relatos a destiempo contenido fulgencio cerrajero

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Relatos a desempo 3 Indice La importancia de llamarse Ifigenio.......................................3 Carta a una flor ......................................................................... 7 Cuento de Navidad............................................................... 10 El juramento........................................................................... 18 A doscientos pasos ................................................................ 30 Frank el fenicio....................................................................... 40 El hombre que solo hablaba por carta................................. 48 La señora Macías.................................................................... 50 Madame Couturrie............................................................... 54 Madrid-Cork, tres días y dos noches......................................................................... 64 El Mardoff de Canarias......................................................... 67 Mates a palos......................................................................... 81 Me acuerdo............................................................................. 87 Paseando por Shannon River ............................................. 94 Mi burro Margarito ............................................................. 97 Sin frenos, ni volante.......................................................... 103 Relatos a destiempo Relatos a destiempo contenido.indd 2-3 13/10/2013 13:10:10

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Cuentos cortos y relatos escritos por Fulgencio Cerrajero

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Relatos a destiempo

3

Indice

La importancia de llamarse Ifigenio.......................................3

Carta a una flor......................................................................... 7

Cuento de Navidad............................................................... 10

El juramento........................................................................... 18

A doscientos pasos ................................................................ 30

Frank el fenicio....................................................................... 40

El hombre que solo hablaba por carta................................. 48

La señora Macías.................................................................... 50

Madame Couturrie............................................................... 54

Madrid-Cork, tres días

y dos noches......................................................................... 64

El Mardoff de Canarias......................................................... 67

Mates a palos......................................................................... 81

Me acuerdo............................................................................. 87

Paseando por Shannon River ............................................. 94

Mi burro Margarito ............................................................. 97

Sin frenos, ni volante.......................................................... 103

Relatos a destiempo

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Relatos a destiempo

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Relatos a destiemposon cuentos y otras historias inventadas,

y no tan inventadas. Palabras recogidas del fondo del armario de los recuerdos y las fantasías.

Cositas breves, sin pretensiones y sin horario.

Hilos con puntos y comas, escritos porque sí o porque ya les tocaba salir.

La importancia de llamarse Ifigenio

He de observar que aunque nací fuera de España

y me crié en una gran ciudad europea, abierta y

cosmopolita, mis raíces son los de un pueblo con sabor a

queso de cabra y olor a boñiga de vaca. Tengo un nombre

que me lo recuerda a cada momento, pues me llamo Ifige-

nio de la Cruz Segura. No es un chiste, es la pura verdad

que relato una y otra vez en todas las reuniones de amigos.

Mejor dicho en las reuniones de nuevos amigos, porque los

primeros ya se lo saben de tanto repetirlo, y los segundos,

por cortesía o porque es su primera vez, me lo aguantan

entre risas cortadas y rictus de circunstancia.

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Fulgencio Cerrajero Relatos a destiempo

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La anécdota de cómo mi madre me puso de nombre

Ifigenio tiene guasa, porque no hay cruz más pesada,

ni más segura, que la de llamarse Ifigenio de la Cruz Segura

para toda la vida. ¿Se lo imaginan? Alguien te presenta a

un desconocido y este te pregunta: -¿Y tú cómo te llamas?

-Ifigenio, contesto yo-. ¿Ifi qué?... ¡coño! ¿ quién tuvo

la ocurrencia de llamarte así? -Mi madre, las

circunstancias y la época-. El caso es que a la

hora de parir, mi madre no se encontraba

sola, sino muy bien atendida en el hospital

central de Zurich y en las salas francófonas

para extranjeros y emigrantes con segu-

ridad social; pero mi padre no estaba con

ella, se hallaba trabajando a cientos de kiló-

metros de distancia. Por lo que yo recuerdo y por

lo que me dijeron, mi padre llamó al hospital desde

París y por primera vez en mi vida se escuchó la misma y

sempiterna pregunta: -¿Cómo se llama el niño? -Ifigenio

-contestó mi madre-. -¿Y por qué le has puesto Ifigenio? -

preguntó mi padre-, porque el hospital necesitaba rellenar

...mis raíces son los de

un pueblo con sabor a queso de cabra y olor a boñiga de vaca. Ten-go un nombre que me lo recuerda a cada mo-mento, pues me llamo

Ifigenio de la Cruz Segura...

el certificado de nacimiento del niño, al momento, aquí

lo hacen así, es la costumbre; y como tú no estabas, no se

me ocurrió mejor nombre-. Mi padre estaba muy orgu-

lloso de su nuevo vástago. Tenía pelotas, pito y se llamaba

igual. Efectivamente, me pusieron el mismo nombre que

mi padre, el mismo que el de mi abuelo, y el mismo que

el de mi otro abuelo. Redundancias de la vida que

mi madre cumplió y repitió a rajatabla. Así que

toma carambola, mi padre ya no era el único

Ifigenio de la familia. Desde el momento en

que se juntó con mi madre, y yo nací, nos

multiplicamos por cuatro. Mi consuelo es

saber que en mi carnet de identidad dice

que hay otros seis valientes que también se

llaman igual. Seis Ifigenios de la Cruz Segura.

No todas las ocurrencias de la vida iban a tocar-

me a mí solo.

Muchas otras anécdotas y peculiaridades me ha

regalado el hecho de llamarme Ifigenio. Con ese

nombre nunca pude permanecer en el anonimato, ni en

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el colegio, ni en la universidad, ni en el trabajo... y mucho

menos en la mili o en el listín telefónico. Quiero decir, mi

nombre nunca me permitió la protección que da el anoni-

mato. Muy pronto descubrí que tampoco podía presentar-

me a las chicas directamente y de sopetón con un nombre

tan singular y anacrónico, las consecuencias psicológicas

eran devastadoras, por tanto me vi obligado a dar un peque-

ño rodeo didáctico para prepararlas a tal efecto.

Ifigenio soy, y no pienso cambiarme el nombre. Habrá

quien piense que lo de llamarme Ifigenio es cosa de

pueblerinos. Yo creo que más bien fue cosa de cariño; de-

mostrado está, sin lugar a dudas, que mi madre amaba con

locura a su marido. La prueba era yo, un bebé sietemesino,

de apenas kilo y medio, más arrugado que una pasa y tan

menudo que cabía en una sola mano, pero con un nombre

tan original y exclusivo que sonaba rotundo y determi-

nante. Sobretodo determinante para los acontecimientos

que el azar y el futuro habían previsto que fuera mi vida:

nadie podría confundirme con nadie más en este mundo.

De ahora en adelante, mi nombre me bautizaría como un

tatuaje imborrable y distintivo. Ifigenio, genio y figura de la

cuna a la sepultura.

Postdata: Ifigenio tiene etimología como todo buen nombre

latino. Significa bien nacido, nacido de noble cuna. Lo digo

por si todavía hay alguien que se atreva a reírse gratuita-

mente de mi nombre.

12 de noviembre de 2009

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Carta a una flor

Todos los dulces se saborean porque en algún mo-

mento conocimos también el sabor de la amargu-

ra. El blanco es porque existe el negro. Creo que la única

forma de valorar la vida es haber estado muy cerca de

la muerte. Y no me refiero al rotundo hecho de dejar de

respirar, de pensar, o de sentir, sino a los miles de momen-

tos en los que algo o alguien te arrebata el aire provocando

minúsculas muertes, que todas juntas, como picaduras de

abeja, bien podrían llevarte hasta el final.

Por esa misma dicotomía que da sentido al aire que respi-

ramos, el sí y el no, el yo y el otro; el querer hacer y el no

poder hacer; el ser y el no ser...huimos de la tristeza y la

soledad, buscando alegría y compañía.

Y es que yo bien creo que no nos han fabricado para vivir

solos. Somos lo que somos porque existe otra persona a

nuestro lado que nos deja ser, y en ese espejo nos contem-

plamos y sonreímos, dichosos de tener a alguien con quien

estar. Pero más importante todavía, a alguien con quien

ser, porque estar con esa persona es ser uno mismo. Por

eso cuándo tú me preguntas si te quiero, es como si me

preguntarás si yo me quiero a mí mismo. La respuesta es

simple: sí.

Un día, vaciados y entristecidos por los golpes del

destino, y por las miles de micro muertes que nos

tocó vivir a cada uno, nos encontramos, tú y yo; y permi-

timos que volviera a correr la brisa en nuestros apagados

espíritus. Sin saber muy bien qué buscábamos, pero tenien-

do muy claro lo que no queríamos. Y es así como encontré

tu sonrisa, y tus caricias. Esa flor que se ilumina con el sol

es todo el mundo que yo quiero tener. Porque teniéndote,

me tengo. Y porque queriéndote, me construyo.

Sigue sonriendo como tú sabes, con esos ojos que

parecen atrapar la ilusión a centelladas. Sigue siendo

tan atípica cómo quieras ser, porque cada sonrisa, cada

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caricia y todas tus rarezas son para mí aire de vida.

Esa es la flor que quiero, y por la que miro.

Un beso para esa flor que sigue creciendo. Te quiero.

27 de Diciembre de todos los años que estemos juntos.

Cuento de Navidad

Aparición del manualUsos del manual

Ejemplos y modos de usoCasos con las des-tijera-

Historias cíclicas que enlazan un personaje con la historia siguiente en circulo

Recortes de periódico, noticias internacionalesAcontecimientos históricos en Navidad

Guerras, tratados y conflictos

Manual de la Des-tijera1

A Enrique le gustaba ir a casa de la abuela Margarita

para esconderse en el desván. Allí se pasaba las

horas viviendo las aventuras que su mente infantil cons-

truía. En el desván, más que jugar, soñaba que estaba en

una isla solitaria donde él era el único rey, dueño y señor

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de todo lo que allí se pudiera encontrar.

Quique, ¿dónde te metes? -Baja ya, es hora de co-

mer-. Al oír la voz de su abuela, Enrique sostuvo

la respiración hasta casi ahogarse en el silencio. Callado y

agazapado, ahogó su propia risa con la mano, y se man-

tuvo inmóvil, escuchando el tambor de su corazón

galopando por la selva de los viejos trastos,

enseres y telarañas que invadían el desván.

Mira lo que me he encontrado.

-Déjame ver -contestó la abue-

la-. Y sus dedos repasaron al tacto una

vieja caja de cartón marcada con millares

de puntos en hilera. -¿Qué es? -Si supieras

leer el lenguaje de los ciegos descubrirías muchas

cosas que ahora no ves. Estos son puntos braille-. La

abuela sostuvo los pequeños dedos de su nieto entre los su-

yos y suavemente le hizo acariciar la superficie de la tapa

con las yemas de los dedos . -¿Ves? Aquí dice “Manual de

las des-tijeras”, utilícese para remendar rotos o descosidos-.

Sorprendido, y con los ojos tan redondos como lunas

nuevas, Enrique volvió a mirar aquellos extraños

puntos con significado. -¿De verdad que aquí dice todo

eso? ¡Des-tijeras! ¿Qué son unas des-tijeras? -Es un secreto

que nuestra familia ha guardado durante muchas genera-

ciones, y que tú podrás usar desde el momento que apren-

das a leer en braille-.

-Yo, ya sé leer, y escribir. -Sí, pero

tienes que aprender a leer más

allá de lo que tus ojos pueden ver. Tienes

que saber leer con el sentimiento, en el

alma de los hombres.

-Sólo son puntos. Aquí no dice nada.

-Dice mucho. Este manual te explica

para qué sirven las des-tijeras, cuándo y cómo uti-

lizarlas; y sobre todas las cosas, te enseñará a elegir a las

personas con quien podrás compartir este secreto.

-Hijo mío, ahora vives en la luz de tu inocencia,

donde todo es bondad y alegría. Te protege

...en el desván, más que jugar, soña-ba que estaba en una

isla solitaria donde él era el único rey, dueño y se-ñor de todo lo que allí se pudiera encontrar

...

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tu sonrisa y tu pequeña estatura, sin embargo, llegará el

día en el que te harás mayor y tendrás que convivir con la

oscuridad, el odio y la avaricia. En ese preciso momento

te acordarás de esta conversación y querrás abrir la caja de

las des-tijeras-.

Manual de la Des-tijera2

Advertencia general para el propietario: Estimado

señor o señora, en sus manos tiene uno de los

objetos más preciados de la humanidad, y también el más

olvidado. Como podrá observar, la des-tijera tiene forma

de tijera: dos óvalos a un extremo que se prolongan termi-

nando en cortantes hojas de cuchillo, y que se cruzan por

su mitad, sujetos a un punto fijo. Por favor, no se asuste,

ni se deje impresionar por el aspecto de sus afiladas termi-

naciones finales. Tampoco se deje engañar por la aparente

suavidad de sus orificios de inicio. El correcto manejo

de este instrumento único, sólo depende de usted mis-

mo. Aplíquelo a voluntad. Cómo, cuándo y dónde hacer

uso de la des-tijera es siempre responsabilidad exclusiva

del propietario. La compañía declina cualquier acción o

consideración, positiva o negativa, que pudiera ejercerse o

emitirse por la aplicación o des-aplicación práctica de este

instrumento.

Manual de la Des-tijera3

Utilícese para remendar rotos o descosidos.

Uso de la des-tijera

Todo lo que se une se puede desunir. Todo lo que

se hace se puede deshacer. Todo lo que se rom-

pe se puede des-romper. Todo lo que se pierde se puede

des-perder. Todo lo que se corta se puede des-cortar. En

resumen, con las des-tijeras todo lo negativo se puede des-

negativizar.

Por tanto, las des-tijeras tienen capacidad para sepa-

rar, rasgar, alejar, despojar, retirar, quitar o cortar

cualquier objeto, idea, sentimiento, o acontecimiento

producido o provocado por el sujeto poseedor de este

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instrumento mágico. Pero también se pueden usar para

unir, pegar, juntar, añadir, regalar, sumar o coser cualquier

objeto, idea, sentimiento, o acontecimiento producido o

provocado por el sujeto poseedor de la des-tijera.

Ejercicio práctico con la des-tijera.

Coja un hilo de cualquier color. Con decisión y de

un solo movimiento, corte el hilo por la mitad.

Acaba de realizar una acción que se repite millones de

veces al día en el mundo.

Ahora dispóngase a descubrir el auténtico poder de

las des-tijeras.

Acerque los extremos de ambos hilos. Cierre la

des-tijera y colóquela en el medio de los dos hilos

que acaba de producir. Los cortes de ambos hilos deben

tocar la des-tijera. En esa posición, abra la des-tijera con

decisión y de un solo movimiento. Si su des-acción ha sido

realizada con la misma determinación con la que actuó

en primer lugar, los dos extremos volverán a unirse de

nuevo. Habrá conseguido realizar el primer des-tijetazo de

su vida. Una des-acción que sólo usted, propietario de la

des-tijera, será capaz de realizar en el mundo entero.

Tres Observaciones sin ecuanum

Para que las propiedades mágicas de la des-tijera

surtan efecto se han de cumplir al menos una de

las siguientes condiciones, en caso contrario la des-tijera

únicamente podrá actuar como tijera, y nunca como lo que

es en realidad.

Primera: El sujeto de la des- acción ha de ser el mis-

mo que el de la acción.

Segunda: Los extremos divididos, antagonistas o con-

trarios que hubiera que des-tijeretar han de tener

un mismo origen o nexo común, y reconocerse mutua-

mente el origen o hilo de su conflicto.

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Tercera: La des-tijera podrá des-actuar sobre cual-

quier objeto, idea, sentimiento o acontecimiento

que cumpla con algunas de las dos condiciones anteriores.

Aplicaciones prácticas (sin orden, ni des-con-cierto)

Estas son algunas de las muchas posibilidades

operativas de la Des-tijera. No hemos querido aquí

recopilar la extensa lista de des-acciones que usted, como

propietario de la Des-tijera, será capaz de llevar a cabo

de ahora en adelante. Sirvan estos ejemplos como juego

ilustrativo.

Los amigos podrán des-enemistarse. Las parejas po-

drán des-separarse. Los países podrán des-dividir-

se. Las guerras podrán des-iniciarse. Los enfermos podrán

des-enfermarse. Los trabajadores podrán des-explotarse.

Los pobres podrán des-empobrecerse. Los líos podrán

des-liarse. Los sucesos podrán des-sucederse. Los extremos

podrán des-extremarse.

El juramento

Armando Guerra Segura siempre hizo honor a su

nombre. Desde el orfanato hasta hoy, su vida ha

estado marcada por una interminable lista de delitos: in-

timidaciones, extorsiones, trata de blancas, varios robos a

mano armada y el asesinato del mudo Juan.

...

A la vista de las pruebas presentadas por el fiscal y

tras la pobre defensa del abogado de oficio, nadie

daba un duro por su salvación. Sin embargo Armando no

sólo se libró de la pena capital, sino que ni tan siquiera

llegó a pisar la cárcel.

De cómo consiguió Armando Guerra Segura escapar a su

fatal destino y empezar una nueva vida, es lo que vamos a

relatar a continuación. Fue un hecho totalmente fortuito

que a D. Eladio Santana Balbuena, juez de instrucción del

juzgado de lo Penal número 9 de Madrid, le tocara el caso

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2455/30, el Estado contra D. Armando Santana Caridad,

alias Guerra Segura.

...

El secreto de los hermanos Santana se lo llevó a la

tumba el mudo Juan, que aunque mudo era, y poco

podía decir, sí que mucho habría podido escribir de

los tejemanejes y fechorías de Armando. Razón

por la cual Armando tuvo a bien asegurarse

el silencio eterno del finado. ¡Descanse en

paz!

...

D. Eladio Santana Balbuena, no

siempre se llamó así, y Armando

Guerra Segura, tampoco. A Eladio, el apellido

se lo pusieron los señores Balbuena, que lo quisieron

como a un hijo, y lo educaron hasta darle una carrera. Por

el contrario, Armando se bautizó a sí mismo, cambiándose

el apellido Santana por el de Guerra Segura, al salir del úl-

timo correccional, con apenas veinte años y sin otra profe-

sión que la calle y lo que surgiera. Mientras Eladio se gasta-

ba los ojos y las pestañas estudiando como un descosido

para llegar a ser un abogado de pro, Armando se ganaba

la vida haciendo de chulo y protector de varias chicas de la

calle Montera. Eladio, no sólo fue el mejor alumno de su

promoción, sino que también consiguió ser el juez de paz

más joven de España. Su entusiasmo por el estudio

y su amor por la justicia le hicieron subir pelda-

ño a peldaño todos y cada uno de los eslabo-

nes de la carrera judicial. A Armando, su

espíritu pendenciero y su enorme apego al

dinero fácil le sirvieron para transformar-

se en un hombre de hielo, temido por sus

colegas y odiado por sus enemigos.

...

Tiradas al aire, las vidas de Eladio y Armando

eran como las caras de una misma moneda. El

primero se pasaba de bueno, el segundo estaba abonado al

vicio y la mala suerte.

...Armando Guerra Segura siem-

pre hizo honor a su nombre. Desde el orfanato hasta hoy, su

vida ha estado marcada por una interminable lista de delitos: inti-midaciones, extorsiones, trata de

blancas, varios robos a mano armada y el asesinato del

mudo Juan...

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De niños, Eladio y Armando eran uña y carne. Allí dónde

uno iba, le seguía el otro. Si Armando era castigado por

el maestro con cien divisiones, Eladio las hacía por él. Si

Eladio era maltratado por sus compañeros, Armando les

devolvía el golpe multiplicado por mil. Inseparables hasta

que los señores Balbuena aparecieron por el orfanato para

llevarse consigo a uno de los hermanos. ¿Se imaginan a

quién le tocó esa suerte? El elegido por la fortuna fue Ar-

mando, mucho más fuerte de ánimo y extrovertido que su

hermano Eladio. Las hermanas de la Caridad habían pre-

parado la maleta de Armando, pero la moneda del destino

seguía dando vueltas, y a la hora designada para la recogi-

da, Armando nunca apareció, y los Balbuena, decidieron

no irse de balde. Mientras Armando era retenido contra

su voluntad por la policía de barrio, por no sé qué pillería

contra un tendero de la zona que juraba y perjuraba que

aquellos mocosos le habían robado mil duros de la caja, a

Eladio le sacaban del orfanato, entre sollozos y pataletas,

con apenas ocho años.

...

Para Eladio, la salida del orfanato fue como una

bocanada de aire fresco. Una gran habitación para

él solo, una ventana sin barrotes por la que entraba el sol a

raudales, un armario lleno de ropa nueva, y un nuevo cole-

gio con nuevos amigos. La vida que siempre quiso tener y

de la que nunca haría nada que le obligara a salir de ella.

A Armando, la vuelta al orfanato le supuso un fuerte

dolor de orejas y una semana de encierro en su

cuarto, castigado sin poder salir de su habitación y sin

comunicación con nadie. La vida que no quiso vivir, y de la

que anhelaba salir.

La última noche que Eladio y Armando pasaron

juntos en el orfanato, y antes que los Balbuena se

llevaran consigo a Eladio, los dos hermanos se hicieron

un juramento sagrado. El destino podía separarlos, pero

ellos nunca dejarían de ayudarse. De comportarse como lo

que eran en realidad: Una moneda con dos caras. Si algún

día volvieran a verse las caras, si la vida les volviera a unir,

juraron que jamás nadie les volvería a separar. Sin embar-

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go la naturaleza tímida y pulcra del primero, contraria a

la díscola y rebelde del segundo, les proporcionó destinos

bien distintos. Uno se hizo juez y el otro se hizo ladrón.

La moneda del destino nunca más les volvió a unir

hasta el día del juicio por la muerte del mudo Juan.

Durante años, cada uno de ellos vivió su propia vida, sin

saber nada el uno del otro. Eladio se convirtió en uno de

los jueces más respetados por el estamento judicial, y más

temidos por los desafortunados de la calle. Las hazañas de

Armando, alias Guerra Segura figuraban como ejemplo

de estudio y libro de cabecera de los manuales de crimi-

nología de las academias de policía. Que la policía lograra

pillarle fue también otro hecho fortuito, ya que aunque Ar-

mando fuera muy popular en el mundo del hampa, nunca

nadie pudo cogerle con las manos en la masa. Y de él tan

solo se conocía su nombre y alias.

...

El portavoz del jurado popular sostuvo su hoja de

papel con firmeza, y con voz clara y contundente

comenzó a leer. Por el robo a mano armada cometido el día

23 de Julio de 2009 en la gasolinera de la calle Montalbán

24, esquina Cebrián, culpable. Por el hurto del vehículo

marca Renault 25, cometido en la gasolinera, anteriormen-

te mencionada, y utilizado, con posterioridad para aco-

meter el robo de la joyería de D. Ramón Salazar Huertas,

culpable. Por el atraco a la joyería de la calle Serrano, 23

propiedad de D. Ramón Salazar Huertas, culpable. Por

la retención contra su voluntad de Doña María Castaño

Rodríguez y doce mujeres de nacionalidad rusa, y cinco de

nacionalidad dominicana, en los sótanos del todo a cien

propiedad de D. Juan Carlos García Castillo, alias el mudo,

culpable. Por el supuesto asesinato del mencionado, Juan

el mudo, inocente. A la luz de las pruebas presentadas por

los médicos forenses, y las declaraciones de Doña María

Castaño Salazar, existen indicios suficientes para sospe-

char asesinato con arma blanca. Sin embargo, dado que en

el forcejeo policial acontecido la noche del 24 de Julio de

2009, el cuerpo de D. Juan Carlos García Castillo se en-

contró no sólo con una herida mortal provocada por arma

blanca, sino que también recibió la herida mortal de una

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bala, calibre 9 milímetros parabellum, proveniente de uno

de los policías personados para sofocar el hurto que allí

estaba sucediendo, en la joyería de la calle Serrano, número

23, este jurado estima no suficientes las pruebas presen-

tadas. Por lo que lamentablemente, y haciendo uso de la

presunción de inocencia que asiste a D. Armando Santana

Caridad, le declaramos libre del cargo de asesinato. No así

de los demás cargos.

...

Las últimas palabras del portavoz del jurado, resona-

ron en la cabeza de D. Eladio Santana Balbuena: “No

así de los demás cargos...” y la mirada de ambos hermanos

se cruzaron de soslayo, recordando tiempos pasados.

Exactamente ¿qué cargos se le imputaban a su hermano

secreto? La mala suerte de haber nacido sin padres, haber-

se criado en un frío orfanato de mala muerte, olvidado por

todos y hasta por él mismo, juez y señor del juzgado?

El mismo día en que ambos se juraron cuidar uno del otro,

en la mente de D. Eladio nació el remordimiento. Les sepa-

raron, y nunca más les dejaron volver a encontrarse. Eladio

partió con los Balbuena hacia su nueva casa, en Ávila. Y

aunque, años más tarde, aprovechando su estancia en la

facultad de derecho del campus de Alcalá de Henares, pre-

guntó por su hermano a las Hermanas de la Caridad, estas

no supieron informarle de su paradero. Armando Santana

Caridad, desapareció de sus vidas, con 18 años recién cum-

plidos. El agudo chirrido de la verja de entrada del orfa-

nato anunció su partida, para nunca más volver a sonar en

la memoria de las hermanitas. Aquel chico les había dado

muchos problemas. En su expediente figuraban más de

veinte escapadas, intercaladas con otras tantas fechorías de

ratero precoz y otras visitas a correccionales que lo devol-

vían aún peor de cómo había entrado. Para ellas dejar de

ser las responsables de Armando, fue una felicidad. Y para

Armando, también.

Las hermanas tenían terminantemente prohibido

comunicarle a Armando nada sobre el paradero,

nombre o dirección de los padres adoptivos de Eladio. Y

por supuesto, jamás le entregaron ninguna de las cientos

de cartas que Eladio le escribía. Cartas donde Eladio le

hablaba de su nueva familia, de lo mucho y muy bien que

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lo cuidaban, de sus progresos en el colegio, y de sus nuevas

aspiraciones. Cartas que constantemente le repetían el ju-

ramento que se habían profesado. Porque algún día yo, Ela-

dio Santana Balbuena, te devolveré todo el bien que tú me

has dado. Hermano, tú te sacrificaste por mí, cambiaste tu

suerte y me regalaste una nueva vida. Me diste unos padres

nuevos y un futuro, que pienso aprovechar al máximo. No

te preocupes, aguanta. Pronto volveremos a estar juntos y

podré devolverte el gran favor que tú me has hecho.

...

Sí, las miradas de Eladio y de Armando se cruzaron,

de nuevo, en la sala del juzgado, después de veinte

años de dichas para Eladio junto con otros tantos años de

desdichas para Armando.

El martillo del juez D. Eladio Santana Balbuena, marco el

punto y final del juramento. Había llegado la hora de cum-

plirlo a rajatabla.

...

Armando Guerra Segura, sonrío para sus adentros.

Sabía que no tendría que cumplir ninguno de los

cincuenta años y un día que su hermano, el juez, le impu-

so.

La sala se retira. Declaro el juicio visto para sentencia

...

Eladio pego la fotografía de Armando a uno de los

bordes del armario del baño. Se miró al espejo, y

cuidadosamente comparó cada una de sus facciones con

las de su hermano: La raya del pelo, una pequeña calva en

la ceja izquierda y un pendiente de acero en la oreja opues-

ta. Por lo demás, si se quitaba las gafas, los dos hermanos

eran exactamente iguales. Bastaría un poco más de color

en la cara para imitar el curtido semblante de su hermano

Armando, y dejarse la barba a medio crecer.

Cruzó el largo pasillo que separaba el pabellón tres

del juzgado, hasta el ascensor. Saludo a los conser-

jes, entró en el ascensor y pulsó planta sótano. Firmó en el

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libro de entrada y ordenó que no se le molestara. –Quiero

hablar con el procesado antes de dictaminar sentencia.

-¿Necesita que uno de nosotros le acompañe? -preguntó

el cabo. -No, me bastan cinco minutos para hablar con él,

guárdeme la cartera y la toga.

...

Media hora después de la entrevista, Armando dic-

tó sentencia contra su hermano Eladio, repitien-

do con extremada pulcritud cada una de las palabras que

este le había mandado memorizar.

En el fondo de su celda Eladio se sintió en paz consigo

mismo. Y una moneda se alzó por el aire para caer en las

manos de Armando. Por fin el destino había hecho justicia.

Lunes, 1 de febrero de 2010

A doscientos pasos

Nada es para siempre salvo lo que no se usa. Segu-

ramente te habrás dado cuenta de ello, al visitar

la casa de una tía cercana, entrando en el piso de la vecina

de enfrente, o la útlima vez que fuiste a ver a tu madre por

su cumpleaños. El salón de las visitas estaba intacto, era

un salón eterno. Curiosa manera de entender la eternidad

de lo perdurable. La eternidad de lo intocable. Alargamos

la vida de los objetos hasta el infinito, usándolos lo menos

posible, para que permanezcan a nuestro lado el máximo

tiempo.

...

Yo conozco a un hombre que hizo del no uso su

máxima de vida. Por no tener, no tenía ni nombre,

para no gastarlo. Jamás daba la mano, por la misma ra-

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zón y si casualmente te lo encontrabas en el rellano de la

escalera, su saludo era una fugaz y escueta mirada, acom-

pañada de un conato de sonrisa a lo Mona Lisa. Nadie del

vecindario sabía con exactitud cuál era su profesión, ni si

la tenía; tampoco se le conocía familia, amigos o relacio-

nes, ni directas, ni indirectas; ni si escondía algún perro o

gato que le hiciera compañía, si formaba parte de una secta

secreta, si jugaba en bolsa, si era heredero de una fortuna

incalculable, ó si poseía algún negocio inconfesable. En

definitiva, nadie sabía quién era, y a nadie parecía impor-

tarle... salvo a mí.

Sin embargo, nuestro hombre, no era un hombre

cualquiera, había conseguido hacer lo que muchos

anhelan hacer en la vida: nada de nada.

...

Ramón, el portero de mí casa, me confesó que una

vez por semana le traían la compra desde el super-

mercado de la esquina; que, cada quincena, una chica le

limpiaba el piso; y que, una vez, hace años, le había visto

asistir a una reunión de vecinos. Aquel día, tampoco habló

mucho, pero firmó el acta de la comunidad con una uve

alargada, y debajo, el número de su piso y la letra I. Hu-

biera sido el momento propicio para descubrir, al menos,

cómo demonios se llamaba. Pero, como digo, en el acta

de la comunidad, nuestro hombre, tan sólo figuraba como

uve, tercero izquierda.

Hablando con el cartero de la finca, tampoco tuve

mejor suerte. Todas las cartas dirigidas a su piso

iban sin nombre. Por eso, cuando alguna carta llegaba a

nuestra finca, con nombre y apellidos, pero sin piso cono-

cido, el cartero se las dejaba a Ramón, y Ramón las aban-

donaba en el buzón del tercero izquierda. Una revista de

caza y pesca para un desconocido Don Ernesto Orive; una

felicitación de Navidad de El Corte Inglés para un tal Don

Carlos Gutiérrez; el callejero de páginas blancas de Telefó-

nica para alguien llamado Don Manuel Ramos.

Nuestro hombre devolvía todas las misivas, con un

lacónico: Esto, no es para mí. Por lo menos, ya sa-

bíamos que no era ni Don Ernesto, ni Don Carlos, ni Don

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Manuel. Habría que seguir descartando.

...

Mi curiosidad por él se hizo admiración, y mi

admiración, obsesión, por alguien que había

logrado desaparecer en vida de este mundo. Investigué con

los pocos datos que de él tenía a mano. Navegué por Inter-

net, pagué por una nota simple en el Registro de La Propie-

dad, busqué por el listín telefónico... ¿qué más?, le di una

propina al chico del supermercado, escudriñé a escondidas

la ranura de su buzón, y hasta hice guardia, varios días

seguidos, detrás de la mirilla de casa, por si veía alguna

luz encenderse o sentía el pestillo de su puerta al abrirse.

De puertas para fuera, nuestro hombre seguía siendo tan

invisible como de puertas para dentro: nada de nada.

Como no lograba averiguar su nombre, comencé a

pensar, si quizás no estaría buscando a un fantasma

con apariencia de hombre. Ya se sabe que los fantasmas

con aspecto de hombre son mucho más difíciles de encon-

trar que los hombres con aspecto de fantasma. En este caso

concreto, mi fantasma, se podría describir como de no

más de cincuenta años, altura media, complexión atlética,

tirando a delgada; manos limpias y uñas recortadas. Sin

reloj, sin anillo, sin brazalete o insignia, ni ningún otro

complemento que lo destacara ostensiblemente de cual-

quier otro ser humano, sino fuera por el hecho, consabido,

que este hombre quería, a toda costa, pasar desapercibido.

Sigo describiéndolo: vaqueros sin marca, camisa lisa, sin

firma; mocasines marrones usados pero sin señales de mal-

trato; chaqueta de lana y colores tierra, sin abrir. Presencia

muda e inmutable, sin otra conexión con el exterior que su

respiración sin ruido. Sin nombre, sin apellido, sin cartas.

Sin nada apreciable, ni sobresaliente, salvo la nada que le

rodeaba a cada paso.

¿Qué derecho tenía yo para meter las narices en

vida ajena? Antes de que mis cuitas y elucubra-

ciones sobre nuestro fantasma hecho hombre llegaran al

límite del absurdo, se me ocurrió forzar un encuentro con

la chica de la limpieza. ¡Cómo podía haber sido tan ton-

to! Ella era el único nexo, conocido, de unión, el eslabón

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perdido, entre la realidad y las imaginadas conclusiones,

que de él empezaba a hacerme. Abordé a la limpiadora

sin preámbulos, como cuando te llaman por teléfono sin

un hola, soy fulanito de tal. -¿Cómo se llama el señor que

vive en este piso?-. La chica me miró igual que yo la ha-

bía mirado minutos antes: de arriba a abajo y sin ningún

aprecio. -Ni idea, contestó. A nosotras nos mandan limpiar,

y nada más. -¿Ha dicho usted, no-so-tras? -Articulé la

palabra nosotras a monosílabos-. ¿Entonces, son varias, las

chicas que limpian la casa? -No, señor-, remarcó con una

voz de pito flauta, descubriendo, sin rubor, sus maneras de

barrio, (cosa que de ninguna manera escondía su enorme

perspicacia). -Una servidora se basta sola, pero si lo que

usted quiere saber es, quién es el señor del piso... (un ligero

bombardeo de entusiasmo empezaba a subir por el cuello

de mí camisa, que pronto se convirtió en abatimiento) ni

lo sé, ni me importa. A nosotras nos paga la empresa, y al

señor que dice usted que vive aquí, nunca lo he visto. Yo

siempre que vengo, la casa está vacía-.

No me atreví a pedirle que me dejara entrar al piso

de su señor. Pensé que había perdido mi oportu-

nidad por haberla atropellado sin presentarme, y además,

no deseaba que mis investigaciones alertaran cualquier

sospecha. Me despedí con la primera excusa que me vino a

la cabeza. -Es que...el cartero me dejó un paquete para este

señor, pero, no se preocupe, prefiero esperar a que el señor

se encuentre en casa. Buenas tardes. -A mandar -respon-

dió ella-, y acto seguido, abrió la puerta tan rápidamente

como la cerró.

Suspendí mi respiración y me quedé detrás de la

puerta intentando escuchar algún ruido signifi-

cativo. Sólo me oí a mí mismo pensar: qué te importa a ti

la vida de este hombre eterno. Será que en realidad no se

gasta. Será que en realidad no vive.

...

Muchos años más tarde, con mis setenta años, re-

cién cumplidos, harto de vivir en la misma finca

y en el mismo piso, fugazmente, volví a encontrarme en la

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escalera con nuestro hombre. Sin prisas, y con la misma

ropa y la misma apariencia, de años atrás. Lo calcule men-

talmente, yo tenía setenta y aparentaba cien. El tenía cien y

parecía seguir teniendo cincuenta. Esta vez la conversación

se alargó más que de costumbre, y a tras una amplia son-

risa, añadió toda una frase, a sabiendas de que yo llevaba

años persiguiendo el enigma de su inmortalidad. Me miró

y dijo: -el secreto de mí aplicada longevidad es la inacti-

vidad física. Todo lo que no puedo hacer en doscientos

pasos, simplemente, no lo hago. Es el equilibrio de la vida.

Hay quienes prefieren vivir intensamente a cambio de mo-

rir pronto. Y a eso lo llaman vida. Yo prefiero la ecuación

contraria. Tranquilidad y reposo a cambio de tiempo-.

...

Los llaman hombres tortuga. Si acaso, alguno de

ustedes, tiene la suerte de toparse con un hombre

tortuga, síganlo de cerca, apreciarán la parsimonia de sus

movimientos y la disciplina de su modo de vida sosegada.

Ahora, yo también me he convertido en un hombre

tortuga. Sigo las enseñanzas de mi vecino del terce-

ro izquierda, llevando la regla de los doscientos pasos hasta

sus últimas consecuencias. Deseo con todas las fuerzas que

me quedan, llegar a los cien o ciento veinte. Y aunque no

llevo tanto tiempo, como mi vecino, practicando el noble

arte de la vida lenta, cada día voy mejorando. Ni grito, ni

alzo la voz, prefiero esperar que los demás se callen. Lo

poco que como, lo divido en mil migajas para que dure

más. Lo que leo, lo vuelvo a releer para revivirlo de nuevo.

Y lo que tengo, lo conservo sin usar. Prácticamente he de-

jado de dormir para que las noches se conviertan en un día

sin final. Me siento en mi sillón, donde apenas me muevo.

La cuestión es no desperdiciar ni un ápice de mí energía en

esfuerzos inútiles.

Ahora sé que si permanezco quieto el tiempo sufi-

ciente, todo lo que me apetezca, más tarde o más

temprano, el mundo pasará frente a mí puerta. A menos

de doscientos pasos de mí alcance.

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He aprendido a vivir como el salón de mi madre.

Ahora tengo todo el tiempo del mundo a mí dis-

posición, y pienso disfrutarlo una eternidad.

Jueves, 7 de enero de 2010

Frank el fenicio

Con la vida de algunos personajes que han mero-

deado por este mundo podríamos hacer una gran

novela. Esto es lo que le pasa a Frank Feeney. Cuando escu-

chaba sus aventuras envueltas en humo de tabaco y oía su

voz teatral, intentaba escudriñar la verdad en el fondo de

sus ojos. Sólo pensaba en una cosa: su vida fue increíble.

With the lives of some characters who have wan-

dered through this world you could write a

great novel. This is what happens to Frank Feeney. When I

was listening his adventures, wrapped in smoke, snuff, and

heard his voice , also I tried to examine the truth of his

tale in the depths of his eyes, just thinking about one thing:

his life was amazing.

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Frank, el fenicio forma parte de esa generación que

vivió la segunda guerra mundial en plena juventud y

que siendo irlandés se hizo pasar por el más educado gen-

telman inglés de su época. Como químico experto trabajó

para una fábrica de explosivos, ayudando a Churchill y sus

muchachos a ganar la guerra. Creía en la libertad y en el li-

bre albedrío, y por esa misma razón no sólo colabo-

ró activamente a favor de los ingleses sino que

una vez terminada la contienda, también fue

miembro destacado del IRA.

Sin carnet, sin publicidad y sin que

nadie tuviera jamás la más mínima

sospecha de sus acciones, convirtió su vida

anónima en una gran aventura.

Frank, the Phoenician is part of that gene-

ration that had lived through World War II in

his youth and although being Irish he passed by as the

more educated English Gentelman of his day. As a chemist

expert he worked for a factory of explosives, helping Chur-

chill and his boys to win the war. He believed in freedom

and free will, and therefore he not only worked actively for

the English but once the war was over, he also was a pro-

minent member of the IRA. No passport, no advertising

and no one ever had the slightest suspicion of his actions,

he turned his anonymous life into a great adventure.

El 3 de septiembre de 1951, The Times

destacaba en portada y con inmensos

titulares negros: Nelson ha caído. Efectivamen-

te, la estatua de Nelson, símbolo y orgullo

de la nación inglesa había besado el suelo

de Trafalgar Square sin producir ninguna

víctima mortal, o acaso tan sólo hiriendo

el corazón y la flema inglesa. Las cuatro

toneladas de piedra del tuerto más venerado

de Inglaterra yacían con un brazo roto, la ca-

beza desmembrada y los pies desgarrados. La acción

fue reivindicada por el IRA, pero nunca por su auténtico

hacedor: Frank, el fenicio. Siglos antes el Almirante Nelson

sufrió otra tropelía semejante, un arcabuzazo español le

haría perder un ojo, y ahora, un poco de goma dos irlande-

Cuando escu-chaba sus aventuras

envueltas en humo de tabaco y oía su voz teatral,

intentaba escudriñar la verdad en el fondo

de sus ojos...

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sa le hacía perder la base de sus pies.

On September 3rd, 1951, The Times highlighted on

the cover and with huge black headlines: Nelson

has fallen. Indeed, Nelson’s statue, the symbol and pride of

the English nation had hit the ground in Trafalgar Square

without causing any deaths, or perhaps only hurting the

British heart phlegm. The four-ton stone of England’s

most revered one-eyed was lying down the ground with

its broken arm, head and feet torn dismembered. The ac-

tion was claimed by the IRA, but never by his real-maker:

Frank, the Phoenician. Centuries before the Admiral Nel-

son suffered another outrage made by a Spanish harquebus

it would lose an hand, and now, some irish rubber made

him to lose the bottoms of his feet.

Otra noche de historias, Frank me contaba cómo

había conseguido suministrar al ejército británi-

co varias toneladas de jabón de afeitar. Un bien escaso y

muy apreciado entre la tropa, y otro signo indiscutible de

civilización y humanidad británica. Sin jabón y sin afeitar

no eras un buen soldado, y mucho menos un buen dandy

inglés. Así que Frank puso remedio a la logística del ejército

aplicando su propia lógica celta. Lo primero que hizo fue

comprar pastillas de jabón de lavar a la propia intendencia

británica, cientos de barras de jabón blanco. Lo segundo, se

inventó un artilugio para transformar las barras de jabón

de lavar en perfumanda pastillas de afeitar redondas. Bá-

sicamente era un tubo con el diámetro exacto sujeto a una

palanca que se accionaba a mano.

Another night of stories, Frank told me how he had

succeeded in supplying the British Army several

tons of shaving soap. A rare and very popular item among

the troops, but certainly a signs of civilization and huma-

nity between British. Without soap or been unshaven you

were not a good soldier, much less a good English dan-

dy. So Frank remedied this for the logistics of the army

implementing his own Celtic logic. The first thing he did

was to buy washing soap from the British quartermaster,

hundreds of bars of white soap. Secondly, he invented a

device to transform the bars of soap in round tablets. It was

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basically a tube with an exact diameter glued to a hand

lever and it operated by hand

Y así fue cómo organizó en el garaje de su casa, y a

escondidas de todos, una pequeña manufactura.

De día compraba el jabón en barra y de noche lo cortaba

y perfumaba para transformarlo en jabón de afeitar. Jabón

que volvía a ser comprado por el ejército inglés a un precio

mucho mayor, aunque esta vez con el papel de plata y el

característico olor a Varón Dandy que todos conocemos.

In this way he organized, inside the garage of his

house, hidden from everyone eyes, a small manufac-

turing factory. By day he bought the bar soap and at night

he cutted it turning it into shaving scented soap. Soap

was again purchased by the English army at a price much

higher, but this time with the aluminum foil and the cha-

racteristic odor of male perfume we all know.

Estás pequeñas ayudas al ejército inglés, y otras

menudencias por el estilo, convertían a Frank en

un gran amigo de Inglaterra. Hay que añadir, además, su

cuidado acento “posh” Oxford “you know”, y el hecho de que

su mujer pertenecía a una muy respetable familia inglesa,

con prestigio y arraigo militar.

These small grants to the british army, and other

trifles like that, made Frank became a great friend

of England. We must also add his wonderful Oxford posh

accent “you know”, and the fact that his wife belonged to

a very respectable English family, with great prestige and

military roots.

Pocos hombres en este mundo han tenido el honor

de haber estrechado su mano con la del Almirante

Nelson. Frank, el fenicio, fue uno de ellos. En el número 18

de Side Terrace, en Cork, aún hay un trozo de piedra que

sirve de pisapapeles y me recuerda que todo lo que sube un

día, puede bajar al otro.

Few men in this world have had the honor of

having shaken his hand with Admiral Nelson.

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Frank, the Phoenician, was one of them. At 18, South

Terrace in Cork, there is still a piece of stone that serves as

a paperweight and reminds me that aything that goes up

one day, can falldown the following.

27 de noviembre de 2011

El hombre que solo hablaba por

carta

Ese día las volutas del humo de su cigarro se elevaban

como caracolas hasta agarrarse a las paredes del

estudio. Ernesto escribía con estilográfica, como le habían

enseñado. Caligrafía esmerada, trazos enérgicos y precisos,

sin tachaduras, directo al concepto. Si aquellas paredes

amarillas de pensamientos pudieran hablar, nos revelarían

los secretos de su azarosa vida y la razón intima de su de-

terminante decisión.

A Ernesto se le murió Margarita en sus brazos y

desde ese instante la boca se le cerró de amargu-

ra para nunca jamás volver a pronunciar palabra. Por lo

que su único medio de comunicación con el mundo era la

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escritura.

Para Ernesto las situaciones más comunes y cotidia-

nas de la vida se convertían en literatura.- ¿Que le

pongo, hoy, Don Ernesto, filetes de pechuga o estos osobu-

cos? Y él respondía escribiendo: médico, pescado.

Todas sus palabras salían de su pluma. Su boca era

una pizarra negra, y su lengua una tiza blanca.

(Relato sin acabar...)

La señora Macías

La señora Macías ordenaba la cocina con esmero y

lentitud. Aquellos veinte metros cuadrados eran su

reino particular. En ella había cocinado, hasta altas horas

de la madrugada, convirtiendo su pequeño negocio de

catering doméstico en el mejor recurso económico de la

familia. Gracias a los sabrosos guisos, salsas y croquetas de

la señora Macías, sus hijos habían hecho carrera.

Juan Macías, el mayor de los hermanos, se pidió un

café en el bar de la facultad, y mientras removía el

azúcar haciendo tintinear la cucharilla contra las paredes

de la taza, pensó en su madre, y una desconocida punzada

de dolor le apareció en la articulación del codo derecho. En

ese mismo instante la señora Macías secaba la cubertería. Y

Marta, la menor de los Macías, se caía cuan larga era en la

pista de hielo, sometiendo su cuerpo a terribles tensiones y

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torsiones. Un picor agudo subió desde su antebrazo hasta

la nuca, tan intenso y violento, que cubrió todo su cuerpo

con el negro manto de la noche eterna. Y en su cerebro se

hizo el silencio.

Premonición o telepatía. El mismo mensaje de dolor,

punzante y eléctrico, sacudió el codo derecho de

la señora Macías. Los médicos, después de mil pruebas,

calificaron la dolencia como epicondiolitis crónica. Pro-

bablemente debido al trabajo manual que ejercía: cientos

de pucheros rebosantes hasta el borde, el peso de años

cargando con las bolsas de la compra e interminables horas

fregando y retorciendo paños de cocina, le habían pasado

factura... Y algo más, la costumbre, casi religiosa, que tenía

de secar las cucharas, repasándolas, una y otra vez, a fuerza

de paño y musculatura digital.

Sin embargo, esa tarde, el mensaje de dolor venía

cargado de nuevos dolores. La señora Macías soltó la

cuchara de golpe, y ésta repiqueteo contra el suelo.

A Juan Macías, el café le supo amargo y metálico.

Y los dos, madre e hijo, al unísono, sintieron que

alguien se despedía de ellos para siempre. En ese fatídico

instante una corriente de aire helado recorrió la sala del

bar de la facultad y las cortinas de la cocina de la señora

Macías se inflaron.

Maldita epicondiolitis, y maldito este mundo, que

permite que sean las cucharas las mensajeras de

la muerte.

Lunes, 7 de diciembre de 2009

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Madame Couturrie

La infancia es como un paréntesis. Vives en la nube

de la realidad que te marcan tus progenitores. El

primer paréntesis es tu madre; el segundo, tu padre, y en

el medio te encuentra tú. Te montas en un coche y nunca

preguntas de quién es, ni cómo funciona, ni cuánto cuesta,

ni tan siguiera porqué te subieron al coche. Cuándo come-

remos, a dónde vamos o cuándo llegaremos, son tan solo

hechos circunstanciales, a lo sumo, estímulos básicos que

llegan cuando tienen que llegar, por naturaleza. Hago pis

porque me lo pide el cuerpo, pido de comer porque tengo

hambre y grito – hemos llegado ya- porque se me acaba-

ron los alicientes y la aventura del coche ya no resulta tan

novedosa.

Es la infancia, el lugar donde el futuro no existe, sólo

el momento inmediato, el presente continuo. Un

maravilloso presente construido a tu alrededor para ser

disfrutado segundo a segundo. El carpe diem de todos los

días.

Y Madame Couturrie era eso, un enorme y azucarado

pastel de sorpresas. Para mis ojos inocentes, una

vieja, afable con las visitas y cascarrabias con los cono-

cidos, exigente con el servicio y déspota con el resto del

mundo. No vivía en una simple habitación con cocina y

cuarto de baño exterior, como yo. Ella era dueña de una

mansión vacía de gente pero llena de objetos, cuadros y

ceniceros de plata; y muchas habitaciones, enormes baños,

cocinas gigantes y un sin fin de escaleras, puertas y rinco-

nes donde esconderme. Aquella casa era un palacio inaca-

bable con estancias que se abrían a otras estancias y estas a

otras tantas habitaciones más. Recovecos donde reinventar

el mundo y hacer crecer el pequeño paréntesis de mi exis-

tencia. Cada puerta cerrada era una descarada invitación

para ser abierta. Cada pasillo y cada curva, un acicate para

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avanzar hacia lo desconocido. Cuanto más me adentraba

en aquel palacio, más me alejaba de mi pequeño mundo, y

más feliz me sentía. Años más tarde, leyendo Las Mil y una

noches, y el cuento de Ali Baba y la cueva de los 40 ladro-

nes, reviví el palacio de Madame Couturrie y comprendí el

poder de atracción que ejerce la curiosidad. Yo era Simbad

en el palacio de Madame, amo y señor de aquel

tesoro sin dueño. Había descubierto que existía

otro mundo, como en los ojos de un ciego

la luz entraba por primera vez, en la cueva

de Platón, y todo lo que mi imaginación

quisiera construir sería, desde ese día,

más importante y más real que la realidad

misma. Entrar en el palacio de Madame

Couturrie fue el mejor de los hallazgos. Vital

para mis pulmones asfixiados de crudezas y le-

targos infantiles. Descubrí que podía escaparme, cual

mago, de mi propio cuerpo, de mi habitación, de mi cole-

gio, de mis padres y trasladarme a cualquier territorio, ser

quien me diera la gana, tener la edad que quisiera, vivir en

cualquier parte y hacer que ocurriera lo que fuera. Podía

inventarme los personajes, las tramas, los nudos, el princi-

pio y el final de cualquier película. Y sobre todas las cosas,

podía ser el protagonista de cualquier historia y volver a

escribir la vida en cada línea. Sin embargo, era muy peque-

ño o inocente para darme cuenta de la transformación que

en mí se estaba gestando. Ser el dios de mis narraciones,

presentes posibles, o futuras e inacabadas. Ahora

me explico la euforia y la alegría que sentía a

cada paso y lo mucho que le debo a Madame

Couturrie y su palacio de los enigmas.

Así que aquel palacio era la residen-

cia de Madame. Su chofer me ad-

virtió que nunca debía tocar nada, porque

ella siempre se daba cuenta si algo había sido

mínimamente movido, o recolocado. A pesar

de que nunca vi a Madame Couturrie pasear por el

palacio, se respiraba su presencia en cada detalle. Un piano

de cola cubierto de fotografías y marcos de metal bruñido,

destacaba en la sala principal. Eran fotografías en blanco y

negro, mates y con grano, donde señores con sombrero y

...era dueña de una mansión vacía de gente

pero llena de objetos, cuadros y ceniceros de plata; y muchas habitaciones, enormes baños,

cocinas gigantes; y un sin fin de escaleras, puertas y rincones

donde esconderme....

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pañuelo en la chaqueta, y mujeres con pamela y largas pi-

pas de fumar sonrían sin dejar de mirarte. Poco importaba

hacia qué lugar del palacio te dirigieras, aquellas personas

de la foto siempre sonreían persiguiéndote con la mirada.

El retratista que los congeló usó el efecto Mona Lisa con-

virtiéndoles en los guardianes del palacio. Aquí y allá, el

suelo estaba sembrado de jarrones chinos con floreados

paisajes y pájaros de cuello largo. Junto a los jarrones, a

modo de protectores espaciales había siempre algún sillón

o por lo menos una silla de estilo rococó, y cercano a ellos

una pedalina de madera. Me imaginaba a Madame Cou-

turrie sentada, con la espalda recostada, contemplando el

paisaje multicolor de sus jarrones, un pie sobre la pedalina

y apoyada en alguno de sus múltiples bastones de empuña-

dura de marfil, cabeza de perro ó de caballo. Efectivamen-

te, ella tenía dos entretenimientos públicos confesables: la

pintura y las carreras de caballos. Para los cuales requería

de los servicios y atenciones de cuatro sirvientes, además

del conserje del palacio, el ama de llaves, la cocinera, el

jardinero y, por supuesto, los de su fiel e inseparable chofer.

Si, cientos de estatuillas, que reproducían caballos pura

sangre en diferentes posturas, saltando, a galope o al paso,

invadían las estanterías, las mesillas auxiliares y chimeneas

del palacio. Pura sangres de todos los colores y posturas,

levantados de bruces, tiernamente tumbados en la hierba

o en posición mayestática, rodeados de más fotografías y

marcos de plata, reproduciendo jinetes de menuda estatura

y arrugas en la cara, sosteniendo trofeos, copas y orlas de

todos los tamaños. Y en todo aquel campo sembrado de

fotografías no había una mota de polvo. Todo el palacio

resplandecía como nuevo, perfectamente milimetrado y

ordenado al gusto de su propietaria. Un mundo inmóvil

y reglado, en el que cada persona, incluido los sirvientes,

y cada objeto tenía su lugar, su función y su porqué; salvo

Madame Couturrie, claro está, que no obedecía a ningún

horario, ni estaba obligada a ninguna otra función que no

fuera su propio capricho y libre albedrío. Madame Coutu-

rrie era la gran relojera del palacio y de su vida; el ojo que

todo lo ve. A una sola orden suya, el palacio, y sus habitan-

tes, se ponía en movimiento; y a otra orden suya, se parali-

zaba al instante.

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Todo lo que Madame Couturrie pronosticaba se

cumplía. Siempre se cumplía. Cómo era posible que

una mujer tan avejentada, maniática y malhumorada hicie-

ra del mundo su capricho, nadie lo sabía. El hecho es que

Madame nunca había perdido una sola carrera de caballos

en su vida. Su fortuna estaba unida a la de sus caballos, y

sus caballos, que inmortalizaba como ídolos hogareños y a

los que daba tantos caprichos como ella misma se regalaba

a diario, le otorgaban el poder económico y la independen-

cia de su existencia.

Un día, yo, el pequeño Simbad, y por más señas, el

hijo del chofer de Madame Couturrie, entré en el

laberinto de su palacio, destapé la lámpara mágica, tanto

tiempo guardada en telarañas, y descubrí, por casualidad,

el secreto de su fortuna. Y es que, en la torre sur del palacio

se encontraba el estudio de pintura de Madame Couturrie.

No más de treinta metros cuadrados a los que se accedía

por una angosta y oscura escalera de caracol, que peldaño

a peldaño cobraba matices de color, y progresivamente, se

iluminaba con el resplandor prestado del techo del estudio.

Un techo que daba la sensación de no ser techo porque

estaba construido por un damero de ventanales de cris-

tal. Aquella transición, de la escalera oscura a la luz del

estudio, no dejaba de ser sino la premonición de un viaje

iniciático. El alumbramiento de la creación. Atrás queda-

ban las tinieblas y por delante el paisaje milagroso de la

pintura. Pigmentos con significado: el mundo recreado de

Madame Couturrie. Una sala atiborrada de cuadros amon-

tonados, caballetes y paletas salpicadas con mil pegotes

de color. Y cientos de tarros con racimos de pinceles, tan

llamativos y expuestos que parecían flores alimentándose

al sol.

Mire el cuadro y mi cabeza explotó. Inmediata-

mente me di cuenta de que todo lo que Madame

Couturrie pintaba se convertía en realidad. Pasteles, óleos

o tintas chinas. Sería un mecanismo pactado con el diablo,

una premonición angelical, o la proyección aurea de su

personalidad. Mi asombro fue mayúsculo cuando obser-

vé que todas las fotografías que había visto sobre el piano

tenían réplica exacta en los lienzos, cartulinas y papeles

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que ella guardaba celosamente en la torre del último piso

de palacio. Los cuadros tenían fecha y firma anteriores a

los hechos que las fotografías narraban. No me pregunten

cómo un niño de apenas nueve años pudo darse cuenta.

Intuición o miedo, percepción o sensación. El 4 de sep-

tiembre de 1968 ví por televisión cómo Corky, el caballo

preferido de Mademe Couturrie ganaba el Grand Derby, y

delante de mí tenía la misma imagen pintada con fecha, 4

de septiembre de 1965.

Jamás he revelado el gran secreto de Madame Cou-

turrie, hasta hoy. Como tampoco nunca permití que

Madame Couturrie se hiciera ninguna fotografía conmigo

o con mis padres. Y tengo la certeza de que los sirvientes

no eran motivo de su pintura. No en vano, estos cumplían

sus órdenes a rajatabla.

Como muchos de ustedes sabrán los pioneros de la

fotografía americana tuvieron grandes dificulta-

des para retratar a los indios. En ellos está muy arraigada

la creencia de que un retrato no es tan solo una imagen

sino un alma robaba. Basta con pintar a tu enemigo en la

arena para que la fuerza del signo gráfico se transporte a

la realidad. Los chamanes indios curan enfermedades que

ningún médico de hoy podría explicar. Madame Coutu-

rrie, americana, hija de embajadores, sobreviviente de dos

guerras mundiales, bisnieta del Chaman Ojo de Águila, y

descendiente en sangre de la gran tribu india de los Paiute,

tampoco, nunca jamás, reveló el secreto.

Por mí, no se preocupen. Ni tengo dotes para la pin-

tura, ni por mis venas corre sangre de las praderas.

Martes, 24 de noviembre de 2009

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Madrid-Cork, tres días y dos noches

¿Cuánto se tarda en llegar a Cork, desde Madrid?

Lo normal es coger un avión, salir del aeropuer-

to de Barajas y llegar en poco más de 2 horas al aeropuerto

de Cork-Airport. Oirás la orden de la azafata diciendo

“Fasten your belt”; te asomarás, con mucha curiosidad

por el ojo de buey del avión (tengo que averiguar por qué

lo llaman así, ó será que los bueyes lo ven todo desde las

alturas); y te sorprenderá ver un aeropuerto en miniatura,

de color verde con vacas pastando a su alrededor. Simple-

mente una preciosidad. Y es que en Irlanda, todo es verde.

La tierra, el agua, y hasta el cielo tienen el mismo pigmento

esmeralda. Incluido unos curiosos personajes, que como

no podía ser de otra manera, también se visten de verde,

que aparecen y desaparecen sin pedir permiso, se dedican

a hacer mil trastadas y a reírse de ti al menor descuido.

Los llaman Leprecons. La misma palabra lo dice: son unos

cabras locas, saltimbanquis escurridizos que se divierten

a costa de uno, y de los turistas despistado. Lo trastocan

todo, extravián maletas, mueven los indicadores y señales

de información, y cambian las cosas de sitio.

Al final, como no te enteras de nada, estás en un país

extranjero, el idioma inglés apenas lo dominas, y

mucho menos la versión irlandesa del honorable Shakes-

peare, unido a la estimable ayuda desorientadora de los

endemoniados Leprecons, te ves obligado a preguntar en

tu “broken english” versión CCC, my tailor is rich. Pero

bueno, esa es otra historia que añádiré más adelante.

Íbamos diciendo que Madrid–Cork es un agradable

viaje en avión de poco más de 2 horas. Pues apriétense

el cinturón porque yo conozco a un personaje que se hizo

el mismo viaje en tren y barco. Tardó tres días y dos no-

ches en blanco para recorrer la misma distancia, dos horas

de avión que se convirtieron en tres días y dos noches a

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base de trenes de la hora y ferrys nocturnos. Dos simples

horas que se convirtieron en una eternidad. Repito, tres

días a base de bocatas y dos noches sin pegar ojo. Por lo

que el sufrido viajero me explicó, cada vez que miraba por

encima de la ventanilla del tren y observaba algún avión

por encima de su cabeza en dirección norte, lloraba lagri-

mones de disgusto. El mapa del recorrido pudo ser más

corto, pero el dinero no le alcanzaba tanto como su deseo

de llegar a la tierra de la lira y los Leprecons, a costa de lo

que fuera, siempre y cuando su exigua economía le alcan-

zara para ello. Su carné de estudiante del SEU le marcaba

tajante como un logotipo de marca. Joven, universitario y

pobre son sinónimos.

....continuará...

Lunes, 30 de noviembre de 2009

El Mardoff de Canarias

Personajes:Mario Contreras, escritor feelance de contenidos digitales

Silvia, mujer de Mario, creativa de agencia

Sindo, instructor jefe y dueño del bar La Esquina

Gabriel Alcalá, policía de delitos patrimoniales

La juez de instrucción

El jefe de Seccion

J.J.M., el muerto .

1

Mario aporreaba nervioso el teclado de su Pentium

IV, como un autómata, sin ningún sentido ni

dirección. Escribía rígido, atento a la pantalla de su orde-

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nador y al reloj digital de la esquina inferior derecha. Se

mantenía erguido, ausente de todo lo que rodeaba, mien-

tras el corazón le machacaba el cráneo, su única válvula

de escape era seguir escribiendo a toda velocidad, a ritmo

de taquicardia. Sencillamente no quería pensar y mucho

menos sentirse culpable. Por cada diástole de corazón, por

cada golpe de tecla, una voz interior le repetía constante-

mente las mismas palabras: Tienes que deshacerte de él

sin que nadie lo note. Los ojos de aquel hombre los tenía

clavados como agujas en la retina, imborrables. Mientras

las tildes, las comas, las sílabas se escapaban de entre sus

dedos y aparecían mágicamente impresos por la página

Word como si tuvieran vida propia.

...

¿Qué podía hacer sino aparentar total normali-

dad? Escribir como todas las mañanas desde

hacía no se sabía cuánto. La misma rutina de cada día,

desde que se impuso a sí mismo el objetivo de ser escritor

freelance de contenidos digitales. Tan solo unos minutos

antes su mujer le había dejado el café encima de su mesa de

trabajo, despidiéndose con un beso y una frase. -Recuerda

que a la una tienes que ir a recoger a los niños. Hoy tengo

presentación de campaña, vienen los jefes de Madrid y no

podré salir al mediodía. ¿Te acordarás? No te preocupes,-

contestó- he puesto la alarma a las cuatro y media. Me los

llevaré conmigo al parque después de darles la merienda o

les pondré una película de dibujos animados. Todo contro-

lado, prácticamente estoy acabando el cuento. Esta vez no

habrá despistes. ¡ Te lo aseguro!

Vagamente oyó la voz de Silvia por encima de su

hombro.- Te noto tenso, ¿te pasa algo? -Nada,

prácticamente estoy acabando, eso es todo.

Su pequeño piso de apenas setenta metros cuadrados

se convirtió, para él, en un infierno. Único testigo

de lo que estaba a punto de acometer. Eran las ocho y

media de la mañana. Silvia conducía por la avenida hasta

su trabajo en la agencia y los niños bajaban del autobús

escolar para entrar en clase. Desde ese momento y hasta

la hora de ir a recoger a los gemelos, Mario disponía de tres

o cuatro horas para deshacerse del cadáver. Para volver a

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ser ese marido y padre de familia ejemplar. El buen vecino

que siempre saludaba y con amabilidad daba los buenos

días a doña Úrsula o al portero de la finca. El honorable

don Mario.

La puerta de su casa se cerró de golpe y de su boca ex-

haló el último reducto de culpa. Apenas 10 minutos

después sonó el timbre del telefonillo. Dejó de golpear las

teclas de su ordenador y el mundo se paralizó a sus pies.

...

Costillas de cerdo congeladas para hacer un buen

potaje de jaramagos, solomillo de Argentina a

menos de doce euros el kilo, unas cuantas bolsas de vege-

tales, y un montón de helados del “Mercadona”. Ese era el

arsenal de alimentos que guardaba el arcón del congelador

del su cuarto tratero. Y debajo de todas aquellas bolsas

llenas de escarcha el cuerpo inmóvil de un desconocido sin

nombre.

2

La portada del Canarias 7 era el fiel reflejo de la

crisis del 2009. El presidente Zapatero anunciaba la

inminente subida de impuestos, la bolsa repuntaba hasta

el nivel de los años 90 después de cinco mínimos conse-

cutivos, y la fotografía de un convoy de soldados españoles

en Afganistán... esas eran las noticias más destacadas de

primera página, junto con un módulo 2x2 en la base del

periódico anunciando una promoción de juegos de café.

...

Gabriel Alcalá, el inspector de la unidad de delitos

patrimoniales de Las Palmas de Gran Canaria, se

tomaba el primer café de la mañana en el bar La Esqui-

na. - Le hemos perdido, hace tres días que no se presenta

a fichar por la comisaría, no está en su casa, no está en su

oficina, su móvil no contesta y me da la nariz que jamás

volveremos a verle por aquí nunca más. Se ha volatilizado

y con él, tres millones de euros. Tengo al inspector jefe en-

cima de mi chepa, y a cincuenta pardillos cabreados como

monas, echándome la culpa. La juez de instrucción quiere

verme dentro de media hora y no tengo ni una sola pista

que me indique donde puede estar ahora. Es como si le hu-

bieran abandonado en una recóndita cueva de La Fortaleza

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o escondido en las remotas profundidades del barranco de

Guiguí. -No te preocupes, aparecerá. Siempre aparecen.

Tú sigue el procedimiento. La auténtica responsable es la

juez. Ella es la que debería estar comiéndose las uñas y no

tú.- Es una pardilla y ha cometido un grave error de princi-

piante. Rodarán cabezas y créeme, Gabriel, no será la tuya.

¿Qué otra cosa podría contestarle? Sindo había

sido el instructor de Gabriel en la academia

de policía de Sevilla. Desde que aprobó las oposiciones le

incorporó al departamento por su honestidad probada y

quizás también por qué era el mejor contando chistes.

Sólo dos hombres en el mundo entero conocían el ver-

dadero paradero de J.J.M. , Sindo y Mario. El cuerpo

incorrupto del Madoff de Canarias se encontraba por

pura casualidad a más de 20 grados bajo cero en el fondo

de un arcón congelador. Concretamente en el trastero nu-

mero 24 de Edificio Granca. A menos de un kilómetro de

la super comisaría y el bar La Esquina.

Bueno, tomate el café tranquilo, que pago yo. Ten-

go la sensación de que la juez está mucho más

nerviosa que tú. Al fin y al cabo ha sido ella quien le dejó

en libertad sin fianza. ¡Menudo pájaro el J.J.M.! Se estará

partiendo de la risa en estos momentos, habrá cogido el

Armas a Madeira y el ferry hacia Portugal, preparado para

saltar desde Lisboa hacia alguna playa brasileña. A ese no

le pillan más, en la vida.

3

Mario no estaba acostumbrado a beber más allá

de una copa de vino entre amigos, y siempre

que el caldo fuera de calidad y acompañado de una buena

cena. Incluso cuando pudiera decirse que había superado

el límite de su aguante etílico, nunca llegaba a más de tres

cubatas. Y aun así sus amigos le decían que los efectos del

alcohol le otorgaban la extraña virtud de conducir mucho

más relajado y suave que de costumbre. Mario era uno de

esos conductores que no podían hacer dos cosas a la vez, o

conducía o hablaba. Ciertamente la bebida le daba la posi-

bilidad de ampliar sus dotes motrices, o eso creía él.

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Se echó un cigarrillo a la boca, lo sujetó con la mano

derecha y mientras miraba la punta del cigarrillo

encenderse como un tizón incandescente y las volutas

del humo ascendían por el retrovisor del coche, un fuerte

golpe le sorprendió de improviso, seguido de otro, pare-

cido al crujir de una rama seca. Nunca se hubiera podido

imaginar lo que le estaba sucediendo, ni mucho menos

podía creerse lo que allí vio, segundos más tarde, al bajar-

se de su destartalado Opel Corsa blanco de tercera mano.

Era un cuerpo. Un hombre de unos cuarenta y tantos, bien

afeitado, pantalones de tergal con raya en medio, chaqueta

bloise cruzada y una camisa con las letras J.J.M. bordadas

a la altura del pecho de la camisa. Su primer impulso fue

gritar, pero el estrés le ahogaba el pensamiento y la respi-

ración. Inmediatamente una enorme losa de culpabilidad

le hundió el pecho, tan fuerte y mortal como el que aquel

anónimo sujeto había sufrido minutos antes. Bloqueado,

con la mente en blanco y sin saber qué hacer, el instinto le

decía, súbelo al maletero, mételo dentro y sal corriendo.

Así lo hizo, rezando para que nadie se hubiera percatado

de lo sucedido.

Diez minutos más tarde, Mario se encontraba re-

gurgitando todo lo que aquella noche había comi-

do y bebido. Lavándose la cara bajo el grifo del garaje de la

comunidad, recostado en la cochambrosa pared del retrete,

y preguntándose mientras se miraba en el espejo de aquel

cuchitril, qué carajo había pasado y qué más podía hacer.

J.J.M. descansaba bajo cero entre las bolsas de verdu-

ras congeladas. Mario revisó su móvil en busca de

un nombre. No se acordaba muy bien cómo se llamaba el

colega de su infancia, pero si conseguía encontrarlo en la

agenda, sabía que esa era su salvación.

De la A a la Z y vuelta para atrás, pulso los más de

200 ficheros que tenía guardados en la memoria

del móvil, repasando mentalmente los recuerdos fugaces

de aquellos doscientas encuentros, en busca de uno que

pudiera servirle de salvavidas. Hasta que por fin encontró

a Sindo.

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4

¡Sindo!, ¿eres Sindo verdad? - ¿Y usted, quién es?

No te acuerdas de mí, soy Mario. - ¿Mario? ¿Mario

qué? Mario Contreras, el sargento de la IMEC de la pri-

mera compañía del Canarias 50. -¿Sabes ahora quién soy?

Bueno, mira que ha llovido desde entonces. Y cómo me

llamas ahora, que es de tu vida, dónde estás, cuéntame. -

¿Tú eras policía, verdad? Uno siempre es policía, lo quiera

o no…pero me retiré hace un par de años. Lo dejé. Ahora

tengo un bar en propiedad, verás, me cansé de tanto mal-

nacido como hay por el mundo, y adelanté el retiro. - Es

que necesito hablar contigo, ahora mismo. Me ha pasado

algo que no te lo vas a creer. - Mario, que tú eres buena

gente, no me digas que estás en un lío. Yo creo que sí y de

los gordos. ¨Contreras, es que no te enteras.

Por enésima vez en su vida Mario tuvo que oír de

nuevo el juego de palabras que tantas veces había

aborrecido. El chiste fácil y eternamente repetido por el

que se había peleado y pegado en su infancia y en su juven-

tud.

Sindo, no te rías, lo que te voy a decir es terrible y es

verdad. Tengo un cadáver en el congelador de mi

casa. Y el muerto no es otro que el sinvergüenza de J.J.M.,

el Madoff de Canarias. -Qué me estas contando, que te

los has cargado tú solo. -Sí y no, la dos cosas. -Me estas

tomando el pelo, no puede ser sí y no, a la vez. O es sí, o es

no. -Pues que le he atropellado, me lo han metido debajo

de las ruedas del coche, cuando iba para casa. -Has cho-

cado con él y te lo has cargado. Pues por lo menos hay

cincuenta personas que te lo van a agradecer. -No exac-

tamente, ya estaba muerto cuando le atropelle. Tiene un

balazo en la sien, y no he sido yo. Yo no uso armas, ni nada

parecido. -Ya entiendo, basta con que llames a la policía,

y no te pasará nada. -Imposible, no puedo hacer eso. -¿Por

qué? -Es secreto. -El qué es secreto, explícate que ahora el

que no se entera soy yo. - Muy sencillo, mi mujer no sabe

nada y la policía sí. Pero la policía no puede enterarse y mi

mujer tampoco. -Te explicas fatal, chico. -Quiero decir que

tenía sesenta mil euros invertidos con ese hijo de Satanás y

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mi mujer no sabe nada . Y ahora que está muerto, la policía

se va a creer que he sido yo el que le ha dado el matarile.¿

entiendes ahora? - Ayúdame, que hago. -Si lo entendido

bien, tú tenías sesenta mil euros y ahora no los tienes. -Sí.

Y acudiste a la policía a declarar la estafa. Te engañó como

a otros muchos. -Sí. -Y ahora tienes a ese malnacido de

cuerpo presente en el congelador de tu casa. -Sí. -Y claro,

si se lo dices a la policía, lo más normal es que te echen el

muerto a ti, porque razones para cargártelo no te faltan.

- ¡Sí, coño, sí! Efectivamente, Mario, estás metido en un

buen lío.

Lío, la palabra lío, sinónimo de marrón y mierda,

rebotaba en la cabeza de Mario de lado a lado, como

una pelota de pin pon.

Ya te digo, yo estoy retirado, pero por un amigo hago

lo que sea. No te muevas de tu casa que esto lo

soluciono yo. Dime dónde vives. -En el Granca. Vale, dame

quince minutos que voy para allá.

Mates a palos

Corría el año 1966. Los chavales de la España de en-

tonces no conocíamos Internet, ni la Play Station,

ni los ordenadores; y los únicos discos duros que estaban

de moda eran los de vinilo. Nuestra red social se limita-

ba al colegio, el barrio y la familia; y para hacer amigos,

salías a la calle. Si queríamos llamar por teléfono teníamos

que encontrar una cabina telefónica o entrar en un bar

con teléfono público. Tu mejor móvil eran los pies; y el

e-mail más rápido, el cartero de correos. En el colegio nos

obligaban a hacer interminables ejercicios y deberes que

continuaban en casa; la televisión era un aburrimiento en

blanco y negro; y las buenas películas tenían doble rombo.

Asi que lo mejor que podiamos hacer para entretenernos

era salir a la calle. ¿Cómo podíamos vivir así? No tengo ni

idea, pero he de confesar que en muchos aspectos los baby

boom de la España de los 60, sin internet, sin móvil y prác-

ticamente sin televisión, éramos muy felices.

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Los chicos de mi generación se acordarán que jugá-

bamos a churro, media manga - manga entera; a la

peonza; a la lima; a las carreras de chapas, y por supuesto

a policías y ladrones. Subastábamos quién debía ser poli-

cía y quién ladrón a pares y nones. Si nos tocaba hacer de

ladrones nos escondíamos en nuestra propia casa, para que

ningún policía diera con nosotros. Matábamos el tiempo

merendando, unos días, un enorme tazón de Cola-Cao con

pan y mantequilla; y otros días nos daban pan con azúcar,

o pan con vino y azúcar. Y si queríamos repetir rotábamos

de casa en casa, con el amigo de turno, a por más me-

rienda. Bastaba con estar al lado del anfitrión y esperar a

que su madre le sirviera la merienda, siempre había otra

rebanada, de pan con mantequilla o pan con vino y azúcar,

para los acompañantes. Los barrios, en pleno crecimiento,

estaban salpicados de descampados y terrenos yermos, es-

perando nuevas construcciones. La calle era nuestros terre-

no de juego preferido. En lsa calle encontrábamos todo los

juguetes que necesitábamos para la tarde: restos de madera,

palos, clavos y hierros abandonados. Recuperábamos los

palos, los clavos y las pinzas de la ropa. Y los transformá-

bamos en ballestas, pistolas y lanzas. También hacíamos

grandes hogueras para quemar los restos de los cables de

la luz , y con el hilo de cobre construíamos arcos y decora-

bamos las lanzas; lanzas que previamente habíamos afilado

al rojo vivo, a base de martillear su punta con dos piedras,

y a las que atábamos en el otro extremo plásticos, a modo

de cola de caballo, para que volaran por el aire con mayor

fuerza. Después buscábamos algún portón de madera y

con piedras de cal le dibujábamos una diana. El resto se lo

pueden imaginar. Incluido los gritos del dueño del solar

que, gruñendo y vociferando palabrotas, nos amenazaba

con chivarse a nuestros padres. No le hacía falta llamar a la

policía. La autoridad estaba en casa.

Todavía guardo en mi memoria el sabor de las tardes

de cine en sesión continua. Pagabas la entrada del

cine una vez y te quedabas toda la tarde, hasta bien entrada

la noche. Sasón y Dalila llegué a verla cuatro veces segui-

das en una sesión interminable. Otro entretenimiento eran

las bodas y bautizos, que estaban íntimamente unidas a

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las sesiones de cine, ya que bodas y bautizos eran nuestro

recurso para conseguir las monedas con las que pagar las

entradas del cine y las palomitas de maíz. Teníamos por

costumbre esperar a los novios y a los padrinos del bautizo

a la salida de la puerta de la iglesia. Esta vez no íbamos car-

gados de lanzas, sino de esperanza e ilusión, y los que gri-

tábamos a todo pulmón, éramos nosotros. En cuanto veía-

mos salir a los padrinos, vociferábamos ¡Padrino, padrino!

¡Viva el padrino!... La buena costumbre era que el padrino,

a modo de contestación y ostentación dominical, lanzaba

al aire puñados de perras gordas y alguna moneda de dos

reales. La iglesia manda que el rico sostenga al pobre, y

¡oiga, que cuatro reales es una peseta! Y por dos pesetas

entrábamos al cine. Había que estar listo, tener buen ojo y

ser muy rápido en recogerlas, porque en cuanto las mone-

das llegaban al suelo, el dinero era para quien primero las

agarrara. Para lograrlo valían todo tipo de artimañas: las

principales, patadas y pisotones. Pero ver a Sansón y Dalila,

bien valía un poco de sangre. Cuando el acero de la espada

del centurión se acercaba, roja y encendida, hacia los ojos

de Sansón, sentía mis manos todavía ardientes y escocidas

por los pisotones sufridos en la recogida de monedas. Mis

manos por un cine, ése era el pago.

También recuerdo el picor de manos que, de cuando

en cuando, me infringía el maestro de mi escuela

de barrio. Esta vez no jugábamos a policías y ladrones,

estudiábamos la tabla de multiplicar. No había por qué en-

tender el mecanismo de los múltiplos, ni la razón íntima de

los sumandos, únicamente había que saberse la letra de la

tabla a pié juntillas. Kant escribió La razón pura mientras

los maestros nos enseñaban de pura memoria. El méto-

do didáctico elegido era que nos entrara la letra a base de

repetir la tabla en voz alta. Lo que pasaba es que todos los

alumnos nos sabíamos la música de las tabla de multiplicar,

una letanía que se repetía una y otra vez, como una can-

ción, pero éramos muy pocos lo que dominábamos la letra.

Así que el maestro ejercía de policía, acercando su oído a

nuestras gargantas y agudizando el sentido, hasta que man-

daba callar a la clase, y repetir a solas, a algún listillo de los

que la tarareaban sin multiplicar. En fin, que me pilló el

truco y me tocó el castigo, por ladrón de letras.

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Ciertamente aprendí las mates a base de palos.

Aunque debería decir mejor, que aprendí las tablas

de multiplicar para que no me matarán a palos. Quizás sea

por eso que hoy consideró más importante los contenidos

que los continentes. Y valoro más la letra que la música; la

esencia antes que la presencia.

domingo 29 de noviembre de 2009

Me acuerdo

Qué tienen los recuerdos que dibujan sonrisas en

los rincones del alma y te hinchan el cuerpo con

afectos y rellenos de caramelo.

1Tan profundos que permanecen

Me acuerdo del día en que tú naciste. La primera

vez que te vi detrás del cristal. Desapareció el

cristal, y el hospital se hizo silencio. Sólo quedamos tus

ojos y yo. Desde entonces tus ojos me persiguen y son todo

mi mundo. Es una imagen, que nunca se borra, ni quiero,

y que copio en la pizarra de mi memoria miles de veces a

reglón seguido. Tu nariz roja de payaso sorprendido y esos

ojos abiertos como dos soles negros.

¡Buenos días, mundo! Soy yo quien os está observando. 22

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de diciembre de 1986. A esos ojos le pusimos por nombre,

Laura.

Me acuerdo de los pestiños de la abuela Margarita.

Y aún los persigo recordando los vaivenes de su

falda al ritmo bailarín del toc toc y el sonido de la cuchara

contra las paredes del bol para hacer la masa.

La abuela Margarita es para mí esencia de limón y piñones

tostados.

Me acuerdo que su fragancia inundaba toda la

casa, y no había pared o muro capaz de anular

ese aroma. El limón viajaba por los pasillos y los piñones se

daban una vuelta por la vecindad. No me hacía falta saber

leer, ni contar los peldaños de la escalera. Para encontrar-

la, me bastaba con cerrar los ojos y dejarme guiar por su

colonia de pestiños.

Me acuerdo de la mañana del Día de Reyes. Mejor

dicho, me acuerdo de el despertar de la mañana

de Reyes. El momento antes al despertar en la mañana del

Día de Reyes. Ese pequeño espacio de tiempo, sin tiempo,

que transcurría, todavía tumbado en la cama. Esa milésima

de instante que era abrir los ojos y despertar en la mañana

del Día de Reyes. Sabía que me iba a encontrar con un re-

galo. Un regalo que estaba debajo de la cama en la mañana

del Día de Reyes. Debajo de la cama estaba la ilusión de la

mañana del Día de Reyes. La ilusión que me inundaba al

despertar, segundos antes de abrir los ojos, en la mañana

del Día de Reyes.

Era tanta la ilusión que me provocaba despertad en la

mañana del Día de Reyes, que abría los ojos mil veces, para

mil veces volver a sentir la magia al despertar en la maña-

na del Día de Reyes. Y ese es el gran regalo que los Reyes

Magos me han dejado para siempre. Cada día abro los ojos

y me despierto con la sensación de que la vida es un regalo

a los pies de la cama. Como en la mañana del Día de Reyes.

Me acuerdo del primer suspenso de mi vida. El

más amargo porque fue mi primera derrota

pública. La primera, de tantas otras que vendrían después.

Nadie me había advertido, ni enseñado a convivir con el

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rancio sabor de la derrota. Fue un cero en latín el que mar-

có mis mejillas a fuego con el surco de una lágrima y me

dolió como agujas punzantes en la garganta. Cesar, los que

van a morir te saludan. Gladiadores con bolígrafo y escu-

dos de papel, casco de diccionario y sandalias de goma de

borrar. Estamos a tus órdenes, centurión, preparados para

soportar el látigo de tu verbo y los horrores de la guerra de

las declinaciones.

Así es la vida, llena de ceros cuando el mundo se coloca a

tu izquierda. Siniestra.

Me acuerdo de tu cara. Eras el logotipo del papel

higiénico que vivía escondido en el cuarto de

baño de nuestra casa de Paris. Un arlequín, rojo y negro,

de siniestra mirada y peor humor. El guardián del wáter

húmedo.

Me aterrorizaba sentarme en tu trono y encontrar-

me de nuevo contigo. Imaginaba que tus manos

eran garras, que tus ojos echaban fuego y que de tu cabeza

salían cuernos de demonio. Tocarte me provocaba den-

tera y mirarte, escalofrío. Como los vampiros nocturnos,

contra ti, mi única arma era encender la luz, dejar la puerta

abierta y silbar fallidos soplidos de miedo. Hasta que un

día, sostuve tu mirada y descubrí que también sonreías. Lo

que me parecían garras, ahora eran lazos; lo que semejaban

fuegos, ahora eran lágrimas, y lo que creí eran cuernos, se

convirtieron en cascabeles.

Ahora sé que todo puede tener dos caras y que todo de-

pende de cómo lo miremos. Blanco o negro, positivo o

negativo, buenos o malo, todo está dentro de uno mismo.

2Tan cortos que se quieren escapar

Me acuerdo del desván de la abuela Pilar, donde

jugaba a ser quien me daba la gana ser. El rin-

cón de mis fantasías donde construía aventuras y mundos

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mágicos de los que no quería salir.

Me acuerdo del burro Margarito que antes de

comer calabazas sonreía y enseñaba los dientes,

adelantándose a la satisfacción del festín.

Me acuerdo del brazo de Wendolin, paseando a

orillas del Shanon River. Apenas un roce, mi

mano en la suya, la ciudad amanecida y nosotros deseando

que en la siguiente curva la carretera no tuviera fin.

Me acuerdo de los adoquines de la Rué de Siam, en

el barrio francés de Paris. Y no sé por qué rara

coincidencia, siempre que mi madre y yo íbamos al colegio

había un guardia con silbato en la boca. Pensaba que sería

para proteger los adoquines. No imaginaba ninguna otra

razón mejor.

Paseando por Shannon River

Me acuerdo del brazo de Wendolin, paseando a

orillas del Shannon River. Apenas un roce, mi

mano en la suya, la ciudad amanecida y nosotros deseando

que en la siguiente curva la carretera no tuviera fin.

Wendolin, Paloma, Silvia, Andrea, Margarita,

Milagros, Rebeca... cómo me hubiera gustado

que la lista de mis amantes nunca terminara, hasta volver

a encontrarme con ella. El calor de mí mano junto a todas

ellas, era el calor de una sola mano la que lo sostenía. ¿Por

qué alguien ha de ponerles fin? Por qué tú y yo se convierte

en un nosotros para siempre. Mi hombre, mi mujer, mi,

mi, mi... ¿No hay otras notas que tocar en la partitura de la

vida?

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Dicen que la fidelidad es el máximo exponente del

amor y de la pareja. Ser esclavos de un abrazo. Por

un beso, toda una vida, sin más vida. Una unión eterna

que vamos salpicando de pequeños momentos felices para

rellenarla sin otro impulso que la inercia. Fotos fijas que se

amontonan en una caja de zapatos o se guardan en el disco

duro de la memoria. Y a tu lado, la misma persona. Año

tras año, verruga a verruga.

Es lo que tiene La Navidad, todos te felicitan y tú

haces examen de conciencia. Por eso la imagen de

Wendolin volvió a mí memoria, y quizás también, empu-

jada por el recuerdo de una vieja canción, el quejido de

una hoja recién pisada y el calor de un guante en mi mano

amoratada. Me pregunto ¿qué fue de ella? En realidad, lo

que me preguntaba es qué hubiera sido de mí con ella. De

qué color serían los ojos de mí hija con ella, cuántas pe-

cas le quedarán en la mejilla, y por qué tuve que coger un

avión para jamás volver a verla. Con cuántas Wendolin he

querido volver a encontrarme para perseguir a la misma

persona.

¿De verdad el fin de una relación es el principio

de otra, o la continuación de la misma carrete-

ra? Tan seguro estoy de eso, que firmemente creo que todas

las relaciones son trocitos de una misma persona.

Me doy una vuelta por el espejo, y no me veo

¿Acaso soy yo, siempre la misma persona?

Cómo me gustaría tener varias vidas, darle la vuelta al reloj

y cambiarle la fecha al calendario. Me gustaría estar en el

Shannon River. Me gustaría completar contigo, Wendolin,

mi álbum de fotografías.

-Sergio, ¿estás ahí?

-Sí, Emily. Estoy aquí.

-Wendy ha pedido una casita de muñecas para Reyes, y le

he encargado a la abuela Susan que nos envíe su colección

de muebles desde Athlone.

-A nuestra hija le encantará.

Martes, 22 de diciembre de 2009

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Mi burro Margarito

Le cogíamos los pelos del trasero, cerca de la cola y

tirábamos con fuerza. Bastaba un pellizco de cuatro

pelos y mi burro Margarito corría camino abajo como un

caballo desbocado, pero seguía siendo tan borrico como el

primer día en que nació.

Margarito era nuestro juguete preferido. Le dábamos de

comer calabazas pochas con pienso y le dejábamos beber

en el pilón hasta que hartara. Todos los chicos del pueblo

querían subirse a Margarito, así que hicimos de él un pe-

queño negocio: a dos reales la montada y dos reales más, la

corrida. Corrida, sí...porque aquello era mejor que subirse

a un fórmula uno.

Margarito tenía dos secretos que combinados le

convertían en el mejor bólido de Marracastañas

de Gredos, y como verán, en un “business” la mar de ren-

table. Primer secreto: nunca se tropezaba; incluso con los

ojos tapados y corriendo por la trocha más angosta y pe-

dregosa que te puedas imaginar; antes que él, el que se caía

eras tú. Y segundo secreto: con solo pellizcarle el trasero se

ponía de cero a cien en dos zancadas. Lo curioso es que a

pesar de la cantidad de veces que le aplicábamos la técnica,

no tenía el burro ni señal, ni calva.

Margarito era mucho burro, un burro con pelo en

el culo, de esos que ya no quedan hoy en día. Te-

nía coraje y pundonor, por lo que a fuerza de ensayar con

él distintos métodos de monta y doma, descubrimos que

ni palos, ni mordiscos, ni patadas. Lo dicho, a Margarito

lo único que le hacía correr era el pellizco. Así que un día

aposté con el rico del pueblo a que yo le ganaba la carrera.

Del pilón a la eras, y vuelta. Las monturas, el Margarito

contra una yegua de dos años, más nerviosa que un gato

revuelto. Los jinetes, el hijo del secretario del pueblo contra

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un servidor.

Era domingo y el bar de ca´ Genara con su mostrador

cochambroso, los jamones colgando y el olor a vino de

garrafa y corteza de cerdo, reventaba hasta la puerta mien-

tras los hombres jugaban al tute y bebían medio y medio,

medio de anís con medio de coñác. Y las mujeres escucha-

ban misa.

El domingo, a hora de misa, fue el día elegido para la

carrera. En domingo no había madres con alparga-

ta dispuestas a corregirte, ni abuelas malhumoradas para

molerte a bastonazos.

El hijo del secretario, se había bañado, como era costum-

bre hacerlo los domingos y fiestas de guardar, Vestía muy

arreglado con camisa blanca, pantalón estrecho y botas de

montar. A mí también me tocó, lavarme en una palangana

y vestirme de limpio. Pero yo sabía muy bien a lo que iba,

así que me cambié de nuevo cuando mi madre no me veía,

y volví a ponerme la ropa de todos los días, un jersey de

mangas larga para no rozarme la piel contra las paredes

del camino a las eras y una chiducas cagadas de moñiga

reciente para que no se me acercara la preciosa montura

del hijo del secretario. La cosa empezó que ni pintado. La

yegua arranco a trote y mi Margarito al paso. El iba de-

lante y yo detrás, como había planeado; lo bastante lejos

como para que su amo cogiera confianza y no jaleara a la

yegua en demasía, pero nunca tan largo como para que mi

Margarito no pudiera enseñarle los dientes, de cuando en

cuando. Y tan buena estrategia hicimos que a cada vuelta

de cabeza del hijo del secretario, mi borrico parecía que iba

a morderle los traseros. Hasta que llegamos a la espatará.

La espatará son unas losas de piedra tan grandes y tan puli-

das que para pisarlas tienes que andar con mucho tiento. Y

tiento es lo que aquel chaval no tenía, porque de tanto me-

dir la distancia y de tanto mirar para atrás, llegó a la espa-

tará sin darse cuenta de por donde pisaba. Y claro, la yegua

patinó espatarándose, como estaba mandado. Momentos

después, el que iba delante era yo y mi Margarito, mientras

el hijo del secretario dolorido del golpe besaba el duro sue-

lo de piedra y se frotaba los codos intentando comprender

qué le había tirado al suelo. A mi paso por su vera le rocé

con la moñíga de mis chiducas, añadiendo un poco más de

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faena y malhumor a su desconcierto. Y en cuanto salvé la

pista de patinaje, a paso corto y controlado, saqué mi arma

secreta. Margarito, ahora con cuatro pelos menos volaba

callejuela adelante, camino de la primera parva de las eras,

lugar establecido para girar en redondo de vuelta hacia el

pilón. Así que volvimos a vernos las caras, mi contrincante

y yo; y los hocicos, su yegua y mi borrico. Él de ida, y yo de

vuelta. Él como loco que lleva los diablos, y yo como triun-

fante jinete del mejor pura sangre del pueblo.

Alguna inteligencia, sin embargo, tenía el hijo del

secretario, que al vernos pasar de vuelta hacia las

espantas y a tal velocidad, que muerto de curiosidad se

quedó clavado observando cómo diantres, Margarito y yo,

íbamos a traspasar las losas de la muerte. Ya te lo he conta-

do, Margarito nunca tropieza, y por supuesto, nunca se cae.

Y ese día descubrí que además nunca aminora la velocidad.

Yo tiraba de las riendas, y me parecía que el brocal de hie-

rro le llegaba hasta las orejas, pero Margarito hacía honor

a su tozudez de animal adiestrado a las penurias de su

especie y a los retos de su amo. Tire una vez, y otra, y otra

más hasta que clavó sus cuatro patas como cuatro patas de

mesa, rígidas y tiesas como palos. Si el terreno que pisaba

hubiera sido de tierra o grava, me hubría dado de bruces

contra el suelo, o volado por los aires, pero como era pie-

dra lisa, tan lisa como una pista de patinaje, eso hicimos.

Pasamos patinando, y con tiempo suficiente para llegar

hasta el pilón los primeros.

Ganamos porque mi burro Margarito es mucho

burro y todo un artista.

Miércoles, 11 de noviembre de 2009

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Sin frenos, ni volante

Auto retrato

Hablar de uno mismo es como mirarse al espejo.

Hay quien se maquilla y hay quien se saca sangre

estrujándose las espinillas. Probablemente yo sea de los del

segundo grupo. ¿Ustedes dirán?

Podría empezar contando cómo me llamo, lo cual ya

es una historia en sí misma, pero no es el momen-

to de aburriros con batallas familiares. Quedaros tan sólo

con mi nombre: Fulgencio. Un apelativo como el mío es

imposible que se quede en el anonimato. Más de uno, si es

de la generación de los 60, como lo soy yo, se acordará de

aquel anuncio de la televisión que promocionaba las bue-

nas maneras en el fútbol y el deporte limpio, y que decía:

“Don Fulgencio se enfadaba cuando España no ganaba”.

A ese creativo de pacotilla, me lo hubiera comido yo a

mordiscos, crudo y sin sal. Sé que no lo hizo pensando en

mí, pero yo sí que he pensado en él, toda mi vida. El pobre

creativo quiso acertar con un nombre que no tuviera nadie,

por aquello de que nadie se sintiera aludido. Y mira si

acertó, que me tocó a mí: Un sin nadie. Yo que ni juego al

fútbol, ni nunca me dio por ir detrás de ninguna pelota.

Aún recuerdo mí primer día de colegio: Doscientos

niños desbocados y locos de ira, dándose patatas y

empujones detrás de un pedazo de cuero. A eso lo llama-

ban “recreo”. Simplemente increíble, y tan incomprensible

cómo el método didáctico que los curas del Calasancio

de Madrid dispusieron para mi el primer día de colegio

en España. Exacto, yo nací en el extranjero. Nací en París,

como todos los niños, así que los curas entendiendo que

necesitaba ponerme al día, y suponiendo que mi español

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no estaba al nivel requerido, me metieron con tan solo

ocho años en la clase de los niños de seis. Puro aburri-

miento, porque mientras ellos todavía no eran capaces de

contar más allá del uno al diez, yo les daba mil vueltas.

Contaba de 100 en 100, de 2 en 2 y para atrás. Mil vueltas

en todo, menos en noble deporte del balón pié.

Hoy, cincuenta años más tarde, tampoco sé mucho de

fútbol, aunque me haya tocado rodar y rodar como una pe-

lota, de aquí para allá. He vivido, pues en Paris, en Madrid,

en Málaga y actualmente resido en Las Palmas de Gran

Canaria. Estudié, (es un decir) Publicidad y Relaciones

Públicas en el bunker de la Complutense de Madrid. Salí

de najas por la ventana de la facultad el día del 23 F. Como

dice la canción: la música militar nunca me supo levantar.

Y hasta aquí llegaré con cualquier referencia o comentario

políticamente incorrecto.

Medio siglo después, sostengo mi nombre con

orgullo aunque siga aguantando las risas repri-

midas de mis interlocutores, al oírlo. Un ejemplo: Cuan-

do la que fue mí primera mujer oyó por primera vez mi

nombre, tuvo que aguantarse la risa. Menos mal que soy

de esa generación de bachilleres, de mucho antes de la

LOGSE, en la que los listados de clase se construían con el

apellido. En mi caso: Cerrajero. Pueden reírse. Lo que digo

yo siempre, con ese nombre que me impusieron y con el

apellido que me tocó en suerte, sólo puedo hacer una cosa:

portarme bien y ser buen chico. Otro ejemplo: El año en

que con toda la ilusión del mundo, y apenas quince años

recién cumplidos, realizamos el viaje de fin de curso, los de

la agencia de viajes me pusieron en camarote aparte. Pen-

saron que con un nombre como el mío, ese señor llamado

D. Fulgencio Cerrajero, debía de ser el profesor. Así que,

ni cortos, ni perezosos, me regalaron camarote con ducha,

mientras mis compañeros tuvieron que hacer la travesía a

Mallorca en litera y al pairo.

Lo dicho, no se preocupen por lo que mi nombre

sin cara pueda sugerirles. Estoy dispuesto a aceptar

cualquier crítica, anónima o firmada, constructiva o des-

alentadora, estudiada o bocetada. Se admiten los comenta-

rios, los cambios y las tachaduras. Estrújenme, sean uste-

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des mí propio espejo y me dejaré sacar las espinillas hasta

que sangren. Gracias por adelantado.

Firmado de puño y letra, consciente de mi suerte: el autor.

Martes, 8 de diciembre de 2009

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