repertorium (leyendas toledanas)

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Jesús Muñoz Romero José Laso de la Vera REPERTORIUM (leyendas toledanas)

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Ahora que hemos comprendido que vivimos en la prosa, como todos los ahoras vividos, miramos hacia atrás y nos es dado extraer la esencia de las cosas y los hechos, esto es, evocar lo mejor de lo que ha sucedido, o quizás imaginarlo. Y hacerlo en Toledo es reducirlo al reino de los sentidos, porque la contemplación de esta ciudad nos hace sentirnos tan cerca de ese latido.

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Jesús Muñoz RomeroJosé Laso de la Vera

REPERTORIUM(leyendas toledanas)

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La leyenda de la casa quemada

Conocida es la pasión de los toledanos por las leyendasque tienen como marco su ciudad, hasta el punto queno hay niño que no conozca las principales de ellas cuan-do ni siquiera ha conocido todavía las primeras letras. Yes que hay tanto gusto en aprenderlas como en contarlas,pues así, al amor de la lumbre en el invierno o a la vistade un rincón dónde un día, siglos ha, sucedió algo, lostoledanos se regocijan si tienen a alguien para contárse-las.

Yo no soy ajeno a esta herida, y en mi modestia hepasado noches a deshoras leyendo viejos libros y díasen la plaza hablando con hombres viejos, con el únicofin de recopilar versiones de las leyendas tradicionalesde mi tierra o vestigios de otras ignoradas, para contarlasdespués con placer a cualquiera.

De éstas últimas es la que recreo ahora. Me espetóretazos, más que la narró, en varias sesiones, Senén elcantero, un desconcertante amigo de mi padre, luegode haberle oído hablar en cierta ocasión de la casa que-mada. No la he hallado inserta en ninguna parte, asíque no sé discernir bien si se trata de una invención su-ya o de un sucedido con atisbo de realidad pasada, quese ha transmitido oralmente de generación en genera-ción.

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En su versión, la acción carece de tiempo concreto yse desarrolla en lugares reconocibles de Toledo, en par-ticular el escenario que le da título (el que le dio Senén),que no es otro que el cerro de la Virgen de Gracia.

De la historicidad de los personajes no he podido averi-guar nada*. Y los datos que aparecen en el texto sonirrelevantes para extraer conclusiones. De mis escruti-nios por aquel balcón natural de Toledo tampoco. Única-mente don Julio Porres me comentó un día, cuando lehice relación de la leyenda, que algo había oído hablarcuando era niño sobre un paraje denominado la casaquemada, pero que no recordaba nada más ni nuncadespués había encontrado nada relativo a este asunto.

De manera que no tengo argumentos para asegurarque los sucesos que se narran fueron verdaderos, peroyo así lo creo. En muchas ocasiones, el embrión que lesda origen lo es, aunque el tiempo o las circunstancias lorevistan luego con ropajes irreconocibles o caigan en elolvido, a menudo porque las gentes tienden a olvidar loque ha sido desagradable o vergonzoso. Quizá por estarazón hoy no se conoce con certeza dónde estuvo esamalhadada casa, víctima de un trágico suceso.

Rodrigo y Santiago eran dos jóvenes de la misma edad,grata presencia, esmerada educación y posición humildepero desahogada. El cielo los había situado en el mismo

* Sólo se conservan los nombres de los personajes: Rodrigo, San-tiago, Faíma y Zobeida, sin apellidos, por lo que se hace imposibleseguir una pista genealógica.

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lugar al mismo tiempo y había determinado que crecieranjuntos como hermanos. En su niñez, desde luego, com-partieron los juegos infantiles con otros de su mismaedad, pero pronto, las aficiones parejas y la identidadde objetivos en la vida, que miraban más allá del pomeriode Toledo, los unieron y reunieron en la empresa comúnde luchar por conseguirlos o morir en el intento. De es-te modo, ninguno emprendía juego, camino o intentosin el consejo o la ayuda del otro. Hasta tal fortalezahabía llegado el cariz de su amistad desde las primeraslecciones, que si el uno se entretenía compitiendo concualquier pillastre en cualquier nonada, como en el juegodel herrón o de la gurria, el otro no intervenía por nodisputar con su amigo y viceversa.

Así fue, en esta insoslayable camaradería, que crecie-ron juntos y llegaron a la adolescencia. No tardaron,pues, en abrir sus ojos al mundo y descubrir sus placeresy dolores. Quizás los pliegos de cordel contarían queeran a las gentes sencillas lo que los célebres Analestoledanos a los doctos y sabios, que los dos fueron mona-guillos en San Juan de los Reyes y que los dos acechabandominios de Montesión con conejos en las alforjas y cier-vos en las grupas de sus caballos tordos.

En éstas y otras aventuras transcurrieron sus añosmozos, hasta que un día fueron reclamados al serviciodel Rey. Enrolóse Santiago y enrolóse Rodrigo y ambos ados destinados fueron al mismo regimiento. Aunque nohay noticia cierta, se conoce bien que durante los cuatroaños de servicio obligatorio corrieron el mundo con suscampos y ciudades, y entraron en batalla para mayorgloria del rey, de España y de Dios. La fortuna, con susadversidades y alegrías, no mermó lo que tan trabado

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estaba entre ellos y cuando retornaron a Toledo, bizarrosy con mediana renta, los toledanos se hacían cruces deque no se determinasen en elegir esposa, y hacían cába-las sobre dónde habrían puesto sus altas miras.

Pero, hete aquí que el capricho del ciego Cupido leshirió a la vez, como no podía ser menos, siendo anversoy reverso de una misma moneda, y, cada uno, de los ar-cos de los párpados de Faíma y de Zobeida, dos doncellasde ilustres familias toledanas, recibieron las flechas yquedaron prendados.

Por la extraña comunión que existía entre ellos, lasmuchachas también poseían ciertas similitudes entre sí,pues ambas eran cetrinas, de profundos ojos garzos ycabello color de azabache. Su rostro era suave y la suvoz delicada. Leían latín, discutían de teología y, deentre las artes, cultivaban la música. La Faíma de Rodrigotocaba el laúd con maestría, la Zobeida de Santiago tañíael arpa con denuedo.

Así transcurrió el tiempo y creció el amor entre losjóvenes. Y no por ello, Rodrigo y Santiago se apartaron,sino que se alegraban de los bienes ajenos y se felicitabande su buena condición, haciéndose confidencias y solici-tando consejo si lo requerían. Muchas noches de cortejo,ya que no pasaron a la alborada, las contaron al raso so-bre una gran peña junto al río, hablando de los donesde Faíma y de Zobeida. Cada uno a su modo describíalas cualidades de su enamorada y el otro en silenciootorgaba, ni envidiado ni envidioso.

Rodrigo elogiaba la elegancia de Faíma, Santiagodescribía la belleza de Zobeida. Quien alababa la dis-creción, quien la sencillez, la gracia para la danza, elarte para la pintura. Pero era, en particular, cuando se

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referían a la música, que se alargaban en los términoscon que las elogiaban: maravillosa, fantástica, divina,sublime, genial…

Para Rodrigo, Faíma prendía el laúd como si fuera unniño recién nacido, lo acunaba y sus dedos lo hacíancantar como el murmullo de un riachuelo. Para Santiago,Zobeida abrazaba el arpa como la brisa la primavera, yal resbalar sus dedos por entre las cuerdas la hacía sonarcomo el trino de los pájaros al venir el día.

En fin, la felicidad de los dos amigos era completa. Asu cara amistad habían unido el amor por dos muchachasexcepcionales, y la felicidad de uno redundaba en elotro.

Pero la parca, que todo lo añasca, celosa de tantapaz, volcó la rueda y conturbóla. De este modo, ciertodía, se hallaba Rodrigo junto a Faíma, contemplando lahuida del carro del sol hacia el ocaso, cuando ella, deimproviso, se ofreció a tocar una música singular. Sedispuso entonces, preludió ligeramente las cuerdas desu laúd, ajustó la afinación de la más aguda y empezó atocar una melodía de suave ensoñación. Cuando conclu-yó, Rodrigo quedó enajenado ante tanta belleza y pre-guntó dónde la había aprendido. Faíma se limitó a sonreírtímidamente. La repitió de nuevo, y, esta vez, ante lainsistencia sobre el origen de aquella melodía celestial,ella respondió que lo que acababa de escuchar era lapropia melodía del amor, una melodía misteriosa quesólo podía ser tocada por quien verdaderamente amaba,y oída por quien sentía el amor en toda su intensidad.Esa música sonaría únicamente para ellos y, bajo ningúnconcepto, nadie la debía conocer.

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No fue ésta la única vez que Rodrigo escuchó la melo-día de manos de su amada. Hubo muchas otras y cadavez se convencía más de que la música debía ser, enefecto, mágica, pues nunca era capaz de recordarlacuando, en soledad, se lo proponía, o luchaba contra ladesazón de comunicarla con su amigo del alma. Pero,no se sabe bien si por no hacer mudanza en su costumbre,respetar el deseo de su amada o temer la ruptura delextraño encantamiento que la música le producía, locierto es que no la comunicó con Santiago.

Si lo hubiera hecho, Santiago habría correspondido asu confidencia confesando que a él le había ocurrido al-go similar, pues una tarde Zobeida había tomado su arpay entre sus dedos se desencadenó una bellísima melodía.Indagó sobre su origen y nada supo, y habría preguntadopor ella a su amigo, si hubiera podido recordarla, perono pudo, pues no podía si no se hallaba en compañía dela amada.

Tras los presentes desvaríos murió el verano y se suce-dieron las estaciones según su curso natural y, en unmomento dado, se hicieron los preparativos de las bodas,pues todos a una se concertaron para celebrarlas en lamisma ceremonia en la iglesia de Santa Leocadia.

Las melodías de los amantes no fenecieron ni las confi-dencias de los amigos en la ribera del Tajo, todas exceptouna: la existencia de una música mágica. Miafé que éseera el único secreto existente entre los amigos, y estoles hacía culpables a los ojos del otro.

Sucedió entonces cierta tarde, cercana a la fecha se-ñalada de las bodas, que Rodrigo y Santiago se dirigierona la tienda del judío Abraham en el cerro de Gracia conla intención de comprar dos jades para obsequiar a Faíma

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y a Zobeida. Así lo hicieron. El viejo ladino hizo sacar asu sirviente toda suerte de piedras preciosas engastadasen sortijas de oro finísimo: jades, como pretendían, es-meraldas, ágatas; brazaletes y pulseras con la labor deldamasquino, prendedores, recogedores de pelo...

A cada nueva joya que desvelaba el judío de un pañode terciopelo negro, aumentaba su admiración, a la parque la duda en elegir prenda. Así permanecieron largorato, hasta que el hábil comerciante puso sobre la mesados hilos de perlas blancas. Rodrigo y Santiago disiparonsus dudas; supieron en el acto que los collares de perlasserían sus regalos. Abraham, no obstante, les hizo verque a las perlas les faltaba el broche para convertirseen collares y les sugirió que utilizaran sus respectivosescudos de armas como modelo. De este modo, cadamujer tendría su propio y genuino collar.

Como no podía ser menos, los dos amigos aceptaronla sugerencia, cerraron el trato y pasaron a una pequeñasalita, donde el judío les obsequió con un detalle decortesía por haberle hecho el honor de comprar en sucasa. Se trataba de una pequeña estancia interior, en laque sólo había una especie de divanes colocados alre-dedor de una magnífica mesa de taracea. La tenue ilu-minación de cuatro velas proyectaba sombras sobre lasparedes desnudas y provocaba una grata sensación deintimidad. Cuando los ojos de Rodrigo y de Santiago seacostumbraron a la escueta luz, advirtieron una celosíaen la esquina más apartada y oscura de la sala en que seencontraban. Si repararon en ella fue porque escucharonde esa parte que sonaban unos pasos. Como Abrahamno les diera valor y continuara con la ceremonia de pre-parar unas infusiones de hierbas orientales que, seguro,

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desconocían, cruzaron una breve mirada y se centraronen el aroma que desprendía la tisana. Al cabo se lo ofre-ció, lo degustaron con placer y, salió un instante con laexcusa de dar unos mandados a sus criados. Entoncescomenzó a sonar una hermosa tonada del otro lado dela celosía.

La escucharon con fruición y se miraron de soslayo.Cuando hubo terminado, Rodrigo dio un sorbo, midiósus palabras y, por fin, dijo:

—Quien sea toca bien, pero no alcanza la delicadezay elegancia de Faíma.

—Razón tenéis, Rodrigo, sin duda esas son buenas ma-nos, pero no como las de Faíma —comentó Santiago porhalagar a su amigo.

Al poco, repitiéronse los pasos amatados al otro ladode la celosía. Esta vez se alejaban, pero, enseguida,otros los sustituyeron y empezó a sonar una nueva tonadade arpa. Quien la interpretara causaba ensoñación, pero,desde luego, no tenía la habilidad ni la destreza de Zobei-da, expuso uno y aseveró el otro. Desde luego que no.

Cuando la puerta de la estancia se abrió de nuevo ce-só la música. Abraham venía seguido de un criado, queportaba una bandeja de plata con unos recipientes decristal labrado con distintos dulces.

—Me he permitido ordenar un servicio para mí, y asípoder acompañaros, si no tenéis inconveniente —dijoAbraham—. He traído también pequeño repertorio denuestros dulces: rugelach, haroset, sufganiots.

Los dos amigos probaron de los manjares que se lesofrecían y se dejaron llevar por el arte de los instintos.El viejo Abraham les rellenó los vasos con más tisana yles sugirió que la endulzaran con miel de palma.

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—Es una antiquísima mezcla de hierbas —explicó elcomerciante—. Posee efectos de vigor. En algunos lejanospueblos de Oriente se ofrece a los visitantes como símbo-lo de amistad y bienvenida.

Durante un buen rato, los tres circunstanciales conter-tulios charlaron en amable camaradería. Entretanto da-ban buena cuenta de las bandejas y el indecoroso elixirhacía su efecto, Abraham contaba curiosas costumbresde lejanas tierras. Componía el conjunto ameno tambiénla suave música de laúd y de arpa, siempre alternas.Pero en un momento dado, que no fue pronto, tras lacelosía comenzó a sonar una canción embriagadora, estavez interpretada de consuno por los dos instrumentos.La estancia quedó en suspenso por un instante y ambospermanecieron inmóviles. ¡Es la música de Faíma!, pensóRodrigo. ¡Zobeida!, evocó Santiago.

Retornaron a la vida cuando Abraham golpeó la mesapara llamar a su criado, que entró raudo para retirar labandeja. Con apariencia del desinterés que no sentíanpreguntaron a la par por la identidad de los músicos. Alas primeras evasivas del judío siguieron más preguntas,y a éstas excusas y justificaciones, de manera que, porafán de parecer morigerados, apuraron sus vasos y sedispusieron a salir, ahítos de curiosidad. Así lo hicieron,con la promesa de volver al día siguiente con el dineroacordado, pero vencióles una fuerza superior, y, comouno, desde el quicio en que se encontraban se lanzaronsobre la celosía en derredor y la apartaron de un torna-virón.

En la garganta de las mujeres que se hallaban trasella quedó ahogado para siempre el verso que no llegó apronunciarse y en sus manos petrificada la siguiente no-

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ta. ¡Eran Faíma y Zobeida! Cuando el estupor se hartóde vivir dio paso a una barahúnda de recriminacionesde traición, mentira, falacia, infidelidad…

El viejo Abraham trataba de aplacar a los que perdíansu casa, pero sus escasas fuerzas se lo impedían. A lavez, las doncellas se arrojaban a los pies de Rodrigo yde Santiago implorando perdón, y el perdón no les eraconcedido. Perdida la razón y heridos en lo más íntimode su corazón salieron a la calle y se alejaron, dejandoa las doncellas sin alma, desalmadas, y al judío Abrahammesándose los escasos cabellos por la pérdida segurade su buen negocio. En tal estado, uno perdido entre la-mentos materiales y las otras dos entre quejidos de amor,el caso es que nadie advirtió que una de las candelashabía prendido la mesa y las telas de los divanes.

El fuego se propagó con rapidez. Sonaron gritos en laoscuridad de la noche, pero Rodrigo y Santiago, cegadosu entendimiento por el orgullo y la soberbia, siguieronadelante sin volverse siquiera.

Para cuando los vecinos salieron, cada cual con loque pudo, ya era tarde. Se salvaron las casas adyacentes,pues lo apartado de la estancia en un patio evitó que elfuego saltara de hito en hito, pero, pese a los esfuerzosde cuantos toledanos acudieron a sofocar el incendio, lacasa de León Judá Abraham Abravanel se perdió entera.

Y cuando todos contemplaban exhaustos los restoshumeantes, el criado se introdujo entre los restos y llegóhasta la sala prementida. Le seguían muchos. Desolado,apartó las ruinas con sus manos y gritó los nombres desu señor y de las doncellas. Nada hubo. Con desespera-ción levantó una viga y halló los cuerpos.

—¡ Faíma, Zobeida! —gritó, antes de derrumbarse.

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El eco del dolor se expandió por las callejuelas solita-rias de Toledo y removió los corazones. Quienes lo oyeronrezaron en silencio. También lo percibieron los dos ami-gos, que, como ausentes, se hallaban uno frente al otrojunto a la puerta del Perdón de la Catedral. Entoncescorrieron como autómatas por la calle del Hombre dePalo y se introdujeron en la casa quemada. Algunos hom-bres se afanaban en expirar los rescoldos, sólo las mu-jeres plañían junto al pozo. Al fondo, el sirviente señala-ba lo que había sido la antigua cámara. Se acercaroncon sigilo. Una lívida bruma de humo se elevaba todavía.Cuando la sobrepasaron, ante ellos se mostró una escenaterrible y bella a la vez: levemente recostadas sobresus regazos, con las palmas de las manos unidas en ac-titud orante, yacían Faíma y Zobeida. Por ensalmo, elfuego las había respetado. Sus ropas aparecían ennegre-cidas por el denso humo formado, pero en sus mejillas yen sus manos aún se percibía la blancura de la vida. Ca-be ellas, también prodigiosamente intactos, el laúd y elarpa.

Los dos amigos comprendieron que a la hora de sumuerte, Faíma y Zobeida habían intentado proteger lamúsica símbolo de su amor.

Desamparados de Dios permanecieron extraviados an-te el cuadro. Sólo el lamento que surgió de cualquierparte les hizo retornar a la consciencia. El trajín decuantos se afanaban en el solar se detuvo para percibirlo.Eran ayes débiles. Por fin el sirviente alarmó a todos.

—Es la voz de mi amo, está atrapado bajo los escom-bros.

Así era. Rodrigo y Santiago, quienes se habían halladopresentes en las célebres jornadas contra los piratas

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berberiscos del norte África y luchado en las landas deAlemania, permanecieron inmóviles y, enseguida, se vie-ron rebasados por la resolución de los toledanos, que seafanaron en apartar las tejas, vigas y plementería paraliberar al anciano. Cuando lo hubo sido, lavaron su rostrocon agua y su mirada buscó ansiosa la mirada de susperdedores. La encontró, y haciendo un último esfuerzosobrehumano se incorporó un tanto y condenó a los dosamigos, que lo miraban horrorizados desde lejos.

—Yo os maldigo.Sus últimas palabras fueron entrecortadas y en he-

breo. Luego murió.Por un instante, los ojos de los toledanos se clavaron

en los dos amigos, pero, enseguida, continuaron con sulabor. Las comadres se llevaron los cadáveres para ade-centarlos y los hombres amontonaron los objetos de valoren una alacena. Desolados, salieron a la calle, donde elsirviente explicaba a voz en grito lo sucedido. A causade su estupidez, su arrogancia y su soberbia había sobre-venido la tragedia. Trataron de defenderse ofreciendo,a cambio, el nombre del honor, pero el sirviente, exacer-bado, sentenció el juicio.

—Estúpidos engreídos, la melodía que os ofreció miamo es tan antigua como el rey David y es tradición quela ofrezcan en la tierra de Canaán las futuras esposas asus enamorados. Todo el mundo la conoce, pero la tratancomo si fuera el secreto más íntimo, un secreto que na-die puede ni quiere revelar. De ese modo mantienen lailusión del amor, algo que todos los hombres y todas lasmujeres sienten, aunque cada uno crea que el suyo esel más puro. Vosotros, que habéis causado esta desgraciano erais merecedores de estos lirios.

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Así era, conocedor de esta leyenda y de esta tonada,Abraham la enseñó, como otras muchas, a las dos pupi-las, con el único afán de perpetuarla, y aquella nocheque habían acudido, como otras muchas, a ensayar a sucasa, les pidió que obsequiaran a sus clientes. Quiénpodía pensar que reaccionarían como lo hicieron.

Hay quien dice que los dos amigos abandonaron Toledopor separado. También otros dicen que se echaron al ríodesde el puente de San Martín. Nadie lo sabe de ciertoy a nadie le importa ya. Lo que sí parece seguro es quela casa quemada del Alcaná permaneció deshabitada lar-go tiempo, hasta que se perdió en la memoria el sucesoo ganó en la imaginación la historia por verse quemadasin explicación alguna.

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La leyenda de la casa quemada 9·El sueño del rey 23·El secreto de la campana gorda 43·Misa de Réquiem en San Juan de los Reyes 61·Recuerdos de Ruanillo el Seise 89

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Dulcedo quedam mentis advenit