resumen spaemann lo natural y lo racional

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RESUMEN Lo natural y lo racional Robert Spaemann (en “Lo natural y lo racional”, IES, Santiago de Chile, 2012, pp. 83-102) La filosofía clásica entiende lo natural como el comienzo potente. Ese comienzo puede comprenderse ya en un sentido genético como en uno normativo. Es decir, es a la vez el orígen espontáneo de algo como el criterio de deber ser de ese algo. La distinción entre natural y sobrenatural, de fines de la edad media, entiende lo natural como la pasiva condición de posibilidad de la revelación: “la gracia supone la naturaleza”. En este concepto, a diferencia de la filosofía clásica, la naturaleza no es el origen que abarca teleológicamente lo que es diferente a él, sino la representación de la libertad divina, más atrás de la cual no se puede ir y, como tal, la condición de posibilidad de la revelación. La oposición natural-sobrenatural no es fenoménicamente mostrable, sino especulativamente. Parte de la ilustración, como Voltaire, negará la distinción, postulando que la naturaleza es todo, lo que vacía de contenido al concepto mismo, que ya no distingue nada. La ciencia moderna, a partir de ello, entenderá que no hay diferencia entre decir que todo es sobrenatural o que todo es natural. En las antítesis clásicas, la palabra “natural” designa siempre el comienzo potente, más atrás del cual no se puede ir, que abarca lo distinto de él. En ellas “natural” adquiere un doble significado:: como relación de origen y como concepto normativo que nombra un criterio de enjuiciamiento de deseos, acciones o estados. Un ejemplo de ello es la antítesis natural/artificial ¿Cómo pueden formar los conceptos natural y artificial una antítesis si cuanto más perfecto es lo artificial más se parece a lo natural? Ahí se constata el doble sentido genético y normativo de la oposición. Hoy el sentido de artificial es principalmente genético: se usa para designar lo que es producido artificialmente por el hombre. Pero también puede usarse en el sentido de “artístico”: lo artístico es un concepto normativo, ya que le es indiferente la naturalidad o artificialidad genética. El arte quiere hacer olvidar su origen, y sólo es perfecto cuando lo consigue. Así, sólo cuando lo artificial parece natural se logra su objetivo.

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RESUMEN Lo natural y lo racional

Robert Spaemann (en “Lo natural y lo racional”, IES, Santiago de Chile, 2012, pp. 83-102)

La filosofía clásica entiende lo natural como el comienzo potente. Ese comienzo puede comprenderse ya en un sentido genético como en uno normativo. Es decir, es a la vez el orígen espontáneo de algo como el criterio de deber ser de ese algo.

La distinción entre natural y sobrenatural, de fines de la edad media, entiende lo natural como la pasiva condición de posibilidad de la revelación: “la gracia supone la naturaleza”. En este concepto, a diferencia de la filosofía clásica, la naturaleza no es el origen que abarca teleológicamente lo que es diferente a él, sino la representación de la libertad divina, más atrás de la cual no se puede ir y, como tal, la condición de posibilidad de la revelación. La oposición natural-sobrenatural no es fenoménicamente mostrable, sino especulativamente.

Parte de la ilustración, como Voltaire, negará la distinción, postulando que la naturaleza es todo, lo que vacía de contenido al concepto mismo, que ya no distingue nada.

La ciencia moderna, a partir de ello, entenderá que no hay diferencia entre decir que todo es sobrenatural o que todo es natural.

En las antítesis clásicas, la palabra “natural” designa siempre el comienzo potente, más atrás del cual no se puede ir, que abarca lo distinto de él. En ellas “natural” adquiere un doble significado:: como relación de origen y como concepto normativo que nombra un criterio de enjuiciamiento de deseos, acciones o estados. Un ejemplo de ello es la antítesis natural/artificial ¿Cómo pueden formar los conceptos natural y artificial una antítesis si cuanto más perfecto es lo artificial más se parece a lo natural? Ahí se constata el doble sentido genético y normativo de la oposición. Hoy el sentido de artificial es principalmente genético: se usa para designar lo que es producido artificialmente por el hombre. Pero también puede usarse en el sentido de “artístico”: lo artístico es un concepto normativo, ya que le es indiferente la naturalidad o artificialidad genética. El arte quiere hacer olvidar su origen, y sólo es perfecto cuando lo consigue. Así, sólo cuando lo artificial parece natural se logra su objetivo. Sólo en ese caso el querer nos parece conforme consigo mismo. La paradoja resultante de esto es que “sólo donde el querer se hubiera desprendido completamente de lo natural en el sentido genético, sería 'natural' en el pleno sentido normativo”.

Para llegar al fondo de este asunto es conveniente considerar las oposiciones phýsis-nómos (naturaleza-costumbre) y phýsis-téchne (naturaleza-técnica): en ellas lo natural siempre designa, en primer lugar, algo distinto de la praxis humana, no puesto por ella; y, en segundo lugar, un criterio para el logro de esta misma praxis.

Así, la naturaleza aparece como precediendo a todo nomos humano. Pero la sofística considera que el nomos es un orden del acontecer, que no coincide con el orden “por naturaleza” ¿Cómo es esto posible? ¿No cae el nomos entonces fuera de la naturaleza? Los sofistas consideran que el origen del nomos es perfectamente natural (phýsei) por naturaleza, pero el discurso, los lógoi, por los que se efctúa, son prágmata, cosas, por medio de cuya esencia natural actúan sobre otros seres y configuran las situaciones básicas de su praxis. Estas prágmata no se distinguen de otros instrumentos para influir sobre algo: “dominan con el discurso”.

La validez del nomos, entonces, es para los sofistas la fuerza natural que lo ha producido. Lo que dicha validez agrega a esa fuerza, la apariencia de legitimidad, es pura ilusión. Y es ilusión también que un nomos sea mejor que otro. Cada uno expresa la correlación de fuerzas que lo ha producido y

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es, en ese sentido, natural. No hay un bien ni un interés común. El hombre sólo puede actuar por un interés común cuando entiende la realización del interés común en función de su interés individual.

Platón invierte la tesis sofista del origen natural del nómos y el carácter antinatural -ilusorio- de su validez. Afirma que hay un nómos natural, existe lo justo por naturaleza y el fundamento de su validez está en su naturalidad, no por origen, sino por adecuación (lo “conforme a la naturaleza”) y el conocimiento de esta adecuación es asunto de la razón.

Nosotros, según Platón, no conocemos por naturaleza lo que es bueno para nosotros mismos. Nuestra naturaleza, en vez de ello, tiene como esencial la mediación de la relación con nosotros mismos. Lo bueno, cuando se revela, es común a todos, lo koinón, y ello es “justo por naturaleza”. Puede ser que la mayoría de las veces se sustituya de un modo ilegítimo la realidad de esta idea por su apariencia, pero lo que no existe no se puede aparentar. Dirá Sócrates que el bien, cuando se revela, es común para todos y ese revelarse del bien común significa “razón”. Lo racional no es idéntico a lo natural, pero es, en primer lugar, el llegar a descubrir la verdad de lo natural, y esta revelación radica en la teleología de la naturaleza. La verdad sobre lo natural es común, y cuando un ser natural se interesa, como racional, por esa verdad, supera el antagonismo inmediato de intereses. Esta es la idea que fundamenta la filosofía.

La visión de los sofistas como Calicles es retomada en el siglo XVI y su influencia se extiende hasta el siglo XX en autores como Michel Foucault, quien dirá que la verdad no es algo común, sino un instrumento de reglamentación del discurso, de la exclusión y de la delimitación. Entendiendo así que la razón no descubre la naturaleza, sino que la violenta. Así, todo discurso violenta a los demás, siendo un medio de influencia que no se distingue de otros, “la prosecución de la guerra por otros medios”.

Frente a esto hay dos alternativas: o los interlocutores, como plantea Foucault, son sólo cosas frente a quien esgrime un discurso -y las cosas son radicalmente opacas- o las cosas son también partícipes de un contexto vital, tienen el carácter del ser-con y no sólo el estatus de la utilidad o de la presencia. Es decir, son naturaleza. Sólo si hay lo natural, lo que es de por sí y para sí mismo, puede haber razón. Pues sólo se puede descubrir un ente así. Pero el descubrimiento de lo natural, el descubrimiento del ser por si natural, es lo que llamamos lo racional. Lo natural y lo racional son conceptos correlativos. Ninguno es derivable del otro: la razón no es de la naturaleza, pues el dejar ser al ente no es derivable de aquel carácter originario del ser por sí mismo, que llamamos natural.

Las unidades naturales, especialmente orgánicas, sólo pueden curvarse sobre sí mismas. Son incapaces de suto-observación. El ser por-sí, en cambio, puede retirarse de él mismo y reconocer al otro como tal. Lo característico de la lucidez racional es el descubrimiento de que existe lo absolutamente otro, a lo que no corresponde ningún estado mental interno propio, sino que es comprendido como incomprendido, como otro. Sólo la razón crea en la realidad los espacios vacíos de lo incomprendido, precisamente porque no hace violencia a las cosas.

El hecho de que el individuo admita inmediatamente lo general en su propio interés sólo corresponde al concepto de razón, y convierte al individuo en un ser digno de respeto incondicionado, oponiéndose a que se le utilice como medio para un fin más amplio y se pase por alto su autodeterminación. Por eso el individuo es real en sentido enfático, porque para él es real todo lo demás. Ya no es el centro de sí mismo para el cual todo el resto es entorno.

Realizar algo no en condición de objeto sino como ser real, ser por si, es lo que se denomina amor racional o amor benevolente, que se diferencia del amor concuspiciente pues no se propone directamente unir, sino que unir distanciando. Sólo el amor benevolente deja surgir para nosotros la realidad y, con ella, un nomos que es natural precisamente en la medida en que no es por naturaleza.

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La razón, según Aristóteles, viene siempre, al final, desde afuera. No hay argumentos racionales para este cambio de posición: la razonabilidad de la razón (benevolente) sólo se entiende cuando ya se le ha realizado. Supone un cambio de posición. Sólo si el otro nos es real se plantea la cuestión de la razonabilidad de su objetivación y la cuestión de las fronteras estrictas de su inevitable instrumentalización.

La racionalidad del amor benevolente no es un instrumento de solución de conflictos. Es lo único que puede originar el conflicto en general, ya que expone las reconciliaciones falsas que se basan en la exclusión de innumerables seres del círculo de aquellos que se han de reconciliar. En este sentido es conflictiva y a la vez reconciliadora. El solipsismo, en cambio, no se tiene que reconciliar con nadie. Razón significa reconciliación con lo que está ante ella: con la naturaleza.

La teoría del reconocimiento del idealismo alemán es una teoría del reconocimiento recíproco, por lo que el reconocimiento conviene sólo a aquellos seres racionales que son capaces, por su parte, del acto de reconocer. Con ello se desconoce que ya la antigua teoría de la naturaleza era una teoría del reconocimiento, pues concedía al ente por naturaleza y el ser por sí y la estructura del fin para sí, sobre la base de los cuales formamos con él una comunidad de seres naturales. Pues nos conocemos a nosotros mismos como seres cuya identidad es sólo la realización consciente de una unidad orgánica y vívida ya presupuesta.

Pero, sobre todo, el reconocimiento de un ser racional distinto sólo se puede realizar como reconocimiento de ese ser en su naturalidad. Pues si lo reconozco sólo en tanto ser racional, entonces no es el otro sujeto lo que reconozco, sino mis propios criterios de racionalidad que encuentro realizados en él. Y en la medida en que no los encuentro realizados, le excluyo del reconocimiento. El que debamos reconocer como personas a todos los pertenecientes a nuestra especie pone de manifiesto que tenemos que considerar la racionalidad como nota natural de la especie, de cuyos privilegios participa cada uno simplemente porque participa de la naturaleza humana. Sólo en este supuesto se puede hablar en general de derechos del hombre. Pues sólo a partir de este supuesto se sustrae del capricho de determinados hombres el reconocer o no reconocer a otros hombres los derechos humanos.

El imperativo de la razón pura práctica sólo puede concebirse así: “obra de tal modo que nunca uses la naturaleza, ni en tu persona ni en las demás seres racionales sólo como medio, sino siempre al mismo tiempo también como fin”. Sólo en este imperativo se manifiesta el hombre como más que naturaleza, pues supera la mera solidaridad de la especie para pasar del mero amor concuspiciente al amor benevolente. El hecho de que el hombre no tenga valor sino dignidad significa que se ama racionalmente a sí mismo, no con un mero amor concuspiciente -como impulso-, sino como representación de lo incondicionado, como ser-para-sí, y entiende esa existencia como buena en sí misma.

El amor, en el sentido del amor benevolente, tanto hacia los otros como hacia nosotros mismos, no depende del impulso sino que es libre. Sólo para él llega a ser la realidad real en su pleno sentido, la realidad del otro tanto como la nuestra propia. Este llegar a ser real precede a todo deber. Es, para Platón, la salida de la caverna a la realidad. El amor benevolente es lo racional en el sentido pleno. Respecto a él vale lo que dice Aristóteles del sabio: “Es el que más se ama a sí mismo”. Esto no significa que se ame a sí mismo más de lo que ama a los demás, sino que se ama más de lo que los otros – a saber, los irracionales, se pueden amar a sí mismos.

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