reinaldo arenas y otros - final de un cuento y otros

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LOS PERSEGUIDOS antología de cuentos cuaderno de lectura telar

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El cuento completo del polémico autor Reinaldo Arenas y más una par de preciosidades de la literatura cubana.

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Page 1: Reinaldo Arenas y Otros - Final de Un Cuento y Otros

LOS PERSEGUIDOSantología de cuentos

cuaderno de lecturatelar

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® Telar, 2000

selección, edición y diagramación de vesm

Historia del cuento y lanovelaEl cuento y la novela son formas de escritura bastante anti-guas que han adoptado diferentes características a lo largo delahistoria. La novela, por ejemplo, tiene ejemplares bien lo-grados ya desde el siglo XI, como el isleño Genji Monogatari,de Murasaki Shikibu o el posterior y europeo Don Quijote dela Mancha de Cervantes.La novela no es tan antigua como los cuentos quizás porquesu mayor extensión demanda un esfuerzo documental y unadisponibilidad de tiempo posible en las aglomeraciones ur-banas, pero no en el relativo aislamiento y constante trabajofísico de las sociedades agrarias o nómades. El cuento breve,en cambio, solía estar vinculado a las historias que se cuentanen el campo, al calor de las fogatas, o a las noches de ocio enlos castillos de la nobleza guerrera rural. De hecho, muchosde nosotros hemos escuchado cuentos populares de apareci-dos en boca de nuestros abuelos, lo que no debe extrañarnospues nuestro pasado agrario no está tan lejano en el tiempo.Sin embargo, tanto la novela como el cuento sufrieron gran-des transformaciones con la industrialización de la sociedad.No sólo aparecieron temas nuevos, sino que la actitud de losescritores cambió : así, mientras los escritores profesionaleseuropeos del s. XVIII estaban todavía ligados a las cortes cu-yos miembros demandaban un tipo de literatura cortesana,los escritores del XIX dejaron de escribir por encargo y sedirigieron a un público cada vez más grande y más burgués.La literatura abandonó los temas pastoriles y heroicos y aco-gió las aventuras de Robin Hood; el amor perdió su carácteridealizado y ocupó su lugar la pasión arrebatadora, o la trivia-lidad de la vida cotidiana; la alabanza a Dios fue reemplazadapor la misteriosa divinidad romántica; y los literatos, libresde las cortes, empezaron a experimentar con técnicas y con-cepciones del arte a favor o en contra del nuevo racionalismoque la revolución industrial ya había impuesto en Europa.En buena cuenta, muchos escritores prefirieron experimen-tar con el lenguaje y hurgar en los recovecos del alma huma-na antes que crear personajes sin conflictos o reproducir lasclásicas formas literarias del siglo XVIII. Algunos optaron porrepresentar fielmente una realidad positiva, racional, con le-yes naturales mientras que otros se rebelaron contra esa vi-sión e intentaron lo contrario : poner en crisis la cómodaconcepción de la realidad propia del nuevo mundo burgués ycientífico.Esta última posición puede apreciarse en La caída de la CasaUsher de E. A. Poe.

Aspectos formales delcuento y la novela1.- Extensión del cuento y lanovelaMientras que la mayor extensión de la novela obliga al autora centrar su atención en el desarrollo de una serie grande deelementos parciales que se acumulan de modo que el lectorconstruya el sentido del texto a partir de dicho conjunto deelementos, la menor extensión del cuento hace que el autorse vea en la necesidad de seleccionar unos pocos eventos sig-nificativos para lograr el mismo fin.

2.- Expansión y condensacióndel temaImaginemos que queremos escribir una novela y escogemoscomo tema el pescador. Este aparentemente insignificantetema tiene en realidad un gran potencial pues podemos ima-ginar que nuestro personaje debe representar la lucha de unhombre. Entonces tenemos un mundo casi totalmenteamoblado con mares, peces, hombres, climas, aparejos depesca, familia, etc. Tenemos también un evento, la pesca, quedebe poner a prueba el temple del hombre. Hagamos viejo anuestro personaje para darle cierta fuerza -la sabiduría de laedad- y cierta debilidad -el deterioro físico. Démosle al viejouna atmósfera dramática : un aprendiz que duda de él y unaopinión pública adversa. Pongámoslo en acción y luego de su

ÍndiceFinal de un cuento 3Reinaldo ArenasLas islas nuevas 12María Luisa BombalVals “Capricho” 23Rosario CastellanosUna fotografía antigua 33Naguib MahfuzLa Perla 39Yukio MishimaEl fabricante de ataúdes 46Aleksandr Pushkinnotas 2

Continúa en la pág. 52

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The Sautermost Point in USA. Así dice el cartel.Qué horror. ¿Y cómo podría decirse eso en espa-ñol? Claro, El punto más al sur en los Estados Uni-dos. Pero no es lo mismo. La frase se alarga, pier-de exactitud, eficacia. En español no da la impre-sión de que se esté en el sitio más al sur de losEstados Unidos, sino en un punto al sur. Sinembargo, en inglés, esa rapidez, ese SauthermostPoint con esas T levantándose al final nos indicaque aquí mismo termina el mundo, que una vezque uno se desprenda de ese point y cruce el hori-zonte no encontrará otra cosa que el mar de lossargazos, el océano tenebroso. Esas T no son le-tras, son cruces -mira cómo se levantan- que in-dican claramente que detrás de ellas está la muer-te o, lo que es peor, el infierno. Y así es. Pero detodos modos ya estamos aquí. Al fin logré traer-te. Me hubiera gustado que hubieses venido portu propia tierra; que te hubieras tirado una fotojunto a ese cartel, riéndote; y que hubieses man-dado luego esa foto para allá, hacia el mar de lossargazos (para que se murieran todos de envidiao de furia) y que hubieses escupido, como lo hagoyo ahora, a estas aguas donde empieza el infier-no. En fin, me habría gustado que te quedarasaquí, en este cayo único, a 157 millas de Miami ya sólo 90 de Cuba, en el mismo centro del mar,con la misma brisa de allá abajo, el mismo coloren el agua, el mismo paisaje casi; y sin ningunade sus calamidades. Hubiera querido traerte aquí-no así, casi a rastras- y no precisamente para quete perdieras en esas aguas, Sí- no para que com-prendieses la suerte de estar más acá de ellas. Peropor mucho que insistí - o quizá por lo mismonunca quisiste venir. Pensabas que lo que me atraía

a este sitio era sólo la nostalgia: la cercanía de laIsla, la soledad, el desaliento, el fracaso. Nuncahas entendido nada -o, a tu modo, has entendi-do demasiado-. Soledad, nostalgia, recuerdo - llá-malo como quieras-, todo eso lo siento, lo padez-co, pero a la vez lo disfruto. Sí, lo disfruto. Y porencima de todo, lo que me hace venir hasta aquíes la sensación, la certeza, de experimentar Unsentimiento de triunfo... Mirar hacia el sur, mi-rar ese cielo que tanto aborrezco y amo, yabofetearlo; alzar los brazos y reírme a carcaja-das, percibiendo casi, de allá abajo, del otro ladodel mar, los gritos desesperados y mudos de to-dos los que quisieran estar como yo: aquí, maldi-ciendo, gritando, odiando y solo de verdad; nocomo allá, donde hasta la misma soledad se per-sigue y te puede llevar a la cárcel por antisocial.Aquí puedes perderte o encontrarte sin que anadie le importe un pito tu rumbo. Eso, para losque sabemos lo que significa lo otro, es tambiénuna fortuna. Creíste que no iba a entender esasventajas, que no sabría sacarles partido; que noiba a poder adaptarme. Si, ya sé lo que has dicho.Que no aprenderé ni una palabra de inglés, queno escribiré más ni una línea, que ya una vez aquíno hay argumentos ni motivos, que hasta las fu-rias mas fieles se van amortiguando ante la im-presión ineludible de los supermercados y de lacalle 42, o ante la desesperación (la necesidad)por instalarse en una de esas torres alrededor delas cuales gira el mundo, la certeza de saber queya no somos motivo de inquietud estatal ni deexpedientes secretos... Sé que todos pensaban queya estaba liquidado. Y que tú mismo estabas deacuerdo con estas intrigas. No voy a olvidar cómo

Final de un cuentoReinaldo Arenas

Para Juan Abreu y Carlos Victoria, triunfales,es decir, sobrevivientes

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te reías, casi satisfecho (burlón y triste) cada vezque sonaba el teléfono y cómo aprovechabas lamenor oportunidad para recriminar mi discipli-na o vagancia. Cuando te decía que estaba insta-lándome, adaptándome, o sencillamente vivien-do, y por lo tanto acumulando historias, argu-mentos, me mirabas compasivo, seguro de queyo ya había perecido entre La nueva hipocresía,las inevitables relaciones, el pernicioso éxito o laintolerable verborrea... Pero no fue así, óyelo bien,veinte años de representación, obligada cobardíay humillaciones no se liquidan tan fácilmente...No voy a olvidar cómo me vigilabas, crítico y sen-tencioso -seguro-, esperando que finalmente medisolviera, anonimizándome por entre túnelesestruendosos y helados o por las calles inhóspitas,abatidas por vientos infernales. Pero no fue así¿me oyes? Esos veinte años de taimada hipocre-sía, ese terror contenido, no permitieron que yopereciera. Por eso (también) te he arrastrado has-ta aquí, para dejarte definitivamente derrotado yen paz -quizás hasta feliz- y para demostrarte, nopuedo ocultar mi vanidad, que el vencido erestú.

Como ves, este lugar se parece bastante aCuba; mejor dicho, a algunos lugares de allá. Be-llos lugares, sin duda, que yo jamás volveré a visi-tar. ¡Jamás! ¿Me oíste? Ni aunque se caiga el siste-ma y me supliquen que vuelva para acuñar miperfil en una medalla, o algo por el estilo; ni aun-que de mi regreso dependa que la Isla entera nose hunda; ni aunque desde el avión hasta el pare-dón de fusilamiento me desenrollen una alfom-bra por la cual marcialmente habría de marcharpara descerrajar el tiro de gracia en la nuca deldictador. ¡Jamás! ¿Me oíste? Ni aunque me lo pi-dan de rodillas. Ni aunque me coronen como ala mismísima Avellaneda o me proclamen Reinade Belleza por el Municipio de Guanabacoa, elmás superpoblado y rico en bujarrones. Esto úl-timo te lo digo en broma. Pero lo de no volver,eso sí que es en serio. ¿Me oyes? Pero tú eres dife-rente. No sabes sobrevivir, no sabes odiar, no sa-

bes olvidar. Por eso, desde hacía tiempo, cuandovi que ya no había remedio para tu nostalgia, quiseque vinieras aquí, a este sitio. Pero, como siem-pre, no me hiciste el menor caso. Quizá, si mehubieses atendido, ahora no tendría que ser yoquien te trajese. Pero siempre fuiste terco, empe-cinado, sentimental, humano. Y eso se paga muycaro.. De todos modos, ahora, quieras o no, aquíestás. ¿Ves? Las calles están hechas para que lagente camine por ellas, hay aceras, corredores, por-tales, altas casas de madera con halcones borda-dos, como allá abajo... No estamos ya en NuevaYork, donde todos te empujan sin mirarte o seexcusan sin tocarte; ni en Miami, donde sólo hayhorribles automóviles despotricados por potrerosde asfalto. Aquí todo está hecho a escala huma-na. (como en el poema, hay figuras femeninas -ytambién masculinas- sentadas en los balcones.Nos miran. En las esquinas se forman grupos.¿Sientes la brisa? Es la brisa del mar. ¿Sientes elmar? Es nuestro mar... Los jóvenes se pasean enshort. Hay música. Se oye por todos los sitios.Aquí no te achicharraras de calor ni te helarás defrío, como allá arriba. Estamos muy cerca de LaHabana... Bien que te dije que vinieras, que yo teinvitaba, que hay hasta un pequeño malecón, nocomo el de allá abajo, claro (es el de aquí), y ár-boles, y atardeceres olorosos, y un cielo con es-trellas. Pero de ninguna manera logré convencer-te para que vinieras, y lo que es peor, tampocologré convencerte para que te quedaras, para quedisfrutaras de lo que se puede (allá arriba) disfru-tar. Por la noche, caminando a lo largo delHudson, cuántas veces intenté mostrarte la islade Manhattan como lo que es, un inmenso casti-llo medieval con luz eléctrica, una lampara des-comunal por la que valía la pena transitar. Perotu alma estaba en otro sitio; allá abajo, en un ba-rrio remoto y soleado con calles empedradas don-de la gente conversa de balcón a balcón y tú ca-minas y entiendes lo que ellos dicen, pues eresellos... Y qué ganaba yo con decirte que yo tam-bién deseaba estar allá, dentro de aquella guagua

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repleta y escandalosa que ahora debe estar atra-vesando la Avenida del Puerto, cruzando la Ram-pa, o entrando en un urinario donde seguramen-te, de un momento a otro, llegará la policía y mepedirá identificación... Pero, óyelo bien, nuncavoy a volver, ni aunque la existencia del mundodependa de mi regreso. ¡Nunca! Mira ese que pasóen la bicicleta. Me miró. Y fíjamente. ¿No te hasdado cuenta? Aquí la gente mira de verdad. Siuno le interesa, claro. No es como allá arriba,donde mirar parece que es un delito, o como alláabajo, donde es un delito. . «Que el que mirare aotro sujeto de su mismo sexo será condenado a...»¡Vaya! Ese otro también me acaba de mirar. Y aho-ra sí que no puedes decirme nada. Los carros has-ta se detienen y pitan; jóvenes bronceados sacanla cabeza por la ventanilla. Where? Where? Peroa cualquier lugar que le indiques te montan. Ver-dad que estamos ya en el mismo centro de DuvalStreet, Ia zona más caliente, como decíamos alláabajo... Por eso también (no voy a negarlo) quisetraerte hasta aquí, para que vieras cómo aún losmuchachos me miran, y no creyeras que tu amis-tad era una gracia, un favor concedido, algo queyo tenía que conservar como fuera; para que se-pas que aquí también tengo mi público, igual quelo tenía allá abajo. Esto creo que también te lodije. Pero nada de eso parecía interesarte; ni si-quiera la posibilidad de ser traicionado, ni siquierala posibilidad (siempre más interesante) de trai-cionar... Te seguía hablando, pero tu alma, tu me-moria, lo que sea, parecía que estar en otra parte.Tu alma ¿Por qué no la dejaste allá junto con lalibreta de racionamiento, el carné de identidad yel periódico Granma?... Ve, camina por TimesSquare, aventúrate en el Central Park, coge untren y disfruta lo que es Un Coney Island de ver-dad. Yo te invito. Mejor, te doy el dinero paraque salgas. No tienes que ir conmigo. Pero nosalías, o salías y al momento ya estabas de regre-so. El frío, el calor, siempre había un pretextopara no ver lo que tenías delante de tus ojos. Paraestar en otro sitio... Pero mira, mira esa gente

cómo se desplaza a pesar del mal tiempo (aquísiempre hay un mal tiempo), mira esos bultoscómo arremeten contra la tormenta; muchos tam-bién son de otro sitio (de su sitio) al que tampo-co podrán regresar, quizás ya ni exista. Oye: lanostalgia también puede ser una especie de con-suelo, un dolor dulce, una forma de ver las cosasy hasta disfrutarlas. Nuestro triunfo está en resis-tir. Nuestra venganza está en sobrevivirnos...Estrénate un pitusa, un pulóver, unas botas y uncinto de piel; pélate al rape, vístete de cuero o dealuminio, ponte una argolla en la oreja, un arocon estrías en el cuello, un brazalete puntiagudoen la muñeca. Sal a la calle con un taparrabolumínico, cómprate una moto (aquí está el dine-ro), y vuélvete punk, píntate el pelo de dieciséiscolores, y búscate un negro americano, o pruebacon una mujer. Haz lo que quieras, pero olvídatedel español y de todas las cosas que en ese idiomanombraste, escuchaste, recuerdas. Olvídate tam-bién de mí. No vuelvas más. Pero a los pocos díasya estás de regreso. Vestido como te aconsejé,botas, pitusa, pulóver, jacket de cuero, te tomasun refresco y oyes la grabadora que allá abajonunca pudiste tener. Pero no estás vestido comoestás, no te tomas ese refresco que allá abajo nun-ca te pudiste tomar, no oyes esa grabadora quesuena, porque no existes, quienes te rodean nodan prueba de tu existencia, no te identifican nisaben quien eres, ni les interesa saberlo; tú noformas parte de todo esto y da lo mismo que sal-gas vestido con esos andariveles o envuelto en unsaco de yute. Bastaba verte los ojos para saberque así pensabas... Y no podía decirte que tam-bién yo pensaba así, que yo también me sentíaasí; así no, mucho peor; al menos tu tenias a al-guien, a mi, que intentaba consolarte... Pero ¿quéargumentos se pueden esgrimir para consolar aalguien que aun no está provisto de un odio in-conmensurable? ¿Cómo va a sobrevivir una per-sona cuando el sitio donde mas sufrió y ya noexiste es el único que aún lo sostiene? Mira - in-sistía yo, pues soy testarudo, y tú lo sabes-, por

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primera vez ahora somos personas, es decir, po-demos aborrecer, ofender libremente, y sin tenerque cortar caña. .. Pero creo que ni siquiera meoías. Vestido deportiva y elegantemente miras alespejo y sólo ves tus ojos. Tus ojos buscando unacalle por donde la gente cruza como meciéndose,adentrándose ya en un parque donde hay esta-tuas que identificas, figuras, voces y hasta arbus-tos que parecen reconocerte. Estás a punto de sen-tarte en un banco, olfateas, sientes, no sabes quétransparencia en el aire, qué sensación de agua-cero recién caído, de follajes y techos lavados. Miralos balcones estibados de ropa tendida. Los vie-jos edificios coloniales son ahora flamantes vele-ros que flotan. Desciendes. Quieres estar apoya-do a uno de esos balcones, mirando, allá abajo, lagente que te mira y te saluda, reconociéndote.Una ciudad de balcones abiertos con ropa tendi-da, una ciudad de brisa y sol con edificios que seinflan y parecen navegar... ¡Sí!, ¡Sí! te interrum-pía yo, una ciudad de balcones apuntalados y unmillón de ojos que te vigilan, una ciudad de ár-boles talados, de palmares exportados, de tube-rías sin agua, de heladerías sin helados, de merca-dos sin mercancías, de baños clausurados, de pla-yas prohibidas, de cloacas que se desparraman,de apagones incesantes, de cárceles que se repro-ducen, de guaguas que no pasan, de leyes quereducen la vida a un crimen, una ciudad con to-das las calamidades que esas calamidades conlle-van... Pero tú seguías allá, flotando, intentandodescender y apoyarte en aquel balcón apuntala-do, queriendo bajar y sentarte en aquel parquedonde seguramente esta noche harán una «reco-gida»... ¡Hacia el sur! ¡Hacia el sur!, te decía en-tonces -te repetía otra vez-, seguro de que en unlugar parecido a aquel no ibas a sentirte en lasnubes o en ningún sitio. ¡Hacia el sur!, digo, apa-gando las luces del departamento e impidiendoque sigas mirándote en el espejo, en otro sitio.. Ala parte más al sur de este país, al mismísimo CayoHueso, donde tantas veces te he invitado y nohas querido ir, ¡sólo para molestarme! Allí encon-

trarás lugares semejantes o mejores que los tuyos,playas a las que se les ve el fondo, casas entre losárboles, gente que no parece estar apurada. Yo tepago el viaje, la estancia. Y no tienes que ir con-migo... Como siempre -sin decirme nada, sinaceptar tampoco el dinero-sales, salimos a la ca-lle. Tú, delante, caminas por la Octava Avenida.Tomas 51 Street. Cada vez más remoto entras enel torbellino de Broadway; los pájaros, nubladoun cielo violeta, se posan va sobre los tejados yazoteas del Teatro Nacional, del Hotel Inglaterray del Isla de Cuba, del cine Campoamor y delCentro Asturiano; en bandadas se guarecen en laúnica ceiba del Parque de la Fraternidad y los po-cos y podados arboles del Parque Central de LaHabana. Los faroles del Capitolio y del PalacioAldama se han iluminado. Los jóvenes fluyen porlas aceras del Payret y por entre los leones del Pra-do hasta el Malecón. El faro de El Castillo delMorro ilumina las aguas, la gente que cruza rum-bo a los muelles, los edificios de la Avenida delPuerto, tu rostro. El calor del oscurecer ha hechoque casi todo el mundo salga a la calle. Tú losves, tú estás ahí casi junto a ellos. Invisible sobrelos escasos árboles, los observas, los oyes. Alboro-tando a los pájaros atisbas ahora desde las torresde La Manzana de Gómez; te elevas y ves la ciu-dad iluminada. Planeando sobre el litoral sientesla música de los que ostentan radios portátiles,las conversaciones (susurros) de los que quisierancruzar el mar, la forma de caminar de los jóvenesque al levantar una mano casi te rozan sin verte.Un barco entra en el puerto sonando lentamentela sirena. Oyes las olas romperse en el muro. Per-cibes el olor del mar. Contemplas las aguas lentasy brillantes de la bahía. Desde la Plaza de la Ca-tedral la multitud se dispersa por las calles estre-chas y mal iluminadas. Desciendes; quieres mez-clarte a esa multitud. Estar con ellos, ser ellos,tocar esa esquina, sentarte precisamente en esebanco, arrancar y oler aquella hoja. .. Pero no es-tás allí, ves, sientes, escuchas, pero no puedes di-luirte, participar, terminar de descender.

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Impulsándote desde ese farol tratas de tocar fon-do y sumergirte en la calle empedrada. Te lanzas.Los autos -taxis sobre todo- impiden que sigascaminando. Esperas junto a la multitud por laseñal del WALK iluminado. Cruzas 50 Street ypareces difuminarte en las luces de ParamountPlaza, de Circus Cinema, Circus Theater y losInmensos peces lumínicos de Arthurs Treachers;ya estas bajo el descomunal cartel que hoy anun-cia OH CALCUTTA! en árabe y en español, ca-minas junto a la gente que se agolpa o desparra-ma entre voces que pregonan hot dogs, fotos ins-tantáneas por un dólar, rosas naturales ilumina-das gracias a una batería discretamente instaladaen el tallo, pulóveres esmaltados, espejuelosfotogenados, medallas centelleantes, carne al pin-cho, frozen food, ranas plásticas que croan y tesacan la lengua. Ahora el tumulto de los taxis haconvertido todo Broadway en un río amarillo yvertiginoso. Burger King, Chock Full o Nuts,Popeyes Fried Chickens, Castro Convertibles,Howard Johnsons, Melon Liqueur, sigues avan-zando. Un hombre vestido de cow boy, tras unaimprovisada mesa, manipula ágilmente unas car-tas, llamando a juego; una hindú, con atuendostípicos, pregona esencias e inciensos afrodisiacos,esparciendo llamaradas y humos que certifican lacalidad del producto; un mago de gran sombrerointenta, ante numeroso público, introducir unhuevo en una botella; otro, en cerrada compe-tencia, promete hipnotizar un conejo que exhibea toda la concurrencia. Girls! Girls! Girls!, voceaun mulato en short junto a una puerta ilumina-da, en tanto que Un travesti, envejecido y alegre,desde su catafalco se proclama maestro en el artede leer la palma de la mano. Una rubia desmesu-rada y en bikini intenta tomarte por un brazo,susurrándote algo en inglés. En medio de la mul-titud, un policía provisto de dos altavoces anun-cia que la próxima función de ET comenzará alas nine forty five, y un negro completamentetrajeado de negro, con alto y redondo cuello ne-gro, Biblia en mano, vocifera sus versículos, mien-

tras que un orfeón mixto, dirigido por elmismísimo Friedrich Durrenmatt, canta «tóma-me y guíame de la mano»... Alguien pregona en-tradas para Evita a medio precio. Otra mujer, fal-das y mangas largas, se te acerca y te da un pe-queño libro con las 21 Amazing Predictions. Jó-venes erotizados de diversas razas, en pantalonesde goma, cruzan patinando en dirección opuestaa la nuestra, palpándose promisoriamente el sexo.Un racimo multicolor de globos aerostáticos seeleva ahora desde el centro de la multitud, per-diéndose en la noche; al instante, una banda deflamantes músicos provistos sólo de marimbas,irrumpe con un magistral concierto polifónico.Alguien en traje de avispa se te acerca y te da unpapel con el que podrías comerte dos hamburgerspor el precio de uno. Free love! Free love!, recitaen voz alta y monótona un hombre uniformado,esparciendo tarjetas... La acera se puebla de som-brillas moradas que una mujer diminuta prego-na a sólo un dólar, pronosticando además que deun momento a otro se desatará una tormenta.Un ciego, con su perro, hace sonar unas mone-das en el fondo de un jarro. Un griego vende mu-ñecas de porcelana que exhiben una última en lamejilla. TONIGHT FESTA ITALIANA, anun-cia ahora la superpantalla lumínica desde la pri-mera torre de Times Square Plaza. Cruzas ya fren-te a Bond y Disc-O-Mat, observas las vidrierasrepletas por todo tipo de mercancías, desde unnaranjo enano hasta falos portátiles, desde unenredón de Afganistán hasta una llama del Perú.Yerba!, te aborda alguien en español ostensible.Todos cruzan frente a ti ofreciendo abiertamentesus mercancías u ostentando libremente sus de-seos. Por Oreilly, por Obispo, por Obrapia, porTeniente Rey, por Muralla, por Empedrado, portodas las calles que salen de la bahía, camina lagente buscando la frescura del mar, luego de otrodía monótono, asfixiante, lleno de responsabili-dades ineludibles y de insignificantes proyectostruncos; pequeños goces (un refresco, un par dezapatos a la medida, un tubo de pasta dental) que

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no pudieron satisfacer, grandes anhelos (un via-je, una casa amplia) que sería hasta peligroso in-sinuar. Allá van, buscando al menos el espacioabierto del horizonte, desnutridos, envueltos entelas rústicas y semejantes, pensando ¿será muylarga la cola del frozen?, ¿estará abierto el Pio,Pio?…Rostros que pueden ser el tuyo propio,quejas susurradas, maldiciones solamente pensa-das; señales y ademanes que comprendes, puestambién son los tuyos. Una soledad, una miseria,un desamparo, una humillación y un desamorque compartes. Mutuas y vastas calamidades quete harían sentir acompañado. Desde losguardavecinos del Palacio del Segundo Cabo in-tentas otra vez sumergirte entre ellos, pero no lle-gas a la calle. Los ves. Compartes sus calamida-des, pero no puedes estar allí, compartiendo tam-bién su compañía. El chiflido de una ambulanciaque baja por toda la 42 Street paraliza el traficode Broadway. Sin problemas atraviesas lentamenteTimes Square por entre el mar de automóviles;yo, detrás, casi te doy alcance. La Avenida de lasAméricas, la Quinta Avenida hacia el Village, si-gues avanzando por entre la muchedumbre, mi-rándolo todo hoscamente, con esa cara de resen-timiento, de impotencia, de ausencia. Pero, oye,quisiera decirte tocándote la espalda, ¿qué otraciudad fuera de Nueva York podría tolerarnos,podríamos tolerar?... La Biblioteca Pública, lasfastuosas vidrieras de Lord and Taylor, seguimoscaminando. En la calle 34 te detienes frente alEmpire State Building. ¡Fíjate que lo he pronun-ciado perfectamente! ¿Me oíste? Hasta ahora to-das las palabras que he dicho en inglés las he di-cho a las mil maravillas, ¿me oyes? No sea cosaque vayas a burlarte de mi acento o a ponermeesa otra cara entre compasivo y fatigado. Claro,ninguna cara pones ya; es posible que ya nada teinterese, ni siquiera burlarte de mi, ni siquieraquitarme como siempre la razón. Pero de todosmodos quise traerte hasta antes de despedirnos;quise que me acompañaras en este paseo. Quieroque conozcas todo el pueblo, que veas que yo te-

nía razón, que hay aún un sitio donde se puederespirar y la gente nos mira con deseo, al menoscon curiosidad. ¿Ves? Hasta un Sloppy Joe’s esigual, qué igual, mucho mejor que el de La Ha-bana. Todos los artistas famosos han pasado poréste. Día y noche se oye esa música y se puededisfrutar (si no con el oído, al menos con la vista)de esos músicos. Aquí Hemingway no tiene quepreocuparse por la vejez: jóvenes y más jóvenes,todos en short, descalzos y sin camisa, broncea-dos por el sol, mostrando o insinuando lo queellos saben (y con cuánta razón) que es su mayortesoro... No en balde la Teneessee Williams plan-tó aquí sus cuarteles de invierno, soldados no lehan de faltar... ¿Viste los vitrales de esa casa? OldHavana, dicen. ¿Y ese corredor con columpiosde madera? Chez Emilio se llama, algo latino porlo menos. ¡Mira! Un hotel San Carlos, como elde la calle Zulueta... Desde el Acuario estamos yaa un paso de los muelles y del puerto. Este es elMalecón, no tan grande ni tan alto, pero hay lamisma brisa que allá, o más o menos... Oh, si, yasé que no es lo mismo, que todo aquí es chato yreducido, que esos edificios de madera con susbalconcitos parecen palomares o casas de muñe-cas, que estas calles no son como aquellas, queeste puerto de mierda no puede compararse conel nuestro, no tienes que insinuarme nada, notienes que empezar otra vez con la letanía. Sé queestas playas son una basura y el aire es muchomás caliente, que no hay tal malecón ni cosa porel estilo y que hasta el mismo Sloppy Joe’s esmucho más chiquito que el de allá. Pero mira,pero mira, óyeme, atiéndeme, ya aquel no existey este está aquí, con música, bebida, muchachosen short. ¿Por qué tienes que mirar a la gente deesa manera como si ellos tuvieran la culpa de algo?Trata de confundirte entre ellos, de hablar y mo-verte como ellos, de olvidar y ser ellos, y Si nopuedes, óyeme, disfruta de tu soledad, la nostal-gia también puede ser una especie de consuelo,un dolor dulce, una forma de ver las cosas y hastade disfrutarlas. Pero sabía que era inútil repetir la

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misma cantinela, que no me ibas a oir, y además,ni yo mismo estaba seguro de mi propia verbo-rrea. Por eso preferí seguirte en silencio por ellargo lobby del Empire State. Tomamos el eleva-dor y, también en silencio, subimos hasta el últi-mo piso. Por otra parte, lo menos que te haciafalta era conversación: el tumulto de unos japo-neses (¿o eran chinos?) que subían junto con no-sotros no te hubiera permitido oírme. Llegamosa la terraza. La gente se dispersó por los cuatroángulos. Nunca había subido de noche al EmpireState. El panorama es realmente imponente: ríosde luces hasta el infinito. Y mira para arriba: has-ta las mismas estrellas se pueden divisar. ¿Dijetocar? Da igual; cualquier cursilería que emitie-se, tú no la ibas a oír, aunque estuvieras, comoestas ahora, a mi lado. De todos modos, te aso-maste por la terraza hacia el vacío donde relam-pagueaba la ciudad. No sé qué tiempo estuvisteasí. Serian horas. El elevador llegaba ya vacío ybajaba cargado con todos los dichosos (así lo pa-recían) japoneses (¿o serían coreanos?) Alguiencerca de mi habló en francés. Experimenté el or-gullo pueril de entender aquellas palabras quenada decían. Detrás de los cristales del alto mira-dor, un hermoso y rubio niño me miraba. Sin yoesperarlo, me hizo un amplio y delicioso ademánobsceno. Sí (no vayas a creer que fue pura vani-dad -o senilidad- mía), así fue; aunque después,no sé por qué, me sacó la lengua. Tampoco yo lepresté mucha atención. La temperatura había ba-jado bruscamente y el viento era casi insoporta-ble. Estábamos ya solos en la torre y lo que másdeseaba era bajar e irnos a comer. Te llamé. Comorespuesta me hiciste una señal para que me acer-cara junto a ti, en la baranda. No recuerdo quehayas dicho nada. ¿No? Simplemente me llamas-te, rápido, coño para que viera algo extraordina-rio y por lo mismo fugaz. Me asomé. Vi el Hudsonexpandiéndose, ensanchándose hasta perderse. ElHudson, dije, ¡qué grande!... ¡imbécil!, me dijistey seguiste observando: un mar azul rompía con-tra los muros del Malecón. A pesar de la altura

sentiste el estruendo del oleaje y la frescurainigualable de esa brisa. Las olas batían contralos farallones de El Castillo del Morro, ventilan-do la Avenida del Puerto y las estrechas calles dela Habana Vieja. Por todo el muro iluminado lagente caminaba o se sentaba. Los pescadores, lue-go de hacer girar casi ritualmente el anzuelo porlos aires, lanzan la pita al oleaje, cogiendo gene-ralmente algún pez; rotundos muchachos de pieloscura se desprenden de sus camisas abiertas y seprecipitan desde el muro, flotando luego cercade la costa entre un alarde de espumas ychapalecos. Grupos marchan y conversan por laancha y marítima avenida. El Júpiter de la cúspi-de de la Lonja del Comercio se inclina y saluda ala Giraldilla de El Castillo De La Fuerza que res-plandece. Verdad que por un costado del marhabía salido la luna. ¿O era sólo la farola del Morrola que provocaba aquellos destellos? Cualquieraque fuese de las dos, la luz llegaba a raudales ilu-minando también las lanchas repletas que cru-zan la bahía rumbo a Regla o a Casablanca. En elcine Payret parece que esta noche se estrena unapelícula norteamericana: la cola es imponente;desde el Paseo del Prado hasta San Rafael seguíaafluyendo el público, formando ya un tumulto….Tú estabas extasiado, contemplando. Te vi desli-zarte por sobre la alta baranda y descender a lasegunda plataforma que ostenta un cartel que diceNO TRESPASSING, o algo por el estilo. No creoque yo haya intentado detenerte; además estoyseguro, nada ibas a permitir que yo hiciera. ¿Noes verdad? ¡Dímelo!. . De todos modos te llamé;pero ni siquiera me oíste. Volviste a asomarte alvacío. Usurpando el sitio donde estaba el oscuroy maloliente Hudson, Un mar resplandeciente seelevaba hasta el cielo donde no podían fulgurarmás estrellas. Sobre el oleaje llegaban ahora lospalmares batiendo sus pencas, erguidos y sono-ros irrumpieron por todo el West Side, que almomento desapareció, y Cubrieron el Paseo delPrado. Cocoteros, laureles, malangas, platanales,almácigos y yagrumas arribaron navegando, bo-

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rrando casi toda la isla de Manhattan con susimponentes torres y sus túneles infinitos. Una filade corojales unió a Riverside Drive con las playasde Marianao. El Paseo de la Reina hasta CarlosIII fue tornado por las yagrumas. Salvaderas,ocujes, laureles, jiquíes, curujeyes y marpacificosanegaron Lexinton Avenue hasta la Calzada delJesús del Monte. Los balcones de los edificios deMonserrate se nublaron de pencas de coco, nadiepodía pensar que una vez esa calzada verde y tro-pical llevase el raro nombre de Madison Avenue.Todo Obispo era ya un jardín. El oleaje refresca-ba las raíces de los almendros, guásimas, tama-rindos, jubabanes y otros arboles y arbustos can-sados quizás del largo viaje. Una ceiba irrumpióen Lincoln Center (aún en pie) convirtiéndolosúbitamente en El Parque de la Fraternidad. Unjúcaro curvó sus ramas, bajo él apareció el Par-que Cristo. La calle 23 se colmó de nacaguitas.Quién iba a pensar que en un tiempo a eso se leIlamase Ia Quinta Avenida de Nueva York- Alfinal del Downtown estalló un jaguey, su sombracubrió Ia Rampa y el Hotel Nacional. Desde LaHabana Vieja hasta el East Side que ya sedifuminaba, desde Arroyo Apolo hasta el WorldTrade Center, convertido en Loma de Chaple;desde Luyanó hasta las playas de Marianao, LaHabana completa era ya un gigantesco arbolanodonde Ia luces oscilaban como cocuyos conside-rables. Por entre los senderos iluminados Ia gen-te camina despreocupadamente, caminan peque-ños grupos que se disuelven; vuelven a divisarse aretazos bajo Ia fronda de algún paseo; otros,Ilegando hasta Ia Costa, dejan que el vaivén deloleaje bañe sus pies. El rumor de toda Ia ciudadestibada de árboles y conversaciones te colmó deplenitud y frescura. Saltaste. Esta vez -lo vi en turostro- estabas seguro de que ibas a llegar, logra-rías mezclarte en el tumulto de tu gente, ser túotra vez. No pude en ese momento pensar quepudiera ser de otro modo. No podía -no debía-ser de otra manera. Pero el estruendo de esa am-bulancia nada tiene que ver con el del oleaje; esa

gente que, allá abajo, como hormiguero multi-color se amontona a tu alrededor, no te identifi-ca. Bajé. Por primera vez habías logrado queNueva York te mirara. A lo largo de toda Ia QuintaAvenida se paralizó el trafico. Sirenas, pitos, de-cenas de carros patrulleros. Un verdadero espec-táculo. Nada hay más llamativo que una catás-trofe; un cadáver volador es un imán al que nadiese puede resistir, hay que mirarlo e investigarlo.No creas que fue fácil recuperarte. Pero nadamaterial es difícil de obtener en un mundo con-tratado por cerdos castrados e idiotizados, sólotienes que encontrarte la ranura y echarle laquarter. Lo dije quarter! ¿ Me oíste?- ¡En perfectoinglés! Como to pronunciaría la mismísimaMargaret Thatchert, aunque no sé si la Thatcherthabrá pronunciado alguna vez esa palabra... Porcierto tenia un poco de dinero (siempre he sidocicatero, y tú lo sabes). A las mil maravillas pro-nuncié las palabras incineration, Last Will y to-das esas cosas. Ya sólo tenia que colocarte en eldichoso y estrecho nicho ¿viste?, hasta para tu tra-balenguas se prestaba el asunto-. Pero, por quétener que dejarte en ese sitio reducido, frío y os-curo, junto a tanta gente meticulosa, melindro-sa, espantosa, junto a tantos viejos. ¿A quién leiba a importar que un poco de ceniza se colocarao no en un hueco? ¿Quién iba a molestarse enaveriguar tal tontería? ¿A quién, además, le im-portabas tú? A mi. A mi siempre. Sólo a mi. .. Yno iba a permitir que te metieran en aquella pa-red entre gente de apellidos enrevesados y segu-ramente horrorosa. Una vez más hube de buscarla ranura del cerdo y llenar su vientre. No sé si enNueva York estará de moda salir de un cemente-rio con una maleta. El caso es que así lo hice y anadie le llamó la atención. Un taxi, Un avión,Un ómnibus. Y aquí estamos, otra vez en elSauthermost Point in USA, luego de haberte pa-seado por todo Key West y fíjate que lo pronun-cio perfectamente. No quise despedirme de ti sinantes haberte proporcionado este paseo; sin an-tes haberme yo también proporcionado este pa-

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seo contigo. Cuántas veces te dije que éste era elsitio, que había un sitio parecido, casi igual, aaquel de allá abajo. ¿Por qué no me hiciste caso?¿Por qué no quisiste acompañarme cada vez queyo venía? Quizás solamente para molestarme, opara no dejarte convencer, o para no caer en lacobardía de aceptar a medias una solución, suer-te de mutilación piadosa e inevitable, élite te hu-biera permitido más o menos recuperar algunossentidos, el del olfato quizás, parte de la vista talvez. Pero tu alma, pero tu alma seguramente ha-bía seguido allá abajo, en el sitio de siempre (dedonde no podrá salir nunca) mirando tu sombraacá deambular por calles estruendosas y entre gen-tes que prefieren que les toques cualquier cosamenos el carro. Don’t touch the car! Don’t touchthe car! Pero yo sí se los tocaré. ¿Me oyes? Y lesdaré además una patada, y cogeré un palo y lesharé pedazos los cristales; y con esta historia haréun cuento (ya lo tengo casi terminado) para queveas que aún puedo escribir; y hablaré arameo,japonés y yudish medieval Si es necesario que lohable con tal de no volver jamás una ciudad conun malecón, a un castillo con un faro ni a unpaseo con leones de mármol que desembocan enel mar. Oyelo bien: yo soy quien he triunfado,porque he sobrevivido y sobreviviré. Porque miodio es mayor que mi nostalgia. Mucho mayor,mucho mayor. Y cada día se agranda más... No sési en este cayo a alguien le importe un pito queyo me acerque al mar abierto con una maleta. Sifuera allá abajo ya hubiera sido arrestado, ¿meoyes? Con una maleta y junto al mar, a dóndepodía dirigirme allí sino a una lancha, hacia unbote clandestino, hacia una goma, hacia una ta-bla que flotase y me arrastrara fuera del infierno.Fuera del infierno hacia donde tú vas a irte ahoramismo. ¿Me oíste? Donde tú estoy convencidoquieres ir a parar. ¿Me oyes?... Abro la maleta.Destapo la caja donde tú estás, un poco de cenizaparda, casi azulosa. Por última vez te toco. Porúltima vez quiero que sientas mis manos, comoestoy seguro que las sientes, tocándote. Por últi-

ma vez, esto que somos, se habrá de confundir,mezclándonos uno en el otro... Ahora, adiós. Avolar, a navegar. Así Que las aguas te tomen, teimpulsen y te lleven de regreso... Mar de lossargazos, mar tenebroso, divino mar, acepta mitesoro; no rechaces las cenizas de mi amigo; asícomo tantas veces allá abajo te rogarnos los dos,desesperados y enfurecidos, que nos trajeses a estesitio, y lo hiciste, llévatelo ahora a el a la otraorilla, diposítalo suavemente en el lugar que tan-to odió, donde tanto lo jodieron, de donde salióhuyendo y lejos del cual no pudo seguir vivien-do.

Nueva York julio de 1982

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Toda la noche el viento había galopado a diestroy siniestro por la pampa, bramando, apoyandosiempre sobre una sola nota. A ratos cercaba lacasa, se metía por las rendijas de las puertas y delas ventanas y revolvía los tules del mosquitero.

A cada vez Yolanda encendía la luz, que titu-beaba, resistía un momento y se apagaba de nue-vo. Cuando su hermano entró en el cuarto, alamanecer, la encontró recostada sobre el hombroizquierdo, respirando con dificultad y gimiendo.

—¡Yolanda! ¡Yolanda!El llamado la incorporó en el lecho. Para po-

der mirar a Federico separó y echó sobre la espal-da la oscura cabellera.

—Yolanda, ¿soñabas?—Oh sí, sueños horribles.—¿Por qué duermes siempre sobre el cora-

zón? Es malo.—Ya lo sé. ¿Qué hora es? ¿Adónde vas tan

temprano y con este viento?—A las lagunas. Parece que hay otra isla nue-

va. Ya van cuatro. De “La Figura” han venido averlas. Tendremos gente. Quería avisarte.

Sin cambiar de postura, Yolanda observó a suhermano —un hombre canoso y flaco— al quelas altas botas ajustadas prestaban un aspecto ju-venil. ¡Qué absurdos los hombres! Siempre en mo-vimiento, siempre dispuestos a interesarse portodo. Cuando se acuestan dejan dicho que losdespierten al rayar el alba. Si se acercan a la chi-menea permanecen de pie, listos para huir al otroextremo del cuarto, listos para huir siempre ha-cia cosas fútiles. Y tosen, fuman, hablan fuerte,

temerosos del silencio como de un enemigo queal menor descuido pudiera echarse sobre ellos,adherirse a ellos e invadirlos sin remedio.

—Está bien, Federico.—Hasta luego.Un golpe seco de la puerta y ya las espuelas

de Federico suenan alejándose sobre las baldosasdel corredor. Yolanda cierra de nuevo los ojos ydelicadamente, con infinitas precauciones, se re-cuesta en las almohadas, sobre el hombro izquier-do, sobre el corazón; se ahoga, suspira y vuelve acaer en inquietos sueños. Sueños de los que, ma-ñana a mañana, se desprende pálida, extenuada,como si se hubiera batido la noche entera con elinsomnio.

Mientras tanto, los de la estancia “La Figura”se habían detenido al borde de las lagunas. Ama-necía. Bajo un cielo revuelto, allá, contra el hori-zonte, divisaban las islas nuevas, humeantes aúndel esfuerzo que debieron hacer para subir dequién sabe qué estratificaciones profundas.

—¡Cuatro, cuatro islas nuevas! —gritaban.El viento no amainó hasta el anochecer, cuan-

do ya no se podía cazar.Do, re, mi, fa, sol, la, si, do... Do, re, mi, fa,

sol, la, si, do...Las notas suben y caen, trepan y caen redon-

das y límpidas como burbujas de vidrio. Desde lacasa achatada a lo lejos entre los altos cipreses,alguien parece tender hacia los cazadores, quevuelven, una estrecha escala de agua sonora.

Do, re, mi, fa, sol, la, si, do...—Es Yolanda que estudia —murmura Silves-

Las islas nuevasMaría Luisa Bombal

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tre. Y se detiene un instante como para ajustarsemejor la carabina al hombro, pero su pesado cuer-po tiembla un poco.

Entre el follaje de los arbustos se yerguen blan-cas flores que parecen endurecidas por la helada.Juan Manuel alarga la mano.

—No hay que tocarlas —le advierte Silves-tre—, se ponen amarillas. Son las camelias quecultiva Yolanda —agrega sonriendo—. “Esa son-risa humilde ¡qué mal le sienta!” —piensa, malé-volo, Juan Manuel—. “Apenas deja su aire alta-nero, se ve que es viejo”.

Do, re, mi, fa, sol, la, si, do... Do, re, mi, fa,sol, la, si, do...

La casa está totalmente a oscuras, pero lasnotas siguen brotando regulares.

—Juan Manuel, ¿no conoce usted a mi her-mana Yolanda?

Ante la indicación de Federico, la mujer, queenvuelta en la penumbra está sentada al piano,tiende al desconocido una mano que retira enseguida. Luego se levanta, crece, se desenroscacomo una preciosa culebra. Es muy alta y extraor-dinariamente delgada. Juan Manuel la sigue conla mirada, mientras silenciosa y rápida enciendelas primeras lámparas. Es igual que su nombre:pálida, aguda y un poco salvaje —piensa de pron-to. —Pero ¿qué tiene de extraño? ¡Ya compren-do! —reflexiona, mientras ella se desliza hacia lapuerta y desaparece. —Unos pies demasiado pe-queños. Es raro que pueda sostener un cuerpotan largo sobre esos pies tan pequeños.

...¡Qué estúpida comida, esta comida entrehombres, entre diez cazadores que no han podi-do cazar y que devoran precipitadamente, sin te-ner siquiera una sola hazaña de que vanagloriar-se! ¿Y Yolanda? ¿Por qué no preside la cena yaque la mujer de Federico está en Buenos Aires?¡Qué extraña silueta! ¿Fea? ¿Bonita? Liviana, esosí, muy liviana. Y esa mirada oscura y brillante,ese algo agresivo, huidizo... ¿A quién, a qué separece?

Juan Manuel extiende la mano para tomar su

copa. Frente a él Silvestre bebe y habla y ríe fuer-te, y parece desesperado.

Los cazadores dispersan las últimas brasas agolpes de pala y de tenazas; echan cenizas y máscenizas sobre los múltiples ojos de fuego que seempeñan en resurgir, coléricos. Batalla final en eltedio largo de la noche.

Y ahora el pasto y los árboles del parque losenvuelven bruscamente en su aliento frío. Pesa-dos insectos aletean contra los cristales del farolque alumbra el largo corredor abierto. Sostenidopor Juan Manuel, Silvestre avanza hacia su cuar-to resbalando sobre las baldosas lustrosas de va-por de agua, como recién lavadas. Los sapos hu-yen tímidamente a su paso para acurrucarse enlos rincones oscuros.

En el silencio, el golpe de las barras que seajustan a las puertas parece repetir los disparosinútiles de los cazadores sobre las islas. Silvestredeja caer su pesado cuerpo sobre el lecho, escon-de su cara demacrada entre las manos y resuella ysuspira ante la mirada irritada de Juan Manuel.Él, que siempre detestó compartir un cuarto conquien sea, tiene ahora que compartirlo con unborracho, y para colmo con un borracho que selamenta.

—Oh, Juan Manuel, Juan Manuel...—¿Qué le pasa, don Silvestre? ¿No se siente

bien?—Oh, muchacho. ¡Quién pudiera saber, sa-

ber, saber! . . .—¿Saber qué, don Silvestre?—Esto —y acompañando la palabra con el

ademán, el viejo toma la cartera del bolsillo de susaco y la tiende a Juan Manuel.

—Busca la carta. Léela. Sí, una carta. Esa, sí.Léela y dime si comprendes.

Una letra alta y trémula corre como humo,desbordando casi las cuartillas amarillentas y ma-noseadas:

“Silvestre: No puedo casarme con usted. Lo hepensado mucho, créame. No es posible, no es posi-ble. Y sin embargo, le quiero, Silvestre, le quiero y

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sufro. Pero no puedo. Olvídeme. En balde me pre-gunto qué podría salvarme. Un hijo tal vez, un hijoque pesara dulcemente dentro de mí siempre; ¡perosiempre! ¡No verlo jamás crecido, despegado de mí!¡Yo apoyada siempre en esa pequeña vida, retenidasiempre por esa presencia! Lloro, Silvestre, lloro; yno puedo explicarle nada más.

YOLANDA”.—No comprendo —balbucea Juan Manuel,

preso de un súbito malestar.—Yo hace treinta años que trato de compren-

der. La quería. Tú no sabes cuánto la quería. Yanadie quiere así, Juan Manuel... Una noche, dossemanas antes de que hubiéramos de casarnos,me mandó esta carta. En seguida me negó todaexplicación y jamás conseguí verla a solas. Yo de-jaba pasar el tiempo. “Esto se arreglará”, me de-cía. Y así me ha ido pasando la vida...

—¿Era la madre de Yolanda, don Silvestre?¿Se llamaba Yolanda, también?

—¿Cómo? Hablo de Yolanda. No hay másque una. De Yolanda, que me ha rechazado denuevo esta noche. Esta noche, cuando la vi, medije: Tal vez ahora que han pasado tantos añosYolanda quiera, al fin, darme una explicación.Pero se fue, como siempre. Parece que Federicotrata también de hablarle, a veces de todo esto. Yella se echa a temblar, y huye, huye siempre. . .

Desde hace unos segundos el sordo rumor deun tren ha despuntado en el horizonte. Y JuanManuel lo oye insistir a la par que el malestar quese agita en su corazón.

—¿Yolanda fue su novia, don Silvestre?—Sí, Yolanda fue mi novia, mi novia...Juan Manuel considera fríamente los gestos

desordenados de Silvestre, sus mejillas congestio-nadas, su pesado cuerpo de sesentón mal conser-vado. ¡Don Silvestre, el viejo amigo de su padre,novio de Yolanda!

—Entonces, ¿ella no es una niña, don Silves-tre?

Silvestre ríe estúpidamente.El tren, allá en un punto fijo del horizonte,

parece que se empeñara en rodar y rodar un ru-mor estéril.

—¿Qué edad tiene? —insiste Juan Manuel.Silvestre se pasa la mano por la frente tratan-

do de contar.—A ver, yo tenía en esa época veinte, no vein-

titrés...Pero Juan Manuel apenas le oye, aliviado mo-

mentáneamente por una consoladora reflexión.“¡Importa acaso la edad cuando se es tanprodigiosamente joven!”

—...ella por consiguiente debía tener...La frase se corta en un resuello. Y de nuevo

renace en Juan Manuel la absurda ansiedad quelo mantiene atento a la confidencia que aquelhombre medio ebrio deshilvana desatinadamente.¡Y ese tren a lo lejos, como un movimiento ensuspenso, como una amenaza que no se cumple!Es seguramente la palpitación sofocada y conti-nua de ese tren lo que lo enerva así. Maquinal-mente, como quien busca una salida, se acerca ala ventana, la abre, y se inclina sobre la noche.Los faros del expreso, que jadea y jadea allá en elhorizonte, rasgan con dos haces de luz la inmen-sa llanura.

—¡Maldito tren! ¡Cuándo pasará! —rezongafuerte.

Silvestre, que ha venido a tumbarse a su ladoen el alféizar de la ventana, aspira el aire a plenospulmones y examina las dos luces, fijas a lo lejos.

—Viene en línea recta, pero tardará una me-dia hora en pasar—explica—. Acaba de salir deLobos.

“Es liviana y tiene unos pies demasiado pe-queños para su alta estatura”.

—¿Qué edad tiene, don Silvestre?—No sé. Mañana te diré.Pero ¿por qué? —reflexiona Juan Manuel—.

¿Qué significa este afán de preocuparme y pensaren una mujer que no he visto sino una vez? ¿Seráque la deseo ya? El tren. ¡Oh, ese rumor monóto-no, esa respiración interminable del tren que avan-za obstinado y lento en la pampa!

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—¿Qué me pasa? —se pregunta Juan Ma-nuel—. Debo estar cansado —piensa, al tiempoque cierra la ventana.

Mientras tanto, ella está en el extremo del jar-dín. Está apoyada contra la última tranquera delmonte, como sobre la borda de un buque ancla-do en la llanura. En el cielo, una sola estrella,inmóvil; una estrella pesada y roja que parece lis-ta a descolgarse y hundirse en el espacio infinito.Juan Manuel se apoya a su lado contra latranquera y junto con ella se asoma a la pampasumida en la mortecina luz saturnal. Habla. ¿Quéle dice? Le dice al oído las frases del destino. Yahora la toma en sus brazos. Y ahora los brazosque la estrechan por la cintura tiemblan y esbo-zan una caricia nueva. ¡Va a tocarle el hombroderecho! ¡Se lo va a tocar! Y ella se debate, lucha,se agarra al alambrado para resistir mejor. Y sedespierta aferrada a las sábanas, ahogada en so-llozos y suspiros.

Durante un largo rato se mantiene erguidaen las almohadas, con el oído atento. Y ahora lacasa tiembla, el espejo oscila levemente, y unacamelia marchita se desprende por la corola y caesobre la alfombra con el ruido blando y pesadocon que caería un fruto maduro.

Yolanda espera que el tren haya pasado y quese haya cerrado su estela de estrépito para volver-se a dormir, recostada sobre el hombro izquier-do.

¡Maldito viento! De nuevo ha emprendido sugalope aventurero por la pampa. Pero esta maña-na los cazadores no están de humor para con-temporizar con él. Echan los botes al agua, dis-puestos al abordaje de las islas nuevas que allá, enel horizonte, sobrenadan defendidas por un cer-co vivo de pájaros y espuma.

Desembarcan orgullosos, la carabina al hom-bro; pero una atmósfera ponzoñosa los obliga adetenerse casi en seguida para enjugarse la frente.Pausa breve, y luego avanzan pisando, atónitos,hierbas viscosas y una tierra caliente y movediza.Avanzan tambaleándose entre espirales de gavio-

tas que suben y bajan graznando. Azotado en elpecho por el filo de un ala, Juan Manuel vacila.Sus compañeros lo sostienen por los brazos y loarrastran detrás de ellos.

Y avanzan aún, aplastando, bajo las botas, fre-néticos pescados de plata que el agua abandonósobre el limo. Más allá tropiezan con una floraextraña: son matojos de coral sobre los que seprecipitan ávidos. Largamente lucha por arran-carlos de cuajo; luchan hasta que sus manos san-gran.

Las gaviotas los encierran en espirales cadavez más apretados. Las nubes corren muy bajasdesmadejando una hilera vertiginosa de sombras.Un vaho a cada instante más denso brota del sue-lo. Todo hierve, se agita, tiembla. Los cazadorestratan en vano de mirar, de respirar. Descorazo-nados y medrosos, huyen.

Alrededor de la fogata, que los peones hanencendido y alimentan con ramas de eucaliptos,esperan en cuclillas el día entero a que el vientoapacigüe su furia. Pero, como para exasperarlos,el viento amaina cuando está oscureciendo.

Do, re, mi, fa, sol, la, si, do... De nuevo aque-lla escala tendida hasta ellos desde las casas. JuanManuel aguza el oído.

Do, re, mi, fa, sol, la, si, do... Do, re, mi, fa,sol... Do, re, mi, fa... Do, re, mi, fa... —insiste elpiano. Y aquella nota repetida y repetida batecontra el corazón de Juan Manuel y lo golpea ahídonde lo había golpeado y herido por la mañanael ala del pájaro salvaje. Sin saber por qué se le-vanta y echa a andar hacia esa nota que a lo lejosrepiquetea sin cesar, como una llamada.

Ahora salva los macizos de camelias. El pianocalla bruscamente. Corriendo casi, penetra en elsombrío salón.

La chimenea encendida, el piano abierto...Pero Yolanda, ¿dónde está? Más allá del jardín,apoyada contra la última tranquera como sobrela borda de un buque anclado en la llanura. Yahora se estremece porque oye gotear a sus espal-das las ramas bajas de los pinos removidas por

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alguien que se acerca a hurtadillas. ¡Si fuera JuanManuel!

Vuelve pausadamente la cabeza. Es él. Él encarne y hueso esta vez. ¡Oh, su tez morena y do-rada en el atardecer gris! Es como si lo siguiera ylo envolviera siempre una flecha de sol. JuanManuel se apoya a su lado, contra la tranquera, yse asoma con ella a la pampa. Del agua que bulleescondida bajo el limo de los vastos potrerosempieza a levantarse el canto de las ranas. Y escomo si desde el horizonte la noche se aproxima-ra, agitando millares de cascabeles de cristal.

Ahora él la mira y sonríe. ¡Oh, sus dientesapretados y blancos! Deben de ser fríos y duroscomo pedacitos de hielo. ¡Y esa oleada de calorvaronil que se desprende de él, y la alcanza y lapenetra de bienestar! ¡Tener que defenderse deaquel bienestar, tener que salir del círculo que ala par que su sombra mueve aquel hombre tanhermoso y tan fuerte!

—Yolanda... —murmura. Al oír su nombresiente que la intimidad se hace de golpe entreellos. ¡Qué bien hizo en llamarla por su nombre!Parecería que los liga ahora un largo pasado dedeseo. No tener pasado. Eso era lo que los cohi-bía y los mantenía alejados.

—Toda la noche he soñado con usted, JuanManuel, toda la noche...

Juan Manuel tiende los brazos; ella no lo re-chaza. Lo obliga sólo a enlazarla castamente porla cintura.

—Me llaman... —gime de pronto, y se des-prende y escapa. Las ramas que remueve en suhuida rebotan erizadas, arañan el saco y la mejillade Juan Manuel que sigue a una mujer, descon-certado por vez primera.

Está de blanco. Sólo ahora que ella se acerca asu hermano para encenderle la pipa, gravemente,meticulosamente —como desempeñando unapequeña ocupación cotidiana— nota que llevatraje largo. Se ha vestido para cenar con ellos. JuanManuel recuerda entonces que sus botas están lle-nas de barro y se precipita hacia su cuarto.

Cuando vuelve al salón encuentra a Yolandasentada en el sofá, de frente a la chimenea. Elfuego enciende, apaga y enciende sus pupilas ne-gras. Tiene los brazos cruzados detrás de la nuca,y es larga y afilada como una espada, o como...¿como qué? Juan Manuel se esfuerza en encon-trar la imagen que siente presa y aleteando en sumemoria.

—La comida está servida.Yolanda se incorpora, sus pupilas se apagan

de golpe. Y al pasar le clava rápidamente esaspupilas de una negrura sin transparencia, y le rozael pecho con su manga de tul, como con un ala.Y la imagen afluye por fin al recuerdo de JuanManuel, igual que una burbuja a flor de agua.

—Ya sé a qué se parece usted. Se parece a unagaviota.

Un gritito ronco, extraño, y Yolanda se des-ploma largo a largo y sin ruido sobre la alfombra.Reina un momento de estupor, de inacción; lue-go todos se precipitan para levantarla, desmaya-da. Ahora la transportan sobre el sofá, la acomo-dan en los cojines, piden agua. ¿Qué ha dicho?¿Qué le ha dicho?

—Le dije... —empieza a explicar Juan Ma-nuel; pero calla bruscamente, sintiéndose culpa-ble de algo que ignora, temiendo, sin saber porqué, revelar un secreto que no le pertenece. Mien-tras tanto Yolanda, que ha vuelto en sí, suspiraoprimiéndose el corazón con las dos manos comodespués de un gran susto. Se incorpora a medias,para extenderse nuevamente sobre el hombro iz-quierdo. Federico protesta.

—No. No te recuestes sobre el corazón. Esmalo.

Ella sonríe débilmente, murmura: “Ya lo sé.Déjenme”. Y hay tanta vehemencia triste, tantocansancio en el ademán con que los despide, quetodos pasan sin protestar a la habitación conti-gua. Todos, salvo Juan Manuel, que permanecede pie junto a la chimenea.

Lívida, inmóvil, Yolanda duerme o finge dor-mir recostada sobre el corazón. Juan Manuel es-

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pera anhelante un gesto de llamada o de repudioque no se cumple.

Al rayar el alba de esta tercera madrugada loscazadores se detienen, una vez más, al borde delas lagunas por fin apaciguadas. Mudos, contem-plan la superficie tersa de las aguas. Atónitos, es-crutan el horizonte gris.

Las islas nuevas han desaparecido.Echan los botes al agua. Juan Manuel empu-

ja el suyo con una decisión bien determinada.Bordea las viejas islas sin dejarse tentar como suscompañeros por la vida que alienta en ellas; esavida hecha de chasquidos de alas y de juncos, dearrullos y pequeños gritos, y de ese leve temblorde flores de limo que se despliegan sudorosas. Ex-plorador minucioso, se pierde a lo lejos y remade izquierda a derecha, tratando de encontrar ellugar exacto donde tan sólo ayer asomaban cua-tro islas nuevas. ¿Adónde estaba la primera? Aquí.No, allí. No, aquí, más bien. Se inclina sobre elagua para buscarla, convencido sin embargo deque su mirada no logrará jamás seguirla en sucaída vertiginosa hacia abajo, seguirla hasta laprofundidad oscura donde se halla confundidanuevamente con el fondo de fango y de algas.

En el círculo de un remolino, algo sobreflota,algo blando, incoloro: es una medusa. Juan Ma-nuel se apresura a recogerla en su pañuelo, queata luego por las cuatro puntas.

Cae la tarde cuando Yolanda, a la entrada delmonte, retiene su caballo y les abre la tranquera.Ha echado a andar delante de ellos. Su pesadoropón flotante se engancha a ratos en los arbus-tos. Y Juan Manuel repara que monta a la anti-gua, vestida de amazona. La luz declina por se-gundos, retrocediendo en una gama de azules.Algunas urracas de larga cola vuelan graznandoun instante y se acurrucan luego en racimos apre-tados sobre las desnudas ramas del bosque ceni-ciento.

De golpe, Juan Manuel ve un grabado queaún cuelga en el corredor de su vieja quinta deAndrogué: una amazona esbelta y pensativa, en-

tregada a la voluntad de su caballo, parece errardesesperanzada entre las hojas secas y el crepús-culo. El cuadro se llama “Otoño”, o “Tristeza...”No recuerda bien.

Sobre el velador de su cuarto encuentra unacarta de su madre. “Puesto que tú no estás, yo lellevaré mañana las orquídeas a Elsa”—escribe.Mañana. Quiere decir hoy. Hoy hace, por consi-guiente, cinco años que murió su mujer. ¡Cincoaños ya! Se llamaba Elsa. Nunca pudo él acos-tumbrarse a que tuviera un nombre tan lindo.“¡Y te llamas Elsa... !”, solía decirle en la mitad deun abrazo, como si aquello fuera un milagro másmilagroso que su belleza rubia y su sonrisa pláci-da. ¡Elsa! ¡La perfección de sus rasgos! ¡Su tez trans-parente detrás de la que corrían las venas, finaspinceladas azules! ¡Tantos años de amor! Y luegoaquella enfermedad fulminante. Juan Manuel seresiste a pensar en la noche en que, cubriéndosela cara con las manos para que él no la besara,Elsa gemía: “No quiero que me veas así, tan fea...ni aun después de muerta. Me taparás la cara conorquídeas. Tienes que prometerme. . . “

No, Juan Manuel no quiere volver a pensaren todo aquello. Desgarrado, tira la carta sobre elvelador sin leer más adelante.

El mismo crepúsculo sereno ha entrado enBuenos Aires, anegando en azul de acero las pie-dras y el aire, y los árboles de la plaza de la Recoletaespolvoreados por la llovizna glacial del día.

La madre de Juan Manuel avanza con seguri-dad en un laberinto de calles muy estrechas. Conseguridad. Nunca se ha perdido en aquella in-trincada ciudad. Desde muy niña le enseñaron aorientarse en ella. He aquí su casa. La pequeña yfría casa donde reposan inmóviles sus padres, susabuelos y tantos antepasados. ¡Tantos, en una casatan estrecha! ¡Si fuera cierto que cada uno duer-me aquí solitario con su pasado y su presente;incomunicado, aunque flanco a flanco! Pero no,no es posible. La señora deposita un instante enel suelo el ramo de orquídeas que lleva en la manoy busca la llave en su cartera. Una vez que se ha

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persignado ante el altar, examina si los candela-bros están bien lustrados, si está bien almidona-do el blanco mantel. En seguida suspira y baja ala cripta agarrándose nerviosamente a la baran-dilla de bronce. Una lámpara de aceite cuelga deltecho bajo. La llama se refleja en el piso de már-mol negro y se multiplica en las anillas de los ca-jones alineados por fechas. Aquí todo es orden ysolemne indiferencia.

Fuera empieza a lloviznar nuevamente. Elagua rebota en las estrechas callejuelas de asfalto.Pero aquí todo parece lejano: la lluvia, la ciudad,y las obligaciones que la aguardan en su casa. Yahora ella suspira nuevamente y se acerca al ca-jón más nuevo, más chico, y deposita las orquí-deas a la altura de la cara del muerto. Las deposi-ta sobre la cara de Elsa. “Pobre Juan Manuel” —piensa.

En vano trata de enternecerse sobre el desti-no de su nuera. En vano. Un rencor, del que seconfiesa a menudo, persiste en su corazón a pesarde las decenas de rosarios y las múltiples jacula-torias que le impone su confesor.

Mira fijamente el cajón deseosa de traspasar-lo con la mirada para saber, ver, comprobar... ¡Cin-co años ya que murió! Era tan frágil. Puede queel anillo de oro liso haya rodado ya de entre susfrívolos dedos desmigajados hasta el hueco de supecho hecho cenizas. Puede, sí. Pero ¿ha muerto?No. Ha vencido a pesar de todo. Nunca se muereenteramente. Esa es la verdad. El niño moreno yfuerte continuador de la raza, ese nieto que esahora su única razón de vivir, mira con los ojosazules y cándidos de Elsa.

Por fin a las tres de la mañana Juan Manuelse decide a levantarse del sillón junto a la chime-nea, donde con desgano fumaba y bebía medioatontado por el calor del fuego. Salta por encimade los perros dormidos contra la puerta y echa aandar por el largo corredor abierto. Se siente flo-jo y cansado, tan cansado. “¡Anteanoche Silves-tre, y esta noche yo! Estoy completamente borra-cho” —piensa.

Silvestre duerme. El sueño debió haberlo sor-prendido de repente porque ha dejado la lámpa-ra encendida sobre el velador.

La carta de su madre está todavía allí,semiabierta. Una larga postdata escrita de puñoy letra de su hijo lo hace sonreír un poco. Tratade leer. Sus ojos se nublan en el esfuerzo. Porfía ydescifra al fin:

“Papá: La abuelita me permite escribirte aquí.Aprendí tres palabras más en la geografía nueva queme regalaste. Tres palabras con la explicación y todo,que te voy a escribir aquí de memoria.

AEROLITO: Nombre dado a masas mineralesque caen de las profundidades del espacio celeste ala superficie de la Tierra. Los aerolitos son fragmen-tos planetarios que circulan por el espacio y que...”

—¡Ay! —murmura Juan Manuel, y, sintién-dose tambalear se arranca de la explicación,emerge de la explicación deslumbrado y cegadocomo si hubiera agitado ante sus ojos una canti-dad de pequeños soles.

HURACAN: Viento violento e impetuoso he-cho de varios vientos opuestos que forman torbelli-nos.

—¡Este niño! —rezonga Juan Manuel. Y sesiente transido de frío, mientras grandes ruidosle azotan el cerebro como colazos de una ola quevuelve y se revuelve batiendo su flanco poderosoy helado contra él.

HALO: Cerco luminoso que rodea a veces laLuna.

Una ligera neblina se interpone de prontoentre Juan Manuel y la palabra anterior, una ne-blina azul que flota y lo envuelve blandamente.¡Halo! —murmura—, ¡halo! Y algo así como unainmensa ternura empieza a infiltrarse en todo suser con la seguridad, con la suavidad de un gas.¡Yolanda! ¡Si pudiera verla, hablarle!

Quisiera, aunque más no fuese, oírla respirara través de la puerta cerrada de su alcoba.

Todos, todo duerme. ¡Qué de puertas, sigilo-so y protegiendo con la mano la llama de su lám-para, debió forzar o abrir para atravesar el ala del

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viejo caserón!¡Cuántas habitaciones desocupadas y polvo-

rientas donde los muebles se amontonaban enlos rincones, y cuántas otras donde, a su paso,gentes irreconocibles suspiran y se revuelven en-tre las sábanas!

Había elegido el camino de los fantasmas yde los asesinos.

Y ahora que ha logrado pegar el oído a la puer-ta de Yolanda, no oye sino el latir de su propiocorazón.

Un mueble debe, sin duda alguna, obstruiraquella puerta por el otro lado; un mueble muyliviano, puesto que ya consiguió apartarlo de unempellón. ¿Quién gime? Juan Manuel levanta lalámpara: el cuarto da primero un vuelco y se si-túa luego ante sus ojos, ordenado y tranquilo.

Velada por los tules de un mosquitero advier-te una cama estrecha donde Yolanda duerme caí-da sobre el hombro izquierdo, sobre el corazón;duerme envuelta en una cabellera oscura, fron-dosa y crespa, entre la que gime y se debate. JuanManuel deposita la lámpara en el suelo, apartalos tules del mosquitero y la toma de la mano.Ella se aferra de sus dedos, y él la ayuda entoncesa incorporarse sobre las almohadas, a refluir desu sueño, a vencer el peso de esa cabellera inhu-mana que debe atraerla hacia quién sabe qué te-nebrosas regiones.

Por fin abre los ojos, suspira aliviada y mur-mura: “Gracias”.

—Gracias —repite. Y fijando delante de ellaunas pupilas sonámbulas explica—: ¡Oh, era te-rrible! Estaba en un lugar atroz. En un parque alque a menudo bajo en mis sueños. Un parque.Plantas gigantes. Helechos altos y abiertos comoárboles. Y un silencio... no sé cómo explicarlo...,un silencio verde como el del cloroformo. Un si-lencio desde el fondo del cual se aproxima unronco zumbido que crece y se acerca. La muerte,es la muerte. Y entonces trato de huir, de desper-tar. Porque si no despertara, si me alcanzara lamuerte en ese parque, tal vez me vería condena-

da a quedarme allí para siempre, ¿no cree usted?Juan Manuel no contesta, temeroso de rom-

per aquella intimidad con el sonido de su voz.Yolanda respira hondo y continúa:

—Dicen que durante el sueño volvemos a lossitios donde hemos vivido antes de la existenciaque estamos viviendo ahora. Yo suelo tambiénvolver a cierta casa criolla. Un cuarto, un patio,un cuarto y otro patio con una fuente en el cen-tro. Voy y...

Enmudece bruscamente y lo mira.Ha llegado el momento que él tanto temía.

El momento en que lúcida, al fin, y libre de todopavor, se pregunta cómo y por qué está aquelhombre sentado a la orilla de su lecho. Aguardaresignado el: “¡Fuera!” imperioso y el ademán so-lemne con el cual se dice que las mujeres indicanla puerta en esos casos.

Y no. Siente de golpe un peso sobre el cora-zón. Yolanda ha echado la cabeza sobre su pecho.

Atónito, Juan Manuel permanece inmóvil.¡Oh, esa sien delicada, y el olor a madreselvas vi-vas que se desprende de aquella impetuosa matade pelo que le acaricia los labios! Largo rato per-manece inmóvil. Inmóvil, enternecido, maravi-llado, como si sobre su pecho se hubiera estrella-do, al pasar, un inesperado y asustadizo tesoro.

¡Yolanda! Ávidamente la estrecha contra sí.Pero entonces grita, un gritito ronco, extraño, yle sujeta los brazos. Él lucha enredándose entrelos largos cabellos perfumados y ásperos. Luchahasta que logra asirla por la nuca y tumbarla bru-talmente hacia atrás.

Jadeante, ella revuelca la cabeza de un lado aotro y llora. Llora mientras Juan Manuel la besaen la boca, mientras le acaricia un seno pequeñoy duro como las camelias que ella cultiva. ¡Tantaslágrimas! ¡Cómo se escurren por sus mejillas, apre-suradas y silenciosas! ¡Tantas lágrimas! Ahora co-rren por la almohada intactas, como ardientesperlas hechas de agua, hasta el hueco de su rudamano de varón crispada bajo el cuello sometido.

Desembriagado, avergonzado casi, Juan Ma-

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nuel relaja la violencia de su abrazo.—¿Me odia, Yolanda?Ella permanece muda, inerte.—Yolanda. ¿Quiere que me vaya?Ella cierra los ojos. “Váyase”, murmura.Ya lúcido, se siente enrojecer y un relámpago

de vehemencia lo traspasa nuevamente de pies acabeza. Pero su pasión se ha convertido en ira, endesagrado.

Las maderas del piso crujen bajo sus pasosmientras toma la lámpara y se va, dejando aYolanda hundida en la sombra.

Al cuarto día, la neblina descuelga a lo largode la pampa sus telones de algodón y silencio;sofoca y acorta el ruido de las detonaciones quelos cazadores descargan a mansalva por las islas,ciega a las cigüeñas acobardadas y ablanda los lar-gos juncos puntiagudos que hieren.

Yolanda. ¿Qué hará?, se pregunta Juan Ma-nuel. ¿Qué hará mientras él arrastra sus botaspesadas de barro y mata a los pájaros sin razón nipasión? Tal vez esté en el huerto buscando las úl-timas fresas o desenterrando los primeros rába-nos: Se los toma fuertemente por las hojas y se losdesentierra de un tirón, se los arranca de la tierraoscura como rojos y duros corazoncitos vegetales. Opuede aun que, dentro de la casa, y empinadasobre el taburete arrimado a un armario abierto,reciba de manos de la mucama un atado de sába-nas recién planchadas para ordenarlas cuidado-samente en pilas iguales. ¿Y si estuviera con lafrente pegada a los vidrios empañados de unaventana acechando su vuelta? Todo es posible enuna mujer como Yolanda, en esa mujer extraña,en esa mujer tan parecida a... Pero Juan Manuelse detiene como temeroso de herirla con el pen-samiento.

De nuevo el crepúsculo. El cazador echa unamirada por sobre la pampa sumergida tratandode situar en el espacio el monte y la casa. Una luzse enciende en lontananza a través de la neblina,como un grito sofocado que deseara orientarlo.La casa. ¡Allí está!

Aborda en su bote la orilla más cercana y echaa andar por los potreros hacia la luz ahuyentan-do, a su paso, el manso ganado de pelaje primo-rosamente rizado por el aliento húmedo de laneblina. Salva alambrados a cuyas púas se agarrala niebla como el vellón de otro ganado. Sortealas anchas matas de cardos que se arrastran pla-teadas, fosforescentes, en la penumbra; recelosode aquella vegetación a la vez quemante y helada.

Llega a la tranquera, cruza el parque, luego eljardín con sus macizos de camelias; desempañacon su mano enguantada el vidrio de cierta ven-tana y abre a la altura de sus ojos dos estrellas,como en los cuentos.

Yolanda está desnuda y de pie en el baño,absorta en la contemplación de su hombro dere-cho.

En su hombro derecho crece y se descuelgaun poco hacia la espalda algo liviano y blando.Un ala. O más bien un comienzo de ala. O mejordicho un muñón de ala. Un pequeño miembroatrofiado que ahora ella palpa cuidadosamente,como con recelo.

El resto del cuerpo es tal cual él se lo habíaimaginado. Orgulloso, estrecho, blanco.

“Una alucinación. Debo haber sido víctimade una alucinación. La caminata, la neblina, elcansancio y ese estado ansioso en que vivo desdehace días me han hecho ver lo que no existe. . .”piensa Juan Manuel mientras rueda enloquecidopor los caminos agarrado al volante de su coche.¡Si volviera! ¿Pero cómo explicar su brusca parti-da? ¿Y cómo explicar su regreso si lograra expli-car su huida? No pensar, no pensar hasta BuenosAires. ¡Es lo mejor!

Ya en el suburbio, una fina llovizna vela deun polvo de agua los vidrios del parabrisas. Echaa andar la aguja de níquel que hace tictac, tictac,con la regularidad implacable de su angustia.

Atraviesa Buenos Aires desierto y oscuro bajoun aguacero aún indeciso. Pero cuando empujala verja y traspone el jardín de su casa, la lluvia sedespeña torrencial.

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—¿Qué pasa? ¿Por qué vuelves a estas horas?—¿Y el niño?—Duerme. Son las once de la noche, Juan

Manuel.—Quiero verlo. Buenas noches, madre.La vieja señora se encoge de hombros y se

aleja resignada, envuelta en su larga bata. No,nunca logrará acostumbrarse a los caprichos desu hijo. Es muy inteligente, un gran abogado. Ella,sin embargo, lo hubiera deseado menos talento-so y un poco más convencional, como los hijosde los demás.

Juan Manuel entra al cuarto del niño y en-ciende la luz. Acurrucado casi contra la pared, suhijo duerme, hecho un ovillo, con las sábanas porencima de la cabeza. “Duerme como un animali-to sin educación. Y eso que tiene ya nueve años.¡De qué le servirá tener una abuela tan celosa!”—piensa Juan Manuel mientras lo destapa.

—¡Billy, despierta!El niño se sienta en el lecho, pestañea rápido,

mira a su padre y le sonríe valientemente a travésde su sueño.

—¡Billy, te traigo un regalo!Billy tiende instantáneamente una mano cán-

dida. Y apremiado por ese ademán Juan Manuelsabe, de pronto, que no ha mentido. Sí, le traeun regalo. Busca en su bolsillo. Extrae un pañue-lo atado por las cuatro puntas y lo entrega a suhijo. Billy desata los nudos, extiende el pañueloy, como no encuentra nada, mira fijamente a supadre, esperando confiado una explicación.

—Era una especie de flor, Billy, una medusamagnífica, te lo juro. La pesqué en la laguna parati... Y ha desaparecido. . .

El niño reflexiona un minuto y luego gritatriunfante:

—No, no ha desaparecido; es que se ha des-hecho, papá, se ha deshecho. Porque las medusasson agua, nada más que agua. Lo aprendí en lageografía nueva que me regalaste.

Afuera, la lluvia se estrella violentamente con-tra las anchas hojas de la palmera que encoge sus

ramas de charol entre los muros del estrecho jar-dín.

—Tienes razón, Billy. Se ha deshecho.—... Pero las medusas son del mar, papá. ¿Hay

medusas en las lagunas?—No sé, hijo.Un gran cansancio lo aplasta de golpe. No

sabe nada, no comprende nada.¡Si telefoneara a Yolanda! Todo le parecería

tal vez menos vago, menos pavoroso, si oyera lavoz de Yolanda; una voz como todas las voces,lejana y un poco sorprendida por lo inesperadode la llamada.

Arropa a Billy y lo acomoda en las almoha-das. Luego baja la solemne escalera de aquella casatan vasta, fría y fea. El teléfono está en el hall;otra ocurrencia de su madre. Descuelga el tubomientras un relámpago enciende de arriba abajolos altos vitrales. Pide un número. Espera.

El fragor de un trueno inmenso rueda porsobre la ciudad dormida hasta perderse a lo lejos.

Su llamado corre por los alambres bajo la llu-via. Juan Manuel se divierte en seguirlo con laimaginación. “Ahora corre por Rivadavia con suhilera de luces mortecinas, y ahora por el subur-bio de calles pantanosas, y ahora toma la carrete-ra que hiere derecha y solitaria la pampa inmen-sa; y ahora pasa por pueblos chicos, por ciudadesde provincia donde el asfalto resplandece comoagua detenida bajo la luz de la luna; y ahora entratal vez de nuevo en la lluvia y llega a una estaciónde campo, y corre por los potreros hasta el mon-te, y ahora se escurre a lo largo de una avenida deálamos hasta llegar a las casas de “La Atalaya”. Yahora aletea en timbrazos inseguros que repercu-ten en el enorme salón desierto donde las made-ras crujen y la lluvia gotea en un rincón”.

Largo rato el llamado repercute. Juan Manuello siente vibrar muy ronco en su oído, pero alláen el salón desierto debe sonar agudamente. Lar-go rato, con el corazón apretado. Juan Manuelespera. Y de pronto lo esperado se produce: al-guien levanta la horquilla al otro extremo de la

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línea. Pero antes de que una voz diga “Hola” JuanManuel cuelga violentamente el tubo.

Si le fuera a decir: “No es posible. Lo he pen-sado mucho. No es posible, créame”. Si le fuera aconfirmar así aquel horror. Tiene miedo de sa-ber. No quiere saber.

Vuelve a subir lentamente la escalera.Había pues algo más cruel, más estúpido que

la muerte. ¡Él que creía que la muerte era el mis-terio final, el sufrimiento último!

¡La muerte, ese detenerse!Mientras él envejecía, Elsa permanecía eter-

namente joven, detenida en los treinta y tres añosen que desertó de esta vida. Y vendría también eldía en que Billy sería mayor que su madre, sabríamás del mundo que lo que supo su madre.

¡La mano de Elsa hecha cenizas, y sus gestosperdurando, sin embargo, en sus cartas, en elsweater que le tejiera; y perdurando en retratoshasta el iris cristalino de sus ojos ahora vaciados!...¡Elsa anulada, detenida en un punto fijo y vivien-do, sin embargo, en el recuerdo, moviéndose jun-to con ellos en la vida cotidiana, como si conti-nuara madurando su espíritu y pudiera reaccio-nar ante cosas que ignoró y que ignora!

Sin embargo, Juan Manuel sabe ahora quehay algo más cruel, más incomprensible que to-dos esos pequeños corolarios de la muerte. Co-noce un misterio nuevo, un sufrimiento hechode malestar y de estupor.

La puerta del cuarto de Billy, que se recortailuminada en el corredor oscuro, lo invita a pasarnuevamente, con la vaga esperanza de encontrara Billy todavía despierto. Pero Billy duerme. JuanManuel pasea una mirada por el cuarto buscan-do algo en que distraerse, algo con que aplazar suangustia. Va hacia el pupitre de colegial y hojeala geografía de Billy.

“ . . . Historia de la Tierra . . . La fase estelarde la Tierra. La vida en la era primaria...”.

Y ahora lee “. . . Cuán bello sería este paisajesilencioso en el cual los licopodíos y equisetos gigan-tes erguían sus tallos a tanta altura, y los helechos

extendían en el aire húmedo sus verdes frondas. . .“.

¿Qué paisaje es éste? ¡No es posible que lohaya visto antes! ¿Por qué entra entonces en élcomo en algo conocido? Da vuelta la hoja y lee alazar “...Con todo, en ocasión del carbonífero es cuan-do los insectos vuelan en gran número por entre ladensa vegetación arborescente de la época. En elcarbonífero superior había insectos con tres pares dealas. Los más notables de los insectos de la épocaeran unos muy grandes, semejantes a nuestras libé-lulas actuales, aun cuando mucho mayores, puesalcanzaba una longitud de sesenta y cinco centíme-tros la envergadura de sus alas. . . “.

Yolanda, los sueños de Yolanda..., el horroro-so y dulce secreto de su hombro. ¡Tal vez aquíestaba la explicación del misterio!

Pero Juan Manuel no se siente capaz de re-montar los intrincados corredores de la naturale-za hasta aquel origen. Teme confundir las pistas,perder las huellas, caer en algún pozo oscuro ysin salida para su entendimiento. Y abandonan-do una vez más a Yolanda, cierra el libro, apaga laluz, y se va.

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La palabra señorita es un título honroso. . . hastacierta edad. Más tarde empieza a pronunciarsecon titubeos dubitativos o burlones y a ser escu-chada con una oculta y doliente humillación.

Peor todavía cuando se tiene el oído sensiblecomo en el caso de Natalia Trujillo. Tan sensibleque sus padres la consagraron al aprendizaje de lamúsica, medida nunca lo suficientemente alaba-da. Porque en su juventud Natalia era la alegríade las reuniones, la culminación de las veladasartísticas, el pasmo de sus coterráneos. Por todala Zona Fría andaba la fama de su virtuosismopara ejecutar los pasajes más arduos en que loscompositores volcaron su inspiración. Y esta proe-za era más admirable si se consideraba la peque-ñez de unas manos que abarcaban, apenas, unaoctava del teclado.

Era un privilegio —y una delicia— ver aNatalia acercarse al piano, abrirlo con reverencia,como si fuera la tapa de un ataúd; retirar, conademán seguro, el fieltro que protegía el marfil;toser delicadamente, asegurarse el mono, probarlos pedales, despojarse con primor de las sortijasy adoptar una expresión soñadora y ausente. Talespecie de rito era el preludio con que se lanzabaal ataque de la pieza suprema de su repertorio: elvals “capricho” de Ricardo Castro.

La civilización, que todo lo destruye, minóaquel prestigio que parecía inconmovible. Primerollegaron a Comitán las pianolas que hasta un niñopodía hacer funcionar. Después hubo una epide-mia de gramófonos que prescindían hasta de losejecutantes.

La estrella de Natalia se opacó. Su madurezvino a encontrarla inerme y su decadencia la hizodespeñarse hasta las lecciones particulares.

Sus alumnas eran hijas de las buenas familias,empobrecidas por la Revolución y arruinadas de-finitivamente por el agrarismo. Como no esta-ban ya en posibilidades de adquirir ningún apa-rato moderno, se apegaron con fanatismo a unastradiciones que, bien contadas, se reducían a losrudimentos del solfeo, la letra redonda, unifor-me y sin ortografía y el bordado minucioso deiniciales sobre pañuelos de lino.

La señorita Trujillo hacía hincapié en lo mó-dico de las cuotas que cobraba su academia. Apesar de ello los parientes de las discípulas rega-teaban con intransigencia, pagaban con retraso ose endeudaban sin pena.

Lo exiguo de sus ganancias proporcionaba unadoble satisfacción a Natalia: mantenerse en lacreencia de que no trabajaba, sino de que se dis-traía para calmar sus nervios y, por otra parte,ayudar al sostenimiento decoroso de una casa queno compartía más que con otra hermana soltera,Julia, quien si hubiese sido mayor no lo habríaadmitido nunca y si menor no lo habría procla-mado jamás.

Julia se dedicaba a un menester igualmentenoble que la música: la costura. Este don innatotambién fue advertido por la clarividencia de unospadres demasiado solícitos que supieron darle cau-ce y plenitud.

Julia tuvo su hora de triunfo. Durante añosimpuso la moda en Comitán y los empleados de

Vals “Capricho”Rosario Castellanos

Despierto de pronto en la noche pensando en elExtremo Sur.

Pablo Neruda

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Correos violaban la correspondencia para satisfa-cer una delictuosa curiosidad: ¿de dónde prove-nían los frecuentes envíos consignados a Julia yqué encerraban los paquetes tan cuidadosamentehechos? La divulgación de sus hallazgos aumen-tó la clientela de la modista: eran figurines de losalmacenes más renombrados de Guatemala, deMéxico y aún de París.

Como es natural, Julia tenía la sindéresis ne-cesaria para adaptar los atrevimientos de las gran-des urbes a la decencia provinciana. Y si allá sediseñaba un escote audaz aquí se velaba con unolán gracioso. Las faldas no delataron nunca laredondez de las caderas ni exhibieron las imper-fecciones de la rodilla. Y en su ruedo pesabanminúsculos trozos de plomo, ya que en Comitánsopla un aire impertinente cuyas indiscrecioneshay que contrarrestar.

El varón de la familia Trujillo, lejos de ser elbáculo de la vejez de sus progenitores, el respetode sus hermanas, el sostén del hogar, era una pre-ocupación, una vergüenza y una carga. Enclen-que y sin disposiciones especiales para ningúnoficio fue recomendado con el patrón de unasmonterías, después de asegurar su vida en unasuma ¡ay! consoladora. Todos confiaban en queDios hiciera su voluntad al través de los rigoresdel clima y la rudeza del trabajo.

Pero los caminos de la Providencia son im-previsibles. El desenlace lógico no se produjo. Alcontrario: Germán, fortalecido por las adversi-dades y próspero gracias a su tenacidad, acabóconvirtiéndose en el héroe de los coloquios ínti-mos de sus parientes. Se recordaba con ternura lahistoria de su infancia; el desparpajo con que res-pondía mal a las preguntas de los sinodales en losexámenes públicos; su ingenio de monaguillo paraorganizar travesuras a la hora de la misa. Despuésse evocaba la austeridad de su adolescencia y laadustez premonitoria de su carácter. Hasta quese llegaba a la apoteosis actual en que lo únicosobre lo que se guardaba silencio era sobre su es-tado civil. Los ángeles, sentenciaba su madre, no

tienen pasaporte. Lo cual significaba que Germánse había amancebado con alguna mestiza tiñosa,palúdica o quién sabe si algo peor, en su destie-rro.

A Natalia y a Julia las unió su desamparo mu-tuo y los infortunios que tuvieron que sobrelle-var. Primero la orfandad; luego la pobreza ver-gonzante. Germán rescató las hipotecas de la casay les permitía habitarla mientras decidía la horade su regreso a Comitán. Pero las dos hermanasno dejaron de sentirse dueñas de ese lugar en queestaban los retratos de sus antepasados y las som-bras de épocas felices. En el traspatio se veía aúnel fondo del aljibe seco en que se refugiaron delvandalismo de los carrancistas; en el balcón delas serenatas se conservaba el hierro torcido porla violencia de un duelo entre rivales; en la salacontinuaba, de cuerpo presente, el piano de cola;el ajuar de bejuco, objeto ya más de contempla-ción que de uso; las rinconeras de ébano, que sa-bían disimular su deterioro; los tarjeteros de mim-bre que ostentaban imágenes borrosas pero inol-vidables.

Era verdad que sus ingresos no bastaban nuncapara tapar las goteras que cundían en los tejadosni para arrancar las malas hierbas que medrabanen el jardín ni para abastecer la despensa. PeroNatalia y Julia permanecían en sus antiguos do-minios y no abandonaban el pueblo, mientras queotras familias de mayor abolengo, pretensiones ofortuna que la suya, habían emigrado a tierrasdonde no serían nadie, donde se desvaneceríancomo fantasmas.

Las hermanas Trujillo alcanzaron esa edad enque las tentaciones pasan de largo y el destino hacerrado ya todas su trampas, menos la última. Suexistencia transcurría apacible, monótona y pri-vada, entre arpegios inhábiles, retazos varios y cos-tumbres sólidas: las visitas de amistad y cumpli-do, la asistencia a los acontecimientos luctuosos,la adhesión a congregaciones serias. Por lo de-más, la maledicencia no hallaba pábulo para ce-barse en aquella discreción ni el ridículo tenía

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motivos par fustigar tal insignificancia. Si la sa-lud de las señoritas Trujillo adolecía de algúnquebranto, ellas no alentaban aspiraciones de lon-gevidad, pues las trocaron por la promesa de unabienaventuranza eterna.

Pero ¿quién puede llamarse dichoso mientrasvive? Natalia y Julia vieron entrar la desgracia porla puerta y no la reconocieron. ¡Ostentaba un as-pecto de juventud tan floreciente, una sonrisa tantímida, un rubor tan espontáneo! Se llamabaReinerie, era su sobrina y Germán se las habíaencomendado para que la educaran y pulieranen el roce social. Les entregó una criatura de bue-na índole pero en estado salvaje. Exigía que ledevolvieran una dama y para lograr su propósitono iba a escatimar ningún medio.

Natalia y Julia no dispusieron ni de un ins-tante para dedicarlo a la perplejidad. En la pri-mera comida hubo que informar a su huésped(con tacto, eso sí, porque contaría todo a su pa-dre) de cuál era la utilidad de los cubiertos, asícomo de lo indispensable que resulta, en algunoscasos, la servilleta.

Las primeras manifestaciones de la presenciade Reinerie en casa de las Trujillo fueron catas-tróficas. Era despótica y arbitraria con la servi-dumbre, ruda con las cosas, estrepitosamente efu-siva con sus tías. Rasguñaba las paredes para co-merse la cal, removía los arriates para molestar alas lombrices, tomaba jugo de limón sin miedo aque se le cortara la sangre y se bañaba hasta en losdías críticos.

El asombro de Natalia y Julia las mantuvo,durante semanas, paralizadas y mudas. ¿Qué cla-se de bestezuela era ésta que expresaba su satis-facción con ronroneos, su cólera con alaridos ysu impaciencia con pataletas?

Una vez disminuido el estupor inicial las doshermanas se reunieron en conciliábulo.

Para su deliberación se encerraron en el úni-co sitio de la casa al que nadie acudía sino forza-do: el oratorio. Allí, irreverentemente acomoda-das en los reclinatorios, dieron principio a una

plática reticente, a cuyo núcleo no se atrevieron allegar sino después de largos circunloquios.

—Reinerie... qué nombre tan chistoso. ¿Note parece?

—Yo conocí un Rosemberg; de cariño le de-cían Chember. También era de tierra caliente.

—Son muy raros por esos rumbos. ¿Y tú creesque Reinerie esté en el santoral?

—Si es apelativo de cristiano, sí.—Habrá que preguntarle al Coadjutor.—Y aprovechar para que la bautice.—¿Y si ya la bautizaron?—En las monterías no hay iglesia.—¡Sería un escándalo! ¿Te imaginas a Germán

Trujillo dejando que su hija se críe como el zacate?—Pero a esa criatura le falta un sacramento,

tal vez hasta un exorcismo. Si parece que estuvie-ra compatiada con el diablo.

—Malas mañas que le enseñó su madre.—No hagas juicios temerarios. A esa pobre

mujer. . .ni siquiera la conocemos.—Basta el botoncito de muestra que nos man-

daron.—Es nuestra cruz. ¡Y le debemos tantos favo-

res a Germán!—Se los vamos a corresponder con creces, no

te apures.—Si Dios nos presta vida. Porque con estos

achaques. . . Anoche no pude pegar los ojos.—Yo tampoco. No me dejaste dormir con tus

ronquidos.Natalia bajó los ojos, avergonzada. Después

de la escaramuza que servía de introducción a losgrandes temas, Julia fue al grano.

—Te decía que Reinerie...—No la llames así. Todo el mundo se burla

de nosotros. Mejor dile Claudia.—Prefiero Gladys.—¡Has estado leyendo novelas otra vez!—Tengo tiempo de sobra. Esta criatura se ex-

hibe en unas fachas que me está espantando la

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clientela.—¿Por qué no le cortas unos vestidos boni-

tos?—Los echa a perder en cuanto se los pone. Si

por ella fuera andaría desnuda. Tú tampoco haslogrado que se acostumbre a los zapatos.

—Le sacan ampollas.—Es que son finos. Hay que empezar por el

principio. Lo que necesita son chanclas de tenis.—¿Con qué cara me presento yo en la zapa-

tería para comprar eso?—Dí que es por tus juanetes, chatita.—Los he soportado mi vida entera sin

quejarme, nena. A estas alturas no voy a dar mibrazo a torcer.

—¿Y si dijéramos que es para una criada?—¿Calzar a una criada? ¿Dónde se ha visto?

¡Nadie volvería a hablarnos!Las dos hermanas quedaron pensativas. Por

la cabeza, fértil en recursos, de Natalia, cruzó alfin una iluminación.

—¡Sandalias de cuero!Julia torció el gesto.—No están de moda.Era su argumento supremo; pero esta vez no

resultó eficaz. Tuvo que ceder, aunque impusouna condición: que ninguna de las señoritasTrujillo intervendría directamente en el asunto.Recurrieron al Coadjutor quien, bajo sigilo sa-cerdotal, encargó un par de las que Reinerie sedespojaba con el menor pretexto.

Cuando sus tías le llamaban la atención sefingía sorda, porque ni Gladys ni Claudia eransus nombres. Las hermanas se quejaban amarga-mente de semejante tozudez.

—Tarea de romanos, hijas mías—suspirabael Coadjutor, contemplando con ceñodesaprobatorio el raído tapete sobre el piano.Cuando promovieran su ascenso (y los trámitesya no se podían prolongar) renunciaría sin escrú-pulos a la amistad de solteronas arruinadas parasustituirla por el trato con los señores pudientes.

—Una prueba que el Señor nos ha manda-

do—admitía con docilidad Julia.—Pero yo no pierdo los ánimos—terció

Natalia con la sonrisa del que prepara una sor-presa agradable . Hoy ya no escupió en el suelo.

—¿Y dónde escupió?—quiso saber distraída-mente el Coadjutor. Estaba considerando siGermán Trujillo llegaría a ser un señor pudiente.

—En un pocillo.Las mejillas de Natalia estaban arreboladas.

Pero quiso llevar su defensa hasta el fin.—Las salivaderas tienen un aspecto tan...

tan... Es fácil confundirlas con cualquier otro tras-te.

El Coadjutor se revistió de paciencia. Germánprosperaba en las monterías.

—He escuchado rumores de que la mucha-cha es arisca con los hombres. No se lo repruebo;ninguna precaución es suficiente. Pero ella tras-pasa los límites, no sólo del pudor, sino de la cor-tesía. Ofende a quienes se le acercan con ánimoinocente. El otro día, en la calle . . .

¿Qué creía Germán? ¿Que con su dinero, talvez mal habido, podría rendirnos a todos? A loscomitecos lo que les sobra es orgullo.

—¿Qué va a buscar una señorita decente enla calle?

Julia se adelantaba a las condenaciones quetemía. El Coadjutor esbozó un gesto ambiguo.

—Y en el barrio de la Pila, exponiéndose aque le faltara al respeto cualquier burrero.

—¡San Caralampio bendito!—Pues allí, fingiendo negocios, tenemos a la

sobrina de ustedes, Reinerie...—Gladys, señor.—Claudia, su reverencia.—María, de acuerdo con las costumbres de

nuestra Santa Madre.Las hermanas Trujillo cambiaron entre sí una

mirada de contrariedad. Había que seguirle el hu-mor a este anciano. ¿De qué hablaba ahora?

—Ustedes saben cómo se ponen aquellosrumbos cuando se entablan las aguas. Lodo, es-tiércol... María no es melindrosa ¿verdad?

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No, no era. Tenían que inculcarle losmelindres.

—...estaba en el trance de atravesar un char-co. Sostenía las sandalias y las medias con unamano y con la otra, se alzaba la falda.

La imagen era inconcebible. Julia y Natalia larechazaron cerrando fuertemente los ojos.

—Acertó entonces a pasar por allí ManoloAlmaraz.

—Su familia es pileña ¿no es cierto, señor?—Su origen es humilde, pero sus costumbres

son intachables. Yo pondría la mano en el fuegopor él. Lo conozco. Es mi hijo de confesión.

—Claro, claro—aceptó conciliadora Natalia.—Por galantería le ofreció el brazo a la sobri-

na de ustedes al mismo tiempo que, con esa deli-cadeza tan suya, le dijo: “¿Me permite que la ayu-de?”

—¿Pretendía que Gladys dejara que la toca-se?

Natalia miró compasivamente al sacerdote.No cabía duda de que desvariaba. Una cabeza nomuy firme puede extraviarse a pesar de la tonsu-ra. Era una ley rigurosa que en Comitán el hom-bre y la mujer no tuvieran ningún contacto sinodentro del matrimonio.

—Se trataba de una emergencia—aclaró elCoadjutor, malhumorado—. En el ofrecimientode Manolo no había rastro ni de malicia ni deabuso. Yo salgo fiador de sus intenciones.

—¿Y Claudia aceptó?—María, no se sabe cómo, desenfundó una

pistola y, apuntando con ella al corazón de Ma-nolo le dijo: “si se atreve a acercarse, aténgase alas consecuencias”. No es difícil adivinar cuálesserían.

Se hizo un silencio de consternación. El Co-adjutor pensaba en la urbanidad lesionada, Juliaen la clientela perdida, Natalia en la virtud incó-lume.

—Aconséjenos usted, Padre. ¿Qué hacemos?—Mano de hierro con guante de seda. ¿Com-

prenden?

Las señoritas Trujillo asintieron de una ma-nera automática. No habían comprendido. Deallí en adelante sus insomnios fueron verdaderos.

De sus consultas con la almohada, las tías con-cluyeron que Reinerie-Gladys-Claudia-María loque necesitaba era tener trato con muchachas desu edad. No iba a ser difícil. Bastaba con queNatalia se ausentara oportunamente durante laslecciones de piano.

Las alumnas, ignorantes de lo que se fragua-ba, inventaban las excusas más improbables paraabandonar el salón de clase y husmear por la casaen busca de esa especie de guacamaya lacandonaque se desvivían por conocer.

El conocimiento no satisfizo su curiosidad,sino la excitó más aún. Las conversaciones entrelas jóvenes comitecas y la recién venida de lamontería eran tan difíciles y sin sentido como lasde los manuales de idiomas extranjeros. Lascomitecas usaban una especie de clave, accesibleúnicamente al grupo de las iniciadas. Reinerie —que por orgullo fingía enterarse— daba unas con-testaciones ambiguas que las otras interpretabancomo un lenguaje superior.

Porque Reinerie poseía unos secretos que co-locaban a las comitecas en un nivel de subordi-nación. Estos secretos se referían a la vida sexualde los animales y también ¿por qué no? de laspersonas. Reinerie describía con vivacidad y abun-dancia de detalles, el cortejo de los pájaros, el apa-reamiento de los cuadrúpedos, el cruzamiento delas razas, el parto de las bestias de labor, las viola-ciones de las núbiles, la iniciación de los adoles-centes y las tentativas de seducción de los viejos.

Las comitecas volvían a su casa turbadas, des-preciando a sus padres, ansiosas de casarse, suciaspor dentro. Algo dejaron traslucir porque sus ma-yores les prohibieron que continuaran frecuen-tando a esa “india revestida”. La señorita Nataliaextendió—sin una arruga—el fieltro verde sobrelas teclas de marfil y echó llave al piano.

La fama de la corrupción de Reinerie llegóhasta las tertulias de los hombres para provocar-

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les un movimiento de repugnancia. En sus rela-ciones con las mujeres contaban, como con uningrediente indispensable, con su ignorancia dela vida. De ellos dependía prolongarla o destruir-la. En el primer caso tenían segura la sumisión.En el segundo, la gratitud.

En un plano de igualdad no sabían cómo des-envolverse. Con la hija de Germán Trujillo tam-poco era posible alardear de destreza en los ofi-cios masculinos. Si la ocasión se presentabaReinerie era capaz de cinchar una mula, de atra-vesar a nado un río y de lazar un becerro.

Y para colmo la muchacha era tímida. Cuan-do un varón (algún recadero ¿quién más iba aatreverse o a dignarse?) le dirigía la palabra, surostro tomaba el color morado de la asfixia, co-menzaba a balbucir incoherencias y se echaba acorrer y a llorar.

¿Quién iba a conmoverse con estos bruscospudores? La esquivez de Reinerie fue calificadacomo grosería y desprecio. En represalia le con-cedían el saludo más distante y la amabilidadmenos convincente.

Reinerie tardó en darse cuenta de que a sualrededor se había hecho el vacío. Vagaba distraí-damente por los corredores; se quedaba parada,de pronto, en el centro de las habitaciones; segolpeaba la frente contra los árboles del traspatio.Y no comprendía. Hasta que una vez cayó presade una dolorosa convulsión.

Julia acudió santiguándose y temiendo la des-honra; Natalia llorando y compartiendo el sufri-miento.

Reinerie volvió en sí. En vano la asediaronsus tías con infusiones de azahar y unturas de li-nimentos. ¿Qué nombre dar a aquella pena?

Las hermanas Trujillo recurrieron entonces amedidas extraordinarias; Julia encargó el últimofigurín a Estados Unidos, sede actual de la moda.Natalia escribió a Germán rogándole que legali-zara su situación con la madre de su hija; despuésde todo, argumentaba, no puede exigirse a la so-ciedad que acepte a una bastarda.

El correo fue puntual. Los modelosneoyorkinos resultaron tan simples que la mo-dista se sintió defraudada. Natalia tuvo ante síun certificado de matrimonio bastante verosímil.

Reinerie (que había escogido llamarse Alicia)se aplicaba simultáneamente a su perfecciona-miento. Hacendosa, ensayó las recetas culinariasmás exquisitas; deshiló manteles, marcó sábanas.Distinguida, pirograbó maderas y pintó acuare-las. Desenvuelta, aplicaba con oportunidad lasfórmulas de la conversación. Tal suma de habili-dades no le valió para granjearse ni una amiga niun pretendiente.

—¿Y la dote?—vociferaba Germán desde lamontería—. Digan que Reinerie va a heredar losaserraderos, las tropas de enganchados, las con-cesiones del Gobierno.

¿Pero a quién iban a decirlo las hermanasTrujillo si cada vez tenían menos interlocutores?

Saladura, sentenciaban las criadas desde susdominios. Deberían de llevar a la niña para quele hicieran una limpia los brujos.

Desde su nivel eclesiástico el Coadjutor esta-ba de acuerdo. Urgentemente apremió a Nataliay a Julia para que su sobrina se aproximara a laSagrada Mesa.

La primera comunión de Reinerie fue unaceremonia lucida a la que Germán no pudo asis-tir, pero cuyos dispendios alentó sin reparo.

La protagonista semejaba una quinceañera enla celebración, tardía, de su aniversario; o unadesposada ya no tan precoz.

Reinerie no atendió al emocionado fervorínque improvisaba el oficiante. Cubierta de unaprofusión de brocados, listones, encajes, tules,divagaba siguiendo las figuras trémulas de los ci-rios ardiendo y el humo de los incensarios. Con-taba la variedad de las flores; examinaba el colorde la alfombra; quería descifrar los murmullos dela concurrencia.

¿Qué significado tenían las frases que el ofi-ciante le dirigía: “Carne y sangre de Cristo”; “ovejadescarriada, por cuyo rescate el Pastor abandona

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su rebaño”; “hija pródiga”? Reinerie se abría, noa las verdades del cristianismo, sino a la revela-ción de su propia opulencia y su gran importan-cia. Joven, hermosa, rica. ¿Qué más podía pedir?Sólo que su madre muriera.

El cumplimiento del rito la hizo creer quehabía ingresado en la sociedad de Comitán. Co-menzó a prepararse para desempeñar airosamentesu papel.

Se peinaba y se despeinaba ante el espejo; tra-zaba y borraba el arco de sus cejas, la curva de suslabios. Hasta que se compuso una figura que losdemás tendrían que admirar.

En el taller de Julia se desparramaban cortesde charmeuse, destinados a los trajes de baile; flatpara los vestidos de paseo; piqué para las batas deentrecasa. Y crespón para las ocasiones solemnes.

Pero ni estas ocasiones ni otras se presenta-ban. En los armarios ya no cabía más ropa, ni enlos burós zapatos ni en el tocador afeites.

Compuesta, Reinerie salía a exhibirse al bal-cón. Tras las vidrieras de una ventana próxima,sus tías acechaban el paso de los transeúntes, eltestimonio de su admiración. Pero los que pasa-ban, muy pocos, se descubrían precipitadamentesi eran hombres; miraban sin ver, si eran muje-res.

En las tertulias Reinerie y sus costumbres, osus actos más nimios, eran tema de burla. Algu-no la apodó “La tarjeta postal” y ya nadie volvióa aludirla de otro modo.

Cuando alguien (que no estaba en anteceden-tes, por supuesto, o que estándolo quería alar-dear de caritativo o de independiente en sus opi-niones) pretendía reivindicar una de las cualida-des de Reinerie, se le tildaba de hipócrita, de in-oportuno, de aguafiestas o de cazador de dotes. Yse aprovechaba la contradicción para encontrarnuevos motivos de mofa.

Si se examinaba su belleza era para hacer re-saltar su falta de apego a los cánones. Ni peloondulado, ni ojos grandes, ni piel blanca ni bocadiminuta, ni nariz recta. La suma de leves defec-

tos y asimetrías no resultaba atractiva para loshombres ni envidiable para las mujeres.

La esbeltez carecía de importancia, puesto queellas la sacrificaban a la gula. Se reían de la agili-dad desde la molicie y si se ponderaba la salud seles acentuaba la interesante palidez.

La palomilla más renombrada se trazó unaconducta estratégica: cedía a Reinerie el centrode la acera, el lugar de preferencia en el templo,en el cine, en los paseos. Pero nadie la acompaña-ba ni a misa mayor los domingos, ni a la funciónvespertina los sábados, ni a la serenata los jueves,ni a las carreras de caballos de Yaxchibol en octu-bre, ni a las temporadas de baños de Uninajab enabril, ni a las ferias de enero ni a los bailes todo elaño.

Reinerie se declaró vencida ante el boicot. In-capaz de resistir la humillación del aislamiento,dejó de asistir a los sitios públicos. Aún en sucasa fue abando nando los hábitos que tanto es-fuerzo le había costado adquirir y volvió a su es-tado primitivo. Vagaba despeinada, sin zapatos,envuelta en una bata de yerbiya. Comía de pie,en cualquier parte, tomando los alimentos conlos dedos y arrojando los desperdicios a su alre-dedor. Para huir de las reconvenciones de sus tíasacabó por encerrarse en su cuarto.

Allí no era posible entrar. La atmósfera erairrespirable. Una gallina negra cumplía una mis-teriosa función en su nido, hecho debajo de lacama. Por todas partes se apilaba la ropa sucia ylas colillas de unos cigarros de arriero que la mu-chacha fumaba sin cesar.

Cuando las criadas aprovechaban la momen-tánea ausencia de Reinerie para barrer la basura oretirar la ropa, tenían que sufrir una reprimenda.¿Por qué se lo desordenaban todo? Ella quería vivirasí y tenía el dinero suficiente para pagarse susgustos.

Natalia quiso atraer a su sobrina hacia la lec-tura y le prestó los libros que habían consoladosu soledad, distraído sus ocios, edificado sus pe-nas.

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Reinerie deletreaba sin fluidez. Y la recom-pensa de sus afanes era una insípida historia demisioneros heroicos en tierras bárbaras, de mon-jas suspirantes por el cielo y de casadas a la derivaen el mar proceloso que es el mundo.

Reinerie arrojaba el volumen lejos de sí, fu-riosa. ¿Por qué nadie hablaba nunca de amorescompartidos, de matrimonios felices? Era nece-sario que existieran. Lo que leía no se diferencia-ba de lo que vivía y por lo tanto le era imposiblecreer en ello. Más amargada aún que antes, vol-vió a caer en la inercia y el descuido.

Germán, al tanto de los acontecimientos, or-denó que se renovara el mobiliario de la casa. Enel dormitorio de su hija se materializaron los de-lirios del hombre confinado en la selva y de lasmujeres aisladas en la soltería. Allí se ostentabanun lujo y una voluptuosidad reducidos al absur-do por imaginaciones rudimentarias y mal nutri-das: divanes de terciopelo, figuras mitológicas dealabastro, mesitas con incrustaciones de maderaspreciosas sobre las que se abrían álbumes con le-yendas alusivas a la fuerza de las pasiones, a laeternidad de los sentimientos y a la inexorabili-dad del destino.

Reinerie se entretenía comiendo golosinas yjugando solitarios. Una tarde, en la que el hastíoera más enervante que de costumbre, recordó losconjuros que recitaba su madre para la adivina-ción del porvenir. La penumbra se llenó de visio-nes casi tangibles. Espantada, Reinerie se cubrióla cara con las manos y gritó antes de perder elconocimiento.

Al volver en sí (sostenida por almohadones,sitiada por el olor acre de las sales) percibió unosmurmullos rápidos, de angustia, de discusión.

—Hay que llamar al médico.—¿Y si le encuentra algo raro?—Es preferible que nos lo diga ahora.—Sería un escándalo. ¿Quién va a querer car-

gar con ella... así?—¿Entonces?—Hay que esperar. Si se agrava la llevaremos

a México.Natalia y Julia redoblaron sus mimos para la

convaleciente. ¿No es verdad que la música sosie-ga los ánimos? ¿No es cierto que el cambio deapariencia renueva las ilusiones? La modista co-sía y la pianista tocaba. Gladys, Claudia, las con-templaba a las dos con una chispa de desconfian-za en los ojos marchitos.

Un día invadieron su habitación en medio degrandes aspavientos. Del interior de una caja re-donda extrajeron la sorpresa: un sombrero de mu-jer.

Era de paja sin teñir y lo rodeaba una nubeinforme y desvaída. Sí, el velo que protege la fazde la ingenua, el que cubre el rostro de la adúlte-ra y atenúa los estragos del tiempo sobre la carade la que envejece.

Para usar aquella prenda se necesitaba auda-cia, inconsciencia o una suprema seguridad en lapropia elegancia. Entre sobrina y tías juntaronlos tres requisitos y el sombrero se estrenó. Eraun desafío. Y Comitán respondió a él con unaindiferencia y un silencio absolutos. Se había de-cidido que el sombrero no existía.

Con desconcierto las Trujillo se batieron enretirada. Encerrarse equivalía a admitir la derro-ta. Inventaron un paseo nuevo: el campo de avia-ción.

Cuando el viento era favorable, las tías y lasobrina tenían la suerte de ver llegar y partir unaparato minúsculo que transportaba el correo.

Durante horas enteras permanecían las tresfiguras en aquel páramo ventoso. Mudas, porquetodo sonido era inaudible en la extensión batidasin cesar por corrientes contrarias; de pie, porqueno había ni una piedra ni un tronco donde sen-tarse; la más joven coronada por un sombrero.

Imprevisible como los milagros, aparecía elavión rasgando el horizonte. ¡Se veía tan frágil,tan a merced de los elementos! Y sin embargoplaneaba con gracia y tocaba la tierra con preci-sión y suavidad.

De la cabina salía el piloto dispuesto a acep-

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tar la admiración de la concurrencia, orgullosode sus hazañas y sin embargo humilde, comoaquellos que deben más a la pericia y a la suerteque al aprendizaje. Con gallarda desenvoltura seaproximaba al grupo únicamente para ver de cer-ca tres estatuas de sal, con la espalda vuelta a laciudad que las había expulsado y los ojos ciegospara lo que tenían delante. Les humillaba la sole-dad y no querían romperla gracias a un advene-dizo cuyo linaje ignoraban y cuyo oficio—por elmero hecho de significar dependencia y escasezde dinero e imposibilidad de ocio—despreciaban.

A las tímidas, o audaces, tentativas de acerca-miento, Reinerie y sus tías respondieron con des-dén. Y lo que pudo ser amistad, principio de en-tendimiento, simpatía, coqueteo y aún amor, sepudrió. Aquellas tres figuras extravagantes se con-virtieron pronto en tema de comentariosdespiadados y de burlas certeras.

Reinerie y sus tías no dejaron de percibir quela atmósfera que las rodeaba era hostil. De unmodo tácito dejaron de asistir a su único paseohasta volver a encerrarse completamente en sucasa.

Enterado de las noticias Germán llegó al pue-blo. Quiso reanudar antiguos vínculos y halló unaresistencia irónica. Nadie quiso saber el montode su capital ni los medios de que se había validopara obtenerlo. Es más, nadie parecía habersedado cuenta de que se hubiera ausentado duran-te tantos años. Con lo cual, su regreso carecía enlo absoluto de importancia.

Exacerbado, Germán hizo ostentación de suriqueza y de su esplendidez y alquiló el CasinoFronterizo para festejar un hipotético cumplea-ños de su hija.

Los preparativos fueron estrepitosos y las in-vitaciones muchas. Se adornaron las salas conguirnaldas de orquídeas y los pisos con juncia; sealinearon las marimbas; se dispusieron las mesasbien abastecidas. Bajo el candil de cien lucesGermán Trujillo, asfixiado por el traje de etique-ta, daba el brazo a su heredera y ofrecía el flanco

libre a sus hermanas.La sonrisa de bienvenida de los anfitriones

fue congelándose paulatinamente en sus labios.Transcurrían las horas; bostezaban losmarimbistas; sonreían con disimulo los meseros.A las dos de la mañana tuvo que aceptarse la evi-dencia: ninguno había honrado la recepción asis-tiendo a ella.

Furioso, Germán sacudía a Reinerie por loshombros como si quisiera arrancarle un gemido,una protesta, una maldición. La muchacha per-manecía impávida como los manequíes del tallerde su tía Julia.

—Dime qué quieres y te lo doy ahora mis-mo. ¡Puedo aplastarlos a todos, hacer que se arras-tren ante ti! Soy rico, más rico que todos ellosjuntos. Si les compro las fincas, las fábricas, nohabrá quien no sea mi deudor.

Los términos mercantiles no conmovían aReinerie.

—Gladys ¿no quisieras ir a México? ¡Podríascomprar colecciones enteras de ropa!

—Escuchar conciertos, música. Música deverdad, como en el cielo. ¡Vámonos, Claudia,vámonos!

Alicia contempló a los tres con reproche,como para volverlos a la razón. ¿Por qué exhibirasí su fracaso ante la servidumbre que se regoci-jaba con él? De pronto se le había despertado unfulminante sentido de su jerarquía. Cubriéndosedelicadamente la boca con la

mano, como para ocultar un bostezo, hizo no-tar a los otros (con una compostura incongruen-te) que era hora de dormir.

Durmió sin sobresaltos y despertó tranquila.Germán aplazaba su vuelta a las monterías en es-pera de un estallido que no llegó a producirse. Alcontrario. El carácter de su hija se habíadulcificado hasta la morbosidad. Hizo donativosde las pertenencias que tenía en mayor estima alHospital Civil y al Niñado. Se enfundó en unaespecie de hábito oscuro y rogó al Coadjutor quele sirviese de guía espiritual. Germán Trujillo se

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fue con el corazón deshecho.El Coadjutor escuchó aquel llamamiento a

su deber con una alarma inútil. No le era lícitorechazarlo pero admitirlo le acarrearía consecuen-cias que era incapaz de calcular, pero que, desdeluego, podía prever como desagradables.

Devota, Reinerie ingresó en las congregacio-nes piadosas; era celadora del Santísimo, Damade la Virgen, Tercera de la Orden Franciscana,pilar, en fin, de la Iglesia.

Pero no por ello ganó afectos. Como actos decaridad sus compañeras la saludaban con una in-clinación de cabeza, un guiño casi impercepti-ble, una sonrisa breve. Los grupos que murmu-raban alrededor de un altar, del bautisterio, de lapila de agua bendita, se disolvían al acercarse lanueva socia. Hubo algunas deserciones, se pre-sentaron renuncias y cuando Reinerie exigió alCoadjutor una demostración pública de apoyo,éste no tuvo la osadía de hacerla.

Junto con su sobrina, Julia y Natalia dejaronde frecuentar el templo y la abrumaban de cui-dados, de mimos, para compensarla, para prote-gerla. Gladys, Claudia, se sentía aplastada poraquel cariño como por la losa de una tumba.María experimentaba las torturas del Purgatorio;y en cuanto a Alicia se había borrado como sinunca hubiera nacido.

Una madrugada encontraron su cuerpo des-nudo, aterido, amoratado, sobre la hierba deltraspatio. Sin una exclamación afligida o interro-gante, las tías le procuraron abrigo y remedio hastaque la muchacha volvió en sí.

Desde entonces la vigilaron con mayor asi-duidad y se dieron cuenta de que reía silenciosa-mente y sin motivo, hablaba sola en el idioma desu madre y caminaba tambaleándose como si es-tuviera ebria.

Las señoritas Trujillo avisaron con urgencia aGermán. Pero el aviso no llegó a tiempo. Juliacasi se desmayó de horror cuando encontró, es-parcidos por los corredores, los restos de la galli-na negra descuartizada. Y Natalia había visto algo

más: cómo se alejaba, a la luz clandestina delamanecer, la silueta de una mendiga. Destrabó laaldaba de la puerta de calle, salió, cerró tras de sí.

Al través de los visillos de su vidriera Nataliala vio irse y no hizo ningún ademán para dete-nerla. Y aunque tenía los ojos nublados por elllanto pudo advertir que Reinerie iba descalza.

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Una idea, relampagueando de improviso, anun-ció el fin de su incertidumbre. Surgió cuando susojos tropezaron con una vieja fotografía escolar.Estaba preocupado por lo difícil que le resultabaencontrar algo original para la revista: el deberdel periodista, la obligación de aportarcotidianamente novedades. Y de pronto le vinola inspiración. La foto llevaba colgada en el mis-mo sitio, en el cuarto de estar, más de treinta años;discreta, muda, difusa ya. Mas ahora parecía te-ner algo que decir.

Se concentró en la foto, apenas alterada porel paso del tiempo: su orla de Bachillerato en Le-tras, Instituto de Enseñanza Media de Giza, año1928 ¿Cómo enfocar periodísticamente estos ros-tros juveniles?... ¿”Educación y vida”?... ¿”1928 y1960"?... prometedor punto de partida, pero¿cómo conseguir datos que sirvan de base a unbuen artículo?

¡Cuántos años sin echar una mirada a aquellafoto! ¡Cuántas cosas presentes en ella se fueronpara no volver! ¡Aquellos tarbuses! ¡Aquellos pro-fesores ingleses y franceses!

Una simple mirada le bastaba para recordar acada uno, aunque hubiera olvidado sus nombres,y aunque desconociera el curso de su vida porcompleto: ninguno mantenía en la actualidadcontacto con él, ni siquiera aquel chico inquietoque fue vecino suyo durante mucho tiempo.

Procedió a examinar los rostros despacio, co-menzando por los de la fila superior. Pasó de lar-go dos que no le sonaban para detenerse en elque fue el as del equipo de fútbol y que encontróla muerte en un partido entre el Giza y otro ins-tituto... Inolvidable accidente... se diría que su

suerte está expresa de algún modo en la foto: ojosde brillo agresivo, arrogante, torcida la boca enun rictus de sonrisa...; hoy es sólo polvo.

Continuó su recorrido de rostro en rostro,hasta pararse en otro, rectangular, vigoroso... re-cordó la actitud del dueño de aquel rostro, en laescalera de la Secretaría de la Escuela, pronun-ciando un inflamado discurso con el que preten-día que se sumasen a una manifestación de pro-testa por el Estatuto del 28 de febrero.

Al lado, uno de aire distinguido que delatabala clase a la que pertenecía; en seguida le vino a lamemoria su apellido, al-Mawardi, y lo anotó ensu agenda. Seguro que le sería fácil dar con él,porque había sido una personalidad destacada enla política de hacía diez años. Será el primero ainvestigar.

Sus ojos continuaron deslizándose por losrostros sin que ninguno le dijera nada, hasta lle-gar a uno difícil de olvidar; fue el símbolo delalumno sobresaliente, con todo el poder de fasci-nación que esto tiene, el primero de la clase, elnúmero uno siempre, el mejor del Instituto. . .¡al-Aurafli!; ¡además de su fama le había quedadoen la cabeza aquel raro apellido suyo! Había des-tacado en la Facultad de Derecho y había sidonombrado en seguida Fiscal de Distrito; por aquelentonces tal nombramiento fue sonado. No ten-drá dificultades en dar con él dirigiéndose al Mi-nisterio de Justicia Será el segundo eslabón de suartículo; al-Aurafli después de al-Mawardi.

Un nuevo rostro se destacó desafiante. Era desangriento recuerdo: una pelea en el patio de laEscuela; del motivo no puede acordarse en ab-soluto.

Una fotografía antiguaNaguib Mahfuz

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Siguió pasando caras, calladas como piedras,hasta llegar a la provocativa fisonomía de su anti-guo vecino Hamid Zahrán, hoy director de laCompañía La Pirámide Escalonada. Esbozó unasonrisa fría. He aquí a una figura de actualidad.Recordaba claramente cómo había dejado los es-tudios al suspender la Reválida, y que, con la en-señanza media solamente, se había incorporadoal Ministerio de la Guerra. Había seguido en con-tacto con él hasta hacía diez años, cuando dejóde vivir en Abu Judà, al empezar a dedicarse alperiodismo. Supo después que había renunciadoa su empleo estatal para ocupar el puesto de se-cretario del director de La Pirámide Escalonada,y que más adelante había heredado el cargo dedirector con un sueldo de quinientas libras men-suales. Un verdadero milagro, si no se piensa ensu locura o en su misma estupidez, de la que nole cabe la menor duda. De todos modos será unelemento significativo para su reportaje, que con-fía en que será de mucha calidad: dependerá másde su análisis que de las entrevistas con los anóni-mos personajes, ya que no importarán lasindividualidades, sino sus posiciones sociales. Enfin, mejor será que deje las consideraciones hastaque tenga reunido todo el material.

Empezó por concertar una entrevista conAbbás al-Mawardi en su finca de Qulyub, trasinformarse en el despacho que éste mantenía enla Plaza del Azhar, de que ahora residía allí. A lahora en punto cruzaba el paseo de entradaflanqueando por macetas de flores que llegabanhasta el recibidor. Era un artístico palacete de dospisos rodeado por un parque, de dos feddans deextensión, plantado de mangos, naranjos y limo-neros, emparrados; innumerables arriates en for-ma de cuadrados, círculos y triángulos; flores,maleza y arroyos. Y él allí, de pie, como un gi-gante, en medio de los campos que se extendíanhasta el horizonte, se vio dominado por el silen-cio, la calma, la armonía. Creyó ver a lo lejos, enlos bancales, cuerpos inclinados que parecían per-didos entre los sembrados y el espacio.

Abbás al-Mawardi le recibió luciendo unaabba holgada, con su cara llena, sonrosada, pelobrillante en retirada sobre la gran cabeza redon-da; su corpulencia le hacía muy semejante a unaestatua tapada antes de su inauguración. Abbásle miró sonriente, con cierta expectación mezcla-da de cautela y curiosidad, dándole la bienveni-da:

—¡ Bienvenido, señor Husayn Mansur !Se estrecharon las manos, se sentaron y aña-

dió:—Sigo tu actividad periodística con verda-

dero interés; siempre que leo algo tuyo, recuerdoque fuimos compañeros de Instituto, aunque nonos hayamos vuelto a ver desde que salimos deGiza.

Husayn replicó sonriendo:—Nos vimos una vez de pasada en el Parla-

mento, allá por el cincuenta o el cincuenta y uno.Frunció el entrecejo:—¿Sí...?Se entregaron durante un buen rato a los re-

cuerdos del Instituto, hasta que Husayn le des-cubrió el objeto de su visita; entonces Abbás dijocortante:

—¿No te parece mejor dejarme en paz. . . ?Pero Husayn le atajó con mucho ánimo:—No estoy de acuerdo contigo; se trata de

un estudio que será la primera piedra para re-construir la trayectoria de toda una generación.Desde luego, no publicaré nada explícitamente ati referido, sin haberlo sometido antes a su apro-bación. Palabra de honor. Es más, acaso ni si-quiera necesite mencionar ningún nombre.

No se negó, pero tampoco pareció muy con-tento. Su rostro era un enigma, hasta el punto deque Husayn Mansur se preguntaba con angustiaqué podía pasarle, ¿le ha dolido este encuentrocon todos los recuerdos que ha provocado? Aun-que hoy sea rico, ayer fue millonario, sin duda, ysu estrella política estaba en alza. Ganó honesta-mente las elecciones... en todas las hablillas se lenombraba como candidato al Ministerio a fina-

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les de 1950...—Resido aquí habitualmente, por eso mi hijo,

el que está en edad universitaria, vive en El Cairocon mi hermana. Yo no salgo de aquí casi nunca.

Los frenos de su lengua se habían relajado yconfirmó extensamente que si llevaba en personala explotación de su tierra, utilizando las másmodernas técnicas agrícolas. Habló de que le in-teresaba sobremanera la cría de ganado y aves decorral; de que para los ratos de ocio se había pre-parado una buena biblioteca, y de que había ele-gido como deporte y afición la equitación, en fin,que había creado un pequeño reino y que podíaprescindir de los demás; más aún... ¡deseaba pa-sar allí la vida, sin salir de los limites de su pro-piedad!

Luego el periodista aludió a los campesinosde sus tierras.

—¡Yo soy un labrador más!, como lo fue mipadre. No me avergüenza trabajar con ellos, ¡sonbuena gente!

Husayn suscitó otra cuestión:—¿No te has presentado como candidato por

la Unión Nacional?Pero su interlocutor sorteó la respuesta con

habilidad:—Muchos me lo han propuesto, pero aquí

soy feliz.Husayn imaginó aquella vida, medio salvaje,

medio refinada, que ofrecía tantas compensacio-nes: la noche, la luna, el bar americano, el toquerústico...

—¿Y tus amigos de antes?—¡Ah, esos! Los íntimos pasan en casa el fin

de semana. De los demás no sé nada.Rehusó seguir hablando de asuntos genera-

les, y Husayn no insistió:—¿No te apetece a veces ir al cine, por ejem-

plo?—Tengo sala de proyección aquí, ¡sí!, ya ves

que no me falta de nada.Le alargó la foto escolar por si le sonaba algu-

no de los que había en ella. La examinó sonrien-

do. Al poco señaló su rostro:—Alí Sulaymán, alcanzado por una bala en

el pecho en tiempos de Sidqi. Después que segraduó se incorporó al Cuerpo Diplomático. Hasido depuesto cuando la purga ministerial.

Husayn señaló la imagen de Hamid Zahrán.Al-Mawardi negó con la cabeza. Husayn le expli-có:

—Es Hamid Zahrán, director de una Com-pañía, quinientas libras al mes.

Las cejas de su interlocutor dibujaron un ¿”deverdad”?; sus ojos brillaron entre escépticos y per-plejos. El periodista dio por terminada la conver-sación.

En el Ministerio de Justicia encontró al quefuera primero de la clase, el señor Ibrahim al-Aurafli, Juez de Causas Criminales. Esperó anteel Juzgado hasta que el otro salió seguido de unujier que corrió por un taxi. Husayn se acercósonriente a al-Aurafli que le miró desorientado.De improviso le reconoció y le tendió la mano.Husayn le contó su propósito en líneas generalesy al-Aurafli le invitó a comer en su casa. El taxiles llevó a la calle Maher. Entraron en un pisoconfortable, pero corriente en definitiva, cosa quesorprendió a Husayn, pero cuando se sentaron ala mesa ocho niños, de edades parecidas, pocomás o menos, se le fue la sorpresa.

—Tu actividad periodística llama la atención,de verdad.

Le dio las gracias mientras echaba una mira-da furtiva a su cuerpo enjuto y a sus ojos brillan-tes y cansados. ¡Qué buena vida se dio en la Es-cuela gracias a la fama de su extraordinaria valía!,y hoy no le conoce nadie fuera del Juzgado.

Cuando le pidió que hablara con detalle desu trabajo, al-Aurafli contestó vivamente: “Mitrabajo no tiene nada que ver con la Prensa...Cuando era Fiscal de Distrito, con motivo de uncaso sonado, los periódicos quisieron sacarme ala luz, pero yo me negué. La fama no debe signi-ficar nada para un juez, pues los acusados, o soninocentes a los que se debe respetar, o desgracia-

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dos culpables a los que no hay por qué darlespublicidad”.

Husayn dijo muy seguro de sí:—No temas a la Prensa, estoy solamente ha-

ciendo un estudio sobre Educación y Vida; siquieres, significaré tu nombre con una letra ypuede ser que prescinda hasta de eso.

—Mejor será. Pero ¿qué estás buscando con-cretamente?

Le miró con ojo periodístico mientras toma-ban café en el salón solos. De los niños no que-daba más que un murmullo que de vez en cuan-do traspasaba la puerta cerrada.

—Quiero saber tu opinión sobre nuestra ge-neración y la actual, los problemas a los que tu-viste que enfrentarte, la filosofía de tu trabajo yde tu vida.

Habló lentamente, con un resquicio de ver-güenza. Se inclinaba a la generación pasada, comoindividualidades, y a la actual como filosofía.Parecía encantado con su profesión y la bende-cía, a pesar de la continua entrega que reclama.Empezó a contar luego casos extraños que le ha-bían surgido.

—Siempre fuiste el primero de todos noso-tros.

—Y el primero en Bachillerato de todo el paísHusayn pensó un poco y luego dijo:—Se te ve satisfecho a pesar de todo.—¿A pesar de qué?Dijo con elegancia:—Quien juzga la muerte de un ser huma-

no...Le interrumpió decidido:—Mientras tenga la conciencia tranquila, no

sabré qué es angustia.—La verdad es que tu temple no es cosa co-

rriente.Rió a carcajadas:—¡Considérame un sufí si quieres!Los ojos de Husayn acusaron la sorpresa y se

animó a indagar más sobre el particular. Pero elotro estaba arrepentido de lo que se le había esca-

pado y se negó a añadir una sola palabra al res-pecto.

—Parece que vuestro trabajo es difícil.—Nuestra vida transcurre entre legajos de

problemas.Daba la impresión de trabajar demasiado,

como cuando era estudiante. ¡Vida recogida, lu-cha continua, ocho hijos y... Sufismo!

A pesar de todo, los funcionarios ven en laJusticia el Jardín del Edén.

Sonrió:—¡Sí, el Paraíso es nuestro!Le enseñó la foto escolar. La miró con inte-

rés. Husayn señaló a Hamid Zahrán:—¿Recuerdas a éste?—Ni lo más mínimo.—Es Hamid Zahrán, uno de los que no con-

siguieron terminar el Bachillerato; ahora es di-rector de una Compañía, gana quinientas al mes,¿lo sabías?

Le miró como hubiese mirado un platillovolante. Husayn dijo:

—Creí que la noticia dejaría frío a un sufícomo tú...

Se echaron a reír.Le preguntó a continuación si recordaba a

alguno de los de la foto. La recorrió con la mira-da, posando luego el dedo sobre un rostro de lasegunda fila: “Muhammad Abd al-Salam, escri-biente de la Fiscalía, trabajó conmigo al princi-pio en Abu Tig. Ahora no sé nada de él”.

Husayn logró enterarse de que MuhammadAbd al-Salam trabajaba ahora en al-Minya y tuvoque trasladarse a al-Minya para encontrar aMuhammad Abd al-Salam en su último trabajo.Abd al-Salam le dio la impresión de tener, por lomenos, diez años más de los que en realidad te-nía. Captó en su aspecto descuidado, su pelo blan-co, revuelto, y sus encías melladas, un cierto airede ruina. El buen hombre ni se acordaba de él, nile convencieron sus pretensiones, hasta que lemostró la antigua fotografía. Se sentaron en elrecibidor. Era un piso antiguo, lleno de críos.

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—No reconozco a ninguno de los de la foto,llevo mucho tiempo sin parar en ningún sitio acausa de mi empleo.

A Husayn le dio un vuelvo el corazón, sintióuna compasión y un respeto profundos por aquelhombre. Le preguntó cuál era su categoría comofuncionario...

—Quinta desde hace un año. ¡Apunte ustedeso! sería estupendo que publicase una foto demi familia: ¡seis hijas y cuatro hijos! ¿Qué le pa-rece?..., o mucho me equivoco o Dios le ha en-viado aquí para sacarme de apuros.

Le prometió que intentaría hacer algo y con-dujo la conversación a los recuerdos del pasado;pero antes de entrar en materia tuvo que tomarbuena nota de la familia. Señaló la imagen deHamid Zahrán:

—Este compañero nuestro gana quinientaslibras al mes.

La noticia le causó una enorme impresión;palideció:

—¿Qué hace?—Es Director de una Compañía.—¡¡Pero un Ministro no saca ni la mitad!!—Son cosas distintas.—¡¿Cómo y en qué las puede gastar?!Husayn sonrió; la respuesta sobraba.—¿Qué título tiene?—Enseñanza media.—¡Vaya! ¿Es una broma?—De ninguna manera, un título no lo es

todo.—Entonces, ¿qué? explícame cómo puede un

hombre lograr esa oportunidad. ¡Está en la mis-ma fila que yo en la foto!, dime, ¿cómo lo ha lo-grado?

Contestó conciliador:—A veces interviene un factor llamado suer-

te.El otro sacudió la cabeza con pena y dijo muy

convencido:—No existe en nuestro país, en justicia, un

trabajo que merezca tal sueldo... y si lo hay, ¿por

qué no llegamos a la Luna?Husayn rió:—De todos modos estáis mejor que millones

y millones.Protestó:—¿Millones?, sí, lo sé, pero la cuestión es

Hamid Zahrán.Husayn no tuvo la menor dificultad en con-

certar una entrevista con su antiguo vecino HamidZahrán. Pero la Compañía no era un lugar apro-piado para charlar como viejos amigos y le invitóa ir a su domicilio, en el Doqqi. Husayn contem-pló admirado el chalet, el edificio rodeado de ár-boles... y se acordó del palacete de Abbás al-Mawardi en la finca de Qulyub: admirable ar-quitectura, jardines frondosos, indicios de vivirbien... ¿Cómo será ahora su antiguo vecino?, deél no le queda más que la sensación de un cuerpodesmedrado y un rostro enfermizo... una sonrisaburlesca... recuerdos que de ninguna manera ar-monizan con este chalet ostentoso. ¡Que Dios ten-ga en su gloria los días de antaño, Hamid!, aque-llos días en que te las ingeniabas para rapacear uncéntimo y no lo soltabas luego aunque se prego-nara a tambor. ¡Ojalá no nos hubiera separado eltiempo para poder analizar, codo con codo, lasucesión de seísmos humanos!

—¡Caramba, Husayn, cómo estás! ¿Dónde tehas metido estos últimos años?

Su aspecto era tan impecable como el de sucasa. Los esplendores del salón encandilaban lamirada... oros, espejos, obras de arte. El dueñoaparecía joven, vigoroso, lleno de energías.

—Protesto de que vengas a verme por unmotivo preciso. Estás en tu casa... espero que mefelicitarás...

Se sentía molesto, pero contestó, muy a tono:—No tengo excusa, discúlpame.Hamid rió satisfecho. Se sumergieron en re-

cuerdos largo rato; luego, Husayn puso manos ala obra. Evitó tocar temas que pudieran molestaral otro o fueran demasiado íntimos... la conver-sación se redujo a comentar el éxito, cómo lo lo-

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gró, su manera de dirigir la Compañía... las opi-niones que tenía sobre su generación, etc...

—Me ligaban al Director anterior relacionesprofesionales, anteriores a su nombramiento deDirector de la Compañía, y me nombró Secreta-rio suyo, luego Jefe de su despacho; me eligióporque éramos antiguos conocidos...

(¡Antiguos conocidos! La realidad es que enla casa donde vivías antes habías puesto un salónde juego al que invitabas a tus jefes más destaca-dos. No eres más que un oportunista hábil.)

—Aprendí todo, lo grande y lo menudo, tra-bajando de secretario suyo. Me relacioné con to-dos los que tenían algo que ver con la Compa-ñía...

—Ahí está la diferencia entre el secretario tor-pe y el habilidoso. . .

—Mi jefe, el Director, me eligió para desem-peñar su cargo cuando se marchó al extranjero...

—¡Bien por el nombramiento!... ¿Qué pla-nes tienes para el futuro?

Se abandonó a la conversación y dio detalla-das explicaciones. El periodista recogió un am-plio resumen de lo que decía; mientras, podíaobservarle de cerca y grabar en la memoria susademanes y sus pausas. Cuando acabó la entre-vista, se levantó Zahrán, dirigiéndose al interiorde la casa:

—Ahora aguarda, voy a presentarte a mimujer...

¡Fayqa... la antigua vecina! ¡Al fin ha conse-guido vivir en la cumbre! Zahrán se casó con ellaestando aún en el Bachillerato. Todos habían sidovecinos. El padre de ella, Amm Salama, era con-ductor de tranvías; le recordaba perfectamente.¿Cómo se sentiría en semejante chalet?

Hamid Zahrán volvió, precedido de una des-lumbrante joven de veinte años, rostro moreno,entre Oriente y Occidente... ¡nueva esposa!

Hechas las presentaciones, la conversación sedesarrolló en inglés casi todo el tiempo. El rostrode Zahrán desbordaba satisfacción. ¿Dónde po-dría estar la otra? ¿Habría muerto? ¿Se habrían

divorciado? Hay que aclarar este punto para quela imagen de Zahrán quede completa.

Del chalet se fue a la calleja al-Karmani, cer-ca de Bab al-Saria, donde vivía antes AmmSalama. A la entrada de la calleja preguntó por ély se enteró de que había muerto algunos añosantes y de que su hija Fayqa había puesto unatienda, un estanquillo con venta de caramelos enlos bajos de su casa. Se acercó emocionado, noquería que ella le viera antes que él a ella... Estabasentada detrás del mostrador y no alcanzó a vermás que su cara y su cuello... fumaba un cigarri-llo y su rostro, lo mismo que el de Abd al-Salam,el escribiente de al-Minya, le dio la impresión depertenecer a una persona diez años mayor. Pare-cía acobardada y abandonada a su destino. Re-cordó que había sido un deleite para la vista, yque había estado llena de vitalidad y esperanza.Sintió que lo más noble de su alma le dedicabauna elegía de admiración.

Se fue de la calleja al-Karmani emocionado ytriste. Pasó revista a los materiales que había con-seguido, los sopesó en un análisis primario, y sepreguntó:

—¿Qué conclusiones sacar de esta vieja foto-grafía?

© Traducción de Marcelino Villegas y MaríaJ. VigueraInstituto Hispano-Árabe de Cultura,Madrid, 1988

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El 10 de diciembre era el cumpleaños de la seño-ra Sasaki. La señora Sasaki deseaba celebrar elacontecimiento con el menor ajetreo posible ysolamente había invitado para el té a sus más ín-timas amigas, las señoras Yamamoto, Matsumura,Azuma y Kasuga, quienes contaban exactamentela misma edad que la dueña de casa. Es decir,cuarenta y tres años.

Estas señoras integraban la sociedad “Guar-demos nuestras edades en secreto” y podía con-fiarse plenamente en que no divulgarían el nú-mero de velas que alumbraban la torta. La señoraSasaki demostraba su habitual prudencia al con-vidar a su fiesta de cumpleaños solamente a invi-tadas de esta clase.

Para aquella ocasión la señora Sasaki se pusoun anillo con una perla. Los brillantes no hubie-ran sido de buen gusto para una reunión de mu-jeres solas. Además, la perla combinaba mejor conel color de su vestido.

Mientras la señora Sasaki daba una últimaojeada de inspección a la torta, la perla del anillo,que ya estaba algo floja, terminó por zafarse desu engarce. Era aquel un acontecimiento pocopropicio para tan grata ocasión, pero hubiera sidoinadecuado poner a todos al tanto del percance.La señora Sasaki depositó, pues, la perla en elborde de la fuente en que se servía la torta y deci-dió que luego haría algo al respecto.

Los platos, tenedores y servilletas rodeaban latorta. La señora Sasaki pensó que prefería que nola vieran llevando un anillo sin piedra mientrascortaba la torta y, muy hábilmente, sin siquieradarse vuelta, lo deslizó en un nicho ubicado a susespaldas.

El problema de la perla quedó rápidamenteolvidado en medio de la excitación producida porel intercambio de chismes y la sorpresa y alegría

que producían a la dueña de casa los acertadosregalos de sus amigas. Muy pronto llegó el tradi-cional momento de encender y apagar las velasde la torta. Todas se congregaron agitadamentealrededor de la mesa, cooperando en la compli-cada tarea de encender cuarenta y tres velitas.

Tampoco podía esperarse que la señora Sasaki,con su limitada capacidad pulmonar apagara deun solo soplido tantas velas y su apariencia detotal desamparo suscitó no pocos comentariosrisueños.

Después del decidido corte inicial, la señoraSasaki sirvió a cada invitada una tajada del tama-ño deseado en un pequeño plato que, luego, cadauna llevaba hasta su respectivo asiento. Alrede-dor de la mesa se produjo una confusión bastan-te considerable. Todas extendían sus manos almismo tiempo.

La torta estaba adornada con un motivo flo-ral y cubierta con un baño rosado, salpicado abun-dantemente con pequeñas bolitas plateadas he-chas de azúcar cristalizada. La clásica decoraciónde las tortas de cumpleaños.

En la confusión del primer momento algu-nas escamas del baño, migas y cierta cantidad debolitas plateadas se desparramaron sobre el man-tel blanco. Algunas de las invitadas juntaban es-tas partículas con los dedos y las ponían en susplatos. Otras, las echaban directamente en suboca.

Luego, cada una volvió a su asiento y, contoda la tranquila alegría que correspondía, comie-ron sus porciones.

Aquélla no era una torta casera. La señoraSasaki la había encargado con anticipación en unaconfitería de bastante renombre y todas coinci-dieron en que su gusto era excelente.

La señora Sasaki resplandecía de felicidad. De

La PerlaYukio Mishima

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pronto, y con un dejo de ansiedad, recordó laperla que había dejado sobre la mesa. Con disi-mulo se levantó tan displicentemente como pudoy comenzó a buscarla. La perla había desapareci-do. Sin embargo, estaba segura de haberla dejadoallí. La señora Sasaki aborrecía perder cosas. Sinpensarlo más, se entregó de lleno a su búsqueda ysu intranquilidad se hizo tan evidente que sus in-vitadas la advirtieron.

—No es nada... Un segundo, por favor... —repuso a las cariñosas preguntas de sus amigas.

Pese a lo ambiguo de su respuesta, una a unalas invitadas se pusieron de pie y revisaron el man-tel y el piso.

La señora Azuma, frente a tanta conmoción,pensó que la situación era francamente deplora-ble. Estaba contrariada frente a una dueña de casacapaz de crear una situación tan desagradable porel extravío de una perla.

La señora Azuma decidió inmolarse y salvarel día. Con una sonrisa heroica, dijo: —¡Eso fueentonces! ¡La perla debe haber sido lo que meacabo de comer! Cuando me sirvieron la torta,una bolita plateada se cayó sobre el mantel y yola levanté y me la tragué sin pensar. Me parecióque se atascaba un poco en mi garganta. Por su-puesto que si hubiera sido un brillante no duda-ría en devolvértelo, aun a riesgo de tener que su-frir una operación; pero como se trata simple-mente de una perla, no puedo sino pedirte per-dón.

Este anuncio calmó de inmediato la ansiedaddel grupo y salvó a la dueña de casa de un trancedifícil. Nadie se preocupó en averiguar si la con-fesión de la señora Azuma era cierta o falsa. Laseñora Sasaki tomó una de las bolitas que queda-ban y se la comió.

—Mmmm comentó-—, ¡ésta tiene gusto aperla!

En esta forma, el pequeño incidente, fue re-cibido entre bromas y, en medio de la risa gene-ral, quedó totalmente olvidado.

Al finalizar la reunión, la señora Azuma par-

tió en su auto sport, llevando con ella a su íntimaamiga y vecina, la señora Kasuga. Apenas se ha-bían alejado, la señora Azuma dijo: —¡No pue-des dejar de reconocerlo! Fuiste tú quien se tragóla perla, ¿no es cierto? Quise protegerte y me de-claré culpable.

Estas palabras informales ocultaban un pro-fundo afecto. Pero por más amistosa que fuera laintención, para la señora Kasuga una acusacióninfundada era una acusación infundada. No re-cordaba bajo ningún concepto haberse tragadouna perla en vez de un adorno de azúcar. La se-ñora Azuma sabía cuán difícil era ella para todolo referente a la comida. Bastaba con que apare-ciera un cabello en su plato, para que, inmediata-mente, se le atragantara el almuerzo.

—Pero, ¡por favor! —protestó la señoraKasuga con voz débil mientras estudiaba el ros-tro de la señora Azuma—. ¡Nunca podría haberhecho algo semejante!

—No es necesario que finjas. Te vi en aquelmomento. Cambiaste de color y ello fue suficientepara mí.

La confesión de la señora Azuma parecía ce-rrar el incidente del cumpleaños; pero, sin em-bargo, dejó una molesta secuela.

Mientras la señora Kasuga pensaba en la me-jor forma de demostrar su inocencia, la asaltó laduda de que la perla del solitario pudiera estaralojada en alguna parte de sus intestinos. Era,desde luego, poco probable que se hubiera traga-do una perla en vez de una bolita de azúcar, pero,en medio de la confusión general causada por lacharla y las risas, forzoso era admitir que existíapor lo menos esa posibilidad.

Revisó mentalmente todo lo sucedido en lareunión, pero no pudo recordar ningún momen-to en el que hubiera llevado una perla hasta suslabios. Después de todo, si había sido un actosubconsciente, sería difícil recordarlo.

La señora Kasuga se sonrojó violentamentecuando su imaginación la llevó hacia otro aspec-to del asunto. Al recibir una perla en el cuerpo de

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uno, no cabe duda de que—quizás un poco dis-minuido su brillo por los jugos gástricos—en unoo dos días es fácil recuperarla.

Y junto a este pensamiento, las intencionesde la señora Azuma se volvieron transparentespara su amiga. Sin lugar a dudas, la señora Azumahabía vislumbrado el mismo problema con inco-modidad y vergüenza y, por lo tanto, pasando suresponsabilidad a otro, había dejado entrever quecargaba con la culpa del asunto para proteger auna amiga.

Mientras tanto, las señoras Yamamoto yMatsumura, que vivían en la misma dirección,retornaban a sus casas en un taxi. Al arrancar elcoche, la señora Matsumura abrió la cartera pararetocar su maquillaje, recordando que no lo ha-bía hecho durante toda la reunión.

Al tomar la polvera, un destello opaco llamósu atención mientras algo rodaba hacia el fondode su cartera. Tanteando con la punta de los de-dos, la señora Matsumura recuperó el objeto yvio con asombro que se trataba de la perla.

La señora Matsumura sofocó una exclama-ción de sorpresa. Desde tiempo atrás sus relacio-nes con la señora Yamamoto distaban mucho deser cordiales y no deseaba compartir aquel descu-brimiento que podía tener consecuencias tan pocoagradables para ella.

Afortunadamente la señora Yamamoto mira-ba por la ventanilla y no pareció darse cuenta delsúbito sobresalto de su acompañante.

Sorprendida por los acontecimientos, la se-ñora Matsumura no se detuvo a pensar en cómohabía llegado la perla a su bolso, sino que, inme-diatamente, quedó apresada por su moral de lí-der de colegio. Era prácticamente imposible, pen-só, cometer un acto semejante aun en un mo-mento de distracción. Pero dadas las circunstan-cias, lo que correspondía hacer era devolver laperla inmediatamente. De lo contrario, hubierasentido un gran cargo de conciencia. Además, elhecho de que se tratara de una perla—o sea, unobjeto que no era ni demasiado barato ni dema-

siado caro—contribuía a hacer su posición másambigua.

Resolvió, pues, que su acompañante, la seño-ra Yamamoto, no se enterara del imprevisible de-sarrollo de los acontecimientos, en especial cuan-do todo había quedado tan bien solucionado gra-cias a la generosidad de la señora Azuma.

La señora Matsumura decidió que le era im-posible permanecer ni un minuto más en aqueltaxi y, pretextando una visita a un familiar, pidióal conductor que se detuviera en medio de untranquilo suburbio residencial.

Una vez sola en el taxi, la señora Yamamoto,se sorprendió un poco por la brusca determina-ción tomada por la señora Matsumura a conse-cuencia de su broma. Observó el reflejo de la se-ñora Matsumura en el vidrio y, en aquel precisomomento, vio cómo sacaba la perla de su cartera.

En el transcurso de la reunión la señoraYamamoto había sido la primera en recibir su par-te de torta. Había agregado a su plato una bolitaplateada que había rodado sobre la mesa y al vol-ver a su asiento antes que las demás, advirtió quela bolita en cuestión era una perla. En el mismomomento de descubrirlo, concibió un plan mali-cioso.

Mientras las demás invitadas se preocupabanpor la torta, deslizó la perla dentro del bolso queaquella hipócrita e insufrible señora Matsumurahabía dejado sobre la silla vecina.

Desamparada, en el barrio residencial dondehabía pocas probabilidades de conseguir un taxi,la señora Matsumura se entregó a oscuras reflexio-nes acerca de su posición.

En primer lugar, aun cuando fuera absoluta-mente necesario para descargo de su conciencia,sería una vergüenza ir a removerlo todo de nuevocuando las demás habían llegado a tales extremospara arreglar las cosas satisfactoriamente. Por otraparte, sería peor si, con tal proceder, hiciera re-caer injustas sospechas sobre ella misma.

No obstante estas consideraciones, si no seapresuraba en devolver la perla, desperdiciaría una

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ocasión única. Si lo dejaba para el día siguiente(el sólo pensarlo hizo sonrojar a la señoraMatsumura) la devolución daría lugar a dudas yespeculaciones. La propia señora Azuma habíaformulado una insinuación acerca de esta posibi-lidad.

Fue entonces cuando, con gran alegría, la se-ñora Matsumura concibió el plan magistral quedejaría en paz a su conciencia y, al mismo tiem-po, la libraría del riesgo de exponerse a injustassospechas.

Aceleró el paso y, al llegar a una calle más tran-sitada, llamó a un taxi y ordenó al conductor lle-varla un conocido negocio de perlas en Ginza.Allí mostró la perla al vendedor y le pidió una,algo más grande y de mejor calidad. Una vez efec-tuada la compra, volvió hasta la casa de la señoraSasaki.

El plan de la señora Matsumura era entregarla perla recién comprada a la señora Sasaki, di-ciéndole que la había encontrado en el bolsillode su chaqueta. Su anfitriona la aceptaría y, des-pués, intentaría hacerla calzar en el anillo. Al tra-tarse de una perla de distinto tamaño no coinci-diría con el anillo, y la señora Sasaki, desconcer-tada, intentaría devolverla, cosa que no pensabaaceptar la señora Matsumura.

La señora Sasaki no podría sino pensar queaquélla se comportaba así para proteger a otrapersona: “Sin duda la señora Matsumura ha vis-to robar la perla por una de las otras tres señoras.Será, pues, mejor olvidar todo el asunto; pero, almenos, de mis invitadas puedo estar segura deque la señora Matsumura está totalmente exentade culpa. ¿Quién ha oído jamás que un ladrónrobe algo y luego lo reemplace por algo similar yde mayor valor?”

Con esta estratagema la señora Matsumurase proponía escapar para siempre de la infamiade la sospecha y de igual manera—mediante unpequeño desembolso—de los remordimientos deuna conciencia intranquila.

Volvamos a las otras señoras. Ya en su casa, la

señora Kasuga seguía sintiéndose lastimada porlas crueles bromas de la señora Azuma. Para li-brarse de un cargo tan ridículo como aquél, de-bía actuar antes del día siguiente, pues si no seríademasiado tarde. Para probar realmente que nohabía comido la perla, era, pues, necesario que laperla apareciera de alguna manera.

En resumen, si podía exhibir de inmediato laperla a la señora Azuma, por lo menos su inocen-cia respecto a la hipótesis gastronómica, queda-ría firmemente demostrada.

Si esperaba hasta el día siguiente, aun cuan-do se las arreglara para mostrar la perla, se inter-pondría inevitablemente la vergonzosa einnombrable sospecha.

La habitualmente tímida señora Kasuga aban-donó apresuradamente su domicilio al cual aca-baba de regresar e inspirada por el coraje que con-fiere obrar con ímpetu, se apuró en llegar a uncomercio de Ginza donde eligió y compró unaperla que, a su parecer, era más o menos del mis-mo tamaño que las bolitas plateadas de la torta.

Llamó por teléfono a la señora Azuma. Le ex-plicó que, al volver a su casa, había descubiertoentre los pliegues del moño de su faja la perlaperdida por la señora Sasaki y que le causaba ciertavergüenza ir a devolverla. ¿Sería tan amable laseñora Azuma como para acompañarla lo máspronto posible?

Para sus adentros la señora Azuma reflexionóen que aquella historia era poco verosímil, peropor tratarse del pedido de una buena amiga, ac-cedió a él.

La señora Sasaki aceptó la perla que le llevarala señora Matsumura y, asombrada de que no seajustara a su anillo, pensó, agradecida, exactamen-te lo que la señora Matsumura había deseado quepensara.

Se sorprendió, sin embargo, cuando una horamás tarde llegó la señora Kasuga, acompañadapor la señora Azuma, y le devolvió otra perla.

La señora Sasaki estuvo a punto de mencio-nar la visita anterior, pero se contuvo a último

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momento y aceptó la segunda perla tan tranqui-lamente como pudo. No dudaba de que ésta seajustaría al engarce y, tan pronto como partieronsus amigas, se apuró a probarla en el anillo.

Era demasiado chica. Frente a este descubri-miento, la señora Sasaki enmudeció.

En el viaje de regreso ambas señoras se en-contraron frente a la imposibilidad de saber loque pensaba la otra, y aunque sus encuentros so-lían ser alegres y locuaces, en aquella oportuni-dad cayeron en un largo silencio.

La señora Azuma, que actuaba con perfectoconocimiento del asunto, sabía a ciencia ciertaque no se había tragado la perla.

Había sido simplemente para eludir una si-tuación embarazosa para todas que, en la fiesta,se había declarado culpable. En especial, la habíaguiado el deseo de aclarar la situación de unaamiga que, por su inquietud, había transmitidocierta sensación de culpabilidad. ¿Qué podía pen-sar ahora? Más allá de la peculiar actitud de laseñora Kasuga y del procedimiento de hacerseacompañar por ella para devolver la perla, pre-sentía algo mucho más profundo. Quizá la intui-ción de la señora Azuma había ubicado el puntodébil de su amiga y, al descubrirlo, la acorralabatransformando una cleptomanía inconsciente eimpulsiva en un grave desorden mental.

Por su parte, la señora Kasuoa todavía abri-gaba sospechas de que la señora Azuma se hubie-ra tragado realmente la perla y de que su confe-sión en la fiesta fuera verdadera. De ser así, resul-taría imperdonable de parte de la señora Azumahaberse burlado de ella tan cruelmente. Su timi-dez había contribuido a la sensación de pánicoque la había impulsado a hacer aquella pequeñafarsa a más de gastar una buena suma. ¿No eraentonces una maldad, de parte de la señoraAzuma, después de todo ello negarse a confesarque había comido la perla? Si la inocencia de laseñora Azuma era fingida, la señora Kasuga, alrepresentar tan esmeradamente su papel, apare-cería ante sus ojos como el más ridículo de los

actores de segundo orden.Pero retornemos a la señora Matsumura. Al

regresar de casa de la señora Sasaki y después dehaberla obligado a aceptar la perla, la señoraMatsumura se sintió algo más tranquila y pudoanalizar, detalle por detalle, los acontecimientosdel incidente.

Estaba segura, al levantarse en busca de sutrozo de torta, de haber dejado su cartera sobre lasilla. Luego, al comerla, había empleado serville-tas de papel, con lo que se descartaba la necesi-dad de abrir el bolso en busca de un pañuelo.Cuanto más lo pensaba, menos recordaba haberabierto su cartera hasta el momento de empol-varse en el taxi. ¿Cómo era posible, entonces, quela perla se hubiera introducido en un bolso cerra-do?

En aquel momento comprendió la tonteríade no haber tenido en cuenta ese simple detalleen vez de atemorizarse al encontrar la perla. Lle-gada a este punto de su razonamiento, un súbitopensamiento la dejó atónita. Alguien había colo-cado la perla en su bolso con absoluta premedita-ción, a fin de comprometerla. Y de las cuatro in-vitadas a la reunión, la única que podía haberlohecho era, sin duda, la detestable señoraYamamoto.

Con los ojos encendidos por la ira, la señoraMatsumura fue hasta la casa de la señoraYamamoto.

Al verla aparecer en su puerta, la señoraYamamoto supo inmediatamente lo que la habíallevado hasta allí y preparó su defensa.

Desde el primer instante, el interrogatorio dela señora Matsumura fue inesperadamente seve-ro, y dejó traslucir claramente que no aceptaríaevasivas.

—Has sido tú. Nadie podría haber hecho se-mejante cosa —comenzó la señora Matsumura.

—¿Por qué yo? ¿Qué pruebas tienes? Supon-go que si vienes a echarme esto en cara, es porquetienes todos los elementos de juicio, ¿no es cier-to? —la señora Yamamoto se mantenía en una

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rígida compostura.La señora Matsumura respondió que la seño-

ra Azuma, al echarse las culpas por lo sucedidocon tanta nobleza, no podía tener ninguna rela-ción con tan ruin proceder, y que, en cuanto a laseñora Kasuga, no tenía las agallas necesarias paraun juego tan peligroso. Quedaba, pues, una solaincógnita: la señora Yamamoto.

Esta guardó silencio con la boca cerrada comouna ostra. Frente a ella, la perla traída por la se-ñora Matsumura, brillaba suavemente. El té deCeylán que había preparado tan cuidadosamen-te comenzaba a enfriarse.

—No pensaba que me odiaras tanto —la se-ñora Yamamoto se enjugó las comisuras de losojos, pero resultó evidente que la señoraMatsumura estaba resuelta a no dejarse ablandarpor las lágrimas.

—Bueno, voy a decirte algo que jamás pensédecir—continuó la señora Yamamoto—. No voya mencionar nombres, pero una de las invitadas .. .

—¿Con eso quieres hablar de la señora Kasugao de la señora Azuma?

—Por favor, por lo menos déjame omitir sunombre. Como te decía, una de las invitadas es-taba abriendo tu bolso e introduciendo algo en élcuando yo, inadvertidamente, miré en aquella di-rección. ¡Puedes imaginarte mi desconcierto! Auncuando me hubiera sentido capaz de prevenirte,no habría siquiera tenido la oportunidad de ha-cerlo. Comencé a sentir palpitaciones y más pal-pitaciones. Y en el viaje en el taxi... ¡oh, qué ho-rror no poder hablarte! Si hubiéramos sido bue-nas amigas, no hubiera dudado en contártelo conabsoluta franqueza, pero como aparentemente yono te gusto...

—Comprendo. Has sido muy considerada, yahora le estás echando hábilmente las culpas a lasseñoras presentes, ¿verdad?

—¿Culpar a otro? ¿Cómo puedo hacerte com-prender mis sentimientos? Sólo quería evitar elherir a alguien...

-—Está bien. Pero no te importó herirme amí, ¿no es cierto? Por lo menos podrías habermencionado todo esto en el taxi.

Probablemente lo hubiera hecho si tú hubie-ras tenido la franqueza de mostrarme la perlacuando la encontraste en tu cartera. Preferiste,en cambio, bajar del coche sin decir una palabra!

Por primera vez la señora Matsumura no supoqué contestar.

—¿Comprendes entonces lo que quise hacer?Lo importante era no herir a nadie.

La señora Matsumura se sintió invadida poruna intensa ira.

—Si vas a endilgarme una serie de mentirascomo ésta, voy a pedirte que las repitas esta no-che frente a las señoras Azuma y Kasuga y en mipresencia.

Al escuchar esto, la señora Yamamoto rom-pió a llorar.

—Gracias a ti, todos mis esfuerzos por noherir a alguien fracasarán . . . —sollozó—.

Para la señora Matsumura era una experien-cia nueva verla llorar y, aunque se repitió firme-mente que no iba a dejarse engañar por aquellaslágrimas, no pudo evitar el pensamiento de que,al no probarse nada concreto, quizás podría ha-ber algo de verdad en las afirmaciones de la seño-ra Yamamoto.

Para ser más objetivos, si se aceptaba el relatode la señora Yamamoto como cierto, el rehusarsea revelar el nombre de la culpable traslucía ciertagrandeza de alma. Y, de la misma manera, tam-poco se podía asegurar que la gentil y, en apa-riencia, tímida señora Kasuga no pudiera sentir-se inclinada a realizar un acto malicioso. Del mis-mo modo, el indudable rechazo existente entreella y la señora Yamamoto podía, según se mira-ran las cosas, ser considerado como un atenuanteen la culpa de la señora Yamamoto.

—Tenemos naturalezas diferentes—continuóla señora Yamamoto entre lágrimas—y no puedonegar que hay en ti ciertas cosas que no me gus-tan. Pero, a pesar de todo, es espantoso que pue-

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das sospechar que necesito valerme de una arti-maña tan baja contra ti... No obstante, pensán-dolo mejor, el someterme a tus acusaciones serála mejor forma de demostrar lo que he sentidohasta ahora en todo este asunto. En esta forma,yo sola cargaré con la culpa y nadie más se sentiráherido.

Una vez concluido este discurso patético, laseñora Yamamoto inclinó su cabeza sobre la mesay se abandonó a un llanto incontrolable.

Al contemplarla, la señora Matsumura co-menzó a reflexionar sobre lo impulsivo de su pro-pio comportamiento. Al dejarse cegar por su an-tipatía hacia la señora Yamamoto, había perdidola serenidad indispensable para manejar su casti-go.

Cuando, después de sollozarprolongadamente, la señora Yamamoto alzó lacabeza nuevamente, la expresión a la vez pura yremota de su rostro se hizo visible aun para suvisitante.

Un poco asustada, la señora Matsumura sepuso tiesa contra el respaldo de la silla.

—Esto no debería haber sucedido nunca.Cuando desaparezca, todo permanecerá comoantes.

Al hablar enigmáticamente, la señoraYamamoto sacudió su hermosa cabellera y clavóuna mirada terrible, aunque fascinante, sobre lamesa. En un segundo, tomó la perla que estabafrente a ella y, con gran determinación, se la me-tió en la boca. Alzando la taza con el meñiqueelegantemente estirado, se tragó la perla con unsorbo de té de Ceylán frío.

La señora Matsumura la observaba con es-pantada fascinación. Todo había sucedido sindarle tiempo a protestar. Era la primera vez queveía a alguien tragarse una perla. Además, en laconducta de la señora Yamamoto había algo dela desesperación que se supone puede embargar aquienes ingieren un veneno.

Sin embargo, aunque el acto era heroico, aquélno era más que un incidente conmovedor. La se-

ñora Matsumura se encontró con que no sólo suenojo se había disuelto en el aire, sino que la pu-reza y simplicidad de la señora Yamamoto la ha-cían considerarla ahora como a una santa.

Los ojos de la señora Matsumura también sellenaron de lágrimas y tomó la mano de la señoraYamamoto.

—Te ruego que me perdones—dijo—, me heequivocado.

Lloraron juntas durante un buen rato, entre-lazaron sus dedos y juraron ser, desde aquel mo-mento, las mejores amigas.

Cuando la señora Sasaki se enteró de que lastirantes relaciones entre la señora Yamamoto y laseñora Matsumura habían mejorado notablemen-te y de que la señora Azuma y la señora Kasugahabían enfriado su vieja y sólida amistad, no pudoexplicarse las cosas y se limitó a pensar que todoera posible en este mundo.

Fuera como fuera, siendo una mujer sin de-masiados escrúpulos, la señora Sasaki pidió a unjoyero que remodelara su anillo en un formatoen el cual se pudieran engarzar dos nuevas perlas,una grande y una chica, y lo usó sin complejos,sin ulteriores incidentes.

Al poco tiempo había olvidado las conmo-ciones de aquel cumpleaños, y cuando alguien seinteresaba por su edad, contestaba con las eter-nas mentiras de siempre.

De “Muerte en el estío y otros cuentos”Traducción del inglés de Magdalena RuizGuiñazu© 1969 Monte Avila Editores, Caracas,Venezuela.

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Los últimos enseres del fabricante de ataúdesAdrián Prójorov se cargaron sobre el coche fúne-bre, y la pareja de rocines se arrastró por cuartavez de la Basmánnaya a la Nikítinskaya, calle a laque el fabricante se trasladaba con todos los su-yos. Tras cerrar la tienda, clavó a la puerta unletrero en el que se anunciaba que la casa se ven-día o arrendaba, y se dirigió a pie al nuevo domi-cilio. Cerca ya de la casita amarilla, que desdehacía tanto había tentado su imaginación y quepor fin había comprado por una respetable suma,el viejo artesano sintió con sorpresa que no habíaalegría en su corazón.

Al atravesar el desconocido umbral y ver elalboroto que reinaba en su nueva morada, suspi-ró recordando su vieja casucha donde a lo largode dieciocho años todo se había regido por el másestricto orden; comenzó a regañar a sus dos hijasy a la sirvienta por su parsimonia, y él mismo sepuso a ayudarlas.

Pronto todo estuvo en su lugar: el rincón delas imágenes con los íconos, el armario con lavajilla; la mesa, el sofá y la cama ocuparon losrincones que él les había destinado en la habita-ción trasera; en la cocina y el salón se pusieronlos artículos del dueño de la casa: ataúdes de to-dos los colores y tamaños, así como armarios consombreros, mantones y antorchas funerarias. So-bre el portón se elevó un anuncio que represen-taba a un corpulento Eros con una antorcha in-vertida en una mano, con la inscripción: «Aquíse venden y se tapizan ataúdes sencillos y pinta-dos, se alquilan y se reparan los viejos.» Las mu-

chachas se retiraron a su salita. Adrián recorriósu vivienda, se sentó junto a una ventana y man-dó que prepararan el samovar.

El lector versado sabe bien que tantoShakespeare como Walter Scott han mostrado asus sepultureros como personas alegres y dadas ala broma, para así, con el contraste, sorprendernuestra imaginación. Pero en nuestro caso, porrespeto a la verdad, no podemos seguir su ejem-plo y nos vemos obligados a reconocer que el ca-rácter de nuestro fabricante de ataúdes casaba porentero con su lúgubre oficio. Adrián Prójorov porlo general tenía un aire sombrío y pensativo. Sólorompía su silencio para regañar a sus hijas cuan-do las encontraba de brazos cruzados mirando alos transeúntes por la ventana, o bien para pediruna suma exagerada por sus obras a los que te-nían la desgracia (o la suerte, a veces) denecesitarlas.

De modo que Adrián, sentado junto a la ven-tana y tomándose la séptima taza de té, se hallabasumido como de costumbre en sus tristes reflexio-nes. Pensaba en el aguacero que una semana atráshabía sorprendido justo a las puertas de la ciudadal entierro de un brigadier retirado. Por culpa dela lluvia muchos mantos se habían encogido, ytorcido muchos sombreros. Los gastos se preveíaninevitables, pues las viejas reservas de prendasfunerarias se le estaban quedando en un estadolamentable. Confiaba en resarcirse de las pérdi-das con la vieja comerciante Triújina, que estabaal borde de la muerte desde hacía cerca de unaño. Pero Triújina se estaba muriendo en

El fabricante de ataúdesAleksandr Pushkin

¿No vemos cada día ataúdes,del mundo canas de decrepitud?

DERZHAVIN

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Razguliái, y Prójorov temía que sus herederos, apesar de su promesa, se ahorraran el esfuerzo demandar a por él hasta tan lejos y se las arreglarancon la funeraria más cercana.

Estas reflexiones se vieron casualmente inte-rrumpidas por tres golpes francmasones en lapuerta.

—¿Quién hay? —preguntó Adrián.La puerta se abrió y un hombre en quien a

primera vista se podía reconocer a un alemán ar-tesano entró en la habitación y con aspecto ale-gre se acercó al fabricante de ataúdes.

—Excúseme, amable vecino—dijo aquel conun acento que hasta hoy no podemos oír sinecharnos a reír—, perdone que le moleste... Que-ría saludarlo cuanto antes. Soy zapatero, me lla-mo Gotlib Schultz, y vivo al otro lado de la calle,en la casa que está frente a sus ventanas. Mañanacelebro mis bodas de plata y le ruego que usted ysus hijas vengan a comer a mi casa como buenosamigos.

La invitación fue aceptada con benevolencia.El dueño de la casa rogó al zapatero que se senta-ra y tomara con él una taza de té, y gracias alnatural abierto de Gotlib Schultz, al poco se pu-sieron a charlar amistosamente.

—¿Cómo le va el negocio a su merced?—pre-guntó Adrián.

—He-he-he—contestó Schultz—, ni mal nibien. No puedo quejarme. Aunque, claro está,mi mercancía no es como la suya: un vivo puedepasarse sin botas, pero un muerto no puede vivirsin su ataúd.

—Tan cierto como hay Dios—observóAdrián—. Y, sin embargo, si un vivo no tienecon qué comprarse unas botas, mal que le pese,seguirá andando descalzo; en cambio, un difun-to pordiosero, aunque sea de balde, se llevará suataúd.

Así prosiguió cierto rato la charla entre am-bos; al fin el zapatero se levantó y antes de despe-dirse del fabricante de ataúdes, le renovó su invi-tación.

Al día siguiente, justo a las doce, el fabricantede ataúdes y sus hijas salieron de su casa reciéncomprada y se dirigieron a la de su vecino. Novoy a describir ni el caftán ruso de AdriánPrójorov, ni los atavíos europeos de Akulina yDaria, apartándome en este caso de la costumbreadoptada por los novelistas actuales. No me pa-rece, sin embargo, superfluo señalar que ambasmuchachas llevaban sombreritos amarillos y za-patos rojos, algo que sucedía sólo en ocasionessolemnes.

La estrecha vivienda del zapatero estaba re-pleta de invitados, en su mayoría alemanes arte-sanos con sus esposas y sus oficiales. Entre losfuncionarios rusos se encontraba un guardia degarita, el finés Yurko, que, a pesar de su humildegrado, había sabido ganarse la especial benevo-lencia del dueño.

Había servido en este cargo de cuerpo y almadurante veinticinco años, como el cartero dePogorelski. El incendio del año doce que destru-yó la primera capital de Rusia, devoró tambiénla garita amarilla del guardia. Pero tan prontocomo fue expulsado el enemigo, en el lugar de lagarita apareció una nueva, de color grisáceo, conblancas columnillas de estilo dórico, y Yurko vol-vió a ir y venir junto a ella con «su seguro y sucoraza de arpillera». Lo conocían casi todos losalemanes que vivían cerca de la Puerta Nikitínskie,y algunos de ellos incluso habían pasado en lagarita de Yurko alguna noche del domingo al lu-nes.

Adrián en seguida trabó relación con él, puesera persona a la que tarde o temprano podría ne-cesitar, y en cuanto los convidados se dirigieron ala mesa, se sentaron juntos.

El señor y la señora Schultz y su hija Lotchen,una muchacha de diecisiete años, reunidos conlos comensales, atendían juntos a los invitados yayudaban a servir a la cocinera. La cerveza corríasin parar. Yurko comía por cuatro: Adrián no sequedaba atrás; sus hijas hacían remilgos; la con-versación en alemán se hacía por momentos más

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ruidosa. De pronto, el dueño reclamó la aten-ción de los presentes y, tras descorchar una bote-lla lacrada, pronunció en voz alta en ruso:

—¡A la salud de mi buena Luise!Brotó la espuma del vino achampañado. El

anfitrión besó tiernamente la cara fresca de sucuarentona compañera, y los convidados bebie-ron ruidosamente a la salud de la buena Luise.

—¡A la salud de mis amables invitados! —proclamó el anfitrión descorchando la segundabotella.

Y los convidados se lo agradecieron vaciandode nuevo sus copas. Y uno tras otro siguieron losbrindis: bebieron a la salud de cada uno de losinvitados por separado, bebieron a la salud deMoscú y de una docena entera de ciudades ale-manas, bebieron a la salud de todos los talleresen general y de cada uno en particular, bebierona la salud de los maestros y de los oficiales. Adriánbebía con tesón, y se animó hasta tal punto quellegó a proponer un brindis ocurrente. De pron-to uno de los invitados, un gordo panadero, le-vantó la copa y exclamó:

—¡A la salud de aquellos para quienes traba-jamos, unserer Kundleute!

La propuesta, como todas, fue recibida conalegría y de manera unánime. Los convidadoscomenzaron a hacerse reverencias los unos a losotros: el sastre al zapatero, el zapatero al sastre, elpanadero a ambos, todos al panadero, etcétera.Yurko, en medio de tales reverencias recíprocas,gritó dirigiéndose a su vecino:

—¿Y tú? ¡Hombre, brinda a la salud de tusmuertos!

Todos se echaron a reír, pero el fabricante deataúdes se sintió ofendido y frunció el ceño. Na-die lo había notado, los convidados siguieronbebiendo, y ya tocaban a vísperas cuando empe-zaron a levantarse de la mesa.

Los convidados se marcharon tarde y la ma-yoría achispados. El gordo panadero y el encua-dernador, cuya cara parecía envuelta en encarna-do codobán, llevaron del brazo a Yurko a su gari-

ta, observando en esta ocasión el proverbio ruso:«Hoy por ti, mañana por mí.» El fabricante deataúdes llegó a casa borracho y de mal humor.

—Porque, vamos a ver —reflexionaba en vozalta—; ¿en qué es menos honesto mi oficio queel de los demás? ¡Ni que fuera yo hermano delverdugo! Y ¿de qué se ríen estos herejes? ¿O ten-go yo algo de payaso de feria? Tenía ganas de in-vitarlos para remojar mi nueva casa, de darles unbanquete por todo lo alto, ¿pero ahora?, ¡ni pen-sarlo! En cambio voy a llamar a aquellos para losque trabajo: a mis buenos muertos.

—¿Qué dices, hombre? —preguntó la sirvien-ta que en aquel momento lo estaba descalzan-do—. ¡Qué tonterías dices? ¡Santíguate! ¡Convi-dar a los muertos! ¿A quién se le ocurre?

—¡Como hay Dios que lo hago! —prosiguióAdrián—. Y mañana mismo. Mis buenos muer-tos, les ruego que mañana por la noche vengan ami casa a celebrarlo, que he de agasajarles con lomejor que tenga.. .

Tras estas palabras el fabricante de ataúdes sedirigió a la cama y no tardó en ponerse a roncar.

En la calle aún estaba oscuro cuando vinie-ron a despertarlo. La mercadera Triújina habíafallecido aquella misma noche y un mensajero desu administrador había llegado a caballo para darlela noticia. El fabricante de ataúdes le dio por ellouna moneda de diez kopeks para vodka, se vistióde prisa, tomó un coche y se dirigió a Razguliái.

Junto a la puerta de la casa de la difunta yaestaba la policía y, como los cuervos cuando hue-len la carne muerta, deambulaban otros merca-deres. La difunta yacía sobre la mesa, amarillacomo la cera, pero aún no deformada por la des-composición. A su alrededor se agolpaban parien-tes, vecinos y criados. Todas las ventanas estabanabiertas, las velas ardían, los sacerdotes rezaban.

Adrián se acercó al sobrino de Triújina, unjoven mercader con una levita a la moda, y leinformó que el féretro, las velas, el sudario y de-más accesorios fúnebres llegarían al instante y enperfecto estado. El heredero le dio distraído las

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gracias, le dijo que no iba a regatearle el precio yque se encomendaba en todo a su honesto proce-der. El fabricante, como de costumbre, juró queno le cobraría más que lo justo y, tras intercam-biar una mirada significativa con el administra-dor, fue a disponerlo todo.

Se pasó el día entero yendo de Razguliái a laPuerta Nikítinskie y de vuelta: hacia la tarde lotuvo listo todo y, dejando libre a su cochero, semarchó andando para su casa.

Era una noche de luna. El fabricante de ataú-des llegó felizmente hasta la Puerta Nikítinskie.Junto a la iglesia de la Ascensión le dio el altonuestro conocido Yurko que, al reconocerlo, ledeseó las buenas noches. Era tarde. El fabricantede ataúdes ya se acercaba a su casa, cuando depronto le pareció que alguien llegaba a su puerta,la abría y desaparecía tras ella.

«¿Qué significará esto?—pensó Adrián—.¿Quién más me necesitará? ¿No será un ladrónque se ha metido en casa? ¿O es algún amanteque viene a ver a las bobas de mis hijas? ¡Lo quefaltaba!»

Y el constructor de ataúdes se disponía ya allamar en su ayuda a su amigo Yurko, cuandoalguien que se acercaba a la valla y se disponía aentrar en la casa, al ver al dueño que corría haciaél, se detuvo y se quitó de la cabeza un sombrerode tres picos. A Adrián le pareció reconocer aque-lla cara, pero con las prisas no tuvo tiempo deobservarlo como es debido.

—¿Viene usted a mi casa? —dijo jadeanteAdrián—, pase, tenga la bondad.

—¡Nada de cumplidos, hombre! —contestóel otro con voz sorda—. ¡Pasa delante y enseña alos invitados el camino!

Adrián tampoco tuvo tiempo para andarsecon cumplidos. La portezuela de la verja estabaabierta, se dirigió hacia la escalera, y el otro lesiguió. Le pareció que por las habitaciones anda-ba gente.

«¡¿Qué diablos pasa?!», pensó.Se dio prisa en entrar... y entonces se le do-

blaron las rodillas. La sala estaba llena de difun-tos. La luna a través de la ventana iluminaba susrostros amarillentos y azulados, las bocas hundi-das, los ojos turbios y entreabiertos y las afiladasnarices... Adrián reconoció horrorizado en ellosa las personas enterradas gracias a sus servicios, yen el huésped que había llegado con él, al briga-dier enterrado durante aquel aguacero.

Todos, damas y caballeros, rodearon al fabri-cante de ataúdes entre reverencias y saludos; sal-vo uno de ellos, un pordiosero al que había dadosepultura de balde hacía poco. El difunto, cohi-bido y avergonzado de sus harapos, no se acerca-ba y se mantenía humildemente en un rincón.Todos los demás iban vestidos decorosamente: lasdifuntas con sus cofias y lazos, los funcionariosfallecidos, con levita, aunque con la barba sin afei-tar, y los mercaderes con caftanes de día de fiesta.

—Ya lo ves, Prójorov—dijo el brigadier ennombre de toda la respetable compañía—, todosnos hemos levantado en respuesta a tu invitación;sólo se han quedado en casa los que no podíanhacerlo, los que se han desmoronado ya del todoy aquellos a los que no les queda ni la piel, sólolos huesos; pero incluso entre ellos uno no lo hapodido resistir, tantas ganas tenía de venir a ver-te.

En este momento un pequeño esqueleto seabrió paso entre la muchedumbre y se acercó aAdrián. Su cráneo sonreía dulcemente al fabri-cante de ataúdes. Jirones de paño verde claro yrojo y de lienzo apolillado colgaban sobre él aquíy allá como sobre una vara, y los huesos de lospies repicaban en unas grandes botas como lasmanos en los morteros.

—No me has reconocido, Prójorov —dijo elesqueleto—. ¿Recuerdas al sargento retirado dela Guardia Piotr Petróvich Kurilkin, el mismo alque en el año 1799 vendiste tu primer ataúd, yademás de pino en lugar del de roble?

Dichas estas palabras, el muerto le abrió susbrazos de hueso, pero Adrián, reuniendo todassus fuerzas, lanzó un grito y le dio un empujón.

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Piotr Petróvich se tambaleó, cayó y todo él sederrumbó. Entre los difuntos se levantó un ru-mor de indignación: todos salieron en defensadel honor de su compañero y se lanzaron sobreAdrián entre insultos y amenazas. El pobre due-ño, ensordecido por los gritos y casi aplastado,perdió la presencia de ánimo y, cayendo sobre loshuesos del sargento retirado, se desmayó.

El sol hacía horas que iluminaba la cama enla que estaba acostado el fabricante de ataúdes.Éste por fin abrió los ojos y vio delante suyo a lacriada que atizaba el fuego del samovar. Adriánrecordó lleno de horror los sucesos del día ante-rior. Triújina, el brigadier y el sargento Kurilkinaparecieron confusos en su mente. Adrián espe-raba en silencio que la criada le dirigiera la pala-bra y le refiriese las consecuencias del episodionocturno.

—Se te han pegado las sábanas, AdriánPrójorovich—dijo Aksinia acercándole la bata—. Te ha venido a ver tu vecino el sastre, y el de lagarita ha pasado para avisarte que es el santo delcomisario. Pero tú has tenido a bien seguir dur-miendo y no hemos querido despertarte.

—¿Y de la difunta Triújina no ha venido na-die?

—¿Difunta? ¿Es que se ha muerto?—¡Serás estúpida! ¿O no fuiste tú quien ayer

me ayudó a preparar su entierro?—¿Qué dices, hombre? ¿Te has vuelto loco,

o es que aún no se te ha pasado la resaca? ¿Ayerqué entierro hubo? Si te pasaste todo el día dejarana en casa del alemán, volviste borracho, caísteredondo en la cama y has dormido hasta la horaque es, que ya han tocado a misa.

—¡No me digas! —exclamó con alegría el fa-bricante de ataúdes.

—Como lo oyes—contestó la sirvienta.—Pues si es así, trae en seguida el té y ve a

llamar a mis hijas.

Traducción de Ricardo San Vicente© 1993 Editorial Planeta.

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trucciones para llorar de Cortázar imitan el lenguaje propio delas instrucciones de aparatos electrodomésticos, pero la viola-ción del lenguaje normal mediante el absurdo contenido delas instrucciones y el uso de metáforas de la soledad (no olvi-de que toda metáfora nueva es una ruptura de la normalidad)son claras transgresiones de los usos convencionales de la len-gua que tienen por finalidad poner en crisis la interpretacióny obligar al lector a buscar sentidos nuevos. De hecho, la pri-mera vez que leí el cuento reí a carcajadas, pero la segunda,forzado por la violación del lenguaje, lo interpreté de unamanera poco humorística.

Producción y consumodel cuento1.- Unidad de concepción yrecepciónLa concepción suele ser instantánea aun cuando la elabora-ción del texto demore. La recepción ideal debe darse tambiénen un lapso único, breve e intenso. El cuento es una relojeríaque reclama la atención concentrada del lector, es un artilu-gio que, al entrar en contacto con el lector, le obliga a actuarde determinada manera y así produce significaciones (de he-cho, produce significaciones aun cuando el lector no actúecomo el texto quiere que actúe).

2.- EmpatíaCortázar enfatiza que la significación del texto depende, porun lado, de la relación de mayor o menor empatía entre eltema y el autor y, por otro lado, de la afinidad entre el tema yel lector. Esto quiere decir que así como determinados temasasaltan al autor y lo hacen escribir, a veces obsesivamente,esos mismos temas pueden o no asaltar al lector que así pue-de o no ser atrapado por la historia. Por esta misma razón,Borges sostuvo que sus cursos de literatura trataban de hacerque los estudiantes disfrutaran de la literatura, y no de la teo-ría literaria. Aunque él lo dijo de mejor manera, sostuvo tam-bién que si uno no podía leer un cuento, una novela o unpoema determinado, era porque esa obra no había sido escri-ta para uno y que era mejor dejarla hasta que el momentofuera el adecuado.

3.- RigorHay una dependencia total entre los elementos formales delcuento y la significación. Es decir, todo, desde la ubicaciónde un párrafo hasta el más escondido signo de puntuación,cumple un rol durante la lectura. No se puede entonces decirque interpretar un cuento es comprender lo que dice, lo queafirma. El cuento contemporáneo no es una interpretaciónde la realidad, sino más bien, una pregunta, una tensión ma-nifiesta no sólo en los significados, sino en la relación conflic-

tiva entre los aspectos formales y la significación. En el mo-mento en que la literatura responde a una pregunta, se hacedoctrina, se vitrifica, se instrumentaliza. Desde este punto devista, sólo se puede evaluar una obra de arte contrastando elproyecto que la anima (Vea Poética de la frustración)y losmedios de que se vale para realizarlo.

Alfredo Elejalde F.http://www.apuntes.org/materias/

cursos/clit/narratividad.html

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victoria, borremos toda huella de su éxito :El viejo pescador convenció a su aprendiz de ir a pescar con éla pesar de que hacía tiempo que no pescaba nada y de quepor eso el pueblo entero se burlaba y se apiadaba de él. Aregañadientes, el muchacho fue con él y pudo ver cómo, des-pués de esfuerzos sobrehumanos, el viejo pescó el pez másgrande que jamás había visto. Agotados, volvieron al puertopero, mientras navegaban, los depredadores marinos se co-mieron el pez y nadie sino ellos supieron de la hazaña.En estas pocas líneas tenemos una condensación libre de Elviejo y el mar de Ernest Hemingway. Si seguimos agregandodetalles a esta pequeña narración podemos expandirla hastaescribir una novela parecida a la arriba citada del mismo modoque si resumimos la novela del norteamericano es posible lle-gar una narración similar a la del párrafo anterior.La estructura narrativa es pues el soporte de la interpretaciónpero ésta requiere de más que eso : detalles, pistas ocultas,móviles. Podríamos, si quisieramos escribir una novela a par-tir del pequeño relato, pero haciendo del pescador un chiste :un viejo incontinente, de pantalones sucios, tartamudo, queregresa al puerto maldiciendo con voz chillona a los pecesque se devoran los no sé cuántos dólares que el pescado le ibaa reportar en la pescadería que su mujer tiene en el mercadodel pueblo. Claro que esa información no estaría dicha así enla novela, sino que estaría en la descripción efectiva de loseventos y en los parlamentos de los personajes. En lugar dedecir que el viejo maldice, mejor es mostrarlo maldiciendo.El detalle.

El cuento1.- Características básicas delcuentoLas características básicas de los cuentos, como las de la nove-la, son la narratividad y la ficcionalidad, y la extensión, que sedefine en oposición a la de la novela (vea extensión del cuen-to y la novela). La brevedad del cuento es una necesidad in-terna y externa, estructural y psicológica que responde a unaley universal que dice que hay una proporción inversa entreintensidad y extensión o, lo que es lo mismo, sólo lo brevepuede ser intenso. Intensidad y condensación son pues, ca-racterísticas del buen cuento.

2.- Tratamiento literario2.1.- Economía y técnicas de condensaciónAl escribir, el autor que comparte la concepción del cuentoque aquí se da, busca la brevedad, el incremento de la inten-sidad y la eliminación de lo superfluo. Para ello podaselectivamente todo lo que no ayuda a construir el efecto quebusca. Ciertas técnicas sirven para lograr esta condensación :Elección de una historia simple : con pocos personajes, obje-tos, lugares, tiempos, símbolos y estrategias.Recursos de condensación : si la historia no es unilineal nisencilla, entonces se suele recurrir a ciertos recursos de con-

densación:Selección de materiales a narrar : por ejemplo, un momentodramático o significativo. Manejo de la escala de la representación : por ejemplo, laelipsis, el uso de lo implícito o la ampliación sólo de las esce-nas claves.Uso del punto de vista del narrador que resume los hechos.2.2.- Intensidad del efectoCortázar enfatiza dos aspectos del cuento. Por un lado, laintensidad, es decir, la eliminación de lo superfluo que per-mite que los hechos se impongan al lector más que los deta-lles y las descripciones detalladas propias de la novela. Porotro lado, la tensión que lleva al lector lentamente a lo largode la lectura y lo va atrapando no mediante eventos sino me-diante fuerzas sutiles en constante conflicto. La adecuada com-binación de tensión e intensidad hace un buen cuento, esdecir, el cuento debe mantener en vilo al lector hasta llegar alconflicto mayor. Como ejemplo sirve la historia de El granTamerlán de Persia : la tensión nace cuando el Tamerlán deci-de disfrazarse de mercader (primer párrafo), continúa con elenfrentamiento ideológico del Tamerlán consigo mismo, au-menta cuando el Tamerlán-mercader encabeza la revuelta y larepresión, explota cuando nos enteramos de que el Tamerlány el mercader son asesinados en lugares distintos por diferen-tes grupos de personas. Note que todo el texto no ocupa unapágina completa.La brevedad del cuento impone una lectura breve, una granatención del lector y gran intensidad del efecto. El efecto delcuento consiste en la percepción súbita de símbolos que en-juician la realidad cotidiana y llevan al lector más allá. El lec-tor debe ser llevado a vivir una experiencia límite.El principal recurso de intensificación es el manejo de la in-triga: la construcción de la expectativa se dirige a una solu-ción sorpresiva. La construcción de la sorpresa ilumina al lec-tor y lo obliga a releer el texto a la búsqueda del cómo lohace.Algunas técnicas para lograr la sorpresa son : Dosificación de la información. Falsas pistas. Cultivo de la ambigüedad.2.3.- Recursos de estiloEl cuento es un hablar inventado que usa el hablar de otrospara construir un mundo ficticio. Esta invención se puedehacer a partir de dos técnicas, entre otras : Elección de un registro expresivo : la imitación de lasformas de hablar de la gente es una necesidad de la búsquedade la verosimilitud, es decir del engaño, pues así como el hom-bre en la vida diaria identifica a sus interlocutores por el ros-tro, la ropa, los modales, la forma de hablar, etc., el lectoridentifica a los personajes. Violación de las normas lingüísticas: el uso o imitación de las formas de habla normales es unaestrategia que suele acompañarse de la voluntad de quebraresas mismas normas usuales del hablar. Por ejemplo, las Ins-

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