roque otarola

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VIABILIDAD SOCIAL DE LA EMPRESA MINERA Escribe: Roque Otárola Peñaranda Periodista [email protected] Es evidente que las relaciones entre las empresas mineras y las poblaciones de su entorno requieren con urgencia de un nuevo enfoque, si es que se busca con seriedad poner en valor las enormes riquezas aún escondidas en las entrañas de nuestra geografía, conciliando el legítimo interés de lucro de quienes las explotan y los inne- gables derechos expectaticios de los dueños de la superficie. La historia es cruel cuando muestra que esa relación ha sido inequitativa y en extremos, abusiva no sólo respecto de las poblaciones asentadas en las áreas de influencia de los en- claves mineros, sino del medio ambiente cuya depredación dejó como lamentable heren- cia cementerios de naturaleza muerta. Son patéticos y deplo- rables, por ejemplo, los casos de Ticapampa y Jangas, en pleno centro turístico del Callejón de Huaylas, basurales inorgánicos ubicados en las narices del Mi- nisterio del Ambiente. Si bien es cierto que las empre- sas formales tratan ahora de evi- tar las consecuencias nefastas de los pasivos mineros converti- dos en cerros de relaves, aguas y aire contaminados por reactivos químicos, es igualmente verdad que las explotaciones infor- males hacen tabla rasa del componente ambiental, cual Atilas redivivos a cuyo paso no vuelve a crecer la yerba. La tirantez que hoy caracteriza la relación de las empresas mi- neras y las poblaciones aleda- ñas a los yacimientos, tiende a agudizarse, postergando en muchos casos ad infinitum la posibilidad de que el país se beneficie de los buenos pre- cios que el mercado interna- cional ofrece. Si es verdad que las motivaciones primigenias de este desencuentro pueden encontrarse en la herencia de miseria y naturaleza destruida que los políticos de oficio exa- cerban, es también cierto que existen razones estructurales que deben ser afrontadas to- mando al toro por las astas. Responsabilidad social no es igual a filantropía. Los llamados programas de responsabilidad social, en- tendidos como compromi- sos VOLUNTARIOS asociados a la buena práctica empre- sarial, respeto al ambiente y a los derechos básicos de las personas y a la mejora de la calidad de vida, se pier- den lamentablemente en el enunciado, en tanto se mi- metizan con la generosidad paternalista y la filantropía dadivosa. ¿Cómo hacer para que los réditos de la empresa mine- ra sean percibidos como le- gítimos por las poblaciones involucradas? ¿Cuáles son los caminos capaces de con- ducir a la denominada “li- cencia social” que relacione armoniosamente a las em- presas con los propietarios de la superficie y con los de sus áreas de influencia? Evidentemente, tales vías no pasan por la represión ni la fuerza. Tampoco por la gene- rosidad filantrópica que cons- truye un par de aulas y obse- quia desayunos a los niños de la escuela, ayuda a instalar dos o tres pequeños reser- vorios, tres o cuatro cuyeros artesanales o impostando vo- ces para decir algo como “yo vivo en Huamancaca y estoy feliz porque mis animales no se mueren al beber el agua que baja de la mina”. ¿A qué despistado publicista se le ocurrió presentar como gran logro a favor de la gen- te la no contaminación del agua que beben personas y animales, sabiendo que es la más elemental de las obligaciones de la empresa minera? Tamaña barbaridad comunicacional no contri- buye sino a dinamitar en el intento de relación armoniosa que la responsabilidad social postula en teoría. Tal vez si el Fondo Minero Antamina es el esfuerzo más coherente orientado a que la responsabilidad social se desmarque de la filantropía, a pesar de que su burocratiza- ción y poca eficacia son ahora comparables a las de cual- quier organismo público que administra recursos de inver- sión. Sería bueno conocer, por ejemplo, a cuánto ascienden los costos operativos directos y tercerizados, de supervisión y asesorías del citado Fondo, respecto del total del aporte voluntario que la propia mine- ra administra. Campesinos accionistas: ¿opción o utopía? Visto así el panorama, está probado que las relaciones paternalistas, filantrópicas y/o de responsabilidad so- cial carecen de toda opción para obtener la ansiada “li- cencia social” que el entorno debe otorgar a la empresa minera, con posibilidad de veto, aprobado con ligereza por el Congreso y observado por el Ejecutivo. Urge entonces la puesta en práctica de ideas innovadoras, tal vez heterodoxas y atrevi- das, tales como la asociación real al negocio minero de los campesinos involucrados, me- diante la posesión y usufructo de acciones que les permiti- rían compartir la riqueza que la empresa obtiene. Pero, por sobre todo, el accio- nariadocompartidopermitiría que las poblaciones ubicadas en las áreas de influencia de los yacimientos, sintiéndose socias y dueñas del negocio, defiendan a su empresa, sal- gan de la pobreza y disfruten de la modernidad, en lugar de cultivar resentimientos pro- pios del despojado, junto a la inevitable envidia de quien ve pasar ante sus ojos las ga- nancias que otros obtienen. Nunca más oportuno aquel adagio que dice “el vecino po- bre siempre es mal vecino”.

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respecto del total del aporte voluntario que la propia mine- ra administra. Escribe: Roque Otárola Peñaranda Periodista [email protected]

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Page 1: ROQUE OTAROLA

VIABILIDAD SOCIAL DE LA EMPRESA MINERA

Escribe: Roque Otárola Peñ[email protected]

Es evidente que las relaciones entre las empresas mineras y las poblaciones de su entorno requieren con urgencia de un nuevo enfoque, si es que se busca con seriedad poner en valor las enormes riquezas aún escondidas en las entrañas de nuestra geografía, conciliando el legítimo interés de lucro de quienes las explotan y los inne-gables derechos expectaticios de los dueños de la superficie.La historia es cruel cuando muestra que esa relación ha sido inequitativa y en extremos, abusiva no sólo respecto de las poblaciones asentadas en las áreas de influencia de los en-claves mineros, sino del medio ambiente cuya depredación dejó como lamentable heren-cia cementerios de naturaleza muerta. Son patéticos y deplo-rables, por ejemplo, los casos de Ticapampa y Jangas, en pleno centro turístico del Callejón de Huaylas, basurales inorgánicos ubicados en las narices del Mi-nisterio del Ambiente.Si bien es cierto que las empre-sas formales tratan ahora de evi-tar las consecuencias nefastas de los pasivos mineros converti-dos en cerros de relaves, aguas y aire contaminados por reactivos químicos, es igualmente verdad que las explotaciones infor-males hacen tabla rasa del componente ambiental, cual Atilas redivivos a cuyo paso no vuelve a crecer la yerba.La tirantez que hoy caracteriza la relación de las empresas mi-

neras y las poblaciones aleda-ñas a los yacimientos, tiende a agudizarse, postergando en muchos casos ad infinitum la posibilidad de que el país se beneficie de los buenos pre-cios que el mercado interna-cional ofrece. Si es verdad que las motivaciones primigenias de este desencuentro pueden encontrarse en la herencia de miseria y naturaleza destruida que los políticos de oficio exa-cerban, es también cierto que existen razones estructurales que deben ser afrontadas to-mando al toro por las astas.

Responsabilidad social no es igual a filantropía.Los llamados programas de responsabilidad social, en-tendidos como compromi-sos VOLUNTARIOS asociados a la buena práctica empre-sarial, respeto al ambiente y a los derechos básicos de las personas y a la mejora de la calidad de vida, se pier-den lamentablemente en el enunciado, en tanto se mi-metizan con la generosidad paternalista y la filantropía dadivosa.¿Cómo hacer para que los réditos de la empresa mine-ra sean percibidos como le-gítimos por las poblaciones involucradas? ¿Cuáles son los caminos capaces de con-ducir a la denominada “li-cencia social” que relacione armoniosamente a las em-presas con los propietarios de la superficie y con los de

sus áreas de influencia?Evidentemente, tales vías no pasan por la represión ni la fuerza. Tampoco por la gene-rosidad filantrópica que cons-truye un par de aulas y obse-quia desayunos a los niños de la escuela, ayuda a instalar dos o tres pequeños reser-vorios, tres o cuatro cuyeros artesanales o impostando vo-ces para decir algo como “yo vivo en Huamancaca y estoy feliz porque mis animales no se mueren al beber el agua que baja de la mina”.¿A qué despistado publicista se le ocurrió presentar como gran logro a favor de la gen-te la no contaminación del agua que beben personas y animales, sabiendo que es la más elemental de las obligaciones de la empresa minera? Tamaña barbaridad comunicacional no contri-buye sino a dinamitar en el intento de relación armoniosa que la responsabilidad social postula en teoría.Tal vez si el Fondo Minero Antamina es el esfuerzo más coherente orientado a que la responsabilidad social se desmarque de la filantropía, a pesar de que su burocratiza-ción y poca eficacia son ahora comparables a las de cual-quier organismo público que administra recursos de inver-sión. Sería bueno conocer, por ejemplo, a cuánto ascienden los costos operativos directos y tercerizados, de supervisión y asesorías del citado Fondo,

respecto del total del aporte voluntario que la propia mine-ra administra.

Campesinos accionistas: ¿opción o utopía?Visto así el panorama, está probado que las relaciones paternalistas, filantrópicas y/o de responsabilidad so-cial carecen de toda opción para obtener la ansiada “li-cencia social” que el entorno debe otorgar a la empresa minera, con posibilidad de veto, aprobado con ligereza por el Congreso y observado por el Ejecutivo.Urge entonces la puesta en práctica de ideas innovadoras, tal vez heterodoxas y atrevi-das, tales como la asociación real al negocio minero de los campesinos involucrados, me-diante la posesión y usufructo de acciones que les permiti-rían compartir la riqueza que la empresa obtiene. Pero, por sobre todo, el accio-nariado compartido permitiría que las poblaciones ubicadas en las áreas de influencia de los yacimientos, sintiéndose socias y dueñas del negocio, defiendan a su empresa, sal-gan de la pobreza y disfruten de la modernidad, en lugar de cultivar resentimientos pro-pios del despojado, junto a la inevitable envidia de quien ve pasar ante sus ojos las ga-nancias que otros obtienen. Nunca más oportuno aquel adagio que dice “el vecino po-bre siempre es mal vecino”.