revista número 70

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Rediseño de la revista a cargo de Susana Carrié

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• En los tiempos del número...La intuición del número es mucho más antigua que las letras

Por Julio César Londoño.

• El llamado de la Tierra Fotografía de Russell Watkins

• Gaia, el agua y la Amazonia La tierra funciona como un organismo viviente.

Por Peter Bunyard

• Corazón de carbónLa demanda del mineral pone en riesgo la vida de miles

de hombres que escarban bajo tierra. Por Lorenzo Morales

• Modernizar el agro... ¿habrá coraje? Hoy no se habla de repartir tierras sino de devolver

las usurpadas y de modernizar el campo.Por Cristina de la Torre

• Mundos en colisiónEl mutuo interés entre nativos y etnógrafos se puede

transformar en conocimiento.Por Santiago Mora

• Shopping PlanetEl jardín de las cosas incompatibles.

Fotografías de Carlos Duque

• Amar el miedo Leer la Historia a través del miedo y la ira es infinitamente más iluminador

que hacerlo desde perspectivas en apariencia más felices.Por Ignacio Padilla

• Entrepaño • Mil palabras alrededor del libro, por Camilo Jiménez

• Poesía • Elegía para N. N., de Czeslaw Milosz

• Entrevista • ¡Arriaga en llamas!, por Sandro Romero

• Perfil • Joe Arroyo, por Heriberto Fiorillo

• Fragmentotal • El infinito en un grano de arena, por Alberto Quiroga

• Homenaje • Texto en honor al maestro Gustavo Zalamea, por William Ospina

• Crónica • «Mariana», capítulo perteneciente al libro Del otro lado, de Alfredo Molano

• ReseñasY refundaron la patria, de Claudia López, por Daniel Wilkinson

El ruido eterno, de Alex Ross, por Pablo Montoya

Cuatro pintores, cuatro fieras, por Popular de Lujo

Yo seré tu espejo, de Ruven Afanador, por Felipe Villada Ruiz

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Carátula: Tierra, pintura de Pedro Ruiz

Director: William Ospina

Editora: Liliana Vélez

Dirección de Arte y rediseño: Susana Carrié

Diseño de Logo: Duque Imagen

Consejo Editorial: Alberto Quiroga · Eduardo Arias Catalina Ruiz · Carol Ann Figueroa

Corrección: Elkin Rivera

Gerente: Jorge Bustillo

Secretaria Ejecutiva: Magda Sandoval

Distribución: David Infante

Mercadeo: Jennifer Osorio

Suscripciones: Erika Navarro

Asistente Administrativa: Leidy Cortés

Mensajería: Rocío Ávila

Impresión: Panamericana Formas e Impresos S.A.

ISSN 0121-7828

Carrera 19B Nº 85 - 40 · Telefonos: 6358012 / 13www. revistanumero.com · [email protected]

Miembros: Guillermo González · Ana Cristina Mejía · William OspinaLiliana Vélez · Luis Angel Parra · Carlos Duque · Antonio Morales

Lucas Caballero · Victor Laignelet · Liliana Tafur Wally Swain · Jorge Bustillo

Distribución y Ventas: Corporación Revista Número y Distribuidoras Unidas.

© 2011 Número. Prohibida la reproducción parcial o total de los materiales de esta revista sin autorización escrita de los editores. Número no se hace responsable por la devolución de los materiales no solicitados, ni por las opiniones expresadas por sus colaboradores.

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on dieciocho años de continua actividad de la revista que cambió el horizonte de las publicaciones culturales en Colombia. Volver a nacer en cada número es nuestra manera de celebrar.

Con gratitud. Gratitud por Guillermo González, tal vez el periodista

más activo en el espacio cultural colombiano del último cuarto de siglo, y por Ana Cristina Mejía, lectora incansable, alentadora de sueños y creadora de proyectos,

sin cuya labor paciente y lúcida, como equipo de dirección, redacción y gerencia, esta aventura no se habría cumplido.

Número ha sido fruto del talento de ambos y de su larga amistad. Su secreto: estar atentos al acontecer cultural de Colombia y de América Latina, conscientes de la nueva realidad planetaria, escuchando las voces del pensamiento y la ficción, leyendo día tras día las colaboraciones de numerosos creadores, advirtiendo con ojo avizor las propuestas del arte, de la música, del teatro, de la fotografía, del cine, el lenguaje más dinámico de nuestra actualidad, con la modestia de quien hace visible el trabajo de los otros sin tratar de hacerse visible a sí mismo. Una labor que nunca sabremos agradecer lo suficiente.

Guillermo y Ana Cristina han decidido descansar por un tiempo de sus responsabilidades con la revista, pero nadie como ellos ha sido el alma de este sueño y, junto a los demás fundadores y aliados de Número, no nos abandonarán en el propósito de seguir siendo testigos de la creatividad cultural colombiana y latinoamericana.

Y gratitud con nuestros lectores. Ellos mantienen en alto la llama de este entusiasmo, en un país donde la cultura está tan viva porque cada día tiene que aprender a sobrevivir, y en una época donde la cultura tiende a confundirse con los juguetes de la industria, las bengalas del espectáculo y los timbres del lucro. En una época donde es difícil mantener el acento sobre lo esencial, sobre lo que de verdad ayuda a vivir a individuos y a comunidades.

Dieciocho. Mucho tiempo para una persona, pero mucho más para una publicación. Hay una nueva generación de lectores, sigue la aceleración del tiempo histórico, se ha ampliado y cualificado la red que intercomunica el planeta. Si era una apuesta estar en esa

Editorial

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red hace un par de décadas, ahora es un modo natural de existir y de enlazarnos con las nuevas generaciones.

Somos un sistema cultural: una revista, un portal de internet, una casa editorial y, sobre todo, una comunidad de creadores y lectores con nuevas tareas para los tiempos que siguen. Tiempos de acción global, de indignación, en que tenemos que oponer a la mera sociedad de consumo una sociedad de creación, en que es preciso reinventar los rituales que nos unen a la tierra y volver a hacer limpios los manantiales. Si continúa en pie la exclamación de Rimbaud: «El amor hay que inventarlo», cada vez es más urgente el llamado de Holderlin: «En la casa, en el trabajo, en la escuela, que cambie todo en todas partes».

Renovamos nuestra imagen, nuestra dinámica de circulación y periodicidad. Pero si algo no cambiaremos es la hospitalidad de Número, su arraigo en Colombia y en América Latina para dialogar con el mundo, la confianza en las soluciones que ofrece la cultura: el pensamiento crítico, la creatividad, la búsqueda de belleza y de sentido, la responsabilidad ciudadana, la voluntad de celebración, y una alianza de intuición y audacia en el modo de aproximarnos a los temas. Como dijo Paul Válery, «el ser humano es absurdo por lo que busca y grande por lo que encuentra».

Convocamos a los empresarios que comprenden el papel de la cultura ante los desafíos del siglo, emprendemos una campaña masiva de suscripciones para maestros y trabajadores, y para todos los nuevos creadores y lectores: esta es su casa.

Julio César Londoño ha escrito un hermoso texto sobre el concepto que da nombre a nuestro proyecto. Ahora tendremos un tema central en cada entrega. Y en este Número 70, comienzo de una nueva época, por gesto especial de Taller Arte Dos Gráfico y como homenaje a un gran creador y un gran amigo, un bello grabado de Gustavo Zalamea.

Hacemos nuestras las palabras de Jorge Luis Borges: «Desconocemos los designios del universo, pero sabemos que razonar con lucidez y obrar con justicia es ayudar a esos designios, que no nos serán revelados».

La dirección

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Pectoral calima de cobre,

Museo del oro, Bogotá.

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Por Julio César Londoño*

Fotografías de Elástica

*Narrador, crítico y autor de ensayos de divulgación. Ganó el Premio

Juan Rulfo (París, 1998) y fue finalista del Premio de Novela Planeta

2007. Es columnista de El País y El Espectador y escritor visitante de los

talleres del Ministerio de Cultura.

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os historiadores dicen que hay una sola histo-ria y muchas versiones de ella, muchas histo-riografías. Los físicos modernos sostienen una tesis inquietante: aseguran que existen muchas historias, que un fenómeno tiene va-rios pasados posibles y varios futuros proba-bles, e incluso varios

presentes… pero esto es demasiado complejo para mi aristotélico cerebro. En consecuencia, propongo por lo pronto que aceptemos que existe una realidad allá afuera, un conjunto de cosas cuyas propiedades no dependen de nuestras observaciones. Un univer-so más firme que la voluble especie que lo estudia. Esa realidad es tan vasta y compleja que no podemos analizarla sin fragmentarla. Consideramos algunos aspectos de las cosas y de los fenómenos, ignoramos a propósito otros aspectos, tratamos de descubrir las constantes, formulamos una tesis, la sometemos a la prueba de fuego de la experimentación, ajustamos la tesis y finalmente construimos una «maqueta» de ese pedazo del mundo. A esta maqueta los hombres de ciencia la llaman un «modelo» y está formada por un económico sistema de apenas 34 signos: los números y las letras. Todo el universo, todas sus sombras, partículas, piedras, flores, pájaros, dioses, estrellas, fantasmas y teorías, puede expresarse con las diez cifras arábigas y los veinticuatro caracteres latinos de nuestro alfabeto de cada día.

Bueno, a veces sentimos que el lenguaje se queda corto, es verdad, que no alcanza a describir el sabor del agua o la sensación de un beso. Entonces echamos mano de la metáfora y asunto resuelto. Hay metáforas tan poderosas y tan sueltas como el agua, y algunas son mejores, me dicen, que ciertos besos.

Tal vez no esté de más recordar que la metáfora no desempeña un papel meramente ornamental. Su papel es mucho más serio, pues la metáfora obedece a una urgencia vital: es la responsable de que un siste-ma de signos finito, el lenguaje, pueda dar cuenta de un conjunto de cosas infinitas, el universo.

Si nos ponemos alfanuméricos, los seres huma-nos se dividen en cuatro categorías: los que aman las letras, los que aman los números y los pragmáticos, unas criaturas refractarias a los signos y que prefieren entenderse directamente con las cosas, con el barro, la piedra o la madera. Para estos, el signo es algo ame-nazante, una cifra oscura. Pero sus manos son diestras y de ellas brotan mesas, cuadros, notas, vestidos, pei-nados, manjares, conejos, rosas…

Algunos tenemos la fortuna de pertenecer al cuarto grupo: somos «bilingües» y mantenemos buenas re-laciones con ambos signos. En mi caso, la responsable fue la escasez. Crecí en una casa en la que faltaban muchas cosas y me tocó jugar con lo que había a mano, números y letras. Una aclaración: no me estoy quejando. Los niños nunca son pobres. La pobreza es una condición de los adultos. Los niños siempre encuentran tesoros debajo de una piedra, o en sus bolsillos (piedras, un trompo, un grillo, un dulce…) o entre sus cabellos, o un poco más abajo, en su abiga-rrada y portentosa imaginación. El caso es que desde el principio estuve en contacto con ambas clases de signos, pero hoy me ocuparé solamente del número. Se lo merece. Creo que si alguna entidad es digna de un ensayo, si algún signo cifra la modernidad, es el número. Para bien y para mal. Si una civilización fu-tura quisiera resumirnos en una frase, podría decir: «Eran los tiempos del número…».

Las líneas que aparecen a continuación pretenden seguir los pasos de esta poderosa deidad, el número. Por razones de espacio evitaré las simas de la econo-mía, esa ciencia oscura que equidista de la matemá-tica y la astrología. También evitaré los laberintos de la matemática moderna (por falta de espacio en mi cabeza, se entiende).

El principio

Los números son viejos. Se sabe que el lenguaje ma-temático del hombre primitivo tenía al menos tres palabras: «uno», «dos» y «muchos». Pero los signos numerales son nuevos. Deben tener la misma edad de la escritura pictográfica, unos diez mil años. Apa-recieron donde apareció todo —la rueda, la escritura fonética, la astronomía, las bibliotecas, la escuela, el derecho—: en Súmer. Pero la intuición del número es

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mucho más antigua que las letras. Hay testimonios de que el hombre ya contaba las cosas hace 30.000 años. Como no tenía signos numerales, hacía muescas en los huesos y rayas en las piedras. Es natural que así sea. La intuición del número debió ser tan antigua como la aparición de la conciencia. Quizás anterior. Quizá fue una de las causas de su aparición, junto con la muerte. Con sólo ver un rebaño de fieras, un sol, dos frutas, muchas estrellas, el hombre primitivo es-taba frente al número. Y debía sopesarlo. Tres fieras…

Para ir, en cambio, de la pictografía a la letra, debió recorrer un largo camino. El número es natural, la palabra tal vez, las letras definitivamente no.

El primer círculo de alta matemática que registra la historia fue la escuela pitagórica (siglo vi a. c.). Eran mitad brujos, mitad hom-bres de Ciencia. Y tan sofisticados, que sabían demostrar teoremas y construir sólidos como el icosaedro, un poliedro de veinte caras. Fueron los primeros en imaginar una Tierra esférica orbitando en un engranaje helio-céntrico y habitada en las antípodas.

Al tiempo, cumplían preceptos esotéricos: en sus banquetes sólo se servían trigo, agua y cebada. Tenían prohibido mear de cara al Sol, tener golondrinas en la casa, criar aves de uñas corvas, caminar sobre pedazos de uñas ni de cabellos. Creían que el alma iba del corazón al cerebro, se nutría de sangre y se expresaba en palabras, vientos del alma. El precepto de no mear de cara al sol es de origen egipcio, país donde era sacrílego orinar de cara al dios Ra. Pitágoras debió aprender este precepto en Egipto, país que visitó y del que aprendió su lengua y su geometría.

Los pitagóricos estudiaron el problema de la tese-lación, o el cubrimiento total de una superficie con polígonos sin dejar resquicios, y encontró cuatro solu-ciones: una superficie se puede embaldosar con triángulos, rectángulos, rombos y hexágonos. Los sufíes, la secta culta del islam, conocían los trabajos del

griego y sus arquitectos llenaron una ciudad española con vertiginosas y soberbias soluciones del problema: Granada. Los calados, los mosaicos, los taraceados y los arabescos todos de la Alhambra son un homenaje ci-frado del islam a Pitágoras. Veinticinco siglos después, Maurits Cornelis Escher visitó la ciudad, descubrió la teselación y la aplicó en la construcción de esas pers-pectivas hechizadas, uno de los juguetes más apasio-nantes de la pintura moderna.

Todos nos enamoramos de objetos bellos. Pitágo-ras se enamoró de la belleza. Después de varios in-viernos dedicados al estudio de los mejores himnos, de los edificios, esculturas, jarrones y cuadros más perfectos y de los muchachos más inquietantes, des-

cubrió que el secreto estribaba en que to-dos guardaban proporciones exactas,

sencillas, y que las más poderosas eran las «áureas» (un tercio,

aproximadamente). Después descubrió que el número

regía también otras esferas: la amistad era una igual-dad armónica; la salud, un equilibrio de elementos; la virtud, una armonía funda-da sobre el número; un cua-

drado simbolizaba la justicia. Allí donde nosotros vemos

simplemente un buen resultado estético, un fallo justo o un cuerpo

sano, Pitágoras veía una danza sincró-nica de cifras. Entonces escribió (o dictó):

la esencia de todas las cosas es el número. Los pitagóricos decían que había tres clases de

hombres: los que vienen a pelear, los que vienen a vender, y los mejores, que vienen sólo a ver.

Cosa, número e idea

Cuando Platón leyó la sentencia pitagórica en la compi-lación de Filolao (el número es la esencia de las cosas), sintió el estremecimiento de la revelación, la inminen-cia del advenimiento de la verdad última. Era un descu-brimiento hermoso, profundo y ligeramente inexacto, pero la capacidad de abstracción y de síntesis que reve-laba le inspiró el hallazgo de una esencia más profunda

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Todo el universo, todas sus sombras, partículas, piedras, flores, pájaros, dioses, estrellas, fantasmas y teorías, puede expresarse con las diez cifras arábigas y los veinticuatro caracteres latinos de nuestro alfabeto de cada día.

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Collar muisca. Chiquinquirá, 1080 d.C. Museo del oro, Bogotá.

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y universal que el número: la idea. Sí, detrás de todas las cosas estaba el número, pero detrás del número estaba el arquetipo primigenio, la idea. Así nació el idealismo, la escuela más vigorosa y fecunda de la filosofía.

El mundo y la estadística

La adoración por el número en los tiempos con-temporáneos ha llegado a extremos insospechados: sabemos el número de litros de cerveza que bebe un inglés al año, el número de pelos en la cabeza del pelirrojo promedio y el número de coitos por pareja, semana, raza y estrato; también conocemos el consumo de papa frita en cada uno de los países del mundo, y la tasa de homicidios en Bogotá (al-gunos aseguran, muy serios, que es inferior a la de Washington). Lo que nunca imaginé es que hubiera estadísticas sobre el uso de papel higiénico hasta que leí en un diario que Colombia consume 5 kilos al año per cápita (así decía la nota textualmente), muy por encima de Perú (2,5 kilos) y Bolivia (2 kilos), pero por debajo de Chile (9 kilos), de Argentina (8,1 kilos) y de México (7 kilos).

Como era de esperarse, la lista la encabeza Estados Unidos (12 kilos, o 2,7 kilómetros per cápita al año); ¡2,7 kilómetros! Confieso que la cifra me dio casi tanta envidia como cuando veía a Humphrey Bogart mar-cando números larguísimos en los negros teléfonos de disco con el pucho de la vida apretado entre los labios, mientras que nuestros números sólo tenían cuatro esmirriados dígitos.

Es tal el peso de la estadística en la vida moderna que rige decisiones cotidianas y buena parte de la suerte del mundo. El consumidor compra las marcas más demandadas, las películas y los libros más vendidos, se enamora de los actores más cotizados, adora a los de-portistas más caros, prefiere los restaurantes más con-curridos y vota por el candidato que puntea en las en-cuestas, un sujeto que primero lee las encuestas sobre las prioridades de los consumidores y luego redacta su

programa de gobierno. Por esto es lícito decir: el líder es un sujeto que sigue a las mayorías. De aquí podemos afirmar que la historia se guía por dos pautas: las en-cuestas y los intereses del mercado, es decir, por cifras.

El matemático y la belleza

De todas las bellezas posibles, a los matemáticos les interesa de manera muy especial la belleza de la mate-mática. Su criterio estético es sobrio, estoico, como le habría gustado al maestro Pitágoras: brevedad, simpli-cidad, sencillez. Entre dos métodos de demostración, el matemático considera más bello el más breve. Entre dos demostraciones breves, prefiere la que utiliza ma-temáticas más elementales. Una demostración aritmé-tica es más bella que otra que eche mano del cálculo, digamos. Entre dos corpus teóricos, se inclina por el que tenga definiciones más sencillas y axiomas más evidentes. Lo considera más bello y más seguro. Por eso los matemáticos aman la geometría de Euclides: punto es lo que no tiene partes; cosas iguales a una tercera son iguales entre sí; el todo es mayor que la parte; todos los ángulos rectos son iguales entre sí.

Estos son, al menos, los criterios clásicos de belleza. Hay románticos, claro, que prefieren métodos más rebuscados. La reducción al absurdo, por ejemplo, es un caso de belleza romántica. En este método no se demuestra la proposición directa, sino las contradic-ciones que implican la refutación de esta proposición. Para demostrar que a = b, digamos, se demuestra que la hipótesis a ≠ b lleva a conclusiones absurdas... Por lo tanto, a = b.

La fórmula eπi + 1 = 0 es considerada la más bella porque reúne a las principales celebridades del orbe matemático sin aparataje operacional. No hay aquí in-tegrales ni derivadas ni transformaciones sofisticadas.

A veces son sus propios descubrimientos los que los sorprenden. Como cuando encuentran, por ejem-plo, que el número π aparece en la ecuación de las espirales del caracol y del girasol y en muchos otros

Después descubrió que el número regía también otras esferas: la amistad era una igualdad armónica; la salud, un equilibrio de elementos; la virtud, una armonía

fundada sobre el número; un cuadrado simbolizaba la justicia.

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«diseños» naturales, hallazgos que parecen confirmar la vieja sospecha de que Dios es geómetra (distraído pero geómetra). O cuando descubren que en cual-quier triángulo los puntos medios de sus tres lados, los pies de las tres alturas y los puntos medios de los tres segmentos que unen el ortocentro (o punto de concurrencia de las alturas) a los tres vértices están situados sobre una misma circunferencia llamada círculo de Euler. O cuando descubren que la distancia entre dos puntos de una recta isótropa es siempre cero. O que hay curvas tales que los arcos que unen dos puntos de estas curvas, tan próximas como se quiera, tienen siempre una longitud infinita. O que todo arco de la curva de Koch, por pequeño que sea, es semejante a la curva entera, un fenómeno fre-cuente en las curvas fractales.

El matemático, el músico y el ajedrecista

Uno de los misterios de la matemática es la temprana muerte del talento de sus sacerdotes. La vida media útil de un matemático es muy corta. A los treinta años, cuando una modelo o un futbolista están en su apogeo, un matemático es ya un anciano venerable. Es verdad que Andrew Wiles demostró el último teo-rema de Fermat a la provecta edad de cuarenta años, pero casos como el suyo son excepcionales. Gauss tuvo una larga y fecunda vida matemática, pero sus «años maravillosos» fueron entre los veintitrés y los veinti-cinco. Él descubrió la manera de calcular la suma de una progresión aritmética cuando aún chupaba dedo.

En compensación, los matemáticos son precoces. Antes de los quince años, cuando todos los mortales su-damos la gota para resolver ecuaciones sencillas, Pascal ya estaba demostrando teoremas; aunque murió antes de cumplir los veintiún años en un duelo galante, Eva-risto Galois tuvo tiempo de hacer importantes trabajos sobre ecuaciones, teoría de grupos y álgebra abstracta; a los veintidós años, Niels Henrik Abel demostró que nunca se encontrarán fórmulas para resolver ecua-ciones de grado superior a cuatro. Es tan normal en el gremio la relación «juventud = talento matemático», que las bases de la Medalla Fields, el «premio Nobel» de la matemática, estipulan que sólo podrán optar a ella trabajos de matemáticos menores de cuarenta años.

Esta precocidad la comparten los matemáticos con los músicos y con los ajedrecistas. Los psicólogos estu-dian qué hay de común entre materias que, a pesar de su complejidad, permiten que personas muy jóvenes descuellen en ellas. Y han llegado a conclusiones sor-prendentes. Estas materias, sostienen, son ordenadas, simples y lúdicas. Muy bien, pero ¿por qué, entonces, la matemática de alto nivel les cuesta tanto a los ma-yores? Aunque el asunto no está resuelto, los analistas tienden a creer que todo se debe a que el gran esfuer-zo mental que demandan ciertos problemas, y que exige pensar de manera muy concentrada en un solo asunto durante varias horas al día y durante muchos días, es un esfuerzo definitivamente físico, algo para lo que se requiere tanta fortaleza como correr los cien metros planos en menos de once segundos o hacer el amor varias veces la misma noche.

La maldición de la matemática La matemática es la ciencia que mejor conocemos porque el número es una creación humana. La natu-raleza, en cambio, es obra de Dios o del azar y apenas estamos descubriendo sus leyes. Esta ignorancia se traduce en los innumerables baches pedagógi cos que presenta la enseñanza de las ciencias naturales, por-que ¿cómo explicar lo que aún no entendemos bien?

La perfección formal de la matemática facilita la pedagogía de la materia. Explicar matemáticas es me-nos difícil que explicar gramática, digamos. Un profe-sor puede asegurar a sus alumnos que a+b=b+a es una identidad válida para todos los números, aquí y en la China. Hoy y dentro de cien siglos. En una clase de gramática, al contrario, es frecuente oír «leyes» como: «Todas las palabras que terminan en –ción se escriben con c, excepto tensión, extensión, posesión, cesión, presión, secesión, irrisión, prisión, ascensión, aspersión, pasión, intru-sión, permisión y persuasión».

Entonces, ¿cómo explicar el fracaso de los estudian-tes en matemáti cas? Primero, la palabra «fracaso» es injusta. Mal que bien, un estudiante promedio avanza, en los once años del ciclo básico, de las operaciones elementales a las derivadas y las integrales del cálculo. Ninguna otra materia puede exhibir una curva tan empinada. La curva de la lengua materna, por ejem-plo, no es muy alentadora: en el ciclo mencionado los

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estudian tes tropiezan con la morfología, alcanzan lo-gros discretos en ortografía y entran en contacto con la obra de algunos autores pero fracasan en composición y hasta en compren sión de lectura. En el estudio de las lenguas extranjeras, el panorama es más desolador.

En una sincronización maravillosa, la historia y la geografía logran dejar al estudiante completamente perdido en el tiempo y en el espacio. Omitiré, en aras de la brevedad, los balances de las otras materias.

Pero es inocultable que la matemática es un lío para los estudiantes, y que su «mortalidad» supera holga-damente a la que presentan las demás asignaturas. ¿Cómo explicar esta realidad después de hablar de su orden y perfección? La razón estriba en el estrecho eslabonamiento que hay entre los capítulos de una misma rama de la matemática, e incluso entre sus di-versas ramas. Esto hace que si un estudiante tiene una formación deficiente en un curso por apatía suya o del profesor, por un problema personal, etc., ya no podrá moverse nunca con soltura en la materia. Las defi-ciencias en aritmética o álgebra, e incluso en capítulos claves de éstas (fraccionarios, logaritmos, despeje de ecuaciones, factorización), son fatales siempre.

El eslabonamiento de sus partes no es tan estre-cho en las otras materias. Los cursos de lenguas son reiterativos y el estudiante tiene la oportunidad, si se le atraviesa un mal año, de ponerse al día en el si-guiente. La relación entre los sucesos de la historia es tan polémica, tan nebulosa, que un estudiante puede fracasar en historia universal y descollar luego en el estudio de la historia de su país. Igual sucede en las otras materias.

Llegamos así a la paradójica conclusión de que el problema de la enseñanza de la matemática es conse-cuencia de su orden y organicidad.

La matemática es un bello juego axiomático, pero juego al fin, mientras que las otras materias tienen que vérselas con la arisca realidad, con los misterios de las ciencias naturales, con los abismos del alma, con los laberintos de la filosofía, con los secretos de la historia, con los caprichos de las lenguas. Quizá

por esto mismo los profesores no le exigen mucho al estudiante de filosofía, por ejemplo, mientras que del estudiante de matemáticas esperan un rigor seme-jante al que ostenta esta asignatura.

Conclusión

Es cierto que «la matemática es el desierto del oasis de la juventud»; que el número es un sinónimo de la odiosa economía de mercado y que la obsesión por las cifras con frecuencia oculta aristas más importantes de la realidad. Pero también es cierto que sin el nú-mero la civilización es inconcebible. Por el número aparece la ciencia moderna en la mente de un mu-chacho del Renacimiento. Hay números en la música y en el baile. Algunos aseguran que el número es el responsable de la armonía del cuerpo de esa mucha-cha que perturba la avenida, e incluso de la belleza de su rostro. Es con números como se planifican los ne-gocios de los particulares y los programas del Estado.

Hace ya varios siglos que vivimos en la órbita del nú-mero. Desde el Renacimiento y Galileo, para ser exac-tos, el muchacho cuyos trabajos marcan el nacimiento de la ciencia moderna. Pero en los últimos decenios se ha vuelto una criatura ubicua. Sentimos el número en todas partes, en los mecanismos de precisión, en la incesante tecnología, en la estadística, en la bolsa, en la economía de mercado y en una enfermedad de origen netamente numérico: la avaricia. Nunca como hoy el mundo giró en torno al oro. El capital ha sido impor-tante siempre, claro, o al menos desde su aparición formal en los bancos del Renacimiento, pero hoy brilla más que nunca. Todo lo demás –la religión, las artes, las ciencias, la moral, la política e incluso la ecología– es subsidiario del mercado. Monoteísmo puro. Baal en toda su gloria, en su antiguo y magnífico esplendor.

Con sólo ver un rebaño de fieras, un sol, dos frutas, muchas estrellas, el hombre primitivo estaba frente al número.

Y debía sopesarlo. Tres fieras...

En la página siguiente:Ajuar MUISCA hallado en una tumba del periodo

yotoco. relacionaba a su dueño con los felinos

y sus poderes. Museo del oro, Bogotá.

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Page 18: revista Número 70

El llamado de la TierraEn Sindh, en Pakistán, con las inundaciones, millones de pequeñas arañas han trepado a los árboles.

Como las aguas tardan en retirarse, nunca se habían visto telas como estas. Ahora hay nubes de mosquitos atrapados en las redes de seda y el riesgo de malaria ha descendido.

Russell Watkins / DFID-UK Department for International Development.

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Gaia,el agua y la Amazonia:

cómo determinan el clima de nuestro planeta

En la hipótesis de Gaia, la Tierra es vista como un organismo viviente. La noción de un planeta «vivo» preocupa a algunos científicos,

pero debe entenderse como la capacidad de la Tierra de autorregularse cuando hay cambios adversos.

El llamado de la Tierra

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*Estudió Ciencias Naturales en la Universidad de Cambridge

(MA) y Fisiología de Insectos en la Universidad de Harvard

(MA). Fundador y editor de la revista The Ecologist, de

Inglaterra. Escritor de libros y artículos sobre el clima, la

energía nuclear, la selva amazónica y la teoría Gaia. Su último

libro, Caos climático: amenaza a la vida, publicado por Editorial

Educar, va por su segunda edición.

Por Peter Bunyard*

Traducción de Julia Salazar Holguín

Fotografías de Aldo Brando

Gaia,el agua y la Amazonia:

cómo determinan el clima de nuestro planeta

• Meandros y madrevieja en río tributario del Orinoco.

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aia, la teoría de James Lovelock según la cual la vida en todas sus formas ayuda a regular los fenóme-nos de la superficie

terrestre y el clima, es muy atractiva. En

consecuencia, muchos científicos y otros tantos

climatólogos han puesto su mirada en la Tierra para

intentar revelar evidencia sólida de que Gaia es una realidad y de que la

vida, desplegada de un extremo a otro del planeta en innumerables formas y tamaños, desde las minúscu-las bacterias hasta las majestuosas secuoyas rojas del norte de California, crea asociaciones estrechamente ligadas, sin las cuales las condiciones planetarias se-rían tan adversas que el medio ambiente se mostra-ría hostil a la existencia de cualquier forma de vida.

La idea de Gaia, como tal, le da un giro comple-to a la noción de Pangloss, personaje del Cándido de Voltaire. No es que el hombre haya heredado el mejor de los mundos posibles, sino que la vida ha generado el mejor de los mundos posibles. La idea de Gaia se opone también en forma contundente a la teoría del «gen egoísta»1, base del neodarwinis-mo, según la cual las formas de vida compiten entre sí, mediante mutaciones ventajosas para heredar la Tierra. La teoría de Gaia, por el contrario, ve la op-timización de las condiciones terrestres, entre éstas el clima, como el resultado de una infinidad de interacciones de la vida, hasta el punto de influir, incluso, mediante procesos geofísicos y geoquími-cos, en la tectónica de placas y la formación de con-tinentes2. La temperatura de la superficie terrestre, regulada de modo significativo por los gases de efecto invernadero que contribuyen a la formación de vida, ayuda a determinar procesos en la corteza de la tierra, como el vulcanismo y la expansión del fondo oceánico.

Lovelock tropezó con la idea de Gaia cuando tra-bajaba para la Nasa a mediados de los años sesenta, como miembro del equipo de científicos contratado para diseñar experimentos que llevarían a Marte las sondas Viking Landers, y cuyo objetivo consistía en recoger evidencia de que en ese planeta había o habría existido alguna forma de vida. Para ese en-tonces, él había inventado su «dispositivo de captura de electrones»3. Como resultado de su invento, la precisión en la medición de gases traza se multiplicó por un millón y, por consiguiente, puede decirse que Lovelock fue la primera persona en demostrar que el aire de los países industrializados contenía canti-dades de cfc (clorofluorocarbonos) antes imposibles de medir y que luego se descubrió que causaban la pérdida de ozono.

A Lovelock lo intrigaban las noticias de la época que decían que las atmósferas de Marte y Venus estaban compuestas por dióxido de carbono, trazas de oxígeno y nitrógeno, y una cantidad mínima o nula de meta-no. La densa atmósfera de Venus, constituida por gases de efecto invernadero a 90 veces la presión de la at-mósfera de la Tierra, le da al planeta una temperatura cercana a los 500 grados centígrados, convirtiéndolo en un horno al rojo vivo. Si alguna vez hubo agua en la su-perficie de Venus, con toda certeza ya se ha perdido en su mayoría. En cambio Marte, con una presión atmos-férica unas 140 veces menor que la de la Tierra, y más distante del Sol, produce un débil efecto invernadero que eleva en 10 grados la temperatura promedio de la superficie, que es de 60 grados bajo cero. Al parecer, también habría perdido la mayor parte de su agua.

¡Qué contraste con la Tierra! Un planeta con tanta agua, que si se condensara en su totalidad a estado lí-quido aumentaría en casi 3.000 metros el nivel del mar. Pero eso no es todo: la atmósfera de la Tierra está com-puesta en gran parte por nitrógeno y oxígeno, y sólo trazas de gases de efecto invernadero, entre ellos dióxi-do de carbono (co2), óxido nitroso (n2o), metano (ch4) y, no menos importante, vapor de agua (h2o). Todos estos gases, ya sea en cantidades traza o abundantes, son producto del metabolismo de la vida, de manera

g

1 The selfish gene, R. Dawkins, Oxford University Press, 1976. 2 La teoría Gaia sostiene que las formas de vida han coevolucionado con el medio ambiente.

3 El cual, mediante una fuente radiactiva, podía hacer que los electrones fueran liberados como radiación beta a partir de gases traza. Gases traza son aquellos que constituyen menos del 1% del volumen de la atmósfera terrestre, exceptuando así el nitrógeno (78,1%) y el oxígeno (20,9%).

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que las características de la atmósfera, incluida la tem-peratura de la superficie terrestre, están determinadas por el conjunto de actividades de los seres vivos.

Esa diferencia extraordinaria entre la Tierra y sus dos vecinos más cercanos, Venus y Marte, fue lo que se presentó como una revelación a los ojos de Lovelock. La atmósfera de la Tierra revelaba la mano de la vida mientras que las de Marte y Venus eran atmósferas en equilibrio químico, o mejor, como lo enunció Lovelock, como los gases de escape que despiden los motores de combustión interna. Les dijo a sus colegas científicos de la Nasa que el análisis de la atmósfera que rodea a Marte es un claro indicio de que la vida en ese planeta era extremadamente improbable. Es más, si hubiese existido vida, con el tiempo y el proceso inexorable de la evolución, esa misma vida, en sus diversas formas, se habría expandido a lo largo y ancho de la superficie del planeta y dejado huellas químicas, ya sea en la atmósfe-ra, en los océanos o en la superficie del planeta.

El agua, con sus características extraordinarias y excepcionales, es la clave de la vida en la Tierra. La teoría de Gaia, correcta o no, ha demostrado ser una fuente de conocimiento e ideas sobre la naturaleza de un planeta viviente. En consecuencia, Lovelock y otros científicos se empezaron a preguntar por qué la Tierra había retenido el agua mientras los planetas vecinos aparentemente no. Es aquí donde la vida entra a des-empeñar un papel en la ecuación, en particular al ge-nerar condiciones atmosféricas que previenen el paso del agua más allá de la tropopausa o zona de transi-ción entre la troposfera y la estratosfera4.

La producción de oxígeno libre, que se remonta por lo menos 3.500 millones de años atrás, es un compo-nente vital de la historia que explica la forma como la Tierra retuvo el agua. En ese entonces ya habían apa-recido las bacterias, entre ellas las verdeazuladas, que elaboraban el proceso de fotosíntesis5.

En los últimos cien millones de años, la vida vegetal no sólo ha cambiado el entorno local sino que ha re-percutido en fenómenos como la disminución de siete grados en la temperatura superficial global. A lo largo

de la evolución de los árboles y de los bosques, el área que alberga organismos productores de fotosíntesis se ha extendido exponencialmente, con un aumento en las concentraciones de oxígeno de la atmósfera hasta alcanzar el 21% actual. La evolución de los bosques de angiospermas6, al tiempo que ha hecho descender los niveles de dióxido de carbono, bombea grandes canti-dades de vapor de agua a la atmósfera, que se traduce en precipitaciones tierra adentro.

Hoy en día, con las emisiones de gases de efecto in-vernadero a partir del uso de combustibles fósiles y la deforestación, nos acercamos a 400 partes por millón de dióxido de carbono, en comparación con las concentra-ciones preindustriales de aproximadamente 280 partes por millón. El aumento dramático en las concentracio-nes atmosféricas de dióxido de carbono sugiere que los humanos hemos revertido el proceso evolutivo que nos permitió gozar en el pasado de condiciones relativa-mente favorables y necesarias para que se produjera la revolución agrícola hace unos 10.000 años.

Nos ha salido el tiro por la culata al destruir precisa-mente aquellos organismos, ya sea la vegetación fores-tal o el fitoplancton marino que, combinados, elimina-ron grandes cantidades de carbono de la atmósfera.

La evolución de los árboles y su colonización de los continentes causaron un cambio en la química de la atmósfera al elaborar un ciclo de carbono en el que el oxígeno y el dióxido de carbono se entrelazaron aún más en forma inversamente proporcional. Los crecientes niveles de oxígeno a expensas de las concentraciones atmosféricas de dióxido de carbono empezaron a cum-plir una función esencial en la estratosfera al prevenir la penetración de rayos uv-c de gran intensidad en la

6 Plantas con flores.

La teoría de Gaia,correcta o no, ha

demostrado ser una fuente de conocimiento

e ideas sobre la naturaleza de un planeta viviente.

4 Si el vapor de agua se escapara en forma relativamente fácil a la estratosfera, quedaría expuesto a intensa radiación ultravioleta de onda corta (UV-C) y se disociaría en una molécula de hidrógeno libre y oxígeno monoatómico. El re-sultado sería la pérdida inexorable de agua en la Tierra.5 Proceso por el cual los fotones de la luz solar descomponen el agua, donando un protón (H+) al dióxido de carbono y formando así glucosa y oxígeno libre.

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superficie de la Tierra, donde causarían un perjuicio incalculable a los organismos expuestos a ellos 7.

Parece fortuito que en la capa más baja de la atmós-fera —la troposfera— la temperatura se enfríe entre 6 y 9 grados al ascender, dependiendo de la presencia o no de vapor de agua. El resultado de este fenómeno es que 2,5 kilómetros por encima del nivel del mar el aire es suficientemente frío para que se formen nubes y la mayor parte del vapor de agua se condense. La at-mósfera baja que puede contener algo de agua, en su mayor parte condensada a líquido o hielo, es de 13 a 14 kilómetros, por encima de la cual prácticamente no hay agua y la temperatura es de 60 grados bajo cero. El proceso de enfriamiento que ocurre en la capa inferior de la atmósfera a medida que se asciende, actúa como una «trampa de frío» que, esencialmente, previene la pérdida de agua en nuestro planeta.

Si se toma en cuenta que durante el verano las temperaturas en el interior del Sahara superan los 45 grados mientras que las de la Antártida pueden descender bruscamente a 40 grados bajo cero, la temperatura promedio en la superficie de la tierra es de unos 15 grados. A la atmósfera llega suficiente vapor de agua para suministrar la lluvia que permita mantener la vida en los continentes, y el ejemplo más espectacular es la cuenca amazónica, en Sura-mérica. Por el solo hecho de que la capa inferior de

la atmósfera se enfría progresivamente con la alti-tud, el vapor de agua se condensa y precipita, lo que permite que el agua en la superficie de la tierra se evapore y se recargue temporalmente la atmósfera con vapor. El proceso descrito, energizado por el Sol, facilita el reciclaje continuo del agua. Consecuente-mente, intervienen los siguientes factores: primero, la temperatura superficial, que se mantiene por la luz solar y los gases de efecto invernadero, y propi-cia la adecuada evaporación de agua. Y, segundo, la variación de temperatura, que ocurre en la capa inferior de la atmósfera por la expansión de oxígeno y nitrógeno, lo cual hace que el agua se condense y se congele. El resultado es un ciclo hidrológico que permite que se conserve la vida.

Para que haya vida sobre la tierra, la evapotranspi-ración8 es un proceso esencial. Suministra agua para la fotosíntesis, mantiene fresca la temperatura de las hojas y, no menos importante, suple la capa inferior de la atmósfera de suficiente agua precipitable para alimentar la reserva que se transformará en lluvia.

En la selva húmeda, con su cubierta cerrada, se ha desarrollado un ciclo hidrológico que se ha perpetuado. Debajo de las copas de los árboles, la temperatura diur-na se eleva cuanto mayor sea la altitud, conservando así el equilibrio hidrostático y una humedad relativamen-te constante, todo lo cual actúa para mantener estable la humedad del suelo. Por encima de la cubierta espesa prevalece la situación opuesta: el aire se enfría a mayor altitud y el vapor de agua tiende a condensarse cuando, al bajar la temperatura, se alcanza el punto de rocío. Al golpear sobre nuestra cabeza y calentar la columna de aire, los rayos solares aumentan la evapotranspiración, al menos hasta el mediodía, cuando los estomatas9 se cierran con el fin de prevenir la cavitación10 ocasionada por la creciente succión que resulta de la evapora-ción. Entretanto, la misma vegetación habrá liberado cantidades considerables de polen, de bacterias como algunas especies de Pseudonomas y compuestos quími-cos como terpenos e isoprenos que generan sustancias

8 El proceso que hace la vegetación al succionar agua del suelo y la zona freática por sus raíces hasta que la columna de agua, utilizando la acción capilar, llega a las hojas. Las hojas tienen billones de poros pequeños —los estomas— que, cuando se abren, permiten el flujo de agua en forma de va-por a la atmósfera.9 Son poros en las hojas que regulan el movimiento de gases como el CO2 y el O2.10 Cuando entra aire en una columna de agua se rompe el flujo.

Los 6,5 millones de kilómetros cuadrados

de la cuenca amazónica reciben cada segundo la

energía equivalente a 20 bombas atómicas

de la magnitud de la de Hiroshima.

7 Al contacto con los rayos UV-C, el oxígeno se divide en dos átomos

separados, quedando cada uno de ellos inmediatamente disponible, ya sea para la captura de hidrógeno o para la generación de ozono (O

3). El ozono actúa en forma similar en relación con la captura de

rayos UV-B, con la diferencia de que en el proceso pierde un átomo de oxígeno.

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capaces de formar nubes. Por consiguiente, las nubes, como bancos de vapor de agua condensada con una tendencia marcada a aglutinar grandes gotas de agua, intervienen para reflejar la luz del sol y mantener bajas las temperaturas de la superficie terrestre. Por lo me-nos en cierto grado, las estomas pueden reabrirse y el árbol continúa su fotosíntesis.

El Sol es el generador de energía de la dinámica hidrológica y forestal. Sobre el trópico ecuatorial, despliega enormes cantidades de energía. Los 6,5 mi-llones de kilómetros cuadrados de la cuenca amazó-nica reciben cada segundo la energía equivalente a 20 bombas atómicas de la magnitud de la de Hiroshima. El bosque absorbe cerca de las tres cuartas partes de esa energía en el proceso de evapotranspiración. Por tanto, si éste llegara a desaparecer, la energía solar calentaría la columna de aire y el suelo, hasta el punto de que la temperatura superficial durante el día se elevaría 10 grados con respecto a la temperatura ac-tual. Con el bosque intacto, su área foliar bombea a la atmósfera más de la mitad del volumen total de llu-

vias. Menos del 50% del total de precipitaciones que recibe la cuenca amazónica retorna a la costa atlántica de Brasil, por lo que los bosques ayudan a mantener la cantidad de agua precipitable en las capas bajas de la atmósfera, garantizando así que la parte interior del continente, a una distancia de hasta 4.000 kilómetros de la fuente oceánica, reciba agua. De hecho, Leticia, a pesar de estar situada a más de mil kilómetros al oeste, recibe en promedio más agua lluvia que Ma-naos. La cantidad de lluvia que cae en Leticia depende sin duda del funcionamiento de los bosques situados más al este, como es el caso de Bogotá, que con una altitud de 2.600 metros, presenta un clima amazóni-co por excelencia. En esencia, eso quiere decir que el suministro de agua de los páramos como Chingaza de-pende de la espesa cubierta del bosque húmedo que se extiende miles de kilómetros hacia el este. Así mismo, es evidente que los bosques de niebla de la cordillera Oriental de Colombia desempeñan un papel clave en la condensación del agua que llevan los vientos prove-nientes del este, al pasar por la zona de convergencia

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• Frailejón en el parque natural Chingaza.

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• Encenillos en bosque nublado de la cordillera Oriental.

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• Raudal de Maipures en el rÍo Orinoco.

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intertropical, la zona donde los vientos alisios de los dos hemisferios se encuentran y forman lo que se co-noce como la circulación de Walker.

Los climatólogos han desarrollado modelos climáticos en regiones específicas, que permiten distinguir la rela-ción entre la selva húmeda de la cuenca del Amazonas y el ciclo hidrológico, con el objetivo de predecir el com-portamiento de las lluvias a lo largo de Suramérica como resultado del calentamiento global y la deforestación.

Todos los modelos indican una reducción hasta de un 20% de la pluviosidad en la zona de la cuenca. Al respecto, David Medvigy, Robert L. Walko y Roni Avis-sar elaboraron un modelo que predice de algún modo un ligero efecto en la precipitación total debido a la deforestación. No obstante, en su artículo «Effects of Deforestation on Spatiotemporal Distributions of Pre-cipitation in South America»11 observan que el impacto más significativo se registra en la cuenca occidental, más precisamente en el Amazonas colombiano.

¿Están en lo correcto? ¿Han tomado en cuenta todos los factores pertinentes? La física teórica Anas-tassia Makarieva y su colega ecólogo Victor Gorshkov, ambos investigadores del Instituto de Física Nuclear de San Petersburgo, creen que no. Ellos señalan que el proceso de evapotranspiración que ocurre sobre la espesa capa del bosque húmedo tropical, seguido de un proceso de condensación a unos dos y medio

kilómetros por encima del nivel del mar, genera una presión que empuja el aire verticalmente hacia arri-ba. Luego, este aire es remplazado por aire succiona-do en forma horizontal, el cual, si viene del océano, traerá grandes cantidades de vapor de agua.

La evidencia de que puede ser correcta la tesis rusa sobre la existencia de una fuerza biótica derivada de la condensación de vapor de agua proviene de su aná-lisis de las cuencas de los ríos continentales y de cómo la cubierta selvática tiene relación directa con los patrones de precipitación. Dondequiera que haya un bosque en una zona significativa de la cuenca, como aún existe en las cuencas del Amazonas y del Congo, al igual que en la cuenca del río Yeniséi en Siberia, el nivel de precipitaciones permanece, independiente de la distancia de la desembocadura del río. Cuando la cuenca del río abarca un área extensa sin árboles, las precipitaciones disminuyen exponencialmente de acuerdo con la distancia de la desembocadura. A partir de las leyes de la física, Makarieva y Gorshkov observan que si se deforestara la cuenca del Amazo-nas, la pluviosidad anual en Manaos sería del 13% res-pecto de la actual y la de Leticia, situada a unos 2.500 kilómetros de distancia de la costa atlántica, sería de poco menos del 1% de la actual pluviosidad anual, una cantidad tan pequeña como la que cae sobre el desier-to de Negev, en Israel.

Los estudios que he hecho con base en radioson-deos tomados en distintos puntos del recorrido de los vientos alisios de los dos hemisferios, desde el

LA BOMBA BIÓTICA

En diversos artículos científicos, Makarieva y Gorshkov han presentado las propiedades físicas de la bomba biótica, que tan sólo por su nombre sugiere una asociación con la selva tropical. Han calculado que la presión que se ejerce justo por encima del dosel del bosque, equivalente a nueve milibarias (hPa) por kilómetro, es suficiente para absorber los vientos alisios; por el contrario, si el bosque desaparece la evapotranspiración descendería exponencialmente en más del 50%, punto en el cual la fuerza de evaporación sobre el Atlántico tropical será mayor que la fuerza de la bomba biótica y tenderá a jalar los vientos horizontales que soplan sobre la tierra hacia el océano, como ocurre con los vientos oceánicos que pasan por encima del Sahara occidental.La fisióloga vegetal Sharon Cowling ha modelado el impacto de la deforestación en el ciclo hidrológico e indica que un cambio en el índice de área foliar, al pasar de 80% de cobertura de hojas anchas, o sea, de bosque denso, a un 50%, producirá una disminución de la evapotranspiración de cerca de 3,5 mm/día, a aproximadamente 1,7 mm/día, en promedio durante el año.

11 David Medvigy, Robert L. Walko, Roni Avissar, «Effects of Deforestation on Spatiotemporal Distributions of Precipitation in South America», Journal of Climate, vol. 24, N.° 8, 2011, pp. 2147-2163.

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océano Atlántico tropical hasta la cuenca del Ama-zonas, y luego directamente sobre Bogotá, indican que existe un gradiente en la fuerza de presión par-cial del vapor de agua12. Más aún, que el tamaño del gradiente de fuerza de presión parcial es suficiente para explicar el paso de los vientos entre el océano Atlántico y la cuenca amazónica, donde los vientos provenientes de los dos hemisferios convergen para formar un flujo de aire relativamente unificado en todo su recorrido hacia los Andes, a unos 3.000 kiló-metros de distancia. En promedio, la velocidad del flujo de los vientos provenientes del este y que atra-viesan la cuenca es de un poco más de un metro por segundo, lo que sugiere que le toma cerca de un mes llegar al oeste de la cuenca amazónica.

Así mismo, he efectuado estudios con base en datos meteorológicos tomados de las selvas húmedas de Costa Rica, y estoy en proceso de demostrar que exis-te una correlación significativa entre las variaciones medibles en la fuerza de presión parcial del vapor de agua durante el día y las variaciones de la presión barométrica. Por otra parte, he encontrado una corre-lación probable entre los cambios locales en la veloci-dad del viento superficial y las variaciones de la fuerza de presión parcial derivada del vapor de agua. El desafío es mostrar que las variaciones diurnas que se registran en la fuerza de presión parcial del vapor de agua pueden relacionarse con la apertura y el cierre de las estomas de las hojas como respuesta a la insola-ción y a la temperatura de la superficie.

Si mi análisis se puede confirmar mediante inves-tigación y experimentación adicionales, significa que puede ser correcta la tesis de Anastassia Makarieva y Victor Gorshkov, según la cual la evaporación y la condensación en la troposfera media son impulsores fundamentales de la circulación de aire en la superfi-cie de la Tierra. Dicha tesis permite explicar por qué debemos mantener la cubierta forestal de los trópicos y las regiones boreales del planeta y, de paso, cómo se forman los huracanes y los tornados.

De hecho, según la teoría de la bomba biótica, la ex-tensa y espesa cubierta forestal succiona suavemente el aire en el plano horizontal, reduciendo así la energía disponible para la actividad ciclónica en áreas tro-

picales como el Caribe; por tanto, es probable que la deforestación extensiva a lo largo y ancho del golfo de México, en Yucatán y Chiapas, por ejemplo, repercuta en la intensidad y frecuencia de los grandes huracanes y tormentas tropicales que han golpeado la región.

En conclusión, la evolución de las densas cober-turas forestales, y por consiguiente la de las angios-permas, puede haber sido el factor determinante de la irrigación en el interior de los continentes. Esa evolución habría transformado el paisaje en todas sus dimensiones fisicoquímicas y climáticas, generando estados de equilibrio dinámico. La cuenca amazóni-ca, la bomba biótica más grande y concentrada del planeta, debe verse no como el pulmón de la Tierra, sino como su corazón, por su capacidad para conducir energía y por su extraordinario poder para transpor-tar vapor de agua. Baste con mencionar el papel que desempeñan los bosques amazónicos en la regulación de las lluvias

en el Medio Oeste de Estados Unidos y, no menos im-portante, la corriente que proporciona a la cuenca del Río de la Plata cerca de la mitad de sus lluvias, ayu-dando a mantener la agricultura a gran escala.

Vale la pena recordar que la Tierra está en proceso permanente de cambio y que el efecto de los múltiples ecosistemas naturales es transformar la geología y el clima, de manera que las condiciones de vida sean más equitativas. Por nuestras actividades, la Tierra se dirige a la sexta extinción masiva en la historia natu-ral del planeta, y nuestros intentos por simplificar el entorno nos han convertido en una fuerza contraria a la evolución, que se mueve en sentido opuesto a los procesos que dieron origen a la extraordinaria biodi-versidad y al complejo funcionamiento de los grandes bosques continentales del mundo.

La cuenca amazónica, la bomba biótica más grande

y concentrada del planeta, debe verse no como el

pulmón de la Tierra, sino como su corazón.

12 Es la fuerza que causa que el aire se desplace de las áreas de altas presiones hacia las zonas donde éstas son menores.

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Colombia es el primer productor de carbón de América Latina. La fiebre del carbón pone en

riesgo la vida de miles de hombres que escarban bajo tierra para llevar energía barata al resto

del mundo y, de paso, comprometen el acceso de numerosas personas

al agua potable.

Corazón de carbón

Por lorenzo morales*Fotografías de Lorenzo Morales

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* Lorenzo Morales es periodista y profesor en la Universidad de los

Andes. Fue editor de Semana.com y reportero de El Diario en Nueva

York. Actualmente investiga el tema del boom minero en Colombia para

el Pulitzer Center on Crisis Reporting. Sus historias han aparecido en

medios nacionales e internacionales como TIME.com, BBC Mundo y

National Geographic News Watch. Ganador del Premio Nacional

de Periodismo Simón Bolívar 2011 a mejor reportaje para

radio por un documental radiofónico sobre la

minería de oro en el Chocó.

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na lámina del Sagrado Corazón cuelga de la roseta de un bombillo en una de las paredes de la casa prefabricada de Floresmiro Olaya. Parece que el cristo, con el corazón encendido como

un tizón ardiente, lo mirara de reojo mientras termina su desayuno: un caldo de papa y una taza de chocolate. El sol aún no

ha despuntado en el horizonte y Floresmiro se prepara para volver a su labor en las entrañas de la tierra. Han pasado apenas seis semanas desde que

una explosión en la mina de carbón en la que trabajaba mató a su hermano y cuatro amigos. Floresmiro fue el único sobreviviente.

«Si en esa mina murieron cinco personas, ¿por qué no mejor seis?», dice Floresmiro, un boyacense hablador de 34 años, bigote hirsuto y mejillas coloradas.

«A veces pienso que habría sido mejor no despertar a esta realidad y más bien haberme ido con ellos», dice aburrido de cargar con el peso de tener que narrar las

tragedias. En 2006 sobrevivió a otra explosión que le mató a otro hermano en una mina cercana.

La víspera de volver al trabajo, Floresmiro, envuelto en una ruana gastada y con botas de caucho, me llevó hasta La Escondida, la mina donde ocurrió el accidente, el

más mortífero en esta región en lo que va del año. Es una madrugada brumosa y fría, y el sol empieza a colorear las montañas en la vereda Peñas del Boquerón, del municipio de

Sutatausa. Mientras caminamos, Olaya recordó nuevos detalles de aquel día.Ese 1.0 de febrero entró a la mina a las cinco de la mañana, casi una hora antes que los

demás. Iba a reparar uno de los arcos de madera que sostienen los socavones. «Usted sí madruga, ¿no?», le dijo más tarde su hermano, que bajaba, con los otros mineros, a picar el

primer «cochao» del día, a unos 300 metros bajo tierra. Floresmiro le dijo que se veían luego para desayunar afuera.

Igual a los cientos de minas informales de carbón que abundan en esta parte de la cordillera de los Andes, entre Cundinamarca y Boyacá, La Escondida es una construcción precaria:

un armazón de palos, un hueco oscuro que conduce al fondo de la tierra y un coche oxidado amarrado a una guaya de hierro que se enrolla y se desenrolla en el rin gastado de un viejo tractor

estático que cumple el papel de un ascensor. Cada mina es un lunar de hollín en medio del verde intenso de estas montañas.

La explosión ocurrió por una acumulación de gas metano, un subproducto de la descomposición de la materia orgánica hace millones de años. Floresmiro no sabe si la mina era ilegal o no («El patrón

estaba sacando papeles», me dijo), pero reconoce que le faltaba ventilación, que no tenía refugios internos en caso de colapso y que la única vez que vio a un inspector fue después del accidente, cuando

funcionarios de Ingeominas, la agencia nacional encargada de supervisar la seguridad minera, vinieron a cerrar la mina con una telaraña de cintas amarillas, de las que ya sólo quedan unos jirones que cuelgan

de unos espinos, como serpentinas. La explosión botó a Floresmiro casi hasta la boca de la mina, envuelto en un estornudo de polvo

y piedras. Él no lo recuerda, pero se lo contaron los que ayudaron a sacarlo. A los pocos minutos, la campana que usan los mineros que están en el fondo para avisar al cochero que la carga está lista empezó

a repicar. Floresmiro cree que era su hermano pidiendo auxilio y se lo imagina rodeado de compañeros muertos, sofocándose poco a poco en la oscuridad.

El equipo de salvamento tardó dos horas en llegar. «La gente dice que llegaron fue a recoger a los muertos y no a salvar a los heridos», cuenta Floresmiro y explica que venían mal equipados, a pedir herramienta prestada.

«En lo que se demoraron en llegar habrían podido salvar algunas vidas», dice.

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La mayor parte de los accidentes mortales del país se presentan en minas de carbón de Cundinamarca, Boyacá y Norte de Santander. Entre febrero y julio de este año, las autoridades mineras inspeccionaron 524 minas en estos tres departamentos. Según el reporte, el 73% operaba en condiciones inseguras.

Un tren sin locomotora

«Colombia es en la actualidad el mayor productor de carbón de América Latina y el quinto exportador del mundo. Este mineral representa el 25% de las expor-taciones del país, el cual cuenta con reservas probadas de algo más de seis billones de toneladas. El precio del carbón rompió récords históricos. En 2003 se pagaban unos 78 dólares por una tonelada de carbón antracita (el de mejor calidad). En 2010, por la misma tonelada, se pagaban 160 dólares».

Aunque la porción más grande de carbón se saca en minas de cielo abierto en manos de empresas multi-nacionales en el norte del país (Cerrejón, Glencore y Drummond), una importante tajada de la producción nacional recae sobre mineros como Floresmiro, que a diario aruñan el carbón bajo tierra en miles de peque-ñas minas, muchas ilegales, desperdigadas por casi toda la zona montañosa del centro del país. Estas minas son verdaderas madrigueras humanas que a veces al-canzan hasta dos kilómetros de profundidad. Aquí no hay ingenieros y la principal tecnología es la intuición.

Los mineros colombianos están cavando más pro-fundo y más rápido que nunca para llevar energía barata a los mercados del mundo, en particular de Estados Unidos y China, cuyo consumo se dobló en apenas seis años. El apetito por el carbón de la cor-dillera colombiana es tan grande que una agencia internacional recibió hace poco una propuesta de China para financiar un ferrocarril que sacaría el carbón desde Boyacá hasta el puerto de Buenaventu-ra, en el Pacífico, atravesando medio país.

Aunque el presidente Juan Manuel Santos ha puesto a la minería en el corazón de su estrategia de desarrollo económico, Colombia aún carece de normas claras e instituciones preparadas para fomentar y regular una industria que está creciendo de manera caótica, y gene-

rando un riesgo sin precedentes para los trabajadores de las minas, la población aledaña y el patrimonio am-biental de la nación.

El año pasado, 173 mineros murieron en 80 acci-dentes mineros, tres veces más víctimas que en el

Tensión social en Boyacá

La fiebre del carbón, como la del oro y otros minerales en el resto del país, ha puesto en riesgo la tranquilidad de pueblos que por décadas han vivido pacíficamente de la explotación minera tradicional. Algunas re-servas especiales —una figura para proteger a las pequeñas comunidades con tradición minera del departamento— han sido aplas-tadas por la locomotora minera. En La Uvita, el gobierno declaró en septiembre del 2007 una reserva para 22 mineros. No obstante, dos meses después le entregó a un particular el derecho a explotar sobre ese mismo te-rreno. En Jericó, 50 familias mineras habían radicado una solicitud de reserva desde el 2004. Tras cinco años de espera, cuando el gobierno se disponía a declarar ese territorio como reserva minera, Ingeominas le asignó ese terreno a un particular, en un proceso que apenas duró un mes. En 2009, las pobla-ciones de Cucaita y Samacá se movilizaron en contra de la minera Portland Mining, que obtuvo permiso ambiental de Corpoboyacá para explotar carbón en un área que según los habitantes forma parte del páramo El Malmo, que abastece de agua a 18 veredas. En Tasco, la pelea entre los mineros del pá-ramo y quienes tratan de defender el acceso al agua ha desembocado en hostigamientos. En agosto pasado, varios líderes de los acue-ductos veredales que han denunciado cómo las minas están contaminando sus aguas di-jeron estar recibiendo amenazas y panfletos intimidatorios, que han obligado a varios de ellos a abandonar la región.

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Los mineros colombianos están cavando más profundo y más

rápido que nunca para llevar energía barata a los mercados del mundo, en particular de Estados Unidos y China, cuyo consumo se dobló

en apenas seis años.

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2009, según cifras oficiales. La peor tragedia en la his-toria reciente ocurrió en junio de 2010 en la mina de carbón San Fernando, situada en Amagá (Antioquia). Una explosión dejó atrapados bajo tierra a 163 mine-ros, 73 de los cuales murieron.

«Después de cada accidente —primero Uribe y luego Santos— anunciaron reformas inmediatas y estrictos controles, pero los accidentes continúan. La explosión en La Escondida ocurrió apenas una sema-na después de que otra explosión de metano mató a 21 mineros en una mina de carbón en Sardinata (Norte de Santander). El 13 de junio, cinco mineros perdie-ron la vida, incluida una mujer embarazada, cuando una mina de oro se derrumbó en López de Micay (Cauca), una región indígena al suroeste de Colom-bia. Y el pasado 14 de septiembre siete mineros más perdieron la vida en Yuto, cerca de Quibdó. El más joven tenía 20 años y el mayor 65. Hasta mayo de este año se había reportado la muerte en accidentes de 62 mineros, según cifras oficiales ».

En el momento del accidente en La Escondida, ape-nas 16 inspectores del gobierno (y 50 contratistas) tenían a cargo la supervisión en más de 6.000 minas a lo largo y ancho de Colombia. Esta cifra sólo da cuenta de las minas legales que aparecen registradas en Ingeominas, la entidad oficial que lleva el único catastro de las minas en el país. El gobierno calcula que hay otras 3.000 mi-nas ilegales dispersas en 18 de los 32 departamentos del país, una cifra que puede ser optimista.

Floresmiro le da un último sorbo al chocolate y se alista para volver a los socavones. Un conocido le con-siguió trabajo en La Fortaleza, una mina a menos de 200 metros de donde ocurrió el accidente. Mientras se enfunda en un overol beige, apura a Michael, uno de sus hijos, para que no llegue tarde a clase en la escuela. Luego se sienta para ponerse las botas de caucho ama-rillo con punta reforzada. En vez de medias, envuelve cada pie descalzo en un cono de papel periódico, un truco para que el frío y la humedad de la mina no los entumezca. Un minero puede permanecer hasta ocho

horas bajo tierra, sin sol y entre temperaturas que pueden pasar del frío al calor intenso. Antes de salir le dice adiós a Estela, su esposa, y besa un rosario de ma-dera que cuelga de un tocador junto a la cama.

«Todas las mañanas uno piensa en la muerte y piensa en Dios», me dice Floresmiro de camino a la mina. «Uno sabe que va a entrar, pero no sabe si va a salir», remata.

Esa es su rutina desde hace 26 años, y pese a los riesgos que corre, Floresmiro por ahora no piensa cambiarla. Para él, como para miles de campesinos de esta zona, la minería de carbón sigue siendo la prin-cipal fuente de empleo y la mejor pagada. Floresmiro gana cien mil pesos al día, unas cinco veces más del salario mínimo legal en Colombia que es lo que le pa-garían si trabajara en unos cultivos de flores, el otro trabajo disponible en la zona. Por eso aquí nadie ve con malos ojos cada vez que aparece un nuevo hueco y un patrón que paga en efectivo. Tampoco nadie pre-gunta por permisos ni licencias.

Agua o carbón?

El coctel de necesidad y buenas rentabilidades les ha abierto el camino a nuevas minas que pululan en si-tios cada vez más remotos. La fiebre del carbón en la cordillera ha llegado hasta las cúspides de estas mon-tañas, a los páramos, la principal fuente de agua dulce del país.

Al sur de La Escondida y La Fortaleza, loma arriba, está el páramo de Guerrero, el cual provee el agua para cinco municipios, entre ellos Zipaquirá, una ciudad de más de 100.000 habitantes. El paisaje es a la vez hermoso y alarmante: un valle de frailejones —una planta endémica cuyas hojas aterciopeladas capturan las partículas de agua en las brumas permanentes a esta altitud— ha sido perforado por decenas de hue-cos en medio de pilas de carbón. Los huecos están conectados por trochas improvisadas que han abierto los buldóceres y las volquetas que sacan el mineral. Mineros con la cara tiznada y sacos de lana raídos de-tienen sus carretillas para observar a los extraños.

«Nuestro principal problema es el boom minero, que nos está dejando sin agua», me dijo Javier Garzón,

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alcalde de Cogua, un municipio de 20.000 habitantes que viven de cultivar papa y pastorear sus vacas en las faldas de esta montaña. Garzón organiza jornadas con los niños de las escuelas para enseñarles que el agua que toman no viene de la llave —como una vez un niño le dijo— sino de ese páramo, que es como una esponja, en las montañas que rodean el pueblo. Los páramos repre-sentan apenas el 2% del territorio del país, pero proveen el agua al 70% de los colombianos.

«Si esto no se detiene vamos a terminar desplaza-dos, esta vez no por la guerrilla o los paramilitares sino por la gente que está abriendo minas sin ningún control», dijo Garzón mientras mirábamos desde un peñasco del páramo el valle verde que rodea su pue-blo y, más allá, la represa del Neusa, que se abastece también del agua que baja de este páramo.

Garzón, quien ese día llevaba puesto un chaleco azul claro con un logo que decía «El agua es vida», viene librando una dura batalla para frenar estas minas que siguen apareciendo cada día, pese a que desde 2010 la ley las prohíbe en páramos, reservas forestales y par-ques naturales. Hoy, 108.972 hectáreas de páramo han sido entregadas a la exploración y explotación minera, según un informe de la Defensoría del Pueblo. A esas hay que sumarles quizás otros cuantos miles de hec-táreas de minas, como las de Guerrero, sin título ni licencia y por tanto totalmente fuera del radar del Esta-do, pese a estar a menos de 100 kilómetros de Bogotá, la capital, y a la vista de cualquier paseante campestre.

Garzón asegura que hasta ahora ninguna de las mi-nas que trabajan en su páramo ha sido cerrada ni sus dueños procesados por la justicia. Un hecho que con-trasta con el ahínco con el que a veces las autoridades caen sobre los males menores. En un hecho inusual, un juez de Manizales condenó a 32 meses de cárcel (casi tres años) a un campesino de Líbano (Tolima), por llevar a pastar a 31 vacas a «alfombrales», una zona de páramo del Parque de los Nevados. Además, le impu-sieron una multa de 133 salarios mínimos.

«Qué pasó, Flores, ¿tiene miedo?», le pregunta Jexce-nia Corredor a Floresmiro cuando éste se detiene por

El derrumbe de Ingeominas

Entre 2002 y 2010, el área con títulos mineros en Colombia se disparó de 2,8 millones de hectáreas a 21 millones, según cifras del gobierno. Esto equivale a casi el 20% del territorio del país. Estos títulos, el primer paso para iniciar una explota-ción, son entregados por el Instituto Colombiano de Geología y Minería (Ingeominas).

En junio pasado, el ministro de Minas y Energía, Carlos Rodado Noriega, puso en evi-dencia la grave corrupción en esa entidad.

Rodado denunció una «piñata» en la en-trega de títulos de explotación minera sin cumplir los requisitos o en zonas prohibidas, como áreas del sistema de parques nacionales naturales, páramos o resguardos indígenas. Algunos de los beneficiarios de estos permisos son empresas como Anglogold Ashanti, Oro Barracuda, Negocios Mineros, al igual que per-sonas naturales, algunas dedicadas a especular con estos derechos, que son indispensables para iniciar una explotación minera. Hay 238 títulos inscritos que no superan la hectárea y casos extremos como uno de 19 metros de an-cho por 16 kilómetros de largo y otro de apenas 33 centímetros cuadrados. Tan sólo una pareja, según informó El Tiempo, ha solicitado más de 500 títulos, de los cuales, en tiempo récord, asignaron 12, que a su vez revendieron a gran-des compañías.

Por esta situación, hay más de 25 funciona-rios del Ingeominas investigados por la Pro-curaduría, incluidos los exdirectores Mario Ballesteros y Julián Villarruel. También son investigadas todas las delegaciones de Ingeo-minas en el país, así como varias corporaciones autónomas, por conceder licencias ambientales de forma irregular.

un instante antes de iniciar el descenso al socavón de La Fortaleza. Jexcenia es la supervisora de la mina. La contrataron después del accidente de febrero y le die-ron un detector de gases que se cuelga al cuello, como

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La fiebre del carbón en la cordillera ha llegado hasta las cúspides de estas montañas, a los

páramos, la principal fuente de agua dulce del país.

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si fuera el estetoscopio de un médico. En pocas minas de estos lados se usan estos medidores.

«No, miedo no —responde Floresmiro—, pero es que no es fácil…». Se siente culpable. Él piensa que los demás compañeros le reprochan haber sobrevi-vido a la explosión que mató a sus seres queridos. Antes de avanzar, se persigna frente a una virgen pequeña y cubierta de polvo negro puesta entre un doblez de la roca.

Después de insistir y firmar una hoja de cuaderno escolar que dice que lo hago bajo mi responsabili-dad, me permiten bajar con Floresmiro y Jexcenia al fondo del socavón. Van a revisar el estado de algu-nas vigas que Floresmiro tendrá que remplazar, en su primera tarea. Me entregan un casco con linterna y me preguntan si mis prendas son de algodón (el nailon genera estática y produce pequeñas chispas que pueden producir una explosión). También me piden que me abstenga de usar el flash de mi cáma-ra, otra chispa diminuta que puede desencadenar una tragedia.

El túnel desciende por una pendiente de casi 45 grados y se sostiene con arcos de eucalipto emplaza-dos a cada metro, formando una especie de tráquea pétrea. Del fondo sube un aire helado. El suelo es lo-doso por las aguas subterráneas que se filtran. A medida que descendemos, el punto de luz de la puerta se va cerrando a nuestra espalda hasta des-aparecer por completo. El túnel se hace cada vez más estrecho y más bajo. Tenemos que encorvarnos hasta el punto de que cada tanto los cascos, con sus lam-paritas tenues, golpean por accidente las vigas que sostienen la mina.

«Estos postes hay que remplazarlos», le dice Flores-miro a Jexcenia mientras golpea con el puño cerrado una viga mohosa. En algunos lugares, la madera de los arcos de apoyo parece podrida; en otros, los arcos faltan por completo.

Nos detenemos en un punto y nos sentamos en las rocas. Hace falta aire. Cada palabra sale con esfuerzo. Estamos 300 metros bajo tierra, a escasos 100 del frente donde se escucha a los mineros que siguen aruñando la roca con sus picas.

«Está bien bonita esta mina», dice Floresmiro aca-riciando las paredes oscuras de la montaña, como si estuviera tanteando el lomo de un animal.

Encima de nosotros, en la superficie, el paisaje ha cambiado drásticamente. Floresmiro recuerda que cuando era niño, donde ahora hay arrumes de car-bón, solía haber cultivos de maíz, papá y trigo. «Ahora nos toca comprar en las tiendas lo que antes recogía-mos en la parcela», dice, con el aliento entrecortado. Asegura que las minas han ido tomándose su vereda, y las más grandes han ido comprando a las más chi-quitas.

Floresmiro asume su trabajo como una heren-cia. No se hace muchas preguntas, aunque dice que después del accidente piensa que sus hijos deberían seguir otro camino. Empezó a trabajar en las minas cuando contaba ocho años. Le ayudaba a su padre, Guillermo, un campesino que ahora tiene ochenta años pero sigue hablando recio. No cree en ingenieros ni en comisiones oficiales, como la que vino después del accidente a poner orden. El viejo está orgulloso de haber abierto, según él, cien minas. «He trabajado en esto desde que me salieron los dientes y hasta que se me cayeron», le gusta decir.

Lo más probable es que Floresmiro siga el mismo camino de su padre (ya perdió el primer diente), y aunque no quiera, sus hijos también. Todas las tar-des, después de la escuela, los niños de esta vereda salen a jugar a las minas abandonadas. Juegan a ser mineros, empujando carretillas imaginarias, pi-cando piedras con otras piedras o encaramados en los arrumes de vigas de eucalipto fingiendo ser los choferes de los camiones que, todos los días, al final de la tarde, vienen a llevarse lo que los grandes ya le sacaron a la montaña. Antes de volver a casa, cuando empieza a anochecer, de las sobras de carbón que quedan llenan costales, se los echan al hombro y los llevan a la casa para encender las estufas.

«¿Cuánto oxígeno tenemos?», pregunta de pronto Floresmiro. Jexcenia mira el medidor: «20-8», res-ponde. Floresmiro se incorpora en señal de que es momento de regresar a la superficie. Dentro de poco bajará el contingente de mineros del siguiente turno. Retomamos la empinada cuesta hacia la bocamina. Los ojos se han acostumbrado a la penetrante oscuri-dad del socavón y sufren cuando, tras un impercep-tible doblez del túnel, en lo alto empieza a titilar un diminuto haz de luz solar, como la estrella tutelar de la única noche permanente en pleno mediodía.

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Por Cristina de la Torre*Mapas de Fernando Salazar Holhuín

*Cofundadora y periodista de planta de la revista Alternativa.

Investigadora y docente de la Universidad Externado de

Colombia, Columnista de El Espectador. Algunos de sus

trabajos son Álvaro Uribe o el neopopulismo en Colombia; El

Estado social y su mundo; Política petrolera colombiana; Revolcón,

clientelismo y poder político, y Colombia camino al socialismo.

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uando Carlos Lleras habló de «incorar» tierras en la sabana de Bogotá y en

el Valle del Cauca, sus terratenientes levantiscos amenazaron con desencadenar

una guerra civil. La parcelación de Jamundí precipitó el Pacto de Chicoral, que sepultó para

siempre la reforma agraria. Cuarenta años después, las leyes de Víctimas y Tierras vuelven a poner al agro en la palestra del debate público. A las primeras restituciones de fundos arrebatados a sus dueños, el presidente advierte sobre nuevas veleidades levantiscas de la mano negra. Aunque hoy no se habla de repartir tierras sino

de devolver las usurpadas y de modernizar el campo, como presupuestos de paz, en un país flagelado

por el narcotráfico y el conflicto armado. De esta guerra emanaron el despojo y la huida de

cuatro millones de campesinos; el control de territorios enteros por ejércitos

ilegales; y, sólo entre 2006 y 2010, la fruslería de 173.183

inocentes asesinados y 34.467 desaparecidos a manos de paramilitares, según la Fiscalía. La tierra se trocó en factor de guerra, porque los

contendientes perseguían el control militar del territorio.

Entre tanto, el modelo de desarrollo rural viraba hacia una

nueva ecuación: más larguezas para los grandes empresarios, olvido para el campesinado

raso. Pero el sector empresarial, orgullo de la patria, no le produjo al país riqueza ni empleo: en 2010 la agricultura creció cero y la pobreza agobiaba al 64% de los campesinos. Si en 1991 Colombia importó un millón

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de toneladas de bienes agropecuarios, en 2010 fueron nueve millones1. Y, sin embargo, la participación de los apoyos directos del gobierno a los grandes productores había saltado del 17,4% en los años noventa al 46,7% en la primera década de este siglo; en los mismos periodos, la participación del desarrollo rural bajó de 46 a 12%. Por desmantelamiento del Estado promotor del desarrollo, de ocho entidades públicas del sector agropecuario —ica, dri e Incora comprendidas— hoy sólo quedan dos: Incoder y el propio Ministerio de Agricultura. Como se ve, a la par con el desmonte de las instituciones públicas, se estranguló financieramente al sector agrario y cuanto quedó en caja se canalizó al bolsillo de los grandes empresarios. Díganlo, si no, los subsidios de Agro Ingreso Seguro. Se construyó un modelo «modernizante», más cifrado en el privilegio y el mercado que en el Estado y el interés común. Y se preservó el orden social de jerarquías petrificadas que venía desde el origen de los tiempos.

La agricultura colombiana se afirma hoy sobre dos franjas distintas: la frontera agrícola, por un lado; y, por el otro, la altillanura, que se presta para agri-cultura comercial moderna y biocombustibles; para cultivos intensivos en capital, no en mano de obra. En la primera franja, asiento de pequeños, medianos y grandes propietarios, donde estos últimos acaparan el grueso de la tierra, se remplazó la reforma agraria redistributiva por subsidios que le dieran al pequeño campesino acceso al mercado de tierras. Congelado quedó el sistema de tenencia de la tierra, y su concen-tración se acentuó con la incursión del narcotráfico. Congelado, también, el uso inadecuado del suelo, que es causa del estancamiento en el campo. En Colombia sólo se explota la tercera parte del potencial agrofo-restal. La ganadería bien podría contraerse a la mitad del área que hoy ocupa. La absurda concentración de la tierra (segunda en el mundo), acicateada por los precios astronómicos de la especulación, bloquea la actividad productiva del sector.

Para Absalón Machado2, experto agrarista, no habrá justicia en el campo, ni modernización, ni productivi-dad, si no se redistribuye la propiedad agraria. Y no se

1 Ver Darío Fajardo, «Contribución del modelo de desarrollo agrario a la cri-sis alimentaria en Colombia», conferencia dictada en la Academia Colom-biana de Ciencias Económicas, Bogotá, septiembre de 2011.2 Entrevista realizada el 9 de septiembre de 2011 en Bogotá.

trata de atomizar aún más el minifundio en parcelas liliputienses condenadas a la miseria, sino de robus-tecer la mediana propiedad a expensas del latifundio improductivo. Tampoco se trata de expulsar de la frontera agrícola a la población «sobrante», en honor del viejo modelo de colonización (hoy hacia la altilla-nura) que deja incólumes el atraso, las inequidades, los desequilibrios y el conflicto.

Tierra y conflictoDos conflictos confluyen en el campo: el agrario y el armado. El primero apunta a la tierra; el segundo, al territorio y al control de la población. Cuando la tierra deviene instrumento de guerra, uno y otro se entrelazan. Se la arrebata por presión de compra, por estafa o por la fuerza, para trazar corredores de co-mercialización del narcotráfico o derivar otras rentas. Preservarlos implica controlar el territorio. Reinar. Y guerrear contra otros que van por la misma presa. Desde los años ochenta, nuestra guerra deriva menos de la lucha por la tierra entre campesinos y terra-tenientes que de la disputa por el territorio, por la captura de las entidades públicas, del poder político, de las rentas municipales y el negocio de las drogas ilícitas3. Incrustado en la entraña del campo, el nar-cotráfico articuló los intereses económicos y políticos de la sociedad agraria y sus elites, y la guerra entre guerrillas y paramilitares. La capacidad de coerción armada se convertiría en «el principal argumento de articulación del poder en la sociedad rural»4.

El conflicto armado siguió una nueva dinámica. Para defenderse de la guerrilla y proteger su riqueza, narcotraficantes, ganaderos y terratenientes promo-vieron la creación de autodefensas armadas y muchos terminaron fundidos en ellas. Entonces se saltó de la lucha por la tierra a la disputa por el territorio. Cada vez más financiada por el narcotráfico, la guerrilla bus-caba expandirse sobre el territorio y tomarse el poder. El paramilitarismo se proponía controlar el negocio de la droga, revistiendo su guerra con galas de lucha contrainsurgente. Eje de su acción fue el despojo: 6,5

3 Ver pnud, Colombia rural, razones para la esperanza, Informe Nacional de Desa-

rrollo Humano. Bogotá, septiembre de 2011.4 Ibíd., p. 34.

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Desde los años ochenta, nuestra guerra deriva menos de la lucha por la tierra entre campesinos y terratenientes que de la disputa por el territorio, por la captura de las entidades públicas, del poder político, de las rentas municipales y el negocio de las drogas ilícitas.

Vista 3D del Mapa de ecosistemas continentales, costeros y marinos de Colombia (IDEAM, IGAC,

IAvH, Invemar, I. Sinchi e IIAP. 2007). Modelo de elevación SRTM 3 seg.

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La reforma rural desborda la sola redistribución de tierra: demanda capacidad institucional,intervención del Estado, articulación de organizaciones sociales al poderpúblico, con propuestas de cambio y desarrollo.

Vista 3D del valle del Magdalena y los nevados de la Cordillera Central. Modelo de elevación

SRTM e imágenes LANDSAT 2001 de la Universidad de Maryland.

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tierras se han convertido en talanqueras formidables para el desarrollo en el campo. Bloqueado el acceso a la tierra, se restringen la inversión, la producción y el ahorro: el crecimiento resulta deleznable o nulo, y explosivo el potencial de conflictos. Los planes de desarrollo no alteran la concentración de la propie-dad; propenden a la modernización, mas no a la dis-tribución. Perpetúan esta estructura irracional que obstaculiza el desarrollo humano y el crecimiento económico del sector. Inversionistas, terratenientes, narcotraficantes y grupos armados terminan por su-bordinar la lucha histórica por la tierra al control del territorio, casi siempre con fines de narcotráfico.

Poco Estado y mucho mercado respira este modelo: «Colombia necesita más Estado en el mercado y menos mercado en el Estado», postula Machado7. No basta la restitución de tierras —agrega—, hay que abrir las puer-tas a la modernización con un Estado más interventor y regulador. Entonces, ¿qué tierras distribuir, cómo hacerlo y dónde? Si ha de repartirse, será cerca de las ciudades y en zonas con verdadero potencial producti-vo en agricultura, en ganadería, en explotación fores-tal. Siempre dentro de la frontera agropecuaria. Tierra hay: en ganadería sobran quince millones de hectáreas, en suelos con vocación agrícola se desperdician otras tantas y el mismo número se subutiliza en áreas fores-tales. Pero reconvertir la ganadería y aprovechar todo el potencial agrícola y forestal son empresas que pasan por resolver el conflicto por la tierra.

Más allá de la frontera agrícola, en la altillanura, se va afirmando el modelo de gran explotación agroindus-trial, de consorcios poderosos, algunos extranjeros. No se prestan estas tierras para repartir a campesinos sino para proyectos empresariales de grandes inversiones. La incógnita allí será cómo incorporar a los pobladores de la región: como mano de obra a destajo, o en pro-gramas tipo Fasenda, empresa que explota a plenitud quince hectáreas en porcicultura, maíz y otros cultivos. Con todo, la oferta de trabajo será precaria en planta-ciones agroexportadoras que habrán suplantado a la agricultura campesina. Arturo Infante y Santiago To-bón8 calculan que, de mecanizarse el corte de caña para producir etanol en las 200 mil hectáreas sembradas, los

millones de hectáreas fueron arrebatadas a sangre y fuego o abandonadas en estampida. Mientras el despojador convertía la tierra en botín de guerra, el Estado dejaba hacer, dejaba pasar.

El senador Juan Fernando Cristo, promotor de la Ley de Víctimas, señaló que Colombia era testigo «del más grande despojo de tierras del hemisferio occidental en el último siglo». Mas, para sorpresa de todos, en decisión de gobierno que hará historia, el presidente Santos debutó con la promesa de redimir a las víctimas del despojo, «así en ello me vaya la vida». Ha corrido sangre de líderes que reclaman la tierra usurpada. Guillermo Rivera, ponente de la ley que la prescribe, escribió que la mejor manera de garanti-zar la aplicación de la Ley de Víctimas es procurando la organización de éstas: Lleras Restrepo apostó a la organización de los campesinos «para enfrentar polí-ticamente a los terratenientes, Santos debería apostar a la organización social de las víctimas para enfrentar políticamente a la mano negra»5.

El modelo ruralDe 21,5 millones de hectáreas aptas para agricultura, Colombia sólo explota 4,9 millones. A ganadería se dedican 31,6 millones, 10,6 millones más de lo nece-sario. El potencial estimado para explotaciones co-merciales y bosques nativos bordea los 20 millones de hectáreas, pero a esos renglones se destinan apenas 7,4 millones. Es decir, que hay en el país 39,8 millones de hectáreas inexplotadas o mal usadas6. La expan-sión sin pausa de la ganadería extensiva en la frontera agropecuaria encuentra estímulo en las políticas de gobierno y en el mercado, factores que convierten la tierra en bien especulativo: la tienen sus propietarios no para producir, crear ingresos y empleo, sino para derivar rentas. Y no pagan impuestos, o tributan pre-diales irrisorios. La ganadería extensiva destruye bos-ques y ocupa suelos de vocación agrícola.

Por su parte, la concentración de la propiedad impide la incorporación de los pobladores a la pro-ducción y a los recursos productivos. Sabido es que este modelo de tenencia y el uso inadecuado de las

5 Guillermo Rivera, El Tiempo, 8 de septiembre de 2011.6 Datos extraídos de la entrevista citada a Absalón Machado.

7 En este apartado seguimos la entrevista a Machado.8 Infante y Tobón, Implicaciones de las políticas públicas sobre biocombustibles, Roma, FAO, 2009.

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13,25 millones de jornales se desplomarían a 4,86. Sufre el empleo a manos de la competitividad. Y la seguridad alimentaria queda pendiendo de un hilo.

¿Qué necesidad había de abrir toda esta zona de reserva, de situar en ella la locomotora agrícola del gobierno —se pregunta Machado—, si disponíamos de tantas posibilidades inexploradas dentro de la fron-tera agrícola? ¿Economía de enclave? ¿Colonización pura y dura para no tocar la estructura de propiedad en la frontera agrícola?

Modernizar sin repartirComo complemento a la devolución de fundos expo-liados, el gobierno ha anunciado una Ley de Tierras y Desarrollo Rural que responda por el desarrollo social y económico en el campo, para beneficio prioritario del campesinado pequeño y medio. En forma expresa ha dicho el ministro Restrepo que no reeditará la re-forma agraria de los años sesenta, con distribución de tierras. Se trataría ahora de recuperar lo arrebatado y de modernizar la agricultura campesina. Política inte-gral de tierras que apuntaría a formalizar la propiedad agraria; a mejorar el uso del suelo —menos ganadería extensiva, más agricultura—; a proteger la frontera de bosques y reserva forestal, a modernizar el campo y facilitar el acceso del campesinado medio y pequeño a la tierra. «A promover el desarrollo rural con formas asociativas del campesinado, pues no se trata sólo de restituir tierras sino de aplicar en ellas procesos pro-ductivos sostenibles», remata el ministro.

En aquella dirección parece marchar la propuesta preliminar del gobierno9. No modifica significativa-mente la estructura de propiedad en el campo, y se contenta con facilitar la compra de tierras con subsidio. Pero introduce cambios sustantivos. El primero, recu-pera el desarrollo rural como estrategia de política pú-blica planificada a largo plazo, a cargo del Estado. En la mira de «modernizar los instrumentos de intervención del Estado», el artículo 4 del capítulo II deposita en el Ministerio de Agricultura la responsabilidad de «lide-rar y coordinar la formulación de la política nacional de desarrollo rural, con base en criterios de equidad,

desarrollo, ordenamiento productivo y sostenibilidad, la cual deberá proponer una visión de largo plazo y (…) medidas para fomentar el desarrollo de los territorios rurales (…) y de su economía…»10. El proyecto rescata también la Unidad Agrícola Familiar que la Ley 135 de 1961 introdujo y la Ley 160 de 1994 reformuló. Otro cambio de fondo será la recuperación de la asistencia técnica para los pequeños campesinos como servicio público y gratuito. Y la transmutación del malhadado Agro Ingreso Seguro en el programa de Desarrollo Ru-ral con Equidad, que reorienta los subsidios de prefe-rencia hacia el campesinado medio y pequeño.

Otras opcionesCasi todos los especialistas encuentran que sin distri-bución de tierra no habrá desarrollo rural ni amainará el conflicto armado interno. Con todo, si de reforma agraria se tratara, no sería como aquella que el Incora ensayó. Absalón Machado, verbigracia, concibe una

9 Ministerio de Agricultura, Ley General de Tierras y Desarrollo Rural (versión no oficializada del anteproyecto de ley), Bogotá, septiembre de 2011.

10 Ibíd.

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reforma capaz de crear pequeños, medianos y grandes propietarios articulados en un movimiento común de economía agraria y sobre un territorio comparti-do. Principiaría por fortalecer la mediana propiedad, que controla apenas la quinta parte de la tierra, en un campo polarizado entre 20% de minifundio y 60% de gran propiedad. Desconcentrar poder en el latifundio; aumentarlo en el minifundio con crédito, asistencia técnica, vías y condiciones de mercadeo, y ampliar la propiedad media mordiéndole a la gran propiedad, arrojaría un escenario equilibrado de poderes en el campo. Su horizonte, la formación de una clase media campesina, inexistente en Colombia, y llamada —como en todas partes— a ser el fiel de la balanza.

El Estado cuenta con todos los medios para hacer-lo: la citada Ley 160 lo habilita para comprar tierras, expropiar con indemnización, declarar extinción de dominio, afectar la propiedad subutilizada o no usa-da, aplicando el criterio de la función social de la pro-piedad. La nueva ley le permitiría al Estado comprar tierras por su valor catastral, intervenir directamente la gran propiedad ociosa y enderezar las distorsiones del mercado. El Plan de Desarrollo, por su parte, ele-va el impuesto predial, de modo que el propietario, o explota bien su tierra, o la vende. Es ya verdad de a puño que la eficiencia en el campo se logra pagando por la tierra ociosa. Vale decir, tributando lo que en justicia corresponda por no trabajarla a derechas. Por lo que hace al minifundio, habría que promover la integración funcional de parcelas hasta configurar fundos de talla mínima rentable. Y ejecutar políti-cas de descentralización industrial y de servicios am-bientales que ocupen los brazos sobrantes en la pe-queña propiedad. Pero nada de esto fructificaría sin organizar el mercado de productos agropecuarios en asociaciones de productores capaces de negociar, colectivamente, con cooperativas y supermercados. La reforma rural desborda la sola redistribución de tierra: demanda capacidad institucional, inter-vención del Estado, articulación de organizaciones sociales al poder público, con propuestas de cambio y desarrollo.

Ricardo Bonilla11 sostiene que la agricultura podría garantizarle a Colombia su seguridad alimentaria

11 Ricardo Bonilla, revista digital Razón Pública, 5 de septiembre de 2010.

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y generar excedentes de exportación, pero sólo si se recupera el uso productivo de las tierras ociosas. Propone estimular la producción de alimentos, ope-rar una transformación agroindustrial en el campo y modernizar la ganadería para cederle tierras a la agricultura. Por otro lado, plantea la creación de un programa integral de apoyo al pequeño campesino, para que se modernice y supere la pobreza. La meta nacional debería ser, según el analista, duplicar en cuatro años el área cultivada del país en tierras fér-tiles. Ahora bien, en la perspectiva de redistribuir el ingreso y la riqueza, Bonilla aboga por una ley de tierras enderezada a la redistribución y a restituir los derechos de las víctimas. Le siguen su organiza-ción productiva y la revisión del uso del latifundio improductivo.

El modelo de desarrollo agrario que ha prevalecido no resuelve, pues, los problemas del campo: ignora su potencial de recursos y la capacidad de sus gentes. Para el pnud, urge una «reforma rural transformado-ra»12 que cambie la estructura de tenencia de la tierra. Concibe el desarrollo rural en función del territorio, apunta a los pobladores más débiles y exige cambios en el modelo económico. Aboga por rescatar el lide-razgo sustantivo del Estado, único medio capaz de erradicar la pobreza, la injusticia y la concentración de la propiedad rural. Insta a poner en práctica una política integral de tierras dirigida a generar exceden-tes económicos en las empresas familiares, fortalecer la mediana propiedad, desarrollar tecnología, regular el crédito, respetar el ambiente, reconvertir la gana-dería extensiva, incentivar la inversión y privilegiar la seguridad alimentaria.

Dos mínimos lograron, tiempo ha, todas las refor-mas agrarias de corte liberal en el mundo: redistri-bución de tierras y cambios en el uso de los suelos. Colombia ha comenzado por el intrépido proceso que conduce a restituir y formalizar la propiedad rural, en medio de la guerra, bajo amenaza de la derecha extrema y el peso de una historia siempre adversa a los más débiles. Enhorabuena. Pero ¿habrá coraje para completar la tarea reformando la estructura de propiedad de la tierra, presupuesto necesario de mo-dernización en el campo?.

12 Ver pnud, informe citado, pp. 46-48.

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Mundos en colisión

• El baile del muñeco.

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Mundos en colisión

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*Santiago Mora es actualmente profesor del Departamento de Antropología de

la Universidad de St. Thomas, en New Brunswick (Canadá). Realizó estudios

de licenciatura en la Universidad de los Andes en Bogotá, de maestría en la

University of Gainesville (Florida) y obtuvo un doctorado de la Universidad

de Calgary (Canadá). Sus trabajos de investigación se centran en temas tales

como el manejo de los recursos, los sistemas adaptativos y las tempranas so-

ciedades de cazadores y recolectores de las tierras bajas suramericanas.

A principios del siglo xx, un solitario etnógrafo alemán recorría la selva amazónica. Su trabajo bien habría podido cambiar la forma en la cual descubrimos este mundo; lamentablemente, sólo una selecta audiencia tuvo acceso a sus escritos. A pesar de ello, no es exagerado afirmar que creaba un mundo hasta entonces insospe-chado, un mundo que aún hoy se puede descubrir.

Theodor Koch-Grünberg tenía una aguda capacidad de ob-servación, una sorprendente habilidad para describir y registrar todo aquello que observaba; más que nada, estaba poseído por un ilimitado deseo de entender. Como buen etnógrafo, sabía que si bien él estudiaba las costumbres de los indígenas, estos últimos hacían lo propio con las suyas, pues para muchos de los nativos resulta indispensable entender las razones que llevan al etnógrafo a alejarse, sin ninguna compañía, de su mundo. Internarse en lo desconocido y dejar atrás todo lo que tiene sentido. ¿Qué lleva a este ser a entrar en un mundo que le es ajeno?

El mutuo interés por el otro que han sentido nativos y etnógra-fos únicamente se puede transformar en conocimiento si entre ellos media una cierta dosis de confianza. Por esto es necesario humani-zarse ante los ojos del otro, descubrir lo semejantes que somos pese a las diferencias que nos separan. Sólo así nativos y etnógrafos pueden

Por Santiago Mora*

Fotografías de Lilith

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entender al otro. Tal vez por ello Koch-Grünberg no te-nía ningún reparo en hablar sobre su vida en Alemania; tal vez por ello los nativos le permitieron permanecer en la maloca y observar, mientras conversaban.

Koch-Grünberg relata cómo en cierta ocasión, des-pués de una conversación en la cual los indígenas le preguntaron sobre el mundo del cual provenía, él se atrevió a enseñarles una fotografía que llevaba consigo. En la fotografía, la esposa y los hijos del etnógrafo po-san frente a su casa. No resultó para nadie sorprenden-te que el etnógrafo tuviera una familia, pues casi siem-pre se piensa que la normalidad la da la pertenencia a una familia. Lo que sí sorprendió es que en la fotografía se ve una sustancia blanca, inexplicable, que lo cubre casi todo: el techo de la casa, el suelo y hasta los árboles se encuentran recubiertos con este «material». El etnó-grafo provenía, sin lugar a dudas, de un mundo blanco; a lo mejor para los nativos eso explicaba su palidez.

Es fácil imaginar los esfuerzos que realizó Koch-Grünberg para revelar la naturaleza de esta sustancia. Insistió en el hecho, indudable, del efecto de la tempe-ratura en las características de algunos líquidos. Posi-blemente argumentó cómo el agua, al exponerse al ca-lor de la candela, se transforma en vapor. Intentó crear en la mente de su audiencia una analogía que permitie-ra imaginar que si el calor se remplazara por un intenso frío, el agua, que en el primer caso se transformó en un gas, en el segundo se transformaría en una piedra. El etnógrafo trató de hacer lógico el origen de la nieve y el hielo para quienes nunca lo han visto, o siquiera imagi-nado. Un objeto impensable se presentaba ante los ojos de los miembros de una comunidad que, con toda segu-ridad, miraban atónitos a este extraño personaje.

Por supuesto que los indígenas sabían que los cam-bios de temperatura tienen efectos sobre el mundo. Ninguno de ellos desconocía esta realidad. Cuando un «friaje» —una masa fría de aire que se desplaza desde el sur, cubriendo la Amazonia— llega a sus tierras, el bosque y sus habitantes enmudecen. De la tupida selva no emerge ningún ruido; en las chagras no se

escucha el cantar de las aves; en las quebradas no se oye el croar de las ranas; ya no suenan en los pastizales las sirenas que prenden las chicharras para festejar o ahuyentar el calor del mediodía. Durante el friaje todos los animales se han reunido con los miembros de las comunidades a las cuales pertenecen para hablar, para discutir, para discernir las razones y consecuencias de este inesperado evento. Es un tiempo para pensar, para debatir a la espera de mejores épocas. Los nativos per-manecen también en el interior de la gran casa comu-nal, en la cual las hogueras arden sin tregua.

Esa misma noche, desde su hamaca, sumido en la oscuridad, Koch-Grünberg escuchó la conclusión a la que habían llegado algunos de los nativos después de examinar la fotografía y escuchar las explicaciones que él les había dado. Indudablemente, este europeo era un necio, un alucinado, un cretino. ¿Cómo puede el agua ser de piedra?

Los nativos y el etnógrafo se habían distanciado no porque se dudara de la humanidad de uno o de los otros. No eran diferentes, sólo lo eran sus mundos. Los alejaba un paisaje inexplicable. Vivían en espacios con reglas diferentes, universos distantes e irreconcilia-bles. Las normas que organizaban el comportamiento de las cosas allá no tenían ningún sentido acá.

Más de cien años han transcurrido desde este inci-dente. La selva se ha incorporado poco a poco al mundo del cual el etnógrafo emergió; cientos de productos y materias primas se extraen de ella. Muchos de los nativos desaparecieron, así como también una buena parte de la jungla. Unos pocos de ellos aún habitan en un mundo que no puede entender el extraño universo del etnógrafo. La voz del etnógrafo, y los conocimientos que adquirió en su largo deambular, se diluyen bajo el bullicio de las máquinas que hacen los pozos para extraer petróleo, que sondean aquí y allá los suelos en busca de metales o que crean avenidas que cortan un mundo cuyas reglas no entendemos.

A pesar de todo, las discrepancias de estos mun-dos han prevalecido, ya que se fundan en razones

De la tupida selva no emerge ningún ruido; en las chagras no se escucha el cantar de las aves; en las quebradas no se oye el croar de las ranas; ya no

suenan en los pastizales las sirenas que prenden las chicharras para festejar o ahuyentar el calor del mediodía.

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profundas, no sólo en las apariencias del paisaje. Vale la pena intentar entenderlas, a lo mejor allí po-demos encontrar opciones para el presente.

El mundo del etnógrafoEl cosmos del etnógrafo se originó en la tradición ju-deocristiana. Una tradición capaz de asimilar a todas las tribus de bárbaros que se opusieron a la expansión del imperio romano. Un imperio que asimiló, incluso, a todos aquellos que lo destruyeron. Con el tiempo, grupos como los visigodos, los vikingos, los eslavos o los mayard, que se enfrentaron a los romanos, ter-minaron siendo tan cristianos como ellos, o quizás más. Estas creencias les permitieron consolidar, en los tiempos de atomización, la centralización del po-der en una institución: la Iglesia. Pero los romanos no sólo les legaron a estas gentes una fe: sus leyes, códi-gos, historias, viviendas, calles, palacios y mercados fueron una inagotable fuente de inspiración. Hoy, las ruinas de este imperio se encuentran por doquier. Viejos coliseos, antiguos acueductos, abandonados lapidarios: el legado de los antiguos amos sigue po-tenciando las realizaciones de la Europa de hoy.

Las creencias religiosas impartidas en este universo no intentaban perfeccionar el mundo, buscaban mejo-rar el espíritu humano. La excelencia no podía ser más que moral y por ello, en una gran medida, personal. Dios les proporcionó, según sus textos, el mundo mate-rial para que lo emplearan en este proceso, en esta bús-queda de la perfección espiritual. El mundo-recurso de los europeos era un espacio que simplemente se debía usar. Se llegó a pensar que era inmutable e infinito: un proveedor incansable de todo aquello que se nece-sitara. Pensadores como Georges Cuvier, a principios del siglo xix, enfrentaron grandes problemas para de-mostrar que el mundo cambiaba. Era difícil aceptar, en aquella época, que una secuencia interminable de ca-tástrofes había dado forma al actual paisaje; no obstan-te, una vez que este pensamiento se tomó seriamente cobró un nuevo sentido la relación entre el crecimiento de las poblaciones y los recursos a su disposición. Al aceptar la mutabilidad de la naturaleza y la existencia de una encarnizada competencia entre poblaciones e individuos, se abrió la puerta a la idea de la evolución.

El dinámico mundo, descubierto en el siglo xix, se empezaba a entender cuando se lo examinaba con un

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método que fragmentaba y buscaba separar, creando categorías cada vez más excluyentes; con ellas, se ex-plicaba en detalle un limitado número de fenómenos. Así, de la mano de las clasificaciones, se daban impor-tantes pasos que permitían examinar los objetos —mi-nerales, animales, vegetales— del mundo. El empleo de este método llevó a increíbles descubrimientos.

Simultáneamente, se consolidaba una visión, en el centro de la cual se encontraba el individuo. Los dere-chos, la libertad y el mismo concepto de autonomía se erguían como importantes virtudes que destruían las antiguas supersticiones y la irracionalidad que habían caracterizado los tiempos pasados. Este pensamiento no sólo separaba el entonces del ahora, sino que su uso creaba una notable diferencia entre nosotros y el otro; después de todo, se pensaba que estas antiguas formas de ver el mundo soportadas por la superstición subsistían en los pueblos no occidentales. Hoy ya no los llamamos salvajes o bárbaros, ahora les decimos premodernos; sin embargo, en la mente de muchos, estos «nativos» tienen algo en común con los del pasa-do: necesitan una ayuda para acoger nuestra religión y nuestra forma de pensar. Después de todo, muchos de ellos aún no entienden de dónde viene el etnógrafo que cataloga los objetos que emplean, ordena sus mitos en secuencias o crea diseños esquemáticos de su cosmos.

En este contexto, no resulta sorprendente que el pensamiento económico occidental se desarrollara ba-sado en una concepción que ve un ejemplo en el com-portamiento del individuo. Este individuo es un per-sonaje que se ha definido de acuerdo con una premisa básica: se trata de un sujeto que se mueve guiado por su propio interés. Sin embargo, se espera que este com-portamiento individualista genere un beneficio social. Así se crea una sociedad ideal que ve con beneplácito la competencia, que aspira a una alta producción y a un gran intercambio y que asume la acumulación como una bendición. En esta sociedad no hay nada de qué preocuparse, puesto que la lucha mantendrá los pre-cios bajos tanto en la producción de los objetos como cuando éstos son introducidos en los mercados. Por

otra parte, los mismos mecanismos evitarán los abusos de los monopolios y permitirán que los intereses sean bajos. Es como si existieran unos vasos comunicantes que llevan a nivelar los flujos, sin que para ello medie algún esfuerzo. De este modo, la mano invisible, que a lo mejor soñó una noche Adam Smith, posibilitará un adecuado desarrollo. Pero no son éstas las únicas ventajas que ofrece el sistema, ya que también vela por la tranquilidad del individuo. Cuando las cosas no van bien, se puede pensar que es por culpa de la economía. Así el mezquino individuo también tiene derecho a ser irresponsable. En realidad no hay responsables, no hay responsabilidad ni culpa. Las cosas pasan. Una increí-ble contradicción se encierra en el interior de la socie-dad que creó la ciencia. Una forma simplista de liberar culpas y justificar las decisiones del individuo que sólo debe y puede pensar en sí mismo.

La sociedad del nativoLos cosmos de los nativos, en particular de aquellos que habitan en la Amazonia, también fueron creados por dioses. Los mitos nos hablan de cómo ocurrió esto; simultáneamente nos hablan de todo aquello que ha pasado. Uno de los más destacados antropólogos del si-glo que terminó —Claude Lévi-Strauss—, quien hizo tra-bajos etnográficos en la Amazonia, notó cómo los mitos no ofrecen una explicación parcial sino que presentan una totalidad. El mito constituye una explicación, que si bien no le da al hombre un poder técnico sobre la natu-raleza, le ofrece la ilusión de entender todo. A diferencia de los europeos y sus descendientes, el procedimiento empleado para elaborar y manejar este conocimiento no se basa en reducir, dividir, fragmentar; por el contra-rio, allí la adición, la integración, es la norma con la cual se organiza el conocimiento. Paradójicamente, desde mediados del siglo xx Occidente ha intentado producir un conocimiento cuya característica sea integrar; se busca entender complejos sistemas a partir de modelos que adicionan más y más variables. Basta ver los esfuer-zos de los físicos que buscan una teoría que unifique las fuerzas conocidas, o los intentos de los ecólogos por

Para el chamán, la semejanza entre el comportamiento de las comunidades de los animales y los humanos es natural.

No duda en afirmar que nosotros vemos a los animales como animales y ellos a nosotros en la misma forma.

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• Celebración de la cosecha de chontaduro.

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comprender la biosfera. Los nativos, por su parte, han integrado todo aquello que se sabe en un relato que se repite y se adapta a las circunstancias presentes.

A esta primera diferencia entre occidentales y las sociedades premodernas la siguen otras. En los mun-dos de los nativos los humanos también son, como lo son en la historia religiosa de los europeos, centrales. Después de todo, somos nosotros —los humanos— quienes necesitamos a Dios, no Él a nosotros. A pesar de esta congruencia, existen importantes matices en-tre las concepciones de los dioses y las tareas que ellos imponen a los humanos. Hay que tenerlas en cuenta.

Los dioses, al introducir a los humanos en las mi-tologías amazónicas, intentaron establecer un orden. Querían dar una dirección al mundo. Los mitos rela-tan múltiples intentos por imprimir esta dirección. En la tradición europea, Dios creó a los humanos a su semejanza; ellos deben alcanzar, al menos, una pequeña parte de la perfección que Él encarna. De cierta manera aquí, como en sus economías, hay una fuerte dosis de individualismo. Por el contrario, en el mundo de estos «otros» la intención de los dioses fue organizar, a partir de aquello que es humano: la socie-dad. Una visión comunal. El objeto de los humanos es socializar el mundo.

A nadie le puede sorprender que durante el friaje los animales se reúnan en sus comunidades para discutir, en un evento social, sus problemas. Después de todo, ellos tienen su propia sociedad. Para el chamán, la se-mejanza entre el comportamiento de las comunidades de los animales y los humanos es natural. No duda en afirmar que nosotros vemos a los animales como ani-males y ellos a nosotros en la misma forma. Sin embar-go, cuando él se transporta al mundo de los animales los ve como humanos. Viaja allí para reunirse con los representantes de estas comunidades, para negociar los intereses de su propia comunidad, o simplemente para suavizar los conflictos que surgen entre los gru-pos. Se puede afirmar por ello que hay una igualdad entre las sociedades de los humanos y las de los ani-

males; se presume que las dos enfrentan problemas semejantes. En la historia (el mito), esta esencia social es fundamental y trasciende la sustancia. Por ejemplo, en el Vaupés un mito barasana explica cómo una pe-queña ave, de piernas cortas y frágiles, con un cuerpo ovalado, que prefiere cazar insectos en la noche, en un tiempo mítico cayó en medio del silencio y la oscuridad primigenia. Asustada, preguntó: «¿Quién soy yo?». En la oscuridad se escuchó una voz que contestó: «Eres un hombre». El pájaro inquirió nuevamente: «¿Quién eres tú?». La voz replicó: «Una mujer». Así aparecieron los primeros humanos. Allí, en la selva, no existe ninguna contradicción entre la forma y la esencia: un peque-ño pájaro es el primer hombre, porque lo que lo hace hombre no es su sustancia, es su esencia.

Una importante consecuencia que se deriva de este pensamiento es que si existen muchas sociedades seme-jantes en su funcionamiento a la de los humanos, éstas adquieren un valor semejante a la nuestra; es decir, la sociedad de los humanos es la principal para los huma-nos, pero no lo es para todas las otras. Un pensamiento que se aleja del hombre occidental, que domina la natu-raleza dada su superioridad. Aquí, en estos otros mun-dos, es necesario negociar debido a la «igualdad». En estas sociedades, desde la Amazonia hasta el Ártico, no es raro que el cazador, por ejemplo, realice un pequeño ritual para liberar el espíritu de la presa recién sacrifi-cada. El cazador pide perdón por el sacrificio que ha he-cho. Después de todo, está tomando la vida de uno de los miembros de una de estas sociedades de los animales. Sería muy difícil evitar que la gente se riera del carnice-ro que implora perdón de rodillas a los cuerpos de los animales que cuelgan de un gancho en su negocio.

Otro notable contraste entre las concepciones de estas sociedades y «Occidente» es la idea de trans-formación. En el mundo de los nativos, el caos que antecedió a la sociedad poco a poco fue cobrando sig-nificado, ajustándose, cambiando para organizarse. Las relaciones sociales, tanto entre humanos como en-tre los miembros de otras especies, permitieron crear

El chamán se transforma en jaguar para recorrer la selva en la oscuridad de la noche, buscando los marcadores del

cambio; indudablemente es un jaguar, pero sólo puede ser un jaguar porque es un chamán.

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un orden que, como las mismas relaciones sociales, es cambiante. De modo que estos universos se edifican sobre la premisa de la mutación, de un proceso que no tiene fin. Allí no se puede pensar el mundo sin incluir una fuerte dinámica. Todo se encuentra en proceso de transformación; una gran parte del oficio del cha-mán consiste en estar atento a los cambios que se dan, interpretarlos, desarrollar la agudeza necesaria para identificarlos. Una visión que choca con aquella que se produjera en Europa desde sus inicios y que tanto tra-bajo le costó derribar a la ciencia.

A pesar de todo, en Occidente nos gusta pensar en lo constante, nos gusta ignorar el cambio, estamos más cómodos con la inmutabilidad. Es cierto que dejamos cambiar las pequeñas cosas, como la moda —que pare-ce repetirse en ciclos —, o los pequeños detalles de las máquinas que tenemos que remplazar cada tanto por-que son obsoletas —algunas tienen colores obsoletos—, a pesar de que su función y su diseño no cambien. Allí no hay resistencia. Cuando se habla de cambio climático, por ejemplo, la resistencia puede ser brutal. Se requi-rieron muchos esfuerzos para que una parte del públi-co empezara a tomar seriamente esta idea, pese a que desde la ventana de las casas de los políticos y los legos se veían los efectos de la modificación del clima.

La posibilidad del agotamiento de un determina-do recurso es algo que muchos no pueden aceptar. Si llegan a hacerlo, siempre existe la tranquilizadora certeza de que todo seguirá igual, pues alguien, en algún lugar, está preparando una tecnología que nos dejará seguir actuando del mismo modo. Así podemos vivir en medio de una certeza mística. Entre tanto, el chamán se transforma en jaguar para recorrer la selva en la oscuridad de la noche, buscando los marcado-res del cambio; indudablemente es un jaguar, pero sólo puede ser un jaguar porque es un chamán. Es un mundo sujeto a un continuo proceso, en constante mutabilidad, como lo es el mismo chamán.

Pese a estas diferencias, posiblemente la más significativa sea aquella que define lo que se puede ver. La mirada del nativo ve un mundo integrado; la mirada del occidental, una parcialidad. Actúan de acuerdo con estas visiones. Cuando la enfermedad llega a la vida de un occidental, el médico general determina la localización del mal; si el tratamiento prescrito no funciona, se acude al especialista, un

experto que sabe sólo de una fracción del cuerpo y que no tiene problema en prescribir un medicamen-to bueno para aliviar el mal del órgano en cuestión, pese a que sea pésimo para los demás órganos del cuerpo. Es cierto: los medicamentos redujeron el co-lesterol en el paciente, pero lástima que le ocasiona-ron un cáncer en el hígado que resultó fatal. O bien, si es difícil encontrar el punto de origen del mal siempre se puede recurrir a la cuarentena, ya que se piensa que el aislamiento, la separación del grupo, protege a todos. Incluso a los enfermos. Esto es lo que hacemos en muchos casos en los cuales el diag-nóstico es psiquiátrico: aislar. Cuando la enfermedad aqueja al nativo no se piensa que se trata de un mal individual, a todas luces la comunidad está enferma, como lo revelan los síntomas que aparecen en uno de sus miembros. El trabajo del chamán consiste enton-ces en buscar las razones, en tanto alivia los síntomas. No se puede concebir al paciente en forma aislada, no se lo puede separar de la sociedad; por el contrario, hay que llevarlo a su interior, hay que protegerlo. No es raro que la enfermedad la cree una transgresión de las normas sociales, un delito que incumple el pacto sellado entre las sociedades que habitan el bosque. El excesivo consumo o la caza de los miembros de otras comunidades ha generado una retaliación, ahora es necesario ser cuidadosos, intentar restablecer el ba-lance.

EncuentrosHace cien años la comunidad de nativos encontró al etnógrafo: un solitario alemán que deambulaba por el bosque, separado de su sociedad. En ese entonces los mundos, tanto del etnógrafo como de los nativos, se hallaban en el límite del abismo. Ninguno de ellos lo sabía. Pronto, algunos eventos globales reorganiza-rían la totalidad del planeta. Los ejércitos recorrerían Europa sembrándola de muerte. Los aviones dejarían caer sus bombas aquí y allá. A miles de kilómetros, en la selva, reclutarían a los indígenas para extraer las materias primas, como el caucho, que se requerían para nutrir las máquinas de muerte que los conoci-mientos adquiridos por medio de la ciencia habían creado. Una espina se clavaba en el centro de la selva, y de ella crecerían los horrores de las caucherías, surgirían las primeras carreteras y se posibilitaría la

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• Comunidad Matapí. Bocas del Mirití-Paraná. Amazonia colombiana.

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extracción de otros recursos que también contribui-rían a ganar o perder futuras guerras. Los vínculos de estos mundos se habían profundizado, ineludibles sus relaciones, inevitable la crisis que las engloba.

Ahora, con el tiempo, nos encontramos de nuevo en la encrucijada. Obviamente, la visión de los nativos no puede funcionar en el Occidente actual, ya que ésta fue creada por un mundo y para un mundo que veía en el equilibrio y el cambio dinámico una bondad que les permitió vivir en un cosmos que controló los excesos. Nadie tuvo tanto poder, nadie acumuló más de la cuenta, nadie sacó demasiado provecho. Todos, y nunca fueron muchos, han sido la sociedad que el chamán intentaba mantener saludable. Es cierto, Occidente ha cambiado; no hace mucho tiempo otro etnógrafo, Gerardo Reichel-Dolmatoff, notó las in-creíbles coincidencias entre la cosmovisión de una sociedad amazónica y la teoría general de sistemas. Coincidencias que emergen de la necesidad de ver una totalidad, de una respuesta que busca entender un conjunto. A pesar de ello, el mundo de los nativos es impensable en un paisaje que se define por los ex-cesos: exceso de pobreza, exceso de abundancia, exce-so de soledad. Excesos que se nutren indefinidamente de las carencias. Un mundo que no se puede pensar con los millones de millones de habitantes que luchan por unos recursos cada vez más escasos. Un mundo que nació con la promesa de un crecimiento sin lí-mites y que ahora descubre que el mayor límite que pudo encontrar fue la propia ilusión de ser ilimitado.

Es posible pensar, después de todo, que exista una alternativa. El solitario etnógrafo y la comuni-dad nativa han sido, simplemente, el resultado de una mentalidad. Cada conjunto alimentó sus pen-samientos con actos que cambiaron sus realidades. Nuevas interpretaciones surgidas y soportadas por aquellas cosas que se habían asumido les imprimie-ron la dirección a estos mundos. A lo mejor podemos crear una nueva mentalidad que asuma de un modo responsable la forma en que consumimos, la manera en la cual pensamos del otro. Una mentalidad que respete al otro —naturaleza o humano—, que lo vea como un socio con el cual se está dispuesto a nego-ciar en aras de un beneficio común. Hasta ahora, con tanta ganancia en este mundo, lo único que he-mos logrado es perder.

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*La experiencia profesional de Carlos Duque se centra en tres áreas de

la comunicación: creación publicitaria, diseño gráfico y desarrollo de

imagen pública y política. A partir de 1996, Duque ha complementado

su actividad laboral con la práctica de la fotografía, y el retrato es una

de sus disciplinas preferidas.

El jardín de las cosas incompatibles«No nos pertenecemos», dicen los rostros a los espacios, los espacios a las mercancías, las mercancías a los cuerpos. Tres lenguajes distintos de la fotografía: escenarios de una crónica posible de abandono y de derrumbamiento, humildes grupos de familia, símbolos de la publicidad bajo su laboriosa luz académica, parecen aquí posar para nadie, conviven sin hablarse. Carlos Duque registra sobre todo el silencio: lo que las casas y las cosas callan, lo que estos objetos de la publicidad no le dicen al alma, lo que el alma sencilla de la gente no le confiesa ni siquiera a la cámara, famosa escrutadora del misterio debajo de la piel. Es bueno que el artista no nos imponga un discurso: que sólo junte mundos incompatibles y los deje callar, que teja para nosotros estos símbolos de lo cercano, de lo improbable, de lo imposible.

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Vanity fair, 2011.

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Flower power, 2011.

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*(Ciudad de México, 1968). Narrador mexicano, es doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca. Su obra ensayística, narrativa y dramática ha sido traducida a más de 20 idiomas y le ha granjeado una docena de premios nacionales e internacionales. Recientemente obtuvo el Premio Debate-Casa América por su ensayo La isla de

las tribus perdidas, y el Premio de Novela La otra orilla, por su novela El daño no es de ayer. Es catedrático de la Universidad Iberoamericana y reside en Querétaro.

Por Ignacio Padilla*

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uienes frecuentan el ciberes-pacio no ignoran la asombrosa resonancia que en nuestra len-gua ha tenido la divulgación de una escena tragicómica grabada en 2007 en las calles de Ciudad Juárez. En escasas semanas, el miedo de un hombre común

medianamente alcoholizado en una de las urbes más peligrosas del orbe se convirtió en un giro idiomático ampliamente recurrido. «Tengo miedo» es práctica-mente lo único que repite hasta el absurdo Juan Pablo Carrasco frene a los gendarmes que intentan someterlo a un examen de alcoholemia. Grabado de casualidad por el corresponsal de una gran televisora, el desplante de Carrasco adquirió enseguida la celebridad estratos-férica que sólo pueden ofrecer los medios electrónicos, las redes sociales y las comunicaciones en línea. Al principio, los cibernautas habrían divulgado el video como lo que era: un relato entre gracioso y grotesco. En cuestión de días, no obstante, Carrasco y su letanía del miedo habían sido vistos por más de un millón de per-sonas. Un mes más tarde, la frase había arraigado en el habla y la música populares, en las telenovelas con-tinentales y aun en la política del territorio que va de California a Tierra del Fuego. Desbordado por su popu-laridad, el protagonista del video, hoy conocido como el Tengomiedo, ha concedido infinidad de entrevistas y cuenta en la red cibernética con un portal alusivo en el que invita a reflexionar sobre los rostros del miedo y aprovecha para promover distintos objetos con la ense-ña que tan bruscamente lo sacó del anonimato.

La historia de Juan Pablo Carrasco resultaría anec- dótica de no ser por lo inaudito y lo heterogéneo de su éxito. El video con su exabrupto ni siquiera alcan-za a ser gracioso; no hay en él despliegues de talento, desenlaces inesperados, golpizas mórbidas, celebri-dades en situaciones comprometedoras, en fin, nada de lo que habitualmente vigoriza el de por sí dudoso gusto de las multitudes. Bien mirado, lo que da al video tal resonancia es que proporciona voz y rostro a una multitud amorfa que, en efecto, tiene miedo: una sociedad que se siente acaso tan ridícula como Carrasco y, al mismo tiempo, igualmente necesitada de exclamar hasta el cansancio, como en un rosario o un mantra: tenemos miedo, tenemos mucho miedo.

Enunciar el miedo, reconocer sus articulaciones, mirarlo sin avergonzarse de él, gritarlo aun cuando eso nos haga parecer ebrios o grotescos, repetirlo por cada una de las voces que ya no están entre nosotros: las mujeres que han muerto en la propia Ciudad Juárez, los soldados y los civiles cercados en Afganistán, los pasajeros de aviones que invocan permanentemente el horror del 11 de septiembre, las personas del común que ahora transitan por su ciudad mirando sobre el hombro, advertidas ya de que en cualquier momento su cafetería preferida, el tren o el autobús que llevan diez años conduciéndolas al trabajo pueden estallar, ya no por causa de un misil enviado desde miles de kiló-metros de distancia sino porque el otro inmediato pue-de ser en realidad una bomba humana que no busca a nadie más que a nosotros, para perpetrar una venganza acariciada desde hace cientos o miles de años.

Sería estupendo saber —o, por lo menos, seguir cre-yendo— que la felicidad o el amor, por sí solos, nos impulsan desde que el mundo es mundo. Por des-gracia, el sentido común y la historia indican que no es así. De cara a acontecimientos recientes —en su pertinaz confirmación de horrores antiguos—, el pensamiento crítico, animado por el desencanto, ha tenido que renunciar a la idea misma del progreso y a la quimera de que al hombre lo mueven las ansias de un mundo mejor, justo, libre y equitativo. Por eso hoy los historiadores vuelven a la defenestración de las buenas intenciones y del pensamiento utópico, y se ocupan de rastrear nuestro origen y nuestro rumbo en confines más próximos al Tánatos que al Eros.

Escribe Peter Sloterdijk en Ira y tiempo: «Aquel que se interese por el hombre como portador de impulsos afirmadores del yo y de orgullo debería decidirse por romper el sobrecargado nudo del erotismo». Esto sir-ve para el reconocimiento tanto de nuestra idea de la ira cuanto de nuestra idea del miedo. Desentenderse de los panegíricos del Eros para recordar que también el miedo puede y suele abrir caminos a los hombres para afirmarse en lo que temen perder tanto como en lo que desean tener. Negar el pánico o la ira, añade Sloterdijk, «hace incomprensible el comportamiento

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humano en ámbitos muy amplios, un resultado sor-presivo si se considera que sólo se podía conseguir a través de la ilustración psicológica. Cuando se ha impuesto esa ignorancia, se deja de comprender a los hombres en situaciones de lucha».

Esa lección ha sido bien aprendida. De un tiempo acá, los analistas del presente han optado por his-toriar ya no hechos sino emociones. Los resultados, hay que decirlo, son tan reveladores como desespe-ranzadores. Alguno ha ensayado cierta historia de la felicidad para cons-tatar que dicha emoción, de serlo, dista mucho de ser la fuerza que nos mueve; otros han acabado por descastar la idea de que el amor, pri-mero, y el deseo, después, son el eje de nuestras rela-ciones, acciones- reflexiones, como no sea por medio de sus ausencias o de su constante oposición al miedo y la ira. Ahora que estas ideas, tan prós-peras en tiempos de Danton, se muestran por fin discordantes con el ansioso y desencantado mundo de la caída del muro de Berlín y del 11 de sep-tiembre, no es sorpresa que se vuelva la vista hacia la discordia y hacia la tensión del deseo con emociones al parecer más acres, como posibles propulsores de la existencia. Heráclito y Nietzsche, invocados por los

nuevos exegetas del conflicto como el motor de la his-toria, vuelven a ser los más convincentes taumaturgos de la ultramodernidad.

No es que la especie humana haya cambiado; es sólo que ahora ha quedado más claro que leer la historia a través del miedo y la ira es infinitamente más ilumi-nador que hacerlo desde perspectivas en apariencia más felices. El amor, la solidaridad, el altruismo fueron en el siglo xx más invocados que experimentados. El

desprestigio de tales emociones va apa-rejado con el simple hecho de que

los hombres las hayamos usa-do como pretexto para la

erección de utopías que, como la torre de Babel,

se alzaron con sangre y se derrumbaron pronto para dejar en carne viva la faz de una civilización fundada en la ira, el miedo, el odio y

una vengativa obse-sión por la pureza.

Por primera vez en la historia, una ge-

neración bautiza su siglo cuando éste apenas comien-

za: el nuestro, aseveramos, es ya el Siglo del Terror. Quizás habría

que matizar un poco este fatal epíteto recor-dando que, en realidad, todo siglo ha sido un siglo de conflictos aterradores, conflictos enclavados de manera interminable en una dialéctica que produce siempre dolor, satisfacción, horror al dolor y deseo

El desciframiento de la espiritualidad fanática y asesina de nuestro ahora se entiende menos con los Evangelios que con las intuiciones de Durkheim, quien propuso que en el miedo

se origina todo pensamiento religioso.

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por la satisfacción. Hoy sabemos que la mejor forma de entender la voracidad del fracaso de las utopías socialistas y la omnipotencia del neoliberalismo cíni-co radica en olvidar a Rousseau y Fourier para volver a Hobbes y Locke. El desciframiento de la espiritua-lidad fanática y asesina de nuestro ahora se entiende menos con los Evangelios que con las intuiciones de Durkheim, quien propuso que en el miedo se origina todo pensamiento religioso. Así como hoy se excava en la estética historiando la fealdad, procuramos des-montar la maquinaria del terrorismo desenterrando a los clásicos que, en la turbamulta de la guerra fría, escribieron Hannah Arendt, Michel Foucault, Primo Levi y Norman Cohn, exegetas del horror como vía segura para comprendernos. Devotos o escépticos, mansos o violentos, no podemos soslayar que con el miedo —y sus parientes— se escribe el libreto de nuestro accidentado diálogo con Dios y con el resto de sus criaturas.

«Los nuestros vuelven a ser tiempos de miedo», clama Zygmunt Bauman en Miedo líquido, escandaliza-do ante el supuesto auge de alertas globales, así como ante el consumo, más notorio y más cierto, de pro-ductos contra el miedo en las primicias del siglo xxi. Presiento que al pensador polaco lo ciega una suerte de nostalgia manriqueña: siempre, en tiempos de miedo, se piensa que antes se temía menos.

¿En verdad debemos leer el nuevo nombre de nuestro siglo como signo de un incremento sustancial del horror? ¿Se debe el Siglo del Terror a la memoria magnificada del atroz siglo que nos precedió o es sólo una percepción nutrida por las revoluciones de la comunicación? Creo que este reconocimiento recien-te de la centralidad del horror en Occidente es, más que nada, una suerte de maduración acicateada por la experiencia reciente y por la sobreinformación. En la desazón de Bauman se encierra sencillamente el aprendizaje de la universalidad y la antigüedad de nuestro miedo. La alarma de hoy es sólo un subpro-ducto de la adquisición de un sentido profundo de realidad, alimentado por las sangrías del mesianismo moderno y por la caída del utopismo. En realidad, se trata de la misma conciencia, del mismo reconoci-miento con que Joseph Conrad fundó el siglo xx por medio de una sola, definitiva expresión: «¡El horror, el horror!».

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Por camilo jiménez*

*(Medellín). Ha trabajado como editor en la revista El Malpensante y como jefe de redacción en la revista Soho. Lee y edita manuscritos para editoriales y da una clase de literatura de no ficción en la Universidad Javeriana. En la actualidad trabaja como editor y escritor inde-pendiente. Artículos suyos pueden leerse en Arcadia, El Malpensante, Soho y Universo Centro.

La nueva vieja libreríaAdelantar lo que va a pasar con libros, editoriales y libre-rías es hacer futurología. Es decir, especular. Es decir, ha-blar paja. Lo que sí puede hacerse con mayor seguridad y sin temor a quedar en ridículo es contemplar lo que está pasando ahora. Mirar alrededor desde un punto de este bosque oscuro y decir allá hay un río, esta es una torcaza. Teniendo en cuenta, por supuesto, que no se otea desde la cima o desde un claro, sino que se mira desde la espe-sura. Empecemos hacia el lado de las librerías.

Cierra Borders en todo Estados Unidos. En Londres, The Travel Bookshop empata en tiempo de reposición y continúa en la lucha. Tiemblan los libreros españo-les porque entra Amazon al mercado en castellano. En Brooklyn, Greenlight presenta un balance más que prometedor después de su primer año. La Central si-gue firme en Madrid y Barcelona. Aquí se abre La Ma-driguera del Conejo. Dos se van, tres llegan, como al hotel de Pelotillehue.

El ensanche no se está llevando a las grandes o a las chicas. Unas sobreviven y otras no, sin reparar en el ta-maño, y no hay fórmula de salvación porque ninguna librería es igual a otra. Las hay inmensas que funcionan como independientes —entre éstas la maravillosa libre-ría del Fondo de Cultura Económica—. Las hay nutridísi-mas y al tiempo remolonas, como la Lerner. En la pres-tante Librería Continental de Medellín, paz en su tumba —de la librería—, que formó a generaciones de lectores y era una marca urbana imponente, pregunté hace mu-chos años por Mímesis, de Eric Auerbach, y un zascandil me dijo que no «manejaban» libros de biología. Las hay que son meros depósitos de novedades, administrados por muchachos que no saben nada de nada, como cual-quier sucursal de Panamericana.

entrepaño

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revista Trama & Texturas (número 14, monográfico sobre librerías e imprescindible para quien quiera saber qué está pasando): «Cuando más de un tercio de las ventas de libros sean en formato digital, apenas van a existir las librerías de siempre, salvo las que subsistan como lugar de encuentro o espacio de caprichos impresos». Algunas están asumiendo ese papel. La del Fondo de Cultura Económica tiene una oferta de eventos cada vez más variada y trascendente. Biblos organiza cada semana el plan «Librero por una tarde», con lectores de todo tipo, de todas las especialidades y niveles de agudeza —hasta Vladdo ha sido librero por una tarde— , y se prepara para abrir una sede suntuosa, con restau-rante y auditorio. Contrató a un librero de lujo, Rafael Nieto. Casa Tomada programa al menos dos eventos a la semana, donde autores —preferentemente colom-bianos— se encuentran con sus lectores. Tiene también un club de lectura y desde hace poco está programan-do hasta películas. En Prólogo se organizan cada tanto conversaciones o firmas de libros. La Madriguera del Conejo tiene también actividad permanente: conver-saciones, firmas, invitados especiales que pasan por la ciudad. Todas ofrecen libros selectos; todas ellas ofre-cen buen café, pero no sólo.

Bastantes librerías de viejo se mueven como mucha-chas. Trilce tiene su propia editorial con títulos nota-bles, y cada semana se reúnen en el local unos cuantos entusiastas a conversar sobre libros, sobre lecturas, sobre ediciones. En San Librario, sus libreros siem-pre están listos para esa tertulia espontánea que se va armando al vaivén de los visitantes, que unas veces se anima y otras languidece, como todas las conversacio-nes entre amigos. Palinuro ha organizado concursos de fotografía y de cuento, y es un lugar siempre cómodo para pasar las a veces calurosas tardes de Medellín al-rededor de los libros y la conversación cálida.

Los asistentes no necesariamente compran libros, incluso ni el que se está promocionando en el evento particular, pero van marcando la librería como lugar donde están pasando cosas. Es el regreso de la vieja librería para quienes adquirimos libros permanente-mente, que siempre vamos a ser pocos. Para quienes compran libros de ocasión y best-sellers, en todo caso están las librerías de los centros comerciales, los su-permercados o los semáforos.

Comprar libros es una experiencia única. Lo sabe-mos bien: entramos a la librería por un título especí-fico y terminamos llevándonos tres que no se parecen al que buscábamos. Paseamos entre volúmenes «de sabiduría ya olvidada» y nada más. A veces queremos conversar y a veces no. La experiencia de visitar una li-brería la pintó como nadie lo había hecho Antonio Ra-mírez, de La Central de Barcelona, durante el Segundo Congreso Iberoamericano de Libreros, celebrado en Bogotá en 2009: «Mientras recorre las mesas y estante-rías de la librería, el lector compara nombres y títulos, contrasta opiniones propias con otras escuchadas aquí y allí, hace apuestas y formula hipótesis, evoca lectu-ras previas, palpa texturas y formatos, asocia marcas, símbolos y colores; sobretodo [sic], descarta, rechaza, olvida hasta que, al fin, elige. Ejercicio complejo, nada banal, en el que los lectores ponen en juego su memo-ria, evocando y reconstruyendo cada vez el mapa de lecturas pasadas».

En un país donde la crítica alcanza la amplitud y trascendencia de un espárrago, el librero va asumien-do algunas de las funciones del crítico. Orienta, reco-mienda, señala. Conecta títulos, autores, tradiciones. En el mismo congreso mencionado antes, Adriana La-ganis, de ArteLetra, lo señaló con precisión: «El librero es quien tiene la tarea de seleccionar y recolectar un número limitado de éstos para ofrecer a sus clientes lo mejor. En otras palabras, quien reduce el universo del libro para hacerlo asequible, aprehensible para los lec-tores». Así, en este ecosistema en permanente reorga-nización, los buenos libreros van creciendo en tamaño e importancia: la propia Laganis; Ana María Aragón, de Casa Tomada; David Roa, de La Madriguera del Conejo; Mauricio Lleras, de Prólogo. Felipe Ossa, de la Librería Nacional, es un librero, pero su imperio es tan grande que todas las luces del guía apenas alcanzan a llegar has-ta sus locales. Veremos cómo le va a la librería del Fon-do de Cultura Económica sin la orientación de esa gran librera que es Andrea López, quien se retiró hace poco.

La librería que se instala en su entorno geográfico inmediato crece igualmente en importancia, y es posi-ble que sobreviva. Hablo de esa librería que se convierte en parte de la oferta cultural de la ciudad, la que es más que un sitio donde se compran libros y se toma café. José Antonio Vásquez lo dice en un ensayo publicado en la

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Si es demasiado lejos para ti, dilo.

Habrías podido correr sobre las pequeñas olas del Báltico,

atravesar el campo de Dinamarca, la floresta de hayas,

virar hacia el océano, y ya está, cerca,

el Labrador, blanco en esta estación del año.

Tú, que soñabas una isla solitaria,

si tienes miedo de las ciudades,

del parpadeo de los faros sobre las autorrutas,

podías tomar un camino escondido y silvestre,

sobre negros y azules torrentes,

donde dejan sus huellas el alce y el reno,

hasta las sierras, hasta las minas de oro abandonadas.

El río Sacramento te habría llevado entonces

por entre las colinas recubiertas de encinas espinosas.

Todavía un bosque de eucaliptos, y estarás en mi casa.

Es cierto, cuando la manzanita florece

y la bahía es azul en la mañana de primavera,

yo pienso a mi pesar en la casa entre lagos

y en las redes recogidas bajo el cielo lituano.

La cabaña donde te despojabas de tu traje antes del baño

se cambió para siempre en un cristal abstracto.

Y en él están la oscura miel de la tarde sobre el balcón,

y las pequeñas lechuzas graciosas, y el olor de los arneses.

Czeslaw Milosz

legía para n.n.

Poesía

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Cómo podíamos vivir entonces, no sabría decirlo.

Las costumbres, los trajes, vibran, imprecisos,

inconsistentes, tensos hacia el final.

¿Pensábamos de verdad en las cosas tal como son?

El saber de los años fogosos ha enrojecido los caballos ante la forja,

y las pequeñas columnas en el mercado de la aldea,

y los peldaños de madera, y la peluca de Mama Fliegeltaub.

Mucho hemos aprendido, tú bien lo sabes:

cómo nos es quitado, cosa por cosa, todo aquello que no podía ser.

La gente, las comarcas.

Y uno habría pensado, sin embargo, que el corazón moriría por ello.

Pero sonreímos, el té y el pan sobre la mesa.

Sólo el remordimiento de no haber amado como se debe

esa pálida ceniza en Sachsenhausen,

con un amor absoluto, que no está a la medida del hombre.

Tú te has acostumbrado a nuevos inviernos, húmedos,

a la ciudad donde la sangre del propietario alemán

fue raspada de los muros, a donde él no regresará nunca.

Tampoco yo he llevado más de lo que podía, ciudades y país.

No se puede entrar dos veces en el mismo lago,

sobre hojas descompuestas de abedul

y quebrando una estrecha estría de sol.

No fueron grandes faltas las tuyas y las mías.

Ni grandes al final nuestros secretos.

Cuando se anuda la mandíbula con un pañuelo,

cuando se tiene una cruz entre los dedos,

y a lo lejos un perro ladra, brilla una estrella.

No, no es porque esté tan lejos

que no has venido el otro día, la otra noche.

De año en año madura en nosotros y nos invadirá,

yo, como tú, lo he comprendido: la indiferencia.

Berkeley, 1963 (Versión de William Ospina)

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Entrevista

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Primeros pasos Entre el 6 y el 7 de agosto de 1979 estuvo Juan Rulfo en Santiago de Cali. Contra todos los pronósticos, habló y habló, fue muy amable, firmó autógrafos y se tomó fotos con cada bibliófilo que estuvo presente en ese ya legendario Encuentro de Narrativa Hispanoame-ricana. Unos días después, el 19 de agosto del mismo año, el que estas líneas escribe publicó un extenso balance del evento en el que Rulfo hizo presencia, para El Semanario del desaparecido diario El Pueblo. El artículo en mención titulose, para picarle el ojo al maestro desde la distancia, «La literatura en llamas». Un amigo, burla burlando, me dijo que el texto de-bería llamarse más bien «El Valle en llamas» y a mí me dio rabia que no se me hubiera ocurrido antes ese título. Pero eran otros tiempos y la juventud lo per-dona todo, hasta la envidia. El hecho es que el paso del autor de Pedro Páramo (y, cómo no, de El Llano en llamas) por la capital del departamento del Valle del Cauca fue muy importante para todos los que fuimos testigos de sus sabias y reposadas palabras (también estuvieron Manuel Puig y Camilo José Cela y Manuel Mejía Vallejo y Gustavo Álvarez Gardeazábal; pero esa es otra historia. ¿O tal vez no?). Tanto, que 32 años después todavía retengo en la memoria su presencia (porque pasémonos de una vez a la primera persona, qué diablos: a lo que vinimos) y juego a evocarlo en-tre la pertinaz espesura del olvido.

Ahora, 32 años después, he ido a ver una película que se llama, en español, simplemente Fuego (tam-bién se conoce en otros pagos como Lejos de la tierra quemada), dirigida por una de las leyendas del cine mexicano reciente, el también guionista Guillermo Arriaga. En su reparto, la temible Charlize Theron, la adorada Kim Basinger, la perversa Jennifer Lawrence. El filme es el primer largometraje como realizador del antiguo compañero de batallas de Alejandro González Iñárritu. Y la sorpresa, más allá del tremendo labe-rinto melodramático de su historia, está en su título original en inglés: The Burning Plain. ¿Dónde diablos había oído ese nombre? En inglés, el asunto sonaba a bomba de tiempo, a explosión atómica. Pero si se tra-duce… ¡claro! El homenaje estaba allí, ni tan escon-dido, rascándonos la espalda, para que lo recibiera el que lo quisiera recibir. Por supuesto que el mundo de Arriaga no es el mundo de Rulfo (aunque al ver su cortometraje titulado El pozo, uno pone en duda las distancias). Pero, pensándolo bien, hay algo allí, sí, hay algo allí que termina mordiéndose la cola. Y ese juego con los fragmentos, con la vida que huye y la muerte que se instala, esa guerra del tiempo que es, que será siempre Pedro Páramo, ¿no tiene algo (mu-cho) que ver con las trampas en los filmes de Guiller-mo Arriaga? Vamos por partes.

Reviso mis notas. El guionista y director de cine Guillermo Arriaga Jordán, nacido en Ciudad de México en el año de gracia de 1958, estuvo en Bogotá

Por sandro romero rey*

*(Cali, 1959). Escritor y director de teatro, con amplia experiencia tanto en la realización para cine, radio y televisión, como en el periodismo cultural. Ha dirigido, entre otros, los montajes de las obras Pharmakon y A solas. Entre sus libros recientes se destacan Andrés Caicedo o la muerte sin sosiego,Clock Around the Rock y El miedo a la oscuridad.

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durante los días 16 y 17 de agosto de 2011, 32 años des-pués de la visita de Juan Rulfo a Santiago de Cali. No. No hay ninguna coincidencia. Pero si nos ponemos a exprimir los secretos del azar, quizás encontremos allí más de una sorpresa. Nadie lo sabe. Nunca se sabe. Ni siquiera adivinando que El Llano en llamas puede estar mucho más cerca de lo que se cree de The Burning Plain. Lo mejor será escribirlo para que lo inesperado nos dicte las líneas que siguen.

Acotaciones —Hace algunos meses vino Robert McKee a Bogo-tá, Guillermo; ¿lo sabías?—Sí, alguien me lo dijo.—Tu venida se ha considerado la respuesta «lati-noamericana» a un curso carísimo, que llenó el teatro Jorge Eliécer Gaitán con más de mil perso-nas ansiosas por aprender el secreto para escribir grandes guiones. ¿Conoces a McKee?—Sí, lo conozco. Bob me cae muy bien.—¿Y qué opinas de sus célebres charlas maratóni-cas de ocho horas por día?—McKee es un cartógrafo. Te enseña a establecer mapas para seguir caminos. Es muy interesante. Su libro Story es un clásico. Lástima que McKee no escriba guiones. —McKee analizó películas con un rigor escalo-friante. Analizó Casablanca casi plano por plano. ¿Tienes guionistas que te gusten especialmente?—No sé. Me gusta Sam Shepard.—¿Y Billy Wilder?—No especialmente. No me considero un cinéfilo. Me gusta más lo que la literatura le ha aportado al cine.—Pero por algún lado te debió haber tocado Bu-ñuel, ¿no?—A Buñuel lo vi alguna vez. Nunca le hablé, pero allí estaba. —Esta mañana, en tu charla, reivindicaste la figura del guionista como la de un creador. Me gustaría saber qué piensas del cine de autor que tanto defen-dieron los realizadores franceses en los años sesenta.—Bueno, ellos defendían el cine de autor porque no sólo eran directores sino también escritores de sus películas.

—Pero defendían a nombres legendarios de la his-toria del cine, como Hitchcock, como Ford, como Howard Hawks, que no eran precisamente escri-tores de todos sus filmes…—Sí, es cierto. ¿Tú escribes?—Sí, escribo. Me gusta mucho escribir y dirigir teatro. ¿Te interesa el teatro?—Perdí sus códigos para siempre. Ya no me co-necto cuando voy al teatro. Todo me parece falso. Aunque, cuando estaba en la secundaria, por fortuna, tenía un curso obligatorio de teatro y, a lo largo de mi adolescencia, participé como en veinte obras. Esa experiencia fue muy importante para mí.—¿Y el cine mexicano de la Edad de Oro?, ¿te inte-resó en su momento?—Sí, aunque mi formación viene fundamentalmen-te de la literatura. Me interesan mucho más Faulk-ner, Shakespeare, Pío Baroja. Y de Colombia, por supuesto García Márquez, Mutis, Hernando Téllez…—¿El de «Espuma y nada más»?—El mismo. Ese cuento es una absoluta obra maestra. Oye, disculpa por haber llegado tarde, pero me quedé dormido. Nunca me pasa.—No te preocupes, Guillermo. Hay cosas peores.

Monólogo exterior Guillermo Arriaga está atado a Colombia por lazos muy extraños. En Colombia tuvo la imagen inicial de su novela Un dulce olor a muerte: a una joven desnuda la apuñalan y la tiran por la ventana. En otra ocasión, fue a una emisora radial a conceder una entrevista. Decidieron hacer un concurso para ver quién llama-ba y contaba la historia más extraña. El ganador se llevaría un premio especial. Recibieron, como era de esperarse, muchas llamadas, muchas historias. Has-ta que llamó un joven que le aseguró a Arriaga: «Ese premio me lo tengo que ganar yo, sin lugar a dudas, porque le voy a contar la historia más extraordinaria de todas». Y contó su historia: una tarde lo llamaron unos amigos para pasar a recogerlo e ir al cine a una exhibición del largometraje Amores perros (que, para los recién llegados, lo dirigió Alejandro González Iñá-rritu y lo escribió el mismo Arriaga. En la película, se

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cuentan tres historias aparentemente desarticuladas, las cuales se unen por un accidente automovilístico). El joven decidió irse al cine por su lado. Cuando salió a la calle, un carro lo atropelló salvajemente. Ahora está parapléjico. Por supuesto que se ganó el premio. Para Arriaga, esta narración le dio una nueva dimen-sión de la vida. Le confirmó, a su vez, cómo el azar determina las acciones de los seres humanos, unas veces como tragedia, otras veces como farsa.

Ahora, Arriaga está de visita en Colombia. Y habla ante un auditorio abarrotado de espectadores. Co-mienza hablando de uno de los libros que más le sir-vieron en su formación como escritor (como escritor de novelas o como escritor para el cine, da lo mismo, porque para Arriaga la palabra «guionista» le parece deleznable). Ese libro fue El sonido y la furia, de William Faulkner, un autor al que tanto le debe el colombiano García Márquez. Esa novela le sirvió para descubrir otros modelos de estructuras, no lineales, que lo ale-jaban de los cánones naturalistas, de las repetidísimas fórmulas aristotélicas. Y Faulkner lo ayudó a arriesgar. «Prefiero ser conocido por mis grandes fracasos que por mis mediocres éxitos», dice que dijo el autor de Mientras agonizo. Y se dejó llevar por esa voz que le dicta a uno desde ninguna parte. Porque Arriaga, para miti-gar el terror que le produce la amnesia, se aferró a los destinos del arte desde muy joven, a sabiendas de que éste nos hace movernos hacia algo que nunca habíamos imaginado. Y, por supuesto, del arte lo atrajo la ventaja de que con él no se tienen compromisos sino con uno mismo. A pesar de que rechazaron sus escritos una y otra vez, Arriaga nunca se dio por vencido, porque él es un terco, un luchador y, como tantas veces lo ha dicho, tiene la constancia y la persistencia de un cazador.

Cuando Arriaga se convirtió en escritor para el cine, empezó a pelear por el respeto de quien construye la historia en el papel. Nunca le ha gustado que en los cré-ditos de un filme se diga: «Una película de…», porque la creación no es propiedad exclusiva de quien dirige. Debería decirse «Dirigida por…», si se quiere ser justo. Y la eficacia de un director se manifiesta en el hecho de estar perfectamente conectado con el director de fotografía, con el director de arte, con los actores, con el escritor, porque todos ellos participan, de manera creativa, en la construcción del filme. Para Arriaga, hacer cine es un acto de seducción. Para él el Amor, con

monumental mayúscula, es lo que mueve el compor-tamiento de los seres humanos. Y cuando se comienza a construir una película, hay que inventarse toda una estrategia de seducción. Por tal razón, un guion no es un asunto técnico. Hay que escribir la historia para que alguien se obsesione por hacer la historia. Tarda mucho escribiendo una y otra vez, porque busca la perfección, la belleza absoluta del lenguaje. Por eso, el primer con-sejo que les da a los jóvenes guionistas es concreto: cui-den la belleza, por encima de todas las cosas.

Signos de admiración ¿El trabajo de un escritor de historias para el cine es igual al trabajo de un cazador? ¿Te interesan los len-guajes posdramáticos? ¿Te gusta el cine sin historia? ¿Cuáles son tus cinco películas mexicanas favoritas? ¿Es un peligro ser cinéfilo cuando se hace cine? ¿No hay referencias a otras películas en tus películas? ¿Sabías que al actor colombiano Gustavo Angarita lo confunden con el viejo de Amores perros? ¿Nunca te ha interesado reírte en tus películas? ¿Es cierto que 21 gramos se hizo porque la señora de Universal quedó fascinada con la factura del guion? ¿En qué cambió tu manera de escribir entre Amores perros y 21 gramos? ¿Cuántas horas diarias dura tu rigor para el trabajo? ¿Trabajas mucho dándoles vueltas y vueltas a tus asuntos, dándole cabida al «qué tal si…»? ¿Qué quieres decir cuando afirmas «entre gitanos no nos leemos las manos»? ¿Por qué no eres tan entusiasta con la versión que hizo Jorge Hernández Aldana de El búfalo de la noche? ¿A qué mal director de cine le dijiste «Agregaste algo al mundo»? ¿Es cierto que el talento no sirve tanto como creemos? ¿Te sucede con frecuencia que sientes que en la vida sólo tienes un galón de tinta? ¿Estás de acuerdo con un amigo mío que me dijo que González Iñárritu era Mick Jagger y tú eras Keith Richards? ¿Te gustó Biutiful? ¿Crees que un autor como Álvaro Mutis puede ser adaptado al cine? ¿Te gustaría intentarlo? ¿Te gustaría adaptar al cine una novela de otro escritor? ¿Y alguno de tus libros? ¿Podrías ampliar la idea de la frase de Mutis que ci-taste en tu conferencia bogotana («una vida corrió a mi vera, con todas aquellas cosas que pude hacer y no hice, y a veces aquellas cosas pesan más que aquellas

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decisiones que no tomé», según tus palabras)? ¿Has-ta qué punto consideras que la estructura de Babel es una estructura perfecta? ¿Es cierto que un amigo tuyo tocó una vaca por primera vez a los cuarenta años? ¿Es cierto que no te gustaba Tarantino y que ahora aprendiste a quererlo? ¿Estás seguro de que en el Festival de Cine de Venecia, donde fuiste jurado, viste 34 películas sobre el aburrimiento? ¿El guion de The Burning Plain se mantuvo durante el rodaje o ibas escribiendo mientras filmabas? ¿Podrías ampliar tu idea de la diferencia entre las frases «Un relámpago» y «Está relampagueando»? ¿Por qué prefieres el cine donde pasan cosas? ¿Qué sensación te deja filmar cor-tometrajes? ¿La voz en off de tu cortometraje Rogelio es exactamente la totalidad del relato incluido en tu libro Retorno 201? Ah, y ¿qué opinas de la versión para el cine de Un dulce olor a muerte, de Gabriel Retes?

Amores de Babel Es idéntico al entrenador de baloncesto vallecaucano Guillermo Moreno. Pienso: «Si se pusiera a averiguar por su doble, no tendría que buscar mucho. Su doble se encuentra en Cali y su pasión es el baloncesto». Pienso: «La primera vez que vi a Guillermo Arriaga fue en Bogotá, en una Feria del Libro, para el lanzamiento de uno de sus textos (¿El búfalo de la noche? ¿Escuadrón Guillotina? Ya no lo recuerdo)». Pensé: «Éste debe ser uno de los duros. De la familia de los Bukowski, de los John Huston, de los Hemingway. De los que se enfren-tan a las palabras a bala». Leo, en la autobiografía que acompaña las ediciones de sus libros: «No fumo ni bebo. Soy abstemio desde niño. Detesto a los que di-cen: "Desconfío de los que no beben alcohol”. Detesto también a la gente pusilánime». Me arrepiento. Uno no puede juzgar a nadie por las impresiones a primera vista y mucho menos a los escritores. Arriaga es alto, fuerte, de ojos intensos, hermosísimos, como si mirara siempre con un relámpago en las pupilas. No puedo olvidarme de una de sus listas de gustos y disgustos que publicó en la solapa de su colección de cuentos titulada Retorno 201: «No me gustan Severo Sarduy, Lezama Lima, ni los poetas nice que usan las palabras como caramelos de colores». Claro, me ruboricé en su momento, porque me encantó alguna vez De dónde son

los cantantes, de Sarduy, y Paradiso, de Lezama, y me en-loquecía con los caramelos de colores de la literatura. Quizás por ello, quizás por su sinceridad de tropelero, me entusiasmé por sus películas, me leí sus libros. Ahora, han pasado varios años desde su visita a la Feria del Libro bogotana. Y cada vez Arriaga está mejor, ja-lando la locomotora cuesta arriba.

Ha regresado a Colombia, invitado para la celebra-ción de los cuarenta años de la Cinemateca Distrital de Bogotá, que dirige el siempre entusiasta Sergio Bece-rra. A principios del año 2011 estuve, pluma en mano, siguiendo a Robert McKee, durante los días en que visitó el teatro Jorge Eliécer Gaitán, en sus maratóni-cas conferencias de ocho horas por día, donde teorizó sobre los secretos de la escritura para el cine. Ahora, me preparo para los dos días con Guillermo Arriaga en la Sala Azteca, donde el Cineclub de la Universidad Central oficia sus ceremonias cinéfilas. «¿Y por qué no hacerle una entrevista?», pienso. Deshago la idea. Debe ser el personaje de moda, me desanimo. Todo el mundo va a querer entrevistarlo. Pero la peor vuelta es la que no se hace. Llamo a Sergio Becerra. Sergio me dice que la agenda de Arriaga está repleta, pero verá qué puede hacer. Espero. Al rato, me llama y me dice, con misteriosa voz de película de cine negro, que hable con la chica que organiza las citas del escritor. Lo hago. La chica me dice que la agenda de Arriaga está repleta, pero que verá qué puede hacer. Espero. Al rato, me lla-ma y me dice que hay una posibilidad y que me la con-firmará a su debido tiempo. El debido tiempo nunca llega. Llega primero la primera conferencia de Guiller-mo Arriaga, gratuita (si las charlas de McKee costaban millones, las del compañero Arriaga no se cobran, pa-recen decir los organizadores).

Decenas de estudiantes se agolpan en las puertas del Cinema Azteca. Llegué tardísimo, esperando lo peor, quizás con ganas de que no me dejaran entrar y tener los motivos suficientes para protestar, pero no, las puertas continuaban abiertas; siga, maestro, bienvenido, esta es su casa, el maestro Arriaga no ha llegado todavía; acomódese en la segunda fila, maestro, ahí, al lado de esa hermosa niña que parece esperarlo, sígale no más. Pasa el tiempo. Nadie se altera. En los eventos gratuitos no hay necesidad de enervarse. De repente, alguien se me acerca: «La cita con Arriaga es mañana de cuatro a cuatro y veinte.

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Lo espera en el hotel donde está alojado. Lo siento, pero no puede atenderlo más de veinte minutos. Su agenda está repleta». Digo que sí, por supuesto. Pero ¿qué voy a preguntarle a Arriaga que no le hayan pre-guntado antes? La agenda está repleta. Debe tener la cabeza repleta de las mismas preguntas que le hacen en todas partes. Me parece innecesario ir a hacer una entrevista que luego se repetirá y se repetirá, como las mujeres borrachas. Pienso: «Godard decía que le gustaban las películas con planteamiento, nudo y desenlace, pero no necesariamente en ese orden». Podría saludarlo, decirle esa frase e irme. De repente le gusta, aunque debe haber repetido esa frase una y mil veces. Como los hombres que no beben, o como las mujeres borrachas.

Un montón de piedras —¿Podrías escribirme la palabra de los indígenas de la Tierra del Fuego que dijiste en tu charla de esta mañana, la frase que define una mirada entre dos personas, cada una de las cuales espera que la otra comience una acción que ambos desean pero que ninguno se anima a iniciar? —Mamihlapinatapai.—Parece la definición de buena parte del cine con-temporáneo, ¿no?—Así es. Por eso me encanta.—Guillermo… la asistente nos está haciendo se-ñas. Parece que hace rato se cumplieron los veinte minutos.—Es cierto. No sé dónde tengo la cabeza.—Te quedaste viendo el partido del Barça por la tele, ¿verdad?—Para nada. Me quedé dormido, te lo juro.—Quería decirte que me gustó mucho tu idea de «El cristal Shakespeare»…—¿Cuál era esa?—Dijiste que cuanto más cercanía afectiva hay en-tre los personajes, más grande es el conflicto.—Es verdad.—También me gustó cuando dijiste que en el cine siempre se narra con la luz.—¿Cómo te acuerdas de todo?—Tomé hartas notas.

—¿Como ahora?—No, ahora no. Veo que desconfías de los periodis-tas que toman notas.—Para nada.—¿No te da miedo que escriba cosas que nunca dijiste?—Por tu bien, será mejor que eso no pase.—Pensé que no me ibas a recibir, porque las perio-distas que vienen ahora son lindísimas.—Ya estamos terminando, ¿no?—Oye… A propósito de Los tres entierros de Mel-quiades Estrada… me gustaría saber si Tommy Lee Jones…—Por favor, no empieces con otra pregunta. Me están esperando.—Quería decirte que me gustó mucho esa película. Y que me supo a Rulfo por todas partes.—Es posible, sí. Es posible.—¿Sabías que conocí a Rulfo?—¿De verdad?, ¿dónde?—En la ciudad de donde vengo, Cali.—¿En Cali? Fíjate dónde viene uno a conocer a las personas... Bogotá, 2011

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Sólo canciones para quebrar el cristal de nuestra soledad.

Por Heriberto Fiorillo*

*Escritor y cineasta. Director de la Fundación La Cueva y del Carnaval Internacional de las Artes.

n buen día, Joe Arroyo pensó quizás que el más grande de los creadores podría estarse abu-rriendo con tanta plegaria estándar y repetitiva, por lo que decidió componer su canción más sentida y dedicársela a Él, el Dios de yorubas y cristianos, uno solo en el Caribe, encan-tado como debe estar hoy con la pieza que él vuelve y le canta: «Ay, mi Dios bendito, papa».

Joe Arroyo

Ilustraciones de Juan Manuel Ramírez

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posible dibujar el tiempo, entonces pinta un arcoíris, traza el firmamento y recuerda a su hembra.

Vamos en su música al mercado y nuestros pulmo-nes se llenan de los perfumes de las muchachas que compiten con las fragancias de las flores. El Joe sabe de mujeres que entregan su corazón al fuego en noches de arrebol. Mujeres que fueron su calor en invierno y su sombra en el verano ardiente. Mujeres que saben mover el trasero y compartir el sabor de lo prohibido. Rumberas buenas y malas mujeres que te calientan el coco, pero también madres incomparables, perfiladas por el Joe, y otras como Tania que no regresaron aun-que él hubiese ido a buscarlas dos veces.

Durante varios surcos, Joe cantó al aquí y al ahora. Era la perspectiva del judío errante, la del Joe macho, solo, emprendedor, como una isla: «No es preciso que sepas cuál es mi rumbo. Simplemente el destino lo quiso así. Pensarás que es un sueño. No me preguntes por qué me fui».

Pero no es esa su prédica más insistente sino su de-seo de reconciliación, la recuperación de un gran amor perdido, eco de un canto que se lleva el río y, tras la tor-menta del crepúsculo, regresa con el amanecer.

Cuánto duelen la soledad del amor, la ausencia de la mujer o la de uno, cuando uno se va. La soledad es amargura, dice.

En el universo del Joe que suena, el dinero es cosa de mujeres. «Si yo tuviera un palacio y mil millones, a tus pies te los pondría. Pero soy un cantante de ilusio-nes y sólo canciones y amor te doy».

A veces hubo también dos mujeres en una sola pieza musical. «Ya no puedo mentirte, ella está en mi alma. Y en ella, la más joven, crecen ilusiones. Pero me ha olvidado, aunque yo la sigo amando y tú todo me lo has dado».

Joe sufre.Con el corazón roto por el despecho, el hombre va-

cila y rumbea toda la noche, regresa a casa, se tumba en la cama y mira al techo, donde retumba, una y otra vez, con mil guayabos, la música brava.

Joe se consuela. «Esta vez tú pierdes. No voy a morirme de amor

por ti. Hay muchas que pueden amarme». Es martes de carnaval y el Negro baila chandé en la ca-

lle de las vacas con mujeres a las que les sudan las caderas.Hay que poner el disco otra vez.

El hijo de doña Ángela, el cantor de San Basilio, es en sus canciones un niño negro, enamorado, elegante como un babalao, sin plata pero con un corazón de oro. Un luchador, protegido por santos y orishas, dio-ses del sentimiento, de la felicidad y del arte; amos de mares y corales, saqueados por depredadores ilustres. Este Joe canta agudo y bonito a su tribu, a los esclavos rebeldes, al palenque de sus ancestros, al mundo de todas las calles.

Junto a Batata y el Beny, Arsenio Rodríguez y Arturo Cué, habitamos con él un lumbalú eterno de percu-siones y cantos que nos hace felices y vuelve joesones nuestros lamentos. Es un Joe inmortal que levanta la voz, agradece al pueblo que adora y declara su amor por esa «gran sociedad» donde, desde los catorce, el Joe se queda.

El Joe que escucho clama por justicia y critica al mundo vanidoso y cruel, a la falsa sociedad que se ensaña con quien no puede defenderse. Un Joe que cantó de alguna manera su primera muerte hace treinta años. Que estuvo en coma mientras ya escul-caban sus bolsillos y se repartían sus haberes. «Tuve amigos que se alegraron al verme caer. Y yo me paré. Echa´o pa´lante y prepara´o me tocó darme el caché. Ellos no creían, pero yo me la sé».

Sabina se mató en el cantil de Medina, en Bocachica, pescando con dinamita, y un mar más bravo le arrebató a Catalina, ahora dormida entre arrecifes de coral.

En algunas canciones del Joe, teme uno morir con él de desamor. Es duro sentirse un juguete mientras ella se ríe. Pero se sufre es sobre todo con los olvidos y los abandonos, esas otras formas de morir y de matar. «Duele saber que el otro se va y que quizás no lo volve-remos a ver», repite él, confundido. «La mariposa de tu jardín tiembla en la niebla».

Joe canta que la felicidad es breve y espera que la madrugada pase para recuperarse con el amanecer. Todo lo demás pertenece a la noche, cuando la realidad es un trapo que se cuelga por varias horas, mientras los niños cantan «tamarindo seco se le caen las hojas, agua derramada, no hay quien la recoja».

El Joe baila, aprieta la caña, mueve la espalda y la colita como zángano. El Joe da pasitos tuntún. Bailar es su ordenanza, moverse bien, fascinarse con la armonía. Este Joe de nuestros discos ama la naturaleza y cree que a los amores perdidos se los lleva el río. Como le es im-

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«Treinta personas a lo sumo viven en el pueblo de Cejoyuma. Pero si fueran dos o

cien, la cosa no cambiaría: siempre estarían solos. Cada hombre, cada perro, cada una

de las gallinas raquíticas que barren la plaza del pueblo bajo el viento, cada ser viviente

en la cima de la Parima está solo, desde siempre y para siempre. Al nacer quizá

conociera las alegrías perezosas del verano: al morir se volverá piedra dura y blanca,

tendrá la serenidad reconfortante del invierno. Pero está solo, durante toda la vida,

bajo el sol oscurecido, semicubierto todo el día; está solo en la noche clara, dura como

un cuchillo de acero y agujereada por estrellas frías; está solo en el otoño eterno de la

alta montaña».

Alain Gheerbrant

La expedición Orinoco-Amazonas (1948-1950)

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¿Cómo construir una mitología de la ciudad?

Gustavo Zalamea levanta una región onírica

con arquitecturas de la ciudad real, con

fragmentos del arte y de la pesadilla. La

gran plaza que se vuelve mar, la catedral

que emerge del océano primitivo, los cerros

que se alzan como grandes piedras del

sueño, las subterráneas vísceras del planeta,

aires cargados de leyenda y de símbolos, y

hundiéndose en el espejo del agua la gran

ballena impone la enormidad de la vida,

su fragilidad y su misterio. Todo evoca el

naufragio. La historia se repite. El artista se

ha ido: entonces empezamos a entenderlo.

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de Alfredo Molano

Crónica que forma parte del libro Del otro lado, publicado por Editorial Alfaguara,de próxima aparición.

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Mariana, mi primer nombre en español, lo llevé hasta que tuve la edad para que mi abuelo, el taita de los sionas, me diera el nombre en lengua materna. Desde ese entonces me llamo cuï cuï, nombre de una pepa de monte que es comida de los saínos. Ahora tengo 76 años. De mi fa-milia pasada sé más por el yagé que por la boca de algún pariente.

La mamá de mi mamá era de Santa Cruz de Piñuña Blanco, pero mi abuelo, el papá de mi mamá, era de Orito. Se llamaba Casimiro Castillo y trabajaba con los padres capuchinos. Pero después salió, ya con mi mamá criatura, a vivir a Puerto Asís. En Orito las tierras se acababan porque los blancos llegaban. Nos corrimos para Asís. No fuimos solos, fuimos muchos. Solos no sabemos andar, ni pensar, ni defendernos. Necesitábamos tierra y levantamos ranchas de yari-pa. El rancherío creció con otros parientes. Fueron llegando muchos con la misma idea: hacer chagras, comer. El pueblo creció. Entonces los hombres se fueron a traer de Pasto al señor obis-po. De Pasto no podían traerlo a pie. Él sabía caminar, y caminaba, pero se cansaba. Tuvieron que hacerle una cama —donde se acostaba—, y cuatro hombres, los más acuerpados, se lo echa-ban al hombro. Después otros cuatro los remplazaban porque el padre era grande, pesaba como si estuviera muerto. La comisión duró dos semanas en atravesar esos páramos y esas selvas. Río crecido que toparan, río en el que tenían que construir una tarabita para cruzar a su reverencia santiguándose y tapándose las vistas. Eran pasos feos y peligrosos. Más de un pariente se resbaló y cayó dando botes al fondo de esos abismos que parecían no llegar a ninguna parte porque ni los ríos se oían. Las bajadas eran largas y tan plagadas de zingas o curvas, que hacían el camino sin fin. Había que parar la procesión para que el padrecito se limpiara el hígado. Nosotros le ofrecíamos nuestras yerbas, pero él, soberbio, nunca convino en tomárselas.

En ese viaje se llegó a pie solo hasta Puerto Caicedo, que todavía se llamaba Achote y que era tan pequeño que su reverencia no lo bautizó. Fue después, no sé cuándo, que le pusieron ape-llido. De ahí para abajo, hasta donde estábamos nosotros y donde había salido la comisión para traerlo en guando, lo llevaron por aguas, en potrillo. No se había acabado de bajar de la canoa cuando, mirando para todo lado y como asustado, dijo:

—Hay que sacar de aquí a Satanás. Hay que construir una iglesia.Y nos puso a hacerla en pura hoja de canambo. Vino, dio bendiciones, acristianó a grandes y pe-

queños, a hombres y mujeres, casó a unos y a otros, y bautizó el pueblo Asís, un santo que los padres nombraban para todo menester. Se quedó llamando Puerto Asís porque el río es navegable y por sus aguas baja uno al Amazonas —a Leticia— y puede subir hasta Iquitos; y por el Napo, otro río como el Putumayo, puede llegar hasta Ecuador. Los antiguos conocían todo ese territorio. Era de ellos.

Mi papá, Lorenzo Piaguaje, pertenecía al pueblo coreguaje; era de Caquetá. Su padre mu-rió cuando él tenía doce años y quedó a cargo de su madre, que terminó viviendo con un blanco. No le dio buena vida el hombre. Le gustaba el trago y era mañoso. Mi abuela se vio tan perdida, que le dio al padre Estanislao, un capuchino, sus dos hijos. Ellos se criaron en el internado, donde aprendieron a leer, a escribir y a sacar cuentas, que era lo más importante para no dejarse hacer trampas de los blancos. Mi padre conoció a mi mamá, que era siona, en ese mismo internado. Ella era también huérfana. El padre Estanislao los separó de la manada para juntarlos en matrimonio cuando crecieran. Ellos no sabían del cruce hasta que los llamó al despacho parroquial para decirles que tal día, de tal mes, iban a casarse Lorenzo con Enri-queta. Fue un arreglo hecho también con las monjas franciscanas que tenían a mi madre de sirvienta en el otro internado, el de mujeres. Los casó el padre Bartolomé y los recasó el padre Estanislao, y les dio de regalo un solar para que hicieran «casa y labor», como se decía.

Con el tiempo, mi papá desertó de la agricultura y se volvió remero y mandadero del internado. Llevaba a los curas hasta Puerto Leguízamo a evangelizar indígenas, bautizarlos, matrimoniarlos

Crónica que forma parte del libro Del otro lado, publicado por Editorial Alfaguara,de próxima aparición.

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y salvarlos del demonio. En ese tiempo no existían motores; se bajaba por el río a remo y se subía a palanca. Tres días dejándose llevar por la corriente y dos semanas contradiciéndola. En el primer viaje que hizo mi papá a Leguízamo llevó a mi mamá. Cuando pasaron por Piyuya, hoy Piñuña Blanco, se encontraron con la familia de ella, que no la dejó seguir aguas abajo con mi padre. No valieron ruegos, órdenes ni amenazas del padre Estanislao. Nada. Mis abuelos se ran-charon en el no. Entonces se quedaron viviendo ahí. Al padre le tocó buscar remeros para devol-verse porque él tampoco quiso seguir para donde iba.

En el Piyuya los viejos le cogieron aprecio a mi papá porque era entendido y respetuoso. El taita Rafael lo miró. Ellos, los taitas, saben mirar quién es quién; quién les sirve para trabajar el yagé y quién no. Le dijo:

—Usted sirve para cocinar bejuco — y lo puso a su pata.Mi papá andaba con el taita día y noche para poder aprender, porque ese trabajo es de mu-

cho celo y mucho trasnocho. Los taitas no duermen y los alumnos tienen que aprender ese arte de no dormir. El taita le enseñaba sin hablar y él tenía que aprender solo mirando. Él cocinaba una vez y después mi padre tenía que saber hacerlo. Tenía que clavar los dos ojos y todas las en-tendederas en mirar. Así aprendió a preparar el bejuco. Trabajaban en el monte, al lado de una quebrada, sin que los vieran. El yagé es muy delicado, no le da la cara a todo el mundo.

A las seis de la tarde llegaban con el remedio a la casa. El yagé se toma cada vez que es necesa-rio. El taita decía un día, sin saberse por qué:

—Tiempo está malo; va a venir vendaval, taita Dios está bravo. No hay cacería, no hay pescado. Vamos a cocinar yagé para conversar con el dueño de los puercos, de los micos, de las pavas, de los pescados, que nos dé permiso para que haya cacería.

Entonces se tomaba yagé. Cuando mi papá traía el remedio a la casa del yagé, me daba cuenta de cómo practicaba la toma el taita Rafael para que el remedio pintara bien. Por eso es que a los taitas de ahora no les creo, porque yo miré con mis propios ojos la ceremonia del yagé, aquí mis-mo en el Resguardo de Santa Cruz de Piñuña Blanco. Para tomar el remedio él tenía preparada la casa o residencia del yagé, hecha de hoja de canambo cerrada con paja yaripa y guadua. Tenía cuatro puertas que las orientaban hacia el norte, el sur, el oriente y el occidente. Nadie podía entrar, solo los discípulos y los que iban a hacerse curar. Las personas que entraban tenían que estar limpias, bañarse ocho días antes con albahaca morada, hacer dieta y no utilizar perfumes de blanco; solo podían echarse los perfumes indígenas que son regalados por el taita. Solo esas personas podían entrar a su casa.

La ceremonia empezaba entre diez y once de la noche. Digo yo, como por decir una hora, porque nosotros no sabíamos de tiempos distintos de los marcados por el día y la noche, por las cosechas y por las aguas de luna. El taita Rafael tenía una ollita de remedio curada por medio de cantos y rezos. Él tomaba y luego les daba a sus aprendices y a los que iban a hacerse curar. A partir de las doce de la noche el taita salía cantando al patio. No era permitido mirarlo cuando danzaba y cantaba. Como la casa del yagé era de hoja de canambo y de yaripa, uno de niño atisbaba por las hendijas. El taita estaba vestido como un rey: tenía una corona de plu-mas, una cusma negra, collares de colmillos de tigre, collares de cascabeles y unos collares de palitos cortados; tenía brazaletes con plantas de perfume, plumas en las orejas y una pluma azul guacamayo que le atravesaba la nariz. En sus piernas, de la rodilla hacia abajo, se pintaba con un algodón blanco y se hacía unos puntos rojos con achiote que parecían medias blancas con bolitas rojas. Se pintaba la cara con crucecitas y otros signos en los pómulos. Los labios se los pintaba de color negro masticando una hoja; el color combinaba con la cusma negra, y él se miraba bien bonito.

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Cuando entraba a la casa del yagé se sentaba en un banco de madera muy fina, donde solo él podía sentarse porque era hecho para el pensamiento. Comenzaba a ramear la olla del yagé, a cantar y a conjurar. Se sentía que sonaba como cuando crece el río y se oye el chapaleo de los pescados, pero el sonido venía de la olla de yagé. El taita cantaba y cantaba y cuando metía la totumita dentro de la olla sacaba un pescado pintadillo que se movía en sus manos, lo alzaba y con la cola empezaba a fofoguear: fo-fo-foo-fo-fooo-fo-foooooo... Y cuando soltaba el pescado, chapaleaba, así el agua estuviera hirviendo. Después el taita danzaba y seguía cantando en el patio, pero no pisaba tierra. Volaba.

Como a la una de la mañana comenzaba otra vez a cantar. Cante y cante, cante y cante. Y bai-le, y baile, y baile. De pronto, empezaban a bramar los puercos de monte como si estuvieran al pie de la casa. Se escuchaba como si partieran mil cocos a la vez y se oía a los pequeñitos resoplar como si tuvieran el mismo miedo que sentíamos nosotros los niños. Los puercos salvajes huelen feo, son hediondos, sueltan su almizcle para que los demás animales huyan creyendo que el mundo se va a morir. El taita no miraba ni oía ni olía lo que todos oíamos y olíamos. Él se veía bien sentado, tranquilo, sin mirar a nadie, mientras sus secretarios, o sea, los aprendices, be-bían la toma en el matecito de totumo que solo él podía darles. Nadie puede meter mano ni to-tumo en la olla de yagé. Los puercos venían a decir que detrás llegaban todos los animales y que ya se podía cazar para que la comunidad tuviera qué comer. Al otro día, en la mañana, me fui a mirar a donde habían sonado los cocos, y sí, había un poco de coco partido del que los puercos habían comido. Por eso yo estoy segura de que el taita que teníamos era muy sabio. Esa expe-riencia también hace que yo no crea en los taitas de ahora, que toman yagé con ron Medellín. Nuestros taitas no toman esos alcoholes, ni necesidad de ellos tenían. Eran sabios y nosotros, los sionas, les creíamos y los respetábamos.

Un día él cantó y cantó y luego me llamó. Yo me sostuve de la hamaca; me daba miedo. Mi papá me dijo:

—Bájese, vamos donde el taita. Le va a poner nombre en el idioma nuestro.Fui y me arrodillé delante de él y empezó a curarme ramiándome. Me dijo, haciéndome la

señal de la cruz en la frente:—Bueno, hija, de ahora en adelante su nombre va a ser en lengua de nosotros: cuï cuï.Después de eso siguió cantando y danzando, se convirtió en tigre y en diablo. Nos dijo que al

otro día, a partir de las once de la mañana, había que estar listos con las canoas y las lanzas de chonta bien preparadas porque en la orilla del río iba a cruzar una manada de puercos. Y así fue. Empezaron a bramar los puercos a la hora que el taita había manifestado, y el río se llenó de animales. Los garroteamos y los subimos a las canoas. Recuerdo que mi hermana mayor estaba señorita y ella solita alcanzó a matar dos puercos que estaban subiéndose por el barranco.

Cuando yo era niña vivíamos en nuestra aldea. Recuerdo la casa de mi papá; la casa de don Santiago; la casa de don Basilio; la casa del yagé, que era la del taita Rafael; la casa de don Ángel Criollo, y la de mi padrino Gaspar. Ninguna existe hoy día. Todos se fueron a conformar otras comunidades. Primero se fue Basilio para El Hacha; después, Santiago para Caquetá; mi padri-no Gaspar echó para arriba, para la Primavera de Remolino, y el abuelo Ángel se pasó a la isla. Entonces quedamos nosotros aquí, mi papá y el taita Rafael. Los que se fueron a vivir al otro lado del río se dedicaron a trabajar en la crianza de animales de cuatro patas. En la aldea no se podía tener marranos porque los patios estaban sembrados de remedios y de comida.

Nosotros fuimos siete hermanos, cinco mujeres y dos varones. Un hermano y una hermana murieron de fiebres cuando llegaron a los doce años. Cuando yo tenía diez, el padre Bartolomé fue a la casa y me llevó para el internado. Él andaba en una lanchita y nos recogió a todos los

Alfredo Molano

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niños que estábamos por ahí jugando sin oficio, y nos llevó a estudiar. Estudié de los diez a los doce años. Sufrí mucho. La alimentación no era la nuestra; la barriga se me rebeló, no se que-daba con nada, todo lo devolvía. Nos cocinaban una sopa de un plátano que al sancocharlo cogía un color morado. De verlo me vomitaba. El desayuno era un agua de panela simple con un pe-dacito de maduro frío. Se aguantaba hambre. Yo me miraba enflaquecer día con día; los domin-gos cocinábamos debajo de los chíparos algo de lo nuestro porque entre semana no podíamos hacerlo. Mis padres viajaban tres días a remo en canoa para visitarme. ¡Era una alegría! Ellos me traían carne y pescado moqueado. Una mañana llegó la monja supervisora al comedor y dijo:

—Bueno, muchachas, vengo a preguntarles quiénes de ustedes quieren trabajar en la cocina, porque la muchacha que tenemos se va.

Yo pensé que trabajando como muchacha podría comer de lo que se les preparaba a las mon-jas, a los profesores y a los sacerdotes. Grité, sin pensarlo mucho:

—Yo, yo, yo, ¡supervisora, yo!—Mariana, ¿usted sí se siente capaz de manejar las ollas?—¡Sí, su reverencia, yo me siento capaz!Así empecé a trabajar en la cocina del internado. Eran unas ollas grandotas de orejas. El fogón

era alto y grande, tenía una hornilla de varios puestos y, para alcanzar, yo tenía que subirme en un asiento. Éramos cuatro indígenas en la cocina: una cocinaba para los niños; otra para las monjas, los padres y los profesores; la otra se ocupaba del aseo general, y otra, yo, lavaba las ollas. Teníamos quince días en la cocina y quince días en el costurero, donde se lavaba la ropa de los padres, de las monjas y de los niños. Había siete máquinas de coser para remendar la ropa que estaba descosida. Así, de oficio en oficio, de la cocina al corredor donde cosíamos, pasaron los días. Nos levantábamos a cocinar a las cuatro de la mañana para servir el desayuno a las ocho, pero cuando había que amasar y hornear, teníamos que madrugar a la una de la mañana para que el pan estuviera servido a las siete. No era pan para las alumnas sino para las monjas, el sacerdote y los profesores.

La rutina me enfermó. Casi me entierran. Por fortuna, mi papá y mi mamá tenían de amiga a una monja que habló con la superiora para que me diera permiso de salir de la cocina y pasar la fiebre en la cama. Tuvieron que inyectarme porque yo estaba muy mala. Cuando me alivié un poco me mantuvieron con papa al vapor y agua de panela con leche. Al mes me tenían comien-do en el comedor de las monjas. Tuvieron miedo de que me muriera. Me fui mejorando. Un día el sacerdote me preguntó por qué me había salido de estudiar. Yo le dije que me había ido a cocinar porque yo sufría mucho comiendo ese sancocho morado y que aunque era india, en mi casa yo comía carne, pescado, fariña y de todo; que a mí, en mi casa, no me hacía falta nada. La tripa se fue acostumbrando y trabajé cinco años en la cocina de las monjas. Aprendí a cocinar, a manejar la máquina de coser; me enseñaron a trazar la ropa, a cortar, a bordar, a tejer en hilo. Sufrí mucho, pero algo aprendí.

En el internado había sionas, ingas, cofanes y blancos. La mayoría de los sionas eran de Buenavis-ta y del Valle del Guamuez; los blancos venían de Orito y de la trocha que sale de Caicedo y termina en Puerto Asís. Esa trocha era empalada porque no había forma de cruzar esos pantanos; uno se hundía hasta más arriba de la rodilla y el barro se lo chupaba. Por eso todos teníamos que andar acompañados y cada uno con una vara larga, para no quedar ahogado. Los empalados fueron he-chos con el trabajo de los indígenas, mandados por los franciscanos. La carretera llegó poco a poco.

Dejé el internado cuando tenía dieciocho años, en el año 57. Me devolví para la casa y encon-tré al taita Rafael enfermo. Cuando llegamos, estaba todo en silencio y el taita acostado en la hamaca. Le dije:

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—Abuelo, ¿estás enfermo?Él me respondió que sí, que creía que se iba a morir porque lo habían mansalveado. Había

ido a pescar cuando, estando en esas, voló el sombrero. O mejor, se lo quitaron. El sol le fue ta-ladrando la cabeza, lo dejó como si hubiera tomado la droguita. Le pregunté por qué no se había defendido, él que tanto poder depositaba. Me respondió:

—No, hija, ya está hecho, y con lo que está hecho, no hay nada que hacer.Era cierto. Él contaba que por más que trató de sacar pescado, no pudo. Los bichos no cogían la

carnada, la olían y la esquivaban. Hasta que sintió un tironcito de jo-jo, un pescado pequeñito que no hace daño en la olla. Tiró el taita de la vara y el jo-jo, que tiene una aleta como cola de alacrán, le pegó en la cara con la ponzoña. Ahí venía el veneno y el taita cayó. Si hubiera tenido el sombrero, nada le habría pasado porque el pescadito venía nadando en el aire, de arriba para abajo, colgado del anzuelo. A los días, los dedos se le fueron secando. Y así, por partes, se fue secando.

Me quedé triste pensando qué íbamos a hacer nosotros solos ahora si el abuelo se moría. Como él había visto tantas cosas, le pregunté si esos diablos que había visto no vendrían a devorarnos. Y dijo:

—¡No, hija! Yo voy a morir como cualquier persona. Y cuando yo me muera, no se vayan a poner a cepillar tablas. A mí fórrenme con yaripa y me dejan en una canoa vieja, río abajo. No quiero morirme aquí, quiero morir viajando. Ustedes no saben para dónde voy. Lo único que les aconsejo es que no vayan a ir a donde me dejan porque ahí les puede dar un mal viento y no encontrarán quién se lo cure.

Yo fui a contarle a mi padre lo que el taita decía. Se confundió. Salió de madrugada a pregun-tarle si había dicho lo que yo decía. Le dijo que sí, que era cierto, pero que a mí se me habían olvidado los pedazos de pegote para hacer humo que me había pedido. Mi padre se los llevó. Los quemó con comején. El humo hizo el remedio y antes de amanecer mi padre se lo llevó al río. Con sus compadres lo metieron en una canoa vieja, le taparon los huecos que dejaban entrar el agua porque no era bueno que se inundara, le quemaron sus yerbas, lo ramearon con uña de gato y lo largaron al agua de un caño que ahora lo llaman «La Cocha de Taita Ñato», unas aguas lentas que dan vueltas antes de coger rumbo. Al soltarlo, se soltaron también los cielos. Tronaba desde muy alto y el trueno se quedaba en el aire como si no quisiera irse. Relampagueaba en co-lores y los rayos se cruzaban unos con otros, partían las nubes, viajaban de lado a lado. El mun-do temblaba cuando se oyó el bufido del tigre en el mismo sitio donde las centellas pegaban. El taita iba de camino. Mi padre quemó pegote y la gente lloraba con el ahuuuu, ahuuuu, ahuuuu que parecía que nunca terminaba. Había que espantar los males que podían entrar al salir el taita. Morirse es dejar la puerta abierta sin guardián. Al otro día todo estaba en silencio. Parecía que con el taita también nuestras almas se hubieran ido.

Estuve en la casa dos años, acompañando a mis viejos. Les ayudaba a sembrar palos de yuca, de plátano, que cuando crecían los limpiábamos para que acabaran de crecer sanos. Cargábamos leña, traíamos agua, cuidábamos gallinas, preparábamos la yuca para sacar la fariña y el casabe. Mi mamá rallaba la yuca, la escurría, y después la tostaba con paciencia y la fariña quedaba así bien rica. Lo mismo el casabe. Lo asaba el mismo día y luego lo ponía sobre hojas de plátano para que el sol le entrara. El casabe es el alimento de los sionas. Se come untado con angobü, que es un alimento que se prepara con el agua de la yuca melada y se come con ají, pescado o carne, y se pasa con chucula de plátano, chicha de maíz choclo, chicha de chontaduro o chicha de ñame. La chicha de ñame se prepara con ñame y yuca cocinada y se maja con una piedra especial que la llaman batán; la masa se revuelve con guarapo de caña y agua de maduro y se deja quieta. Al otro día se cierne y se sirve; queda como la avena. Bien delicioso. A mi papá le gustaba tomar café cuando no tomaba yoco. El yoco es un bejuco que se raspa hacia abajo y se toma como tinto. También lo dan

Alfredo Molano

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para limpiar, o sea para vomitar. Los viejos lo levantan a uno a la madrugada y le dan a tomar yoco. Quiera o no quiera. Es amargo y cuando entra al estómago quiere devolverse, pero no solo, sino con todo lo que topa adentro. Hay que detenerlo un rato hasta que hace convite con todo lo que uno tiene guardado haciéndole daño, como una baba amarilla como chicha de chontaduro. Cuan-do no se puede aguantar más, toca ayudarlo a sacar, a vomitar en pluma, que salga por todas par-tes, por las narices, por la boca, por el rabo. Hay que soltarlo porque viene acompañado. Después el sueño se lo lleva a uno a sus mundos y amanece con alegría, como recién parido, livianito, no le duele nada, ni le da pereza ni siente sueño. Se hace uno resistente. No nos enfermábamos.

Ahora yo me enfermé hace poco con un dolor en la pierna que se me quiere secar como una ta-bla. Me ha vuelto floja el dolor y ya ni el yoco me ayuda. Mis padres nos enseñaron a usar el yoco para poder trabajar sanos y cuando él se cansa de ayudar, las cosas se ponen feas. El yoco espanta la pereza, trae ánimos de trabajar, despeja el pensamiento. Mis padres se levantaban a las tres de la mañana, tomaban el yoco y empezaban a rallar la yuca cuando había que hacer el casabe o ha-bía que hacer canastos de yaré, gigras de chambira, matafríos, que son los escurridores de yuca, tejidos con cogollo de palma o con la cáscara del árbol de guarumo. A veces también había que torcer chambira para hacer guascas y tejer hamacas. Mis padres vivían trabajando y sembrando la comida. A mi mamá la picó una culebra y pudieron curarla. Era muy joven. Sufrió mucho por-que después de que se le cerró la heridita y se deshinchó, y volvió a poder ver y a poder hablar, le quedó un dolor que se le subía por la pierna enferma y se le regaba por todo el cuerpo. Entonces ella desfallecía. Duró unos años, pero como habíamos quedado sin taita, le tocó morirse.

A mi marido lo conocí aquí en la misma aldea. Nos distinguimos muy niños, nos casaron y así fue pasando el tiempo. Fuimos haciendo hogar, nos pusimos a trabajar y de ahí ya vinieron los hijos y se me acabó la vida de juventud. Él salía a trabajar, pero no conseguía nada y se quedaba en la casa. Con tanta necesidad que nos acosaba y él mirando el techo y fumando. Yo no estaba para cargarlo de todo a todo, pero ese señor no se podía separar de mi enagua. Vivía ahí como escondi-do del mundo. No cogía camino. Muchos de nuestros hombres iban y venían como trabajadores. Salían a Puerto Asís, a Mocoa, a Cali, a Neiva. Se rebuscaban y traían lo que conseguían, pero a mi marido lo fue invadiendo el miedo de todo. Una hoja que volara, un pájaro que cruzara, un viento que corriera lo ponía a temblar. Nosotras las mujeres salíamos poco. Las únicas salidas que yo hice fue al internado trabajando en la cocina y después cuando me hice maestra. Y la de ahora, la del 2001, que no fue salida sino sacada de todas partes: de Santa Rosa de Sucumbíos, de Yarinal, de Palestina, de El Hacha, de Santa Helena, de Piñuña Blanco, de El Tablero.

Muchas gentes, muchas familias tuvimos que salir porque no se contentaron con echarnos los tigres, sino que nos llenaron de veneno las tierras y la vida. Fumigaron desde sus avione-tas todo, todo lo que encontraban. Dicen que tenían que gastar el veneno que echaban para echarnos a nosotros. Dejaron todo quemado. Convirtieron las chagras en quemados. A los pilotos les dieron la orden de soltar su muerte en las chagras creyendo que toda chagra es un cocal. No es así. Los indígenas llaman chagra el sitio donde cultivan la comida y la coca para mambear, que también es comida, no solo de los espíritus sino de la barriga. La coca coge fuerza en la sangre. Uno puede dejar de comer tres días, y no come no porque le quite el ham-bre, sino porque uno está bien, no le falta comida. Cuando se acaba de almorzar, ¿quién quie-re seguir comiendo? Todas las plantas con que sabemos vivir, todo crece y se da en la chagra: los cultivos de yuca, pida, chontaduro, plátano, maíz, vota, borojó; y los remedios: el yagé, la sábila, el paico, la yerbabuena, el descansel; y las frutas: naranja, piña, zapote. Y todo eso es lo que esos malditos tigres de los blancos fumigan y queman. Su malquerencia es la coca y creo que, más que la coca, los que no les gustamos a ellos somos nosotros, los indígenas. Es la

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historia que nos han contado los abuelos y que los curas han querido borrarnos. Ellos saben que quitándonos la comida nos acaban, y ese era el propósito de tantísimo veneno como nos cayó esa vez. ¿Y las bombas? ¿Acaso es que para matar una mata, o unas matas, era necesario soltar tantísimas bombas? Bombas que atronaban, que hacían temblar la tierra, que hacían vomitar a los niños.

Los viejos dijimos:—Hay que salir de aquí. Los venenos nos hacen mal. Nos acaban.Muchos de nosotros fuimos atacados de babaza, vomitábamos una baba espesa como de pe-

rro; a los niños los picaba un mal que era el que les daba a los raspachines, un picor en la piel que terminaba en llagas. A todos se nos soltó la barriga como si hubiéramos tomado yagé. O nos hubiéramos emborrachado con pipire, o sea, con chontaduro. Los viejos se metieron a la casa del yagé tres días a ramearse, a mirar qué decían el tigre, el cafuche, la tortuga, los animales de monte todos. Ellos estaban también enlocados.

—Salgan —les dijeron los animales a los viejos— para que nos dejen quietos, ya que fueron us-tedes los que los trajeron; salgan para quedarnos nosotros.

Y salimos. También los animalitos de chagra salieron con nosotros porque se estaban mu-riendo. Las gallinas paraban el pico, volteaban los ojos y se enredaban en la muerte. Los perros tosían el bofe, los pájaros se caían muertos volando. Después, cuando ya habíamos salido, nos dimos cuenta de que el veneno había quedado en el aire, en el agua, en la misma tierra. Nota-mos cuando también los animales de monte tuvieron que salir. Las guatinajas, los morrocoyes, las charapas, las babillas, los churucos, los venados, los osos palmeros, todos corrían a buscar refugio. Nosotros íbamos adelante con los corotos puestos. Solo se llevaba lo que se podía cargar. Los viejos y los niños casi no podían llevar lo que necesitaban. Los corotos encima, y más encima el miedo porque los aviones no dejaban de pasar ni de botar sus bombas ni de regar sus vene-nos. La primera estación fue Santa Helena entrando por la madrevieja, y de ahí a palanca por el río Pucachi hasta la carretera que va para Lago Agrio. Tres días dándole para llegar con una cola larga de familias humilladas, con hambre y sin destino.

Nosotros sabemos tener familia, ser indígenas. Nos movemos con casa, de río en río, por nuestra propia voluntad o porque llega una enfermedad como la viruela, o porque a las chagras se les acaba la sustancia, como a uno, como a los árboles, y entonces uno tiene que cambiar de río. Pero a nosotros nunca nos habían obligado a irnos de nuestra tierra espantados como perros con sarna. En Ecuador tenemos una madre que nos cuida a los sionas en el can-tón de Shushufindi, parroquia San Roque. Somos una comunidad que se pasa el río Putumayo por encima. Vamos a visitarlos y ellos vienen a vernos. Nos contamos cuentos, tomamos juntos yagé, ellos también son buenos yageseros.

Llegamos a Lago Agrio y nos protegieron en el internado de las hermanas carmelitas casi dos meses. Las monjitas nos daban sopa, y corredores para poder estirar el cuerpo de noche. Todos los corredores del internado los llenábamos. Parecíamos un enjambre de abejas o una mana-da de cafuches. Guindábamos donde podíamos. De lejos nos mirábamos como una camada de murciélagos. En el internado las cosas no habían cambiado desde cuando yo fui niña y estuve interna. La misma campana para levantarse y acostarse, para comer, jugar, alegrarse. La misma gruta con la misma virgen. Los mismos miedos. Los jóvenes se desaburrían jugando básquet. Los viejos no salían de la tristeza; los derrota el cemento, no saben pisarlo; los asusta el ruido, los acongoja no saber de caminos. Viven perdidos. El tiempo no se dividía entre noche y día sino entre comida y comida. No se hacía más que esperar a que tocaran la campana para recibir la arepa, la sopa, el recalentado.

Alfredo Molano

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El Gobierno nos ayudó a sobrevivir y nos llevó hasta Tarapoa, donde encontramos la mano de nuestros hermanos los sionas de Ecuador. También nos dieron casa y comida; la diferencia con las monjitas era que era nuestra comida y nuestras costumbres. Ellos están organizándose en una comuna o lo que se llama aquí resguardo. Tienen muchos problemas con las petroleras porque les invaden el territorio donde siempre han vivido. Sin territorio no hay comida propia ni animales de monte ni ley de respeto. Las máquinas tapan los ríos y borran los caminos. Nues-tros hermanos se han movido. Han protestado en el mismo Quito caminando mil kilómetros, y aunque el Gobierno ahora los oye, no es mucho lo que al presidente le dejan hacer.

Los sionas de Tarapoa nos dieron tierra para hacer nosotros chagras para poder sembrar y cultivar nuestra comida. Todo era igual allá que aquí: tumbar y quemar, luego echar maíz y echar yuca. Todo lo mismo. Para sembrar se necesita un año. Tumbar con hacha es duro. Dejar secar es largo. Hay que esperar a que se vayan las aguas. Y después, toca esperar a que el maíz florezca y pepee, que la yuca engruese y que el pipire enfuerte. Antes no hay comida. Las fami-lias nos ayudaban mientras tanto con pura chucula de plátano y cuando había pescado, pescado le echábamos al plátano. Es nuestra costumbre. También por allá da el remedio. No es distinto. El bejuco da bonito, fresco, y hacíamos costumbre con él y con nuestra gente. No había diferen-cias. Pero cuando la petrolera entró a hacer un hoyo en lo de los sionas, ellos se corrieron para donde nosotros ya habíamos cultivado y ya teníamos tierra domada, y entonces se vinieron los problemas. Ellos, huyendo como habíamos llegado nosotros, querían lo que ya teníamos culti-vado. Decían que les pertenecía porque estaba en su territorio; que así como una danta que co-miera en un monte de la comuna era de ellos, así lo nuestro también, por estar en sus dominios. Les dijimos que no. Que una danta la creaba Dios, pero que la yuca la sembrábamos nosotros. No era lo mismo. Los yucales eran trabajados con nuestras manos, así estuvieran en tierra de los sionas de Ecuador. El casabe era de nosotros y no de ellos. Los viejos se metieron a la casa del yagé a soplarse yerba. Salieron fue ahumados y sin acuerdo. Nosotros veíamos que la compañía petrolera los llevaba de la mano como a niños. Nosotros los colombianos, así seamos indígenas, somos más rebeldes y la petrolera adivinó la diferencia. Nos tenía miedo. Seguro las compañías en Colombia ya les habían dicho que nosotros éramos resabiados.

La petrolera fue la que nos los echó encima. Se ganaron a una gente con las envidias que sa-ben sembrar, se la ganaron diciéndoles que éramos del otro lado, de Colombia, del Putumayo, que las aguas del Aguarico corren para el río Napo y no para el Putumayo, que nosotros venía-mos a cultivar cocaína y que veníamos de parte de la guerrilla. Así fueron sembrando la intriga. A nosotros no nos dejaron más que la pelea o la huida. Y nos fuimos. La sangre entre hermanos es maldita. Otra vez metimos el rabo entre las piernas.

Llegamos a otra comuna, pero no siona sino cofán, que se llama A’i Doreno. Ahí había gentes llegadas —también corridas— de Santa Rosa del Guamuez, que venían huyendo de la muerte de Obencio Criollo, un payé que habían matado los paramilitares hacía apenas un mes porque diz-que era colaborador de las guerrillas. Es un cuento conocido que sacan cuando a uno le quieren hacer mal. Huyeron de esa sangre por miedo, como nosotros habíamos corrido por el veneno. Aquí nos encontramos todos. Vivimos juntos, pero unos por un lado y los otros por otro. Ya no hay chagra común, ahora cada cual se rebusca a su modo, ya cada cual va a jornalear donde con-siga. Nos desgranaron al quitarnos la tierra. Ahora se trabaja al jornal que pagan los colonos para hacer lo que ellos mandan. En estos días siembran café y cacao. Nos mantenemos de contratos, limpiando potreros, parando cercas y comiendo lo que se compra en las tiendas. Los taitas que an-tes nos guiaban no existen. Para nosotros el que manda ahora es el patrón. Los hombres viejos y las mujeres viejas no servimos ya ni para contar historias.

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El presidente Uribe escuchó impávido durante varios minutos, y luego interrumpió bruscamente a Tito Díaz: «A ver, señor alcalde… Hemos permitido el desorden por la gravedad del tema, pero también le pedimos a usted que nos considere el tiempo». Uribe es un hombre de aspecto adusto, contextura pequeña, con rostro de apariencia juvenil, pero tono firme y mirada penetrante. Cuando se dirige al público, emplea el tono de mando propio de un poderoso ganadero, con la convicción de un hombre poseedor de una misión. Uribe aseguró a Díaz que «con el mayor gusto» él mismo ordena-ría una investigación, ya que «la transparencia no puede tener excepciones; la seguridad es para todos los colombianos».

Pocas semanas después, la poli-cía nacional retiró los escoltas asig-nados a Díaz. El 5 de abril de 2003, el alcalde desapareció y cinco días más tarde lo encontraron muerto al costado de la carretera principal de Sucre. Su cuerpo presentaba marcas de tortura e impactos de bala y se hallaba en posición de crucifixión —los pies cruzados, los brazos extendidos y las palmas hacia arriba—. Tenía su credencial de alcalde en la frente. En su casa se encontró una nota destinada a su familia, en la cual Díaz afirmaba que se dirigía a una «reunión peli-grosa» con Arana. «Si algo me pasa, deberían escapar», decía.

Juan David Díaz, hijo del alcal-de, que entonces tenía veintitrés años, abandonó Sucre, pero no la causa de su padre. Se unió a un grupo pequeño y heterogéneo de colombianos —en su mayoría

periodistas, funcionarios judi-ciales y otros familiares de vícti-mas —que exigían justicia por los crímenes de los paramilitares. Hasta entonces, los intentos por investigar este tipo de violencia habían logrado pocos resultados, salvo la muerte de quienes los impulsaban. Inesperadamente, durante los años siguientes sus esfuerzos obtendrían resultados que pocos habrían creído posibles en 2003: se iniciarían investigacio-nes —como la prometida por Uribe a Tito Díaz— que sacarían a la luz una «alianza macabra» mucho más extensa y siniestra que la denun-ciada en televisión por el alcalde asesinado.

¯

Es posible que Uribe —quien dejó la presidencia en agosto del 2010, cuando asumió su exministro de Defensa, Juan Manuel Santos— sea el presidente con mayor popula-ridad que haya tenido Colombia. Elegido en 2002 con un índice de aprobación del 69%, al terminar su mandato su imagen había subido al 75%. Fue uno de los favoritos de George W. Bush —quien le concedió la Medalla Presidencial de la Liber-tad— y recibió grandes elogios de Barack Obama y Hillary Clinton.

Y refundaron la patria... De cómo mafiosos y políticos reconfiguraron el Estado colombianoClaudia López Hernández (ed.)

Bogotá, Random House Mondadori, 2010 (524 pp.).

De Sincelejo a Washington: la denuncia que enredó a UribeDaniel Wilkinson Subdirector para las Américas

de Human Rights Watch.

Este artículo se publicó en el

New York Review of Books.

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En febrero de 2003, durante un encuentro con el presidente Álvaro Uribe que se transmitió por tele-visión, el alcalde de un pequeño municipio en la costa caribe colom-biana se puso de pie y anunció su propia muerte. «Señor presidente, soy el alcalde de El Roble», dijo Tito Díaz mientras avanzaba hacia el escenario donde Uribe estaba sen-tado junto a varios de sus ministros y funcionarios del departamento de Sucre, sede del encuentro. Mientras caminaba de un lado a otro frente al presidente, Díaz hizo posiblemente la primera denuncia pública de una red de violencia y corrupción que involucraba a políticos y paramilitares, a la cual llamó «alianza macabra». Denun-ció que a esa alianza pertenecían varios funcionarios locales, entre ellos el gobernador Salvador Arana, sentado junto al primer mandata-rio de la nación, y dijo: «Ahora... me van a matar».

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La historia es notable, pero en gran medida falsa. El éxito de Uri-be en la reducción del poder de las Farc fue real —pese a estar pla-gado de aberrantes violaciones de derechos humanos— y contribuyó a una disminución drástica del índice de homicidios y secuestros en el país. Sin embargo, su relato del pacto con las AUC es sustancial-mente falso, en especial la idea de que se trató de una versión mejo-rada de los acuerdos celebrados por anteriores gobiernos para lo-grar la desmovilización de grupos guerrilleros. Por el contrario, el pacto con las AUC tuvo similitudes más estrechas con el pacto hecho una década antes entre el gobierno de Colombia y el narcotraficante más poderoso y temido de ese en-tonces: el capo Pablo Escobar.

A mediados de la década de los ochenta, Escobar presionó a las autoridades colombianas para que éstas impidieran que tanto a él como a otros narcotraficantes los extraditaran a Estados Unidos. Cuando las negociaciones fracasa-ron, Escobar desató una ola masiva de asesinatos y atentados y logró que la extradición se prohibiera por mandato constitucional. Tam-bién obtuvo permiso especial para cumplir la pena por sus delitos en una «prisión» de lujo que él mismo había mandado construir en una colina cercana a Medellín. Cuando se intensificaron las presiones desde Washington sobre Bogotá para po-ner fin al acuerdo, Escobar se fugó no sólo de la policía colombiana sino también de la DEA, la CIA y los

incluso literalmente, como cuando jugaban al fútbol con las cabezas decapitadas de los cadáveres.

Durante su campaña presiden-cial, Uribe prometió «seguridad para todos los colombianos». Una vez en el poder, aplicó un «im-puesto de seguridad» a los más ricos y utilizó el dinero recauda-do —además de varios miles de millones de dólares de asistencia estadounidense— para ampliar los operativos de lucha contra la insurgencia, y expulsó a las guerri-llas de las ciudades, las carreteras y los centros económicos. Con esta campaña se comenzó a frustrar gradualmente el plan de toma del poder de las Farc y se consiguió que perdieran la mitad de sus combatientes, en la mayoría de los casos por deserción.

Según la historia de éxito, los logros de Uribe contra los pa-ramilitares fueron incluso más destacados que contra la guerrilla: las negociaciones de paz con los comandantes de las AUC llevaron al desmantelamiento de esa organi-zación, la desmovilización volun-taria de 35.000 combatientes y el fin de toda actividad paramilitar en Colombia. A su vez, los coman-dantes de las AUC aceptaron que los procesaran por sus numerosos delitos a cambio de una reducción de su pena. Se trató de un acuerdo sin precedentes en América Lati-na, donde los gobiernos estaban habituados a conceder amnistías indiscriminadas para poner fin a conflictos armados. En lugar de sacrificar la justicia para conseguir la paz, Uribe encontró una forma de alcanzar ambas: el programa se llamó «Justicia y Paz».

Varios funcionarios del gobierno estadounidense han señalado las políticas de Uribe como modelos para Afganistán y México, países que enfrentan una combinación similar de narcotráfico, corrupción y terror.

La administración Uribe propor-cionó a Washington lo que necesi-taba para contrarrestar el pesimis-mo que generaban esos países: una historia de éxito.

La historia es la siguiente. Cuando Uribe asumió la presi-dencia, Colombia estaba al borde de ser un Estado fallido. Existían dos grupos armados ilegales fi-nanciados por el narcotráfico —las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) y las Auto-defensas Unidas de Colombia (AUC)— que aterrorizaban a la población civil. La más numerosa de estas fuerzas eran las Farc, un ejército guerrillero de izquier-da fundado en la década de los sesenta que a fines de los años noventa ya contaba con 20.000 combatientes, y que para el año 2002 extendía su presencia desde vastas regiones selváticas y rurales hasta las goteras de Bogotá, la ca-pital de la república.

Las AUC eran una red de grupos paramilitares de derecha que ha-bían ganado a las guerrillas el con-trol de grandes sectores del territo-rio nacional mediante una estrate-gia simple y efectiva: lograr que las comunidades les temieran aún más que a las Farc. Las AUC se dedicaban a masacrar a civiles por decenas en plazas públicas. Descuartizaban a sus víctimas con motosierras y les cortaban la lengua y los testículos. Con frecuencia las matanzas se convertían en un deporte, a veces

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comandos de la Fuerza Delta. La búsqueda terminó en diciembre de 1993, cuando Escobar fue abatido en el tejado de una vivienda en Medellín.

La mayoría de los que luego apa-recieron como jefes paramilitares habían sido socios de Escobar. En sus comienzos, estos jefes eran líde-res de grupos de vigilancia privada organizados en los años ochenta para disuadir a los guerrilleros de la práctica de secuestrar a familiares de narcotraficantes. Tales grupos se asociaron con poderosos terrate-nientes y, con el apoyo de militares, ampliaron el alcance de sus opera-ciones, que pasaron de represalias selectivas a actos de violencia gene-ralizada contra quienes señalaban de ser aliados de la insurgencia, entre ellos políticos de izquierda y sindicalistas. Estas diversas fuerzas paramilitares se unieron para for-mar las AUC en 1997, en parte con el fin de coordinar sus actividades militares, y también debido a que el Congreso colombiano estaba próxi-mo a levantar la prohibición consti-tucional de la extradición. Los jefes de las AUC entendieron desde sus inicios que, para evitar que los juz-garan en Estados Unidos, tendrían

que llegar a un acuerdo con el go-bierno que fuera más duradero que el que había conseguido Escobar.

Así, anunciaron que su nueva or-ganización no participaría en el ne-gocio del narcotráfico y perseguiría fines exclusivamente «antisubver-sivos». Y, durante los cinco años si-guientes, impulsaron una campaña de relaciones públicas —que incluyó entrevistas en televisión durante los horarios de mayor audiencia y una biografía autorizada de uno de sus máximos jefes que fue un éxito en ventas— tendiente a cambiar la imagen de los paramilitares como narcotraficantes para aparecer como un grupo de naturaleza prin-cipalmente política.

Sin embargo, no abandonaron las actividades de narcotráfico. De hecho, en 2002 las AUC se habían convertido en la red de narcotráfi-co más poderosa en la historia de Colombia. Varias semanas después de que Álvaro Uribe asumiera la presidencia, Estados Unidos envió a Colombia un primer pedido de extradición contra dos de los más altos jefes paramilitares por delitos de narcotráfico.

Uribe podría haber usado la amenaza de la extradición para

ejercer presión sobre los jefes paramilitares y conseguir que se sometieran a la justicia, pero pre-firió crear el programa de Justicia y Paz, en el cual el elemento de «justicia» era, en gran medida, una farsa. A los jefes de la AUC los «encarcelarían» en fincas —no en prisiones— durante sólo tres años y no estarían obligados a restituir las riquezas obtenidas por medios ilícitos ni a identificar a sus cóm-plices. Esto les permitiría mante-ner intactas sus redes delictivas, y además los protegería frente a cualquier otra acción judicial o la posibilidad de extradición por los delitos que habían «confesado». Básicamente, era la misma recom-pensa que Escobar había inten-tado conseguir, pero dado que se trataba del producto de un acuer-do político de «paz», contaba con la apariencia de legitimidad que garantizaría su perdurabilidad.

En julio de 2004, el gobierno de Uribe permitió que los jefes de las AUC presentaran su propuesta de «paz» ante el Congreso de Co-lombia. La delegación la lideraba Salvatore Mancuso, uno de los jefes incluidos en el pedido de extradi-ción de 2002. Mancuso había parti-cipado en la planeación de muchas de las masacres más cruentas de las AUC y se había convertido en uno de los narcotraficantes más poderosos de Colombia. En otras palabras, se trataba de un nuevo Escobar.

Mancuso se presentó vestido con un traje de Valentino, acompaña-do por una numerosa comitiva de seguridad proporcionada por el gobierno; en su discurso de 45 mi-nutos —que se transmitió por tele-visión nacional— elogió los logros

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de las AUC en la lucha contra las Farc y declaró triunfante: «¡El juicio de la historia reconocerá la bondad y grandeza de nuestra causa!».

Mancuso recibió una fuerte ova-ción. Varios meses después, Uribe suspendió la orden de extradición en su contra.

En su casa en Bogotá, la periodista Claudia López observaba horroriza-da el discurso de Mancuso. ¿Cómo podía ser que miembros del Con-greso aplaudieran públicamente a un narcotraficante que había perpetrado matanzas? Durante los meses siguientes, esta pregunta continuó atormentándola mientras viajaba por el país y comprobaba que, en muchos lugares, las per-sonas se mostraban visiblemente atemorizadas cuando se les pregun-taba por los posibles nexos de polí-ticos locales con paramilitares.

La explicación que había temido llegó en mayo del año siguiente, durante otra transmisión televisiva desde el Congreso. Esta vez el orador fue Gustavo Petro, congresista de un partido de centro izquierda, que denunciaba tales vínculos en Sucre. Petro había empezado a investigar lo que sucedía en la región luego de una visita de Juan David Díaz, quien había viajado a Bogotá con el fin de conseguir ayuda para llevar ante la justicia a los asesinos de su padre.

Petro comenzó su presentación televisiva con una filmación en la cual se mostraba a Tito Díaz denun-ciando la «alianza macabra» ante el presidente Uribe dos años antes. Luego aportó diversas pruebas que había reunido y que sustentaban

las denuncias del alcalde asesina-do, y advirtió que la colusión entre políticos y paramilitares —a la cual posteriormente se llamaría «para-política»— no se manifestaba sólo en Sucre, sino que constituía la principal amenaza a la vigencia del Estado de derecho en todo el país.

Claudia López, que entonces tenía 35 años, ató cabos entre sus indagaciones preliminares y el dis-curso de Petro y se dedicó durante meses a conseguir información oficial adicional que permitiera corroborar la advertencia. Cruzó los resultados electorales con las estadísticas de violencia paramilitar y descubrió que los miembros del Congreso, que había visto aplau-diendo a Mancuso, habían sido ele-gidos con mayorías sumamente atí-picas en regiones con alta violencia y control de las AUC. Según parecía, los paramilitares había alterado el resultado de las elecciones en favor de ciertos candidatos.

Los hallazgos de López, publi-cados en internet en septiembre de 2005, tuvieron poca repercu-sión en un principio; no obstante, a medida que se aproximaba la fecha de las elecciones parlamen-tarias de marzo del año siguien-te, los medios de comunicación empezaron a difundir su estudio. Para el día de los comicios, el tér-mino «parapolítica» se había con-vertido en una expresión corrien-te, hasta el punto de que varios magistrados de la Corte Suprema decidieron estudiar esas denun-cias con mayor detenimiento. En septiembre del año 2006 inicia-ron una investigación formal a partir de los indicios proporcio-nados por Petro y López.

Posiblemente esa investigación no habría avanzado si el otro alto tribunal del país, la Corte Consti-tucional, no hubiera ordenado ese mismo año la revisión completa del programa de «Justicia y Paz» de Uribe. La Corte no avaló la le-galidad del carácter político de los paramilitares y exigió que éstos rindieran confesiones «comple-tas» y «veraces» y cumplieran su condena en cárceles verdaderas. Estos cambios inquietaron a los jefes de las AUC, quienes comen-zaron a proporcionar información a cuentagotas sobre sus acuerdos con políticos. Aparentemente, el objetivo era enviarles una adver-tencia: si nos hundimos, los hun-diremos a ustedes con nosotros.

La revelación más dramática fue el texto del llamado Pacto de Rali-to, publicado por la prensa en no-viembre. En ese pacto, firmado en 2001, varios políticos (entre ellos Arana, el gobernador de Sucre) y los paramilitares se comprome-tían a apoyarse mutuamente para «refundar la patria». Se trató de la primera prueba irrefutable de la colusión denunciada por Díaz, Petro y López. A medida que la Corte Suprema ampliaba su inves-tigación, surgían nuevas pruebas de que los lazos entre los paramili-tares y miembros de la coalición de Uribe habían sido extensos.

Por ese entonces, se desató una ba-talla política en Washington en rela-ción con el tratado de libre comercio (TLC) entre Estados Unidos y Colom-bia. Los demócratas en el Congreso se negaban a ratificar el tratado

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hasta que Colombia mejorara la situación de derechos humanos en el país mediante, entre otras cosas, la reducción de la violencia contra sindicalistas, asesinados en Colom-bia en proporciones mayores que en cualquier otro lugar del mundo.

Expertos y políticos republicanos (y algunos demócratas) criticaron duramente esa posición de los lí-deres demócratas. Su crítica era el reflejo de sus intereses geopolíticos más que comerciales. Uribe había sido el más firme aliado del go-bierno de Bush en América Latina y había apoyado abiertamente la «guerra contra el terrorismo» em-prendida por Estados Unidos des-pués del 11 de septiembre, mientras que su vecino venezolano, Hugo Chávez, impulsaba con entusiasmo el sentimiento anti-Washington en la región. Además, sostenían que, a diferencia del carácter autoritario de Chávez, Uribe era un defensor de la democracia. Incluso retomaron la versión de Uribe según la cual las revelaciones sobre la parapolítica eran otra prueba de sus méritos: demostraban que, durante su go-bierno, nadie en Colombia estaba por encima de la ley.

Sin embargo, el mensaje que el presidente transmitía en Colom-bia era bastante distinto. Uribe denunció las investigaciones de la Corte Suprema, comparándolas con una «pesca milagrosa», y acusó a los magistrados de prestarse para «la trampa del poder del terroris-mo agónico». En Colombia, este tipo de acusaciones incendiarias pueden poner en riesgo la vida de los implicados. Varios magistrados comenzaron a recibir amenazas de muerte. Los insultaban en la calle

y en algunos círculos sociales los rechazaban. Algunos dejaron de mostrarse en público.

Pese a esto, la Corte no interrum-pió las investigaciones sobre la pa-rapolítica. Si acaso, los ataques de Uribe sólo sirvieron para hacer más fuerte su determinación de investi-gar. En abril de 2008, las investiga-ciones de la Corte permitieron en-carcelar a decenas de funcionarios elegidos por presuntos vínculos con paramilitares, entre ellos el senador Mario Uribe, primo segundo del presidente y uno de sus aliados po-líticos más cercanos.

Pocas semanas después de la de-tención de su primo, el presidente Uribe tomó por sorpresa a la Corte cuando reunió a catorce líderes paramilitares (entre ellos Mancu-so) y los extraditó una madrugada a Estados Unidos para que los juz-garan por narcotráfico. Para los aliados de Uribe en Washington, la extradición masiva era la prueba máxima de su compromiso de juz-gar a los paramilitares.

Sin embargo, para quienes habían luchado contra el para-militarismo en Colombia, este acto demostraba exactamente lo contrario. Luego de proteger a los comandantes de las AUC durante años y evitar su extradición, Uribe los envió a Estados Unidos justo cuando habían empezado a colabo-rar con las investigaciones locales.

Esta sospecha cobró fuerza a principios de 2009, cuando la revis-ta Semana reveló que el servicio de inteligencia nacional, DAS, que de-pende directamente del presidente, habría estado vigilando en forma ilícita a jueces de la Corte Suprema —incluyendo escuchas en la Sala

Plena y el robo de expedientes —así como a otras figuras públicas que habían cuestionado las políticas de Uribe. La información del DAS que divulgó la prensa revelaba que el organismo había intentado des-prestigiar a los críticos de Uribe atribuyéndoles supuestos vínculos con la guerrilla, actos de corrupción o adulterio. Los archivos también mostraban que el DAS enviaba ame-nazas de muerte a periodistas críti-cos. Por ejemplo, las instrucciones del DAS para intimidar a la perio-dista Claudia Julieta Duque incluían el siguiente mensaje:

Hacer la llamada en cercanías

a las instalaciones de Inteligencia

de la Policía. No tartamudear, ni

durar en la llamada más de 49

segundos… Saludo: Buenos días

(tardes)… Señora, ¿es usted la

mamá de María Alejandra? (espe-

rar contestación). Pues le cuento

que no nos dejó otra salida… Nos

tocó meternos con lo que más

quiere, eso le pasa por perra y por

meterse en lo que no le importa…

Duque, quien abandonó el país luego de recibir esta amenaza, con-tó que la persona que llamó había repetido fielmente el guion y le dijo además que su hija de diez años sería violada y quemada viva, y que esparcirían sus dedos por la casa.

¸

¿Por qué Uribe podría haber estado interesado en sabotear las investi-gaciones sobre la parapolítica?

Los jefes paramilitares habían comenzado a rendir confesiones sobre modalidades cada vez más

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siniestras de colusión con algunos de los funcionarios del gobierno de Uribe y principales aliados políti-cos suyos. Algunas confesiones se remontaban a mediados de la dé-cada de los noventa, cuando Álvaro Uribe había sido gobernador del departamento de Antioquia –en el noroccidente de Colombia–, duran-te la época de máxima expansión paramilitar en esa zona. Según las confesiones de paramilitares, el secretario de Gobierno de Uribe, Pedro Juan Moreno, se reunió con ellos en varias oportunidades para coordinar la creación de grupos de seguridad privada, que actua-ban como frentes paramilitares y cometían atrocidades. De acuerdo con Mancuso, estos jefes incluso habían informado anticipadamente al secretario de Gobierno sobre una masacre que cometieron.

Los paramilitares también con-fesaron a los investigadores judi-ciales que habían colaborado con militares activos, tanto antes de la presidencia de Uribe como durante ésta, incluso con dos generales que Uribe había designado al mando de distintos sectores de las Fuerzas Armadas. También confesaron que efectivamente habían colaborado con altos funcionarios del DAS, en-tre ellos el primer director de ese organismo designado por Uribe, quien había proporcionado a las AUC los nombres de sindicalistas que luego aparecieron asesinados. Otras denuncias inquietantes im-plicaban al hermano menor del presidente, Santiago Uribe, acusado de dirigir un grupo paramilitar en Antioquia y de usar su propia ha-cienda como lugar de reunión con paramilitares.

En 2008, un exparamilitar dio declaraciones que vincularon al propio Uribe en forma directa con la actividad paramilitar, pero su testimonio estuvo plagado de incoherencias. A esta persona la mataron en 2009. El mes pa-sado un segundo exparamilitar acusó al exman-datario de haber participado en la formación de autodefensas.

Uribe y sus más altos funcionarios han negado estas acusaciones. Las personas que co-nocerían, en toda su extensión, la naturaleza de la colaboración que pudo existir con los paramilitares son justamente los jefes que Uribe extraditó a Estados Unidos. No obs-tante, desde la extradición han de-jado de cooperar con los investiga-dores colombianos. Varios de ellos, incluido Mancuso, han explicado que si revelaran todo lo que saben no podrían proteger de represalias a sus familiares en Colombia.

De todos modos, las investigaciones judiciales en Colombia ya han apor-tado un gran volumen de informa-ción tan valiosa como alarmante. Y refundaron la patria…, una colección de ensayos preparada por Claudia

López y un equipo de académicos colombianos, constituye el primer intento exhaustivo de explicar to-dos estos hechos. La principal con-clusión de este libro es que el pro-blema paramilitar en Colombia fue mucho más grave de lo que incluso ellos habían imaginado.

En 2005, cuando López publicó su primera investigación, estimó que 23 congresistas podrían estar vinculados con las AUC. Pero la magnitud de la colusión fue mu-cho mayor. Más de 80 congresistas han sido investigados penalmente por presuntos vínculos con para-militares, entre los que están un tercio de los elegidos al Congreso en 2002 y la mitad de los miembros de la coalición de Uribe en sus dos mandatos. Al menos 37 legisladores han sido condenados. Otros cientos

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de funcionarios locales, entre ellos gobernadores y alcaldes, también han sido investigados.

Además de la colusión política, está el enorme costo humanitario. En 2007, los analistas estimaron que las AUC habían asesinado a 50.000 personas. Sobre la base de las pruebas reunidas en las investi-gaciones judiciales, la Fiscalía esti-ma que en la actualidad el número es superior a 150.000.

Por último, está el tema del alcance de las ambiciones de los paramilitares. El equipo de López ha demostrado que la referencia en el Pacto de Ralito a «refundar la patria» —de la cual toma el nombre el libro— no era simple retórica. Por el contrario, reflejó un objetivo más amplio, compartido por los jefes de las AUC, políticos y terrate-nientes: legalizar el enorme poder político y gran riqueza que habían acumulado durante los años de expansión paramilitar.

Los paramilitares habían ex-pulsado a más de tres millones de campesinos pobres de sus tierras y allanaron el camino para aque-llo que los autores denominaron «contrarreforma agraria». Podero-sos terratenientes e inversionistas —incluidos paramilitares y otros

traficantes— obtuvieron las tierras, y luego consiguieron que funcio-narios corruptos les otorgaran la titularidad y hasta beneficios tributarios para su explotación. En palabras de un exparamilitar: «Uno iba matando a la gente, otros iban atrás comprando, otros iban de terceros, legalizando».

La extradición de los jefes de las AUC no puso fin a este proyecto. Por el contrario, como escribe López, «la tierra, la riqueza y el capital po-lítico amasado de manera violenta por el narcoparamilitarismo que-daron en manos de las elites híbri-das y emergentes», integradas por grandes terratenientes, políticos locales, narcotraficantes y antiguos miembros de las AUC que habían logrado que no los extraditaran.

Además de leyes para legalizar su riqueza y poder, con la ayuda de los parapolíticos en el Congreso, Uribe consiguió que se modificara la Constitución para permitir su propia reelección en 2006 e inten-tar un tercer mandato en 2010. Esa reforma desvirtuó el sistema de pesos y contrapesos entre ramas del poder, cuyo diseño se había hecho pensando en un mandato presidencial sin reelección. Si Uribe cumplía un tercer mandato, su ca-

pacidad de controlar el sistema de justicia —y entorpecer las investiga-ciones— sería aún mayor.

En 2009, ese resultado parecía casi seguro; Uribe tenía holgadas mayorías y su popularidad nunca había sido tan alta, en gran parte debido al éxito de su embestida contra las Farc. Sin embargo, para una amplia fracción de la clase di-rigente colombiana, la imagen del presidente había caído. La progre-siva concentración de poder en sus manos había comenzado a preocu-par a las elites tradicionales, que se jactaban de haber impedido du-rante décadas que el país quedara bajo un régimen autoritario.

Otro factor que también inclinó la balanza en contra de Uribe fue la negativa del Congreso estadouni-dense a ratificar el tratado de libre comercio, decisión que se había re-forzado debido a las revelaciones de los paramilitares sobre sus aliados políticos. El rechazo de Washington fue un revés político muy fuerte para Uribe y sirvió para convencer a muchos miembros de la clase diri-gente colombiana de que la perma-nencia de Uribe en la presidencia se había convertido en un costo alto.

En febrero de 2010, la Corte Constitucional determinó que Uri-be no podía presentarse a un tercer mandato. Uribe aceptó la decisión, tal vez porque entendió que ya no contaba con el respaldo de la clase dirigente para enfrentarse al poder judicial. Sin embargo, se dio por he-cho que continuaría ejerciendo un amplio poder incluso desde fuera del gobierno, sobre todo después de que su exministro de Defensa, Juan Manuel Santos, consiguió la presi-dencia con una victoria aplastante y

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prometió continuar con las políticas de seguridad de su predecesor.

Muchos se sorprendieron cuando Santos, en su primer acto oficial como presidente, se reunió con la Corte Suprema y prometió una nueva era de respeto al poder judi-cial. La razón de este acercamien-to parecía ser simplemente que Santos, quien pertenecía a la clase dirigente tradicional de Bogotá, tenía un estilo político menos con-testatario que el del ganadero de Antioquia.

Pero la distancia que separaba a Santos de Uribe se amplió más allá del estilo. Santos anunció que su prioridad legislativa sería la sanción de una ley de víctimas de alcance general que, entre otras cosas, ayudaría a la población des-plazada a reclamar la restitución de las tierras que les robaron. Uri-be se había opuesto firmemente a este tipo de leyes.

A fin de año, algunos de los más agudos críticos de Uribe, entre ellos López y Petro, empezaron a recobrar tímidamente la espe-ranza. Según creían, Santos había entendido que desarticular el proyecto paramilitar era indispen-sable para recomponer la imagen

del país en el exterior y restablecer el dominio político de la clase di-rigente de Bogotá. Al restituir las tierras robadas y permitir que las investigaciones de la parapolítica avanzaran sin obstáculos, Santos podría debilitar el poder de la nue-va «elite híbrida» que se mantenía más fiel a Uribe que a él. A su vez, lograr avances en ambos frentes le daría mayores probabilidades de conseguir la recompensa que no había podido obtener su predece-sor: la ratificación del TLC.

En abril de este año, en respues-ta a las crecientes presiones de los partidarios del TLC, el presidente Obama anunció que enviaría el tra-tado al Congreso para que lo ratifi-caran cuando Colombia comenzara a implementar un «plan de acción» acordado en forma conjunta, desti-nado a mejorar los derechos de los trabajadores. Gracias a las curules conseguidas por los republicanos en las pasadas elecciones legislativas, era previsible que se ratificara el tratado. A principios de octubre, la administración Obama anunció que Colombia había hecho suficientes esfuerzos para justificar la aproba-ción del TLC. El 12 de octubre, el tra-tado fue finalmente aprobado por ambas cámaras del Congreso.

Sin embargo, todavía es difícil identificar avances en el tema de

derechos humanos. El reto más urgente es combatir los poderosos grupos armados, en su mayoría bajo el mando de exmiembros de las AUC, que continúan asesinando a sindicalistas y, cada vez más, a líderes de comunidades despla-zadas que reclaman sus tierras. Si bien estos grupos ya no se presen-tan como un movimiento nacional contra la insurgencia, continúan participando en el tráfico de dro-gas ilícitas y aterrorizando a civiles del mismo modo en que lo hacían las AUC. Son el legado de la estrate-gia de «justicia y paz» de Uribe.

En diciembre de 2009, el exgo-bernador Arana y otro funcionario de Sucre denunciado por el alcalde Tito Díaz fueron condenados a altas penas de prisión. Juzgarlos demoró años y a nueve testigos potenciales los asesinaron en el proceso. En abril de 2010, poco después del nacimiento de su primer hijo, Juan David Díaz recibió una nota firmada por uno de los nuevos grupos arma-dos, posteriores a las AUC:

No se imagina el placer que nos

causa el recordar que para esta

época hace siete años dimos de

baja a su padre... pero tenemos

claro que la labor aún no está cum-

plida... no nos hemos olvidado de

usted, por el contrario tenemos

muy claro que lo suyo debe ser

lento y doloroso e incluso peor que

lo del Tito. Saludos a tu mujer, a tu

hijo, a tus hermanas y a tu madre.

Luego de recibir esta amenaza, Juan David huyó del país. En octu-bre terminó su exilio y regresó a Su-cre, a pesar de que sus condiciones de seguridad no han mejorado.

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El ruido eterno. Escuchar al siglo XX a través de su música Alex Ross (traducción de Luis Gago), Madrid, Seix Barral, 2009 (798 pp.)

Travesía musical por el siglo xxPablo Montoya

Alex Ross ha superado un reto di-fícil con su libro El ruido eterno1. No sólo ha plasmado un vasto periplo artístico de una época, sino que lo ha hecho con tanta intensidad que cualquier lector, avisado o no en los terrenos de la música, termina por ceder a sus encantamientos. Pocos son los libros, salvo las enci-clopedias con su ristra de colabora-dores más o menos conocidos, que logran dibujar un caudal tan am-plio y poblado de meandros frente a la historia de la música moderna. El ruido eterno goza de tantos atri-butos, informativos y críticos, his-tóricos y sociológicos, musicales y literarios, que no en vano, y pese a que sus contenidos sólo oscilen en torno a análisis de la música clási-ca, se ha convertido en una suerte de best-seller mundial.

Su objetivo es claro: tomarle el pulso a la música durante un si-glo que ha sido, en tales terrenos, como el delta inmenso de un río tumultuoso. El puesto de atalaya, por así decirlo, en el que se acomo-da Ross para lanzar una mirada, entre panorámica y minuciosa, es su aís de ori en: Estados Unidos.

De allí que se dedique un buen es-pacio a la música norteamericana representada por compositores visibles, como Charles Ives, George Gershwin, Aaron Copland, John Cage, Steve Reich, Philip Glass y John Adams. Esta presencia, di-gamos nacional pero abierta al mundo, se justifica porque Estados Unidos, con el jazz, el rock, el pop y las músicas folclóricas y sus abra-zos con tendencias académicas como el serialismo, el neoclasicis-mo, la música electroacústica y los regresos minimalistas a la tonali-dad, resulta la bisagra adecuada que permite articular el libro pertinentemente. En este sentido, Ross hace lúcidos saltos desde la búsqueda de la identidad musical estadounidense, zarandeada por las políticas estatales y la porten-tosa industria cinematográfica, a los antiguos centros musicales del siglo XX (la exquisita y antisemita Viena de Gustav Mahler, el París cosmopolita de Igor Stravinski y del Grupo de los Seis, la Berlín fre-néticamente festiva de Kurt Weil y Paul Hindemith y el Moscú medro-so y totalitario de Serguéi Prokofiev y Dimitri Chostakovich). Con este procedimiento, El ruido eterno se convierte, a la vez, en una apasio-nante travesía musical por el siglo XX y en una radiografía sonora del mayor imperio de los últimos tiempos.

Travesía que, valga la pena anotarlo, se torna inexplicable-mente indiferente con el aporte que hicieron América Latina y sus compositores nacionalistas al pa-norama musical del siglo. Ninguna línea de Ross está dedicada, por ejemplo, a los compositores cuba-

nos Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla, que tanto ayuda-ron con sus pesquisas en el domi-nio de la tímbrica instrumental afroamericana al Edgar Varèse de las innovadoras obras para arse-nales percutientes. Héitor Villa-lobos, uno de los grandes músicos de todos los tiempos, apenas le merece escuetas menciones. Lo mismo sucede con Carlos Chávez y Silvestre Revueltas. Y músicos esenciales como Alberto Ginaste-ra y Leo Brouwer sencillamente no existen. Esta ausencia no es fortuita y más bien obedece a una dinámica de los estudios musi-cales enciclopédicos tramados en los centros del poder económico y cultural. Este aspecto de El ruido eterno remite, de algún modo, a la célebre Historia de la música, dirigi-da por el francés Roland-Manuel y publicada en los años sesenta: en sus más de cuatro mil páginas, América Latina es el gran fantas-ma invisible en este, no obstante, excelente balance de la música desde los tiempos antiguos hasta la segunda mitad del siglo XX.

El ruido eterno empieza con la presencia de los compositores ale-manes Richard Strauss y Gustav Mahler en Estados Unidos, cuando

1 Alex Ross, El ruido eterno. Escuchar al siglo XX a través de su música (traducción de Luis Gago), Barcelona, Seix Barral, 2009, 798 pp.

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el sueño americano empezaba a marcar la pauta en el ámbito de las orquestas sinfónicas y su papel consistía en democratizar la mú-sica clásica en un país tan extenso como variopinto por sus orígenes inmigrantes. Pero decir Mahler y Strauss, en cuanto a influencias se refiere, es regresar a Richard Wag-ner y a Franz Liszt. De hecho, Ross sabe que el siglo XX, musicalmente hablando, comienza con las ten-dencias posrománticas y sus in-tentos, no del todo desdeñables, de desestabilizar la sacrosanta tona-lidad. Y culmina con John Adams, compositor cuyo estilo refleja la compleja y atractiva fusión de mú-sicas diversas. Adams define muy bien lo que es el gran país del nor-te: «Una deslumbrante fanfarria hollywoodense», unida a «grandes nubes de armonía wagneriana» que, a su vez, se abraza a majestuo-sos homenajes a Jean Sibelius y a Mahler, y que acoge en su seno, sin vacilaciones y con espíritu lúdico, procesos minimalistas, sonidos del jazz y el rock y experimentos elec-trónicos propios de las vanguar-dias europeas de la posguerra. Con Adams es claro que el legado clási-co se recibe desde Estados Unidos. Su índole, empero, manifiesta una de las conclusiones fundamentales que ofrece Ross: la cultura musical de principios del siglo XXI no ofre-ce ningún centro y el pluralismo de los lenguajes es una verdad tan vital como inobjetable.

Por otro lado, El ruido eterno permite comprender que la época actual ignora las figuras monu-mentales, por no decir heroicas, de los compositores que sobresalieron hasta la muerte de Chostakovich

y Benjamin Britten, a mediados de los años setenta. Y opta, en cambio, por mostrar personalidades musi-cales disímiles, ancladas en todas partes y en ninguna, bebiendo de la tradición compositiva europea, pero también ansiosas por recupe-rar elementos populares de África, Asia, Oceanía y América Latina. Igualmente, al finalizar el extenso itinerario emprendido por Ross (El ruido eterno tiene cerca de 800 páginas, contando sus numerosas notas bibliográficas, una muy útil guía de lecturas y audiciones suge-ridas y el necesario índice onomás-tico), se entiende que el composi-tor ha terminado por convertirse en una figura, a veces solitaria y periférica, a veces mediática y espectacular, que hace música sin esperar grandiosas celebridades. Y es que uno de los rasgos más sin-gulares de El ruido eterno es mostrar, justamente, esta disolución de los perfiles, el difumino insoslayable de las tendencias contemporáneas que permiten construir un mundo sonoro que, en palabras del viejo Claude Debussy, resulta completa-mente quimérico e inencontrable.

Ahora bien, los lenguajes esté-ticos analizados por Ross, que se definen desde la mixtura multicul-tural y que parece que fueran un matiz de la música de las últimas vanguardias, ya se insinuaban con meridiana claridad en las sinfonías mahlerianas. En el primer gran compositor del siglo se confabulan la tradición contrapuntística de Bach, la orquestación romántica de Robert Schumann y Wagner con las fanfarrias militares deci-monónicas del imperio prusiano y las tonadas pueblerinas que se

desperdigaban por toda la geogra-fía de la Bohemia natal del compo-sitor. Sin embargo, este comporta-miento simbiótico de la música no es propio solamente del siglo XX. El mismo Ross sabe que esta acti-tud ha sido propia de otras épocas musicales. Mírese, verbigracia, la irrupción de sonoridades islámicas en las cántigas medievales españo-las y en los troveros de la Aquitania francesa, los clásicos alemanes trabajando a partir de melodías de los serrallos turcos, Debussy y los impresionistas alimentándose de la escala pentatónica china. Es verdad, desde esta perspectiva —y esta es otra de las conclusiones de Ross—, que muy posiblemente el destino de la música que le espe-ra al siglo XXI sea el de una «gran fusión final», en la que artistas populares desenfadados y jugueto-nes y compositores clásicos y serios que quieran seguir aferrados a la tradición de perpetuar el pasado, terminen hablando un idioma muy similar.

Hay algo significativo en la for-ma en que se fundamenta el tra-bajo de Ross. Las fuentes son mu-chísimas y van desde los trabajos teóricos de los mismos composito-res (los ensayos de Igor Stravinski, Béla Bartók, Arnold Schoenberg, Pierre Boulez y John Cage son cita-dos con frecuencia), las biografías más sobresalientes de los músicos aparecen aquí y allá. El nombre de Theodor Adorno, a la hora de interpretar posiciones radicales del arte revolucionario frente a la vulgarización impuesta por los medios masivos de la recreación cultural, también es seguido por el autor de El ruido eterno. Pero hay

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una obra que se levanta, como una suerte de columna vertebral, en este seguimiento escabroso y di-latado de la música del siglo. Y no es un tratado de música, sino una novela. Doctor Faustus, de Thomas Mann, que describe la situación del creador musical en los tiem-pos del fascismo, que son los del mal y del horror, permite a Ross analizar dos elementos. Sopesa, en primer lugar, las transgresiones atonales, las búsquedas tímbri-cas, los juegos contrapuntísticos y armónicos realizados en esos cien años. Y rastrea, en segundo térmi-no, los tormentos de los mismos compositores y su posición frente a sistemas políticos aplastantes de la individualidad creadora. Adrian Liverkühn, el compositor ficticio de Mann, y así lo explica Alex Ross, «presenta rasgos de Schoenberg y Webern, que manifestaron haber matado la tonalidad, y quizá de Varèse, que se tenía por un “diabó-lico Parsifal”. Liverkühn también presagia a Boulez, con su estética del “más violento”; a Cage, que afirmó que iba “hacia el silencio más que hacia la delicadeza, ha-cia el infierno más que hacia el cielo”; al irónico, autoflagelante y obsesionado por la muerte Chos-takovich». Con esta permanente presencia del compositor literario, que le ha vendido el alma al diablo para poder crear en tiempos de total esterilidad, El ruido eterno pare-ce afirmar que lo diabólico es uno de los patrimonios de la música moderna.

En un libro en el que sus capítu-los se nombran teniendo en cuenta edades de esplendor, tendencias y vanguardias musicales, relacio-

nes entre nazismo, comunismo, democracia y música, resulta in-sólito que se dediquen dos de sus capítulos a grandes personalidades más o menos conservadoras del siglo: Sibelius y Britten. Por qué Alex Ross no hizo lo mismo, por ejemplo, con Stravinski, una per-sonalidad que, como un Picasso en la pintura, bebió de casi todos los lenguajes musicales del siglo, hasta el punto de que su voz es tal vez la más cosmopolita, abierta y curiosa de todas. Por qué no dedicó otro capítulo a Schoenberg, cuyo dodecafonismo representa uno de los avances más radicales del siglo con su condena de muerte oficial a la tonalidad. Por qué no hizo lo mismo con Olivier Messiaen, ese músico raro, luminoso, creyente en Dios y sus mensajeros alados en medio de una época atea por moda y acaso por necesidad histórica.

Las explicaciones pueden ser varias. Por un lado, el espectro de la música moderna, tal como se plantea en El ruido eterno, certi-fica una suerte de desaparición del compositor proteico, digno heredero del Beethoven román-tico, y por tanto dividir el libro en capítulos onomásticos habría resultado paradójico. Por otro, es evidente que Sibelius y Britten son los compositores tonales más importantes en una época en que practicar este lenguaje significaba algo denigrante. No se olvide —y esto lo estudia muy bien Ross en su recorrido— que las vanguardias de la posguerra, comandadas por Pierre Boulez, Luigi Nono, Lucia-no Berio y Karlheinz Stockhau-sen, pensaban que trabajar con la tonalidad era confabularse con

las fuerzas oscuras del fascismo, tan caras a los lenguajes simples y tonales de las colectividades militares. Otra respuesta, para nada fútil, es que la valoración de Ross de estos dos compositores se hace luego de tomar en cuenta el impacto de sus músicas en la so-ciedad norteamericana.

La conclusión general a la que conduce El ruido eterno es afirmar que la azarosa, agresiva y emo-cionante historia de la música del siglo XX es la historia misma de la destrucción progresiva de la tonalidad y su regreso al seno de las últimas vanguardias del si-glo. Desde la desintegrada Unión Soviética, pasando por la China Popular coqueta del neoliberalis-mo, y las nuevas tendencias del posminimalismo norteamericano, el mundo dice que la tonalidad es invencible. Y esta no es una con-clusión regresiva, es simplemente una respuesta a lo que en un de-terminado momento histórico, me refiero a la situación de la música más extrema que se compuso du-rante la guerra fría, se hizo con la tonalidad.

Voltaire y los ilustrados del siglo XVIII lucharon por la laicización de la religión y pensaron —creo que estaban seguros de ello— que si Dios no moriría, al menos las grandes religiones monoteístas dejarían por fin tranquilo al indi-viduo en su búsqueda de la espiri-tualidad. Un vistazo al estado de la religiosidad del mundo de inicios del siglo XXI muestra cuán equivo-cados estaban Voltaire y sus ami-gos. La tonalidad, como Dios, no ha muerto, y El ruido eterno lo confirma con suficiente amplitud.

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Besos Por Felipe Villada Ruiz

Los textos que acompañan la muestra «Yo seré tu espejo», del fotógrafo bumangués Ruven Afa-nador, comienzan siempre en la misma forma: «Toda mi vida soñé fotografiar a la duquesa de Alba, tiempo después recibí su llamada». Así le sucedió también con Diana Ross, Oprah Winfrey, Gabriel García Márquez, y muchos otros. Pero Afanador es más que el niño que contra todas las predic-ciones se convierte en fotógrafo de celebridades y revistas de moda: es el director del circo de freaks más hermosos del mundo.

Afanador, como dice Héctor Abad Faciolince en el texto que abre la muestra, retrata a sus objetos en al-tares barrocos y minimalistas; y así, tal cual, deben ser los altares en la mente del fotógrafo: sencillos, cru-dos y profanos; escenarios perfectos para congelar en la memoria y que sugieren las fantasías traviesas de la mente de Ruven. A estos perso-najes los desnuda; indudablemente estamos viendo a Courtney Love, pero está fuera de su contexto, está sola, a ver cómo se defiende, a ver si brilla, y quizás por la ayuda de Afanador todos sus retratados lo terminan haciendo.

Sí se parece a Irving Penn (como dice Gloria Zea) o a Herb Ritts, to-dos maestros del blanco y negro, pero en Afanador quizás haya más. En sus altares brilla no sólo una fascinación por el sujeto, sino tam-bién por exponer su rareza; como si en vez de la mujer barbada de un circo de los años veinte quisiera ver a la actriz Emily Blunt o a una

sucesión de jóvenes toreros. Acaso también haya talento en el hecho de convencer a tanto ego para que acepte sus propuestas; que Martha Stewart (la rígida reina del hogar) acceda a posar despeinada, en bata, con ojos de mapache y arru-gas a la vista, resulta en una refres-cante propuesta fotográfica.

Soy capaz de creerle cuando dice que ante cada uno de sus modelos siente nervios y mucha anticipa-ción, y también que vive un proce-so revelador e íntimo al hacer un retrato. Le creo porque su mejor trabajo puede ser aquel que no gira en torno a las celebridades, como lo muestran claramente sus libros Torero (dedicado a los que habitan en el mundo de la tauromaquia) y Mil besos (que gira en torno al mis-terio y la pasión del flamenco).

Y de este último se desprende Pepe Conde —se acordarán de mí si fueron al Mambo antes del 9 de octubre— con sus mil texturas, su piel irregular, su peluca y la for-ma de su cuerpo enmarcada en el desierto, todo muy barroco y todo muy bello; es una de esas fotogra-fías que llegan más cuando se co-noce la historia detrás de ésta.

También hay un video, el making de Mil besos, que queda perfecto donde está porque pasa como los buenos besos: en la intimidad de un rincón oscuro. Llegué justo cuando las bailaoras posaban al ritmo de Llorona, de Chavela Vargas, de su voz profunda, desgarrada y aguar-dientosa. Todo un acierto. Ese video

logra conmover, hacer reír y dar ganas de bailar al mismo tiempo.

Sin embargo, no todo son besos; en esta exposición también tiene cabida lo desconcertante: lo pri-mero es que —y puede que esto sea algo muy mío— no entendí la for-ma en que Afanador nos muestra a Íngrid Betancourt como una santa, de escapulario y biblia en mano, mucho menos por qué describe su encuentro en París como si se le hubiera aparecido un enviado de Dios; y lo segundo, una pequeña falla: cuando fui, se habían acaba-do los folletos. Nada que borre la obra de Ruven. Bueno, al menos si se logra olvidar su relato sobre la desaparición de Betancourt.

Además de esos sujetos conge-lados ante fondos crudos (como si el fotógrafo los quisiera colec-cionar uno al lado del otro en su mente), los ochenta retratos que conforman «Yo seré tu espejo», también cuentan con otro tipo de personajes: aquellos que deja en el perfecto estado del momento en el que viven, en esa quebrantable gracia que Afanador sabe respe-tar y permite salir en su trabajo (Vanessa Paradis, se acordarán de mí), y a un tercer grupo, del que espera recibir regalos en forma de expresiones y por el que espera ser sorprendido… La idea es que esta exposición viaje por todo el país, para que, como en los circos, ciudad por ciudad, estos freaks tan hermosos terminen por encantar al mundo.

En la página siguiente: Rossy de Palma, París, Francia, 2009. Ruven Afanador.

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