospital de la Pasión, donde se “arrecogía” a las mujeres

públicas, nos encontramos con los nombramientos de padres de mozos y

madres de mozas para amparar a los mozos descarriados dándoles un amo

al que servir.

En cuanto al tema del patrimonio de los regidores madrileños,

primero trataremos sus bienes inmuebles y, en concreto, del mayorazgo.

Esta institución, cuyos primeros balbuceos se dan en el siglo XIV y se fija

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con las leyes de Toro, es un tipo de propiedad que intentaba evitar la

división de bienes. Podemos distinguir estos tipos de mayorazgo: los

mayorazgos con base señorial, que son señoríos jurisdiccionales, en los que

el propietario puede imponer justicia aparte de elegir los oficios de las

villas; los mayorazgos constituidos por fincas rústicas y urbanas, que según

Domínguez Ortiz, son un paso previo para tener un señorío; y los

mayorazgos con predominio de rentas y oficios, formados por juros, censos y

oficios públicos.

El estilo de vida de los regidores se deduce de su patrimonio,

así como por sus deudas, pues es característica de la época la voluntad de

aparentar. En Madrid, el hacinamiento en los nuevos barrios de la ciudad

cortesana marca un caos urbanístico, que se va resolviendo poco a poco con

la expansión de la ciudad. Las casas tenían un mínimo de cuatro

habitaciones y se valoraban anexos como jardines, cocheras, caballeriza,

cueva, bodega, etc., y estaba muy bien visto contar con una capilla u oratorio

privado. Si bien muchas de estas casas, de puertas adentro, se encontraban

en un estado lamentable. Los bienes suntuarios incluían el tapiz, presente

en todo salón, la alfombra, los guadamecíes cordobeses y el coleccionismo de

joyas y piedras preciosas (tesaurización). El coleccionismo de arte también

tuvo su apogeo, con predominio de la pintura religiosa: los temas preferidos

eran Virgen con el Niño, la Sagrada Familia, la Pasión de Cristo, las Anunciaciones, las Natividades o la Adoración de los Reyes. También los

Ecce Homo, Cristos crucificados y Descendimientos. Entre los temas

paganos se prefieren los de Venus y Adonis, el Dios Baco, el Hurto de Venus, Marte, Anteón, Las Parcas o Los trabajos de Hércules. Otros géneros

tratados son la pintura de paisajes y las galerías de retratos, como el caso

excepcional de la de Pedro de Guzmán, de unos ochenta.

Mención aparte merecen los diversos tipos de servidumbre y

esclavitud. Entre la servidumbre masculina encontramos las figuras del

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mayordomo, responsable de todo el personal; el paje, muchacho de buena

familia que atendía la mesa; el escudero, que acompañaba en sus salidas a

la señora de la casa; los lacayos eran criados de “escaleras arriba”,

encargados de conservar los bienes, etc. En la servidumbre femenina se

diferenciaba entre las doncellas y las fregonas. Las primeras atendían

personalmente a las señoras, llegando, si era necesario, a ingresar con ellas

en los conventos si era necesario; las fregonas se encargaban de la limpieza

y las tareas más duras. Las amas de cría fueron las encargadas, hasta el

siglo XIX, de educar a los niños en sus primeras andadas. Si una familia

disponía de esclavos, su prestigio era aún mayor: entre los regidores

madrileños lo normal era tener uno. Había dos maneras de conseguirlos: por

merced real, algo muy raro, y comprándolos.

Todo este ritual de ostentación acababa con la muerte y los

ritos funerarios. La concepción de las postrimerías del hombre como todo un

ars moriendi es fundamental para el hombre español de los primeros

Austrias. Ello se refleja en las distintas partes del testamento, que , que

según la ortodoxia postridentina, cuenta con una invocación y una

encomendación; en la construcción de suntuosas sepulturas en capillas de la

propia parroquia; en la elección de la mortaja de una orden religiosa

determinada; en la relativa importancia del féretro (que sólo la tendrá a

partir de fines del XVII); o en la determinación de misas de corpore presente a las misas perpetuas.

Existe un fuerte contraste entre el constante elogio que hace

alguien como Castilla de la humildad, en el Capítulo XIII, y este afán

continuo de aparentar: pero el hombre Barroco es un ser hecho de

contradicciones, donde el ascetismo convive con el amor por la cámara de

maravillas y el contemptu mundi con el desenfreno.

Juan de Castilla y Aguayo trata muchos de estos temas en su

obra: las virtudes cardinales sirven de apoyo para las artimañas del regidor

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en el concejo; la templanza le hará no perder los estribos ante el afán de

venganza hacia los que le han agraviado; la prudencia le hará contener sus

palabras, para no delatarse… Todo esto según el convencional elogio del

laconismo y la sobriedad en el hablar, que se funda en las habituales citas

de ejemplos de la Antigüedad. Distanciándose, mediante el recurso del

diálogo, de la severidad acerca de la hidalguía y la limpieza de sangre de

Arce Otaola, dirá, siguiendo a los humanistas, que la nobleza del hombre se

basa en su talento y esfuerzo, aduciendo el ejemplo clásico de los perros de

Licurgo. Las virtudes (que todas se dirigen hacia la continencia) llevan

también a los bienes temporales, que el desasosegado desconoce, nunca

saciado con los placeres que consigue.

La primera parte del libro de Castilla se centra en el problema

de la educación de los Regidores, y de la disyuntiva ciencia/experiencia. Este

tema se retoma en capítulo XXVII con la idea de la prudencia, que viene a

significar “elegir lo bueno y reprobar lo malo” 14. El sabio se diferencia del

prudente como en el alma se diferencian lo especulativo o contemplativo de

lo activo o electivo: el sabio, como el especulativo, tiene una contemplación

que está en el entendimiento; el activo o electivo, es el que elige, que es un

oficio de la razón. La Fortaleza, virtud cardinal y uno de los siete dones del

Espíritu Santo, permitirá a los regidores resistir ante la presión de los

Corregidores que, teóricamente, defendiendo el interés de la corona,

defienden el propio. En la última parte de El perfecto regidor, todo esto se

resuelve en el consuelo que supone el servicio de Dios que, por sí mismo, ya

serviría como un imprescindible breviario de virtudes que proporcionan

felicidad estoica, pero que además culmina en la salvación, el único fin de

las obras de todo caballero cristiano.

Rafael Bellón Barrios 14 CASTILLA Y AGUAYO, J. de: Op. Cit., p. 136

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