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74 | REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO Resulta un innegable lugar común afirmar que al paso del tiempo desaparece la vida de barrio de la niñez re - mota de cada quien. Pero recuerdo a mi madre contán- dome de cómo ella iba a patinar al Parque Orizaba en su infancia, tal como lo hice yo en mi rumbo. Sin em - bargo, esa posibilidad se fue deteriorando desde aque- lla época lejana de mi madre hasta la vida de mis hijos, para fenecer en la de mis nietos, que hace poco solían decirme con asombro: “¿Cómo?, ¿salías sola a jugar en la calle sin que nadie te cuidara y sin que te robaran, abuela?”. Y no podían ocultar un gesto de incredulidad. De ese tiempo al día de hoy, en que escribo estas lí neas, mis nietos ya son adolescentes y la inseguridad ha cre- cido de manera devastadora. Claro que matizo, en mi niñez hubo un robo de infante muy famoso: el del niño Bohigas, episodio que casi se hizo, al menos en mi mente infantil, tan legendario como La Llorona, aunque para su buena suerte, el niño fue recuperado de sus captores. Mis padres compraron una casa en una urbaniza- ción que por aquel tiempo tenía poco de haber surgi- do, co mo también deben de haber comprado los padres de José Emilio Pacheco. A una calle de distancia de mí vi vían Octavio Paz y Elena Garro con su hija. Y en la si- guiente, Francisco Tario y su familia, cuyo apellido real era Peláez Farell y, curiosamente, el de mi madre, Fe - rrel Peláez. En ese rumbo, muchos de los papás tenían una edad se mejante, era un barrio que se abría, por lo general, a las parejas jóvenes. Así, pues, también la edad de los niños vecinos era más o menos parecida a la de mi hermano y la mía. El rumbo ofrecía una vida cómoda, sin ser preten- ciosa, tanto así, que en mi pequeña calle Sultepec ha- bía una familia de escasos recursos que vivía cerca de una de las esquinas en unas “accesorias”. Tenía dos ni- ños, in tegrantes de nuestra palomilla, el mayor llama- do Ra món. Y, muchos, muchos años después, al es- cribir mi novela Sombra ella misma, de repente brotó su nombre y su aspecto de las catacumbas de la me- moria y así bauticé a un personaje infantil incidental, apoyada en el re cuerdo de aquel niño lejano. En otra de las esquinas vivía un general con su familia en una casa bastante más grande que el resto, al que supon- go “la Revolución le hizo justicia”, como se solía de- cir. Y, mero enfrente del general, vivía mi noviecito pero, antes de que su familia habitara la casa, me con- taron mis padres que nosotros la vivimos el tiempo que tomó pintar la nuestra de arriba abajo, y de lo cual no guardo memoria. Esto fue posible porque ha- bía sido un burdel con todo y su foco rojo. Un día desa- lojaron a las pupilas, pero nadie quería habitar lo que había sido una casa de mala nota y ser confundido como cliente o como administrador de la misma, así que nosotros nos beneficiamos de no inhalar solven- tes de pintura y, por otro lado, hicimos solvente la casa en cuestión. En diciembre se organizaba una fiesta de “posada” en nuestra calle, adornada de una acera a la otra con fa - rolitos y heno. Había piñata, colación, luces de bengala y bastante frío. Se debe haber pedido una cooperación por casa, supongo. Yo tenía permiso para salir un rato no Mi barrio de infancia Aline Pettersson El barrio, ese pequeño islote de la urbe, sirve a la poeta Aline Pettersson para recuperar los signos, los sonidos, la atmósfera de una ciudad desaparecida que permanecen gracias a la palabra. A José Emilio Pacheco

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Page 1: Revista de la Universidad de México - Mi barrio de …Y en la si-guiente, Francisco Tario y su familia, cuyo apellido real era Peláez Farell y, curiosamente, el de mi madre, Fe-rrel

74 | REVISTADE LA UNIVERSIDADDE MÉXICO

Resulta un innegable lugar común afirmar que al pasodel tiempo desaparece la vida de barrio de la niñez re -mota de cada quien. Pero recuerdo a mi madre contán-dome de cómo ella iba a patinar al Parque Orizaba ensu infancia, tal como lo hice yo en mi rumbo. Sin em -bargo, esa posibilidad se fue deteriorando desde aque-lla época lejana de mi madre hasta la vida de mis hijos,para fenecer en la de mis nietos, que hace poco solíandecirme con asombro: “¿Cómo?, ¿salías sola a jugar enla calle sin que nadie te cuidara y sin que te robaran,abuela?”. Y no podían ocultar un gesto de incredulidad.De ese tiempo al día de hoy, en que escribo estas lí neas,mis nietos ya son adolescentes y la inseguridad ha cre-cido de manera devastadora. Claro que matizo, en miniñez hubo un robo de infante muy famoso: el del niñoBohigas, episodio que casi se hizo, al menos en mi menteinfantil, tan legendario como La Llorona, aunque parasu buena suerte, el niño fue recuperado de sus captores.

Mis padres compraron una casa en una urbaniza-ción que por aquel tiempo tenía poco de haber surgi-do, co mo también deben de haber comprado los padresde José Emilio Pacheco. A una calle de distancia de mívi vían Octavio Paz y Elena Garro con su hija. Y en la si -guiente, Francisco Tario y su familia, cuyo apellido realera Peláez Farell y, curiosamente, el de mi madre, Fe -rrel Peláez. En ese rumbo, muchos de los papás teníanuna edad se mejante, era un barrio que se abría, por logeneral, a las parejas jóvenes. Así, pues, también la edadde los niños vecinos era más o menos parecida a la demi hermano y la mía.

El rumbo ofrecía una vida cómoda, sin ser preten -ciosa, tanto así, que en mi pequeña calle Sultepec ha -bía una familia de escasos recursos que vivía cerca deuna de las esquinas en unas “accesorias”. Tenía dos ni -ños, in tegrantes de nuestra palomilla, el mayor llama -do Ra món. Y, muchos, muchos años después, al es -cribir mi novela Sombra ella misma, de repente brotósu nombre y su aspecto de las catacumbas de la me -moria y así bauticé a un personaje infantil incidental,apoyada en el re cuerdo de aquel niño lejano. En otrade las esquinas vivía un general con su familia en unacasa bastante más grande que el resto, al que supon-go “la Revolución le hizo justicia”, como se solía de -cir. Y, mero enfrente del general, vivía mi noviecitopero, antes de que su familia habitara la casa, me con -taron mis padres que nosotros la vivimos el tiempoque tomó pintar la nuestra de arriba abajo, y de locual no guardo memoria. Esto fue posible porque ha -bía sido un burdel con todo y su foco rojo. Un día desa -lojaron a las pupilas, pero nadie quería habitar lo quehabía sido una casa de mala nota y ser confundidocomo cliente o como administrador de la misma, asíque nosotros nos beneficiamos de no inhalar solven-tes de pintura y, por otro lado, hicimos solvente lacasa en cuestión.

En diciembre se organizaba una fiesta de “posada”en nuestra calle, adornada de una acera a la otra con fa -rolitos y heno. Había piñata, colación, luces de bengalay bastante frío. Se debe haber pedido una cooperaciónpor casa, supongo. Yo tenía permiso para salir un rato no

Mi barriode infancia

Aline Pettersson

El barrio, ese pequeño islote de la urbe, sirve a la poeta AlinePettersson para recuperar los signos, los sonidos, la atmósfera deuna ciudad desaparecida que permanecen gracias a la palabra.

A José Emilio Pacheco

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muy largo y después escuchar con impotencia y envi-dia el alboroto del que ya no participaba.

Quizá, señaladamente en los meses de invierno, mimadre me mostraría con vehemencia la vista de los vol-canes. La altura de las construcciones eran tan baja queera posible ver en lontananza. Me recuerdo pensandoque mi mamá me llamaba la atención sobre un panaro-ma cotidiano y bien sabido de memoria. Ahora, cuandoel aire es tan denso y los volcanes han perdido sus crestassiempre nevadas y su visibilidad misma, pienso que elladebe haberse sentido conmovida ante el espectáculo deun día especialmente claro. Y yo, tan hecha a verlos siem -pre, no era capaz de gozarlos y de imaginar siquiera el fu -turo espeso que aguardaba a la región más transparente.

Si pienso en esos años en Sultepec, de inmediato vie -nen a mi memoria varias clases de aves. Pero me pareceque siempre hay una nota triste que las acompaña. Losgorriones de los árboles perseguidos por los niños consus hondas y buen tino, y yo llenándome de pena al ver -los desplomarse sin decir pío.

Hay otra imagen que tengo muy presente: la delpajarero con la espalda cargada con una torre de jaulasde aves diversas, y quizás algunas más grandes sobre elhombro o brazo del vendedor, pero imposibilitadas parael vuelo porque las habían hecho tragar municiones quelas lastraban. Se les veía aletear triste e inútilmente.

Arriba en las azoteas de muchas de las casas habíaun pequeño gallinero como en la mía. Tres o cuatro ga -

llinas ponedoras y un gallo. Ahora, por alguna razón ana -crónica que me es muy grata, en una casa cercana adondevivo, y donde hace muchos años vivió un tiempo Ga -briela Mistral, suele haber un gallo cuyos quiquiriquíesen la madrugada me conducen de vuelta a la infancia.A ese tiempo, esa gente, esa vida ya tan dejados atrás.

A la hora de la comida solíamos hacer bolitas con lamiga de los bolillos para subírselas a las gallinas. Y cuan -do estaban culecas con las plumas esponjadas, me llena -ba de alborozo sabiendo que se echarían a empollar losveintiún días de rigor. Al cabo del tiempo, qué emo-ción sorprender el picoteo que rajaba el cascarón, ver aso -marse primero el piquito y después el plumón tamba-leante dando los primeros pasos e imaginar que éramosgranjeros. Pero, claro, los pollos crecían y la cocineraacababa retorciéndoles el pescuezo. Quizás el gallinerofue el primer atisbo al que me enfrenté del ciclo peren-ne de la vida.

Y de unas aves de corral a otras: el mes de octubrellegaba un hombre descalzo con una vara pastoreandoal ejército de pípilas que serían puestas en engorda paralas fiestas decembrinas. En mi casa nunca compraronuno de esos guajolotes cuya presencia misma ya eraanuncio de su próxima muerte.

Y en cuanto a otros personajes del reino animal, ve -nían hombres con uno o dos caballos para pasear a losniños dando vueltas a la manzana. También venían pe -rritos bailarines muy emperifollados. Alguien me dijo

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Restaurante en la avenida México esquina con Michoacán

© Jorge R

odríguez Alm

anza

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que los entrenaban en planchas de metal ardiente, así queel espectáculo, aunque me divertía por un lado, por elotro me apretaba el corazón.

Me tocó la visita de un famoso oso bailarín, cuyodueño debe de haber recorrido la ciudad entera, ya quesu presencia forma parte del recuerdo de los niños pro-cedentes de varios rincones citadinos de aquella época.No quiero pensar cómo fue educado éste.

Y, bueno, cada año llegaba un circo pobretón cuyacarpa se instalaba en un solar vacío donde el resto deltiempo íbamos a agarrar chapulines entre los girasoles,que metíamos en un frasco y que luego contábamos paraver quién había resultado triunfador. En cuanto al circo,mi mamá me dejaba ir, aunque nunca iba ella y sus ra -zones eran sutiles, no muy fáciles de apreciar para mí. Elcirco le parecía no sólo mediocre, sino muy vulgar enel desempeño de los payasos. Aunque mucho me cuidéde decírselo, desde entonces pensé que tenía razón.

El campo se interpenetraba con la ciudad, las fron-teras no eran tan catégoricas. Los niños seguramente ha -

bían visto alguna ordeña de vacas, cortado algún elotede una milpita, y, desde luego, se enfrentaban a la can-tidad de perros callejeros que deambulaban por las ca -lles y que podía ser muy grande.

Solían visitarnos también algunas gitanas con sus lar -gas faldas y grandes arracadas ofreciendo leer la suerteen las líneas de la mano. Pero su antigua fama de roba-chicos les debe haber mermado los ingresos. Y en estemomento, por más que intento recordar, no logro estarsegura de si alguna vez, muy vigilada yo, se me hayapermitido atisbar mi futuro.

Y en el ir y venir de la gente están presentes en mirecuerdo el afilador con su silbato, el ropavejero y elde fierros viejos, el de los colchones, algún ocasionalglobero y el panadero con su gran cesto en la cabeza.Eso era durante el día y el rugido del carro de camo-tes al anochecer.

Un personaje habitual de mi calle era un borrachi-to de ojos muy azules que solía pasar la noche en el qui-cio de alguna puerta. Carrillo procedía de una familiaacomodada de Sonora. Ignoro cómo llegó a su lamen-table estado. Era un hombre pacífico, hasta donde yopude percatarme, siempre a la caza de colillas de ciga-rro que recogía de la calle. Solía conversar con los niñosvarones que le ayudaban a encontrarlas. A las mujeresnos daba miedo.

Una actividad, que era cosa de niñas y que proveníade un viejo antes, era la de buscar tréboles de cuatroho jas que se secaban entre las páginas del algún libro.Ante mis ojos está uno, francés, que había pertenecidoa mi madre y que fue publicado a finales del siglo XIX:La poule à poils. La historia versaba sobre una gallinaque a mitad de ser desplumada despierta del desmayo,huye de la cocinera salvando la vida, después le crecenpelos donde estuvo el plumaje y se convierte en la heroí -na del relato. En ese libro, cuyas ilustraciones me da -ban algo de horror, guardé los tréboles, y aún permane-cen en el mismo sitio.

Mis primeras amigas en la vida fueron dos niñasalemanas que vivían en la casa de enfrente. Y en un pa -seo con ellas y sus padres descubrí en un poste de luzuna puertecita abierta tras de la cual se asomaban va -rios cables. Ahí, entre éstos, fulguraba un trébol de cua -tro hojas. Mi mano se avalanzó para cortarlo. Debo haberrozado algún cable y experimenté algo muy extraño. Asíque aún sin el tesoro en mi poder, lo ceñí con los dedospara entender qué me había pasado. Aquella primerasen sación de cosquilleo se convirtió en una gran sacu-dida y, para mi fortuna, la descarga me arrojó lejos. Cla -ro está que en ese instante el susto de todos y mi llantoterminaron con el paseo. Y, a partir de entonces, la ame -naza de una electrocución accidental me sigue produ-ciendo miedo. Benjamin Franklin me representa unaheroicidad que disto de compartir, aunque sí le agra-

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Panadería Hipódromo, Ozuluama y Ámsterdam

Avenida Orizaba, colonia Roma

© A

GN

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dezco mucho su arrojo cuando enciendo las lámparasde mi casa.

Debo agregar a los juegos infantiles ya menciona-dos en otro sitio, las rondas tradicionales y “brincar lareata”, “encantados”, “estatuas de marfil”, “pan y que -so”, “escondidillas” y “stop”. Me parece que éste fue elprimero con nombre extranjero que recuerdo y que ju -gué paralelamente a mis discusiones escolares en tornoa la Segunda Guerra Mundial. Se iniciaba diciendo: “De -claro la guerra a:...”. Cada quien elegía un país y, al serretado, corría para llegar primero a su base y así ganarla guerra. No cabe duda de que los hechos históricospueden alcanzar el juego mismo de los niños y, al menosahí, convertirse en una bobada. Menciono otro cuyonombre se fue modificando, yo lo aprendí como “algua -ciles y ladrones” en la época en que había gendarmesque llevaban a los rateros a la comisaría. Los términoshan cambiado pero las circunstancias han cambiadomucho más.

La visita frecuente a la papelería era como entrar enuna especie de cueva virtual de Alí Babá, virtual en unsentido muy lejano del que ahora llega a la mente. Peroel olor de los papeles, las cartulinas, las tintas, las gomasde borrar, los lápices abría los frondosos caminos de laimaginación. Todo el universo estaba presente en la mul -tiplicidad de las estampas. Los tres reinos de la natura-leza y los personajes que han ido dejando su huella enel tiempo se hacían presentes arrancados del interior deunos grandes y poco profundos cajones que en mi re -cuerdo los supongo de encino. Yo iba a La Barata quetambién vendía dulces (ahí gastaba los veinte centavos dedomingo comprando pirulíes y algo más) y que des - de luego no hacía honor a su nombre. Pero vendían,además, una serie de artículos misceláneos, entre éstos,pañuelitos bordados suizos que las niñas odiaban reci-bir como regalo de cumpleaños, pero que tristemente re -cibían en abundancia. Hoy las papelerías de barrio aúnno han desparecido del todo, pero ése es su destino ine-luctable. Como soplar y dispersar la pelusa de los dien-tes de león, que cortábamos entonces en las aceras, asíel huracán de la globalización deshace ahora aquellacueva mágica que se desplegaba ante quien traspasarasu umbral.

Otro de los recuerdos que marcaron mi memoria dela infancia fue la tortillería. Alrededor de una gran lá -mina circular, sobre el fogón de carbón, se colocaban talvez cuatro o cinco mujeres con un montón de masa asus pies dentro de una cubeta de metal. Se mojaban lasmanos y torteaban hasta obtener mágicamente un discoredondo y dorado como el sol, de grosor perfecto, quedeslizarían sobre el metal hirviente. La vista, el olfato,el tacto y el gusto se desplegaban al recibir yo una tor-tilla enrollada con sal; y tocaba hasta el oído, que yahabía entrado en acción escuchando tanto el palmeo co -

mo el chasquido de las gotas del agua que se les oscurríade las manos sobre el comal gigantesco. Nunca el anun -cio del hambre fue saciado de manera más deleitosa.

Teníamos dos parques en los alrededores: el Españacon su puentecito, y el mucho más grande: México, alque iban niños de muy variada procedencia y que teníabancas que imitaban troncos, un lago con patos y unafuen te con una mujer desnuda cargando dos cántarosde los que manaba el agua. Su aspecto tan hiératico yenorme para nuestra talla nos producía horror. Es el si -tio donde transcurre mi novela La noche de las hormigas.Ahí en ese parque curiosamente se congregaban los ni -ños ju díos que escaparon de la guerra y los niños ale-manes de por ahí que compartían con todos nosotrosla sombra de los árboles y la paz que en ese tiempo elmundo ha bía extraviado.

Como el ruido de los coches o el campanilleo deltranvía eran muy discretos, recuerdo todas las mañanasmuy temprano y las de los domingos, hasta el medio-día, el repiquetear, cada cuarto de hora, de las campa-nas de varias iglesias cercanas que danzaba al son deltiempo. Y así, marcadas por ese tañido, se fueron yen -do las semanas de esa época de mi vida.

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Banca con farol en el parque San Martín, ca. 1927

© Fondo C

ulhuacán / INAH