saga de los demonios 1 - peter v. brett

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1º de la serie Los demonios

Cada noche, cuandola oscuridad se ciernesobre el mundo, los abis-males, demonios a los queno se puede herir conarmas corrientes, emergende la tierra para aliment-arse de los humanos.Cuando al sol se pone, lagente debe refugiarse tras

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símbolos mágicos y rezarpor que su proteccióndure una noche más.Durante cientos de añoslos demonios han sidodueños de la noche.

Aunque no siemprefue así. Hubo un tiempoen que, bajo el mando dellegendario Liberador yarmados con poderosossímbolos, los hombrespresentaron batalla a losdemonios… y frenaron suavance.

Ahora, una vezmás, ha llegado el mo-mento de enfrentarse a la

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noche y luchar para re-cuperar la libertad.

Para Otzi, el verda-dero Protector

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Agradecimientos

Mi especial agradecimiento a quienes leyeron elborrador de este libro: Dani, Myke, Amelia, Neil,Matt, Joshua, Steve, mamá, papá, Trisha, Netta yCobie. Vuestros ánimos y consejos hicieron pos-ible que mi pasatiempo so convirtiera en algo más.Y también para mis editoras, Liz y Emma, que di-eron una oportunidad a un autor novel y me desafi-aron a superar el listón tan alto que me había mar-cado. No podría haberlo logrado sin vosotras.

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PRIMERA PARTE

ARROYO TIBBET318-319

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Después del Retorno

1

La secuela

319 d.R.

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Sonó un cuerno de los grandes.

Arlen hizo una pausa en su trabajo y alzóla mirada hacia el suave color lavanda del cielodel amanecer, donde todavía se percibía la nieblasuspendida en el aire, con ese sabor húmedo yacre que le resultaba tan familiar. Sintió crecerlentamente en sus entrañas el miedo mientras sequedaba allí inmóvil, en la tranquilidad del alba,con la esperanza de que fuera cosa de su ima-ginación. Tenía once años.

Hubo un silencio e inmediatamente des-pués el cuerno sonó dos veces seguidas. Un toquelargo y dos cortos querían decir que era al sur yal este, es decir, en la Aldea de los Bosques. Supadre tenía amigos entre los Cutter. La puerta dela casa se abrió detrás de Arlen y él reparó en la

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presencia de su madre, que se cubría la boca conambas manos.

Arlen volvió a su tarea sin necesidad deque nadie le dijera que debía apresurarse. Al-gunos quehaceres podían aguardar hasta el díasiguiente, pero había que alimentar al ganado yordeñar las vacas. Llevó los animales a los es-tablos y abrió el lugar donde almacenaba el heno,dejó salir a los cerdos y corrió a buscar un cubode madera para la leche. Su madre ya estabaagachada bajo la primera de las vacas. Cogióel otro taburete y establecieron una cadencia ensu trabajo, haciendo que el sonido de la lecheal impactar contra la madera resonara como unamarcha fúnebre.

Mientras se pasaban a la siguiente pareja dela fila, Arlen observó que su padre comenzaba auncir al carro su caballo más fuerte, una yegua

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de cinco años de color castaño llamada Missy. Surostro mostraba una expresión sombría mientraslo hacía.

¿Qué se encontrarían esta vez?

Poco después se subieron al carro y avan-zaron lentamente hacia la aldehuela lindante conel bosque. Era una zona peligrosa, a más de unahora de la fortificación más cercana, pero la leñaera necesaria. La madre de Arlen, envuelta enun chal usado, lo abrazó con fuerza mientrasviajaban.

—Ya soy mayor para esto, mamá —se que-jó Arlen—. No hace falta que me abraces como sifuera un bebé. No tengo miedo.

Eso no era del todo verdad, pero no erabueno que los demás chicos le vieran aferrado a

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su madre mientras montaban en el carro. Ya seburlaban bastante de él.

—Soy yo la que tiene miedo —replicó sumadre—. ¿Pasa algo si necesito abrazarte?

Con un repentino arrebato de orgullo, elchico se apretó contra su madre mientras con-tinuaban por el camino. No es que lo engañara,sino que sabía siempre qué debía decirle.

Mucho antes de llegar a su destino se topar-on con una columna de humo grasiento que lesdijo más de lo que habrían querido saber. Estabanquemando a los muertos, y el hecho de que hu-bieran comenzado tan pronto, sin esperar a quellegaran los demás para rezar, quería decir quehabía muchos, demasiados para orar por cada unode ellos si querían finalizar la tarea antes de quecayera la noche.

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Había más de siete kilómetros desde lagranja del padre de Arlen hasta la Aldea de losBosques y los incendios de las cabañas habíancesado cuando llegaron, aunque también eracierto que el fuego lo había consumido casi todo.Quince casas habían quedado reducidas a escom-bros y cenizas.

—Han ardido hasta los montones de leña...—comentó el padre de Arlen, y escupió a un ladodel carro. Hizo un gesto con la barbilla hacialas ruinas ennegrecidas que habían quedado de latala de la temporada.

Arlen puso mala cara ante la perspectiva deque la valla destartalada que encerraba los ani-males tuviera que durarles un año más, aunque sesintió inmediatamente culpable. Después de todo,sólo era leña.

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La Portavoz de la ciudad se acercó al carroen cuanto se detuvieron. Selia, a quien la madrede Arlen solía referirse a veces como Selia laYerma, era una mujer endurecida, alta y delgada,con la piel curtida como el cuero. Tenía el pelolargo y gris recogido en un moño apretado y ll-evaba el chal como una especie de insignia desu cargo. No toleraba las chanzas, bien lo sabíaArlen, pues ella se lo había demostrado con lapunta del bastón en más de una ocasión, peroese día le consoló su presencia. Había algo enella que le hacía sentirse seguro, al igual que supadre. Aunque nunca había tenido hijos, Selia ac-tuaba como si fuera la madre de todos en Ar-royo Tibbet. Pocos podían superarla en sabiduría,y menos aún en tozudez. Si estabas de su lado,ése te parecía el lugar más seguro del mundo.

—Es estupendo que hayas venido, Jeph—le dijo Selia al padre de Arlen—, y también

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Silvy y el chico —añadió con un asentimiento—.Necesitamos todas las manos, y el niño puede ay-udar.

El padre de Arlen gruñó al bajarse delcarro.

—He traído mis herramientas—comentó—. Sólo tienes que decirme dóndesomos de más utilidad.

El chico recogió las preciosas herramientasde la parte trasera del carro. El metal escaseabaen el Arroyo, y su progenitor se enorgullecía desus dos palas, su pico y su sierra. Todas las her-ramientas iban a sufrir un desgaste intensivo a lolargo del día.

—¿A cuántos hemos perdido? —preguntóJeph, aunque en realidad no parecía querersaberlo.

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—Veintisiete —contestó Selia. Silvy soltóun grito ahogado y se cubrió la boca, con laslágrimas brillando en los ojos. Jeph escupió denuevo.

—¿Hay algún superviviente? —inquirió.

—Unos cuantos —respondió la mujer—.Manie —dijo mientras señalaba con el bastón aun niño que permanecía en pie mirando la pira fu-neraria— corrió a oscuras hasta llegar a mi casa.

Silvy lanzó una exclamación ahogada, puesnadie había corrido tan lejos y había sobrevivido.

—Las protecciones mágicas grabadas en lacasa de Brine Cutter resistieron la mayor parte dela noche —continuó Selia—. Él y su familia lovieron todo. Se refugiaron en ella los pocos quehabían logrado huir de los abismales, aguantaronhasta que el fuego se extendió y prendió el tejado.

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Esperaron dentro de la casa en llamas hasta quese quebraron las vigas y después probaron suertey salieron pocos minutos antes del amanecer. Losabismales mataron a la mujer de Brine, Meena,y a su hijo Poul, pero los demás lo consiguieron.Las quemaduras se curarán y los chicos lo super-arán con el tiempo, pero los otros...

No hizo falta que terminara la frase. Los su-pervivientes de un ataque de los demonios solíanmorir poco después. No todos, ni siquiera la may-oría, pero sí bastantes. Algunos de ellos se sui-cidaban, pero otros se quedaban con la miradaperdida, negándose a comer o beber, hasta que seconsumían. Solía decirse que no se había sobre-vivido en realidad a un ataque hasta que nohabían pasado al menos un año y un día.

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—Queda al menos una docena de personassin localizar —explicó Selia, con poca esperanzaen la voz.

—Los sacaremos de donde estén —con-vino Jeph con voz sombría, mirando hacia las ca-sas derruidas, algunas de ellas aún en llamas.

Los Cutter solían construir sus hogaresprincipalmente en piedra para protegerse delfuego, pero incluso la piedra ardía si las protec-ciones mágicas fallaban y se reunían suficientesdemonios de las llamas en un mismo lugar.

Jeph se reunió con los demás hombres yunas cuantas de las mujeres más fuertes paralimpiar los escombros y llevar los muertos a lapira. Nadie cuestionaba lo de incinerar los cuer-pos: nadie quería ser enterrado en la misma tierrade la cual surgían los demonios cada noche. ElPastor Harral, con las mangas de la ropa enrol-

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ladas hasta descubrir sus gruesos brazos, los le-vantaba uno por uno hasta depositarlos en elfuego, murmurando oraciones y dibujando pro-tecciones en el aire cuando prendían las llamas enellos.

Silvy se unió a las otras mujeres para cuidarde los niños más pequeños y atender a los heridosbajo el ojo vigilante de la Herborista del Arroyo,Coline Trigg, pero no había hierbas capaces desanar el dolor de los supervivientes. Brine Cutter,a quien también llamaban «el de las anchas espal-das», era un hombre con el aspecto de un gran osoy una risa atronadora, que solía lanzar a Arlen alaire cuando venían a comprar leña. Ahora Brineestaba sentado entre las cenizas, al lado de sucasa destruida, golpeándose la cabeza lentamentecontra la pared ennegrecida. Mascullaba algo y seabrazaba fuertemente, como si tuviera frío.

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Arlen y los otros chicos se encargaron deacarrear agua y de rebuscar entre los montones deleña para reunir toda cuanta pudiera salvarse. To-davía restaban unos cuantos meses cálidos en elaño, pero ya no quedaba tiempo para cortar leñasuficiente para todo el invierno. Ese año tendríanque quemar estiércol y la casa apestaría otra vez.

Arlen volvió a sentirse abrumado por laculpa. Al fin y al cabo, él no ardía en la pira nisacudía la cabeza de un lado a otro, roto por laimpresión de haberlo perdido todo. Había desti-nos peores que habitar una casa que hediera aboñigas.

Conforme avanzó la mañana fueron lleg-ando cada vez más aldeanos. Venían con sus fa-milias y todas las provisiones de las que podíandesprenderse desde Hoya de Pescadores o CiudadCentral, y también desde la Colina de la Turba o

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Pantano Llano. Algunos incluso habían recorridotodo el camino desde Centinela Meridional. Selialos recibía uno por uno con aquellas tristes noti-cias y los ponía a trabajar.

Los hombres redoblaron sus esfuerzos alver que contaban con la ayuda de más de cienmanos, y la mitad de ellos continuaron cavandomientras los demás trabajaban en la única estruc-tura que había quedado medio en pie en la Aldea,la casa de Brine Cutter. Selia se llevó consigoal hombre, soportando su peso a duras penas, yaque avanzaba a trompicones, mientras los traba-jadores retiraban los escombros y comenzaban atransportar piedras nuevas. Unos cuantos sacaronlos instrumentos para grabar y pintar unos nue-vos grafos protectores mientras los niños prepara-ban la paja para el techo. La casa debía estar com-pletamente reparada antes del crepúsculo.

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Cobie Fisher ayudó a Arlen en la tarea dereunir leña. Los chicos habían conseguido unapila de tamaño considerable, aunque apenas erauna pequeña parte de toda la que se había per-dido. Cobie era un chaval alto, de constituciónrecia, rizos oscuros y brazos cubiertos de vello.Era bastante popular entre los demás niños, perohabía conseguido esa popularidad a expensas deotros. Pocos se atrevían a enfrentarse a sus insul-tos y menos aún a sus golpes.

Cobie había torturado a Arlen durante añosante la indiferencia de todos los demás. La granjade Jeph era la más septentrional de Arroyo, es-taba muy lejos de Ciudad Central, donde solíanreunirse los chavales, así que Arlen se pasaba lamayor parte de su tiempo libre vagabundeandosolo por Arroyo. Por eso, a los demás niños no lesparecía mal negocio sacrificarlo a la ira de Cobie.

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Cobie y sus amigos parecían saber cuándoArlen iba a pescar o pasaba por Hoya de Pes-cadores, camino de Ciudad Central, pues al re-gresar a casa lo esperaban siempre en el mismolugar del camino. Alguna vez simplemente lo in-sultaban o lo empujaban, pero otras llegaba a suhogar vapuleado y ensangrentado, y su madre loreñía por haberse peleado.

Arlen acabó por hartarse y escondió unbuen palo en aquel sitio. Simuló huir la siguientevez que lo asaltaron Cobie y sus amigos, sólopara hacerse con el arma como si la hubierasacado del aire, y luego regresó blandiendo la es-taca.

Cobie fue el primero en recibir un fuertegolpe que lo dejó llorando en el suelo, sangrandopor una oreja, le rompió un dedo a Willum y Gartcojeó durante más de una semana. Eso no sir-

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vió para mejorar la popularidad de Arlen entrelos demás chicos, y su padre le pegó después conuna vara, pero los demás chavales no volvieron amolestarlo. Incluso Cobie lo rehuía ahora y dabaun respingo si Arlen hacía un movimiento súbito,aunque era bastante más grande que él.

—¡Supervivientes! —gritó repentinamenteBill Baker, de pie ante una casa derruida en ellímite de la Aldea—. ¡Los oigo removerse en labodega!

Todos dejaron lo que estaban haciendo deforma inmediata y se apresuraron hacia allí.Apartar los escombros les iba a llevar demasiadotiempo, así que los hombres comenzaron a cavar,doblando las espaldas en silencio y con energía.Muy poco después, abrieron uno de los ladosde la bodega y empezaron a sacar de ella a los

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afectados: tres mujeres, seis niños y un hombre.Estaban sucios y aterrorizados, pero indemnes.

—¡Tío Cholie! —gritó Arlen, y la madrede éste apareció allí al instante para abrazar a suhermano, que se tambaleaba como si estuvieraborracho. Arlen corrió hacia ellos, deslizándosebajo su otro brazo para sostenerlo.

—Cholie, ¿qué estabas haciendo ahí?—preguntó Silvy. El hombre rara vez aban-donaba su taller en Ciudad Central. La madre deArlen le había contado mil veces la historia decómo ella y su hermano habían llevado juntos laherrería antes de que Jeph comenzara a romperlas herraduras de sus caballos a propósito,buscando excusas para cortejarla.

—Vine a cortejar a Ana Cutter —mascullóCholie. Se pasó la mano por el pelo, aunque ya sehabía arrancado unos cuantos mechones revuel-

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tos—. Acabábamos de abrir el refugio cuandoforzaron las protecciones mágicas.

Era un hombre pesado y cuando le fallaronlas rodillas arrastró a Arlen y Silvy en su caída.Cholie quedó arrodillado en el suelo y se puso asollozar.

El chico contempló a los otros supervivi-entes, pero entre ellos no estaba Ana Cutter. Sele hizo un nudo en la garganta cuando pasaronlos niños. Conocía a todos y cada uno de ellos, asus familias, cómo eran sus casas tanto por den-tro como por fuera, y los nombres de sus ani-males. Buscó sus ojos durante un segundo mien-tras pasaban y en ese momento, vivió el ataquea través de sus miradas. Se vio a sí mismoaplastado en un agujero atestado en el suelomientras quienes no cabían dentro volvían a en-frentarse a los abismales y el fuego. Comenzó a

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jadear de pronto, y fue incapaz de parar hasta queJeph le dio una palmada en la espalda y lo de-volvió a la realidad.

Estaban terminando un almuerzo fríocuando un cuerno sonó en la parte más lejana deArroyo.

—¿Cómo va a haber dos en un mismo día?—jadeó Silvy, cubriéndose la boca.

—Bah —gruñó Selia—. ¿Al mediodía?¡Pero usa la cabeza, chica!

—Entonces, ¿qué...?

Selia la ignoró, se levantó y alzó otrocuerno para responder a la señal. Keven Marshtenía su cuerno preparado, al igual que todos suspaisanos de Pantano Llano, pues era muy fácilperderse en las ciénagas y nadie quería vagabun-

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dear desorientado por ahí cuando surgían los de-monios. Las mejillas de Keven se inflaron comoel cuello de un sapo mientras emitía una serie denotas.

—Es el cuerno del Enviado —advirtió Cor-an Marsh a Silvy. Ese hombre de barba gris eraPortavoz de Pantano Llano y el padre deKeven—. Probablemente han visto el humo.Keven les está contando lo sucedido y el paraderode todos.

—¿Un Enviado en primavera? —inquirióArlen—. Pensaba que solían venir en otoño, des-pués de la cosecha. ¡Si apenas hemos terminadode plantar la luna pasada...!

—En otoño no vino ninguno —repuso Cor-an, y escupió por el hueco de los dientes que lefaltaban un jugo espumoso de color marrón pro-ducido por la raíz que mascaba—. Nos preocu-

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paba que se hubieran ido al carajo y que no hu-biera ningún Enviado que nos trajera la sal. Tam-bién podía ser que los abismales hubieran tomadolas Ciudades Libres y nos hubiéramos quedadosolos.

—Los abismales jamás se harán con las Ci-udades Libres —comentó Arlen.

—¡Arlen, cierra el pico! —siseó Silvy—.¡Es un anciano!

—Deja que hable el chico —replicó Cor-an—. ¿Has estado alguna vez en una CiudadLibre, chaval? —le preguntó a Arlen.

—No —admitió éste.

—¿Y has conocido a alguien que haya es-tado alguna vez?

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—No —repitió el niño.

—Entonces, ¿qué te hace un experto en eltema? —inquirió Coran—. Allí no va nadie,salvo los Enviados. Son los únicos capaces dellegar tan lejos enfrentándose a la noche. ¿Quiénte dice a ti que no sean un lugar como Arroyo?Y si los abismales pueden con nosotros, tambiénpodrán con ellos.

—El viejo Jabalí procede de las CiudadesLibres —contestó Arlen. Rusco el Jabalí era elhombre más rico de los alrededores y llevaba elalmacén, que era el punto clave de todo el comer-cio de Arroyo Tibbet.

—Ay —exclamó Coran—. El viejo Jabalíme confesó hace años que un solo viaje habíasido más que suficiente para él. Pretendía re-gresar al cabo de unos cuantos años, pero admitióque el riesgo no merecía la pena. Así que

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pregúntale si las Ciudades Libres le parecen másseguras que cualquier otro sitio.

El muchacho no quería pensar eso. Debíahaber lugares más seguros en el mundo, pero denuevo se le pasó por la cabeza como un relám-pago aquella imagen de sí mismo arrojado de cu-alquier modo a la bodega y comprendió que nohabía ningún lugar del todo seguro cuando caía lanoche.

El Enviado llegó una hora más tarde. Eraun hombre alto, de poco más de treinta años, conel pelo castaño muy corto y una barba recortaday espesa. Una cota de malla le envolvía los an-chos hombros y vestía una capa larga y oscura,con gruesas calzas de cuero y botas. Su yegua eraun elegante corcel castaño. Atados a la monturallevaba un arnés con unas cuantas lanzas de difer-ente longitud. Su rostro tenía un aspecto sombrío

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mientras avanzaba, pero a la vez erguido y orgul-loso. Escrutó a la multitud y descubrió a la Porta-voz con facilidad, ya que andaba por allí repar-tiendo órdenes, de modo que dirigió el caballohacia ella.

Detrás de él, venía el Juglar, conduciendoun carro cargado hasta los topes y tirado por unpar de yeguas color castaño oscuro. Llevaba untraje hecho de trozos de tela de brillantes colores,y un laúd descansaba a su lado en el asiento. Sucabello era de un color que Arlen jamás habíavisto en su vida, como el de una zanahoria, peromás pálido, y tenía la piel tan blanca que parecíaque nunca le hubiera rozado el sol. Sus hombroshundidos corroboraban su aspecto de absolutocansancio.

El Enviado siempre venía en compañía deun Juglar y él era el más importante de los dos

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para los niños, e incluso para algunos de los adul-tos. Desde que Arlen podía recordar, siemprehabía venido el mismo hombre, uno con el pelogris, pero lleno de vida y alegría. Éste que llegabaahora era más joven, pero parecía resentido. Loschicos corrieron hacia él al instante y el jovenJuglar se reanimó, y la frustración desapareció desu semblante con tanta rapidez que Arlen dudóde si no habría sido una falsa apreciación por suparte. Al momento, saltó del carro e hizo jue-gos malabares con sus bolas de colores entre losaplausos de los chicos.

Muchos se olvidaron del trabajo y se en-caminaron hacia los recién llegados. Selia andabade un lado para otro sin que nadie le hiciera caso.

—¡El día no va a durar más porque hayavenido el Enviado! —ladraba—. ¡Volved al tra-bajo!

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Se oyeron gruñidos, pero todo el mundo re-gresó a sus quehaceres.

—¡Tú no, Arlen! —dijo la mujer—. Venaquí. —El chico apartó los ojos del Juglar y se di-rigió hacia ella y el Enviado.

—¿Selia Yerma? —preguntó éste.

—Con Selia, vale —repuso ella remilgada-mente. Los ojos del Enviado se dilataron, y enro-jeció, de modo que la parte superior de sus páli-das mejillas se tornó de un intenso rojo justo porencima de la barba. Saltó del caballo e hizo unaprofunda reverencia.

—Mis disculpas —comentó—. No he sa-bido medir mis palabras. Graig, el Enviado quesuele venir por aquí, me dijo que era así como osllamaban.

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—Es estupendo saber qué piensa Graig demí después de todos estos años —replicó Selia, ysu voz sonó de todo menos agradecida.

—Pensaba —la corrigió el Enviado—. Hamuerto, señora.

—¿Muerto? —preguntó la mujer con un as-pecto repentinamente triste—. ¿Cómo fue...?

El Enviado sacudió la cabeza.

—Se lo llevó un resfriado, no los abis-males. Soy Ragen, vuestro Enviado de este año, yacudo como un favor a su viuda. El gremio selec-cionará un nuevo Enviado para ustedes al comi-enzo del próximo otoño.

—¿Pasará otro año y medio antes de quevuelva un Enviado? —inquirió Selia, cuya vozsonó como si lo estuviera riñendo—. Apenas

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pudimos sobrevivir el pasado invierno sin la saldel otoño —le contestó—. Ya sé que eso carecede importancia en Miln, pero la mitad de nuestracarne y nuestro pescado se pudrieron debido aque no pudimos curarlos apropiadamente. ¿Y quéhay de nuestras cartas?

—Lo siento, señora —repuso Ragen—,pero vuestros pueblos caen muy lejos de los itin-erarios habituales y pagar a un Enviado para quecumpla una misión que lleva más de un mes deviaje cada año sale muy caro. El gremio de En-viados anda escaso de efectivos y más aún des-pués del resfriado de Graig —repuso; se echó areír entre dientes y sacudió la cabeza, pero le diotiempo a ver como el rostro de Selia se ensom-brecía ante la respuesta—. No pretendo ofend-erla, señora —intervino de nuevo—. También erami amigo. Es sólo que... lo corriente no es quenosotros, los Enviados, muramos con un techo

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sobre nuestras cabezas, una cama debajo y unajoven esposa al lado. Lo normal es que la nochese nos lleve antes, ¿se da cuenta?

—Sí —respondió Selia—. ¿Y usted tam-bién tiene una esposa? —le preguntó.

—Ay —repuso el Enviado—. Por su bien ypara mi pena, creo que veo más a mi yegua que ami novia. —Se echó a reír de nuevo, lo que con-fundió a Arlen, que no se podía creer que teneruna esposa que no te echara de menos tuviera al-guna gracia.

La mujer no pareció darse cuenta.

—¿Y qué pasaría si no la volviera a vernunca? —preguntó—. ¿Qué pasaría si todo lo quetuviera para mantenerse en contacto con ella fuer-an las cartas que llegan una vez al año? Hay al-guna gente aquí con parentela en las Ciudades

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Libres. Llegaron aquí en compañía de un Enviadou otro, pero hace ya de eso más de dos genera-ciones, y esa gente no va a volver a casa. Lascartas son lo único que nos queda de ellos, y a el-los de nosotros.

—Estoy totalmente de acuerdo con usted,señora —replicó él—, pero la decisión no es mía,y el duque...

—Sin embargo, usted va a hablar de estetema con el duque a su vuelta, ¿no? —le preguntóSelia.

—Así es —contestó él.

—Entonces, ¿debo ponerle este mensajepor escrito? —preguntó ella de nuevo.

El Enviado sonrió.

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—Creo que lo recordaré sin problemas,señora.

—Será mejor que así sea.

El Enviado se inclinó de nuevo, realizandouna profunda reverencia.

—Mis disculpas de nuevo por aparecer enun día tan aciago —comentó él, cuando sus ojosse dirigieron hacia la pira funeraria.

—No le podemos decir a la lluvia quevenga cuando queremos, ni al viento, ni tampocoal frío —replicó Selia—. Supongo que muchomenos a los abismales. Así que la vida debe con-tinuar a pesar de todo.

—La vida sigue —admitió el Enviado—,pero si hay algo que mi Juglar o yo podamos

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hacer para ayudar... Tengo las espaldas fuertes yhe tratado heridas de los abismales muchas veces.

—Vuestro Juglar ya está ayudando —re-puso la mujer al tiempo que cabeceaba en direc-ción al joven, que cantaba y hacía sus trucos—,distrayendo a los jóvenes mientras sus parienteshacen el trabajo. Y en cuanto a usted, tenemosmucho que hacer en los próximos días, cuandonos recuperemos de esta pérdida. No tengotiempo bastante para distribuir el correo yleérselo a quienes no han aprendido a leer.

—Puedo leer a los que no saben, señora—repuso el Enviado—, pero no conozco laciudad lo bastante bien para repartirlo.

—No importa —respondió Selia, empu-jando al chico hacia delante—. Arlen, estemuchacho, le llevará a los grandes almacenes deCiudad Central. Déle las cartas y los paquetes a

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Rusco Jabalí cuando descargue la sal. La mayor-ía de la gente acudirá corriendo ahora que ustedha llegado, y Rusco es uno de los pocos quesabe leer y contar en la ciudad. El viejo sinver-güenza se quejará e insistirá en que le pague porello, pero dígale que éstos son tiempos difíciles,y debe volcarse toda la ciudad, y dígale tambiénque reparta las cartas y que se las lea a aquellosque no sepan, o no moveré un dedo la próximavez que la gente de por aquí quiera ponerle unasoga al cuello.

El Enviado miró a la mujer con detenimi-ento, quizás intentando adivinar si estaba debroma, pero la expresión pétrea de su rostro nodaba pista alguna, así que se inclinó de nuevo.

—Démonos prisa, entonces —dijo Selia—,cuanto antes se muevan, antes regresará, que aquítodo el mundo se prepara para marcharse antes de

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que caiga la noche. Si usted y su Juglar no tien-en con qué pagarle a Rusco por una habitacióndonde dormir, todos los aquí presentes estaránmás que contentos de ofrecerles sus casas.

Azuzó a los dos para que se fuesen y sevolvió para increpar a quienes estaban remo-loneando en sus tareas para mirar a los reciénllegados.

—¿Siempre es tan... enérgica? —le pre-guntó el Enviado a Arlen mientras caminabanhacia el lugar donde el Juglar hacía mímica a losniños más pequeños, ya que los demás habían re-gresado al trabajo.

El muchacho resopló.

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—Pues tendríais que oírla cuando se dirigea los Ancianos. Habéis tenido suerte de marchar-os con la piel entera después de llamarla«Yerma».

—Graig me dijo que era así como lallamaba todo el mundo —replicó el Enviado.

—Y así es —admitió—, pero nadie lo haceen su cara, a menos que se sientan capaces deagarrar a un abismal por los cuernos. Todo elmundo pega un salto cuando ella habla.

El hombre se echó a reír entre dientes.

—Y eso que sólo es una Moza vieja, des-pués de todo —reflexionó—. De donde yo vengosólo se espera que uno dé un respingo de esamanera cuando oye una orden de una Madre.

—¿Y eso qué cambia? —inquirió el chico.

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El Enviado se encogió de hombros.

—No lo sé, sólo estoy haciendo suposi-ciones —concedió—. Simplemente, así son lascosas en Miln. La gente hace que el mundo fun-cione, pero las Madres son las que «hacen» a lagente, luego ellas dirigen el baile.

—Pues las cosas aquí no funcionan igual—comentó Arlen.

—No suele serlo en las ciudades pequeñas—repuso el milnés—, ya que no se puede pre-scindir de la gente así como así, pero las Ci-udades Libres son distintas. Salvo en Miln, lasmujeres no tienen protagonismo alguno en las de-más.

—Vaya estupidez —masculló el muchachoentre dientes.

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—Lo es —admitió el Enviado.

Éste se detuvo y le ofreció a Arlen las rien-das de su corcel.

—Espera aquí un minuto —le dijo, y se di-rigió hacia el Juglar.

Los dos hombres se apartaron a un ladopara hablar y Arlen observó de nuevo la trans-formación del rostro del Juglar: primero semostró enfadado; luego, irascible; y finalmenteresignado mientras intentaba argumentar con elEnviado, cuya expresión se mantuvo pétrea todoel rato.

Sin apartar la mirada en ningún momentodel Juglar, el Enviado le hizo señas con una manoal chico para que le trajera el caballo.

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—... y no me importa lo cansado que estés—estaba diciendo en ese momento, con la voztransformada en un susurro áspero—, esta gentetiene una tarea enorme por delante y si debestirarte toda la tarde saltando y bailando paramantener a sus niños entretenidos mientras lahacen, pues te fastidias, ¡pero hazlo! ¡Así quecolócate la máscara de nuevo y ponte a ello!

Agarró las riendas tomándolas de la manode Arlen y se las arrojó al Juglar.

El chico le echó una buena ojeada al rostrodel joven Juglar, lleno de miedo e indignación,antes de que éste se diera cuenta de que estabaallí. En cuanto se supo observado, el rostro delhombre se contrajo y un momento más tardereapareció el alegre y brillante muchacho quebailaba para los niños.

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El Enviado llevó a Arlen hacia el carro yambos se subieron, después aferró las riendas yse volvieron hacia el camino polvoriento quedesembocaba en la vía principal.

—¿Por qué discutíais? —le preguntó elchaval mientras el carro traqueteaba.

El milnés lo miró durante un momento ydespués se encogió de hombros.

—Es la primera vez que Keerin se aventuratan lejos de la ciudad —comentó—. Se hacía elvaliente cuando íbamos en grupo y teníamos unvagón cubierto donde dormir, pero después deque dejáramos al resto de nuestra caravana allá,en Angiers, no se las ha apañado ni la mitad debien. Está asustado por culpa de los abismales yeso lo convierte en una compañía poco agradable.

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—Pues cualquiera lo diría —comentó Ar-len, volviéndose para mirar al hombre, que en esemomento estaba dando volteretas.

—Los Juglares tienen sus trucos de actores—replicó el Enviado—. Se afanan tanto por sim-ular algo que no son que llega un momento enque se convencen de ello. Keerin pretende ser va-liente. El gremio le hizo un examen para viajary lo pasó, pero nunca se puede saber cómo reac-cionará la gente después de dos semanas por esoscaminos hasta que lo hacen de verdad.

—¿Cómo os las apañáis para sobrevivir alaire libre por la noche? —preguntó el chico—.Mi padre dice que trazar protecciones mágicas enel suelo trae problemas.

—Y tiene mucha razón —comentó el Envi-ado—. Mira en ese compartimiento que tienes alos pies.

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Así lo hizo y sacó de allí una bolsa grandede piel suave. Dentro, había una cuerda anudadade la que colgaban placas de madera lacada de untamaño más grande que su mano. Se le dilataronlos ojos cuando vio los grafos tallados y pintadosen la madera.

Casi de forma inmediata, Arlen compren-dió que sostenía un círculo portátil de protecciónmágica, tan grande que podía rodear el carro yalgo más de terreno.

—Nunca había visto nada como esto—comentó.

—No son nada fáciles de hacer. La mayoríade los Enviados se pasan casi todo su aprendizajeestudiando el arte de realizarlos. Ni el viento nila lluvia pueden borrarlos, pero aun así, no es lomismo que tener unas paredes protegidas con supuerta.

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»¿Alguna vez has visto a un demonio caraa cara, chaval? —le preguntó el hombre, volvién-dose hacia el muchacho y mirándolo condureza—. ¿Lo has visto intentar alcanzarte sintener ningún sitio adonde huir y nada que te pro-teja, excepto una magia imposible de ver?—Sacudió la cabeza—. Tal vez sea demasiadoduro con Keerin, ya que después de todo pasó suexamen sin problemas. Gritó un poco, pero quése puede esperar. Sin embargo, verse noche trasnoche en la misma situación, ése es otro cantar. Aalgunos hombres les suele costar muy caro, pre-ocupados como están por si una hoja se cae sobreuna protección y entonces...

Siseó de repente y lanzó súbitamente unamano en forma de garra hacia el muchacho,echándose a reír cuando éste dio un respingo delsusto.

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Arlen deslizó el pulgar sobre cada una delas suaves protecciones lacadas, sintiendo sufuerza. Había una placa por cada treinta centímet-ros de cuerda, tal como debía haber en una red deprotección, y contó más de cuarenta.

—¿Y los demonios del viento no puedenvolar hasta entrar en un círculo de este tamaño?—inquirió—. Papá levanta postes de protecciónpara evitar que puedan aterrizar en los campos.

El hombre se volvió para mirarlo, algo sor-prendido.

—Pues probablemente tu padre estéperdiendo el tiempo —repuso—. Los demoniosdel viento son voladores resistentes, pero necesit-an espacio abierto para coger carrerilla, o algo ad-onde subirse y saltar para poder elevarse. No haymucho de eso en un campo de maíz, así que nose mueren por aterrizar, a menos que perciban un

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desafío imposible de resistir, como un chico quese haya quedado dormido en el campo.

Se lo quedó mirando del mismo modo quehacía Jeph cuando advertía a Arlen de que losabismales eran un asunto muy serio. Como si élno lo supiera.

—Los demonios del viento necesitan tam-bién mucho espacio para dar la vuelta —continuóel Enviado—, y la mayoría de ellos tienen unasalas con una envergadura mayor que la de estecírculo. Tal vez alguno pueda meterse dentro,pero jamás he visto que eso ocurriera. Sin em-bargo, si lo hiciera... —El hombre hizo un gestoen dirección a la larga y gruesa lanza quemantenía muy cerca de él.

—¿Es posible matar a un abismal con unalanza? —preguntó el muchacho.

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—Creo que no —replicó el milnés—, perohe oído que puedes aturdir— los inmovilizándo-los contra tus protecciones. —Se echó a reír—.Espero no tener que averiguarlo nunca.

Arlen se lo quedó mirando con los ojosabiertos como platos. El hombre le devolvió lamirada, con el rostro repentinamente serio.

—El de Enviado es un trabajo bastante pe-ligroso, chico.

El niño lo observó durante un buen rato y alfinal terminó diciendo:

—Debe merecer la pena ver las CiudadesLibres. Dime la verdad, ¿qué aspecto tiene FuerteMiln?

—Es la ciudad más rica y hermosa delmundo —repuso Ragen, alzando la cota de malla

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para mostrar el tatuaje en el antebrazo de unaciudad anidada entre dos montañas—. Las Minasdel Duque son muy ricas en sal, metales y carbón.Sus murallas y tejados están tan bien protegidosque resulta muy raro que los grafos hayan sidopuestos a prueba. Cuando el sol brilla en las mur-allas, hace que se avergüencen las montañas.

—No he visto jamás una montaña —con-testó Arlen, maravillado, mientras reseguía eltatuaje con el dedo—. Mi padre dice que son sólocolinas grandes.

—¿Ves ésa de ahí? —preguntó el hombre,señalando al norte del camino.

El chico asintió.

—Es la Colina de la Turba. Puede verse to-do Arroyo Tibbet desde arriba.

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El Enviado movió la cabeza afirmativa-mente.

—¿Sabes lo que significa la palabra «cien»,Arlen? —inquirió.

El muchacho asintió de nuevo.

—Como diez pares de manos.

—Bueno, pues la montaña más pequeña esmás grande que cien de tus Colinas de la Turbaapiladas una sobre otra, y las montañas de Milnno son precisamente de las pequeñas.

Los ojos de Arlen se dilataron mientras in-tentaba hacerse la idea de una altura semejante.

—Deben tocar casi el cielo —comentó.

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—Algunas llegan incluso más lejos. Desdesu cima, puedes ver cómo se extienden las nubesdebajo de ti.

—Me gustaría verlas algún día —repuso elchico.

—Puedes unirte al gremio de los Enviadoscuando tengas la edad apropiada.

Arlen sacudió la cabeza.

—Padre dice que los que se marchan sondesertores y escupe al decirlo.

—Tu padre no sabe de lo que habla—afirmó el hombre—, y escupir no va a cambiarlas cosas. Sin los Enviados, hasta las CiudadesLibres se vendrían abajo.

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—Pues yo pensaba que las Ciudades Libresestaban a salvo —repuso él.

—Nadie está a salvo, Arlen, al menos nodel todo. Miln tiene más población y puede so-portar mejor los muertos que un sitio como Ar-royo Tibbet, pero los abismales se cobran sucuota de vidas todos los años.

—¿Cuánta gente vive en Miln? —preguntóel chico—. En Arroyo Tibbet somos unosnovecientos y allí arriba en Pastos al Sol sesupone que casi los mismos.

—En Miln viven unas treinta mil personas—replicó el hombre con orgullo.

Arlen se lo quedó mirando, confuso.

—Mil son diez centenas —le ayudó el En-viado.

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El chico se lo pensó durante un momento yluego sacudió la cabeza.

—No sabía que pudiera haber tanta gentepor ahí —comentó.

—Pues la hay, e incluso más. Hay todo unmundo enorme ahí fuera para quienes no temanenfrentarse a la oscuridad.

Arlen no contestó y viajaron en silenciodurante un buen rato.

El traqueteante carro necesitó casi unahora y media para recorrer el camino hasta Ci-udad Central. Se encontraba justo en el medio delArroyo y la formaban unas cuantas docenas decasas de madera protegidas por grafos y ocupa-

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das por aquellos cuyos negocios no los obligabana trabajar

en los campos ni en los arrozales ni en lapesca ni cortando leña. Allí era donde uno ibacuando necesitaba un sastre, un panadero, un her-rero, un tonelero o cosas por el estilo.

En el centro había una plaza donde la gentesolía reunirse y también era donde se hallaba eledificio más grande de Arroyo Tibbet, el al-macén. Tenía una habitación muy grande quedaba a la fachada, donde estaban las mesas y lataberna y una tienda incluso más grande en laparte trasera. También había un sótano lleno detodas las cosas de valor que podían encontrarseen Arroyo.

La cocina estaba a cargo de las hijas deRusco, Dasy y Catrín. Era posible comer hasta elhartazgo por dos créditos, pero Silvy decía que el

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viejo Rusco era un timador porque con dos créd-itos podías comprar grano suficiente para una se-mana. Aun así, había un montón de solteros dis-puestos a pagar el precio, y no sólo por la com-ida. Dasy era una chica muy de su casa y Catrín,gorda, pero el tío Cholie solía decir que quien secasase con una de ellas tenía la vida arreglada.

Todo el mundo en Arroyo le llevaba aRusco el Jabalí sus productos, fueran trigo, carneo pieles, cerámica o telas, muebles o herramien-tas. Él los recogía, los valoraba y les daba a losclientes créditos para poder comprar otras cosasen la tienda.

Pero las cosas siempre parecían costarmucho más de lo que el negociante pagaba porellas. Arlen sabía lo suficiente de números paraverlo. Había algunas discusiones terribles cuandola gente iba a vender, pero era Rusco el Jabalí el

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que marcaba los precios y generalmente solía sa-lirse con la suya. Casi todo el mundo lo odiaba,pero en la misma medida lo necesitaban, y solíaninclinarse más a sacudirle el polvo del abrigo yabrirle la puerta que a escupir cuando pasaba.

Todo el mundo en Arroyo trabajaba de sola sol y, a pesar de ello, rara vez tenía sus necesid-ades cubiertas. Sin embargo, Rusco el Jabalí ysus hijas siempre mostraban las mejillas carnosas,los vientres bien llenos y ropas nuevas y limpi-as. Arlen debía envolverse en un tapete cuando sumadre se las quitaba para lavarlas.

El Enviado y el muchacho ataron las mon-turas delante del almacén y entraron dentro. Lacantina estaba vacía. El aire dentro de la tabernasolía estar saturado del olor a panceta, pero hoyno salía ningún olor de la cocina.

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Arlen se apresuró a adelantar al Enviadonada más entrar. Rusco había colocado allí unapequeña campana de bronce que se había traídode las Ciudades Libres. Arlen adoraba esa cam-pana, así que la sacudió con la palma de la manoy sonrió al oír su sonido nítido.

Se oyó un golpe sordo en la parte traseray Rusco surgió de entre las cortinas situadas de-trás de la taberna. Era un hombre grande, todavíafuerte y con la espalda erguida a pesar de sussesenta años, aunque le colgaba una barriga algofofa del tronco y el pelo del color gris acerado sele iba retirando de la arrugada frente. Calzaba za-patos de cuero y vestía unos pantalones de telaligera y una limpia camisa blanca de algodóncon las mangas enrolladas hasta la mitad de susgruesos antebrazos. Como siempre, no había niuna mancha en su delantal blanco.

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—Arlen Bales —dijo con sonrisa paciente,al ver al chico—. ¿Has venido sólo a jugar con lacampana o te trae algún asunto?

—El que tiene un asunto soy yo —dijo elEnviado, adelantando un paso—. ¿Eres RuscoJabalí?

—Con Rusco basta —comentó el viejo—.Los de la ciudad me encasquetaron lo de«Jabalí», aunque nadie me lo suele decir a lacara. Está claro que no soportan que un hombreprospere.

—Ya va la segunda —musitó el Enviadoentre dientes.

—¿Qué ha dicho? —inquirió Rusco.

—Que ya van dos veces que el tocón deviaje de Graig me ha llevado por mal camino.

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Le he llamado a Selia «Yerma» en su cara estamañana.

—Ja, ja! —rió el tabernero—. ¿De verdadlo hizo? Bueno, eso bien merece que echemosun trago a cuenta de la casa, ya lo creo que sí.¿Cómo dijo que se llamaba?

—Ragen —contestó el milnés, dejandocaer su pesada cartera y tomando asiento en latasca. El tabernero abrió un barril y cogió unajarra de madera de un gancho.

La espesa cerveza de color miel mostrabauna espuma blanca en la parte superior de la jarra.Rusco le llenó una a Ragen y sirvió otra para símismo. Después le echó una ojeada a Arlen y lepuso una jarra más pequeña.

—Llévate eso a una mesa y deja que losmayores hablemos en la barra —le dijo—. Y si

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sabes lo que te conviene, no le digas a tu madreque te la he dado.

El chico mostró una sonrisa resplande-ciente y salió disparado con su trofeo antes de queel tabernero tuviera oportunidad de arrepentirse.Le había dado algún tiento a hurtadillas a la jarrade su padre en alguna feria, pero nunca había ten-ido una para él solo.

—Empezaba a preocuparme que ya no vini-era ningún Enviado —escuchó que le decíaRusco a Ragen.

—Graig pescó un resfriado justo antes departir el otoño pasado —le contó el forastero,dando un largo trago—. Su Herborista le dijo quepospusiera el viaje hasta que se sintiera mejor,pero se echó encima el invierno y cada vez seponía peor. Al final, me pidió que me hicieracargo de su ruta hasta que el gremio encontrara

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un sustituto. Debía llevar una caravana de sal aAngiers de todas formas, así que añadí un carromás y di un giro en esta dirección antes de ir máshacia el norte.

El tabernero cogió su jarra y la llenó denuevo.

—Por Graig —dijo—, un gran Enviado yun peligroso regateador.

Ragen asintió, los dos hombres chocaronlas jarras y bebieron.

—¿Otra? —preguntó Rusco, cuando elhombre soltó la suya de golpe sobre la barra.

—Graig escribió en su tocón que usted tam-bién tenía peligro a la hora de regatear —comentóRagen—, y que intentaría emborracharmeprimero.

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El tabernero se echó a reír entre dientes y levolvió a llenar la jarra.

—Puede que después del tira y afloja notenga necesidad de seguir sirviendo esto —re-puso, ofreciéndosela con descaro.

—Seguirá haciéndolo si quiere que sucorreo llegue a Miln —replicó Ragen con unagran sonrisa, y aceptó la jarra.

—Ya veo que va a ser tan duro de pelarcomo lo fue Graig —gruñó entre dientes el viejo,escanciando más cerveza en su propia jarra—.Por eso —añadió, mientras se derramaba la es-puma—, ambos podemos regatear borrachos.—Se echaron a reír, y chocaron de nuevo las jar-ras.

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—¿Hay alguna noticia de interés en las Ci-udades Libres? —preguntó Rusco—. ¿Los krasi-anos siguen decididos a autodestruirse?

El milnés se encogió de hombros.

—De todas todas. Dejé de ir por Krasiahace unos años. Está demasiado lejos y es unviaje muy peligroso.

—¿Y el hecho de que tapen a sus mujerescon mantas no tiene nada que ver? —inquirióRusco.

El hombre se echó a reír.

—Tampoco es que ayude —convino—,pero sobre todo es porque piensan que todos losnorteños, incluidos los Enviados, somos unos co-bardes por no pasarnos las noches intentando quenos descuarticen.

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—Quizá tendrían menos ganas de luchar sise dedicaran a mirar un poco más a sus mujeres—reflexionó el viejo—. ¿Y cómo van las cosasen Angiers y Miln? ¿Siguen peleándose losduques?

—Igual que siempre —comentó Ragen—.Euchor necesita la madera de Angiers paramantener sus refinerías en marcha y grano paraalimentar a su gente, y Rhinebeck necesita elmetal y la sal de Miln. Deben comerciar parasobrevivir; pero, en vez de ponérselo fácil el unoal otro, se pasan el tiempo intentando engañarsemutuamente, en especial cuando pierden un envíoen el camino por culpa de los abismales. El pas-ado verano los abismales atacaron una caravanade acero y sal. Mataron a los conductores, perodejaron la mayor parte de la mercancía intacta.Rhinebeck la rescató y rehusó pagar por ella, al-egando derechos de salvamento.

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—El duque Euchor debió ponerse furioso—comentó Rusco.

—Se quedó lívido —admitió el Enviado—.Fui yo quien le llevó las noticias. Luego, se leenrojeció la cara y juró que los de Angiers novolverían a ver ni un gramo más de sal hasta queRhinebeck pagara.

—¿Y lo hizo? —inquirió el tabernero, in-clinándose hacia delante, interesado.

Ragen sacudió la cabeza.

—Se las apañaron para matarse de hambreel uno al otro durante unos cuantos meses yentonces el gremio de los Mercaderes pagó, sim-plemente para poder sacar las mercancías antesde que llegara el invierno y se les pudrieran en losalmacenes. Ahora Rhinebeck también se ha en-fadado con ellos por haberle concedido el tanto a

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Euchor, pero ha salvado la cara y los cargamen-tos están de nuevo en movimiento, que es lo queles importa a todos menos a ese par de perros.

—Sería inteligente por su parte cuidar lasformas cuando habla de los duques —le advirtióRusco—, incluso estando tan lejos como nos en-contramos.

—¿Y quién se lo va a decir? —le preguntóel hombre—. ¿Usted? ¿El niño? —Hizo un gestoen dirección a Arlen y ambos hombres se echarona reír—. Y ahora tendré que llevarle a Euchor no-ticias sobre lo del Pontón, y eso lo empeora todo—añadió.

—La ciudad fronteriza de Miln —comentóel tabernero—, ésa que está a menos de un día deAngiers. Tengo algunos contactos allí.

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—Creo que ya no —dijo Ragen, con unaclara indirecta, y ambos hombres se quedaroncallados durante un rato—. Ya está bien de malasnoticias —continuó, colocando el talego sobre labarra del bar. Rusco lo examinó con cierto recelo.

—Eso no tiene pinta de ser sal —repuso—,y dudo que haya tanto correo.

—Tiene seis cartas y una docena depaquetes —le expuso el Enviado, ofreciéndoleuna hoja de papel doblado—. Está todo anotadoaquí, junto con todas las demás cartas que hay enel talego y la lista de los paquetes que hay pararepartir en el carro. Le he dado a Selia una copiade la lista —le advirtió.

—¿Y qué quiere que haga con esa lista ocon el correo? —inquirió el tabernero.

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—La Portavoz está ocupada y no puede dis-tribuir el correo ni leérselo a los que no saben. Meha dicho que lo harías tú —lo tuteó.

—¿Y cómo me van a compensar de las hor-as que voy a perder de atender a mi negociopor ponerme a leerle sus cosas a los ciudadanos?—preguntó Rusco.

—¿Por la satisfacción de hacer algo buenopor tus vecinos? —replicó Ragen.

El viejo resopló.

—No me vine a Arroyo Tibbet para haceramigos —le espetó—. Soy un hombre de nego-cios y hago muchas cosas por esta ciudad.

—¿Ah, sí?

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—Maldita sea —continuó Rusco—, antesde que yo viniera a esta ciudad, todo se basabaen el trueque. —Hizo sonar la palabra como unamaldición y escupió en el suelo—. Recogían losfrutos de su trabajo y se reunían en la plaza cadaSéptimo. Se pasaban discutiendo todo el tiempocuántas judías valían una espiga de trigo o cuántoarroz debía recibir el tonelero para que te hicieraun barril donde meterlo. Y si no había forma deque consiguieras lo que necesitabas ese día, de-bías esperar hasta la siguiente semana o ir de pu-erta en puerta. Ahora todo el mundo puede veniraquí cualquier día y a cualquier hora, desde elamanecer hasta la puesta de sol, para comprar concréditos cualquier cosa que pueda necesitar.

—Eres el salvador de la ciudad —comentóel Enviado con ironía—, y supongo que sin ganarnada a cambio.

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—Nada, salvo un pequeño beneficio —rep-licó el tabernero con una gran sonrisa.

—¿Y cuántas veces han intentado losaldeanos colgarte por timarlos? —preguntó Ra-gen.

Rusco entrecerró los ojos.

—Pues muchas veces, considerando que lamitad de ellos apenas saben contar con los dedosy la otra mitad sólo puede hacerlo añadiendo losdedos de los pies.

—Selia me dijo que vas a tener que bus-carte la vida la próxima vez que eso ocurra amenos que cumplas con tu parte —le espetó; lavoz amable del hombre se endureció repentina-mente—. Hay un montón de gente en la parte máslejana de Arroyo sufriendo mucho más que si es-tuvieran leyendo el correo.

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El viejo torció el gesto, pero cogió ellistado y acarreó la pesada bolsa hacia el al-macén.

—Pero ¿tan mal ha ido, de verdad? —pre-guntó cuando regresó.

—Muy mal —contestó Ragen—, Lo menosveintisiete muertos y unos cuantos más todavíaen paradero desconocido.

—Por el Creador —juró Rusco, dibujandouna protección mágica en el aire—. Habíapensado que afectaba a una familia como mucho.

—Ojalá hubiera sido así.

Ambos se quedaron en silencio durante unmomento, como correspondía en atención a lasvíctimas, y después se miraron.

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—¿Has traído la sal de este año?

—¿Y tienes tú el arroz del duque? —rep-licó el Enviado.

—Lleva aquí almacenado todo el invierno,pero claro, como has tardado tanto... —Ragenentornó los ojos—. ¡Oh, pero aún está en buen es-tado! —añadió Rusco, alzando las manos repenti-namente, como si suplicara—. Lo he mantenidobien cerrado y seco y ¡no hay ningún tipo de al-imañas en mi bodega!

—Tendré que asegurarme, supongo que locomprendes.

—Claro, claro —admitió el tabernero—,¡Arlen, tráeme esa lámpara! —le ordenó al chico,que se encontraba en la esquina.

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Arlen correteó hacia la linterna y levantó latapa. Prendió la mecha y luego bajó el cristal conademán reverente. Nunca le habían dejado tocarningún cristal hasta ese momento. Tenía un tactomás frío de lo que había imaginado, pero se fuecaldeando conforme se avivaba la llama.

—Llévalo en alto y ve por delante hasta labodega —volvió a ordenarle Rusco.

El muchacho intentó refrenar su excitación.Él siempre había querido entrar en la parte de at-rás de la barra. Todos decían que si cualquiera delos habitantes de Arroyo apilaba todas sus pose-siones, no podría rivalizar ni de lejos con lasmaravillas acumuladas en la bodega de Jabalí.

Observó que el tabernero tiraba de unaanilla del suelo y que abría una trampilla grande.Arlen avanzó con rapidez, preocupado por si elviejo cambiaba de idea. Descendió por los chirri-

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antes escalones con la linterna en alto a fin de ilu-minar el camino y mientras andaba, la luz rozabalas pilas de cajones y barriles apilados desde elsuelo hasta el techo, colocados en filas uniformesque se extendían más allá de los límites de laluz. El suelo estaba entarimado para prevenir quelos abismales entraran directamente en la bodegaprocedentes del Abismo, pero aun así, había gra-fos grabados en los estantes alineados en lasparedes. El viejo Jabalí cuidaba bien de sus tesor-os.

El tabernero encabezó la marcha a través delos pasillos hacia los toneles sellados en la partetrasera.

—Tienen aspecto de estar intactos —ad-mitió Ragen mientras inspeccionaba la madera.Se detuvo a pensar un momento, y luego escogió

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uno al azar—. Ése —dijo, y señaló un barril conel dedo.

Rusco gruñó y tiró del tonel en cuestión.Alguna gente consideraba su trabajo fácil, perotenía los brazos tan duros y gruesos como cu-alquiera que portara un hacha o una cimitarra.Rompió el sello y saltó la tapa del barril,derramando el arroz en una cazuela plana paraque el Enviado pudiera inspeccionarlo.

—Un magnífico arroz de las Ciénagas —lecomentó al hombre—, no se le ve un gorgojo niun signo de podredumbre. Esto alcanzará un altoprecio en Miln, especialmente después de tantotiempo.

Ragen gruñó y asintió, de modo que resel-laron el tonel y volvieron a subir las escaleras.

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Discutieron durante un buen rato cuántosbarriles de arroz costaban los pesados sacos de saldepositados en el carro. Al final, ninguno de losdos tenía un aspecto muy feliz, pero chocaron lasmanos para sellar el trato.

Rusco llamó a sus hijas y todos salieronhacia el carro para comenzar a descargar la sal.Arlen intentó levantar un saco, pero pesaba de-masiado para él y trastabilló y besó el suelo, de-jándolo caer.

—¡Ten cuidado! —le gritó Dasy, dándoleuna colleja.

—Sujeta la puerta si no puedes levantarlos—le espetó Catrin, mientras llevaba un sacosobre el hombro y otro debajo de su carnosobrazo. El muchacho se levantó como pudo y seapresuró a sujetarle la puerta abierta.

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—Vete a por Ferd Millar y dile que lepagaremos cinco... Bueno, no, cuatro créditos porcada saco que lleve —le dijo el tabernero a Arlen.La mayoría de la gente en Arroyo trabajaba paraJabalí de un modo u otro, pero principalmente susconciudadanos—. Dile que serán cinco si lo meteen los barriles con arroz para mantenerla seca.

—Ferd está en la Aldea —contestó elchico—. Casi todo el mundo está allí.

Rusco gruñó, pero no replicó. El carro sevació pronto, a excepción de unas cuantas cajas ysacos que no contenían sal. Las hijas del viejo losmiraron con ojos ansiosos, pero no dijeron nada.

—Esta noche subiremos el arroz de la bo-dega y lo dejaremos en la habitación trasera hastaque estés preparado para regresar a Miln—afirmó Rusco, cuando terminaron de transpor-tar el último saco.

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—Gracias —dijo Ragen.

—Entonces, ¿ya hemos terminado con losnegocios del duque? —preguntó el viejo con unagran sonrisa, y los ojos le titilaron al dirigirse congesto cómplice hacia el resto de objetos del carro.

—Los negocios del duque, sí —repuso elhombre con otra sonrisa a modo de respuesta.

Arlen esperaba que le dieran otra cervezamientras regateaban de nuevo. Le hacía sentirseun poco mareado, como si hubiera cogido un res-friado, pero sin la tos, los estornudos y el dolor.A él le gustaba la sensación y quería sentirla denuevo.

Ayudó a acarrear los objetos que quedabanen la taberna y Catrin trajo una bandeja de boca-dillos bien rellenos de carne. Al muchacho le di-eron una segunda pequeña jarra de cerveza para

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bajarlos y el viejo Jabalí le dijo que le apuntaríados créditos en el libro por su trabajo.

—No se lo diré a tus padres —le comentóel tabernero—, pero si te los gastas en cerveza yte pillan, te haré pagar todo el mal rato que me vaa hacer pasar tu madre.

Arlen asintió con entusiasmo, pues nuncahabía tenido créditos de su propiedad para podergastar en la tienda.

Rusco y Ragen pasaron al otro lado de labarra después del almuerzo y abrieron los otrosobjetos que había traído el Enviado. Los ojosdel muchacho flamearon conforme aparecía cadauno de los tesoros. Había piezas de la tela másfina que había visto en su vida, instrumentos demetal y broches, cerámica y especias exóticas.Había incluso unas cuantas copas realizadas enun cristal brillante y lleno de reflejos.

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Jabalí pareció menos impresionado.

—Graig trajo un surtido de más calidad elaño pasado. Te daré... cien créditos por todo ellote.

A Arlen se le descolgó la mandíbula. ¡Ciencréditos! Ragen podría poseer la mitad de Arroyopor esa cantidad, pero al milnés no le sentó nadabien la oferta. Se le endureció la mirada y diouna gran palmada en la mesa. Dasy y Catrin le-vantaron la mirada de la limpieza al oír el sonido.

—¡Vete al Abismo con tus créditos! —ru-gió—. Yo no soy uno de tus paletos y, a menosque quieras que le haga llegar al gremio la acus-ación de que has intentado timarme, no vuelvas aconfundirme con uno.

—¡No te lo tomes tan a pecho! —Ruscose echó a reír, palmeando el aire con esa forma

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tan peculiar que tenía de aplacar a sus inter-locutores—. Debía intentarlo... comprende. ¿To-davía les gusta el oro, allá en Miln? —preguntócon una sonrisa taimada.

—Como en todas partes —contestó Ragen,que aún tenía gesto de contrariedad, aunque la irahabía desaparecido de su voz.

—Aquí no —comentó el tabernero, pas-ando al otro lado de la cortina, y pudieron oírlehurgando—. Aquí carece de valor lo que no pue-das comerte, llevar puesto o usar para cultivar elcampo o para pintar un grafo. —Regresó un mo-mento más tarde con un gran saco de tela que de-positó en la barra con un tintineo.

»Aquí la gente ha olvidado que el oromueve el mundo —continuó él, rebuscando den-tro del saco y sacando dos pesadas monedas am-arillas que agitó ante la cara del hombre—. ¡Los

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chavales del molinero los estaban usando parajugar! ¡Piezas de un juego! Les dije que les cam-biaba el oro por un juego de madera tallada quetenía aquí en la tienda y ¡pensaron que les estabahaciendo un favor! ¡Ferd incluso vino al díasiguiente para darme las gracias! —Se echó a reírcon un sonido que salía de lo más hondo de subarriga.

Arlen pensó que debía sentirse ofendidopor esas risas, pero no estaba muy seguro delmotivo. Había jugado al juego de los Millarmuchas veces y le parecía que valía mucho másde dos piezas de metal, por muy brillantes quefueran.

—He traído un lote que vale mucho más dedos soles —observó Ragen, que asintió en direc-ción a las monedas y después devolvió la miradaal saco.

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Rusco sonrió.

—No hay que preocuparse —añadió, de-satando el saco por completo. Mientras la telase vaciaba en el mostrador, se fueron apilandocada vez más monedas, junto con cadenas, anillose hilos de piedras relumbrantes. Todo era muybonito, supuso Arlen, pero se quedó sorprendidocuando los ojos del Enviado casi se le salieron delas órbitas y adquirieron un brillo codicioso.

Nuevamente comenzaron a regatear, Ragenalzaba las piedras a la luz y mordía las monedas,y el viejo tanteaba la tela y probaba las especias.El muchacho lo veía todo borroso, ya que lacabeza le daba vueltas debido a la cerveza. Catríntraía una jarra tras otra a los hombres en la barra,pero ellos no dieron muestra alguna de verseafectados como Arlen.

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—Doscientos veinte soles de oro, dos lunasde plata, una cadena y tres anillos de plata —re-sumió Rusco al final—. Y ni un solo cobre más.

—No me extraña que hayáis terminado eneste lugar perdido y atrasado —comentó el En-viado—. Deben haberos echado de la ciudad portimador.

—Los insultos jamás han hecho rico anadie —comentó Jabalí, confiado en llevar la me-jor mano en el juego.

—Esta vez no me voy a hacer rico —dijoRagen—, salvo los costes del viaje, hasta el úl-timo cobre irá a parar a la viuda de Graig.

—Ah, Jenya —dijo Rusco con gesto deañoranza—. Solía escribir las cartas de todos losanalfabetos de Miln, el idiota de mi sobrino entreellos. ¿Qué va a ser de ella?

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El hombre sacudió la cabeza.

—El gremio no le pagó nada en compensa-ción por la muerte de su esposo, ya que Graigfalleció en su cama —y luego añadió—, y comono es una Madre, le han denegado una gran can-tidad de trabajos.

—Siento oír eso —comentó el tabernero.

—Graig le dejó algo de dinero, aunquenunca tuvo mucho, y el gremio todavía le seguirápagando por escribir. Con el dinero de este viaje,tendrá suficiente para tirar un tiempo. De todasformas, es joven y en algún momento se leacabará si no vuelve a casarse o encuentra un tra-bajo mejor.

—¿Y si no...? —preguntó Rusco.

Ragen se encogió de hombros.

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—Le costará mucho encontrar un nuevomarido porque ha estado casada ya y no ha tenidohijos, pero no se convertirá en una Mendiga. Miscamaradas del gremio y yo hemos jurado queno permitiremos eso. Uno de nosotros la tomarácomo Sierva antes de que eso ocurra.

El viejo sacudió la cabeza.

—Aun así, descender de la categoría deMercader a la de Sierva... —Metió la mano den-tro de una bolsita y sacó un anillo con una piedratransparente y relumbrante engastada—. Hazlellegar esto —añadió, haciendo el ademán de en-tregársela.

Cuando Ragen alargó la mano hacia ella,Rusco la retiró repentinamente.

—Quiero que ella me envíe luego unmensaje de confirmación —comentó—, y

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conozco bien cómo traza sus letras. —Ragen selo quedó mirando un momento y el viejo añadiócon rapidez—: No pretendo insultarte.

El Enviado sonrió.

—Tu generosidad compensa el insulto—repuso, cogiendo el anillo—. Esto lemantendrá la barriga llena durante meses.

—Sí, eso creo —replicó el tabernero congesto hosco, recogiendo lo que quedaba de labolsa—, pero que no lo oiga ninguno de mis con-ciudadanos o perderé mi reputación de estafador.

—Tu secreto está a salvo conmigo —re-puso Ragen con una carcajada.

—Quizá le puedas hacer ganar un pocomás.

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—¿Sí?

—Las cartas que tenemos debían haberllegado a Miln hace seis meses. Tú andarás poraquí unos cuantos días mientras escribimos y re-cogemos más, y quizá puedas ayudar a escribirincluso unas cuantas. Te compensaré por ello,pero no con más oro —aclaró—, ya que a Jenyaseguramente le vendrá bien un barril de arroz,algo de pescado o carne curada.

—Seguro que sí —comentó Ragen.

—También puedo encontrarle trabajo a tuJuglar —añadió Rusco—. Tendrá más clientesaquí, en Ciudad Central, que yendo de granja engranja.

—De acuerdo, sin embargo, Keerin sí ne-cesitará oro —le advirtió.

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El viejo le dedicó una mirada llena de sar-casmo y el hombre se echó a reír.

—Bueno, tenía que intentarlo, lo entiendes,¿no?, bien, entonces en plata.

El tabernero asintió.

—Le pagaré una luna por cada actuación ypor cada luna, guardaré una estrella y le daré lasotras tres.

—Creía que habíais dicho que la gente dela ciudad no tenía dinero —acotó Ragen.

—La mayoría, no —repuso el viejo—. Yoles venderé las lunas... digamos a cinco créditoscada una.

—Así, Rusco Jabalí, obtiene algo del trato,¿no? —preguntó Ragen.

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El mesonero sonrió.

Arlen se sintió muy emocionado duranteel viaje de vuelta. El viejo Jabalí le había pro-metido dejarle ver al Juglar gratis si corría la vozde que Keerin actuaría en la plaza al mediodíadel día siguiente por cinco créditos o una lunamilnesa de plata. No le quedaba mucho tiempo,ya que sus padres estarían preparándose paramarcharse justo cuando llegaran él y Ragen, peroestaba seguro de que podría correr la voz antes deque lo montaran en el carro.

—Háblame de las Ciudades Libres—suplicó el muchacho mientras se dirigían haciaallí—. ¿Cuántas habéis visto?

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—Cinco. Miln, Angiers, Lakton, Rizón yKrasia. Tal vez haya otras más allá de lasmontañas o el desierto, pero no conozco a nadieque las haya visto.

—¿Y cómo son?

—Está Fuerte Angiers, la Fortaleza delBosque, situada al sur de Miln, al otro lado delrío Entretierras. Abastece de madera a las otrasciudades. Más al sur está el gran lago, en cuya su-perficie se ubica Lakton.

—¿Los lagos son parecidos a estanques?

—Un lago se parece a un estanque lomismo que una montaña a una colina —explicóRagen, dándole al chico un momento para digerirla idea—. Al estar sobre el agua, los laktonianosestán a salvo de los demonios de las llamas, lasrocas y del bosque. Su red de protección es a

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prueba de demonios del viento, y nadie sabe de-fenderse mejor que ellos de los demonios delagua. Son pescadores y miles de personas en lasciudades del sur dependen de sus capturas.

»Al oeste de Lakton se encuentra FuerteRizón, que en realidad no es un fuerte, ya queprácticamente puedes saltar sobre sus murallas,pero protege las más extensas tierras de labranzaque hayas visto en tu vida. Sin Rizón, las demásCiudades Libres se morirían de hambre.

—¿Y Krasia? —preguntó Arlen.

—He visitado Fuerte Krasia una sola vez—comentó el hombre—. Los krasianos no vencon buenos ojos a los forasteros y necesitas sem-anas de viaje por el desierto para llegar allí.

—¿Desierto...?

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—Los desiertos de arena —le explicó Ra-gen—. Sólo se ven kilómetros y kilómetros dearena en todas direcciones. No hay comida niagua, salvo la que puedas llevar contigo, y no haynada bajo lo que guarecerse del sol abrasador.

—¿Y hay gente capaz de vivir allí? —in-quirió el muchacho.

—Sí, claro, los krasianos, que en su mo-mento llegaron a ser incluso más numerosos quelos milneses, pero ahora se están extinguiendo.

—¿Por qué?

—Porque luchan contra los abismales —re-puso el Enviado.

Los ojos del chico se abrieron por el asom-bro.

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—¿Tú puedes luchar contra los abismales?

—Se puede pelear contra cualquier cosa,Arlen —afirmó el hombre—. El problema al en-frentarse a los demonios es que es más frecuenteque pierdas. Los krasianos se cargan a los suyos,pero los abismales dan más de lo que reciben. Asíque cada año van quedando menos krasianos.

—Mi padre dice que los abismales te de-voran el alma cuando te cogen.

—¡Bah! —Ragen escupió por encima de unlado del carro—. Eso son supersticiones sin sen-tido.

Habían dado la vuelta a una curva no lejosde la Aldea cuando el chico se dio cuenta de quehabía algo colgando del árbol que tenían justodelante.

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—¿Qué es eso? —preguntó, señalando elbulto.

—¡Por la Noche! —maldijo Ragen ysacudió las riendas, haciendo que el tiro arrancaraal galope. Arlen se vio arrojado hacia atrás ensu asiento y le llevó un momento enderezarse denuevo. Cuando lo hizo se quedó mirando al árbolque se le acercaba con mucha rapidez.

—¡Tío Cholie! —chilló, viendo que elhombre pateaba mientras arañaba la cuerda quetenía alrededor del cuello.

—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó elmuchacho, que, saltando del carro en movimi-ento, se dio un fuerte golpe contra el suelo, perose enderezó y salió disparado hacia Cholie. Sepuso debajo del hombre, pero uno de los piesbamboleantes le impactó en la boca, derribán-dolo. Sintió de pronto el sabor a sangre, pero

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no sintió dolor alguno, lo cual era extraño. Selevantó de nuevo, aferrándose a las piernas deCholie e intentando subirlo con la idea de lib-erarlo de la cuerda, pero como él era muy bajoy además Cholie pesaba mucho, el hombre con-tinuó ahogándose y sacudiéndose.

—¡Ayúdalo! —le gritó al Enviado—. ¡Seestá asfixiando! ¡Que alguien lo ayude!

Alzó la mirada para ver cómo Ragentomaba una lanza de la parte trasera del carro. Elhombre se inclinó hacia atrás y la lanzó sin to-marse ni un solo momento para apuntar, aunquelo hizo con gran tino, cortando la soga y haciendoque el pobre Cholie cayera sobre Arlen. Ambosse derrumbaron sobre el suelo.

El milnés acudió al instante y le quitó lacuerda a Cholie de la garganta, pero no parecióhaber mucha diferencia, el hombre todavía

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jadeaba y se arañaba la garganta. Le sobresalíanlos ojos tanto que parecía como si se le fuerana salir de las órbitas, y el intenso color rojo desu rostro tenía un matiz morado. El chico gritócuando dio una gran sacudida y después se quedóquieto.

El hombre golpeó el pecho de Cholie y leinsufló aire, pero no tuvo efecto alguno. Llegóun momento en que el Enviado se rindió,desplomándose contra el suelo y maldiciendo.

A Arlen no le resultaba extraña la muerte,porque su espectro visitaba Arroyo Tibbet conasiduidad, pero era diferente morir a consecuen-cia de los abismales que de un resfriado. Era muydistinto.

—¿Por qué? —le preguntó a Ragen—. ¿Porqué luchó con tanta dureza para sobrevivir a lapasada noche sólo para suicidarse ahora?

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—Pero ¿peleó? —inquirió el Enviado—,¿Alguno de ellos luchó de verdad o más bien loque hicieron fue correr y esconderse?

—Yo no... —dijo el chico.

—Esconderse no siempre basta, Arlen —leexplicó el hombre—. Algunas veces ocultarsemata algo dentro de ti, así que sobrevives a losdemonios, pero no del todo.

—¿Y qué otra cosa podría haber hecho?—preguntó el muchacho—. No se puede lucharcontra un demonio.

—Es mejor pelear contra un oso en supropia cueva —replicó Ragen—, pero es posible.

—Sin embargo, dijiste que los krasianos es-taban extinguiéndose a causa de ello —protestóel muchacho.

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—Lo están, pero siguen el mandato de sucorazón. Sé que suena a locura, Arlen, pero en suinterior, cualquier hombre quiere luchar, como lohicieron en los cuentos de otras épocas. Quierenproteger a sus mujeres y sus niños como lo haceun hombre de verdad; pero no pueden, porque losgrandes grafos del pasado se han perdido, así quese acurrucan como liebres enjauladas, ocultán-dose aterrorizadas cuando cae la noche. Por eso,algunas veces, especialmente cuando ves morir atus seres queridos, la tensión se eleva hasta talpunto que te quiebras.

Le puso una mano en el hombro.

—Siento que hayas tenido que ver esto,chico —comentó—. Sé que en estos momentosnada de lo que te he dicho tiene mucho sentidopara ti...

—No, sí lo tiene.

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Y era verdad, comprendió Arlen, ya que élentendía la necesidad de luchar. No había esper-ado ganar cuando atacó a Cobie y sus amigosaquel día. Si acaso, había esperado que logolpearan más que nunca, pero en el momentoen que aferró el palo, no se había preocupadomás. Simplemente sabía que estaba cansado detener que soportar aquellos abusos y quería queacabara de una vez, de un modo u otro.

Era un consuelo saber que no estaba solo.

Se quedó mirando a su tío, allí, tirado en elsuelo, con los ojos dilatados por el miedo. Se ar-rodilló y alargó la mano, cerrándole los párpadoscon las yemas de los dedos. Ya no había nada queCholie tuviera que temer.

—¿Habéis matado algún abismal algunavez? —preguntó al Enviado.

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—No —afirmó Ragen, sacudiendo lacabeza—, pero he luchado con unos cuantos yconservo algunas cicatrices que lo prueban. Hetenido siempre más interés en huir de ellos o enapartarlos de alguien que en matarlos.

El muchacho pensó sobre ese asunto mien-tras envolvían a Cholie en una lona y lo poníanen la parte trasera del carro, apresurándose a re-gresar hacia la Aldea. Jeph y Silvy habían reco-gido todo ya en el suyo y aguardaban impacientespor marcharse, pero el enfado que sentían por eltardío regreso de Arlen se disipó en cuanto vieronel cuerpo.

La madre se puso a gemir y se arrojó sobresu hermano, pero no había tiempo que desper-diciar, si querían estar de vuelta en la granja ala caída de la tarde. Jeph la sostuvo mientrasel Pastor Harral pintaba una protección sobre la

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lona y entonaba una oración tras arrojar el cuerpoa la pira.

Los supervivientes que no iban a quedarseen la casa de Brine Cutter fueron divididos y en-viados a casa con los demás. Jeph y Silvy habíanofrecido alojamiento a dos mujeres. Norine Cut-ter debía pasar ya de los cincuenta veranos. Sumarido había muerto hacía ya algunos años yhabía perdido a su hija y su nieto en el ataque.Marea Bales era mayor también, pues tenía casicuarenta. Su marido se había quedado fueracuando se echaron a suertes la entrada a la bo-dega. Al igual que Silvy, ambas se dejaron caeren la parte de atrás del carro de Jeph, con lamirada fija en sus rodillas. Arlen hizo un gesto dedespedida a Ragen mientras su padre chasqueabael látigo.

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La Aldea de los Bosques desapareció de lavista en el momento en que Arlen se dio cuentade que no le había dicho a nadie que acudieran aver al Juglar.

2

Si te ocurriera a ti

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319 d.R.

Tuvieron el tiempo justo de poner el carroa buen recaudo y comprobar las proteccionesantes de que llegaran los abismales. A Silvy lequedaban pocas fuerzas para ponerse a cocinar,así que despacharon con poco entusiasmo unacena fría de pan, queso y salchichas. Los demo-nios pusieron a prueba los grafos muy poco des-pués del crepúsculo. Norine gritaba cada vez quela magia chisporroteaba al rechazarlos y Marea ni

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siquiera tocó la comida, sentada en su camastrocon los brazos fuertemente apretados en torno asus rodillas, gimiendo y balanceándose con cadachispazo. Silvy lavó los platos, pero no volvió dela cocina, donde su hijo la oyó llorar.

El chico intentó ir con ella, pero Jeph le co-gió del brazo.

—Ven, quiero que hablemos, Arlen.

Se dirigieron hacia la pequeña habitacióndonde el muchacho tenía su camastro, lacolección de cantos rodados del arroyo y huesos,y todas las plumas. Jeph seleccionó una plumabrillantemente coloreada de unos treinta centí-metros de largo, y jugueteó con ella antes de em-pezar, evitando mirar a su hijo a los ojos.

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El muchacho conocía los signos. Cuando supadre no lo miraba directamente, eso quería decirque quería hablarle de algo incómodo.

—Respecto a lo que viste en el camino conel Enviado... —comenzó.

—Ragen ya me lo explicó —repuso Ar-len—. El tío Cholie ya estaba muerto, aunque niél mismo lo supiera. Alguna gente sobrevive a losataques, pero termina muriendo de todos modos.

Jeph puso cara de pocos amigos.

—Yo no lo habría expuesto de esa manera,aunque reconozco que hay algo de verdad en ello,supongo. Cholie...—... era un cobarde —finalizóel chico por él.

Su padre se lo quedó mirando, sorprendido.

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—¿Por qué dices eso?

—Se escondió en la bodega porque teníamiedo a morir y después se suicidó porque teníamiedo de vivir —replicó Arlen—. Mejor habríasido que cogiera un hacha y muriera luchando.

—No quiero oírte decir esas cosas. Nopuedes pelear contra los demonios, Arlen. Nadiepuede. No se gana nada haciendo que te maten.

El chico sacudió la cabeza.

—Se comportan como matones. Nos atacanporque estamos demasiado asustados para re-sponderles. Cuando les di a Cobie y a los otroscon aquel palo dejaron de molestarme.

—Cobie no es un demonio de las rocas—replicó Jeph—, y a ésos no hay palo que lesasuste.

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—Ha de haber alguna manera —insistióArlen—. La gente lo hacía antes, o al menos esocuentan las viejas historias.

—Esas historias también hablan de protec-ciones mágicas con las que era posible pelear,pero se han perdido esos grafos de combate.

—Ragen dice que hay sitios en los que aúnse lucha contra los demonios y que puedehacerse.

—Voy a tener unas palabritas con ese Envi-ado —masculló Jeph—. No debería estar llenán-dote la cabeza con esas ideas.

—¿Por qué no? —repuso el chico—.Anoche podrían haber sobrevivido más personassi todos los hombres hubieran cogido hachas ylanzas...

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—Sólo habrían conseguido morir. Hayotras maneras de protegerte a ti mismo y a tufamilia, Arlen. Con sabiduría, prudencia y hu-mildad. Pelear una batalla que vas a perder no esde valientes.

»¿Quién se preocuparía de las mujeres y losniños si todos los hombres se hicieran descuart-izar en un intento de matarlos cuando eso resultaimposible? —continuó—. ¿Quién cortaría la leñay construiría las casas? ¿Quién cazaría, pastore-aría, plantaría y sacrificaría a los animales?¿Quién fertilizaría a las mujeres para que pudi-eran tener hijos? Si todos los hombres murieran,son los abismales los que ganarían.

—Ya están ganando —murmuró el niño—.Tú no dejas de repetir que la ciudad cada añoes más pequeña. Los matones no dejan de venirhasta que no les paras los pies. —Alzó la mirada

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hacia su padre—. ¿Acaso no te das cuenta? ¿Nosientes deseos de luchar alguna vez?

—Pues claro que sí, Arlen —repusoJeph—, pero no me gustaría hacerlo de cualquiermodo. Cuando conviene, cuando realmente con-viene, todos los hombres desean ir a la lucha. Losanimales huyen cuando pueden, y luchan cuandono tienen otro remedio, y la gente no es diferentede ellos. Ese ánimo sólo aparece cuando se neces-ita.

»Pero si tú estuvieras ahí fuera frente a losabismales —continuó—, o tu madre, juro quelucharía como un loco antes de dejar que se osacercaran. ¿Comprendes la diferencia?

Arlen asintió.

—Creo que sí.

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—Buen chico —exclamó Jeph, y luego lepasó la mano por el hombro.

Esa noche, los sueños de Arlen se llenaronde colinas que rozaban el cielo y grandes est-anques capaces de albergar a toda una ciudad ensu superficie. Vio un espacio de arena amarillaque se extendía hasta donde llegaba la mirada yuna fortaleza amurallada escondida entre árboles.

Pero lo vio todo entre dos piernas que sebalanceaban perezosamente ante sus ojos. Alzó lamirada y vio su propio rostro tornarse morado porencima de la soga.

Se despertó sobresaltado, con el camastroempapado en sudor. Todavía estaba oscuro, perohabía un ligero resplandor en el horizonte, donde

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el cielo color índigo tenía un matiz rojizo. En-cendió un par de velas, se puso el peto y saliótrastabillando hacia la sala principal. Encontró unmendrugo para mascar mientras cogía la cesta delos huevos y las jarras para la leche. Luego laspuso al lado de la puerta.

—Te has levantado temprano —dijo unavoz a sus espaldas. Se volvió, sorprendido y seencontró con Norine, que lo miraba fijamente.Marea aún ocupaba su catre, aunque daba vueltasen sueños.

—Los días no se alargan cuando te quedasdormido —repuso Arlen.

Norine asintió.

—Eso era lo que solía decir mi marido—admitió—. Y también solía decir: «Los Bales y

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los Cutter no pueden trabajar a la luz de las velas,como los Square.»

—Tengo mucho que hacer —comentó elmuchacho, mirando a través de los postigos paraver cuánto tiempo le quedaba hasta poder cruzarlas protecciones—. Se supone que el Juglar actu-ará al mediodía.

—Claro —mostró su acuerdo—. El Juglartambién era la cosa más importante del mundopara mí cuando yo tenía tu edad. Te ayudaré contus tareas.

—No tienes por qué hacerlo —repuso Ar-len—. Papá dice que debes descansar.

Norine negó con la cabeza.

—Descansar para lo único que me sirve espara pensar en todo lo que no debo —le con-

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testó—. Si debo quedarme con vosotros, mejorserá que me gane el sustento. Después de haberestado cortando leña en la Aldea, ¿cómo me va aresultar duro chapotear con los cerdos y plantarmaíz?

Arlen se encogió de hombros y le alargó lacesta de los huevos.

Terminó mucho antes sus tareas con la ay-uda de Norine. Ésta aprendía con rapidez y estabaacostumbrada a trabajar duro y levantar cosaspesadas. Todos los animales estaban alimentados,recogidos los huevos y ordeñadas las vacas a lahora en la que el olor de los huevos y el beiconsalía en oleadas de la casa.

—Deja de removerte en el banco —le dijoSilvy al niño mientras comían.

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—El pequeño Arlen no puede esperar paraver al Juglar —anunció Norine.

—Quizá mañana —comentó Jeph, y elrostro del chico mostró a las claras su decepción.

—¿Cómo? —exclamó—, pero...

—Sin peros —cortó el padre—. Ayer sequedó un montón de trabajo sin hacer y le pro-metí a Selia que me dejaría caer por la Aldea des-pués de comer para echar una mano.

Arlen apartó su plato y salió dando zapa-tazos de la habitación.

—Deja que el chico vaya —intercedió Nor-ine cuando salió—. Marea y yo ayudaremos.—La mujer alzó la cabeza al oír su nombre, peroal momento volvió de nuevo a juguetear con lacomida de su plato.

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—Arlen pasó ayer un mal día —comentóSilvy y se mordió el labio—. Todos lo pasamos.Deja que el Juglar le ponga una sonrisa en la cara.Seguramente no hay nada que no pueda esperar.

Jeph asintió después de un momento.

—¡Arlen! —le llamó y cuando apareció elrostro resentido del chico, le preguntó—:¿Cuánto cobra el viejo Jabalí por ver al Juglar?

—Nada —replicó el chico, no queriendodarle a su padre ninguna excusa para negarse—.Va todo a cuenta de que ayer los ayudé a descar-gar el carro del Enviado.

Lo cual no era del todo cierto, y el viejotendría una buena ocasión para enfadarse cuandosupiera que se había olvidado de decírselo a lagente, aunque si corría la voz de camino hacia

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allá, quizá pudiera atraer suficiente gente a latienda.

—El viejo Jabalí siempre actúa de formagenerosa cuando viene el Enviado —comentóNorine.

—Ya debe, después de todo lo que nos hadesplumado a lo largo del invierno —replicóSilvy.

—De acuerdo, Arlen, puedes ir —contestóJeph—. Luego, ven a la Aldea.

El viaje a Ciudad Central requería unasdos horas de caminata si se seguía la calzada,pero también podía optarse por la pista que Jeph yotros lugareños mantenían limpia de maleza. Esta

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alternativa se apartaba bastante del camino y con-ducía hasta un vado, situado en la parte menosprofunda del arroyo, por donde Arlen podía re-ducir a la mitad el viaje, saltando con agilidad yrapidez por las piedras resbaladizas que emergíandel agua.

Ese día, necesitaba todo el tiempo quepudiera conseguir, pues debía ir haciendo paradaspor el camino. Corrió a través del banco fangosoa una velocidad de vértigo, esquivando raíces yarbustos traicioneros con el pie seguro y confiadodel que ha seguido el mismo sendero incontablesveces.

Salía del bosque conforme pasaba por lasgranjas que le pillaban de camino, pero no pudoencontrar a nadie. Todo el mundo estaba o en loscampos o en la Aldea, echando una mano.

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Se acercaba ya el mediodía cuando llegó aHoya de Pescadores. Unos cuantos de los Fishertenían sus botes en el pequeño estanque, así queArlen no vio que sirviera de nada gritarles. De cu-alquier modo, el pueblo parecía también desierto.

Estaba bastante cabizbajo cuando llegó aCiudad Central. Tal vez el Jabalí se hubiera com-portado con más amabilidad de lo habitual el díaanterior, pero Arlen ya había visto otras vecescómo se ponía cuando alguien le costaba algo.Desde luego no iba a haber forma de que dejaraque viera al Juglar. Podía darse por contento si eltabernero no le daba un palo.

Pero cuando llegó a la plaza, se encontró aunas trescientas personas reunidas procedentes detodas partes del Arroyo. Había gente de los Fish-er, Marsh, Boggin y Bales. Eso sin mencionar alos lugareños, los Square, Taylor, Millar, Baker,

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y muchos más. Por supuesto, no había venidonadie de Centinela Meridional, ya que a ésos noles caían bien los Juglares.

—¡Arlen, querido muchacho! —le llamóJabalí, al verle acercarse—. ¡Te he guardado unsitio en la primera fila y esta noche te irás a casacon un saco de sal! ¡Bien hecho!

El chico se lo quedó mirando con cara decuriosidad, hasta que vio a Ragen, que se encon-traba a su lado. El Enviado le dedicó un guiño.

—Gracias —le dijo cuando Jabalí semarchó a apuntar otro espectador en su libro decontabilidad. Dasy y Catrín vendían comida ycerveza a los asistentes.

—La gente se merece esto —le comentóel hombre con un encogimiento de hombros—,

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pero no sin aclarar los términos antes con vuestroPastor, parece ser.

Y señaló a Keerin, que estaba inmerso enuna conversación con el Pastor Harral.

—¡Ni se le ocurra contarle esas tonterías dela Plaga a mi rebaño! —decía Harral, clavándoleun dedo en el pecho. Pesaba el doble que el Jug-lar y nada de ese sobrepeso era grasa.

—¿Tonterías? —preguntó Keerin, palide-ciendo—. ¡En Miln, los Pastores estrangularían acualquier Juglar que no hablase de la Plaga!

—Me da igual lo que hagan en las CiudadesLibres. Esta buena gente ya tiene bastante encimacomo para que ahora venga usted a decirles quelas están pasando canutas porque no son lobastante piadosos.

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—¿Qué...? —intervino Arlen, pero Keerinsalió disparado, encaminándose hacia el centro dela plaza.

—Mejor si cogemos rápido un asiento —leadvirtió Ragen.

Tal como le había prometido Jabalí, Arlentuvo un asiento justo en primera fila, en un áreaque generalmente se reservaba para los chicosmás jóvenes. Los otros lo miraban con envidia, yel muchacho se sintió como si fuera alguien muyespecial. Era raro que alguien lo envidiase.

El Juglar era muy alto, como todos los mil-neses. Vestía un traje de colores brillantes conpinta de haber sido robado del cubo de la basurade un tintorero. Tenía una rala barbita de chivo,

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del mismo color de zanahoria que su pelo, y unbigote tan escaso que no se llegaba a reunir conla barba. Daba la impresión de que bastaría unbuen fregoteo para borrarlo todo. Pero todos, es-pecialmente las mujeres, hablaban maravillas desu pelo brillante y sus ojos verdes.

Keerin iba de un lado para otro mientrasla gente se acomodaba. Hacía malabarismos conlas pelotas de madera pintada y contaba chistespara ir calentando a la multitud. Tomó el laúd auna señal del Jabalí y comenzó a tocar, cantandocon una voz fuerte y aguda. La gente seguía conpalmadas el ritmo de las canciones desconocidasy rompía a cantar en cuanto tocaba alguna quesonara en el Arroyo, ahogando la voz del Juglar ysin que pareciera importarles mucho el hecho. AArlen tampoco. También él cantaba igual de altoque los demás.

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Después de la música vinieron las acroba-cias y los trucos de magia, salpicados con chistessobre maridos que hacían que las mujeres chil-laran entre risotadas mientras los hombres poníanmala cara, y unos cuantos sobre esposas, que hici-eron que los hombres se palmearan los costadosde la risa mientras las mujeres los miraban conmalos ojos.

Al final, el Juglar hizo una pausa y alzólas manos pidiendo silencio. Se extendió un mur-mullo entre la multitud y los padres levantaron asus hijos más pequeños porque querían que oy-eran bien. La pequeña Jessi Boggie, de tan sólocinco años, se subió encima del regazo de Ar-len para ver mejor. Él le había dado a su famil-ia unos cuantos cachorros de uno de los perrosde su padre hacía unas semanas y ahora ella se lepegaba en cuanto lo veía cerca. La sostuvo mien-tras Keerin comenzaba El cuento del Regreso,

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y su voz aguda se transformó en un profundoretumbar que llegaba hasta el final del gentío.

—El mundo no siempre fue como lo veisahora —contaba el Juglar a los niños—. Oh, no.Hubo un tiempo en el que la humanidad vivía enigualdad con los demonios. Aquellos viejos tiem-pos los llamamos la Edad de la Ignorancia. ¿Sabealguien por qué? —Miró hacia todos los niños dela primera fila y varios alzaron las manos.

—¿Por qué entonces no había ningúngrafo? —preguntó una niña, cuando Keerin laseñaló para que hablara.

—¡Así es! —replicó el Juglar, dando unavoltereta que arrancó chillidos de júbilo entre lospequeños—. La Edad de la Ignorancia fue unaépoca pavorosa para nosotros, pero comoentonces no había tantos demonios, no podíanmatar a todo el mundo. Era muy parecido a lo

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de ahora, ya que los humanos construían lo quepodían durante el día y los demonios lo destruíancada noche.

«Luchamos para sobrevivir —continuóKeerin—, nos adaptamos, aprendimos el modode evitar a los demonios y a esconderles la com-ida y el ganado. Miró a su alrededor fingiendocon el rostro una expresión de terror y despuésechó a correr hacia un niño, agachado—.Vivíamos en agujeros en el suelo a fin de que nopudieran encontrarnos.

—¿Como los conejitos? —preguntó Jessi,riéndose.

—¡Igual! —exclamó Keerin, que se pusoun dedo detrás de cada oreja para alzarlas e imitóal animal, dando saltitos y moviendo la nariz.

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«Vivimos como mejor pudimos hasta quedescubrimos la escritura. No mucho después deese momento descubrimos que ciertos signos es-critos rechazaban a los abismales. ¿Cuáles son?—preguntó, acunando una oreja en la mano.

—¡Los grafos! —gritaron todos a una.

—¡Correcto! —El Juglar los felicitó dandoun gran salto—. Éramos capaces de protegernosde los demonios gracias a los grafos, y lostrazamos, y nos salieron cada vez mejor, y des-cubrimos más y mejores protecciones hasta quealguien aprendió una capaz de hacer algo más querechazar a los demonios: ésta los hería.

Los chiquillos dieron un grito sofocado yArlen, aunque había asistido a esta misma actua-ción todos los años desde que tuvo uso de razón,se encontró conteniendo el aliento como ellos.

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¡Cómo habría deseado él conocer un grafo comoése!

—Los demonios no se tomaron nada bienesos progresos —relató Keerin con una gran son-risa—. Huíamos y nos escondíamos, y se habíanacostumbrado a eso, pero cuando nos revolvimosy luchamos, ellos también pelearon y con muchadureza. De este modo empezó la Primera Guerrade los Demonios, y justo después advino la Eradel Liberador.

»El Liberador fue un hombre llamado porel Creador para liderar a nuestros ejércitos y conél al frente, ¡volvimos a ganar! —Lanzó su puñoal aire y los niños aplaudieron. Era algo conta-gioso y Arlen le hizo cosquillas a Jessi—. Con-forme mejoraban nuestras tácticas y nuestra ma-gia —continuó el Juglar—, los hombres vivieronmás años y su número aumentó, y de igual modo,

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se incrementó el tamaño de nuestros ejércitos ymenguó la cantidad de demonios. Por eso con-cebimos la esperanza de conseguir que los abis-males se desvanecieran de una vez por todas.

El Juglar hizo aquí una pausa y su rostroadquirió una expresión solemne.

—Entonces, de pronto, los demonios de-jaron de acudir. Nunca jamás había existido unanoche en el mundo sin abismales. Ahora lasnoches pasaban una detrás de otra sin señal de el-los, y nos desconcertamos. —Se rascó exagera-damente la cabeza para simular confusión—.Muchos creyeron que las pérdidas de los demo-nios en la guerra habían sido tan grandes que sehabían rendido, refugiándose acobardados en elAbismo.

Se alejó de los niños, siseando como ungato y temblando como si tuviera miedo. Algunos

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de los niños se dejaron llevar por la actuación,gruñéndole de forma amenazadora.

—El Liberador desconfió de lo que estabapasando, pues había visto luchar a los demoniosimpávidos cada noche, pero sus ejércitos comen-zaron a disolverse cuando pasaron los meses sinque hubiera rastro alguno de las criaturas.

«La humanidad se regocijó por su victoriasobre los abismales durante años —continuóKeerin. Alzó su laúd y tocó una viva melodía,bailando a la vez—. Pero como los años pasarony el enemigo común seguía desaparecido, la her-mandad de los humanos se fue resintiendo hastaque al fin desapareció. Por primera vez, peleamosunos contra los otros. —La voz del Juglar setornó ominosa—. Cuando se desencadenó laguerra, solicitaban al Liberador de todos los ban-dos para que los liderara, pero él gritaba: "¡No

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lucharé contra los hombres mientras quede unsolo demonio en el Abismo!", así que les dio laespalda y abandonó las tierras recorridas por losejércitos y todo el mundo se sumió en el caos.

»De estas grandes guerras emergieron po-derosas naciones —relató, haciendo evolucionarla melodía a un ritmo animado—, y la humanidadse extendió a lo ancho y lo largo, cubriendo todoel mundo. La Era del Liberador se cerró y comen-zó la Edad de la Ciencia.

»La Edad de la Ciencia fue nuestro mo-mento álgido —explicó el Juglar—, pero en elfondo de toda aquella grandeza se encontrabanuestro peor error. ¿Puede decirme alguien cuálera?

Los niños más mayores lo sabían, peroKeerin los señaló para que se quedaran quietos ydejaran responder a los más pequeños.

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—Porque habíamos olvidado la magia—respondió Gim Cutter, limpiándose la narizcon el dorso de la mano.

—¡Lleváis razón! —exclamó, chasqueandolos dedos—. Habíamos aprendido mucho sobrecómo funcionaba el mundo, sobre medicina ymáquinas, pero habíamos olvidado la magia y,peor aún, nos olvidamos de los demonios.Después de tres mil años, nadie creía incluso queexistieran.

»Y ése fue el motivo por el cual —anunciócon voz lúgubre— su regreso nos pilló despre-venidos.

«Mientras el mundo se olvidaba de ellos,los demonios se fueron multiplicando a lo largode los siglos. Después, de esto hace ahora tres-cientos años, una noche volvieron a surgir del

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Abismo en número incalculable para recobrar sulugar.

«Aquella primera noche fueron destruidasciudades enteras, mientras los abismales celeb-raban su regreso. Los hombres respondieron alataque, pero incluso las grandes armas de la Edadde la Ciencia eran pobres defensas contra ellos.De este modo finalizó la Edad de la Ciencia ycomenzó la Edad de la Destrucción.

«Había empezado la Segunda Guerra de losDemonios.

En su mente, Arlen contempló las escenasde aquella noche. Vio arder las ciudades de lasque la gente huía para perecer bajo el salvajeataque de los abismales, que los estaban esper-ando. Contempló cómo los hombres se sacri-ficaban para ganar tiempo y permitir que esca-paran sus familias, vio cómo las madres recibían

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zarpazos destinados a sus hijos. Y por encima detodo, vio a los abismales bailar y retozar con lasfauces y las garras chorreantes de sangre, extasi-ados en un júbilo bestial.

Keerin avanzó lentamente mientras losniños se retiraban asustados.

—La guerra duró años y los hombres fuer-on masacrados de forma continua, pues no teníanposibilidad alguna frente a los abismales sin elliderazgo del Liberador. Las grandes nacionescayeron de la noche a la mañana y el conocimi-ento acumulado de la Edad de la Ciencia se con-sumió por culpa de las correrías de los demoniosde las llamas.

»Los eruditos registraron desesperada-mente los restos de bibliotecas a la búsqueda derespuestas. La vieja ciencia no ofrecía ningunaayuda, pero al final encontraron la salvación en

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las historias que alguna vez habían consideradofantasías y supersticiones. Los hombres comen-zaron a trazar torpes símbolos en el suelo paraimpedir el acceso a los abismales. Los antiguosgrafos aún tenían bastante poder, pero las manosvacilantes que las dibujaban, a menudo cometíanerrores y los pagaron con la muerte.

»Los supervivientes reunieron a la gente asu alrededor, protegiéndolos durante las largasnoches. Aquellos hombres fueron los primerosProtectores, que nos han guardado hasta el díade hoy. —El Juglar señaló hacia la multitud—.Así que la próxima vez que veáis un Protector,agradecédselo, porque les debéis la vida.

Ésta era una variación de la historia que Ar-len nunca había oído antes. ¿Protectores? En Ar-royo Tibbet, todo el mundo aprendía los grafosen cuanto tenía edad suficiente para saber dibujar

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con un palo. Muchos carecían de capacidad paraello, pero él no se podía imaginar que hubiera al-guien que no se tomara el tiempo necesario paraaprender los grafos básicos contra los demoniosde las llamas, las rocas, las ciénagas, el agua, elviento y el bosque.

—Y por ello estamos a salvo tras nuestrasprotecciones —narró Keerin—, dejando que losdemonios disfruten de su vida fuera. Los Envia-dos —dijo, y señaló hacia Ragen—, los más vali-entes de entre los hombres, viajan de una ciudada otra por nosotros, llevando y trayendo noticias,y escoltando tanto a hombres como bienes.

Anduvo de un lado a otro, con una ex-presión dura en los ojos mientras se enfrentaba alas miradas asustadas de los niños.

—Pero somos fuertes, ¿o no?

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Los chicos asintieron, pero sus ojos seguíanabiertos de par en par de puro miedo.

—¿Qué? —les preguntó, poniéndose unamano detrás de la oreja.

—¡Sí! —chilló la multitud.

—Cuando el Liberador venga de nuevo,¿estaremos preparados? —inquirió—. ¿Apren-derán de nuevo los demonios a temernos una vezmás?

—¡Sí! —rugió el gentío.

—¡No os oigo! —gritó el Juglar.

—¡Sí! —chilló la gente, alzando los puñosal cielo, Arlen más que los demás. Jessi lo imitó,alzando su puñito al aire y chillando como si ellamisma fuera un demonio. El Juglar se inclinó y

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cuando la multitud se calmó, alzó su laúd y losdeleitó con una nueva canción.

Tal como le habían prometido, Arlen semarchó de Ciudad Central con un saco de sal.Bastaría para unas cuantas semanas, inclusoaunque hubiera que alimentar a Norine y Marea.Todavía no estaba molida, pero él sabía que suspadres estarían contentos de machacar la sal ellosmismos en vez de tener que pagar a Jabalí por elservicio. La mayoría lo prefería, en realidad, peroel viejo tendero jamás les daba una oportunidad,moliendo la sal en cuanto llegaba y cobrándolesel coste extra.

Arlen anduvo a paso vivo por el caminoa la Aldea y su ánimo no decayó hasta que nopasó junto al árbol donde Cholie se había col-

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gado. Volvió a pensar en las palabras de Ragensobre la lucha contra los abismales y en la reflex-ión de su progenitor sobre la necesidad de actuarcon prudencia.

Pensó que su padre probablemente teníarazón: era mejor esconderse cuando se podía yluchar cuando no quedaba otro remedio. Inclusoel milnés parecía estar de acuerdo en lo esencialcon esa filosofía, pero el chico no podía despren-derse del sentimiento de que huir también hacíadaño a la gente de algún modo, de maneras queno eran evidentes a simple vista.

Se encontró con su padre en la Aldea yse ganó una palmada en la espalda cuando lemostró el trofeo. Se pasó el resto de la tarde deun lado para otro, ayudando en la reconstruc-ción. Habían terminado de reparar otra casa paraentonces y estaría protegida con grafos antes del

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anochecer. La Aldea estaría completamente re-construida en cuestión de unas cuantas semanasmás y eso afectaba a los intereses de todos, siquerían tener suficiente leña para todo el invi-erno.

—Le prometí a Selia que me pasaría poraquí durante unos cuantos días —le comentóJeph mientras cargaban el carro al marcharse—.Tú te convertirás en el hombre de la granja en miausencia. Tendrás que comprobar los postes deprotección y quitar las malas hierbas de los cam-pos. Vi cómo le enseñabas a Norine a hacer tustareas esta mañana. Ella puede apañarse en el cor-ral y Marea puede ayudar a tu madre en la casa.

—Vale —respondió Arlen. Desbrozar loscampos y comprobar los postes era un trabajoduro, pero la confianza que ponía su padre en élle hizo sentirse orgulloso.

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—Cuento contigo, Arlen —le dijo su padre.

—No te defraudaré —le prometió él.

No ocurrió nada digno de mención dur-ante los dos días siguientes. Silvy todavía llorabaa veces, pero había mucho trabajo pendiente yno se quejó ni una sola vez de que hubiera másbocas que alimentar. Norine se hizo cargo de losanimales sin necesidad de planteárselo e inclusoMarea salió un poco de la concha en la que sehabía encerrado para ayudar en la cocina y barrer,además de trabajar en el telar después de la cena.Pronto comenzó a turnarse con Norine en el cor-ral. Ambas mujeres parecían decididas a hacer suparte, aunque sus rostros traslucían dolor y nos-talgia cuando hacían una pausa en el trabajo.

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Las manos de Arlen se llenaron de am-pollas debido a las malas hierbas y al finalizarel día le dolían la espalda y los hombros, peronunca se quejó por ello. La única satisfacciónobtenida a raíz de sus nuevas responsabilidadesera el trabajo en los postes de protección, puesArlen siempre había sido un apasionado de losgrafos: había dominado los símbolos defensivosbásicos antes de que los demás chicos terminarande aprenderlos y enseguida se había puesto a real-izar redes de protección más complejas. Jeph nodebía comprobar su trabajo, porque la mano deArlen era ya incluso más diestra que la de supadre. Dibujar grafos no era igual que atacar a undemonio con una lanza, pero al fin y al cabo, eratambién una forma de luchar a su manera.

Su padre llegaba todos los días a la horadel crepúsculo y Silvy le tenía preparada agua delpozo para que pudiera lavarse. Arlen ayudaba a

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Norine y a Marea a encerrar los animales y des-pués cenaban.

A última hora de la tarde del quinto día selevantó un fuerte viento que levantó remolinos depolvo en el corral y provocó un continuo golpeteode la puerta del establo. El muchacho olió la lleg-ada de la lluvia y se lo confirmó el rápido enca-potamiento del cielo. Esperó que su padre advirti-era también esas señales y regresara pronto o bienque se quedara a pernoctar en la Aldea. Las nubesoscuras significaban también un crepúsculo tem-prano y eso podía hacer que los abismales salier-an antes de que el sol se pusiera por completo.

Arlen abandonó los campos y comenzó aayudar a las mujeres a reunir a los animalesasustados para ponerlos a salvo en el establo.Silvy también estaba fuera, cerrando las puertasdel sótano y asegurándose de que los postes de

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protección de los corrales estuvieran bien sujetos.No quedaba ya mucho para la noche cuandoapareció a la vista el carro de Jeph. El día se os-curecía con mucha rapidez y ya no se veía el sol.Los abismales surgirían de un momento a otro.

—No tenemos tiempo para desuncir elcarro —gritó Jeph, chasqueando el látigo paradirigir a Missy directamente hacia el establo—.Ya lo haremos mañana por la mañana. ¡Todoel mundo a la casa, venga! —Silvy y las otrasmujeres acataron la orden, dirigiéndose hacia elinterior.

—Podemos hacerlo si nos apresuramos—gritó el chico por encima del rugido del viento,mientras corría tras su padre. Missy estaría de unhumor de perros durante un montón de días si sele dejaba el arnés puesto durante toda la noche.

Su padre sacudió la cabeza.

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—¡Está ya demasiado oscuro! Una nocheasí no la va a matar.

—Déjame entonces encerrado en el establo—ofreció él—. La desunciré y esperaré a que sepase la tormenta con los animales.

—¡Haz lo que te digo, Arlen! —gritó supadre. Saltó del carro y cogió al chico del brazo yprácticamente lo sacó a rastras del establo.

Ambos empujaron las puertas hasta cerrar-las y colocaron la barra cuando el primer relám-pago cruzó el cielo. Los grafos de protecciónpintados en las puertas del establo relumbrarondurante un momento como anticipo de lo quese avecinaba. El aire estaba impregnado de lapromesa de lluvia.

Corrieron hacia la casa, vigilando el cam-ino que tenían por delante a fin de detectar uno de

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los característicos velos de niebla que precedíana la aparición de los abismales. El camino estabaexpedito por el momento. Marea sostuvo la pu-erta abierta y ellos se precipitaron al interior enel preciso momento en que las primeras gotas delluvia caían en el polvo del patio.

Marea estaba empujando la puerta para cer-rarla cuando sonó un aullido procedente del cor-ral. Todos se quedaron helados.

—¡El perro! —gritó la mujer, cubriéndosela boca—. ¡Lo he dejado atado a la valla!

—Déjalo —repuso Jeph—. Cierra la pu-erta.

—¿Qué? —gritó el muchacho, incrédulo, yse volvió para enfrentarse a su padre.

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—¡El camino todavía está despejado!—chilló ella y salió disparada hacia el exterior dela casa.

—¡No, Marea! —gritó Silvy a su vez, ysalió corriendo detrás.

Arlen también salió disparado hacia la pu-erta, pero Jeph lo sujetó por los tirantes del peto yle hizo retroceder de un tirón.

—¡Quédate dentro! —le ordenó, acercán-dose a la puerta.

El muchacho se tambaleó hacia atrás dur-ante unos instantes, pero después salió a la car-rera y se cruzó con el can en el porche, dondeéste le rebasó para meterse corriendo en la casa,llevando a rastras la cuerda del cuello. Jeph yNorine también salieron a la entrada, pero se

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quedaron tras la línea de las protecciones exteri-ores.

En el patio, el viento aullaba y convertía lasgotas de lluvia en picaduras de insectos. Arlenvio a su madre y a Marea correr hacia la casajusto cuando comenzaban a alzarse los demonios.Los demonios de las llamas aparecieron primero,como siempre, y sus formas nebulosas empez-aron a filtrarse desde el suelo. Eran los máspequeños de los abismales, ya que apenasllegaban a los cuarenta y cinco centímetros dealtura cuando se agazapaban a cuatro patas. Susojos, las ventanas de su nariz y sus fauces re-lucían con una luz neblinosa.

—¡Corre, Silvy! —gritó Jeph—. ¡Corre!

Parecía que lo iban a conseguir, peroentonces Marea tropezó y cayó al suelo. Silvy sevolvió para ayudarla y en ese momento se solid-

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ificó el primer abismal. El chico se adelantó paracorrer en dirección a su madre, pero la mano deNorine cayó con dureza sobre su brazo, sujetán-dole con firmeza.

—No seas estúpido —siseó la mujer.

—¡Levántate! —le exigió Silvy a Marea,tirándole del brazo.

—¡Mi tobillo! —gritó ella en respuesta—.¡No puedo! ¡Vete sin mí!

—¡Ya lo creo que podemos! —gruñó lamadre del muchacho—. ¡Jeph! —gritó—.¡Ayúdanos!

Su esposo se quedó helado cuando los abis-males se corporeizaron por todo el patio y grit-aron de placer al descubrir a las mujeres antes delanzarse a por ellas.

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—¡Vamos! —rugió el hijo antes de darle unpisotón a Norine. Ésta aulló de dolor y aflojó lapresa, permitiéndole liberar el brazo de un tirón.Agarró el primer arma que pilló a mano, un cubode madera para la leche, y corrió hacia el patio.

—¡Arlen, no! —gritó Jeph, pero el chico yano atendía.

Un demonio de las llamas, de tamaño nomuy superior al de un gato, saltó sobre la espaldade Silvy; ella gritó cuando las garras trazaronunas líneas profundas en su carne, convirtiendo laparte trasera de su espalda en un harapo sangri-ento. Desde su posición, el abismal escupió fuegoen el rostro de Marea. La mujer chilló cuando sele derritió la piel y se le incendió el pelo.

Arlen llegó apenas un momento más tarde,balanceó el balde con todas sus fuerzas y lo lanzócontra el demonio. El cubo se rompió al impactar

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contra el abismal, pero consiguió apartarlo de laespalda de su madre. Ésta vaciló, pero el chicoconsiguió sostenerla. Se les acercaron más demo-nios de las llamas mientras sus congéneres del vi-ento empezaban a batir sus alas y, a unos cienmetros, comenzaba a formarse un demonio de lasrocas.

Silvy gimió, pero se mantuvo en pie. Arlenla apartó de Marea y sus aullidos agonizantes,pero más demonios de las llamas bloqueaban elcamino de regreso a la casa. El demonio de lasrocas los había visto y avanzó en su dirección.Unos cuantos demonios del viento se cruzaronen el camino de la bestia gigantesca cuando es-taban levantando el vuelo y aquélla los apartó conlas garras con tanta facilidad como una guadañacorta los tallos del maíz, haciéndoles caer muymalparados al suelo, donde se les echaron encimalos demonios de las llamas y los hicieron trizas.

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Arlen aprovechó el breve momento de dis-tracción para apartar a su madre de la casa. Elacceso al establo estaba bloqueado también, peroel camino hacia el corral seguía libre si podíanmantenerse apartados de los abismales. Silvylloraba, pero el muchacho no sabía si era demiedo o de dolor; aun así, siguió andando atrompicones y mantuvo el paso regular a pesar desus largas faldas.

Cuando él comenzó a correr, también lohicieron los abismales que medio los rodeaban.La lluvia comenzó a caer con más fuerza y el vi-ento siguió aullando. Los relámpagos quebrabanel cielo, iluminando a sus perseguidores y el cor-ral, que parecía aún muy lejano a pesar de estarcerca.

El suelo se había vuelto resbaladizo por lahumedad, pero el miedo les prestó agilidad y no

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dejaron de correr. Los pisotones de los demo-nios de las rocas sonaban con tanta fuerza comotruenos al embestir, acercándose cada vez másy haciendo que la tierra se estremeciera con suszancadas.

Arlen se detuvo ante la puerta del corraly empezó a buscar el pestillo. Ese instante diopie a que los demonios de las llamas llegarana tiempo para usar su arma más mortífera: lesescupieron una llamarada. Ésta alcanzó tanto ala madre como al hijo. Sin embargo, el impactollegó amortiguado por la distancia, aunque con-siguió prender en sus ropas y que les oliera a peloquemado. Él sintió un ramalazo de dolor, perolo ignoró, consiguiendo finalmente abrir la pu-erta del corral. Mientras intentaba introducir den-tro a su progenitora, otro abismal saltó sobre ella,clavándole profundamente las garras en el pecho.Arlen dio un tirón y la metió dentro. Silvy pasó

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con facilidad nada más cruzar las protecciones,pues la magia flameó, rechazando al abismal, ylas garras la soltaron, rociando los alrededores decarne y sangre.

Sus ropas aún ardían. Tras envolver a Silvyen sus brazos, Arlen se arrojó con ella al suelo,procurando absorber con su cuerpo lo peor delimpacto, y después se revolcó con ella en elbarro, extinguiendo así las llamas.

No había forma de cruzar la valla. Los de-monios rodeaban ahora el corral, poniendo aprueba la red de protección, que lanzaba destellosmágicos en cuanto rozaban la red de grafos, perola puerta no era lo que realmente importaba, ni lamisma valla. Mientras los postes de protección semantuvieran intactos, estaban a salvo de los abis-males.

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Pero no del tiempo. La lluvia se transformóen un frío diluvio, azotándolos con un manto deagua que parecía cortarles con su violencia. Silvyya no pudo ponerse en pie después de la caída.Estaba envuelta en fango y sangre, y Arlen nosabía si conseguiría sobrevivir al efecto com-binado de las heridas y la lluvia.

Empujó el abrevadero caído hasta volcarloy derramó los restos de la cena de los cerdos paraque se pudrieran en el fango. Arlen podía ver queel demonio de la roca empujaba la red de grafos,pero la magia aguantó y el monstruo no pudo pas-ar. Entre los destellos de luz de los relámpagosy los escupitajos de los demonios de las llamas,captó una imagen de Marea, enterrada bajo un en-jambre de demonios que le arrancaban trozos decarne y se alejaban para disfrutarlos.

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El demonio de las rocas se rindió poco des-pués y se alejó dando grandes pisadas, alargóaquella enorme garra y agarró por una piernalos restos de Marea, de la misma manera que lohabría hecho un hombre cruel con un gato. Losdemonios de las llamas se dispersaron cuandoel de las rocas balanceó el cuerpo en el aire. AMarea se le escapó un grito sofocado y ronco, yArlen se quedó horrorizado al descubrir que aúnestaba viva. Gritó y consideró la idea de salir dela red de protección para salvarla. Sin embargo,el demonio la estampó contra el suelo y sonó uncrujido escalofriante.

Arlen se dio la vuelta antes de que la cri-atura comenzara a comer y la lluvia que caía sellevó sus lágrimas. Arrastró el abrevadero hastadonde estaba Silvy y arrancó el forro de su faldapara empaparlo en la lluvia. Con estos traposlimpió el barro de sus heridas lo mejor posible y

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los tapó. No estaban muy limpios, pero era mejorque el lodo de los cerdos.

Su madre temblaba, de modo que se acur-rucó contra ella para darle calor, y colocó elapestoso abrevadero sobre ellos para que los pro-tegiera del diluvio y de las ávidas miradas de losdemonios.

Vio un relámpago más antes de abatir lamadera. La última cosa que quedó grabada en suretina fue la imagen de su padre, aún de pie, in-móvil, en el porche.

Arlen recordó que había dicho: «Si fuerastú el que estuviera ahí fuera... o tu madre», pero apesar de todas sus promesas, parecía que no habíanada que pudiera hacer luchar a Jeph.

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La noche pasó con una lentitud intermin-able y sin esperanza de conciliar el sueño. Lasgotas de lluvia interpretaban una melodía rápidasobre el abrevadero, salpicándolos con los restosde la inmundicia que quedaba en el interior. Elfango sobre el que reposaban estaba frío y hedíaa excrementos de cerdo. Silvy temblaba en su de-lirio y Arlen la abrazaba con fuerza, intentandodarle el poco calor que tenía. Él también tenía lospies y las manos ateridos.

Se sentía cada vez más lleno de desespera-ción y sollozó sobre el hombro de su madre, peroella gimió y le dio unas palmaditas en la mano, yese gesto simple e instintivo lo liberó del terror,la decepción y el dolor.

Había luchado contra un demonio y habíasobrevivido. Estaba en un patio lleno de ellos yseguía viviendo. Los abismales podrían ser in-

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mortales, pero se podía ser más hábil que ellos ytambién superarlos en velocidad.

Y como el demonio de las rocas había de-mostrado cuando apartó de un golpe al otro abis-mal, se les podía herir.

Pero ¿de qué podía servir eso en un mundodonde los hombres como Jeph no se enfrentabana los abismales ni siquiera para proteger a suspropias familias? ¿Qué esperanza podíaquedarles?

Se quedó mirando fijamente la oscuridaddurante horas, pero en su mente lo único que veíaera el rostro de su padre, observándolos desdeuna posición segura, detrás de los grafos.

La lluvia cesó antes del amanecer. Arlenaprovechó la interrupción para subir el abreva-dero, pero se arrepintió inmediatamente porque le

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pareció que se perdía el poco calor que se habíaalmacenado bajo la madera. Lo bajó con rapidezotra vez, pero echó una ojeada cuando el cielocomenzó a iluminarse.

La mayoría de los abismales se habían des-vanecido a la hora en que había suficiente luzpara ver pero, cuando el cielo pasó de índigoa color lavanda, quedaban todavía unos cuantosrezagados. Arlen apartó el abrevadero y se pusoen pie con dificultad, intentando desprenderse envano del lodo y la mugre que lo cubrían.

Tenía el brazo rígido y entumecido cuandolo flexionó. Se miró y vio que tenía la piel deun tono rojo brillante allí donde había sufrido elimpacto del escupitajo de fuego. «La noche enel fango al menos ha servido para algo», pensó,sabiendo que sus quemaduras y las de su madre

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habrían estado mucho peor si no hubieran estadoenvueltas en el frío estiércol toda la noche.

Cuando los últimos demonios de las llamascomenzaron a perder sustancia en el patio, elchico salió a grandes zancadas del corral, diri-giéndose hacia el establo.

—¡Arlen, no! —le llegó un grito desde elporche. Alzó la mirada y vio allí a su padre, en-vuelto en una manta, vigilando desde la segurid-ad de las protecciones del porche—. ¡Todavía noha amanecido del todo! ¡Espera!

Él lo ignoró, caminando hacia el establo yabriendo las puertas. Missy parecía bastante in-cómoda, aún uncida al carro, pero podría llegarhasta Ciudad Central.

Una mano se posó en su brazo cuando sacóel caballo fuera.

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—Pero ¿es que quieres que te maten? —lerecriminó su padre—. ¡Qué susto me has dado,chico!

El chico se sacudió su brazo, evitando mir-ar a su padre a los ojos.

—Mamá necesita que la vea Coline Trigg.

—¿Está viva? —preguntó con incredulid-ad, volviendo bruscamente la cabeza hacia dondeyacía la mujer en el fango.

—No gracias a ti —replicó él—. Voy a ll-evarla a Ciudad Central.

—Los dos la llevaremos —lo corrigió supadre, apresurándose a levantar a su esposa y a ll-evarla al carro. Dejaron a Norine a cargo de losanimales y de los restos de la pobre Marea y to-maron al camino que conducía a la ciudad.

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Silvy estaba bañada en sudor. Susquemaduras no parecían peores que las de Arlen,pero las líneas profundas que las garras de losdemonios de las llamas le habían dibujado aúnsupuraban sangre y la carne tenía un feo aspectorojo e hinchado.

—Arlen, yo... —comenzó a decir el padreconforme avanzaban, alzando una manotemblorosa hacia su hijo. El chico se retiró, mir-ando hacia otro lado, y Jeph se encogió como sile hubiera quemado.

Él sabía que su padre estaba avergonzado.Como había dicho Ragen, probablemente seodiaba a sí mismo, igual que Cholie. Aun así, nopodía sentir ninguna simpatía por él. Su madrehabía pagado el precio de su cobardía.

Hicieron el resto del viaje en silencio.

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La casa de dos pisos de Coline Trigg enCiudad Central era una de las más grandes deArroyo y estaba llena de camas. Además de supropia familia, que vivía en el piso superior,Coline tenía siempre al menos una persona en lascamas para enfermos del piso bajo.

Era una mujer de poca estatura, sin barbillay con una nariz muy larga. Apenas llegaba a lostreinta, pero seis embarazos le habían engordadola cintura. Las ropas le olían siempre a semillasquemadas, y sus curas normalmente solían impli-car algún tipo de infusión de sabor nauseabundo.La gente de Arroyo Tibbet solía hacer bromas acosta de esos bebedizos, pero todos ellos se lostomaban sin chistar cuando se resfriaban.

La Herborista le echó una ojeada a Silvy ehizo que Arlen y su padre la entraran. No hizoninguna pregunta, lo cual vino muy bien, porque

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ninguno de los dos sabía qué decir. El aire se im-pregnó de un hedor a podrido cuando comenzó acortar las heridas, haciendo que se desprendierade éstas un pus de un color marrón asqueroso.Limpió y secó las heridas con agua e hierbastrituradas, y después las cosió para cerrarlas. Elrostro de Jeph se tornó de color verde y se llevóla mano a la boca.

—¡Vete de aquí, rápido! —le espetóColine, haciendo salir al hombre de la habitacióncon un dedo acusador. Cuando Jeph se deslizófuera de la casa ella se quedó mirando a Arlen.

—Tú también —lo pinchó, pero el chiconegó con la cabeza. Coline se lo quedó mirandofijamente un momento y después asintió—. Eresmás valiente que tu padre —le dijo—. Coge elmortero y el almirez, te voy a enseñar a hacer unbálsamo para las quemaduras.

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Coline orientó al chico entre las incontablesjarras y tarros de su farmacia sin apartar los ojosde su tarea, le indicó cada ingrediente y le explicócómo mezclarlos. En ningún momento abandonósu truculento trabajo mientras Arlen aplicaba elbálsamo sobre las quemaduras de su madre.

Finalmente, cuando terminaron de atenderlas heridas de Silvy, le tocó inspeccionar lassuyas. Al principio, él protestó, pero el bálsamocumplió su función y cuando el frescor se ex-tendió por sus brazos se dio cuenta de cuánto leescocían las quemaduras.

—¿Se pondrá bien? —preguntó elmuchacho, mirando a su madre. Parecía respirarnormalmente, pero la carne alrededor de sus heri-das tenía un color muy feo y el hedor a podridoaún flotaba en el aire.

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—No lo sé —le dijo Coline, que no erade las que endulzan las palabras—. Nunca habíavisto a nadie con heridas tan graves. General-mente, si los abismales se acercan tanto...

—Te matan —dijo Jeph desde el umbral—.Y habrían matado a Silvy también de no habersido por Arlen. —Dio un paso entrando en la hab-itación, con la mirada baja—. Arlen me enseñóalgo anoche, Coline. Me enseñó que el miedo espeor enemigo que los abismales.

Jeph puso las manos en los hombros de suhijo y lo miró a los ojos.

—No te fallaré de nuevo —le prometió.El chico asintió y miró hacia otro lado. Queríacreerlo, pero sus pensamientos retornaban una yotra vez a la imagen de su padre en el porche, in-movilizado por el terror.

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Jeph se inclinó sobre Silvy, cogiendo sumano húmeda entre las suyas. Continuaba su-dando y se removía de vez en cuando en su sueñoinducido por los bebedizos.

—¿Va a morir? —preguntó Jeph.

La Herborista dejó escapar un largo sus-piro.

—Tengo buena mano colocando huesos—comentó—, y en traer niños al mundo. Puedobajar una fiebre y crear grafos para curar un res-friado. Incluso puedo limpiar una herida de abis-mal si es reciente —repuso, y sacudió lacabeza—, pero esto es la fiebre del demonio. Lehe dado hierbas para calmar el dolor y ayudarlaa conciliar el sueño, pero necesitarías una Her-borista mejor para curarla.

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—¿Y quién puede hacerlo? —inquirióJeph—. Aquí, en el Arroyo, sólo estás tú.

—También tienes a la mujer que me enseñó—comentó Coline—, la vieja Mey Friman. Viveen los alrededores de Pastos al Sol, a dos días deaquí. Si alguien puede curarla, es ella, pero mejorserá que os apresuréis. La fiebre va a aumentary si tardáis mucho, ni siquiera la vieja Mey serácapaz de ayudaros.

—¿Cómo podemos encontrarla? —exigióJeph.

—En realidad no os podéis perder, sólo hayun camino hacia allí. Debéis doblar en la bifurc-ación donde el camino se adentra en el bosque,a menos que queráis perder semanas enteras enla vía que lleva a Miln. El Enviado se marchó enesa dirección hace unas horas, pero tenía variasparadas antes en el Arroyo. Podréis alcanzarlo si

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corréis. Los Enviados llevan con ellos sus propi-as protecciones. Si lo encuentras, podréis seguirhasta el crepúsculo. Él podría conseguir quevuestro viaje se acortara a la mitad.

—Lo encontraremos —dijo Jeph—, cuestelo que cueste. Su voz tenía un tono decidido y Ar-len comenzó a concebir cierta esperanza.

Un extraño sentimiento de nostalgiaacometió a Arlen conforme veía desaparecer Ar-royo Tibbet en la distancia desde la parte traseradel carro. Por primera vez, iba a emprender unviaje de más de un día fuera de casa. ¡Iba a veruna ciudad nueva! Hacía una semana, una aven-tura como ésa habría sido cumplir su sueño másacariciado, pero en ese momento únicamente sesentía capaz de desear que las cosas volvieran aser como habían sido siempre.

Al momento en que la granja estaba a salvo.

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Al momento en que su madre se encontrababien.

Al momento en que no sabía que su padreera un cobarde.

Coline había prometido enviar a uno de suschicos a la granja para informar a Norine de queprobablemente estarían fuera una semana o másy que se encargara de atender a los animales ycomprobar los grafos mientras estaban lejos. Losvecinos se quedarían con ella, porque su pérdidahabía sido tan dura que no podría enfrentarse solaa las noches.

La Herborista les había facilitado tambiénun mapa tosco, cuidadosamente enrollado ymetido dentro de un tubo protector. El papel erauna rareza en el Arroyo y no se entregaba asícomo así. Arlen se sintió fascinado por el mapay lo estudió durante horas, incluso a pesar de que

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no podía leer las pocas palabras que marcaban loslugares. Tanto él como su padre eran analfabetos.

El mapa señalaba el camino hacia Pastos alSol y lo que había a lo largo de la calzada, perolas distancias eran imprecisas. Había algunasgranjas situadas a lo largo del trayecto en lasque podrían buscar refugio, pero era imposibleaveriguar lo lejos que se encontraban unas deotras.

Su madre durmió intranquila, empapada ensudor. Algunas veces hablaba o gritaba, pero suspalabras carecían de sentido. Arlen le pasabapaños húmedos y le hacía beber la infusión ácida,tal como le había instruido la Herborista, pero noparecía hacerle mucho bien.

Ya muy avanzada la tarde, se acercaron a lacasa de Harl Tanner, un granjero que vivía en lasafueras de Arroyo. La granja de Harl estaba apen-

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as a un par de horas de la Aldea de los Bosques,pero Arlen y su padre no habían podido comenzarsu camino hasta casi el mediodía.

El muchacho recordaba haber visto a Harl ya sus tres hijas en la feria del solsticio de veranode cada año, aunque habían dejado de ir despuésde que los abismales se hubieran llevado a la es-posa de Harl, hacía ya dos veranos. El hombre sehabía convertido en un recluso al igual que sushijas. Ni siquiera la tragedia de la Aldea de losBosques había sido suficiente para hacerles salir.

Tres cuartas partes del los campos de losTanner estaban ennegrecidos y chamuscados;sólo aquellos más cercanos a la casa estaban pro-tegidos con grafos y sembrados. Una vaca lecheradescarnada rumiaba en el patio enfangado y a lacabra atada al gallinero se le marcaban con todaclaridad las costillas.

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La casa de los Tanner era un edificio deun solo piso de piedras compactadas con lodo yarcilla. Las piedras más grandes estaban pinta-das con grafos desvaídos. A Arlen se le antojaronalgo burdos, pero parecían haber aguantado hastaese momento. El tejado tenía una forma irregular,con postes de protección cortos y rechonchos quese elevaban a través de la paja podrida. Uno delos costados de la casa estaba conectado a unpequeño establo, cuyas ventanas estaban cerradascon tablas y la puerta casi fuera de sus bisagras.En mitad del patio se encontraba el gran establo,que tenía un aspecto aún peor. Las proteccioneshabrían aguantado, pero parecían a punto de de-saparecer si no se las reparaba.

—Nunca había visto la casa de Harl antes—comentó Jeph.

—Yo tampoco —mintió Arlen.

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Poca gente aparte de los Enviados teníanmotivos para emprender el camino que se alejabade la Aldea de los Bosques, y quienes vivían másallá eran fuentes de gran especulación en CiudadCentral. El muchacho se había escapado a hurta-dillas para ver la granja de Tanner el Loco másde una vez. Eso era lo más lejos que había estadonunca de casa, y regresar antes del crepúsculo lehabía supuesto horas de carrera.

Una vez, hacía unos meses, estuvo a puntode no conseguirlo. Había intentado echarle unaojeada a la hija mayor de Harl, Ilain. Los otroschicos decían que tenía las tetas más grandes deArroyo y él quería verlas. Esperó un día, pero lavio salir corriendo de la casa, llorando. No ob-stante su tristeza, se la veía muy hermosa y Arlenhabría querido consolarla, a pesar del hecho deque era ocho veranos mayor que él, pero le faltóatrevimiento, y se limitó a observarla más tiempo

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de lo razonable, de modo que estuvo a punto depagar un precio muy alto cuando el sol comenzóa ponerse.

Un perro sarnoso comenzó a ladrar con-forme se acercaron a la granja y una chiquillasalió al porche, observándolos con ojos tristes.

—Tendremos que refugiarnos aquí —dijoJeph.

—Todavía quedan horas hasta que caigala noche —dijo el muchacho, sacudiendo lacabeza—. Si no hemos alcanzado a Ragen en esemomento el mapa muestra otra granja donde elcamino se bifurca hacia las Ciudades Libres.

Su padre clavó la mirada en el mapa.

—Es un camino muy largo —comentó.

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—Mamá no puede esperar —replicó Ar-len—. No podemos hacer hoy todo el camino,pero cada hora es una hora que nos acercamosmás a su curación.

Jeph volvió el rostro hacia Silvy, bañadaen sudor, y después hacia el sol y luego asintió.Saludaron a la chica que había en el porche, perono se detuvieron.

Cubrieron una distancia muy grande en lashoras siguientes, pero no encontraron rastro delEnviado ni de ninguna otra granja. Jeph volvió aalzar la mirada hacia el cielo anaranjado.

—Se hará de noche en menos de dos horas.Debemos regresar. Si nos apresuramos, puedeque lleguemos a casa de Harl a tiempo.

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—La granja puede estar justo a la vueltade esa curva —argumentó Arlen—. La encon-traremos.

—No lo creo —replicó su padre, escu-piendo a la calzada—. El mapa no está muy claro.Nos volveremos ahora que podemos y sin dis-cutir.

Los ojos del chico casi se le salieron de lasórbitas del disgusto.

—De esa forma perderemos más de mediodía, y eso por no mencionar la noche. ¡Mamápuede morir en ese espacio de tiempo! —gritó.

Jeph volvió el rostro hacia su mujer, quesudaba arrebujada en las mantas, respirando deforma irregular. Con tristeza, miró hacia las som-bras que se iban alargando y controló un es-tremecimiento.

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—Si la noche nos pilla fuera —repuso envoz baja—, moriremos todos.

Arlen había empezado a sacudir la cabezaantes incluso de que su padre terminara de hablar,negándose a aceptar su explicación.

—Podríamos... —porfió—, podríamosdibujar los grafos en el suelo —terminó porfin—, alrededor de todo el carro.

—¿Y si se levanta un vientecillo y los em-borrona? —preguntó su padre—. ¿Qué pasaentonces?

—¡La granja puede estar justo al pasar lapróxima colina! —insistió Arlen.

—O también treinta kilómetros más allá—replicó su padre—, o quemada desde hace un

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año. ¿Quién sabe lo que puede haber pasadodesde que se dibujó el mapa?

—¿Me estás diciendo que mamá no semerece que corramos el riesgo? —le acusó elchico.

—¡Tú no eres quién para decirme lo queella se merece! —chilló Jeph, casi derribando almuchacho del carro—. ¡La he amado toda mivida! ¡La conozco mejor que tú! ¡Pero eso noquiere decir que vaya a arriesgarnos a los tres!Ella podrá sobrevivir a la noche, ¡seguro quepuede!

Con esa exclamación tiró con fuerza de lasriendas, parando el carro y haciéndolo dar lavuelta. Chasqueó el látigo de cuero en los flancosde Missy y entre brincos enfiló la calzada en laotra dirección. El animal, asustado por la oscurid-ad creciente, respondió con un ritmo frenético.

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Arlen se volvió hacia Silvy, tragándose suamarga ira. Observó a su madre rebotar a con-secuencia de los saltos del carro al pasar porpiedras y baches. No reaccionó. Fuera lo quefuese lo que su padre pensara, Arlen sabía que susposibilidades se habían visto reducidas a la mit-ad.

El sol casi se había puesto del todo cuandollegaron a la granja solitaria. Jeph y Missyparecían compartir el mismo terror casi cercanoal pánico y gritaban a una del mismo apuro. Arlenhabía saltado hacia la parte posterior del carropara intentar que su madre no saliera despedidapor culpa de los traqueteos. La apretó con fuerzacontra su cuerpo, procurando llevarse él la mayorparte de los cardenales.

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Pero eso no fue todo. Pudo comprobar quelos cuidadosos puntos que Coline le había dadose estaban soltando, haciendo que se le abrieranlas heridas de nuevo. Si la fiebre del demonio noacababa con ella, seguro que el viaje lo haría.

Jeph condujo el carro hasta el mismoporche, gritando.

—¡Harl! ¡Necesitamos refugio!

La puerta se abrió casi inmediatamente, in-cluso antes de que pudieran bajarse del carro.Salió un hombre con un peto gastado y una largahorca en la mano. Harl era delgado y alto, comosi fuera un trozo de carne seca. Le seguía Ilain,una robusta chica que portaba una sólida pala demetal. La última vez que Arlen la vio, llorabay estaba aterrorizada, pero no quedaba nada demiedo en sus ojos en ese momento. Mientras se

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aproximaba al carro, ignoró las sombras que searrastraban a su alrededor.

Harl asintió cuando Jeph alzó a Silvy delcarro para sacarla.

—Métela dentro —le ordenó y Jeph seapresuró a hacerlo, dejando escapar un gran sus-piro cuando cruzó los grafos.

—¡Abre la puerta grande del establo! —ledijo a Ilain—, Ese carro no entra en el pequeño.—Ilain se recogió las faldas y echó a correr,mientras su padre se volvía hacia Arlen—. ¡Llevael carro al establo, chaval! ¡Rápido!

El muchacho hizo lo que le pedían.

—No hay tiempo para desuncirla—comentó el granjero—. Tendrá que apañarseasí.

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Era la segunda noche seguida. El chico sepreguntó si alguna vez Missy volvería a verse sinel carro a cuestas. Ilain y Harl cerraron la puertadel establo con rapidez y comprobaron las protec-ciones.

—¿A qué estás esperando? —le rugió elhombre a Arlen—. ¡Corre a la casa! ¡Aparecerándentro de un momento a otro!

Apenas había pronunciado las palabrascuando comenzaron a surgir los demonios. Arleny la chica echaron a correr cuando los abismalesparecieron salir directamente del suelo con susbrazos larguiruchos, terminados en garras, y lascabezas corneadas.

Esquivaron la muerte que se alzaba delsuelo a izquierda y derecha, pues la adrenalinay el miedo les prestó agilidad y velocidad. Losprimeros abismales que se solidificaron, un grupo

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de gráciles demonios de las llamas, empezaron adarles caza, ganándoles terreno. Mientras Arlen eIlain seguían corriendo, Harl se volvió y les lanzóla horca.

El arma impactó al líder de los demoniosjusto en el pecho, y éste golpeó al resto de suscompañeros de rebote, pero incluso la piel delmás pequeño de los demonios de las llamas erademasiado coriácea y dura para que una horcapudiera atravesarla. La criatura cogió la herrami-enta con las garras y le escupió una gotallameante, de modo que prendió la madera yluego la apartó.

Pero aunque el abismal no estaba herido,había sido suficiente para distraerlo. Los demo-nios volvieron a precipitarse hacia delante,aunque cuando Harl saltó al porche, frenaron deimproviso, dándose de bruces contra una línea de

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grafos que los detuvo con tanta firmeza como sise hubieran estampado contra un muro de ladril-los. En ese momento la magia refulgió y los re-chazó hacia el patio, de modo que Harl se precip-itó hacia la casa. Cerró la puerta con un portazo,echó el cerrojo y apoyó la espalda contra ella.

—Que el Creador sea alabado —exclamócon voz débil, jadeando y pálido.

El aire dentro de la granja de Harl era densoy cálido, y apestaba a moho y desperdicios. Loscarrizos infestados de bichos que había en elsuelo absorbían parte del agua que caía desde lapaja del techo, y no cabía duda de que no erannada recientes. Había en la casa además dos per-ros y varios gatos, lo cual forzaba a que todoel mundo tuviera que mirar bien dónde ponía elpie. Una olla de loza colgaba en la chimenea,añadiendo a aquella mezcolanza el aroma pen-

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etrante de un estofado en perpetua cocción, comosi pudiera paliar el hedor. En una esquina, unacortina de retales le daba intimidad a un orinal.

Arlen recompuso las vendas de Silvy lomejor posible, y luego Ilain y su hermana Benila acomodaron en su habitación, mientras que lamás pequeña, Renna, ponía un par de agrietadoscuencos más en la mesa para Arlen y su padre.

Unicamente había tres piezas, el aposentoque compartían las niñas, el dormitorio de Harly la habitación central, donde cocinaban, comíany trabajaban. Una cortina hecha jirones hacía lasparticiones. En la sala común una puerta pro-tegida con grafos daba al pequeño establo.

—Renna, llévate a Arlen y comprobad losgrafos mientras los hombres hablan, y Beni y yopreparamos la cena —ordenó Ilain.

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Renna asintió, le tomó de la mano a Arleny se lo llevó consigo. Tenía casi diez años, muycerca de los once del chico y era bonita pese alas manchas de suciedad que tenía en la cara. Ll-evaba un vestido suelto y liso, gastado y cuida-dosamente remendado, y el pelo, castaño, reco-gido en la nuca con una tira de tela raída, aunquese le habían soltado muchos mechones que lecaían ahora por la cara.

—Éste se ha borrado un poco —comentó lachica, señalando un grafo en uno de los alféiz-ares—. Uno de los gatos debe haberlo pisado.

Tomó un carboncillo de una caja y dibujócuidadosamente la línea allí donde se había inter-rumpido.

—Eso no sirve para nada —le dijo Arlen—.Las líneas se han debilitado y eso le quita fuerzaal grafo. Debes dibujarlo de nuevo.

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—No me permiten trazar uno nuevo —su-surró Renna—. Se supone que debo contárselo ami padre o a Ilain si hay alguno que no pueda ar-reglar.

—Yo sí puedo hacerlo —dijo Arlen, co-giendo el carboncillo. Limpió con cuidado elviejo grafo y dibujó uno nuevo, moviendo lamano con resuelta confianza. Dio un paso atráscuando terminó y miró alrededor de la ventana,donde reemplazó otros con la misma rapidez.

Mientras trabajaba, Harl los sorprendió ycomenzó a levantarse, nervioso, pero Jeph hizoun movimiento y lo tranquilizó con unas palabrasde confianza, por lo que volvió a su asiento.

Arlen se detuvo un momento para echaruna ojeada a su trabajo.

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—Ni un demonio de las rocas podría ir-rumpir a través de esto —comentó con orgullo.Se volvió y encontró a Renna observándolofijamente—. ¿Qué? —le preguntó.

—Eres más alto de lo que recordaba —dijola niña, bajando la mirada y sonriendo con tim-idez.

—Bueno, han pasado un par de años —rep-licó Arlen, sin saber qué otra cosa decir.

Harl llamó a su hija cuando terminaron debarrer. Renna y él hablaron en voz baja, y Arlense dio cuenta un par de veces que ella lo miraba,aunque no pudo escuchar la conversación.

La cena consistió en un potaje correoso demaíz y chirivías con una carne que el muchachono pudo identificar, pero que al menos lo dejó

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bastante lleno. Mientras comían, contaron su his-toria.

—Mejor habría sido que nos hubierais pre-guntado antes —comentó Harl cuando termin-aron—. Hemos ido a ver a la vieja Mey Frimanmontones de veces. Nos resulta más cerca que ira Ciudad Central para ver a Trigg. Si os tomódos horas dándole de lo lindo al látigo para re-gresar hasta aquí, habríais llegado mucho antes ala granja de Mack Pasture, aligerando un poco.Y la vieja Mey está apenas a una hora o así másadelante. A ella no le gusta vivir en una ciudad.Si realmente le hubieras dado fuerte a la yegua,habríais llegado allí esta misma noche.

Arlen soltó su cuchara de golpe. Todos losojos de los que rodeaban la mesa se volvieronhacia él, pero no se dio cuenta, tan concentradoestaba en su padre.

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Jeph no pudo soportar esa mirada durantemucho rato y abatió la cabeza.

—No había forma de saberlo —dijo congran tristeza.

Ilain le tocó el hombro.

—No te culpes por ser prudente —repuso,y miró al chico, con la reprimenda claramentedibujada en los ojos—. Ya lo entenderás cuandoseas mayor —le recriminó al muchacho.

Arlen se puso de pie y se alejó de la mesacon grandes pisotones. Apartó la cortina y se aco-dó en— una ventana, observando a los demoniosa través de una tabla suelta de los postigos. Unay otra vez intentaban atravesar los grafos yfallaban, pero el muchacho no se sintió protegidopor la magia. Más bien se sintió aprisionado porella.

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—Llevaos a Arlen al establo y jugad allí—le ordenó Harl a sus hijas más pequeñas des-pués de que todos hubieran terminado decomer—. Ilain recogerá la mesa. Dejad que losmayores hablemos.

Beni y Renna se levantaron a la vez y desa-parecieron detrás de la cortina de un salto. Arlenno estaba de ánimos para ponerse a jugar, perolas chicas no le dejaron decir ni una palabra, y lehicieron salir por la puerta del establo.

Beni encendió una lámpara agrietada, quebañó el establo con una luz mate. Harl tenía dosvacas, cuatro cabras, una cerda con ocho coch-inillos y seis pollos. Todos estaban descarnadosy huesudos, desnutridos. Incluso a la cerda se leveían las costillas. El ganado no parecía capaz dealimentar a Harl y a las niñas.

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El mismo establo no ofrecía un aspecto me-jor. La mitad de los postigos estaban rotos y elheno del suelo estaba podrido. Las cabras sehabían comido parte de la pared de su comparti-miento hasta llegar al heno de la vaca. El lodo, lasinmundicias y los excrementos se habían fundidoen un solo manto de estiércol en el compartimi-ento del cerdo.

Renna arrastró a Arlen de uno a otro.

—Papá no quiere que les pongamosnombres a los animales —le confesó—, así quelo hacemos en secreto. Éste es Hoojy. —Y señalóa una vaca—. Su leche sabe un poco acida, peropapá dice que es buena. La que está a su ladoes Grouchy. Da patadas, pero sólo si tiras fuertecuando la ordeñas o tardas en hacerlo. Las cabrasson...

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—A Arlen no le importan los animales—reprendió Beni a su hermana. Lo cogió delbrazo y lo apartó de allí. Beni era más alta que suhermana y también mayor, pero Arlen pensó quela pequeña era más guapa. Subieron al pajar y sedejaron caer sobre el heno limpio.

—Juguemos a pedir refugio —dijo Beni,que sacó una pequeña bolsita de cuero de subolsillo, de la que hizo rodar cuatro dados demadera. Los dados tenían unos símbolos pinta-dos: llamas, rocas, agua, viento, un árbol y ungrafo. Había muchas maneras de jugar, pero lamayoría de las reglas coincidían en que debíassacar tres grafos antes de conseguir cuatro de cu-alquier otra clase.

Jugaron a los dados un buen rato. Rennay Beni tenían sus propias reglas, la mayoría de

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las cuales, sospechó Arlen, estaban pensadas parahacerles ganar.

—Dos grafos alineados tres veces cuentacomo tres —explicó Beni, justo después dehaberlo hecho ella—. Hemos ganado. —El chicoestaba en desacuerdo, pero no le veía mucho sen-tido a ponerse a discutir.

—Como hemos ganado tienes que hacer loque te digamos —declaró Beni.

—De eso nada —replicó el muchacho.

—¡Ya lo creo que sí! —insistió la niña y,de nuevo, Arlen sintió que discutir no le iba a ll-evar a ninguna parte.

—¿Y qué tengo que hacer? —preguntó,con suspicacia.

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—¡Vamos a jugar a los besitos! —aplaudióRenna.

Beni le dio un manotazo en la cabeza a suhermana.

—¡Ya lo sé, atontada!

—¿Qué es eso de los besitos? —inquirióArlen, temiendo saber la respuesta.

—Oh, ya lo verás —repuso Beni, y ambaschicas se echaron a reír—. Es un juego demayores. Papá lo juega algunas veces con Ilain.Es jugar a que estás casado.

—¿Y qué es, como cuando haces laspromesas? —preguntó el muchacho con cautela.

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—No, atontado, así —dijo Beni y le pasólos brazos por los hombros y apretó su boca con-tra la suya.

El chico jamás había besado antes a unachica. Ella abrió la boca y él hizo lo mismo demodo que los dientes de ambos chocaron y retro-cedieron—. ¡Ay! —exclamó el muchacho.

—Lo haces con demasiada fuerza, Beni—se quejó Renna—. Es mi turno.

Y era verdad, porque el beso de la pequeñafue mucho más suave, de modo que Arlen lo en-contró mucho más placentero. Era como acer-carse al fuego cuando tenía frío.

—Así —comentó Renna cuando separaronlos labios—. Así es como hay que hacerlo.

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—Como después tenemos que acostarnosjuntos —dijo la chica mayor— podemos seguirpracticando.

—Siento que tengáis que dejarle la cama ami madre —repuso Arlen.

—No pasa nada —respondió Renna—,antes solíamos compartir la cama todas lasnoches, hasta que murió mamá, pero ahora Ilainduerme con papá.

—¿Por qué? —inquirió el muchacho.

—Se supone que no tenemos que hablar deeso —le siseó la hermana mayor a la pequeña.

Renna la ignoró, pero mantuvo la voz en untono bajo.

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—Ilain dice que ahora que mamá se ha ido,papá le ha dicho que es su deber hacerle felizcomo hacen las esposas.

—¿Cosiendo, cocinando y todo eso?—volvió a preguntar.

—No, es un juego como el de los besitos—dijo la mayor—, pero se necesita a un chicopara jugar. —Le tiró del peto—. Si nos muestrastu chisme, te lo enseñaremos.

—¡No os voy a enseñar mi chisme! —con-testó Arlen, retrocediendo.

—¿Y por qué no? —preguntó Renna—.Beni se lo enseñó a Lucik Boggin y ahora élquiere jugar a todas horas.

—Papá y el padre de Lucik dicen que es-tamos prometidos —alardeó Beni—. Así que está

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bien. Ya que tú te vas a prometer con Renna, de-berías enseñarle el tuyo. —La chica se mordió eldedo y miró hacia otro lado, pero observó a Arlende reojo.

—¡Eso no es verdad! —exclamó elmuchacho—. ¡Yo no me voy a prometer connadie!

—¿Y de qué crees que están hablando ahífuera los mayores, atontado. —preguntó Beni.

—¡De eso no! —gritó el niño.

—¡Asómate y lo verás! —le retó Beni.

Arlen se quedó mirando a las dos chicas,y después bajó la escalera, deslizándose lo mássilenciosamente que pudo. Cuando pudo oír vo-ces desde detrás de la cortina, se acercó arrastrán-dose.

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—Quiero a Lucik bien lejos de aquí—decía Harl en estos momentos—, pero Fernánquiere que él haga el afrecho durante otra esta-ción. Es muy difícil llenarnos la barriga sin quenos entre un extra de fuera, especialmente desdeque los pollos dejaron de poner y la leche de unade las vacas se ha echado a perder.

—Nos llevaremos a Renna cuando regrese-mos de casa de Mey —dijo Jeph.

—¿No le vas a decir que están prometidos?—preguntó Harl, y Arlen contuvo el aliento.

—No hay motivo para no decírselo.

Harl gruñó.

—Te recomiendo que esperes hastamañana —comentó—, cuando estéis a solas en elcamino. Al principio algunos chicos montan una

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escena cuando se les dice. No está bien herir lossentimientos de una niña.

—Probablemente tienes razón —reconocióJeph, y Arlen estuvo a punto de ponerse a gritar.

—Hazme caso —insistió el granjero—,confía en un hombre con hijas, se sobresaltan porcualquier tontería, ¿a que sí, Lainie? —Le dioun manotazo y la chica dio un grito—. Aun así,no les haces ningún daño que no se resuelva conunas cuantas horas de llanto.

Se hizo un largo silencio y el muchachocomenzó a retirarse hacia la puerta del establo.

—Me voy a la cama —gruñó Harl, y elchico se quedó paralizado—. Mira, como Silvyestá esta noche en tu cama, Lainie, vente a dormirconmigo después de que limpies los cuencos y ar-ropes a las niñas.

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Arlen se acurrucó detrás de un banco detrabajo y se quedó allí quieto, mientras Harl ibaal baño a aliviarse. Después se dirigió a su hab-itación, cerrando la puerta. Arlen estaba a puntode deslizarse hacia el establo cuando habló Ilain:

—Yo quiero ir también —soltó de golpe,justo después que se cerrara la puerta.

—¿Qué? —preguntó Jeph.

Arlen podía verles los pies por debajo dela cortina desde donde estaba acurrucado. Ilain ledio la vuelta a la mesa para sentarse al lado de supadre.

—Llévame contigo —repitió la chica—.Por favor, Beni estará bien cuando venga Lucik,y yo necesito marcharme.

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—¿Por qué? —le preguntó Jeph—, Segura-mente os quedará comida suficiente para los tres.

—No es por eso —comentó Ilain—. No im-porta por qué. Puedo asegurarte que papá estaráen el campo cuando vengas a por Renna. Yo cor-reré hacia un lugar más adelante en el caminoy me encontraré allí con vosotros. Para cuandopapá se dé cuenta de que me he ido, habrá todauna noche de distancia entre nosotros y nunca meseguirá.

—Yo no estaría tan seguro de eso—comentó su padre.

—Tu granja está muy lejos de aquí—suplicó Ilain, y Arlen le vio poner su mano enla rodilla de su padre—. Puedo trabajar —pro-metió—, me ganaré el sustento.

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—No puedo llevarte a escondidas lejos deHarl —objetó Jeph—, no tengo nada en su contray no quiero empezar una disputa.

Ilain escupió.

—Ese viejo desgraciado puede que te hayahecho creer que tengo que compartir su camadebido a Silvy —explicó en voz baja—, pero laverdad es que me da una paliza si no me acuestocon él todas las noches después de dormir aRenna y Beni.

Jeph se quedó en silencio un rato.

—Ya veo —dijo al final. Cerró la mano enun puño y comenzó a levantarse.

—No, por favor —le pidió Ilain—. Nosabes cómo es. Te matará.

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—¿Y quieres que me quede quieto? —pre-guntó Jeph. Arlen no entendía de qué iban todasestas tonterías. ¿Qué más daba si Ilain dormía enla habitación de Harl?

Arlen vio cómo la chica se acercaba másaún a su padre.

—Necesitarás a alguien que cuide de Silvy,y si muere... —susurró, y se inclinó más aúnhacia él y su mano se deslizó hacia el regazode su padre, del mismo modo que Beni habíaquerido hacerle a él—... yo podría ser tu esposa.Te llenaría la granja de niños —le prometió. Jephgimió.

Arlen sintió náuseas y que se acaloraba.Tragó saliva, sintiendo el sabor a bilis en la boca.Le dieron ganas de gritar cuál era su plan a Harl.Aquel hombre se había enfrentado a un abismalpor su hija, algo que Jeph nunca había hecho. Se

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imaginó que Harl derribaba a su padre y la im-agen no le resultó desagradable.

Jeph dudó y después empujó a Ilain haciaun lado.

—No —afirmó—, llevaremos a Silvymañana a la Herborista y se recuperará.

—Entonces, sácame de aquí de todosmodos —suplicó Ilain de nuevo, cayendo de ro-dillas.

—Yo... lo pensaré —repuso su padre.

Justo en ese momento, Beni y Renna en-traron de forma precipitada procedentes del es-tablo y Arlen se les unió, para dar la sensaciónde que entraba con ellas, justo en el momento enque Ilain se ponía en pie de forma precipitada.

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Comprendió que el momento de enfrentarse a el-los había pasado.

Una vez que metió a las chicas en la camay sacó un par de mantas mugrientas para Arleny Jeph en la sala principal, Ilain inhaló aire yse marchó hacia la habitación de su padre. Nomucho después, el muchacho oyó que Harl gruñíade forma sorda y algún grito ocasional de Ilain.Hizo como que no había oído nada, pero le echóuna ojeada a Jeph, que se mordía el puño.

Arlen se levantó antes de que saliera el sol ala mañana siguiente, mientras los demás dormían.Abrió la puerta unos momentos antes del amane-cer y se quedó mirando con impaciencia a lospocos abismales que aún siseaban y movían lasgarras en el aire desde el otro lado de las pro-tecciones mágicas. Salió de la casa en cuanto sedisolvió el último demonio y se dirigió hacia el

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establo grande para limpiar a Missy y los otroscaballos de Harl. La yegua estaba de muy malgenio y lo mordió.

—Sólo un día más —le pidió Arlen cuandole puso el morral para que comiera.

Su padre aún roncaba cuando regresó a lacasa y llamó en el umbral de la habitación quecompartían Renna y Beni. Beni abrió la cortinae inmediatamente el chico constató las miradaspreocupadas en los rostros de las hermanas.

—No se ha despertado —explicó Renna,con voz ahogada, desde donde estaba arrodilladaal lado de su madre—. Sabía que queríaismarcharos en el momento en que se alzara el sol,pero cuando la he sacudido... —Hizo una seriede gestos hacia la cama, con los ojos húmedos—.Está tan pálida...

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Arlen se apresuró al lado de su madre yle cogió la mano. Tenía los dedos fríos y pega-josos, pero la frente le ardía. Respiraba con cortosjadeos, y el hedor de la enfermedad de los demo-nios se espesaba a su alrededor. Tenía las vendasempapadas en un flujo marrón amarillento.

—¡Padre! —gritó Arlen. Un momento mástarde apareció Jeph con Ilain y Harl a la zaga.

—No tenemos tiempo que perder—comentó Jeph.

—Llévate uno de mis caballos con el tuyo—dijo Harl—. Cámbialo cuando se canse. Lleg-arás a casa de Mey esta tarde si les arreas defirme.

—Quedamos en deuda contigo —re-spondió Jeph. Pero Harl hizo un gesto de que nose preocupara en absoluto.

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—De prisa, venga —dijo—. Ilain os em-paquetará algo para comer en el camino.

Renna le cogió del brazo cuando se volviópara marcharse.

—Ahora estamos prometidos —le susur-ró—. Te esperaré en el porche todas las tardeshasta que regreses.

Le dio un beso en la mejilla, y sus labioseran tan suaves que siguió sintiendo el besocuando ella se retiró.

El carro saltaba y brincaba mientras corríana lo largo de la calzada llena de baches. Separaron sólo para cambiar los caballos. Arlenmiraba la comida que Ilain les había em-paquetado como si fuera veneno. Jeph se la com-ió con hambre.

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Cuando Arlen cogió el pan lleno de grumosy el queso duro, de olor acre, comenzó a pensarque quizá todo no era nada más que un malenten-dido. A lo mejor no había oído bien lo que creíahaber escuchado. Posiblemente Jeph no habíadudado en rechazar a Ilain.

Era una ilusión tentadora, pero su padre ladestruyó un momento más tarde.

—¿Qué opinas de la chica más pequeña deHarl? —le preguntó—. Has pasado un rato conella. —Arlen sintió como si su padre le hubieradado un puñetazo en el estómago.

—¿Renna? —inquirió Arlen, haciéndose elinocente—. Está bien, supongo. ¿Por qué?

—He estado hablando con Harl —comentósu padre—. Se va a venir a vivir con nosotroscuando regresemos a la granja.

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—¿Por qué? —volvió a preguntar.

—Para cuidar de tu madre, ayudar en lagranja, y... por otros motivos.

—¿Qué otros motivos? —presionó elchico.

—Harl y yo queremos ver si a vosotros dosos va bien juntos —contestó Jeph.

—¿Y qué ocurrirá si no es así? —inquirióArlen—. ¿Qué pasa si no quiero tener a esa chicadetrás de mí todo el día pidiéndome que juegue alos besitos con ella?

—Algún día —repuso su padre—, quizá note importe mucho jugar a los besitos.

—Pues déjala entonces que se venga —re-puso Arlen, encogiéndose de hombros y simu-

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lando que no sabía a qué se estaba refiriendo supadre—. ¿Por qué tiene Harl tantas ganas de de-shacerse de ella?

—Ya has visto en qué estado está su granja,apenas pueden alimentarse —contestó Jeph—.Harl quiere mucho a sus hijas y desea lo mejorpara ellas. Y lo mejor es casarlas mientras sonaún jóvenes, de modo que tengan hijos quepuedan ayudarlo y nietos antes de que muera.Ilain tiene demasiada edad ya para casarse. LucikBoggie va a ir a ayudar a la granja de Harl en elotoño. Van a ver si a él y a Beni les va bien jun-tos.

—Supongo que Lucik tampoco tiene otraopción, tampoco —masculló Arlen entre dientes.

—¡Pues él está encantado y la mar de feliz!—replicó su padre con brusquedad, perdiendo lapaciencia—. Vas a tener que aprender unas

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cuantas lecciones duras sobre la vida, Arlen. Hayun montón más de niños que de niñas en Arroyoy no podemos desperdiciar nuestras vidas. Cadaaño perdemos más gente por vejez, enfermedad opor los abismales. Si no seguimos trayendo niñosal mundo, ¡Arroyo Tibbet desaparecerá comocientos de otros pueblos! ¡No podemos dejar queeso ocurra!

Arlen tuvo la prudencia de callarse al vertan furioso a su padre, que por lo general era unhombre de talante tranquilo.

Una hora más tarde, Silvy comenzó a gritar.Al volverse, vieron que intentaba incorporarse enel carro. Se golpeaba el pecho y emitía una seriede ruidosos y horripilantes jadeos. El chico saltóhacia la parte de atrás del carro, y ella lo agarrócon unas manos sorprendentemente fuertes, vom-itando entre toses una espesa flema en su falda.

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Tenía los ojos salidos e inyectados en sangre, ymiraba con expresión ida los suyos, aunque noparecía reconocerlo. Arlen le gritó mientras ellase agitaba, intentando sujetarla con tanta fuerzacomo pudo.

Jeph paró el carro y entre ambos con-siguieron obligarla a que se tumbara. Ella siguiódebatiéndose, chillando con cortos gritos roncos.Y entonces, al igual que había pasado con Cholie,tuvo una convulsión final y se quedó inmóvil.

Jeph miró a su mujer y después echó lacabeza hacia atrás y gritó. Arlen casi se mordió ellabio intentando contener las lágrimas, pero al fi-nal sucumbió. Ambos sollozaron sobre la mujer.

Cuando se tranquilizó, Arlen miró a sualrededor, con los ojos desprovistos de vida. In-tentó enfocarlos, pero el mundo permanecía bor-roso, como si no fuera real.

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—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó.

—Vamos a darnos la vuelta —respondiósu padre, y las palabras hirieron al chico comosi fueran cuchillos—. La llevaremos a casa y laquemaremos. Intentaremos salir adelante. Todav-ía nos quedan la granja y los animales, a los quetenemos que cuidar, e incluso Renna y Norine,que nos ayudarán, aunque nos vengan tiemposduros.

—¿Renna? —inquirió el chico con in-credulidad—. ¿Todavía estás dispuesto a que nosla llevemos? ¿Incluso ahora?

—La vida sigue, Arlen —dijo su padre—.Eres ya casi un hombre, y un hombre necesita unaesposa.

—¿Nos has buscado una a cada uno? —ex-plotó el muchacho.

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—¿Qué?

—¡Os escuché a ti y a Ilain anoche!—gritó—. ¡Tú también tienes ya otra esposa! ¿Esque te has preocupado en algún momento pormamá? ¡Ya has encontrado a alguien que seocupe de tu chisme! ¡Al menos, hasta que tam-bién termine muerta porque tengas demasiadomiedo para ayudarla!

Su padre le pegó. Le cruzó el rostro con unagran bofetada que sonó como un chasquido en elsilencio de la mañana. Su ira se disipó al instantee intentó acercarse a su hijo.

—¡Lo siento, Arlen! —exclamó con vozahogada, mas el chico se apartó y saltó delcarro—. ¡Arlen! —gritó su padre.

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El niño lo ignoró y echó a correr con todassus fuerzas hacia el bosque que flanqueaba elcamino.

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3

Una noche a solas

319 d.R.

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Arlen corrió a través del bosque lo másrápido que pudo, girando en repentinos ángulosagudos y escogiendo su dirección en cada mo-mento al azar. Quería estar seguro de que supadre no podría rastrearlo, pero cuando los gritosde Jeph se perdieron en la lejanía, se dio cuentade que su padre no lo seguiría.

«Por qué se iba molestar, de todos modos?—pensó—. Él sabe que debo regresar antes delanochecer. ¿A qué otro sitio iba a ir?»

«A ninguna parte.» La respuesta surgió deforma espontánea, pero en su interior él sabía queera cierta.

No podía regresar a la granja y simular quetodo iba bien. No podía observar cómo Ilain re-

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clamaba el sitio de su madre en la cama. Inclusola pequeña Renna, a pesar de sus dulces besos,sería un recuerdo de todo lo que había perdido yel porqué.

Pero, ¿adónde iba a ir? Su padre tenía razónen una cosa: no podría seguir corriendo parasiempre. Tendría que encontrar refugio antes deque llegara la oscuridad o la noche en ciernes ser-ía su última noche.

Volver a Arroyo Tibbet no era una opción.Cualquiera a quien le pidiera asilo lo devolveríaa casa arrastrando de la oreja al día siguiente, yla maniobra se volvería en contra suya sin sacarnada en limpio.

Entonces tendría que ir a Pastos al Sol. Amenos que el viejo Jabalí pagara a alguien paraque llevara algo, casi nadie de Arroyo Tibbetacudía allí nunca, a menos que fueran Enviados.

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Coline le había dicho que Ragen se dirigíahacia allí antes de regresar a las Ciudades Libres.A Arlen le había gustado el hombre, el únicoadulto que había conocido que no le hablaba conmenosprecio. El Enviado estaba a un día y pocomás delante de él, y montado, pero si se apresur-aba, quizá pudiera alcanzarlo y pedirle que lo ll-evara de pasajero hasta las Ciudades Libres.

Todavía tenía el mapa de Coline atado entorno al cuello. Mostraba el camino a Pastos alSol y todas las granjas situadas a lo largo delcamino. Estaba bastante seguro de saber en quédirección se hallaba el norte a pesar de encon-trarse en el corazón del bosque.

Localizó el camino a mediodía o más bienel camino lo encontró a él, ya que de pronto at-ravesó el bosque justo delante de él. Debía haber

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perdido el sentido de la orientación entre los ár-boles.

Anduvo durante unas cuantas horas sin hal-lar rastro alguno de una granja o del hogar dela Herborista. Su preocupación aumentó al mirarhacia al cielo: el sol debía ponerse a su izquierdasi se dirigía en dirección norte, pero no era así, yaque lo tenía justo en frente.

Se detuvo, examinó el mapa, y sus miedosse vieron confirmados. No iba camino de Pastosal Sol, sino de las Ciudades Libres. Peor aún, lavía principal se apartaba del camino hacia esalocalidad y se salía directamente del borde delmapa.

La idea de volver sobre sus pasos era de-salentadora, especialmente al no saber si podríaencontrar refugio a tiempo. Retrocedió un pasoen la dirección por la que había venido.

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«No —decidió—. Volver hacia atrás es to-mar el camino de mi padre. Ocurra lo que ocurra,iré hacia delante.»

Echó a andar de nuevo, dejando a sus espal-das tanto Arroyo Tibbet como Pastos al Sol. Cadapaso era más vivo y ligero que los anteriores.

Continuó durante unas horas más, dejandoalgunas veces los árboles a su espalda e internán-dose en la pradera por unos campos despejados yexuberantes que no habían conocido ni arados nipastoreo. Coronó una cima y respiró pesadamenteaquel aire fresco y puro. Había una gran roca quesobresalía del suelo y Arlen la escaló a fin de ob-servar aquel mundo tan vasto que siempre habíaestado fuera de su alcance. No había signo algunode un lugar habitado ni de un sitio donde pedirrefugio. Tenía miedo de la noche que se aproxim-

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aba, pero era una sensación distante, como la desaber que algún día envejecería y moriría.

Cuando la tarde avanzó, Arlen comenzó abuscar dónde pasar la noche. Había por allí unbosquecillo bastante prometedor, con pocahierba, lo cual le permitiría dibujar los grafos enel suelo, aunque un demonio del bosque podríasubirse en uno de los árboles y tirarse dentro delanillo de protección desde arriba.

También había una pequeña colina pedre-gosa desprovista de hierba, pero cuando Arlen sesubió arriba, el viento soplaba con tanta fuerzaque temió que por la noche emborronara las pro-tecciones, y de ese modo perdieran su efectivid-ad.

Finalmente, llegó a un lugar donde los de-monios de las llamas habían prendido reciente-mente fuego. Nuevos brotes habían empezado ya

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a surgir entre las cenizas, pero la suela de su za-pato halló un suelo sólido justo debajo. Limpióla ceniza de un área bastante amplia y comenzóa trazar el círculo de protección. Le quedaba yapoco tiempo, así que no lo hizo muy grande, paraque la prisa no le volviera descuidado.

Usando un palo aguzado, dibujó los sigilosen el suelo, soplando con suavidad las raspadurassueltas. Trabajó durante una hora más o menos,grafo tras grafo, dando un paso atrás con fre-cuencia para asegurarse de que estaban apropia-damente alineados. Sus manos, como siempre, semovieron con confianza y presteza.

Cuando terminó, Arlen obtuvo un círculode casi dos metros de diámetro. Comprobó losgrafos tres veces y no encontró en ellos error al-guno. Luego, se metió el palo en el bolsillo y sesentó en el centro del círculo, observando cómo

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se alargaban las sombras y el sol se hundía en elhorizonte, dejando el cielo desprovisto de color.

A lo mejor moría esa noche. A lo mejorno. Arlen se dijo a sí mismo que le daba igual,pero conforme se desvanecía la luz, también sevino abajo su ánimo. Sintió cómo su corazón em-pezaba a latir con fuerza y todos sus instintos leinstaban a ponerse en pie y echar a correr, perono había ningún lugar hacia el que huir. Estabaa muchos kilómetros del sitio más cercano dondepedir socorro. Se echó a temblar, aunque no hacíafrío.

«Ésta ha sido una mala idea», decía una vozbajita en el interior de su mente. Le gruñó, peroaquella valiente respuesta le sirvió de poco pararelajar los músculos tensos cuando los últimosrayos de sol se desvanecieron y lo bañó la oscur-idad.

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«Ahí vienen», le avisó aquella vocecitaasustada de su mente y los jirones de nieblacomenzaron a alzarse del suelo.

La niebla se cuajó con lentitud, y los cuer-pos de los demonios fueron adquiriendo sustanciaconforme se deslizaban desde el suelo. Arlen sepuso en pie a su vez, cerrando sus pequeñospuños. Como siempre, los primeros en acudirfueron los demonios de las llamas, correteando deun lado para otro de puro júbilo, arrastrando conellos un fuego titilante. Les seguían los demo-nios del viento, que inmediatamente comenzarona correr, desplegando esas correosas alas suyas ysaltando hacia el aire. Por último, llegaron los de-monios de las rocas, que extraían laboriosamentesus grandes cuerpos del Abismo.

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Y entonces los abismales vieron a Arlen yaullaron de pura delicia, cargando contra el chicoindefenso.

El primero en atacar fue un demonio del vi-ento que cayó en picado barriendo el aire con lasgarras ganchudas de sus alas con el fin de des-garrar la garganta de Arlen. Éste gritó, pero sal-taron chispas cuando las garras hicieron impactoen los grafos, que rechazaron el ataque. La velo-cidad impulsó al demonio hacia delante, pero sucuerpo se dio un golpe contra el escudo y saliódespedido hacia atrás con un cegador destello deenergía. La criatura aulló cuando se estampó con-tra el suelo, pero rebotó, retorciéndose mientrasla energía danzaba entre sus escamas.

Los siguientes en lanzarse fueron los ágilesdemonios de las llamas, tan pequeños que el másgrande no superaba el tamaño de un perro. Se

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deslizaron hacia delante, chillando y comenzarona arañar el escudo. Arlen se estremecía cada vezque los grafos relumbraban, pero la magia nocedió. Cuando se dieron cuenta de que elmuchacho había conseguido armar una redeficaz, le escupieron fuego.

Pero Arlen estaba al cabo de la calle de esatriquiñuela. Había estado trazando grafos desdeque fue bastante mayor para poder sujetar un car-boncillo, y conocía las protecciones contra el es-cupitajo de fuego. Las llamas fueron rechazadascon tanta eficacia como las garras. Ni siquierallegó a sentir su calor.

Los abismales se reunieron para contem-plar el espectáculo, y cada llamarada de luz quearrojaban los grafos activados le mostraban cadavez más monstruos, toda una horda maligna, con-gregada para arrancarle la carne de los huesos.

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Se lanzaron en picado más demonios delviento, pero fueron igualmente repelidos por losgrafos. Los demonios de las llamas, también,comenzaron a arrojarse contra él llenos de frus-tración, sin importarles la escocedura de lasquemaduras mágicas, con la esperanza de encon-trar una brecha por donde colarse, pero la red deprotección frustró esos intentos una y otra vez.Arlen dejó de estremecerse y comenzó a lanzarlesmaldiciones, dejando a un lado su propio pánico.

Pero su desafío sólo consiguió enrabietarmás a los demonios, poco habituados a ser reta-dos por sus presas. Los asaltantes redoblaron susesfuerzos para penetrar las protecciones mientrasArlen sacudía sus puños y les hacía los gestos ob-scenos que le había visto algunas veces hacer aJabalí a los adultos a sus espaldas.

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¿Y a eso era a lo que le había tenido tantomiedo? ¿Por eso la humanidad vivía aterroriz-ada? ¿De estas bestias patéticas y frustradas? Quéridículo. Escupió y la flema chisporroteó sobrelas escamas de un demonio de las llamas, triplic-ando su furia.

Entonces, se produjo un revuelo entre lasaullantes criaturas, y a la luz titilante de los de-monios de las llamas vio cómo la hueste de abis-males se dividía en dos para ceder el paso a undemonio de las rocas que avanzaba dandograndes zancadas. El suelo temblaba bajo suspasos como si fueran un terremoto.

Durante toda su vida, Arlen había visto alos abismales de lejos, desde detrás de ventanasy puertas. Antes de los hechos terroríficos de losúltimos días, nunca se había visto expuesto alaire libre frente a un demonio totalmente form-

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ado y nunca se había enfrentado a él en su propioterreno. Sabía que su tamaño podía variar, peronunca había averiguado hasta qué punto.

Aquel demonio de las rocas tenía una es-tatura de cuatro metros y medio.

Era enorme.

Arlen estiró la cabeza hacia arriba a medidaque se acercaba el monstruo. Incluso a cierta dis-tancia, era una descomunal masa nervuda y angu-losa. Su grueso caparazón negro se veía punteadopor protuberancias óseas y su cola terminaba enuna punta muy aguzada que se movía de un ladopara otro conforme se balanceaban sus hombrosimponentes. Se alzaba sobre dos patas rematadasen garras que ocasionaban grandes hendidurasen el suelo a cada paso atronador que daba. Suslargos brazos nudosos terminaban en garras deltamaño de herramientas de carnicero, y su

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mandíbula abierta y babeante mostraba fila trasfila de dientes como cuchillas, al tiempo que lalengua negra se deslizaba fuera, saboreando elmiedo de Arlen.

Uno de los demonios de las llamas no seapartó lo suficientemente rápido de su camino yel demonio lo barrió con un gesto tan brusco quesus garras le abrieron grandes heridas cuando elgolpe lanzó al pequeño abismal por los aires.

Aterrorizado, Arlen dio un paso atrás, ydespués otro. Fue sólo en el último momentocuando se dio cuenta y se detuvo antes de salirsefuera del círculo protector.

Obtuvo un consuelo muy fugaz al recordarel círculo, pues dudaba de que sus grafos fuerancapaces de soportar esa prueba, más bien dudabaque hubiera alguno que pudiera lograrlo.

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El demonio lo observó durante un buenrato, saboreando su terror. Los demonios de lasrocas rara vez se apresuraban, aunque cuando lodecidían, se movían con una velocidad sorpren-dente.

Arlen perdió los nervios cuando el demoniolanzó su golpe. Gritó y se dejó caer al suelo,donde se acurrucó hasta formar una bolaapretada, cubriéndose la cabeza con las manos.

Tuvo lugar una explosión ensordecedora.El fulgurante relámpago mágico de los grafosconvirtió la noche en día y Arlen pudo apreciarloincluso a pesar de haberse tapado los ojos. Oyó elchillido de frustración del demonio y se atrevió aobservarlo mientras el abismal giraba para lanzarcontra los grafos su pesada cola llena de cuernos.

La magia flameó de nuevo y la criatura sevio burlada.

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El chico se obligó a expulsar el aire quehabía estado conteniendo. Observó cómo el de-monio golpeaba una y otra vez las protecciones,gritando de pura rabia. Sintió bajar por susmuslos una humedad cálida.

Arlen se puso en pie, avergonzado de símismo, de su cobardía, y se enfrentó a los ojosdel monstruo. Soltó un grito primitivo que le sur-gió de dentro, rechazando cuanto era el abismal ytodo lo que representaba.

Recogió una piedra y la lanzó contra la cri-atura.

—¡Vete al Abismo al que perteneces!—gritó—. ¡Vuélvete allí y muérete!

El demonio apenas pareció sentir cómo re-botaba la piedra en su armadura, pero su rabia semultiplicó cuando embistió contra los grafos, in-

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capaz de traspasarlos. Arlen le gritó al monstruotodas las cosas estúpidas y patéticas que había ensu vocabulario, algo limitado, arañando la tierrapara buscar más cosas que lanzarle.

Cuando se quedó sin piedras, comenzó asaltar moviendo los brazos y gritándole en de-safío.

Entonces se resbaló y pisó un grafo.

Arlen y el monstruo gigantesco comparti-eron un momento largo y silencioso en el queel tiempo pareció detenerse y durante el cual laenormidad de lo ocurrido se abrió paso en susmentes lentamente. Cuando se movieron, lo hici-eron simultáneamente, Arlen sacando su palopara grabar y apresurándose hacia el trazo má-gico mientras el demonio alargaba una enormemano rematada en garras.

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Con la mente a toda velocidad, Arlen val-oró cuál había sido el daño en un instante: unasimple línea del sigilo se había emborronado.Aunque pudo reparar la protección con un trazodel instrumento, comprendió que era demasiadotarde. Las garras habían empezado ya a cortar sucarne.

Pero la magia surtió efecto una vez más yel abismal fue rechazado hacia atrás, chillandode pura agonía. Arlen también gritaba de dolor,revolcándose e intentando arrancarse las garrasde la espalda. Pudo tirarlas lejos antes de darsecuenta de lo que había sucedido.

Y entonces lo vio humear y retorcerse den-tro del círculo.

El brazo del demonio.

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Arlen miró al miembro amputado com-pletamente aturdido, y se giró para ver cómo eldemonio rugía y golpeaba todo a su alrededor,atacando salvajemente a cualquier abismal que sepusiera tontamente a su alcance. Y todo eso conun solo brazo.

Se quedó mirándolo, con el extremo per-fectamente segado y cauterizado, emitiendo unhumo hediondo. Con algo más de valor del querealmente sentía, Arlen cogió aquella cosaenorme e intentó lanzarla fuera del círculo, perolas protecciones funcionaban en las dos direc-ciones. Cualquier cosa procedente de los abis-males no podía entrar, pero tampoco salir. Elbrazo rebotó en los grafos y aterrizó a los pies deArlen.

Entonces comenzó el dolor. Arlen se tocólas heridas de la espalda y retiró las manos man-

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chadas de sangre. Cayó de rodillas mientras leabandonaban las fuerzas, sollozando de dolor, ytambién por el miedo de moverse y estropearotro grafo, y llorando, sobre todo, por su madre.Ahora comprendía el dolor que había sentido.

El muchacho se pasó el resto de la nocheencogido de miedo. Podía oír que los demoniosdaban vueltas a su alrededor, a la espera de quecometiera otro error que les permitiera accedera él. No se atrevía a dormir, aunque tampoco sesentía muy capaz de ello, ya que el más mínimomovimiento durante el sueño podía servirles enbandeja su deseo a los abismales.

Parecía que quedaran años para que llegarael amanecer. El chico alzó muchas veces lamirada hacia el cielo, pero cada vez únicamenteveía al gigantesco demonio tullido, sujetándosela herida quemada y de la que supuraba un icor

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mientras vigilaba el círculo con el odio retratadoen los ojos.

Después de lo que pareció una eternidad,un delicado tono rojo bordeó el horizonte,seguido de un tono naranja, amarillo y después unblanco glorioso. Los demás abismales se desliz-aron hacia el Abismo antes de que el amarillotiñera el cielo, pero el gigante se quedó hasta elfinal, con sus filas de dientes expuestas mientrasle siseaba.

Pero incluso el odio de un demonio de lasrocas lisiado no tenía parangón con el miedo quele inspiraba el sol. Cuando las últimas sombrasse desvanecieron, su enorme cabeza rematada porcuernos se hundió bajo la tierra. Arlen se estiró ysalió fuera del círculo, estremecido por el dolor,ya que sentía la espalda como si le hubieran pren-dido fuego. Las heridas habían dejado de sangrar

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por la noche, pero sintió que se le abrían encuanto se estiraba.

El pensamiento le hizo volver la vista albrazo rematado por una garra que tenía allí allado. Era como el tronco de un árbol, cubiertode duras y frías placas. Arlen alzó aquella pesadacosa y la sostuvo delante de él.

«Al menos he conseguido un trofeo»,pensó, e hizo un esfuerzo por ser valiente, a pesarde que la visión de su propia sangre en aquellaszarpas negras hizo que le recorriera un escalofrío.

El astro rey empezó a subir en el firma-mento y en ese preciso momento uno de sus rayosincidió en él y en su trofeo. El miembro del de-monio comenzó a chisporrotear y humear, estall-ando como un tronco húmedo arrojado al fuego.Poco después lo consumieron las llamas y Arlenlo dejó caer asustado. Observó con fascinación

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cómo relucía, cada vez más brillante, mientras lorecorría la luz del sol hasta que no quedó nada,salvo un resto chamuscado. Dio un paso adelantey con cuidado, hurgó con el pie, hasta que sedisolvió en el polvo.

Arlen encontró una rama que pudo usarcomo bastón, pues caminaba con dificultad.Tomó conciencia de cuánta suerte había tenido ytambién de su propia estupidez. No se podía con-fiar en los grafos que se trazaban en el polvo.Hasta Ragen lo había dicho así. ¿Qué habríahecho si el viento las hubiera borrado, tal comosu padre le había amenazado?

«Creador, ¿qué habría pasado si se hubierapuesto a llover?»

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¿Cuántas noches iba a poder sobrevivir?Arlen no tenía ni idea de lo que había al otro ladode la próxima colina, no había razón para pensarque hubiera algo entre ese lugar y las CiudadesLibres. Se mirara como se mirase, estaba a sem-anas de distancia.

Sintió que se le acumulaban las lágrimasen los ojos. Se las limpió con un gesto brutal,gruñendo de puro desafío. Rendirse al miedo erala solución que su padre solía dar a los prob-lemas, y él ya sabía que eso no funcionaba.

—No tengo miedo —se dijo a sí mismo—.No lo tengo.

El muchacho continuó hacia delante, sa-biendo que eso no era más que una mentira.

Alrededor del mediodía llegó hasta una cor-riente llena de piedras. El agua era fría y clara

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y se inclinó a beber. El movimiento le provocópunzadas de dolor a lo largo de la espalda.

No había hecho nada con las heridas, yaque no podía coserlas tan apretadas como Colinehabría hecho. Pensó en su madre, y en quecuando llegaba lleno de heridas y rasguños laprimera cosa que hacía era lavarlas.

Se quitó la camisa, y tenía la tela rasgaday empapada en sangre, que ahora se había en-costrado y endurecido. La sumergió y observócómo la corriente limpiaba el polvo y la sangre.Colgó las ropas en las rocas para que se secaran yse deslizó en el agua fría.

El helor le hizo estremecer, pero pronto loentumeció el dolor de la espalda. Se la frotó comomejor pudo y limpió con suavidad las heridashasta que no pudo soportar más el escozor.

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Estremeciéndose, salió de la corriente y se dejócaer en las rocas, junto a sus ropas.

Se despertó un rato más tarde con unrespingo. Maldiciendo, vio que el sol se habíamovido mucho en el cielo y que el día casi habíaacabado. Podía viajar un poco más, pero sabíaque sería una estupidez correr el riesgo. Mejoremplear el tiempo extra en sus defensas.

No muy lejos de la corriente había un áreaamplia de suelo húmedo, y la tierra se desprendíacon facilidad, permitiéndole limpiar un espacio.Apisonó la tierra suelta, la alisó y preparó paradibujar los grafos. Esta vez extendió el círculo unpoco más y después de comprobarlo tres veces,trazó otro círculo concéntrico dentro del primeropara añadir aún más seguridad. La tierra húmedaresistiría el viento, y el cielo no mostraba ningunaamenaza de lluvia.

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Satisfecho, Arlen cavó un hoyo y reunióuna serie de ramitas secas para poder hacer unfuego pequeño. Se sentó en el centro del círculointerior cuando el sol se hundió, intentando ig-norar su hambre. Cuando el cielo rojo se tornólavanda, y después morado, apagó el fuego, res-pirando profundamente para intentar serenar loslatidos de su corazón. Al final, la luz se desvane-ció y aparecieron los abismales.

El chico contuvo el aliento, esperando. Fin-almente, un demonio de las llamas captó su olor ycorrió hacia él con un chillido. En ese momento,el terror de la noche previa se abatió sobre él, yArlen sintió que se le helaba la sangre.

Los monstruos no tuvieron conciencia de laexistencia de los grafos hasta que cayeron sobreellos. Con el primer relampagueo de la magia,

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respiró aliviado. Los demonios arañaron la bar-rera, pero no pudieron pasar.

Un demonio del viento, sobrevoló dondelos grafos parecían más débiles, y consiguiótraspasar el primer anillo, pero se estrelló contrael segundo cuando cayó en picado sobre él,pegándose un trompazo. Arlen luchó paramantener la calma mientras le veía arrastrarsesobre sus garras.

Era un ser bípedo, con un cuerpo alto y del-gado, de extremidades larguiruchas rematadas engarras de púas de veinte centímetros. La parte in-terna de los brazos y la exterior de las piernasestaban conectadas por una membrana delgada,parecida al cuero, sostenida por unos huesos flex-ibles que salían de los costados de la criatura.Apenas superaba en estatura a un hombre adulto,pero su envergadura era de dos veces la altura

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cuando desplegaba las alas por completo, hacién-dole parecer inmenso en el cielo. Le sobresalíaun cuerno desde la frente que se inclinaba haciaatrás y se entrelazaba con otras protuberanciasigual que las extremidades hasta formar un bordeque descendía por su espalda. Su morro alargadoportaba varias filas de dientes de casi tres centí-metros, que relucían amarillentos a la luz de laluna.

El abismal se movía con torpeza sobre elsuelo, a pesar de la graciosa maestría exhibida enel aire. Vistos de cerca, los demonios del vientono eran tan impresionantes como sus primos. Losdemonios de las rocas y del bosque llevaban unaarmadura impenetrable y una fuerza ultraterrenaanimaba sus grandes garras. Los demonios de lasllamas eran más rápidos que cualquier hombre,y escupían fuego capaz de prender en casi cu-alquier cosa. Los demonios del viento... Arlen

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pensó que Ragen podría atravesar sus delgadasalas con un fuerte lanzazo, y destrozarlas.

«Por la Noche —pensó— estoy casi segurode poder hacerlo yo mismo.»

Pero él no tenía una lanza, y fueran im-presionantes o no, los abismales podrían matarloigualmente, si no aguantaban sus protecciones in-teriores. Se tensó conforme el abismal se acer-caba.

Atacó con la zarpa aguzada que tenía al ex-tremo del ala y Arlen se encogió, pero la magiacrepitó a lo largo de la red de protección y fue re-chazado.

Después de unos cuantos fútiles ataquesmás, el abismal intentó alzar de nuevo el vuelo.Corrió y extendió las alas para captar el viento,pero se golpeó contra los grafos del círculo exter-

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ior antes de poder ganar suficiente velocidad. Lamagia lo devolvió de nuevo al lodo.

Arlen se echó a reír a pesar de sí mismomientras el abismal intentaba alzarse del suelo.Sus alas enormes lo convertirían en el terror delos cielos, pero en tierra se arrastraba y perdía elequilibrio. No tenía manos con las que empujary sus brazos larguiruchos se doblaban bajo todoaquel peso. Se debatió desesperadamente un ratoantes de ser capaz de ponerse en pie de nuevo.

Atrapado, intentó una y otra vez despegar,pero el espacio entre los círculos no era lobastante grande y falló todas las veces. Los de-monios de las llamas percibieron la angustia desu congénere y chillaban de júbilo, saltandoalrededor del círculo para seguir a la criatura yburlarse de su desventura.

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Arlen se hinchó de orgullo. Había cometidoalgunos errores la noche anterior, pero no volver-ía a cometerlos más. Comenzó a albergar esper-anzas de que iba a vivir lo suficiente para ver lasCiudades Libres, después de todo.

Los demonios de las llamas se cansaronpronto de zaherir al demonio del viento y semarcharon a la búsqueda de una presa más fácil,haciendo salir pequeños animales de sus escon-dites con gotas de fuego. Una pequeña liebreatemorizada saltó dentro del círculo exterior deArlen y el demonio que la perseguía se vio fren-ado por los grafos. El demonio del viento intentócogerla con torpeza, pero la liebre lo esquivó confacilidad, atravesando el círculo hacia el lado ex-terior, donde volvió a encontrarse de nuevo conlos abismales. Se giró y salió disparada de nuevo,para correr otra vez demasiado lejos.

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Arlen deseó que hubiera una manera depoder comunicarse con la pobre criatura y hacerlesaber que estaría a salvo en el círculo interior,pero lo único que podía hacer era observarlamientras cruzaba una y otra vez las protecciones.

Y entonces ocurrió lo impensable. La liebrecorreteó de nuevo hacia el interior del círculo yrasgó uno de los grafos. Con un aullido, los de-monios de las llamas se introdujeron por el huecodetrás del animal, permitiendo a su vez que es-capara el solitario demonio del viento, que saltóhacia el aire, volando lejos.

Arlen maldijo a la liebre, y maldijo tambiénmucho más cuando se lanzó directamente en sudirección. Si dañaba las protecciones interiores,ambos estarían condenados.

Con la rapidez propia de un chico de granja,Arlen se acercó al círculo y cogió a la liebre

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por las orejas. Se debatió salvajemente, deseandosoltarse y escapar, pero Arlen había manejadoliebres en el campo de su padre muy a menudo.La balanceó en sus brazos, acunándola sobre suespalda, con los cuartos traseros sobre su cabeza.Al momento, la liebre se lo quedó mirando deforma inexpresiva, y cesó de luchar.

Estuvo tentado de arrojar a la criatura con-tra los demonios, pero sería mucho más seguroretenerla que arriesgarse a liberarla y que es-tropeara otro grafo. «¿Y por qué? —se pregun-tó—. Si me la hubiera encontrado a la luz del día,yo mismo me la hubiera comido.»

Aun así, comprendió que no podía hacerlo.Los demonios ya habían privado al mundo demuchas cosas, incluso a él mismo. Se juró nodarles nada por voluntad propia, ni ahora ninunca.

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Ni siquiera ese ser.

Conforme pasaba la noche, Arlen siguiósosteniendo firmemente a la aterrorizada criatura,arrullándola y acariciando su piel suave. Los de-monios aullaban a todo su alrededor, pero Arlenlos expulsó de su mente y se concentró en el an-imal.

La meditación funcionó durante un rato,hasta que un rugido le devolvió a la realidad.Alzó la mirada para encontrarse con el gigantescodemonio de las rocas, ahora manco, que se cerníasobre él, su baba chisporroteaba cuando caíasobre los grafos. La herida de la criatura había ci-catrizado formando un bulto nudoso al final delcodo. Su ira parecía haberse incrementado desdeel día anterior.

El abismal golpeó una y otra vez la barrera,ignorando el punzante relumbrar de la magia.

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Asestó un golpe ensordecedor tras otro, intent-ando introducirse por la fuerza y cobrarsevenganza. Arlen se aferró apretadamente a laliebre, con los ojos dilatados mientras lo observ-aba. Sabía que los grafos no se debilitarían porlos impactos repetidos, pero eso le servía de pocopara controlar el miedo producido por la determ-inación del demonio.

Cuando la luz de la mañana desterró losdemonios durante otro día más, Arlen finalmentedejó escapar la liebre, que se alejó dando saltosde forma inmediata. Su estómago gruñó cuandola dejó marchar, pero después de lo que habíancompartido, no se sentía capaz de mirar a aquellacriatura como su comida.

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Se puso en pie, pero tropezó y casi llegóa caerse cuando le asaltó una oleada de náuseas.Sentía los cortes de la espalda como lanzas defuego. Giró el brazo hacia atrás para tocar la pielsuave e hinchada, y la mano se le humedeciócon aquella supuración maloliente y marrón queColine había extraído de las heridas de Silvy. Leardían y sintió que le subía la temperatura. Sebañó de nuevo en la charca fría, pero el agua he-lada sirvió de poco para rebajar su elevada tem-peratura.

Arlen sabía que se iba a morir. La viejaMey Friman, si es que existía de verdad, sehallaba a un mínimo de dos días y en realidadpoco importaba si realmente había contraído lafiebre del demonio. No iba a durar ni dos días.

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Aun así, no estaba dispuesto a rendirse.Trastabilló por la calzada, siguiendo las rodadasde los carros.

Si tenía que morir, prefería hacerlo máscerca de las Ciudades Libres que de la prisión quedejaba atrás.

4

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Leesha

319 d.R.

Leesha se pasó toda la noche llorando.

El hecho en sí no era nada fuera de lo ha-bitual, pero esa noche no había llorado por culpade su madre, sino a causa de los gritos. Habíanfallado algunas protecciones, aunque era impos-ible saber cuáles, pues los chillidos de pánico ydolor resonaban en la oscuridad y el humo flotabaen el cielo. Toda la aldea relucía con una brumosa

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luz anaranjada cuando el humo reflejaba el fuegode los abismales.

Los habitantes de Hoya de Leñadores nobuscarían a los supervivientes, ni siquiera se at-reverían a luchar contra el fuego. Los hoyensesse limitarían a implorar al Creador que el vientono arrastrara las pavesas y se extendieran las lla-mas. Ese era precisamente el motivo por el cualen la aldea solían construir las casas separadasunas de otras, pero un viento fuerte podía llevaruna chispa bien lejos.

Incluso aunque el fuego permaneciera con-trolado, las cenizas y el humo podrían oscureceralgunos grafos con sus manchurrones grasientos,y darían a los abismales el acceso que buscabancon tanta desesperación.

Ninguno de los atacantes había intentadonada contra las protecciones de la casa de Leesha.

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Eso era mala señal, porque quería decir que losdemonios habían encontrado presas más fácilesen la oscuridad.

La indefensa y asustada muchacha única-mente podía hacer una cosa: llorar, llorar por losmuertos, por los heridos, y también por sí misma.No había nadie cuya muerte no la hiriera de uno uotro modo, algo normal en un pueblo con menosde cuatrocientos habitantes.

Con apenas trece veranos, Leesha era unachica excepcionalmente hermosa, con un pelolargo y ondulado, y unos vivos ojos de un colorazul claro. Aún no había madurado y por lo tantono podía casarse, pero estaba prometida a GaredCutter, el chico más guapo de la aldea. Gared,que no tenía más de dos veranos más que ella, eraalto y musculoso. Las otras chicas rechinaban losdientes cuando ella pasaba, pero él era de Lee-

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sha y todas lo sabían. Le daría unos bebés muyfuertes.

Si es que podía sobrevivir a la noche.

Se abrió la puerta de su habitación.

Elona guardaba un gran parecido con suhija, tanto en el rostro como en la constitución,y seguía siendo hermosa a sus treinta años. Ladesbordante melena negra le caía sobre sus hom-bros orgullosos. Su figura, muy femenina, des-pertaba la envidia de todos y era la única cosaque Leesha esperaba heredar de ella. No obstante,sus pechos apenas habían empezado a abultarse,y aún le quedaba un largo camino hasta alcanzarlas hechuras de su madre.

—Ya está bien de lloriqueos, inútil —la in-crepó Elona, arrojándole a Leesha un trapo paraque se secara los ojos— Llorar a solas no te lleva

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a ninguna parte. Llórale a un hombre, si quieressacar algo, pero mojar la almohada no devolverálos muertos a la vida.

Cerró la puerta y dejó a Leesha sola otravez bajo la malévola luz anaranjada que titilabatras las tablillas de los postigos.

«¿Es que no sientes nada en absoluto?», sepreguntó la muchacha.

Su madre tenía razón en lo de que las lá-grimas no iban a resucitar a los muertos, perose equivocaba en lo de que no servía para nada.Llorar siempre había sido su escape cuando lascosas se ponían difíciles. Otras chicas a lo mejorpensaban que su vida era perfecta, pero sóloporque ninguna de ellas veía la cara que Elonale ponía a su única hija cuando se encontraban asolas. No era ningún secreto que Elona quería hi-jos y que tanto Leesha como su padre soportaban

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su resentimiento por haber fallado en cumplir consus expectativas.

Pero se secó los ojos, enfadada de todosmodos. No podía esperar hasta que madurara yGared se la llevara de allí. Los aldeanos les con-struirían una casa como regalo de bodas, y Garedcruzaría con ella las protecciones y la haría unamujer mientras todos aplaudían fuera. Tendríasus propios hijos y no los trataría como su madrela había tratado a ella.

Leesha estaba vestida cuando su madrellamó a la puerta con fuerza. No había dormidonada.

—Te quiero fuera cuando suene la campanadel alba —dijo Elona—. ¡No quiero oír ningún

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murmullo acerca de que parecías cansada! Noquiero que nadie vea que nuestra familia se rez-aga a la hora de ayudar a los demás.

Leesha la conocía lo bastante bien parasaber que la palabra clave era «ver». En realidad,Elona no se preocupaba por nadie que no fueraella misma.

El padre de Leesha, Erny, esperaba en lapuerta, bajo la mirada dura de Elona. No era unhombre grande, y decir que era enjuto y nervudohubiera implicado atribuirle una energía de la cu-al carecía. Tampoco tenía fuerza de voluntad,pues era un hombre tímido que rara vez alzaba lavoz. Era unos doce años mayor que Elona, y elfino pelo castaño ya le había desaparecido de laparte superior de la cabeza, además de llevar unosanteojos de aros muy finos que le había compra-

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do a un Enviado hacía muchos años. Era el únicohombre del pueblo que los usaba.

Resumiendo, no era el hombre que Elonaquería que fuera, pero en las Ciudades Libreshabía gran demanda del fino papel que él hacía ylo que a ella sí le gustaba de él era su dinero.

A diferencia de su madre, Leesha queríaayudar de verdad a sus vecinos. Salió fuera yechó a correr hacia el fuego en cuanto desapare-cieron los abismales, antes incluso de que tocarala campana.

—¡Leesha! ¡Quédate con nosotros! —gritóElona, pero la chica la ignoró. El humo era espesoy asfixiante, pero ella se alzó el delantal paracubrirse la boca y no se detuvo.

Cuando llegó al origen del fuego varioshoyenses se habían congregado ya en el lugar.

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Había tres casas quemadas hasta los cimientos ydos más seguían aún ardiendo, amenazando conprender también a las de los aledaños. Leeshachilló al descubrir que una de las casas era la deGared.

En el escenario del incendio un hombredaba órdenes a voz en grito; era Smitt, el propi-etario de la taberna y del almacén del pueblo, ytambién el Portavoz desde que Leesha tenía me-moria. No le entusiasmaba dar órdenes y prefer-ía que la gente resolviera sus propios problemas,aunque todo el mundo estaba de acuerdo en quese le daba bien.

—... nunca cogeremos agua del pozo a unritmo lo bastante rápido —estaba diciendocuando se acercó Leesha—. Debemos formar unafila de cubos desde el río para mojar las otras ca-

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sas o ¡toda la aldea se habrá reducido a cenizas ala hora del crepúsculo!

Gared y Steave llegaron corriendo justo enese momento, atribulados y cubiertos de hollín,pero aparte de eso, enteros. Gared, de quinceaños, era más grande que la mayoría de los adul-tos del pueblo. Steave, su padre, era casi un gi-gante, y se alzaba sobre todos los demás. Leeshasintió que se le deshacía el nudo del estómagocuando los vio.

Pero antes de que pudiera correr hacia él,Smitt exclamó:

—¡Gared, empuja el carro de los cuboshasta el río! —Inspeccionó a los otros—. ¡Lee-sha! —exclamó—. ¡Sigúelo y comienza a llenar-los!

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La muchacha corrió con todas sus fuerzas,pero incluso empujando el pesado carro, Garedllegó a la vez que ella hasta la pequeña corrienteque fluía desde el río Angiers, a muchos kiló-metros hacia el norte. La muchacha cayó en susbrazos en cuanto él se detuvo. Había pensado queal verlo vivo se evaporarían las imágenes hor-ribles que había en su mente, pero en realidadsólo se intensificaron. No sabía qué haría si loperdía.

—Pensé que estabas muerto —gimió ella,sollozando contra su pecho.

—Estoy a salvo —susurró él, abrazándolacon fuerza—. Estoy a salvo.

Rápidamente los dos comenzaron a descar-gar el carro, llenando los cubos para formar la filamientras los demás iban llegando. Pronto, hubouna línea bien formada de más de cien aldeanos

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que se extendía desde el riachuelo hasta el incen-dio, pasándose unos a otros cubos llenos y de-volviendo los vacíos. Llamaron a Gared otra vezadonde estaba el fuego, ya que se necesitaban susfuertes brazos para arrojar el agua.

No pasó mucho hasta que regresó el carro,esta vez empujado por el Pastor Michel, cargadode heridos. La visión de los mismos le produjosentimientos encontrados. Ver a sus paisanos, to-dos amigos, quemados y tan salvajemente ataca-dos, la impresionó profundamente, pero un asaltodel que quedaran supervivientes era algo raro, ycada uno de ellos era un regalo por el que habíaque dar gracias al Creador.

El Hombre Santo y su acólito, el EscolanoJona, tumbaron a los heridos al lado de la cor-riente. Michel dejó que el joven los consolaramientras él se llevaba el carro para ir a por más.

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Leesha volvió el rostro ante el espectáculoy se concentró en llenar los cubos. Los pies se lequedaron aturdidos en el agua fría y los brazos lepesaban como plomo, pero se dejó llevar por eltrabajo hasta que un susurro llamó su atención.

—Viene Bruna la Bruja —anunció alguien,y Leesha alzó la cabeza. No cabía duda de queera la vieja Herborista la que venía andando porel camino, conducida por su aprendiz, Darsy.

Nadie sabía con seguridad cuántos añostenía la vieja Bruna. Se decía que ya era mayorcuando los ancianos de la aldea fueron jóvenes.Incluso que había sido ella misma la que los habíatraído al mundo. Había sobrevivido a su marido,sus hijos y nietos, y ya no le quedaba familia enel mundo.

Ahora era poco más que una pura arrugade piel traslúcida estirada sobre unos huesos an-

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gulosos. Estaba medio ciega, y podía caminar,aunque a paso lento, pero todavía era capaz degritar desde la parte más lejana de la aldea y lo-grar que se la oyera, y movía su bastón lleno denudos con una fuerza y una precisión sorpren-dentes cuando algo despertaba su cólera.

Leesha, como casi todo el mundo en elpueblo, le tenía verdadero terror.

La aprendiza de Bruna era una mujer hog-areña de veinte veranos, de gruesos miembros ycara ancha. Después de que Bruna sobreviviera asu última aprendiza, le habían enviado a una seriede jovencitas para que les enseñara. Todas habíanabandonado menos Darsy, después de habersevisto sometidas a todo tipo de abusos por parte dela anciana.

—Es fea como un toro e igual de fuerte—había dicho Elona una vez de Darsy, riéndose

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con socarronería—. ¿Qué tendría que temer deesa vieja bruja? Desde luego no será Bruna la queaparte a los pretendientes de su puerta.

La anciana se arrodilló al lado de losheridos, inspeccionándolos con manos firmesmientras Darsy desenrollaba una lona gruesallena de bolsillos, cada uno marcado con un sím-bolo, donde guardaba sus instrumentos, viales otarros. Los aldeanos heridos gemían o gritabanmientras ella trabajaba, pero Bruna no lesprestaba atención, metiendo los dedos en las heri-das para olisquearlos después, ya que trabajabadependiendo tanto del tacto y el olor como de lavista. Sin necesidad de mirar, las manos de Brunasalían disparadas hacia los bolsillos de la lona,mezclando hierbas en un mortero.

Darsy comenzó a prender un pequeñofuego, y alzó la vista en la dirección desde donde

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la chica se las había quedado mirando, al lado delrío.

—¡Leesha! ¡Trae agua y sé rápida! —leladró.

Mientras la chica se apresuraba a obedecer,Bruna se irguió, olisqueando las hierbas que es-taba machacando.

—¡Muchacha idiota! —chilló Bruna.

Leesha dio un respingo, pensando que serefería a ella, pero Bruna le tiró el mortero y elalmirez a Darsy, golpeándola con fuerza en elhombro y cubriéndola de hierbas trituradas.

Bruna rebuscó por la lona, sacando rápi-damente los contenidos de cada bolsillo y ol-isqueándolos como un animal.

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—¡Has puesto ailanto donde debía estar elapio de monte y has confundido la duranta conel opio! —La vieja bruja alzó su nudoso bastóny golpeó a Darsy entre los hombros—. ¿Estás in-tentando matar a esta gente o es que eres tan es-túpida que no has leído los nombres?

Leesha había visto a su madre en ese estadoantes, y si Elona le daba tanto miedo como unabismal, la vieja bruja Bruna era la madre de to-dos los demonios. Comenzó a alejarse de las dos,temiendo atraer la atención sobre ella.

—¡No voy a soportar que sigas abusandode mí, bruja mala y vieja! —chilló Darsy.

—¡Vete por ahí, entonces! —gritóBruna—. ¡Antes borraría todos los grafos de estaciudad que dejarte la bolsa de mis hierbas ni unmomento! ¡No hay nadie peor que tú!

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Darsy se echó a reír.

—¿Qué me vaya por ahí? —preguntó—.¿Y quién te lleva todas las botellas y los trípodes,vieja? ¿Quién te encenderá el fuego, te prepararálas comidas y te limpiará las babas de la caracuando te ahogue la tos? ¿Quién llevará tus viejoshuesos de un lado para otro cuando el frío y lahumedad te dejen sin fuerzas? ¡Tú me necesitasmás que yo a ti!

Bruna balanceó su bastón y Darsy, sabia-mente, se apartó de su camino, cayendo sobreLeesha, que se las había apañado lo mejor quehabía podido para hacerse la invisible. Ambastropezaron y cayeron al suelo.

La anciana aprovechó la oportunidad paraponer otra vez su bastón en movimiento. Leesharodó por el suelo para evitar los golpes, pero la

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puntería de Bruna era buena, y Darsy gritó dedolor, cubriéndose la cabeza con los brazos.

—¡Largo de aquí! —aulló Bruna denuevo—. ¡Tengo enfermos que atender!

La mujerona rugió y se puso en pie. Leeshatemió que agrediera a la anciana, pero en vez deeso salió huyendo. Bruna lanzó un río de maldi-ciones a espaldas de Darsy.

La chica contuvo el aliento y se mantuvode rodillas, retirándose poco a poco. Justo cuandocreyó que ya iba a poder escapar, Bruna se diocuenta de su presencia.

—¡Tú, mocosa de Elona! —gritó de nuevo,señalando a Leesha con su bastón lleno denudos—. Termina de encender el fuego y pon eltrípode encima.

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Bruna regresó con los heridos y Leesha notuvo otra opción que hacer lo que le había pedido.

Durante las siguientes horas, Bruna ladróuna corriente interminable de órdenes a la chica,maldiciendo su lentitud, mientras ella corría deun lado para otro haciendo lo que se le antojaba.Fue a buscar agua y la puso a hervir, machacóhierbas, destiló tinturas y mezcló bálsamos. Leparecía que apenas había conseguido llegar a lamitad de una tarea cuando la anciana Herboristale ordenaba emprender la siguiente y se vio obli-gada a ir cada vez más y más rápido para compla-cerla. Nuevos heridos comenzaron a llegar pro-cedentes del fuego con profundas quemaduras yhuesos rotos debido a los hundimientos. Llegó atemerse que la mitad de la aldea hubiera sido víc-tima de las llamas.

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Bruna preparó infusiones para anestesiar eldolor de algunos e inducir a otros un sueño tran-quilo cuando tenía que intervenirles. Trabajó in-cansablemente, cosiendo, poniendo cataplasmasy vendando.

Era ya muy tarde cuando Leesha se diocuenta de que no sólo no había más heridas queatender, sino que la línea de cubos se había dis-uelto. Se quedó sola con Bruna y los heridos, yhasta el más despejado de ellos tenía la miradavacía, aturdida, gracias a las hierbas de Bruna.

De repente, la abatió una ola de cansancioreprimido y cayó de rodillas, luchando por in-halar aire. Le dolía cada centímetro de su cuerpo,pero con el dolor llegó una poderosa sensación desatisfacción. Había algunos que probablementeno habrían sobrevivido, pero que quizá lo haríangracias en parte a sus esfuerzos.

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Pero la heroína real, admitió para sí misma,era Bruna. Se le ocurrió en ese lapso de tiempo enel que la mujer no le había ordenado nada. Echóuna ojeada alrededor y vio que la anciana estabatirada en el suelo, jadeando.

—¡Ayuda! ¡Ayuda! —gritó lamuchacha—. ¡Bruna está enferma! —Recobró denuevo las fuerzas y acudió donde estaba la mujer,alzándola hasta dejarla sentada. Bruna eradesconcertantemente ligera, y Leesha apenaspodía percibir nada más que huesos debajo de susgruesos chales y faldas de lana.

Bruna estaba retorciéndose y un fino hilode baba se le deslizaba de la boca por las curvasinfinitas de su piel arrugada. Sus ojos, oscurosdetrás de una película lechosa, miraban con ex-presión vacía sus manos, que no dejaban detemblar.

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Leesha miró frenéticamente a su alrededor,pero no había nadie cerca para ayudarla. La in-corporó hasta dejarla sentada sobre el suelo yagarró una de las manos de la mujer, que sesacudían espasmódicamente, para luego frotarlelos músculos agarrotados.

—¡Oh, Bruna! —le suplicó—. ¿Qué voya hacer? ¡Por favor! ¡No sé qué hacer para ay-udarte! ¡Tienes que decirme qué tengo que hacer!—Miró con impotencia a Bruna y empezó a llor-ar.

La mano de Bruna se sacudió de su suje-ción y Leesha gritó, temiendo un nuevo ataque deespasmos, pero sus cuidados le habían dado a lavieja Herborista suficiente control para rebuscaren su propio chal, de donde sacó una bolsa quelanzó en la dirección de la chica. Su frágil cuerpose vio sacudido por una serie de toses, y se de-

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sprendió de los brazos de la muchacha hasta darseun golpe contra el suelo, botando como un pezcon cada tos. Leesha se quedó sujetando la bolsa,mirándola aterrorizada.

Bajó los ojos hacia la bolsita de lona, quetoqueteó, sintiendo el crujido de las hierbas en suinterior. Las olisqueó, captando un aroma como apopurrí.

Le dio las gracias al Creador. Si hubierasido una sola hierba, no habría sido capaz deadivinar la dosis, pero había hecho suficientestinturas e infusiones con Bruna ese día para en-tender lo que le había dado.

Se apresuró hacia el hervidor que humeabaen el trípode y colocó una tela delgada sobre unataza, cubriéndola con una gruesa capa de hierbasprocedentes de la bolsita. Vertió lentamente aguahirviendo sobre las hierbas, filtrando sus princi-

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pios y después, con un movimiento diestro, en-volvió las hierbas en la tela y las introdujo en elagua.

Corrió de vuelta hacia Bruna, y derramóalgo de líquido. Probablemente quemaría, perono había tiempo de dejar enfriar la infusión. Alzóa Bruna con un brazo, presionando la copa contrasus labios manchados de saliva.

La Herborista se sacudió, derramando partede la cura, pero Leesha la forzó a beber y ellíquido amarillo siguió derramándose por lascomisuras de sus labios. Continuó retorciéndosey tosiendo, pero los síntomas comenzaron a re-mitir. Cuando las náuseas remitieron, la chicasollozó de puro alivio.

—¡Leesha! —oyó que la llamaban. Alzóla mirada de la anciana, y vio que su madre se

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acercaba a la carrera, delante de un grupo dealdeanos.

—Pero ¿qué has hecho, niña inútil? —la re-criminó Elona. Llegó adonde estaba la muchachaantes de que los demás se acercaran más y sis-eó—: Ya es bastante malo que tenga una hija queno sirva para nada y no un hijo que luche contrael fuego, pero lo que me falta es que vayas y tecargues a la vieja bruja del pueblo.

Retiró la mano hacia atrás para abofeteara su hija, pero Bruna alzó la mano y atrapó lamuñeca de Elona con su garra esquelética.

—La vieja bruja está viva gracias a ella,¡idiota! —exclamó con voz ronca. Elona sequedó pálida como el hueso y dio un paso haciaatrás como si Bruna se hubiera transformado enun abismal. La escena provocó en la muchachauna oleada de placer.

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Entonces, el resto de los aldeanos se con-gregaron a su alrededor, preguntando qué habíapasado.

—¡Mi hija le ha salvado la vida a Bruna!—gritó Elona, antes de que Leesha o la brujapudieran decir una palabra.

El Pastor alzó su Canon protegido en alto,de modo que todos pudieran ver el libro santomientras los restos de los muertos eran arrojadosa las ruinas de la última casa incendiada. Losaldeanos permanecieron con los sombreros en lamano y las cabezas inclinadas. Jona arrojó in-cienso a las llamas, perfumando el hedor acre queimpregnaba el aire.

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—¡Hasta que el Liberador venga a eliminarla Plaga de los demonios, recordad bien que hansido los pecados de los humanos los que nos lahan traído! —gritó Michel—. ¡Los adúlteros y losfornicadores! ¡Los mentirosos, los ladrones y losusureros!

—Y aquellos que aprietan demasiado eltrasero —murmuró Elona, mientras alguien sereía por lo bajo.

—Aquellos que abandonan este mundo ser-án juzgados —continuó Michel—. Y aquellosque sirvan al Creador se les unirán en el Cielo,¡mientras que aquellos que hayan traicionado suconfianza, mancillados por los pecados de la in-dulgencia y la carne, arderán en el Abismo dur-ante toda la eternidad! —Cerró el libro y losaldeanos reunidos inclinaron las cabezas en silen-cio—. Y aunque el llanto por nuestros muertos

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es bueno y apropiado —declaró el Pastor—, nodebemos olvidarnos de aquellos a los que elCreador ha escogido para que vivan. Abramos losbarriles y bebamos por los muertos. Contemoshistorias de aquellos a los que amamos decorazón y riamos, porque la vida es preciosa yno debe malgastarse. Ahorremos nuestras lágri-mas para cuando nos sentemos esta noche trasnuestras protecciones.

—Ese es nuestro Pastor —masculló Elonaentre dientes—, cualquier excusa es buena paraabrir barriles.

—Vaya, querida —comentó Erny, dándoleuna palmadita en la mano—, lo hace por nuestrobien.

—Claro, el cobarde defiende al borracho—añadió Elona, apartándole la mano—. Steave

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se arroja dentro de casas en llamas y mi maridose encoge al lado de las mujeres.

—¡Estaba pasando cubos en la fila!—protestó Erny.

Steave y él habían rivalizado por Elona yse decía que su elección se había debido más almonedero que al corazón.

—Como una mujer —confirmó Elona,buscando al fortachón Steave entre la multitud.

Siempre era así. Leesha desearía podertaparse los oídos para no oír esas cosas. Deseabaque los abismales se hubieran llevado a su madreen vez de a siete buenas personas. Deseaba que supadre se enfrentara con ella de una vez, si no porél, al menos por su hija. Deseaba haber maduradoya para poder irse con Gared y dejarlos a ambosatrás.

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Quienes eran demasiado jóvenes o mayorespara luchar contra las llamas habían preparadouna gran comida para la gente del pueblo, y la sir-vieron mientras los demás se sentaban, demasi-ado exhaustos para moverse, y sin dejar de mirarhacia las cenizas humeantes.

Pero pronto los fuegos quedaron apagados,los heridos vendados y curándose, y quedabantodavía muchas horas de luz. Las palabras delPastor apartaron la sensación de culpa de aquel-los que se sentían aliviados y culpables de estarvivos, y la fuerte cerveza que hacía Smitt hizoel resto. Pronto las largas mesas se animaron conrisotadas provocadas por las historias de aquellosque habían pasado a mejor vida.

Gared estaba sentado a unas cuantas mesasde distancia con sus amigos Ren y Flinn, sus es-posas y Evin. Los otros chicos, todos leñadores,

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eran unos cuantos años mayores que Gared, peroéste los aventajaba a todos en tamaño, salvo aRen, y parecía que le pasaría incluso a él antes deque terminara de crecer. Del grupo, sólo Evin es-taba soltero y sin compromiso, y muchas chicasle habían echado el ojo a pesar de su carácter apo-cado.

Los chicos mayores se metían continua-mente con Gared, en especial por Leesha. Ella noestaba contenta de haber tenido que sentarse consus padres, pero sentarse con su novio mientrasRen y Flinn hacían comentarios lascivos y Evinintentaba evitar las peleas, era aún peor.

Una vez comieron sus raciones, el PastorMichel y el Escolano Jona se levantaron de lamesa, acarreando una gran bandeja de comidaal Templo, donde Darsy cuidaba de Bruna y losheridos. Leesha se disculpó con sus compañeros

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de mesa para ir a ayudar. Gared se dio cuentade que se ponía en movimiento y se levantó paraunirse a ella, pero tan pronto se puso en pie, larodearon y se la llevaron Brianne, Saira y Mairy,sus mejores amigas.

—¿Es verdad lo que ha pasado? —pregun-tó Saira, cogiéndola del brazo izquierdo.

—¡Todo el mundo dice que tiraste al sueloa Darsy y que salvaste a la vieja bruja Bruna!—contó Mairy, enganchándose al derecho.

Leesha se volvió y dirigió hacia Gared unamirada de impotencia.

—El oso pardo no puede esperar su turno—le dijo Brianne.

La muchacha dejó que se la llevaran.

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—¡Las chicas siempre estarán por encimade ti, Gared, incluso después de que te hayas cas-ado! —le gritó Ren, dando lugar a que sus amigosrugieran a risotadas y golpearan la mesa.

Las chicas lo ignoraron y, tras extender lasfaldas para no arrugarlas, tomaron asiento sobrela hierba de un lugar algo alejado de la algarabíaque ocasionaban sus mayores, más estrepitosaconforme vaciaban un tonel tras otro.

—A Gared le espera más de esto duranteuna temporadita —se rió Brianne—. Ren se haapostado cinco klats a que no consigue besarteantes del crepúsculo, y menos, desde luego, darteun buen magreo. —A pesar de sus dieciséis años,era viuda ya desde hacía dos años, pero eso noquería decir que tuviera pocos pretendientes. Elladecía que era porque se sabía los trucos de lasesposas. Vivía con su padre y dos hermanos

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mayores, leñadores, y era como una madre paratodos.

—A diferencia de otras, yo no invito a cu-alquiera a que me magree —replicó Leesha,recibiendo una burlona mirada de indignación deBrianne.

—Pues yo sí dejaría que Gared memagreara si estuviéramos prometidos —comentóSaira. Tenía quince años, el pelo muy corto ycastaño, y pecas en sus mejillas como las de unaardilla. Había estado prometida con un chico elaño anterior, pero se lo habían llevado los abis-males a él y a su padre en la misma noche.

—Me encantaría estar prometida —se que-jó Mairy.

Tenía un aspecto demacrado a sus catorceaños, con un rostro enjuto y una nariz promin-

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ente. Ya había madurado, pero a pesar de los es-fuerzos de sus padres, aún no se había prometido.Elona la llamaba la Espantapájaros. «Ningúnhombre querría poner un bebé dentro de esas ca-deras huesudas —se había burlado una vez—, novaya a ser que el espantapájaros se parta en doscuando salga el bebé.»

—Eso va a ocurrir muy pronto —señalóLeesha. Ella era la más joven del grupo con sustrece años, pero las demás parecían reunirse entorno a ella. Elona decía que era porque ella erala más bonita y la más adinerada, pero Leesha nopodía creer que sus amigas fueran tan mezquinas.

—¿De verdad que le pegaste a Darsy conun palo? —preguntó Mairy.

—No ocurrió así —respondió Leesha—.Darsy cometió algún error y Bruna comenzó apegarle con su bastón. Tropezó conmigo durante

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su huida y nos caímos las dos. Bruna siguiópegándole hasta que se escapó.

—Si me pegara a mí con un bastón, le de-volvería los golpes —replicó Brianne—. Papádice que Bruna es una bruja y que se pasa lasnoches restregando la barriga con los demoniosen su cabaña.

—¡Qué estupidez más desagradable!—replicó Leesha.

—Entonces, ¿por qué vive tan lejos de laciudad? —le increpó Saira—. ¿Y cómo es quesigue viva aunque sus nietos se hayan muerto deviejos?

—Porque es una Herborista —contestóLeesha—, y las hierbas no crecen en el centro delos pueblos. Hoy la he estado ayudando y es sor-prendente. Pensé que más de la mitad de los que

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nos trajeron estaban demasiado heridos para quesobrevivieran, pero los salvó a todos.

—¿La viste hechizarlos? —preguntóMairy, muy excitada.

—¡No es una bruja! —exclamó Leesha—.Todo lo hizo con hierbas, cuchillos e hilo.

—¿Le hizo cortes a la gente? —inquirióMairy, disgustada.

—Es una bruja —insistió Brianne, y Sairaasintió.

Leesha les dedicó una mirada desagradabley todas se tranquilizaron.

—No va por ahí cortando a la gente —ex-plicó—, sino que los cura. Fue... no puedo expli-carlo. Con lo vieja que es, no paró de trabajar un

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momento hasta que no curó a todo el mundo. Escomo si únicamente la sostuviera su voluntad. Sedesplomó en cuanto terminó de atender al último.

—¿Y ése fue el motivo de que la salvaras?—preguntó Mairy.

Leesha asintió.

—Me dio el medicamento un poco antesde empezar a toser. Sólo tuve que hacer la in-fusión, ésa es la verdad. La sostuve hasta que dejóde toser y en ese momento fue cuando acudió lagente.

—¿La tocaste? —dijo Brianne poniendomala cara—. Te apuesto a que hiede a leche agriay malas hierbas.

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—¡Por el Creador! —gritó Leesha—.¡Bruna ha salvado hoy una docena de vidas y a titodo lo que se te ocurre es burlarte de ella!

—¡Válgame el cielo! —bromeó Brianne—,Leesha salva a la bruja y de pronto las tetas yano le caben en el corsé. —Leesha puso mala cara.Ella era la más joven, estaba sin desarrollar, ylos pechos, o más bien la falta de los mismos, sehabían convertido en un tema amargo para ella.

—Tú solías decir antes lo mismo de ella,Leesha —comentó Saira.

—A lo mejor, pero ya no —dijo Leesha—.Puede que sea una vieja mezquina, pero semerece un trato mejor.

Justo en ese momento se les acercó elEscolano Jona. Tenía diecisiete años, pero erademasiado pequeño y delgado para manejar un

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hacha o coger una sierra. Jona se pasaba la mayorparte de los días escribiendo y leyendo cartas paralos analfabetos del pueblo, o sea, casi todo elmundo. Leesha, una de las pocas niñas que sabíaleer, a menudo acudía a él para pedirle libros dela colección del Pastor Michel.

—Traigo un mensaje de Bruna —le dijo aLeesha—. Quiere...

Sus palabras quedaron inconclusas porquealguien tiró de él hacia atrás. Jona era dos añosmayor que Gared, pero éste le dio la vuelta comosi fuera una muñeca de papel, agarrándolo por lasropas y acercándoselo tanto que sus narices se to-caron.

—Ya te he dicho cómo debes comportartecon las chicas con las que no estás prometido—rugió el muchacho.

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—¡No he hecho nada! —protestó Joña,pateando en el aire, a unos cuantos centímetrosdel suelo—. ¡Yo sólo...!

—¡Gared! —ladró Leesha—. ¡Bájalo ahoramismo!

El muchacho se la quedó mirando y des-pués volvió la mirada a Jona. Sus ojos se movi-eron primero hacia sus amigos, y luego haciaLeesha. Lo soltó y el Escolano se estampó contrael suelo. Se puso en pie precipitadamente y luegosalió disparado. Brianne y Saira soltaron unasrisitas, pero la muchacha las silenció con unamirada airada antes de volverse hacia Gared.

—Por todos los demonios del Abismo, ¿sepuede saber qué te pasa? —le exigió la chica.

Él bajó la mirada.

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—Lo siento —dijo—. Es sólo... bueno, yono he podido charlar contigo en todo el día ysupongo que se me ha ido la cabeza cuando lo hevisto hablando contigo.

—¡Oh, Gared! —Leesha le acarició lamejilla—, no tienes por qué ponerte celoso. Paramí no hay nadie más que tú.

—¿De verdad? —preguntó el chico.

—¿Te disculparás con Jona? —le preguntóLeesha.

—Sí —le prometió él.

—Entonces, sí, desde luego —añadió Lee-sha—. Ahora volvamos a la mesa. Me reunirécontigo en un momento. —Gared esbozó una an-cha sonrisa después de que ella lo besara y semarchó.

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—Supongo que debe ser algo parecido adomar a un oso —reflexionó Brianne.

—Sí, pero ese oso venía tan fuera de suscasillas como si acabara de sentarse sobre unosespinos —dijo Saira.

—Dejadlo en paz —repuso Leesha—.Gared no quería hacerle ningún daño. Simple-mente es demasiado fuerte para su propio bien yun poco...

—¿Torpe? —insinuó Brianne.

—¿Lento? —aportó Saira.

—¿Tonto? —sugirió Mairy.

Leesha les dio un manotazo y todas seecharon a reír.

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Gared se sentó al lado de Leesha con gestoprotector, ya que él y Steave se habían acercadoa sentarse con la familia de Leesha. Ésta ansiabaque él la rodeara con sus brazos, pero eso no eraapropiado, incluso estando prometidos, hasta queella tuviera una edad adecuada y su compromisohubiera sido formalizado por el Pastor. Inclusoentonces, el límite hasta su noche de bodas estabapuesto en tocarse y unos besos castos.

A pesar de ello, Leesha dejaba que Gared labesara cuando estaban a solas, pero no permitíamás, a pesar de lo que pensara Brianne. Queríamantener las tradiciones y que su noche de bodasfuera una ocasión especial para recordar toda lavida.

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Y claro, también estaba Klarissa, unamuchacha muy aficionada a los bailes y el flirteo.Ella les había enseñado a Leesha y sus amigas adar vueltas y trenzarse flores en el pelo. Era unachica excepcionalmente hermosa y había tenidosu buena ración de pretendientes.

Su hijo dentro de poco cumpliría los tresaños, y no había hombre en Hoya de Leñadoresque se atreviera a reclamarlo como propio. De locual se deducía que el padre era un hombre cas-ado, y a lo largo de los meses en los que su vi-entre se había ido hinchando, no había habido niun solo sermón del Pastor Michel en el que no lehubiera recordado que era su pecado y el de otrascomo ella, el que hacía que la Plaga del Creadorfuera tan grande.

—Los demonios de fuera son una réplica delos que llevamos dentro —decía.

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Klarissa había sido muy querida, pero elpueblo se volvió contra ella después de aquello.Las mujeres la rechazaban, murmurando a supaso, y los hombres rehusaban mirarla a los ojoscuando sus mujeres andaban cerca, aunquehacían comentarios lascivos cuando no lo es-taban.

Klarissa había terminado marchándose conun Enviado que se dirigía a Fuerte Rizón pocodespués de que tuviera el bebé y nunca másvolvió. Leesha la echaba de menos.

—Me pregunto qué pretendía Bruna al en-viar a Jona —comentó la muchacha.

—Odio a ese alfeñique —rugió Gared—.Cada vez que te mira, veo que te imagina comosu esposa.

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—¿Y a ti qué más te da, si al fin y al cabono son más que imaginaciones? —le preguntóLeesha.

—No pienso compartirte con nadie, nisiquiera en los sueños de otros hombres —replicóel leñador, poniendo una mano gigante sobre lassuyas por debajo de la mesa. La chica suspiró yse inclinó hacia él. Bruna podía esperar.

Justo en ese momento, Smitt se puso en piecon las piernas temblorosas por la cerveza y dioun golpe con su jarra en la mesa.

—¡Oíd todos! ¡Prestad atención, por favor!

Su mujer, Stefny, lo ayudó a ponerse en pieen el banco, enderezándolo cuando se tambaleó.La multitud se calló y Smitt se aclaró la garganta.Quizá le disgustara dar órdenes pero le gustababastante largar discursos.

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—Es en los peores momentos cuando salelo mejor que hay en nosotros —comenzó—.Estamos en esa clase de tiempos en los que lemostramos al Creador nuestro temple. Es laocasión de aclarar que nos hemos enmendado yque somos merecedores de que nos envíe al Lib-erador para acabar con la Plaga. Es el momentode dejar claro que la maldad de la noche no puedeacabar con nuestro sentido de la familia.

»Porque eso es lo que es Hoya deLeñadores —continuó Smitt—, una familia. Oh,sí, nos peleamos, luchamos y nos enfrentamosentre nosotros, pero cuando vienen los abismales,se ve que esos lazos de familia son como los hilosde un telar, apretados, todos juntos. Sean cualessean nuestras diferencias, no dejamos que éstasnos impidan defendernos.

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»Cuatro casas perdieron sus grafos estanoche —le dijo Smitt a la gente—, debido a lasaña de los abismales, pero gracias al heroísmomostrado en mitad de la noche, sólo perdimos asiete de los nuestros.

»¡Niklas! —gritó Smitt, señalando alhombre de pelo color arena que se sentaba frentea él—. ¡Corrió hacia su casa en llamas para sacara su madre!

»¡Jow! —Señaló hacia otro hombre, quesaltó al oír su nombre—. No hace ni dos días,él y Dav estaban ante mí, discutiendo todo eltiempo, hasta llegaron a las manos, pero anoche,Jow golpeó a un demonio del bosque, ¡un de-monio del bosque!, con su hacha para apartarlomientras Dav y su familia corrían a refugiarse de-trás de las protecciones.

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Smitt saltó sobre la mesa, y la pasiónbrindó agilidad a su cuerpo bebido. Caminó a to-do lo largo, llamando a cada uno por su nombre ycontando sus hazañas de la noche.

—¡Pero también ha habido héroes duranteel día, también! —continuó—. ¡Gared y Steave!—gritó, señalándolos—. ¡Ambos abandonaron supropia casa a las llamas para ayudar a apagarotras que tenían mejores posibilidades! Debido aellos y a otros, sólo se han quemado ocho casas,¡cuando lo suyo hubiera sido que hubiera sido to-do el pueblo!

Smitt se volvió y repentinamente se encon-tró mirando directamente hacia Leesha. Elevó lamano y la señaló con un dedo que ella sintiócomo un puñetazo.

—¡Leesha! —la llamó—. ¡Trece años y yaha salvado la vida de la Herborista Bruna!

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»¡En cada persona de Hoya de Leñadoreslate el corazón de un héroe! —declaró Smitt, in-cluyendo a todos con un gesto de la mano—. Losabismales nos han puesto a prueba, pero la tra-gedia nos templa a todos, pero como el acero deMiln, ¡Hoya de Leñadores no se quebrará!

El gentío rugió aprobador. Quienes habíanperdido a seres queridos fueron los que gritaroncon más fuerza, con las mejillas húmedas por laslágrimas.

Smitt se mantuvo en el centro del barullo,empapándose de su poder. Después de un rato,dio unas palmas y los aldeanos se tranquilizaron.

—El Pastor Michel ha abierto el Temploa los heridos —anunció, haciéndole gestos alhombre—, y Stefny y Darsy se han presentadovoluntarias para pasar la noche atendiéndolos.Michel también ofrece la protección del Creador

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a todos aquellos que no tienen otro sitio adondeir.

Smitt alzó el puño.

—¡Pero esos duros bancos no son lugaresdonde los héroes deban reposar la cabeza! Nocuando estamos entre familia. Mi taberna puedealojar a diez con facilidad, y más si es necesario.¿Quién más entre nosotros será capaz de com-partir sus grafos y sus camas con los héroes?

Todo el mundo gritó de nuevo, esta vezmás alto, y Smitt sonrió ampliamente. Dio pal-mas de nuevo.

—El Creador nos sonríe a todos —dijo—,pero las horas pasan deprisa y hay que asignar...

Elona se puso en pie. Se había bebido unascuantas jarras y las palabras sonaron arrastradas.

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—Emy y yo nos llevaremos a Gared ySteave —anunció, haciendo que Erny la miraracon cierta intención—. Tenemos sitio de sobra,y como Gared y Leesha están prometidos, somosprácticamente familia.

—Eso es muy generoso de tu parte, Elona—repuso Smitt, incapaz de esconder su sorpresa.Elona rara vez mostraba algún tipo de impulsogeneroso e incluso, entonces, siempre escondíaalgo.

—¿Estás segura de que eso es apropiado?—preguntó Stefny en voz alta, ocasionando quetodo el mundo volviera los ojos hacia ella.Cuando no estaba trabajando en la taberna de sumarido, Stefny trabajaba voluntariamente en elTemplo, o estudiando el Canon. Ella odiaba aElona —algo en su favor en la mente de Lee-sha—, pero ella también había sido la primera

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en volverse contra Klarissa cuando su estado fueevidente.

—¿Dos chicos prometidos viviendo bajo elmismo techo? —preguntó Stefny, pero sus ojosse dirigieron a Steave, no a Gared—. ¿Quién sabequé cosas impropias pueden propiciar? Quizá ser-ía lo mejor para ti que te llevaras a otros y queGared y Steave se queden en la taberna.

Elona entrecerró los ojos.

—Creo que tres padres son suficientes parahacer de carabina de dos niños, Stefny —repusocon voz helada. Se volvió hacia Gared apretandosus anchos hombros—. Mi futuro yerno ha hechohoy el trabajo de cinco hombres —explicó—, ySteave —explicó mientras alzaba una mano conademanes de borracha y clavaba un dedo en elpecho fornido del leñador— hizo el trabajo dediez.

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Se volvió hacia Leesha pero trastabilló unpoco. Steave, riéndose, la cogió de la cinturaantes de que se cayera. Su mano tenía un aspectoenorme en comparación con su esbelto torso.

—Incluso mi... —Elona se tragó la palabra«inútil», pero Leesha la oyó de todas formas—,hija hizo hoy grandes hazañas. No voy a dejarque mis héroes duerman en la cama de otros.

Stefny torció el gesto, pero el resto de losaldeanos dio el tema por terminado, y comenza-ron a ofrecer sus propios hogares para aquellosque los necesitaran.

Elona tropezó de nuevo, cayendo en elregazo de Steave con una risa.

—Puedes dormir en la habitación de Lee-sha —le dijo—. Es la que está justo al lado de lamía.

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Bajó la voz cuando añadió la última parte,pero estaba borracha y todo el mundo la oyó.Gared enrojeció, Steave se echó a reír y Ernyabatió la cabeza. Leesha sintió una punzada desimpatía por su padre.

—Me habría gustado que los abismales sela hubieran llevado anoche —masculló entre di-entes.

Su padre alzó la mirada hacia ella.

—No digas eso nunca —dijo él—. No lodigas de nadie. —Y la miró con dureza hasta queella asintió—. Además —añadió con tristeza—,seguramente nos la habrían devuelto.

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Se les buscó alojamiento a todos y la genteestaba preparándose para marcharse cuando sur-gió un rumor entre la multitud, que se apartó y ab-rió un hueco a través del cual se acercó cojeandoBruna.

El Escolano Jona la sostenía de uno de losbrazos mientras andaba. Leesha se apresuró acogerla del otro.

—Bruna, no deberías estar en pie —laamonestó—. ¡Deberías estar descansando!

—Es por tu culpa, niña —le replicóBruna—. Hay unos cuantos que están más enfer-mos que yo y necesito las hierbas que hay en micabaña para curarlos. Si tu guardaespaldas hubi-era dejado que Jona trajera mi mensaje —dijo, ymiró en ese momento con mala cara a Gared, quedio un paso atrás, asustado—, podría haberte en-

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viado a ti con una lista, pero ahora ya es tardey debo ir contigo. Podemos quedarnos a cubiertodetrás de los grafos por la noche, y regresaremospor la mañana.

—¿Por qué yo? —preguntó Leesha.

—¡Porque ninguna de las otras atontadasde esta ciudad saben leer! —chilló Bruna—. ¡Se-guro que me cambiarían las etiquetas de los tarrospeor aún que esa vaca de Darsy!

—Jona sabe leer —repuso Leesha.

—Yo me ofrecí para ir —comenzó elacólito, pero Bruna le dio un golpe en el pie consu bastón, cortando sus palabras con un grito.

—La Herboristería es trabajo de mujeres,niña —dijo Bruna—. Los Hombres Santos se

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tienen que dedicar a rezar mientras nosotrashacemos lo nuestro.

—Yo... —empezó a decir ella, mirando asus padres buscando una vía de escape.

—Creo que es una buena idea —dijo Elona,soltándose finalmente del regazo de Steave—.Pasa la noche con Bruna. —Empujó a la chicahacia delante—. Mi hija estará encantada de ay-udarte —aseguró con una gran sonrisa.

—¿Podría ir también Gared? —sugirióSteave mientras propinaba una patada a su hijo.

—Necesitará una espalda fuerte para llevarlas hierbas y pociones de vuelta por la mañana—accedió Elona, tirando del chico.

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La anciana Herborista la miró con cara depocos amigos y luego a Steave, pero asintió final-mente.

El viaje a la casa de Bruna fue lento,porque la bruja avanzaba arrastrando los pies, yllegaron a la cabaña justo antes del crepúsculo.

—Comprueba los grafos, chico —le dijoBruna a Gared.

Mientras él cumplía su tarea, Leesha acom-pañó al interior a la anciana y la sentó en unasilla con cojines antes de echarle por encima unamanta acolchada. Bruna respiraba con dificultady la muchacha se temió que comenzara a toser encualquier momento. Llenó el hervidor y puso leña

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y yesca en el hogar, rebuscando con la mirada elpedernal y el acero.

—La caja que hay ahí en la repisa —dijoBruna y la chica vio una pequeña caja de madera.La abrió, pero no había pedernal ni acero, sólounos cortos palitos de madera con una especie dearcilla adherida en un extremo. Cogió dos e in-tentó frotarlos el uno contra el otro.

—¡Así no se hace, niña! —le increpó la an-ciana—. ¿Acaso no has visto nunca una pajuelade azufre?

Leesha sacudió la cabeza.

—Papá tiene algunas en la tienda dondemezcla los productos químicos —contestó—,pero yo no debo entrar allí.

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La vieja Herborista suspiró y le hizo unaseña para que se acercara. Cogió uno de los pali-tos y lo apoyó contra su retorcido y seco pulgar.Sacudió el dedo y en el extremo del palito brotóuna llama. A la muchacha casi se le salieron losojos de las órbitas.

—La Herboristería consiste en muchas máscosas que plantas, niña —explicó, aplicando lallama a una astilla antes de que se acabara lapajuela, con la que encendió una lámpara, y le de-volvió la astilla a Leesha. Ella alzó la lámpara eiluminó una polvorienta estantería con libros quese iluminaron a la luz vacilante.

—¡Madre mía! —exclamó la chica—.¡Tienes más libros que el Pastor Michel!

—Ésas no son historias sin sentido cen-suradas por los Hombres Santos, niña. Las Her-boristas son las conservadoras del conocimiento

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del mundo antiguo, de lo que había antes delRegreso, cuando los demonios quemaron lasgrandes bibliotecas.

—¿Ciencia? —preguntó Leesha—. Pero¿no fue la soberbia humana la que nos trajo laPlaga?

—Esa idea sale de los sermones de Michel—replicó la anciana—. Si hubiera sabido que eseniño se iba a convertir en el asno pomposo queahora es, le habría dejado entre las piernas desu madre. Fue la ciencia, tanto como la magia,lo que expulsó a los abismales la primera vez.Las sagas hablan de grandes Herboristas capacesde curar heridas mortales, aseguran que podíanmatar a docenas de demonios gracias al fuego yal veneno, pues usaban tanto las hierbas como losminerales.

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Leesha estaba a punto de preguntar algomás cuando volvió Gared. Bruna la mandó ponerel hervidor en el fuego. Pronto estuvo el aguahirviendo, y la vieja rebuscó en sus bolsillos,poniendo una mezcla especial de hierbas en sutaza, y té en la de los chicos. La anciana erarápida de manos, pero aun así Leesha notó queañadió algo más en la taza del chico.

Vertió el agua en la taza y todos bebieronen un silencio incómodo. Gared bebió la suya conrapidez, y pronto comenzó a frotarse el rostro.Un momento más tarde, se desplomó, completa-mente dormido.

—Le has puesto algo en el té —la acusóLeesha.

La vieja se rió con socarronería.

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—Resina de opio y polen de duranta—comentó—, cada una por separado tienenmuchas aplicaciones, pero cuando se mezclan,una pizca puede dormir hasta un toro.

—Pero ¿por qué? —quiso saber Leesha

Bruna sonrió, pero lejos de mostrar alegríafue una mueca atemorizadora.

—Considéralo una forma de hacer de ca-rabina —admitió—. Prometidos o no, no puedesconfiar en un chico de quince veranos a solas conuna chica por la noche.

—Entonces, ¿por qué le has dejado quevenga? —insistió ella.

Bruna sacudió la cabeza.

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—Le dije a tu padre que no se casara conesa arpía, pero ella le meneó las ubres ésas quetiene en mitad de la cara y él se quedó atontado—suspiró—. Bebidos como están, Steave y tumadre se van a poner al tema sin importarlesquien esté en la casa, pero no quería que Gared seenterara. Ya sabes, los chicos a su edad no sabencontrolarse.

A Leesha los ojos casi se le salieron de lasórbitas.

—¡Mi madre nunca...!

—Ten cuidado al terminar esa frase, niña—la cortó Bruna—. El Creador aborrece a losmentirosos.

La chica se desinfló, pues sabía cómo eraElona.

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—Gared no es así, de todas maneras.

Bruna resopló.

—Ya, dile eso a una que ha sido partera enun pueblo.

—Nada de esto importaría si ya hubieramadurado —dijo Leesha—. Entonces Gared y yopodríamos casarnos y podría cumplir con mi pa-pel de esposa.

—Pareces impaciente, ¿no? —replicóBruna con una sonrisa ladina—. Admito que noestá nada mal. Los hombres sirven para algo másque balancear hachas y acarrear objetos pesados.

—¿Por qué está tardando tanto? —pregun-tó la muchacha—. Saira y Mairy mancharon lassábanas cuando cumplieron doce veranos y ¡éste

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ya va a ser mi decimotercero! ¿Qué es lo que vamal?

—No hay nada que vaya mal —comentó lavieja—. Cada chica sangra cuando le llega el mo-mento. Quizá te quede un año o algo más.

—¡Un año! —exclamó Leesha.

—No te apresures a dejar la infancia atrástan rápido, niña —repuso Bruna—. Ya verás quela echarás de menos cuando se haya pasado. Haymás cosas en el mundo que yacer debajo de unhombre y alumbrar a sus hijos.

—Pero ¿qué se le puede comparar?

Bruna hizo un gesto hacia la estantería.

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—Coge un libro, cualquiera. Tráetelo aquíy te enseñaré qué más cosas puede ofrecer elmundo.

5

Un hogar atestado

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319 d.R.

Leesha se despertó con un respingo cuandoel viejo gallo de Bruna cacareó anunciando el alba.Se restregó la cara, sintiendo el canto del libroque se le había quedado pegado a la cara. Garedy Bruna todavía estaban profundamente dormidos.La Herborista se había amodorrado enseguida, ya pesar de la fatiga, la muchacha estuvo leyendohasta muy avanzada la noche. Siempre habíacreído que el papel de la Herboristería se limitaba

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a componer huesos y ayudar a nacer a los bebés,pero había mucho más. Las Herboristas estu-diaban todo el mundo natural, a la búsqueda demaneras de combinar los muchos dones delCreador para el beneficio de sus hijos.

Cogió el lazo con el que sujetaba su oscurocabello y lo puso sobre la hoja para marcar la pá-gina, cerrándolo con un gesto tan reverente comocuando lo hacía con el Canon. Se puso en pie yse estiró; luego, echó más leños al fuego y atizólas brasas hasta que se convirtieron en llamas.Puso encima el hervidor y después se volvió parasacudir a Gared.

—Arriba, perezoso —le dijo, manteniendola voz baja. El chico apenas gruñó. Desde luego,lo que fuera que le había dado Bruna, era bienfuerte. Lo sacudió con más fuerza y él le re-

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spondió con un manotazo, con los ojos aún cerra-dos.

—Levántate o no te haré el desayuno —serió Leesha, dándole una patada.

El muchacho gruñó de nuevo, y abrió lospárpados una rendija. Cuando la chica movió elpie otra vez, él le cogió la pierna, haciéndola caercon un grito.

Se dio la vuelta aprisionándola debajo de ély la rodeó con sus brazos musculosos, haciendoque Leesha soltara unas risitas ante sus besos.

—Para ya —le dijo, empujándolo sinmuchas ganas—, vas a despertar a Bruna.

—¿Y qué si lo hago? —preguntó Gared—,Esa vieja bruja tiene cien años y está ciega comoun murciélago.

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—Pero los oídos de la vieja bruja estánbastante bien —replicó la anciana, entreabriendouno de esos ojos suyos de un blanco lechoso.

El chico dio un grito y prácticamente casise cayó al suelo, poniendo distancia entre él y lasmujeres.

—Guarda esas manos mientras estés en es-ta casa, chaval, o coceré una poción que dejarátu hombría floja durante un año —repuso Bruna.Leesha observó cómo desaparecía el color delrostro de Gared, y se mordió el labio para rep-rimir las risas. Por alguna razón, ya no sentíamiedo de la bruja, pero le encantaba ver cómo laanciana intimidaba a todo el mundo.

—¿Nos entendemos? —preguntó Bruna.

—Sí, claro —repuso el chico inmediata-mente.

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—Estupendo —contestó la anciana—.Ahora pon esos fuertes hombros tuyos a trabajary parte leña para dejarla en la leñera. —Garedya estaba fuera antes de que hubiera terminadode hablar y Leesha se echó a reír cuando oyó elportazo.

—Te ha gustado, ¿a que sí? —preguntóBruna.

—Nunca había visto a nadie que hicieraponer a Gared pies en polvorosa de ese modo—comentó ella.

—Acércate, para que pueda verte —lepidió la vieja. Cuando Leesha lo hizo, ella con-tinuó—: Ser la curandera de un pueblo es muchomás que cocer pociones. Una buena dosis demiedo es buena para el chico más grande dellugar. Tal vez eso le haga pensárselo dos vecesantes de hacerle daño a alguien.

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—Gared jamás le haría daño a nadie —rep-licó la chica.

—Como tú digas —se limitó a responder laanciana, aunque no pareció del todo convencida.

—¿De verdad puedes hacer una poción quelo despoje de su hombría? —le preguntó la chica.

Bruna se echó a reír con socarronería.

—Durante un año, no —admitió—. Almenos no con una sola dosis, pero ¿unos cuantosdías o incluso una semana...? Con tanta facilidadcomo lo que le puse en el té.

Leesha pareció pensativa.

—¿Qué piensas, niña? —inquirió la an-ciana—. ¿Tienes alguna duda de que tu chico tedespoje de tu don más preciado antes de la boda?

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—Pensaba más en Steave —replicó Lee-sha.

Bruna asintió.

—Y bien que haces —la advirtió—, peroten cuidado. Tu madre está avisada del truco. Ellaacudió muchas veces a mí cuando era joven y ne-cesitó de las triquiñuelas de las Herboristas paracortar su flujo y de ese modo evitar tener unhijo mientras se lo pasaba bien. No me di cuentaentonces de lo que era y me entristece reconocerque le enseñé más de lo que debía.

—¿Mamá no era virgen cuando papá lallevó detrás de sus protecciones? —se sorprendióla chica.

Bruna resopló.

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—Se revolcó con más de la mitad delpueblo antes de que Steave se deshiciera de todoslos demás.

La mandíbula de Leesha se le quedó floja.

—Mamá condenó a Klarissa porque sequedó embarazada.

La anciana escupió en el suelo.

—Todo el mundo le dio la espalda a esapobre chica. ¡Todos son unos hipócritas! Smittno hace más que hablar de la familia, pero élno alzó un dedo cuando su mujer echó a todo elpueblo sobre esa chica como si fueran una man-ada de demonios de las llamas. La mitad de lasmujeres que la señalaron y gritaron «¡pecadora!»eran culpables de la misma falta, simplementetuvieron la suerte de casarse rápido o fueron listasy tomaron precauciones.

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—¿Precauciones? —inquirió la chica.

Bruna sacudió la cabeza.

—Elona está tan impaciente de tener un ni-eto que te ha mantenido a oscuras respecto a to-do, ¿eh? —le preguntó—. Dime, niña, ¿cómo sehacen los bebés?

Leesha se ruborizó.

—El hombre, quiero decir, tu marido... Él...

—Déjalo ya, niña —le contestó Bruna—.Estoy demasiado vieja para esperar que desa-parezca el rubor de tu rostro.

—... pone su semilla dentro de ti —con-cluyó la muchacha, con la cara aún más roja.

Bruna se rió con sorna.

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—¿Puedes curar quemaduras y heridas dedemonios, pero te ruborizas cuando se habla decómo nace la vida?

La muchacha abrió la boca para replicar,pero la anciana la cortó.

—Si haces que tu chico ponga su semilla entu vientre, podrás yacer con él para alegría de tucorazón —dijo Bruna—, pero no se puede confiaren que los chicos no se aprovechen de ti algunasveces, como comprendió Klarissa. Las más listasacuden a mí en busca de una tisana.

—¿Tisana? —repitió la chica, pendiente decada palabra.

—Con las hojas de balaustia, maceradas endosis correctas con otras hierbas, se puede haceruna tisana que impedirá que la semilla de unhombre arraigue en tu vientre.

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—Pero el Pastor Michel dice... —comenzóa decir la chica.

—Ahórrame el sermón del Canon —lacortó Bruna—. Es un libro escrito por hombres, yno atiende ni por un momento a la situación difí-cil en que a veces se encuentran las mujeres.

La muchacha cerró la boca con un crujidoaudible.

—Tu madre me visitó muy a menudo—continuó Bruna—, preguntándome cosas, ay-udándome en la cabaña, recogiendo hierbas paramí. Pensé incluso en hacerla aprendiza mía, perotodo lo que ella quería era el secreto de la tisana.Una vez que le dije cómo se hacía, desapareció yno volvió nunca más.

—Eso es muy propio de ella —comentóLeesha.

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—La tisana de balaustia es bastante seguraincluso en pequeñas dosis —dijo la vieja—, peroSteave es lujurioso y tu madre tomó demasiada.Los dos deben haberse revolcado miles de vecesantes de que el negocio de tu padre comenzara aprosperar y su bolsa llamara la atención de Elona.En aquel momento el útero de tu madre ya sehabía secado.

La chica la miró con curiosidad.

—Después de casarse con tu padre, Elonaintentó durante dos años concebir sin éxito—siguió narrando Bruna—. Steave se casó conuna chica joven y la dejó embarazada la primeranoche, lo cual sólo hizo que tu madre se desesper-ara aún más. Finalmente ella acudió a mí, suplic-ando ayuda.

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Leesha se inclinó hacia ella, sabiendo quesu existencia había dependido de lo que le iba acontar Bruna.

—La tisana de balaustia hay que tomarla enpequeñas dosis —repitió Bruna—, y una vez almes es lo mejor para detener el embarazo y hacerque regrese tu flujo. Si no respetas esa norma,te arriesgas a convertirte en estéril. Se lo avisé aElona, pero ella no atendía más que a los deseosde sus tripas y no me hizo caso. Le di hierbasdurante meses y comprobé su flujo, también ledi otras para que las pusiera en la comida de tupadre, y finalmente concibió.

—A mí —dijo la muchacha— Me concibióa mí.

Bruna asintió.

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—Temí por ti. El útero de tu madre era déb-il y ambas sabíamos que no tendría otra opor-tunidad. Vino a verme a diario, pidiéndome quecomprobara que todo iba bien con su hijo.

—¿Hijo? —preguntó Leesha.

—Le advertí que podría no ser un chico—explicó la anciana—, pero Elona era muy test-aruda. «El Creador no sería tan cruel conmigo»,decía, olvidando que hablaba del mismo Creadorque había hecho a los abismales.

—Entonces, ¿yo soy una especie de bromacruel del Creador? —inquirió Leesha.

Bruna le tomó la barbilla entre sus dedoshuesudos y la acercó a su rostro. La chica pudocontemplar de cerca mientras hablaba los pelosgrises, largos como bigotes de gato, que habíasobre los labios arrugados de la vieja bruja.

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—Somos lo que escogemos ser, niña —ledijo—. Estarás perdida si dejas que sean los de-más quienes decidan tu valía, porque nadie quiereque los demás valgan más que uno. Elona notiene que culpar a nadie salvo a sí misma de susequivocaciones, pero ella es demasiado superfi-cial para admitirlo. Es más fácil tomarla contigoy con el pobre Emy.

—Me habría gustado que la hubieran des-cubierto y la expulsaran del pueblo —comentóLeesha.

—¿Traicionarías a tu género por rencor?—preguntó la anciana.

—No te entiendo —contestó la chica.

—No hay ninguna culpa en que una chicaquiera a un hombre entre sus piernas, Leesha—replicó la vieja—. Una Herborista no puede

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juzgar a la gente por hacer aquello a lo que lesempuja la naturaleza cuando son jóvenes y libres.No soporto a los que rompen sus promesas.Cuando haces unos votos, niña, lo mejor quepuedes hacer es tener la voluntad de respetarlos.

Leesha asintió.

Gared regresó en ese momento.

—Darsy viene a ver si estás preparada pararegresar al pueblo —le dijo a Bruna.

—Pero si os juro que eché a esa vaca cortade entendederas —gruñó Bruna.

—El Concejo del pueblo se reunió ayer yme devolvieron mi puesto —anunció Darsy, en-trando en la cabaña. No era tan alta como Gared,pero no le andaba muy lejos—. Es por tu culpa.Nadie más quería este trabajo.

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—¡No pueden hacerme eso! —ladró Bruna.

—Oh, sí, claro que pueden —repusoDarsy—. A mí me hace tan poca gracia como a ti,pero cualquier día de estos te morirás y el pueblonecesita que alguien atienda a los heridos.

—He sobrevivido a más gente que tú —seburló Bruna—, y escogeré a quién quiero en-señar.

—Bueno, pues me quedaré hasta que lohagas —replicó Darsy, mirando a Leesha y en-señándole los dientes.

—Entonces sé útil y pon las gachas a cocer.Gared es un chico en pleno crecimiento y necesitamantener las fuerzas.

Darsy puso cara de pocos amigos, pero seremangó y se encaminó hacia el hervidor.

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—Smitt y yo vamos a tener una pequeñacharla cuando regrese al pueblo —mascullóBruna entre dientes.

—¿Tan mala es Darsy de verdad? —pre-guntó Leesha.

Los ojos acuosos de Bruna se volvieronhacia Gared.

—Ya sé que eres más fuerte que un buey,chico, pero me imagino que todavía quedan unascuantas cargas de leña que cortar.

Gared no necesitó que se lo dijeran dos vec-es. Estuvo en la puerta en un pestañeo y lo oyeronponer el hacha en movimiento de nuevo.

—Darsy es muy útil en los trabajos quehay que hacer alrededor de la cabaña —admitióBruna—. Corta leña casi tan rápido como tu

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chico y hace unas gachas bastante buenas, peroesas manos rollizas son demasiado torpes para lascuras, y tiene pocas aptitudes para el arte de laHerboristería. Es una partera aceptable, pero laverdad es que cualquier idiota es capaz de sacara un bebé de la madre; y no tiene rival a la horade componer huesos, pero el trabajo más sutilqueda fuera de su competencia. Me da escalofríospensar qué va a ser de este pueblo con ella comoHerborista.

—¡Menuda esposa serás para Gared si noeres capaz de preparar una cena en condiciones!—gritó Elona.

Leesha la miró con cara de pocos amigos.Hasta donde ella sabía, su madre no había pre-parado una comida en toda su vida. Habían pas-

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ado un montón de días desde que había podidodormir en condiciones, pero ni que el Creadorimpidiera que su madre levantara una mano paraayudar...

Se había pasado la mañana atendiendo a losenfermos con Bruna y Darsy. Había aprendido lastécnicas básicas rápidamente, de modo que Brunala usaba como ejemplo ante la otra chica, a la queesto no le importaba en absoluto.

Leesha sabía que Bruna la quería comoaprendiz. La anciana no presionaba mucho,aunque había dejado claras sus intenciones, perotambién debía pensar en el negocio paterno defabricación de papel. Ella había trabajado en latienda, un largo edificio conectado a su casa,desde que era pequeña, escribiendo mensajespara los aldeanos y fabricando hojas de papel.Erny le decía que tenía un don para ello. Sus cu-

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biertas eran más bonitas que las de su padre, y aLeesha le gustaba incrustar pétalos de flores enlas páginas, por las cuales las señoras de Laktony Fuerte Rizón pagaban más que sus maridos porlas hojas simples.

Las expectativas de Erny eran retirarse paraque Leesha regentara la tienda y Gared hiciera lapulpa del papel y se encargara del trabajo pesado,pero la fabricación del papel nunca había sido demucho interés para la chica, pues se dedicaba aello sólo para pasar un rato en compañía de supadre, lejos del azote de la lengua de su madre.

Elona odiaba la tienda tanto como dis-frutaba del dinero que proporcionaba la misma,y se quejaba continuamente del hedor de la lejíade las cubas de la pulpa del papel y el ruidodel molino. Leesha y Erny a menudo tomaban la

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tienda como un retiro, ese lugar alegre que jamáshabía sido su casa.

Las retumbantes risotadas de Steave hici-eron que Leesha alzara la vista de las verdurasque estaba cortando para el estofado. Estaba enla habitación principal, sentado en la silla de supadre, bebiéndose su cerveza. Elona se sentó enel brazo del sillón, riéndose e inclinándose sobreél, con la mano en su hombro.

Leesha deseó en ese momento ser un de-monio de las llamas para poder escupirles fuego.Nunca había sido feliz porque se había sentido at-rapada en la casa con Elona, pero ahora no podíaevitar pensar en las historias que le había contadoBruna. Su madre no amaba a su padre y probable-mente jamás lo había amado. Pensaba que su hijaera una broma cruel del Creador. Y no había sido

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virgen cuando Erny la había hecho cruzar sus gra-fos.

Por alguna razón, eso era lo que le dolíamás. Bruna dijo que no había pecado en que unamujer obtuviera placer de un hombre, pero la hi-pocresía de su madre le parecía carente de sen-tido. Había ayudado a expulsar a Klarissa delpueblo para esconder su propia indiscreción.

—Yo no voy a ser como tú —se juró lachica. Ella tendría un día de bodas comomandaba el Creador y se haría mujer en un lechode bodas apropiado.

Elona chilló ante algún comentario quehabía hecho Steave, y ella comenzó a cantar parasus adentros con tal de sofocar sus voces. La suyaera rica y pura, por eso el Pastor Michel no dejabade requerirla para que lo hiciera en los serviciosreligiosos.

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—¡Leesha! —ladró su madre un momentomás tarde—. ¡Deja ya esos gorgoritos! ¡No nosoímos aquí ni los pensamientos!

—Pues no da la sensación de que estéispensando mucho —masculló la chica entre di-entes.

—¿Qué ha sido eso?

—¡Nada! —gritó ella en respuesta con unavoz de lo más inocente.

Comieron justo después de la caída del sol,y Leesha observó con orgullo que Gared usaba elpan que ella había hecho para dejar bien limpio eltercer cuenco de su estofado.

—No vale mucho como cocinera, Gared—se disculpó Elona—, pero llena lo bastante si tetapas la nariz.

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Steave, escupiendo cerveza súbitamente,comenzó a arrojarla también por la nariz. Garedse rió de su padre, y Elona arrancó la servilletadel regazo de Erny para secarle la cara a Steave.Leesha miró a su padre brindándole su apoyo,pero él mantuvo los ojos fijos en su cuenco. Nohabía dicho ni una palabra desde que salió de latienda.

Eso ya fue demasiado para la muchacha.Limpió la mesa y se retiró a su habitación, perotampoco allí encontró refugio. Se le había olvid-ado que su madre le había dado la habitación aSteave durante la estancia indefinida de él y de suhijo.

El leñador gigantón había dejado un rastrode barro a través del suelo inmaculado para luegodepositar sus botas mugrientas sobre su libro fa-vorito, que ella había apartado junto a la cama.

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Gritó y echó a correr hacia su tesoro, perola cubierta estaba embarrada sin remedio. Su ropade dormir de la lana más fina, procedente deRizón, estaba manchada sabría el Creador de quéy hedía a una mezcla asquerosa de sudoralmizclado y el caro perfume angiersiano favoritode su madre.

Leesha se sintió asqueada. Apretó su pre-ciado libro contra el pecho y salió disparada haciala tienda de su padre, sollozando mientras in-tentaba sin éxito limpiar las manchas de laportada. Allí fue donde la encontró Gared.

—Así que aquí es donde te refugias—comentó, moviéndose para envolverla en susbrazos musculosos.

La chica se apartó, frotándose los ojos e in-tentando recomponerse.

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—Sólo necesitaba un momento a solas.

Gared la cogió de un brazo.

—¿Es por el chiste que ha hecho tu madre?—preguntó él.

Leesha sacudió la cabeza, intentando darsela vuelta, pero él la sujetó con fuerza.

—Sólo echaba unas risas con mi padre—comentó—, la verdad es que me encantó tu es-tofado.

—¿De verdad? —La chica sorbió por lanariz.

—De verdad —afirmó él; y la atrajo a sulado para besarla con intensidad—. Podríamosalimentar un ejército de hijos con unos guisoscomo ésos —murmuró con voz ronca.

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Leesha se echó a reír.

—Seguramente tendré más de un problemasacando adelante un ejército de pequeños Gareds.

Él la apretó con más fuerza, y presionó loslabios contra su oreja.

—Ahora mismo, estoy más interesado enmeterte algo que en sacar nada.

La chica gimió, pero lo apartó con dulzura.

—Pronto estaremos casados —le recordóella.

—Ayer ya me parecería tarde —repusoGared, pero la dejó marchar.

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Leesha yacía acurrucada entre mantas allado del fuego de la sala principal. Steave dormíaen su habitación y Gared ocupaba un catre en latienda. El suelo estaba frío por la noche y en-cima había corrientes de aire; además, la alfom-bra de lana era basta y dura para dormir en ella.Echaba de menos su colchón, aunque nada apartedel fuego podría borrar el hedor del pecado deSteave y su madre.

Ella ni siquiera sabía por qué Elona se mo-lestaba en inventarse estratagemas. No era queestuviera engañando a nadie, para eso lo mismole hubiera dado poner a Erny en la habitaciónprincipal y llevarse a Steave derecho a su cama.

A Leesha no le quedaba paciencia sufi-ciente para aguantar hasta el momento de podermarcharse con Gared.

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Se quedó despierta, escuchando cómo losdemonios ponían a prueba los grafos, y se ima-ginó llevando la tienda de fabricación de papelcon Gared, con su padre retirado y su madre ySteave tristemente muertos. Su vientre estaba re-dondeado y lleno, y ella se ocupaba de los librosmientras Gared venía con los músculos relu-cientes y sudorosos de trabajar en el molino. Élla besaba mientras sus pequeños corrían por latienda.

La imagen la llenó de calidez, pero recordólas palabras de Bruna, y se preguntó si echaríaalgo de menos si dedicaba su vida a los niños yla fabricación del papel. Cerró los ojos de nuevoy se imaginó como la Herborista de Hoya deLeñadores, con todo el mundo pendiente de ellapara curar sus enfermedades, traer sus hijos almundo y curar sus heridas. Era una imagen po-tente, pero una en la que era difícil encajar a

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Gared o unos hijos. Una Herborista tenía que vis-itar a los enfermos y la imagen del muchacho ll-evando sus hierbas e instrumentos de un lugar aotro, no le parada creíble, y menos la idea de queél le echara un ojo a los niños mientras ella traba-jaba.

Bruna se las había apañado, quién sabíahacía cuantas décadas, para casarse, criar niños, yaun así atender al pueblo, mas Leesha no veía elmodo. Tendría que preguntarle a la anciana.

Oyó un clic y alzó la mirada para ver cómoGared se le acercaba con cautela procedente dela tienda. Ella se hizo la dormida hasta que él seacercó, y después se dio la vuelta súbitamente.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le susurró.Gared dio un respingo y le cubrió la boca paradisimular su grito. Leesha tuvo que morderse ellabio para no empezar a reírse en voz alta.

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—Sólo he venido a usar el baño —le susur-ró el muchacho, acercándose y arrodillándose asu lado.

—Hay un servicio en la tienda —le recordóla chica.

—Sólo he venido a darte el beso de lasbuenas noches —dijo, inclinándose con los labiosfruncidos.

—Ya te di tres cuando te fuiste a la cama—replicó Leesha, empujándolo, juguetona.

—¿Es malo que quiera otro más? —inquir-ió Gared.

—Supongo que no —admitió la muchacha,pasando los brazos alrededor de sus hombros.

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Un rato más tarde se oyó el crujido de otrapuerta. El chico se envaró, buscando en losalrededores un lugar para esconderse. La chica leseñaló una de las sillas. Él era demasiado grandepara que lo cubriera por completo, pero comosólo alumbraba el tenue resplandor anaranjado dela chimenea, era suficiente para ocultarlo.

Apareció poco después una luz suave, des-vaneciendo cualquier esperanza de confusión. ALeesha apenas le dio tiempo a tumbarse y cerrólos ojos antes de que alguien se deslizara en lahabitación.

A través de las rendijas de los ojos, Leeshavio cómo su madre echaba una ojeada a la salacomún. La linterna que llevaba estaba tapada ensu mayor parte y arrojaba grandes sombras,dando suficiente margen a Gared para ocultarse siella no miraba con demasiado detenimiento.

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Pero no tenían por qué preocuparse en ab-soluto. Después de asegurarse de que Leesha es-taba dormida, Elona abrió la puerta de la hab-itación de Steave y desapareció dentro.

La chica se quedó mirando un buen rato.Que Elona fuera tan falsa no era ninguna granrevelación, pero hasta ese mismo momento, sehabía permitido el lujo de dudar de que su madrerealmente estuviera tan deseosa de tirar a la bas-ura sus votos.

Sintió la mano de Gared en su hombro.

—Leesha, lo siento —dijo, y ella enterró elrostro en su pecho, sollozando.

Él la abrazó con fuerza, sofocando sus sol-lozos y meciéndola. Un demonio rugió en algunaparte lejana y la muchacha sintió deseos de gritarcon él. Contuvo la lengua con la vana esperanza

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de que su padre estuviera durmiendo, ajeno a losresoplidos de Elona, pero parecía una probabilid-ad remota a menos que ella hubiera usado una delas pócimas para dormir de Bruna.

—Te sacaré de aquí —anunció el chico—.No perderemos tiempo haciendo planes y tendrépreparada una casa para los dos antes de la ce-remonia aunque tenga que cortar y acarrear lostroncos yo mismo.

—Oh, Gared —exclamó ella, besándole. Élle devolvió el abrazo y volvió a tumbarla. Losgolpeteos que procedían de la habitación deSteave y el sonido de los demonios se desvaneci-eron ante el repiqueteo del latido de la sangre ensus oídos.

Las manos de Gared recorrieron el cuerpode la chica sin restricciones, y Leesha le dejó ac-ceder a lugares que sólo eran adecuados para un

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esposo. Ella jadeó y se arqueó contra él llevadapor el placer, de modo que el chico aprovechó laoportunidad para situarse entre sus piernas. Ellasintió cómo él se despojaba de sus calzones y sedio cuenta de lo que iba a hacer. Sabía que teníaque apartarlo, pero sentía un gran vacío en su in-terior y Gared parecía ser la única persona en elmundo capaz de llenarlo.

Estaba a punto de dejarle continuar cuandooyó el grito de placer de su madre y se envaró.¿Acaso era mejor que Elona, que abandonaba susvotos con tanta facilidad? Se había jurado cruzarlas protecciones de su casa de casada siendo vir-gen. Se había jurado no ser como Elona, pero ahíestaba, desprendiéndose de todo, encelada por unchico a pocos metros de donde pecaba su madre.

«No soporto a los que rompen sus prome-sas», escuchó decir de nuevo a Bruna, y Leesha

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presionó las manos contra el pecho delmuchacho.

—Gared, no por favor —le susurró. Él sequedó rígido durante un buen rato. Finalmente,rodó apartándose de ella y se abrochó de nuevolos pantalones.

—Lo siento —se excusó ella con voz débil.

—No, soy yo quien lo siente —repusoGared y le besó la sien—. Puedo esperar.

Leesha lo abrazó con fuerza, y Gared se le-vantó para irse. Ella quería que él se quedara ydurmiera con ella, pero ya había forzado en ex-ceso una suerte que no la favorecía en exceso.Si los cogían juntos, Elona la castigaría severa-mente, a pesar de su propio pecado. O quizádebido a eso mismo.

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Cuando sonó el chasquido de la puerta alcerrarse, Leesha descansó sobre su espalda con lamente llena de dulces pensamientos sobre Gared.Fuera cual fuese la pena que su madre le trajera,podría soportarla mientras lo tuviera a él.

El desayuno fue bastante desagradable.Los sonidos producidos por mascar y tragarsonaban casi como truenos en un silencio que eracomo si colgara sobre la mesa un paño mortuorio.Parecía que no había nada que fuera convenienteponer en palabras. Leesha quitó la mesa en silen-cio mientras Gared y Steave cogían sus hachas.

—¿Pasarás el día en la tienda? —preguntóGared a la chica rompiendo finalmente el silen-cio.

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Erny alzó la mirada por primera vez esamañana, interesado en su respuesta.

—Le prometí a Bruna que la ayudaría hoy aatender a los heridos —repuso Leesha, pero miróa su padre con aire de disculpa.

Erny asintió comprensivamente y sonriócon dulzura.

—¿Y cuánto va a durar eso? —preguntóElona.

La chica se encogió de hombros.

—Hasta que estén mejor, supongo —rep-licó.

—Pasas demasiado tiempo con esa viejabruja —la regañó Elona.

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—Porque tú lo pediste —le recordó lamuchacha.

Elona la miró con cara de pocos amigos.

—No te pases de lista conmigo, niña.

La ira llameó en el interior de Leesha perole mostró su sonrisa más obsequiosa mientras secolocaba la capa sobre los hombros.

—Madre, no te preocupes —repuso—, nosuelo beber su tisana.

Steave bufó y los ojos de Elona casi se lesalen de las órbitas, pero la muchacha salió porla puerta antes de que ella se recuperara a tiempopara contestarle.

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Gared recorrió parte del camino con ella,pero pronto llegaron al lugar donde se reunían losleñadores cada mañana.

Los amigos de Gared ya le esperaban.

—Vienes tarde, Gar —masculló Evin.

—Como tiene una mujer que le cocinaahora... —dijo Flinn—. Eso haría que cualquierhombre se retrasase.

—Seguro que ni siquiera ha dormido—bufó Ren—, juraría que le ha hecho algo másque cocinar, aunque sea bajo la nariz de su padre.

—¿A que Ren lleva razón, Gar? —pregun-tó Flinn—. ¿Encontraste anoche un sitio nuevodonde colgar tu hacha?

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Leesha se enfadó y abrió la boca para repli-car, pero Gared le puso una mano en el hombro.

—No les hagas caso —le dijo—. Están in-tentando hacerte saltar.

—Podrías defender mi honor —repuso lachica. El Creador sabía que los chicos sepeleaban por cualquier tontería.

—Oh, claro que lo haré —prometió elmuchacho—, sólo que no quiero que lo veas.Quiero que sigas pensando que soy un buenchico.

—Eres un buen chico —replicó Leesha,poniéndose de puntillas para besarlo en la mejilla.

Los muchachos silbaron, y la chica les sacóla lengua mientras se marchaba.

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—Niña tonta —masculló Bruna, cuandoLeesha le dijo lo que le había respondido aElona—. Sólo un estúpido muestra sus cartas alcomienzo del juego.

—¡Esto no es un juego, es mi vida! —ex-clamó ella.

Bruna le agarró la cara, apretándole tantolas mejillas que los labios se le estiraron.

—Más razón todavía para mostrar unapizca de sentido común —gruñó ella, mirándolade mala manera con sus ojos lechosos.

Leesha sintió que la ira ardía en su interior.¿Quién era esa mujer para hablarle de esa man-era? Bruna parecía desdeñar a todo el pueblo,

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zarandeando, golpeando y amenazando a cu-alquiera a su gusto. ¿Es que acaso era mejor queElona? ¿Acaso había tenido en cuenta los inter-eses de Leesha cuando le dijo todas aquellas hor-ribles cosas sobre su madre, o sólo estaba man-goneándola para convertirla en su aprendiz, comoElona la presionaba para que se casara con Garedlo antes posible y que engendrara hijos? En su in-terior, la chica sabía que todo eso era cierto, peroestaba cansada de ser manipulada.

—Bien, bien, mira quién ha vuelto —dijouna voz procedente de la puerta—, la jovenprodigio.

Leesha alzó la mirada y se encontró conDarsy de pie ante el umbral del Templo con unabrazada de leña. La mujer no hizo ningún es-fuerzo para esconder el disgusto que le causaba lachica, y podía ser tan intimidatoria como Bruna

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cuando quería. Había intentado asegurarle que noera una amenaza, pero sus intentos sólo parecíanempeorar las cosas. Darsy estaba decidida a queella no le gustara.

—No culpes a Leesha si ella ha aprendidomás en dos días de lo que tú en todo un año —leespetó Bruna cuando Darsy dejó caer de golpela leña y alzó un pesado atizador de hierro paraavivar el fuego.

La muchacha estaba segura de que nunca leiba a ir bien con Darsy mientras Bruna siguierametiendo el dedo en la llaga, pero se apresuróa mezclar las hierbas para los emplastos. Variosde los quemados en el ataque tenían infeccionesen la piel que necesitaban atención regular. Otroshabían empeorado. Habían tenido que sacudir aBruna dos veces por la noche para despertarla

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y atenderlos, pero no cabía duda de que ni sushierbas ni su habilidad le habían fallado.

La anciana había asumido el control com-pleto del Templo, dando órdenes al Pastor Michely al resto como si fueran sirvientes milneses.Mantenía a Leesha cerca hablándole continua-mente con su carraspera llena de flemas, ex-plicándole la naturaleza de las heridas y laspropiedades de las hierbas con las que solíatratarlas. La muchacha la observó sajar y cortarla carne, y descubrió que tenía un estómagobastante resistente para ese tipo de cosas.

La mañana se convirtió en tarde y Leeshatuvo que forzar a Bruna para parar y comer. Otrosquizá no hubieran notado la tensión en el alientode la anciana o el temblor de sus manos, pero ellasí que se dio cuenta.

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—Ya está bien —dijo finalmente, quitán-dole el mortero y el almirez de las manos a laHerborista. Bruna alzó la mirada hacia ella conbrusquedad.

—Vete y descansa —dijo Leesha.

—Pero quién eres tú, niña, para...—comenzó Bruna, alargando la mano hacia subastón.

Leesha estaba alerta al movimiento y fuemás rápida, cogiendo el bastón y señalando conél a la nariz ganchuda de la Herborista.

—Te va a dar un ataque si no descansas—le reprochó—. ¡Te voy a sacar de aquí y sinprotestar! Stefny y Darsy pueden arreglárselasdurante una hora.

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—De mala manera —gruñó Bruna, peropermitió a Leesha que la ayudara a levantarse y lasacara de allí.

El sol estaba alto en el cielo y la hierbaalrededor del Templo era lozana y verde, salvopor unos cuantos parches ennegrecidos por losdemonios de las llamas. Leesha extendió unamanta e hizo que Bruna se recostara, ofreciéndolesu infusión especial y un trozo de pan suave queno pondría a prueba los pocos dientes que lequedaban.

Se sentaron en un cómodo silencio duranteun rato, disfrutando del cálido día primaveral. Lachica pensó que había sido una mala idea com-parar a Bruna con su madre. ¿Cuándo había sidola última vez que ella y Elona habían pasadojuntas un rato de tranquilo silencio al sol? ¿Lohabían hecho alguna vez?

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Oyó un carraspeo y se volvió para encon-trarse a Bruna roncando. Sonrió y le extendió elchal de la mujer por encima. Estiró las piernas,y descubrió a Saira y Mairy a poca distancia, co-siendo sobre la hierba. La saludaron con la manoy le hicieron señas. Se apretaron sobre la mantapara hacerle sitio a Leesha.

—¿Qué tal te va con la Herboristería?—preguntó Mairy.

—Reventada —contestó Leesha—,¿Dónde está Brianne?

Las chicas se miraron entre sí y soltaronunas risitas.

—En el bosque con Evin —repuso Saira.

Leesha chasqueó la lengua.

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—Esa chica va a terminar como Klarissa.

Saira se encogió de hombros.

—Brianne dice que no puedes despreciaraquello que no hayas probado.

—¿Estás planeando intentarlo tú? —repusola chica.

—Tú no crees que haya razones para no es-perar —comentó Saira—. Yo también lo veía así,antes de que se llevaran a Jak. Ahora daría cu-alquier cosa por haberlo tenido al menos una vezantes de que muriera. Incluso haber tenido un hijosuyo.

—Lo siento —añadió Leesha.

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—No pasa nada —respondió Saira contristeza, y la chica la abrazó, uniéndosele tambiénMairy.

—¡Oh, qué bonito! —gritó alguien a sus es-paldas—. ¡Yo también quiero un abrazo!

Todas alzaron la mirada justo en el mo-mento en que Brianne cayó sobre ellas, y las der-ribó riendo sobre la hierba.

—Hoy estás de muy buen humor—comentó Leesha.

—Es lo que tiene un revolcón en el bosque—le dijo Brianne con un guiño, y dándole uncodazo en las costillas—. Además —cantur-reó—, ¡Eeevinn me contó un secreeettooo!

—¡Cuéntanoslo! —chillaron las tres chicasa la vez.

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Brianne se echó a reír y sus ojos se dirigi-eron hacia Leesha.

—Quizá más tarde —dijo—. ¿Qué tal le haido a la aprendiza de la arpía hoy?

—Yo no soy su aprendiza, piense Brunalo que piense —afirmó la chica—. Todavía sigoqueriendo llevar la tienda de mi padre cuandoGared y yo nos casemos. Sólo estoy echando unamano con los heridos.

—Mejor tú que yo —dijo Brianne—. El deHerborista parece un trabajo bastante duro. Vayapinta que tienes. ¿Dormiste bien anoche?

La muchacha negó con la cabeza.

—El suelo que hay al lado del hogar no estan cómodo como una cama.

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—A mí no me importaría dormir en el suelosi tuviera a Gared de camastro.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Leesha.

—No te hagas la tonta, Leesha —replicóBrianne con una pizca de irritación—. Somosamigas.

La chica se picó.

—¡Si estás insinuando...!

—Bájate del pedestal, Leesha —repusoBrianne—. Sé que Gared estuvo contigo anoche.Esperaba que fueras sincera con nosotras.

Saira y Mairy soltaron una exclamación desorpresa y los ojos de Leesha se dilataron, mien-tras su rostro enrojecía.

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—¡No lo hicimos! —gritó— ¿Quién te hadicho eso?

—Evin —sonrió Brianne—. Dice queGared ha estado fardando todo el día.

—¡Pues Gared es un mentiroso desalmado!—ladró Leesha—. Yo no soy una buscona, todoel día rondando...

El rostro de Brianne se ensombreció y ellajadeó y se tapó la boca.

—Oh, Brianne, ¡lo siento! No quería de-cir...

—No, ya lo creo que querías —replicó lachica—, y creo que es la única verdad que has di-cho hoy.

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Se puso en pie y se sacudió las faldas, y elbuen humor que había traído se desvaneció.

—Vamos, chicas —dijo—. Vámonos a cu-alquier otro sitio donde el aire esté menos con-taminado.

Saira y Mairy se miraron la una a la otra yluego a Leesha, pero Brianne ya se había puestoen marcha y se levantaron con rapidez paraseguirla. La muchacha abrió la boca, pero no lesalió ni una palabra, pues no sabía qué decir.

—¡Leesha! —la llamó Bruna.

Se volvió y vio a la anciana que movía elbastón en su dirección y bregaba para levantarse.Con una mirada llena de dolor hacia sus amigas,que se alejaban en ese momento, se apresuró aayudarla.

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Leesha estaba esperando cuando Gared ySteave venían paseando por el camino que llev-aba hacia la casa de su padre. Bromeaban y sereían, y su jovialidad le dio a la chica la energíaque necesitaba. Cerró los puños sobre las faldashasta que los nudillos se le blanquearon cuandose dirigió hacia ellos a grandes zancadas.

—¡Leesha! —la saludó Steave con unasonrisa burlona—. ¿Qué tal está mi futura nuera?—Abrió los brazos como si fuera a abrazarla.

La chica lo ignoró y se concentró en Gared,llegando a su lado y descargándole una formid-able bofetada en la cara.

—¡Ay! —gritó Gared.

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—¡Oh, vaya! —se rió Steave.

Leesha lo clavó en el sitio con la mejormirada de malas pulgas de su madre y él alzó lasmanos en gesto tranquilizador, para aplacarla.

—Veo que tenéis cosas de las que hablar—comentó Steave, así que mejor os dejo. —Leechó una mirada a Gared y le guiñó el ojo—. Elplacer tiene su precio —le advirtió mientras semarchaba.

La muchacha se lanzó de nuevo sobreGared, pegándole otra vez, pero en esta ocasiónél tuvo tiempo de cogerla de la muñeca y retor-cérsela.

—¡Leesha, para ya! —le pidió.

Pero la chica ignoró el dolor que sentía yestampó la rodilla entre sus piernas. Sus gruesas

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faldas suavizaron el impacto, pero bastó para queél la soltara y se cayera al suelo, sujetándose losgenitales. Leesha lo pateó con ganas, pero Garedtenía una dura musculatura y protegió con lasmanos su parte más vulnerable.

—¡Leesha, por el Abismo!, ¿se puede saberqué te pasa? —jadeó el muchacho, pero dejó dehablar cuando ella le dio una patada en la boca.

Gared rugió, y la próxima vez que ella alzóel pie, él se lo cogió al vuelo y tiró con fuerza,haciéndola caer de espaldas. Se quedó sin alientocuando aterrizó sobre el suelo, y antes de quepudiera recuperarse, Gared se le echó encima,sujetándola por los brazos contra el suelo.

—¿Es que te has vuelto loca? —le gritó,cuando ella continuó debatiéndose debajo de él.Se le había puesto el rostro de color morado y susojos derramaban lágrimas sin parar.

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—¿Cómo has podido hacerlo? —chillabaLeesha—. Hijo de abismal, ¿cómo has podido sertan cruel?

—¡Por la Noche, Leesha!, ¿qué te pasa?—graznó Gared, apresándola con su peso.

—¿Cómo has podido? —insistió ella—.¿Cómo has podido mentir y decirle a todo elmundo que te aprovechaste de mí anoche?

Gared se la quedó mirando, desconcertado.

—¿Quién te ha dicho eso? —le exigió, yLeesha concibió la esperanza de que la mentirano procediera de él.

—Evin se lo contó a Brianne.

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—Mataré a ese hijo del Abismo —gruñóGared, levantándose de encima de ella—. Pro-metió mantener la boca cerrada.

—¿Así que es verdad? —chilló Leesha.Volvió a alzar la rodilla violentamente, y Garedaulló revolcándose. Ella se puso en pie y escapófuera de su alcance antes de que él se recobrara lobastante para cogerla de nuevo.

—¿Por qué? —le gritó—. ¿Por qué hasmentido de esa manera?

—Sólo era simple parloteo entre leñadores—gimió Gared—, no significa nada.

La chica jamás le había escupido a nadie,hasta ese día.

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—¿Qué no significa nada? —chilló—.¿Has arruinado mi vida por algo que no significanada?

Gared se levantó y Leesha retrocedió. Élalzó las manos y mantuvo las distancias.

—Tu vida no está arruinada.

—¡Brianne lo sabe! —le contestó ella a gri-tos—. ¡Y Saira y Mairy! ¡Todo el pueblo lo sabrámañana!

—Leesha... —comenzó Gared.

—¿A cuántos más? —le cortó ella.

—¿Qué?

—¿A cuántos más se lo has contado, idi-ota? —aulló.

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Él se metió las manos en los bolsillos y bajóla mirada.

—Sólo a los demás leñadores.

—¡Por la Noche! ¿A todos...? —Leeshacorrió hacia él para arañarle la cara, pero él le co-gió las manos.

—¡Tranquilízate! —gritó Gared. Sus man-azas, grandes como dos jamones, la sujetaron confuerza y un calambre de dolor le recorrió losbrazos, devolviéndole la cordura.

—Me estás haciendo daño —le dijo contoda la calma que pudo reunir.

—Eso está mejor —dijo él, disminuyendola presión pero sin soltarla del todo—. Dudo queesto te duela ni de lejos como una patada en lasbolas.

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—Te la mereces.

—Supongo que sí —admitió Gared—. ¿Po-demos hablar ahora de forma civilizada?

—Si me sueltas —dijo ella.

Gared puso mala cara, después la soltó y sealejó a una distancia de seguridad.

—¿Vas a decirle a todo el mundo que hasmentido? —preguntó Leesha.

Gared sacudió la cabeza.

—No puedo hacer eso, Leesha. Quedarécomo un idiota.

—¿Y es mejor que yo quede como unaputa? —contraatacó Leesha.

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—Tú no eres ninguna puta. Leesha, es-tamos prometidos. No es como tu amiga Brianne.

—Estupendo —dijo Leesha—. Quizá yotambién tenga que decir unas mentiras por micuenta. Si tus amigos se rieron de ti antes, ¿quécrees que dirán si les digo que no fuiste capaz deponerte lo bastante duro para rematar la faena?

Gared cerró uno de sus puños enormes y loalzó ligeramente.

—Tú no vas a decir nada de eso, Leesha.Estoy siendo muy paciente contigo, pero si vaspor ahí contando mentiras como ésas, te lo juro...

—¿Y está bien que mientas sobre mí? —in-quirió Leesha.

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—Eso dará igual una vez que estemos casa-dos —replicó Gared—, porque todo el mundo loolvidará.

—No me voy a casar contigo —dijo Leeshay de repente sintió que se quitaba un gran peso deencima.

El muchacho puso mala cara.

—Pues no creo que tengas muchas posibil-idades —replicó—. Porque si alguien quiere ten-erte, esa rata de biblioteca de Jona u otro pare-cido, le daré lo suyo. No hay nadie en Hoya deLeñadores capaz de quedarse con lo que es mío.

—Pues que te aprovechen los frutos de tumentira —repuso Leesha, volviéndose para queél no pudiera ver sus lágrimas—, porque prefieroentregarme a la noche antes de que cumplas contu palabra.

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A Leesha le costó toda su energía con-seguir no romper en lágrimas mientras preparabala cena esa noche. Cada sonido que hacían Garedo Steave era como un cuchillo rasgando sucorazón. Había estado tentada de caer en losbrazos de Gared la noche anterior. Casi le habíadejado hacer lo que quería, totalmente conscientede lo que eso implicaba. Le había dolido tenerque rechazarlo, pero había pensado que era ellaquien tenía que entregar su virtud. Nunca hubieraimaginado que él se la arrancaría con una sola pa-labra, y mucho menos que se le ocurriera hacerlo.

—Ya veo por qué has pasado tanto tiempoen compañía de Bruna —sintió un susurro en suoído. Leesha se dio la vuelta para encontrarse conElona a su espalda, con una sonrisita de suficien-cia.

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—No queremos que vayas con una barrigabien redonda el día de tu boda —comentó sumadre.

Lamentando en ese momento el comentarioque había hecho por la mañana, la chica abrió laboca para replicar, pero su madre se rió con so-carronería y se marchó antes de que le acudieranlas palabras a la boca.

Escupió en su cuenco, y también en el deGared y el de Steave. Y sintió una profunda satis-facción mientras los veía comer.

La cena fue espantosa. Steave susurraba enel oído de su madre y Elona soltaba risita tras ris-ita mientras lo escuchaba. Gared estuvo mirán-dola todo el rato, pero Leesha evitó sus ojos.Mantuvo los suyos pegados a su cuenco, re-moviéndolo aturdida, como su padre a su lado.

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Daba la impresión de que sólo Erny no es-taba al tanto de la mentira de Gared. Leesha es-taba agradecida por ese motivo, pero sabía en sucorazón que no tardaría en enterarse. Había de-masiada gente empeñada en destruirla.

Se levantó de la mesa en cuanto le fue pos-ible. Gared se quedó sentado, pero la muchachasintió que la seguía con los ojos. En el momentoen que se retiró a la tienda, ella echó el cerrojode la puerta, dejándolo encerrado dentro, lo quele hizo sentirse algo más segura.

Como muchas noches anteriores, lamuchacha lloró hasta quedarse dormida.

Leesha se levantó dudando de que hubierallegado a dormir algo. Su madre había vuelto a

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hacerle a Steave una visita de madrugada, peroúnicamente sintió aturdimiento mientras oía susgruñidos por encima de la algarabía de los abis-males.

Gared también le causó un sobresalto muyavanzada la noche, cuando descubrió que la pu-erta estaba cerrada. Sonrió con tristeza mientrasél intentaba forzar el pestillo unas cuantas veces,hasta que al final se rindió.

Erny acudió a besarle la coronilla mientrasella echaba las gachas en el fuego. Era la primeravez que habían estado a solas en los últimos días.Se preguntó cómo afectaría a su padre, ya dolido,cuando le llegara la mentira de Gared. Él lahabría creído quizás antes, pero con la traiciónde su esposa tan reciente, dudaba que le quedaramucha confianza en nada.

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—¿Vas a volver hoy a cuidar de losheridos? —le preguntó. Cuando Leesha asintió,sonrió y le dijo—. Eso está bien.

—Siento no tener más tiempo para ded-icárselo a la tienda —comentó ella.

Él la tomó de los brazos y se inclinó haciadelante, buscándole los ojos.

—La gente siempre es más importante queel papel, Leesha.

—¿Incluso la mala? —preguntó la chica.

—Incluso los malos —confirmó él. Su son-risa estaba llena de dolor, pero no había vacila-ción ni duda en su respuesta—. Busca al peor serhumano posible, aun así será mejor que lo queves todas las noches al otro lado de la ventana.

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Erny la abrazó cuando la muchacha rompióa llorar, la meció entre sus brazos y le acarició loscabellos.

—Estoy orgulloso de ti, Leesha —le susur-ró—. La fabricación de papel ha sido mi sueño. Sitú escoges otro camino, las protecciones no fal-larán por eso.

Ella lo abrazó con fuerza, mojándole lacamisa con sus lágrimas.

—Te quiero, papá —le dijo—. Pase lo quepase, nunca dudes de eso.

—Jamás lo haría, sol de mi vida —le con-testó él—. Siempre te amaré también.

Ella siguió allí durante un buen rato ya quesu padre era el único amigo que le quedaba en elmundo.

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Salió a toda prisa de la casa mientras Garedy Steave se ponían las botas. Esperó tener lasuerte de no encontrarse con nadie en su caminohacia el Templo, pero los amigos de Gared lo es-taban esperando afuera. Su saludo fue una lluviade silbidos y abucheos.

—¡Sólo hemos venido para asegurarnos deque tu madre y tú no tenéis encamados a Garedy Steave cuando deberían estar trabajando! —legritó Ren.

Leesha se puso de un intenso color escar-lata, pero no dijo nada y apretó el paso para ad-elantarlos y tomar el camino. Sus carcajadas cay-eron como golpes sobre su espalda.

No pensó que eran imaginaciones suyas elhecho de que la gente se la quedara mirando yse pusieran a cuchichear a su paso. Se apresuróhacia un lugar seguro, el Templo, pero cuando

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llegó, Stefny le bloqueó la entrada, con las aletasde la nariz arrugadas como si Leesha apestara a lalejía que usaba su padre para hacer el papel.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó lachica—. Déjame pasar. He venido a ayudar aBruna.

Stefny sacudió la cabeza.

—No dejaré que mancilles este lugarsagrado con tu pecado —le recriminó.

Leesha se irguió en toda su altura, peroaunque le sacaba varios centímetros a Stefny, sesentía como un ratón ante un gato.

—Yo no he cometido pecado alguno —lecortó.

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—¡Ja! —se rió la mujer—. Toda la ciudadsabe lo que tú y Gared habéis estado haciendodurante la noche. Tenía algunas esperanzas pues-tas en ti, niña, pero parece que después de todosigues siendo la hija de tu madre.

Bruna intervino con su voz rasposa y roncaantes de que Leesha tuviera ocasión de responder.

—¿Qué es todo esto?

Stefny se volvió, con los ojos llenos dealtanero orgullo y bajó la mirada hacia la ancianaHerborista.

—Esta chica es una puta y no la quiero enla casa del Creador.

—¿Qué tú no la quieres? —preguntó—.¿Es que ahora eres tú el Creador?

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—Anciana, en este lugar no se blasfema—replicó Stefny—. Sus palabras están escritaspara todo aquel que quiera leerlas. —Alzó lacopia en pastas de cuero del Canon que llevabaconsigo a todas partes— Los fornicadores y losadúlteros han hecho caer la Plaga sobre nosotrosy eso describe bien tanto a esta buscona como asu madre.

—¿Y dónde está la prueba de su crimen?—preguntó Bruna.

Stefny sonrió.

—Gared ha presumido de su pecadodelante de todo aquel que ha querido escucharlo.

La sanadora gruñó y la golpeó súbitamenteen la cabeza con el bastón, haciéndola caer alsuelo.

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—¿Vas a condenar a una chiquilla sin máspruebas que las fanfarronadas de un niñato?—chilló—. ¡El alarde de un chico no vale ni elaliento que le cuesta y lo sabes muy bien!

—Todo el mundo sabe que su madre es laputa del pueblo —replicó ella con desdén. Le caíaun hilillo de sangre de la sien—. ¿Por qué debeser el cachorro distinto de la perra?

Bruna volvió a lanzar el bastón contra elhombro de Stefny, y ésta chilló de dolor.

—¡Eh, vosotras! —gritó Smitt, acercán-dose apresuradamente—. ¡Ya está bien!

El Pastor Michel llegó echando fuego.

—Esto es un Templo, no una taberna angi-ersina...

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—¡Las asuntos de mujeres son como son ytú te quitas de en medio si sabes lo que te con-viene! —le replicó bruscamente Bruna, cortán-dole las alas y se volvió después hacia Stefny—.¡Abre la boca y descubriré también tu pecado!—siseó.

—¡Yo no he pecado, vieja bruja! ——ex-clamó la mujer.

—Yo he traído al mundo todos los niñosde este pueblo —repuso Bruna, en voz tan bajaque los hombres no la oyeron—, y a pesar de losrumores, veo bastante bien cuando tengo las co-sas tan cerca como un bebé en mis manos.

Stefny palideció y se volvió hacia su mar-ido y el Pastor.

—¡Largaos de aquí! —gritó.

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—¡Por el Abismo que no! —gritó Smitt.Agarró el bastón de Bruna y lo apartó de sumujer—. Escucha bien, anciana —le dijo aBruna—. ¡Seas Herborista o no, no puedes ir porahí golpeando a quien te venga en gana!

—Ah, pero tu mujer sí puede ir por ahí con-denando a quien le dé la gana; ¿verdad? —le rep-licó ella. Le arrancó el bastón de las manos y ledio otro golpe en la cabeza con él.

Smitt trastabilló hacia atrás, frotándosela.

—Está bien —dijo—. He intentado ser am-able.

Por lo general, Smitt decía esto justo antesde remangarse y echar fuera a alguien de sutaberna. No era un hombre alto, pero su constitu-ción era robusta y había adquirido mucha experi-

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encia de tanto tratar con leñadores borrachos a lolargo de los años.

Bruna no era ningún leñador fornido, perono pareció intimidada en lo más mínimo. Se man-tuvo firme en su terreno mientras Smitt se precip-itaba contra ella.

—¡Pues muy bien! —gritó—. ¡Échame! ¡Yahora, mezcla tú las hierbas! ¡Curad tú y Stefnya los que vomitan sangre y a los que tienen lafiebre del demonio! ¡Y mientras, traed vuestrosniños al mundo! ¡Coced vuestras propias medici-nas! ¡Haceos vuestras propias pajuelas de azufre!¿Para qué necesitáis a la vieja bruja?

—Cierto, ¿para qué? —preguntó Darsy.Todo el mundo se la quedó mirando mientras seacercaba a zancadas hacia Smitt.

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—Yo puedo mezclar las hierbas y traerniños al mundo tan bien como ella —comentóDarsy.

—¡Ja! —exclamó Bruna. Incluso Smitt sela quedó mirando, vacilante.

Darsy la ignoró.

—Creo que ya es hora de un cambio —con-tinuó ella—. Tal vez no tenga cien años de exper-iencia como Bruna, pero yo no ando molestandoa la gente.

El posadero se rascó la barbilla y miró derefilón a Bruna, que se rió con socarronería.

—Adelante —le desafió ella—. Me vendrábien el descanso, pero no vengáis a mi cabañacuando esa vaca cosa donde hay que cortar ycorte donde haya que coser.

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—Quizá Darsy se merezca una oportunidad—afirmó Smitt.

—¡Hecho, entonces! —cerró Bruna, dandoun golpe con su bastón en el suelo—. Asegúratede decirle al resto del pueblo adonde tienen que irahora a por sus medicinas. ¡Te agradezco que medejes en paz en mi cabaña!

Se volvió hacia Leesha.

—Vamos, niña, ayuda a una vieja arpía aregresar a su casa.

Se cogió del brazo de Leesha y ambas sevolvieron hacia la puerta.

Sin embargo, Bruna se detuvo cuando pas-aron por delante de Stefny y la señaló con elbastón antes de susurrarle en voz baja para quefuera audible para las tres mujeres:

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—Si dices una sola palabra más contra estachica, o haces sufrir a otras, haré que todo elpueblo conozca tu vergüenza.

Leesha no pudo olvidar la mirada aterroriz-ada de la mujer durante todo el camino hacia lacabaña de Bruna.

Una vez que estuvieron dentro, la ancianase volvió hacia ella.

—Bueno, niña, ¿eso es verdad? —le pre-guntó.

—¡No! —gritó la chica—. Quiero decir,casi... ¡pero le dije que parase y lo hizo!

Sonaba falso y poco creíble, y ella lo sabía.Sintió que la atenazaba el terror. Bruna era la ún-ica que la había defendido, y creía que se moriría

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si la anciana llegaba a pensar también que era unamentirosa.

—Tú... puedes comprobarlo si quieres —lecontestó, con las mejillas ruborizadas. Miró haciael suelo y se limpió las lágrimas.

Bruna gruñó y sacudió la cabeza.

—Te creo, niña.

—¿Por qué? —preguntó Leesha, casisuplicando—. ¿Por qué ha tenido Gared quementir de esa manera?

—Porque los chicos reciben alabanzas porel mismo motivo que las chicas son expulsadasdel pueblo —replicó Bruna—. Porque loshombres se rigen por lo que los demás piensan desus gusanos pendulones. Porque es una pequeñaescoria con serrín en la cabeza, hiriente y

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mezquino, que no tiene ni idea de lo que hahecho.

Leesha comenzó a llorar de nuevo, y ledio la sensación de que llevaba llorando toda lavida. Seguramente no había cuerpo que pudieracontener tantas lágrimas.

Bruna abrió los brazos y Leesha se dejócaer entre ellos.

—Ven aquí, chica, ven aquí —le dijo—.Échalo todo fuera y luego ya veremos qué sepuede hacer.

Reinó el silencio en la cabaña de Brunamientras Leesha preparaba una infusión. Todavíaera temprano, pero se sentía exhausta por com-

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pleto. ¿Cómo iba a esperar poder vivir el resto desu vida en Hoya de Leñadores?

«Fuerte Rizón está sólo a una semana deaquí! —pensó— y allí hay millares de personas.Nadie habrá oído hablar de las mentiras de Gared.Si pudiera encontrar a Klarissa y...»

¿Y qué? Se daba cuenta de que todo eso noera más que una fantasía, incluso aunque pudi-era encontrar a un Enviado con el que marcharse,el pensamiento de estar una semana o más en elcamino hacía que se le helase la sangre, y los ri-zonianos eran granjeros, no necesitaban nada deletras ni papel. Allí a lo mejor podría encontrar aun nuevo esposo, a lo mejor no, pero la idea deatar su destino a otro hombre le ofrecía poco con-suelo.

Le llevó a Bruna su infusión con la esper-anza de que la anciana tuviera la respuesta, pero

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la Herborista no dijo nada y se limitó a beber ensilencio mientras Leesha se arrodillaba al lado desu silla.

—¿Qué voy a hacer? —inquirió ella—. Nopuedo esconderme aquí para siempre.

—Podrías si quisieras —replicó Bruna—.Por mucho que se jacte, Darsy no ha retenido niuna pequeña fracción de lo que le he enseñado,y yo apenas si le he enseñado una pequeña partede todo lo que sé. La gente del pueblo prontovolverá aquí suplicando mi ayuda. Quédate, ydentro de un año la gente de Hoya de Leñadoresno sabrá cómo han podido apañarse sin ti.

—Mi madre nunca lo permitirá —contestóLeesha—. Seguirá empeñada en que me case conGared.

Bruna asintió.

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—Así es. Nunca se ha perdonado a símisma por no haberle dado hijos a Steave. Estádecidida a que tú corrijas sus errores.

—Pues no lo haré —replicó Leesha—.Antes me entregaría a la noche que dejar que metoque Gared.

Se sintió conmocionada cuando compren-dió que sentía cada palabra que decía.

—Eso es muy valiente por tu parte, cariño—convino la anciana con cierto desdén en el tonode su voz—. Tan valiente como para haberechado a perder tu vida por la mentira de un críoy el miedo a tu madre.

—¡Yo no le tengo miedo!

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—¿Tampoco temes decirle que no quierescasarte con el chico que ha destrozado tu reputa-ción?

Leesha se quedó en silencio un buen ratoantes de asentir.

—Llevas razón —le dijo, y Bruna gruñó.

La chica se puso en pie.

—Supongo que lo mejor será que acabe conesto lo antes posible —comentó, pero la ancianano despegó los labios.

Una vez ya en la puerta, la muchacha se de-tuvo y miró hacia atrás.

—¿Bruna? —inquirió, y la mujer gruñó denuevo—. ¿Cuál fue el pecado de Stefny?

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La anciana le dio un trago a su infusión.

—Smitt tiene tres preciosos niños.

—Cuatro —le corrigió Leesha.

La sanadora negó con la cabeza.

—Stefny tiene cuatro, pero sólo tres son deSmitt.

Los ojos de la chica se dilataron de la im-presión.

—Pero ¿de quién pueden ser? —pregun-tó—. Stefny nunca sale de la taberna, salvo parair al Templo... —Cuando lo dijo, soltó un jadeo.

—Incluso los Hombres Santos son hombres—declaró Bruna.

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Leesha caminó de vuelta a casa a pasolento para disponer de tiempo para pensar yescoger las palabras, pero al final comprendióque fuesen cuales fueran las frases, daba igual. Loque importaba realmente era que ella no queríacasarse con Gared y la reacción de su madre.

El día estaba bastante avanzado cuandollegó a la casa. Gared y Steave llegarían prontodel bosque. Ella necesitaba que el enfrentamientotuviera lugar antes de su regreso.

—Bueno, realmente la has armado bien hoy—la increpó su madre en tono ácido cuando en-tró—. Mi hija es la buscona de la ciudad.

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—Yo no soy una buscona —replicó Lee-sha—. Gared ha estado contando mentiras porahí.

—¡No oses echarle la culpa de que no hay-as sido capaz de mantener las piernas cerradas!—exclamó Elona.

—Yo no me he acostado con él.

—¡Ja! —ladró su madre— No pienses quesoy tan tonta, Leesha. Yo también fui joven hacetiempo.

—Tú has sido «joven» todas las noches deesta semana —repuso la chica—, y Gared es unmentiroso.

Elona le dio una bofetada que la derribó alsuelo.

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—¡No te atrevas a hablarme de ese modo,tú, putilla! —le chilló.

Leesha se quedó quieta, sabiendo que si semovía su madre le pegaría de nuevo. Sentía comosi le hubiera prendido fuego en la mejilla.

Viendo a su hija tan postrada, Elona inspiróprofundamente y pareció calmarse.

—No importa —dijo—. Siempre he sabidoque necesitabas que alguien te derribara de ungolpe del pedestal donde el idiota de tu padrete ha puesto. Te casarás pronto con Gared, y lagente se cansará de murmurar algún día.

Leesha se armó de valor.

—No me voy a casar con él. Es unmentiroso y no lo voy a hacer.

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—Claro que lo harás —repuso Elona.

—No, no lo haré —sostuvo la chica, y laspalabras le devolvieron la fuerza hasta tal puntoque se puso en pie—. No diré las palabras, y nohay nada que puedas hacer para obligarme.

—Ya veremos eso —replicó su madre,quitándose el cinturón, una gruesa correa decuero con una hebilla metálica que siempre llev-aba algo suelta alrededor de la cintura. Leeshapensó que la llevaba únicamente para podergolpearla.

La mujer se dirigió hacia su hija, que chillóy se retiró en dirección a la cocina antes de darsecuenta de que era el último sitio al que debíahaber ido, pues sólo había un lugar por donde en-trar y salir.

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Gritó de nuevo cuando la hebilla le cortó elvestido y la golpeó en la espalda. Elona balanceóla correa de nuevo y Leesha se arrojó contra ellapresa de la desesperación. Cuando ambas cayer-on al suelo, oyó cómo se abría la puerta y la vozde Steave. Al mismo tiempo una voz preguntabadesde la tienda.

Elona hizo buen uso de la distracción: prop-inó un puñetazo en pleno rostro a su hija y sepuso de pie de inmediato, volviendo a descargarel cinturón contra la chica, que dejó escapar otrogrito.

—¡Por el Abismo!, ¿qué está ocurriendoaquí? —gritó alguien desde el umbral.

Leesha alzó la mirada para ver a su padreluchando por entrar en la habitación bloqueadopor el musculoso brazo de Steave.

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—¡Quítate de mi camino! —gritó Erny.

—Esto es entre ellas —respondió Steavecon una amplia sonrisa.

—¡Ésta es mi casa y tú aquí sólo eres un in-vitado! —aulló Erny—. ¡Quítate de mi camino!

Como Steave no se apartó, Erny le dio unpuñetazo.

Todo el mundo se quedó parado. No quedóclaro si Steave había sentido el puñetazo o no.Rompió el silencio con una risa, y le devolvió elgolpe a Erny sin esfuerzo aparente, de modo queéste salió volando hacia la sala principal.

—Vosotras, señoras, resolved vuestrasdiferencias en privado —comentó Steave con unguiño.

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Y cerró tras él la puerta de la cocina mien-tras la madre de Leesha se empleaba con ella afondo una vez más.

Leesha sollozó en voz baja en la hab-itación trasera de la tienda de su padre, limpián-dose con cuidado las heridas y los cardenales.Si hubiera dispuesto de las hierbas apropiadas,habría podido hacer más, pero sólo tenía agua fríay un trapo.

Había salido huyendo hacia la tienda justodespués de su ordalía, cerrando las puertas desdeel interior, e ignorando incluso los suaves golpe-citos de su padre. Cuando las heridas estuvieronlimpias y los cortes más profundos curados, Lee-sha se acurrucó hecha una pelota en el suelo,temblando de dolor y vergüenza.

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—Te casarás con Gared el día que sangres—le había prometido su madre—, o te haré estotodos los días hasta que consientas.

La chica sabía que lo haría, y sabía quedebido al rumor que había propagado Gared,mucha gente se pondría de su parte e insistiríaen que se casaran, haciendo caso omiso de loscardenales que ya había lucido muchas vecesantes.

«No lo haré —se prometió a sí misma—,antes me entregaré a la noche.»

En ese momento sintió un calambre en lasentrañas. Gimió y sintió una humedad en losmuslos. Aterrorizada, la restañó con un trapolimpio, rezando fervientemente, pero allí, comouna broma cruel del Creador, estaba la sangre.

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La muchacha gritó y oyó una voz que le re-spondía desde la casa.

Nuevamente volvió el golpeteo en la pu-erta.

—Leesha, ¿te encuentras bien? —le pre-guntó su padre.

Ella no contestó, y se quedó mirando lasangre horrorizada. ¿No había sido dos días apen-as antes cuando había estado rezando para queeso sucediese? Ahora la contempló como si pro-cediese del mismísimo Abismo.

—Leesha, ¡abre la puerta ahora mismo otendrás toda la noche para pagarlo! —chilló sumadre.

La chica la ignoró.

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—¡Si no haces caso a tu madre y abres estapuerta antes de que termine de contar hasta diez,Leesha, te juro que la echaré abajo! —bramóSteave.

Cuando el hombre comenzó a contar, lamuchacha sintió que la atenazaba el miedo. No lecabía duda alguna de que era capaz de hacerlo yque podría destrozar la gruesa puerta de maderade un solo golpe. Corrió hacia la puerta exterior,abriéndola de un tirón.

Casi era de noche. El cielo era de un intensocolor púrpura y el último rayo de sol se hundiríatras el horizonte en apenas minutos.

—¡Cinco! —gritó Steave—. ¡Cuatro!¡Tres!

Leesha tragó aire y corrió hacia el exteriorde la casa.

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6

Los secretos del fuego

319 d.R.

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Leesha se levantó las faldas y corrió contodas sus fuerzas, pero había más de kilómetroy medio hasta la cabaña de Bruna, y sabía conabsoluta certeza que jamás conseguiría llegar atiempo. El latido de su corazón y el golpeteo desus pies sofocaron los gritos de su familia, queresonaban a sus espaldas.

Sentía una aguda punzada en el costado, yle ardían la espalda y los muslos a causa de la pal-iza de Elona. Tropezó, cayó y se arañó las manosmientras intentaba incorporarse. Ignoró el dolory se obligó a levantarse, siguiendo adelante porpura fuerza de voluntad.

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La luz se atenuó cuando estaba a mitad decamino de la casa de la Herborista y en el cielo seextendió la noche, a cuyo amparo acudieron losdemonios desde el Abismo. Las neblinas oscur-as comenzaron a alzarse y a cuajarse, adquiriendoaquellas horribles y extrañas formas.

Leesha no quería morir, lo sabía ahora queera demasiado tarde, pero en ese momento,aunque quisiera volverse, su casa quedaba máslejos que la cabaña de Bruna, y no había nadaentre las dos. Erny había construido su casa ale-jada de las demás a propósito, debido a las quejasque solía despertar el hedor de los productosquímicos utilizados para la fabricación de papel.Su única alternativa era continuar hacia el hogarde Bruna, situado en los límites de la floresta,donde los demonios del bosque solían reunirse enmasa.

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Unos cuantos abismales le lanzaron za-rpazos cuando pasó a su lado, pero no con-siguieron su objetivo por ser todavía incorpóreos.Sintió una especie de frío cuando aquellas garrasle atravesaron el pecho, como si la hubiera tocadoun fantasma, pero no sintió dolor alguno y noaminoró el ritmo.

No había demonios de las llamas tan cercade la floresta. Los demonios del bosque solíanmatar a los de las llamas en cuanto los veían. Elescupitajo de fuego podía prender en un demo-nio del bosque, pese a que el fuego normal nopodía hacerlo. Un demonio del viento se solidi-ficó delante de ella, pero Leesha lo esquivó y laspatas larguiruchas de la criatura no estaban pre-paradas para perseguirla a pie, así que le chillócuando pasó junto a él.

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Atisbo una luz más adelante. Era el farolcolgado en la puerta delantera de la cabaña deBruna. Hizo un último esfuerzo por adquirir másvelocidad mientras voceaba:

—¡Bruna, Bruna, por favor, abre la puerta!

No hubo repuesta alguna y la puerta per-maneció cerrada, pero el camino permanecía des-pejado y concibió alguna esperanza de con-seguirlo.

Sin embargo, un demonio del bosque demás de dos metros se interpuso en su dirección.

Y ése fue el fin de sus esperanzas.

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El monstruo rugió y abrió las fauces,mostrando unas filas de dientes como cuchillos.Steave pareciera insignificante en comparacióncon todos aquellos gruesos tendones retorcidoscubiertos por una armadura como una corteza deárbol llena de nudos.

Leesha dibujó un grafo en el aire delantede ella y rezó silenciosamente al Creador paraque le concediera una muerte rápida. Los cuentosdecían que los demonios consumían tanto el es-píritu como el cuerpo, y supuso que estaba apunto de descubrirlo.

El abismal avanzó dando grandes zancadasen su dirección y cubrió con rapidez el espacioexistente entre ambos, esperando adivinar en quédirección se disponía a correr. Leesha sabía queeso era lo que habría hecho de no habersequedado paralizada por el miedo, ya que no había

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ningún lugar hacia donde correr. El demonio seerguía entre ella y su única esperanza de refugio.

Se oyó un chirrido cuando se abrió la puertaprincipal de la casa de Bruna, proyectando másluz al patio. El monstruo se volvió mientras lavieja bruja aparecía ante la vista.

—¡Bruna! —gritó la chica—. ¡Quédate de-trás de los grafos, hay un demonio del bosque enel patio!

—Mis ojos ya no son lo que eran, cariño—replicó la anciana—, pero no veo tan pococomo para no distinguir a una bestia tan fea comoésa.

Dio otro paso hacia delante, cruzando lasprotecciones. Leesha chilló cuando el demoniorugió y se lanzó hacia la nueva presa.

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Bruna se mantuvo a pie firme mientras elabismal atacaba a cuatro patas y a una velocidadterrorífica. Ella buscó algo dentro de su chal, sacóun objeto pequeño y lo acercó a la llama de la lin-terna colgada en la entrada hasta que prendió.

Tenía al demonio ya casi encima cuandoretrajo el brazo y lo lanzó. El objeto estalló,cubriendo al abismal de fuego líquido. El incen-dio iluminó la noche y la oleada de calor impactóen la cara de la muchacha, aun estando a variosmetros.

El monstruo chilló cuando cayó hacia elsuelo, revolcándose en el polvo en un intentodesesperado de extinguir las llamas. El fuego nolo abandonó, haciendo que se retorciera y aullaraen el suelo.

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—Será mejor que entres, Leesha —le ad-virtió la anciana mientras se quemaba—, no vayaa ser que pilles un resfriado.

La muchacha se sentó, envuelta en uno delos chales de Bruna, y se quedó mirando cómose alzaba el vapor de la infusión que tan pocole apetecía beber. Los chillidos del demonio delbosque habían dejado de sonar hacía ya un buenrato. Le dieron arcadas al imaginarse sus restosquemados en el patio.

Bruna se sentó a su lado en la mecedora,tarareando suavemente mientras manejaba condestreza un par de agujas de tejer. Leesha nopodía comprender semejante serenidad. En lo quea ella se refería, no creía que volviera a estar tran-quila en su vida.

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La anciana Herborista la había examinadosin palabras, gruñendo de forma ocasional, mien-tras ponía bálsamo y vendaba las heridas de lachica, de las cuales era evidente que sólo unaspocas procedían de su huida. También enseñó aLeesha a doblar y ponerse un trapo limpio paracontener el flujo de sangre entre sus piernas, y leadvirtió que se lo cambiara con frecuencia.

Pero después Bruna se sentó como si no hu-biera ocurrido nada fuera de lo normal y sólo seoyeron en la habitación a partir de entonces elroce de las agujas y el crepitar del fuego.

—¿Qué ha sido lo que le has hecho a esedemonio? —preguntó la muchacha, cuando ya nopudo resistirlo más.

—Lanzarle fuego líquido infernal —aclaróBruna—. Es difícil de hacer y muy peligroso,pero no conozco otra cosa capaz de frenar a un

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demonio del bosque. Los «leñositos» son in-munes a las llamas normales, pero el fuegolíquido los quema igual que si fueran escupitajosde fuego.

—No sabía que hubiera nada capaz dematar a un demonio —comentó la chica.

—Ya te dije, niña, las Herboristas son lascustodias de la Ciencia del mundo antiguo —ex-plicó la anciana, que gruñó y escupió en elsuelo—. O algunas de nosotras al menos. Puedeque yo sea la última en conocer esa receta in-fernal.

—¿Y por qué no la compartes? —preguntóla chica—. Podríamos librarnos de los demoniospara siempre.

Bruna se echó a reír sarcásticamente.

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—¿Librarnos? A lo mejor seríamos libresde quemar la aldea hasta los cimientos o losbosques. No hay calor capaz de hacerle más quecosquillas a un demonio de las llamas o que de-tenga a un demonio de las rocas. No hay fuegoque pueda alcanzar la altura de un demonio delviento o que pueda incendiar un lago o un est-anque para llegar hasta un demonio de las aguas.

—Pero aun así —la presionó Leesha—, loque has hecho esta noche muestra lo útil quepuede llegar a ser. Me has salvado la vida.

Bruna asintió.

—Mantenemos vivo el conocimiento delmundo antiguo hasta el día que lo necesitemosde nuevo, pero acarrea una gran responsabilidad.Debemos aprender de las historias de las guerrasde los hombres de la antigüedad, que nos dejan

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bien claro que no podemos confiarles los secretosdel fuego.

»Por eso las Herboristas son siempremujeres —continuó—. Los hombres son inca-paces de tener ese poder sin usarlo. Le vendo pa-los tronadores y petardos de feria a Smitt, cariño,pero no se me ocurriría decirle nunca cómo sehacen.

—Darsy es una mujer —apuntó la chica—,pero a ella tampoco le has enseñado.

Bruna resopló.

—Incluso aunque esa vaca fuera lo bastantelista para mezclar los ingredientes sin prendersefuego a sí misma, de todos modos es casiprácticamente un hombre en cuanto a su manerade pensar. No le enseñaría cómo fabricar fuego

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infernal o polvo explosivo mucho más que aSteave.

—Vendrán a buscarme mañana.

Bruna señaló la infusión de la chica, que sele enfriaba.

—Bebe —le ordenó—. A cada día le bastasu propio afán.

Leesha hizo lo que le dijo y notó el saboramargo del opio y el amargor de la duranta, demodo que pronto se dejó llevar por la somno-lencia. Como si asistiera al hecho como especta-dora, se dio cuenta de que se le caía la taza de lasmanos.

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La mañana llegó cargada de color. Brunapuso hipérico en el té de Leesha para calmar eldolor de los cardenales y los calambres del ab-domen, pero a ésta la mezcla le distorsionó lapercepción sensorial. Se sintió como si estuvieraflotando sobre la cabaña donde yacía, mientrassus extremidades le pesaban como plomo.

Erny llegó poco después del amanecer. Seechó a llorar cuando la vio, arrodillándose al ladode su camastro y abrazándola con fuerza.

—Pensé que te había perdido —dijo entresollozos.

Leesha alzó la mano con debilidad, y pasólos dedos a través del cabello, que le raleaba.

—No es culpa tuya —susurró.

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—Debería haberme plantado ante tu madrehace mucho tiempo.

—Eso es quedarse corto —gruñó Brunamientras seguía haciendo punto—. Ningúnhombre debería dejar que su mujer lo mangon-eara hasta ese extremo.

Erny asintió y no replicó. Su rostro se con-torsionó y aparecieron más lágrimas detrás de susanteojos.

Se oyeron unos golpes en la puerta. Brunamiró a Erny, que se levantó para abrir.

—¿Está aquí?

Leesha oyó la voz de su madre, y loscalambres se duplicaron. Se sentía tan débil queera incapaz de luchar más. No tenía fuerzas nipara incorporarse.

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Un momento más tarde entró Elona, conGared y Steave pegados a sus talones como sifueran un par de sabuesos.

—¡Aquí estás, niña inútil! —gritó sumadre—. ¿Sabes el susto que me has dado cor-riendo hacia la noche como lo has hecho?¡Tenemos a más de la mitad del pueblo buscán-dote! ¡Te voy a dar una paliza como no te la hedado en la vida!

—Nadie va a pegarle a nadie, Elona —dijoErny—. Si alguien aquí tiene alguna culpa de loque ha pasado, eres tú.

—Cierra el pico, Erny —replicó su es-posa—. Tú sí que tienes la culpa de que sea tantestaruda por haberla consentido tanto.

—Esta vez no me voy a callar —insistió elpadre, enfrentándose con su esposa.

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—Ya lo creo que lo harás, si sabes lo que teconviene —le advirtió Steave, cerrando el puño.

Erny lo miró y tragó saliva.

—No me das miedo —le dijo, pero le saliócomo un gemido, de modo que Gared se burló.

Steave agarró a Erny por la pechera de lacamisa, levantándole del suelo con una manomientras echaba hacia atrás su puño grande comoun jamón.

—Deja ya de comportarte como un es-túpido —le aconsejó Elona—. Y tú. —Se volvióhacia la chica—. Te vienes con nosotros a casaahora mismo.

—Ella no se va a ninguna parte —replicóBruna, apartando las agujas de tejer y apoyándose

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en su bastón para incorporarse—. Los únicos quese van de aquí sois vosotros tres.

—Cállate, vieja bruja —la increpóElona—. No voy a dejar que arruines la vida demi hija del mismo modo que arruinaste la mía.

Bruna resopló.

—¿Acaso fui yo la que te metió la infusiónde balaustia por el gaznate y te obligó a abrirte depiernas para todo el pueblo? —le preguntó—. Túhas causado tu propia amargura. Y ahora, fuerade mi cabaña.

Elona dio la vuelta a su alrededor.

—¿Y qué nos vas a hacer, si no? —la de-safió.

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La bruja le dedicó una sonrisa desdentaday le clavó el bastón en el pie, haciendo que se leescapara a la mujer un agudo grito. Continuó laacción con otro golpazo dirigido a la barriga, quela dejó doblada en dos, cortando en seco su ar-ranque.

—¡Eh, tú! —gritó Steave mientras lanzabaa Erny hacia un lado, él y su hijo Gared se precip-itaron contra la anciana.

A ésta no pareció preocuparle mucho másque el ataque del demonio del bosque. Metió lamano dentro de su chal y sacó con rapidez unpuñado de polvo que arrojó contra el rostro deambos leñadores.

Gared y Steave cayeron al suelo entre gri-tos, frotándose los rostros.

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—Tengo más en el mismo sitio del que hesacado éste, Elona —avisó a la mujer—, y os veréa todos ciegos antes de que nadie me dé órdenesen mi propia casa.

La mujer correteó a cuatro patas hacia lapuerta, protegiéndose la cara con el brazo con-forme avanzaba. Bruna se echó a reír, ayudando aElona a salir hacia fuera con una poderosa patadaen las posaderas.

—¡Fuera también vosotros dos! —les gritóa Gared y a Steave—. ¡Fuera antes de que osprenda fuego a los dos!

Padre e hijo anduvieron a trompicones y atientas, gimiendo de dolor, con los rostros enroje-cidos bañados en lágrimas. Bruna los empujó consu bastón, guiándolos hasta la puerta como haríacon un perro que se hubiera meado en el suelo.

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—¡Volved cuando queráis..., si os atrevéis!

Bruna se rió con sorna mientras salían cor-riendo por el patio.

Alguien más llamó a la puerta al cabo deun rato. Leesha ya estaba de pie y andaba de unlado para otro, aunque aún débil.

—¿Quién viene ahora? —ladró Bruna—.¡No había tenido tantos visitantes en un solo díadesde que se me cayeron los pechos!

Acudió dando pisotones hasta la puerta y laabrió para encontrarse allí fuera a Smitt, de pie,frotándose las manos con nerviosismo. Los ojosde Bruna se entrecerraron cuando lo vio.

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—Ya me he retirado —le soltó—. Vete apor Darsy. —Y comenzó a cerrar la puerta.

—Espera, por favor —le suplicó Smitt,alzando la mano para mantener la puerta abierta.La anciana lo miró con cara de pocos amigos y élretiró la mano como si se la hubiera quemado.

—Estoy esperando —dijo la anciana con ir-ritación.

—Se trata de Ande —explicó Smitt, refir-iéndose a uno de los hombres que había resultadoherido durante el ataque de esa semana—. Laherida de la barriga ha empezado a pudrírsele, asíque Darsy le sajó, y ahora le sale sangre por losdos lados.

Bruna escupió en las botas de Smitt.

—Ya te previne de que eso iba a pasar.

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—Ya lo sé —siguió Smitt—, tenías razón,y debería haberte escuchado. Por favor, vuelve.Haré cualquier cosa que me pidas.

Bruna gruñó.

—No voy a hacer pagar a Ande por tu estu-pidez —le retrucó—. ¡Pero haré que cumplas tupalabra y no pienses ni por un segundo que no loharé!

—Lo que quieras —prometió él de nuevo.

—¡Erny! —ladró Bruna—. ¡Coge mi lonade las hierbas! Smitt puede llevarla, y tú ayuda atu hija a caminar. Nos vamos al pueblo.

Leesha se cogió del brazo de su padre.Temía retrasarlos, pero a pesar de su debilidad,fue capaz de mantener el ritmo de los pasos deBruna, que arrastraba los pies con lentitud.

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—Debería hacer que me llevaras a tu es-palda —le soltó con malhumor al hombre—. Misviejas piernas ya no son tan rápidas como lo fuer-on en otros tiempos.

—Te llevaré si quieres —le contestó Smitt.

—No seas idiota —le repuso ella.

La mitad del pueblo estaba reunido en lasafueras del Templo. Se oyó un suspiro generaliz-ado de alivio cuando apareció Bruna, y susurroscuando vieron a Leesha, con su vestido destroz-ado y sus cardenales.

La bruja ignoró a todo el mundo y apartóa la gente de su camino con el bastón, yéndosederecha hacia el interior. Leesha vio a Gared ya Steave tumbados en dos camastros con traposhúmedos sobre los ojos y contuvo una sonrisitade suficiencia. Bruna le había explicado que la

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dosis de pimienta y ailanto que usaba no les de-jaría ningún daño permanente, pero esperaba queDarsy no supiera lo bastante para habérselo di-cho. Los ojos de Elona se le clavaron comopuñales cuando pasó a su lado.

Bruna se dirigió directa hacia el camastrode Ande. Estaba bañado en sudor y hedía. Teníala piel amarillenta, y el trapo que envolvía suscostados estaba manchado de sangre, orina yheces. Bruna lo miró y luego escupió. Darsy sesentó por allí cerca y quedó claro que había es-tado llorando.

—Leesha, desenrolla el paño y saca lashierbas —le ordenó Bruna—. Tenemos trabajoque hacer.

Darsy se apresuró a acudir a su lado, intent-ando quitarle la lona a la chica.

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—Yo puedo hacerlo —le dijo—. Tú estás apunto de caerte.

La muchacha la empujó hacia un lado ysacudió la cabeza.

—Éste es mi sitio —replicó, desatando latela y abriéndola para exponer los distintos bolsil-los con las hierbas.

—¡Leesha es ahora mi aprendiza! —pro-clamó Bruna a voz en grito para que todos lo oy-eran. Miró fijamente a Elona a los ojos mientrascontinuaba—. Su compromiso con Gared se haroto y me servirá durante siete años y un día. Ysi alguien tiene algo que decir en contra de esto ode ella, ¡que se cure sus propias dolencias!

Elona abrió la boca, pero Erny le espetó:

—¡Cierra el pico!

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A Elona casi se le salen los ojos de lasórbitas y tosió mientras se tragaba las palabras.Erny asintió, y después se movió hacia donde es-taba Smitt. Ambos hombres se retiraron a una es-quina y estuvieron hablando en voz baja.

Leesha perdió la noción del tiempo mien-tras ella y Bruna estuvieron trabajando. Darsyhabía cortado de forma accidental el intestino deAnde mientras intentaba extraer la ponzoña deldemonio, envenenándolo con sus propias heces.Bruna maldecía continuamente mientras deshacíael vendaje, enviando a la chica a correr de un ladopara otro para que limpiara instrumentos, buscarahierbas, y mezclara pociones. Le iba enseñandoconforme trabajaba, explicándole cuáles habíansido los errores de Darsy y lo que ella estabahaciendo para corregirlos. Leesha la escuchó contoda su atención.

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Finalmente, hicieron todo lo posible antesde coser la herida y envolverla con vendas limpi-as. Ande permaneció sumido en un sueño pro-fundo, pero parecía respirar con más facilidad ysu piel había recuperado casi el color normal.

—¿Se pondrá bien? —preguntó Smitt,mientras Leesha ayudaba a Bruna a ponerse enpie.

—Desde luego no gracias a ti ni a Darsy—le reprochó la anciana—, pero si se quedadonde está sin moverse y hace exactamente loque se le diga, entonces tal vez no sea esto lo quetermine por matarlo.

Mientras se dirigían a la puerta, Bruna seacercó a los camastros donde yacían Gared ySteave.

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—¡Quitaos ya esos estúpidos paños de losojos y dejad de gemir!

Gared fue el primero en obedecer,bizqueando al recibir la luz.

—¡Ya puedo ver! —gritó.

—Claro que puedes ver, estúpida cabeza deserrín —le sopló la anciana—. El pueblo neces-ita gente que mueva cosas de un lado para otro yno puedes hacerlo si te quedas ciego. —Sacudióel bastón en su dirección—. Pero si te cruzas otravez en mi camino, ¡la ceguera será la menor detus preocupaciones!

El chico palideció y asintió.

—Estupendo —dijo Bruna—. Ahora di laverdad. ¿Desfloraste a Leesha?

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Gared miró alrededor, intimidado. Final-mente bajó la mirada.

—No —reconoció—. Era mentira.

—Habla más alto, chico —le exigió la an-ciana—. Soy muy vieja y mis oídos ya no son loque eran. —Y en voz más alta, de modo que todoel mundo pudiera oírlo, insistió—: ¿Desfloraste aLeesha?

—No —gritó el muchacho, con el rostrotan ruborizado que se le puso más rojo quecuando la bruja le arrojó los polvos. Al oírle, losmurmullos se extendieron como fuego por toda lamultitud.

Steave se quitó entonces su propia venda yle propinó a su hijo un fuerte golpe en la espalda.

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—Por el Abismo que vas a pagar todo estoa base de bien cuando regresemos a casa—gruñó.

—Pero no a la mía —intervino Erny. Elonalo miró con cara de malas pulgas, pero él la ig-noró y señaló con el pulgar al tabernero—. Hayuna habitación para los dos en su establecimiento.

—El pago por esa habitación será vuestropropio trabajo —añadió Smitt—, y estaréis en lacalle de aquí a un mes, aunque todo lo que hayáisconseguido construir en ese tiempo haya sido uncobertizo.

—¡Eso es ridículo! —exclamó Elona—.¡No pueden trabajar para pagar su habitación yconstruirse una casa en un mes!

—Creo que tú tienes otros problemas—replicó Smitt.

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—¿Qué quieres decir? —inquirió ella.

—Quiero decir que debes tomar una de-cisión —anunció Erny—. O aprendes a mantenertus votos matrimoniales o haré que el Pastor losrompa para que puedas reunirte con Gared ySteave en su cobertizo.

—No puedes estar hablando en serio.

—Nunca he hablado más en serio —replicóél.

—Que el Abismo se lo lleve —dijoSteave—. Vente conmigo.

Elona lo miró de refilón.

—¿Para vivir en un cobertizo? —inquir-ió—. De eso, nada.

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—Entonces será mejor que te vayas a casa—ordenó Erny—. Va a llevarte una temporaditaaprender a apañártelas en la cocina.

Elona lo miró con cara de pocos amigosy Leesha comprendió que la lucha de su padreapenas había comenzado, aunque su madre obed-eció y eso decía mucho acerca de las probabilid-ades que tenía de salirse con la suya.

Erny besó a su hija.

—Estoy orgulloso de ti —le dijo—, y es-pero que algún día tú también puedas estar orgul-losa de mí.

—¡Oh, papá! —exclamó la chica, abrazán-dolo—. Ya lo estoy.

—Entonces, ¿te vendrás a casa? —pregun-tó con esperanza en la voz.

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Leesha miró a Bruna, y después otra vez aél, y negó con la cabeza.

Erny asintió y la abrazó de nuevo.

—Lo comprendo.

7

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Roger

318 d.R.

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Rojer iba detrás de su madre mientras ellabarría la posada. El niño imitaba con una pequeñaescoba los enérgicos movimientos de su progenit-ora. Ésta le dirigió una sonrisa y le alborotó el ra-diante pelo rojo. El pequeño le devolvió la sonrisa.Tenía tres años.

—Barre detrás del fogón, cielo.

Él se apresuró a obedecerla y rascó las gri-etas entre el hogar y la pared con las cerdas delcepillo, provocando una lluvia de cenizas ycortezas. Su madre recogió los restos y los agrupóen un pulcro montón.

Se abrió la puerta y entró el padre de Rojercon los brazos llenos de leña. Dejó un rastro decortezas y suciedad al cruzar la habitación.

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—Acabo de barrer el cuarto, Jessum —lechilló su esposa.

—Y yo la he ayudado —proclamó elchiquillo con orgullo.

—Eso es cierto, pero tu padre lo ha man-chado todo.

—¿Quieres que nos quedemos sin leña porla noche, cuando el duque y su séquito estén en elpiso de arriba?

—Su Gracia no va a llegar aquí hasta den-tro de una semana —replicó Kally.

—Más vale trabajar ahora que hay poco ja-leo en la taberna, Kally —respondió Jessum—.No nos han dicho cuántos cortesanos acom-pañarán al duque, y nos harán correr de un lado

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para otro como si el pequeño Pontón fuera la mis-mísima Angiers.

—Si quieres hacer algo útil, los grafos deahí fuera están empezando a descascarillarse.

Él asintió.

—Ya lo he visto. La madera se ha pandeadotras la última ola de frío.

—Se suponía que el Maestro Piter iba a ten-erlo solucionado la semana pasada —le recordóRally.

—Hablé con él ayer —contestó Jessum—.Lo está aplazando todo para encargarse del tra-bajo en el puente, pero asegura que estarán pre-parados para cuando llegue el duque.

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—Lo del duque a mí no me preocupa. Pitertiene un único interés: causarle buena impresiónal duque para conseguir una encomienda jugosa.Yo tengo preocupaciones más sencillas, comoque no nos despedace un abismal por la noche.

—Vale, vale —cedió Jessum, alzando lasmanos—. Hablaré con él otra vez.

—Tú te crees que Piter sabe bien lo quese hace, pero Rhinebeck ni siquiera es nuestroduque —le recordó ella.

—Es el único que está lo bastante cercapara ayudarnos si necesitásemos socorro en-seguida. A Euchor le importa un comino Pontónmientras los Enviados puedan cruzar el río yreciba a tiempo los impuestos.

—Abre los ojos y ve la luz —le contestóKally—. Si Rhinebeck se acerca, lo hace porque

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también olfatea el dinero del pontazgo. Antes deque Ro— jer cumpla otro verano vamos a estarpagando impuestos a los duques de las dos oril-las.

—¿Y qué deberíamos hacer? —preguntóJessum—. ¿Desairar a un duque que está a un díade camino a favor del que está al norte, a dos se-manas de viaje?

—No digo que le escupamos en un ojo,pero no veo a qué viene tanto interés por impre-sionarlo en vez de proteger nuestras propias cas-as.

—He dicho que iría, Kally.

—Pues hazlo, que ya pasa de mediodía, yllévate a Rojer contigo. Quizá eso le recuerde quées realmente importante.

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Jessum disimuló su enfado y se acuclillóante su hijo.

—¿Quieres ir a ver el puente, Rojer?

—¿Para pescar? —preguntó el niño, pues leencantaba pescar junto al puente en compañía desu padre.

Jessum rió y cogió en brazos al niño.

—Hoy no. Mamá quiere que tengamosunas palabritas con Piter.

El padre sentó a Rojer sobre sus hombros.

—Ahora, sujétate fuerte —le ordenó.

El pequeño se aferró a su progenitor, not-ando en las palmas su rostro rasposo a causa de

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la barba incipiente, cuando éste se agachaba parasalir por la puerta.

El trayecto hasta el puente era corto.Pontón era pequeño incluso para ser una alde-huela: un puñado de casas y tiendas, los barra-cones de los hombres de armas encargados de re-caudar el impuesto de paso y la taberna de suspadres. Rojer saludó con la mano a los guardiascuando pasaron por delante de la casa del pon-tazguero. Ellos le devolvieron el gesto.

El puente permitía salvar el río Entretierrasen el punto más estrecho del caudal. Lo habíanconstruido hacía generaciones, tenía dos arcos,una extensión de unos noventa metros y un anchode calzada suficiente para que cupieran al mismotiempo una carreta grande flanqueada por uncaballo a cada lado. Un equipo de ingenieros mil-neses se encargaban del mantenimiento diario de

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los cables y los estribos. El Camino de los Envi-ados, el único existente, se prolongaba en ambasdirecciones hasta donde alcanzaba la vista.

El maestro Piter se hallaba en la orilla op-uesta, dando órdenes a voz en grito por encimadel pretil. Rojer siguió la dirección de su miraday vio a los aprendices colgando de cuerdas mien-tras trazaban grafos en la parte inferior delpuente.

—¡Piter! —le llamó el posadero cuando es-tuvieron en la mitad del puente.

—Hola, Jessum —contestó el Protector.Jessum dejó al niño en el suelo y los dos hombresse estrecharon las manos.

—El puente tiene buen aspecto —observóel padre de Rojer. El Protector había sustituido lamayor parte de los sencillos grafos pintados por

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otros de caligrafía más intrincada grabados sobremadera lacada y pulida.

Piter sonrió.

—El duque se va a cagar en las calzascuando vea mis grafos de protección —aseguró.

—Kally está sacándole brillo a la posada,tal y como hablamos.

—Deja satisfecho al duque y tu futuro es-tará asegurado —dijo el Protector—. Un elogioen los oídos adecuados y podríamos llevarnuestros negocios en Angiers y no en este aldeor-rio.

—Este «aldeorrio» es mi hogar —replicóJessum, torciendo el gesto—. Mi abuelo nació enPontón y si me dan vela en ese entierro, mis nie-tos también lo harán.

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El maestro asintió.

—No tenía intención de ofenderte —se ex-cusó—. Es sólo que echo de menos Angiers.

—Pues entonces, vuelve. El camino estáexpedito y un Protector como tú no ha de temerlemucho a pasar una sola noche a cielo descubierto.No necesitas al duque para eso.

Piter negó con la cabeza.

—Angiers está atestada de Protectores. Allísólo sería una hoja más en un bosque, pero si con-tara con el favor ducal sería como si la suertellamara a mi puerta.

—Bueno, es mi puerta lo que hoy me pre-ocupa —dijo Jessum—. Los trazos se estándescascarillando, y Kally no cree que aguantenesta noche. ¿Puedes venir a echarles un vistazo?

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El Protector resopló.

—Como te dije ayer...

—Sé qué me dijiste, Piter —le atajó eltabernero—, pero insisto: no basta. No quierotener a mi pequeño durmiendo detrás de unas pro-tecciones débiles sólo para que tú puedas hacermás bonitas las del puente. ¿No puedes hacer unapaño para la noche?

Piter soltó un salivazo.

—Puedes hacerlo tú mismo, Jessum. Bastacon trazar las líneas. Yo te haré el diseño.

—Rojer hace mejores grafos que yo, y esono es todo, si la pifio y los abismales no mematan, mi mujer lo hará.

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Piter puso cara de pocos amigos y estabaa punto de replicar cuando se oyó un grito pro-cedente del camino.

—¡Ah del Pontón!

—¡Geral! —saludó Jessum.

Rojer alzó la vista con súbito interés al re-conocer la figura corpulenta del Enviado. Salivónada más verlo, pues Geral siempre tenía una go-losina para él.

Junto al Enviado cabalgaba un extranjerovestido con una botarga, el característico vestidode colores de los Juglares, lo cual predispusobien al pequeño, que pensó en el último Juglarque había cantado, bailado y caminado sobre lasmanos, y saltó de entusiasmo. Los espectáculosde Juglares eran su pasatiempo favorito.

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—Cada vez que me voy creces quincecentímetros, pequeño Rojer —gritó Geral antesde detener a su montura y saltar para coger alpequeño.

El alto Geral tenía la constitución de untonel para agua de lluvia, un rostro redondeado yla barba entrecana. Antes, el niño le tenía un pocode miedo con esa cota de mallas y la cicatriz de laherida causada por un demonio que le fruncía ellabio en un gesto de enfado, pero ya no. Ahora sereía cuando Geral le hacía cosquillas.

—¿En qué bolsillo? —preguntó el reciénllegado, sosteniendo al muchacho con los brazosextendidos.

El niño eligió de inmediato. Geral siempreguardaba los dulces en el mismo sitio.

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El gigantón soltó una risotada mientrassacaba un dulce envuelto en una hoja de maíz.Rojer profirió un chillido y se dejó caer al suelopara desenvolverlo.

—¿Qué te trae a Pontón esta vez? —le pre-guntó el posadero a Geral.

El Juglar echó hacia atrás su capa con unfloreo y se adelantó. Era un hombre alto de largoscabellos rubios blanqueados por el sol y una bar-ba castaña. Tenía una perfecta mandíbula cuad-rada y la piel bronceada por el sol. Encima dela botarga llevaba un fino tabardo con el blasóndel duque: un ramillete de hojas verdes sobre uncampo marrón.

—Soy Arrick Melodía —se presentó élmismo—, maestro Juglar y heraldo de Su Graciael duque, Rhinebeck III, guardián de la Fortalezadel Bosque, detentador de la Corona de Madera y

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señor de todo Angiers. He venido a inspeccionarel pueblo antes de la llegada de Su Gracia la sem-ana próxima.

—¿El heraldo del duque es un Juglar?—preguntó Piter a Geral, enarcando una ceja.

—Nadie mejor para las aldehuelas —rep-licó el Enviado con un guiño—. La gente se si-ente menos tentada de apedrear a un hombrecuando les da la noticia de una subida de los im-puestos mientras hace juegos malabares para sushijos.

Arrick puso mala cara, pero Geral se limitóa reírse.

—Sé un buen hombre y busca al posaderopara que se haga cargo de nuestros caballos—dijo, dirigiéndose al padre del niño.

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—Yo soy Jessum Inn, el posadero —repusoel padre de Rojer, tendiéndole la mano—, y éstees mi chico.

Ladeó la cabeza en dirección almuchachito.

Arrick Melodía hizo caso omiso a la manoy al niño y materializó de la nada una luna deplata antes de lanzarla a Jessum, que cogió lamoneda y la miró con curiosidad.

—Los caballos —repitió Arrick con mor-dacidad.

El posadero torció el gesto, pero se metióla moneda en el bolsillo y se encaminó hacia losanimales. Geral tomó sus propias riendas y sedespidió de él con la mano.

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—Sigo necesitando que revises mis grafos,Piter —insistió Jessum—. Te arrepentirás si deboenviarte a Kally para que te lo recuerde a gritos.

—A este puente le queda todavía muchopor hacer antes de que llegue Su Gracia, ¿no?—apuntó Melodía.

El maestro Protector se envaró un poco aloír aquello y dirigió una mirada de acritud a Jes-sum.

—¿Deseáis dormir esta noche detrás deunas protecciones desgastadas, maestro Juglar?—preguntó el posadero.

El bronceado Arrick palideció al oíraquello.

—Yo les echaré un vistazo si te parece bien—se ofreció Geral—. Puedo hacer un apaño si

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no están demasiado mal y acudiré a Piter si estánmuy dañadas.

El Enviado golpeó el suelo con la lanza ydirigió una mirada dura al Protector. Piter abriólos ojos y asintió en señal de haber comprendido.

Geral cogió al niño y lo sentó en lo alto desu enorme corcel.

—Agárrate fuerte, zagal, vamos a dar unavuelta.

Rojer se echó a reír y aferró la crin delcaballo mientras Geral y su padre conducían lasmonturas hacia la taberna. Arrick andaba agrandes zancadas delante de ellos, como un señorseguido por sus siervos.

Kally estaba esperando en la puerta.

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—¡Geral, qué agradable sorpresa! —gritó.

—¿Y ésa quién es? —preguntó el Juglarmientras se alisaba los cabellos y la ropa de formaprecipitada.

—Es Kally —contestó Jessum, y cuando novio desaparecer el centelleo en los de Melodía,agregó—: Mi esposa.

Arrick pareció no oírlo: anduvo a pasolargo hasta llegar ante ella e hizo una gran rever-encia, echando hacia atrás la capa.

—Un placer, señora —la saludó, besándolela mano—. Soy Arrick Melodía, maestro Juglary heraldo de Su Gracia el duque, Rhinebeck III,guardián de la Fortaleza del Bosque, detentadorde la Corona de Madera y señor de todo Angiers.Su Gracia el duque quedará muy complacido al

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ver a semejante belleza cuando visite vuestramagnífica posada.

Kally se llevó la mano a la boca y las mejil-las se le encendieron hasta ponerse tan coloradascomo su pelo. Luego, le correspondió con unadesmañada reverencia.

—Usted y Geral han de estar cansados—dijo ella—. Entren y les serviré algo de sopacaliente mientras preparo la cena.

—Le quedaríamos muy agradecidos, mibuena señora —dijo Arrick con otra reverencia.

—Geral me ha prometido echar un ojo anuestras protecciones antes de que se haga denoche —anunció Jessum.

—¿Qué...? —preguntó Kally, apartando losojos de la apuesta sonrisa de Arrick—. Ah, bien,

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vosotros atad a los caballos y ved eso mientrasle muestro su habitación al maestro Arrick y mepongo a hacer la cena.

—Una idea magnífica —observó el Juglar,ofreciéndole un brazo al entrar.

—No le quites el ojo a Arrick mientras estécerca de tu mujer —murmuró Geral—. Leapodan Melodía porque es capaz de ponerhúmeda a cualquier fémina y jamás lo he vistodetenerse ante un voto matrimonial.

Jessum torció el gesto.

—Rojer —dijo, bajándole del caballo—,entra corriendo y quédate con mamá.

El niño asintió y se fue corriendo con granruido.

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—El último Juglar comió fuego —dijo elniño—. ¿Puede usted comer fuego?

—Puedo hacer eso y también escupirlocomo si fuera un demonio de las llamas.

Rojer aplaudió y Arrick se volvió para con-templar a Kally, que estaba inclinada detrás de labarra para llenarle una jarra de cerveza. Se habíasoltado el pelo.

E1 pequeño volvió a tirarle de la capa. ElJuglar intentó ponerla fuera de su alcance, peroentonces Rojer le tiró de la pernera.

—¿Qué pasa? —preguntó Melodía,volviéndose hacia él con fastidio.

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—¿Y también canta usted? Me encantan lascanciones.

—Puede que te cante algo después —re-puso Arrick, dándose la vuelta.

—Oh, interpreta alguna cancioncilla para él—le suplicó Kally mientras ponía una espumosajarra de cerveza sobre el mostrador, delante delforastero—. Eso le haría muy feliz.

Ella sonrió, pero los ojos de Melodía yahabían descendido hasta el botón más alto desu vestido, que se había desabotonado misteri-osamente mientras le traía la bebida.

—Por supuesto —aceptó Arrick con unaresplandeciente sonrisa—. Dadme un momentopara que me quite el polvo del camino de la gar-ganta con un sorbo de vuestra magnífica cerveza.

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No apartó los ojos del escote de la posaderamientras la vaciaba de un trago. Luego, echómano a una bolsa multicolor del suelo. Kally levolvió a llenar la jarra mientras él afinaba el laúd.

Arrick tenía una poderosa y nítida voz debarítono. Rasgueó suavemente el laúd para acom-pañar una canción sobre una labriega que echabade menos la oportunidad de amar a un hombreantes de que éste se fuera a las Ciudades Libresy arrepentirse para siempre. Kally y Rojer la con-templaron maravillados, cautivados por elsonido. Lo aplaudieron a rabiar al final de la ton-ada.

—¡Más, más! —chilló el niño.

—Ahora no, muchacho —le dijo Arrick, al-borotándole el pelo—, quizá después de la cena.Ten, ¿por qué no intentas tocar tu propia música?—sugirió mientras sacaba de la bolsa multicolor

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un xilófono, consistente en varias láminas pulidasde palisandro dispuestas sobre un marco demadera lacada al cual iba sujeta por un fuerte cor-del una baqueta.

—Anda, toma esto y ve a tocar algo por ahímientras yo hablo con tu encantadora madre.

Rojer gritó de gozo, aceptó el regalo y selo llevó corriendo para ponerlo sobre el suelode madera y golpear las láminas de diferentestamaños y deleitarse en los claros sonidos obten-idos.

Kally rió ante esa imagen.

—Un día de éstos me dirá que quiere serJuglar —dijo ella.

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—No hay demasiada clientela, ¿no? —in-quirió Arrick, abarcando las mesas vacías delcomedor con un gesto de la mano.

—Bueno, está hasta los topes a la hora delalmuerzo —contestó Kally—, pero en esta épocadel año no tenemos demasiados huéspedes, salvoalgún Enviado ocasional.

—Atender una posada vacía ha de ser muysolitario —dijo Arrick.

—A veces —concedió Kally—, pero tengoa Rojer para mantenerme muy ocupada. Es muytravieso y da mucho trabajo aun cuando esto estátranquilo, y es terrible durante la estación de lascaravanas, cuando los conductores se embor-rachan y cantan hasta las tantas, pues ese alborotolo mantiene despierto.

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—Imagino que también a ti te cuestadormir.

—Un poco —admitió ella—, pero no paraJessum, él duerme suene lo que suene.

—¿Ah, sí? —preguntó Arrick, deslizandola mano sobre las de la posadera. Ella abrió losojos y contuvo la respiración, pero no las retiró.

La puerta de la entrada se abrió de golpe.

—¡Los grafos están reparados! —anuncióJessum.

Kally reprimió un grito y retiró las manosde la de Arrick tan deprisa que vertió la cervezapor la barra. Enseguida agarró un trapo paralimpiarla.

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—¿Sólo eso? —preguntó con voz vacilantey manteniendo los ojos bajos para ocultar el ruborde las mejillas.

—Le ha ido por los pelos —intervino Ger-al—. La verdad, habéis tenido suerte de que hay-an durado tanto. He reforzado el peor de todos ymañana voy a tener una conversación con Piter.Voy a verlo sustituyendo todas las proteccionesde esta posada aunque deba traerle a punta delanza.

—Gracias, Geral —dijo Kally, lanzando aJessum una mirada esquiva.

—Sigo limpiando los establos —informó elposadero—, por lo que he sujetado los caballoscon maneas en el círculo portátil de Geral.

—Eso está bien —contestó Kally—.Lavaos todos. La cena estará lista enseguida.

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—Delicioso —aseguró Arrick, que habíabebido ingentes cantidades de cerveza durante lacena.

Kally había asado una pierna de corderocon costra de hierbas, y había servido el mejortrozo al heraldo del duque.

—Supongo que no tendrás una hermana tanhermosa como tú, ¿verdad? —preguntó entre bo-cado y bocado—. Su Gracia está de nuevo en elmercado y busca novia.

—Tenía entendido que el duque ya tenía es-posa —contestó ella, sonrojándose cuando le rel-lenó la jarra.

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—Y la tiene —refunfuñó Geral—: lacuarta.

Arrick resopló.

—Y tan poco fértil como las anteriores, metemo, si hay algo de verdad en los rumores depalacio. Rhinebeck va a seguir buscando esposashasta que una le dé un hijo.

—Quizá lleves razón en eso —concedió elEnviado.

—¿Cuántas veces van a permitirle losPastores presentarse ante el Creador y prometerque será «para siempre»?

—Todas cuantas sea necesario —aseguróArrick—. Lord Janson tiene en el bolsillo a losHombres Santos.

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Geral escupió.

—No está bien que los hombres delCreador se envilezcan para...

—Se dice —intervino el Juglar, alzando undedo a modo de aviso— que hasta los árbolestienen oídos para escuchar a quienes hablan con-tra el primer ministro.

Geral torció el gesto, pero se mordió la len-gua.

—Bueno, no es probable que encuentre unanovia en Pontón —repuso Jessum—. No hay su-ficientes mujeres para los hombres del pueblo.Tuve que irme hasta el Paseo del Grillo para en-contrar a Kally.

—¿Eres angersiana, querida? —preguntóArrick.

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—De nacimiento, sí, pero el Pastor me hizojurar fidelidad a Miln durante la boda. Todoslos pontonenses deben jurar fidelidad al duqueEuchor.

—Por ahora —precisó el Juglar.

—Entonces es cierto lo que dicen: Rhine-beck viene a reclamar Pontón —dijo el posadero.

—Nada tan dramático —repuso Arrick—,Su Gracia tiene la impresión de que, como la mit-ad de los habitantes proceden de Angiers y elpuente se construye y se mantiene gracias a lamadera de su ducado, deberíamos tener... una...relación más estrecha —concluyó, mirando aKally cuando ésta volvía a sentarse.

—Dudo que Euchor quiera compartirPontón —observó el posadero—. El Entretierrasha separado sus dominios durante mil años. Va

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a estar tan dispuesto a ceder esa frontera como aabdicar.

Arrick se encogió de hombros y sonrió denuevo.

—Eso es cosa de duques y ministros—comentó, alzando la cerveza—. La gente nor-mal como nosotros no debe preocuparse por talescosas.

El sol se puso enseguida y en el exteriorse oyeron agudos chispazos y chisporroteos com-pletados por los destellos que se filtraban porlos postigos cada vez que flameaban los grafos.Rojer odiaba aquellos sonidos discordantes y losalaridos subsiguientes. Se sentó en el suelo y em-pezó a golpear la matraca cada vez más fuerte enun intento de sofocarlos.

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—Pues sí que han venido con apetito estanoche los abismales —musitó su padre.

—El ruido está perturbando a Rojer —dijoKally, levantándose para acudir junto al pequeño.

—No temas —repuso Arrick, secándose laboca. Fue en busca de su bolsa multicolor y ex-trajo de la misma una fina funda de violín—.Haremos retroceder a esos demonios.

Puso el arco sobre la cuerda y de inmediatollenó la habitación con su música. El niño rió ydio palmas, feliz ahora que había olvidado todossus temores. Su madre batió palmas con él y am-bos marcaron el acompañamiento para la tonadade Arrick. Incluso Geral y Jessum comenzaron aseguir el ritmo.

—¡Baila conmigo, Rojer!

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Kally rió, le tomó de la mano y le puso depie.

Rojer intentó seguirle el ritmo cuando ellamarcó los pasos, pero al final se tambaleó y ellalo alzó en brazos, besándolo mientras daba más ymás vueltas por la habitación. El niño rió encan-tado.

De pronto se oyó un estrépito y Arrick le-vantó el arco de las cuerdas cuando todos sevolvieron a ver cómo la pesada puerta de maderatemblaba en el marco. El polvo liberado por elimpacto flotaba perezosamente hacia el suelo.

Geral fue el primero en reaccionar. El hom-bretón se movió con una celeridad sorprendentehacia la lanza y el escudo dejados junto a la pu-erta. Los demás lo miraron durante unos largosinstantes sin comprender.

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Entonces, se oyó otro golpazo y unas grue-sas garras negras atravesaron la madera. Kallygritó.

Jessum saltó hacia el hogar y tomó elpesado atizador de hierro.

—¡Mete a Rojer en el refugio de la cocina!—gritó en el momento que la puerta saltabahecha astillas e irrumpía dentro de la casa un de-monio de unos dos metros de estatura.

Geral y el posadero se volvieron parahacerle frente. La criatura volvió la cabeza y gritócuando un ágil y menudo demonio de las llamasentró en la habitación a toda velocidad, colándoseentre sus gruesas piernas.

Melodía tomó el escudo, apartó a Kally deun empujón cuando la mujer acudió a él con el

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niño en brazos para protegerse, recogió su bolsade colores y echó a correr hacia la cocina.

—¡Kally! —gritó su esposo cuando ellacayó al suelo, rodando en el aire para proteger alniño y evitarle lo peor de la caída.

—Así acabes en el Abismo, Arrick—maldijo Geral al Juglar—, Ojalá todos tussueños acaben convertidos en polvo.

Un demonio de las rocas le propinó ungolpe de revés con la mano, mandándole al otrolado de la habitación.

El demonio de las llamas se lanzó sobreKally cuando todavía intentaba ponerse en pie,pero Jessum le dio un fortísimo golpe con el atiz-ador y logró desviarlo de su trayectoria. El abis-mal cayó al suelo, que se prendió fuego ante sucontacto abrasador.

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—¡Vete! —gritó el posadero mientras ellase incorporaba.

Mientras huían de la habitación, Rojer ob-servó por encima del hombro materno que elabismal escupía una llamarada sobre su padre,que gritó cuando sus ropas empezaron a arder.

La madre apretó al pequeño contra el pechoy gimió cuando cruzó la estancia. En la sala delcomedor, Geral aulló de dolor.

Madre e hijo irrumpieron en la cocina,donde el Juglar había abierto de un tirón la aber-tura del refugio y se colaba en el agujero. Ésteechó hacia atrás la mano y buscó a tientas lapesada argolla de hierro para tirar de ella y cerrarla trampilla protegida con grafos.

—¡Espéranos, maestro Arrick! —chillóKally.

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—Un diablo —gritó el niño cuando un de-monio de las llamas entró correteando en la co-cina, pero su aviso llegó demasiado tarde: el im-pacto del golpe dejó a su madre sin aliento,aunque ella no soltó a su hijo a pesar de lo hondoque la bestia hundió las garras en su carne. Aullócuando el abismal saltó sobre su espalda y clavósus dientes afilados como cuchillos en el hombrode la posadera, cortando parte de la mano derechade Rojer, que gritó.

—¡Rojer! —chilló ella mientras daba tum-bos hacia el pilón de fregar antes de caer de rodil-las.

La mujer aulló a causa del dolor y se estiróhacia atrás y aferró con fuerza uno de los cuernosdel abismal.

—No... tendrás... a... mi... hijo... —gritó.

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Se lanzó hacia delante, empujando elcuerno con todas sus fuerzas. El demonio se afer-raba a la espalda de la mujer, por lo cual el em-pellón hizo que se desgarrara la carne donde él sesujetaba. El abismal se llevó con él jirones de piely trozos de músculos cuando la posadera le hizocaer sobre el pilón.

El impacto hizo añicos todos los cacharrosde loza puestos en la pila. El demonio barbotó yse removió mientras el aire se llenaba de vapor deforma casi instantánea y el agua entraba en ebul-lición, quemando los brazos de Kally, que aulló acausa de la quemazón, pero mantuvo a la criaturadebajo del agua hasta que dejó de debatirse.

—Mamá...—la avisó Rojer.

Ella se volvió a tiempo de ver entrar a otrasdos criaturas en la cocina. Aferró al niño y corrióhacia la trampilla para luego tirar de la pesada pu-

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erta con una mano mientras Arrick la miraba conojos desorbitados.

Kally cayó cuando un demonio de las lla-mas la sujetó por la pierna y de un mordisco learrancó un trozo de muslo.

—Cógelo, por favor —imploró la mujer,colocando al niño en los brazos de Arrick.

—¡Te quiero! —le gritó a Rojer mientrascerraba la trampilla con un golpe, dejándolossumidos en la negrura.

Las casas pontonesas cercanas a la orilladel río Entretierras estaban hechas con sillaresde piedra para resistir las avenidas. El hombre yel niño aguantaron en la penumbra, a salvo de

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los abismales mientras aguantasen los cimientos,aunque había humo por doquier.

—Qué más da morir a causa del humo o enlas garras de los demonios —musitó Melodía.

Comenzó a alejarse de la trampilla, peroRojer se aferró a su pierna.

—Suelta, chaval —ordenó Arrick, ysacudió la pierna en un intento de quitárselo deencima.

—¡No me abandone! —gritó el niño, llor-ando de forma incontrolable.

Arrick torció el gesto y miró al humo cir-cundante antes de escupir y ponerse al niño sobrelas espaldas.

—Agárrate fuerte, chico.

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El Juglar alzó los bordes de su capa y selos ató a la cintura a fin de improvisar un arnésdonde sentar al pequeño. Recogió el escudo deGeral y reanudó su camino a través de los cimien-tos, agachándose para salir a gatas a la oscuridaddel exterior.

—Creador que estás en los cielos —susurróal ver toda la aldehuela de Pontón en llamas. Losdemonios danzaban en la noche mientras arras-traban hacia el festín a unos desdichados vocifer-antes.

—Parece que Piter no sólo escatimó trabajocon las protecciones de tus padres —dijo Ar-rick—. Espero que también se lo lleven a él alAbismo.

Mantuvo el escudo delante para protegersemientras avanzaba a gachas alrededor de laposada, aprovechando el humo y la confusión

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hasta llegar al patio principal, donde estaban losdos caballos, a salvo en el círculo portátil de Ger-al, una isla de seguridad en medio del horror.

Un demonio de las llamas los vio cuandoArrick echó a correr en busca de refugio y les es-cupió una llamarada, pero el escudo de grafos delEnviado desvió el salivazo de fuego en medio deun chisporroteo. Arrick soltó al niño en cuantollegaron al interior del anillo y él se dejó caersobre las rodillas. Cuando recobró el aliento, em-pezó a rebuscar con desesperación entre las alfor-jas.

—Debería estar por aquí, sé que la dejépor... —murmuró—. ¡Ajajá!

Sacó una bota de vino, quitó el tapón de untirón, y dio un largo trago.

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Rojer lloriqueó, meciendo su ensan-grentada mano derecha.

—¿Eh...? ¿Estás herido, zagal?

El hombre se acercó para examinar laherida del niño y contuvo la respiración al ver lamano del muchacho: el abismal le había arran-cado los dedos corazón e índice de un mordisco.El niño mantenía cerrados los otros tres dedos,entre los que sostenía un mechón de pelo rojo, unmechón de su madre, cortado también por el bo-cado.

—¡No, es mío! —gritó el niño cuando in-tentó retirarle los cabellos.

—No voy a quitártelo, zagal —contestóMelodía—. Sólo necesito ver el mordisco.

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Puso el mechón en la otra mano de Rojer,que la cerró con fuerza.

La herida no sangraba demasiado, en parteporque la propia saliva ardiente del demoniohabía cauterizado la herida, pero rezumaba y olíamal.

—No soy Herborista —concluyó Arrickcon un encogimiento de hombros.

Apretó la bota para lanzar un chorrito devino sobre la herida. El escozor hizo chillar alniño. Luego, Melodía rasgó un trozo de su estu-penda capa para envolver la herida.

Para entonces, el niño lloraba a moco ten-dido, por lo que Arrick lo arropó con lo quequedaba de la capa.

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—Vamos, vamos, chico —dijo, estrechán-dolo y acariciándole la espalda—. Vivimos paracontarlo, y eso ya es algo, ¿o no?

Como Rojer no dejaba de sollozar, Arrickle cantó una nana mientras ardían todos los edi-ficios del villorrio. Cantó mientras los demoniosbailaban y se daban un festín. El sonido era comoun escudo alrededor de ellos dos, y bajo esa pro-tección, el huérfano cedió a la fatiga y se quedódormido.

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8

De camino a las Ciudades Libres

319 d.R.

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Arlen se apoyaba con más fuerza sobre elbastón conforme la fiebre iba en aumento.

Atisbó una columna de humo.

Más adelante, a un lado del camino, seerigía una estructura con un muro de piedra apen-as visible a causa de las muchas hiedras que locubrían. La humareda procedía de allí.

La esperanza de obtener cierto amparo in-sufló fuerza a sus temblorosas piernas y continuóavanzando a trompicones hasta llegar a esa pared.Se apoyó en ella mientras avanzaba en busca deuna entrada. Las rocas de la tapia estaban agri-etadas y llenas de boquetes. Los zarcillos de lastrepadoras se habían deslizado por cada recovecoy cada grieta. El antiguo muro se habría venido

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abajo de no haber sido por el entramado de laenredadera.

Al final, halló un acceso con forma de arcocuyas aherrumbradas puertas de metal se habíansalido de los goznes y ahora descansaban sobrela maleza. El tiempo las había consumido hastareducirlas a la mínima expresión. La abertura ar-queada daba a un patio invadido por las malashierbas y las hiedras. Había en el mismo unafontana resquebrajada colmada por el agua fan-gosa de la lluvia y un edificio bajo tan cubierto dehiedra que costaba distinguirlo al primer golpe devista.

Arlen avanzó con miedo sobre las losasresquebrajadas del patio, semiocultas debajo de lamaraña de hierbajos, pues los árboles, ya del tododesarrollados, se habían abierto paso entre ellas yhabían levantado esos grandes bloques cubiertos

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de hiedra. El joven distinguió marcas de garras enla tosca piedra.

«No hay guardias —comprendió con sor-presa—. Este lugar es de antes del Retorno y, ental caso, debe estar abandonado desde hace tres-cientos años.»

Los años también habían consumido las pu-ertas del edificio; llegó a una habitación espa-ciosa. Una maraña de cuerdas colgaba de lasparedes, desprovistas de cualquier cuadro que allíhubiera podido haber: el tiempo los había podridoigual que las gruesas alfombras del suelo, de lascuales sólo quedaba una fina capa cenagosa.Había muescas antiguas en las paredes y losmuebles, últimos restos de la decadencia.

—¿Hola? —llamó Arlen—. ¿Hay alguienahí?

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No hubo respuesta.

El rostro le ardía y él estaba temblando apesar de la tibieza del aire. No se creyó capazde ir mucho más lejos, pero él había visto humo,y el humo significa vida, una perspectiva que leinfundió fuerzas y, tras localizar una escalera depeldaños desmoronados, se encaminó hacia el se-gundo piso.

La mayor parte del piso de arriba se hallabaexpuesto al aire libre, pues el tejado estaba ag-rietado allí donde no se había venido abajo. Lasvarillas oxidadas sobresalían entre los montonesde piedras.

—¿Hay alguien ahí? —repitió Arlen.

Inspeccionó el piso sin hallar nada, salvopodredumbre y ruinas.

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Cuando estaba a punto de perder la esper-anza, vio a través de la ventana un hilo de humoen el extremo opuesto de la habitación. Pensóen sentarse y limitarse a esperar la llegada delos abismales con la esperanza de que acabarancon él más deprisa que la enfermedad, a pesarde que había prometido no darles nada y de quela muerte de Marea no había sido precisamenterápida. Sus ojos pasaron de la ventana a las losasdel patio.

«Cualquiera se mataría si se cayera desdeaquí», sopesó. Le dio un vahído. Dejarse caer sele antojó fácil y apropiado.

«¿Como Cholie?», preguntó una voz en sumente, donde vio de pronto la imagen del nudocorredizo, lo cual le hizo volver a la realidad desopetón. Retomó el control sobre sí mismo y seretiró del ventanal.

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«No —dijo para sus adentros—, la vía deCholie no es mejor que la de papá. Cuandomuera, lo haré porque algo me mate, no porhaberme rendido.»

Desde la ventana, podía ver por encima delmuro y por tanto dominaba el camino. Detectóactividad en la ruta por la que había venido.

«Ragen.»

Arlen apeló a unas reservas de energía decuya existencia no tenía noticia y bajó la escaleracon un brío muy similar a su velocidad de cos-tumbre. Cruzó el patio a la carrera.

Pero le falló el aliento cuando alcanzó elcamino y se desplomó jadeante sobre el barro altiempo que se llevaba la mano a los puntos delcostado. Le dolía como si tuviera mil esquirlaspunzantes en el pecho.

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Al alzar la vista vio unas figuras en la vía:todavía estaban lejos, pero lo bastante cerca paraque ellos también lo hubieran descubierto. Oyóun grito cuando el mundo se volvió negro.

Estaba tumbado de bruces cuando lo des-pertó la luz del día. Notó los vendajes firmementesujetos alrededor del torso cuando inspiró. Aún ledolía la espalda, pero ya no era aquel escozor deantes, y tenía las mejillas frías por primera vez enmuchos días. Puso las manos debajo del cuerpopara hacer fuerza e incorporarse, pero las pasó ca-nutas cuando hizo la prueba.

—Yo no tendría prisa alguna en intentarlo—le advirtió Ragen—. Tienes suerte de seguircon vida.

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—¿Qué ha pasado? —preguntó Arlenmientras alzaba la vista y miraba al hombre sen-tado junto a él.

—Te encontré tirado en el camino —repusoel interpelado—. Las heridas de la espalda es-taban contaminadas por la podredumbre del de-monio. Debí abrirlas y drenarlas antes de cosér-telas.

—¿Dónde está Keerin?

Ragen se echó a reír.

—Dentro —contestó—. Keerin se hamantenido a cierta distancia durante los dos últi-mos días. Se pone malo en cuanto ve sangre, ytuvo una arcada en cuanto te encontramos.

—¿Ha pasado más de un día? —quiso saberel recién despertado.

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Miró en derredor y se descubrió tendidoen el antiguo patio. Ragen había montado allí sucampamento. Los perímetros portátiles protegíanlos petates y a los animales.

—Te encontramos a mediodía de Terciano—contestó Ragen—. Hoy estamos a Quintano.Te has pasado todo ese tiempo delirando y dandovueltas sin cesar mientras sudabas la calentura.

—¿Me has curado la fiebre del demonio?

—¿De ese modo la llamaban en ArroyoTibbet? —preguntó Ragen para luego encogersede hombros—. Es un nombre tan bueno comocualquier otro, supongo, pero no es ninguna en-fermedad mágica, sino una simple infección. En-contré un poco de apio de monte no lejos dela calzada, por lo que pude prepararte una cata-plasma para las heridas. Luego voy a prepararte

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una infusión con las hojas. Deberías ponerte biensi lo bebes durante los próximos días.

—¿Apio de monte? —preguntó Arlen.

Ragen sostuvo en alto una planta muyabundante por los alrededores.

—Es un elemento básico en el morral de to-do Enviado, aunque hace más efecto cuando esfresco. Notarás cierto mareo, pero por la razónque sea, la ponzoña de demonio no puede con él.

Arlen rompió a llorar. ¿Significaba eso quesu madre se habría curado con un hierbajo quesolían arrancar de los campos de su padre? Esoera demasiado.

El hombre aguardó en silencio para con-ceder un respiro al muchacho, por cuyas mejillascorrían libremente las lágrimas. Al cabo de un

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tiempo, tanto que pareció una eternidad, aminoróel caudal y la frecuencia de los sollozos. Ragenno despegó los labios y le entregó un trapo con elque el muchacho se secó las mejillas.

—¿Qué has hecho durante todo el caminohasta llegar aquí, Arlen? —preguntó el Enviado.

El muchacho lo miró durante un buen ratoen un intento de decidir qué iba a decirle. Cuandoal final habló, le contó toda la historia de formaatropellada, comenzando por la noche en que sumadre resultó herida y terminando por el mo-mento en que huyó de su padre.

Ragen permaneció callado mientras asimil-aba sus palabras.

—Lamento lo de tu madre, muchacho—dijo al fin. Arlen se sorbió los mocos y asintió.

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El vagabundeo de Keerin lo llevó de vueltaal patio cuando Arlen comenzaba a narrar cómohabía intentado hallar el camino a Pastos al Soly por equivocación había seguido el ramal a lasCiudades Libres. Se embelesó cuando Arlen de-scribió su primera noche en solitario, laacometida del gran demonio de las rocas y cómolo había lisiado con las protecciones. El Juglarpalideció cuando describió la precipitada repara-ción de las mismas antes de que el abismal lomatara.

—¿Fuiste tú quien le arrancó el brazo a esediablo? —preguntó Ragen con incredulidad.

—No tengo la menor intención de repetir eltruco —repuso Arlen.

—Ya, ya, eso ya lo supongo. —Ragen rióentre dientes—. Aun así, lisiar a un demonio depiedra de cuatro metros y medio es una hazaña

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merecedora de un par de canciones, ¿no te parece,Keerin? —preguntó, codeándolo, pero aquel za-randeo pareció ser la gota que colmaba el vasodel Juglar: le pudo la náusea, se cubrió la bocacon la mano y se marchó corriendo. Ragensacudió la cabeza y suspiró—. Un demonio depiedra altísimo nos ha estado acechando desdeque te encontramos —le explicó Ragen—, Hamartilleado las defensas con más fuerza que cu-alquier otro con el que nos hayamos topadojamás.

—¿Va a recuperarse? —preguntó Arlen alver al trovador doblado en dos.

—Se le pasará —refunfuñó Ragen—.Vamos a darte algo de alimento.

Ayudó a Arlen a recostarse sobre la silla demontar, lo cual provocó una punzada de dolor al

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chico, cuya mueca de sufrimiento no le pasó in-advertida al Enviado.

—Mastica esto —aconsejó Ragen al con-valeciente mientras le entregaba una raíz sar-mentosa—. Te notarás un tanto ofuscado, perodebería aliviarte el dolor.

—¿Eres Herborista? —quiso saber Arlen.

El otro se carcajeó.

—No, pero un Enviado ha de saber un pocode todo si quiere sobrevivir.

Luego, echó mano a las alforjas y extrajoun perol y otros utensilios.

—Ojalá le hubieras hablado a Coline delapio de monte —se lamentó el joven.

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—Lo habría hecho si hubiera caído en lacuenta de que ella no lo sabía —repuso Ragenmientras llenaba el puchero y lo colgaba deltrébede, sobre el fuego—. La de cosas que olvidala gente, ¡es sorprendente!

Avivó el fuego cuando regresó el Juglarcon una expresión de alivio en su pálido semb-lante.

—Me aseguraré de mencionarlo cuando tellevemos de vuelta.

—¿De vuelta? —retrucó Arlen.

—¿De vuelta? —repitió Keerin.

—Por supuesto que sí —replicó el Envi-ado—. Tu padre va a seguir buscándote, Arlen.

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—Pero yo no quiero volver —repuso elmuchacho—, prefiero ir con vosotros a las Ci-udades Libres.

—No puedes huir de tus problemas, Arlen—contestó Ragen.

—No voy a volver —insistió el joven—.Podéis llevarme a rastras, pero voy a escaparmeen cuanto os vayáis.

Ragen lo miró fijamente durante un buenrato y al final observó de soslayo a Keerin.

—Ya conoces mi opinión —dijo éste—. Nome apetece añadir otras cinco noches a nuestroviaje.

El Enviado frunció el ceño.

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—Pienso escribir a tu padre en cuantolleguemos a Miln —lo avisó.

—Vas a perder el tiempo. Él jamás vendráa por mí —le aseguró Arlen.

El suelo de piedra del patio y el muro losescondieron bien esa noche. Un espacioso círculode protección aseguró la carreta y otro a los an-imales, sujetos a estacas y trabados con maneas.Los hombres permanecieron cobijados dentro delsegundo de los dos anillos concéntricos, dondeardía la fogata.

El Juglar se aovilló en su lecho y se cubrióla cabeza con una manta. Estaba temblando apesar de la agradable temperatura y se estremecíacada vez que un abismal probaba las defensas.

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—¿Por qué insisten en atacarnos si ven queno pueden pasar? —planteó Arlen a Ragen.

—Buscan un hueco en la red —respondióel Enviado—. No los verás atacar dos veces porel mismo lugar. —Ragen se golpeteó la frentecon los dedos—. Memorizan la defensa. No sonlo bastante listos para estudiarla y deducir lospuntos débiles, de modo que lanzan un ataque ybuscan un punto débil. Rara vez cruzan una de-fensa, pero la espera les merece la pena si lo con-siguen.

Un demonio del viento se abatió sobre elmuro y rebotó contra la protección. Keeringimoteó desde debajo de la manta al oír el soni-quete.

Ragen lanzó una mirada adonde estabatumbado el trovador y sacudió la cabeza.

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—Parece pensar que los abismales no van averlo si él no les mira —musitó.

—¿Siempre hace lo mismo? —preguntóArlen.

—Ese demonio manco lo ha amilanadomás de lo normal —contestó el Enviado—, perotampoco es que antes permaneciera impertérrito.—Ragen se encogió de hombros—. Necesitabaun Juglar enseguida y el gremio me facilitó aKeerin. No suelo trabajar con novatos.

—Entonces, ¿por qué aun así llevas a unJuglar?

—Ha de acompañarte un Juglar cuandoacudes a las aldehuelas —le aseguró Ragen—.Son capaces de lapidarte si apareces sin uno.

—¿Qué son las aldehuelas?

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—Pueblos muy pequeños, como ArroyoTibbet —le explicó el viajero—, lugares demasi-ado lejanos para que los duques puedan contro-larlos con facilidad y donde la mayoría de lagente no sabe leer.

—¿Y qué implica la presencia de un Jug-lar? —preguntó Arlen.

—Los Enviados sirven de poco cuandonadie sabe leer —replicó Ragen—. Están deseo-sos de agenciarse un poco de sal o cualquier otracosa de la que anden cortos, pero apenas haygente dispuesta a salir de su camino y venir averte para darte noticias, y enterarte de lasnovedades es el trabajo primordial de un Envi-ado. Ahora bien, aparecerán de todos los rinconespara ver el espectáculo si contratas a un Juglar.No extendí la noticia del espectáculo de Keerinsólo por ti.

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«Algunos hombres pueden ser —prosiguióél— Mercaderes, Juglares y Herboristas, todo a lavez, pero son tan frecuentes como los abismalesamistosos. La mayoría de los Enviados contrata aun trovador cuando se dirigen a las aldehuelas.

—Y tú no sueles trabajar en las aldehuelas—apostilló Arlen, haciendo memoria.

Ragen le guiñó un ojo.

—Puede que un Juglar impresione a lospueblerinos, pero en la corte de un duque sólo vaa causarte demoras. Los duques y los príncipesMercaderes tienen sus propios Juglares, y única-mente se interesan en el negocio y en las noticias,y las pagan mejor que un viejo Jabalí cualquiera.

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Ragen se alzó antes de que asomara el soldel alba y asintió con gesto aprobador al ver yadespierto a Arlen.

—Los Enviados no pueden permitirse ellujo de dormir hasta tarde —dijo mientrasgolpeaba un par de cacerolas para despertar aKeerin—. Necesitamos aprovechar hasta el úl-timo momento de luz.

Arlen se sentía ya lo bastante recobradocomo para sentarse junto a Keerin e ir dandotumbos en la carreta mientras se dirigían haciaaquellos minúsculos forúnculos a las que el En-viado milnés llamaba «montañas». Éste le contóla historia de sus viajes para matar el tiempo yle señalaba las plantas próximas al camino, indic-ando cuáles eran comestibles y cuáles no, cuálesservían para hacer emplastos para las heridas ycuáles sólo iban a empeorarlas. Ragen lo alec-

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cionaba sobre los lugares más defendibles parapernoctar y le explicaba la razón, y también loprevenía acerca de los depredadores.

—Los monstruos matan a los animales máslentos, a los más débiles —le explicó Ragen—.Por tanto, sobreviven los más grandes, los másfuertes, los que se esconden mejor, pero los abis-males no son los únicos en considerarte una presapotencial cuando estás fuera del camino.

Keerin miró en derredor, hecho un manojode nervios.

—¿Qué era ese sitio donde pernoctamos losúltimos días? —inquirió el muchacho.

—El baluarte de algún señor de poca monta—contestó el Enviado al tiempo que se encogíade hombros—. Desde aquí a Miln los hay a cien-tos, todos saqueados por innumerables Enviados.

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—¿Por Enviados? —preguntó Arlen.

—Claro —repuso su interlocutor—. Al-gunos Enviados dedican semanas a buscar ruinas.Quienes tienen la suerte de encontrarse con unade cuya existencia nadie tiene noticia puedensacar de ella un botín muy variado: oro, joyas,tallas, y a veces protecciones antiguas, aunqueel verdadero tesoro perseguido por todos son losgrafos de combate, si es que existieron algunavez.

—¿Crees que los hubo? —quiso saber Ar-len.

El milnés asintió.

—Ahora bien, no estoy dispuesto a salirmedel camino y arriesgar el cuello para encontrar es-as ruinas.

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Ragen los alejó del camino al cabo de unpar de horas y los condujo hasta una cueva.

—Conviene defender un refugio siempreque sea posible —le dijo a Arlen—. Esta cavernaes uno de los pocos anotados en el tocón deGraig.

Ragen y Keerin levantaron el campamento,dieron de comer y beber a los animales ytrasladaron las vituallas al interior de la cueva,y en la boca de la misma colocaron la carretadesenganchada. Mientras ellos dos trabajaban,Arlen examinaba el círculo portátil.

—No conozco las protecciones de por aquí—comentó mientras recorría las marcas con undedo.

—Tampoco yo las pocas que vi en ArroyoTibbet —reconoció el milnés—. Las he copiado

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en el tocón. Tal vez esta noche puedas inform-arme de qué hacen, ¿eh?

Arlen sonrió, complacido ante la posibilid-ad de tener algo con que corresponder a la gener-osidad de Ragen.

El trovador empezó a removerse incómododurante la cena y a menudo lanzaba miradas aun cielo cada vez más oscuro, pero el Enviadoparecía tener menos prisa conforme oscurecía.

—Más valdrá meter las muías dentro de lagruta —dijo finalmente Ragen. Keerin se movióde inmediato para llevar a cabo esa tarea—. Losgrupos de animales odian las cuevas —le explicóel milnés a Arlen—, así que conviene esperarlo máximo posible antes de meterlos dentro. Layegua va en último lugar.

—¿No tiene nombre? —inquirió el chico.

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Ragen negó con la cabeza.

—Mis caballos han de ganárselo —re-spondió—. El gremio los entrena de un modo es-pecial, pero muchos caballos todavía se asustancuando los dejas fuera por la noche, dentro de uncírculo protector. Únicamente les pongo nombresi estoy seguro de que no se acobardan ni se des-bocan. Compré la yegua en Angiers después deque mi capón se espantara y saliera huyendo. Ledaré un nombre si me lleva a Miln.

—Lo conseguirá —repuso Arlen mientrasacariciaba el cuello del corcel; tomó a la monturapor la brida y la condujo al interior de la cavernaen cuanto Keerin hubo metido a las mulas.

Cuando todos estuvieron dentro, elmuchacho estudió la boca de la cueva: percibiólos grafos grabados en la roca, pero no vio nin-guno en el suelo.

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—Las defensas están incompletas—comentó, señalándolas con el dedo.

—Por supuesto —replicó Ragen—. No vana defender el polvo de una cueva vacía, ¿no?—Miró a Arlen con curiosidad—. ¿Qué haríaspara completar el círculo?

El chico estudió el enigma. La boca no eraun círculo perfecto, más aún, era una «U» inver-tida. Era difícil de completar, pero no demasiado,pues los grafos cincelados en la roca resultabande lo más común. Tomó un palo y garabateó enel suelo unos signos cuyo trazo encajó a las milmaravillas con los de la piedra. Los verificó hastapor tres veces y se volvió hacia atrás en busca dela aprobación de Ragen.

El Enviado permaneció en silencio duranteunos instantes mientras estudiaba el trabajo deArlen; luego, asintió.

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—Bien hecho —comentó, y Arlen resplan-deció de gozo—. Has trazado los remates congran fuerza. Ni yo mismo habría tejido una redmás segura, y has hecho todas las ecuaciones dememoria, nada menos.

—Eh... gracias —repuso Arlen sin tener niidea de a qué se refería Ragen.

Éste se percató del silencio del muchacho.

—Porque has hecho las ecuaciones, ¿ver-dad?

—¿Qué es una ecuación? —preguntó Ar-len—. Esa línea —se explicó, señalando el trazode protección más cercano— va con ese trazo deahí —completó, señalando ahora la pared—. Esegrafo se cruza con aquéllos —continuó—, que secorresponden con los de aquí —concluyó, indic-ando los restantes—. Es tan simple como eso.

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Ragen se quedó pasmado.

—¿Quieres decir que lo has hecho a ojo?

Arlen se encogió de hombros cuando Ra-gen se volvió hacia él.

—Casi todos usan una vara de medir paraverificar las líneas —admitió—, pero yo nuncame he molestado en hacerlo.

—Me hago cruces... ¿Cómo es posible quelos abismales no devoraran Arroyo Tibbet dur-ante la noche? —comentó Ragen.

Extrajo un saco de las alforjas y se arrodillóen la boca de la cueva, borrando los signos de Ar-len.

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—Los trazos en el polvo siguen siendo unatemeridad por muy bien dibujados que estén—sentenció.

El milnés rebuscó en el saco y eligió unascuantas placas de madera lacada. Se apresuró acolocarlas en el suelo e hizo los trazos con la ay-uda de una vara de medir que tenía unas marcasde medición.

No había pasado mucho más de una horacuando el ciclópeo demonio tullido hizo acto depresencia en el claro. Profirió un aullido pro-longado mientras quitaba de en medio a los abis-males menores y luego se acercó a la boca de lacueva pisando fuerte.

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—Ése se ha quedado con tu olor —leprevino Ragen—. Te seguirá siempre a la esperade que bajes la guardia.

Arlen sopesó las palabras del Enviadomientras contemplaba al monstruo. Éste gruñía ygolpeaba con saña la barrera, pero los trazos des-tellaron y lo mantuvieron lejos. Keerin lloriqueó,pero el muchacho se incorporó y anduvo hacia laentrada de la gruta. Buscó la mirada del abismalcon los ojos y alzó las manos muy despacio antesde unirlas de pronto en una palmada muy sonorapara mofarse del demonio por no tener dos ex-tremidades.

—Déjale malgastar su tiempo —le replicócuando el demonio aulló de rabia e impotencia—.Ese bicho no va a atraparme.

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Siguieron la calzada durante unos sietedías. Ragen los guió hacia el norte: pasaron juntoa las estribaciones de una cadena montañosa sindejar de subir en ningún momento. El Enviadohacía un alto de forma esporádica para cazar.Abatía alguna pieza pequeña con sus jabalinas.

La mayoría de las noches se detenían a per-noctar en alguno de los refugios anotados en eltocón de Graig, aunque en un par de ocasiones selimitaron a acampar en el camino. Los demoniosal acecho aterraban a la yegua de Ragen, peroésta no intentaba zafarse de las maneas.

—Se merece un nombre —repitió Arlenpor enésima vez mientras señalaba la serenamontura.

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—¡Vale, vale! —accedió al fin Ragenmientras le alborotaba los cabellos a Arlen—.Puedes ponerle un nombre.

—Pupila Negra —respondió el muchachocon una sonrisa. Ragen miró a la yegua y asintió.—Es un buen nombre —admitió.

9

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Fuerte Miln

319 d.R.

El suelo se hizo más y más pedregoso con-forme los forúnculos cobraban mayor altura en elhorizonte. Ragen no había exagerado al decir queuna única montaña era tan grande como cien Co-linas de la Turba, y esa cordillera se prolongabahasta donde alcanzaba la vista del joven. El aire

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refrescó cuando alcanzaron las cotas más altas yfuertes golpes de viento fustigaban las colinas.Arlen volvió la vista atrás y vio el mundo en-tero desplegado ante sus ojos como en un mapa.El muchacho se imaginó viajando por todas esastierras con una simple lanza y un talego de Envi-ado.

Arlen no daba crédito a sus ojos cuando alfinal contempló Fuerte Miln. A pesar de todos losrelatos de Ragen, había dado por hecho que ibaa ser como Arroyo Tibbet, aunque más grande.A punto estuvo de caerse al suelo cuando la urbefortificada se alzó imponente ante ellos.

Habían construido la ciudad en la base deuna montaña desde donde se dominaba un ampliovalle, al otro lado se elevaba otra cumbre, gemelaa la lindante con Miln, justo en frente de laciudad. Miln estaba circunvalada por una muralla

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de nueve metros de altura, aunque muchos edi-ficios situados detrás de la misma la superaban.Cuanto más cerca estaban de la ciudad, más seextendía ésta, hasta el punto de que los murosparecían prolongarse durante kilómetros en am-bas direcciones.

Sobre los lienzos de la muralla estabanpintados los grafos de mayor tamaño que Arlenhabía visto en su vida. Fue siguiendo las líneasinvisibles que comunicaban un trazo con otro,formando una red que convertía la muralla enalgo infranqueable para los abismales.

Las murallas decepcionaron al joven apesar de ser un manifiesto logro arquitectónico:las Ciudades Libres no lo eran en realidad. Losmuros repelían a los abismales, sin duda, perotambién confinaban a la gente en el interior de

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la metrópoli. Al menos en Arroyo Tibbet lasparedes de la cárcel eran invisibles.

—¿Qué impide a los demonios de aire ata-car por encima de la muralla? —quiso saber Ar-len.

—Han fijado postes de protección en lo altodel muro para crear una especie de dosel defensorde la ciudad —le explicó Ragen.

El muchacho cayó en la cuenta de que de-bería haberlo deducido. Aún tenía más preguntas,pero se las guardó para sí y se devanó los sesos,especulando con las posibles soluciones.

Al fin, cuando ya había pasado el cénit delmediodía, llegaron a la ciudad. El Enviado señaló

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a lo alto: un penacho de humo se alzaba en elcielo varios kilómetros por encima de la ciudad.

—Las Minas del Duque —informó—. Esun pueblo en sí mismo, más grande que ArroyoTibbet. No es autosuficiente, pero esa situacióncomplace a Euchor de Miln. Las caravanas van yvienen casi todas las semanas: les suben comiday bajan sal, metal y carbón.

Un múrete salía de la ciudad principal y re-corría un amplio trayecto en dirección al valle.Arlen logró ver los postes de protección en lo altode los mismos y también el extremo de grandes yordenadas hileras de árboles.

—Los grandes jardines y huertos del duque—apuntó Ragen.

Los trabajadores entraban y salían por lapuerta principal, abierta de par en par. Los

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centinelas los saludaron con la mano cuando seacercaron. Eran altos, como Ragen, y lucían yel-mos abollados y gastados correajes de cueroaceitado sobre gruesas prendas de la lana. Ambosempuñaban lanzas, pero las sostenían más comoadorno que como verdaderas armas.

—¡Eh, sé bienvenido, Enviado! —gritó unode ellos.

—Gaims. Woron. —Ragen los saludó conun asentimiento.

—Hace días que te espera el duque —anun-ció Gaims—. Nos preocupamos cuando no apare-ciste.

—¿Pensasteis que me habían atrapado losdemonios? —Ragen se echó a reír—, ¡De ningúnmodo! Los abismales atacaron la aldehuela donde

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me había detenido cuando volvía de Angiers. Nosdemoramos un poco para echar una mano.

—¿Recogiste a un descarriado mientras es-tabas ahí? —le preguntó Woron con una son-risa—. ¿Es un regalito para que tu esposa se en-tretenga hasta que le hagas un hijo?

Ragen puso cara de pocos amigos y elguardia se achantó.

—No pretendía ofender —se apresuró a de-cir.

—En tal caso, te sugiero no decir cosasque puedan resultar ultrajantes, servidor —rep-licó con una nota de tensión en la voz. Woronpalideció y asintió—. De hecho, lo encontré en elcamino —añadió Ragen al tiempo que alborotabael pelo de Arlen y sonreía como si no hubiera pas-ado nada.

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Ésa era una de las virtudes de su protectorque más le gustaban a Arlen: tenía la risa fácil yno era propenso al rencor, pero exigía respeto, yte hacía saber cuál era tu lugar. Así es como élquería ser algún día.

—¿En el camino? —preguntó Gaims, in-crédulo.

—Y a varios de días de cualquier lugar hab-itado —chilló Ragen—. El chico es capaz de traz-ar signos mejor que algunos Enviados que me séyo.

Arlen sacó pecho al oír el cumplido, orgul-loso.

—¿Y tú, Juglar? —le preguntó Woron aKeerin—. ¿Cómo te han sabido tus primerasnoches al raso? —El aludido torció el gesto y los

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guardias rompieron a reír—. Agradable, ¿a quesí?

—Las horas de luz vuelan deprisa —lecortó el Enviado—. Haz saber a Madre Jone queacudiremos a palacio en cuanto entregue el arrozy me haya pasado por casa para darme un baño ytomar una comida decente.

Los hombres lo saludaron y lo dejaron en-trar en la ciudad.

La grandeza de Miln no tardó en abrumara Arlen a pesar del desencanto inicial. Los edifi-cios se elevaban en el aire, empequeñeciendo cu-alquier cosa que hubiera visto antes, y las callesestaban adoquinadas en vez de cubiertas por por-quería reseca. Los abismales no podían atravesarla piedra tallada, pero Arlen no lograba imaginarsiquiera el esfuerzo necesario para cortar y enca-jar tantos cientos de sillares.

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La mayoría de los edificios de Arroyo Tib-bet eran de madera con cimientos de piedraamontonada y techos de paja con placas dondetrazar los signos de protección. Allí, la mayoríade los inmuebles eran de piedra tallada y teníanun tufo a eones. Todos los edificios disponían deuna protección individualizada a pesar de contarcon la defensa de la muralla exterior. Algunosmostraban verdaderas obras de arte y otros eranun ejemplo de pura funcionalidad.

El aire maloliente de la ciudad estaba sat-urado por el hedor a basura, fogatas de estiércoly sudor. Arlen intentó contener el aliento, peropronto debió rendirse y respiró por la boca. Sinembargo, Keerin parecía respirar a gusto por vezprimera.

Ragen abrió el camino hacia el mercado,donde el joven vio reunida más gente de la que

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había contemplado en la vida. Cientos de tiposmuy parecidos a Rusco el Jabalí lo llamabandesde todas partes.

—¡Compra esto!

—¡Pruébalo!

—Tengo un precio especial, sólo para ti.

Todos ellos eran altos, verdaderos gigantessi se los comparaba con la gente de Arroyo.

Llevaban carretas de frutas y verduras devariedades desconocidas para Arlen, y había tan-tos puestos de ropa que llegó a la conclusión deque los milneses no pensaban en otra cosa. Habíatambién pinturas y esculturas tan intrincadas quese preguntó cómo alguien tenía tanto tiempo parahacerlas.

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Ragen los condujo hasta el extremo op-uesto del bazar, donde se hallaba la tienda de unMercader con el símbolo de un escudo.

—El hombre del duque —los avisó Ragenmientras arrastraban la carreta.

—¡Ragen! —lo llamó el Mercader—. ¿Quéme traes hoy?

—Arroz de las marismas e impuestos deArroyo Tibbet en pago por la sal del duque—contestó el Enviado.

—¿Has podido ver a Rusco el Jabalí?—afirmó más que preguntó el comerciante—.Ese sinvergüenza sigue aprovechándose de losincautos pueblerinos, ¿verdad?

—¿Lo conoces? —inquirió Ragen.

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El Mercader se echó a reír.

—Testifiqué ante el Concilio Ducal de lasmadres para que le retirasen la licencia de comer-cio después de que intentara pasar un envío degrano lleno de ratas —contestó—. Abandonó laciudad poco después para reaparecer en los con-fines del mundo. Tengo entendido que sucedióotro tanto en Angiers, lo cual, para empezar, ex-plica la razón de su presencia en Miln.

—Hicimos bien en examinar el arroz—murmuró Ragen.

Estuvieron regateando un buen rato sobre elcambio aplicable al trueque de arroz y sal, pero alfin, el Mercader entró en razón, admitiendo queel Enviado había conseguido el máximo posibledel Jabalí y le entregó una tintineante bolsita demonedas para ajustar la diferencia.

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—¿Puede Arlen encargarse de conducir lacarreta a partir de ahora? —preguntó el Juglar.

Ragen le dedicó una mirada fugaz y asintió;luego le lanzó un portamonedas que el Juglar at-rapó con habilidad antes de bajarse del vehículo.

El Enviado sacudió la cabeza mientrasKeerin desaparecía entre el gentío.

—No es mal Juglar del todo —comentó—,pero le faltan redaños para viajar por los caminos.

Después, el milnés volvió a montar y guiópor las concurridas calles a Arlen, a quien em-pezó a sofocar el ajetreo y el gentío que se movíapor las calles. Se dio cuenta de que muchas per-sonas vestían harapos a pesar del frío aire de lamontaña.

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—¿Qué hacen? —preguntó el muchacho alverlos agitar unas bacinetas vacías delante de lostranseúntes.

—Pedir limosna —replicó Ragen—. No to-dos los milneses pueden permitirse comprar com-ida.

—¿Y no podemos arreglarlo dándoles unpoco de la nuestra? —quiso saber Arlen.

Ragen suspiró.

—No es tan sencillo, Arlen —repuso eladulto—. El suelo de por aquí no es lo bastantefértil para alimentar ni a la mitad de la gente. Ne-cesitamos el grano de Fuerte Rizón, el pescado deLakton, las frutas y la carne de ganado de Angi-ers. Esas ciudades no se limitan a darlo sin más.La comida va a quienes comercian y ganan dineropara poder pagarla, los Mercaderes, y éstos con-

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tratan a gente para que trabaje para ellos, y la al-imentan, visten y albergan de su propio bolsillo.—Señaló con un gesto a un hombre vestido conunas ropas ásperas y mugrientas: estiró un cuencode madera con grietas hacia un viandante, que re-huyó todo contacto visual e hizo un quiebro paraevitarlo—. Así es como acabas si no trabajas, ano ser que seas de sangre real o un Hombre Santo.

Arlen asintió como si comprendiera,aunque en realidad no fue así. La gente nuncatenía nada de valor por culpa de la gran tienda deArroyo Tibbet, pero ni siquiera el Jabalí los de-jaba morir de hambre.

Llegaron a una casa y Ragen le indicó porseñas a Arlen que detuviera la carreta. No eradescomunal si se la comparaba con las que habíavisto en Miln, pero seguía siendo impresionante

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para los cánones de Arroyo Tibbet: la vivienda dedos plantas estaba toda hecha de piedra.

—¿Aquí es donde vives? —preguntó Ar-len.

El Enviado sacudió la cabeza y echó pie atierra. Se dirigió a la puerta y llamó con fuerza.Una joven de melena castaña recogida en unacoleta contestó enseguida. Era alta y robusta,como todos los milneses. Lucía un vestido decuello alto, largo hasta los tobillos, pero la telase tensaba a la altura de los senos. Arlen no teníaclaro si era o no guapa. Estaba a punto de decan-tarse por la segunda opción cuando esbozó unasonrisa que le cambió el rostro por completo.

—¡Ragen! —chilló mientras le rodeaba elcuello con los brazos—. ¡Has vuelto, gracias alCreador!

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—Pues claro que sí, Jenya —repuso Ra-gen—. Los Enviados cuidamos de los nuestros.

—Yo no lo soy —repuso ella.

—Te casaste con uno, y eso es lo mismo.Graig murió siendo un Enviado, malditas sean lasnormas del gremio.

Jenya pareció apenarse y él intentó cambiarde tema enseguida. Se acercó en dos zancadas ala carreta y descargó el resto del cargamento.

—Te he traído buen arroz de las marismas,sal, carne y pescado —anunció sacando losartículos de la carreta y colocándolos en elumbral de la puerta. Arlen salió disparado paraayudarlo en la tarea—. Y también esto —agregómientras soltaba del cinto el saco de oro y plataque había obtenido del Jabalí. También le lanzó

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la bolsita que le había sacado al Mercader delduque.

Jenya puso unos ojos como platos cuandola abrió.

—Oh, Ragen —empezó—, es demasiado,no puedo acep...

—Claro que puedes, y lo harás —le ordenóél, interrumpiéndola—. Es lo menos que puedohacer.

Los ojos de Jenya se llenaron de lágrimas.

—No sé cómo agradecértelo —dijo—. Heestado muy asustada. Escribir para el gremio nolo cubre todo, y sin Graig... He llegado a pensarque tal vez necesitaría volver a mendigar.

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—Vamos, vamos —dijo Ragen, dándoleunas palmadas en el hombro—. Mis hermanos yyo nunca dejaremos que eso suceda. Te llevaré ami propia casa antes que permitir que las cosasvayan tan lejos —le prometió.

—¿Harías eso por mí, Ragen? —preguntó.

—Una última cosa —repuso él—. Ten, unpresente de Rusco el Jabalí. —Sostuvo en alto elanillo—. Quiere que le escribas y le confirmesque obra en tu poder.

Jenya empezó a derramar lágrimas denuevo mientras contemplaba el hermoso anillo.

—Graig era muy apreciado —le aseguróRagen mientras le deslizaba el anillo en eldedo—. Deja que esta sortija sea el símbolo desu memoria. La comida y el dinero os durarán unbuen tiempo. Tal vez para entonces incluso hayas

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encontrado un marido que te convierta en Madre,pero si las cosas se ponen feas y se te pasa por lacabeza vender ese anillo, ven a verme antes, ¿deacuerdo?

Ella asintió, pero seguía con la vista fijaen la joya. Seguía llorando mientras acariciaba elaro.

—Prométemelo —ordenó Ragen.

—Lo prometo.

Ragen asintió y tras abrazarla una últimavez le dijo:

—Vendré a verte cuando pueda.

La mujer seguía llorando cuando ellos semarcharon. Arlen permaneció con la vista fijahacia atrás mientras se iban.

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—Pareces confuso —dijo Ragen.

—Y lo estoy, supongo —admitió elmuchacho.

—Los padres de Jenya eran mendigos —leexplicó Ragen—. El padre es ciego y la madresiempre está enferma. Sin embargo, tuvieron lasuerte de engendrar una hija sana y atractiva.Ella y sus padres ascendieron dos clases socialescuando la chica se casó con Graig. Éste se losllevó a casa a los tres y aunque nunca tuvo lasmejores rutas, se las arregló para mantenerlosy que fueran felices. Sin embargo —prosiguió,moviendo la cabeza—, ahora ella ha de pagar unalquiler y la comida de tres personas, y tampocopuede alejarse mucho de casa, pues sus padres nopueden valerse por sí mismos.

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—Es muy amable de tu parte ayudarlos—dijo Arlen, sintiéndose un poco mejor—.Cuando sonríe, es muy guapa.

—No puedes ayudar a todo el mundo, Ar-len —le explicó Ragen—, pero debes esforzarteen socorrer a cuantos sea posible.

El joven asintió.

Siguieron un trayecto sinuoso por las callesempinadas hasta llegar a una enorme mansión.Una muralla provista de una entrada enrejadarodeaba la extensa finca y la gran casona de trespisos de altura con docenas de ventanas cuyoscristales reflejaban la luz del sol. Era mayor queel gran salón de la Colina de la Turba, y eso queallí cabían todos los habitantes de Arroyo Tibbetpara la feria del solsticio de verano. Había eleg-antes trazos pintados de vividos colores en la casasolariega y el muro. Un lugar de tamaña munifi-

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cencia debía ser la residencia del duque, dedujoArlen.

—Mamá tenía un copón de cristal con gra-fos inscritos; era duro como el acero —dijo elmuchacho, y alzó los ojos para mirar las ventanasmientras un hombre delgado acudía presurosopara abrir la verja—. Lo guardaba oculto, pero aveces la sacaba cuando teníamos visitas, para quevieran sus destellos.

Cruzaron el jardín, donde unos sirvientesplantaban unas matas. Los abismales jamáshabían ocasionado daño alguno en ese lugar.

—Ésta es una de las pocas casonas de Milncon todas las ventanas de cristal —dijo Ragencon orgullo—. Pagaría mucho por protegerlaspara que no se rompieran.

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—Me sé el truco —repuso Arlen—, peronecesitas que un abismal toque el vidrio para car-garlo de magia.

Ragen rió entre dientes y sacudió la cabeza.

—Entonces, tal vez no.

Había edificios más pequeños en losjardines: casitas de piedra con chimeneashumeantes y gente que iba y venía, como unaaldea en miniatura. Los niños correteaban por losalrededores y las madres no los perdían de vista apesar de realizar sus quehaceres. Avanzaron hastalas caballerizas. Al cabo de unos instantes apare-ció un mozo de cuadra para hacerse cargo delas riendas de Pupila Negra. Hizo una reverenciaechando un pie atrás como si Ragen fuera uno deesos reyes de los relatos.

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—Pero ¿no íbamos a detenernos en tu casaantes de visitar al duque? —preguntó elmuchacho.

El Enviado soltó una carcajada.

—Ésta es mi casa, Arlen. ¿Acaso crees queiba a jugármela en los caminos a cambio de nada?

Arlen volvió a contemplar la edificación.

—¿Todo esto es vuestro?

—Todo cuanto ves —le confirmó Ragen—.Los duques dispensan mucho dinero a quienesson capaces de plantar cara a los abismales.

—Pero la casa de Graig era muy pequeña—protestó Arlen.

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—Graig era un buen hombre —respondióRagen—, pero no pasaba de ser un Enviado delmontón. Se conformaba con hacer su viajecitoanual a Arroyo Tibbet y varios servicios de en-lace entre aldeas cercanas. Era capaz de mantenera su familia y poco más. Jenya logró un beneficiotan alto porque el precio de los artículos adi-cionales que le vendí al Jabalí salió de mis fon-dos, sólo por eso. Graig solía verse obligado a to-mar préstamos del gremio, y éste se queda unabuena tajada.

Un hombre alto de rostro inexpresivo abrióla puerta de la casa e hizo una reverencia. Lucíauna desteñida capa azul de lana. Tenía limpiosel semblante y los ropajes, una diferencia notableen comparación con los ocupantes del patio. Unmuchacho no mucho mayor que Arlen se puso enpie de un salto en cuanto ellos entraron y tiró de

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la cuerda de una campanilla. El repiqueteo resonópor toda la casa.

—Por lo que veo, la suerte ha vuelto a pon-erse de tu lado —observó una mujer al cabo deunos instantes.

Tenía el pelo negro y unos ojos penetrantes.Iba ataviada con un vestido azul oscuro, el atu-endo más elegante que Arlen había visto jamás,y llevaba pulseras enjoyadas y un collar centell-eante en torno al cuello. Esbozó una sonrisa fríamientras los contemplaba desde la balconada demármol situada encima del recibidor. Arlen nohabía visto nunca una dama tan hermosa ni grácil.

—Elissa, mi esposa —anunció Ragen envoz baja—. Una razón para regresar, y tambiénpara marcharse.

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Arlen albergó serias dudas de si hablaba ono en broma; al fin y al cabo, la mujer no parecíamuy complacida de verlos.

—Los abismales van a atraparte un día deéstos —le advirtió la dama cuando hubo des-cendido por la escalinata— y al final seré libre decasarme con mi joven amante.

—Eso jamás sucederá —replicó Ragen conuna sonrisa mientras la atraía hacia sí para darleun beso; luego, se volvió hacia Arlen y le ex-plicó—: Elissa sueña con que llegue el día deheredar toda mi fortuna. Me cuido de los mon-struos tanto por mí mismo como por llevarle lacontraria.

El muchacho se tranquilizó cuando la oyóreír.

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—¿Quién es éste? —inquirió ella—. ¿Undescarriado para ahorrarte el trabajo de hacermeun hijo?

—El único trabajo de verdad es caldear es-as enaguas tuyas tan frías, querida —le replicó enel acto—. Permite que te presente a Arlen, de Ar-royo Tibbet. Lo encontré en el camino.

—¿En el camino? —se extraño la dama—.¡Pero si es un crío!

—¡No soy ningún crío! —gritó Arlen, y deinmediato se sintió un memo.

Ragen le lanzó una mirada cortante, y él ba-jó la cabeza.

—Quítate esa armadura y ve al baño —or-denó a su esposo sin dar muestra alguna de haberoído la salida de tono del muchacho—. Hueles

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a sudor y a herrumbre. Ahora me encargaré denuestro huésped.

La dueña de la casa llamó a un criado encuanto se hubo marchado su marido y le ordenópreparar un tentempié para Arlen. La ser-vidumbre de esa casa parecía ser más numerosaque toda la población de Arroyo Tibbet. Cortaronunas lonchas de jamón y unas rebanadas de panacompañadas de requesón y leche para remojar-las. Elissa observaba comer al muchacho. A ésteno se le ocurrió nada que decir y mantuvo suatención fija en el plato.

Cuando se había terminado todo el re-quesón, entró una sirvienta vestida con un atu-endo con la misma tonalidad azul que la capa delcriado de la puerta.

—Maese Ragen os espera en el piso de ar-riba —anunció tras hacer una reverencia.

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—Gracias, Madre —replicó Elissa. Pusouna cara rara durante unos instantes mientras, conaire ausente, se recorría el vientre con los dedos.Después, sonrió y miró a Arlen—. Encárgate deque se bañe nuestro invitado —ordenó—, y no ledejes salir del agua hasta que seas capaz de saberde qué color tiene la piel.

La señora soltó una carcajada y actoseguido se marchó con aire majestuoso.

Arlen se puso fuera de sí cuando vio unabañera honda de piedra, pues estaba acostum-brado a bañarse de pie en un abrevadero de aguahelada. Esperó mientras la criada, Margrit, vertíauna marmita de agua caliente para quitarle el fríode los huesos. Era una mujer alta, como todoslos milneses, de ojos amables, y unos cabellosdel color de la miel entremezclados con algunaque otra cana asomando por debajo de la cofia.

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Se volvió de espaldas mientras Arlen se desvestíay se metía en la bañera. Se le escapó un gritoahogado cuando vio las heridas suturadas de laespada y enseguida se acercó para examinarlas.

—¡Ay! —se quejó Arlen a voz en grito encuanto ella le apretó la herida que se encontrabaen la parte superior.

—No seas tan niño —le reprendió ella altiempo que se llevaba el pulgar y el índice ala nariz, y los olisqueaba. El muchacho apretócon fuerza los dientes cuando ella repitió el pro-ceso, bajando más y más por su espalda—. Tienesmás suerte de la que crees —concluyó Margrit—.Pensé que tenías cuatro arañazos cuando Ragenme dijo que estabas herido, pero esto... —lechistó con tono censor—. ¿No te ha enseñado tumadre a no salir de noche?

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La réplica de Arlen se quedó en un resuellofuerte. Apretó los dientes, resuelto a no llorar.Margrit se percató y suavizó el tono.

—Están cicatrizando muy bien —comentóacerca de las heridas. Tomó un cazo y comenzó alavárselas con suavidad. Arlen rechinó los dientesde apretar con tanta fuerza—. Cuando hayas ter-minado el baño, voy a ponerte una cataplasma yunos vendajes nuevos.

El chico asintió.

—¿Eres tú la madre de Elissa? —quisosaber.

Margrit se carcajeó.

—Dios de mi vida, zagal, ¿qué te ha hechopensar eso?

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—Ella te ha llamado «Madre» —contestóél.

—Porque lo soy —replicó ella con or-gullo—. Tengo dos hijos y tres hijas, una de ellaspronto va a ser Madre también. —Sacudió lacabeza con tristeza—. Pobre Elissa, con todas susriquezas y todavía sigue siendo una Hija, y ya es-tá al final de la treintena. Me rompe el corazón.

—¿Tan importante es ser mamá? —inquir-ió Arlen.

La criada lo miró fijamente, como si le hu-biera preguntado si el aire era o no vital para lasubsistencia.

—¿Puede haber algo más importante quela Maternidad? —le preguntó ella a su vez—.Cada mujer tiene el deber de engendrar hijos paramantener la fortaleza de la ciudad. De ahí que las

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Madres reciban las mejores raciones y sean lasprimeras en elegir por las mañanas en el mercado.Por eso, todos los miembros del consejo asesordel duque son Madres. A los hombres se les dabien construir y romper cosas, pero más vale de-jar la política y el papeleo a las mujeres que hanpasado por la Escuela de la Maternidad. Bueno,son Madres quienes tienen voto para elegir a unnuevo duque cuando muere el anterior.

—Entonces, ¿por qué no tiene un hijoElissa? —le planteó el muchacho.

—No será por falta de intentarlo —admitióMargrit—. Apostaría a que en eso está ahora. Unhombre vuelve hecho un toro después de pasarseseis semanas en el camino, y yo le he preparado alseñor la infusión de la fertilidad, se la he dejadoen la mesilla. Quizá sea de ayuda, aunque hasta el

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más tonto sabe que el mejor momento para con-cebir un niño es poco antes del alba.

—¿Y entonces por qué no han tenido nin-guno? —quiso saber Arlen. Él sabía que hacerniños guardaba cierta relación con los juegos alos que querían jugar Renna y Beni, pero éstas sehabían mostrado bastante imprecisas con los de-talles.

—Sólo el Creador lo sabe —respondió lamujer—. Elissa podría ser estéril, o tal vez lo seaRagen, aunque eso sería una vergüenza. Escase-an los buenos hombres como él. Miln necesita hi-jos suyos. —Margrit suspiró—. La señora tienesuerte de que él no la haya dejado ni haya tenidohijos con alguna de las criadas. Y ellas lo estándeseando, bien lo sabe el Creador.

—¿Abandonaría a su esposa?

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Arlen se pasmó.

—No pongas esa carita de sorpresa, chico—dijo Margrit—. Un hombre necesita herederos,y debe conseguirlos como sea. El duque Euchorva por su tercera esposa, y hasta ahora única-mente puede presumir de hijas. —La criadasacudió la cabeza—. Aunque Ragen no lo hará. Aveces, esos dos se pelean como abismales, pero élquiere a su esposa como al mismo sol. Jamás ladejará, ni ella tampoco, a pesar de que haya ten-ido que rebajarse.

—¿Rebajarse?

—Ella era una noble, ya sabes. Su madreestá en el Concilio Ducal y también Elissa podríahaber servido al duque si se hubiera casado conotro noble y hubiera tenido un hijo, pero ella sedesposó con un hombre de clase inferior paraestar con Ragen, en contra de los deseos de su

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madre, que no le ha vuelto a dirigir la palabra.Ahora, Elissa tiene el estatus de los

Mercaderes por muy bien provista dedinero que esté. Jamás ostentará un cargo en laciudad sin haber estado en la Escuela de laMaternidad, y mucho menos entrará al serviciodel duque.

Arlen permaneció en silencio mientras lacriada le enjuagaba las heridas y recogía sus ro-pas de las baldosas. Resopló al ver las rasgadurasy los manchurrones.

—Voy a intentar remendar esto lo mejorposible mientras estás en remojo —prometió, y ledejó para que se diera un baño.

Cuando ella se fue, el muchacho intentóencontrarle algún sentido a cuanto había dichola criada, pero no había comprendido casi nada.

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Margrit le recordaba un poco a Catrin, la hija deRusco.

«Te contaría todos los secretos del mundosólo por darse el goce de oír el sonido de su vozun poco más», solía decir Silvy.

La mujer regresó poco después con ropasnuevas, aunque no de su talla. Le vendó las heri-das y lo ayudó a vestirse a pesar de las protestas.Él debió subirse las mangas de la túnica para en-contrarse las manos y remangar el dobladillo delos pantalones para no tropezar y caerse, pero elmuchacho se sintió limpio por primera vez en se-manas.

Compartió una cena temprana con Elissa yRagen. Éste se había recortado la barba y se habíaanudado atrás el pelo además de haberse puestouna elegante camisa blanca, un jubón de gamuzaazul oscuro y unos pantalones bombachos.

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Habían sacrificado un cerdo nada más lleg-ar el señor de la casa y la mesa pronto estuvollena de costillas, chuletas, lonchas de beicon yriquísimos chorizos. Además, sirvieron jarras decerveza fresca y de agua clara. Elissa torció elgesto cuando su marido ordenó mediante señasa un criado que le sirviera una cerveza a Arlen,pero no dijo nada y tomó un sorbo de vino deun vaso de cristal tan delicado que el chico temióque los finos dedos de la dama fueran a romperlo.Sirvieron pan crujiente —nunca había visto unomás blanco—, cuencos de nabos hervidos y pata-tas untadas con manteca.

Se le hizo la boca agua cuando vio todaesa comida. Arlen no pudo evitar un recuerdopara toda aquella gente de la calle que no teníaqué llevarse a la boca, pero aun así, el hambrepronto superó a la culpa y empezó a probarlo to-do, llenándose el plato una y otra vez.

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—Por el Creador, ¿dónde metes tanta com-ida? —preguntó Elissa, juntando las manos en ungesto de diversión cuando vio que el muchachohabía vuelto a dejar limpio otro plato—. ¿Tienesun hechizo en el estómago?

—No le hagas ni caso, Arlen —lo avisóRagen—. Las mujeres se pasan el día preocupa-das en la cocina y luego les da cosa comer másque un pajarito, no sea que cometan una falta detacto. Los hombres sabemos mejor cómo apreciarla comida.

—Tiene razón, ya sabes, las mujeres nosomos capaces de apreciar las sutilezas de la vidatan bien como los hombres —repuso ella mien-tras miraba al techo.

Ragen dio un respingo y derramó lacerveza. Arlen comprendió que ella le había

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propinado un puntapié por debajo de la mesa. De-cidió que la dama le caía bien.

Apareció después de la cena un paje conun tabardo gris y el blasón del duque bordado enla pechera a fin de recordarle a Ragen lo de lacita. El Enviado suspiró, pero aseguró al servidorducal que acudiría de inmediato.

—Arlen no está presentable para la audien-cia del duque —se quejó Elissa—. Nadie com-parece ante el duque con aspecto de pordiosero.

—No hay mucho que podamos hacer al re-specto, cariño —repuso Ragen—. Tenemos unaspocas horas antes del ocaso. Difícilmente vamosa dar con un sastre que acuda a tiempo.

Elissa se negó a aceptarlo y estudió almuchacho con la mirada durante un buen rato;luego, chasqueó los dedos y salió de la habitación

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a grandes zancadas para regresar al cabo de unmomento con un jubón azul y un par de botas decuero.

—Uno de nuestros pajes es más o menosde tu edad —le explicó a Arlen mientras lo ay-udaba a calzarse y a ponerse el jubón encimade la túnica. Las mangas del jubón le estabancortas y las botas le apretaban los dedos, perolady Elissa pareció quedar satisfecha. Le pasó unpeine por las greñas y retrocedió para contem-plarlo—. Bastante bien —dijo, sonriente—. Vi-gila tus modales en presencia del duque, Arlen—le aconsejó.

Él asintió con una sonrisa, sintiéndose muytorpe con aquellas ropas tan ajustadas.

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La fortaleza del duque estaba muy res-guardada dentro de la no menos protegida for-tificación de Miln. La muralla exterior de piedratallada alcanzaba los seis metros de altura y teníanumerosos grafos de protección. Lanceros arma-dos patrullaban por el camino de ronda. Trascruzar a caballo las puertas, entraron en el patiode armas, rodeado por los muros de un palacioque dejaba pequeña la mansión de Ragen. Elpalacio tenía cuatro pisos y las torres alcanzabanel doble de altura. Habían grabado amplios y an-gulosos grafos en cada roca. La luz vespertina ar-rancaba guiños al cristal de las ventanas.

Hombres de armas con armaduras patrul-laban por el patio y los pajes con los colores delduque iban y venían de un lado para otro, a todaprisa. Un centenar de trabajadores sudaban en eselugar: carpinteros, mamposteros, herreros y car-niceros. Arlen vio tiendas de grano y de carne, y

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jardines más amplios todavía que los de Ragen.El chico tuvo la impresión de que el duque podíavivir para siempre en su fortaleza si optaba porcerrar la puerta.

El bullicio y el olor del patio desapareci-eron en cuanto se cerraron tras ellos las puertas depalacio. Una ancha alfombra corría por el suelodel atrio de la entrada, cuyas paredes de fríapiedra estaban cubiertas de tapices. A excepciónde unos pocos guardias, sólo se veían mujeres,por docenas. Sus faldas se movían a toda velocid-ad cuando se dirigían a atender sus quehaceres.Algunas trazaban figuras en unas pizarras mien-tras otras apuntaban los resultados en pesados lib-ros. Unas pocas, más ricamente ataviadas que elresto, paseaban con ademán imperioso y vigil-aban el trabajo de las demás.

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—El duque se halla en la cámara de audi-encias. Os espera desde hace un rato —los avisóuna de ellas.

Había una larga cola de personas fuera dela sala de audiencias, en su mayoría mujeres conplumas para escribir y manojos de documentos,pero también se veían a unos pocos hombres bienvestidos.

—Solicitantes de poca monta —lo informóRagen—, todos ansían un minuto del tiempo delduque antes de que suene la Campanada Vesper-tina y los escolten hasta la salida.

Los peticionarios parecían ser muy consci-entes de que el día llegaba a su fin y discutíanabiertamente sobre quién debía ser el siguiente,pero la cháchara se acalló en cuanto vieron apare-cer a Ragen. Todos los peticionarios enmudeci-eron cuando el Enviado anduvo por delante de

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toda la fila y siguieron su estela como perrosávidos en busca de pitanza. Lo acompañaronhasta la entrada, donde la mirada fulminante delos guardias los detuvo en seco. Se arremolinarona escuchar mientras entraban Ragen y Arlen.

Éste se sintió apabullado por la cámara deaudiencias del duque Euchor de Miln. El techoabovedado alcanzaba una altura de varios pisos ylas teas descansaban sobre las grandes columnaserguidas alrededor del trono ducal. Había grafosescritos en cada pilar.

—Ahí están los solicitantes de importancia—murmuró Ragen, haciendo una señal hacia loshombres y mujeres que deambulaban por la es-tancia—. Suelen agruparse. —Indicó con unvaivén de la cabeza a un gran grupo de hombressituados cerca de la puerta—. Son los príncipesMercaderes —dijo—. Pagan mucho oro por el

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derecho a estar en palacio y olfatear lasnovedades o por desposar a la hija de algúnnoble.

»Y ahí espera —dijo, señalando con uncabeceo a un grupo de ancianas situadas delantede los Mercaderes— su turno el Concilio de lasMadres para entregar al duque los informes deldía.

Varios hombres calzados con sandalias yvestidos con sencillas ropas de color marrón per-manecían de pie en gesto de silenciosa dignidad,pues sólo unos pocos hablaban en cuchicheos ylos demás tomaban nota de cada palabra.

—Toda corte necesita sus Hombres Santos—explicó Ragen.

Luego, señaló con el dedo a un enjambrede cortesanos lujosamente ataviados cuyo par-

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loteo sonaba como un zumbido. Situados cercadel duque, eran atendidos por un verdadero ejér-cito de criados cargados con bandejas de comiday bebidas.

—Son los de sangre real —lo informó Ra-gen—: sobrinos, primos y primos segundos delduque, son los descartados... Todos le halagan eloído, pero en su fuero interno sueñan con lo quepodría pasar si Euchor dejara vacante el trono sinun heredero. Su Gracia los odia.

—¿Y por qué no se libra de ellos? —inquir-ió el muchacho.

—Porque son de regio abolengo —repusoRagen, como si eso lo explicara todo.

Se hallaba a mitad de camino del sitial delduque cuando los interceptó una mujer alta depelo recogido hacia atrás con una redecilla. Tenía

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el semblante estrecho y surcado de arrugas tanhondas que daba la impresión de haberse grabadografos en las mejillas. Caminaba encorvada, perose movía con dignidad a pesar de que su papadase movía con una cadencia propia. Tenía un airesimilar a Selia: era una mujer acostumbrada a darórdenes y a ser obedecida sin rechistar. Bajó losojos para mirar a Arlen e hizo el sonido propiodel olisqueo, como si el muchacho hubiera pisadouna cagarruta. Luego miró a Ragen.

—Madre Jone, la chambelán del duque—murmuró Ragen cuando ella todavía no eracapaz de oírlos—. Ella y los aristócratas tienenalgo de abismales. No dejes de caminar a menosque yo lo haga o ella te hará esperar en los es-tablos mientras yo hablo con el duque.

—Su Gracia no dispone de tiempo para to-dos los descarriados de las calles, Ragen —siseó

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ella, apretando el paso para no perder paso con elEnviado—. ¿Quién es?

Ragen se detuvo, y Arlen con él. Se volvióy fulminó a la mujer con la mirada antes de in-clinarse sobre ella. Madre Jone podía ser alta,pero el

Enviado lo era todavía más, y la triplicabaen corpulencia. La pura amenaza de su presenciafísica la hizo retroceder de forma involuntaria.

—La persona a quien he elegido traer con-migo, ése es —masculló antes de lanzarle untalego lleno de cartas. Ella lo recogió con gestopensativo y enseguida revolotearon por allí lasmadres componentes del Concilio Ducal y losacólitos de los Pastores.

Los de sangre real se percataron del movi-miento e hicieron gestos y comentarios a los de

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alrededor. De pronto, la mitad del séquito se di-vidió, y Arlen comprendió que sólo eran sirvi-entes bien vestidos. Los señores actuaron comosi nada hubiera acaecido, pero sus criados se em-plearon con el mismo interés que el resto por es-tar cerca de la saca.

Jone entregó las cartas a un miembro de supropio servicio y luego acudió junto al trono conandares apresurados a fin de anunciar a Ragen,aunque no debía haberse molestado. La entradade éste había ocasionado revuelo suficiente paraque se fijaran en el Enviado todos los presentessin excepción. Euchor contempló cómo se acer-caban el Enviado y el niño.

El duque era un hombre corpulento de cin-cuenta y muchos años. Tenía una barba cerrada yel pelo entrecano. Vestía una túnica verde, deslu-cida por manchas recientes de la grasa que tam-

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bién le embadurnaba los dedos, pero ricamentebordada con hilo de oro, y una pelliza. Sobre lassienes llevaba la diadema ducal.

—Te has dignado en honrarnos con tu pres-encia —dijo el duque con voz tronante, aunquedaba la impresión de hablar más para el resto delos presentes que a Ragen. Los aristócratas asinti-eron y cuchichearon entre sí a raíz del comentariodel duque, y algunos llegaron a levantar la cabezade los fajos de cartas—. ¿Acaso no era muy acu-ciante mi negocio?

Ragen se adelantó hacia la tarima del tronoal tiempo que buscaba con su mirada pétrea losojos del duque.

—He tardado cuarenta y cinco días en ir deaquí a Angiers y volver por el camino de ArroyoTibbet —respondió el Enviado en voz alta—. ¡Hedormido al raso treinta y siete noches mientras

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los abismales arañaban con sus zarpas mis pro-tecciones! —Tampoco Ragen miró al duque, peroArlen sabía que su protector se dirigía al auditor-io, buena parte del cual se puso blanco y se es-tremeció al oír esas palabras—. Me he ausentadoseis semanas del hogar, Su Gracia —continuó,bajando la voz a la mitad del tono empleado hastaese momento, pero manteniendo un tono audiblepara todos—. ¿Vais a negarme un baño y unacomida con mi esposa?

Euchor vaciló y sus ojos se desviaron hacialos miembros de la corte. Al final, soltó una risaestridente.

—¡Por supuesto que no! —gritó—. Unduque ofendido puede hacerle la vida difícil a unhombre, pero ni la mitad que una esposa molesta.

La tensión desapareció cuando los miem-bros del séquito estallaron en carcajadas.

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—Hablaré a solas con mi Enviado —or-denó el duque después de que se hubieronapagado las risas.

Hubo más de un refunfuño, pero Jone in-dicó a su servidora mediante señas que se fuera,y eso hizo que la mayor parte de los cortesanos lasiguieran. Los de sangre real se hicieron los rem-olones durantes unos instantes, hasta que Jone diouna palmada. La recriminación les hizo reaccion-ar y salieron en fila tan deprisa como lo permitíasu dignidad.

—¡Quédate! —le ordenó Ragen a Arlencon un hilo de voz antes de detenerse a una res-petuosa distancia del trono.

Jone hizo un gesto a los guardias, que cer-raron las puertas desde dentro. A diferencia de loshombres de la entrada, éstos parecían ser solda-

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dos despiertos y profesionales. Jone se desplazóhasta situarse de pie junto a su señor.

—¡No vuelvas a hacer eso nunca más en micorte! —gruñó Euchor cuando estuvieron a solas.

El Enviado le hizo la venia de forma imper-ceptible en señal de acatar la orden, pero le pare-ció un paripé incluso a Arlen, quien estaba asom-brado. Ragen era verdaderamente temerario.

—Traigo nuevas de Arroyo Tibbet, Su Gra-cia —empezó Ragen.

—¿De dónde...? —estalló Euchor—. ¿Quéme importa a mí Arroyo Tibbet? ¿Qué noticiashay de Rhinebeck?

—Han soportado un invierno muy duro porla falta de sal —continuó como si el duque no

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hubiera dicho nada— y además han sufrido unataque de...

—¡Por la Noche, Ragen! —maldijoEuchor—. La respuesta de Rhinebeck podríaafectar a Miln durante los próximos años, asíque ahórrame los listados de nacimientos y lascuentas de puebluchos de medio pelo.

Arlen jadeó y se colocó detrás de Ragenen busca de protección. Él le apretó el brazo deforma tranquilizadora.

Euchor se lanzó al ataque.

—¿Han descubierto oro en Arroyo Tibbet?

—No, mi señor—respondió Ragen—,pero...

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—¿Han abierto una mina de carbón en Pas-tos al Sol? —le atajó Euchor.

—No, mi señor.

—¿Han recuperado los grafos de combateolvidados?

Ragen sacudió la cabeza.

—Por supuesto que no.

—¿Has conseguido al menos traer sufi-ciente arroz para sufragar tus servicios de ir yvenir hasta allí? —preguntó el duque.

—No. —El emisario frunció el ceño.

—Bien —concluyó Euchor mientras sefrotaba las manos como si se sacudiera el polvode las mismas—, en tal caso no debemos preocu-

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parnos de Arroyo Tibbet durante otro año y me-dio.

—Un año y medio es demasiado tiempo—se atrevió a insistir Ragen—, la gente neces-ita...

—En tal caso, haz el viaje gratis y podrépermitírmelo —le cortó el duque.

La sonrisa de Euchor se ensanchó cuandoRagen no respondió de inmediato. Había ganadola pugna dialéctica, y lo sabía.

—Traigo una carta del duque de Rhinebeck—contestó el Enviado con un suspiro y se llevó lamano al jubón, de donde extrajo un fino cilindrosellado con cera, pero el duque lo rechazó con unimpaciente ademán de las manos.

—¡Limítate a decírmelo, Ragen! ¿Sí o no?

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—No, mi señor —respondió el Enviadocon ojos entornados—; la respuesta es no.Perdieron los dos últimos convoyes y todos losescoltas. El duque no puede permitirse el lujode realizar otro envío. Sus hombres únicamentepueden cortar y transportar troncos en poca can-tidad y tiene más necesidad de madera que de sal.

El duque enrojeció visiblemente. Arlenpensó que iba a estallar.

—¡Maldición, Ragen, necesito esa madera!—gritó, y dio un puñetazo.

—Su Gracia ha decidido que es más ne-cesaria para la reconstrucción de Pontón en laorilla sur del río Entretierras —repuso el interpe-lado con calma.

El duque siseó mientras sus ojos adquiríanun brillo homicida.

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—Eso es cosa del primer ministro deRhinebeck —terció Jone—. Janson lleva años in-tentando conseguir un porcentaje del pontazgo.

—Vale —convino Euchor—, pero ¿por quéconformarse con una parte de la tarta cuandopueden quedársela entera? Según tú, ¿qué iba adecir cuando me dieras tales nuevas?

Ragen se encogió de hombros.

—Hacer conjeturas no es el cometido de unEnviado. ¿Qué tenéis que decir?

—Que quienes viven en fortalezas demadera no deben encender un fuego en el patiodel vecino —gruñó el duque—. No he de re-cordarte la importancia de la madera para Miln.Nuestra reserva de carbón decrece, y ¿de qué nossirven todas las menas sin combustible? Además,

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la ciudad se congelará. Yo mismo prenderé fuegoa ese nuevo pontón antes de que lleguemos a eso.

Ragen se inclinó en señal de que reconocíala circunstancia.

—El duque de Rhinebeck es consciente deeso —dijo—, por eso me ha otorgado poderespara hacer una contraoferta.

—¿Y cuál es? —preguntó el duque altiempo que enarcaba una ceja.

—Materiales para reconstruir el pontón y lamitad de la recaudación del pontazgo —aventuróJone antes de que Ragen tuviera ocasión de abrirla boca. Ella miró al Enviado con ojos entorna-dos—. Y el pontón se queda en la orilla angiersi-ana del río Entretierras.

Ragen asintió.

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—¡Por la Noche! —juró Euchor—. Pero,bueno, Ragen, ¿de qué lado estás tú?

—Soy un Enviado —repuso él con or-gullo—. No tomo partido, me limito a informarde lo que me han dicho.

El duque se puso en pie de un salto.

—Entonces, dime a santo de qué deberíapagarte.

Ragen ladeó la cabeza y preguntó con vozmelosa:

—¿Acaso preferiría Su Gracia ir en per-sona?

El duque se puso blanco como la cal al oíreso, pero no replicó. Arlen percibió el poder deaquella réplica tan simple. Su deseo de conver-

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tirse en Enviado se fortaleció más aún, si eso eraposible.

Su Gracia asintió al final con gesto deresignación.

—Voy a pensármelo —contestó al cabo deun rato—. Se hace tarde. Puedes marcharte.

—Una última cosa, mi señor —agregó Ra-gen mientras empujaba a Arlen hacia delante,pero Jone ya había hecho la señal a los guardiaspara que abrieran las puertas y volvió a entrar elenjambre de solicitantes.

El duque ya no prestaba atención alguna alEnviado.

Ragen interceptó a Jone cuando semarchaba de su posición junto al trono.

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—Madre, en cuanto al chico...

—Estoy muy ocupada, Enviado. —Jonesorbió por la nariz—. Tal vez deberías traerlocuando esté más libre.

Se alejó de ellos caminando con la cabezamuy echada hacia atrás.

Se les acercó un comerciante tuerto con as-pecto de oso. Una cicatriz carnosa ocupaba lacuenca de su ojo perdido. Lucía en la pechera unblasón: un jinete con lanza y saca.

—Me alegra verte sano y salvo, Ragen—dijo el hombre—. ¿Acudirás al gremio mañanapara presentar tu informe?

—Maestro Malcum —lo saludó Ragen conuna reverencia—. ¡Qué alegría! Me he encon-trado a este muchacho, Arlen, en el camino...

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—¿Entre ciudades...? —preguntó el maes-tro gremial con sorpresa—. Deberías saber mejorqué haces, hijo.

—A varios días de una ciudad —precisóRagen—. El chico traza grafos mejor que muchosEnviados. —Malcum arqueó la ceja de su ojosano al oír eso—. Desea ser Enviado —insistióRagen.

—Es imposible pedir una carrera más hon-orable —repuso el maestro.

—No tiene a nadie en Miln —le explicóRagen—. Se me ocurrió que tal vez podría apren-der con el gremio.

—Vamos, Ragen —repuso el tuerto—,sabes muy bien que sólo aceptamos aprendicesde un Protector registrado. Prueba suerte con elmaestro Vincin.

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—El chaval ya es capaz de trazar —argüyóRagen con un tono de voz mucho más respetuosodel empleado con el duque. Malcum era todavíamás corpulento que Ragen y no parecía ser unode esos que se dejaban intimidar por historias denoches al raso.

—En tal caso, no debería tener problemaalguno en conseguir que le registren en el gremiode Protectores —se zafó Malcum antes de ale-jarse—. Te veré mañana —dijo mientras se iba.

Ragen miró alrededor y localizó a otrohombre en el corro de los Mercaderes.

—Ponte de puntillas, Arlen —le ordenómientras cruzaba la estancia dando grandes zan-cadas—. ¡Maestro Vincin! —le llamó mientrasandaba.

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El interpelado alzó los ojos y se alejó desus contertulios para saludarlos. Le hizo la veniaa Ragen, pero fue un gesto sin deferencia alguna.Vincin lucía una barba de chivo un tanto grasien-ta y negra como su pelo, recogido hacia atrás. Ll-evaba los dedos rollizos llenos de anillos centell-eantes. Lucía sobre el pecho el símbolo del grafoclave, el trazo base que servía de fundamento atodos los demás en la red de protección.

—¿Qué puedo hacer por ti, Ragen? —pre-guntó el maestro.

—Este muchacho es Arlen, de Arroyo Tib-bet —empezó el Enviado, señalando al chico conun ademán—. Quedó huérfano tras un ataque delos abismales y no tiene familia en Miln, pero de-sea ser aprendiz de Enviado.

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—Me parece estupendo, pero ¿qué tieneque ver eso conmigo? —inquirió Vincin sin dejarde observar al chico.

—Malcum no va a aceptarle a menos quesea aprendiz de un Protector registrado —le ex-plicó Ragen.

—Ya veo, eso es un problema —convinoVincin.

—El chaval ya es capaz de trazar por sísolo, si tú encontraras la forma...

Vincin ya había empezado a negar con lacabeza antes de que terminara la frase.

—Lo siento, Ragen. No vas a convencermede que un patán de pueblo es capaz de trazar gra-fos lo bastante buenos para que lo registre.

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—Las protecciones del muchacho le arran-caron el brazo a un demonio de piedra —insistióel Enviado.

Vincin rompió a reír.

—Puedes guardarte esa trola para los Jug-lares a menos que tengas ese brazo en tu poder,Ragen.

—¿Podrías en tal caso conseguirle unpuesto de aprendiz? —inquirió Ragen.

—¿Puede pagar los honorarios? —repre-guntó Vincin.

—Es un huérfano del camino —protestóRagen.

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—Tal vez pueda encontrarle algún Protect-or dispuesto a tomarlo como criado —se ofrecióel maestro.

Ragen puso cara de pocos amigos.

—Gracias de todos modos —contestó elEnviado, empujando a Arlen para que se alejara.

Volvieron a la mansión de Ragen a todaprisa, pues el crepúsculo se les echaba encima.El muchacho tuvo ocasión de ver desiertas lasvías que antes se hallaban atestadas. La genteverificaba los grafos con cuidado y atrancaba laspuertas. Todos se encerraban en casa durante lanoche incluso en aquellas calles adoquinadas,situadas al amparo de las murallas gruesas y pro-tegidas.

—Aún no me creo que le hablaras de esemodo al duque —dijo Arlen.

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Ragen rió entre dientes.

—Es la primera regla de los Enviados, Ar-len —contestó—. Tal vez reyes y Mercaderespuedan pagar tus honorarios, pero te pisotearán apoco que les dejes. Debes desenvolverte como unrey en su presencia y no olvidar jamás quién es elque se juega la vida.

—Funcionó con Euchor —convino Arlen.

La simple mención del nombre hizo queRagen torciera el gesto.

—Cerdo egoísta —espetó—. Sólo le pre-ocupa su propio bolsillo.

—No pasa nada —terció Arlen—. Los deArroyo Tibbet sobrevivieron sin sal el otoño pas-ado y pueden volver a hacerlo.

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—Quizá —concedió el adulto—, pero nohay razón para ello. ¡Y tú! Un buen duque habríapreguntado por qué he llevado conmigo a un niñoa su cámara y te habría brindado el amparo deltrono para que no tuvieras que acabar en la callecomo limosnero. ¡Y Malcum no es mejor! ¿Quéperdía por comprobar tu habilidad? ¿El alma? ¡YVincin! Ese bastardo avaricioso ya te habría en-contrado un maestro registrado si hubieras ten-ido dinero para pagar sus exorbitantes honorarios.«Criado», dice el muy necio.

—¿Un criado no es un aprendiz? —pregun-tó Arlen.

—Ni por asomo —contestó Ragen—. Losaprendices pertenecen a la clase de los Mercade-res. Ellos dominan un ámbito comercial y se em-barcan en un negocio por su propia cuenta o encompañía de otro maestro. Los criados jamás ll-

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egan a nada a menos que asciendan por vía delmatrimonio, y que me aspen si voy a dejar que teconviertas en uno de ellos.

Él enmudeció, y Arlen, a pesar de no enter-arse de nada, llegó a la conclusión de que seríamejor no preguntarle más.

Cruzaron las protecciones de la mansiónde Ragen poco después de que se hiciera abso-lutamente de noche. Margrit le mostró a Arlen elcuarto de invitados, cuyas dimensiones eran casila mitad de la casa de su padre. El lecho situ-ado en el centro de la estancia era tan alto que elmuchacho debió saltar para poder subirse a él. Sellevó una sorpresa mayúscula cuando se hundióen el mullido colchón, pues hasta entonces única-

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mente había dormido sobre el suelo o en jergonesde paja.

Se dejó ir y enseguida se quedó dormido,pero no tardó en despertarlo el sonido de unosgritos. Se dejó caer de la cama y salió del dorm-itorio en busca del origen de las voces. Las hab-itaciones de la gran mansión estaban vacías, puesel servicio se retiraba durante las horas de oscur-idad. Arlen llegó a lo alto de la escalera, dondelas voces sonaban con mayor nitidez, eran las deRagen y Elissa.

—... métele ahí y se acabó todo —le oyódecir a la dama—. Eso de ser Enviado no es tra-bajo para un chico, te pongas como te pongas.

—Tal es su deseo —insistió Ragen.

Ella bufó con mofa.

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—Endosarle el muerto a otro no va a ex-imirte de la culpa de haberlo traído a Miln en vezde haberlo devuelto a su hogar.

—¡Boñiga de demonio! —espetó Ragen—.Tú sólo quieres tener alguien a quien mimar día ynoche.

—¡No te atrevas a volver esto contra mí!—siseó Elissa—. Cuando decidiste no llevarlo devuelta a Arroyo Tibbet, tomaste una decisión porél, asumiste una responsabilidad. Es tiempo deque lo admitas y dejes de buscar a otro que sehaga cargo de él.

Arlen aguzó el oído, pero no huborespuesta por parte de Ragen durante un buenrato. Le entraron ganas de bajar e irrumpir enla conversación. La dama deseaba lo mejor paraél, lo sabía, pero empezaba a hartarse de que losadultos planeasen su vida.

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—Bien —dijo Ragen al fin—. ¿Qué teparece si le envío con Cob? Él no va a animar almuchacho a trabajar de Enviado. Yo sufragaré to-do el coste y nosotros podemos visitar la tiendacon frecuencia para no perderlo de vista.

—Me parece una gran idea —admitióElissa; todo rastro de malhumor había desapare-cido de su voz—, pero no hay razón para que Ar-len no pueda quedarse ahí en vez de tener quedormir sobre un duro banco en algún estudioatestado.

—Los aprendizajes no tienen por qué sercómodos —refutó Ragen—. Va a tener que estarallí desde el alba hasta el anochecer si quieredominar el oficio de los grafos, y si sigue ad-elante con su plan de ser Enviado, va a necesitartodo el adiestramiento que pueda conseguir.

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—Vale. —Elissa parecía enfurruñada, peroun momento después su voz sonó más melosacuando agregó con voz susurrante—: Ahora, veny hazme un hijo.

El muchacho se apresuró a volver a sucuarto.

Arlen abrió los ojos antes del alba, comode costumbre, pero por un instante creyó queseguía dormido, flotando sobre una nube a la de-riva. Entonces recordó su paradero y se estiró,disfrutando tanto de la deliciosa suavidad de lasplumas acumuladas en el colchón y la almohadacomo del calor generado por el grueso edredón.La leña del hogar había ardido hasta convertirseen brasas.

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La tentación de remolonear en la cama erafuerte, pero su vejiga le insufló la determinaciónpara abandonar el suave abrazo del lecho. Sedeslizó hasta el frío suelo y tomó las bacinillas dedebajo de la cama y actuó como le había instru-ido Margrit: hizo las aguas menores en una y lasmayores en otra, para luego dejar ambas junto ala puerta, a fin de que las recogieran para usar sucontenido en los jardines. El suelo de Miln era ro-coso y los milneses no malgastaban nada.

Arlen se dirigió a la ventana. La noche an-terior había estudiado con detenimiento suscristales hasta que los ojos se le cerraron desueño, pero seguían fascinándolo. No había vistonada igual. Era duro y rígido como una red degrafos. Recorrió con el dedo el cristal, dondedibujó una línea en el vaho condensado y la con-virtió en un grafo al recordar las proteccionesdel círculo portátil de Ragen. Trazó varios signos

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más, echando el hálito sobre el cristal para borrarsu trabajo y empezar de nuevo.

En cuanto terminó con ese juego se puso laropa y bajó las escaleras. Encontró a Ragen be-biendo a sorbos una taza de té mientras contem-plaba cómo surgía el sol entre las montañas.

—Te has levantado pronto —comentó Ra-gen con una sonrisa—. Todavía haremos de ti unEnviado.

Arlen sacó pecho, orgulloso.

—Voy a presentarte a un amigo mío —con-tinuó él—. Un Protector. Él me instruyó a mícuando tenía tu edad y necesita un aprendiz.

—¿Y no podía ser aprendiz tuyo? —pre-guntó, esperanzado—. Trabajaré duro.

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Ragen rió entre dientes.

—No lo dudo, pero soy un mal profesor, yvoy a pasarme más tiempo fuera que en la ciudad.Vas a aprender mucho más de Cob. Fue Enviadoantes de que yo naciera.

Arlen se puso radiante de entusiasmo al oíraquello.

—¿Cuándo voy a conocerlo?

—Ha salido el sol —replicó Ragen—.Nada nos impide acudir nada más terminar el de-sayuno.

Elissa no tardó en reunirse con ellos en elcomedor. La servidumbre dispuso una gran mesacon tocino, jamón de york, hogazas de pan un-tadas con miel, huevos, patatas y grandes man-zanas asadas. El muchacho devoró el desayuno,

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deseoso de salir a la calle, y se puso a mirar aRagen en cuanto terminó, pero éste no le hizoel menor caso, comiendo con una lentitud enlo-quecedora mientras Arlen se removía inquieto.

Al final, el Enviado depositó el tenedorsobre el plato y se secó los labios con la servilleta.

—Muy bien, ya podemos irnos —dijo le-vantándose.

El chico esbozó una ancha sonrisa y se pusoen pie de un salto.

—No tan deprisa —los atajó lady Elissa—.No iréis a ninguna parte hasta que el sastre vengaa tomarle las medidas a Arlen.

—¿Para qué...? —preguntó Arlen—. Mar-grit me ha lavado la ropa y ha cosido todos losrotos.

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—Valoro la intención, cielo —terció Ra-gen, saliendo en defensa del muchacho—, perono hay prisa alguna por las ropas ahora que hapasado la entrevista con el duque.

—Eso no vamos a discutirlo —los informóla dama mientras se ponía de pie—. No piensotener en casa a un huésped con aspecto de indi-gente.

El Enviado miró el ceño de su esposa y sus-piró.

—Déjalo estar, Arlen —lo aconsejó en vozbaja—. No vamos a ir a ninguna parte hasta queesté satisfecha.

Al cabo de poco rato llegó el sastre, unhombrecillo de dedos ágiles que midió almuchacho con sus cuerdas anudadas, consig-nando las cifras con tiza en una pizarra. Mantuvo

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una conversación animada con la señora de lacasa en cuanto hubo terminado de tomar las me-didas y se marchó tras hacer otra reverencia.

Ella se acercó a Arlen y se inclinó delantede él.

—No ha sido tan malo, ¿a que no? —pre-guntó mientras le alisaba la camisa y le apartabael pelo de la cara—. Ahora ya puedes correr conRagen para reunirte con el maestro Cob.

La dama le acarició la mejilla con su fríay suave mano. Él se inclinó, aceptando ese rocematernal durante unos instantes, y luego se apartóde sopetón, con los ojos abiertos como platos.

Ragen se percató de la mirada y percibióla expresión herida en el semblante de su esposamientras el muchacho se alejaba de ella como sila dama fuera un demonio.

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—Creo que has herido los sentimientos deElissa, Arlen —observó Ragen mientras salían delos jardines.

—No es mi madre —repuso el muchacho,reprimiendo el remordimiento.

—¿La echas de menos? —inquirió Ra-gen—. Me refiero a tu madre.

—Sí —respondió él con un hilo de voz.

El Enviado asintió sin añadir nada más, yel chico agradeció mucho ese silencio. Ambossiguieron su camino y la singularidad de las callesmilnesas borró enseguida el incidente. El hedorde las carretas con excrementos estaba por todaspartes, pues los basureros pasaban de una casa aotra para recoger la porquería de la noche anteri-or.

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—Puaj —dijo Arlen, llevándose la mano ala nariz—. La ciudad entera huele peor que un es-tablo. ¿Cómo lo soportas?

—Lo peor es por la mañana, mientras pasanlos encargados de recoger la mierda —le explicóRagen—. Acabas acostumbrándote. La ciudadtuvo cloacas en el pasado, pero las sellaron hacesiglos, cuando los abismales las usaron para col-arse en la ciudad.

—¿Y no podéis excavar pozos negros?—planteó Arlen.

—El suelo milnés es de roca —contestó elEnviado—. Quienes no tienen jardines que abon-ar deben entregar sus desechos para ser usados enlos jardines del duque. Es la ley.

—Pues esa ley apesta —replicó el chico.

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Ragen se rió.

—Tal vez —repuso—, pero nos alimentay mantiene la economía. Si se comparan los de-sechos producidos por una casona gremial y losde mi mansión, mi casa resulta insignificante.

—Estoy seguro de que huele mejor.

El hombre volvió a reírse.

Al final, doblaron una esquina y seplantaron delante de una tienda pequeña y de as-pecto seguro. Tenía grabados finos trazos de pro-tección alrededor de las ventanas, en el dintel yen las jambas de la puerta. Arlen pudo apreciar eldetalle de los grafos. El autor, fuera quien fuese,tenía buena mano.

Se oyó un tintineo de campanillas cuandoentraron en el establecimiento. Arlen abrió los

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ojos exageradamente al ver el género: la estanciaestaba llena de grafos de todas formas y tamañosgrabados sobre toda clase de superficies.

—Espera aquí —le indicó Ragen mientrascruzaba la sala para conversar con el hombre sen-tado a la mesa de trabajo.

El muchacho apenas se fijó en él mientrasdeambulaba por la tienda. Recorrió con reveren-cia los finos trazos hechos en los tapices, los gra-bados en piedras de río y los forjados en metal.Había también postes tallados para cercados delos granjeros y círculos portátiles como el de Ra-gen. Intentó memorizar cuantos grafos vio, peroacabaron siendo demasiados.

—¡Ven aquí, Arlen! —lo llamó el Enviadoal cabo de unos minutos.

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El muchacho se sobresaltó y acudió en-seguida.

—Éste es el maestro Cob —le presentó Ra-gen, haciendo un gesto hacia un hombre querondaría los sesenta años.

Era pequeño para los cánones milneses.Tenía aspecto de ser un hombre fuerte que habíaido engordando con los años. Le cubría las mejil-las una espesa barba gris con hebras que re-cordaban el antiguo color negro de los cabelloscortos, casi rapados, que le raleaban en lacoronilla. Tenía la piel surcada de arrugas ycorreosa, y una mano tan grande que engulló lamano de Arlen al darle un apretón de manos.

—Ragen me ha dicho que deseas ser Pro-tector —dijo Cob, volviendo a sentarse pesada-mente sobre el banco.

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—No, señor —replicó Arlen—. Deseo serEnviado.

—Como todos los chicos de tu edad—comentó Cob—. Los listos se espabilan y cam-bian de parecer antes de acabar muertos.

—¿No fue usted Enviado? —preguntó Ar-len, confuso ante la actitud del hombre.

—Así es —admitió Cob, y retiró la mangapara mostrar un tatuaje similar al de Ragen—.Viajé por las cinco Ciudades Libres y una docenade aldehuelas, y gané más dinero del que jamáscreí que podría gastar. —Hizo una pausa; laturbación del chico fue en aumento—. Y tambiénme gané esto —agregó, levantando la camisapara mostrar un vientre lleno de grandes cica-trices—, y también esto.

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Sacó un pie del zapato y lo exhibió: habíauna media luna de carne con costurones dondedebía haber cuatro dedos.

—Nunca he logrado dormir más de unahora sin despertarme sobresaltado y hacerademán de echar mano a mi lanza, y así hastael día de hoy. —Cob suspiró—. Sí, fui un Envi-ado, y uno de los mejores, y más afortunado quela mayoría, pero no es un destino que le desee anadie. Trabajar como tal puede parecer muy glor-ioso, pero para uno que vive en una mansión einfunde respeto como Ragen, aquí presente, haydos docenas de desdichados criando malvas en elcamino.

—No me preocupa —dijo Arlen—. Escuanto quiero.

—Entonces haré un trato contigo —lepropuso Cob con un nuevo suspiro—. Un mensa-

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jero ha de ser un Protector por encima de todo, demodo que te tomaré como aprendiz y te enseñaréa serlo. Cuando tengamos tiempo, te enseñaréqué debes hacer para sobrevivir en los caminos.El aprendizaje dura siete años. Si luego deseasconvertirte en Enviado, bueno, tú mismo...

—¿Siete años? —inquirió el muchacho,pasmado.

Cob bufó.

—No pretenderás aprenderlo todo en undía, ¿no, chico?

—Ya sé trazar grafos —repuso Arlen, de-safiante.

—Eso me ha dicho Ragen —repuso Cob—,y también que lo haces sin conocimientos de geo-metría ni de teoría de los trazos. Representar los

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signos a ojo de buen cubero no va a matarte hoyni mañana ni la semana próxima, pero al final teacarreará la muerte.

El chaval dio un pisotón, contrariado. Sieteaños le parecían una eternidad, pero en lo máshondo de su ser sabía que el maestro tenía razón.El dolor de la espalda era un recordatorio con-stante de que él no estaba listo para enfrentarseotra vez a los abismales. Necesitaba todas las ha-bilidades que ese hombre podía enseñarle. Do-cenas de Enviados sucumbían al ataque de los de-monios, eso lo sabía, y se prometió no convertirseen uno de ellos por el simple hecho de ser de-masiado obstinado para aprender de sus errores.

—De acuerdo —aceptó—. Siete años.

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SEGUNDA PARTE

MILN

320-325

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Después del Retorno

10

El aprendiz

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320 d.R.

—Ahí viene otra vez nuestro amiguito—anunció Gaims desde su puesto en la muralla,y señaló hacia la oscuridad con un gesto.

—Justo a tiempo —convino Woron,acudiendo junto a él—. ¿Qué supones que quer-rá?

—A mí que me registren, no tengo ni idea.

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Los dos centinelas se apoyaron sobre elpretil de la torre de vigilancia, protegido por gra-fos, y observaron cómo se materializaba delantede la puerta el demonio manco. El abismal eraenorme incluso a los ojos de los guardias mil-neses, acostumbrados a ver más demonios de lasrocas que de cualquier otra especie.

Mientras el resto de los demonios parecíanhallarse todavía desorientados, el tullido se movíacon un fin, olfateaba la puerta en busca de algo.Entonces se irguió y empezó a golpear la puerta afin de poner a prueba los signos: la magia de losmismos flameó y expulsó al demonio, pero ésteno se desanimó y recorrió la muralla con pasolento, golpeando una vez tras otra, en busca de unpunto débil, hasta que lo perdieron de vista.

Horas después, un chasquido de energía porel otro lado anunció el regreso del ser tras haber

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dado la vuelta. Los centinelas de otros puestosdecían que el monstruo circunvalaba la ciudadcada noche, atacando todas las defensas. El abis-mal se sentó sobre los cuartos traseros cuandollegó de nuevo a la puerta y se quedó contem-plando pacientemente la urbe.

—Casi estoy tentado de dejarle entrar paraenterarnos de lo que busca —comentó Woron.

—Ni se te ocurra bromear con eso —loprevino Gaims—. Como nuestro oficial te oigahablar así, nos engrilleta a los dos y nos manda apicar piedra en la cantera todo el año próximo. Sucompañero refunfuñó.

—Aun así —repuso—, también tú te pre-guntarás qué...

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Ese primer año en Miln, el de suduodécimo cumpleaños, se le pasó volando mien-tras se metía en el papel de aprendiz de Protector.El primer cometido de Cob fue enseñarle a leer.Arlen conocía grafos que nunca había visto y Cobdeseaba que fuera capaz de ponerlos en papel loantes posible.

Arlen se convirtió en un lector voraz, pre-guntándose cómo había podido pasar tantotiempo privado de la lectura. Se sumía en los lib-ros durante horas y horas. Avanzaba despacio ymoviendo los labios en un primer momento, peropronto empezó a pasar las páginas a toda velocid-ad y sus ojos devoraban las hojas.

Cob no tuvo motivo alguno de queja: Arlentrabajó más duro que ningún otro aprendiz y sequedaba levantado hasta las tantas grabando gra-fos. Solía suceder que el maestro se acostaba

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pensando en el trabajo del día siguiente y se loencontraba completado con la primera luz del al-ba.

En cuanto aprendió a escribir, Arlen sepuso a catalogar su personal repertorio de grafosy lo completaba con descripciones en un libro queel maestro le había comprado. El papel tenía unprecio prohibitivo en una tierra con tan escasosbosques, y pocos plebeyos habían visto un libroen su vida, pero Cob se tomó a broma el importe.

—Hasta el peor de los grimorios vale cienveces más que el papel sobre el que está escrito—le dijo.

—¿Qué es un grimorio? —preguntó Arlen

—Un libro de grafos —contestó el maes-tro—. Cada Protector tiene los suyos. Guardansus secretos con celo.

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Arlen atesoró el valioso regalo y poco apoco llenó sus páginas con mano firme y segura.Cob estudió el libro con asombro en cuanto elaprendiz terminó de redactar todos sus recuerdos.

—¡Por el Creador! Muchacho, ¿tienes ideade cuánto vale este libro? —exclamó.

Él levantó la vista del grafo que estabacincelando en un pilar de piedra y se encogió dehombros.

—Cualquier vecino mío con canas en labarba podría haberte enseñado esos trazos —re-puso.

—Tal vez sí —admitió Cob—, pero lo quees moneda corriente allí resulta un tesoro ocultoen Miln. Este grafo de aquí —dijo, señalando unapágina—, ¿de veras puede convertir la llama deun hogar en una brisa gélida?

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Arlen rió.

—A mi madre le encantaba ése en concreto—contestó—. Estaba deseando que los demoniosde las llamas asomaran por las ventanas lasnoches calurosas de verano para refrescar la casacon sus alientos.

—Sorprendente —reconoció Cob,sacudiendo la cabeza—. Quiero que lo copiesvarias veces más, Arlen. Esto va a hacerte muyrico.

—¿A qué se refiere? —preguntó el aprend-iz.

—La gente pagaría una fortuna por con-seguir una copia del libro. Tal vez no deberíamosvenderlo. Podríamos convertirnos en los Pro-tectores más solicitados de la ciudad simantenemos los grafos en secreto.

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El muchacho puso cara de contrariedad.

—No me parece bien ocultarlos —dijo—.Papá siempre decía que los grafos eran para to-dos.

—Todo Protector tiene sus secretos, Arlen—replicó el maestro—. Nos ganamos la vida deese modo.

—Nos ganamos el sustento grabandopostes de protección y pintando jambas —dis-crepó Arlen—, no acaparando secretos capacesde salvar vidas. ¿O deberíamos denegar auxilio aquienes son demasiado pobres para pagar?

—Por supuesto que no —admitió Cob—,pero esto es diferente.

—¿Cómo? —inquirió el pupilo—. Nohabía ni un Protector en Arroyo Tibbet y todos

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protegíamos nuestras casas, y aquellos a quienesse les daba mejor la cosa ayudaban a los menoshabilidosos sin pedir nada a cambio. ¿Por qué de-beríamos hacerlo nosotros? No luchamos entrenosotros, sino contra los demonios.

—Porque aquí las cosas no funcionan comoen tu pueblo, muchacho —adujo Cob con gestode fastidio—. Te convertirás en un mendigo si notienes dinero. Yo tengo una habilidad, igual a lade un panadero o un cantero. ¿Por qué no voy acobrar por ella?

Arlen permaneció sentado en silencio dur-ante un tiempo.

—¿Por qué no eres rico, Cob? —preguntó.

—¿Qué?

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—Rico como Ragen —le aclaró elmuchacho—. Dijiste que antes solías trabajarcomo Enviado del duque. ¿Por qué no tienes unamansión y criados que te hagan las cosas? ¿Porqué sólo tienes esto?

El interpelado soltó un gran suspiro.

—El dinero es veleidoso, Arlen. A vecestienes tanto que no sabes qué hacer con él y actoseguido... Quizá te encuentres pidiendo comidaen las calles.

El aprendiz pensó en los mendigos quehabía visto el día de su llegada a Miln. Habíavisto más desde entonces: los había visto robarestiércol para calentarse a su lumbre, dormir enrefugios públicos protegidos por grafos y mend-igar para comer.

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—¿Qué fue de tu dinero? —quiso saber elaprendiz.

—Conocí a un hombre que aseguraba sercapaz de construir un camino —respondió elmaestro—, un camino protegido, uno que llevaradesde aquí a Angiers.

Arlen se acercó y se sentó en un taburetecon los cinco sentidos puestos en la historia.

—Habían intentado construir caminos conanterioridad hacia las Minas del Duque en lasmontañas o en Soto Pobre —continuó el maes-tro—. Eran distancias cortas de menos de un día,pero bastaban para rentar una fortuna al con-structor. Todos habían fracasado. Los abismalesacaban por encontrar cualquier hueco en la red,no importa lo pequeño que sea, y una vez que esosucede... —Cob sacudió la cabeza—. Se lo dijea ese hombre, pero él se mantuvo en sus trece.

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Tenía un plan e iba a funcionar. Todo cuanto ne-cesitaba era dinero.

El maestro miró a Arlen.

—Cada ciudad anda escasa de alguna ma-teria prima y dispone de otras en abundancia.Miln tiene piedra y metal, pero nada de madera,y a Angiers le ocurre lo contrario. Ninguna de lasdos tiene abundancia de cosechas ni de ganado,y Rizón tiene más de lo necesario, pero le faltanbuena madera y metal para las herramientas. Lak-ton tiene pescado en abundancia, y poco más.

»Debes pensar que soy idiota, lo sé—prosiguió, meneando la cabeza— por creer vi-able un proyecto descartado como imposible portodos, incluido el mismo duque, pero no dejabade darle vueltas. "¿Y si es capaz de hacerlo? ¿Nomerece la pena el riesgo?".

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—No creo que seas un idiota —le aseguróArlen.

—Por eso te retengo casi toda la paga enfideicomiso —replicó Cob, riendo entre di-entes—. La malgastarías, tal y como hice yo.

—¿Qué ocurrió con ese camino? —insistióel aprendiz.

—Que asomaron los abismales, eso sucedió—respondió Cob—. Aniquilaron a ese hombre ya todos sus trabajadores, quemaron las columnasde protección, los planos... Lo destruyeron abso-lutamente todo. Había invertido cuanto tenía enese camino, Arlen. Incluso dejé ir a mis criadoscuando no tuve bastante para pagar las deudas. Laventa de mi mansión me reportó muy poco dineroy necesité un préstamo para comprar la tienda, yaquí he vivido desde entonces.

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Se quedaron sentados durante un buen rato,ambos sumidos en las imágenes de cómo debióhaber sido aquella noche, viendo con el ojo de lamente la danza de los abismales entre el fuego yla carnicería.

—Ese sueño de que todas las ciudadescompartieran los recursos... ¿Crees todavía quemerece la pena? —le planteó Arlen.

—Hasta el día de hoy —respondió Cob—.Incluso cuando me duele la espalda de tanto car-gar con postes de protección y soy incapaz detragar mis propios guisos.

—Esto no es diferente —repuso Arlen,dando unas palmadas en el libro de grafos—. ¿Noserá mucho mejor que los Protectores compartansus conocimientos? ¿No vale la pena perder unosbeneficios a cambio de una ciudad más segura?

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El maestro lo miró fijamente durante unbuen rato. Luego, se acercó y le puso una manosobre el hombro.

—Tienes razón, Arlen. Lo siento. Copiare-mos los libros y los venderemos a los demás Pro-tectores.

El pupilo esbozó una sonrisa.

—¿Qué...? —preguntó el maestro consuspicacia.

—¿Por qué no intercambiamos nuestrossecretos por los suyos? —propuso Arlen.

Sonaron las campanillas de la puertacuando Elissa entró en la tienda de grafos con una

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gran sonrisa en los labios. Saludó al maestro conun asentimiento mientras le entregaba una grancesta a Arlen y lo besó en la mejilla. Éste hizo unamueca de bochorno y se limpió la mejilla con lamano, pero ella no se dio cuenta.

—Os traigo algo de fruta, pan recién hechoy queso —anunció mientras iba removiendo elcontenido de la cesta—. Supongo que no habéisprobado nada mejor desde mi última visita.

—Los Enviados se nutren principalmente abase de carne seca y pan duro, mi señora —lecontestó Cob sin levantar la vista de la piedra an-gular que estaba cincelando.

—Tonterías —le regañó Elissa—. Tú te hasretirado y Arlen todavía no es un Enviado. Teniegas a ir de compras al mercado por purapereza, no pretendas buscarle una coartada glori-

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osa al asunto. Arlen está en edad de crecer y ne-cesita comida.

Alborotó el pelo del muchacho mientrashablaba, sonriéndole incluso cuando el aprendizse echaba hacia atrás.

—Ven a cenar esta noche a casa, Arlen—dijo ella—. Ragen está fuera y la mansión res-ulta muy solitaria sin él. Te daré de cenar algoque te llene un poco los huesos, y puedesquedarte a dormir en tu habitación.

—No... No creo que pueda —contestó elmuchacho, evitando los ojos de la dama—. Cobme necesita para acabar unos postes de protec-ción para los jardines del duque.

—Tonterías —terció el maestro, haciendoun ademán con la mano—. Los postes pueden es-perar. No debo entregarlos hasta la próxima sem-

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ana. —Alzó los ojos para mirar a la dama y es-bozó una gran sonrisa, haciendo caso omiso delmalestar de su pupilo—. Lo enviaré allí cuandosuene la Campanada Vespertina, señora.

Lady Elissa le dedicó una sonrisa deslum-brante.

—En tal caso, está decidido —dijo ella—.Te veré esta noche, Arlen.

Besó al muchacho y se marchó de la tiendacon andares regios.

Cob miró de refilón a su aprendiz, que tra-bajaba con gesto de pocos amigos.

—No entiendo por qué prefieres pasar lasnoches sobre un jergón en la parte de atrás de latienda cuando tienes una cama mullida y calientea tu disposición y a una mujer como Elissa, que te

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adora —comentó sin apartar la vista de sus que-haceres.

—Se comporta como si fuera mamá —sequejó el muchacho—, y no lo es.

—Muy cierto, no lo es —convino Cob—,pero está claro que desea el puesto. ¿Qué hay demalo en concedérselo?

Arlen no dijo nada, y Cob dejó correr elasunto al percibir tristeza en los ojos del aprendiz.

—Pasas mucho tiempo sin salir, con lanariz metida en los libros —le reprendió Cob a suaprendiz mientras le quitaba de las manos el volu-men que estaba leyendo—. ¿Cuándo fue la últimavez que sentiste el sol sobre la piel?

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Arlen abrió los ojos. En Arroyo Tibbet noparaba en casa mientras tuviera elección, perodespués de un año en Miln le resultaba difícil re-cordar su último día en la calle.

—Sal y haz alguna trastada —le ordenóCob—, Tener un amigo de tu edad no va amatarte.

Por primera vez en un año Arlen salió de laciudad. El sol lo confortó como un viejo amigo.Una vez estuvo lejos de las carretas de los ex-crementos, la putridez de los vertederos y el su-dor de la multitud, el aire tenía una frescura quehabía olvidado. Localizó una cima desde la cualse dominaba un campo lleno de niños enfrasca-dos en sus juegos, sacó un libro de su talega y sedesplomó pesadamente sobre el suelo para pon-erse a leer.

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—¡Eh, rata de biblioteca! —lo llamó al-guien.

Arlen alzó los ojos y vio acercarse a ungrupo de muchachos con un balón.

—Necesitamos a uno más para estar igualesen los laterales.

—No conozco las reglas —contestó Arlen.

Cob le había ordenado jugar con otros chi-cos, pero su libro le parecía más interesante.

—¿Qué hay que saber? —preguntó el otromuchacho—. Ayudas por tu lado a meter el balóne intentas impedir que lo haga el equipo con-trario.

Arlen torció el gesto.

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—De acuerdo —aceptó, y se puso en movi-miento para unirse al portavoz de la pandilla.

—Me llamo Jaik —se presentó el chico.Era un muchacho delgado de nariz chata y re-vuelto pelo negro. Vestía unas ropas sucias yllenas de remiendos. Parecía rondar los treceaños, como Arlen—. ¿Y tú?

—Arlen.

—Trabajas para el Protector Cob, ¿verdad?—preguntó Jaik—. ¿Eres el chaval que el Envi-ado Ragen encontró en el camino?

Jaik abrió los ojos un poco más cuando Ar-len asintió con la cabeza, como si no terminarade creérselo. Luego, encabezó la marcha hacia elcampo y señaló unas piedras pintadas de blancoque hacían las veces de porterías.

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Arlen aprendió enseguida las reglas deljuego y se olvidó del libro al cabo de un rato paracentrar toda su atención en el equipo contrario.Imaginó que él era un Enviado y los rivales de-monios en un intento de mantenerlo lejos de sucírculo de protección. El tiempo pasó en un sus-piro y de pronto los campanarios tañeron la Cam-panada Vespertina. Todos se apresuraron a re-coger sus cosas, mirando con recelo la oscuridadcreciente del cielo.

Arlen se tomó su tiempo para recoger ellibro. Jaik subió a la carrera detrás de él y le acon-sejó:

—Harías bien en apresurarte.

—Tenemos tiempo de sobra —replicó élcon un encogimiento de hombros.

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Jaik observó el cielo cada vez más oscuro yse estremeció.

—Juegas muy bien —admitió elpelinegro—. Vuelve mañana. Jugamos con elbalón casi todas las tardes y el día Sexto vamos ala plaza para ver al trovador.

Arlen asintió sin comprometerse a nada.Jaik sonrió y se marchó a la carrera.

Arlen tomó el camino de vuelta. El ahorafamiliar hedor de la ciudad lo envolvió en cuantotraspuso las puertas. Subió por el camino hacia lafinca de Ragen. Éste se hallaba ausente, en estaocasión de viaje a la remota ciudad de Lakton, yArlen pasaba el mes entero con su esposa. Ella ledaba la lata con preguntas y le montaba numeri-tos por culpa de la ropa, pero le había prometidoa Ragen mantener lejos «a los jóvenes amantes».

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Margrit le había asegurado que lady Elissano tenía amante alguno. De hecho, cuando Ragense ausentaba, vagaba por los salones de lamansión como un alma en pena o lloraba durantehoras en su dormitorio.

La criada le aseguró que se comportaba deforma distinta cuando Arlen estaba por allí. Mar-grit volvió a pedirle que se quedara a vivir enla mansión y aunque él se negó, admitió, aunquesólo para sus adentros, que los mimos de la damaresultaban de su agrado.

—Ahí viene —anunció Gaims esa nochecuando vio surgir del suelo al enorme abismal.

Woron se reunió con él y juntos contem-plaron cómo olisqueaba en el suelo al lado de la

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puerta. Tras proferir un aullido, se alejó de la en-trada en dirección a la cumbre de una montaña,donde danzaba un demonio de las llamas, pero elmonstruo de las rocas lo apartó de un puñetazo yse inclinó hacia el suelo en busca de algo.

—El bueno de El Manco anda con ganasde juerga esta noche —comentó Gaims cuando lacriatura soltó otro aullido y bajó disparado comouna flecha en dirección a un campito adyacente,por donde correteó encorvado de un lado paraotro.

—¿Y qué bicho le habrá picado? —pregun-tó Woron. Su compañero se encogió de hombros.

El ser abandonó la explanada y se dirigió devuelta a la colina, soltando alaridos con una notaque era casi de reproche y cuando regresó a laspuertas de la ciudad, se puso a golpearla como un

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poseso. Su garra levantó un chisporroteo cuandola repelió la potente magia de los grafos.

—Esto no se ve todas las noches—comentó Woron—. ¿No deberíamos informar?

—¿Por qué molestar a nadie? —replicóGaims—. Los merodeos de un demonio chifladono le preocupan a nadie. ¿Y qué iban a poderhacer si lo supieran?

—¿Contra esa cosa? —inquirió Woron—.Probablemente, cagarse en los pantalones ypunto.

Arlen se apartó de la mesa de trabajo, seestiró y se puso de pie. Hacía horas que se habíapuesto el sol y el estómago le resonaba, pero el

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panadero les pagaba el doble porque reparasensus protecciones en una noche, incluso a pesar deque no se había localizado a ningún demonio enlas calles desde el Creador sabía cuándo. Espera-ba que Cob le hubiera dejado algo de comida enel perol.

El aprendiz abrió la puerta trasera de latienda y se asomó, todavía protegido por elsemicírculo de seguridad de la entrada. Miró auno y otro lado a fin de cerciorarse de que nohabía peligro y salió afuera, poniendo cuidado enno pisar los grafos.

Había más seguridad en el camino de latrastienda a la casita de Cob que en la mayoríade las casas de Miln gracias a una sucesión delosetas de piedra protegidas con una especie deargamasa. Cob la llamaba «cemento», y era unaciencia heredada del mundo antiguo, una mara-

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villa desconocida en Arroyo Tibbet y bastantecomún en Miln. Se echaba al agua cal y silicatomolido, y se removía hasta obtener una sustancialodosa que podía moldearse a voluntad antes deque se secara y endureciera.

Era posible verter el cemento y trazar losgrafos en la blanda superficie antes de que em-pezara a apelmazarse. Se convertían en protec-ciones casi permanentes una vez solidificada lamasa. Eso era lo que había hecho Cob adoquínpor adoquín hasta abrir un sendero de su casa ala tienda. Aunque hubiera un problema en unapiedra por cualquier motivo, al caminante lebastaba avanzar o retroceder a otro adoquín parapermanecer a salvo de los abismales.

«Tendríamos el mundo a nuestro alcancesi fuéramos capaces de hacer un camino comoéste», pensó Arlen.

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Una vez dentro de la casita, halló al maestroreclinado sobre su mesa y garabateando con tizaen una pizarra.

—El perol está en el fuego —refunfuñó elartesano sin levantar la mirada.

El muchacho se dirigió hacia el hogar, situ-ado en la única habitación de la casa, y llenó uncuenco con el espeso guiso de Cob.

—¡Por el Creador! Chico, menudo lío hasarmado con esto —refunfuñó al tiempo que seestiraba y hacía un gesto hacia las pizarras—.La mitad de los Protectores de Miln prefierenmantener sus secretos aunque se pierdan losnuestros; la mitad de la otra mitad sigue ofre-ciendo dinero en compensación y el cuarto rest-ante ha inundado mi mesa con las listas de losgrafos que están dispuestos a cambiar en trueque.Clasificarlos va a llevar semanas.

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—Eso es bueno para el negocio —repusoArlen, usando una corteza de pan duro comocuchara mientras se sentaba en el suelo y comía ados carrillos. El maíz y las judías estaban un pocoduras, y las patatas pastosas por haber estado de-masiado tiempo en el fuego, pero no se quejó,pues a esas alturas ya se había acostumbrado a lasraquíticas y duras verduras de Miln, y Cob jamásse había molestado en cocerlas por separado.

—Me atrevería a decir que tienes razón—admitió Cob—, pero ¡por la Noche! ¿Quiénpodía pensar que había tantos grafos diferentes ennuestra propia ciudad? No había visto la mitad enmi vida, y te aseguro que he mirado con lupa to-dos los portales y postes de Miln.

Alzó una pizarra garabateada.

—Éste se halla dispuesto a intercambiargrafos que hagan darse la vuelta a un demonio

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y se olvida de esta otra, la que usaba tu padrepara que el cristal fuera tan duro como el acero.—Meneó la cabeza—. Y todos ellos quieren lossecretos de tus grafos prohibidos, chico, que sedibujan mejor sin varas de medir ni semicírculos.

—Las muletas son para quienes no sabentrazar una línea recta —se burló Arlen.

—No todo el mundo tiene tus dotes—gruñó Cob.

—¿Dotes? —preguntó el aprendiz.

—Que no se te suba a la cabeza, ¿vale?—repuso el maestro—, pero en la vida habíavisto a nadie comprender la ciencia de los grafoscomo tú. Tras dieciocho meses de aprendizaje,los trazas con la destreza de un trabajador cuali-ficado con cinco años de experiencia.

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—Le he estado dando vueltas a nuestrotrato —anunció Arlen. Cob alzó la vista con curi-osidad—. Prometiste enseñarme a sobrevivir enlos caminos si trabajaba duro.

Se miraron el uno al otro.

—Yo he cumplido mi parte —le recordóArlen.

Cob lanzó un suspiro.

—Supongo que sí —admitió el maestro—.¿Has practicado equitación? —quiso saber.

Arlen asintió.

—El establero de Ragen me deja ayudarloa ejercitar a los caballos.

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—Redobla tus esfuerzos —lo aconsejóCob—. El caballo de un Enviado es su vida. Cadanoche de intemperie que te evita tu cabalgaduraes una noche que estás a salvo —sentenció el an-ciano mientras se ponía de pie y abría un armariodel cual extrajo un bulto cubierto por una gruesatela—. Los Séptimos, cuando cierre la tienda—anunció—, te enseñaré a montar y a usar esto.

Tendió el fardo sobre el suelo y lo desen-rolló para revelar varias lanzas de punta bienaceitada.

Arlen las devoró con los ojos.

Cob alzó los ojos hacia las campanillas dela entrada cuando entró en su tienda un joven deunos trece años de negros cabellos alborotados y

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una sombra de bigote encima del labio con pintade ser suciedad más que bozo.

—Tú eres Jaik, ¿verdad? —le dijo el Pro-tector—. Tu familia trabaja en el molino, abajo,en el Muro Este, ¿a que sí? Grabamos unos trazosnuevos en una ocasión, pero luego el molinerocontinuó trabajando con otro proveedor.

—Es cierto —repuso el muchacho, asin-tiendo.

—¿En qué puedo ayudarte? —preguntóCob—. ¿Te envía tu señor con otro encargo?

El muchacho negó con la cabeza.

—Sólo he venido a ver si Arlen queríavenir a ver conmigo el espectáculo del Juglar.

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Cob apenas podía dar crédito a sus oídos.Jamás había visto a Arlen hablar con alguien desu edad, pues prefería pasar el tiempo leyendoy trabajando, o atosigando a los visitantes de latienda con un interrogatorio interminable acercade los Enviados y los Protectores. Esto supusouna sorpresa, una de esas que debía fomentar.

—¡Arlen! —lo llamó a voz en grito.

El aprendiz salió de la trastienda con unlibro en la mano y prácticamente se echó encimadel visitante antes de darse cuenta de su presenciay detenerse con brusquedad.

—Jaik ha venido a llevarte a ver a un Juglar—lo informó el Protector.

—Me encantaría ir —contestó Arlenpidiendo perdón—, pero aún he de... —Nada queno pueda esperar —le atajó Cob—. Ve y diviér-

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tete. El maestro lanzó a Arlen una bolsita demonedas y empujó a los dos rapaces fuera de latienda.

Poco después, los muchachos deam-bulaban entre el gentío del mercado, cerca de laplaza mayor de Miln. Arlen gastó una estrella deplata en comprar a un vendedor dos trozos de pas-tel de carne —se pusieron las caras perdidas degrasa al comerlo— y luego unas cuantas monedasde cobre para adquirir unos dulces en otro puesto.

—Algún día seré Juglar —aseguró Jaikmientras sorbía un dulce cuando iban de caminoal lugar donde se reunían los chicos.

—¿Hablas en serio? —preguntó Arlen.

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Jaik asintió.

—Observa esto —dijo mientras sacaba delos bolsillos tres pequeñas bolas de madera y laslanzaba al aire.

Arlen se echó a reír, cuando una de laspelotas golpeó en la cabeza de Jaik y, en la con-fusión, las demás se le cayeron al suelo.

—Aún tengo grasa en los dedos —se ex-cusó Jaik después de que las hubieron recogido.

—Ya lo supongo —respondió Arlen—.Voy a registrarme en el gremio de Enviados encuanto termine mi aprendizaje con Cob.

—¡Yo podría ser tu Juglar! —gritó Jaik—.Podríamos recorrer juntos los caminos.

Arlen lo miró.

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—¿Has visto un demonio alguna vez?

—¿Qué? ¿Crees que no tengo pelotas parahacerlo? —preguntó Jaik, dándole un empellón.

—Ni cerebro —replicó Arlen, devolvién-dole el empujón.

Un momento después fueron a parar alsuelo, donde se enzarzaron en una reyerta, peroArlen aún era pequeño para su edad y Jaik notardó en tenerlo inmovilizado.

—¡Vale, vale! —rió Arlen—. ¡Te dejaré sermi Juglar!

—¿Tu Juglar? —saltó Jaik manteniéndoloaún agarrado—. Di más bien que tú serás mi En-viado.

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—¿Y qué tal compañeros? —le ofreció Ar-len.

Jaik sonrió y le tendió una mano para ay-udarlo a ponerse de pie. Al poco tiempo, ambosse sentaron sobre los bloques de piedra de laplaza mayor, observando los mimos y las acroba-cias de los aprendices del gremio de Juglares.

El aprendiz de Cob se quedó boquiabiertocuando vio entrar en la plaza al alto y delgadoKeerin. Con esa pinta de poste de farol con el re-mate pintado de colorado, no había error posible.La multitud soltó un rugido.

—¡Es Keerin, mi favorito! —exclamó Jaik,zarandeando a Arlen por el hombro.

—¿De verdad? —preguntó Arlen, sorpren-dido.

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—¿Qué...? ¿A quién prefieres tú? —quisosaber Jaik— ¿Marley? ¿Koy? ¡No son héroescomo Keerin!

—No me pareció un héroe cuando le conocí—repuso Arlen, lleno de dudas.

—¿Conoces a Keerin? —preguntó Jaik,poniendo unos ojos como platos.

—Vino a Arroyo Tibbet en una ocasión—contestó Arlen—. Él y Ragen me encontraronen el camino y me trajeron a Miln.

—¿Keerin te rescató?

—Ragen me rescató —lo corrigió Arlen—,Keerin pegaba un brinco de miedo ante la menorsombra.

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—Y un rábano —dijo Jaik—. ¿Crees que seacordará de ti? ¿Podrás presentarnos después delespectáculo?

—Tal vez —contestó Arlen, encogiéndosede hombros.

La actuación de Keerin comenzó de unmodo similar a la de Arroyo Tibbet. Hizo malab-arismos y bailó para luego enardecer a la gente,contándoles a los niños El cuento del Retorno,salpicándolo con pantomimas, volteretas haciaatrás y un salto mortal.

—¡Canta la canción! —chilló Jaik.

En la multitud, otros corearon la petición,implorando a Keerin que cantase. Él pareció nodarse cuenta en un primer momento, hasta que elgrito fue un clamor remarcado por el golpeteo depies. Al final, se rió e hizo una reverencia. Fue a

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por el laúd mientras estalló una salva de aplausosentre el gentío.

Hizo un gesto y Arlen vio a los aprendicestomar los sombreros y pasarlos entre el gentío enbusca de dádivas. La multitud se las dio con lar-gueza, ávida de oír la canción de Keerin, y al fi-nal comenzó:

En la oscuridad de la noche,

sobre la dura tierra,

y a leguas de cualquier refu-gio.El viento frío aúlla,

rasgando nuestros corazones,

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y los abismales nos acosan,tras los grafos.

«Socorro», se oye a lo lejos

una voz angustiada:

El grito de un niño aterrado.

«¡Ven con nosotros!», lo llamo

«Grande es nuestro círculo y

el único refugio que encon-trarás.»

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Pero el niño responde:

«¡No puedo, me he caído!»

Y la oscuridad se hace eco desu llamada.

Al comprender su apuro

a ayudarlo me apresto,

pero el Enviado, mi mano con-tiene.

«¿De qué te sirve morir?»,

sombrío me pregunta,

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«porque sólo la muerte allí teespera».

No es ayuda lo que llevas

contra los abismales y sus gar-ras.

No eres más que carne para pi-car.

Con dureza lo golpeé,

su lanza le quité,

y sobre los grafos me abalancé.

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Sólo un ataque frenético

con la fuerza nacida del miedo

de ser despedazado al niño sal-vará.

«¡Sé valiente!», lo conmino

mientras hacia él me lleva elcamino.

«¡Que el valor y la confianzaeleven tu corazón!»

«Si hasta nosotros no llegas,

si al refugio no alcanzas,

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¡hasta ti mis grafos sí llegan.

A su lado pronto me vi,

aunque no a tiempo.

De abismales estuvimos rodea-dos.

Grandes eran los demonios,

toscos mis trazos en el suelo:

Los grafos de mi mano pinta-dos

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Un rugido atronador

la noche atraviesa.

¡Un demonio de sesenta metrosde alto!

sobre nosotros se cierne,

y ante aquella torre inmensa

mi lanza, pequeña y débil seyergue.

Sus cuernos cual duras lanzas,

mis brazos son el largo de susgarras.

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Negro y duro, su caparazón.

Cae la avalancha,

anunciando el desastre.

¡Al ataque la fiera se lanza!

Asustado chilla el niño

que a mi pierna se aferra

¡El último grafo dibujo!

Relampaguea la magia,

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don del Creador,

¡cuya fuerza a los demoniosdesafía!

La gente dice

que sólo del sol

el demonio fenece.

Mas yo aprendí la noche fatal

que se puede luchar

¡Y contra El Manco persever-ar!

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Terminó con un floreo. Arlen se sentó, pas-mado, mientras el público rompía a aplaudir. Eltrovador hizo unas reverencias mientras los ayud-antes recogían el torrente de monedas.

—¿A que ha sido estupendo? —preguntóJaik.

—¡No fue así como sucedió! —exclamóArlen.

—Los guardias de la puerta le han contadoa mi padre que el demonio de un solo brazo atacalas protecciones mágicas todas las noches —re-puso Jaik—. Viene en busca de Keerin.

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—Él ni siquiera estuvo allí —chilló Ar-len—. ¡Yo le arranqué ese brazo!

Jaik bufó.

—¡Por la Noche, Arlen! De verdad, noesperes que nadie crea eso.

Arlen puso cara de pocos amigos, se irguióy gritó:

—¡Embustero, farsante!

Todos se volvieron para ver al vociferadormientras el chico abandonaba la piedra de unsalto y avanzaba dando grandes zancadas haciaKeerin. El Juglar alzó la vista y abrió los ojos condesmesura al reconocerlo.

—¿Arlen? —preguntó con el rostro re-pentinamente pálido.

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Jaik, que había salido corriendo detrás desu nuevo amigo, le dio alcance enseguida.

—Lo conoces —murmuró el pelinegro.

Keerin miró de soslayo a la gente, nervioso.

—Arlen, muchacho —dijo al tiempo queextendía los brazos—, ven, hablemos de esto enprivado.

El aprendiz lo ignoró.

—¡Tú no le cortaste el brazo a ese demo-nio! —chilló para que todos le oyeran—. ¡Nisiquiera estabas allí cuando sucedió!

La muchedumbre dejó escapar un mur-mullo de enfado. Keerin miró en derredor conmiedo hasta que alguien bramó:

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—¡Sacad a ese crío de la plaza!

Y el resto le coreó.

Keerin esbozó una ancha sonrisa.

—Nadie va a creer tu palabra —se mofó.

—¡Yo estuve allí! —gritó Arlen—. ¡Mis ci-catrices lo demuestran!

Alargó las manos para levantarse la camisa,pero Keerin chasqueó los dedos y de pronto losaprendices rodearon a Arlen y a Jaik.

Los dos amigos se vieron arrinconados e in-capaces de impedir que

Keerin se alejara de allí entre tañidos delira, llevándose con él la atención del público. En-seguida se lanzó a interpretar otra canción.

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—¿Por qué no cierras el pico, eh?

—Keerin es un mentiroso —afirmó Arlen.

—Y más burro que un demonio también—convino el aprendiz mientras sostenía en alto elsombrero con las monedas—. ¿Acaso crees queme importa?

Jaik se interpuso.

—No hay por qué enfadarse —dijo—. Élno tenía intención de hacer nada que...

Antes de que hubiera terminado de hablar,Arlen saltó hacia delante y propinó un puñetazoen la tripa al chico más grande. Cuando éste sedobló, el aprendiz de Cob se revolvió para plantarcara a los demás. Hizo sangrar por la nariz a unpar más antes de que lo derribaran y le dieranuna paliza. Fue levemente consciente de que Jaik

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también se estaba llevando lo suyo en la tundahasta que dos guardias interrumpieron la pelea.

—No peleas mal para ser una rata de bibli-oteca, ¿sabes? —le dijo Jaik una vez que llegarona casa renqueantes, contusionados y cubiertos desangre—. Bastaría con que eligieras mejor a tusenemigos...

—Los tengo peores —repuso Arlen,pensando en el demonio manco que aún loseguía.

—Ni siquiera era una buena canción —in-sistió Arlen—. ¿Cómo pudo trazar grafos en laoscuridad?

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—Fue lo bastante buena como para meterteen una pelea —apuntó Cob mientras le quitabadel rostro el pringue de la sangre reseca.

—Keerin mentía —replicó el chico,haciendo un gesto de aflicción ante el escozor.

Cob se encogió de hombros.

—Se inventa historias de entretenimiento,como todos los Juglares.

—Todo el pueblo asistía a la representacióncada vez que venía un Juglar a Arroyo Tibbet—dijo Arlen—. Selia decía que conservaban lashistorias del mundo antiguo, pasándolas de unageneración a otra.

—Y así es, pero exageran todos, incluso losmejores, Arlen —le respondió el Protector—. ¿O

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de veras crees que el primer Liberador mató acien demonios de las rocas con un solo golpe?

—Eso pensaba antes, pero ahora no sé quécreer —respondió Arlen, y suspiró.

—Bienvenido a la edad adulta —replicóCob—. Llega un día en que todo niño comprendeque los adultos pueden ser débiles y se equivocancomo todos los demás. Después de ese día, quier-as o no, ya eres un adulto.

—Nunca lo consideré de ese modo —ad-mitió Arlen, comprendiendo que ese día habíallegado hacía mucho, y con el ojo de la mente vioa su padre escondido detrás de las proteccionesdel porche mientras los abismales despedazabana su madre.

—¿Es tan mala la mentira de Keerin?—preguntó el maestro—. Hace feliz a la gente y

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le da esperanza. Andamos cortos de esperanza yfelicidad en estos días, y nos hacen mucha falta.

—Podía haberlo hecho todo sin faltar a laverdad, pero en vez de eso prefirió arrogarse elcrédito de mis hazañas sólo para amasar dinero.

—¿Qué persigues? ¿La verdad o el dinero?—preguntó Cob—. ¿Acaso importa el mérito?¿No es más importante el mensaje?

—La gente necesita algo más que una can-ción —replicó el aprendiz—. Necesitan pruebasde que los abismales sangran.

—Hablas como un mártir krasiano —con-testó Cob—, listo para despojarse de la vida enbusca del paraíso del Creador.

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—Según he leído, para los krasianos, lavida después de la muerte está llena de mujeresdesnudas y ríos de vino —se mofó Arlen.

—Y para entrar en él sólo necesitas llevartepor delante a un demonio antes de que te des-cuartice un abismal —admitió Cob—, pero a míme da igual, me arriesgaré con esta vida. Puedeocurrir que la otra no sea tal y como uno espera,y no tiene sentido salir corriendo en su busca.

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La brecha

321 d.R.

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Apuesto tres lunas a que va al este —dijoGaims, haciendo tintinear las monedas de platacuando surgió El Manco. —Acepto —contestóWoron—. Lleva corriendo tres noches. Está listopara cambiar.

Como siempre, el demonio de las rocasresopló antes de verificar otra vez los grafos deprotección de la entrada. Se movía de formametódica, sin pasar por alto ni un resquicio. Elabismal se dirigió al este cuando la puerta resultóser segura.

—¡Por la Noche! —maldijo Woron—.Estaba convencido de que esta vez iba a haceralgo diferente.

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Hurgó en el bolsillo en busca de las mone-das mientras se oían cada vez más lejos los chil-lidos del monstruo y los chasquidos de las protec-ciones mágicas al activarse.

Los dos guardias se olvidaron de la apuestay miraron por encima del pretil al percatarse deque El Manco mantenía la mirada fija en un puntoconcreto de la muralla, con manifiesta curiosidad.Otros abismales se reunieron alrededor, pero semantuvieron a distancia respetuosa del gigante.

De pronto, el demonio se lanzó hacia lamuralla con la garra extendida sin provocarchisporroteo alguno de los grafos. A loscentinelas se les heló la sangre en las venascuando oyeron con claridad el resquebrajamientode las piedras.

El ser profirió un rugido triunfal y siguiógolpeando, esta vez con toda la mano. Los vi-

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gilantes fueron capaces de ver caer los trozos deroca incluso a la tenue luz de las estrellas.

—El cuerno —instó Gaims, poniendo lasmanos temblorosas sobre la muralla; al cabo deun momento tomó conciencia de que se habíameado en los pantalones—. Haz sonar el cuerno.

Como no hubo movimiento alguno junto aél, el centinela se volvió para buscar a su com-pañero que, boquiabierto, miraba embobado aldemonio. Una lágrima le corría por la mejilla.

—Sopla ese cuerno estridente —chillóGaims.

Woron salió de su ensimismamiento y llevóa los labios el cuerno, ya preparado, pero necesitóvarios intentos hasta hacerlo sonar. Paraentonces, El Manco estaba haciendo girar su cola

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picuda para golpear el muro, arrancando más ymás trozos de roca con cada porrazo.

Cob zarandeó a Arlen hasta despertarlo.

—¿Quién...? ¿Queeslo...? —preguntó elaprendiz, frotándose los ojos—. ¿Ya es de día?

—No —contestó Cob—. Están sonando loscuernos. Hay una brecha.

Arlen se incorporó de inmediato.

—¿Una brecha? ¿Hay abismales dentro dela ciudad?

—O han entrado —admitió el maestro— olo harán muy pronto. ¡Levántate!

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Anduvieron con dificultad y reunieron suinstrumental a la luz de las lámparas; luego, seecharon por encima unas gruesas capas y se en-fundaron las manos en unos guantes gruesos paraevitar que el frío dificultara su trabajo.

Volvieron a sonar los cuernos.

—Dos toques —interpretó Cob—, unocorto y otro largo: la brecha está entre el primer ysegundo puesto de guardia en la puerta principaldel lado este.

Fuera, sonó el repiqueteo de unos cascos decaballo contra los adoquines de las calles y pocodespués alguien aporreó la puerta. Nada más abrirvieron a Ragen protegido de los pies a la cabezapor una armadura y con una gruesa lanza en lamano. Su escudo de grafos colgaba del cuerno dela silla de montar. No había un corcel tan elegantey cariñoso como Pupila Negra, una yegua grande

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y con carácter, un caballo de guerra criado paratiempos pretéritos.

—Elissa está fuera de sí —les explicó elEnviado—. Me ha enviado a que os mantengavivos a los dos.

Arlen puso cara de pocos amigos, pero lallegada de Ragen tuvo la virtud de disipar elmiedo que se le había metido en el cuerpo. Maes-tro y aprendiz engancharon el robusto poni a sucarreta protegida por muchos grafos y semarcharon en dirección a la brecha, guiados porlos gritos, los chisparos y los golpes.

Las calles se hallaban desiertas, las puertascerradas y los postigos echados, pero el aprendizera capaz de atisbar luz a través de las rendijasy sabía gracias a ellas que los milneses estabandespiertos, mordiéndose las uñas y rezando paraque aguantaran las defensas. Oyó incluso algún

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lloriqueo y tomó conciencia de lo mucho que loshabitantes de la ciudad dependían de su muralla.

Acabaron por llegar al escenario de loshechos, donde reinaba un caos absoluto. Lasavenidas adoquinadas estaban llenas de lanzasrotas o requemadas así como de Centinelas y Pro-tectores muertos o agonizantes. Tres ensan-grentados hombres de armas forcejeaban con undemonio del viento en un intento de inmovil-izarlo el tiempo suficiente para que un par deaprendices de Protectores lo atraparan en un cír-culo portátil. Otros corrían de aquí para allá concubos de agua, haciendo lo posible por sofocar al-guno de los muchos fuegos pequeños provocadospor los demonios de las llamas, que correteabangozosos por todas partes y prendían fuego acuanto quedaba a su alcance.

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Arlen estudió la brecha, sorprendido de queun abismal hubiera sido capaz de horadar seismetros de roca sólida. Sus congéneres se apelo-tonaban en la boca del agujero y se arañaban unosa otros en su intento de ser el siguiente en penet-rar en la urbe.

Un demonio del viento se metió por la aber-tura y salió a toda prisa al tiempo que desplegabalas alas. Un guardia le arrojó la lanza, pero sequedó corto y el abismal voló en dirección a laciudad sin problema alguno. Un momento des-pués, un demonio de las llamas se abalanzó sobreel centinela ahora desarmado y le abrió la gar-ganta.

—¡Deprisa, chaval! —gritó Cob—. Losguardias nos conceden algo de tiempo, pero novan a durar mucho contra una brecha de seme-

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jantes dimensiones. ¡Debemos sellarla en-seguida!

Saltó de la carreta con una agilidad sorpren-dente para un hombre de su edad y sacó de laparte trasera un par de círculos portátiles y en-tregó uno a su ayudante.

Ragen cabalgó tras ellos con actitud pro-tectora mientras maestro y aprendiz avanzaban endirección al estandarte del grafo clave, el blasóndel gremio de Protectores, identificando el cír-culo protector donde éstos habían asentado subase. Herboristas desarmados atendían a hilerasde heridos y salían fuera del círculo en unamuestra de arrojo para ayudar a los hombres tam-baleantes que acudían en busca de refugio. Eranmuy pocos para atender a tantos.

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Madre Jone, la consejera del duque, ymaese Vincin, el síndico del gremio de Pro-tectores, los saludaron.

—Maestro Cob, qué alegría contar con tu...—empezó Jone.

—¿Dónde se nos necesita? —preguntó Coba Vincin, ignorando por completo a Jone.

—En la brecha principal —contestó el in-terpelado—. Fija los postes en los grados quincey treinta —indicó, señalando un montón depostes de protección—, ¡y ten cuidado, por elCreador! Ahí está un demonio de las rocas, fue élquien abrió la grieta. Lo han arrinconado para queno siga avanzando hacia el interior de la ciudad,pero vas a tener que ir más allá de los grafos paraentrar en esa posición. Ha matado ya a tres Pro-tectores y sólo el Creador sabe a cuántos guardi-as.

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Cob asintió; luego, él y su aprendiz se diri-gieron hacia la pila de postes.

—¿Quién estaba de guardia al caer lanoche? —preguntó en cuanto se hicieron cargode los postes.

—El Protector Macks y su aprendiz —rep-licó Jone—. El duque los ahorcará por esto.

—Pues en ese caso Su Gracia cometerá unaestupidez —replicó Vincin—. No hay indicioselocuentes de lo sucedido ahí fuera y Miln neces-ita hasta el último de sus Protectores, y aún más.—Soltó un prolongado suspiro—. Tal y comopinta la cosa, habrá unos cuantos menos antes deque acabe la noche.

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—Primero monta tu círculo —repitió Cobpor tercera vez—. Sitúa el poste en su posicióncuando estés a salvo y espera ahí hasta queprenda el magnesio. Va a deslumbrar más que laluz del día, así que protégete los ojos. Entonces,alinea tu poste según el cuadrante del poste prin-cipal, pero no intentes unirlos a los de los demás.Confía en que los demás Protectores los alineende forma correcta. Al terminar, fija las estacasentre los adoquines para mantenerlo en su sitio.

—¿Y entonces? —preguntó Arlen.

—Quédate en el maldito círculo y no salgasde él hasta que yo te lo diga —espetó Cob—. Noimporta lo que veas. Me da igual que te tires ahíla noche entera, ¿está claro?

El muchacho asintió.

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—Bien —dijo el maestro. Estudió el caosimperante y esperó más y más hasta que dio la or-den a voz en grito—: ¡Ahora!

Los dos se marcharon de allí en direccióna sus respectivas posiciones, esquivando lasllamaradas, los cuerpos de los caídos y losescombros. En cuestión de segundos, dejaron at-rás la hilera de edificios y vieron al demoniomanco de las rocas, irguiéndose por encima de unpelotón de soldados y una docena de cadáveres.Sus garras y mandíbulas ensangrentadas centell-eaban a la luz de los faroles.

A Arlen se le heló la sangre en las venas;se detuvo en seco y miró a Ragen. Sus miradas seencontraron durante unos instantes.

—Debe de ir a por Keerin —comentó elEnviado con sequedad.

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Arlen abrió la boca, pero antes de que pudi-era replicar, Ragen gritó:

—¡Cuidado!

El jinete interpuso la lanza en el camino delchico. El arma de Ragen chasqueó al impactarcontra el semblante de un belicoso demonio delviento. Entre tanto, el muchacho se vio tiradoal suelo de rodillas, llevándose un buen porrazo,y soltó sin querer el poste; luego, rodó sobre símismo y se giró a tiempo de ver al abismal chocarcontra el escudo de grafos del Enviado. El abis-mal salió despedido a causa de la colisión y acabóimpactando contra los adoquines.

Ragen taloneó a su montura para que avan-zara y pisoteara con los cascos a la criatura mien-tras él se ladeaba para agarrar a Arlen justocuando éste había recuperado su poste. El jinetelo llevó medio a rastras y medio en volandas

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hasta su posición. Cob ya había montado su cír-culo portátil y estaba preparando la fijación de suposte de protección.

Arlen no perdió un instante y se puso amontar su propio círculo, pero no dejaba devolver la vista hacia El Manco. Éste soltabagolpes tremebundos contra las defensas le-vantadas a toda prisa delante de él en un intentode atravesarlas. El muchacho apreció la debilidadde la red en cada chisporroteo y supo que no ibaa durar eternamente.

El demonio de las rocas olisqueó el aire yalzó súbitamente los ojos, encontrándose con lamirada de Arlen. Hubo una lucha de voluntadesdurante un momento, hasta que el cruce de mira-das resultó difícil de soportar y el chico bajó losojos. El Manco chilló y redobló sus esfuerzos poratravesar las debilitadas defensas.

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—¡Deja de mirar y haz tu trabajo, chaval!—le gritó Cob, sacando a Arlen de su en-simismamiento.

Él se esforzó cuanto pudo por hacer casoomiso a los gritos del abismal y a los alaridos delos guardias. Colocó la base plegable de hierro ysituó el poste en su interior. La orientó respectoal cuadrante del poste principal lo mejor posiblepara la luz disponible, escasa y parpadeante, yluego se protegió los ojos con las manos a la es-pera de que actuara el magnesio.

La llamarada se produjo poco después yconvirtió la noche en día. Los Protectores se apre-suraron a colocar en posición sus postes y losfijaron en su sitio con puntales. Hicieron señalescon trozos de tela blanca para dar a conocer laculminación del proceso.

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Arlen reconoció el resto del área en cuantoterminó su cometido. Varios Protectores y susaprendices forcejeaban aún con sus postes, unode los cuales ardía por obra de un demonio delas llamas. Los abismales gritaban y retrocedíanante el efecto luminoso del magnesio, aterradosante la perspectiva de que surgiera ya el aborre-cido sol. La guardia ducal avanzó lanza en ristre,intentando empujarlos más allá de los postes deprotección antes de que se percataran de su falsaapreciación. Ragen hizo lo mismo a lomos de sumontura, su pulido escudo de grafos reflejaba laluminosidad del magnesio y hacía retroceder alos atemorizados abismales a trompicones.

Pero la falsa luz no ocasionaba daño algunoa las criaturas. El Manco no retrocedió cuando unpelotón de soldados, envalentonado por el efectode la luminiscencia, levantó una hilera de lanzasy se interpuso en su camino. Muchas de ellas se

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quebraron por la punta o pasaron rozando cercade las pétreas placas del demonio. Éste logróaferrar algunas y se apoderó de ellas con bruscostirones, sacando a los hombres de las zonas pro-tegidas con la facilidad con que un niño podríadesprenderse de un muñeco.

Arlen contempló la carnicería con verda-dero espanto. La criatura descabezó a un defensorde un mordisco y arrojó el cuerpo contra sus com-pañeros, haciendo caer a varios de ellos, paraluego aplastar a un guardia de un pisotón y enviarvolando a un tercero merced a un golpe prop-inado con su cola picuda. El desdichado impactócontra el suelo y no se levantó.

Los cadáveres y la sangre cubrieron los gra-fos de contención que impedían el avance de ElManco y éste aprovechó la anulación de la red deprotección para embestir raudo como una flecha,

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matando a voluntad. Los guardias se replegarony algunos se batieron en franca retirada, pero elgigantesco abismal se olvidó de ellos en cuantohuyeron y cargó contra el círculo portátil de Ar-len.

—¡Arlen! —chilló Ragen mientras hacíavolver grupas a su caballo.

El Enviado sufrió un ataque de pánicocuando vio cargar al enemigo y pareció olvidarque el ayudante estaba a salvo dentro del círculode protección. Taloneó los ijares del caballo paraazuzarlo y avanzó lanza en ristre, apuntando a laespalda de El Manco.

Éste oyó la llegada del jinete y se revolvióen el último momento. Fijó los pies y recibió lalanzada en pleno pecho; el arma centelleó mien-tras el demonio de las rocas aplastaba el cráneodel corcel con un zarpazo.

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La cabeza del caballo salió disparada haciaun lateral y rodó hacia atrás, hasta entrar en el cír-culo de Cob, golpeó en el poste y salió rebotadahacia un lado. Ragen no tuvo tiempo de sacar lospies de los estribos y el cuerpo del animal lo at-rapó en su caída, aplastándole la pierna y deján-dolo inmóvil en el suelo. El Manco se adelantó,listo para matarlo.

Arlen gritó y buscó ayuda con la mirada,pero no había a quién encomendarse. Su maestrose aferraba a su poste, intentando mantenerse enpie, y todos los demás Protectores habían ree-mplazado el poste quemado en otra posición yluego se habían situado en torno a la brecha,donde trazaban grafos. Al quedarse en su sitio,Cob se hallaba desplazado, sin nadie en condi-ciones de ayudarlo ahora que la guardia habíaquedado muy diezmada tras el último embate deEl Manco. Arlen supo que Ragen estaba con-

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denado incluso aunque Cob fijara su poste en-seguida. El Manco estaba en el lado equivocadode la red. Debía hacerle salir.

—¡Eh! —chilló mientras salía de su círculoy agitaba los brazos—. ¡Eh, feúcho!

—Arlen, vuelve a tu círculo —bramó Cob,pero ya era demasiado tarde: el demonio de lasrocas había girado la cabeza al oír la voz de unmuchacho.

—Oh, sí, me oyes —murmuró Arlen, cuyorostro pasó de un rojo inflamado a un frío intenso.

Miró de refilón los postes de protección.Los abismales eran más atrevidos a medida quedisminuía la intensidad del magnesio. Meterse enese avispero era un suicidio.

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Pero el aprendiz recordó sus anteriores en-cuentros con el abismal y con qué celo defendíala autoría de esas hazañas. Esa idea lo llevó agirarse y sobrepasar los postes de protección,llamando la atención de un siseante demonio delas llamas, que se abalanzó sobre él con los ojosencendidos, pero también lo hizo El Manco; quese removió para apartar de un golpetazo al demo-nio menor.

Arlen volvió sobre sus pasos y se lanzó debruces hacia la protección de los postes; se pusoa salvo a pesar de la celeridad con la que se re-volvió El Manco, que le lanzó un golpe con saña,pero la magia flameó y frustró el intento del abis-mal, pues Cob había restablecido la red de protec-ción al reponer su poste y ahora el abismal estabaen el lado exterior; aulló de frustración mientrasaporreaba la barrera, pero ésta demostró ser im-penetrable.

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El chico corrió junto a Ragen. Cob lo ar-rolló para darle un abrazo y luego le dio un ca-chete en la mejilla.

—Te retorceré ese huesudo pescuezo tuyocomo vuelvas a hacer otro truquito de los tuyos—le avisó el maestro.

—Se suponía que yo debía protegerte a ti—convino Ragen con voz débil; una sonrisa lecurvó los labios.

Aún había abismales desperdigados por laciudad cuando Vincin y Jone despidieron a losProtectores. Los centinelas supervivientes, con laayuda de los Herboristas, llevaron a los heridoshasta los dispensarios de la ciudad

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—¿No debería alguien dar caza a los queandan sueltos por ahí? —preguntó Arlen mientrasllevaban con cuidado a Ragen en la parte posteri-or de la carreta. El Enviado tenía la pierna entab-lillada y los Herboristas le habían administradoun té analgésico, dejándolo soñoliento y ausente.

—¿Con qué propósito? —preguntó Cob—.Morirían algunos cazadores, eso conseguiríamos,y por la mañana no habrá diferencia alguna. Esmejor quedarse en casa y dejar que el sol débuena cuenta de los abismales que puedan quedaren Miln.

—Faltan varias horas hasta el amanecer—replicó Arlen mientras se subía a la carreta.

—¿Y qué propones? —quiso saber Cob,muy alerta mientras avanzaban—. Esta noche hasvisto en acción a toda la guardia ducal, cientos dehombres armados con lanzas y protegidos con es-

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cudos, y a los Protectores. ¿Has visto sucumbir aun solo demonio? Por supuesto que no. Son in-mortales.

Arlen negó con la cabeza.

—Se matan unos a otros. Los he visto.

—Son seres mágicos. Pueden inflingirseunos a otros un daño inalcanzable para un armahumana.

—El sol los mata —insistió el muchacho.

—El sol es un poder más allá de tu alcanceo el mío —dijo Cob—. Somos simples Pro-tectores.

Dieron un respingo al doblar una esquinay encontrarse un cadáver desmadejado cuya san-gre tintaba de rojo los adoquines de delante. Una

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parte del cuerpo todavía ardía sin llamarada. Enel ambiente flotaba un olor agrio a carnequemada.

—Un mendicante —apuntó Arlen al ver losharapos del muerto—. ¿Qué hacía fuera por lanoche?

—Uno, no. Dos mendigos —lo corrigióCob mientras se ponía una tela delante de la bocay la nariz como gesto para repeler el hedor dela escabechina tan próxima—. Debieron echarlosdel refugio.

—¿Hacen eso? —inquirió el aprendiz—.Pensé que se aceptaba a todo el mundo en losrefugios públicos.

—Sólo hasta que se llenan —repusoCob—. Además, esos lugares tampoco son lapanacea. Los hombres se pelean por la comida y

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por la ropa en cuanto los guardias los encierran,y les hacen cosas peores a las mujeres. Muchosprefieren jugársela en la calle.

—¿Por qué nadie hace nada al respecto?—preguntó el muchacho.

—Todos admiten que es un problema—contestó el maestro—, pero los ciudadanosdicen que eso es asunto del duque y éste no estámuy motivado a la hora de proteger a quienes nocontribuyen en modo alguno a su ciudad.

—Por lo tanto, es mejor enviar a los guardi-as a casa durante la noche y dejar que los abis-males se hagan cargo del problema —refunfuñóArlen.

Cob no repuso nada, salvo hacer chasquearlas riendas, deseoso de abandonar las calles.

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Dos días después del ataque, todos losciudadanos fueron convocados a la gran plazamayor, donde se había erigido un patíbulo. En elmismo se encontraba Macks, el Protector que es-taba de guardia cuando se abrió la brecha.

Euchor no se hallaba presente, pero Joneleyó su sentencia:

—En nombre del duque Euchor, Luz de lasmontañas y Señor de Miln, se te declara culp-able de haber descuidado tus deberes y haber per-mitido la apertura de una brecha en la murallaprotegida. Nueve Protectores, dos Enviados, tresHerboristas, treinta y siete guardias y dieciochociudadanos han pagado el precio de tu incompet-encia.

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—Como si eso fuese de ayuda para losnueve Protectores —musitó Cob.

La multitud profirió abucheos y siseos, yhubo quienes arrojaron basura al Protector, quepermanecía en pie con la cabeza gacha.

—Por todo ello, se te condena a muerte—concluyó Jone.

Unos encapuchados tomaron a Macks porlos brazos, lo condujeron hasta la soga, y le pusi-eron el lazo alrededor del cuello.

Un Pastor alto, de hombros anchos con unaespesa barba negra y ataviado con pesados ro-pajes se acercó al reo y le trazó un grafo en lafrente.

—Que el Creador perdone tu falta —entonóel Hombre Santo—. Él nos garantiza a todos la

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pureza de obra y voluntad para acabar con SuPlaga y ser liberados.

La trampilla se abrió en cuanto se retiróel Hombre Santo. El gentío estalló en vítorescuando se tensó la soga.

—Idiota —espetó Cob—. Un combatientemenos para cuando se produzca la siguiente bre-cha.

—¿A qué se refería el Pastor con eso de laPlaga y de ser liberado? —preguntó el aprendiz.

—Sólo son tonterías para mantenersometida a la plebe —contestó Cob—. Más valeno llenarte la cabeza con ellas.

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La biblioteca

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Arlen caminaba detrás de Cob embargadopor la emoción mientras se aproximaban al granedificio de piedra. Era Séptimo, y normalmentehabría estado de morros por haberse perdido lasclases de equitación y los ejercicios de lucha conlanza, pero lo de ese día era demasiado buenopara dejarlo pasar: iba a entrar por vez primera enla biblioteca ducal.

El negocio de su maestro se había dis-parado desde que él y Cob se habían convertidoen agentes de grafos, cubriendo un hueco muynecesario en la ciudad. Su biblioteca de grimoriosse había convertido en la mayor de Miln, y talvez del mundo. Al mismo tiempo, había corridola voz de su participación en el último sellado dela brecha y los nobles, que no se perdían ningunamoda, se dieron cuenta.

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Los clientes de sangre real eran un incordiopara el trabajo: siempre formulaban peticionesridículas y deseaban grafos para ponerlos dondeno correspondía. Cob vaciló y luego triplicó losprecios, lo cual no supuso ninguna diferenciaahora que tener la mansión sellada por Cob, elmaestro Protector, se había convertido en un sím-bolo de estatus social.

Pero su pupilo supo que había merecidola pena ahora que los habían llamado para pro-teger el edificio más valioso de la ciudad. Pocosciudadanos habían visto el interior de la bibli-oteca, pues el duque guardaba su colección consumo celo, dando acceso únicamente a losgrandes peticionarios y a sus ayudantes.

La biblioteca fue construida por la Ordende los Pastores del Creador antes de ser absorbidapor el duque, aun cuando el bibliotecario encar-

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gado de la gestión era un Pastor, por lo general,uno sin más rebaño que los preciados libros, puesel cargo acarreaba más trabajo en verdad quepresidir cualquier otra Casa Santa, salvo la GranCasa Santa o el santuario del propio duque.

Un acólito salió a recibirlos y luego loscondujo hasta las cámaras del bibliotecario jefe,el Pastor Ronnell. Los ojos de Arlen iban de unlado para otro mientras caminaban, fijándose enlos mohosos estantes y en los silentes eruditosque deambulaban entre los montones de libros.Sin incluir los grimorios, la colección de Cob as-cendía a unos treinta libros y Arlen la considerabaun verdadero tesoro. Debía haber miles de tom-os en la biblioteca ducal, más de los que seríacapaz de leer en toda una vida. Le reventaba queel duque los tuviera todos ahí guardados.

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El Pastor Ronnell apenas tenía hebrasgrises entre sus cabellos castaños, pues era jovenpara el codiciado puesto de bibliotecario jefe. Losrecibió con efusión y los invitó a tomar asiento,enviando a un criado en busca de un refrigerio.

—Vuestra reputación os precede, maeseCob —dijo Ronnell mientras se quitaba unas ga-fas de montura metálica y limpiaba los cristalescon el hábito marrón—. Deseo que acepte esteencargo.

—Todas las defensas que he visto en estelugar están en muy buen estado —apuntó elmaestro Cob.

El bibliotecario se puso otra vez las lentes yse aclaró la garganta, incómodo.

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—El duque teme por su colección despuésde la última brecha abierta en las murallas —con-testó—. Su Gracia desea... medidas especiales.

—¿Qué clases de medidas especiales?—preguntó Cob con suspicacia. Ronnell se re-movió y Arlen supo que estaba muy incómodoformulando la petición a pesar de que esperabaque ellos la llevaran a cabo.

—Debemos proteger contra el fuego todaslas mesas, los bancos y los estantes —contestósin la menor nota de emoción en la voz.

Los ojos de Cob quisieron salírsele de lascuencas.

—¡Eso llevaría meses! —farfulló—. Y alfinal, ¿para qué? Incluso si un demonio de las lla-mas fuera capaz de adentrarse hasta el corazónde la ciudad, jamás podría romper las barreras de

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este edificio, y tendrían ustedes preocupacionesmucho mayores que unos anaqueles quemados sillegara a darse el caso.

Ronnell aceró la mirada al oír eso.

—El duque y yo no tenemos mayor preocu-pación que ésa, maestro Cob —replicó el bibli-otecario—. No os hacéis la menor idea de cuántoperdimos cuando los abismales quemaron las bib-liotecas de antaño. Aquí preservamos los últimosjirones de un conocimiento que hemos tardadomilenios en recopilar.

—Mis disculpas —contestó el Protector—,no pretendía ser irrespetuoso.

El bibliotecario asintió.

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—Os comprendo, y estáis en lo cierto: elriesgo es mínimo. Aun así, Su Gracia quiere loque quiere. Puedo pagaros mil soles de oro.

Arlen hizo la cuenta de cabeza: mil soles deoro era una gran suma de dinero, más de la que el-los habían conseguido por un solo trabajo, pero sise tenía en cuenta la cantidad de meses que iba allevarles tallar todo y la pérdida de otros clienteshabituales...

—Me temo que no puedo ayudaros —con-testó el maestro al cabo de un rato—. Debería es-tar alejado demasiado tiempo de mi negocio.

—Este trabajo os valdría el favor del duque—añadió Ronnell.

Cob se encogió de hombros.

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—Trabajé como Enviado para su padre yeso ya me reportó bastantes favores. Tengo pocanecesidad de más. Probad con alguien más joven—sugirió—, alguien que tenga algo por de-mostrar.

—Su Gracia mencionó vuestro nombre es-pecíficamente —lo presionó Ronnell.

Cob extendió las manos con gesto de im-potencia.

—Yo lo haré —soltó Arlen. Amboshombres se volvieron hacia él, sorprendidos desemejante audacia.

—No creo que el duque vaya a aceptar losservicios de un aprendiz —terció el Pastor.

Arlen se encogió de hombros.

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—No tenéis por qué decírselo —repusoél—. Mi maestro puede trazar los grafos para lasestanterías y las mesas, yo me encargaré de tallar-los. —Miró a Cob mientras hablaba—. De todosmodos, si aceptases el encargo, yo tendría que en-cargarme de grabar la mitad o tal vez más.

—Es un arreglo interesante —repuso Ron-nell con gesto pensativo—. ¿Qué decís vos,maese Cob?

El Protector miró a su aprendiz con suspic-acia.

—Yo diría que éste es el tipo de trabajo te-dioso que tanto aborreces —dijo—. ¿Qué sacas túcon esto, chaval? —quiso saber.

Arlen sonrió.

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—El duque puede proclamar que el maestroCob protegió la librería, tú te embolsas mil solesy yo... —continuó, volviéndose hacia Ronnell—podré usar la biblioteca a mis anchas.

Ronnell se echó a reír.

—¡Un chico con mis mismos gustos!—dijo—. ¿Tenemos un trato? —le preguntó aCob.

El maestro sonrió y los hombres se es-trecharon la mano.

El Pastor Ronnell condujo a Cob y Arlendurante el reconocimiento de la biblioteca. Arlenempezó a comprender la colosal tarea que sehabía echado sobre los hombros cuando termin-

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aron la ronda. Incluso aunque se saltase los cál-culos e hiciera a ojo los diseños de los grafos, es-taba viendo que aquello iba a consumir casi todoun año.

Aun así, supo que merecía la pena mientrasrecorría el lugar e iba haciéndose una idea de to-dos esos libros. Ronnell le había prometido plenoacceso a la biblioteca, de día o de noche, duranteel resto de su vida.

El Pastor sonrió al percibir el aspectoentusiasmado del muchacho. Entonces, lo asaltóun pensamiento repentino y llevó a Cob a unaparte mientras Arlen estaba demasiado sumidoen sus propios pensamientos para percibirlo.

—El chico... ¿Es un aprendiz o un criado?—le preguntó al Protector.

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—Es Mercader si es eso lo que preguntáis—contestó Cob.

Ronnell asintió.

—¿Quiénes son sus padres?

Cob negó con la cabeza.

—No tiene, al menos en Miln.

—Entonces, ¿vos habláis por él?

—Yo diría que el zagal habla por sí mismo—replicó Cob.

—¿Está prometido? —quiso saber elPastor.

Ahí estaba la pregunta otra vez.

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—No sois el primero que me lo preguntadesde el auge de mi negocio —contestó Cob—.Incluso algunos patricios han enviado a sus hijaspara que le echen un vistazo, pero me da la im-presión de que el Creador no ha hecho a la chicacapaz de hacerle sacar la nariz de los libros eltiempo suficiente para darse cuenta de que ellaexiste.

—Me suena esa sensación —repuso Ron-nell mientras señalaba con un gesto a la jovensentada en una de las muchas mesas, con mediadocena de libros abiertos dispersos sobre lamisma—. ¡Ven aquí, Mery!

La joven alzó la vista, marcó las páginascon destreza y apiló los libros antes de acercarse.Tenía ojos castaños, un rostro suave y redon-deado, una sonrisa brillante y una atractivamelena del mismo color que los ojos. Parecía es-

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tar muy cerca de los catorce de Arlen. Vestía unasaya muy práctica cubierta por el polvo de la bib-lioteca. Recogió las faldas e hizo una leve rever-encia.

—Maestro Protector Cob, os presento a mihija Mery —dijo Ronnell.

La chica alzó los ojos, súbitamente muy in-teresada.

—¿El maestro Cob? —preguntó.

—Ah, ¿conoce mi trabajo? —inquirió él.

Mery negó con la cabeza.

—No, pero he oído que vuestra colecciónde grimorios no tiene parangón.

Cob se rió.

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—Tal vez exista una, Pastor —concedió.

Ronnell se inclinó hacia su hija y señaló aArlen.

—Ése de ahí es el joven Arlen, el aprendizdel maestro Cob. Va a proteger la biblioteca. ¿Porqué no le enseñas un poco todo esto?

Mery observó a Arlen mientras él seguíacon la mirada extraviada, ajeno al escrutinio deMery. Llevaba alborotada aquella larga melenarubia y las lujosas ropas estaban manchadas y ar-rugadas, pero había un destello de inteligenciaen sus ojos. Los rasgos del joven eran suaves ysimétricos, y nada desagradables. Cob oyó musit-ar una oración al Pastor Ronnell mientras ella sealisaba las faldas y se deslizaba hacia él.

Arlen no pareció percatarse de la presenciade Mery cuando ella llegó.

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—Hola —lo saludó.

—Hola —respondió él mientras entornabalos ojos para leer el título del lomo de uno de losestantes más altos.

La muchacha puso cara de pocos amigos.

—Me llamo Mery —continuó—, soy hijadel Pastor Ronnell.

—Y yo Arlen —contestó él, retirando unlibro del estante y echándole una ojeada.

—Mi padre me ha pedido que te dé unavuelta por la biblioteca —le explicó la muchacha.

—Gracias —contestó el aprendiz, de-volviendo el libro a su sitio y alejándose de lahilera de estantes para ir a una sección de la bib-lioteca cuyo acceso estaba acordonado. Mery se

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vio obligada a seguirlo; la irritación le encendióel semblante.

—Está acostumbrada a ignorar, no a ser ig-norada —observó Ronnell, divertido.

—A.R. —leyó Arlen en el corredorabovedado situado sobre la sección acotada—.¿Qué será «A.R.»? —murmuró.

—Antes del Retorno —le contestó ella—.Esos libros son copias originales del mundo anti-guo.

Arlen se volvió hacia ella como si acabarade darse cuenta de su presencia.

—¿Palabra de honor? —preguntó.

—Está prohibido entrar ahí al fondo sinpermiso del duque —agregó Mery, observando

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cómo él ponía cara larga—. Yo estoy autorizadaen atención a mi padre, por supuesto. —Sonrió.

—¿Tu padre? —preguntó Arlen.

—Soy la hija del Pastor Ronnell —le re-cordó con cara de pocos amigos.

El muchacho abrió los ojos sorprendido ehizo una torpe reverencia.

—Arlen, de Arroyo Tibbet —se presentó.

Cob rió entre dientes al otro lado de la hab-itación.

—El chico no ha tenido ni una oportunidad—comentó.

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Los meses transcurrieron en un suspiromientras Arlen se sumía en una rutina que lleg-aría a serle familiar. La mansión de Ragen estabamás cerca de la biblioteca, razón por la cualdormía allí la mayoría de las noches. El Enviadose recuperaba deprisa de su herida en la pierna ypronto se marcharía otra vez a recorrer los cami-nos. Elissa animó al muchacho a considerar comosuya la habitación de invitados y parecía hallar unplacer especial en ver el cuarto atestado de lib-ros y herramientas. La servidumbre también es-taba encantada con su presencia: la señora no es-taba a la que saltaba cuando él andaba por allí.

Arlen se levantaba una hora antes del albay practicaba los movimientos de lanza a la luzde la lámpara en el recibidor de altos techos. Sedeslizaba al patio, donde dedicaba una hora a lasprácticas de tiro y a la equitación, tras lo cual de-

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sayunaba a toda prisa en compañía de Elissa y deRagen.

Llegaba tan temprano que el edificio solíaestar vacío, a excepción de los acólitos de Ron-nell, que dormían en celdas debajo del gran edi-ficio, pero mantenían las distancias con él, puesArlen los intimidaba. Al joven no parecía impor-tarle nada acercarse a su amo y hablarle sin per-miso ni sin haber sido llamado.

Le habían asignado como lugar de trabajouna habitacioncita retirada lo bastante grandepara contener un par de estanterías, su mesa detrabajo y cualquier tipo de mueble con el quedebiera trabajar. Una estantería estaba llena depinturas, cepillos y herramientas de ebanistería.La otra estaba atestada de libros prestados. Elsuelo estaba cubierto de virutas curvas y llenas degoterones de pintura y barniz.

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Arlen se tomaba una hora para leer todaslas mañanas. Luego, a regañadientes, apartaba ellibro y se ponía a trabajar. Durante semanas nograbó otra cosa que sillas, y luego continuó conlos bancos. El trabajo se prolongó todavía más delo esperado, pero no le importaba.

Mery se convirtió en una visión bien reci-bida durante esos meses: solía asomar por sulugar de trabajo para compartir una sonrisa o al-gún cotilleo antes de escabullirse para continuarcon sus quehaceres. Arlen había creído que lasinterrupciones a su trabajo y estudio se le haríanpesadas, pero resultó ser lo opuesto. Estaba de-seando verla y llegó a descubrir que se le iba elsanto al cielo los días en que ella no lo visitabacon la frecuencia habitual. Ambos compartían losalmuerzos en la espaciosa terraza de la biblioteca,desde donde se dominaba la ciudad y lasmontañas más allá de las murallas.

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Mery era diferente a cualquier otra chicaque hubiera conocido. La hija del librero delduque y jefe de historiadores era probablementela joven más ilustrada de la ciudad, y Arlen des-cubrió que él podía aprender mucho más hab-lando con ella que en las páginas de cualquierlibro, pero ocupaba una posición de lo más sol-itaria. Ella intimidaba a los acólitos todavía másque el muchacho, y no había nadie de su edad entoda la biblioteca. La chica estaba a sus anchasmientras discutía con eruditos de barbas encane-cidas, pero junto a Arlen parecía tímida e inse-gura de sí misma...

... como él en presencia de ella.

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—¡Por el Creador, Jaik! Es como si nohubieras practicado nada —le censuró Arlen,cubriéndose los oídos.

—No seas cruel, Arlen —le reprendióMery—. Tu canción era encantadora, Jaik —dijoella.

Jaik puso cara de pocos amigos.

—Entonces, ¿por qué también tú te tapaslas orejas? —preguntó.

—Bueno —repuso ella, quitándose lasmanos de los oídos y dedicándole una gran son-risa—, mi padre dice que la música y la danzaconducen al pecado, así que no debía escucharla,pero estoy segura de que era una pieza muy bon-ita.

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Arlen rompió a reír y Jaik torció el gestomientras apartaba el laúd.

—Intenta hacer unos juegos malabares—sugirió Mery.

—¿Estás segura de que no es pecado verjuegos de manos? —preguntó el muchachopelinegro.

—Sólo si son buenos —replicó ella en vozbaja.

Arlen volvió a carcajearse.

El laúd de Jaik era viejo y gastado, y contoda la pinta de no haber tenido nunca todas lascuerdas. El muchacho lo depositó en el suelo ysacó tres bolas de madera coloreada de la bolsadonde guardaba el equipo de juglar. La maderaestaba agrietada y las tres tenían desconchaduras

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en la capa de pintura. Lanzó una pelota al aire,luego la segunda y al final la tercera. Meryaplaudió cuando logró mantenerlas todas en elaire durante unos segundos.

—Mucho mejor —alabó ella.

Jaik sonrió.

—¡Observa esto! —dijo él mientras lan-zaba una cuarta.

Arlen y Mery crisparon el gesto cuando lasbolas cayeron con estrépito sobre los adoquines.

Jaik enrojeció.

—Quizá debería practicar más con trespelotas —aventuró.

—Deberías practicar más —convino Arlen.

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—A papá no le gusta —se defendió elaprendiz de Juglar—. «Si no tienes otra cosa quehacer, salvo malabares, yo voy a buscarte algunafaenilla», me dice.

—Eso mismo hace mi padre cuando mepilla bailando —confesó Mery.

Los dos miraron a Arlen, expectantes.

—Mi padre solía hacer lo mismo, sí.

—¿Y el maestro Cob? —preguntó Jaik.

Arlen negó con la cabeza.

—¿Y por qué tendría que hacerlo? Hago to-do cuanto me pide.

—Entonces, ¿de dónde sacas tiempo parapracticar como Enviado? —quiso saber su amigo.

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—De donde puedo —repuso Arlen.

—¿De dónde? —insistió Jaik.

Arlen se encogió de hombros.

—Madrugo mucho y me acuesto tarde, yme escabullo después de las comidas. Lo que seanecesario, o ¿prefieres quedarte como molinero elresto de tu vida?

—No hay nada malo en ser molinero, Arlen—intervino Mery.

Jaik negó con la cabeza.

—No, él está en lo cierto —aceptó elpelinegro—. Debo trabajar duro si es eso lo quequiero. Practicaré más —prometió, mirando a Ar-len.

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—No te preocupes —contestó éste—. Si noeres capaz de entretener a los lugareños de lasaldehuelas, siempre puedes ganarte la vida es-pantando a los demonios del camino con tus can-ciones.

Jaik entrecerró los ojos antes de empezar aarrojar las bolas de malabares a su amigo, lo cualhizo reír a Mery.

—Un buen juglar sería capaz de darme—se mofó Arlen mientras esquivaba ágilmentetodos los intentos.

—No tan lejos —voceó Cob.

Para ilustrar ese comentario, Ragen sacóuna mano de detrás del escudo y aferró la lanza

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de Arlen justo debajo de la contera antes de queel muchacho pudiera retirarla. Dio un tirón y elaprendiz, desequilibrado, se fue de bruces a lanieve.

—Ve con cuidado, Ragen —lo reprendiólady Elissa mientras se ajustaba mejor el chalpara combatir el frío matutino—. Vas a hacerledaño.

—Está siendo mucho más delicado que cu-alquier abismal, mi señora —dijo Cob lo bastantealto como para que le oyera Arlen—. El propósitode la lanza larga es mantener a distancia a los de-monios durante una retirada. Es un arma pura-mente defensiva y los Enviados que actúan deforma agresiva con ella, como el joven Arlen aquípresente, acaban muertos. He visto cómo sucedía.Una vez en el camino a Lakton...

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Arlen puso cara de pocos amigos. Cob eraun buen maestro, pero tendía a salpicar las lec-ciones con historias espeluznantes sobre lamuerte de otros Enviados con la intención dedescorazonarlo, pero sus palabras tenían el efectoopuesto: fortalecían la resolución de Arlen de tri-unfar donde otros habían fracasado. Se puso enpie sin ayuda de nadie y esta vez fijó los pies en elsuelo con firmeza, descansando todo el peso delcuerpo sobre los talones.

—Basta por hoy con las lanzas largas—dijo el maestro—, probemos con las cortas.

Lady Elissa puso cara de disgusto cuandoArlen depositó sobre el triángulo las lanzas dedos metros y medio, y él y Ragen eligieron lascortas, de apenas un metro y con unas puntasafiladas cuya longitud era casi la tercera partedel arma. Éstas estaban ideadas para luchar en

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distancias cortas, para tajar en vez de perforar.El aprendiz eligió también un escudo y los dosvolvieron a plantarse uno frente al otro sobre lanieve. Ahora, a sus quince años, Arlen era másalto y ancho de hombros, y poseía una granfortaleza a pesar de su constitución enjuta. Vestíauna antigua armadura de cuero de Ragen. Todav-ía le estaba grande, pero cada vez le sentaba me-jor.

—¿Qué objetivo tiene este ejercicio?—preguntó Elissa, exasperada—. No parece queél pueda vivir para contarlo si llega a tener un de-monio tan cerca.

—He visto casos donde ha ocurrido —dis-crepó el anciano mientras contemplaba cómo in-tercambiaban golpes Ragen y Arlen—, y pululanentre nuestras ciudades otros enemigos además

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de los demonios, mi señora, como animales sal-vajes e incluso bandidos.

—¿Quién atacaría a un Enviado? —inquir-ió ella, atónita.

Ragen lanzó una mirada airada al ancianomaestro, pero éste lo ignoró y contestó a la pre-gunta:

—Los Enviados son hombres adinerados yllevan objetos de valor y mensajes que puedendecidir el futuro de Mercaderes y duques. Lamayoría de la gente jamás se atrevería a hacerledaño alguno, pero puede suceder, y en cuanto alos animales... Los abismales eligen a los másdébiles, por lo cual sólo sobreviven los depre-dadores más fuertes.

—¿Qué harías si te atacara un oso, Arlen?—preguntó el Protector a voz en grito.

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El muchacho no apartó los ojos de Ragen nihizo ademán de detenerse mientras contestaba:

—Arrojarle una lanza larga al cuello y re-tirarme mientras sangre, y atravesarle los órganosvitales cuando baje la guardia.

—¿Puedes hacer algo más? —insistió Cob.

—Quedarme inmóvil —respondió elmuchacho con desagrado—, pues los osos raravez atacan a los muertos.

—¿Y un león? —preguntó Cob

—Usaría una lanza de tamaño medio —re-puso Arlen mientras repelía una puntada de Ra-gen con el escudo y contraatacaba—. La hundiríaentre el lomo y la pata para que el felino se em-palase él solo y luego le hundiría una lanza corta

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en el pecho o en el costado, lo que fuera más vi-able.

—¿Y un lobo?

—No puedo seguir escuchando esto pormás tiempo —dijo Elissa antes de salir corriendohacia la mansión.

Arlen la ignoró.

—Un buen porrazo en el hocico con unalanza media debería librarme de un lobo solitario.Si eso falla, hay que usar la misma táctica que conel león.

—¿Y si te atacara una manada? —volvió apreguntar Cob.

—Los lobos temen al fuego —repuso Ar-len.

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—¿Y si te topas con un jabalí? —quisosaber el maestro.

Arlen se echó a reír.

—Debería «correr como si me persiguierantodos los demonios del Abismo» —contestó,citando a sus instructores.

Arlen se despertó encima de una pila delibros y durante unos instantes se preguntó dóndeestaba, antes de comprender que había vuelto aquedarse dormido en la biblioteca. Se acercó amirar por la ventana y vio que en el exterior sehabía hecho completamente de noche. Se asomóy estiró el cuello, logrando distinguir la figura es-pectral de un demonio de viento que pasaba amucha altura. Elissa iba a preocuparse.

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Había estado leyendo historias antiguas,situadas muy atrás en el tiempo, en la Edad dela Ciencia, relatos que hablaban de los reinos delmundo de antaño: Albinón, Thesa, Gran Linm yRusk, y también de mares y lagos tan enormesque cubrían distancias imposibles, y en la orillaopuesta de los mismos se alzaban nuevos reinos.Era asombroso. Si debía creer a los libros, elmundo era mayor de lo que había imaginado.

Pasó las páginas del libro abierto sobre elque se había adormecido y se sorprendió al hallarun mapa. Abrió los ojos con desmesura cuandoestudió el nombre de aquellos lugares. Allí, contotal claridad, estaba el ducado de Miln. Loestudió con más detenimiento y distinguió el ríoque Fuerte Miln usaba para abastecerse de aguafresca y las montañas situadas detrás de la urbe.Ahí mismo había una estrella diminuta paraseñalar la capital.

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Hojeó unas cuantas páginas sobre la an-tigua Miln, leyéndolas en diagonal. Entonces,como ahora, era una ciudad cuyas riquezas sebasaban en las minas y en la cantera. Su influ-encia se extendía a decenas de kilómetros, puesel territorio del ducado incluía muchos burgosy aldeas, terminando en el río Entretierras, lafrontera con los dominios del duque de Angiers.

Arlen rememoró su propio viaje y fue re-corriendo hacia atrás el trayecto hasta dar conlas ruinas que había hallado. Gracias al mapase enteró de que había pertenecido al conde deNewkirk. Estremeciéndose de entusiasmo, Arlenmiró más lejos hasta encontrar el objetivo de subúsqueda: una pequeña vía fluvial de acceso auna laguna más amplia.

La baronía de Tibbet.

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Tibbet, Newkirk y los demás habíanpagado tributo al duque de Miln, quien a su vez,al igual que el de Angiers, debían lealtad al rey deThesa.

—Thesanos —musitó Arlen, intentandoaquilatar la envergadura de la palabra—. Todossomos thesanos.

Tomó una pluma y empezó a copiar elmapa.

—Ninguno de los dos debéis pronunciarese nombre nunca jamás —reprendió el PastorRonnell a Arlen y a su hija.

—Pero... —empezó el muchacho.

—¿Acaso crees que ignorábamos eso? —leatajó el bibliotecario—. Su Gracia ha dado ordende arrestar a cualquiera que pronuncie el nombre

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de Thesa. ¿Quieres pasarte años partiendo piedrasen sus minas?

—¿Por qué? —inquirió Arlen— ¿Qué dañopuede hacer?

—Algunos se obsesionaron con Thesaantes de que el duque cerrara la biblioteca —con-testó Ronnell— y buscaron dineros para contratarEnviados y restablecer el contacto con los puntosperdidos de los mapas.

—¿Y qué hay de malo en eso? —quisosaber el muchacho.

—El rey murió hace tres siglos, Arlen —leexplicó el Pastor—, y los duques se harán laguerra unos a otros antes de arrodillarse ante otroque no sean ellos mismos. Hablarle a la gentede reunificación equivale a mencionar cosas quedeben olvidar.

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—¿Mejor que pretender que el mundo esúnicamente el intramuros de Miln? —preguntó elaprendiz de Protector.

—Hasta que el Creador nos perdone y en-víe a su Liberador para poner fin a la Plaga —re-spondió Ronnell.

—¿Nos perdone? ¿Por qué...? —se sor-prendió Arlen—. ¿Qué plaga es...?

Ronnell miró al joven con una mezcla desorpresa e indignación en los ojos. El muchachollegó a pensar durante un momento que el Pastoriba a golpearlo y él mismo se armó de valor parasoportar el golpe, pero en vez de eso, Ronnell sevolvió hacia su hija.

—¿Es cierto que no lo sabe?

Ella asintió.

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—El Pastor de Arroyo Tibbet era un tanto...atípico —repuso la muchacha.

Su padre asintió.

—Ya me acuerdo. Era un acólito cuyomaestro fue despedazado antes de que él com-pletara su instrucción. Siempre tuvimos intenciónde enviar a alguien nuevo... —Ronnell se dirigióa su escritorio dando grandes zancadas y se pusoa escribir una carta—. No podemos permitir esto—dijo—. ¿Qué plaga? ¡Desde luego...!

Él continuó quejándose y Arlen quisoaprovechar la ocasión para dirigirse hacia la pu-erta.

—Eh, vosotros dos, no os vayáis tan de-prisa —les atajó Ronnell—. Estoy muy decep-cionado con ambos. Cob no es un hombre reli-gioso, me consta, Arlen, pero este nivel de neg-

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ligencia roza lo imperdonable. —Luego miró aMery—. Y tú, jovencita —dijo conbrusquedad—, ¿lo sabías y no me dijiste nada?

La chica clavó la mirada en el suelo.

—Lo siento, padre.

—Y bien que deberías sentirlo —saltóRonnell. Extrajo un grueso volumen de su es-critorio y se lo entregó a su hija—. Enséñale —leordenó mientras le hacía entrega del Canon de laMisa—. Como Arlen no se sepa el libro de pe apa en un mes, os voy a dar una buena con la cor-rea.

Mery aceptó el libro y los dos se marcharonlo más deprisa posible.

—Hemos salido bien librados —comentóArlen.

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—Demasiado bien librados —precisóMery—. Padre tiene razón. Debería haberte dichoalgo antes.

—No te preocupes. Sólo es un libro.Mañana me lo habré leído.

—¡No es sólo un libro! —le cortó Mery.Arlen la miró con curiosidad—. Es la palabra delCreador tal y como fue fijada por el primer Lib-erador —explicó ella.

Arlen enarcó una ceja.

—¿Palabra de honor?

Ella asintió.

—No basta con leerlo. Es un texto paravivirlo todos los días. Es una guía para liberar ala humanidad del pecado que trajo la Plaga.

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—¿Qué plaga? —preguntó Arlen, quientenía la impresión de haber formulado esa pre-gunta una docena de veces.

—Los demonios, por supuesto, los abis-males —contestó Mery.

Arlen se sentó en el tejado de la bibliotecaunos días después y cerró los ojos mientras recit-aba:

Orgulloso y porfiado, elhombre de nuevo se alza

contra el Creador y su Lib-erador.

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A aquel que le dio la vida de-cide no honrar

y a la moralidad su espaldadar.

La ciencia en su nueva religiónse constituye,

poniendo la máquina y laquímica ante la oración,

curando a los que a morir seaprestan,

a su creador los hombrespiensan que igualan.

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No hay bien en luchar hermanocontra hermano

y la maldad ahondando susraíces crece.

En los corazones y las almasde los hombres vive su semilla

y lo que fue puro y prístino,ennegreciéndose, se mancilla.

En Su sabiduría nuestroCreador

sobre los descarriados hacecaer la Plaga.

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El Abismo se abre de nuevocon su terror

para mostrar a los hombres desu camino el error.

Y así será como sucederá

hasta que un día al Liberadorenvíe certero

para que el hombre por fin sealimpiado

y el abismal no vuelva a ser al-imentado.

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Y así conoceréis al Liberador:

Y por su carne desnuda y mar-cada

de la cual no soporten la vistalos demonios

y ante él huyan aterrorizados.

—¡Muy bien! —lo felicitó Mery con unasonrisa.

Arlen torció el gesto.

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—¿Puedo preguntarte algo?

—Por supuesto —dijo la joven.

—¿De veras crees esto? —inquirió—. ElPastor Harral siempre nos dijo que el Liberadorsólo fue un hombre, un gran general, sí, pero sóloun mortal. Y Cob y Ragen dicen lo mismo.

Mery puso unos ojos como platos.

—Más valdrá que mi padre no llegue aoírlo —lo previno.

—Pero ¿crees que los abismales vinieronpor culpa de nuestros pecados? ¿Piensas que noslo merecemos?

—Por supuesto que lo creo. Es palabra delCreador —contestó ella.

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—No —replicó Arlen—. Es un libro y loslibros son obra de los hombres. Si el Creadorquisiera decirnos algo, ¿por qué usó un libro y nolo grabó a fuego en el cielo?

—A veces resulta difícil creer que hay unCreador ahí arriba, mirándonos —admitió Merymientras alzaba la vista a lo alto—, pero ¿cómova a ser de otra manera? El mundo no se creósolo. ¿Qué poder tendrían los grafos si no hubierauna voluntad detrás de la creación?

—¿Y la Plaga? —preguntó el muchacho.

Mery se encogió de hombros.

—Las historias hablan de guerras terribles,tal vez nos la merecemos.

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—¿Nos la merecemos? —inquirió Arlen—.Mamá no merecía morir por culpa de una guerraestúpida librada hace siglos.

—¿Se llevaron a tu madre...? —preguntóMery, acariciando el brazo del aprendiz—. Notenía ni idea, Arlen...

Él retiró el brazo bruscamente.

—Da lo mismo —dijo mientras semarchaba precipitadamente hacia la puerta—. Hede tallar grafos, aunque me cuesta comprender larazón si todos nos merecemos que los demonioslleguen a nuestras camas.

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13

Ha de haber más

326 d.R.

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Leesha se agachó en el jardín para elegirlas hierbas del día. Arrancaba el tallo y la raíz dealgunas mientras que de otras tomaba sólo unashojas, o usaba la uña del pulgar para reventar losbrotes de algún pecíolo.

Se enorgullecía del huerto plantado en eljardín trasero de la cabaña de Bruna. La ancianaestaba demasiado entrada en años para mantenerla minúscula parcela y Darsy no había con-seguido que diera frutos aquella tierra endure-cida; pero Leesha tenía el toque, y ahora muchasde las hierbas que antaño tantas horas habían pas-ado ella y Bruna buscando en la espesura crecíana la entrada de la casa, a salvo y dentro del al-cance de los postes de protección.

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—Eres inteligente y tienes maña para lasplantas —comentó Bruna cuando salieron losprimeros brotes—. Vas a ser una de las mejoresHerboristas que he tenido en años.

Esas palabras le dieron una renovada mor-al. Quizá jamás fuera capaz de rivalizar conBruna, pero la anciana no era amiga de cumplidosvacuos ni palabras amables. Había visto en lajoven algo que las demás no tenían, y no deseabadecepcionarla.

En cuanto tuvo la cesta llena, Leesha sesacudió el polvo y se puso de pie para encam-inarse hacia la choza, si es que todavía merecíaese nombre. Erny se había negado a ver a su hijaviviendo en la miseria y había enviado carpinter-os y techadores para apuntalar las débiles paredesy reemplazar la gastada techumbre de paja.Pronto, apenas quedó nada que no fuera nuevo, y

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los añadidos habían doblado casi el tamaño de laestructura original.

Bruna se había quejado mucho por el al-boroto de los trabajadores, pero había dejado deresollar ahora que los aislantes impedían el pasodel frío y la humedad. La anciana parecía fortale-cerse con el paso de los años en vez de debilitarsedesde que Leesha se hacía cargo de ella.

Leesha también se había alegrado de quehubieran llegado a su fin las tareas de rehabilit-ación, pues al término de las mismas los hombreshabían empezado a mirarla de forma diferente.

El tiempo había conferido a Leesha la ex-uberante figura de su madre, algo que ellasiempre había deseado, pero ahora parecía no seruna ventaja. Los varones de la localidad la mira-ban con lujuria y muchos recordaban los rumoresde sus flirteos con Gared, a pesar del tiempo

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transcurrido, y algunos llegaban a pensar que talvez ella acogiera con agrado una oferta lascivapronunciada entre cuchicheos. Un par de malascaras y unos cuantos bofetones habían bastadopara disuadir a la mayoría. Había necesitado unaráfaga de pimienta y estramonio para conseguirque Evin se acordara de su novia embarazada. Unpuñado de polvos cegadores era una de las cosasque ahora debía llevar en alguno de los múltiplesbolsillos del mandil y de las faldas.

Por supuesto, incluso aunque se hubiera in-teresado por alguno de los hombres de la local-idad, Gared se aseguraba de que ninguno pudieraacercarse a ella. Salvo Erny, todo varón sorpren-dido dirigiéndole la palabra sobre cualquier otracosa que no fuera la recogida de hierbas recibíaun severo recordatorio de que el fornido leñadorseguía considerándola una mujer prometida. In-

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cluso el Escolano Jona rompía a sudar cada vezque ella lo saludaba.

Pronto terminaría el aprendizaje de Leesha.Los siete años y un día del mismo le habían pare-cido una eternidad cuando Bruna se lo anunció,pero el plazo había pasado volando y al final yano quedaban más que unos días. Leesha ya acudíasola al pueblo para atender la llamada de quienesnecesitaran los servicios de una Herborista y lepedía consejo a Bruna muy de tarde en tarde,cuando la necesidad era extrema, pues la anciananecesitaba descanso.

—El duque juzga la habilidad de una Her-borista comprobando si hay más nacimientos quefallecimientos al cabo del año —le había dichoBruna ese primer día—, pero los hoyenses nosabrán cómo alguna vez han podido pasar sin ti si

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tú te concentras más en lo que sucede entre esosdos momentos de la vida.

Esto había resultado verdad. Bruna la llevóa todas partes a partir de ese momento e ignorócualquier petición de privacidad. Una vez queLeesha hubo atendido a la mayoría de los nonatosde las lugareñas y haber preparado infusión deraíz de balaustia para las demás, ellas recom-pensaron esas atenciones y le revelaron sin reti-cencia alguna todos los achaques de sus cuerpos.

Pero precisamente por todo eso seguíasiendo una extraña y las mujeres hablaban ensu presencia como si ella fuera invisible y par-loteaban todos los secretos de la aldea con lamisma libertad que si ella no fuera más que unaalmohada durante la noche.

—Y eso eres —dijo Bruna cuando Leeshase atrevió a quejarse—: No estás allí para juzgar

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sus vidas, sino para atender su salud. Cuando tepones ese mandil lleno de bolsillos, te compro-metes a mantener la paz oigas lo que oigas. UnaHerborista necesita granjearse la confianza en sutrabajo, pero hay que ganársela. No debes revelarningún secreto, a menos que, callándote, impidasla curación de otra persona.

De ese modo, Leesha se mordió la lenguay las mujeres empezaron a confiar en ella, y encuanto se las metió en el bolsillo los hombresfueron suyos, aunque acudieran con sus esposasazuzándolos, pero el mandil los mantuvo alejadosde todos modos. Leesha sabía qué aspecto teníansin ropa todos los hombres del pueblo a pesar deno haber tenido relaciones íntimas con ninguno, yaunque las mujeres podían loar sus méritos y en-viarle regalos, no había nadie a quien ella pudieracontarle sus propios secretos.

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Aun así, a pesar de todo, la joven había sidomucho más feliz en los últimos siete años queen los anteriores trece. El mundo de Bruna eramucho más amplio que el que había vivido sumadre. Había dolor cuando debía cerrar los ojosde algún difunto, pero también un gran regocijocuando extraía a un niño del útero de la madre yle arrancaba los primeros sollozos con una firmepalmada.

Su aprendizaje iba a terminar pronto yBruna se retiraría para siempre. La anciana no ibaa vivir mucho después de ese momento a juzgarpor su conversación y la idea la aterrorizaba enmás de un sentido.

Bruna había sido su escudo y su lanza, sugrafo impenetrable frente al pueblo. ¿Qué iba ahacer sin esa protección? Ella no llevaba en lasangre ladrar órdenes y golpear a los tontos, y

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sin la anciana, ¿quién iba a hablarle como per-sona y no como Herborista? ¿Quién le enjugaríalas lágrimas y sería testigo de sus dudas? Porquela duda era también una brecha en el muro de laconfianza. La gente dependía de su confianza enla Herborista.

Había aún más en lo más recóndito de sumente: Hoya de Leñadores se le había quedadopequeño. Las enseñanzas de Bruna habían abiertounas puertas difíciles de cerrar: eran un record-atorio constante no de cuanto sabía, sino de lomucho que ignoraba. Ese viaje concluiría sin laanciana.

La joven vio a Bruna sentada a la mesanada más entrar en la casa.

—Buenos días —la saludó—. No esperabaque te levantaras tan pronto o te habría preparadoté antes de ir al huerto.

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Depositó la cesta en el suelo y miró el hog-ar, verificando que el agua de la tetera estaba apunto de hervir.

—Soy vieja, pero no estoy tan ciega y de-crépita como para no poder hacerme mi propio té.

—Por supuesto que no —repuso Leesha altiempo que besaba la mejilla de la anciana—.Manejando un hacha no desentonarías entre losleñadores.

Se echó a reír cuando Bruna le hizo unamueca y buscó la harina de avena para las gachas.Los años apenas habían suavizado el tono de lasanadora, pero la aprendiza apenas se percatabaya de esa severidad, sólo oía el cariño oculto de-trás del perenne refunfuño de la experimentadaHerborista y, por ello, respondía con gentileza.

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—Hoy has salido bien prontito —observóBruna durante la comida—. Todavía hay hedor ademonio en el aire.

—Sólo tú puedes estar rodeada de flores re-cién cortadas y quejarte del hedor —replicó lamuchacha. Era cierto: ella mantenía la cabañallena de flores que impregnaban el aire de su frag-ancia.

—No cambies de tema —dijo la anciana.

—Vino un Enviado la noche pasada —re-spondió Leesha—. Oí el cuerno.

—Sólo un momento antes del crepúsculo—gruñó Bruna—. Menuda imprudencia.

Lanzó un salivazo al suelo.

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—¿Qué te tengo dicho sobre lo de escupirdentro de casa, Bruna? —le reprendió la joven.

La vieja bruja la miró con sus entrecerradosojos legañosos.

—Me dijiste que esta casa tan estupenda esmía y puedo escupir donde me plazca —replicóella.

Leesha torció el gesto.

—Estoy segura de haber dicho algo más—musitó.

—No, das qué pensar a la gente si temuestras más lista que tus tetas —le soltó Bruna.

Leesha dejó caer la mandíbula en gesto defingida indignación, pero estaba acostumbrada aoír ocurrencias peores de labios de la anciana,

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que hacía y decía lo que le placía, y nadie podíahacerla cambiar.

—De modo que ha sido un Enviado lo quete ha hecho levantarte y andar por ahí tan tem-prano —retomó el tema la anciana—. Espero quesea guapo. ¿Cómo se llama? ¿Es ese que te poneojos de cachorrito?

Leesha sonrió irónicamente.

—Ojos de lobo más bien —repuso la joven.

—¡Eso también puede ser bueno! —bullóla anciana al tiempo que le palmeaba una rodillaa Leesha. Ésta sacudió la cabeza y se levantó pararecoger la mesa.

—¿Cómo se llama?

—No es eso.

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—Soy demasiado vieja para este baile, niña—replicó Bruna—. Su nombre.

—Marick —contestó Leesha, mirando altecho.

—¿Debo poner a calentar una infusión debalaustia para después de la visita del jovenMarick? —inquirió Bruna.

—¿Es eso lo que piensan todos? —saltóLeesha—. Me gusta hablar con él, ¡eso es todo!

—No estoy tan ciega como para no ver queese chico tiene en mente más de lo que suelta porla boca —contestó Bruna.

—¿Ah, sí? —preguntó la joven—. ¿Cuán-tos dedos de la mano he levantado?

Bruna bufó.

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—Ninguno —contestó sin molestarse enmirar hacia la posición de la muchacha—. Hevivido lo bastante como para conocerme el truco,así es como sé que Maverick el Enviado no te hamirado a los ojos ni una sola vez mientras char-labais.

—Se llama Marick —le corrigió Leesha—,y sí, me mira a los ojos.

—Sólo cuando no puede verte el escote—repuso la vieja bruja.

—Eres imposible —resopló Leesha.

—Eso no es motivo de vergüenza —refutóla anciana—. Si yo tuviera unos pechos como lostuyos, también los exhibiría.

—¡No los exhibo! —gritó Leesha, peroBruna soltó otra carcajada rota.

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Un cuerno sonó no muy lejos de allí.

—Ése debe ser el joven maese Marick—observó Bruna—. Harías bien en darte prisa yacicalarte un poco.

—¡No es eso! —repitió Leesha, pero Brunala despachó con un gesto de la mano.

—Voy a poner a hervir esa infusión, sólopor si acaso —comentó.

Leesha le arrojó un trapo y le sacó la lenguamientras se dirigía hacia la puerta.

Fuera, en el porche, sonrió a su pesar mien-tras esperaba al Enviado. Bruna la azuzaba a bus-car un hombre casi tanto como su madre, pero lacurandera lo hacía movida por el afecto, pues notenía otro deseo que la felicidad de su pupila, ypor eso la muchacha la quería tanto; pero a pesar

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de todas las pullas de la anciana, Leesha estabamás interesada en las cartas de Marick que en susojos de lobo.

Le chiflaban los días de llegada del Envi-ado desde que era niña. Hoya de Leñadores eraun lugar pequeño, pero estaba situado a mediocamino entre tres grandes ciudades y una docenade aldehuelas, y desempeñaba un papel crucial enla economía de la región gracias a la madera delos leñadores y la papelera de Erny.

Los Enviados visitaban la localidad unmínimo de dos veces al mes, y aunque dejabancasi todo el correo en la posada de Smitt, en-tregaban las cartas personalmente a Erny y aBruna, y solían esperar para llevarse las contesta-ciones, pues Bruna se carteaba con Herboristas delas ciudades Fuerte Rizón, Angiers y Lakton, asícomo varias aldehuelas. Cuando le falló la vista,

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la tarea de leer las misivas y escribir las respues-tas recayó sobre la joven.

Bruna infundía respeto incluso a distancia.La mayoría de los Herboristas de la zona habíansido aprendizas suyas en uno u otro momento y lepedían consejo para curar dolencias que estabanmás allá de su experiencia y con cada Enviadole llegaban ofertas de enviarle nuevos aprendices,pues nadie deseaba la pérdida de ese caudal deconocimientos a su muerte.

—Soy demasiado vieja para meter en cin-tura a otra novicia —solía refunfuñar la anciana,y Leesha escribía una negativa muy amable, algoa lo que se había ido acostumbrando.

Todo esto le daba innumerables oportunid-ades de hablar con los Enviados. La mayoría deellos la miraban con lascivia, eso era cierto, pero

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otros intentaban impresionarla con historias delas Ciudades Libres. Marick era uno de esos.

Es posible que la intención de los Enviadosfuera encandilarla y hallar de esa forma un cam-ino para estar entre sus faldas, pero las historiasde los Enviados le tocaron la fibra sensible yla muchacha revivía en sueños las imágenesdescritas. Sentía un gran deseo de caminar porlos muelles de Lakton, ver los grandes camposprotegidos de Fuerte Rizón o echar un vistazo aAngiers, la Fortaleza del Bosque, y también de-seaba leer sus libros y encontrarse con otros Her-boristas. Había otros guardianes del conocimi-ento del mundo antiguo si ella tenía el valor de ira buscarlos.

Sonrió en cuanto apareció Marick. Inclusoa lo lejos era capaz de reconocer esos andaressuyos tan típicos, con las piernas arqueadas des-

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pués de pasarse la vida entera a lomos de caballo.Él era un angersiano de carnes magras que apenasalcanzaba el metro y setenta y tres centímetros dealtura de Leesha, pero todo él emanaba dureza, yla joven no había exagerado al hablar de sus ojos.Recorrían el paisaje con la calma del depredadoren busca de amenazas... y de presas.

—¡Eh, Leesha! —la llamó, alzando la lanzaen dirección a ella.

La muchacha lo saludó levantando unamano.

—¿De veras te parece necesario llevar esoa plena luz del día? —le contestó, señalando elarma del Enviado.

—¿Y qué hago si aparece un lobo? —rep-licó Marick con una ancha sonrisa—. ¿Cómo ibaa defenderte?

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—No se ven muchos lobos por Hoya deLeñadores —repuso ella mientras se acercaba elangersiano, un hombre de cabellos castañosbastante largos y ojos como la corteza de los ár-boles. No podía negar que era apuesto.

—Pues un oso, entonces —replicó Marickmientras llegaba a la cabaña—, o un león. Existenmuchos tipos de depredadores en el mundo—afirmó sin perder de vista el escote de la joven.

—De eso estoy convencida —contestóLeesha mientras se ajustaba el chai para cubrir lacarne expuesta.

Marick se carcajeó mientras depositaba enel porche la talega de Enviado.

—Los chales están pasados de moda. Lasmujeres de Angiers y de Rizón han dejado deponérselos.

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—En tal caso, apostaría a que visten ropade cuello alto o sus hombres son más delicados—replicó Leesha.

—Llevan vestido de cuello alto —admitióél con otra risotada mientras le hacía la venia—.Puedo traerte un vestido angersiano de cuello alto—susurró, acercándose más.

—¿Y cuándo iba a tener ocasión de ll-evarlo? —replicó Leesha al tiempo que se alejabapara no darle al hombre la oportunidad de arrin-conarla.

—Ven a Angiers y lúcelo allí —le ofrecióel Enviado.

Leesha suspiró.

—Me gustaría —aceptó, quejosa.

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—Tal vez tengas la ocasión —repuso él conpicardía.

Luego, se inclinó e hizo un gesto con elbrazo, indicándole que ella debía entrar primeroen la cabaña. Leesha le sonrió y entró, aunquesintió los ojos del hombre fijos en su traseromientras lo hacía.

Bruna se hallaba ya en su silla cuando en-traron ellos. Marick se acercó a ella e hizo unabreve inclinación.

—El joven maese Marick —dijo la ancianacon voz alegre—. ¡Qué agradable sorpresa!

—Os traigo saludos de la dueña Jizell deAngiers —contestó él—. Os suplica ayuda paraun caso complejo.

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Echó mano a la talega y extrajo de la mismaun pergamino enrollado y atado con un fuertecordel. Bruna hizo un gesto a Leesha para quese hiciera cargo de la carta y se recostó sobreel respaldo, cerrando los ojos mientras su pupilaempezaba a leer.

—«Honorable Bruna, saludos desde FuerteAngiers en el año 326 d.R.» —empezó Leesha.

—Jizell no paraba de darle a la sinhuesocuando era una aprendiza y ahora escribe igual—le atajó Bruna—. No voy a vivir eternamente.Sáltate el rollo y ve directa al caso.

Leesha leyó a toda prisa la página, le diola vuelta y revisó el reverso también. Pasó a lasegunda hoja antes de encontrar lo que andababuscando.

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—«Una madre llevó al dispensario a suhijo, un niño de diez años con náuseas y debil-idad. No presenta ningún otro síntoma ni tienehistorial de enfermedades. Le han administradoraíces amargas, agua y reposo absoluto, pero alos tres días le aparecieron sarpullidos en brazosy piernas, y también en el pecho. Le subieron ladosis de raíces amargas a tres onzas durante lossiguientes días.

»Los síntomas empeoraron: le subió lacalentura y unos forúnculos blancos y durossustituyeron al sarpullido sin que los bálsamosle hicieran efecto alguno. Enseguida vinieron losvómitos. Le administramos jengibre silvestre yadormidera para el dolor y leche aguada paraasentarle el estómago. No tiene apetito. La dolen-cia no parece contagiosa.»

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Bruna permaneció sentada en un mutismoabsoluto mientras cavilaba sobre aquellas palab-ras; después, miró a Marick.

—¿Has visto al niño? —preguntó Bruna.

El Enviado asintió.

—¿Sudaba? —quiso saber la sanadora.

—Sí, y también tenía tiritonas.

Bruna gruñó.

—¿De qué color tenía las uñas?

—Pues del color de las uñas —replicóMarick con una ancha sonrisa.

—Hazte el listillo conmigo y te arrepentirás—le avisó Bruna.

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Marick se puso lívido y asintió. La ancianalo interrogó durante varios minutos, refun-fuñando de vez en cuando al oír las respuestas.La memoria aguda y las dotes de observación delos Enviados eran de dominio público, por lo cualella no puso en duda ninguna de sus respuestas.Al final, le ordenó callar mediante un ademán.

—¿Dice alguna otra cosa la carta? —quisosaber.

—Quiere enviarte otra aprendiza —le con-testó Leesha. Bruna puso cara de pocos ami-gos—. «Al igual que tú, según dicen tus cartas,tengo una aprendiza, Vika, que casi ha com-pletado su adiestramiento —leyó Leesha—. Si noestás dispuesta a aceptar una novicia, por favor,considera la posibilidad de realizar un intercam-bio de alumnas.»

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Leesha dio un respingo y Marick esbozóuna sonrisa que daba a entender que ya lo sabía.

—No te he dicho que dejes de leer —bramóBruna.

La joven se aclaró la garganta.

—«Vika es muy prometedora y está bienpreparada para atender las necesidades de Hoyade Leñadores así como para atender a la sabiaBruna y aprender de ella. Seguramente, Leeshatambién podría aprender mucho atendiendo a losenfermos de mi dispensario. Te lo pido por favor,deja que alguien más se beneficie de tu sabiduríaantes de que pases a mejor vida.»

Bruna permaneció en silencio durante unlargo rato.

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—Voy a pensármelo antes de contestar—contestó al cabo de ese tiempo—. Ve a hacertu ronda por el pueblo, chica. Hablaremos de todoesto a tu regreso. Y tú —continuó, dirigiéndose alEnviado— tendrás una respuesta mañana. Leeshase encargará de pagarte.

El hombre hizo una reverencia y anduvo deespaldas hasta salir de la cabaña mientras Brunacontinuaba sentada y con los ojos cerrados. Lee-sha notó cómo se le aceleraba el corazón, peroera consciente de que más valía no interrumpir ala curandera mientras ella se devanaba los sesos,rebuscando entre las décadas de experiencia acu-mulada una forma de tratar al niño, por lo cual re-cogió su cesta y se marchó a hacer su ronda devisitas.

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El Enviado la estaba esperando cuandoella abandonó la casita.

—Tú ya sabías lo que decía la carta —loacusó Leesha.

—Por supuesto —admitió Marick—.Estaba presente cuando Jizzel la escribió.

—Y no me dijiste nada —replicó la joven.

Marick esbozó una enorme sonrisa.

—Te ofrecí un vestido de cuello alto —re-puso—, y la oferta sigue en pie.

—Ya veremos —dijo ella, sonriente, y letendió una bolsita con monedas—. Ten, tu pago.

—Preferiría que me pagaras con un beso—repuso él.

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—Me adulas diciendo que mis besos valenmás que el oro —replicó la aprendiza—, y temodecepcionarte.

Marick soltó una risotada.

—Cielo, si recorriera el camino de ida yvuelta a Angiers, desafiando a los demonios dela noche, y regresara sin otra compensación queun beso tuyo, sería la envidia de todos los En-viados que han pasado alguna vez por Hoya deLeñadores.

—Bueno, pues en ese caso, creo que voy aguardarme los besos un poco más con la esper-anza de que suban de precio —replicó ella entrerisas.

—Ay, me hieres en lo más hondo —soltóMarick, llevándose la mano al corazón. Leesha

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le arrojó el monedero y él lo tomó al vuelo condestreza.

—¿Puedo tener al menos el honor de escol-tar a la Herborista hasta el pueblo? —preguntócon una sonrisa.

Hizo una reverencia y le ofreció el brazopara que ella lo cogiera. Leesha sonrió sin querer.

—En este pueblo no vamos tan deprisa—repuso mientras observaba el brazo—, perosiempre puedes llevarme la cesta.

Le colgó el canasto de mimbre sobre la ex-tremidad extendida y se encaminó hacia la loc-alidad, dejándolo a sus espaldas, mirándolafijamente.

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El mercado de Smitt era un hervidero degente cuando llegaron. A Leesha le gustaba elegira primera hora, antes de que los mejores produc-tos se hubieran terminado, y hacer su pedido aDug el carnicero antes de hacer su ronda de vis-itas.

—Buenos días, Leesha —saludó Yon elGris, el hombre más anciano de Hoya deLeñadores, cuya barba gris, más larga que lamelena de una mujer, constituía un motivo deorgullo para él. Yon había sido un vigorosoleñador, pero había perdido buena parte de sucorpulencia en los últimos años y ahora andabapesadamente, apoyado en su bastón.

—Buenos días, Yon —replicó—, ¿cómovan esas articulaciones?

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—Todavía me duelen —contestó Yon—,especialmente las manos. Algunos días apenas sipuedo coger el bastón.

—Pues aun así, no pareces tener problemaen pellizcarme cada vez que me doy la vuelta—observó ella.

Yon se rió con socarronería.

—Para un viejo como yo, chiquilla, esomerece cualquier dolor.

La Herborista metió la mano en la cesta ysacó de la misma una jarrita.

—Entonces, está bien que te haya pre-parado algo de ungüento. Me has ahorrado elviaje de llevártelo.

Yon sonrió burlonamente.

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—Puedes venir a traérmelo siempre quequieras, y ayudarme a ponérmelo... —dijo con unguiño.

Yon era un viejo verde, pero le caíabastante bien. Convivir con Bruna le había en-señado que las excentricidades de la edad eran unprecio pequeño por haber tenido toda una vida debuenas experiencias.

—Vas a tener que arreglártelas por tucuenta, me temo —repuso ella.

—¡Bah! —Yon hizo oscilar su bastón consimulada indignación—. Bueno, tú piénsatelo—dijo; dirigió una mirada a Marick antes demarcharse e inclinó la cabeza en señal de res-peto—. Enviado.

Marick le devolvió el asentimiento y elviejo leñador se marchó.

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Todos los presentes en el mercado teníanuna palabra de saludo para Leesha y ella se de-tenía para preguntarles por su salud, pues allísiempre estaba de trabajo, incluso mientras iba decompras.

Aunque ella y Bruna obtenían bastantedinero gracias a la venta de pajuelas de azufre ycosas por el estilo, nadie le pediría ni un klat porsus encargos. Bruna no cobraba nada por sus ser-vicios y nadie le pedía nada a ella.

Marick mantuvo una proximidad protectoramientras ella apretaba la fruta y estudiaba las ver-duras con mano experta. Él atrajo algunas mira-das, pero la joven pensó que eso se debía más aque la acompañaba a ella que a la presencia deun extranjero en el mercado, pues era bastantecomún tener Enviados en Hoya de Leñadores.

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Leesha vio por el rabillo del ojo a Keet, elhijo de Stefny, pero no de Smitt. El muchachoestaba a punto de cumplir los once años y cadavez se parecía más al Pastor Michel. Stefny habíamantenido su parte del trato durante todos esosaños y no había vuelto a hablar mal de la chicadesde que era una aprendiza. El secreto de Stefnyestaba a salvo en cuanto a Bruna correspondía,pero ella se hacía cruces pensando en cómo nopodía ver Smitt la verdad todas las noches a lahora de la cena.

Lo llamó mediante señas y el muchachoacudió a la carrera.

—Entrega esta bolsa a Bruna cuando te lopermitan tus quehaceres —dijo, entregándolecuanto había elegido. Le dedicó una sonrisa y lepuso con disimulo un klat en la mano.

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Keet sonrió de oreja a oreja al recibir lapropina. Los adultos jamás aceptaban dinero deuna Herborista, pero Leesha siempre se las ar-reglaba para dar a hurtadillas alguna que otramoneda a los niños cuando le prestaban algúnservicio. La moneda de madera lacada de Angiersera de curso legal en Hoya de Leñadores y le per-mitiría a Keet y a sus hermanos comprar dulcesde Rizón cuando pasara el próximo Enviado.

Vio a Mairy cuando estaba a punto demarcharse y se acercó para saludar a su amiga,muy ocupada con el transcurso de los años.Ahora, tres niños se le aferraban a las faldas. Unjoven soplador de vidrio llamado Benn se habíamarchado de Angiers para buscarse la vida enLakton o en Fuerte Rizón. Se había detenido enel pueblo para ejercer su oficio y sacarse unos po-cos klats antes de seguir camino, pero entonces

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conoció a Mairy y todos esos planes se diluyeroncomo azúcar en el té.

Ahora, Benn ejercía su oficio en el granerodel padre de Mairy y el negocio iba viento enpopa. Compraba sacos de arena a los Enviadosprocedentes de Fuerte Krasia y los ponía a laventa convertidos en objetos funcionales y her-mosos. Hoya de Leñadores jamás había contadocon un soplador y ahora todo el mundo queríatener objetos de cristal hechos allí.

Leesha también estaba muy complacida porel discurrir de los acontecimientos y no tardóen poner a Benn a fabricar los delicados com-ponentes de destilación descritos en los libros deBruna, que le permitían filtrar toda la fuerza delas hierbas y preparar las curas más potentes quejamás se habían visto en el lugar.

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Benn y Mairy se casaron enseguida y nopasó mucho tiempo antes de que Leesha estuvierasacando el primer niño de entre las piernas deMairy. Dos más lo siguieron en breve lapso detiempo. Se echó a llorar cuando la feliz parejallamó Leesha a la más joven en su honor.

—Buenos días, briboncillos —saludó Lee-sha mientras se acuclillaba y dejaba que los hijosde Mairy se arrojaran a sus brazos. Ella los ab-razó y los besó, y les deslizó dulces envueltos enpapel antes de levantarse. Eran unos dulces defabricación casera, otra cosa que había aprendidode Bruna.

—Buenos días, Leesha —dijo Mairy, y lasaludó con una pequeña reverencia.

Leesha le torció el gesto un poco. Las doshabían sido amigas íntimas durante años, peroella la miraba de forma diferente desde que lucía

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el mandil lleno de bolsillos, y no había formahumana de cambiar eso. Ese gesto de cortesíaparecía profundamente arraigado.

Aun así, Leesha cultivaba la amistad deMairy como un tesoro. Saira acudía a escondidashasta la cabaña de Bruna para pedirle tisana debalaustia, pero ahí terminaba su relación. Ajuzgar por lo que oía decir a las mujeres delpueblo, Saira estaba muy entretenida, pues sesuponía que la mitad de los hombres del pueblollamaban a su puerta en una u otra ocasión, yella disponía siempre de más dinero del que podíareportar su trabajo y el de su madre como cos-tureras.

Brianne era incluso peor en todos los sen-tidos. No le había dirigido la palabra en los úl-timos siete años, pero siempre tenía una mal-edicencia contra ella hablara con quien hablase.

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Acudía a Darsy para sus necesidades médicas yel resultado de sus devaneos con Evin había sidoun abultado vientre. El Pastor Michel la presionóhasta que acabó por dar el nombre del padre, Ev-in, para no enfrentarse sola a todo el pueblo.

Evin acabó desposándola con la horquetadel padre en la espalda y flanqueado por loshermanos de ella, y desde entonces se había con-sagrado a la tarea de hacer un infierno de su viday de la de su hijo, Callen.

Brianne había demostrado ser una buenamadre y una esposa capaz,, pero jamás perdió elpeso ganado durante el embarazo y Leesha sabíade primera mano la facilidad con que a Evin sele iban los ojos, y las manos, a otras mujeres. Lasmalas lenguas aseguraban que era uno de los quellamaba con más frecuencia a la puerta de Saira.

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—Buenos días, Mairy —dijo—. ¿Conocesal Enviado Marick?

Leesha se volvió para presentar al hombrey descubrió que ya no estaba detrás de ella.

—Oh, no —se lamentó al verle frente afrente con Gared al otro lado del mercado.

Gared era más grande que cualquier otrohoyense, salvo su padre, a los quince años, peroahora, con veintidós, era un verdadero gigantede dos metros de músculos endurecidos por elejercicio continuo de la tala. Se rumoreaba quepor sus venas corría sangre milnesa, pues ningúnangersiano había alcanzado nunca semejantetamaño.

Las nuevas de su mentira se habían ex-tendido por toda la villa y desde entonces laschicas habían mantenido las distancias, temero-

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sas de quedarse a solas con él. Quizás era éseel motivo por el cual todavía deseaba a Leesha,tal vez por eso se había vuelto tan desconsid-erado; pero Gared no había aprendido las lec-ciones del pasado y su ego había crecido a la parque sus músculos, y ahora se había convertido enel matón que todos habían supuesto. Los chicosque antes lo martirizaban ahora temblaban nadamás oír su voz y si con ellos era una pesadilla,se convertía en un demonio para quien tuviera elpoco seso de ponerle los ojos encima a Leesha.

El gigantón la esperaba tranquilo y se com-portaba como si Leesha fuera a recuperar el sen-tido común algún día y comprendiera que lepertenecía a él. Cualquier intento de convencerlode lo contrario se encontraba siempre con una es-túpida obstinación.

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—Tú no eres de por aquí —le oyó elladecir a Gared mientras le palmeaba el hombrocon fuerza—, así que tal vez no sepas que Leeshaestá comprometida.

Se alzó sobre el Enviado como un adultosobre un niño, pero el forastero no se achantó nise movió a pesar de los codazos del gigantón.La joven rezó para que Marick tuviera el sentidocomún de no entablar combate, pero todas susesperanzas desaparecieron cuando el angersianoreplicó:

—No según ella.

Leesha empezó a avanzar hacia ambos,pero ya se había formado un corrillo de gentealrededor de los dos hombres, negándole el ac-ceso hasta ellos. Le habría gustado tener el cay-ado de Bruna para haber despejado el camino.

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—¿Te ha hecho alguna promesa, Enviado?—inquirió Gared—. También a mí.

—Eso he oído —replicó el hombre—, ytambién me han dicho que eres el único bobalicóndel pueblo en creer que esas palabras valen másque un meado de abismal después de que tú la tra-icionaras.

Gared bramó e hizo ademán de agarrar alforastero, pero éste era más rápido y se hizo a unlado con facilidad al tiempo que alzaba la lanzapara golpear con la contera de la misma entre losojos del leñador. Luego, efectuó un movimientorápido con el arma a fin de golpear al gigantónentre las piernas cuando retrocedía, haciéndolecaer de espaldas.

Seguro de sí mismo, Marick dejó caer elarma sobre el suelo sin quitarle de encima esosfríos ojos lobunos suyos.

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—Podía haber usado la punta —le avisó—.Harías bien en recordar que Leesha habla por símisma.

Todos los hoyenses arremolinadosalrededor estaban boquiabiertos, pero Leesha nocesó en sus esfuerzos de avanzar hacia delante,pues conocía al leñador y sabía que aquello nohabía terminado.

—¡Detened esta estupidez! —gritó.

Marick la miró, y Gared aprovechó laocasión para aferrar la contera de la lanza. El an-gersiano centró en él toda su atención y sujetó elarma con ambas manos para tirar y liberarla.

Eso era lo último que debía haber hecho,pues Gared tenía la fuerza de un demonio delbosque, e incluso tendido boca abajo no teníarival. Los músculos de sus brazos fibrosos se

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flexionaron y Marick se encontró pronto volandopor los aires.

Gared se levantó y partió en dos la lanza dedos metros como si fuera una ramita.

—Veamos cómo peleas cuando puedesesconderte detrás de una lanza —desafió mien-tras arrojaba al suelo las mitades del arma rota.

—¡Gared, no! —chilló Leesha en cuantologró apartar al último de los espectadores.

La joven lo agarró del brazo. Él la empujóa un lado sin apartar la vista del Enviado y esemovimiento tan simple la envió dando tumboscontra el gentío congregado, donde tropezó conDug y Niklas, y los tres cayeron al suelo en unamaraña de cuerpos.

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—¡Alto! —gritó en vano la muchachamientras forcejeaba por ponerse de pie.

—No te tendrá ningún hombre —afirmó elgigantón—. O serás mía o acabarás siendo unavieja solitaria y consumida como Bruna.

El leñador se acercó a Marick, quien apenashabía logrado incorporarse, y lanzó uno de susenormes puños contra el Enviado, pero éstevolvió a anticiparse y esquivó el golpe con facil-idad, acertando a asestarle dos rápidos puñetazosa su enemigo y se echó hacia atrás, lejos del al-cance de su adversario cuando éste, enfurecido,giró el tronco para golpearlo.

Gared no dio muestra alguna de haber not-ado los puñetazos y los contendientes repitieronel intercambio de golpes, pero en esta ocasión elangiersiano alcanzó al leñador en la nariz. Se car-

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cajeó cuando empezó a sangrar por las fosas na-sales y se la sacó de la boca a escupitajos.

—¿No sabes hacerlo mejor? —preguntó.

Marick gruñó y lanzó semejante chaparrónde puñetazos que el grandullón no pudo seguirleel ritmo, ni siquiera lo intentó: apretó los dientesy capeó el temporal lo mejor posible. El rostro sele puso rojo de rabia.

El Enviado se retiró al cabo de unos mo-mentos y adoptó una felina postura de combatecon los puños en alto y el cuerpo preparado.Tenía los nudillos despellejados y respiraba pesa-damente. Gared parecía notar poco el castigorecibido y por vez primera se apreció el miedo enlos ojos lobunos de Marick.

—¿Esto es todo? —preguntó el leñadormientras avanzaba otra vez.

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El Enviado fue otra vez a por su enemigo,pero esta vez no se movía con la misma rapidez.Golpeó al leñador una vez, y otra más, peroentonces los gruesos dedos de Gared hallaronasidero en el hombro del forastero y le sujetaroncon fuerza. El Enviado intentó echarse atrás paraquedar fuera de su alcance, pero lo había agar-rado bien.

Gared le hundió el puño en el estómago,sacándole todo el aire, para golpearlo de nuevo,esta vez en la cabeza. Marick se desplomó sobreel suelo como un saco de patatas.

—Ya no andas tan chulito, ¿eh? —rugió elgrandullón.

Marick se puso a cuatro patas en un intentode levantarse, pero el leñador le pateó el es-tómago, derribándolo de espaldas.

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Leesha salió veloz como una flecha en eseinstante, cuando Gared se había arrodillado sobreMarick y le propinaba duros puñetazos.

—¡Leesha es mía! —bramó—. Quien-quiera que diga otra cosa va a...

Se calló a mitad de frase cuando recibió enpleno rostro el puñado de polvos cegadores deBruna que le arrojó Leesha. Gared tenía la bocaabierta y los inhaló sin poderlo evitar, chillandomientras le quemaban los ojos y la garganta. Elpolvo le inundó las fosas nasales y sintió comosi le quemaran la piel con agua hirviendo. Cayóal suelo, donde rodó con la respiración agitada yarañándose la cara.

Leesha era consciente de haber usadomucho polvo. Una pizca habría sido capaz dedetener a la mayoría de los hombres, pero unpuñado era una dosis capaz de causar la muerte

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de la víctima, que moría ahogada por sus propiasflemas.

Ella torció el gesto y pasó delante de los es-pectadores, boquiabiertos, a fin de tomar el cubode agua usado por Stefny para lavar las patatas.Lo vertió encima de Gared y enseguida cesaronlas convulsiones. El gañán iba a estar ciego unascuantas horas, pero Leesha ya no iba a tener esamuerte sobre su conciencia.

—Nuestros votos quedan rotos ahora y parasiempre —le dijo ella—. Nunca seré tu esposa,incluso aunque eso signifique morirme sola yconsumida. ¡Antes me casaría con un abismal!

Gared gimió sin dar señal de haberla oído.

Ella se acercó a Marick, se arrodilló junto aél y lo ayudó a levantarse. Tomó un trapo limpio

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y le limpió la sangre del rostro, que ya empezabaa hincharse y amoratarse.

—Supongo que entre los dos le hemos en-señado lo que es bueno, ¿eh? —comentó el Envi-ado, riendo débilmente entre dientes. El dolor lecrispó el rostro.

Leesha vertió en una tela un poco del alco-hol puro que Smitt destilaba en el sótano.

—¡Aaaayyyyy! —gritó Marick, jadeante,en cuanto le tocó con el trapo humedecido.

—Te está bien empleado —le espetó Lee-sha—. Podrías haber evitado esta pelea perfecta-mente y deberías haberlo hecho, con independen-cia de que pudieras o no ganarla. No necesito tuprotección y es poco probable que vaya a dar miafecto a un hombre que piensa que pelearse con

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unos y con otros es la manera de obtener el favorde una Herborista.

—Pero si empezó él —protestó el angersi-ano.

—Me decepciona usted, maese Marick—replicó ella—. Pensaba que los Enviados eranmás espabilados.

Él bajó los ojos.

—Llevadlo a su cuarto en la posada deSmitt —ordenó Leesha a los hombres que habíapor allí. Ellos se apresuraron a obedecerla, comohacía casi todo el mundo en Hoya de Leñadoresen aquel tiempo—. Si sales de la cama antes demañana por la mañana, me enteraré y entoncesvoy a enfadarme aún más contigo.

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Marick esbozó una débil sonrisa mientraslos lugareños lo ayudaban a retirarse.

Leesha regresó a por su cesta de hierbas.

—¡Qué bien te las has arreglado! —dijoMairy con voz entrecortada.

—Sólo ha sido una estupidez a la que habíaque poner freno —le espetó Leesha.

—¿Sólo...? —preguntó Mairy—. Doshombres se ponen a pelear como toros y tú imp-ides la lucha con un simple puñado de hierbas...

—Es fácil causar daño con las hierbas. Lodifícil es sanar con ellas —contestó Leesha.

Se sorprendió al descubrir en sus labios laspalabras de Bruna.

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Leesha terminó su ronda de visitas y se en-caminó a la choza de Bruna cuando el sol habíapasado su cénit hacía tiempo.

—¿Cómo están los niños? —le preguntóBruna en cuanto dejó en el suelo su cesta demimbre. Leesha sonrió. Todos los habitantes deHoya de Leñadores eran niños a los ojos de la an-ciana.

—Bastante bien —respondió ella mientrasacudía a sentarse en un taburete bajo próximo alsillón de Bruna para que la anciana pudiera verlacon claridad—. Yon el Gris aún se resiente delas articulaciones, pero tiene la mente tan... jovencomo siempre. Le he dado bálsamo recién hecho.Smitt sigue en cama, pero tose menos. Creo queha pasado lo peor.

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Leesha continuó describiéndole las visitasmientras la Herborista asentía en silencio. Si de-bía efectuar algún comentario, como tenía porcostumbre, ya lo interrumpiría.

—¿Eso es todo? —preguntó Bruna—. ¿Yqué me dices de toda esa conmoción ocurrida enel mercado esta mañana de la que me ha habladoel joven Keet?

—¿Conmoción? Estupidez lo definiría me-jor.

Bruna descartó la idea con un gesto de lamano.

—Los chicos siempre serán chicos, inclusocuando se hagan hombres —respondió ella—.Parece que lo resolviste bastante bien.

—Podían haberse matado el uno al otro.

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—Venga, vamos —repuso Bruna—. Noeres la primera chica guapa por la que se peleandos hombres. Quizá no te lo creas, pero cuandoyo tenía tu edad, también quedaron pocos huesosintactos por mi culpa.

—Tú nunca tuviste mi edad —bromeó Lee-sha—. Yon el Gris dice que te llamaban «arpía»desde que él aprendió a caminar.

La anciana soltó una carcajada socarrona.

—Eso hicieron, eso hicieron —concedióella—, pero hubo un tiempo, antes de eso, cuandotenía los pechos tersos y llenos como los tuyos,en que los hombres luchaban como abismales porellos.

Leesha miró intensamente a la Herborista eintentó quitarle años de encima para imaginar suaspecto de joven, pero era un esfuerzo baldío. In-

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cluso con todas las exageraciones e historias in-ducidas por el opio acerca de su edad, Bruna almenos había rebasado el siglo. Ella jamás dabauna respuesta exacta y se limitaba a contestar«dejé de contar cuando llegué a cien» a cu-alquiera que le presionase a ese respecto.

—En todo caso —comentó la joven—,aunque Marick tenga la cara un tanto hinchada,no hay motivo para que no pueda recorrer loscaminos mañana.

—Eso está bien —repuso Bruna.

—¿Tienes ya una cura para el niño a cargode la dueña Jizell? —quiso saber Leesha.

—Si fueras tú, ¿qué le aconsejarías hacercon el pequeño? —replicó la anciana.

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—No estoy segura de saberlo —contestó laaprendiza.

—¿De veras? —saltó Bruna—. ¿Cómo queno estás tan segura? Venga, vamos, ¿qué le diríasa Jizell si estuvieras en mi lugar? Y no finjas queno le has dado vueltas al caso.

Leesha inspiró hondo.

—El preparado de raíces amargas no le si-enta bien al muchacho. Deben retirárselo. Tam-bién han de sajarle los forúnculos y drenárselos.Por supuesto, eso todavía deja pendiente la en-fermedad original. La fiebre y la náusea podríanhacer pensar en un simple resfriado, pero los ojosdilatados y los vómitos indican algo más. Yoprobaría con hojas de álipo, pulmonaria y cortezamolida del árbol de la víbora administradas concuidado durante al menos una semana.

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Bruna la contempló durante un buen rato yasintió al cabo del mismo.

—Haz el equipaje y despídete de todos—contestó—. Vas a darle ese consejo a Jizell túmisma en persona.

14

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El camino a Angiers

326 d.R.

Erny subía el sendero hasta la casa deBruna todas las tardes sin falta. Había seis Pro-tectores en la localidad, y cada uno tenía unaprendiz, pero él no confiaba la seguridad de suhija a ninguno de ellos. De todos era sabido que el

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pequeño papelero era el mejor Protector de Hoyade Leñadores.

A menudo traía regalos obtenidos por susEnviados en lugares remotos, como libros,hierbas o encajes hechos a mano, pero Leeshano esperaba con tantas ganas sus visitas por lospresentes. Ella dormía mucho mejor protegidapor su padre y verlo feliz durante los últimos sieteaños había sido el mejor de los regalos. Todav-ía sentía pesar por causa de Elona, por supuesto,pero no con la intensidad de antaño.

Sin embargo, hoy, mientras observabacómo el sol surcaba los cielos, ella se descubriótemiendo la visita paterna, pues la noticia iba aherirlo en lo más hondo.

Y también a ella, pues Erny había sido unafuente de apoyo y amor sobre la que apoyarsecuando todo se le torcía. ¿Qué iba a hacer en

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Angiers sin él y sin Bruna? ¿Habría allí alguiencapaz de ver más allá de su mandil con bolsillos?

Pero fueran cuales fuesen sus temores sobrela soledad de la vida en Angiers, no eran nadaen comparación con su mayor pánico: que noquisiera volver a Hoya de Leñadores nunca másdespués de haber probado el sabor de un mundomayor.

No se percató de que había estado llorandohasta que vio a su progenitor ascendiendo elempinado sendero. Se secó los ojos y puso la me-jor sonrisa para él mientras alisaba la falda, hechaun manojo de nervios.

—¡Leesha! —la llamó su padre, exten-diendo los brazos.

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Ella se dejó abrazar, llena de gratitud,sabedora de que tal vez ésa fuera la última vezque pudieran llevar a cabo su pequeño ritual.

—¿Va todo bien? —preguntó Emy—. Heoído hablar de cierto alboroto en el mercado.

Había pocos secretos en un lugar tanpequeño como Hoya de Leñadores.

—Todo va bien. Me hice cargo de todo.

—Tú te haces cargo de todo en el pueblo,Leesha —dijo Erny al tiempo que la abrazaba conmás fuerza—. No sé qué haría yo sin ti.

Leesha comenzó a lloriquear.

—Vamos, vamos, nada de eso —dijo él, to-mando una gota de sus mejillas con el dedo índicey enjugándosela—. Seca esas lágrimas y guárd-

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atela. Voy a revisar los grafos y luego podremoshablar de tus preocupaciones sobre un cuenco detu delicioso estofado.

Leesha sonrió.

—¿Mamá sigue quemando la comida?—preguntó la muchacha.

—Y cuando no, es peor: todavía se mueve—convino Erny.

Leesha se echó a reír, dejando que su padrerevisara todas las protecciones mientras ellaponía la mesa.

—Voy a irme a Angiers —anunció Leeshacuando hubieron dado buena cuenta del conten-

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ido de los cuencos— para estudiar con una de lasantiguas alumnas de Bruna.

Erny permaneció en silencio durante largorato.

—Ya veo —comentó finalmente—.¿Cuándo te marchas?

—En cuanto se marche Marick —re-spondió la joven—: mañana.

Erny negó con la cabeza.

—Ninguna hija mía se va a pasar una se-mana en campo abierto a solas con un Enviado.Voy a contratar una caravana. Será más seguro.

—Estaré a salvo de los demonios, papá—replicó Leesha.

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—No son sólo ellos quienes me preocupan—repuso él, lanzándole una clara indirecta.

—Puedo manejar al Enviado Marick —leaseguró ella.

—Mantener a raya a un hombre en la os-curidad de la noche no es lo mismo que impediruna reyerta en el mercado —replicó Erny—. Nopuedes cegar a un Enviado si quieres tener unaoportunidad de salir con vida del camino. Damesólo unas semanas, te lo ruego.

Ella meneó la cabeza.

—Hay un niño a quien debo tratar de formainmediata.

—En tal caso, te acompañaré —repuso él.

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—No harás nada de eso, Erny —le cortóBruna—. Leesha ha de hacer esto por sus propiosmedios.

El hombre miró a la anciana, y las miradasde ambos se enzarzaron en un choque de miradasy voluntades, pero no había voluntad más firmeque la de Bruna en todo Hoya de Leñadores, y alfinal, él acabó por mirar hacia otro lado.

La joven acompañó a su padre al exteriorno mucho después. Él no deseaba irse y ella noquería que se marchara, pero el cielo se había en-tintado e iba a verse obligado a volver al trotepara llegar a casa sano y salvo.

—¿Cuánto tiempo vas a estar fuera? —pre-guntó Erny, aferrando la baranda del porche yclavando la mirada en dirección a Angiers.

La joven se encogió de hombros.

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—Eso va a depender de cuánto pueda en-señarme la dueña Jizell y cuánto necesite apren-der Vika, la pupila que envía aquí. Serán un parde años por lo menos.

—Supongo que si Bruna puede pasarse sinti tanto tiempo, yo también —respondió Erny.

—Prométeme que revisarás sus protec-ciones en mi ausencia —le pidió ella, tocándoleel brazo.

—Por supuesto —le aseguró Erny, que sevolvió para abrazarla.

—Te quiero, papá.

—Y yo a ti, tesoro —repuso él, estrechán-dola entre sus brazos—. Te veré por la mañana—prometió antes de bajar por el camino en som-bras.

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—A tu padre no le falta razón —dijo Brunacuando Leesha regresó al interior.

—¿Por qué lo dices? —inquirió la aprend-iza.

—Los Enviados son hombres como los de-más —le previno la anciana.

—De eso no me cabe la menor duda —con-testó Leesha, recordando la riña en el mercado.

—El joven maese Marick tal vez sea todoencanto y sonrisas ahora —continuó Bruna—,pero tendrá su oportunidad una vez que estés enel camino, da igual cuál sea tu deseo, y cuandolleguéis a la Fortaleza del Bosque, Herborista ono, será la palabra de una jovencita contra la deun Enviado.

Leesha sacudió la cabeza.

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—Él tendrá lo que yo le dé, y nada más—contestó ella.

Bruna entornó los ojos y refunfuñó, satis-fecha de que su aprendiza fuera prudente ante elpeligro.

Se oyó un golpe en la puerta con lasprimeras luces del alba. Al abrir, Leesha encontrófuera a su madre, Elona, que no había acudido ala cabaña desde que fue expulsada de allí cuandoBruna la había echado con su bastón. Su rostroparecía un cielo lleno de nubarrones de tormentacuando la empujó y entró en la habitación.

Elona estaba a principios de la cuarentenay tal vez habría sido todavía la mujer más her-mosa de la aldea de no haber sido por su hija,

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aunque no la humillaba ser un otoño frente al ver-ano de Leesha. Tal vez cediera ante su esposo aregañadientes, pero ante todos los demás se com-portaba como si fuera una duquesa.

—¿No te basta con arrebatarme a mi hijaque ahora quieres enviarla lejos? —inquirió.

—Que también tú tengas buenos días,Madre —dijo Leesha mientras cerraba la puerta.

—¡Mantente fuera de esto! —dijo Elonacon brusquedad—. Esa bruja te ha sorbido elseso.

Bruna rompió a reír con socarronería en-cima del cuenco de gachas. Leesha se interpusoentre las dos en el preciso momento en que la san-adora apartó un cuenco sólo vacío hasta la mitady se secaba los labios con la manga antes de rep-licar.

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—Termina de desayunar —le ordenó Lee-sha, poniéndole el cuenco delante de golpe, y en-carándose con Elona—. Me voy porque es mivoluntad, Madre, y a mi regreso traeré técnicasde curación que no se han visto en Hoya deLeñadores desde que Bruna era joven.

—¿Y cuánto tiempo va a ser esta vez? —in-quirió Elona—. Ya has malgastado tus mejoresaños de fertilidad con la nariz metida en esospolvorientos libros.

—¿Mis mejor...? —tartamudeó lamuchacha—. Madre, apenas tengo veinte años.

—¡Exactamente! —chilló Elona—. Ya de-berías tener tres hijos a estas alturas, como esa es-pantajo amiga tuya. Te he visto sacar bebés de to-dos los vientres de la aldea menos del tuyo.

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—Al menos, ha tenido la prudencia de nomarchitar el suyo pasándose con la infusión debalaustia —murmuró Bruna.

Leesha se revolvió hacia ella y le espetó:

—¡Que te termines esas gachas, te digo!

La anciana puso unos ojos como platos.Pareció estar a punto de replicar, pero luego,entre refunfuños, centró su atención otra vez en elcuenco.

—No soy una yegua de cría, Madre —de-claró la joven—. Hay en mí más vida que paralimitarme a ser eso.

—¿Limitarte a eso? ¿Acaso hay algo másimportante? —retrucó Elona.

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—Lo ignoro —admitió su hija con fran-queza—, pero lo sabré en cuanto lo encuentre.

—Y entre tanto vas a dejar el cuidado deHoya de Leñadores a un cría a la que no has vistoen la vida y a la torpona de Daisy, que estuvoa punto de matar a Ande y a media docena másdesde entonces.

—Es cosa de unos pocos años —argüyóLeesha—. Te has pasado toda la vida llamán-dome «inútil», y ahora ¿he de creer que el pueblono puede pasarse sin mí unos años de nada?

—¿Y qué pasaría si te ocurriera algo a ti?—le planteó Elona—. ¿Qué haría yo si un abis-mal te despedazara en el camino?

—¿Qué harías tú? —replicó Leesha—.Durante los últimos siete años no me has dirigidola palabra, salvo para presionarme a fin de que

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perdonara a Gared. Ya no sabes nada sobre mí,Madre. No te has molestado en saberlo, así queno pretendas ahora que mi muerte sería una granpérdida para ti. Si tantísimo deseas sostener enlas rodillas un hijo de Gared, ¿por qué no lo en-gendras tú misma?

Elona abrió los ojos con desmesura y reac-cionó de inmediato, exactamente igual quecuando Leesha era una niña obstinada.

—Te prohíbo decir eso —le gritó mientrashacía ademán de abofetear el rostro de Leeshacon la mano abierta.

Pero Leesha ya no era una niña, tenía eltamaño de su madre y era más fuerte y rápida.Atrapó en el aire la muñeca de Elona y se apre-suró a sujetarla.

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—Los días en que tus palabras tenían pesopara mí han terminado, Madre —sentenció lamuchacha.

Elona intentó zafarse, pero Leesha la retuvoun poco, sólo para demostrarle que era capaz dehacerlo, y al final la liberó. Elona se frotó lamuñeca y miró con desdén a su hija.

—Algún día volverás y entonces serámucho peor para ti —juró—. ¡Recuerda mis pa-labras!

—Tengo la impresión de que ha llegado elmomento de que te vayas, Madre —dijo Leesha,abriendo la puerta en el momento en que Marickalzaba la mano para llamar.

Elona soltó un gruñido y salió en estampidajunto a él para luego bajar el sendero con grandeszancadas.

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—Pido disculpas si soy inoportuno —em-pezó el Enviado—, pero vengo a por la respuestade Bruna para la dueña Jizell. Me propongo salirpara Angiers a media mañana.

Leesha estudió el rostro del hombre. Teníaamoratada la mandíbula, pero la piel morena lodisimulaba bien y las hierbas que le había aplic-ado al ojo y al labio partido habían reducido lahinchazón.

—Pareces haberte recobrado bastante bien.

—En mi trabajo llegan lejos quienes sanandeprisa —repuso Marick.

—Bueno, entonces ve a por tu montura yregresa en una hora —le contestó Leesha—. Daréla respuesta de Bruna yo misma.

Marick esbozó una ancha sonrisa.

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—El viaje te vendrá bien —le aseguróBruna cuando por fin se quedaron a solas—.Hoya de Leñadores ya no tiene más desafíos parati, y eres demasiado joven para anquilosarte.

—Si piensas que lo de mi madre no era undesafío, es que no has prestado atención —repusola muchacha.

—Un desafío, tal vez, pero no hay duda al-guna sobre el resultado. Te has hecho demasiadofuerte para quienes son como Elona.

«Fuerte —pensó—. ¿En eso me he conver-tido?» No se sentía así la mayor parte del tiempo,pero era cierto: ya no la asustaban ninguno de loshoyenses.

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Leesha reunió sus bolsas, pequeñas y deaspecto inadecuado, unos pocos vestidos, libros,algo de dinero, la bolsa de las hierbas, un sacode dormir y comida. Se dejó atrás sus objetosvaliosos: regalos de su padre y otras posesionesmuy queridas, pero los Enviados viajaban deprisay Marick no iba a tomarse nada bien que le sobre-cargara el caballo. Bruna había dicho que Jizellle proveería de todo durante el periodo de apren-dizaje, pero aun así, le parecía demasiado pocopara empezar una nueva vida.

«Una nueva vida.» La idea resultaba ab-rumadora, pero también la entusiasmaba. Leeshahabía leído todos los libros de la colección deBruna, pero Jizell tenía muchos más, y era prob-able que ocurriera otro tanto con las demás Her-boristas de Angiers, si es que lograba persuadirlaspara que los compartieran con ella.

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Pero aun así, sintió que le faltaba el airecuando se acercaba el mo— mentó del viaje.¿Dónde estaba su padre? ¿No iba a acudir paraverla partir?

—Es casi la hora —dijo Bruna. Cuando le-vantó los ojos, Leesha se dio cuenta de que lostenía llenos de lágrimas—. Será mejor que nosdespidamos ahora —dijo la anciana—, pues esbastante probable que no tengamos otra opor-tunidad.

—¿Qué estás diciendo, Bruna? —inquirióla aprendiza.

—No te hagas la tonta conmigo, niña —re-puso la Herborista—, Sabes a qué me refiero: hevivido la parte de vida que me tocaba al menosdos veces, pero no voy a durar para siempre.

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—No tengo por qué irme, Bruna —ofrecióLeesha.

—¡Bah! —rechazó ella con un ademán dela mano—. Ya dominas todo cuanto soy capaz deenseñarte, muchacha, así que deja que estos añossean mi último regalo para ti. Ve —la instó—,mira y aprende cuanto puedas.

Bruna le tendió los brazos y Leesha se arro-jó a los mismos.

—Prométeme que cuidarás de mis niñoscuando yo me haya ido. Quizá sean bobos ytozudos, pero, por oscura que sea la noche, siguebrillando la bondad en ellos.

—Lo haré —prometió la joven—, haré quete enorgullezcas de mí.

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—Jamás podrías hacerlo de otra forma—repuso la anciana.

Leesha sollozó sobre el basto chal de sumaestra.

—Estoy asustada, Bruna.

—Si no lo estuvieras, serías necia —con-testó ésta—, pero he visto una buena parte de estemundo con mis propios ojos y no hay en él nadaque no seas capaz de manejar.

Marick guió a su montura sendero arriba nomucho después. El Enviado empuñaba una lanzanueva y un escudo protegido con grafos colgabade su arzón. Si tenía dolores a causa de la tundarecibida el día anterior, no lo demostraba.

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—¡Eh, Leesha! —la llamó en cuanto latuvo a la vista—. ¿Lista para comenzar tu aven-tura?

«Aventura.» La palabra erradicó las penasy el miedo, haciéndola estremecer.

Marick tomó las bolsas de Leesha y lascolocó en lo alto del flaco corcel angersianomientras la muchacha se volvía hacia Bruna unaúltima vez.

—Soy demasiado vieja para estas despedi-das que duran medio día —le dijo Bruna—. Cuíd-ate, chiquilla.

La anciana le puso una bolsita en las manosy Leesha distinguió el tintineo de las monedasmilnesas, una auténtica fortuna en Angiers.Bruna se volvió y se refugió en el interior de lacabaña sin darle tiempo a protestar.

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La pupila se la guardó enseguida, pues lavisión de monedas metálicas podía despertar lacodicia de cualquier hombre, incluido un Envi-ado. Éste y la aprendiza descendieron el camino,cada uno a un lado del sendero, en direcciónal pueblo, donde el camino principal conducía aAngiers. Leesha llamó a su padre cuando pasaronpor delante de su casa, pero no hubo respuesta al-guna. Elona los vio pasar y se metió dentro, cer-rando la puerta tras ella de un portazo.

Leesha hundió la cabeza afligida, pueshabía contado con ver a su padre una última vez.Pensó en todos los lugareños a quienes veía a di-ario y en que no había tenido tiempo para des-pedirse de ellos de una forma apropiada. Le habíaentregado a Bruna cartas para todos ellos, pero leparecía una despedida inadecuada y deplorable.

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Sin embargo, la joven profirió un gritoahogado al llegar al centro del pueblo. Su pro-genitor la esperaba ahí, y detrás de él, alineadosa ambos lados del camino, se hallaban todos loshabitantes del pueblo. Ella se dirigió a todos, unopor uno, mientras pasaba: unos la besaban y otrosle estrechaban la mano, dándole regalos.

—Acuérdate de nosotros y regresa —dijoErny.

Su hija le dio un fuerte abrazo y cerró losojos para contener las lágrimas.

—La gente de este pueblo te adora—comentó el Enviado varias horas después dehaber dejado atrás Hoya de Leñadores mientrasavanzaban entre los bosques y las sombras em-

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pezaban a alargarse en el suelo, anunciando el de-clive del día.

Leesha se sentaba en la espaciosa silla demontar del caballo, que parecía soportar bastantebien su peso y el de su equipaje.

—A veces me lo creo hasta yo —contestóella.

—¿Y por qué no ibas a creértelo? Dudo quealguien no pueda querer a una joven bella comola aurora que sana enfermedades.

Leesha se echó a reír.

—¿Bella como la aurora? —repitió lamuchacha—. Encuentra al Juglar autor de esafrase que acabas de apropiarte y dile que novuelva a usarla.

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Marick se carcajeó y la estrechó con másfuerza entre sus brazos.

—¿Sabes una cosa...? —le dijo él aloído—. Todavía no hemos discutido mis honor-arios como escolta.

—Tengo dinero —repuso ella, preguntán-dose lo lejos que le llevaría su dinero cuando es-tuviera en Angiers.

—También yo —replicó él entre risas—.No me interesa el efectivo.

—Entonces, ¿qué clase de precio tenéis enmente, maese Marick? —preguntó Leesha—. ¿Esotro juego para conseguir un beso?

Él soltó una risa ahogada mientras le cen-telleaban esos ojos lobunos suyos.

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—Un beso era el precio por traerte unacarta. Llevarte sana y salva hasta Angiers va a sermucho más... caro.

Él agitó las caderas detrás de ella. El signi-ficado de ese movimiento era inequívoco.

—No te precipites —contestó Leesha—. Aeste paso, serás afortunado si logras el beso.

—Veremos —replicó el Enviado.

Montaron el campamento poco después.Leesha hizo la cena mientras Marick trazaba losgrafos. Cuando el guiso estuvo listo, ella echóunas hierbas en el cuenco del Enviado antes deentregárselo.

—Come deprisa —la instó él cuando tomóla escudilla, y se metió una cucharada bien car-gada en la boca—. Preferirás quedarte en la

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tienda antes de que surjan los abismales. Verlosaparecer tan cerca suele dar miedo.

Leesha miró por el rabillo del ojo la tiendamontada por el angersiano: apenas había espaciopara una sola persona.

—Es pequeña, pero así combatiremos el re-lente de la noche, dándonos calor el uno al otro—dijo con un guiño.

—Estamos en verano —le recordó ella.

—Aun así, noto que sopla una fría brisacada vez que hablas —repuso él con una risillaahogada—. Tal vez encontremos una forma dedisiparla. Además —prosiguió, haciendo ungesto más allá del círculo protector, donde losabismales habían empezado a cobrar forma entrelos zarcillos de niebla—, no puedes irte muy le-jos.

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Marick era mucho más fuerte que ella ysus forcejeos le sirvieron tan poco como sus neg-ativas. Ella soportó los besos y el magreo de susmanos torpes y rudas con los gritos de los abis-males a sus espaldas, y le consoló con palabrastranquilizadoras cuando le falló la virilidad, ofre-ciéndole brebajes de hierbas y raíces que sólo sir-vieron para empeorar su condición.

Él se enfadaba en ocasiones, haciéndolatemer que iba a golpearla, y otras lloraba, ¿puesqué hombre no querría extender su simiente? LaHerborista capeaba el temporal como podía, puesla prueba no era un precio demasiado alto porllegar a Angiers.

«Le estoy salvando de sí mismo», se decíapara sus adentros cada vez que le echaba una

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dosis en la comida, «¿pues qué clase de hombrequiere ser un violador?», pero lo cierto era quesentía muy poco remordimiento. El uso de sushabilidades para mermar la hombría del Enviadono le daba placer alguno, pero en lo más hondode su ser sentía una fría satisfacción, como sitodas sus predecesoras desde incontables eones,desde que el primer hombre tumbó en el sueloa una mujer para forzarla, estuvieran asintiendocon fría aprobación al hecho de que ella le hu-biera privado de su hombría para que él no laprivara de su virginidad.

Los días pasaron lentamente y el humor deMarick pasaba de la amargura a la frustración trascada noche de fracaso. La última apuró la botade vino y pareció dispuesto a salir del círculo deprotección y entregarse a los demonios. De ahíel inmenso alivio de Leesha al ver la Fortalezadel Bosque extenderse ante ellos en medio de la

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floresta. Exclamó sorprendida al ver los altos yfuertes muros —y los grafos trazados en maderalacada—, lo bastante largos como para abarcarvarias veces Hoya de Leñadores.

Las calles de Angiers estaban cubiertas demadera para evitar que los demonios se corpor-eizaran dentro de la ciudad. Toda la urbe erauna enorme tarima. Marick la llevó al corazónde la población y la dejó delante del dispensariode Jizell. La aferró por el brazo cuando ella sedisponía a irse y le apretó con fuerza hastahacerle daño.

—Lo sucedido fuera de estas murallas,fuera se queda —le dijo él.

—No voy a decírselo a nadie —la aseguróLeesha.

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—Más te valdrá, porque te mataré si lohaces —la amenazó Marick.

—Te lo prometo, te doy mi palabra de Her-borista —contestó la joven.

Marick refunfuñó y la liberó, sacudiendocon fuerza las bridas del corcel y alejándose amedio galope.

Una sonrisa curvó las comisuras de los la-bios de la muchacha cuando reunió sus cosas y seencaminó hacia el dispensario.

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15

El violín de la fortuna

325 d.R.

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Había humo, y un incendio, y los gritos deuna mujer resonaban por encima de los alaridosde los abismales.

«¡Te quiero!»

Rojer se despertó con el corazón desbocadocuando las primeras luces del alba empezabana deslizarse por encima de los altos muros deFuerte Angiers y una luz tenue se filtraba entrelas rendijas de las contraventanas. A la esperade que se le tranquilizara el pulso, sostuvo confuerza el talismán con la mano buena mientrasaumentaba la claridad del día. La muñequita, unainfantil creación de cuerda y madera con unmechón del pelo rojo materno, era cuanto lequedaba de su madre.

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No se acordaba del semblante de su progen-itora, desdibujado entre el humo, ni de la mayorparte de lo acaecido durante esa noche, pero nose olvidaba de las últimas palabras de su madre,pues las oía una y otra vez en sus sueños:

«¡Te quiero!»

Se frotó el pelo entre los dedos pulgar y an-ular de la mano lisiada. Una cicatriz irregular eracuanto quedaba allí donde habían estado los dosdedos corazón e índice, pero gracias a ella única-mente había perdido eso.

«¡Te quiero!»

El talismán era la protección secreta de Ro-jer, algo que no había compartido ni siquiera conArrick, que había sido como un padre para él.Lo ayudaba a pasar las largas noches, cuando laoscuridad se cerraba de forma insoportable a su

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alrededor y temblaba de miedo al oír los gritos delos abismales.

Pero había llegado el día, y su luz le de-volvió la sensación de seguridad. Besó lamuñequita y volvió a colocada en el bolsillosecreto que se había cosido en sus pantalonesmulticolor. La certeza de que estaba ahí le hacíasentirse más valiente. Había cumplido diez años.

Rojer se levantó de su jergón de paja, sedesperezó y salió del pequeño cuarto con paso va-cilante, todavía bostezando. Se le cayó el alma alos pies cuando vio a Arrick desmadejado sobrela mesa. El maestro se había quedado dormidojunto a una botella vacía, aferrando el gollete dela misma, como si fuera a estrangularla para ex-traer las últimas gotas de licor.

Ambos eran sus talismanes.

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Rojer cruzó la estancia y curioseó la botellaque retenía entre los dedos.

—¿Quién...? ¿Wazzar...? —inquirió Ar-rick, levantando a medias la cabeza.

—Te has vuelto a quedar dormido en lamesa —dijo Rojer.

—Ah, eres tú, zagal —gruñó Arrick—. Mepareció que era nuestro espléndido casero otravez.

—Ya debemos el alquiler —contestó Ro-jer—. Vamos a actuar en La Plazuela estamañana.

—El alquiler, siempre el alquiler —refun-fuñó Arrick.

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—Maese Keven ha jurado echarnos a lacalle si no le pagamos hoy —le recordó el niño.

—Bueno, pues cantaremos —repuso eltrovador, levantándose. Perdió el equilibrio e in-tentó sujetarse echando mano a la silla, pero esosólo sirvió para derrumbarse encima de la mismaantes de golpearse contra el suelo.

Rojer hizo ademán de ayudarlo a le-vantarse, pero Arrick lo empujó hacia atrás.

—¡Estoy bien! —gritó mientras se ponía enpie de forma vacilante, como si Rojer se atrevieraa discrepar—. ¡Soy capaz de hacer una volteretahacia atrás! —aseguró, volviendo la cabeza paraver si había espacio. El brillo de sus ojos eviden-ció cuánto se arrepentía de su fanfarronada.

—Sería mejor dejarlo para la actuación—se apresuró a decir Rojer.

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El Juglar se volvió para mirarlo.

—Posiblemente tengas razón —concedió elotro para alivio de ambos—. Tengo la gargantaseca. Voy a necesitar un trago antes de cantar.

Rojer asintió y se apresuró a tomar uncántaro de agua y llenar una copa de madera.

—No, agua no —le advirtió Arrick—.Tráeme vino. Necesito el aguijonazo de un tragoque me entone las tripas.

—Nos hemos quedado sin vino —repuso elniño.

—Entonces, corre y tráeme un poco —leordenó Arrick, que tropezó y estuvo a punto decaerse cuando hizo ademán de ir a por su bolsa,aunque logró agarrarse por los pelos; el pequeñoacudió a sujetarlo.

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El adulto tironeó del cordón de la bolsahasta abrirla y la levantó para luego sacudirlahacia abajo, pero no cayó moneda alguna contralos tablones y él soltó un gruñido.

—¡Ni un klat! —gritó, frustrado, y arrojó labolsa al suelo, movimiento que le privó de su es-caso equilibrio y le llevó a dar una vuelta enterasobre sí mismo para sujetarse antes de desplo-marse sobre las losas con un ruido sordo.

Ya se había puesto a cuatro patas paracuando Rojer acudió en su ayuda, pero entoncesel Juglar tuvo arcadas y vomitó vino y bilis portodo el suelo. Luego, cerró los puños y se pusoa temblequear. El niño pensó que iba a devolverde nuevo, pero al cabo de un instante comprendióque su maestro estaba llorando.

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—Nunca fue así mientras trabajé para elduque —gimió el Juglar—. Entonces me sobrabael dinero.

«Sólo porque el duque te pagaba el vino»,pensó el pequeño, pero tuvo la suficiente pruden-cia como para no expresarlo en voz alta. Decirleque bebía demasiado era la forma más segura deprovocarle un estallido de ira.

Limpió a su maestro y lo llevó hasta el jer-gón; una vez que lo dejó allí inconsciente buscóun trapo con el que limpiar el suelo. No iban a ac-tuar ese día.

Se preguntó si maese Keven iba a ponerlosde patitas en la calle de verdad y adonde iríansi eso ocurría. El muro protegido angersiano erafuerte, pero siempre había agujeros en la red dearriba y no era extraño que se colaran los demo-

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nios del viento. Le aterraba la idea de pasar unanoche en la calle.

Estudió las contadas posesiones de ambos,preguntándose si quedaba algo de valor. Cuandolas cosas se pusieron feas, Arrick había vendidoel destrero de Geral y el escudo protegido congrafos, pero quedaba el círculo portátil del En-viado. Podía conseguir un buen precio, pero elpequeño no se atrevía a venderlo. Arrick beberíasin medida y se jugaría el dinero, y no quedaríanada para protegerlos cuando al final los desahu-ciaran y tuvieran que pasar la noche a la intem-perie.

También Rojer echaba de menos los tiem-pos en que su maestro trabajaba para el duque.Las cortesanas de Rhinebeck adoraban a Melodíay a él le trataban como a un hijo. Una docenade mujeres le estrechaban contra sus pechos per-

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fumados todos los días, le daban dulces y le en-señaban a que las ayudara a pintarse y acicalarse.No veía demasiado a su maestro en aquellos días,pues Arrick solía dejarlo en el burdel mientras ibade viaje a las aldehuelas para pronunciar con vozalta y clara los edictos ducales.

Pero una noche el duque acudió bebido y li-bidinoso a los aposentos de su puta favorita, en-tró con paso vacilante y se encontró aovillado enla cama a un niño, y no quería volver a encon-trárselo. Quería que Rojer se fuera, y Arrick conél. El pequeño sabía que era culpa suya que ahoralos dos llevaran una existencia tan miserable. Ar-rick lo había sacrificado todo por él, al igual quesus padres.

Rojer no pudo hacer nada por sus progen-itores, pero todavía estaba a tiempo de intentarlopor Arrick.

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Rojer corrió con todas sus fuerzas, esper-ando que el gentío siguiera allí. Incluso ahora,la anunciada actuación de Melodía iba a atraera mucha gente, aunque no iban a esperar parasiempre.

Se había echado al hombro la «bolsa delas maravillas» de Arrick, hecha de esa tela re-mendada, raída y gastada de colores variopintos,al igual que la de las ropas de los Juglares, dondehabía metido todos los instrumentos propios delarte trovadoresco. Rojer los dominaba todos,salvo las bolas de malabarismos.

Trotaba descalzo, golpeteando el entar-imado de las calles con sus pies callosos. Rojertenía botas y guantes a juego con la tela multicol-or de su botarga de colores, pero no se los había

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puesto. Prefería la firme sujeción de los dedosde los pies a las suelas gastadas de sus coloridasbotas de campanillas, y odiaba los guantes.

Arrick había rellenado con algodón losguantes para ocultar los dedos mutilados de lamano derecha de Rojer. Unos hilos delgados un-ían los falsos extremos a los reales para conseguirque se flexionaran al mismo tiempo. Era unapillería de lo más ingeniosa, pero Rojer se sentíaavergonzado cada vez que metía la mano lisiadaen aquel ingenio tan molesto. Arrick insistía enllevarlos, pero su maestro no podía pegarle poralgo de lo que no estaba al tanto.

La gente daba vueltas alrededor de LaPlazuela cuando llegó Rojer. No serían más deuna veintena, y algunos de ellos eran niños. Rojeraún recordaba los tiempos en que la noticia deuna posible aparición de Arrick Melodía atraía

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a cientos de personas de todos los rincones dela ciudad, incluso lugareños de aldeas cercanas.En aquel entonces, él cantaba en el Templo delCreador o en el anfiteatro ducal. Ahora, LaPlazuela era el mejor sitio que podía ofrecerle elgremio, y ni siquiera ése era capaz de llenar.

Pero alguna moneda era mejor que nada ysi él conseguía que al menos una docena de asist-entes le dejaran un klat cada uno, podría pagarleotra noche de hospedaje a maese Keven, mientrasel gremio de Juglares no lo pillara actuando sin sumaestro. Si eso sucedía, el alquiler atrasado seríael menor de sus problemas.

Soltó un grito y pasó bailando entre elpúblico al tiempo que sacaba de la bolsa manojosde vilanos teñidos y las lanzaba al aire. Las vai-nas daban más y más vueltas y aleteaban en elaire, dejando un rastro de vivos colores.

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—¡El aprendiz de Arrick! —gritó una per-sona del público—. Después de todo, Melodía vaa venir.

Rojer sintió un retortijón en el estómagocuando se produjo un aplauso. El quería decir laverdad, pero la primera regla de la juglaría, segúnArrick, era no decir ni hacer nada que echara aperder el buen humor del respetable.

El escenario de La Plazuela tenía tres gra-das. La trasera era un armazón de madera ideadopara amplificar el sonido y mantener a los artistasa salvo de las inclemencias del tiempo. Habíagrafos tallados en la madera, pero estabandesdibujados por el tiempo. Por si los echaban ypasaban la noche a la intemperie, Rojer se pre-guntó si esos grafos no les darían cierto abrigo aél y a su maestro.

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Subió los escalones a la carrera, cruzó elescenario con un salto de manos y arrojó sucolección de sombreros en frente del público conun preciso giro de muñecas.

Rojer había caldeado los ánimos del res-petable antes de cada actuación de su maestroy cayó en esa rutina durante unos minutos,haciendo volteretas laterales, contando chistes, ll-evando a cabo trucos de magia, haciendo mimospara mofarse de figuras de la autoridad perfecta-mente conocidas, y consiguió risas y aplausos.Lentamente, comenzó a aumentar el número deespectadores. Treinta. Cincuenta. Pero tambiénempezaron a desatarse cada vez más murmullos,pues esperaban con impaciencia la aparición deArrick Melodía. Rojer sintió un vacío en el es-tómago y llevó la mano al talismán oculto en elbolsillo secreto en busca de fuerza.

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Pidió a los niños que se adelantaran paracontarles la historia del Regreso a fin de posponerlo inevitable lo máximo posible. Él contó la tramahaciendo una pantomima, y lo hizo bien, y algun-os asintieron, pero leyó el desencanto en muchosrostros. ¿No era Arrick quien solía cantar la his-toria? ¿Acaso no habían acudido por ese motivo?

—¿Dónde está Melodía? —preguntó a vozen grito alguien desde la fila trasera.

El público de alrededor lo acalló con siseos,pero la pregunta flotó en el aire y se oyeron bis-bíseos de manifiesto descontento cuando Rojerterminó su actuación para los pequeños.

—¡He venido a oír una canción! —gritó elmismo hombre de antes, y esta vez los demás as-intieron en señal de conformidad.

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El aprendiz de Juglar sabía que debía sercomplaciente, pero nunca había tenido una vozrecia y se le quebraba cada vez que sostenía unanota más de unos pocos latidos. El público iba aenfadarse si cantaba.

Se volvió hacia la bolsa de las maravillasen busca de otra opción que no fueran las ver-gonzantes bolas de juegos malabares. Era capazde cogerlas y lanzarlas bastante bien con la dies-tra lisiada, pero la falta de dedo índice le impedíadar a la bola el giro adecuado y sólo tenía mediamano para recogerla, por lo que la complicadacombinación de las bolas en el aire estaba másallá de sus posibilidades.

—¿Qué clase de juglar no es capaz de can-tar ni de hacer malabares? —le gritaba Arrick enocasiones. Uno no muy allá, Rojer era consciente.

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Tenía mucha más maña con los cuchillosde la bolsa, pero pedir a alguien del público quesubiera para hacer el número del lanzamiento decuchillos requería una licencia especial del gre-mio. Su maestro siempre elegía a una mujer depechos generosos como ayudante para esenúmero, y la mayoría de las veces ésta acababaen la cama del juglar después de la actuación.

—No creo que vaya a venir —oyó decir aese mismo hombre.

Rojer lo maldijo en silencio.

Otros asistentes empezaron a marcharsetambién. Le habían arrojado al sombrero unoscuantos klats por pura piedad, pero si Rojer nohacía algo pronto, no iban a ser suficientes parasatisfacer a maese Keven. Entonces le puso lavista encima al estuche del violín y se apresuróa recogerlo, viendo que únicamente quedaba un

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puñado de asistentes. Sacó la vara del arco y lasostuvo de forma muy recta, pues así encajabapara tocar con su mano tullida. No necesitaba losdedos perdidos para hacerlo bien.

La música llenó el lugar en muy pocotiempo. Algunos de los que habían hecho gestode marcharse, se detuvieron a escuchar, pero Ro-jer no les prestó atención.

Rojer no recordaba muchos detalles sobresu padre, pero tenía una remembranza nítida deJessum aplaudiendo y riendo mientras Arricktocaba el violín, y ahora, mientras él lo hacía,sintió el amor de su padre, igual que percibía elde su madre cada vez que sostenía el talismán. Lacerteza de ese amor le pudo al miedo y se dejó ll-evar por la suave caricia de las vibrantes cuerdas.

Solía tocar el instrumento por lo generalsólo como acompañamiento para la voz de Ar-

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rick, pero esta vez el niño fue más allá, dejandoque su música llenara el espacio que hubiera ocu-pado la voz de Melodía. Los dedos de la manoizquierda, la buena, pulsaban los trastes tan de-prisa que apenas resultaban visibles y muy prontolos presentes empezaron a marcar los tiemposcon palmadas para acompañar la música. Él tocómás y más deprisa mientras el tempo musicalaumentaba y bailaba sobre el escenario al ritmode la melodía. El público le vitoreó cuando pusoel pie en uno de los escalones y dio una volteretahacia atrás sin saltarse ni una sola nota.

La aclamación lo sacó de su trance y alzólos ojos para ver que el lugar estaba atestadoe incluso las entradas a La Plazuela estaban arebosar. Había pasado mucho tiempo desde la úl-tima vez que Arrick había sido capaz de convocara tanta gente. Rojer estuvo a punto de perder elritmo a causa de la sorpresa, pero luego apretó los

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dientes y mantuvo la cadencia de la música hastaconvertirla de nuevo en su único mundo.

—Ha sido una buena actuación —lo fe-licitó una voz mientras Rojer contaba las mone-das lacadas de madera que había en el sombrero.¡Casi trescientos klats! Keven no iba a poder de-sahuciarlos en un mes.

—Gracias —empezó a contestar Rojer,pero la respuesta se le quedó pegada a la gargantacuando alzó la vista y vio a los maestros Jasin yEdum en pie delante de él. Eran gente del gremio.

—¿Dónde está tu maestro, Rojer? —pre-guntó con severidad Edum, maestro de actoresy mimos. Se decía que sus obras atraían públicodesde la lejana ciudad de Fuerte Rizón.

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El pequeño tragó saliva con dificultad yse puso rojo como un tomate antes de agacharla cabeza, albergando la esperanza de que esoshombres interpretaran como vergüenza su miedoy su culpabilidad.

—No... no lo sé —contestó—. Se suponeque debía estar aquí.

—Apostaría a que está borracho otra vez—bufó Jasin, más conocido por el apodo de Gor-gorito, un sobrenombre que se había puesto élmismo. Era un cantante de cierto prestigio, y lomás importante, era sobrino de lord Janson,primer ministro del duque de Rhinebeck, y sehabía asegurado de que lo supiera todo elmundo—. El viejo Melodía se está avinagrandoúltimamente.

—Me maravilla que haya retenido la licen-cia durante tanto tiempo —comentó Edum—. He

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oído decir que el mes pasado se derrumbó sobreel escenario a mitad de actuación.

—Eso no es cierto —replicó el niño.

—Si yo estuviera en tu piel, me preocuparíamás por mi propia suerte —le espetó Jasin,señalándole la cara con un dedo alargado—.¿Sabes cuál es la penalización por realizar un es-pectáculo sin autorización?

Rojer se puso pálido. Arrick podía perderla licencia por aquello y si el gremio llevaba elasunto a los tribunales, los dos podían acabar concadenas en las muñecas y talando árboles.

Edum se carcajeó.

—No te preocupes, chaval —dijo Edum—,no veo necesario informar acerca de este incid-ente siempre y cuando el gremio se lleve su parte

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—terminó al tiempo que tomaba para sí buenaparte de las monedas recibidas por Rojer.

Rojer supo que le convenía no protestarcuando los hombres tomaron más de la mitad dela recaudación, se la metieron en los bolsillosdespués de repartírsela entre ellos. Era poco prob-able que alguna de esas monedas acabase en lasarcas del gremio.

—Tienes talento, zagal —le dijo Jasin antesde que ambos se marcharan—. Deberías consid-erar la posibilidad de buscarte un maestro conmejores posibilidades. Ven a verme si te cansasde limpiar al viejo Chirrido.

La decepción de Rojer únicamente duróhasta que agitó el sombrero de la colecta. Inclusola mitad era mucho más de la cantidad que habíaesperado reunir. Se apresuró a volver al hostal,deteniéndose sólo para efectuar una visita. Se di-

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rigió en busca de maese Keven, cuyo semblanteechaba para atrás cuando el muchacho se acercó.

—Más te valdrá que no hayas venido hastaaquí para implorar por tu maestro, chico —ledijo.

Rojer negó con la cabeza y le entregó unabolsa al casero.

—Mi maestro dice que aquí hay bastantepara diez días —dijo.

La sorpresa de Keven fue manifiestacuando sopesó la bolsa y oyó el satisfactorio son-sonete de las monedas de madera. Vaciló duranteunos instantes, refunfuñó un poco y se guardó labolsa con un encogimiento de hombros.

Melodía seguía dormido cuando él regresó.Rojer sabía que su maestro jamás iba a darse

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cuenta de que el posadero había cobrado. Se lim-itaría a evitar al hombre de forma continuada y sefelicitaría a sí mismo por sacarle diez días gratis.

El niño dejó las pocas monedas restantes enla bolsa de Arrick. Le diría a su maestro que lashabía encontrado sueltas en la bolsa de las mara-villas. Era poco creíble que eso pudiera sucederdado que habían estado tiesos de dinero desdehacía muchísimo tiempo, pero Arrick no iba acuestionar su buena suerte después de ver lo queRojer le había traído además.

El niño depositó la botella de vino junto aArrick mientras éste seguía dormido.

Arrick se levantó antes que Rojer a lamañana siguiente y estudió su maquillaje delante

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de un resquebrajado espejo roto. No era joven,pero tampoco tan viejo como para no poder pare-cerlo con los coloretes de juglar. Sus largos ca-bellos blanqueados por el sol eran más doradosque grises y su barba castaña, bien oscurecida continte, ocultaba la creciente papada. La pintura seajustaba tan bien a su piel morena que apenas senotaban las patas de gallo existentes alrededor desus ojos.

—Hemos tenido suerte esta última noche,zagal —dijo mientras hacía gestos para ver cómoaguantaban las pinturas—, pero no podremosevitar a Keven eternamente. Ese tejón peludo nosacabará echando el guante tarde o temprano, ycuando lo haga me gustaría tener más que...—Melodía echó mano a la bolsa, removió lasmonedas y las lanzó al aire—... seis klats ennuestro haber.

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El Juglar movía las manos demasiado de-prisa para seguirlas mientras recogía las monedasy las lanzaba otra vez por encima de su cabeza,con una cadencia cómoda.

—¿Has estado practicando tus juegosmalabares, chaval? —preguntó.

Arrick le lanzó uno de los klats antes deque Rojer tuviera ocasión de abrir la boca pararesponder. El niño se conocía bien el truco, perolisto o no, sintió una punzada de miedo cuandocazó al vuelo la moneda con la mano izquierday la lanzó al aire poco antes de que más klats lellegaran en rápida sucesión. Se las vio y se lasdeseó para mantener el control cuando debió to-marlas con la mano lisiada y se las pasó a la manobuena antes de arrojarlas al aire otra vez.

Estaba aterrado cuando tenía cuatro mone-das en danza y cuando Arrick le lanzó una quinta

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tuvo que moverse como un poseso para manten-erlas todas en movimiento. El Juglar se lo pensómejor antes de tirarle la sexta y en vez de eso es-peró con paciencia, y en efecto, un momento des-pués Rojer se cayó al suelo en medio de un repi-queteo de monedas.

El muchacho se encogió en previsión de ladiatriba de su maestro, pero Arrick se limitó asoltar un profundo suspiro.

—Ponte los guantes —dijo—. Necesitamossalir y llenar la bolsa.

El suspiro le hizo más daño que cualquiergrito o una buena colleja. La ira significaba queArrick esperaba algo mejor de él. Un suspiro im-plicaba que su maestro se había rendido.

—No —contestó el niño.

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La palabra se le escapó antes de que lograramorderse la lengua, pero Rojer sintió lo apropi-ado de la misma una vez que pendió en el espacioexistente entre ambos, encajando igual que elarco en su mano tullida.

El Juglar resopló con fuerza por debajo delbigote, sorprendido ante la audacia del chiquillo.

—Con el «no» me refiero a los guantes—aclaró Rojer; la expresión de Arrick cambió derabia a curiosidad—. No deseo llevarlos más. Losodio.

El adulto suspiró, descorchó la nuevabotella de vino y se sirvió una copa.

—¿No estábamos de acuerdo en que lagente estaría menos dispuesta a contratarte si es-taban al tanto de tu discapacidad? —preguntó.

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—No lo hablamos nunca —replicó elmuchacho—. Un día te limitaste a decirme queme los pusiera.

Arrick rió entre dientes.

—Me sabe mal desilusionarte, zagal, peroasí es como funcionan las cosas entre maestros yaprendices. Nadie quiere a un Juglar lisiado.

—¿Es eso lo que soy? ¿Un lisiado?

—Por supuesto que no —contestó Ar-rick—. No te cambiaría por ningún aprendiz deAngiers, pero nadie va a dejar de mirar las heri-das que te hizo ese demonio para ver el hombreque llevas dentro. Te colgarán algún mote in-famante y descubrirás que se ríen de ti y no con-tigo.

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—No me importa —repuso el niño—. Losguantes me hacen sentirme como un fraude y yatengo la mano bastante mal sin esos dedos depega que me hacen sentirme más torpe. ¿Qué im-porta la razón de su risa mientras vengan y dejensu dinero por hacerlo?

Arrick lo miró durante largo tiempo mien-tras tabaleaba los dedos sobre la copa.

—Déjame ver esos guantes —contestó alfin.

Los guantes eran negros y le llegaban hastala mitad del antebrazo con triángulos de tela decolores y campanillas cosidos a los extremos. Ro-jer se los lanzó a su maestro con cara de pocosamigos.

Melodía los tomó y los miró durante pocosinstantes y los arrojó por la ventana; luego, se

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sacudió las manos como si el contacto con losmismos se las hubiera manchado.

—Cálzate las botas y vámonos —dijo,apurando de un sorbo el resto de su copa.

—La verdad es que tampoco me gustan lasbotas —se atrevió a decir Rojer.

Arrick sonrió al muchacho.

—No abuses de tu suerte —lo avisó con unguiño.

La ley del gremio permitía a los miembrosactuar en la esquina de cualquier calle mientrasno obstaculizaran el tráfico ni dificultasen elcomercio. De hecho, algunos comerciantes con-

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trataban a Juglares para llamar la atención haciasus tenderetes o anunciar sus tabernas.

La afición a la bebida de Arrick había ale-jado a la mayor parte de estos últimos, por lo cualellos actuaban en las calles. Arrick había dor-mido hasta tarde, por lo cual otros Juglares se leshabían adelantado y habían ocupado los mejorespuestos y ellos no hallaron el mejor de los sitiospara su función: la esquina de una calle lateral le-jos de las rutas más concurridas.

—Lo conseguiré —gruñó Arrick—. Caldeaun poco el ambiente mientras lo preparo todo, za-gal.

Rojer asintió y se marchó a la carrera. Allídonde encontraba un corrillo de gente hacíavolteretas o andaba con las manos mientras hacíasonar los cascabeles cosidos a su ropa chillona amodo de invitación.

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—¡Espectáculo de juglares, venga a ver laactuación de Arrick Melodía! —gritó.

Entre sus cabriolas y el prestigio que to-davía conservaba el nombre de su maestro, logróconcitar cierta atención y algunos incluso lesiguieron en sus giros, aplaudiendo y riéndole lasgracias.

Un hombre codeó a su mujer.

—Mira, ése es el niño tullido de LaPlazuela.

—¿Estás seguro?

—Tú mírale esa mano —respondió elhombre.

Rojer fingió no oír esa conversación y con-tinuó moviéndose en busca de más clientes. No

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tardó en llevar a sus pocos seguidores hasta sumaestro, a quien halló haciendo malabares conun cuchillo de carnicero, un tajador de carne, unhacha de mano, un escabel minúsculo y una fle-cha. Lo movía todo con facilidad y hacía bromascon el creciente público que había reunido por sucuenta.

—Y aquí viene mi ayudante —anunció a lamultitud—. Rojer Mediagarra.

Él ya estaba corriendo hacia su maestrocuando se percató del nombre. ¿Qué hacía Ar-rick?

Ya era demasiado tarde para impedirlo, demodo que avanzó las manos y se impulsó haciadelante para hacer una triple voltereta hacia atrásy quedarse a pocos metros del Juglar. Éste tomóel cuchillo de carnicero de la letal selección con

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que hacía el juego de manos y se lo lanzó alpequeño.

Rojer esperaba el movimiento e hizo untrompo para atrapar con la mano buena elcuchillo desafilado y especialmente lastrado,cosa que hizo con facilidad. Se desenroscócuando terminó de hacer el giro y envió la hojadando vueltas hacia la cabeza de Arrick.

Éste también giró sobre sí mismo y salióde la rotación con el cuchillo firmemente sujetoentre los dientes. La multitud lo vitoreó y una llu-via de monedas cayó en el sombrero mientras elarma de carnicero volvía a formar parte del rít-mico juego de malabares con los demás elemen-tos.

—Rojer Mediagarra, con sólo diez años yocho dedos, es ya más letal con el cuchillo quecualquier adulto —proclamó Arrick.

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El gentío aplaudió. Rojer mantuvo en altola diestra para que todos la vieran. El públicosoltó exclamaciones, «oh», «ah», al verla. Lasugerencia de Arrick les había hecho creer queera capaz de atrapar y lanzar cosas con la manotullida. Ellos se lo dirían a otros y la cosa se iríaexagerando. En vez de arriesgarse a que la multi-tud pusiera un mote a Rojer, su maestro se habíaadelantado.

—Rojer Mediagarra —musitó, saboreandoel nombre con la lengua.

—¡Hop! —gritó Arrick, y Rojer se volviócuando su maestro le arrojaba una flecha. Uniólas manos en una palmada que le permitió atraparel dardo justo cuando estaba a punto de darle enla cara. Luego, se giró de espaldas a la multitudy con la mano sana lanzó el proyectil entre laspiernas hacia Arrick. Se dio la vuelta en cuanto

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terminó el movimiento, pero alzó la mano tullidahacia la multitud.

—¡Hop! —gritó él.

Arrick simuló un ataque de pánico y dejócaer las hojas con las que hacía los malabares detal suerte que le cayó entre las manos el esca-bel, justo a tiempo para que la flecha se clavaraen el centro exacto del mismo. Arrick estudió elfenómeno como si estuviera sorprendido por subuena suerte. Alzó la muñeca mientras soltaba elproyectil y lo convirtió en un ramillete de flores,y se lo entregó a la mujer más guapa de entre lasasistentes. Hubo otro tintineo de monedas en elsombrero.

Rojer corrió hacia la bolsa de las maravillasen cuanto vio que su maestro empezaba a hacertrucos de magia en busca de los instrumentos ne-

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cesarios para el ilusionismo, y entonces surgió ungrito de entre los espectadores:

—¡Toca el violín! —gritó un hombre.

Se produjo un murmullo de aceptaciónentre los asistentes en cuanto se oyó la voz. Rojeralzó la mirada y descubrió al mismo hombre queel día anterior había reclamado a grito pelado lapresencia de Melodía para que cantara.

—Así que tenéis ganas de música, ¿eh?—preguntó Arrick a la concurrencia sin perder uninstante.

El auditorio respondió con una ovación y elJuglar se fue directo a la bolsa, de donde sacó elviolín, lo acomodó debajo del mentón y se dio lavuelta, pero antes de que pudiera aplicar el arco alas cuerdas el hombre metió baza de nuevo.

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—¡No, tú no, el chico! —rugió el especta-dor—. Deja que toque Mediagarra.

El Juglar miró a Rojer con el rostro con-vertido en una máscara de irritación mientras elgentío canturreaba:

—¡Mediagarra, Mediagarra!

Al final, se encogió de hombros e hizo en-trega del violín a su pupilo.

Rojer tomó el instrumento con manostemblorosas.

«Nunca eclipses a tu maestro» era una reglaque los aprendices asimilaban enseguida, pero elpúblico le pedía a gritos que tocase, y encajó elarco de nuevo en su mano lisiada, pero libre dela maldición del guante. Cerró los ojos para sen-tir el vacío de las cuerdas debajo de los dedos y

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entonces les arrancó un débil zumbido. La multi-tud se calló cuando los primeros acordes fuerontan bajos, pues acariciaba las cuerdas como ellomo de un gato al que se le arranca un ronroneo.

El violín cobró vida en sus manos en esemomento y él le dejó llevar la iniciativa como auna pareja de baile, abarcándolo con un torbellinode música. Rojer se olvidó del gentío y de Arrick,estaba a solas con su música y exploraba nuevasarmonías incluso mientras mantenía una tonadaconstante y hacía improvisaciones para adaptarseal ritmo de las palmadas, que parecían procederde un mundo distante. No sabría decir durantecuánto tiempo estuvo tocando, podía haber estadoen ese mundo para siempre, pero sonó unchasquido y algo le picó en la mano. Movió lacabeza para despejarla y alzó los ojos hacia elpúblico, en silencio y asombrado.

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—Se ha roto una cuerda —se disculpó,avergonzado.

Echó una ojeada a su maestro, que per-manecía en el mismo estado de shock que elpúblico. Arrick levantó las manos muy despacioy empezó a aplaudir.

El gentío no tardó en imitarlo, y le dispensóuna aclamación estruendosa.

—Vamos a hacernos ricos con ese violín,muchacho —dijo el trovador mientras contaba eldinero obtenido—. ¡Ricos!

—¿Lo bastante como para pagar las cuotasatrasadas al gremio? —preguntó una voz.

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Al darse la vuelta vieron al maestro Jasinapoyado sobre la pared y escoltado por sus dosaprendices: Sali y Abrum. Sali era una soprano detimbre tan hermoso como feo era su semblante.Arrick solía bromear diciendo que el público laconfundiría con un demonio de las rocas si sepusiera un yelmo con cuernos. Abrum era un bajoprofundo de timbre tan grave que hacía vibrar lastablas del entarimado de las calles. Era alto y en-juto, de manos y pies descomunales. Si Sali dabael perfil de un demonio de las rocas, él daba latalla para pasar por un demonio del bosque.

El maestro Jasin era un tenor, como Arrick,de registro vocal rico y puro. Lucía unas costosasropas de lana azul con hilo de oro, desdeñando latela de colorines característica de la juglaría. Sehabía echado aceite en el pelo y en el bigote, me-ticulosamente cuidados.

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Jasin era un hombre de estatura mediana, locual no le restaba ni un ápice de peligro. En unaocasión le había sacado un ojo a un Juglar en eltranscurso de una reyerta en una esquina. El juezlo había absuelto al estimar el incidente como uncaso de defensa propia, pero no era eso lo quecomentaban los aprendices en la casa gremial.

—El pago de mis cuotas atrasadas no es detu incumbencia, Jasin —contestó Arrick mientrasmetía a toda prisa las monedas en la bolsa de lasmaravillas.

—Quizá tu aprendiz te haya salvado lapapeleta por la ausencia en la actuación de ayer,Chirrido, pero su violín no te va a sacar siempredel apuro —le espetó Jasin mientras Abrum le ar-rebataba el instrumento de las manos a Rojer y lopartía en dos, estrellándolo contra su rodilla—. Elgremio te quitará la licencia tarde o temprano.

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—El gremio nunca abandonaría a ArrickMelodía —repuso el maestro de Rojer—, yaunque lo hiciera, a ti, Jasin, todos te seguiríanconociendo como Segundón, la voz del cantantede fondo.

Jasin torció el gesto, pues eran muchos enel gremio quienes usaban ya ese sobrenombre, yde todos era sabido que se dejaba llevar por larabia al oírlo. Él y Sali avanzaron hacia Arrick,que aferró la bolsa con gesto protector, mientrasAbrum arrinconaba a Rojer con una pared a finde impedirle que acudiera en ayuda de su maes-tro.

Pero ésta no era la primera vez que se veíanobligados a pelear en defensa de la colecta. Rojerse dejó caer sobre la espalda y se enrolló como unmuelle para luego soltar hacia arriba una patada.

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Abrum profirió un grito, y su voz, por lo generalgrave, adquirió una nota muy diferente.

—Tenía entendido que tu aprendiz era unbajo, no una soprano —bromeó Melodía.

Jasin y Sali dirigieron una mirada de máshacia su compañero, circunstancia que Arrickaprovechó para echar mano a la bolsa de lasmaravillas y lanzar por delante de él un puñadode vilanos, que revolotearon en el aire delante deél.

Jasin se lanzó entre la nube, pero Melodíase había ladeado y lo esquivó con facilidad paraluego hacer girar con fuerza la bolsa y estrellarlacontra la corpulenta Sali, alcanzándola en plenopecho. Quizá la mujerona habría sido capaz deconservar el equilibrio, pero Rojer ya se habíasituado en su posición: de rodillas detrás de ella,para forzar una dura caída. Arrick y Rojer se es-

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cabulleron corriendo por el entarimado antes deque pudiera recobrarse el terceto.

16

Afectos

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323-325 d.R.

La azotea de la biblioteca ducal en Milnera un lugar mágico para Arlen. El mundo se ex-tendía a sus pies los días despejados, un mundosin limitaciones de muros ni grafos se prolongabahasta llegar al infinito. Ése fue también el primerlugar donde Arlen miró a Mery, y la vio de ver-dad.

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Su trabajo en la biblioteca estaba casi ter-minado y pronto regresaría a la tienda de Cob. Élcontemplaba el brillo del sol sobre las cumbresnevadas de las montañas y cómo incidía su luzen el valle de debajo, intentando memorizar laestampa para siempre, y cuando se giró hacia lajoven quiso hacer lo mismo con ella, que paraentonces tenía quince veranos y era más hermosaque las montañas y la nieve.

Mery había sido su amiga más cercana dur-ante cerca de un año, pero Arlen jamás habíapensado en ella más que en esos términos, peroahora, al ver su cuerpo silueteado por la luz deldía y con el frío viento de la montaña apartandola larga melena de su cara mientras cruzaba losbrazos por debajo de la curvatura de los pechospara combatir el frío, contempló a una jovenmujer, y él también era un hombre joven. El pulsose le aceleró cuando sus faldas flamearon al vi-

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ento y dejaron ver el encaje de las enaguas de de-bajo.

No dijo nada cuando se acercó a ella, peroella percibió la mirada de sus ojos y sonrió.

—Ya era hora —dijo Mery.

Arlen extendió el brazo con indecisión ydelineó la mejilla de la joven con el dorso de lamano. Ella se inclinó hacia delante al notar elroce y él saboreó la dulzura de su aliento mientrasla besaba. Al principio fue un beso suave y vacil-ante, pero se hizo más intenso cuando ella lo cor-respondió y se convirtió en algo con vida propia,en algo ávido y apasionado, algo que había estadocreciendo en el interior de Arlen durante un añosin su conocimiento.

Sus labios se separaron al cabo de un ratocon un ruidito. Sonrieron nerviosos con los

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brazos enlazados uno en torno al otro y contem-plaron la vista por encima de todo Miln, compar-tiendo el gozo de su joven amor.

—Siempre estás mirando hacia el valle—comentó la muchacha mientras hundía los de-dos en el pelo de Arlen y le besaba las sienes—.Dime con qué sueñas cuando tus ojos miran tan alo lejos.

Él permaneció en silencio durante untiempo.

—Con un mundo libre de abismales —re-spondió.

Mery se rió ante lo inesperado de larespuesta, pues sus pensamientos iban en otra dir-ección. Ella no tenía intención de ser cruel, peroel sonido de las carcajadas le resultó muy pare-cido al chasquido de un látigo, y a él le molestó.

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—Entonces, ¿te consideras el Liberador?¿Cómo vas a conseguir ese fin?

Arlen se separó un poco de ella, sintiéndosevulnerable de repente.

—No lo sé —admitió él—. Voy a comen-zar por ser Enviado. Ya he ahorrado dinero sufi-ciente para el caballo y la armadura.

Mery negó con la cabeza.

—Eso nunca ocurrirá si nos casamos —re-puso ella.

—¿Vamos a casarnos? —preguntó Arlen,tan sorprendido que la voz se le aceró un poco.

—¿Qué? ¿No soy bastante buena para ti?—preguntó la muchacha, alejándose y mirándolocon indignación.

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—No, yo jamás he dicho eso...—tartamudeó Arlen.

—Ah, bueno —dijo ella—. Hacer de Envi-ado quizá reporte dinero y gloria, pero es demasi-ado peligroso, sobre todo una vez que tengamoshijos.

—Ah, pero ¿vamos a tener hijos ya?—chilló Arlen. Mery lo miró como si fuera idiotay continuó sin detenerse a considerar otros de-talles—. No, eso de ser Enviado no va a suceder.Vas a tener que ser Protector, como Cob. Aunasí, deberás luchar contra demonios, pero estarása salvo conmigo en vez de estar a lomos de cabal-los por senderos infestados de abismales.

—No quiero ser Protector —repuso Ar-len—. El aprendizaje de este oficio fue un mediopara lograr un fin.

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—¿Qué fin? —inquirió Mery—. ¿Acabarmuerto en algún camino?

—No, eso no va a pasarme a mí —contestóArlen.

—¿Qué vas a ganar como Enviado que nopuedas lograr como Protector?

—Evasión.

Mery enmudeció y ladeó la cabeza a fin deevitar los ojos del aprendiz, al cabo de unos mo-mentos retiró su brazo del de él y se sentó en si-lencio. Arlen descubrió que la tristeza la hacíaaún más bella.

—¿Evadirte de qué? —preguntó al fin—.¿De mí?

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Arlen miró a la joven, atraído de un modoque sólo ahora empezaba a comprender, y se lehizo un nudo en la garganta. ¿Tan malo eraquedarse? ¿Qué posibilidades tenía de encontrara otra como Mery?

¿Y era eso bastante? Él jamás quiso formaruna familia, lo que implicaba unos vínculos afect-ivos no deseados. Si hubiera querido casarse ytener hijos, también podría haberse quedado enArroyo Tibbet y haber unido su suerte a la deRenna. Había pensado que Mery era diferente...

Arlen revivió en su mente la imagen quelo había sostenido durante los tres últimos años,la visión de sí mismo en el camino, libre paravagabundear. La perspectiva lo llenó de gozo,como siempre, hasta que se volvió para mirar denuevo a Mery. El ensueño voló, y no fue capaz depensar en otra cosa que no fuera besarla.

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—No, de ti no. De ti, jamás —respondió,cogiéndola de las manos.

Sus labios volvieron a encontrarse y dur-ante un tiempo él ya no pensó en nada más.

—Me han confiado una misión a SotoPobre —anunció Ragen—. ¿Te gustaría venirconmigo, Arlen?

Soto Pobre era una aldehuela de pocasgranjas a un día a caballo de Miln.

—¡No, Ragen! —chilló Elissa.

Arlen la fulminó con la mirada, pero antesde que pudiera hablar, Ragen tomó a su esposapor el brazo y preguntó con gran amabilidad:

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—¿Me concedes unos momentos a solascon mi esposa?

El joven se pasó la mano por los labios y sedisculpó.

Ragen cerró la puerta detrás de Arlen, peroéste se negó a permitir que el destino escapara desu control y dio vueltas por la cocina, aguzandoel oído desde la entrada de la servidumbre. El co-cinero lo miró, pero él le devolvió la mirada y eltipo no se inmiscuyó.

—¡Es demasiado joven! —estaba diciendola dama.

—Para ti siempre va a ser demasiado joven,Lisa —repuso él—. Tiene dieciséis años, edadsuficiente para hacer un simple viaje de un solodía.

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—¡Lo estás animando!

—Sabes perfectamente que Arlen no neces-ita ningún ánimo por mi parte —replicó Ragen.

—Pues en ese caso, se lo estás permitiendo—replicó ella—. Aquí está más seguro.

—Estará a salvo conmigo —contestó Ra-gen—. ¿Acaso no es mejor que realice su primerviaje con alguien que lo supervise?

—Preferiría que él no hiciera ningún viaje—argüyó ella con acritud—. Pensarías lo mismosi te preocupara de veras.

—Por la Noche, Lisa, no es como sifuéramos a ver un demonio. Llegaremos al sitioantes del crepúsculo y nos iremos después del al-ba. La gente normal hace ese viaje todos los días.

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—Me da igual. No quiero que vaya.

—No es tu elección —le recordó Ragen.

—¡Lo prohíbo! —gritó Elissa.

—¡No puedes! —replicó su esposo, tam-bién a gritos. Arlen jamás le había oído levantarla voz a lady Elissa.

—¡Mírame! —gruñó—. Drogaré a loscaballos, partiré en dos todas las lanzas, arrojaréal pozo tu armadura para que se oxide.

—Llévate todas las herramientas quegustes —masculló él con los dientes apretados—,pero aun así, Arlen y yo iremos a Soto Pobremañana, a pie si es necesario.

—Voy a dejarte —anunció Elissa en vozbaja.

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—¿Qué...?

—Ya me has oído —dijo ella—. Llévate aArlen de Miln y a la vuelta me habré ido.

—No puedes hablar en serio.

—Nunca he hablado más en serio en todami vida. Llévatelo y me iré —insistió la mujer.

Ragen permaneció en silencio durantemucho rato.

—Mira, Lisa, sé lo mucho que te duele elno haberte quedado embarazada, pero...

—Eso ni mentarlo —aulló ella.

—Arlen no es tu hijo —voceó Ragen—, nilo será por muy asfixiante que sea tu voluntad. Esnuestro invitado, no nuestro hijo.

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—¡Por supuesto que no lo es! —gritóella—. ¿Cómo vamos a tener uno cuando tú estáspor ahí haciendo esas estupendas misiones tuyascada vez que yo ovulo?

—Sabías eso cuando te casaste conmigo—le recordó él.

—Lo sé, y ahora empiezo a comprenderque debí hacer caso a mi madre.

—¿Y qué significa eso? —inquirió Ragen.

—Que ya no puedo más —contestó Elissa,empezando a llorar—. No soporto la constanteespera, preguntándome si volverás o no a casa, niesas cicatrices que tú dices que no son nada ni lasplegarias de quedarme embarazada las pocas vec-es que hacemos el amor antes de que sea demasi-ado vieja. ¡Y ahora esto!

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»Sabía cuál era tu oficio cuando nos casam-os —admitió entre sollozos— y pensaba quehabía aprendido a manejarlo, pero esto... Nopuedo soportar la idea de perderos a los dos, nopuedo.

Arlen dio un respingo cuando notó unamano en la espalda, la de Margrit, quien estabajunto a él, mirándolo con severidad.

—No debería escuchar esa conversación—le recriminó.

El joven se sintió avergonzado por espiary estaba a punto de alejarse cuando captó larespuesta del Enviado.

—De acuerdo —aceptó Ragen—. Le diré aArlen que no puede venir y dejaré de animarlopara que sea Enviado.

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—¿De verdad? —inquirió ella, sorbiéndosela nariz.

—Te lo prometo —le aseguró él—, y mequedaré en casa unos cuantos meses a mi vueltade Soto Pobre y voy a mantenerte tan ocupadaque te quedarás embarazada sin remedio.

—¡Oh, Ragen!

Elissa rió y Arlen escuchó cómo él la es-trechaba entre sus brazos.

—Tiene razón —le dijo Arlen a Margrit—.No tenía derecho alguno a espiar —añadió mien-tras la rabia le formaba un nudo en la garganta—,pero para empezar tampoco ellos tenían derechoa discutir esto.

Él subió a su habitación y se puso a em-paquetar sus cosas. Más valía dormir en el duro

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jergón de la tienda de Cob que en un lecho mul-lido al precio de perder el derecho a tomar suspropias decisiones.

Arlen evitó a Ragen y a Elissa durantemeses. Se detenían a menudo para verlo, pero nolo encontraban y también enviaron criados paraintentar algún acercamiento, pero el resultado fueel mismo.

Ahora no usaba los caballos de las cuadrasde Ragen, de modo que adquirió su propia mon-tura y practicaba la equitación en los campos ex-tramuros. Mery y Jaik lo acompañaban a me-nudo, pues el vínculo entre ellos se había estre-chado mucho. Mery ponía mala cara ante esosejercicios, pero todos eran jóvenes y el simple

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placer de galopar a caballo por la campiña alejabaesos sentimientos.

Arlen trabajó con creciente autonomía en latienda de Cob, aceptando trabajos y nuevos cli-entes sin necesidad de supervisión. Su nombrese había hecho popular en los círculos del nego-cio en Miln, y los beneficios de Cob aumentaron,por lo que contrató criados y tomó nuevos apren-dices, dejando a Arlen el grueso de su adiestrami-ento.

Arlen y Mery paseaban la mayor parte delas tardes, apurando las horas hasta que el cieloinsinuaba las sombras. Sus besos eran cada vezmás ávidos, y los dos querían ir más lejos, peroMery siempre se separaba antes de que las cosasllegaran a mayores.

—Habrás terminado el periodo de aprend-izaje dentro de un año —decía una y otra vez—.

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Podremos casarnos al día siguiente si tú quieres,y a partir de ese momento podrás tenerme todaslas noches.

La dama Elissa visitó la tienda unamañana en que Cob se hallaba fuera. Arlen estabaocupado hablando con un cliente y no se percatóde su presencia hasta que fue demasiado tarde.

—Hola, Arlen —lo saludó cuando el visit-ante se hubo marchado.

—Hola, lady Elissa.

—No hacen falta tantas formalidades.

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—Tengo la impresión de que un trato pocoformal ha confundido la naturaleza de nuestrarelación y no deseo repetir ese error —argüyó él.

—Me he disculpado una y otra vez, Arlen—repuso Elissa—. ¿Qué hace falta para que meperdones?

—Que quieras hacerlo —contestó él.

Los dos aprendices se miraron el uno alotro y se levantaron al unísono de la mesa detrabajo para abandonar la habitación, aunque ladama ni se percató de ello.

—Lo quiero.

—No es verdad —replicó Arlen mientrasrecogía varios libros del mostrador de la tiendapara colocarlos más lejos—. Lamentas que yo es-cuchara de tapadillo y me ofendiera. Lamentas

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que me haya ido. De lo único que no te arrepi-entes es de lo que hiciste: conseguir que Ragenrenunciara a llevarme con él.

—Es un viaje peligroso —repuso ella conel mayor tacto posible.

Arlen dejó caer los libros de golpe y miró alos ojos de la mujer por vez primera.

—He hecho ese viaje una docena de vecesen los seis últimos meses —replicó el joven.

—¡Arlen! —exclamó la dama con vozahogada.

—También he estado en las Minas delDuque —prosiguió el interpelado— y tambiénen las Canteras del Sur. Todos esos sitios estána un día de viaje desde la ciudad. He ampliadomi círculo de contactos y el gremio de Enviados

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me corteja desde que he entregado mi solicitud,llevándome adonde yo quiera ir. No has con-seguido nada. No voy a permanecer enjaulado,Elissa, ni por ti ni por nadie.

—Jamás he querido encerrarte, Arlen, miúnico deseo era protegerte —repuso ella en vozbaja.

—No te correspondía ese lugar —replicó eljoven, volviendo al trabajo.

—Tal vez no —admitió ella con un sus-piro—, pero sólo lo hice porque me preocupaba,porque te quería.

Arlen se detuvo, negándose a mirarla.

—¿Acaso sería tan malo, Arlen? —pregun-tó Elissa—. Cob no es joven y te quiere comoa un hijo. ¿Sería una maldición que te hicieras

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cargo de su tienda y te casaras con esa chica tanguapa con la que te he visto?

Arlen sacudió la cabeza.

—No voy a ser un Protector, jamás.

—¿Y qué harás al jubilarte? ¿Lo mismoque Cob?

—Habré muerto antes de llegar a eso.

—¡Qué cosas tan terribles dices, Arlen!

—¿Por qué? Es la verdad —replicó él—.Ningún Enviado en activo consigue llegar a viejo.

—Pero si sabes que ese trabajo va amatarte, ¿por qué lo haces?

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—Porque prefiero vivir unos pocos añossabiendo que soy libre a pasarme décadas dentrode una prisión.

—Es difícil considerar Miln como una cár-cel, Arlen —repuso ella.

—Pero lo es —insistió el joven—. Nosconvencemos a nosotros mismos de que es elmundo, pero no es así. Nos decimos que no haynada para nosotros fuera de estos muros, pero lohay. ¿Por qué crees que Ragen continúa siendoEnviado? Tiene más dinero del que puede gastar.

—Ragen está al servicio del duque. Tieneel deber de llevar a cabo ese trabajo porqueningún otro puede.

Arlen bufó.

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—Hay otros Enviados, Elissa, y Ragenconsidera al duque un gusano. No lo hace porlealtad ni por honor. Lo hace porque sabe la ver-dad.

—¿Qué verdad?

—Que fuera hay más cosas que dentro—replicó Arlen.

—Estoy embarazada, Arlen —dijoElissa—. ¿Crees que Ragen va a encontrar eso enalgún otro sitio?

Arlen hizo una pausa.

—Felicidades —respondió él al fin—. Sécuánto lo deseabas.

—¿No tienes nada más que decir?

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—Supongo que ahora esperarás que Ragense retire. Un padre no debe arriesgarse, ¿a queno?

—Existen otras formas de enfrentarse a losdemonios. Cada nacimiento es una victoria contraellos.

—Eso mismo decía mi padre —dijo Arlen.

La mujer abrió los ojos, sorprendida, puesel muchacho jamás había hecho mención algunaa sus padres desde que lo conocía.

—Parece ser un hombre sensato —repusoella con dulzura.

Pero la dama había dicho la frase equivoc-ada, y lo supo en el acto. El semblante de Arlense endureció hasta convertirse en algo como no

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había visto con anterioridad, algo que dabamiedo.

—¡No era sensato! —gritó Arlen, lanzandoal suelo una vasija llena de cepillos—. ¡Era uncobarde! Dejó morir a mi madre, la dejó morir...

Se le descompuso el gesto en una muecade angustia y vaciló mientras cerraba los puños.Elissa acudió a su lado a toda prisa, sin saber quéhacer ni qué decir, salvo que deseaba abrazarlo.

—La dejó morir porque le tenía miedo a lanoche —murmuró Arlen.

Intentó resistirse mientras ella lo rodeabacon los brazos, pero ella lo sujetaba con demasi-ada fuerza para que pudiera zafarse.

Lo estrechó entre sus brazos durante largotiempo, y luego le acarició el pelo.

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—Ven a casa, Arlen —musitó al final.

Arlen vivió en casa de Ragen y Elissa elúltimo año de su aprendizaje, pero la naturalezade su relación había cambiado. Ahora él era eldueño de sus actos y ni siquiera Elissa intentóluchar más contra los mismos, y para sorpresa dela dama, su rendición los acercó aún más. Arlenla idolatró cuando le creció el vientre. Él y Ragenprogramaron sus viajes de forma que ella no sequedara sola en ningún momento.

Arlen también pasó mucho tiempo en com-pañía de la Herborista comadrona de Elissa. Ra-gen le repetía que un Enviado necesitaba saberalgo de la ciencia de los sanadores, así que re-cogía para esa mujer raíces y plantas que crecían

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fuera de los muros de la ciudad y ella le enseñabaparte de su ciencia.

Ragen se mantuvo cerca de Miln durantetodos aquellos meses y colgó la lanza parasiempre cuando nació su hija Marya. Él y Cob sepasaron la noche entera bebiendo y brindando.

Arlen se sentaba con ellos, pero manteníafija la mirada en el vaso, sumido en sus pensami-entos.

—Deberíamos hacer planes —dijo Meryuna tarde mientras ella y Arlen paseaban devuelta a la casa de su padre.

—¿Planes? ¿Para qué...? —inquirió Arlen.

—Para la boda, ganso —replicó ella entrerisas—. Mi padre jamás me permitiría casarme

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con un aprendiz, pero no dirá ni una palabra encontra cuando seas Protector.

—Enviado —le corrigió Arlen.

Mery lo miró durante mucho rato y al finaldijo:

—Ya va siendo hora de que abandones esosviajes, Arlen. Pronto vas a ser padre.

—¿Y qué tendrá que ver una cosa con laotra? —quiso saber Arlen—. Montones de Envi-ados son padres.

—No quiero casarme con un Enviado—replicó ella con rotundidad—, y lo sabes,siempre lo has sabido.

—Igual que tú siempre ha sabido lo que soy—replicó Arlen— y, aun así, aquí sigues.

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—Pensé que podrías cambiar —admitióella—. Pensé que serías capaz de librarte de esafalsa ilusión en la que andas atrapado, la de quenecesitabas arriesgar la vida para ser libre. ¡Creíque me amabas!

—Y te quiero —afirmó Arlen.

—Pero no tanto como para dar tu brazo atorcer en esto —concluyó ella.

Arlen guardó silencio.

—¿Cómo puedes quererme y aun así com-portarte de esta manera? —inquirió Mery.

—Ragen ama a Elissa —contestó él—.Ambas cosas son posibles.

—Elissa odia el oficio de su marido, túmismo lo dijiste.

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—Y a pesar de todo llevan casados quinceaños —repuso él.

—¿A eso vas a condenarme? —preguntó lajoven—. ¿A pasar sola noches de insomnio sinsaber siquiera si vas a regresar, preguntándome sihas muerto o has conocido a alguna pelanduscaen otra ciudad?

—Eso no va a pasar.

—Eres un aborto de Abismo si crees eso—concluyó ella mientras las lágrimas le caíanpor las mejillas—. No voy a permitirlo. Hemosterminado.

—Mery, por favor —dijo Arlen mientrasalargaba la mano hacia ella, pero la muchacha seechó hacia atrás para que la alcanzara.

—No tenemos nada más que decir.

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Ella dio media vuelta y salió corriendohacia la casa de su padre.

Arlen se quedó allí de pie, con la miradafija en el lugar por donde se había ido, durantemucho rato: las sombras aumentaron y el sol sehundió por debajo de la línea del horizonte; peroaun así, permaneció allí, incluso cuando sonó laCampanada Postrera. Al final, arrastró las botassobre las calles adoquinadas, deseando que losabismales pudieran alzarse entre el empedrado depiedra y consumirlo.

—¡Por el Creador! ¿Qué haces aquí, Ar-len? —chilló Elissa, empujándolo para que en-trara en la mansión—. Cuando se hizo de noche,pensamos que te habías ido a la tienda de Cob.

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—Necesitaba tiempo para pensar, nada más—murmuró Arlen.

—¿Ahí fuera, en la oscuridad?

Arlen se encogió de hombros.

—La ciudad está protegida. No hay abis-males por las calles.

La dama abrió la boca para replicar, peropercibió la tribulación en los ojos del muchachoy la reprimenda murió en sus labios.

—¿Qué ha pasado, Arlen? —preguntó convoz suave.

—Le dije a Mery lo mismo que te dije a ti—contestó él, y soltó una risa apagada—. No selo tomó tan bien como tú.

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—No recuerdo habérmelo tomado nada bi-en —contestó Elissa.

—Es una buena pista para saber a qué merefiero —convino él mientras se dirigía a las es-caleras.

Se marchó a su habitación y abrió laventana para inspirar el aire frío de la noche. Sequedó contemplando la oscuridad.

A la mañana siguiente acudió a entrev-istarse con el maestro gremial Malcum.

Marya berreó antes del alba, pero el llantotrajo más alivio que irritación. Elissa había oídomuchas historias de niños muertos durante lanoche y la idea la llenaba de ansiedad hasta el

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punto de que debían quitarle al bebé de las manoscuando llegaba la hora de acostarla y durantelos sueños la embargaba una ansiedad desasose-gante.

Sacó los pies de la cama y los balanceóantes de calzarse las chinelas y acercarse a lacuna. Se sacó un pecho para amamantar a su hija,que apretó el pezón con fuerza, pero la madrerecibió el dolor con alegría, ya que era indicio dela fuerza de su amada niña.

—Eso es, lucero mío —arrulló a la niña—,bebe y hazte fuerte.

Caminó mientras amamantaba a lapequeña, temiendo ya el momento de separarsede ella. Ragen roncaba de forma acompasada enla cama. Dormía mejor ahora, pocas semanasdespués de su retirada. Tenía menos pesadillas, y

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ella y Marya lo tenían ocupado todo el día paraque el camino no pudiera tentarlo.

Al final, Marya retiró los labios del pechoy eructó satisfecha antes de quedarse dormida.Elissa la besó y la puso de nuevo en la cuna antesde dirigirse a la puerta, donde Margrit estaba a laespera, como siempre.

—Buenos días, Madre Elissa —dijo lamujer. El título y el genuino afecto con el quelo decía aún la llenaban de gozo. Incluso aunqueMargrit fuera su criada, ellas nunca habían estadoa la par en el aspecto más importante de Miln—.He oído los gritos de esta ricura —comentó—.Va a ser una niña fuerte.

—Debo salir —anunció la dama—.Prepárame un baño y ten listos el vestido azul yel abrigo de armiño.

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La mujer asintió y la madre volvió junto asu hija.

A regañadientes, Elissa confió la niña aMargrit después de haberse bañado y ataviado. Sedirigió al centro de la ciudad antes de que su es-poso se despertara, sabedora de que iba a soltarleuna reprimenda por entrometerse, pero ella sabíaque Arlen se tambaleaba al borde de un precipicioy no estaba dispuesta a dejarle caer por no haberactuado a tiempo.

Miró en derredor, temerosa de que Arlenpudiera verla entrar en la biblioteca ducal. Nohalló a Mery en ninguna de las celdas ni trasningún montón de libros, lo cual no la sorprendiólo más mínimo. Arlen apenas había hablado dela chica, como hacía con casi todos los asuntospersonales, mas Elissa escuchaba con atencióncuando lo hacía. Ella sabía que había un lugar es-

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pecial para ellos dos, y sabía que la muchacha sehabía refugiado en él.

La dama encontró a Mery en la azotea de labiblioteca. Estaba llorando.

—¡Madre Elissa! —exclamó la muchachacon voz ahogada mientras se enjugaba las lágrim-as a toda prisa—. ¡Me habéis asustado!

—Perdona, querida —repuso la dama,acercándose a ella—. Me iré si así lo quieres,pero he pensado que tal vez necesitabas alguiencon quien hablar.

—¿Te envía Arlen? —quiso saber Mery.

—No —replicó Elissa—, pero le he vistomuy alterado y he imaginado que debía ser másduro para ti.

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—¿Estaba alterado?

—Anduvo de noche por las calles durantehoras —contestó la dama—. Me moría de pre-ocupación.

Mery sacudió la cabeza.

—Decidido a matarse —murmuró.

—Tengo la impresión de que justo lo con-trario —le contradijo la dama—. Creo que intentasentirse vivo con desesperación.

Mery la miró con curiosidad. Elissa se sen-tó junto a la muchacha.

—Durante años no comprendí por qué miesposo sentía la necesidad de vagabundear lejosdel hogar bajo la amenaza de los abismales,jugándose la vida por unas cuantas parcelas y un-

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os legajos de papeles después de haber acumu-lado dinero para mantenernos viviendo con lujodurante dos vidas. ¿Por qué seguía?

»La gente describe a los Enviados contérminos como deber, honor y sacrificio. Termin-an por convencerse a sí mismos de que ésa es larazón por la cual los Enviados actúan como lohacen.

—¿Y no es así? —quiso saber la joven.

—Durante un tiempo pensé que sí, peroahora veo las cosas con mayor claridad —con-testó Elissa—. Hay veces en la vida en que nossentimos tan vivos que cuando pasan nos senti-mos disminuidos, y cuando eso ocurre, haríamoscualquier cosa por volver a sentirnos vivos denuevo.

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—Nunca me he sentido disminuida —ar-güyó Mery.

—Ni yo tampoco —replicó Elissa—, hastaque me quedé embarazada. De pronto, yo era re-sponsable de la vida que llevaba dentro de mí ycuanto comía y hacía la afectaba. Había esperadoaquello tanto tiempo que me aterraba perder albebé, como ocurre a tantas mujeres de mi edad.

—No eres tan vieja —protestó Mery.

Elissa se limitó a sonreír antes de continuardiciendo:

—Podía sentir el latido de Marya en mi in-terior, y el mío latiendo en armonía con el suyo.Jamás en la vida había sentido algo igual. Ahoraque la niña ha nacido, me desespera que tal veznunca más vuelva a sentirlo. Me aferró a ella con

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desesperación, pero esa conexión nunca será lamisma.

—¿Y qué relación guarda todo esto con Ar-len? —preguntó Mery.

—Te estoy explicando cómo creo que se si-enten los Enviados cuando están de viaje —con-testó la dama—. Creo que el riesgo de perder lavida hace que Ragen aprecie más su valía y haprendido en él un instinto que le ha permitidoseguir vivo.

»Es diferente para Arlen. Los demonios lehan arrebatado demasiado, Mery, y él se culpa así mismo. Creo que se odia en lo más profundo desu ser. Culpa a los abismales por hacerle sentir deesa manera, y obtiene cierta paz cuando los de-safía.

—Ay, Arlen —susurró Mery.

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Y las lágrimas brillaron en sus ojos una vezmás.

Elissa alargó la mano y acarició la mejillade la muchacha.

—Pero él te quiere —dijo la dama—. Loaprecio en su voz cada vez que habla de ti. A vec-es creo que mientras está tan ocupado amándote,se olvida de odiarse a sí mismo.

—¿Cómo lo has conseguido, Madre?—quiso saber Mery—. ¿Cómo te las has arre-glado para estar casada con un Enviado todos es-tos años?

La esposa de Ragen suspiró.

—Porque mi marido es benévolo y duro almismo tiempo, y sé lo insólito que es esa clasede personas. Porque jamás dudé de su amor ni de

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que regresaría a mí, y por encima de todo, porquelos momentos que he tenido con él han merecidola pena sobre los de su ausencia.

Rodeó a Mery con los brazos y la estrechócon fuerza.

—Dale una razón para volver a su hogar,Mery, y creo que Arlen aprenderá que su vida esalgo que merece la pena, después de todo.

—No quiero que se aleje nunca —contestóella en voz baja.

—Lo sé —convino lady Elissa—, ni tam-poco yo, pero no creo que pueda amarlo menos sise marcha.

Mery suspiró.

—Tampoco yo —admitió.

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Cuando Jaik salió esa mañana en direcciónal molino, Arlen lo estaba esperando. Llevaba laarmadura y tenía una montura consigo, un corcelde pelaje bayo y crin negra llamado Mensajerodel Alba.

—¿Qué es esto? —preguntó Jaik—, ¿Tevas a Soto Pobre?

—Y todavía más lejos —repuso Arlen—.Tengo un encargo del gremio para llevar unmensaje hasta Lakton.

—¡Lakton! —exclamó el pelinegro con vozentrecortada—. ¡Te llevará semanas llegar hastaallí!

—Tal vez quieras venir conmigo —le ofre-ció Arlen.

—¿Qué...?

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—Como juglar mío —aclaró Arlen.

—Mira, yo no estoy preparado para...—empezó el molinero.

—Cob dice que la mejor forma de aprenderlas cosas es haciéndolas —lo atajó Arlen—. Venconmigo y aprenderemos juntos. ¿Quieres traba-jar en el molino para siempre?

Jaik clavó la mirada en los adoquines de lacalle.

—Lo del molino no está tan mal —adujo eljoven, balanceando el cuerpo sobre uno y otro piealternativamente.

Arlen lo estudió durante unos instantes yluego asintió.

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—Cuídate, Jaik —se despidió Arlen mien-tras montaba a lomos del caballo.

—¿Cuándo piensas volver? —preguntó elmolinero.

El interpelado se encogió de hombros yvolvió la vista hacia las puertas de la ciudad antesde responder:

—No lo sé. Tal vez nunca.

Antes de que terminara esa mismamañana, Elissa y Mery regresaron a la mansiónhoras después de su encuentro.

—No cedas a las primeras de cambio —laavisó Elissa mientras caminaban—. No quieres

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perder todo tu poder. Haz que luche por ti o nuncacomprenderá tu valía.

—¿Crees que lo hará?

—Oh, sí, sé que sí —repuso la dama conuna sonrisa.

—¿Has visto a Arlen esta mañana? —lepreguntó a Margrit en cuanto llegaron.

—Sí, Madre —contestó la mujer—. Harácosa de unas horas. Pasó un rato con Marya yluego se marchó con una talega al hombro.

—¿Una talega? —preguntó la señora de lacasa.

Margrit se encogió de hombros.

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—Probablemente salía hacia Soto Pobre oalgún sitio así.

Ella asintió, no muy sorprendida de que Ar-len hubiera optado por marcharse de la ciudad un-os días.

—Estará fuera un par de días por lo menos—le dijo a Mery—. Entra a ver a Marya antes deirte.

Subieron la escalinata y Elissa empezó ahacer arrullos mientras se acercaba a la cuna deMarya, deseosa de tomar en brazos a su hija,pero se detuvo en seco cuando vio el papel deuna nota doblada y metida en parte debajo de laniña. La dama retiró el trozo de papel con manostemblorosas y lo leyó en voz alta.

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Queridos Elissa y Ragen:

He aceptado una encomienda del gremio deEnviados para ir a Lakton. Estaré ya de caminopara cuando leáis esto. Lamento no poder ser loque todos queríais.

Gracias por todo. Jamás os olvidaré.

Arlen

—¡No! —chilló Mery, y dio media vueltapara salir huyendo de la habitación. Abandonó lacasa a la carrera.

—¡Ragen, Ragen! —gritó Elissa.

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Su esposo acudió enseguida junto a ellay sacudió la cabeza con tristeza cuando leyó lanota.

—Este chico... Siempre huyendo de susproblemas —musitó.

—¿Y bien...? —inquirió la dama.

—¿Y bien, qué? —preguntó Ragen.

—¡Ve y encuéntralo! ¡Tráelo de vuelta!

Ragen fijó los ojos en su esposa conseveridad, dando inicio a una discusión sin palab-ras. Era una batalla perdida desde el principio, yella lo sabía, por eso no tardó en mirar al suelo.

—Se ha ido demasiado pronto —susurró ladama—. ¿Por qué no ha esperado un día más?

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Ragen la envolvió entre sus brazos cuandoella rompió a llorar.

—¡Arlen! —gritaba Mery mientras corría.

Toda pretensión de calma y todo el interésde aparentar entereza para lograr que su amadoluchara por ella la habían abandonado. Todocuanto quería ahora era localizarlo y decirle quelo amaba y que continuaría haciéndolo sin impor-tar cuál fuera su elección.

Llegó a la puerta de la ciudad en un tiempomínimo, jadeante a causa del esfuerzo, pero yaera tarde: los guardias la informaron de que élhabía abandonado la ciudad hacía varias horas.

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Mery sabía en el fondo de su corazón queArlen no iba a regresar. Si lo quería, no lequedaba otro remedio que ir tras él. Sabía montara caballo y podía conseguir una montura prestadade Ragen a fin de ir a por él. Seguro que Arlenpasaba en Harden la primera noche. Podía llegara tiempo si se apresuraba.

Corrió de vuelta a la mansión, pues elpánico a perder a su amado le insufló fuerzas ren-ovadas.

—¡Se ha ido! —anunció a voz en grito aElissa y Ragen—. Necesito que me prestéis uncaballo.

Ragen negó con la cabeza.

—Jamás llegarás a tiempo. Te quedarás amedio camino y los abismales te harán pedazos—repuso él.

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—No me importa. ¡Debo intentarlo!—chilló la muchacha, y salió disparada hacia lascuadras, pero Ragen era más rápido y la atrapó.Ella chilló y lo golpeó, pero su abrazo era pétreoy la muchacha no consiguió zafarse de su presa.

De pronto, Mery comprendió a qué se habíareferido cuando Arlen dijo que Miln era unaprisión, y también supo qué era sentirse disminu-ida.

Cob encontró una sencilla nota pegada enun libro de contabilidad en la encimera delmostrador a última hora del día. En ella, Arlen sedisculpaba por marcharse antes del término de lossiete años de aprendizaje.

Esperaba que lo comprendiera.

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El anciano maestro leyó la carta una y otravez, memorizando cada palabra, y leyó el mensa-je entre líneas.

—¡Por el Creador, Arlen, claro que te en-tiendo!

Tras decir eso, se echó a llorar.

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TERCERA PARTE

KRASIA

328

Después del Retorno

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17

Las ruinas

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328 d.R.

«¿Qué estás haciendo, Arlen?», se pregun-tó mientras la luz de la tea parpadeaba de formaseductora sobre la escalera de piedra. El solpendía a baja altura, cerca de la línea del ho-rizonte, y era consciente de que iba a necesitarvarios minutos para regresar a su campamento,pero las escaleras lo atraían con una fuerza queno era capaz de explicar.

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Cob y Ragen lo habían prevenido a ese re-specto. La perspectiva de los posibles tesoros ex-istentes en las ruinas se apoderaba de muchos En-viados y acababan por correr riesgos estúpidos.Arlen sabía que ése era uno de aquellos casos,pero no lograba resistirse a la posibilidad de ex-plorar «los puntos perdidos de los mapas», comolos denominaba el Pastor Ronnell. El dinero ob-tenido por aquel encargo le pagaba tres expedi-ciones, algunas a varios días del camino máspróximo, pero hasta el momento sólo había hal-lado heces.

Su mente volvió al montón de libros delmundo antiguo destinados a convertirse en polvoen cuanto intentaba cogerlos, a la hoja herrum-brosa que cuando uno se cortaba con el filo in-fectaba la herida y hacía sentir el brazo como siestuviera en una hoguera, a la bodega de vino quese venía abajo y lo mantenía atrapado durante tres

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días hasta que lograba salir excavando sin unasola botella para enseñar. La búsqueda de ruinasjamás compensaba, y un día de éstos iba a cost-arle la vida, y él lo sabía.

«Vuelve —se instó a sí mismo-. Toma unrefrigerio, revisa las defensas y descansa unpoco.»

—La noche te lleve -se maldijo Arlen antesde bajar por las escaleras.

Pero a pesar de todas esas increpaciones, elcorazón le latía desbocado de entusiasmo. Se sen-tía libre y más vivo de lo que podrían ofrecer lasCiudades Libres. Se había hecho Enviado por esemotivo.

Descendió hasta el pie de las escaleras,donde se tomó un respiro para secarse el sudorde la frente con la manga y beber un trago del

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pellejo, pues hacía mucho calor. Resultaba difícilimaginar que arriba, en la superficie, el desiertorozaría temperaturas cercanas a los cero gradosnada más caer la noche.

Avanzó por un corredor arenoso sobrecuyas paredes de piedras ajustadas la teaproyectaba sombras diabólicas que le hicieronpreguntarse: «¿Son eso sombras de demonios?Eso sí que sería tener mala pata.» Suspiró. Habíatantas cosas que ignoraba...

... a pesar de lo mucho que había aprendidoen los últimos tres años gracias a haberse em-papado como una esponja con los conocimientosde otras culturas y sus formas de enfrentarse a losabismales. Había pasado varias semanas viviendoen los bosques angersianos para estudiar a los de-monios del bosque. Había aprovechado la estan-cia en Lakton para aprender a manejar botes más

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complejos que las canoas para dos personas util-izadas en Arroyo Tibbet y pagó cara esa curiosid-ad, enfrentándose con un demonio de las aguasque le había dejado una cicatriz retorcida en elbrazo. La suerte se había puesto de su lado, puesfue capaz de fijar un pie y arrastrar al abismal porel tentáculo hasta sacarlo del agua. La criatura depesadilla no soportaba el contacto con el aire, demodo que lo soltó y se deslizó de regreso a lasprofundidades. Pasó muchos meses en esas tier-ras, familiarizándose con las protecciones en elagua.

Fuerte Rizón se parecía mucho a su hogar,más que una ciudad parecía un puñado decomunidades granjeras, cada una de las cualesayudaba a las otras para suavizar las inevitablespérdidas causadas por los abismales cuando lo-graban sobrepasar las defensas de los postes deprotección.

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La favorita de Arlen era Fuerte Krasia, laLanza del Desierto; Krasia, la del viento lacer-ante, un horno durante el día y un heladero dur-ante la noche, cuando surgían de las dunas los de-monios de la arena.

Krasia, donde continuaba el combate.

Los hombres de Krasia no se habían per-mitido el lujo de sumirse en la desesperación y to-das las noches, después de poner a buen recaudoa sus esposas e hijos, hacían la guerra a los abis-males con lanzas y redes, armas similares a lasde Arlen en lo tocante a su incapacidad para per-forar la dura piel de los abismales, pero causabanescozor y ardor a los demonios, lo bastante parahostigarlos y hacerles caer en trampas protegidascon grafos, donde los retenían hasta el amanecer,cuando el sol del desierto los reducía a cenizas.

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La determinación de los krasianos era una fuentede inspiración.

Todo lo aprendido sólo le había servidopara despertar un apetito insaciable de saber.Cada ciudad visitada le había enseñado conoci-mientos ignorados por las demás, y eso le hacíacreer que debía haber algún sitio donde estabanlas respuestas que buscaba.

Y así hasta llegar a esas ruinas semienter-radas en la arena, los restos prácticamente olvid-ados de la ciudad de Sol de Anoch, salvo en unmapa casi desmenuzado que Arlen había descu-bierto. La urbe había permanecido intacta dur-ante cientos de años y buena parte de la misma sehabía desmoronado o había sido consumida porla acción conjunta del sol y la arena, pero losniveles inferiores, horadados muy hondos en elsubsuelo, se hallaban intactos.

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Arlen se quedó sin aliento al doblar la es-quina y alzar la cabeza. Vio a la luz parpadeantede la antorcha una serie de símbolos grabada enlas columnas de piedra. Llegaban hasta el otrolado del pasillo. Eran grafos.

Arlen acercó la tea para examinarlos decerca. Eran tan antiguos e inmemoriales como elpropio aire que respiraba, viciado por el lapso delos siglos. Tomó papel y carboncillo de la talegay los pegó a la piedra para luego frotar y así ob-tener la marca del grafo. Fue limpiando el polvode los siglos, que se le pegó a la garganta, paracontinuar su tarea.

Acabó por llegar al otro extremo de la est-ancia, donde había una puerta de piedra con gra-fos de trazo descolorido y borrado por lasdesconchaduras. Extrajo su libreta y copió los

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que estaban lo bastante intactos como para desci-frarlos. Luego, se movió para examinar la puerta.

El explorador no tardó en notar que másque una puerta era una losa. Permanecía en su si-tio por el solo efecto del peso. Tomó la lanza afin de usarla como palanca e introdujo la punta amodo de cuña en la juntura existente entre la losay la pared antes de hacer fuerza. La punta de lalanza se partió con un chasquido seco.

—¡Por la Noche! —maldijo Arlen.

El metal era escaso y gravoso tan lejos deMiln. Se negó a darse por vencido y tomó mar-tillo y cincel de la talega con el propósito de hacerun agujero en la pared de arenisca, fácilmentehoradable, y pronto hubo terminado de practicarun hueco lo bastante amplio como para alcanzarla habitación situada al otro lado con el astil de lalanza. Ésta era gruesa y sólida, y en esa ocasión

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él puso todo el peso de su cuerpo mientras hacíapalanca. Notó que la gran losa cedía levemente,pero aun así, la madera se astillaría antes de quelograra moverla.

Usó el cincel para levantar las losas depiedra situadas en la base de la puerta, cavandoun surco hondo debajo de la losa. Si podía moverla piedra hasta ese punto, su propia inercia la pon-dría en movimiento.

Echó mano a la lanza y volvió a apalancarantes de hacer fuerza. La piedra resistió, pero Ar-len apretó los dientes y perseveró en el esfuerzohasta que al final la piedra se desplomó sobre elsuelo en medio de un impacto atronador, dejandovisible un estrecho hueco en el muro semiocultopor el polvo.

Arlen entró en lo que parecía ser una cá-mara funeraria. El aire hedía a antigüedad,

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aunque empezó a orearse con la corriente frescaprocedente del pasillo. Alzó la tea y vio en lasparedes los vividos colores de pinturas donde serepresentaban estilizadas y diminutas figuras hu-manas librando interminables batallas contra losdemonios.

Batallas donde los hombres parecían llevarla mejor parte.

Ocupaba el centro de la cámara un féretrode obsidiana cuyo contorno imitaba toscamentela figura de un lancero. El joven se acercó haciael féretro con mirada fija en los grafos grabadospor toda la superficie. Alargó las manos para to-carlas y entonces se percató de lo mucho que letemblaban.

Sabía que le quedaba poco tiempo antes deque se hiciera completamente de noche, pero nitodos los abismales surgidos desde el Abismo en

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ese momento lo habrían alejado de allí. Respiróhondo antes de acercarse a la cabeza del sarcóf-ago y empujar con la fuerza necesaria para quela tapa se deslizara hacia un lado, pero sin caeral suelo y romperse. Arlen era consciente de quedebía copiar los grafos antes de intentar aquello,pero tomarse el tiempo de transcribir los trazos ala libreta lo habría obligado a regresar a ese lugarpor la mañana, y simplemente no podía esperar.

La pesada piedra se movió lentamente y elrostro de Arlen enrojeció a causa del esfuerzomientras seguía empujando con los músculos hin-chados y las venas marcadas en los brazos. Lapared estaba cerca de él, por lo cual extendió unpie y lo apoyó en ella para conseguir hacer unefecto de palanca. El pasillo se pobló de ecoscuando gimió al empujar con todas sus fuerzas.La tapa del féretro se deslizó fuera de su posicióny se estrelló contra el suelo.

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Arlen no le prestó la menor atención a lacubierta y fijó la vista en el contenido del sar-cófago. El cuerpo envuelto en vendas se hallabaprácticamente intacto, pero apenas llamó su inter-és. Él sólo tenía ojos para el objeto aferrado porlas manos momificadas: una lanza de metal.

El cadáver aferraba el arma con ob-stinación, pero Arlen la sujetó y tironeó hastaquitársela. Lo maravilló su ligereza. Medía másde dos metros de contera a punta y el astil rond-aría los dos centímetros y medio de diámetro. Lapunta seguía lo bastante afilada para hacer san-gre a pesar de los muchos años transcurridos. Ar-len no conocía ese metal, pero pasó ese hechopor alto en cuanto notó otro detalle: la lanza es-taba protegida por una sucesión de grafos graba-dos a lo largo de toda su superficie plateada conun nivel de habilidad desconocido en los tiempos

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actuales. No había visto jamás unas proteccionessemejantes.

Arlen comprendió la enormidad de suhallazgo casi al mismo tiempo que se dio cuentadel peligro en que se encontraba. El sol se estabaponiendo en el exterior y era como si no hubieseencontrado nada en aquel lugar si moría antes dellevarlo a la civilización.

Alzó la tea y salió disparado de la cámarafuneraria para luego cruzar la sala y subir losescalones de tres en tres. Atravesó el dédalo decalles guiado por su instinto, rezando para acertaren cada elección y en cada giro.

Por último, atisbó la salida al polvorientolaberinto de vías semienterradas, pero no entrabani un rayo de luz por la puerta. Cuando alcanzóla salida vio que el cielo todavía conservaba unaspinceladas de color, pues acababa de ponerse el

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sol. Su campamento estaba a la vista y los abis-males apenas habían empezado a alzarse.

No se detuvo a considerar sus actos: soltó laantorcha y salió corriendo de los edificios, levant-ando arena cada vez que zigzagueaba para evitara los demonios de la arena que surgían en las in-mediaciones.

Estos seres eran primos de los demonios delas rocas, parecidos en todo salvo en su mayoragilidad y menor tamaño, a pesar de lo cual secontaban entre los más fuertes y mejor blindadosde la estirpe abismal. Tenían unas escamaspequeñas y cortantes de color azafranado apenasdistinguibles de la arenilla en vez de las láminasde color gris marengo características de sus pari-entes de piedra. Además, corrían a cuatro patasmientras que los demonios de la roca andabansobre dos piernas.

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Los semblantes eran idénticos: hileras dedientes separados sobresalían de unas fauces conforma de hocico mientras las aberturas de las fo-sas nasales se hallaban más atrás, inmediatamentedebajo de sus enormes ojos sin párpados. Gruesoscuernos salían de la frente para luego curvarsehacia atrás y hacia arriba y de las escamas surgíanespinas puntiagudas. Retorcían las cabezas sincesar mientras se apiñaban, desplazando la arenaque el viento mantenía en continuo movimiento.

Y había en estas criaturas de arena algo másaterrador que en sus familiares de piedra: cazabanen manada; actuarían en grupo hasta verlo con-sumido.

Arlen olvidó su descubrimiento y corrióentre las ruinas con el corazón latiéndole desbo-cado a una velocidad y agilidad inimaginables,saltando por encima de columnas caídas y rocas

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desmigajadas mientras iba a derecha e izquierdapara sortear a los abismales en proceso de solid-ificación.

Los abismales necesitaban unos momentospara corporeizar toda su anatomía en la superficiey Arlen aprovechó al máximo la ventaja de esacircunstancia para dirigirse a su círculo. Propinóuna patada en la corva de la rodilla a un demonio,haciéndole trastabillar lo suficiente para tener es-pacio por donde pasar y cargó directamente con-tra otro, sólo para ladearse bruscamente en el úl-timo momento, haciendo que las fauces del ser secerraran en el aire y la dentellada no lo alcanzase.

Tomó velocidad de nuevo al ver muy cercael círculo de protección, pero un demonio se in-terpuso en su camino sin que hubiera forma desortearlo. El abismal medía poco más de un metroy se había formado del todo: se agazapó en su

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camino, listo para saltar, profiriendo siseos deodio.

Arlen se hallaba muy cerca, apenas a unosmetros de su preciado círculo. Su única esperanzaera pasar zumbando junto a ese enemigo tanpequeño y caer rodando dentro del círculo antesde que lo matase el abismal.

El joven cargó directamente y por instintoasestó un lanzazo a la criatura, que se desplomó.Se produjo un flameo en el punto de impacto yél se llevó un fuerte golpe al caer sobre la arena,pero se levantó en una nube de arenilla y siguiócorriendo sin atreverse a volver la vista atrás.Saltó en dirección al círculo y cayó dentro delmismo: estaba a salvo.

Jadeante a causa del esfuerzo, Arlen alzóla vista en dirección a los demonios de la arena,cuyas siluetas quedaban perfiladas a la luz del

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crepúsculo en el desierto. Sisearon y arañaron susprotecciones, arrancando con las garras intensoschispazos de luz mágica.

A la incierta luz vespertina, el joven logróver al demonio a quien había empujado. Se movíadespacio, arrastrándose lentamente lejos de suscompañeros y de Arlen. Dejaba un rastro negrocomo la tinta sobre la duna.

Arlen abrió unos ojos como platos y luego,despacio, bajó la mirada hacia la lanza que aúnempuñaba.

El icor de la bestia empapaba la punta.

Reprimió las ganas de echar a soltar una es-tentórea carcajada y volvió a mirar al herido abis-mal. Sus congéneres dejaron de atacar las defen-sas del círculo uno tras otro y olisquearon el aire

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para luego volverse y contemplar el rastro de icorprimero y al demonio lastimado después.

La manada entera lanzó un grito y le cayóencima, haciéndolo pedazos.

El frío de la noche en el desierto acabópor obligarlo a apartar la vista del hierro. Habíapreparado todo para encender un fuego cuandomontó el campamento mucho antes, por lo cualle bastó conseguir una chispa y avivar la llamapara tener una fogata con la que calentarse y pre-pararse algo de cenar. Mensajero del Alba teníalas patas sujetas con maneas y permanecía a res-guardo en su propio círculo de protección. Lohabía cepillado y alimentado esa misma tardeantes de ponerse a explorar las ruinas.

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El Manco hizo acto de aparición poco des-pués de que brillara la luna, tal y como habíahecho durante los tres últimos años. Arlen lorecibió como de costumbre, con una palmada ados manos que provocó la réplica del ser: unbramido lleno de odio.

La primera vez que Arlen salió de Miln sellegó a preguntar si sería capaz de hallar un modode dormir a pesar de los porrazos de El Mancocontra sus defensas, pero ahora era una segundanaturaleza. Su círculo de protección había de-mostrado ser fiable una y otra vez, y él lo cuidabacon un mimo casi religioso, renovando las placaslacadas con frecuencia y reparando los cordajes.

Con todo, odiaba al demonio. No había al-canzado con él esa nota de familiaridad que sehabía producido entre El Manco y los centinelasde la muralla de Miln, y, al igual que la criatura

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sólo recordaba quién le había lisiado, Arlen noolvidaba las cicatrices de su espalda, causadaspor quien estuvo a punto de matarlo. Y tambiénse acordaba de los nueve Protectores, dos En-viados, tres Herboristas, treinta y siete guardiasy dieciocho ciudadanos milneses que perdieronla vida cuando el abismal abrió una brecha enel muro. Miró fijamente al demonio sin dejar deacariciar su nueva lanza con aire ausente. ¿Lecausarían esos grafos algún efecto a él también?

Necesitó de toda su fuerza de voluntad pararesistirse a la necesidad de saltar fuera del círculoy averiguarlo.

Arlen apenas había conciliado el sueñocuando asomó el sol y los demonios volvieron alAbismo, pero se levantó de un humor excelente.

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Después del desayuno tomó una libreta y estudióla lanza con minuciosidad antes de copiar cadagrafo y estudiar el diseño formado por todos a lolargo del astil y la punta.

El sol estaba en su cénit cuando terminó.Tomó otra antorcha y regresó al submundo delas catacumbas para copiar todas las proteccionesgrabadas en las piedras. Había más tumbas y tuvola tentación de olvidar toda prudencia y explor-arlas todas, pero si se demoraba otro día más sequedaría sin comida antes de alcanzar el oasisde la Aurora. Él había contado con localizar unpozo en las ruinas de Sol de Anoch, y lo había enverdad, pero la vegetación era escasa y no habíanada comestible.

Arlen suspiró. Las ruinas habían estado allívarios siglos. No se habrían movido de allí a su

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regreso y albergaba la esperanza de hacerlo conun grupo de Protectores krasianos detrás.

El día pasaba lentamente en el exteriorcuando abandonó la ciudad en ruinas. Arlen setomó su tiempo para ejercitar y alimentar a sumontura, y luego se preparó la comida, con lamente sumida en sus propios pensamientos.

Los krasianos iban a pedirle pruebas, pordescontado, pruebas de que esa lanza podía matarbichos. Ellos eran guerreros, no exploradores deruinas, y no iban a prescindir de un solo hombrecapaz de luchar para efectuar una expedición asísin un buen motivo.

«Pruebas», pensó. Estaba claro que debíaaportarlas él.

Arlen empezó a preparar el campamentocuando apenas quedaba una hora para el crepús-

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culo. Sujetó las patas de Mensajero del Alba conlas maneas. Preparó su círculo de tres metros dediámetro, como de costumbre, y luego sacó de lastalegas una serie de piedras de protección a finde crear otro círculo exterior más amplio, éste dedoce metros de diámetro. Situó las piedras algomás separadas de lo habitual, pero teniendo buencuidado de alinearlas bien unas con otras. Teníaun tercer círculo disponible en las alforjas, puessiempre llevaba uno de reserva, y también lo es-tableció en torno al campamento, por el lado ex-terior del círculo más largo, junto al borde.

Arlen se arrodilló en el círculo interiorcuando hubo terminado y colocó la lanza junto aél. Respiró hondo mientras despejaba la mente deposibles distracciones. No contempló cómo el solse hundía tras las dunas ni cómo la arena de lasmismas refulgía en la línea del horizonte antes decaer la oscuridad.

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Los ágiles demonios de la arena surgieronprimero y el joven no tardó en percibir el cen-telleo y el chisporroteo producido por las protec-ciones del círculo exterior, que repelieron a lascriaturas. Oyó el rugido de El Manco al cabo deunos momentos. No tardó en apartar del caminoa sus congéneres más pequeños mientras se acer-caba al anillo exterior. Arlen lo ignoró y continuórespirando de forma cadenciosa, con los ojos cer-rados y la mente en calma. La falta de respuestasólo sirvió para indignar todavía más a su en-emigo, que golpeó las protecciones con renovadasaña.

El flameo de la magia fue visible incluso através de los párpados cerrados, pero el demoniode las rocas no continuó su ataque de forma inme-diata. Arlen abrió los ojos y observó a El Manco,que ladeaba la cabeza con curiosidad y se per-mitió una sonrisa exenta de alegría.

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El abismal atacó de nuevo las defensas y,otra vez, se detuvo. En esta ocasión el ser soltó ungrito penetrante y retiró el brazo bueno de las pro-tecciones y apoyó los pies sobre el círculo, invis-ible como un muro de cristal, y con las garras ex-tendidas empujó hacia delante, chillando de dolora medida que doblaba y triplicaba la presión con-tra las protecciones. El sinuoso entramado de pro-tección se curvó allí donde el monstruo apoyabalas garras y la magia cedió de forma ostensible enel aire.

El Manco flexionó aquellas piernas blinda-das suyas provocando un sonido que le heló lasangre en las venas a Arlen a pesar de su estadode paz y al final traspasó la red de protecciónpara quedar tambaleante frente al anillo interior.Mensajero del Alba relinchó y forcejeó con lasmaneas.

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Arlen se puso en pie mientras el monstruose erguía. Se miraron el uno al otro. Los demo-nios de las arenas, más débiles, intentaron condesesperación imitar la hazaña de El Manco, perolas piedras de protección estaban espaciadas congran precisión y ninguno de ellos era capaz de ap-licar la fuerza suficiente para cruzarlas. Aullaroncon desesperación delante de la barrera mientrascontemplaban la confrontación del interior.

El joven había dado un buen estirón desdeel primer encuentro con El Manco, pero se sentíaempequeñecido en su presencia exactamenteigual que esa noche aterradora. El demonio de lasrocas medía cuatro metros y medio desde las gar-ras de los pies a la punta de los cuernos, y eso erael doble de la estatura de un hombre normal. Ar-len debió echar hacia atrás la cabeza para podermirar a los ojos al abismal, que no le quitaba lavista de encima.

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El monstruo tullido abrió las fauces chorre-antes de baba, dejando entrever las hileras de di-entes afilados como cuchillas y tensó las garras,cortantes como dagas. No había arma conocidacapaz de traspasar el negro caparazón que leacorazaba el enorme pecho. Echaba humo y teníael cuerpo chamuscado tras el cruce de la red má-gica, pero las heridas manifiestas no le restabanni un ápice de peligrosidad, antes al contrario:parecía más inquietante, un titán enloquecido.

Arlen apretó la lanza metálica con másfuerza mientras salía del círculo.

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El rito de iniciación

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El Manco bramó en la noche cuando vio lavenganza al alcance de su mano. Arlen se obligóa respirar hondo e hizo un esfuerzo por tranquil-izarse, pues el corazón estaba a punto de salírseledel pecho. No tenía prueba alguna de que la ma-gia del metal pudiera herir al demonio, sólo laesperanza, y aunque se cumpliera, no le bastaríapara ganar aquella batalla. Iba a necesitar toda suastucia y su preparación.

Separó los pies hasta adoptar una posiciónde combate. La arena le ralentizaba los movi-mientos, pero también entorpecería al monstruo.Mantuvo el contacto visual con el ser y no realizómovimientos bruscos mientras el abismalsaboreaba el momento.

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Arlen tuvo la impresión de que toda su vidalo había conducido hasta ese momento sin élsaberlo. No estaba seguro de estar preparado parasemejante prueba, pero la idea de diferir el desen-lace un poco se le antojaba intolerable despuésde haber sido acosado por ese demonio durantecasi diez años. Incluso en ese momento estaba atiempo de retroceder hasta la protección del cír-culo y ponerse a salvo de los ataques del demo-nio de las rocas. Se apartó de la zona protegidacon toda premeditación, obligándose a sí mismoa luchar.

El abismal lo observó dar vueltas mientrasenseñaba los dientes detrás de esa boca suya tor-cida por la que soltaba un gruñido que rever-beraba en su garganta. Movía la cola cada vezcon mayor rapidez. Arlen supo que se estaba pre-parando para golpear.

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El monstruo arremetió con un rugido. Lasgarras silbaron al cortar el aire. Arlen salió dis-parado hacia delante y se agachó para evitar elgolpe, aunque ya estaba al alcance del ser. No sedetuvo y se metió justo entre las patas de la cri-atura y rodó sobre sí mismo para luego dirigirleuna lanzada a la cola. Se levantó un fogonazo deluz mágica cuando el arma hizo blanco y el de-monio aulló cuando la punta atravesó las placas yse hundió en la carne.

El humano había esperado un coletazo derespuesta por parte del demonio, pero la reacciónfue más rápida de lo esperado. Se lanzó al suelode bruces mientras el apéndice silbó por encimade la cabeza: las púas del rabo no le rozaron porcentímetros. Arlen se puso en pie en un abrir ycerrar de ojos, pero El Manco ya se estaba dandola vuelta y usaba la velocidad de la cola para acel-

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erar la rapidez de su giro. El ser era rápido y ágila pesar de su corpulencia.

El Manco golpeó de nuevo y el humano fueincapaz de esquivarlo a tiempo, por lo que dis-puso la lanza en perpendicular para bloquear elgolpe a pesar de que el demonio era demasiadofuerte para tener éxito en el intento. Se había de-jado llevar por sus emociones y había entrado enla lidia antes de tiempo. Se maldijo por su idiotez.

Pero los trazos grabados a lo largo del astilflamearon cuando la garra del demonio golpeóel metal del arma. Arlen apenas sintió el golpe,pero el abismal se vio rechazado como cuandogolpeaba un círculo de protección y el efecto deretroceso de su propia fuerza lo desplazó hacia at-rás, pero se recobró enseguida, e ileso.

Arlen hizo un gran esfuerzo para sobre-ponerse a la sorpresa y moverse, comprendiendo

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dónde radicaba su ventaja y resuelto a sacarleel mayor provecho posible. El Manco embistiócomo un poseso, determinado a superar aquelnuevo obstáculo.

El joven levantó una nube de polvo al echara correr y saltó por encima de los restos caídos deuna gruesa columna de piedra para luego escond-erse detrás de ella y prepararse para salir a dere-cha o izquierda, en función de por dónde acudierael monstruo.

El Manco apaleó con fuerza la columna demetro y pico de grosor, partiéndola por la mit-ad, apartando de su paso una de las mitades conun gesto de su vigoroso brazo. La desnuda ex-hibición de poder era aterradora, y el joven saliódisparado hacia su círculo, pues necesitaba unmomento para recobrarse, pero el demonio habíaprevisto esa reacción: dobló las piernas y dio un

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gran brinco para interponerse entre Arlen y surefugio.

El humano se detuvo en seco. El abismalvolvió a gritar, victorioso. Había probado eltemple de Arlen y no había dado la talla. Res-petaba las puntadas de la larga vara, pero nohabía miedo alguno en sus ojos cuando avanzó.Arlen cedió terreno a posta, despacio para noprovocar al monstruo con ningún movimientobrusco. Retrocedió hasta poder cruzar las piedrasde protección del círculo exterior y quedar a al-cance de los demonios de la arena arracimadosfuera para contemplar el duelo.

El Manco vio su apuro y bramó antes delanzar una carga atronadora digna de ver. Arlenafirmó los pies en la arena y flexionó las piernas.No se molestó en poner la lanza en ristre para blo-

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quear un posible golpe, sino que la alzó y la echóhacia atrás, listo para arrojarla.

El golpe del demonio de las rocas habríaaplastado el cráneo de un león, pero jamás llegó asu destino. Arlen había permitido que la criaturalo arrinconara en el círculo de reserva, ocultoentre la arena. Las protecciones revivieron conun chisporroteo, reaccionando cuando el demo-nio volvió a la carga. Arlen lo esperaba con elhierro encantado en alto y se lo hundió en el vi-entre.

El alarido horrísono y ensordecedor de ElManco rasgó el velo de la noche, pero a oídos deArlen era música celestial. Dio un tirón para recu-perar el hierro, pero el arma se había quedado en-ganchada en el negro armazón del pecho. Tironeóde nuevo, lo cual estuvo a punto de costarle lavida cuando el abismal la emprendió a golpes y lo

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alcanzó de refilón; las uñas de la garra se hundi-eron en el hombro y en el pecho del hombre.

Arlen salió despedido de allí, girando comouna peonza, pero logró dirigirse hacia el círculode reserva y desplomarse dentro del anillo pro-tector. Se llevó la mano a las heridas y lanzóuna mirada al tambaleante demonio de las rocas.El Manco intentaba agarrar la lanza y arrancár-sela de la herida, pero los grafos del astil frus-traban todos los intentos del demonio y, entretanto, la magia del hierro continuaba obrando sucometido, chisporroteando en la herida y envi-ando letales oleadas al cuerpo del abismal.

Arlen se permitió una ligera sonrisa cuandoEl Manco se desplomó de bruces sobre el suelo,pero notó un gran vacío en su interior cuandolas frenéticas sacudidas de la criatura aminoraronhasta convertirse en unas convulsiones más

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suaves. Había soñado con ese momento innumer-ables veces, había recreado qué haría y qué diríacuando triunfara, pero no era como lo había ima-ginado. Lo abrumaba una sensación de pérdida yabatimiento en vez de una oleada de euforia.

—Esto es por ti, mamá —susurró mientrasel gran demonio dejaba de moverse.

Intentó recrear la imagen materna, deses-perado por obtener su aprobación. Se quedó sor-prendido y avergonzado al verificar que era in-capaz de recordar su rostro. Arlen gimió al sen-tirse insignificante y desdichado bajo las estrel-las.

Dio un rodeo para mantenerse bien lejosdel abismal y se dirigió hacia el anillo dondeguardaba sus pertrechos y podía atender sus cor-tes. Se suturó los cortes con puntadas bastante ir-regulares, pero bastaron para mantenerle cerrados

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los tajos. Luego, se aplicó una cataplasma de apiode monte que le provocó un gran escozor, indiciode lo necesario que era el apósito. La herida ya sehabía infectado.

No logró pegar ojo esa noche. Si el dolor delas heridas y la pena de su corazón no hubieranbastado para alejar cualquier soñolencia, uncapítulo de su vida estaba a punto de cerrarse yArlen estaba decidido a verlo.

El astro rey asomó por encima de las dunase inundó de luz el campamento del joven a unavelocidad sólo posible en el desierto. Los demo-nios de la arena ya se habían disuelto, huyendocon el primer atisbo de la aurora. El rostro de Ar-len se crispó a causa del dolor cuando se puso enpie y salió del círculo para ir a inspeccionar elcuerpo de El Manco mientras recuperaba la largavara de metal.

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El negro caparazón humeaba en todos lospuntos donde incidía la luz del sol, pronto em-pezó a chisporrotear y no tardó en arder. Elcuerpo del demonio no tardó en ser una pira fu-neraria que Arlen contempló hipnotizado. Viouna esperanza para la raza humana cuando el vi-ento matutino se llevó las cenizas del demonioderrotado.

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El Primer Guerrero de Krasia

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El camino del desierto no era tal en real-idad, sino una sucesión de antiguos postes in-dicadores —unos mellados y con marcas de gar-ras mientras que otros permanecían semienter-rados en la arena— destinada a impedir que seperdiera el viajero. No todo era arena, como lehabía dicho Ragen en una ocasión, aunque habíabastante como para poder vagabundear durantedías sin ver nada más. En los alrededores se ex-

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tendían cientos de kilómetros de llanuras de arenacompacta con ocasionales zonas de vegetaciónmuerta que se aferraban a terrones de tierraresquebrajada, demasiado seca para pudrirse. Nohabía abrigo alguno para ese sol de justicia enaquel mar de arena, salvo la sombra de las propi-as dunas. Hacía tanto calor que Arlen no podíaconcebir que fuera el mismo astro que permitía elsuave frescor habitual en Fuerte Miln. El vientosoplaba de continuo y debía mantener cubierto elrostro para no inhalar arenilla, que le secaba lagarganta hasta dejársela en carne viva.

Lo pasaba peor por las noches. El calor de-saparecía poco después de la puesta de sol. Losabismales se encontraban con un mundo frío ydesolado.

Pero había vida incluso en aquel lugar. Ser-pientes y lagartijas daban caza a minúsculos

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roedores, y aves carroñeras buscaban loscadáveres de las criaturas asesinadas por los abis-males o que se habían extraviado en el desiertosin ser capaces de hallar el camino de vuelta.Había al menos dos grandes oasis, donde unagran masa de agua permitía la existencia de unadensa vegetación comestible en el suelo circund-ante, y luego otros donde caían unos hilillos deagua desde una roca o desde alguna charca deagua capaz de acoger a plantas raquíticas y an-imalillos. Arlen había visto a estos moradores delarenal enterrarse en la arena durante la noche ysoportar el frío con el calor acumulado durante eldía, ocultos de los demonios que acechaban en lasdunas.

En el desierto no había demonios de lasrocas ante la falta de presas, ni demonios de lasllamas ante la ausencia de material ignífugo, nidemonios del bosque al no haber árboles con

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corteza entre los cuales pudieran camuflarse. Losdemonios del agua no podían nadar en las dunas ylos del aire no hallaban dónde fijarse. Las dunas yel desierto pertenecían a los demonios de la arenaen exclusiva, y hasta ellos escaseaban en lo másprofundo de aquel arenal, concentrándose casi to-dos en las inmediaciones de los oasis, aunque lavisión del fuego los mantenía a varios kilómetrosde distancia.

Cinco semanas de viaje de Fuerte Rizón aKrasia, más de la mitad a través del desierto, eranmás de lo que la mayoría de los más duros En-viados se atrevían a afrontar, y muy pocos es-taban tan desesperados, o tan chiflados, comopara acudir hasta allí a pesar de las astronómicascifras que los mercaderes norteños estaban dis-puestos a pagar por las sedas y las especias krasi-anas.

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Por su parte, Arlen había encontrado apa-cible el viaje. Dormitaba sobre su silla durante lashoras más tórridas del día, cuidadosamente en-vuelto en tela blanca bien holgada, daba de bebercon frecuencia a su montura y tendía lona debajode los círculos portátiles durante la noche a finde evitar que la arena cubriera las proteccionesy las inutilizara. Estuvo tentado de emprenderlaa lanzazos con los abismales que daban vueltasa su alrededor, pero la herida había debilitado lafuerza con que podía sujetarla y sabía que se laquitarían de las manos, y era bastante probableque un viento normal bastara para perder en laarena lo que había conservado una tumba subter-ránea durante cientos de años.

A pesar de los alaridos de los demonios dela arena, Arlen encontraba las noches del desiertode lo más tranquilo, acostumbrado como estabaa los enormes berridos de El Manco y aquellas

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noches durmió mucho más tranquilo quecualesquiera otras que hubiera pasado a la intem-perie.

Por vez primera en su vida Arlen veía anteél su camino como el de un glorioso errabundo.Él siempre había sabido que estaba destinado aser algo más que un simple Enviado: su sino eraluchar, pero ahora comprendía que se trataba dealgo superior a eso. Estaba destinado a llevar aotros la lucha.

Estaba seguro de poder reproducir la lanzaencantada, y ya le estaba dando vueltas a la formade poder adaptar sus grafos a otras armas: fle-chas, garrotes, piedras de honda... Las posibilid-ades eran infinitas.

Había vivido en muchos sitios, pero loskrasianos eran los únicos que se negaban a viviraterrorizados por los abismales, y ése era el

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motivo por el cual Arlen los respetaba más queal resto. El les mostraría la lanza y ellos le pro-porcionarían todo lo necesario para fabricarles lasarmas necesarias a fin de invertir el curso de suguerra de todas las noches.

Olvidó todo eso cuando el oasis aparecióante sus ojos. La arena podía reflejar el azul delcielo y engañar a un hombre para que se apartaradel camino en busca de un agua inexistente, peroél supo que no se trataba de un espejismo cuandoel caballo avivó el paso. Mensajero del Alba olíael líquido.

Se les había acabado el agua el día anteriory jinete y montura estaban muertos de sed paracuando llegaron al pequeño estanque. Agacharonla cabeza al unísono y hundieron las bocas en elfrío líquido, sorbiendo grandes tragos.

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Bebieron hasta saciarse; luego, Arlen rel-lenó los pellejos en el oasis y los situó a la sombrade uno de los enhiestos monolitos de arenisca quecustodiaban el vergel. Estudió los trazos graba-dos en la piedra y los encontró intactos, aunquehabía indicios de desgaste. El soplo permanentedel viento los iba erosionando poco a poco y conel tiempo borraba las rayas de los grafos. Extrajode la talega sus herramientas de cincelar a fin deprofundizar y reforzar los trazos de la red mágica.

Arlen recogió dátiles, higos y otras frutasde los árboles del oasis mientras Mensajero delAlba ramoneaba las puntas de matorrales verdesy hojas de arbustos raquíticos. Comió hasta nopoder más y puso el resto a secar al sol.

Un río subterráneo alimentaba el oasis y enaños inmemoriales los hombres habían excavadohondo en la arena y habían picado la roca de de-

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bajo hasta llegar finalmente hasta la corriente deagua. Arlen descendió por los escalones de piedray se adentró en una fresca cámara en el subsuelo,donde recogió las redes allí guardadas y las lan-zó al agua. Cuando tiró de ellas, obtuvo una sat-isfactoria captura de peces. Apartó unos cuantospara comerlos ya y limpió los otros, echó sal y lospuso a secar junto con los frutos.

Tomó una horca de los pertrechos del oasisy se puso a rebuscar entre las piedras hasta hallarun surco delator en la arena. No tardó en ensartaruna serpiente con las puntas y engancharla porla cola para matarla de un porrazo en la cabeza.Probablemente, habría un alijo de huevos no muylejos de allí, pero no los buscó. No sería honor-able esquilmar los recursos del oasis más de lonecesario. Volvió a apartar una parte del ofidiopara su consumo inmediato, y puso el resto a se-car.

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El joven llenó las alforjas y reabasteció laprovisión de frutos secos, pescado y carne de-jados por el anterior Enviado en un recovecoabierto en una de las grandes piedras de arenisca.Volvería a llenarlo en cuanto se hubieran secadolos frutos recogidos a fin de que el próximo com-pañero pudiera avituallarse allí.

Era imposible cruzar el desierto sin hacerun alto en el oasis de la Aurora, la única fuentede agua en cientos de kilómetros que era destinoobligado de cuantos cruzaban el desierto, con in-dependencia de la dirección. La mayoría de elloseran Enviados y unos pocos Protectores, y con elcurso de los años los miembros de tan exclusivasociedad habían dejado marca de su paso en lasrocas de arenisca. Había docenas de nombres gra-bados en las piedras: unas eran letras garabatea-das mientras que otras suponían obras maestrasde la caligrafía. Muchos Enviados incluían algo

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más que sus nombres, listaban las ciudades quehabían visitado o el número de veces en que sehabían aprovisionado en ese vergel.

Arlen había grabado en la piedra su nombrey la lista de las ciudades y aldeas habitadas hacíamucho, pues aquélla era la undécima vez que sedetenía en el oasis, pero jamás dejaba de explor-ar, y siempre tenía algo que añadir. De forma casireverencial, el joven se tomó su tiempo para gra-bar con hermosas letras con volutas el nombre de«Sol de Anoch» en la lista de ruinas que habíavisto. La marca de ningún otro Enviado en el oas-is hacía esa reivindicación, lo cual lo llenó de or-gullo.

Siguió aumentando las reservas del oasisal día siguiente. Era cuestión de honor entre losde su gremio dejarlo tan bien provisto como lohabían hallado en previsión de que llegara el día

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en que uno de los suyos acudiera en situación de-masiado precaria, malherido o afectado por el sol,como para reunir comida por su propia cuenta.

Le escribió una carta a Cob esa mismanoche, otra de las muchas que le había escritoy no le había enviado aún. Las conservaba enlas alforjas. Siempre consideraba inadecuadas suspalabras para hacer las paces después de haberabandonado sus deberes, pero aquella nueva erademasiado buena como para no compartirla. Ilus-tró con precisión los grafos de la punta de lalanza, sabedor de que el maestro Protector notardaría de darlas a conocer entre los de su gremioen Miln.

Partió del oasis de la Aurora con las primer-as luces del día siguiente y se encaminó haciael suroeste. Sólo vio dunas y demonios de laarena durante cinco días, pero a primera hora de

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la mañana del día siguiente apareció a la vistaFuerte Krasia, la Lanza del Desierto, encuadradaentre las montañas lejanas.

Parecía otra duna más vista desde lejos,pues los muros de arenisca se confundían conlas inmediaciones. La urbe había sido construidaalrededor de un vergel mayor que el oasis de laAurora, alimentado, según aseguraban los ma-pas, por la misma corriente subterránea. Sus mur-allas protegidas con grafos —más tallados quepintados— se erguían ante el sol con orgullo yen lo alto de la ciudad flameaba el estandarte dela ciudad: dos lanzas entrecruzadas sobre un solnaciente.

Los centinelas de la puerta lucían losatavíos negros de los dal'Sharum, la casta guer-rera krasiana. Tenían velado el rostro para com-batir los efectos de la inmisericorde arena. Los

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krasianos no eran tan altos como los milneses,pero aventajaban en estatura a la mayoría de losangersianos y laktonianos. Eran tipos duros yfibrosos. El viajero los saludó con un asentimi-ento de cabeza al trasponer la entrada.

Los guardias le respondieron alzando laslanzas, el mínimo signo de cortesía entre losvarones krasianos, pero Arlen había debido tra-bajar duro para ganarse ese reconocimiento. EnKrasia se valoraba a un hombre por el númerode cicatrices y por los alagi, abismales, que habíamatado. Los chin, como ellos llamaban a losforasteros, incluso a los Enviados, eran tenidospor cobardes que habían dejado de luchar y noeran dignos de cortesía alguna por parte de losdal'Sharum, entre quienes la palabra «chin» eraun insulto.

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Empero, Arlen había sorprendido a loskrasianos con su petición de luchar junto a ellosy ahora, después de que hubiera enseñado a losguerreros nuevos grafos y haber estado presenteen muchas matanzas, le llamaban Par chin, quesignificaba «forastero valiente». Jamás lo consid-erarían un igual, pero los dal'Sharum habían de-jado de escupirle a los pies e incluso había hechoentre ellos algunos amigos de verdad.

Tras cruzar la puerta, el viajero se adentróen el Laberinto, un amplio espacio interior situ-ado delante de la muralla de la urbe propiamentedicha. El Laberinto estaba lleno de muros, trinch-eras y pozos. Allí era donde los dal'Sharum, des-pués de haber dejado a salvo a sus familias detrásde las murallas interiores, libraban la «alagaisharak», la guerra santa contra los demonios. Losguerreros acechaban a los abismales en el Laber-into, los emboscaban y los hacían caer en pozos

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encantados, donde morían al salir el sol. Elnúmero de bajas era muy alto, pero los krasianoscreían firmemente que morir en la alagai sharakles aseguraba un lugar junto a Everam, elCreador, y acudían gustosos al escenario de lamatanza.

«Pronto ahí sólo van a morir abismales»,dijo Arlen para sus adentros.

Inmediatamente después de franquear lapuerta principal estaba el Gran Bazar, donde losmercaderes pregonaban las bondades de sus pro-ductos desde sus abarrotadas carretas. El aire es-taba saturado de un fuerte olor a especias krasi-anas, incienso y perfumes exóticos. Alfombras,rollos de tela fina y hermosas piezas de cerámicase acumulaban junto a montones de fruta ygrupos de ganado balador. Una multitud vocin-

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glera atestaba el lugar, donde se regateaba a gritopelado.

Arlen había visto muchos mercados y todosellos estaban llenos de hombres, pero aquél sehallaba ocupado casi en su totalidad por mujeresvestidas con un ropaje negro de la cabeza a lospies. Iban de un lado para otro, comprando y ven-diendo, gritándose unas a otras con desparpajoy entregando sus usadas monedas de oro aregañadientes.

En el bazar se vendían de continuo piezasde joyería y prendas de colores brillantes, a pesarde que Arlen jamás se las había visto llevar a nin-guna de ellas. Los hombres le habían dicho quelas mujeres lucían los adornos debajo de la ropanegra, pero eso únicamente lo sabían a cienciacierta sus maridos.

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Casi todos los varones krasianos mayoresde dieciséis años eran guerreros, y entre ellos es-taban los dama, los hombres sagrados que tam-bién desempeñaban funciones de liderazgo en lavida secular. Ninguna otra vocación se considera-ba honorable. Quien optaba por un oficio era lla-mado «khaffit» y se le despreciaba, siendo con-siderado poco más que una mujer en la sociedadkrasiana. Las mujeres hacían todo el trabajo deldía a día en la ciudad, se encargaban de los cul-tivos, la cocina y el cuidado de los hijos. Pre-paraban arcilla, con la cual hacían cerámica, con-struían y reparaban las casas, educaban, realiza-ban la matanza de los animales y regateaban enlos zocos. En suma, lo hacían todo, menos com-batir.

A pesar de toda esa interminable labor sehallaban totalmente supeditadas a los hombres.Las esposas de un hombre y sus hijas no desposa-

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das eran propiedad de éste, que podía disponerde ellas a su antojo, incluso matarlas. Un hombrepodía tener muchas esposas, pero si una féminase dejaba ver sin velo por un hombre diferente asu marido podía acabar muerta, como ocurría amenudo. Las mujeres eran prescindibles en la so-ciedad krasiana. Los hombres no.

Arlen sabía que los krasianos estaban per-didos sin sus mujeres, pero ellas trataban con rev-erencia a los hombres en general y casi con id-olatría a sus esposos. Acudían todas las mañanasen busca de los muertos tras una noche de guerrasanta y lloraban sobre los cuerpos de sushombres, recogiendo las valiosas lágrimas enpequeños viales. El agua era una unidad monetar-ia en Krasia y el estatus de un guerrero en vida semedía por la cantidad de botellas de lágrimas quese podía llenar con su muerte.

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Si algún hombre resultaba muerto, se esper-aba que sus hermanos y amigos se hicieran cargode sus esposas, de modo que ellas siempre teníanalguien a quien servir. Hubo una ocasión en elLaberinto en que Arlen atendió a un guerrero ag-onizante que le ofreció a sus tres esposas.

—Son hermosas, Par'chin —le aseguró elmoribundo—, y fértiles. Te darán muchos hijos.¡Prométeme que las tomarás!

Arlen juró cuidar de ellas y luego halló aotro hombre dispuesto a hacerse cargo de las tres.Sentía cierta curiosidad por saber qué aspectotendrían debajo de esas ropas de mujer, pero nohasta el punto de cambiar su círculo portátil porun edificio de adobe, su libertad por una familia.

Detrás de toda mujer había varios chiquil-los vestidos con ropa de cuero curtido. Las niñasse recogían el pelo bajo una tela y los niños con

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un fez de lino. A partir de los once años lasjóvenes se vestían las ropas negras propias delas mujeres y empezaban a casarse mientras quelos niños eran llevados a los campos de entre-namiento, a veces incluso siendo más jóvenes.La mayoría vestiría los atavíos negros de losdal'Sharum y unos pocos se pondrían el hábitoblanco de los dama, consagrando su vida al servi-cio de Everam. Quienes fracasaban en ambas pro-fesiones se convertirían en «khaffit», y lucían lasvergonzantes prendas de cuero hasta el día de sumuerte.

Las mujeres empezaron a susurrar entre el-las con entusiasmo en cuanto Arlen entró acaballo en el zoco. Él las contempló divertido,pues ninguna lo miraba a los ojos ni hizo amagode acercarse a él a pesar de lo mucho que de-seaban los bienes de sus alforjas: fina lana rizo-niana, joyas milnesas, papel angersiano y otros

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tesoros semejantes, pero él era un hombre, peoraún, un chin, y no osaban aproximarse, pues los«dama» tenían ojos en todas partes.

—¡Par'chin! —lo llamó una voz conocida.

Al volverse, el viajero tuvo ocasión de veraproximarse a su amigo Abban, el orondo merca-der que cojeaba y andaba con la ayuda de su mu-leta.

Abban era cojo de nacimiento: no podía serun guerrero ni era digno de oficiar como HombreSanto, lo cual le convertía en un khaffit, perose las había arreglado bastante bien al establecercontactos comerciales con los Enviados del norte.Iba afeitado y llevaba el fez de cuero y la camisade khaffit, pero encima se había puesto un ricotocado, un chaleco y unos pantalones de seda co-sidos con hilo de muchos colores. Sus esposas

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eran tan hermosas como las de cualquierdal'Sharum, o eso aseguraba él.

—¡Por Everam! ¡Me alegra verte de nuevo,hijo de Jeph! —lo saludó en un correctísimo thes-ano mientras palmeaba el hombro de Arlen—.El sol siempre brilla más fuerte cuando honrasnuestra ciudad.

Arlen desearía no haberle dicho al merca-der el nombre de su padre. En Krasia, el nombrepaterno era casi más importante que el propio. Sepreguntó qué pensaría el khaffit si supiera que suprogenitor era un cobarde.

Pero le correspondió palmeando el hombrodel mercader y dedicándole una sonrisa sincera:

—También yo me alegro, amigo mío.

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Él jamás habría hablado el krasiano ni sab-ría desenvolverse en los entresijos extraños y amenudo peligrosos de esa cultura sin la ayuda deltullido mercader.

—Vamos, vamos. Reposa los pies a misombra y aclara la garganta con mi agua.

Abban guió a su huésped hasta una tiendabrillante y colorida situada detrás de su puesto enel bazar, donde se estrecharon las manos mientraslas esposas e hijas de su amigo —Arlen jamás lo-graba diferenciar unas de otras— se escabullíanlevantando los faldones de la tienda para atendera Mensajero del Alba. Arlen debió hacer un es-fuerzo para no ir en su ayuda cuando ellas se hici-eron cargo de las pesadas alforjas y las llevaronhasta la tienda, sabedor de que los krasianos en-contraban inapropiada la visión de un hombre tra-bajando. Una de las mujeres se hizo cargo del

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hierro protegido, lo envolvió en una tela y lo col-gó del cuerno de la silla, pero él se apresuró allevarse la lanza. Ella hizo una gran reverencia,temerosa de haber cometido alguna ofensa.

El interior del entoldado estaba atestado decojines de seda de diferentes colores y alfombrasde intrincado diseño. Arlen dejó sus botaspolvorientas junto al faldón de la entrada a lacarpa e inspiró hondo aquel aire frío y perfumado.Se dejó caer sobre los cojines del suelo mientraslas mujeres de Abban se arrodillaban junto a élpara ofrecerle agua y fruta.

El khaffit dio unas palmadas una vez que sehubo refrescado su invitado y sus mujeres trajer-on té y pastelitos de miel.

—¿Ha sido venturoso tu viaje por eldesierto?

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—Ya lo creo, muy bueno, de veras —re-puso Arlen con una sonrisa.

Después de eso, conversaron un poco más.El hospedador cumplió todas las formalidadescomo anfitrión, pero los ojos se le iban de con-tinuo a las alforjas de Arlen y de vez en cuandose frotaba las manos distraídamente.

—Bueno, ¿hacemos negocios? —preguntóArlen cuando juzgó que había llegado el mo-mento oportuno.

—Por supuesto, Par'chin es un hombre muyocupado —convino Abban mientras chasqueabalos dedos.

Las mujeres se apresuraron a traerle unaselección de especias, perfumes, sedas, joyería,alfombras y otras muestras de la artesanía krasi-ana.

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Abban examinó los bienes enviados por losclientes de Arlen en el norte mientras el Enviadoanalizaba los objetos propuestos para el intercam-bio. El krasiano torció el gesto y le encontrabafallos a todos los objetos.

—¿Has cruzado el desierto únicamentepara comerciar con este lote? —preguntó con dis-gusto una vez que hubo terminado—. Apenasmerece la pena el viaje.

Arlen reprimió una sonrisa mientras se sen-taban para que les sirvieran té fresco. Lostrapicheos empezaban siempre de ese modo.

—Tonterías, hasta un ciego vería que tehe traído los más exquisitos tesoros de Thesa,mucho mejores que las pobres muestras que mehan traído tus mujeres. Espero que tengas ocultasahí dentro cosas mejores porque en los pudrider-os de las ciudades en ruinas he visto alfombras en

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mejor estado —replicó el Enviado, señalando conel dedo una alfombra, una obra maestra de la te-jeduría.

—¡Me ofendes a mí, que te he dado sombray agua! Ay de mí, un invitado me agravia en mipropia tienda con semejante trato —se lamentó avoz en grito Abban—. Mis esposas han trabajadodía y noche para tejerlas, usando sólo la mejor delas lanas. ¡Jamás se verá otra alfombra mejor!

Después de eso, todo era cuestión de em-pezar a regatear, y Arlen no había olvidado laslecciones aprendidas, viendo negociar al viejoJabalí y a Ragen, hacía toda una vida. El cam-balache terminó como siempre: los dos hombresactuaban como si acabaran de robarles, pero ensu hiero interno tenían la impresión de haberlesacado las cosas al otro a un precio inmejorable.

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—Mis hijas empaquetarán tus bienes y losprepararán para tu marcha —dijo Abban al fin—.¿Cenarás con nosotros? Mis esposas preparanuna mesa inigualable en el norte.

Arlen negó con la cabeza muy a su pesar.

—Esta noche iré a luchar.

Abban meneó la cabeza.

—Temo que has aprendido demasiado biennuestros usos, Par'chin. Buscas la misma muerte.

El invitado negó con el ademán.

—No tengo intención de morir ni espero unparaíso en la próxima vida.

—Ay, amigo mío, nadie tiene interés encomparecer ante Everam en la flor de la juventud,

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pero ése es el destino reservado a quienes vana la alagai sharak. Aún recuerdo los tiempos enlos que éramos tantos como granos de arena enel desierto, pero ahora... —continuó mientrassacudía la cabeza con tristeza—, ahora la ciudadestá prácticamente vacía. Nuestras mujeressiguen alumbrando hijos, pero durante la nochemueren más de los que nacen por el día. La arenacubrirá Krasia en una década si no cambiamosnuestras costumbres.

—¿Qué pensarías si te dijera que he venidoa cambiar eso?

—El corazón del hijo de Jeph es sincero,pero los damaji no van a escucharlo. Según ellos,Everam exige la guerra, y ningún chin va ahacerles cambiar de parecer.

Los «damaji» eran los integrantes del Con-cejo Municipal, formado por los dama de más

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alto rango de cada una de las doce tribus krasi-anas. Servían a Andrah, el dama predilecto deEveram, cuya palabra era absoluta.

—No puedo alejarlos de la alagai sharak—convino Arlen con una sonrisa—, pero puedoayudarles a ganarla.

El joven descubrió la lanza y se la tendió aAbban, que entreabrió los ojos de forma imper-ceptible al ver la munificencia del arma, pero alzóuna palma y negó con la cabeza.

—Soy un khaffit, Par'chin. Mis manos im-puras tienen prohibido rozar un arma.

Arlen retiró la lanza e hizo una inclinacióna modo de disculpa.

—No pretendía ofenderte —aseguró.

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—¡Ja! Quizá seas el único hombre que meha hecho una venia. Ni siquiera los par'chindeben temer ofender a los khaffit.

Arlen torció el gesto.

—Eres un hombre como los demás.

—No dejarás de ser un chin mientras con-serves esa actitud —le recriminó el mercader conuna sonrisa—. No eres el primer hombre en ponergrafos en una lanza, pero eso no significa nada sino son los antiguos grafos de combate.

—Es que precisamente son los grafos anti-guos. Encontré las ruinas de Sol de Anoch.

El mercader palideció.

—¿Localizaste la ciudad? ¿Era exacto elmapa?

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—¿Por qué te sorprendes tanto? Me dijisteque su precisión estaba garantizada.

El tullido carraspeó.

—Sí, bueno. Confiaba en nuestra fuente,por supuesto, pero nadie ha estado allí desde haceal menos trescientos años. ¿Quién podía decirhasta qué punto era exacto el mapa? —Abbansonrió—. Además, si me equivocaba, no era muyprobable que regresaras para pedirme que te de-volviera el dinero.

Los dos se echaron a reír.

Arlen le describió su aventura en la ciudadperdida.

—¡Por Everam, menuda historia! —ex-clamó el anfitrión—. Yo en tu lugar no les con-

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taría a los damaji que saqueaste Sol de Anoch, laciudad sagrada.

—Y no lo haré —le prometió Arlen—, peroaunque omita eso, seguro que ven el valor de lalanza.

El mercader meneó la cabeza.

—Incluso aunque te concedan una audien-cia, cosa poco probable, Par'chin, se negarán aaceptar el valor de nada que provenga de un chin.

—Tal vez estés en lo cierto, Abban, pero hede intentarlo al menos. De todos modos, debo en-tregar algunos mensajes en el palacio de Andrah.Acompáñame.

El mercader alzó la muleta.

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—Andaré despacio —repuso Arlen,sabedor de que la cojera tenía poco que ver con lanegativa de Abban.

—Tú no quieres ser visto conmigo fuera delzoco, amigo mío. Eso sólo te costaría el respetoque te has ganado en el Laberinto —le avisó.

—En tal caso, me ganaré más, pero ¿de quévale el respeto si no puedo pasear con mi amigo?

El krasiano le hizo una gran reverencia.

—Un día me gustaría ver la tierra donde seforjan hombres tan nobles como el hijo de Jeph.

Arlen sonrió.

—Cuando llegue ese día, Abban, yo mismote guiaré a través del desierto.

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—Detente —ordenó Abban mientrassujetaba a Arlen por el brazo.

El joven lo obedeció a pesar de no percibirproblema alguno, pues confiaba en su amigo. Lasmujeres caminaban por la calle con sus pesadascargas y un grupo de dal'Sharum andaba delantede ellas. Otro grupo se aproximaba desde la dir-ección contraria. Un dama de ropajes blancos en-cabezaba cada grupo.

—Son de la tribu kaji —informó el merca-der, señalando con la barbilla a los guerreros dedelante—, y los otros son majah. Nos convieneesperar aquí un poco.

El forastero entrecerró los ojos para obser-var a los dos grupos, ambos vestidos con las mis-

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mas ropas negras y armados con lanzas sencillasy desprovistas de todo adorno.

—¿Cómo puedes percibir la diferencia, Ab-ban?

—¿Cómo, no lo haces tú? —replicó el mer-cader, encogiéndose de hombros.

Mientras ellos estaban mirando, uno de losdama dijo algo y su homólogo le replicó, y sepusieron a discutir.

—¿De qué rayos están discutiendo?

—Siempre es por lo mismo: el dama kajicree que los demonios de la arena residen en eltercer nivel del infierno y los del viento en elcuarto. El majah sostiene lo contrario. El Eve-jah se muestra impreciso en ese punto —añadió

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Abban, refiriéndose al libro sagrado de los krasi-anos.

—¿Y qué importancia tiene esa diferencia?

—Los de los niveles inferiores están máslejos de la vista de Everam y habría que matarlosprimero —le aclaró el mercader.

Los dama ahora hablaban a grito pelado ylos guerreros empuñaron con rabia las lanzas, lis-tos para defender a sus líderes.

—¿Van a pelearse por el orden en quedeben matar a los demonios? —preguntó Arlensin salir de su asombro.

El mercader lanzó un salivazo al suelo.

—Los kaji discutirán con los majah pormenos que eso, Par'chin.

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—¡Pero cuando se ponga el sol va a haberenemigos reales para combatir! —protestó eljoven.

Abban asintió.

—Entonces, los kaji y los majah se unirán—dijo—. Como reza el dicho de aquí: «Mi en-emigo se convierte en mi hermano por la noche»,pero todavía faltan unas horas hasta el crepús-culo.

Uno de los dal'Sharum de la tribu kajigolpeó a otro de la tribu majah con el astil de lalanza, derribándolo. En cuestión de segundos, losguerreros de ambos bandos se habían enzarzadoen una pelea. Los dama se retiraron a un lado,ajenos al violento rifirrafe, y siguieron gritándoseel uno al otro.

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—¿Por qué se tolera esto? ¿Por qué no loprohíbe el Andrah?

El krasiano negó con la cabeza.

—Se supone que el Andrah es partidario detodas las tribus y de ninguna, pero en realidadpropicia los intereses de su tribu de origen, yaunque no lo haga, ni siquiera él puede poner fina todas las enemistades mortales de Krasia. Nopuedes prohibir a los hombres que sean hombres.

—Pero se comportan como críos.

—Los dal'Sharum sólo saben de la lanzay los dama del Evejah —convino Abban contristeza.

Los guerreros no estaban usando la puntade las armas, cierto, pero aun así la escalada de

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violencia era continua y alguno iba a acabarmuerto de no intervenir alguien.

—Ni se te ocurra siquiera —le pidió el mer-cader, aferrándolo del brazo cuando Arlen hizoademán de avanzar. El joven se volvió para dis-cutir, pero entonces vio que su amigo miraba másallá de su espalda, jadeaba y se postraba sobrela rodilla al tiempo que tiraba del antebrazo delforastero para que lo imitara—. Arrodíllate si val-oras en algo tu piel —siseó.

Arlen miró en derredor hasta localizar elorigen del miedo de Abban. Una mujer envueltaen un vestido blanco, el color sagrado, pasaba porla calzada.

—Dama'ting —murmuró el tullido.

Era poco habitual ver a una de las enigmát-icas Herboristas de Krasia.

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El joven miró al suelo al paso de la mujer,pero no se arrodilló. Eso no supuso diferencia al-guna, pues ella no prestó atención a ninguno deellos y se acercó con paso sereno a la melé deguerreros, que no se percataron de su presenciahasta que casi estuvo a su altura. Los damas sepusieron pálidos en cuanto la vieron y empezarona gritarles a sus hombres. La lucha cesó de inme-diato y los luchadores tropezaron unos con otrosen su intento de despejar el camino para que pas-ara la Dama'ting. Los dal'Sharum y los dama sedispersaron enseguida a su estela y se reanudóel tráfico en la calle como si no hubiera pasadonada.

—¿Eres valiente o estás mal de la cabeza,Par'chin? —le preguntó Abban en cuanto ellahubo pasado.

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—¿Desde cuándo se arrodillan los hombresante las mujeres? —quiso saber Arlen, perplejo.

—Los hombres no se arrodillan ante lasDama'ting, pero los khaffit y los chin, sí, almenos si son prudentes. Hasta los damas y losdal'Sharum las temen. Se dice que leen el futuroy que saben quiénes sobrevivirán a la noche yquiénes no.

Arlen se encogió de hombros.

—¿Y qué más da que lo sepan? —replicóel joven con aspecto de estar muy poco conven-cido. Una de ellas le había predicho su suerte laprimera noche que él había acudido al Laberinto,pero no había nada en esa experiencia que le hici-era creer que ella leía el futuro de verdad.

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—Ofender a una Dama'ting es ofender aldestino —le recordó Abban a Arlen, como si éstefuera tonto.

El aludido negó con la cabeza.

—Nosotros labramos nuestro destino, in-cluso aunque las Dama'ting sean capaces de verlocon anticipación cuando lanzan los huesos.

—Bueno, pues no te envidio el destino siofendes a una —replicó Abban.

Continuaron el camino y pronto llegaronal palacio del Andrah, una enorme estructuraabovedada de piedra blanca con aspecto de tenerla misma antigüedad que la ciudad. Los grafos.estaban pintados en oro y centelleaban a la in-tensa luz del sol que incidía de lleno sobre sus re-mates en punta.

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Pero un dama bajó corriendo las escalerasantes de que tuvieran ocasión de poner el pie enlos escalones de palacio.

—¡Largo de aquí, khaffit!

—Lo lamento mucho —se disculpó Abban,haciendo una gran reverencia y andando hacia at-rás sin apartar los ojos del suelo.

—Soy Arlen, hijo de Jeph. Enviado pro-cedente del norte, más conocido como Par'chin—dijo en krasiano mientras apoyaba la lanza enel suelo; la llevaba envuelta en una tela, pero aunasí, resultaba evidente qué era—. Traigo cartas ypresentes para el Andrah y sus ministros —con-tinuó, alzando la talega.

—Tienes amigos de poca categoría para seralguien que habla nuestro idioma, norteño —con-

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testó el dama, todavía mirando con mala cara aAbban, que seguía postrado en el suelo.

Arlen estuvo a punto de soltarle una réplicaairada, pero se mordió la lengua.

—El Par'chin necesitaba orientarse, sólodeseaba guiarla... —dijo Abban desde el suelo.

—¡No te he pedido que hables, khaffit!—gritó el dama mientras pateaba al cojo en uncostado.

Arlen se tensó, pero la mirada de aviso desu amigo lo mantuvo en su sitio. El dama sevolvió como si no hubiera pasado nada.

—Yo entregaré tus mensajes.

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—El duque de Rizón me pidió que en-tregara un regalo para los damaji personalmente—se atrevió a decir.

—No tengo intención de permitir la entradaa palacio de un chin ni de un khaffit, no en estavida —se mofó el dama.

La respuesta no dejaba de ser decepcion-ante por previsible que fuera. Arlen jamás lo-graría ver a un damaji. Hizo entrega de las cartasy paquetes, y le puso mala cara al dama mientrassubía los escalones.

—Te lo dije, lamento recordártelo —dijoAbban—. Mi compañía no te ayudó nada, pero teprometo que es cierto que los damaji no toleraríana un extranjero en su presencia, ni aunque fuera elduque de esa Rizón tuya en persona. Le habríanpedido educadamente que esperase y lo habrían

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dejado olvidado en cualquier cojín de seda parahumillarlo.

Arlen rechinó los dientes. ¿Cómo se com-portó Ragen cuando visitó la Lanza del Desierto?¿Había tolerado su mentor tales manejos?

—¿Cenarás ahora conmigo? —le pidió Ab-ban—. Tengo una hermosa hija de quince añosrecién cumplidos. Sería una buena esposa para tien el norte, llévala contigo a tu hogar cuando re-greses.

«¿Qué hogar?», se preguntó Arlen,pensando en el pequeño apartamento lleno de lib-ros de Fuerte Angiers que no pisaba desde hacíaun año. Miró a Abban, sabedor de que, en todocaso, su intrigante amigo estaba más interesadoen los contactos comerciales que podría hacercon una hija en el norte que en la felicidad de éstao en la llevanza de la casa de Arlen.

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—Me honras, amigo mío, pero aún no estoypreparado para dejar esto.

—No, apuesto a que no. Supongo quesigues queriendo verlo, ¿no?

Abban suspiró.

—Sí.

—En lo tocante a mi presencia, no semuestra más tolerante que el dama —le avisó eltullido.

—Él sabe de tu valía —discrepó Arlen.

—Me tolera por tu causa —repuso el mer-cader, meneando la cabeza—. El Sharum Ka hadeseado tomar clases de tu idioma desde laprimera vez que te permitieron acceder al Laber-into.

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—Y Abban es el único krasiano que lahabla, lo cual lo convierte en un hombre valiosoa los ojos del Primer Guerrero, incluso a pesar deser un khaffit.

Abban le hizo la venia, pero pareció pococonvencido.

Se dirigieron a los campos de entrenami-ento, ubicados no muy lejos de palacio. El centrode la ciudad era territorio neutral para todas lastribus, era el lugar donde se reunían para el cultoy la preparación para la alagai sharak.

La explanada era un hervidero de actividad,pues era la última hora de la tarde. Arlen y Abbanpasaron primero a través de las tiendas de her-reros y Protectores, únicos artesanos cuyas act-ividades eran consideradas valiosas para losdal'Sharum. Tras ellas se extendía el campo

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abierto, donde los instructores gritaban y loshombres entrenaban.

En el lado opuesto se alzaba el palacio delSharum Ka y sus subalternos, los kai'Sharum.Superado sólo por la inmensa residencia delAndrah, aquel gran edificio abovedado albergabaa los hombres más honrados de todos, a quieneshabían demostrado su valor en el campo debatalla una y otra vez. Se decía que debajo delpalacio había un gran harén, a fin de perpetuaresa sangre valiente en nuevas generaciones.

El mercader cojo fue objeto de miradas ful-minantes y maldiciones por lo bajinis cuandoavanzó a trancas y barrancas con la muleta, peronadie se atrevió a interponerse en su camino, puesestaba bajo la protección de Sharum Ka.

Atravesaron líneas de hombres practicandomovimientos con la lanza a paso trabado mientras

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otros ensayaban las brutales llaves del sharusahk,el combate krasiano con las manos. Los guerrerosejercitaban su puntería o arrojaban redes ajóvenes lanceros a la carrera con el propósito deafinar el pulso para el combate nocturno en ci-ernes. En el corazón de todo aquello se alzaba ungran pabellón, donde hallaron a Jardir inclinadosobre unos planos con uno de sus hombres.

Ahmann asu Hoshkamin am'Jardir era elSharum Ka de Krasia, un título que traducido athesano significaba «Primer Guerrero». Era unhombre alto, medía más de metro ochenta, lucíaun turbante blanco e iba envuelto en ropajesnegros. El turbante blanco remarcaba el signific-ado religioso del título de Sharum Ka, aunque Ar-len no terminaba de comprender la naturaleza deese matiz.

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Tenía la piel cobriza y unos ojos tanoscuros como sus cabellos, recogidos hacia atrásen una coleta que le pendía sobre el cuello. Labarba rematada en dos puntos estaba arreglada deun modo impecable, pero no había una nota desuavidad en aquel hombre con movimientos dedepredador, rápidos y seguros. La camisa arre-mangada revelaba los endurecidos músculos deunos antebrazos salpicados de cicatrices. Debíahaber cumplido los treinta hacía poco.

Uno de los guardias se percató de la llegadadel mercader y el forastero, y se acercó para su-surrar algo al oído de Jardir. El Primer Guerrerolevantó la vista de la pizarra llena de anotacionescon tiza objeto de su atención.

—¡Par'chin! —gritó con una sonrisa en loslabios mientras extendía los brazos para abraz-arlo—. ¡Bienvenido a la Lanza del Desierto! No

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tenía noticia de tu regreso. Los alagai temblaránde miedo esta noche.

Dijo todo eso en thesano. Su vocabulario ysu acento habían mejorado mucho desde la últimavisita de Arlen.

El Primer Guerrero se había tomado interésen el joven extranjero como una rareza, si no algomás, después de su aparición, pues ambos habíanderramado sangre el uno por el otro, y eso enKrasia lo significaba todo.

Jardir se volvió a Abban y le preguntó confastidio:

—¿Qué haces tú entre hombres, khaffit?No te he hecho llamar.

—Está conmigo —terció Arlen.

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—Estaba contigo —precisó Jardir con mor-dacidad. Abban hizo una profunda reverencia yse escabulló todo lo deprisa que le permitía supierna tullida—. No sé por qué pierdes el tiempocon ese khaffit, Par'chin —le espetó Jardir.

—Vengo de un lugar donde la valía de unhombre no termina en su capacidad con la lanza.

Jardir se carcajeó.

—Vienes de un lugar donde no tienen niidea del manejo de la lanza.

—Tu thesano ha mejorado mucho —obser-vó Arlen.

Jardir refunfuñó.

—Esa lengua chin tuya no es fácil, y en tuausencia resulta dos veces más dura, pues debo

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recurrir a un khaffit para practicarla —zanjómientras contemplaba cómo el mercader se ale-jaba renqueante. Adoptó una mueca de desprecioal reparar en sus relucientes sedas—. Míralo,viste como una mujer.

Arlen miró al otro lado del patio, donde unamujer ataviada de negro llevaba un cántaro deagua.

—Nunca he visto vestir así a una mujer—replicó.

Jardir esbozó una ancha sonrisa.

—Eso es porque no me has dejado buscarteuna esposa cuyos velos puedas levantar.

—Dudo que los dama permitieran a una devuestras mujeres casarse con un chin sin tribu—replicó Arlen.

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—Tonterías —repuso Jardir, restándole im-portancia con un gesto de la mano—. Hemosderramado sangre juntos en el Laberinto,hermano. Ni el mismísimo Andrah se atrevería aprotestar si yo te llevara a mi tribu.

El thesiano no las tenía todas consigo, perole convenía no discutir, eso lo sabía, pues loskrasianos tenían tendencia a volverse violentossi alguien cuestionaba sus baladronadas, y quizáfuera tal y como él decía, pues el rango de Jardirparecía ser similar al de un damaji por lo menos.Los guerreros lo obedecían sin cuestionar susórdenes, incluso por encima de sus damas.

Pero Arlen no tenía el menor deseo deunirse a la tribu de Jardir ni a ninguna otra. Loskrasianos no se sentían cómodos con él, un chinque practicaba la alagai sharak y frecuentaba lacompañía de un khaffit. Unirse a una tribu suav-

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izaría esa situación, pero se convertiría en súbditodel damaji de la tribu en cuanto lo hiciera y severía envuelto en todas las enemistades tribales, yjamás le permitirían abandonar la ciudad otra vez.

—No creo estar preparado aún para teneruna esposa —contestó.

—Bueno, pero no esperes demasiado o loshombres pensarán que eres un push'ting —con-testó Jardir entre carcajadas mientras palmeaba elhombro de Arlen, quien no estaba muy seguro delsignificado de esa palabra, pero asintió de todosmodos; luego, el krasiano le preguntó—: ¿Cuántotiempo llevas en la ciudad, amigo mío?

—Unas horas nada más —contestó elforastero—. Acabo de entregar las misivas enpalacio.

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—¿Y ya vienes a ofrecer tu lanza? ¡PorEveram, debe correr sangre krasiana por las ven-as de este par'chin! —les gritó a sus compañerosentre carcajadas. Los hombres de Jardir corearonsus risas.

—Demos un paseo —pidió Jardir mientrasle pasaba el brazo por el hombro y lo alejaba delresto de los ocupantes del pabellón. Jardir ya pre-tendía dilucidar dónde iba a encajar mejor en labatalla de esa noche— Los bajin perdieron a unProtector Captor la noche pasada. Podrías reem-plazarlo.

Los Protectores de cebo ocupaban unaposición importante entre los soldados krasianos:aseguraban los grafos de las fosas usadas comotrampas para los abismales y se aseguraban deque éstos se activaban cuando caían dentro losdemonios. Era un trabajo arriesgado, pues si no

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caían a tiempo las lonas usadas para disimular lasfosas y revelaban las protecciones por completono había forma de impedir que un abismal salierade la trampa y matase al Protector encargado dedescubrirlas. Sólo había otro puesto con un may-or número de bajas.

—Preferiría estar en la Guardia de Re-cechadores —replicó Arlen.

Jardir meneó la cabeza, pero estaba son-riendo.

—Siempre quieres el puesto más peligroso—lo reprendió el krasiano—, ¿Quién llevaránuestras misivas si te matan?

Arlen captó enseguida el sarcasmo a pesardel trabado acento de Jardir. Las misivas sig-nificaban poco para él, pues eran pocos losdal'Sharum capaces de leer y escribir.

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—No va a ser tan peligroso esta noche—contestó Arlen; incapaz de contener su entusi-asmo, desenrolló su nueva lanza, y la sostuvo conorgullo ante el Primer Guerrero.

—Es un arma regia —convino el guer-rero—, pero es el guerrero quien triunfa durantela noche, Par'chin, no la lanza —sentenció, yluego le puso una mano en el hombro y lo miró alos ojos para concluir—: No deposites una fe ex-cesiva en ese hierro tuyo. He visto pintar grafosen sus lanzas a luchadores más veteranos que tú yhan tenido finales espantosos.

—No es obra mía. La hallé en las ruinas deSol de Anoch —respondió Arlen.

—¿El lugar de nacimiento del Liberador?—Jardir se carcajeó—. La Lanza de Kaji es unmito, Par'chin, y las arenas se han tragado laciudad perdida.

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Arlen negó con la cabeza.

—He estado en sus calles y puedo llevartehasta ella.

—Soy el Sharum Ka de la Lanza delDesierto, Par'chin —replicó el guerrero—. Nopuedo enjaezar un camello y salir corriendo porlas dunas en busca de una ciudad que sólo existeen papiros viejos.

—Creo que te convenceré cuando se hagade noche.

—No intentes ninguna tontería,prométemelo —pidió Jardir, sonriendo con pa-ciencia— Por muy lleno de grafos que esté esehierro, tú no eres el Liberador. Sería una penatener que enterrarte.

—Te lo prometo.

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—¡De acuerdo, entonces! —Jardir le pal-meó el hombro—. Ven, amigo mío, se hace tarde.Cenarás conmigo en mi palacio, pero antes debe-mos pasar revista a la Sharik Hora.

Tomaron carnes especiadas con un aliñode guisantes y tortas de pan fino como una hojade papel que las mujeres krasianas preparabanextendiendo la masa de harina sobre piedras pul-idas al rojo. Arlen ocupó un lugar de honor juntoa Jardir, rodeado por kai'Sharum y servido por lasesposas de Jardir. Arlen jamás comprendió porqué Jardir le tenía tanto respeto, pero esa deferen-cia era muy bienvenida después del trato dispens-ado en el palacio del Andrah.

Los hombres le rogaron que contara his-torias, y en especial la de ese ser agobiante, El

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Manco, Alagai Ka como lo llamaban. Los demo-nios de las rocas eran muy infrecuentes en Krasiay cuando accedió, el relato embelesó al público.

—Construimos un nuevo escorpión des-pués de tu última visita, Par'chin —le dijo unode los kai'Sharum mientras bebían el néctar des-pués de la comida—. Arroja unos dardos capacesde atravesar un muro de arenisca. Aún encon-traremos un modo de traspasar el pellejo de Ala-gai Ka.

Arlen soltó una risa ahogada y sacudió lacabeza.

—Me temo que no vas a ver a Alagai Kaesta noche ni nunca más. Se lo ha llevado el sol.

Los ojos de los kai'Sharum reflejaron suasombro.

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—¿Alagai Ka ha muerto? —preguntóuno—. ¿Cómo te las has arreglado?

Arlen sonrió.

—Os contaré esa historia tras la victoria deesta noche —aseguró, y acarició la lanza apoyadajunto a él, un gesto que no le pasó desapercibidoal Primer Guerrero.

20

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Alagai sharak

328 d.R.

—Gran Kaji, Lanza de Everam, insuflafuerzas a los brazos y coraje en los corazones detus guerreros para que esta noche puedan llevar acabo tu sagrada misión.

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Arlen se removió incómodo cuando losdamaji imploraron la bendición de Kaji, el primerLiberador, sobre los dal'Sharum. En el norte,quien declarase que el Liberador era un simplehombre podía llevarse un buen puñetazo, pero noera un crimen. En Krasia era un delito penado conla muerte. Kaji era un Enviado de Everam venidopara unir a toda la humanidad contra los alagai.Los de aquellas tierras le llamaban Shar'DamaKa, el primer sacerdote guerrero, y se decía queun día volvería para unir a los hombres, cuandofueran dignos de la Sharak Ka, la primera guerra.Por otra parte, algunos sugerían que su regresosignificaría un final rápido y brutal.

Arlen no era tan necio como para verbalizarsus dudas acerca de la divinidad de Kaji, pero aunasí, los Hombres Santos le ponían de los nervi-os. Parecían estar buscando siempre motivos parasentirse agraviados por él, el extranjero, y ofend-

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er a alguien en Krasia solía acabar con la muertedel ofensor.

Sin embargo, fuera cual fuese el malestarque pudiera producirle la cercanía de los damaji,siempre era mayor cuando estaba a la vista elenorme templo abovedado consagrado a Everam:el Sharik Hora, cuyo significado literal era«Huesos de los Héroes». El templo era un re-cordatorio de lo que era capaz la humanidad. Eledificio empequeñecía cualquier estructura vistapor Arlen hasta ese momento. En comparación, labiblioteca ducal de Miln era minúscula.

Pero el Sharik Hora no sólo era imponentepor su tamaño. Era un monumento al valor hu-mano más allá de la muerte, pues estaba orna-mentado con todos los huesos blanquecinos delos guerreros muertos en la alagai sharak. Lasosamentas subían hasta sustentar las vigas del

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techo y formaban el marco de las ventanas. Elgran altar estaba hecho íntegramente de calaverasy los bancos de tibias. Los fieles bebían agua deun cáliz consistente en una calavera hueca sos-tenida por dos manos descarnadas; los antebrazoseran la apoyatura de la copa y su base, un par depies. Cada una de las arañas de luces estaba hechacon docenas de cráneos y cientos de costillas, yel domo, a sesenta metros de altura, estaba cu-bierto por las calaveras de los belicosos ancestroskrasianos, que miraban hacia abajo con ademáncrítico, exigiendo honra.

Arlen había intentado calcular el número deguerreros empleados en la construcción del salónen una ocasión, pero le había sido imposible. De-bía haber unas doscientas cincuenta mil personasentre todas las ciudades y aldeas de Thesa, y to-dos juntos no habrían podido decorar una frac-

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ción del Sharik Hora. Antaño, los krasianos fuer-on un pueblo muy numeroso.

El número actual de guerreros ascendía aun total de cuatro mil y todos ellos cabían conholgura suficiente en el Sharik Hora. Se reuníanallí para honrar a Everam dos veces al día, una alalba y otra al anochecer, y darle gracias por losmonstruos que habían matado la noche anterior,y también le pedían fuerza para matar a otros másdurante la noche venidera. Aunque la mayoría deellos imploraban al Shar'Dama Ka regresar vivosy poder comenzar el Sharak Ka la primera guerra,lo seguirían al mismísimo Abismo todos a una.

El viento del desierto llevó los gritos hastaArlen, que esperaba la aparición de los monstruosen el acechadero. Junto a él, los guerreros de

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la Guardia de Recechadores removían los piesmientras murmuraban plegarias a Everam. Laalagai sharak había comenzado en otras partes delLaberinto.

Oyeron los golpazos cuando los miembrosde la tribu mehnding posicionados en lo alto delas murallas soltaron las manivelas, lanzando unalluvia de piedras y enormes virotes contra lasfilas enemigas. Los proyectiles alcanzaron a vari-os demonios de la arena, matándolos o dejándo-los tan malheridos que sus compañeros se lan-zaban sobre ellos para despedazarlos, pero elauténtico propósito de semejante ataque era en-furecer al adversario, irritarlos hasta el frenesí.Resultaba fácil irritar a semejantes enemigos yuna vez conseguido se les podía hacer seguir unadirección en cuanto veían a una presa.

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Deshabilitaban la red exterior de grafospara abrir las puertas de la muralla cuando losmonstruos ya estaban fuera de sí a fin de quelos demonios del fuego y de la arena pudieranatravesar las entradas y los del viento pudieransobrepasarla. Solían permitir el paso de una do-cena antes de cerrar las puertas y reestablecer lared.

Dentro de las murallas, un grupo de guer-reros aguardaba a los abismales y los atraía haciasí golpeando los escudos con sus lanzas. Estoshombres, conocidos como Reclamos, eran en sumayoría luchadores de cierta edad o los más dé-biles, sacrificables, pero gozaban de un honor sinlímites. Se colaban entre los abismales a la cargadando gritos y alaridos para luego diseminarseconforme a una táctica previamente estudiada afin de dividir al adversario y obligarlo a aden-trarse más y más en el Laberinto.

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Los Auxiliares apostados en lo alto de losmuros hacían caer a los demonios del viento conbolas y redes de grafos; en cuanto se estrellabancontra el suelo los Empaladores surgían deminúsculos pasajes protegidos para fijarlos alsuelo antes de que pudieran liberarse. Losclavaban al suelo con estacas de grafos para in-movilizarlos y evitar que huyeran al Abismo conel alba.

Entre tanto, los Reclamos continuaban sucarrera, guiando a los demonios de la arena ya los eventuales demonios de las llamas hastasu fin. Eran capaces de ir muy deprisa, pero loshombres se conocían cada giro del Laberintocomo la palma de su mano y los monstruos nopodían doblar las pronunciadas esquinas con lamisma facilidad y cada vez que se acercaban de-masiado a los Reclamos, los Auxiliares les arro-

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jaban redes en un intento de ralentizar su avance.Muchos de estos intentos tenían éxito; otros no.

Arlen y los demás Recechadores se pusi-eron tensos cuando oyeron los gritos reveladoresde la proximidad de los Reclamos.

—¡Alerta, he contado nueve! —los avisóun Batidor desde lo alto.

Nueve demonios de la arena eran más delos dos o tres que solían atacar en cada aposta-dero. Los Reclamos se separaban durante la huidaa fin de reducir el número de cada grupo, por locual era muy raro tener que enfrentarse a más decinco enemigos. Arlen apretó con más fuerza suhierro mientras los ojos de los dal'Sharum reful-gían enloquecidos de entusiasmo: quien moría enla alagai sharak se ganaba la entrada al paraíso.

—¡Luces! —ordenó una voz en lo alto.

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Cuando los Reclamos conducían a los de-monios al apostadero los Auxiliares encendíandeslumbrantes lámparas de aceite delante de unosespejos ladeados e inundaban de luz la zona.

Siempre tomaban desprevenidos a los abis-males, que retrocedían entre alaridos. La luz noles causaba daño alguno, pero concedía tiempopara escapar a los exhaustos Auxiliares, que sí es-peraban el resplandor y rodeaban los pozos de losdemonios con la precisión que da la práctica, yse dejaban caer en trincheras vacías y protegidascon grafos.

Las criaturas se recobraron enseguida y re-tomaron su embestida sin saber qué caminohabían tomado los Reclamos. Tres de ellos cor-rieron directos hacia las lonas de color arena quecubrían los dos amplios pozos para demonios,

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gritando mientras caían en esos agujeros de seismetros.

Se abrieron las trampillas y los miembrosde la Guardia de Recechadores cargaron entrealaridos desde el escondrijo de la emboscada. Losluchadores portaban escudos redondos de grafosy avanzaban con las lanzas al mismo nivel conel propósito de empujar a los restantes abismaleshasta la trampa de los pozos.

Arlen dejó atrás el miedo y rugió mientrascargaba con los demás, cautivado por la hermosalocura de Krasia. Así era como imaginaba a losguerreros de antaño: poniendo freno al instintode dar media vuelta y correr a esconderse cuandosalían a presentar batalla. Se olvidó de quién eray dónde estaba durante unos instantes.

Pero entonces, su hierro golpeó a un de-monio y los grafos flamearon al cobrar vida y

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abatirse como un relámpago plateado sobre la cri-atura, que gritó de dolor, pero las lanzas más lar-gas de los Recechadores más cercanos lo apartar-on de Arlen. Ninguno de ellos se percató siquierade aquello. El destello pasó oculto entre el cen-telleo de las defensas.

El grupo de Arlen empujó a los dos rivalesrestantes hasta el pozo abierto en su lado delapostadero. Los grafos del pozo eran de sentidoúnico, como sólo sabían trazarlos en Krasia. Losabismales podían entrar, pero no salir, ni siquierapor el suelo: debajo del polvo y la tierra del fondohabía roca de cantera para cortarles el regreso alsubmundo, lo cual los confinaba allí, dejándolosatrapados para que acabara con ellos el sol de laaurora.

Arlen dirigió su atención al lado opuesto,donde las cosas no habían salido tan bien. La tela

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de la lona se había enganchado al caer en el pozo,dejando cubiertos algunos grafos. Antes de queel Captor pudiera liberar el enganchón, dos abis-males salvaron la abertura de un salto y le cayer-on encima, matándolo.

La Guardia de Recechadores del otro ladode la celada había irrumpido en aquel caos parahacer frente a cinco demonios de la arena y sintener un pozo al que arrojarlos. La unidad ún-icamente constaba ya de diez hombres y los de-monios ocupaban la posición central, rajando ymordiendo.

—¡Retiraos a la gazapera! —ordenó elkai'Sharum del lado de Arlen.

—¡Antes prefiero el Abismo! —aulló Ar-len, y echó a correr en ayuda del otro grupo. Losdal'Sharum, al ver semejante muestra de coraje en

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un extranjero, lo siguieron y dejaron detrás a suvociferante oficial.

Arlen hizo una pausa el tiempo necesariopara soltar la lona del pozo para demonios y ac-tivar el círculo de ese modo, lo cual requirióapenas unos instantes; luego, se lanzó a la melédel combate empuñando la lanza encantada, quehabía cobrado vida propia.

Traspasó al demonio más cercano a él. Enesta ocasión, el luchador más próximo no pudodejar de ver el chisporroteo mágico producidopor el arma al alcanzar su objetivo. El demoniode la arena se desplomó sobre la misma, mortal-mente herido, y Arlen sintió un flujo de energíasalvaje fluyendo por su cuerpo.

Percibió un movimiento por el rabillo delojo y pivotó sobre sí mismo con el arma en ristrea fin de detener la mordedura de los afilados di-

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entes de otro monstruo. Las protecciones de lalanza se activaron antes de que el abismal pudieramorder más abajo, bloqueando su boca abierta.Arlen giró de pronto la lanza y la magia crepitómientras se hundía en las fauces de la criatura.

Un flujo de vitalidad recorrió las extremid-ades de Arlen cuando lo embistió un tercer demo-nio. Empujó hacia delante el astil de la lanza y lostrazos mágicos de ésta partieron en dos el rostrodel abismal. Cuando cayó al suelo, el joven soltóel escudo a fin de tener libres ambas manos parahacer girar la larga vara y hundirla en el corazónde su enemigo.

Arlen rugió y miró en derredor en buscade otro adversario con quien combatir, pero losotros dos habían sido empujados al pozo. A sualrededor, los hombres lo miraban con asombro.

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—¿A qué esperáis? —gritó, mientras seprecipitaba en dirección al Laberinto—. ¡Quedanalagai por cazar!

Los dal'Sharum lo siguieron cantando:

—¡Par'chin, Par'chin!

Su siguiente rival fue un demonio del vi-ento que se lanzó en picado, abriéndole la gar-ganta a uno de los seguidores de Arlen. Éste learrojó su hierro antes de que pudiera remontar elvuelo y le traspasó la cabeza en medio de una llu-via de chispas. El ser se desplomó sobre el suelo.

Arlen retiró la lanza y siguió corriendocomo un berserker salido de las leyendas ahoraque fluía por su cuerpo la furia de la magia delarma. Su destacamento engrosó de número a me-dida que iban peinando el Laberinto en busca de

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más adversarios. Arlen los mató a todos, uno trasotro.

—¡Par'chin, Par'chin! —coreó un númerocreciente de seguidores.

Se olvidó de dónde estaban las gazaperasy los túneles de escape. Habían desaparecido elmiedo y el recelo a la noche. Arlen parecía invul-nerable con su lanza de metal y la confianza queexudaba era como una droga para los krasianos.

Enardecido por la emoción de la victoria,Arlen se sentía como recién salido de la crisálida,renovado por la antigua lanza. No sentía fatiga al-guna a pesar de haber luchado y corrido durantehoras. Tampoco notaba dolor alguno a pesar detener múltiples cortes y rasguños. Su mente ún-

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icamente se concentraba en la siguiente refriega,en el próximo enemigo a abatir. Cada vez que at-ravesaba la coraza de una de aquellas criaturas yrecibía el flujo de energía resonaba en su cabezala misma idea:

«Todo hombre ha de tener una igual.»

Jardir apareció delante del forastero que,cubierto por el icor de los demonios, elevó lalanza para saludar al Primer Guerrero.

—¡Sharum Ka! —voceó el joven—.¡Ningún demonio escapará con vida del Laberin-to esta noche!

Jardir rió y alzó al aire su lanza a modo derespuesta. Abrazó a Arlen como a un hermano.

—Te he subestimado, Par'chin. No volveréa hacerlo.

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—Eso dices cada vez —replicó Arlen conuna sonrisa.

Jardir cabeceó en dirección a los dos demo-nios de la arena que el joven acababa de matar.

—Puedes estar seguro esta vez —le ase-guró, devolviéndole la sonrisa. Luego se volvióhacia los seguidores del forastero y señalando alos abismales muertos, gritó—: ¡Dal'Sharum, re-coged a esas piltrafas asquerosas y alzadlas a loalto del muro exterior! Nuestros honderos neces-itan hacer prácticas de tiro. ¡Que los monstruosde más allá del muro vean qué estúpido es atacarFuerte Krasia!

Los combatientes profirieron un grito dejúbilo y se apresuraron a cumplir la orden. Jardirse volvió a Arlen mientras lo hacían.

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—Los Auxiliares informan de que todavíase combate en uno de los apostaderos, en el este.¿Te quedan ganas de luchar, Par'chin?

La sonrisa del interpelado fue casi animal.

—Muéstrame el camino.

Y ambos hombres salieron corriendo, de-jando a los demás atareados en sus quehaceres.Corrieron a toda velocidad durante cierto tiempo,hasta llegar a uno de los rincones más apartadosdel Laberinto.

—Es justo ahí —indicó Jardir cuando di-eron una vuelta para doblar una acusada revueltaque daba a un apostadero.

El silencio reinante no despertó recelo al-guno en el joven forastero, pues las pisadas de su

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carrera y el golpeteo de la sangre en las sienes lollenaban todo.

Un pierna salió de un lado cuando él do-blaba la esquina, le enganchó el pie y lo envió debruces al suelo. Rodó mientras caía sobre la arenay mantuvo aferrado el preciado hierro, pero mien-tras se ponía de pie unos hombres habían blo-queado la única salida existente.

Arlen miró en derredor, confuso, al no versigno alguno de demonios ni de combates.Habían tendido una emboscada, sin duda, pero noa los abismales.

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Un simple chin

328 d.R.

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—¿Qué es esto? —preguntó Arlen a pesarde que en el fondo de su corazón lo sabía per-fectamente.

—El Shar'Dama Ka debe empuñar la Lanzade Kaji —replicó Jardir cuando se aproximó—, ytú no lo eres.

El joven aferró el hierro como si temieraque pudiera escapar volando de sus manos. Lecerraban el paso los mismos hombres con losque había cenado unas pocas horas antes, peroahora no veía un ápice de amistad en sus ojos.Jardir había actuado con astucia al separarlo desus seguidores.

—No es preciso hacerlo de este modo —re-puso Arlen mientras retrocedió hasta acabar pis-

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ando el borde del pozo para demonios del apost-adero—. Soy capaz de hacer más igual que ésta,una para cada dal'Sharum —prosiguió—. Por esovine.

—Podemos hacerlas nosotros —repusoJardir; su sonrisa fue una fría abertura en su rostrobarbado: sus dientes centelleaban a la luz de laluna—. No puedes ser nuestro salvador. Sólo eresun chin.

—No quiero luchar contigo.

—Pues entonces no lo hagas, amigo mío—replicó Jardir con un hilo de voz—. Dame elarma, toma tu caballo y vete al alba para novolver jamás.

Arlen vaciló. No albergaba duda alguna deque los Protectores de Krasia serían capaces dereproducir la lanza tan bien como él. Los krasi-

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anos podrían invertir el curso de la guerra a nomucho tardar. Se salvarían miles de vidas y mori-rían miles de demonios. ¿Acaso importaba quiénse llevara el mérito?

Pero había en juego algo más que el créditode la gesta. La lanza no era un regalo para Krasia,sino para todos los hombres. ¿Compartirían loskrasianos ese conocimiento con alguien más? Ala vista de esa escena, Arlen pensaba que no.

—No. Creo que debo quedármela un pocomás. Déjame hacerte una y me iré. Jamás volver-ás a verme y tendrás lo que quieres.

Jardir chasqueó los dedos y los hombres seacercaron a Arlen.

—Por favor —imploró Arlen—, no quieroheriros a ninguno.

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Los guerreros de élite de Jardir rompieron areír. Todos ellos habían consagrado sus vidas a lalanza.

Pero Arlen también.

—Los abismales son el enemigo, ¡no yo!—chilló, pero incluso mientras protestaba girósobre sí mismo y torció su hierro para desviar laspuntas de dos lanzas y luego patear las costillasde uno de los hombres, que fue a chocar con elotro. Se lanzó hacia delante para ocupar el centroe hizo girar la lanza como si fuera un cayado, re-nunciando al uso de la punta.

Con la contera, propinó un porrazo en elrostro de un guerrero, rompiéndole la mandíbula,y llevó el golpe hasta el final, aprovechando lainercia para bajar el arma y usarla como si fuerauna porra contra la rodilla de otro atacante. Unalanza krasiana silbó a pocos centímetros por en-

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cima de su cabeza cuando el guerrero se derrum-bó sobre el suelo entre chillidos.

Pero a diferencia de cuando luchaba contralos abismales, ahora el arma le pesaba en lasmanos y ahora se había extinguido la inagotablevitalidad que lo había empujado a cruzar elLaberinto. Era una simple lanza cuando se em-pleaba contra los hombres. Arlen la fijó en elsuelo y saltó en el aire para propinar una patadaalta en la garganta de otro guerrero. Acto seguido,sacudió a otro en el estómago con el extremoromo del hierro, haciéndole doblarse en dos. Lapunta abrió un corte profundo en el muslo deun tercero, que soltó su arma para agarrarse laherida. Arlen retrocedió ante la subsiguiente reac-ción, situándose de espaldas al pozo para demo-nios con el propósito de no ser rodeado.

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—He vuelto a subestimarte, y eso que pro-metí no hacerlo —admitió Jardir antes de ordenarcon un ademán de la mano a más hombres queacudieran.

Arlen luchó duro, pero jamás hubo dudasobre el desenlace de la pelea. El astil de unalanza le alcanzó en un lateral de la cabeza, der-ribándolo, y entonces se le echaron encima todoslos guerreros, y le cayó una brutal tunda de paloshasta que soltó la lanza para protegerse la cabezacon los brazos.

El apaleamiento cesó casi de inmediato.Dos musculosos guerreros le maniataron lasmuñecas a la espalda y lo pusieron de pie deun tirón. Arlen vio que el Primer Guerrero seagachaba para apoderarse de su lanza. Jardirsujetó el trofeo con fuerza y miró al forastero alos ojos.

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—Lo lamento de veras, amigo mío. Megustaría que hubiera sido de otro modo.

Arlen le escupió a la cara.

—¡Everam es testigo de tu traición!

Jardir se limitó a sonreír mientras selimpiaba el salivazo.

—No hables de Everam, chin. Yo soy Shar-um Ka, no tú. Krasia caería sin mí, pero ¿quién vaa echarte de menos, Par'chin? Las lágrimas verti-das por ti no llenarían ni una sola botella.

Miró a los hombres que aferraban al pri-sionero y dio una orden:

—Arrojadlo al pozo.

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Arlen todavía no se había recobrado de lasorpresa y el porrazo cuando le lanzaron la propialanza de Jardir, todavía traqueteante en el suelodelante de él. Alzó la cabeza y vio al PrimerGuerrero mirándolo desde lo alto.

—Has vivido con honor, Par'chin —ad-mitió Jardir— y puedes mantenerlo intacto enla muerte. Muere luchando y despertarás en elparaíso.

El joven soltó un gruñido y miró al demo-nio de la arena, situado en el extremo opuesto delpozo, que se levantaba para ponerse en cuclillas.

El chin se puso de pie, ignorando el dolorde sus músculos magullados por la paliza, y alar-gó la mano para tomar el arma, pero no apartó losojos del abismal. Su postura confundió a la cri-atura, pues no era ni temerosa ni amenazante. El

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ser anduvo a cuatro patas de un lado para otro, in-deciso.

Era posible matar a un demonio de la arenacon una lanza sin grafos. Las protuberanciasóseas de la frente solían protegerles los ojillos,pero ese blanco aumentaba cuando se abalanza-ban sobre uno. Bastaba un golpe preciso en eseúnico punto vulnerable, si se realizaba con la su-ficiente fuerza como para que el arma siguierahasta hundirse en el cerebro, situado detrás. Esalanzada podía matar a la bestezuela en el acto,pero los abismales se curaban a una velocidadmágica y un golpe impreciso o demasiado débilcomo para llegar hasta el fondo únicamente ser-vía para enfurecerlos más. Resultaba una tareaimposible al no tener escudo y contar con la es-casa luminosidad de las lámparas de aceite y latenue luz de la luna.

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El comportamiento del hombre intrigaba ala criatura, y Arlen aprovechó el intervalo pararasguñar el suelo con la punta de la lanza y trazargrafos de protección justo delante de él, el cam-ino más probable del engendro cuando se leechara encima. El monstruo encontraría en-seguida una forma de sortear el obstáculo, peroeso iba a darle un poco más de tiempo. Escribiólos trazos a golpe de lanza.

El demonio de la arena regresó junto a lasparedes del pozo, donde esquivaba mejor la luzproyectada por las lámparas. Sus escamas rojizascubiertas de lodo lo hacían casi invisible de no serpor sus enormes y prominentes ojos negros, reful-gentes a pesar de que era muy escasa la luz queincidía sobre él.

El hombre previo el ataque antes de quese produjera al observar cómo se hinchaban y se

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tensaban los músculos nervudos de las patas. Ar-len se posicionó detrás de las protecciones, ya es-critas por completo, y entonces rompió el con-tacto visual con su enemigo, como si se hubierarendido.

El abismal lanzó sobre la víctima sus casicincuenta kilos de garras, dientes y músculosblindados por las escamas, profiriendo un rugidodesde el fondo de la garganta. El joven aguardó aque chocara contra las defensas y, en cuanto és-tas cobraron vida con un centelleo, le asestó unfuerte golpe en los ojos expuestos. La velocidaddel demonio le añadió potencia a la lanzada.

Los krasianos lo jalearon desde el borde delpozo.

El lancero notó que la punta de la lanza sehundía en su objetivo, pero no lo suficiente antesde que el golpe y la magia repelieran a la cri-

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atura al otro lado del hoyo entre alaridos de dol-or. Arlen observó el remate partido de su arma yluego distinguió el centelleo de la punta a la luzde la luna: estaba hundida en el ojo del monstruo,que se sacudió el dolor y se puso de nuevo en pieantes de llevarse una garra al punto donde habíaentrado la punta, que salió sola de una herida queya había dejado de sangrar.

El ser gruñó por lo bajo y comenzó a desliz-arse hacia atrás, avanzando a gatas con el vientrepegado al suelo del foso. Arlen lo aprovechó paracompletar su semicírculo y los grafos volvieron acentellear cuando la criatura se estrelló contra laprotección. El joven asestó otro golpe, y en estaocasión dirigió la punta rota de la vara hacia elbuche, la carne más vulnerable de su garganta,pero su rival era demasiado rápido y atrapó lalanza de Arlen entre los dientes y se la arrebatóde un brusco tirón hacia atrás.

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—Por la Noche —maldijo Arlen.

El círculo de protección no estaba com-pleto, y no albergaba muchas esperanzas depoderlo terminar sin la lanza.

El demonio se estaba recuperando del por-razo y no estaba preparado cuando Arlen saltódesde detrás de los grafos y le hizo un placaje.Arriba, los espectadores rugieron de entusiasmo.

La criatura arañaba y mordía, pero Arlen laaventajaba en rapidez y maniobró a su espaldaspara ponerle los antebrazos a la altura de las ax-ilas, sujetándole las garras detrás de la cabeza. Selevantó con toda su fuerza para alzar al demoniodel suelo.

Arlen era más grande y pesado que ese de-monio de la arena, pero cuando se revolvió no fuecapaz de rivalizar con la tremenda fuerza de su

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rival, cuyos músculos parecían gruesos y duroscomo las cuerdas de las poleas usadas en lascanteras de Miln. Las garras de los cuartos traser-os del ser amenazaban con hacerle jirones laspiernas. Hizo girar al demonio y lo golpeó contrala pared del pozo y repitió la operación sin darleocasión a una posible recuperación. Aun así, lacriatura se revolvía con frenesí y agotaba lasfuerzas de Arlen, que, debilitado, cada vez losujetaba con menos fuerza, y resolvió arrojar todoel peso de su presa contra sus grafos. El chispor-roteo de la magia iluminó el pozo mientras elcuerpo del abismal se convulsionaba a causa delimpacto. El hombre recobró la lanza y se puso deinmediato detrás de sus defensas antes de que serecobrara el enemigo.

El enfurecido demonio se lanzó repetidasveces contra las protecciones, pero Arlen com-pletó a toda prisa el improvisado semicírculo,

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pues el muro del pozo le protegía la espalda. Elentramado de trazos tenían fisuras, pero confiabaen que fueran lo bastante pequeñas como paraque su rival no las encontrara y se colara dentro.

Esas esperanzas se vinieron abajo poco des-pués, cuando el abismal se encaramó de un brincoa la pared del foso y hundió los dedos en la arcillaendurecida para luego acercarse por la paredhasta la posición de Arlen. Exhibió sus dientescortantes rebosantes de baba.

Las defensas apresuradas de Arlen eran dé-biles y el alcance de su protección corto, por locual el demonio podía salvarlas de un salto. Noiba a necesitar mucho tiempo para comprenderque era capaz de subir por encima de ellas.

El joven se armó de valor y colocó un pieencima de la protección más cercana, con lo cualcortó el flujo de magia, pero no pisó los trazos

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para no estropear el grafo, lo mantuvo unos centí-metros del suelo y esperó al brinco de la criaturapara echarse hacia atrás y descubrir la protección.

El demonio se hallaba a mitad de caminocuando se reactivó la red de protección, cortandola carne allí donde lo pilló. La mitad de la criaturacayó dentro del semicírculo de Arlen y la otramitad fuera, con un ruido sordo.

El abismal lanzaba zarpazos y mordiscosincluso privado de sus cuartos traseros. Arlen ret-rocedió, manteniéndolo a raya con la lanza.Cruzó las protecciones, dejando atrapado el torsodel demonio de arena dentro del semicírculo,sobre cuyo suelo sangraba a borbotones un icornegruzco en medio del cual seguía retorciéndose.

El vencedor levantó la vista y miró a losboquiabiertos krasianos. Torció el gesto y luegotomó la lanza con ambas manos y levantó la

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pierna; estrelló el arma contra la rodilla parapartirla en dos y luego, inspirado por el ejemplodel abismal, clavó el extremo roto en la suavearcilla del muro. Tiró con tanta fuerza que se lehincharon los músculos, y luego logró alzarse,alzó el otro brazo y hundió la otra mitad aún másarriba.

Arlen salvó los seis metros de pared a purafuerza, una mano tras otra, sin pensar en lo quedejaba detrás ni en aquello que lo aguardabadelante. Se concentró en la tarea inmediata,haciendo caso omiso de los esguinces de los mús-culos y los músculos desgarrados.

Los krasianos retrocedieron con ojos abier-tos por el asombro cuando coronó el ascenso yllegó al borde del pozo. Muchos de ellos invocar-on a Everam y se llevaron las manos a las frentesy a los corazones mientras otros trazaban grafos

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en el aire para protegerse como si él fuera un de-monio.

El joven debió hacer un gran esfuerzo paraseguir de pie, pues notaba los músculos como sifueran gelatina. Miró al Primer Guerrero con ojosturbios.

—Si quieres matarme, vas a tener quehacerlo tú mismo —gruñó—. Ya no quedan másabismales en el Laberinto que te hagan el trabajo.

Jardir se adelantó un paso, pero vaciló al oírun murmullo de desaprobación entre algunos desus hombres. Arlen se había probado como guer-rero y no sería honorable matarlo ahora.

Arlen había contado con eso, pero el PrimerGuerrero reaccionó antes de que los hombrestuvieran tiempo de seguir pensando. Se adelantó

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de pronto y le golpeó en la sien con la contera dela lanza de grafos.

Arlen se desplomó sobre el suelo con unzumbido en la cabeza y un fuerte mareo, pero aunasí, escupió y puso las manos debajo del cuerpoe hizo fuerza para levantarse. Alzó la mirada sólopara ver el nuevo movimiento de Jardir, que logolpeó en la cara con la lanza de metal, y ya nosupo nada más.

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22

De gira por las aldeas

329 d.R.

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Rojer bailaba y mantenía en el aire cuatrobolas de madera coloreada mientras andaban. Losjuegos malabares todavía le venían grandes, peroRojer Mediagarra tenía una reputación quemantener, y se esforzaba al máximo para superarsu limitación, moviendo con gracia la mano lisi-ada a fin de recoger la bola en posición y poderlanzarla.

Era pequeño, con catorce años cumplidosapenas pasaba del metro y medio. Tenía el pelode un rojo zanahoria, ojos verdes y un rostro re-dondo, despejado y lleno de pecas. El polvo delcamino le cubría las botas de cuero fino con sen-dos agujeros por los que asomaba el dedo gordodel pie, y él levantaba una nube de polvo y tierracon sus pisotones, haciendo que quienes estaban

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alrededor tragaran una bocanada de polvo concada inspiración.

—¿De veras crees que merece la pena tantoesfuerzo si no puedes estarte quieto? —le pregun-tó Arrick con irritación—. Pareces un aficionadoy eso de hacer respirar polvo a tu público le va agustar tan poco como a mí.

—No voy a actuar en el camino —repuso elaprendiz.

—A lo sumo lo harás en las aldeas, y allí notienen suelos de madera —lo contradijo el Juglar.

El aprendiz perdió el ritmo y el maestro sedetuvo mientras el muchacho intentaba recuperarla cadencia desesperadamente. Al final, recobróel control sobre las bolas, pero Arrick no dejó dechistarle.

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—¿Cómo impiden que los demonios semetan dentro de las murallas si no tienen lossuelos entarimados?

—Tampoco tienen murallas —replicó eltrovador—. Necesitarían una docena de Pro-tectores para mantener una red de grafosalrededor de una aldea pequeña, y los aldeanospueden darse con un canto en los dientes si tienenun par de ellos y algún aprendiz.

Rojer se sintió débil y tragó saliva consabor a bilis. Después de una década, todavía res-onaban en su mente los gritos de aquella noche. Yentonces tropezó y se desplomó de espaldas. Laspelotas le cayeron encima. Palmeó airadamente elsuelo con la mano lisiada.

—Más valdrá que me dejes a mí lo de losmalabares y te concentres en tus otras habilidades—le insistió Arrick—. Si practicaras el canto

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tanto como los juegos de manos, quizá seríascapaz de llegar a la tercera nota sin que te falle lavoz.

—Tú siempre dices que «un Juglar incapazde hacer juegos de manos no es un Juglar com-pleto».

—No importa lo que diga —lo atajó elmaestro con brusquedad—. ¿Qué te crees? ¿QuéGorgorito hace unos juegos de manos maravil-losos? Tú tienes talento, y en cuanto te labresun nombre acabarás contando con el concurso deaprendices que hagan los malabarismos por ti.

—¿Y por qué iba a querer yo que alguienhiciera por mí los números de habilidad?—retrucó el muchacho mientras recogía las bolasy las colocaba en una bolsa anudada al cinto y,al hacerlo, palpó el tranquilizador bulto de su

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talismán, cómodamente instalado en su bolsillosecreto, para que le diera fuerza.

—Porque el dinero no está en esos trucosinsignificantes —replicó el maestro, echandomano a la omnipresente bota de vino—. Los Jug-lares se ganan cuatro klats, pero ganarás buenasmonedas milnesas de oro si te haces famoso.—Bebió de nuevo, y esta vez el trago fue másprolongado—. Pero esta gira por los pueblos esnecesaria para que te ganes un prestigio.

—Gorgorito jamás actúa en los pueblos—repuso el muchacho.

—Ésa es la idea —gritó Arrick, gesticu-lando como un poseso—. Tal vez su tío sea capazde tocar algunas teclas en Angiers, pero carece deinfluencia en las aldeas. ¡Volveremos para enter-rarlo en cuanto te hayas hecho famoso!

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—No es rival para Melodía y Mediagarra—se apresuró a decir Rojer, colocando primeroel nombre de su maestro, a pesar de que última-mente en las calles de Angiers lo hacían al revés.

—¡Exacto! —gritó Arrick, entrechocandolos tacones y bailando una rápida jiga.

Rojer había aplacado a tiempo la irritaciónde Arrick, que había mostrado en los últimosaños una creciente propensión a los accesos de iray había empinado el codo más y más conformebajaba su popularidad y subía la de su pupilo. Suvoz había perdido la dulzura de antaño, y él losabía.

—¿Cuánto falta para el Paseo del Grillo?—quiso saber Rojer.

—Deberíamos llegar mañana a la hora delalmuerzo.

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—Pensaba que las aldeas podían estar a undía de camino como mucho.

—El decreto del duque era que losasentamientos no podían estar más lejos de loque un hombre era capaz de recorrer en un díaa lomos de un buen caballo —refunfuñó el Jug-lar—. La distancia es algo mayor de lo que puederecorrerse a pie.

El buen humor de Rojer se evaporó. Arricktenía intención de pasar la noche en el camino sinmás defensa entre ellos y los abismales que unviejo círculo portátil que no se había utilizado enlos últimos once años.

Pero ya no estaban a salvo en Angiers.Maese Jasin se habían tomado un especial interésen aplastarlos conforme crecía la popularidad deambos. El año pasado sus aprendices le rompi-eron un brazo a Arrick y les habían robado el

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dinero obtenido tras un buen espectáculo en másde una ocasión. Entre eso y la afición del trovadorpor la bebida y las putas, rara vez sumaban dosklats entre los dos. Tal vez una gira por las aldeasles deparara mejor fortuna.

Hacerse un nombre en los pueblos era unrito de iniciación para los Juglares y siempre lepareció una gran aventura mientras estuvieron asalvo en Angiers, pero ahora Rojer miraba elcielo y le costaba tragar saliva del nudo que se lehabía formado en la garganta.

El aprendiz se sentó sobre una piedra paracoserle un retal colorido a su capa. Eso le ocurríaal resto de su atuendo: las prendas originales sehabían gastado hacía tiempo e iban saliendo del

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paso con remiendos hasta que realmente ya sólovestían retales.

—Monta el sssírculo en cuanto hayassssterminado con esssso, zagal —le ordenó Arrick,un tanto achispado ahora que se había bebido casitodo el pellejo de vino.

El pupilo se estremeció en cuanto miró elsol poniente y se dispuso a acatar la orden en-seguida.

El círculo era pequeño, de sólo tres metrosde diámetro: lo justo para que dos hombres pudi-eran tenderse con un fuego entre ambos. Rojerfijó en el centro del campamento una estaca a laque ató un cordel de metro y medio como ay-uda para dibujar en el suelo el limpio trazo de uncírculo. Depositó el círculo portátil por el exter-ior de ese perímetro, ayudándose de una vara demedir para asegurarse de que las placas con los

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grafos estaban alineadas de forma correcta, peroél no era Protector, y no estaba seguro de haberlohecho bien.

El maestro se acercó dando traspiés para in-speccionar su trabajo en cuanto terminó su apren-diz.

—Paressse bienn —observó, arrastrandolas palabras sin apenas mirar el círculo.

Un helado escalofrío corrió por la espaldade Rojer y se puso a revisarlo todo una vez más,e incluso una tercera para cerciorarse, y pese aeso se sintió muy incómodo mientras encendía elfuego y preparaba la cena, pues el sol se hundíacada vez más.

Él no había visto un demonio en la vida,al menos que recordase con claridad. Iba a tenergrabada de por vida la zarpa que se coló por la

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puerta de casa de sus padres, pero el resto, inclusoel ser que lo había mutilado, no pasaba de ser unasimple neblina de dientes, cuernos y humo.

Se le heló la sangre en las venas cuandola sombra proyectada por los árboles del bosquellegó al camino y no transcurrió mucho tiempoantes de que una forma espectral surgiera delsuelo muy cerca del fuego. El demonio delbosque tenía un tamaño similar al de un hombreordinario. Una piel rugosa muy similar a lacorteza de los árboles cubría ese cuerpo suyofibroso. La criatura rugió nada más ver la fogata;al hacerlo, echó hacia atrás la cabeza cornuda yreveló las dos hileras de dientes afilados. Flex-ionó las garras, preparándolas para matar. Otrasfiguras revolotearon alrededor de donde llegabala luz del fuego, rodeándolos sin prisa.

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El aprendiz volvió los ojos a su maestro,que le daba de firme a la bota de vino. Habíaalbergado la esperanza de que él conservara lacalma, pues había dormido antes en círculosportátiles, pero el temor de sus ojos decía lo con-trario. Rojer llevó una mano temblorosa hasta subolsillo secreto y extrajo del mismo su talismán,agarrándolo con fuerza.

El demonio del bosque agachó la cabeza ycargó con los cuernos por delante. Entonces, levino a la memoria un recuerdo largo tiempo rep-rimido y de pronto tuvo otra vez tres años y ob-servaba por encima del hombro materno cómo seacercaba la muerte.

Lo recordó todo de golpe: su padre, atizad-or en mano, había permanecido en su sitio juntoal Enviado Geral para ganar tiempo a fin de quesu esposa pudiera escapar con él, pero Arrick los

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quitó de en medio a empujones mientras huíahacia la gazapera de la cocina. Recordó elmordisco que se le llevó los dedos y el sacrificiode su madre.

«¡Te quiero!»

Rojer se aferró al talismán y sintió el es-píritu materno muy cerca de él, como si fuerauna presencia física. Cuando los abismales se lesecharan encima, confiaba en que lo protegeríamás que los grafos.

La criatura golpeó la protección condureza. Arrick y Rojer dieron un brinco del sustocuando la magia de los grafos levantó un chispor-roteo de luz. El entramado de grafos de Geralquedó reflejado en el aire con trazos de fuegoplateado durante unos instantes y luego el abis-mal fue rechazado, y quedó aturdido.

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La sensación de alivio duró poco. El sonidoy la luz atrajeron la atención de otros congéneres,y cargaron por turnos a fin de probar el entra-mado desde todos los ángulos.

Pero las protecciones lacadas de Geralaguantaron bien y los demonios fueron rechaza-dos, ya atacaran de uno en uno ya lo hicieran engrupo; al final, terminaron dando vueltas en tornoa ellos, buscando en vano una debilidad.

Sin embargo, mientras los demoniosseguían lanzándose contra la protección del cír-culo, Rojer tenía la mente en otro lugar: veíamorir a sus padres una y otra vez; las llamas con-sumían a su padre y el fuego devoraba a su madrepoco después de meterlo en el agujero de la co-cina. Y veía una y otra vez cómo Arrick los apart-aba.

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Melodía había causado la muerte de su pro-genitora, tan seguro como si la hubiera matado élmismo. Rojer se llevó el talismán a los labios ybesó el pelo rojo de su madre.

—¿Qué es eso que sostienes? —preguntóArrick cuando fue claro que los demonios no ibana cruzar.

El descubrimiento de su talismán le habríaprovocado un ataque de pánico en cualquier otraocasión, pero ahora se hallaba en otro sitio, re-viviendo una pesadilla e intentando aclarar el sig-nificado de la misma. Arrick había sido como unpadre para él durante diez años. ¿Podían ser cier-tos esos recuerdos?

El muchacho abrió la mano, dejando que sumentor viera la pequeña muñeca de madera conel mechón de pelo rojo.

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—Mi mamá —dijo.

Su maestro la miró con tristeza y hubo algoen su expresión que le confirmó todo cuanto ne-cesitaba saber. Sus recuerdos eran ciertos. Rojerse tensó cuando Arrick empezó a barbotar palab-ras de enfado. Estaba dispuesto a cargar contra elJuglar para arrojarlo del círculo y dejar que se en-cargaran de él los abismales.

Arrick humilló la mirada, se aclaró la gar-ganta y empezó a cantar. Su voz estropeada poraños de bebida recuperó parte de su antiguadulzura mientras entonaba una suave nana. Latonada activó la memoria del muchacho exacta-mente igual que había hecho la visión del demo-nio del bosque. De súbito, se acordó de cómo Ar-rick lo había sostenido en el mismo círculo queocupaban en ese momento, entonando la mismacanción de cuna mientras ardía todo Pontón.

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La canción envolvió a Rojer como su talis-mán, recordándole lo seguro que se había sentidoesa noche. Arrick había sido un cobarde, eso eracierto, pero había respetado la petición de Kallyde cuidar de él, a pesar de que eso le había cost-ado su puesto junto al duque y le había arruinadola carrera.

Metió bien el talismán en el bolsillo secretoy observó la noche con la mirada ausente mien-tras las imágenes de toda una década pasaban porsu mente y él intentaba encontrar algún sentido atodo aquello.

Al final, la canción se fue apagando y Rojersalió de su ensimismamiento y sacó los utensiliosde cocina. Frió salchichas y tomates en unapequeña sartén, y se los comieron, acompañándo-los con pan duro. Practicaron después de la cena.Rojer sacó el violín y Arrick se humedeció los la-

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bios con las últimas gotas de la bota de vino. Sepusieron el uno frente al otro, haciendo todo loposible por ignorar a los demonios que acechabanmás allá del círculo.

Rojer comenzó a tocar y todas las dudasy aprensiones se desvanecieron en cuanto la vi-bración de las cuerdas se convirtió en su mundo.Fue rasgueando una melodía y asintió cuando sesintió preparado. Arrick se unió a él con un suavetarareo, a la espera de otro gesto para empez-ar a cantar. Estuvieron interpretando durante al-gún tiempo, sumiéndose en una confortable ar-monía perfeccionada por años de prácticas y ac-tuaciones.

Arrick se interrumpió y miró en derredor alcabo de mucho rato.

—¿Qué ocurre?

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—Ningún demonio ha atacado las defensasdesde que hemos comenzado, o eso creo —re-puso Arrick.

El aprendiz dejó de tocar y dirigió unamirada a la noche y se percató de que era cierto.¿Cómo no se había dado cuenta antes? Los de-monios del bosque estaban acuclillados en losalrededores del círculo, inmóviles, pero cuandoRojer miró a los ojos de un ser, éste se le echó en-cima.

El muchacho gritó y se cayó de espaldascuando el monstruo impactó contra las protec-ciones y fue repelido. Surgió a su alrededor unflameo de chispas cuando todos los atacantes sa-lieron del trance y atacaron.

—¡Era la música! ¡La música los ha hechoretroceder!

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El Juglar vio la confusión en el semblantedel muchacho, de modo que se aclaró la gargantay comenzó a cantar.

Y lo hizo con una voz tan fuerte que llegóbien lejos en el camino, ahogando los alaridos delos demonios con su hermoso sonido, pero no sir-vió para mantener a raya a los abismales. Antesal contrario, los asaltantes gritaron y lanzaron za-rpazos contra la barrera con más fuerza, como siestuvieran desesperados por silenciarlo.

Arrick frunció las cejas y cambió la tonada,cantando la última balada que habían ensayado ély Rojer, pero los demonios siguieron afanándoseen atacar las defensas. Rojer sintió una punzadade miedo. ¿Qué ocurría si esos demonios encon-traban una brecha en las defensas como habíanhecho en...?

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—¡Toca el violín, zagal! —gritó Arrick. Elmuchacho miró embobado el instrumento y elarco, todavía entre sus manos—. ¡Tócalo, memo!—ordenó el Juglar.

La mano tullida de Rojer tembló y el arcorozó las cuerdas del violín, soltando un chirridopenetrante similar al arañar de unas uñas sobre lapizarra. Los monstruos se quejaron al tiempo queretrocedían un paso, lo cual envalentonó a Rojer,que tocó nuevas notas discordantes y desafinadas.Aullaron y se taparon las orejas con las zarpas,como si les doliera.

Pero los demonios no huyeron, sino que seapartaron del círculo lentamente hasta ponerse auna distancia tolerable y se dispusieron a esperar.Sus ojos destellaban a la luz de la fogata.

Verlos le puso el corazón en un puño. Ellossabían que no iba a poder tocar eternamente.

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Arrick no había exagerado al afirmar queiban a recibirlos como héroes en las aldeas. Loshabitantes del Paseo del Grillo no tenían Juglarespropios y eran muchos quienes recordaban aMelodía de sus tiempos como heraldo del duque,una década atrás.

Había una pequeña posada para albergar alos pastores y a los granjeros que iban y veníanentre Bosque Cerrado y el Valle del Pastor. Fuer-on bien recibidos en ella y les dieron comiday alojamiento gratis. Todo el pueblo se dio citaen la posada para ver el espectáculo, bebiendocerveza suficiente para sufragar los gastos delposadero. De hecho, todo fue a pedir de bocahasta que llegó el momento de pasar el sombrero.

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—Una mazorca de maíz —gritó Arrick,moviéndola delante del rostro de Rojer—. ¿Y quéesperan que hagamos con eso?

—Bueno, siempre podemos comérnosla—sugirió Rojer. Su maestro lo fulminó con lamirada y continuó caminando. A Rojer le habíagustado el Paseo del Grillo. Los lugareños erangentes sencillas y de buen corazón, y sabían cómodisfrutar de la vida. En Angiers,

el público se apretaba cerca para oír su vi-olín, asintiendo y dando palmas, pero jamás habíavisto gente tan dispuesta a bailar como ellos. To-davía estaba sacando el violín de la funda cuandoya se habían retrocedido para hacer espacio y nomucho después estaban bailando, dando vueltasy riendo de forma escandalosa, dejándose llevarpor la música y danzando a su son.

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Lloraron sin vergüenza alguna ante lastristes baladas de Arrick y rieron al borde de lahisteria sus chistes verdes y sus mimos. A juiciodel aprendiz, no podía pedirse más a un público.

—¡Melodía y Mediagarra! —corearon deforma atronadora cuando terminó la actuación.Les llovieron ofertas de alojamiento y corrieronla bebida y el vino. Dos muchachas de ojosnegros como el carbón llevaron a Rojer detrás deun almiar, donde se besaron hasta que la cabezale dio vueltas.

Su maestro estaba menos complacido.

—¿Cómo he podido olvidar que las cosaseran así? —se lamentó.

Se refería a la recaudación, por supuesto.No había monedas en las al— dehuelas, o habíamuy pocas. Todo cuanto tenían era para atender

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a lo imprescindible: la compra de semillas, her-ramientas y postes de protección. Había un parde klats de madera al fondo del sombrero, peroeso no bastaba para pagar el vino trasegado porArrick durante el viaje desde Angiers. La mayorparte de los asistentes habían pagado en grano,echando a la colecta alguna que otra bolsa de salo especias.

—Trocadores —soltó Arrick, pronun-ciando la palabra como si fuera un insulto—.Ningún vinatero de Angiers aceptaría un saco decebada como pago.

La gente del Paseo del Grillo les habíapagado algo más que grano. Les habían dadocarne en salazón y pan recién horneado, uncuerno de requesón y una cesta de fruta; edre-dones para que durmieran calientes y parches decuero para los zapatos. Se ofrecían a compartir

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con gusto cualquier bien o servicio que pudierantener. Rojer no había comido tan bien desde lostiempos que estaban en el palacio del duque, yno era capaz de comprender la aflicción de sumaestro aunque lo zurcieran. ¿Para qué queríael dinero si no hacía falta comprar lo que loslugareños les daban en abundancia?

—Al menos tienen vino —refunfuñó elJuglar.

Rojer observó con nerviosismo la bota devino cuando su maestro le dio un tiento, sabedorde que la bebida únicamente serviría paraaumentar su disgusto, pero no despegó los labios.La sugerencia de que no bebiera tanto lo enfadabamás que todo el alcohol que fuera capaz de in-gerir.

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—Me encanta el sitio —se atrevió a decirRojer—. Me gustaría que nos quedáramos aquímás tiempo.

—¿Qué sabrásss tú? —le espetó Arrick—.Sssólo eresss un crío tonto. —Profirió unlamento, como si lo aquejara un dolor—. BosqueCerrado no va a ssser mejor y el Valle del Pastorya esss lo peor. ¿En qué esstaría yo pensando p'aembarcarme en esssta essstúpida gira?

Propinó una patada a las preciadas láminasdel círculo portátil, golpeando de refilón las pro-tecciones, aunque no pareció notarlo o no le pre-ocupó, pues se acercó al fuego dando tumbos.

Rojer jadeó, pues era inminente el crepús-culo, pero no dijo nada y salió disparado hacia ellugar y corrigió el daño con auténtico frenesí, lan-zando miradas llenas de pánico a la línea del ho-rizonte.

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No le sobró ni un segundo, pues los abis-males se materializaron cuando todavía estaba ar-reglando la cuerda. El muchacho cayó de espal-das cuando se le echó encima el primer asalt-ante y chilló de miedo cuando las proteccioneschisporrotearon al cobrar vida.

—¡Maldito seas! —le gritó el Juglar al de-monio cuando éste cargó. Alzó el mentón congesto desafiante y cacareó burlón cuando el mon-struo cargó contra la red de grafos.

—Maestro, por favor —imploró Rojer,tomándolo del brazo y tirando de él para arras-trarle al centro del anillo.

—Oh, sí, Mediagarra sabe lo que conviene,¿no? —se burló; dio un tirón para zafarse delmuchacho y estuvo a punto de caerse—. El pobreborracho de Melodía no sssabe mantenerse le-josss de las garras de los abismales, ¿eh?

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—Eso no es así.

—¿Y cómo essss entonces? —inquirióMelodía—. Piensasss que eresss alguien sssin míporque el público corea tu nombre.

—No —respondió Rojer.

—Ya lo creo que sí —musitó el beodo, ycon paso inseguro se fue otra vez a por la bota devino.

Rojer tragó saliva y alargó la mano enbusca de su talismán. Frotó el trozo de maderalisa y el sedoso mechón con el dedo gordo, e in-tentó invocar su poder.

—Eso es, ¡llama a mamaíta! —gritó Ar-rick, que dio media vuelta y señaló el muñeco—.Yo te eduqué y te enseñé cuanto sabes. ¡He daomi vida por ti!

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El aprendiz aferró el amuleto con másfuerza todavía cuando sintió la presencia de sumadre y le pareció escuchar sus últimas palabras.Pensó de nuevo en cómo Arrick la había empu-jado al suelo y se le formó un nudo en la garganta.

—No, tú fuiste el único que no lo hizo.

Arrick puso cara de pocos amigos y se acer-có a su aprendiz. Rojer retrocedió, pero el anilloera pequeño y no había adonde huir: los demo-nios caminaban con avidez al otro lado del cír-culo.

—Trae p'aca eso —gritó Melodía en-fadado, aferrando las manos de su pupilo.

—¡Es mío! —chilló Rojer.

Forcejearon durante unos instantes, pero elbeodo era más grande y más fuerte, y tenía dos

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manos intactas. Le arrebató el muñeco y lo tiró alfuego.

—¡No! —gritó Rojer, y se lanzó hacia lasllamas; pero era ya demasiado tarde. El pelo rojoprendió de forma inmediata y la madera empezóa arder antes de que tuviera tiempo de encontraruna ramita con la que retomar el talismán. Elmuchacho se arrodilló en el suelo y contemplócómo se quemaba, mudo de asombro. Empezarona temblarle las manos.

El Juglar lo ignoró y se acercó a un demo-nio del bosque, acuclillado al borde del círculo,donde atacaba las defensas.

—To cuanto me ha pasao essss culpa tuya.He tenío que cargar contigo, crío ingrato, y esssculpa tuya que perdiera el trabajo... ¡Tuya!

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El abismal le gritó al tiempo que enseñabasus dientes afilados. Arrick aulló de nuevo y es-tampó la bota de vino en la cabeza del atacante.El cuero estalló y los roció a ambos de vino rojocomo la sangre y trozos de cuero curtido.

—¡Mi vino! —aulló Arrick, compren-diendo de pronto lo que había hecho.

Hizo ademán de cruzar las protecciones,como si hubiera algún modo de reparar el daño.

—¡Maestro, no! —gritó Rojer, que se re-volvió, lanzándose a por él y en la caída logróagarrarlo por los pelos de la desaliñada coleta conla mano buena y le pateó las corvas. Arrick se vioarrastrado hacia atrás, lejos de las placas de gra-fos, y cayó pesadamente encima de su aprendiz.

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—Quítame lasss manosss de encima—chilló, sin comprender que el muchachoacababa de salvarle la vida.

Cuando logró levantarse, agarró al aprendizpor la camisa y lo lanzó fuera del círculo.

El abismal y el humano se quedaron in-móviles durante unos instantes. El semblante delJuglar reflejó que éste había tomado concienciade sus actos cuando el demonio del bosque profir-ió un grito triunfal y aseguró los pies para tomarimpulso y saltar sobre la víctima.

El muchacho cayó hacia atrás entre gritos,sin esperanza alguna de volver tras las placaslacadas a tiempo. Alzó las manos en un débil in-tento de repeler a la criatura, pero se oyó un gritoantes de que lo golpease el monstruo. Melodíahabía placado al ser, derribándolo.

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—¡Vuelve al anillo! —gritó Arrick.

El abismal bramó antes de contraatacar consaña y lanzó al hombre por los aires. Rebotópesadamente al golpearse contra el suelo. Letemblaban las extremidades y con una de ellas dioen la cuerda del círculo portátil y rompió el alin-eamiento de las placas.

Todos los asaltantes situados en el claroecharon a correr hacia la brecha. Rojer compren-dió que iban a morir los dos. El primer demoniovolvió a cargar contra él, pero Melodía lo agarrópara hacerlo a un lado.

—¡Tu violín! ¡Puedes hacerles retrocedercon él!

Las garras del atacante se hundieron pro-fundamente en el pecho del Juglar apenas hubopronunciado esas palabras

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—¡Maestro! —gritó Rojer, y lanzó unamirada dubitativa a su violín.

—¡Sálvate! —dijo con voz entrecortadaantes de que el demonio le rebanara el cuello.

Rojer tenía los dedos agrietados y ensan-grentados para cuando el alba dispersó a los de-monios, obligándolos a regresar al Abismo. Lostenía engaritados y debió hacer un gran esfuerzopara estirarlos y soltar el violín.

Se había pasado tocando toda una larganoche, medio tieso por el frío cuando se apagó lafogata, sin dejar de emitir notas discordantes paramantener alejados a los abismales que, como biensabía, lo acechaban al amparo de la oscuridad.

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No había habido belleza ni eufonía algunaen esa música, tocó chirridos y notas disonantes,nada que pudiera apartar su mente del horror cir-cundante, pero ahora, cuando miraba los restosdispersos de carne y ropas ensangrentadas, todocuanto quedaba de su maestro, lo asaltó un nuevohorror; sintió arcadas y cayó de rodillas.

Las náuseas cesaron al cabo de un minuto.Entonces, contempló sus manos acalambradas yensangrentadas con el deseo de que dejaran detemblar. Lo embargaba la sensación de tener losmofletes acalorados y enrojecidos a pesar de not-ar el soplo del frío aire matutino en su rostroexangüe. Seguía teniendo revuelto el estómago,pero ya no le quedaba nada por vomitar. Se secóla boca con la manga y se obligó a ponerse de pie.

Intentó recoger suficientes restos de Arrickpara poder darle sepultura, pero no quedaba

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mucho. Un mechón de pelo; una bota que losmonstruos habían rasgado para llegar hasta lacarne y salpicaduras de sangre.

Los demonios no habían desechado ni lastripas ni un solo hueso. Se lo habían zampado to-do con avidez.

Según predicaban los Pastores, los abis-males devoraban el cuerpo y el alma de sus víc-timas, pero Arrick siempre había dicho que losHombres Santos eran aún más embusteros quelos Juglares, y su maestro era capaz de soltar tro-las tremendas. Rojer pensó en su talismán y enel sentimiento de que éste invocaba al espíritu desu madre. ¿Cómo podría sentirla cerca de él si sualma se había consumido?

Miró las cenizas frías del fuego. El muñe-quito seguía ahí, renegrido y retorcido, y se ledesmenuzó entre los dedos cuando los tomó. No

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muy lejos de allí, sobre el suelo, se hallan los res-tos de la coleta de Arrick. Rojer tomó el pelo,ahora más gris que rubio, y se lo metió en elbolsillo.

Iba a hacerse otro talismán.

Bosque Cerrado apareció ante los ojos deRojer antes del anochecer, para gran alivio deljoven. No se creía con fuerzas para pasar otranoche al raso.

Había pensado en volver al Paseo del Grilloe implorar a algún Enviado que lo llevara devuelta a Angiers, pero eso lo obligaría a contarcuanto había pasado, y no estaba preparado.Además, ¿qué le reservaba Angiers? No podríaactuar en las calles sin una licencia del gremio

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y Melodía se había hecho demasiados enemigoscomo para que él pudiera completar su aprend-izaje. Más valdría permanecer en aquella zonalimítrofe, donde nadie lo conocía ni llegaba lamano del gremio.

Al igual que en el Paseo del Grillo, BosqueCerrado estaba llena de gente buena y recta quelo recibieron con los brazos abiertos. Estaban tanencantados de que la fortuna les hubiera traído aun Juglar que no lo atosigaron con preguntas.

Rojer aceptó con gratitud su hospitalidad.Se sentía un impostor al proclamarse Juglarcuando sólo era un aprendiz sin licencia. De to-dos modos, dudaba mucho que a las gentes deaquellos pagos tan lejanos, los finisterranos, lesimportara demasiado caso de saberlo. ¿Iban anegarse a bailar al son de su violín o iban a reírsemenos por sus mimos?

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Rojer no se atrevió a sacar las bolas color-eadas de la bolsa de las maravillas y rechazó to-das las peticiones de cantar. En vez de eso, hizovolteretas y acrobacias, y anduvo con las manos,usando todo su repertorio a fin de tapar sus defi-ciencias.

Los finisterranos no lo presionaron, y esobastaba por el momento.

23

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El renacimiento

328 d.R.

El refulgente sol devolvió la conciencia aArlen. La arena le alanceó el rostro cuando alzóla cabeza y escupió para sacarse unos granos de

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la boca. Hizo un esfuerzo para ponerse de rodillasy mirar en derredor, pero únicamente vio arena.

Lo habían abandonado sobre las dunas paraque muriera.

—¡Cobardes, no os absolverá abandonarmeen el desierto para que éste haga vuestro trabajo!

Las piernas le temblaron cuando hizo aco-pio de fuerzas para ponerse de pie y todo sucuerpo le reclamaba que se tumbase a morir. Lacabeza le daba vueltas.

Había acudido en ayuda de los krasianos.¿Cómo podían traicionarlo de ese modo?

«No te mientas —replicó una voz en sumente—. También tú llevas tu parte de traición.Huíste de tu padre cuando más te necesitaba,abandonaste a Cob antes de concluir el apren-

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dizaje, y dejaste a Ragen y a Elissa sin darlessiquiera un abrazo, y Mery...»

«¿Quién va a echarte de menos, Par'chin?—le había preguntado Jardir—. Las lágrimas ver-tidas por ti no llenarían ni una sola botella.»

Y estaba en lo cierto.

Él sabía que, de perecer en ese momento,sólo se percatarían de su desaparición los merca-deres, más preocupados por la pérdida de la mer-cancía que por su muerte. Tal vez debiera dejarsecaer y morir.

Se le doblaban las rodillas y tenía la sensa-ción de que la arena tiraba de él y lo llamaba paraacogerlo. Estaba a punto de rendirse cuando des-cubrió algo.

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Un odre de agua descansaba en la arena apocos metros de allí. ¿Acaso el remordimiento deconciencia había sacado el lado bueno del PrimerGuerrero o había sido uno de sus hombres, quehabía vuelto la vista atrás y se había apiadado delchin traicionado?

Arlen gateó hacia el odre como si fuera unacuerda de salvamento. Quizás alguien lo llorasedespués de todo.

Pero eso apenas importaba. Incluso si re-gresaba a la ciudad, nadie creería la palabra de unchin contra la del Sharum Kha y los guerreros lomatarían sin dudarlo a una orden de Jardir.

«En tal caso —pensó para sus adentros—,¿debo dejar que se queden con la lanza por laque me he jugado la vida, con Mensajero del Al-ba, con mis círculos portátiles y todas mis pose-siones?»

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Echó mano a la cintura al pensar en elloy comprendió con alivio que en realidad no lohabía perdido todo. Ahí seguía la sencilla bolsade cuero que llevaba sujeta al cinto cuandopeleaba en el Laberinto. En ella llevaba unpequeño equipo de Protección para grabar grafos,una bolsita con hierbas y su libreta.

La libreta lo cambiaba todo. Arlen habíaperdido todos sus demás libros, pero todos juntosno valían tanto como la libreta, pues en ella habíacopiado todos los grafos nuevos aprendidosdesde su salida de Miln.

Incluso los de la lanza.

«Si tanto desean la preciada lanza, pues quese la queden. Puedo hacer otra», concluyó en sufuero interno.

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Se levantó con gran esfuerzo, tomó el odrecaldeado por el sol y se permitió el lujo de uncorto trago de agua; luego, se lo echó al hombroy subió a lo alto de la duna más cercana.

Puso la mano a modo de visera para pro-teger los ojos. A lo lejos, Krasia parecía un es-pejismo cuya posición le permitía orientarse paraencaminarse al oasis de la Aurora. Llegar a él sinuna montura requería un viaje por el desierto deal menos una semana, y dormir desprotegido. Elagua no iba a durarle tanto tiempo, pero Arlendudaba que eso importara. Los demonios de laarena lo matarían antes de que muriera de sed.

Arlen masticó apio de monte mientrascaminaba. Era amargo y le revolvía el estómago,pero estaba lleno de cicatrices de demonio y ese

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apio lo ayudaba a prevenir la infección. Además,no tenía comida, y prefería las náuseas a las pun-zadas del hambre.

Bebía del odre con moderación a pesar deque tenía la garganta seca e hinchada. Se habíasujetado la camisa sobre la cabeza para protegerladel sol, aunque eso implicaba dejar expuesta unaespalda llena de manchones amarillentos ycárdenos a causa de la tunda recibida, y sobre to-do de un rojo intenso. Cada paso era un suplicio.

Continuó su avance hasta el crepúsculo,mas tuvo la sensación de no haber progresadoprácticamente nada, aunque la larga línea de pis-adas marcadas en la arena demostraba que habíarecorrido una distancia sorprendente.

La llegada de la noche supondría la apari-ción de los abismales y de un intenso frío, y cu-alquiera de los dos podía matarlo, razón por la cu-

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al se escondió de ambos: se enterró en arena paraocultarse de los monstruos y protegerse de las ba-jas temperaturas. Arrancó una hoja de la libretay la enrolló hasta formar un tubito para respir-ar, pero aun así, mientras estuvo tumbado no de-sapareció la sensación de asfixia. El aumento detemperatura de la arena le indicó que había salidoel sol, momento en que se liberó de la tumba dearena y continuó dando tumbos por el desiertocon la sensación de no haber descansado nada.

Continuó de esa guisa un día tras otro, consus respectivas noches. Se debilitaba conformetranscurrían las jornadas sin comida ni descansoy tan sólo con un poco de agua. Sangró por lasgrietas que se le abrieron en la piel, pero él ignoróel daño y continuó caminando. Caía a plomo unsol de justicia cada vez más implacable y la líneadel horizonte no parecía estar más cerca.

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No supo cuándo ni cómo, pero perdió lasbotas en algún momento de la caminata y la arenacaliente le despellejó las plantas de los pies, en-sangrentados y llenos de ampollas. Rasgó lasmangas de la camisa y se los vendó.

Se caía cada vez más a menudo; algunasveces se alzaba enseguida, pero otras se des-vanecía y se levantaba minutos u horas después.En ocasiones, tropezaba y hacía el descenso de laduna revolcándose en la arena. Al exhausto cam-inante le parecía una bendición poder ahorrarseunos cuantos pasos dolorosos.

Había perdido la cuenta de los días cuandose le acabó el agua. Seguía caminando por eldesierto, pero no tenía la menor idea de lo lejosque debía ir. Los labios resecos se le habían ag-rietado, pero los cortes y ampollas habían dejado

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de supurar, como si hubiera consumido todo ellíquido de su cuerpo.

Cayó una vez más y se devanó los sesos enbusca de una razón para levantarse.

Arlen se despertó sobresaltado y con elrostro empapado. Era de noche, y eso debíahaberlo aterrado, pero le faltaban las fuerzas paratener miedo.

Bajó la vista y vio que se había tumbado adescansar al borde del agua, en el oasis de la Aur-ora, y que tenía una mano metida en el agua.

Se preguntó cómo había llegado hasta allí,pues su último recuerdo... No tenía ni idea de cuálera su último recuerdo. El viaje por el desierto erauna nebulosa, pero no le preocupaba. Lo había lo-grado, y eso era cuanto importaba. Estaba a salvo

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en el interior de los obeliscos protegidos con gra-fos.

Arlen bebió con avidez en el estanque yvomitó el agua unos momentos después. Al cabode unos instantes se obligó a beber más despacio;cerró los ojos cuando sació la sed y se adormecióde nuevo; era la primera vez que dormía a piernasuelta en una semana.

Arlen saqueó las reservas del oasis cuandodespertó. Había pertrechos y alimentos: mantas,hierbas y un equipo de Protección. Estaba de-masiado débil para buscar nada, de modo quepasó varios días limitándose a comer frutos secos,beber agua fría y limpiarse las heridas. Despuésde ese tiempo estuvo en condiciones de recogerfruta fresca y tras una semana tuvo fuerzas parapescar. A las dos semanas logró mantenerse depie y estirarse sin dolores.

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Las reservas del oasis bastaban para ll-evarlo fuera del desierto. Tal vez estuviera mediomuerto cuando saliera arrastrándose de las ab-rasadoras llanuras de arena, pero eso también sig-nificaba estar medio vivo.

Había una surtida provisión de lanzas en losdepósitos del vergel, pero eran manifiestamenteinadecuadas si las comparaba con el magníficohierro que le habían arrebatado. Sin fijador paraendurecer los grafos tallados en la madera, éstospodían estropearse con el primer golpe contra lasduras escamas de los abismales.

¿Qué hacer en tal caso? Disponía de grafoscapaces de consumir la vida de los monstruos.Podía lanzárselos o incluso escribírselos con lamano...

Sopesó la posibilidad de pintar grafos decombate en las piedras y también de dibujárselos

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en las manos para luego ponerlas sobre los mon-struos.

Sus carcajadas se apagaron cuando la ideagerminó en su mente. ¿Funcionaría? En tal casotendría un arma que nadie podría robarle, una queningún monstruo podría arrebatarle ni quitarle.

Arlen sacó la libreta y se puso a estudiarlos grafos de la punta de la lanza y luego los delastil. Los primeros eran de ataque y los segun-dos de defensa. Se percató de que los grafos de lacontera no se alineaban con otros a fin de form-ar una línea, cosa que sí hacían los del filo dela punta. Los trazos del borde estaban solos. Elmismo símbolo se repetía una y otra vez desde lacircunferencia de la lanza hasta la zona plana dela punta. Tal vez ésa era la diferencia entre tajar yaporrear.

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Mientras el sol se ocultaba en el horizonte,el joven trazó en el suelo los grafos de aporrearuna y otra vez para ganar confianza. Tomó delequipo de Protección un pincel y un cuenco paramezclar las pinturas; con sumo cuidado, dibujó elgrafo en la palma de su mano izquierda. Soplócon suavidad hasta que se quedó seco.

La pintura de la mano derecha resultó máscompleja, mas Arlen sabía por experiencia queera capaz de trazar grafos con la siniestra, auncuando le iba a requerir más tiempo.

Nada más caer la noche flexionó las manoscon cuidado para asegurarse de que el trazo no serajaría ni se despegaría al menor movimiento yuna vez que estuvo satisfecho se dirigió hacia losobeliscos de piedra que protegían el oasis, dondeobservó a los demonios dar vueltas en torno a la

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barrera, olisqueando la presa situada fuera de sualcance.

El primero en percatarse de su presenciafue un espécimen sin ninguna particularidad: undemonio de la arena de algo más de tres metrosy medio, brazos alargados y unas piernas de mús-culos apretados. Movió a uno y otro lado el raboerizado de púas cuando sus ojos se encontraroncon los del humano.

Al cabo de unos instantes, la criatura se pre-cipitó hacia el entramado de grafos, pero mien-tras saltaba, Arlen avanzó hacia un lado y alargóla mano para cubrir en parte dos runas de protec-ción. La red de seguridad falló y el abismal cruzódesequilibrado y confundido ante la falta de res-istencia. El humano retiró la mano para restable-cer la red. Cualesquiera que fuera el resultado delexperimento, el monstruo no iba a sobrevivir, ya

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fuera porque muriera a manos de Arlen, ya fueraporque, aun victorioso, después de matarlo nopudiera escapar del vergel fuertemente protegidoy pereciera por efecto del sol.

El abismal se irguió y se volvió entre sis-eos. Exhibió dos hileras de dientes antes de darsela vuelta. Tensó los abultados músculos de laspiernas y agitó con fuerza la cola. Entonces, conun rugido felino, se abalanzó sobre la presa.

El humano se situó en frente de él con losbrazos extendidos —más largos que los de la cri-atura— y las palmas de las manos hacia fuera. Selevantó una ola de chispazos cuando el pecho es-camado del abismal entró en contacto con los gra-fos. Tras la descarga, la criatura profirió un aul-lido mientras salía disparada hacia atrás y se dabauna fuerte costalada contra el suelo. Arlen sonrió

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al ver que la zona de contacto de las escamas consus manos despedía unos zarcillos de humo.

El demonio se puso en pie y comenzó a darvueltas en torno a él, pero esta vez se lo tomó conmás cautela. El engendro no estaba acostumbradoa que la presa le hiciera frente, pero pronto re-cobró el valor y se lanzó al ataque.

Arlen atrapó las muñecas del abismal y sedejó caer de espaldas mientras ponía los pies enel estómago de la bestia, que salió volando. Losgrafos destellaron al entrar en contacto con el en-emigo y él notó la intervención de la magia: lacarne del demonio crepitó sin que él se quemara,aunque notó un leve hormigueo de energía en lasmanos, como cuando se le adormecían por faltade circulación. La picazón le subió por los brazoscomo un escalofrío.

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Los dos contendientes se levantaron a todaprisa y el humano respondió al gruñido del abis-mal con otro. El demonio se lamió las muñecaschamuscadas para suavizar la quemazón antes demirarlo. Arlen leyó respeto en los ojos de la bes-tia. Respeto y miedo. Esta vez, él era el depre-dador.

Esa confianza estuvo a punto de costarle lavida. El abismal gritó antes de arremeter y estavez Arlen estuvo lento de reflejos. Se hizo a unlado, pero las uñas negras de las zarpas le pasaronpor encima del pecho como un rastrillo.

Le asestó un puñetazo, olvidando que teníalos grafos en las palmas. El tortazo apenas hizodaño al monstruo, pero él se despellejó los nud-illos contra la granujienta superficie de escamas.El demonio le propinó un mamporro repentino

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con el dorso de la garra que lo dejó despatarradosobre el suelo.

Los siguientes momentos fueron desesper-ados: Arlen se movió con dificultad y dio más ymás vueltas a fin de evitar las cortantes garras,los dientes afilados y la vapuleadora cola de es-pinas. El demonio flexionó las piernas y se leechó encima cuando intentó levantarse, tirándolode nuevo al suelo. El humano logró interponerlas rodillas entre ellos y mantuvo alejada a lacriatura, pero notó el fétido y abrasador alientocuando le puso las fauces a un centímetro delrostro.

Arlen también le enseñó los dientes mien-tras le ponía las manos en las orejas y le sujetabala cabeza. El abismal aulló de dolor mientras losgrafos soltaban chispazos de continuo. El jovenno aflojó la presión y siguieron los fogonazos. La

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piel del monstruo comenzó a humear allí dondeArlen le apretaba. El ser se revolvió y soltó za-rpazos como un poseso en su intento de escapar.

Pero Arlen lo tenía y no pensaba dejarle es-capar. El hormigueo de las palmas iba a más cadamomento que pasaba, como si las descargas co-braran intensidad. Siguió apretando, y cada veztenía más cerca una mano de otra. Le sorprendíacuán cerca estaban las dos palmas, como si elcráneo de la bestia perdiera consistencia y estuvi-era licuándose.

La embestida del abismal se ralentizó y eljoven rodó a un lado para invertir la sujeción. Laszarpas del demonio pasaron cerca de sus brazosen un intento de alejarlos, pero era inútil.

Arlen flexionó los músculos una vez más yacabó por juntar las manos, prensando la cabezadel ser en una explosión de vísceras.

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24

Agujas y tinta

328 d.R.

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Arlen no pudo conciliar el sueño esanoche, aunque no fue a causa del dolor punzantede las heridas. Se había pasado toda la vidasoñando con los héroes protagonistas de los cuen-tos trovadorescos, vestidos con armadura yhaciendo frente a abismales con lanzas protegi-das. La idea de ese sueño prendió en su interiorcuando halló la lanza y se le escabulló de entrelos dedos cuando alargó la mano para tomarlo.Había salido tambaleante de ese tropezón paradar con algo nuevo.

Nada, ni siquiera la noche en el Laberinto,cuando se había sentido invencible, era compar-able con la sensación de enfrentarse a un demonioen sus propios términos y sentir en la carne el

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cosquilleo de la magia al cobrar vida. Tenía ver-dadera ansia de experimentarla otra vez, y esaapetencia ofrecía una nueva luz a sus fantasías deantaño.

Al estudiar lo acaecido en Krasia, Arlencomprendió que su visita no era tan magnánimacomo había creído en un principio. Con inde-pendencia de lo que se dijera a sí mismo, él noquería ser un fabricante de armas ni otro luchadormás entre otros muchos. Había buscado la gloriay la fama. Había deseado entrar en las leyendascomo la persona que había devuelto a la human-idad la oportunidad de combatir.

«¿No había querido ser considerado inclusocomo el Liberador?»

La idea lo alteró. La salvación de loshombres debía proceder de todos ellos, y no de

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uno solo, para que significara algo y pudiera per-durar.

¿Y acaso quería ser salvada la humanidad?¿Lo merecía? Arlen ya no lo sabía. Los hombrescomo su padre habían perdido la voluntad deluchar y se contentaban con esconderse detrás delos grafos, pero albergaba serias reservas acercade quienes la conservaban después de lo presen-ciado en Krasia y lo que había visto en su interior.

Nunca habría paz entre él y los abismales.En el fondo de su corazón, Arlen sabía que jamásse sentiría a salvo detrás de la red de proteccióny los dejaría bailar tranquilos ahora que tenía otraelección, pero ¿quién iba a acompañarlo en sulucha? Ragen le había infundido la idea y Elissalo había regañado por ello. Mery lo había re-chazado. Los krasianos habían intentado matarlo.

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Arlen supo que la mayor arma de los de-monios era el miedo, desde la noche en que supadre permaneció a salvo detrás de los grafosdel porche mientras los abismales despedazabana su esposa, pero no había entendido las muchasformas del miedo. Todos sus intentos demostra-ban otra cosa: Arlen tenía pánico a la soledad.Necesitaba a alguien, a cualquiera, para creer enlo que hacía. Necesitaba alguien con quienluchar, alguien por quien hacerlo.

Pero no había nadie y ahora lo veía conclaridad. Debía regresar a las ciudades si deseabacompañía y aceptarla en los términos de sus hab-itantes. Si quería luchar, debía hacerlo solo.

Se apagaron la euforia y la sensación depoder, tan vividas en su mente, y lentamente seaferró las rodillas con las manos hasta ovillarseen el suelo y permaneció con la mirada fija en

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el desierto, buscando un camino donde no habíaninguno.

Se levantó con las primeras luces del albay fue a chapotear en el agua para lavarse lasheridas. Las había suturado y se había puestouna cataplasma antes de quedarse dormido, peronunca se tenía bastante cuidado con las heridasde un demonio. Le llamó la atención su propiotatuaje cuando se echó agua fría sobre el semb-lante.

Todos los Enviados tenían tatuajes de iden-tificación de su ciudad de origen. Era un símbolode lo lejos que habían llegado en el transcursode sus viajes. Arlen recordaba el primer día enque Ragen le mostró el suyo: la ciudad entremontañas que engalanaba el pabellón de Miln. Él

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había tenido el propósito de ponerse el mismotatuaje en cuanto completó su primer trabajo yfue a un artista del tatuaje, dispuesto a ser mar-cado para siempre como Enviado, pero entoncesle entraron dudas. Fuerte Miln había sido un hog-ar para él en muchos sentidos, pero no habíanacido allí.

Arroyo Tibbet carecía de pendón, por lo cu-al tomó la divisa del conde Tibbet: campos ex-uberantes divididos por un riachuelo que desem-bocaba en un pequeño lago. El tatuador tomó lasagujas y estampó para siempre en el hombro deArlen ese recuerdo del hogar.

«Para siempre.» Observó con detalle el tra-bajo del tatuador y su modus operandi se le grabóen la mente. El oficio de aquel hombre no diferíademasiado del de un Protector: líneas precisastrazadas laboriosamente y sin margen para el er-

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ror. Arlen guardaba agujas en la bolsita de lashierbas y tinta en la caja de herramientas de Pro-tección.

Arlen encendió un pequeño fuego mientrasrevivía todos y cada uno de los pasos del tatu-ador. Colocó las agujas sobre las llamas y vertióun poco de tinta viscosa y espesa en un pequeñocuenco. Envolvió los alfileres con hilo a fin deasegurarse que no iba a clavarlos más hondos dela cuenta y estudió con cuidado los contornosde la mano izquierda para percibir cada arruga ycada pliegue cuando la cerraba. Cuando estuvopreparado, tomó una aguja, la empapó en tinta yse puso a trabajar.

Fue un trabajo laborioso y se veía obligadoa detenerse a menudo para limpiar de la mano elexceso de tinta y el flujo de la sangre, pero tiempoera lo único que tenía, de modo que trabajó con

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pulso firme y sumo cuidado. Quedó satisfechocon el grato realizado a media mañana. Se pusoun apósito en la palma de la mano y se la vendócon cuidado antes de merodear por el vergel conel fin de reabastecer las reservas del oasis. Traba-jó duro el resto de ese día y también el siguiente,sabedor de que antes de irse debía acumular todala comida que fuera capaz de llevar.

Arlen permaneció otra semana en el oasis:se tatuaba grafos por la mañana y reunía comidapor las tardes. Los tatuajes de las palmas sanaroncon rapidez, pero no se detuvo ahí cuando re-memoró cómo se le habían despellejado los nud-illos cuando le propinó puñetazos al demonio dela arena. Se protegió con grafos los artejos de lamano izquierda a la espera de que se le cayeranlas costras de la mano derecha antes de grabarse

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también los nudillos de esa mano. Ningún mon-struo volvería a permanecer impasible al recibirun puñetazo suyo.

Mientras trabajaba, iba revisando una y otravez los lances de su duelo con el demonio de laarena para recordar sus movimientos, su vigor ysu velocidad, la naturaleza de sus movimientosde ataque y las señales delatoras de los mismos.Tomó notas minuciosas de todos esos recuerdospara estudiarlos y devanarse los sesos sobre pos-ibles formas de mejorar sus reacciones. No podíapermitirse el lujo de tener otro tropiezo.

Los krasianos habían perfeccionado los yaprecisos movimientos del sharusahk en casi unaexpresión artística. Empezó a adaptar los movi-mientos y la posición de sus tatuajes a fin de queencajaran los dos.

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Cuando al fin abandonó el oasis de la Aur-ora, no siguió el camino, sino que atajó por lasdunas, en dirección a Sol de Anoch. Había puestoa secar mucha comida y se llevó toda la que pudocargar. La ciudad perdida tenía un pozo, pero nocomida, y él tenía planeado quedarse allí duranteun tiempo.

Arlen sabía incluso en el momento demarcharse que el agua no iba a durarle durante to-do el tiempo necesario para llegar a la ciudad per-dida. Apenas habías odres y pellejos de más en eloasis. La travesía por el desierto hasta su destinoiba a durar unas dos semanas y el agua no le dur-aría más de una.

Pero no volvió la vista atrás ni una sola vez.«No hay nada detrás de mí. Sólo puedo seguir ad-elante», pensó.

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Arlen respiró hondo y continuó andandocuando las sombras se alargaron sobre las dunasal anochecer. Las estrellas refulgieron con clarid-ad en el cielo sin nubes y no resultaba difícil noperder el sentido de la orientación; de hecho, eramás fácil que durante el día.

Eran pocos los abismales que se adentrabantanto en el desierto, pues solían congregarse allídonde se hallaban las presas, y escaseaban muchoen el yermo arenal. Arlen caminó durante horasa la fría luz de luna antes de que un demoniocaptase su efluvio. Oyó los alaridos de la bestiaantes de que ésta hiciera acto de presencia, perono huyó, pues sabía que podía rastrearlo, y tam-poco albergaba la menor intención de huir, puesya había recorrido mucha distancia duranteaquella noche. Se mantuvo en su posición mien-tras el demonio de la arena se acercaba dandosaltos sobre las dunas.

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Cuando Arlen lo miró a los ojos con calma,el abismal se detuvo, confuso; le gruñó y arañóla arena con las zarpas, pero el humano se limitóa sonreír y tampoco reaccionó cuando el depre-dador bramó un grito de desafío. En vez de eso,se concentró en el terreno circundante: los atisbosde movimiento en las áreas laterales de su visiónperiférica, el susurro del viento y su roce sobre laarena, el aroma imperante en el gélido aire noc-turno.

Los demonios de la arena cazaban en man-ada. Arlen jamás había visto a un espécimen caz-ar solo y dudaba de que el abismal no tuvieracompañía. Tal y como esperaba, aparecieronotros dos congéneres, silenciosos como lamuerte, mientras fijaba de nuevo la atención enla criatura gruñidora y alborotadora que teníadelante de él. Habían dado un rodeo para atacarlopor los flancos. Arlen simuló no haberse per-

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catado de su presencia y mantuvo el contactovisual con el enemigo de en frente, cada vez máscercano.

El ataque sobrevino como esperaba: el abis-mal situado delante mantuvo la posición mientrassus compañeros arremetían cada uno desde unlateral, en una demostración de astucia que im-presionó a Arlen. Supuso que era necesario desar-rollar mañas para el engaño, pues en el desiertolos abismales eran visibles a lo lejos y el vientoalejaba varios kilómetros el menor de los sonidos.

Pero aun cuando Arlen todavía no se habíaconvertido en el cazador, tampoco era una presafácil. Los dos demonios alargaron las garras delos cuartos delanteros en cuanto saltaron desdelos laterales, pero él salió disparado hacia delantey se lanzó contra la bestia que había servido dedistracción.

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Los dos atacantes debieron desviarse parano chocar entre ellos, y lo lograron, aunque a dur-as penas, mientras su congénere retrocedía, sor-prendido por el ataque del humano. El demonioera rápido, pero no tanto como para evitar el gan-cho de izquierda de Arlen. El hombre le prop-inó un golpe con los grafos de los nudillos quelevantó un surtidor de chispazos. El abismal setambaleó. Arlen no se detuvo ahí y de prontoalargó la diestra hacia el rostro del demonio,manteniendo la palma pegada a los ojos. El grafose activó con efectos abrasadores y la criaturaaulló al tiempo que lanzaba zarpazos a ciegas.

Pero Arlen había previsto el movimiento yse echó hacia atrás. Se tiró al suelo y rodó sobresí para levantarse a escasos metros del monstruocegado y plantarles cara a los otros compañerosde caza cuando se lanzaban a por él.

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Arlen quedó impresionado de nuevo. Lasdos criaturas no lo atacaron simultáneamentepara evitar ser engañadas con el mismo truco unasegunda vez, y escalonaron su avance para nochocar entre ellos.

La táctica funcionaba con otros demonios,pero tenía el inconveniente de conceder a su presala posibilidad de enfrentarse a ellos de uno enuno. Arlen se irguió cuando el primer atacantese le echó encima y lo tuvo al alcance de lasmanos para poderle agarrar, y entonces le atrapóla cabeza a la altura de las orejas. La explosión demagia dejó noqueado al abismal sobre el suelo,donde aullaba y se retorcía de dolor, aferrándosela cabeza con las garras.

El segundo rival se le echó encima con po-ca diferencia con el primero, sin concederletiempo para golpearlo ni evitarlo. En vez de eso,

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se acordó de un truco de su anterior encuentro:aferró al demonio por las patas y se tiró al suelode espaldas con el fin de hacerle salir volando.Las agudas escamas del abdomen de la criatura lecortaron los vendajes de los pies y se le hundieronen las plantas, lo cual no le impidió aprovecharla propia inercia de la criatura para lanzarla lejos.El rival cegado en primer lugar seguía removién-dose, pero apenas era una amenaza.

Antes de que el segundo enemigo se reco-brara, Arlen se lanzó a por el primero, el que seretorcía de dolor, y le hundió las rodillas en loslomos, haciendo caso omiso del dolor de las cort-antes escamas. Rodeó el pescuezo del adversariocon una mano y colocó la otra detrás de la cabeza.El luchador notó los efectos de la magia, pero sevio forzado a soltar la presa y rodar sobre un cost-ado para evitar al otro enemigo, que se había re-cuperado y reanudaba su asalto.

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El humano se puso en pie una vez más. Eldemonio y él se pusieron a dar vueltas uno entorno al otro, con precaución. La criatura hizoamago de embestir y el joven flexionó laspiernas, listo para eludir las afiladas garras, peroel demonio se detuvo en seco e hizo girar el raboalrededor de su corpulenta y poderosa figura paragolpear al humano en un costado, haciéndole sa-lir despedido.

Arlen cayó sobre el suelo y rodó de costadojusto a tiempo de evitar el rasposo extremo dela cola, que levantó un golpe sordo al impactardonde hacía un segundo reposaba su cabeza. Girósobre sí mismo otra vez, esquivando por los pelosel siguiente golpazo, y logró agarrar el apéndicecuando el abismal hizo ademán de retirarlo parapreparar otra trompada. Arlen apretó al sentir elhormigueo del grafo en la palma y un aumentodel calor cuando empezó a obrar efecto la magia.

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El abismal aulló y removió el rabo, pero Arlen seapresuró a sujetarlo y colocó la otra mano justodebajo de la primera. Cuando la magia se intens-ificó, él anduvo a paso ligero para mantenerselejos del alcance del abismal; al final, la com-bustión traspasó la cola y el extremo de la mismaacabó estallando en medio de un surtidor de icor.

El desgarro mandó lejos a Arlen y el abis-mal se vio libre de nuevo para revolverse hacia ély acometer. El humano lo agarró por el antebrazocon la mano izquierda y le propinó un codazo enla garganta, pero un golpe sin la magia de los gra-fos surtía poco efecto. La bestia crispó los brazosnervudos y el joven salió volando por los airesotra vez.

Arlen hizo acopio de sus últimas fuerzascuando la criatura embistió y salió a su encuentro,cerrando las manos en torno al pescuezo de la

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bestia y apretó mientras se dejaba caer hacia at-rás. Las garras del abismal le rasguñaron losbrazos, pero las extremidades del luchador hu-mano eran más largas, por lo cual no sufrió heri-das en el cuerpo. Se dieron un fuerte golpe contrael suelo. Arlen colocó las rodillas sobre las articu-laciones de

las patas del enemigo, inmovilizándole lasextremidades con su peso mientras continuabacon el estrangulamiento. Cada segundo transcur-rido notaba el creciente efecto de la magia.

El demonio se revolvía enloquecido, peroArlen le apretó el pescuezo con más fuerza. Laquemazón de la magia consumió las escamas yse adentró en la vulnerable carne de debajo paraluego partirle los huesos. No paró hasta que fuecapaz de cerrar los puños.

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Se levantó del cadáver descabezado del de-monio y miró a los otros dos. El que había caídonoqueado se arrastraba débilmente, sin ánimo al-guno de pelear, y el cegado se había desvanecido,aunque Arlen no se preocupó por ello. No en-vidiaba el viaje de vuelta al Abismo que le esper-aba a la criatura tullida. Lo más probable era quesus compañeros lo hicieran trizas.

Se fue a por el demonio que renqueabapatéticamente sobre la arena y lo remató. Sevendó las heridas y luego, después de un cortodescanso, retomó su hatillo con las provisiones yse encaminó de nuevo hacia Sol de Anoch.

Arlen viajó día y noche, dormitando a lasombra de las dunas cuando el sol estaba en sucénit. Sólo se vio obligado a luchar otras dos

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noches: la primera contra otra manada de demo-nios de la arena, y la segunda contra un solitariodemonio del viento; pasó las demás sin ser mo-lestado.

Cubría mayores distancias por la noche quepor el día, cuando soportaba todo el peso de unsol abrasador. Al séptimo día de viaje desde eloasis de la Aurora, estaba en carne viva porefecto del viento, los pies ensangrentados y llenosde ampollas, y se le había acabado el agua, perole volvieron las fuerzas cuando apareció a la vistaSol de Anoch.

Arlen rellenó los odres en uno de los pocospozos en activo y bebió hasta saciarse. A con-tinuación, empezó a proteger con grafos el edifi-cio que conducía a las catacumbas donde habíahallado la lanza. Las vigas de madera habíanquedado expuestas a la vista en algunos edificios

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cercanos, pero la sequedad del desierto las habíamantenido intactas. Arlen se apoderó de todas el-las y recogió todos los matorrales raquíticos paraencender fuego, pues las tres antorchas tomadasen el oasis y el puñado de velas del equipo deProtección no iban a durar mucho y la luz naturalno entraba en el subsuelo.

Racionó con cuidado su menguante reservade víveres. El borde del desierto y la esperanzamás cercana de hallar más estaba al menos acinco días de Sol de Anoch, tres si caminaba díay noche. Eso apenas le concedía tiempo, y habíamucho por hacer.

Durante el día siguiente, Arlen exploró lascatacumbas y copió con detalle todos los grafosnuevos dondequiera que los encontrara. Localizónuevos sarcófagos de piedra, pero ninguno con-tenía armas. Aun así, había una gran profusión

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de grafos inscritos en los féretros y en las colum-nas, y más todavía en las historias pintadas en lasparedes. Arlen no sabía leer los pictogramas, perocomprendía buena parte del lenguaje corporal ylas expresiones de la secuencia de imágenes. Elnivel de detalle de las representaciones era tal queArlen fue capaz de distinguir algunos de los gra-fos que los guerreros llevaban en las armas.

También descubrió nuevas razas de demo-nios en las pinturas. Una serie de imágenesmostraban a hombres con aspecto humano, salvopor los colmillos y las garras. Una imagen centralmostraba delante de una horda de demonios aun abismal delgado de extremidades esqueléticasy un pecho estrecho y huesudo, pero con unacabeza desproporcionada para ese cuerpo. Elabismal se enfrentaba a un hombre ataviado conun ropón que se hallaba al frente de un buennúmero de guerreros humanos. Los semblantes

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de ambos contrincantes estaban contorsionadospor lo que parecía ser un enfrentamiento de vol-untades, pero estaban claramente separados yrodeados por un halo de luz mientras sus re-spectivas huestes los contemplaban.

Tal vez lo más llamativo del líder humanoera la ausencia de armas. Emanaba una luz queparecía proceder de un grafo pintado, ¿tatuadoquizá?, en la frente. Arlen estudió la siguiente im-agen y vio al demonio y los suyos en desbandadamientras los humanos alzaban las lanzas en señalde triunfo.

Con sumo cuidado, Arlen copió en la libre-ta el grafo de la frente del hombre.

La reserva de comida menguó conformepasaban los días y moriría de hambre antes de quehallara más si se quedaba otro día más en Sol deAnoch. Decidió partir con la primera luz del alba

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en dirección a Fuerte Rizón. Una vez que llegaraa la ciudad, estaría en condiciones de procurarseun pagaré bancario con el que sufragar la adquis-ición de un caballo y víveres para regresar.

Lo irritaba tener que partir cuando apenashabía podido hurgar en la superficie de la ciudad.Muchos túneles se habían venido abajo y excav-arlos requería tiempo, y había muchos más edi-ficios con posibles entradas a cámaras subter-ráneas. Las ruinas tenían la clave para destruir alos demonios y era la segunda vez que las exigen-cias del estómago lo obligaban a abandonarlas.

Los abismales se alzaron mientras estabasumido en sus pensamientos. Acudían en buennúmero a Sol de Anoch a pesar de la ausencia depresas. Tal vez creían que los edificios podían at-raer a más hombres, o tal vez hallaban solaz en

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dominar un lugar que antaño desafió a los de suraza.

Arlen se levantó y se encaminó al borde dela zona protegida para observar a los demoniosbailar a la luz de la luna. Las tripas le hicieronruido y se preguntó, y no por vez primera, porla naturaleza de los demonios. Eran criaturas má-gicas, inmortales e inhumanas. Se dedicaban adestruir, pero no creaban nada ni en la muerte,pues sus cuerpos se incineraban en lugar depudrirse para alimentar el suelo, pero él los habíavisto comer, y también cagar y mear. ¿De verdadestaba su naturaleza completamente fuera del or-den natural?

Un demonio de la arena le siseó.

—¿Qué eres tú? —le preguntó Arlen.

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Pero la criatura se dedicó a aporrear lapared invisible de los grafos, gruñó con frustra-ción y se alejó cuando fulguraron.

Arlen le vio marcharse sumido en susnegros pensamientos. «Al Abismo con él», mur-muró mientras abandonaba las protecciones conun salto. El demonio se volvió justo a tiempode recibir el puñetazo de Arlen, propinado conlos grafos tatuados en los nudillos. La despreven-ida criatura cayó bajo sus puños en medio de ungran estruendo y murió sin saber qué lo habíagolpeado.

Los demás abismales se aproximaron al oírel alboroto, pero lo hicieron con cautela y Arlenfue capaz de regresar al edificio llevando a rastrasa su enemigo y cubrir los grafos lo suficientecomo para meter dentro el cadáver.

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—Veamos si después de todo puedes de-volverme algo —le dijo el humano a la criaturamuerta.

Pintó grafos de filo sobre un trozo afiladode obsidiana a fin de poder abrir el caparazón delabismal. Se sorprendió al descubrir que debajo detan pétreo blindaje la carne de la bestia era tanvulnerable como la suya. Los músculos y los ner-vios eran duros, pero no mucho más que los decualquier otro animal.

Emitía un hedor insoportable y el icornegro que hacía las veces de sangre apestabatanto que le escocieron los ojos y le entraron arca-das. Contuvo el aliento y cortó un trozo de carnede la criatura. La agitó con fuerza para sacudirel exceso de fluido antes de echarla sobre unpequeño fuego. El icor humeó y al final se con-

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sumió. El olor de la carne dorándose empezó aser llevadero.

Arlen alzó el repulsivo trozo de carnerenegrida cuando estuvo bien hecho y los añosdesaparecieron. Su mente regresó a Arroyo Tib-bet, y recordó las palabras pronunciadas porColine Trigg el día en que él pescó un pez de malaspecto y con escamas marrones. La Herboristalo obligó a devolverlo a las aguas.

—Jamás comas nada de mal aspecto —lehabía dicho Coline—. Lo que te lleves a la bocase convierte en parte de ti.

«¿Se convertirá esto en parte de mí?», sepreguntó.

Miró el trozo de carne, hizo de tripascorazón y se lo metió en la boca.

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CUARTA PARTE

HOYA DELEÑADORES

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331-332

Después del Retorno

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25

Un cambio de escenario

331 d.R.

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La llovizna se convirtió en un aguacero.Rojer maldijo su suerte y avivó el paso. Llevabaun tiempo planeando marcharse del Valle delPastor, pero no había previsto hacerlo con tantaprisa y en circunstancias tan desagradables.

Suponía que no debía culpar al pastor,cierto. El tipo se pasaba más tiempo atendiendo alrebaño que a su esposa y el acercamiento fue cosade ella, pero ningún hombre saca su lado razon-able cuando llega antes de lo previsto para no mo-jarse por la lluvia y se encuentra a su esposa en lacama con un muchacho.

En cierto modo, debía estar agradecido a lalluvia. De lo contrario, el cornudo podía haber re-clutado a la mitad de los hombres del pueblo paradarle caza, pues los tipos de esa aldea eran de

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lo más posesivo, probablemente porque dejabansolas a sus esposas mientras llevaban a pastar alos preciados rebaños. Los ovejeros eran genteseria en lo tocante a los rebaños y a las esposas, ysi uno interfería con cualquiera de los dos...

El marido lo había perseguido como unposeso por el dormitorio hasta que la esposa saltóa la espalda del marido y lo retuvo el tiempo pre-ciso para que Rojer echara mano a sus bártulos ysaliera por la puerta a paso ligero. Rojer siempretenía sus pertenencias empaquetadas, eso lo habíaaprendido de Arrick.

—Por la Noche —murmuró mientras un es-peso barro le succionaba la bota.

El frío y la humedad se colaban por debajodel cuero, pero todavía no se atrevía a detenersey encender un buen fuego.

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Se ciñó con más fuerza la capa de coloresmientras se preguntaba por qué siempre parecíaestar huyendo de algo. Durante los dos últimosaños se había mudado cada estación y habíavivido en el Paseo del Grillo, Bosque Cerrado yel Valle del Pastor al menos hasta tres veces, peroaún se sentía como un forastero. La mayoría delos aldeanos moraban en sus pueblos toda la vidasin salir de los mismos, y siempre intentaban per-suadirlo de que él hiciera lo mismo.

«Cásate conmigo.» «Cásate con mi hija.»«Quédate en mi posada y pintaremos su nombreen el letrero de la entrada para atraer clientes.»«Caliéntame mientras mi esposo está lejos.»«Ayúdanos durante la cosecha y pasa aquí el in-vierno.»

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Se lo habían dicho de mil formas difer-entes, pero todas significaban lo mismo: «Aban-dona el camino y echa raíces aquí.»

Rojer se descubría en los caminos cada vezque se lo decían. Era agradable saberse querido,pero ¿en condición de qué? ¿Como marido?¿Como padre? ¿Como peón de labranza? Rojerera Juglar, y no se imaginaba siendo nada más. Laprimera vez que movió un dedo para ayudar enla cosecha o ayudó en la búsqueda de una ovejaperdida se supo al comienzo de un camino que lollevaba en otra dirección.

Llevó la mano al bolsillo secreto para pal-par el talismán de pelo dorado, y tuvo la sensa-ción de que lo contemplaba el espíritu de Arrick.El joven sabía cuánto le habría decepcionado a sumaestro si se hubiera quitado la botarga. Arrick

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había muerto como Juglar, y él también lo haríaasí.

La gira por las aldehuelas habían hechociertas las palabras de Arrick: Rojer había mejor-ado mucho sus habilidades. Dos años de continu-as actuaciones lo habían obligado a hacer algomás que tocar el violín y ejecutar algunas acroba-cias. Se había visto obligado a ampliar el reper-torio y a mejorar ahora que no contaba con sumaestro para llevar el peso del espectáculo, lleg-ando a desarrollar formas novedosas de entreten-er al público en solitario. Siempre estaba perfec-cionando algún truco de magia o alguna pieza demúsica, pero por muchos trucos que hiciera y porbuen violinista que fuera, se había hecho cono-cido por sus dotes como cuenta- cuentos.

Todos los habitantes de las aldehuelas eranmuy aficionados a las buenas historias, en espe-

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cial las que tenían lugar en lugares lejanos. Ro-jer se vio obligado a ambientar sus historias enlugares conocidos y en otros que no había vistojamás, en pueblos situados al otro lado de las co-linas y en otros existentes únicamente en su ima-ginación. Las historias engordaban conforme lasiba contando y los personajes cobraban vida enla mente de los espectadores mientras escuchabanlas aventuras de Jack Lengua Escamosa, capazde hablar la lengua de los abismales, y siempreengañando a las estúpidas criaturas con falsaspromesas; Marko el Andarín, que cruzó la cor-dillera milnesa para hallar al otro lado una tierrafértil donde los abismales eran adorados como di-oses; y por supuesto, El Protegido.

Los Juglares del duque pasaban por las al-dehuelas todas las primaveras para leer las pro-clamas de la autoridad, y los últimos habían em-pezado a contar rumores sobre un hombre in-

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dómito que vagaba por los páramos matando de-monios y alimentándose de su carne. Rojerpresentó la historia como la sincera narración deltatuador encargado de trazar los grafos sobre laespalda de ese hombre, y que otros se la habíanconfirmado. La aventura embelesó al público deinmediato, y se vio obligada a embellecerla untanto con detalles de su propia cosecha en cuantolos espectadores le pidieron que volviera a contarla historia a la noche siguiente.

A los oyentes les encantaba hacerle pregun-tas para pillarlo en falso, pero Rojer disfrutabacon esos lances dialécticos y mantuvo conven-cidos a los paletos de la veracidad de sus desca-belladas historias.

Por una de esas ironías de la vida, la másdifícil de creer era la de que él era capaz de hacerbailar a los demonios con su violín. Podía haberla

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probado en cualquier momento, por supuesto,pero como Arrick solía decir: «En cuanto tepones a demostrar una cosa, el público esperaráde ti que las pruebes todas.»

Rojer observó el cielo. «Pronto voy a estartocando para los abismales», pensó. El cielohabía estado encapotado casi todo el día y ahorase oscurecía con suma rapidez. La idea de quelos demonios se alzaran cuando unas nubes den-sas encapotaban el cielo se consideraba un visióninducida por el opio por los habitantes de lasciudades, donde los altos muros hacían posibleque la gente jamás hubiera visto un demonio deverdad, pero la experiencia le decía otra cosa aRojer tras dos años de gira por las aldehuelas, le-jos de las murallas. La mayoría de las criaturasesperaban a la noche para subir a la superficie,pero siempre había unos cuantos valientes dis-

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puestos a hacer la prueba durante la falsa noche sila capa de nubes era lo bastante densa.

El frío, la humedad y la poca predisposi-ción a los riesgos lo empujaron a buscar cuantoantes un lugar donde acampar. Tendría suerte sillegaba a Bosque Cerrado al día siguiente, perolo más probable era que pasara dos noches al ra-so. La perspectiva le produjo un retortijón de es-tómago.

Y en realidad, Bosque Cerrado no iba a sermejor que el Valle del Pastor ni el Paseo delGrillo. Tarde o temprano, acabaría casado y conhijos, o peor aún, se enamoraría, y antes de quepudiera darse cuenta únicamente sacaría el violíndel estuche los días festivos, pues entonces hastaél iba a necesitar hacer canjes para comprar se-milla o arreglar el arado y acabaría siendo comotodos los demás.

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«También puedes volver a casa.»

Rojer sopesaba a menudo la idea de volvera Angiers, pero siempre surgían razones paraposponer el regreso otra estación. Después de to-do, ¿qué podía ofrecerle la ciudad? Calles estre-chas atestadas de gente y animales en cuyo entar-imado se mezclaba el hedor del estiércol y la bas-ura. Mendigos y ladrones, y la continua preocu-pación por la falta de dinero, y gente que prac-ticaba el arte de ignorar a los demás.

«Gente normal», pensó Rojer, y suspiró.Los pueblerinos siempre estaban deseandosaberlo todo sobre sus vecinos y abrían sus hog-ares a los extranjeros sin pensárselo dos veces. Yeso era loable, pero en el fondo de su corazón,Rojer era un chico de ciudad.

El regreso a Angiers implicaba tener que li-diar otra vez con el gremio, pues un Juglar sin li-

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cencia tenía los permisos contados, pero alguiendel gremio con un buen estatus en el negocio es-taba seguro. Sus dos años de experiencia en lasaldehuelas le garantizaban una licencia, sobre to-do si hallaba a un miembro del gremio dispuestoa hablar por él. Arrick había logrado que todosse distanciaran de él, pero quizá lograra que al-guno se apiadara de él al saber del triste sino desu maestro.

Localizó un árbol cuyo ramaje lo res-guardaría algo de la lluvia y, tras montar el cír-culo, recogió debajo de las ramas suficiente leñaseca para encender un pequeño fuego. Lo ali-mentó con cuidado, pero al final, el viento y lalluvia lo apagaron antes de que pasara muchotiempo.

—Que se jodan los pueblerinos —dijo Ro-jer mientras lo envolvía la oscuridad, cuya

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quietud sólo se rompía por el ocasional chispor-roteo mágico cuando un demonio probaba sus de-fensas—. Que los zurzan a todos.

Angiers no había cambiado mucho en suausencia. Le parecía más pequeña, pero eso se de-bía a que Rojer había vivido un tiempo en lugaresabiertos y había crecido varios centímetros desdeque estuvo allí por última vez. Ahora teníadieciséis años y era un hombre a todos los efec-tos. Permaneció en las afueras de la ciudad, mir-ando fijamente la puerta y preguntándose sicometía o no un error.

Tenía un poco de dinero, apartado escrupu-losamente después de pasar el sombrero al finalde sus actuaciones, y algo de comida en el pet-ate. No era mucho, pero al menos le permitiría

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estar fuera de los refugios públicos durante unasnoches.

«Siempre puedo volver a las aldeas si todocuanto quiero es tener la tripa llena y estar bajotecho», dijo para sus adentros. También podía en-caminarse a Hoya de Leñadores, al Tocón delGranjero o al norte, donde el duque había recon-struido Pontón en la orilla angersiana del río.

«Si es cuanto quiero...», repitió mientrashacía acopio de valor y cruzaba las puertas.

Encontró una posada bastante barata y sacósu botarga de colores. En cuanto estuvo equipadose dirigió derecho a la casa gremial de los Jug-lares, ubicada muy cerca del centro de la urbe,donde sus residentes podían atender con facilidadcualquier compromiso en cualquier parte de laciudad. Todo Juglar con licencia podía vivir en eledificio del gremio siempre que aceptasen los tra-

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bajos que les asignasen sin rechistar y entregaranla mitad de sus ganancias al gremio.

«Idiotas -los llamaba siempre Arrick-. Cu-alquier Juglar dispuesto a entregar la mitad dela recaudación a cambio de un techo y un platode gachas tres veces al día no es digno de esenombre.»

Eso era bastante cierto. Sólo vivían allí losmás viejos y los menos dotados, dispuestos aaceptar los encargos que rechazaban todos los de-más. Aun así, la alternativa era mejor que la des-titución y más segura que los refugios públicos.Los grafos de protección de la casa gremial eranfuertes y sus habitantes menos diestros en el ofi-cio de robar al prójimo.

Rojer se dirigió hacia los residentes y alcabo de unas pocas preguntas pronto estuvollamando a una puerta en concreto.

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—¿Eh...? ¿Quién es...? —preguntó un an-ciano, mirando por la rendija de la puerta entre-abierta con ojos entornados.

—Rojer Mediagarra, señor —contestó eljoven, y al no ver indicio alguno de reconoci-miento en los ojos legañosos de su interlocutor,añadió-: Fui aprendiz de Arrick Melodía.

La confusión se convirtió en acritud al cabode un segundo y el hombre hizo ademán de cerrarla puerta.

—Por favor, maestro Jaycob —suplicó Ro-jer al tiempo que ponía un pie en la puerta.

El anciano suspiró, pero no hizo esfuerzoalguno por cerrar la puerta, sino que se volvióhacia el interior de su pequeña habitación y se de-jó caer pesadamente en el asiento. Rojer entró ycerró la puerta.

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—¿Qué quieres? Soy un hombre viejo y notengo tiempo para jueguecitos.

—Necesito un proponente para pedir una li-cencia a la hermandad —le explicó Rojer.

Jaycob escupió al suelo.

—¿Qué...? ¿Arrick se ha convertido en unpeso muerto? Su inclinación a la bebida estorbatu éxito, así que quieres dejar que se pudra ymontártelo por tu cuenta, ¿no? —refunfuñó—.Me cuadra. Es lo que él me hizo a mí hace veinti-cinco años.

Alzó los ojos y miró a Rojer.

—Pero me cuadre o no, si crees que voy aayudarte en tu traición...

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—Arrick ha muerto, maestro Jaycob —re-puso Rojer, alzando las manos para evitar la in-minente diatriba—. Los abismales lo descuartiz-aron en el camino a Bosque Cerrado hace dosaños.

—Mantén erguida la espalda, chico —loinstruyó Jaycob mientras bajaban hacia elsalón—. No te olvides de mirar a los ojos al sín-dico del gremio, pero no hables hasta que te diri-jan la palabra.

El anciano le había dicho aquello una do-cena de veces, pero Rojer se limitó a asentir. Erajoven para conseguir su propia licencia, pero Jay-cob decía que en la historia del gremio había ha-bido miembros aún más jóvenes. Eran el talento

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y la habilidad lo que permitían ganarse una licen-cia, no los años.

No era fácil obtener audiencia con el sín-dico ni aun contando con un padrino. Jaycob notenía fuerzas para actuar desde hacía años y pormucho que la gente del gremio respetara su avan-zada edad, era más ignorado que venerado en elala administrativa de la casa gremial.

El escribiente del síndico les hizo esperara la entrada de la oficina durante varias horas,donde aguardaron con desesperación mientrasentraban y salían otras citas. Rojer se sentó conla espalda erguida, resistiendo la urgencia deladearse o hundir los hombros, mientras el chorrode luz de la ventana iba incidiendo en diferentespartes de la habitación.

—El maestro Cholls os atenderá ahora—los informó al fin el escribiente.

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El joven aprendiz prestó atención de nuevoy se puso de pie enseguida. Tendió una mano aJaycob para ayudar a levantarse al anciano.

Rojer no había visto nada parecido a la ofi-cina del síndico del gremio desde sus días al ser-vicio del duque. Una gruesa alfombra con dibujosestampados de colores cálidos cubría el suelo yfijadas a los muros de madera había lámparas defiligrana con cristales de colores entre las pintur-as de grandes batallas, hermosas mujeres y bode-gones. La mesa de trabajo era de pulida maderaoscura de nogal con pequeñas e intrincadas es-tatuillas a modo de pisapapeles que imitaban lasgrandes estatuas de los pedestales distribuidospor toda la habitación. Detrás del escritorio, en ungrabado de la pared, estaba el símbolo del gremiode los Juglares: tres pelotas de colores.

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—No tengo mucho tiempo, maestro Jaycob—dijo el síndico del gremio sin molestarse enapartar los ojos del legajo de papeles desplegadosobre el escritorio. Era un hombre grueso de almenos cincuenta años, vestido con una ropa bor-dada más propia de los Mercaderes o los noblesque la ropa chillona de los Juglares.

—Este solicitante merece tu tiempo —ase-guró el anciano—, es el aprendiz de ArrickMelodía.

Cholls levantó al fin la vista, aunque sólopara mirar de soslayo a Jaycob.

—No me encaja que tú y Arrick estuvieraisen contacto —contestó, ignorando a Rojer—.Tenía entendido que no acabasteis en muybuenos términos.

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—El tiempo tiene sus mañas para suavizaresas cosas —repuso el anciano con tirantez, puesno estaba dispuesto a mentir más allá de eselímite—. He hecho las paces con Melodía.

—Pues pareces ser el único —replicóCholls soltando una risotada ahogada—. La may-oría de los residentes en este edificio lo estrangu-larían en cuanto lo vieran.

—Llegarían un poco tarde —repuso Jay-cob—. Arrick ha muerto.

Cholls recuperó la expresión seria.

—Me entristece oír eso —admitió—. Lavida de todos nosotros es preciosa. Al final, ¿lomató la bebida?

Jaycob negó con la cabeza.

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—Fueron los abismales.

El síndico puso cara de pocos amigos y lan-zó un salivazo a un cubo de bronce que parecíaestar allí sólo para servir de escupidera.

—¿Dónde y cuándo ocurrió? —quisosaber.

—Hace dos años, en el camino a BosqueCerrado.

Cholls sacudió la cabeza con tristeza.

—Recuerdo que su aprendiz era algo pare-cido a un violinista —dijo al fin, mirando en dir-ección a Rojer.

—Desde luego, eso y más —convino Jay-cob—. Te presento a Rojer Mediagarra.

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Rojer hizo una reverencia.

—¿Mediagarra? —inquirió el síndico delgremio con repentino interés—. He oído contarhistorias sobre un Mediagarra que actuaba en lasaldehuelas de la zona oeste. ¿Eras tú, muchacho?

Rojer puso unos ojos como platos, pero as-intió. Arrick le había dicho que entre las alde-huelas uno se labraba un nombre enseguida, peroaquello seguía siendo una sorpresa. Se preguntósi esa reputación sería buena o mala.

—Que no se te suba a la cabeza —le acon-sejó Cholls como si le estuviera leyendo lamente—. Los paletos exageran.

Rojer asintió, mirando a los ojos al maestro.

—Sí, señor, entiendo.

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—Bueno, entonces, continuemos con esto.Muéstrame qué haces —dijo Cholls.

—¿Aquí? —preguntó Rojer, titubeante. Laoficina era grande y privada, pero los mueblescaros y la gruesa alfombra le conferían un airepoco acorde con las acrobacias y el lanzamientode cuchillos.

Cholls hizo un gesto de impaciencia con lamano.

—Actuaste con Arrick durante años, asíque voy a aceptar que eres capaz de hacer malab-arismos y cantar —dijo mientras Rojer tragabasaliva a duras penas—. Ganarse una licencia sig-nifica mostrar una habilidad más allá de lasbásicas.

—Toca para él como hiciste para mí,muchacho —lo invitó Jaycob con aplomo.

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Rojer asintió. Las manos le temblaron unpoco cuando extrajo el violín del estuche, pero encuanto los dedos se cerraron en torno a la maderapulida, el miedo desapareció como el polvo en elagua de un baño. Comenzó a tocar y se olvidó delsíndico en cuanto se sumió en la música.

Tocó durante poco rato antes de que ungrito rompiera el hechizo de la música. Rojerapartó el arco de las cuerdas y una atronadora vozproveniente del otro lado de la puerta llenó el si-lencio subsiguiente.

—No, no voy a esperar a que un aprendizdespreciable finalice su prueba. ¡Fuera de micamino!

Se oyeron sonidos de un forcejeo antes deque la puerta se abriera de golpe y el maestro Jas-in irrumpiera en la estancia.

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—Lo lamento, maestro —se disculpó el es-cribano—. Se niega a esperar.

El síndico lo despidió con un ademán de lamano mientras Jasin se le acercaba a toda prisa.

—¿Has asignado el baile del duque aEdum? Esa actuación es mía desde hace diezaños. ¡Mi tío oirá hablar de esto!

Cruzado de brazos, Cholls defendió el ter-reno.

—El duque en persona ha pedido ese cam-bio. Si eso supone un problema para vuestro tío,sugiero que lo exponga personalmente a Su Gra-cia.

Jasin torció el gesto. Era poco probable queel primer ministro Janson intercediera ante elduque por una actuación a favor de su sobrino.

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—Si eso es todo cuanto deseas discutir, Jas-in, tendrás que excusarme —prosiguió Cholls—.El joven Rojer está haciendo una prueba para ob-tener su licencia.

El Juglar clavó en el peticionario los ojos,que flamearon al reconocerlo.

—Veo que te has librado de ese borracho—comentó, adoptando un aire despectivo—.Confío en que no lo hayas cambiado por estavieja reliquia. —Jasin señaló a Jaycob con unmovimiento de mentón—. La oferta sigue en pie,si quieres trabajar para mí. Deja que Arrick tesuplique por las sobras para variar, ¿eh?

—Los abismales despedazaron al maestroArrick en el camino hace dos años —le explicóCholls.

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Jasin volvió a mirar al maestro del gremioy echó a reír de forma estentórea.

—¡Fabuloso! Esa noticia me compensa delargo por la pérdida del baile del duque.

Rojer le atizó.

Ni siquiera comprendió lo que había hechohasta que se encontró de pie sobre el Juglar y notóel cosquilleo de sus nudillos empapados. Habíanotado cómo el puño le quebraba la nariz y en esemomento supo que se habían evaporado todas susposibilidades de conseguir la licencia, pero ya nole preocupó.

Jaycob lo aferró y tiró de él para hacerleretroceder mientras Jasin se levantaba, bal-anceándose como un loco.

—Foy a matarte por efto, pequeño...

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Cholls se interpuso entre ellos. Jasin se re-volvió para agarrar a Rojer, pero la mole delmaestro del gremio fue suficiente para conten-erlo.

—¡Basta, Jasin! —espetó el síndico—. ¡Novas a matar a nadie!

—¡Ya has visto lo que ha hecho! —selamentó Jasin, sangrando por las narices.

—¡Y también he oído tus palabras! —lecontestó a voz en grito—. ¡Yo mismo estabatentado de pegarte!

—¿Y cómo foy a cantar efta noche? —in-quirió Jasin. La nariz se le hinchaba por momen-tos y las palabras resultaban más ininteligibles acada momento que pasaba.

El jefe del gremio torció el gesto.

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—Asignaré un sustituto para tu actuación yel gremio cubrirá la pérdida. ¡Daved! —llamó. Elescribiente asomó la cabeza por la puerta—. Con-duce a maese Jasin hasta un Herborista y dile quenos envíe la minuta.

Daved asintió y se acercó para ayudar a Jas-in, pero éste lo apartó de un empellón.

—Efto no ha terminado —le aseguró a Ro-jer mientras se marchaba.

Cholls soltó un largo suspiro cuando se cer-ró la puerta.

—Bueno, muchacho, ahora sí que la hashecho buena. No le desearía a nadie tener a Jasincomo enemigo.

—Ya lo era antes —contestó Rojer—.Habéis oído lo que dijo.

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El hombre asintió.

—Sí, pero a partir de ahora vas a tener quecontrolarle. ¿Qué voy a hacer si luego te insul-ta un cliente? ¿Y si es el duque? Los hombresdel gremio no pueden ir por ahí tumbando apuñetazos a todos los que les molestan.

Rojer bajó la cabeza.

—Entiendo.

—Me has costado un buen montón demonedas. Voy a tener que estar dándole dinero yactuaciones de primera a Jasin para amansarlo, ysería un tonto si no recuperara el dinero con eseviolín tuyo.

Rojer alzó los ojos, esperanzado.

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—Te concedo una licencia de prueba—dijo Cholls, tomando un cuartilla de papel yuna pluma—. Unicamente puedes actuar bajo lasupervisión de un maestro del gremio, y en-tregarás la mitad de tus ganancias en esta oficinahasta que yo considere cancelada tu deuda. ¿Locomprendes?

—Totalmente, señor —respondió Rojer debuena gana.

—Y controla tu genio —lo previnoCholls—, o haré pedazos esa licencia y jamásvolverás a actuar en Angiers.

Rojer tocó el violín, pero por el rabillo delojo no perdía de vista a Abrum, el fornido ayud-ante de Jasin. Éste solía tener a uno de los suyos

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vigilando las actuaciones de Rojer, lo cual lo in-comodaba mucho, aun a sabiendas de que lo vi-gilaban por orden de su maestro, que le deseabalo peor, pero habían pasado meses desde el in-cidente en la oficina del síndico y este parecía nohaber traído consecuencia alguna. Maese Jasin sehabía recobrado con rapidez y había vuelto a ac-tuar enseguida, obteniendo grandes elogios en to-dos los eventos sociales de la ciudad.

Tal vez habría albergado la esperanza deque aquello fuera agua pasada de no ser porquesus aprendices lo vigilaban prácticamente a di-ario. Unas veces era Abrum, el demonio delbosque, quien se escondía entre el público; otras,Sali, la diablesa de la roca, tomaba a sorbos unabebida en la parte de atrás de una taberna, peropor inofensivas que pudieran parecer esas apari-ciones, no eran simples coincidencias.

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Rojer terminó su actuación con un floreo,lanzando al aire el arco. Se tomó su tiempo parahacer la reverencia ante el público y se enderezójusto a tiempo para recogerlo. El público aplaudióa rabiar y el agudo oído del violinista oyó eltintineo de las monedas cuando Jaycob pasó entreel gentío con el sombrero. Rojer no pudo reprimiruna sonrisa. El anciano parecía pletórico de vida.

Estudió a los espectadores al salir mientrasrecogía el equipo, pero Abrum ya no estaba. Aunasí, Jaycob y él guardaban todo enseguida yseguían un camino indirecto para volver a suposada a fin de asegurarse que no los seguían confacilidad. El sol estaba a punto de ponerse y lascalles se vaciaban con rapidez. El rigor del invi-erno empezaba a menguar, pero aún había placasde hielo y nieve en las tarimas del suelo, y po-cos ciudadanos permanecían fuera de sus casas amenos que tuvieran asuntos pendientes.

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—El alquiler está pagado con unos días demargen incluso descontando la parte de Cholls—aseguró Jaycob, haciendo sonar la bolsa conlas monedas obtenidas—. Serás rico en cuantotermines de pagar la deuda.

—Seremos ricos —lo corrigió Rojer, y Jay-cob rió, dando un salto y haciendo entrechocarlos talones antes de palmear la espalda deljoven—. Mírate, ¿qué ha sido del anciano mediociego que arrastraba los pies al andar cuando meabrió la puerta hace unos meses?

—Volver a actuar ha obrado ese milagro—contestó Jaycob, dedicándole al violinista unasonrisa que dejaba entrever su boca des-dentada—. No canto ni lanzo cuchillos, lo sé,pero el simple hecho de pasar el sombrero haceque mi viejo corazón vuelva a latir como haceveinte años. Siento que incluso podría...

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Calló y desvió la mirada.

—¿Qué? —preguntó Rojer.

—... no sé, ¿contar un cuento quizás? —su-girió Jaycob—. También podría actuar un po-quito rematando un chiste cuando tú me des pie.Nada que te robe protagonismo...

—Por supuesto —aceptó Rojer—. Te lohabría pedido, pero tenía la impresión de exigirtedemasiado, arrastrándote por toda la ciudad parasupervisar mis actuaciones.

—Muchacho, no recuerdo la última vez quehabía sido tan feliz.

Estaban sonriendo cuando doblaron una es-quina y se encontraron de frente con Abrum ySali. Detrás de ellos, Jasin esbozó una gran son-risa.

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—¡Cuánto me alegro de verte, amigo mío!—dijo Jasin cuando Abrum palmeó el hombro deRojer.

El puñetazo en el estómago lo dejó sin res-piración. Rojer se dobló por la mitad y sedesplomó sobre el helado suelo de madera. Sali lepropinó una fuerte patada en el mentón antes deque pudiera levantarse.

—¡Dejadlo en paz! —gritó Jaycob, arroján-dose sobre Sali.

La corpulenta soprano se limitó a carca-jearse mientras lo aferraba y le hacía girar hastaestamparlo contra la pared de un edificio.

—También vas a llevarte lo tuyo, viejo —leaseguró Jasin mientras Sali castigaba su ancianocuerpo con fuertes puñetazos.

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Rojer oyó el crujido de sus huesosquebradizos y los débiles jadeos que proferíaentre los labios ensangrentados. Únicamente elsostén de la pared mantenía en pie al anciano.

A pesar de que las planchas de maderadaban más y más vueltas debajo de sus manos,Rojer se retorció para levantarse y tomó su violínpor el mango con ambas manos e hizo girar a loloco la improvisada porra.

—No vas a irte de rositas —chilló.

Jasin se rió.

—¿A quién vas a acudir? ¿Aceptarán losjueces de la ciudad las acusaciones obviamentefalsas de un actorzuelo insignificante contra lapalabra del sobrino del primer ministro? Te ahor-carán si acudes a la guardia.

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Abrum le arrebató el violín con facilidad yle torció el brazo con más facilidad aún mientrasle ponía una rodilla en la entrepierna. Rojer notóla rotura del brazo a pesar del dolor lacerante dela ingle. El violín descendió a toda velocidad paraestamparse contra la parte posterior de su cabeza;se hizo astillas del porrazo que lo tumbó otra vezsobre el entarimado.

Rojer oyó los continuos gruñidos de dolorpor encima del zumbido de sus oídos. Abrum es-taba encima de él, sonriendo mientras alzaba unapesada porra.

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El dispensario

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—Ay, Jizell —se quejó Skot cuando laanciana Herborista se acercó a él con la palan-gana—, ¿por qué no dejas que tu aprendiza hagala tarea por una vez?

El enfermo cabeceó en dirección a Leesha,enfrascada en cambiar los vendajes de otro pa-ciente.

—¡Ja! —le espetó la interpelada, una mujerde constitución recia, cortos cabellos grises y vozde las que se dejaban oír a distancia—. Si la de-jara encargarse del aseo de enfermos, tendría aquía media ciudad quejándose de una epidemia encuestión de una semana.

La joven sacudió la cabeza cuando seecharon a reír todos los presentes en la hab-

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itación, pero ella también sonreía. Skot era com-pletamente inofensivo. Era un Enviado cuyocaballo lo había arrojado al camino. Tenía suertede seguir con vida, especialmente porque habíaseguido el rastro del corcel y había logrado volvera la silla de montar a pesar de haberse roto losdos brazos. No tenía una esposa que cuidara de él,por lo cual el gremio de Enviados lo había surtidode los klats necesarios para sufragarle los cuida-dos en el dispensario de Jizell hasta que pudieravalerse por su cuenta.

La dueña Jizell empapó el trapo en la pa-langana de agua enjabonada y retiró la sábana delhombre, moviendo las manos con firme eficacia.El hombre profirió un gañido cuando ella con-cluyó, y Jizell echó a reír.

—Menos mal que soy yo quien os asea—dijo la mujerona en voz alta mientras miraba

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significativamente hacia abajo—. No nos gust-aría decepcionar a la pobre Leesha.

Todos los demás enfermos acostados seecharon sus buenas risas a costa del Enviado. Lahabitación estaba hasta los topes, y todos estabanun tanto aburridos de guardar reposo.

—Creo que ella probablemente no lojuzgaría del mismo modo que tú —refunfuñóSkot, poniéndose colorado de furia, pero Jizell selimitó a reírse de nuevo.

—El pobre Skot está encandilado contigo—le confió Jizell a Leesha más tarde, cuando es-taban moliendo hierbas en la botica.

—¿Encandilado? —rió Kadie, una de lasaprendizas—. Encandilado no, enamorado.

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Las demás aprendizas situadas lo bastantecerca para oírla estallaron en risillas.

—Me parece monín —concedió Roni.

—A ti todos te parecen monos —le replicóLeesha. Roni estaba madurando y andaba locapor los chicos—, pero espero que tengas mejorgusto para enamorarte de un hombre que caer enbrazos del que te pida que lo limpies.

—No le des ideas —replicó Jizell—, Ronies capaz de coger el trapo y ponerse a bañar a to-dos los hombres del dispensario.

Las chicas soltaron una risa tonta, pero a laaludida no le sentó mal.

—Ten la decencia de ponerte colorada almenos —le dijo Leesha, haciendo reír otra vez alas muchachas.

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—¡Basta, marchaos de aquí con vuestrasrisitas tontas! —Jizell se rió también—. Quierotener unas palabras con Leesha. Encandilas a to-do hombre que aparece por ahí —le dijo la dueñacuando ellas se fueron—. No vas a morirte pordarle palique a alguno sin tener que preguntarlepor su salud.

—Hablas como si fueras mi madre —rep-licó la joven.

Jizell golpeó el tablero con el almirez.

—No hablo como tu madre, para nada—repuso ella, que a lo largo de los años habíaoído a todos hablar de Elona—, pero no quieroque mueras siendo una doncella vieja por sucausa. No hay delito alguno en gustarles a loshombres.

—Me gustan —protestó la joven.

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—No lo veo yo así.

—Entonces, ¿debería haber saltado de con-tento y ofrecerme a bañar a Skot? —soltó Leesha.

—No, desde luego —contestó la Her-borista—, al menos delante de todo el mundo—añadió con un guiño.

—Ahora hablas como Bruna —gimió Lee-sha—. Vas a necesitar algo más que comentariossarcásticos para convencerme.

Peticiones como la de Skot no eran nadanuevo para Leesha. Ella había heredado el cuerpode su madre y eso implicaba atraer mucho la aten-ción de los hombres, los invitara ella o no.

—Entonces, ¿cómo va a ser? ¿Qué hombrepuede atravesar los grafos de tu corazón?

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—Uno en quien yo confíe y a quien puedabesar en la mejilla sin que al día siguiente seponga a fanfarronear delante de sus amigos quenos hemos dado el lote detrás del granero.

Jizell resopló.

—Es más fácil que encuentres un abismalamistoso.

Leesha se encogió de hombros.

—Tienes miedo, eso creo —la acusóJizell—. Has esperado tanto a perder la virginid-ad que has convertido en un muro inexpugnablealgo totalmente natural que hacen todas laschicas.

—Eso es ridículo.

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—¿Ah, sí? —contestó la Herborista—. Tehe observado cómo reaccionas cuando algunasdamas vienen a pedirte consejo en asuntos de al-coba: te crispas y haces suposiciones mientras tepones roja como un tomate. ¿Cómo puedes ori-entar a otras sobre sus cuerpos cuando no cono-ces el tuyo?

—Estoy bastante segura de saber por dóndeva la cosa —replicó Leesha de forma cortante.

—Sabes a qué me refiero —continuó lamujerona.

—¿Y qué sugieres tú? —inquirió lamuchacha—. ¿Que elija a uno al azar únicamentepara aprender?

—Pues eso es lo que hay.

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Leesha la fulminó con la vista, pero ladueña le sostuvo la mirada sin pestañear.

—Has guardado esa flor tanto tiempo queal final ningún hombre va a parecerte lo bastantebueno para dársela. ¿De qué sirve una flor tanoculta que nadie puede verla? ¿Quién va a re-cordar su belleza cuando se marchite?

Leesha soltó un sollozo ahogado y Jizellacudió a su lado de inmediato, aferrándola confuerza mientras lloraba.

—Vamos, vamos, cielo —la tranquilizó altiempo que le acariciaba los cabellos—. No es tanmalo como eso.

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Después de la cena, tras revisar las protec-ciones y poner a estudiar a las aprendizas, tuvi-eron tiempo de prepararse una taza de té y abrirla talega del Enviado de la mañana a la luz de unalámpara colocada en una mesa llena de adornosantiguos.

—Pacientes durante el día y cartas toda lanoche. —Jizell suspiró—. Gracias a la luz que lasHerboristas no necesitan dormir, ¿eh?

Puso la talega en vertical y derramó todoslos pergaminos sobre la mesa.

Separaron enseguida la correspondencia di-rigida a los pacientes y luego Jizell echó mano aun fajo al azar y miró el destinatario.

—Son para ti —dijo, entregando a Leeshael manojo. Eligió otra carta del montón y se puso

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a leer—. Ésta es de Kimber —dijo al cabo de un-os instantes, refiriéndose a una aprendiz suya a laque había enviado al Tocón del Granjero, situadaa un día a caballo—. El sarpullido del tonelero haido a peor y vuelve a extenderse por la piel.

—Le está administrando mal la infusión, losé —se quejó Leesha—. Siempre la deja reposarmás de la cuenta y luego se queja de la lentitud delas curas. Va a llevarse una tunda como tenga queir en persona hasta el Tocón del Granjero paraprepararla por ella.

—Lo sabe muy bien —comentó Jizell entrerisas—. Por eso me escribe a mí esta vez.

La risa de la mujerona era contagiosa yLeesha pronto se unió a las carcajadas. Leeshaadoraba a Jizell. Podía ser tan dura como Brunasi lo requería la situación, pero siempre era de

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risa fácil. Aun así, Leesha echaba muchísimo demenos a Bruna.

Volvió a centrar la atención en el fajo depergaminos. Era Quarto, el día de la semana enque venía el Enviado procedente del Tocón delGranjero, Hoya de Leñadores y otros asentamien-tos meridionales. Seguro que la primera carta delmontón llevaba escritas sus señas con la pulcracaligrafía de su padre.

También había una misiva de Vika, y Lee-sha leyó ésa en primer lugar. Las manos no de-jaron de temblarle hasta que ésta le aseguró queBruna se hallaba muy bien.

—Vika ha dado a luz un chico, Jame—comentó—. Ha pesado tres kilos.

—¿Es el tercero?

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Vika se había casado con el Escolano Jona,ahora ya Pastor Jona, al poco de llegar a Hoya deLeñadores y no había perdido el tiempo a la horade darle hijos.

—Entonces, no hay mucha esperanza deque vuelva a Angiers —se lamentó Jizell.

Leesha se rió.

—Pensé que eso era obvio después delprimero.

Resultaba difícil creer que habían transcur-rido siete años desde que ella y Vika intercam-biaron sus destinos. El acomodo temporal habíaterminado por ser permanente, lo cual no de-sagradaba del todo a Leesha.

Vika iba a quedarse en Hoya de Leñadorescon independencia de lo que Leesha decidiera, y

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el estado actual de cosas allí parecía mejor queuna combinación de Bruna, Leesha y Darsy. Laidea le infundía una sensación de libertad comono había soñado. La joven había prometido re-gresar a la aldea si la necesitaba la Herborista,pero el Creador había obrado por ella y ahora eralibre de elegir su futuro.

Su padre la informaba en su mensaje deque se había resfriado, pero esperaba recobrarsepronto bajo los cuidados de Vika. La siguientemisiva era de Mairy. La informaba en ella de quesu hija mayor ya tenía la regla y se había pro-metido, por lo cual Mairy pensaba que no tardaríaen ser abuela. Leesha suspiró.

Había otras dos cartas en el atadijo. Leeshamantenía correspondencia con Mairy, Vika y supadre casi todas las semanas, pero su madre le

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escribía con menor frecuencia, y a veces en unataque de despecho.

—¿Y bien? —preguntó Jizell, levantandola vista de sus propias cartas al advertir la malacara de Leesha.

—Sólo es mi madre —le informó la jovenmientras leía—. El tono le cambia según el hu-mor del que esté, pero el mensaje se mantieneinalterable: «Vuelve a casa y ten hijos antes deenvejecer y de que el Creador te quite esa opor-tunidad.»

Jizell refunfuñó y meneó la cabeza.

Había otra hoja junto a la carta de Elona,supuestamente escrita por Gared, aunque la letraera de su madre, pues el leñador no sabía leerni escribir. Por muchas molestias que se hubieratomado Elona para simular, ella estaba conven-

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cida de que al menos la mitad de las palabras erande cosecha materna, y lo más probable era quetambién la otra mitad. Aunque con la letra de sumadre, el contenido no cambiaba: Gared estababien y la echaba de menos. Gared la esperaba.Gared la amaba.

—Mi madre ha de pensar que soy idiotapara intentar hacerme creer que Gared ha in-tentado escribirme un poema —comentó seca-mente Leesha—, y menos aún uno que no rime.

La Herborista se echó a reír, pero dejó dehacerlo enseguida al ver que su interlocutora nole seguía el juego.

—¿Y qué pasa si está en lo cierto? —pre-guntó Leesha de pronto—. Da grima pensar queElona tenga razón en algo. Quiero tener hijos al-gún día y no hace falta ser Herborista para saberque he dejado pasar más días de los que tengo por

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delante para hacerlo. Tú misma has dicho que hemalgastado mis mejores años.

—Es difícil que yo haya dicho eso —rep-licó Jizell.

—Es bastante cierto —admitió Leesha contristeza—. Nunca me he preocupado por buscarhombres, pues ellos siempre encontraban laforma de venir a por mí, lo quisiera yo o no.Siempre pensé que encontraría a uno que enca-jaría en mi vida más que esperar que yo encajaraen la suya.

—Todas hemos soñado con eso a veces,cielo, y es una fantasía bonita si la tienes de vezen cuando, si estás mirando a la pared, pero nopuedes cifrar en ellas todas tus esperanzas.

Leesha apretó la carta en la mano, arrugán-dola un poco.

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—Entonces, ¿estás pensando en regresar ycasarte con ese Gared?

—¡Ah, no, por el Creador que no! ¡Porsupuesto que no! —chilló Leesha.

—Bien —refunfuñó la mujerona—, me hasahorrado el trabajo de darte un porrazo en lacabeza.

—Por mucho que desee ser madre, morirédoncella antes que dejar que Gared engendre unhijo en mí. El problema es que se las ha arregladopara espantar a cuantos se me han acercado en mitierra.

—Eso tiene fácil arreglo: ten hijos aquí.

—¿Qué...?

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—Hoya de Leñadores está en buenasmanos con Vika. La he enseñado yo misma, yen cualquier caso, ahora mismo ella tiene allíel corazón. —Jizell se inclinó y puso su rollizamano sobre la de Leesha—. Quédate y haz deAngiers tu hogar y hazte cargo del dispensariocuando me retire.

Leesha abrió los ojos con desmesura y laboca, pero no logró articular palabra.

—Me has enseñado tanto como yo a ti dur-ante estos años —continuó Jizell— y no haynadie a quien pueda confiar este negocio, nisiquiera aunque regresara Vika.

—No sé qué decir —logró farfullar lajoven.

—No te precipites —le aconsejó Jizell, pal-meándole la mano—. Me atrevería a decir que no

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entra en mis planes retirarme pronto. Sólo pién-satelo.

Leesha asintió y, cuando Jizell le abrió losbrazos, ella se lanzó a ellos, abrazando a la an-ciana. Cuando se separaron, un grito del exteriorlas hizo saltar de sorpresa.

—¡Socorro, auxilio! —gritó alguien.

Ambas miraron a la ventana y vieron queera noche cerrada.

Abrir de noche un postigo en Angiers eraun delito punible con azotes, pero Leesha y Jizellno se lo pensaron dos veces antes de retirar latranca de la ventana. Vieron a un trío decentinelas del concejo correr por el entarimado dela calle. Dos de ellos llevaban en volandas a untercer hombre.

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—¡Ah del dispensario! —llamó el jefe dela patrulla al ver la luz de la habitación por laventana entreabierta—. ¡Abrid las puertas! ¡As-istencia y sanación! ¡Asistencia!

Las Herboristas se dirigieron al unísonohacia las escaleras y estuvieron a punto de caerse,dadas las prisas por llegar a la puerta. Era invi-erno, y aunque los Protectores de la ciudad tra-bajaban con diligencia para mantener los grafoslimpios de nieve, hielo y hojas muertas, unospocos demonios acababan encontrando una bre-cha para colarse todas las noches, dando cazaa mendigos sin techo y acechando a algún es-porádico idiota capaz de arriesgarse a desafiar laley y el toque de queda. Un demonio del vientopodía caer a plomo como una piedra sin hacerruido alguno para extender de repente sus alasgarrudas y sacarle las tripas a la víctima antes

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de atrapar el cuerpo con las zarpas traseras ymarcharse a toda prisa con el mismo.

Llegaron al rellano y abrieron la puerta depar en par, observando desde el umbral el acer-camiento de los hombres. Los dinteles estabanprotegidos por grafos a fin de que ellas y los pa-cientes estuvieran a salvo incluso sin el obstáculode la puerta.

Kadie asomó la cabeza por la galería situ-ada en lo alto de las escaleras y preguntó:

—¿Qué ocurre?

Detrás de ella, las demás aprendizas sali-eron en estampida de sus cuartos.

—Poneos los mandiles y bajad aquí —or-denó Leesha.

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Las jóvenes se apresuraron a obedecer deforma un tanto caótica.

Los hombres se hallaban todavía a ciertadistancia, pero corrían a buen paso. A Leesha sele encogió el estómago cuando oyó alaridos enel cielo. Había abismales en los aledaños, atraí-dos por las luces y el alboroto, pero los guardi-as recortaban la distancia a buen ritmo y Leeshaconcibió la esperanza de que consiguieran llegarilesos hasta que uno resbaló sobre una placa dehielo y se dio un golpazo contra el suelo. Dio ungrito y el hombre al que llevaban se cayó sobre elsuelo de madera.

El tercer guardia llevaba a un herido sobrelos hombros, gritó algo a su compañero y agachóla cabeza, cobrando más velocidad. El segundocentinela, ahora sin carga alguna, se dio la vueltay se precipitó en ayuda de su camarada caído.

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Un súbito batir de alas coriáceas fue elúnico aviso antes de que la cabeza del desven-turado vigilante saliera volando lejos del cuerpoy rodara por el entarimado. Kadie gritó. El demo-nio del viento profirió un alarido antes incluso deque el corte empezara a borbotar sangre y volóhacia el cielo, llevándose consigo el cuerpo delhombre decapitado.

Su compañero cruzó las protecciones deldintel y entró en lugar seguro junto con su carga.Leesha volvió la vista atrás, hacia el otro hombre,que forcejeaba por ponerse en pie, y frunció elceño.

—¡Leesha, no! —chilló Jizell al tiempo quehacía ademán de sujetarla por el brazo, pero lajoven se zafó con agilidad y salió disparada al en-tarimado de la calle.

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Los gritos de los demonios del viento res-onaban en lo alto, en el frío cielo, mientras ellacorría en un acusado zigzag para confundir a losabismales, a pesar de lo cual uno de ellos selanzó en picado a por Leesha y fracasó de plano,aunque fuera sólo por unos centímetros. El serterminó estrellándose contra los tablones delsuelo, pero salió indemne del impacto gracias asu gruesa piel y se enderezó enseguida. Leesha sedio la vuelta y le lanzó a los ojos un puñado delos polvos cegadores de Bruna. La criatura aullóde dolor y la joven echó a correr.

Cuando Leesha se acercó a los caídos, elprimer guardia le pidió:

—¡Sálvale a él, no a mí!

Señaló a la figura inmóvil sobre las plan-chas de madera. Ella miró el tobillo del guardia—se lo había roto en la caída a juzgar por el ex-

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traño ángulo del mismo— y luego a la figura ten-dida boca abajo sobre el entarimado. No iba apoder llevarlos a los dos.

—¡A mí no! —volvió a gritar el vigilantecuando ella se le acercó.

Leesha negó con la cabeza.

—Tengo más posibilidades de ponerte asalvo a ti —contestó en un tono que no admitíadiscusión alguna. Ella se pasó el brazo del hom-bretón por encima de los hombros y tiró.

—Vayamos agachados —aconsejó elcentinela con voz entrecortada—. Esos seresapestosos tienen menos posibilidades de lanzarsecontra las cosas que van muy cerca del suelo.

Ella se encorvó cuanto pudo al tiempo queavanzaba con paso vacilante a causa del peso

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del hombretón. Avanzaba arrastrando los pies, ysupo que a esa velocidad no iba a lograrlo pormuy agachada que anduviera.

—¡Ahora! —chilló Jizell.

Leesha alzó los ojos y vio a Kadie y a lasdemás aprendizas salir corriendo por el entar-imado. Agitaban sábanas blancas por encima dela cabeza, pues la oscilación hacía que los lienzosparecieran estar por todas partes y dificultaba laelección de un objetivo a los abismales.

La dueña Jizell y el primer guardiaaprovecharon esta distracción para acudir cor-riendo en su ayuda. Jizell se encargó de Leeshamientras el guardia se hacía cargo del hombre in-consciente. El miedo les dio alas a todos y cubri-eron la distancia restante con bastante rapidez. Seretiraron al dispensario y atrancaron la puerta.

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—Éste está muerto —anunció Jizell condesapego—. Apostaría a que lleva muerto entorno a una hora.

—¿He estado a punto de sacrificarme porun muerto? —exclamó el centinela del tobilloroto.

Leesha lo ignoró y se dirigió hacia el otroherido.

La redondez de su rostro pecoso y lo enjutode su figura hacían que su aspecto fuera más el deun adolescente que el de un hombre. Lo habíanapaleado a conciencia, pero aún respiraba y elcorazón latía con fuerza. Leesha lo reconoció atoda prisa; le examinó los huesos y le cortó la

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botarga de vividos colores en busca del origen dela sangre que le empapaba las prendas.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó la dueñaal guardia herido mientras le examinaba el to-billo.

—Encontramos a esos dos tirados en lacalle cuando volvíamos de la última patrulla—masculló el guardia entre dientes—. Eran Jug-lares a juzgar por las pintas. Debían de haberlosdesvalijado después de un espectáculo. Los dosestaban vivos, pero tenían mal aspecto y era denoche en ese momento, y ninguno de los dostenía pinta de sobrevivir a la noche sin la ayudade un Herborista. Entonces me acordé de este dis-pensario y corrimos lo más deprisa posible pordebajo de los aleros para no ser vistos por esosseres apestosos.

Jizell asintió.

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—Hiciste lo correcto.

—Dile eso al pobre Jonsin —replicó elguardia—. Por el Creador, ¿qué voy a contarle asu mujer?

—A cada día le basta su propio afán —re-puso la dueña mientras le llevaba un frasco a loslabios—. Bebe esto.

El vigilante la miró no muy convencido.

—¿Qué es?

—Te sedará —contestó Jizell—. He defijarte el tobillo y entablillarlo. No vas a quererestar despierto cuando lo haga, te lo aseguro.

El guardia se bebió la poción de un trago.

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Leesha estaba limpiando las heridas delJuglar más joven cuando éste se despertójadeante y se incorporó. Tenía un ojo tan hin-chado que apenas podía abrirlo, pero miró a sualrededor de forma enloquecida con el otro, de unverde brillante.

—Jaycob! —chilló.

Se removió como un poseso y debieron for-cejear con él Leesha, Kadie y el último guardiapara lograr que se tumbara. El joven fijó lamirada penetrante de su único ojo abierto en Lee-sha.

—¿Dónde está Jaycob? ¿Se encuentra bi-en?

—¿El hombre mayor que encontraron con-tigo? —preguntó Leesha.

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Él asintió.

La Herborista titubeó mientras buscaba laspalabras adecuadas, pero la pausa se prolongó de-masiado y él gritó, retorciéndose otra vez. El vi-gilante lo fijó al lecho con fuerza y lo miró a losojos para luego preguntarle:

—¿Viste a quien os hizo esto?

—No está de condiciones de resp... —em-pezó Leesha, pero el hombre la acalló con unamirada fulminante.

—He perdido un hombre esta noche. Notengo tiempo para esperar. —Luego, se encarócon el muchacho y le soltó—: ¿Y bien?

Pero el interrogado lo miró con los ojosllenos de lágrimas antes de negar con la cabeza,pero el vigilante no dejó quieta la cosa.

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—Algo has tenido que ver —le presionó.

—Basta por ahora —le dijo Leesha mien-tras aferraba al hombre por las muñecas y tirabacon fuerza. Él se resistió y ella lo soltó—. Espereen la otra habitación —ordenó ella.

El hombre puso cara de pocos amigos, peroacató la orden.

El muchacho lloraba a moco tendidocuando Leesha se dio la vuelta.

—Déjenme en la oscuridad de la noche—pidió, levantando la mano tullida—. Debíhaber muerto hace mucho tiempo, todo aquel queintenta salvarme acaba estirando la pata.

Leesha tomó la mano lisiada entre las suyasy lo miró a los ojos.

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—Me arriesgaré —le replicó mientras sela estrechaba—. Nosotros, los supervivientes,hemos de velar los unos por los otros.

Le llevó a los labios el frasco de adormid-era y le sostuvo la mano a fin de insuflarleentereza hasta que se le cerraron los ojos.

La música de violín llenó el dispensario.Los pacientes la aplaudían con ganas y las apren-dizas bailaban mientras iban a hacer sus tareas.Incluso Leesha y Jizell andaban con más garbo.

—Y pensar que el joven Rojer estaba pre-ocupado por no tener con qué pagar —comentó ladueña mientras preparaban la comida—. Si casitenía medio pensado pagarle a él por tener entre-tenidos a los pacientes desde que pudo incorpor-arse.

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—Los pacientes y las chicas lo adoran—convino Leesha.

—Te he visto bailar cuando pensabas queno te veía nadie —observó Jizell.

Leesha sonrió. Cuando no interpretabamelodías con su instrumento, Rojer contabacuentos que hacían que las aprendizas se arraci-maran a los pies de su cama o enseñaba cómohacer trucos de magia que, según afirmaba, pro-cedían de los propios cortesanos del duque. Jizelllo mimaba constantemente y las aprendizas leprofesaban una gran simpatía y lo idolatraban.

—Un filete de ternera bien grueso para él,entonces —dijo Leesha, cortando el trozo decarne y colocándolo en una bandeja ya sobrecar-gada de patatas y fruta.

La dueña sacudió la cabeza.

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—No sé dónde mete tanta comida ese za-gal. Tú y las demás lo estáis cebando desde hacemás de una luna, y sigue delgado como un junco.

—¡El almuerzo! —anunció a voz en grito.Las muchachas se personaron en la cocina parahacerse cargo de las bandejas. Roni fue directa-mente a por la sobrecargada, pero Leesha laapartó de su alcance—. Voy a llevársela yomisma —avisó, sonriendo al ver los rostros dedecepción.

—Rojer necesita un respiro y comer algo,no andar contando historias en privado mientrasvosotras le cortáis en trozos el filete —tercióJizell—. Luego podréis ir a adularlo todas.

—¡Con permiso! —dijo ella al entrar enla habitación, pero no debía haberse molestado,pues el enfermo levantó el arco de las cuerdas delviolín con un chirrido en cuanto ella apareció.

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Rojer sonrió y le hizo un gesto para quepasara. Derribó una copa de madera al intentarencontrar acomodo para el violín. Los dedos y elbrazo se habían soldado limpiamente, pero aúntenía las piernas colgadas de cuerdas, y no le res-ultaba del todo fácil incorporarse en la cama.

—Hoy debes tener hambre.

Leesha se rió mientras depositaba labandeja sobre su vientre y tomaba el instrumento.Rojer miró la fuente con aire dubitativo y le son-rió.

—¿No va a ayudarme a cortar la carne?—preguntó él, alzando la mano lisiada.

Leesha enarcó las cejas.

—Tienes unos dedos de lo más ágil cuandotocas el violín. ¿Por qué no lo son ahora?

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—Porque me revienta comer solo.

Rojer se echó a reír. Ella sonrió y se sentóen un lado de la cama para luego coger el cuchilloy el tenedor. Cortó un buen trozo de carne, lobañó bien en su jugo y en el de las patatas antesde ofrecérselo delante de los labios. Él le sonrió,el gesto hizo que se le escurriera un poco de salsa.Leesha se rió con disimulo. Rojer se ruborizó, ysus mejillas blancas se pusieron tan rojas como supelo.

—Puedo levantar el cuchillo yo solo.

—¿Únicamente deseas que corte la carney me vaya? —preguntó Leesha, y Rojer negóenérgicamente con la cabeza—. Entonces, calla—dijo, poniéndole delante de la boca el tenedorcon otro trozo de carne.

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—No es mi violín, ¿sabes?, sino el de Jay-cob —dijo Rojer cuando miró de nuevo el instru-mento tras unos momentos de silencio—. Rompi-eron el mío cuando...

Leesha torció el gesto cuando se le quebróla voz. Él seguía negándose a hablar del ataquedespués de un mes largo, ni siquiera cuando lopresionó el guardia. Había enviado a buscar susescasas posesiones, pero hasta donde ella sabía,ni siquiera había contactado con el gremio de losJuglares para informarlos de lo sucedido.

—No es culpa tuya, tú no lo atacaste —rep-licó Leesha, viendo cómo los ojos del joven sevolvían distantes.

—Como si lo hubiera hecho.

—¿Qué quieres decir?

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—Me refiero... —Rojer desvió lamirada—. Me refiero a que le obligué a abandon-ar su retiro, todavía seguiría vivo si...

—Me comentaste que él te había dicho queabandonar ese retiro era lo mejor que le habíapasado en veinte años —convino Leesha—.Parece que él vivió más en ese breve lapso detiempo que durante los años pasados en eseaposento de la casa gremial.

El enfermo asintió, pero tenía los ojos cadavez más llorosos. Leesha le estrechó la mano.

—Eso parece sucederle enseguida a cuan-tos se cruzan en mi camino —suspiró el paciente.

—Y a muchos que ni siquiera habían oídohablar de Rojer Mediagarra, lo he visto con mispropios ojos. ¿También quieres culparte de susmuertes? —Rojer la miró y ella insistió para que

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tomara otro bocado—. A los muertos no les sirvede nada que dejes de vivir por sentirte culpable.

Leesha tenía las manos ocupadas con laropa blanca cuando llegó el Enviado. Se metió lacarta de Vika en el mandil y dejó el resto paramás tarde, y una aprendiza acudió a avisarla deque un paciente tosía sangre cuando terminó dellevar la colada a la lavandería, y luego debió en-cargarse de entablillar un brazo roto, y tambiénde dar clase a las aprendizas.

Antes de que ella se hubiera dado cuenta, sehabía hecho de noche y las muchachas se habíanacostado. Redujo la mecha de las lámparas hastaque éstas sólo proporcionaron un tenue fulgoranaranjado e hizo una última ronda entre lashileras de camas. Su mirada y la de Rojer se en-contraron al pasar; él le pidió por señas que seacercara, mas ella negó con la cabeza, aunque le

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sonrió. Lo señaló y unió ambas manos como sifuera a orar, pero luego apoyó una mejilla sobreellas y cerró los ojos.

El Juglar puso cara de pocos amigos, peroella continuó adelante tras hacerle un guiño. Loshuesos se habían soldado, pero él se quejaba dedolor y estaba débil a pesar de la mejora de lasheridas.

Se tomó un descanso para servirse un vasode agua al final de la habitación. Era una cálidanoche de primavera y el cántaro estaba húmedopor la condensación. Se alisó el mandil con gestoausente para secarse la mano y escuchó uncrujido de papel. Entonces se acordó de la cartade Vika y la sacó del bolsillo, rompió el sello conel pulgar e inclinó la cuartilla hacia la lámparapara leerla mientras bebía.

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Un momento después se le escapó el vasoy no notó ni oyó cómo se hacía añicos. Agarró elpapel con fuerza y huyó de la estancia.

Leesha sollozaba silenciosamente en laensombrecida cocina cuando la encontró Rojer.

—¿Estás bien? —preguntó en voz bajamientras se apoyaba con fuerza sobre su bastón.

—¿Por qué no estás en la cama, Rojer?—preguntó, sorbiéndose la nariz.

Él no contestó y acudió a sentarse junto aella.

—¿Han llegado malas noticias desde casa?

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Leesha lo miró un momento y luego asin-tió.

—¿Recuerdas el resfriado de mi padre?—le preguntó, y esperó a que Rojer asintieraantes de proseguir—. Parecía recuperarse, perorecayó, y al final resultó tener un brote de disen-tería. Ha afectado a todo el pueblo. La mayoríaparece haberlo soportado, pero los débiles...

Ella comenzó a llorar de nuevo.

—¿Es alguien a quien conoces?

El Juglar se maldijo de inmediato por haberformulado esa pregunta. Por supuesto que habíamuerto algún conocido. En las aldehuelas, todosse conocían entre sí.

Leesha no se percató del desliz.

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—Mi mentora, Bruna —dijo mientras ver-tía unos lagrimones sobre la bata—. Murierontambién unos pocos más, y dos niños a quienesno llegué a conocer. Han fallecido una docena entotal, y más de la mitad del pueblo está en cama.El caso de mi padre está entre los peores.

—Lo siento.

—No sientas pena por mí. Es culpa mía—replicó Leesha.

—¿Qué...? —se sorprendió Rojer.

—Debería haber estado allí —le explicóella—. El aprendizaje con Jizell terminó haceaños y yo prometí volver a Hoya de Leñadorescuando terminara mis estudios. Me habría encon-trado allí de haber cumplido mi promesa, y talvez...

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—Una vez vi cómo varias personas moríande disentería en Bosque Cerrado —replicó Ro-jer—. ¿Te gustaría echártelas sobre la concien-cia? ¿Y los que mueren a diario en esta ciudadporque no puedes atenderlos?

—No es lo mismo, y tú lo sabes.

—¿Ah, sí? —argüyó él—. Tú misma dicesque a los muertos no les sirve de nada que dejesde vivir por sentirte culpable.

Leesha lo miró con sus grandes ojos llenosde lágrimas

—Bueno, entonces, ¿qué quieres hacer:pasar la noche llorando o empezar a hacer elequipaje? —preguntó el Juglar.

—¿Hacer el...?

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—Tengo un círculo portátil de Enviado.Podemos partir hacia Hoya de Leñadores por lamañana —contestó Rojer.

—Rojer, apenas puedes andar —alegó ella.

Él alzó el bastón y lo puso sobre la enci-mera, demostrando que se mantenía de pie. Cam-inaba de forma algo envarada, pero sin necesidadde ayuda.

—¿Vas a renunciar a una cama caliente ya ser el niño mimado de varias mujeres un pocomás? —se extrañó Leesha.

—¡Nunca! —Rojer se puso colorado—.Yo... Aún no estoy preparado para actuar.

—Pero sí para hacer a pie todo el caminohasta Hoya de Leñadores, ¿no? Será una semanade caminata sin un caballo.

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—Dudo que sea necesario hacer piruetasdurante el camino —contestó él—. Puedohacerlo.

Leesha se cruzó de brazos y negó con lacabeza.

—No. Te lo prohibo tajantemente.

—Yo no soy una aprendiza a la que le pue-das impedir nada —replicó Rojer.

—Eres mi paciente —alegó ella—, y voy aprohibirte todo cuanto ponga en peligro tu recu-peración. Voy a contratar a un Enviado.

—Buena suerte para encontrarlo —dijo Ro-jer—. Hoy ha salido el que va al sur todas las se-manas, y en esta época del año están todos ocu-pados. Va a costarte una fortuna que uno lo de-je todo para llevarte hasta Hoya de Leñadores.

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Además, yo puedo tener a raya a los abismalesgracias a mi violín. Ningún Enviado puede ofre-certe eso.

—Estoy seguro de que podrías, pero lo quenecesito es el caballo rápido de un Enviado, noun violín mágico —replicó ella, haciendo ver através de su tono de voz que dudaba de la vera-cidad de esa afirmación.

Ignoró sus protestas y lo mandó de vueltaa la cama antes de subir las escaleras para em-paquetar sus cosas.

—¿Estás segura de esto? —inquirió Jizella la mañana siguiente.

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—He de acudir —contestó Leesha—. Laepidemia es demasiado grande para que la mane-jen Vika y Darsy ellas solas.

La dueña asintió.

—Rojer parece creer que va a llevarte él.

—Pues no es el caso. Voy a contratar a unEnviado.

—Se ha pasado la mañana empaquetandosus cosas —la informó Jizell.

—Apenas está curado.

—¡Bah! Han pasado casi tres lunas y no lehe visto usar el bastón en toda la mañana. Creoque no es más que una excusa para seguir a tulado un poco más.

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A Leesha casi se le salen los ojos por la sor-presa.

—¿Crees que Rojer...?

La dueña se encogió de hombros.

—Yo sólo digo que no todos los díasaparece un hombre dispuesto a enfrentarse a losabismales por tu causa.

—Puedo ser su madre, Jizell —replicó Lee-sha.

—¡Bah! —se burló la dueña—. Sólo tienesveintisiete años y Rojer dice que tiene veinte.

—Rojer cuenta un montón de trolas —rep-licó Leesha, pero Jizell volvió a encogerse dehombros.

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—Tú dirás que no hablas como mi madre,pero las dos os las arregláis para convertir cadatragedia en una discusión sobre mi vida amorosa.

La dueña abrió la boca para protestar, peroella alzó una mano para acallarla.

—Si me disculpas, debo contratar a un En-viado.

Y salió por la puerta a tal velocidad queRojer, que estaba escuchando detrás de la puerta,apenas tuvo tiempo para apartarse de su camino yocultarse.

Leesha logró un pagaré del banco ducalpor ciento cincuenta soles entre las ganancias ob-tenidas en el dispensario y las disposiciones de

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fondos realizadas por su padre. Era una suma nosoñada por ningún campesino, pero los Enviadosno se jugaban la vida por klats de madera lacada.Ella esperaba que bastase ese importe, pero laspalabras de Rojer demostraron ser proféticas, ouna maldición.

El trueque alcanzaba el punto álgido enprimavera y tenían trabajo incluso los peores En-viados, y el secretario del gremio se negó en re-dondo a ayudarla. Todo cuanto podía ofrecerleera el hombre que viajara rumbo al sur la próximasemana, seis días después.

—¡Puedo llegar andando en ese tiempo!—exclamó ella.

—En tal caso, le sugiero que se ponga ya encamino —contestó el escribano secamente.

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Ella se mordió la lengua y salió de allí enestampida. Pensaba que iba a enloquecer si debíaesperar una semana para partir. Si su padre moríaen ese tiempo...

—¿Leesha? —la llamó una voz.

Ella se detuvo en seco y se volvió muy des-pacio.

—¡Eras tú! —gritó Marick, acercándose aella con los brazos extendidos—. No tenía noticiade que siguieras en la ciudad.

Leesha estaba tan sorprendida que se dejóabrazar por él.

—¿Qué haces en la casa gremial? —inquir-ió Marick, echándose atrás para apreciar su ana-tomía. Seguía siendo apuesto con esos ojoslobunos suyos.

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—Necesito un escolta que me lleve a Hoyade Leñadores. Un brote de disentería estáazotando al pueblo y necesitan mi ayuda.

—Podría llevarte, supongo —dijoMarick—. Necesitaré pedir a alguien un favorpara que haga mi turno de mañana hasta Pontón,aunque eso debería resultar fácil.

—Tengo dinero —dijo Leesha.

—Sabes que no voy a escoltarte por dinero—contestó él mientras se acercaba, lanzándole unmirada lasciva.

Estiró la mano y le apretó la nalga. Ella seresistió al tirón con el que intentaba alejarla deallí. Pensó en la gente que la necesitaba y tambiénen lo que le había dicho Jizell sobre las flores quenadie veía. Tal vez era designio del Creador que

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se encontrase con Marick ese día. Ella tragó lasaliva y asintió.

Marick la condujo a una sombría alcoba le-jos del salón principal. La empujó contra el murodetrás de una estatua de madera y la besó convehemencia. Ella correspondió al beso despuésde unos momentos y apoyó los brazos sobre loshombros del Enviado, cuya lengua era cálida enla boca de la joven.

—Esta vez no voy a tener ese problema—le prometió Marick, tomándole la mano y pon-iéndola sobre su enhiesta virilidad.

Leesha sonrió con timidez.

—Podría ir a tu posada antes del crepúsculoy pasar la noche contigo, y marcharnos por lamañana.

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Marick miró a uno y otro lado, y luego negócon la cabeza. La empujó contra la pared otravez y bajó la mano para desanudar el cinto de lamujer.

—He esperado esto mucho tiempo—gruñó—. Estoy listo ahora, y no pienso dejarpasar la ocasión.

—No pienso hacerlo en un pasillo —siseóLeesha, apartándolo de un empujón—. ¡Nos veríacualquiera!

—Nadie nos verá —le aseguró Marick,achuchándola y besándola de nuevo. Sacó sumiembro erecto y comenzó a subirle las faldas—.Has aparecido aquí como por arte de magia y estavez, yo también. ¿Qué más quieres...?

—¿Intimidad? ¿Una cama? ¿Un par develas? ¡Cualquier cosa!

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—¿Y un Juglar cantando bajo la ventana?—se mofó Marick mientras seguía rebuscandocon los dedos la abertura entre sus piernas—.Pareces virgen.

—¡Es que lo soy! —siseó ella.

Marick se retiró, todavía con el pene en lamano, y la miró con dureza.

—Todos en Hoya de Leñadores saben quehas estado con ese gorila de Gared una docena deveces. ¿También vas a mentir sobre eso esta vez?

Leesha torció el gesto y le propinó un ro-dillazo en la entrepierna, y puso pies en polvorosamientras Marick seguía gritando en el suelo.

—¿No te lleva nadie? —le preguntó Rojeresa noche.

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—Ninguno con quien no deba irme a lacama a cambio —refunfuñó Leesha, soltando to-do lo que había estado dispuesta a hacer. Inclusoahora, le preocupaba haber cometido un gran er-ror. Una parte de ella deseaba haber dejado seguira Marick, pero incluso si Jizell tenía razón y sudoncellez no era lo más valioso del mundo, se-guramente merecía algo mejor que eso.

Ella se apretó los ojos demasiado tarde yen vez de enjugarse la humedad de los ojos hizosalir con más fuerza las lágrimas que intentabaevitar. El Juglar le acarició el semblante y ella lomiró. Él sonrió y alargó la mano para sacar de de-trás del oído de Leesha un pañuelo de brillantescolores. Ella rió a su pesar y aceptó el lienzo parasecarse las lágrimas de los ojos.

—Aún puedo llevarte —le ofreció—. Re-corrí a pie todo el camino desde aquí al Valle del

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Pastor. Si fui capaz de hacer eso, podré llevarte aHoya de Leñadores.

—¿De verdad? —preguntó ella, sorbién-dose las lágrimas—. ¿No es otra de tus inven-ciones como las historias de Jack Lengua Escam-osa o como eso de que eres capaz de encantar alos abismales con tu violín?

—De verdad —le aseguró él.

—¿Por qué haces esto por mí? —quisosaber ella.

Rojer sonrió y alargó la mano tullida paratomar la de ella.

—Somos supervivientes, ¿no? Alguien medijo una vez que los supervivientes hemos develar los unos por los otros.

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Leesha sollozó y lo abrazó.

«¿Se me ha aflojado un tornillo?», pre-guntó Rojer cuando dejaron atrás las puertas deAngiers. Leesha había comprado un caballo parahacer el viaje, pero el Juglar carecía de experi-encia como jinete y Leesha apenas si tenía unasnociones. Se sentó detrás de ella mientras lajoven hacía avanzar al animal a un ritmo muchomás rápido del que ellos habrían podido llevar apie.

Incluso así, el golpeteo con los lomos delcaballo le hacía daño en las piernas, pero él no sequejó. Leesha daría media vuelta si abría la bocaantes de que perdieran de vista la ciudad.

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«Y quejarte es lo que deberías hacer. Eresun Juglar», no un Enviado, pensó.

Pero Leesha lo necesitaba y él supo nadamás verla que jamás podría negarle nada. Sabíatambién que ella lo veía como a un chiquillo, peroeso cambiaría cuando la llevara a casa. Entoncesapreciaría que él era algo más, que sabía cuidarsey también cuidar de ella.

De todos modos, ¿qué había en Angierspara él? Jaycob había muerto y el gremio debíadarlo por muerto, lo cual casi era lo mejor. «Teahorcarán si acudes a la guardia», lo habíaamenazado Jasin, pero Rojer era lo bastante avis-pado para saber que Gorgorito jamás le daría laoportunidad de contar nada si tenía noticias deque seguía con vida.

Aun así, se le encogieron las tripas cuandomiró el camino de delante. Al igual que el Paseo

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del Grillo, el Tocón del Granjero estaba a un solodía a caballo, pero Hoya de Leñadores se hallabamucho más lejos. Deberían pasar al raso tal vezcuatro noches y Rojer nunca había pasado al airelibre más de dos noches, y eso una sola vez. Levino a la cabeza la muerte de Melodía. ¿Podríasoportar la pérdida de Leesha?

—¿Te encuentras bien? —le preguntó lasanadora.

—¿Qué...?

—Te tiemblan las manos.

Rojer había puesto los dedos sobre la cin-tura de la Herborista, y vio que la observación eracierta.

—No es nada —consiguió responder—. Ungolpe de viento frío.

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—Qué poco me gustan —repuso ella, peroel Juglar apenas la oyó, sin perder de vista susmanos, intentando reprimir el temblor.

«¡Eres un actor, simula valor!», se repren-dió a sí mismo.

Pensó en Marko el Andarín, el arrojado ex-plorador de sus historias. Conocía bien a sucreación tras haber narrado y representado conmimos sus historias muchas veces. Cada rasgo ycada gesto de ese valiente eran una segunda nat-uraleza para él. Irguió la espalda y las manos de-jaron de temblarle.

—Avísame cuando estés cansada y me harécargo de las riendas.

—Tenía entendido que jamás habíasmontado a caballo —repuso ella.

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—Las cosas se aprenden haciéndolas—contestó de inmediato el Juglar, citando la mu-letilla usada por Marko el Andarín cada vez quese topaba con algo nuevo.

Marko el Andarín jamás temía a lo quenunca había hecho.

Avanzaron más deprisa cuando Rojertomó las riendas, y así llegaron al Tocón delGranjero poco antes del anochecer. Dejaron a lamontura en una caballeriza y se dirigieron a laposada.

—¿Eres Juglar? —preguntó el tabernero alreparar en las ropas multicolores de Rojer.

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—Me llamo Rojer Mediagarra, procedentede Angiers y de camino al oeste —contestó elaludido.

—Nunca he oído hablar de ti —gruñó elhombre—, pero el local está libre si quiere ofre-cer un espectáculo.

El Juglar miró a Leesha. Él sonrió y echómano a la bolsa de las maravillas cuando ésta as-intió a la vez que se encogía de hombros.

El Tocón del Granjero era un puñado decasonas y edificios conectados por tarimas congrafos inscritos. A diferencia de otras aldehuelasvisitadas por Rojer, los lugareños salían de nochee iban de un edificio a otro abiertamente, aunquea paso ligero.

Ese hábito le supuso a Rojer una cantinallena hasta los topes, lo cual fue del agrado del

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Juglar, que actuó por vez primera en variosmeses, pero se desenvolvió a gusto y pronto semetió en el bolsillo al auditorio, que aplaudió y serió ante los cuentos de Jack Lengua Escamosa yEl Protegido.

El vino había coloreado las mejillas de Lee-sha cuando Rojer volvió a su asiento.

—Lo haces muy bien. Sabía que sería así.

Rojer sonrió abiertamente y estaba a puntode responder algo cuando se acercaron un par dehombres con jarras de bebida. Entregaron una alJuglar y otra a Leesha.

—Es sólo una muestra de agradecimientopor el espectáculo —dijo el que llevaba la vozcantante—. Sé que no es mucho...

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—Es maravilloso, gracias. Por favor, únan-se a nosotros —lo invitó Rojer, y señaló los asi-entos vacíos de la mesa con un gesto y ambos to-maron asiento.

—¿Qué os trae hasta el Tocón del Gran-jero? —preguntó el primer hombre, un tipopequeño de espesa barba negra.

Su compañero era más corpulento, y mudo.

—Nos dirigimos a Hoya de Leñadores—contestó Rojer—. Leesha es Herborista, acudepara ayudarlos a combatir un brote de disentería.

—Hay un buen paseo hasta allí —replicó elbarbinegro—. ¿Cómo vais a sobrevivir de noche?

—No temas por nosotros, tenemos un cír-culo de Enviado —respondió Rojer.

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—¿Un círculo portátil? —preguntó elhombre, sorprendido—. Ha debido costarte unbuen pico.

El Juglar asintió.

—Más de lo que imaginas.

—Bueno, no quiero que os acostéis tardepor nuestra culpa —dijo el barbudo mientras él ysu compañero se levantaban de la mesa—. Quer-réis madrugar mañana.

Los dos hombres se reunieron con un ter-cero en otra mesa mientras Rojer y Leesha apura-ban las bebidas y se encaminaban a sus respect-ivos cuartos.

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27

Al caer la noche

332 d.R.

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—¡Miradme, soy un Juglar! —proclamóuno de los hombres mientras se echaba sobrela cabeza la capa multicolor con cascabeles ydaba brincos por el camino. El barbinegro soltóuna risotada, pero el otro acompañante, un tipomás grande que ellos dos juntos, guardó silencio.Todos sonreían.

—Me gustaría saber qué me tiró esa bruja—comentó el hombre de barba negra—. Los ojosme ardían incluso cuando metí la cabeza en elagua. —Sostuvo en alto las riendas del caballoy el círculo portátil, sonriendo abiertamente—.Aun así, un botín fácil como éste sólo se presentauna vez en la vida.

—No tendremos que dar un palo al agua enmeses —convino el hombre de la capa de colores

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mientras hacía sonar una bolsa con monedas—,¡y sin una cicatriz!

Dio un salto y entrechocó los talones.

—Habla por ti, que yo llevo unas cuantasen la espalda —rió el barbinegro—. Ese culomerecía la pena casi tanto como el círculo, auncuando apenas pude ver dónde estaba cada cosapor culpa de ese polvo que me tiró a los ojos.

El hombre disfrazado de Juglar rió, y el gi-gantón mudo batió palmas con una sonrisa.

—Deberíamos habérnosla llevado—comentó el hombre envuelto en la capa decolores—. Hace frío en esa mísera cueva.

—No seas idiota —replicó el barbinegro—.Ya no hay motivo para quedarnos en esa grutaahora que disponemos de un caballo y de un cír-

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culo de Enviado, y eso es lo mejor de todo. Lagente del duque se enterará en Farmer's Stumpdel rumor de que esos dos fueron atacados nadamás salir del pueblo. Lo primero es ir al sur,mañana mismo, antes de tener a todos los guardi-as de Rhinebeck sobre nuestra pista.

El terceto se hallaba tan absorto en su dis-cusión que nadie se percató del jinete que se acer-caba a ellos por el camino hasta que lo tuvierona poco más de diez metros. Con esas ropas largasy sueltas, parecía un espectro a la luz menguantede la tarde montando a horcajadas a lomos delcaballo. Se movía a la sombra de los árboles situ-ados junto al sendero del bosque.

Cuando se percataron de su presencia, elgesto desafiante reemplazó a la expresión degozo en sus semblantes. El barbinegro dejó caeral suelo el círculo portátil y descargó un pesado

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garrote del caballo antes de avanzar hacia el ex-traño. Detrás de él, el forzudo alzó una estaca deltamaño de un arbolillo y el de la capa de Juglarblandió una lanza de punta mellada y descolorida.

—Este camino de aquí es nuestro —le ex-plicó el cabecilla al extranjero—. Estamos dis-puestos a compartirlo, pero a cambio de un pago.

Por toda respuesta, el desconocido alejó asu caballo de la penumbra.

Una aljaba de fuertes flechas y un arcopendían de la silla de montar, y tenía ambos al al-cance de la mano. Una lanza de la altura de unasta de bandera descansaba sobre los arreos delotro costado, junto a un escudo redondo. Detrásde la silla sobresalían varias lanzas más pequeñassujetas por correas. El sol poniente arrancaba des-tellos maliciosos a las puntas de las mismas.

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Pero el extraño no hizo amago de tomarningún arma y se limitó a permitir que la capuchade la cogulla se deslizara ligeramente hacia atrás.El cabecilla se echó hacia atrás para recoger elcírculo portátil cuando el hombre abrió los ojos y,tras mirar a sus compañeros, intentó desdecirse.

—Quizá podríamos dejarte pasar por estavez.

Hasta el gigantón se había puesto pálidoa causa del miedo. Los truhanes aprestaron lasarmas, pero tuvieron buen cuidado en hacerse aun lado para permitir el paso del enorme caballo;luego, volvieron al camino.

—¡Más valdrá que no vuelva a verte poreste camino! —gritó el barbinegro cuando estuvi-eron seguros a cierta distancia.

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El desconocido continuó su camino con de-spreocupación.

Rojer luchó contra el pánico cuando lasvoces se perdieron en la distancia. Lo habíanamenazado con matarle si intentaba levantarse denuevo. Estiró el brazo para meter la mano ensu bolsillo secreto y aferrar con fuerza su talis-mán, pero allí únicamente halló trozos astilladosde madera y un mechón de pelo rubio con canas.Debían haberse roto cuando el mudo le pateó lastripas. Dejó que los restos se escaparan de sus de-dos entumecidos y cayeran al fango.

Los sollozos de Leesha le dolían, hacién-dole temer el momento de alzar la vista. Habíacometido ese error antes, cuando el gigante sehabía levantado de encima de su espalda para dis-

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frutar de su turno con Leesha. Uno de los otroshabía ocupado el lugar del grandullón, usando laespalda de Rojer como asiento desde el cual dis-frutar la diversión.

Los ojos del gigantón hablaban de sus po-cas luces. Carecía del sadismo de sus compañer-os, pero esa lujuria bobalicona daba dentera porsí sola: eran las urgencias carnales de un animalen el cuerpo de un demonio de las rocas. Rojer nohabría dudado en sacarse un ojo si así hubiera po-dido librarse de la imagen del gigante encima deLeesha.

Se había comportado como un idiota alponerlos en antecedentes del camino y de susbienes. El excesivo tiempo pasado en las alde-huelas del oeste había adormecido la naturaldesconfianza hacia los desconocidos tan intensi-ficada en la ciudad.

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«Marko el Andarín no habría confiado enellos», pensó.

Pero eso no era del todo cierto. El explor-ador siempre caía víctima de engaños o abatidopor porrazos en la cabeza. Sobrevivía por haberusado el ingenio después.

«Sobrevive porque es una historia y tú con-trolas el final», se recordó Rojer.

Sin embargo, le vino a la cabeza la imagende Marko el Andarín levantándose y sacudién-dose el polvo; al final, Rojer hizo acopio defuerzas y temple para ponerse de rodillas. Ledolía todo el cuerpo, pero no creía tener rotoningún hueso. El ojo izquierdo se le había hin-chado tanto que apenas veía y la sangre de loslabios le llenaba la boca con su sabor. Teníamoratones por todo el cuerpo, pero la tunda deAbrum había sido peor.

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Pero esta vez no había vigilantes que lopusieran a salvo ni una madre o un maestro quese interpusieran en el camino de los demonios.

La culpa lo sobrecogió cuando Leeshalloriqueó de nuevo. Él había luchado por salvarsu honra, pero ellos eran tres, iban armados y loaventajaban en fuerza. ¿Qué podía hacer?

«Desearía que me hubieran matado—pensó para sus adentros, deprimido—. Mejormuerto que haber visto...»

«Cobarde, se mofó una voz desde el fondode su mente. Ponte en pie. Ella te necesita.»

Rojer se puso en pie, tambaleante, y miróen derredor. Ella permanecía ovillada en el suelodel camino del bosque, llorosa y sin fuerzassiquiera para cubrir su vergüenza. No había signoalguno de los bandidos.

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Eso apenas importaba, por supuesto, pueslos asaltantes se habían llevado el círculo portátily tanto él como Leesha podían darse por muertos.El Tocón del Granjero estaba a sus espaldas, acasi un día de camino, y por delante no habíanada durante varios días a pie. Anochecería enpoco más de una hora.

El muchacho corrió al lado de la mujer y sepuso de rodillas a su lado.

—¿Estás bien, Leesha? —preguntó. Semaldijo cuando le falló la voz. Ella lo necesitabafuerte—. Leesha, por favor, respóndeme —le im-ploró, estrechándole el hombro.

Ella lo ignoró, y se ovilló sobre sí misma,con el cuerpo estremecido por el llanto. Rojer leacarició la espalda y le susurró palabras de con-suelo mientras con sutileza iba dando tironcillospara bajarle el vestido y cubrirla. No sabía ad-

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onde se había retirado la mente de la joven parasoportar la ordalía, pero ahora se mostraba reti-cente para salir de él. Intentó tomarla en brazos,pero ella lo apartó de un violento empujón yluego volvió a hacerse un ovillo zarandeado porlos espasmos del llanto.

El Juglar se apartó de su lado durante unosmomentos y recorrió el camino, recogiendo lascontadas posesiones que les habían dejado. Losbandidos habían hurgado en sus bolsas, lleván-dose lo que querían y tirando el resto, mofándosey destruyendo sus efectos personales. La ropa deLeesha yacía hecha jirones en el camino y Rojerlocalizó pisoteada en el barro la tela de brillantescolores de la bolsa de las maravillas de Arrick.Habían aplastado casi todo lo que no se habíanllevado consigo. Las bolas pintadas de maderayacían en el fango, pero las dejó donde estaban.

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Se atrevió a pensar en la posibilidad desobrevivir a la noche cuando descubrió el estuchedel violín fuera del camino, donde le habíapateado el mudo. Se apresuró a acudir allí. Lafunda estaba abierta y rota, pero el instrumento ensí podía salvarse con un buen afinado y un par decuerdas nuevas, pero no halló el arco por parte al-guna.

Rojer lo buscó tanto tiempo como se at-revió, apartando hojas y arbustos en todas lasdirecciones y con creciente pánico, pero fue envano. Había desaparecido. Introdujo el violín enla funda y extendió en el suelo una de las faldaslargas de Leesha para colocar los pocos objetossalvables en su interior y hacer un hatillo con el-los.

Un golpe de viento rompió el silencio, le-vantando un susurro en las hojas de los árboles.

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Rojer alzó los ojos hacia el sol poniente y depronto comprendió que iban a morir. ¿Qué im-portaba que tuviera un violín sin arco o algunasropas cuando eso sucediera?

Sacudió la cabeza. Aún no había muerto, yera posible evitar a los abismales una noche siconservaban la calma. Estrechó la funda del viol-ín para infundirse tranquilidad. Si sobrevivían ala noche, podía cortar un mechón de cabellos deLeesha y fabricar otro arco. Los abismales no lesinflingirían daño alguno si tenía su violín.

La oscuridad y el peligro se insinuaban enel bosque situado al otro lado del camino, pero élsabía que los abismales preferían cazar hombres acualesquiera otras criaturas. Debían salir del cam-ino. Los bosques eran su mejor esperanza parahallar un escondrijo o un lugar apartado dondepreparar un círculo.

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«¿Cómo? —quiso saber la odiada voz—.Nunca te has molestado en aprender.»

Regresó junto a Leesha y se arrodilló juntoa ella. La sanadora seguía llorando en silencio, ysu cuerpo se estremecía.

—Debemos salir del camino, Leesha —dijoél en voz baja. Ella lo ignoró—. Necesitamos en-contrar un lugar donde escondernos, Leesha.

Y la sacudió.

Siguió sin obtener respuesta.

—¡Leesha, se está ocultando el sol!

El llanto cesó y ella alzó la cabeza. Habíamiedo en esos ojos abiertos. Se le crispó el gestoy reanudó la llantina nada más ver su rostro pre-ocupado y lleno de hematomas.

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Pero Rojer supo que la había conmovidodurante un momento y se negó a dejarlo pasar.Se le ocurrían pocas cosas peores a la experienciaque acababa de sufrir, pero ser destrozada por losdemonios era una de ellas. La aferró por los hom-bros y la sacudió con violencia.

—Debes controlarte, Leesha —le chilló—.Si no encontramos pronto un escondite, nuestrospedazos estarán dispersos por todo el caminocuando vuelva a amanecer.

Era una imagen bastante gráfica, y lo habíahecho a posta, y tuvo el efecto deseado, pues ellase levantó. Respiraba de forma entrecortada, perohabía dejado de llorar. Rojer le secó las lágrimascon su camisa.

—¿Qué vamos a hacer? —chilló Leesha altiempo que aferraba los brazos del Juglar contanta fuerza que le hizo daño.

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Rojer invocó de nuevo la imagen del Markoel Andarín, y esta vez le vino enseguida.

—Lo primero de todo es salir de la calzada—contestó, intentando sonar seguro de sí mismo,aunque no lo estaba, y aparentar que tenía unplan, pero no lo tenía. Leesha asintió y dejó quela ayudara a levantarse. La joven hizo un gesto dedolor que a él lo traspasó de parte a parte.

Rojer sostuvo a Leesha y juntos salieron delsendero dando tumbos para luego adentrarse enel bosque. La luz restante menguó drásticamentebajo el dosel del bosque y el suelo chasqueababajo sus pies, pues caminaban sobre una alfombrade ramitas y hojas secas. Un olor dulzón a veget-ación podrida saturaba el ambiente. Rojer odiabalos bosques.

Se devanó los sesos en busca de alguna his-toria referida a personas que habían sobrevivido a

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una noche al raso. Cribó cada palabra en busca deun poso de verdad, de cualquier cosa, cualquiera,que pudiera serles de ayuda.

Todos los cuentos coincidían en que loidóneo eran las cuevas, dada la preferencia delos abismales por la caza en campo abierto. Unagruta con unos simples grafos trazados a la en-trada era más segura que cualquier intentona deesconderse, y él era capaz de recordar al menostres grafos consecutivos de su antiguo círculo.Tal vez bastaran para proteger la entrada de unacaverna.

Pero no había cuevas por allí cerca, y él losabía, y no tenía ni idea de qué buscar. Estaba apunto de darse por vencido cuando captó el run-rún de una corriente de agua y de inmediato em-pujó a Leesha en dicha dirección. Los abismalesrastreaban a sus presas guiados por la vista, el

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sonido y el olor. A menos que hallara un refugioefectivo, la mejor forma de evitarlos era poner unobstáculo a sus sentidos. Tal vez pudieran escar-bar en el barro de la orilla del riachuelo.

Pero cuando localizó el origen del sonido,vio que era sólo un hilillo de agua sin una orilladigna de tal nombre. Rojer agarró una piedra lisadel regato y la arrojó lejos, gruñendo de frustra-ción.

Al darse la vuelta encontró a Leesha acuc-lillada sobre la corriente y con el agua hasta lostobillos, sollozaba de nuevo mientras recogíaagua con las manos y la vertía sobre el rostro, lospechos y entre las piernas.

—Hemos de irnos, Leesha... —dijo, alar-gando el brazo para tomarla de la mano, pero ellachilló y se alejó, inclinándose en busca de másagua—. No tenemos tiempo para esto, Leesha

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—gritó Rojer, que la agarró y tiró de ella hastaobligarla a incorporarse.

La arrastró de vuelta al bosque sin tener unaidea muy clara de qué buscaba y al final acabópor rendirse en cuanto localizó un calvero. Nohabía donde ocultarse, por lo cual sólo tenían unaposibilidad: trazar un círculo de protección. Soltóa la mujer y se adentró rápidamente en el claro,despejando el tapiz de hojas podridas para encon-trar el suelo blando y húmedo de debajo.

La mirada borrosa de Leesha se aclarómientras veía a Rojer apartar hojas del suelo delbosque. Se apoyó pesadamente sobre el tronco deun árbol, pues aún tenía débiles las piernas.

Hacía sólo unos minutos había pensado quejamás iba a recobrarse de aquella experienciatraumática, pero la inminencia del alzamiento delos abismales era una amenaza demasiado inme-

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diata, y descubrió, casi con agradecimiento, quesu mención le impedía seguir reviviendo laagresión una y otra vez, como había ocurridodesde que esos hombres habían tomado el botín yse habían marchado.

Tenía las mejillas manchadas de tierra ysurcadas de lágrimas. Intentó alisar su vestidorasgado para recobrar cierto sentido de la dig-nidad, pero el dolor entre las piernas era un re-cordatorio constante de que su dignidad habíaquedado marcada para siempre.

—Es casi de noche. ¿Qué vamos a hacer?—gimió.

—Voy a trazar un círculo de protección enel suelo —le explicó él—. Todo saldrá bien. Loharé todo bien —prometió.

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—¿Sabes cómo hacerlo? —quiso saberella.

—Claro, más o menos... —contestó él deforma poco convincente—. He tenido ese círculoportátil durante años. Me acuerdo de los símbo-los.

Tomó un palo y comenzó a trazar símbolosen el suelo, levantando la vista una y otra vez paracontemplar un cielo cada vez más oscuro.

Rojer estaba siendo valiente en atención aella y Leesha sentía una punzada de culpabilidadcada vez que lo miraba por haberlo metido enaquello. El muchacho alardeaba de tener veinteaños, pero ella sabía que era mentira, pues teníavarias primaveras menos. Nunca debería haberlotraído a un viaje tan peligroso.

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Ahora tenía un aspecto muy similar al de laprimera vez que lo vio: el rostro hinchado y am-oratado, sangrando por la nariz y por la boca. Selas secaba con la manga de la camisa y pretendíano estar afectado. Leesha le veía actuar con ciertodesparpajo, pero sabía que estaba tan fuera de sícomo ella, pero a pesar de todo, su esfuerzo res-ultaba confortante.

—Me parece que no lo estás haciendo bien—dijo ella tras mirar los grafos por encima delhombro del muchacho.

—Los dejaré bien —replicó él conbrusquedad.

—Estoy segura de que a los demonios vana encantarles —rebatió ella, sorprendida por eltono desdeñoso de su voz—, porque no van asuponerles ningún problema. —Leesha miró en

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derredor—. Podríamos subirnos a un árbol —su-girió.

—Trepan a los árboles mejor que nosotros—le contestó Rojer.

—¿Y qué tal si buscamos un escondrijo?

—Hemos apurado todo el tiempo posibleen busca de uno. Apenas tenemos tiempo paraterminar este círculo, pero debería mantenernos asalvo.

—Lo dudo —observó Leesha mientrasmiraba los trazos poco firmes del suelo.

—Si tuviera mi violín... —comenzó el Jug-lar.

—No me salgas ahora con ese montón demierda —le espetó ella, cada vez más irritada

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después de haberse visto empujada al miedo ya la humillación—. Una cosa es fanfarronear aplena luz del día con que puedes encantar demo-nios con el violín, pero ahora ¿quieres llevarte elembuste a la sepultura?

—No miento —insistió Rojer.

—Como tú quieras.

Leesha se cruzó de brazos y suspiró.

—Lo haré bien —repitió el Juglar.

—Por el Creador, ¿es que no puedes dejarde mentir ni un minuto? —chilló ella—. Esto nova a acabar bien y tú lo sabes. Los abismales noson bandidos, Rojer, no se quedarán satisfechoscon...

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Ella bajó la mirada hacia sus ropas rasgadasy se le quebró la voz.

La pena desdibujó el rostro de Rojer, y laHerborista supo que había sido demasiado dura.Ella quería desahogarse con alguien y lo más fácilera emprenderla con él y culpar de lo sucedidoa sus exageradas promesas, pero en el fondo desu corazón Leesha sabía que ella tenía más partede culpa que Rojer. Él había abandonado Angierspor ella.

Alzó la vista a la creciente oscuridad delcielo y se preguntó si tendría tiempo de discul-parse antes de que los hicieran pedazos.

Hubo un movimiento entre los árboles y ar-bustos situados detrás de ellos. Se dieron la vueltade inmediato y vieron adentrarse en el claro a unhombre envuelto en ropajes grises. La sombra dela capucha le ocultaba el rostro y aunque no ll-

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evaba armas a la vista, Leesha supo por su prest-ancia que era peligroso. Si Marick era un lobo,aquel hombre era un león.

Ella se envaró. Tenía la violación muyfresca en la mente y durante unos momentos sepreguntó con sinceridad qué sería peor, otro viol-ador o los demonios.

Rojer se puso de pie en un momento, laagarró por el brazo y la empujó hasta situarladetrás de él; crispó el rostro y soltó un gruñidomientras blandía el palo delante de él como sifuera una lanza.

El hombre los ignoró a ambos y se moviópor los alrededores para examinar el círculo deRojer.

—Tienes agujeros en la red, aquí, ahí y ahí—comentó, señalándolos—.

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Y éste ni siquiera es un grafo —rematómientras pateaba el suelo cerca de un símbolo to-sco.

—¿Puede usted arreglarlo? —preguntó laHerborista, esperanzada, mientras se zafaba delapretón del Juglar y se acercaba hacia el descono-cido.

—Leesha, no —se apresuró a susurrarle él,pero ella no le hizo caso.

El hombre ni siquiera se molestó en mirarhacia ella.

—No hay tiempo —replicó él mientrasseñalaba con la mano a los abismales que em-pezaban a materializarse al borde del calvero.

—Oh, no —lloriqueó Leesha, con el semb-lante demudado.

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El primer monstruo en corporeizarse fue undemonio del viento, que siseó nada más verlos yse acuclilló como si fuera a saltar, pero el hombreno le dio tiempo. La Herborista contempló asom-brada cómo el desconocido se plantaba delante dela bestia y le agarraba por los brazos para evitarque desplegara las alas. La carne del demoniocrepitó y humeó a raíz del contacto.

El demonio del viento soltó un alarido yabrió las fauces llenas de dientes aguzados. Eldesconocido giró la cabeza de inmediato altiempo que se quitaba la capucha para dejar aldescubierto la cabeza afeitada y propinar un te-starazo en el hocico del monstruo. Saltó un chis-pazo y la criatura salió despedida hacia atrás,cayendo al suelo aturdida. El hombre engarfiólos dedos en torno al cuello del abismal y seprodujo otro fogonazo; después, el icor negro delser brotó como un surtidor.

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El extraño se volvió bruscamente, todavíachorreando icor por los dedos, y pasó dandograndes zancadas junto a Rojer y Leesha, queahora dispuso de un momento para verle el semb-lante. Tenía poco de humano, pues se había afeit-ado la cabeza, incluso las cejas, y en la cabeza ll-evaba tatuajes en vez en pelo. También los lucíaalrededor de los ojos, en el resto de la cabeza,y en las mejillas, los tenía incluso a lo largo delmentón y de los labios.

—Mi campamento está cerca —anunció,haciendo caso omiso de sus miradas—. Acom-pañadme si queréis ver el amanecer.

—¿Y qué hay de los abismales? —pregun-tó Leesha cuando comenzaron a andar detrás deél.

Como para reforzar el argumento de la Her-borista, se alzaron para bloquearles el paso un

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par de demonios del bosque de aspecto nudoso ydermis similar a la corteza de los árboles.

El desconocido se despojó de la cogulla yquedó desnudo, a excepción de un taparrabos, yLeesha tuvo ocasión de ver que los tatuajes nose limitaban a la cabeza. Los grafos recorrían susatléticos brazos y piernas siguiendo un diseño in-trincado que aumentaba de tamaño en los codos yen las rodillas. Un círculo de protección le cubríala espalda y otro enorme tatuaje ocupaba el centrode su pecho fornido. Protegía con grafos hasta elúltimo centímetro de su piel.

—El Protegido —dedujo Rojer en voz baja.Leesha halló el nombre vagamente familiar.

—Voy a encargarme de los demonios—anunció el hombre—. Ponte esto —ordenó, en-tregando a la mujer su ropa.

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Se lanzó a por ellos y la voltereta se con-virtió en un salto mortal a cuya salida golpeó a losabismales en el pecho con los talones. El golpelevantó unos chispazos de magia que apartaron alos monstruos de su camino.

La carrera a través de los árboles fue delo más confusa. El Protegido imprimió un ritmobrutal, inalcanzable para los demonios que lessaltaban encima y desde los lados. Un demoniodel bosque se dejó caer de los árboles y cayósobre Leesha, pero El Protegido estaba allí parapropinarle un tremendo codazo en el cráneo conel grafo de su articulación. Un demonio del vi-ento se lanzó en picado sobre Rojer para desgar-rarlo, pero el Protegido lo desvió con un placajey atravesó una de las alas de un puñetazo, claván-dolo al suelo.

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Antes de que el Juglar tuviera tiempo dedarle las gracias, el hombre semidesnudo ya sehabía puesto a la cabeza del grupo y elegía elcamino a través de los árboles. Rojer ayudaba asu compañera a mantener el ritmo y le soltaba lasfaldas cada vez que se le enganchaban entre losarbustos.

Nada más salir del bosque de forma pre-cipitada Leesha vio una fogata al otro lado delcamino: el campamento de El Protegido. Sin em-bargo, entre ellos y ese refugio había un grupo deabismales, entre los cuales se incluía un enormedemonio de las rocas de dos metros y medio deestatura.

El ser bramó y se golpeó las placas delpecho con los gigantescos puños mientras agitabade acá para allá su cola espinosa, reclamando la

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presa y obligando a apartarse a los demonios rest-antes.

El Protegido no mostró pánico algunomientras se acercaba al monstruo. Lanzó un sil-bido penetrante y fijó los pies en el suelo, listopara saltar en cuanto atacara la criatura.

Antes de que el abismal pudiera golpear,dos grandes puntas aparecieron en el pecho de lacriatura, soltando chispazos en medio de una llu-via de destellos mágicos. El humano se apresuróa atacar, golpeando con el talón tatuado en la ro-dilla del abismal, que se desplomó sobre el suelo.

Cuando se vino abajo, Leesha vio una mon-struosa forma negra detrás. El animal se retirópara liberar los cuernos de la carne del abismal,se encabritó y soltó un relincho antes de golpearla espalda del demonio con los cascos en mediode un atronador crepitar mágico.

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El Protegido cargó contra los monstruosrestantes, pero los abismales se dispersaron alverlo acercarse. Un demonio del fuego le escupióuna llamarada, pero el humano alargó las manoscon los dedos extendidos y la ráfaga se convirtióen una fría brisa que pasó entre sus dígitos tatua-dos con grafos. Rojer y Leesha lo siguieron temb-lando de miedo y entraron en el círculo de protec-ción del campamento con considerable alivio.

—¡Rondador! —gritó El Protegido,soltando otro chiflido.

El enorme caballo cesó en su ataque contrael demonio tendido boca abajo y galopó hacia el-los hasta entrar de un salto en el anillo.

Rondador Nocturno tenía rasgos sacadosde una pesadilla, como su amo. El semental eracolosal, mayor que cualquier cabalgadura queLeesha hubiera visto antes. Su pelaje ebúrneo era

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espeso y reluciente, y llevaba todo el cuerpo en-fundado en metal protegido con grafos. La testerade la barda contaba con un par de largos cuernosde metal con grafos grabados. El noble bruto llev-aba símbolos mágicos hasta en los cascos, dibu-jados con pintura plateada. Esa bestia imponentetenía más aspecto de demonio que de corcel.

Pendían de la negra silla de cuero los cor-reajes de varias armas, incluyendo un arco detejo, una aljaba de flechas, cuchillos largos, unjuego de boleadoras y lanzas de diferentes lon-gitudes. Un escudo circular y convexo de metalpulido colgaba del pomo de montura, listo paraser recogido en un instante. El borde estabaribeteado por protecciones de intrincado trazo.

Rondador Nocturno permaneció en silenciomientras su amo repasaba su anatomía en buscade heridas, totalmente ajeno a la caterva de demo-

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nios que se arrastraban a pocos metros. Cuandose hubo convencido de que su montura estabailesa El Protegido se volvió hacia los rescatados.Leesha y Rojer permanecían en el centro delanillo, nerviosos y todavía tambaleantes tras loshechos vividos en los últimos momentos.

—Aviva el fuego —le dijo el hombre alJuglar—. Tengo una hogaza de pan y algo decarne que podemos poner en el fuego.

Se dirigió hacia sus pertrechos mientras sefrotaba el hombro.

—Estás herido —observó la Herborista,que salió de su estado de conmoción y se apre-suró a examinarle las heridas.

Tenía un corte en el hombro y otro másprofundo en el muslo. Su piel era una superficiedura donde se entrelazaban un sinfín de cica-

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trices, haciéndola áspera al tacto, aunque no res-ultaba desagradable. Sentía un hormigueo en lasyemas de los dedos cuando lo tocaba, era una ex-periencia similar a la electricidad estática de unaalfombra.

—No es nada —repuso El Protegido—. Unabismal tiene suerte de vez en cuando y me hundela garra en la carne antes de que los grafos lo ale-jen.

Dio un tirón para soltarse y alargó la manopara tomar su hábito, pero ella no estaba dis-puesta a ser postergada.

—Ninguna herida ocasionada por un demo-nio es «nada» —refutó Leesha—. Siéntate, voy asuturarte —le ordenó, acomodándolo en una granpiedra. La verdad era que el hombre le daba másmiedo que los abismales, pero había consagradosu vida a ayudar a los heridos y su trabajo habitu-

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al le permitía alejar la mente de un dolor que aúnamenazaba con consumirla.

—Tengo una bolsa de hierbas en la talega—dijo el hombre, indicando la posición de lasmismas. Leesha abrió las alforjas y halló la bolsa.Se inclinó junto al fuego para rebuscar entre ellas.

—Supongo que no tendrás hojas de balaus-tia, ¿verdad?

El hombre la miró.

—No, ¿por qué? Hay apio de monte enabundancia.

—No tiene importancia —murmuró la Her-borista—. Vosotros, los Enviados, parecéispensar que ese apio lo cura todo, de verdad...

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Tomó la bolsa además de un mortero, unalmirez y un odre con agua; se arrodilló junto alhombre para moler el apio y las demás hierbas yconvertirlas en una pasta.

—¿Qué te hace pensar que soy un Enviado?—preguntó El Protegido.

—¿Quién más recorre solo los caminos?

—Hace años que no actúo como Enviado—contestó el hombre, que no pestañeó cuandoella le limpió las heridas ni cuando empezó el es-cocimiento causado por la crema que le estabaaplicando. Rojer entrecerró los ojos cuando lavio aplicar ungüento sobre aquellos prominentesmúsculos.

—¿Eres Herborista? —inquirió El Pro-tegido cuando le vio pasar la aguja por el fuegoantes de enhebrarla.

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Leesha asintió, mas mantuvo la vista fijaen su trabajo. Se apartó un grueso mechón depelo detrás de la oreja y empezó a suturar el pro-fundo corte del muslo. Como el herido no efec-tuó comentario alguno, ella alzó la vista para en-contrarse con la del hombre de los tatuajes. El as-pecto lúgubre de sus ojos negros venía provocadopor los grafos que rodeaban las cuencas. Leeshano fue capaz de aguantar por mucho tiempo elpeso de esa mirada y enseguida miró hacia otrolado.

—Me llamo Leesha y ése que prepara lacena es Rojer, un Juglar —dijo ella. El hombreasintió en dirección a Rojer, pero al igual queLeesha, Rojer no fue capaz de sostenerle lamirada por mucho rato—. Te doy las gracias porsalvarnos la vida —agregó.

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El hombre soltó un gruñido por todarespuesta. Ella hizo una breve pausa a la esperade que él se presentara, pero no hizo el menoramago de intentarlo.

—¿No tienes nombre? —le preguntó Lee-sha por fin.

—Ninguno que haya usado en los últimostiempos —contestó el interpelado.

—Pero alguno tendrás que tener, ¿no? —lepresionó ella. El hombre se limitó a encogersede hombros—. Bueno, entonces, ¿cómo debemosllamarte?

—No veo necesidad de que me llaméis deningún modo —replicó el desconocido. Percibióque ella había terminado con la sutura y se alejóde ella, cubriéndose de la cabeza a los pies gra-cias a su atavío gris—. No me debéis nada. Hab-

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ría ayudado a cualquiera en vuestra situación.Mañana os dejaré sanos y salvos en el Tocón delGranjero.

La Herborista miró a Rojer, sentado juntoal fuego, y luego otra vez a El Protegido.

—Acabamos de salir de allí. Necesitamosllegar a Hoya de Leñadores. ¿Puede llevarnosallí?

La capucha gris se movió en ademán negat-ivo.

—Volver al Tocón del Granjero nos re-trasará al menos una semana —chilló Leesha.

El Protegido se encogió de hombros.

—Ése no es mi problema.

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—Podemos pagarte —le espetó Leesha. Elhombre la miró y ella apartó la vista con aireculpable—. No ahora, por supuesto —recti-ficó—. Unos bandidos nos atacaron en el caminoy se llevaron nuestro caballo, el círculo, el dineroe incluso la comida. —Leesha suavizó la voz—.Lo tomaron... todo. —Alzó los ojos—. Pero es-taré en condiciones de pagarte en cuanto llegue aHoya de Leñadores.

—No necesito dinero —repuso él.

—¡Es urgente, por favor! —imploró lamujer.

—Lo siento —dijo El Protegido.

El Juglar se acercó a la Herborista con carade pocos amigos.

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—Está bien, Leesha. Encontraremosnuestro propio camino si este hombre de corazónfrío no quiere ayudarnos.

—¿Y qué camino es ése? —le espetóella—. ¿Hacer que los abismales nos maten mien-tras intentas repelerlos con tu estúpido violín?

Rojer se dio la vuelta, escocido por la pulla,pero Leesha lo ignoró y se volvió otra vez haciael hombre.

—Por favor —imploró, y lo agarró delbrazo cuando él hizo ademán de darle la es-palda—, un Enviado vino a Angiers hace tresdías con la noticia de que se había declarado unbrote de disentería en Hoya de Leñadores. Unadocena de personas había muerto ya, incluyendoa la mejor Herborista de todos los tiempos. LasHerboristas restantes no dan abasto para tratar atodos los enfermos. Necesitan mi ayuda.

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—Así pues, no sólo quiere que me apartede mi propio camino, sino también que entre enun pueblo donde la disentería campa a sus an-chas, ¿no? —inquirió El Protegido, que parecíacualquier cosa menos predispuesto.

Leesha comenzó a llorar y se puso de rodil-las mientras le aferraba la ropa.

—Mi padre está muy enfermo. Quizámuera si no llego pronto —susurró.

El Protegido alargó la mano con indecisión,pero al final la apoyó sobre su hombro. Leesha nosabía cómo ni qué le había conmovido, pero sen-tía que lo había hecho.

—Por favor —repitió.

El Protegido la miró durante un buen ratoy, al cabo, dijo:

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—De acuerdo.

Hoya de Leñadores estaba a seis días acaballo de Fuerte Angiers, en el confín meridi-onal del bosque angersiano. El Protegido los in-formó de que tardarían cuatro noches más en al-canzar el pueblo, tal vez tres si apretaban el pasoy hacía buen tiempo.

—Voy a adelantarme para explorar el cam-ino —anunció al cabo de un rato—. Estaré devuelta dentro de aproximadamente una hora.

Leesha sintió una punzada de miedo heladocuando él taloneó los flancos del semental y semarchó por la calzada. Aquel sujeto la asustabatanto como los bandidos o los abismales, pero al

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menos estaba a salvo de esas otras amenazas ensu presencia.

No había logrado pegar ojo y tenía el labiotumefacto después de todas las veces que se lohabía mordido para no llorar. Se sentía sucia apesar de haberse frotado a conciencia cada centí-metro de su cuerpo antes de tenderse a dormir.

—He oído historias acerca de ese hombre yyo mismo he contado algunas, aunque pensé queera un simple mito —admitió Rojer—. Pero nopuede haber dos hombres protegidos con grafos ycapaces de matar abismales con las manos desnu-das.

—Lo llamaste El Protegido —apunto Lee-sha tras hacer memoria.

Rojer asintió.

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—Así es como lo llaman en los cuentos.Nadie conoce su nombre real. Oí hablar de él porvez primera hará cosa de un año, cuando uno delos Juglares del duque pasó por las aldehuelas dela franja oeste. Pensé que era la típica historia quese cuenta delante de una cerveza, pero parece queel hombre del duque decía la verdad.

—¿Y qué decía? —quiso saber Leesha.

—Que El Protegido deambula por la nochesin protección para cazar demonios. Rehúye elcontacto con la gente y únicamente hace actode presencia cuando necesita víveres, y pagasiempre con monedas de oro antiguas. De vez encuando se oye la noticia de que ha rescatado a al-guien en algún camino.

—Bueno, nosotros podemos dar testimoniode eso —dijo ella—, pero si es capaz de matar

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demonios, ¿por qué nadie ha intentado averiguarsus secretos?

El Juglar se encogió de hombros.

—Según se dice, nadie se atreve. Lo temenhasta los mismos duques, en especial después delo sucedido en Lakton.

—¿Y qué sucedió? —preguntó Leesha.

—La historia cuenta que los prácticos delpuerto de Lakton enviaron espías para robarle susgrafos de combate. Mandaron a por él una docenade hombres bien armados y con armaduras. Dejótullidos de por vida a los supervivientes —con-testó Rojer.

—¡Por el Creador! —exclamó ella con vozentrecortada—. ¿Con qué clase de monstruo es-tamos viajando?

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—Algunos dicen que él mismo tiene unaparte de demonio —convino Rojer—, que es elfruto de una mujer violada por un abismal en elcamino.

De pronto, se sobresaltó y se puso coloradocomo un tomate al caer en la cuenta de lo quehabía dicho, pero esas palabras pronunciadas sinpensar tuvieron el efecto contrario y quebraron elhechizo del miedo.

—Eso es ridículo —replicó ella, negando lacabeza.

—Otros dicen que no es un demonio, paranada —prosiguió él—, sino el Liberador en per-sona que ha venido para librarnos de la Plaga.Los Pastores le rezan e imploran sus bendiciones.

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—Antes estaría dispuesta a creerme que essemihumano —repuso Leesha, aunque parecíamuy poco convencida.

Continuaron viaje sumidos en un incómodosilencio. El día anterior, Rojer no le había con-cedido ni un segundo de tregua a la Herboristaen su intento de impresionarla con su música ysus historias, pero ahora mantenía la vista gacha yandaba meditabundo. Estaba ofendido, Leesha losabía, y una parte de ella deseaba ofrecerle con-suelo, pero otra parte mucho más grande requeríaese alivio. No tenía nada que darle.

Poco después, El Protegido regresó algalope y mientras echaba pie a tierra dijo:

—Camináis demasiado despacio. Hemosde recorrer cincuenta kilómetros en el día de hoysi queremos ahorrarnos una cuarta noche en el

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camino. Vosotros dos iréis a caballo y yo correréa vuestro lado.

—No deberías correr —dijo la sanadora—.Se te saltarán los puntos del muslo.

—Ya estoy curado —replicó El Pro-tegido—. Sólo necesitaba una noche de reposo.

—Tonterías, ese corte tenía dos centímetroslargos de hondo.

Como si quisiera demostrar que teníarazón, la Herborista se acercó al hombre, se arro-dilló, retiró el faldón suelto de la cogulla para de-jar al descubierto su musculosa pierna tatuada.

Pero abrió los ojos con desmesura cuandoretiró la venda para examinar la herida y vio queya había crecido nueva carne rosada hasta unir los

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bordes de la herida. Los puntos sobresalían sobreuna piel por lo demás totalmente sana.

—Sólo era un arañazo —repuso El Pro-tegido mientras deslizaba una hoja ondulada através de los puntos y los cortó uno tras otromientras Leesha permanecía boquiabierta. ElProtegido se alzó y se dirigió a Rondador Noc-turno, tomó las riendas y se las ofreció.

—Gracias —acertó a decir, paralizada,antes de tomar las bridas. Todo cuanto sabíaacerca de la curación de heridas había sido puestoen tela de juicio. ¿Quién era ese hombre? ¿Quéera?

Rondador Nocturno iba a medio galope porla calzada mientras su dueño corría incansablejunto a él dando grandes zancadas. El hombremantuvo fácilmente el ritmo de la montura con-forme sus pies tatuados devoraban los kilómet-

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ros. De hecho, cuando hacían un alto para des-cansar, era a petición de Rojer y Leesha, no deél. La Herborista lo observaba con disimulo enbusca de signos de fatiga sin hallar ni uno solo ycuando al final se detuvieron para montar el cam-pamento, su respiración era suave y acompasadamientras daba de comer y beber a la cabalgadura,en tanto que ella y el Juglar gemían y se frotabanlas extremidades acalambradas.

Reinó un silencio tenso junto a la hoguera.El Protegido caminaba sin ningún tipo de restric-ción por los aledaños del campamento, recogióleña y quitó la barda a Rondador para luego cepil-lar el pelaje del gran semental. Se movía de sucírculo al anillo reservado al garañón sin prestarla menor atención a los demonios del bosque quemerodeaban por los alrededores. Uno de ellos se

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le echó encima saltando desde detrás de los ar-bustos, pero el hombre tatuado no le prestó lamenor atención cuando se estampó contra la redde grafos a unos centímetros de su espalda.

Mientras Leesha preparaba la cena, Rojerrenqueaba patizambo alrededor del círculo en unintento de sacudirse el agarrotamiento de losmúsculos tras un día arduo a caballo.

—Se me deben haber roto los huevos des-pués de tanto rebote contra la silla de montar —sequejó.

—Si quieres, les echo un vistazo —se ofre-ció Leesha.

El hombre tatuado resopló. El joven pelir-rojo la miró con pesar.

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—Pronto estaré bien —se las arregló paradecir mientras continuaba su paseo. Se detuvo deforma repentina muy poco después y miró haciael camino.

Todos ellos levantaron la vista para ver lafantasmagórica luz azafranada de las pupilas y lasfauces de un demonio de las llamas antes de queel abismal apareciera ante sus ojos, aullando ycorriendo velozmente a cuatro patas.

—¿Cómo es que los demonios de las llamasno le prenden fuego a todo el bosque? —se pre-guntó el Juglar al reparar en la ristra de volutas defuego que dejaba la criatura tras de sí.

—Estás a punto de averiguarlo —contestóel hombre tatuado.

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Rojer creyó advertir una nota de diversiónen su voz, y resultaba más inquietante que cuandohablaba con su habitual tono frío.

Poco después de que dijera esas palabras,unos aullidos anunciaron la llegada de una man-ada de demonios del bosque. Eran tres fuertesabismales raudos como centellas en pos de supresa. Uno de ellos llevaba colgando de lasfauces otro demonio de las llamas, desmadejadoy chorreando icor negro.

El fugitivo estaba tan ocupado con los de-monios perseguidores que no advirtió que otrosdemonios del bosque se congregaban al borde delcamino, detrás de los matorrales, hasta que unode los camuflados se le echó encima e inmovilizóa la indefensa criatura, para luego sacarle las tri-pas con sus garras negras. La víctima aulló de unmodo tan horrible que Leesha se tapó los oídos.

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—Esos seres apestosos odian a los demo-nios de las llamas —le explicó El Protegidocuando todo hubo terminado. Sus ojos centell-earon de placer ante la matanza.

—¿Por qué? —inquirió Rojer.

—Porque los demonios del bosque son vul-nerables al fuego que despiden los demonios delas llamas—respondió Leesha.

Sorprendido, el hombre tatuado levantó losojos hacia ella y luego asintió.

—¿Y entonces por qué no los queman losdemonios de las llamas? —quiso saber Rojer.

El Protegido rió.

—Lo hacen a veces —admitió—, pero in-flamables o no, si se enfrentan, un demonio de las

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llamas no es rival para un demonio del bosque.Los apestosos son los segundos en fuerza, sólopor detrás de los demonios de las rocas, y resultancasi invisibles dentro de los confines del bosque.

—El gran plan del Creador: pesos y con-trapesos —apuntó la Herborista.

—Tonterías —contraatacó el hombre tatu-ado—. Los demonios de las llamas no tendríandónde cazar si lo quemasen todo. La naturalezaha encontrado la forma de resolver el problema.

—¿No crees en el Creador? —preguntó elmuchacho pelirrojo.

—Ya tenemos suficientes problemas—contestó él con cara de pocos amigos, lo cualdejó claro que no deseaba seguir hablando de esetema.

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—Algunos te llaman Liberador —se atre-vió a decir el Juglar.

El Protegido resopló.

—Ningún Liberador vendrá a salvarnos,Juglar —puntualizó el hombre tatuado—. Si qui-eres que mueran los demonios de este mundo,tendrás que matarlos tú mismo.

Como respuesta a esa frase, saltó un chis-pazo mágico y un demonio del viento se vio re-pelido por la red de grafos. El semental escarbóen el suelo con los cascos, como si deseara dar unbrinco y salir del círculo para presentar batalla,aun cuando se quedó en su sitio, a la espera deuna orden de su amo.

—¿Cómo es posible que el caballo esté ahítan tranquilo? —quiso saber Leesha—. Inclusolos Enviados ponen maneas para fijar a sus cabal-

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los durante la noche para que no salgan huyendo,pero ese garañón quiere pelear.

—He entrenado a Rondador Nocturnodesde que era un potrillo —explicó el hombre delos tatuajes—. Siempre ha estado protegido porgrafos, por lo cual no ha conocido el miedo alos abismales. Su progenitor era el macho másgrande y agresivo que pude encontrar, y otrotanto puede decirse de la yegua.

—Y sin embargo ha sido muy dulce cuandolo hemos montado —advirtió Leesha.

—Le he enseñado a canalizar sus impulsosagresivos —contestó El Protegido con una mani-fiesta nota de orgullo en aquella voz suya, nor-malmente falta de emoción—. Atacará sin va-cilación si él o yo estamos amenazados, pero sino, vuelve a ser dócil. En una ocasión aplastó el

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cráneo de un oso salvaje que a buen seguro mehabría hecho trizas.

Los demonios del bosque comenzaron a darvueltas en torno a las protecciones del campa-mento en cuanto liquidaron a sus congéneres delas llamas. Cada vez se acercaban en mayornúmero. El hombre tatuado encordó el arco ysacó la aljaba con flechas de pesada punta, peroignoró a las criaturas mientras zarpeaban la bar-rera y salían despedidas hacia atrás. Cuando ter-minaron de cenar, eligió una flecha sin marcary tomó una herramienta de grabar del equipo deProtección, y se puso a llenar de grafos elproyectil.

—Si no estuviéramos aquí... —empezó laHerborista.

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—...yo estaría ahí fuera, de caza —com-pletó la frase El Protegido sin levantar los ojoshacia ella.

Leesha asintió y permaneció en silenciodurante un tiempo, observándolo. Rojer se re-movió, incómodo ante la evidente fascinación dela mujer.

—¿Has visto mi hogar? —preguntó ella envoz baja. El hombre tatuado la miró con curiosid-ad, pero no contestó—. Has debido cruzar por mialdea si vienes del sur.

El interpelado negó con la cabeza.

—Suelo dar un amplio rodeo para evitar lasaldehuelas. El primer lugareño en verme saldríapor pies y al cabo de un rato me toparía con unmontón de aldeanos enojados y blandiendo hor-cas.

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A la Herborista le habría gustado protestar,pero sabía que su gente se habría comportado taly como él describía.

—Sólo actúan por miedo —respondió sinconvicción.

—Lo sé —replicó el hombre de lostatuajes—, y por eso los dejo en paz. El mundo esalgo más que aldehuelas y ciudades, y si el preciode disfrutar de uno es perder los otros... —El Pro-tegido se encogió de hombros—. Dejemos que lagente se esconda en sus hogares como gallinasenjauladas. Los cobardes no merecen nada mejor.

—En tal caso, ¿por qué nos has salvado delos demonios? —inquirió Rojer.

El interpelado se encogió de hombros otravez.

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—Porque sois humanos, y ellos una abom-inación, y porque luchabais por subsistir, plant-ando cara hasta el último minuto.

—¿Y qué otra cosa podíamos hacer? —pre-guntó el Juglar.

—Te sorprendería saber cuántos se des-moronan y se quedan quietos a la espera de quellegue el final —contestó El Protegido.

Gozaron de buen tiempo durante el cuartodía a contar desde que salieron de Angiers. Ni elhombre tatuado ni su semental parecían saber quéera la fatiga. Rondador Nocturno avanzaba a untrote ligero y su dueño corría a grandes zancadas.

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Cuando al final del día montaron el cam-pamento, Leesha hizo una sopa poco consistentecon los restos de las provisiones de su salvador, yse sintieron con apetito.

—¿Qué haremos para comer? —preguntóella cuando Rojer hubo tragado la últimacucharada de sopa.

El Protegido se encogió de hombros.

—No entraba en mis planes tener compañía—dijo mientras se recostaba para pintarse grafosen las uñas.

—Dos días de montar a caballo sin nadaque comer es mucho tiempo —se lamentó Rojer.

—Podemos reducir el tiempo a la mitad siasí lo deseáis —ofreció el hombre tatuado mien-tras soplaba una uña para secar el trazo

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pintado—. Podríamos viajar también de noche.El galope de Rondador Nocturno puede superar alos abismales y yo mataré al resto.

—Demasiado peligroso —dijo Leesha—.No le haremos ningún bien a la gente de Hoya deLeñadores si nos hacemos matar, así que tendre-mos que pasar hambre al final del viaje.

—No pienso abandonar la protección de lared durante la noche —convino el Juglar, frotán-dose el estómago con pesar.

—Podemos comernos uno de ésos —dijo elhombre tatuado, señalando a uno de los abismalesque acechaban el campamento.

—No puedes hablar en serio —chilló Ro-jer, asqueado.

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—La idea misma es repulsiva —concordóLeesha.

—En realidad, no tienen tan mal sabor—replicó el hombre.

—¿De veras te has comido un demonio?—quiso saber el joven pelirrojo.

—He debido hacerlo para sobrevivir —rep-licó El Protegido.

—Bueno, pues yo no voy a comer carne dedemonio, eso seguro —afirmó Leesha.

—Tampoco yo —la secundó el Juglar.

—Muy bien —cedió el hombre tatuado conun suspiro. Se puso de pie y tomó el arco, una al-jaba de flechas y una lanza larga. Se desprendióde su ropón, dejando al descubriendo los tatuajes,

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y se acercó al borde del anillo—. Veré qué puedocazar.

—No necesitas... —le gritó ella, pero elhombre la ignoró y un momento después se des-vaneció en la negrura de la noche.

Regresó al cabo de poco más de una horatrayendo de las orejas a un par de conejos entra-dos en carnes. Entregó la caza a Leesha y volvióa sentarse, retomando el pincelito para pintar gra-fos.

—¿Tocas música? —le preguntó a Rojer,que acababa de encordar otra vez el violín y es-taba punteando las cuerdas para ajustar la tensiónde las mismas.

Rojer se sobresaltó ante el comentario.

—S-sí... —logró contestar.

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—¿Podrías tocar algo? —le pidió El Pro-tegido—. No recuerdo cuál fue la última vez queoí música.

—Lo haría —contestó el Juglar contristeza—, pero los bandidos arrojaron mi arco albosque.

El hombre asintió y permaneció sentadodurante unos instantes, pero se levantó de formarepentina y echó mano a un cuchillo largo. Rojerse echó hacia atrás, pero el hombre se limitó a sa-lir otra vez del círculo. Un demonio del bosque lesiseó, pero él le devolvió el chistido y el abismalse acobardó.

El Protegido no tardó en volver con unarama fina y flexible y empezó a cortarla con esecuchillo de hoja ondulada.

—¿Cuánto medía ese arco?

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—Treinta y siete centímetros —tartamudeóRojer.

El tatuado asintió y se puso a cortar la ramacon la longitud adecuada; luego, caminó hastaRondador Nocturno. El semental no reaccionócuando le cortó un cabello largo de la cola. ElProtegido practicó una muesca en la madera yanudó a ella el pelo de cola de caballo, liso ygrueso. Se arrodilló junto a Rojer y dobló la rama.

—Avísame cuando la tensión sea la cor-recta —dijo.

El Juglar colocó los dedos de la mano tull-ida sobre el cabello y, cuando estuvo satisfecho,El Protegido anudó el otro extremo y se lo en-tregó.

Rojer agradeció el regalo con una sonrisa yluego se puso a tratarlo con resina antes de tomar

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el violín. Se colocó el instrumento debajo de lamandíbula y frotó las cuerdas varias veces con elarco nuevo. No era el ideal, pero enseguida cobróconfianza, hizo una nueva pausa y se puso a to-car.

Sus diestros dedos llenaron el aire con unamelodía evocadora bajo cuyo influjo lospensamientos de Leesha volaron hasta Hoya deLeñadores, preguntándose por su destino. Vikahabía enviado esa carta hacía una semana. ¿Quéiba a encontrarse a su llegada? Tal vez la disen-tería había pasado sin ocasionar más muertes ytoda aquella ordalía había sido en balde.

O tal vez era más necesaria que nunca.

La música también afectó al hombre tatu-ado, como bien advirtió la Herborista, pues susmanos abandonaron el cuidadoso trazado de gra-fos y permaneció con la vista fija en la noche.

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Las sombras le cubrían el semblante y oscurecíansus tatuajes, lo cual le permitió valorar ese rostroentristecido y advertir que una vez había sidoagraciado. ¿Qué dolor le había llevado a esa ex-istencia, a llenarse el rostro de cicatrices y rehuira su propia gente, prefiriendo la compañía delos abismales? Descubrió que deseaba curarlo,aunque no daba indicios de estar herido.

De súbito, el hombre sacudió la cabezacomo para mantener la mente despejada ysobresaltó a Leesha, sacándola de su ensueño.

—Observa —susurró mientras señalaba ala oscuridad—, están bailando.

Ella miró fuera del anillo con sorpresa,pues era cierto: los abismales habían dejado debuscar huecos en la red de grafos, ya ni siquierasiseaban ni pegaban alaridos. Daban vueltasalrededor del campamento, bamboleándose al

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ritmo de la música. Los demonios de las llamasbrincaban y giraban, enviando jirones de fuegoque rotaban alrededor de sus nudosas extremid-ades y los del viento pasaban alrededor de los si-tios y se lanzaban en picado por el aire. Los de-monios del bosque se acercaron desde la cober-tura del bosque e ignoraron a los demonios de lasllamas para dejarse llevar por la melodía.

El Protegido miró a Rojer.

—¿Cómo haces eso? —preguntó, asom-brado.

Rojer le sonrió.

—Los abismales tienen oído para la música—repuso él.

Luego, se levantó y se acercó hasta el bordedel anillo, donde las criaturas se congregaron

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para escuchar con gran atención. El joven pelir-rojo empezó a caminar alrededor del perímetrodel círculo y ellos lo siguieron, cautivados. Se de-tuvo, se bamboleó de un sitio a otro y continuótocando. Los abismales imitaron sus movimien-tos con una exactitud casi plena.

—No te creí —se disculpó Leesha en vozbaja—. Eres capaz de encantarlos de verdad.

—Y eso no es todo —alardeó el Juglar.

Giró la muñeca y realizó un par de toquesbruscos sobre las cuerdas del instrumento antesde tocar una melodía más desentonada. Las notasantes puras resonaron discordantes. De pronto,los monstruos volvieron a chillar y se taparon losoídos con las zarpas, alejándose del Juglar. Sedistanciaron más y más, conforme el asalto dela música continuaba, hasta desvanecerse en lassombras, donde no llegaba la luz del fuego.

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—No han ido muy lejos —advirtió elmúsico—, volverán en cuanto deje de tocar.

—¿Qué más puedes hacer? —preguntó ElProtegido en voz baja.

Rojer sonrió, tan contento de tener unpúblico de sólo dos personas como de actuar parauna multitud aduladora. Él suavizó su música otravez y las notas caóticas fueron mitigándose hastafluir de nuevo en una melodía encantadora. Losabismales reaparecieron, atraídos por la músicauna vez más.

—Observad esto —les indicó.

Y cambió otra vez la tonada. Las notaschirriantes se alzaron con fuerza e hicieron queLeesha y El Protegido apretaran los dientes y seinclinaran hacia atrás.

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La reacción de los abismales fue más acus-ada. Se enfurecieron más y se abalanzaron haciala barrera con despreocupación entre gritos yalaridos. Los grafos flamearon una y otra vez, re-peliéndolos de continuo, pero los demonios nocedieron en su intento, y se golpeaban contra lared de grafos en un intento alocado de alcanzar aRojer y hacerle callar para siempre.

Dos demonios de las rocas se unieron altropel, apartaron a sus congéneres y se pusierona aporrear las protecciones con más fuerza todav-ía. El Protegido se alzó detrás de Rojer y alzó elarco.

La cuerda del arco silbó y uno de los dardosde punta gruesa se estrelló en el pecho del máscercano como un relámpago, iluminando el áreadurante unos instantes. El arquero disparó contrala horda una y otra vez, a tal velocidad que res-

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ultaba difícil verle las manos. Las flechas de gra-fos explotaban en las espaldas de los abismales,y aquellos que lograban levantarse otra vez eranrápidamente destrozados por sus congéneres.

Rojer y Leesha contemplaron horrorizadosla carnicería. El arco del Juglar dejó de rozar lascuerdas del violín y colgó laxo entre los dedosde la mano mala mientras observaba actuar alhombre tatuado.

Los abismales seguían gritando, pero ahoraa causa del dolor y el pánico, pues su deseo deatacar las protecciones se había disipado. El ar-quero siguió disparando hasta que se le acabaronlos proyectiles. Entonces, aferró una lanza y la ar-rojó, alcanzando en la espalda a un demonio delviento fugitivo.

Entonces reinó el caos, y los pocos mon-struos supervivientes estaban desesperados por

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escapar. El Protegido se desprendió del ropón,listo para saltar fuera del círculo y matar demo-nios con las manos desnudas.

—No, por favor, ¡están huyendo! —gritóLeesha, lanzándose sobre él.

—¿Los perdonarías? —rugió El Protegido,fulminándola con la mirada. La ira le deformabael rostro y ella retrocedió, asustada, pero lesostuvo la mirada.

—Por favor, no salgas ahí fuera —le im-ploró.

La Herborista temía que él pudieragolpearla, pero se limitó a mirarla mientras res-piraba aguadamente, pero al cabo de lo que pare-ció una eternidad, él se calmó y tomó su atavío,cubriendo los grafos una vez más.

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—¿Era eso necesario? —preguntó ella,rompiendo el silencio.

—El círculo no está diseñado para soportarun ataque simultáneo de tantos abismales —rep-licó El Protegido, otra vez con su voz fría y sininflexiones.

—Habría bastado con que me pidieras quedejara de tocar —observó el Juglar.

—Cierto, pude hacerlo —convino El Pro-tegido.

—Entonces, ¿por qué no lo hiciste? —in-quirió Leesha.

El interpelado no contestó. Salió del anillodando una zancada y comenzó a arrancar sus fle-chas de los cadáveres de los abismales.

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Esa misma noche, Leesha se durmió en-seguida, y entonces El Protegido abordó a Rojer.Éste se había ensimismado en la contemplaciónde los demonios muertos y pegó un brincocuando el hombre se acuclilló a su lado.

—Tienes poder sobre los abismales.

—Como tú —contestó el Juglar, encogién-dose de hombros—. Más del que jamás quise.

—¿Puedes enseñarme? —inquirió El Pro-tegido.

Al volverse, Rojer se encontró con los ojospenetrantes del hombre.

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—¿Por qué? Tú matas demonios por do-cenas. ¿Qué es mi habilidad en comparación coneso?

—Creí conocer a mis adversarios —con-testó el hombre tatuado—, pero tú me has de-mostrado lo contrario.

—¿Crees que tal vez no sean tan malos sison capaces de disfrutar con mi música? —quisosaber Rojer.

Él sacudió la cabeza.

—No son precisamente mecenas del arte,Juglar. Te habrían matado sin vacilar en cuantohubieras dejado de tocar.

El pelirrojo asintió, admitiendo la validezde su argumento.

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—Entonces, ¿por qué molestarse? Apren-der a tocar el violín exige un montón de trabajopara amansar a unas fieras que tú puedes matarcon facilidad.

El rostro de El Protegido se endureció.

—¿Estás dispuesto a enseñarme o no?

—Lo haré... —contestó Rojer, dándolevueltas al asunto—, pero quiero algo a cambio.

—Dispongo de bastante dinero —le ase-guró el hombre tatuado.

Rojer hizo un gesto despectivo con lamano.

—Puedo conseguir dinero cada vez que lonecesito. Tiene más valor lo que quiero. —El

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Protegido permaneció en silencio—. Quieroviajar contigo.

El hombre tatuado cabeceó, negándose.

—Eso está fuera de lugar.

—Nadie aprende a tocar el violín de lanoche a la mañana —argüyó Rojer—, Van a pas-ar semanas antes de que logres tocar algo acept-able, y vas a necesitar más habilidad que ésa paracautivar a los abismales menos exigentes.

—¿Y qué sacas tú de eso? —quiso saber elhombre tatuado.

—Material para unas historias que van allenar a rebosar el anfiteatro del duque una nochetras otra —le explicó Rojer.

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—¿Y qué hay de ella? —preguntó El Pro-tegido, señalando con una inclinación de cabezaa la Herborista, cuyo pecho subía y bajaba suave-mente mientras dormía. El Juglar la miró, y alhombre tatuado no le pasó desapercibido el signi-ficado de esa mirada.

—Ella me pidió que la escoltara hasta sucasa, eso es todo —contestó Rojer al fin.

—¿Y si te pide que te quedes?

—No lo hará —contestó él en voz baja.

—Mi camino no es un cuento de Marko elAndarín —replicó El Protegido—. Alguien quese oculte por las noches me hará ir más lento, mequita un tiempo que no tengo.

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—Ahora dispongo de mi violín —re-spondió Rojer con más gallardía de la que real-mente sentía—. No tengo miedo.

—Necesitas algo más que coraje —repusoel hombre tatuado—. En las tierras salvajes, omatas o te matan, y no me refiero sólo a los de-monios.

Rojer se envaró y tragó saliva para superarel nudo de la garganta.

—Todos cuantos han intentado protegermehan acabado muertos. Es hora de que aprenda aprotegerme yo mismo.

El Protegido se inclinó hacia delante,sopesando al joven Juglar.

—Ven conmigo —le dijo al fin, alzándose.

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—¿Fuera del círculo?

—No me sirves si no eres capaz de hacerlo—aseguró el hombre tatuado. Cuando Rojer miróen derredor con muchas reservas, agregó—: Cu-alquier abismal a varios kilómetros a la redondahabrá oído lo que les hice a sus compañeros. Noes probable que veamos a más esta noche.

—¿Y qué hay de Leesha? —preguntó Ro-jer, alzándose despacio.

—Rondador Nocturno la protegerá si fueranecesario —contestó el hombre—. Vamos.

Y salió del círculo para desvanecerse en lanoche.

Rojer soltó una maldición, pero echó manoal violín y siguió al hombre por el camino.

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Rojer aferró con fuerza la funda del in-strumento mientras corrían entre los árboles. Alprincipio, había hecho ademán de sacarlo, pero ElProtegido le había hecho desistir mediante señas.

—Vas a atraer una atención indeseada—susurró.

—¿No habías dicho que probablemente noíbamos a encontrarnos con abismales esta noche?—le contestó Rojer entre siseos, pero El Pro-tegido no dijo nada y se movió por la oscuridadcomo si estuviera a pleno día.

—¿Adónde vamos? —preguntó el jovenpor lo que se le antojó como centésima vez.

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Subieron a un altozano, en cuya cima setendió el hombre tatuado, al tiempo que hacíaseñales hacia el otro lado.

—Mira ahí —le indicó a Rojer.

Abajo, distinguió a un caballo y a tres vie-jos conocidos. Dormían muy apretados dentro delos límites de un círculo portátil aún más cono-cido.

—Los bandidos —dijo en voz baja.

Un flujo de emociones abrumó al joven:miedo, rabia e impotencia, y en su mente revivióla prueba a que habían sometido a Leesha y a él.El mudo se removió en sueños y Rojer sintió unapunzada de pánico.

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—Los he estado rastreando desde que osencontré —admitió El Protegido—. He localiz-ado su fogata esta noche mientras estaba de caza.

Rojer le devolvió la mirada.

—Si les quitamos el círculo mientras duer-men, los abismales los matarán antes de que sep-an qué está pasando.

—Los demonios están diezmados. Tienenmás oportunidades de las que os dieron a voso-tros.

—Aun así, ¿qué te hace pensar que deseoarriesgarme? —quiso saber Rojer.

—Observo y escucho —contestó elhombre—. Sé qué os hicieron a ti... y a Leesha.

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Rojer permaneció callado durante un largotiempo.

—Ellos son tres —dijo finalmente.

—Esto es la naturaleza salvaje. Si quieresvivir seguro, vuelve a la ciudad.

El hombre tatuado pronunció esa última pa-labra como una maldición, pero Rojer sabía quela ciudad tampoco era segura. Llegó, sin que éllo invocara, el recuerdo de Jaycob desmadejadoen el suelo mientras sonaba la risa de Jasin. Podíahaber buscado que se hiciera justicia después delataque, pero prefirió escapar en vez de eso. Sehabía pasado la vida huyendo y dejando que otrosmurieran en su lugar. Mientras miró a la hoguerade la llanura, alargó la mano en busca de un talis-mán que ya no estaba allí.

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—¿Me equivoco? —preguntó El Pro-tegido—. ¿Debemos regresar a nuestro campa-mento?

Rojer tragó saliva.

—En cuanto haya recuperado mispropiedades —decidió.

28

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Secretos

332 d.R.

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Un leve sonido de cascos despertó a Lee-sha. Al abrir los ojos vio a Rojer cepillando el peloalazán de la yegua que ella había comprado enAngiers y por un momento se atrevió a pensar quelos dos últimos días habían sido un mal sueño.

Entonces apareció por encima de ésta la im-agen del enorme semental negro y recordó todo desopetón.

—¿De dónde ha salido mi yegua, Rojer?—preguntó en voz baja.

El Juglar abrió la boca para responder, peroen ese momento el hombre tatuado entró en elcampamento dando grandes zancadas. Traía dosliebres y un puñado de manzanas.

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—La noche pasada vi a tus amigos y se nosocurrió que viajaríamos más deprisa si íbamos to-dos a caballo.

Leesha permaneció callada durante un buenrato mientras digería las noticias. La embargaronuna docena de sentimientos encontrados, muchosde ellos vergonzantes y desagradables. Rojer y ElProtegido le concedieron tiempo, y ella les dio lasgracias por ello.

—¿Los matasteis? —inquirió al fin. Unaparte de ella, la más insensible, quería que le con-testaran que sí, incluso aunque eso fuera contratodas sus creencias y contra cuanto le había en-señado Bruna.

El Protegido la miró a los ojos.

—No —contestó él, y la Herborista sesintió inmensamente aliviada—. Los dispersamos

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lo justo para birlarles el caballo, pero eso fue to-do.

Leesha asintió.

—Informaremos sobre ellos al juez delduque cuando pase por Hoya de Leñadores.

El atadijo donde guardaba las hierbas es-taba toscamente enrollado y sujeto a la silla demontar. Lo extendió y examinó. La inundó unainmensa sensación de alivio cuando encontró in-tactos los frascos y los saquitos. Se habían fu-mado casi todo el opio, pero era fácil de reem-plazar.

Tras terminar el desayuno, Rojer cabalgóa lomos de la yegua mientras Leesha se sentódetrás del hombre tatuado, montando ambos aRondador Nocturno. Viajaron deprisa, pues las

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nubes se cerraban en el cielo y amenazaba tor-menta.

Leesha sintió que debería tener miedo, pueslos bandidos seguían vivos y delante de ellos. Re-cordó el rostro vicioso del barbinegro y las risota-das estentóreas de sus compañeros, y también seacordaba de lo peor de todo: el terrible peso y laviolenta lujuria del mudo.

Debería estar asustada, pero no era así. ElProtegido le hacía sentirse segura, más inclusoque Bruna. No se cansaba ni temía a nada, y ellasabía sin lugar a dudas que no le sucedería nadamalo mientras estuviera bajo su protección.

Protección. La necesidad de protección erauna sensación extraña, como proveniente de otravida. Había cuidado de sí misma durante tantotiempo que ya se había olvidado de cómo era. Sushabilidades y su inteligencia le habían bastado

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para mantenerse a salvo en lugares civilizados,pero ambas cosas valían de poco en un hábitatnatural.

El jinete se removió, y Leesha comprendióque había apretado las manos alrededor de su cin-tura al tiempo que reposaba la cabeza sobre la es-palda. Ella se retiró, tan ensimismada en su ver-güenza que estuvo a punto de no ver la manoyaciente entre los matorrales situados a un ladodel camino.

Chilló cuando lo hizo.

El Protegido sofrenó la montura y Leeshaprácticamente se tiró del garañón para echar acorrer hacia el lugar. Apartó los matorrales yrespiró de forma entrecortada cuando compren-dió que nada sujetaba la mano, la habían arran-cado de un mordisco.

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—¿Qué ocurre, Leesha? —gritó Rojermientras él y El Protegido acudían corriendojunto a ella.

—¿Acamparon cerca de aquí? —preguntóella mientras sostenía la extremidad. El hombretatuado asintió—. Llevadme allí —ordenó.

—Leesha, ¿qué bien puede...? —empezóRojer, pero ella no lo escuchó y mantuvo los ojosfijos en El Protegido.

—Llé-va-me a-llí —repitió.

El Protegido asintió. Sacó una estaca de lasalforjas y ató las riendas de la yegua a la misma.

—Protege —le ordenó al semental negro, yéste relinchó con suavidad.

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Poco después, encontraron el campamentobañado en sangre y los cuerpos a medio comer.Leesha se llevó el mandil a la nariz para pro-tegerse del hedor. Rojer sintió arcadas y salió cor-riendo del claro.

Pero el olor de la sangre no le resultaba ex-traño a la Herborista.

—Sólo hay restos de dos —apuntó despuésde examinar los miembros; experimentaba sen-timientos demasiado enfrentados para poder or-denarlos.

El Protegido cabeceó en señal de asentimi-ento.

—Falta el mudo, el gigantón —coincidióél.

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—Sí, y también falta el círculo —apuntóella.

—Sí, también falta el círculo —convino elhombre tatuado al cabo de unos instantes.

Los nubarrones de tormenta se con-gregaron muy deprisa mientras regresaban juntoa los caballos.

—Siguiendo el camino, hay una cueva fre-cuentada por los Enviados a quince kilómetros—informó El Protegido—. Si apretamos el paso ynos saltamos el almuerzo, deberíamos ser capacesde llegar a ella antes de que se ponga a llover. He-mos de refugiarnos hasta que pase la tormenta.

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—¿El hombre capaz de matar abismalescon las manos desnudas teme a cuatro gotas denada? —inquirió Leesha.

—Los demonios pueden aparecer antes si elmanto de nubes es lo bastante espeso —le explicóél.

—¿Y desde cuándo temes a los abismales?—insistió Leesha.

—Luchar bajo la lluvia es estúpido y pe-ligroso —repuso El Protegido—. La lluvia formabarro, y el barro tapa los grafos y propicia los res-balones.

Se instalaron en la caverna poco antes deque estallara la tormenta. Una intensa cortina deagua convirtió el camino en un barrizal y el cieloen un lienzo negro, iluminado de forma es-porádica por las agudas sacudidas de los relámpa-

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gos. El viento ululaba incesante, sólo interrump-ido por el fragor de los truenos.

Buena parte de la entrada a la caverna yaestaba protegida, pues había símbolos de podertallados muy hondo en la piedra. El hombre tatu-ado procedió a sellar enseguida el resto con unalijo de piedras de protección que situó en el in-terior.

Varios demonios se alzaron antes detiempo en la falsa noche de la tempestad, tal ycomo había predicho El Protegido. Éste los ob-servó con gesto sombrío mientras se deslizabandesde las zonas más umbrías del bosque,deleitándose por su temprana liberación delAbismo. Los breves destellos de luz delineabansus figuras sinuosas mientras jugueteaban bajo lalluvia.

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Intentaron penetrar en la gruta, pero las de-fensas aguantaron firmes. Quienes se aventurarona acercarse demasiado tuvieron ocasión de lam-entarlo, pues fueron recibidos a lanzazos por elcolérico hombre tatuado.

—¿Por qué estás de tan mal humor? —pre-guntó Leesha mientras sacaba de su bolsa cuen-cos y cucharas y Rojer se afanaba en encender unpequeño fuego.

—Ya es malo que vengan de noche —es-petó el interpelado—, pero no tienen derecho aestar durante el día.

La sanadora meneó la cabeza.

—Serías más feliz si pudieras aceptarlocomo es —le aconsejó.

—No quiero ser feliz —replicó.

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—Todo el mundo quiere ser feliz. —Lee-sha bufó—. ¿Dónde está el perol?

—En mi bolsa —contestó el Juglar—,ahora lo traigo.

—No hace falta —lo atajó la Herborista, le-vantándose—. Ocúpate del fuego, yo lo traeré.

—¡No! —chilló, pero Rojer supo que erademasiado tarde incluso cuando se incorporó deun salto.

Leesha profirió un jadeo entrecortadocuando sacó el círculo portátil del Juglar.

—Pe-pero... —tartamudeó—, pero si ¡ellosse llevaron esto!

La Herborista miró a Rojer, y vio cómo susojos buscaban a El Protegido. Ella se volvió hacia

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él, pero no fue capaz de leer nada en las sombrasde su cogulla.

—¿Va a explicármelo alguien? —exigióella.

—Nosotros lo... recuperamos —contestóRojer sin convicción.

—¡Ya sé que lo recuperasteis! —gritó ella,lanzando la cuerda y las placas de madera contrael suelo de la caverna—. ¿Cómo?

—Yo me lo llevé cuando tomé el caballo—dijo el hombre tatuado de pronto—. No queríasus muertes sobre tu conciencia, por eso te looculté.

—¿Lo robaste?

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—Ellos robaron el círculo y yo lo recuperé—la corrigió el hombre.

Leesha lo miró durante mucho rato.

—Se lo quitaste anoche —observó en vozbaja. El Protegido asintió sin despegar los la-bios—, ¿Lo estaban usando? —inquirió ella, hab-lando entre dientes.

—El camino ya tiene bastantes peligros sinnecesidad de esa clase de hombres —replicó ElProtegido.

—Los asesinaste —acusó Leesha, sorpren-dida de tener los ojos llenos de lágrimas. «Buscaal peor ser humano posible —le había dicho supadre— aun así será mejor que lo que ves todaslas noches al otro lado de la ventana.» Nadiemerecía servir de comida a los abismales. Nisiquiera ellos.

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—¿Cómo pudiste hacerlo? —preguntó ella.

—No he asesinado a nadie.

—Es prácticamente lo mismo.

El hombre tatuado se encogió de hombros.

—Ellos os hicieron lo mismo.

—¿Y te da eso derecho? —chilló Lee-sha—. ¡Mírate! Ni siquiera te preocupa. Hanmuerto dos hombres por lo menos y vas a dormira pierna suelta. ¡Eres un monstruo!

Ella se le echó encima e intentó golpearlocon los puños, pero él la sujetó por las muñecas yobservó sin pestañear todos sus forcejeos.

—¿Por qué te preocupa? —quiso saber él.

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—¡Soy una Herborista y he hecho un jura-mento! —chilló—. Yo me he consagrado a sanar,pero tú te dedicas a matar —lo acusó, mirándolofríamente.

El ánimo belicoso la abandonó al cabo deunos instantes y ella se alejó.

—Te burlas de lo que soy —dijo la mujer,dejándose caer y contemplando el suelo de lacaverna con la mirada extraviada durante variosminutos. Luego, alzó la vista y miró a Rojer—.Has dicho «lo recuperamos» —lo acusó.

—¿Qué...? —preguntó el Juglar, intentandosalirse por la tangente.

—Antes has dicho que lo habíais recuper-ado —le aclaró la Herborista—, y el círculo es-taba en tu bolsa. ¿Fuiste con él?

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—Yo...

Al joven se le trabó la lengua.

—No me mientas, Rojer —gruñó la Her-borista.

Rojer clavó la mirada en el suelo y asintiótras unos momentos.

—Antes, él te dijo la verdad —admitió Ro-jer—. Únicamente se llevó el caballo. Yo cogí elcírculo y tus hierbas mientras ellos estaban dis-traídos.

—¿Por qué? —preguntó ella; la voz le fallóligeramente. La decepción de su tono cortó aljoven Juglar como si fuera un cuchillo.

—Ya sabes por qué —respondió él som-bríamente.

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—¿Por qué? ¿Por mí? ¿Por mi honor?—volvió a preguntar Leesha—. Dímelo, Rojer.¡Dime que has matado en mi nombre!

—Debían pagar, debían por lo que hicieron—replicó con tirantez—. Fue imperdonable.

Leesha estalló en sonorosas carcajadas,aunque no había el menor atisbo de alegría en eltimbre de su risa.

—¿Crees que no lo sé? —gritó—. ¿Acasote piensas que me he guardado veintisiete añospara entregar mi virginidad a una banda dematones?

Se hizo un silencio absoluto en la gruta dur-ante unos instantes eternos. El trueno rasgó elaire.

—Te has guardado... —repitió Rojer.

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—¡Sí, abismado! —chilló Leesha con elrostro surcado por las lágrimas—. ¡Era virgen!Justifica eso haber dado hombres a los demonios?

—¿Dado...? —inquirió El Protegido.

Leesha se giró hacia él.

—Dado, por supuesto que sí —gritó—.Estoy seguro de que tus amigos los abismales dis-frutaron de vuestro regalito. Nada les complacemás que tener cerca humanos a los que matar ycon los pocos que quedamos, debe ser un bocadosingular.

Los ojos redondos como platos del hombrereflejaron la luz de las llamas. Era la expresiónmás humana que la sanadora había visto en eserostro, y la visión le hizo olvidarse momentánea-mente de su rabia. El hombre parecía terrible-mente aterrado mientras se alejaba de ellos, cam-

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inando hacia atrás todo el trecho hasta la boca dela cueva.

Un abismal se lanzó contra la red de pro-tección en ese preciso momento, provocando unflamear que iluminó toda la cueva con una luzargentada. El hombre tatuado se giró y gritó aldemonio. La sanadora jamás había oído nada se-mejante, pero daba lo mismo, reconoció en elmismo la plasmación de cuanto ella había sentidocuando estuvo presa contra el suelo del camino laterrible tarde de la violación.

El Protegido echó mano a una de sus lanzasy la lanzó al exterior, donde llovía a cántaros.Hubo una explosión de magia cuando el arma al-canzó al demonio, que salió volando unos metrospara luego caer al barro.

—Malditos, ¡juré no daros nada! —bramóel hombre tatuado mientras se libraba de su

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cogulla y se lanzaba al aguacero—. ¡Absoluta-mente nada!

Atacó por la espalda a un demonio delbosque y lo estrechó contra él. El inmenso grafotatuado en el pecho destelló, y el abismal estallóen llamas. El humano lo apartó de una patadacuando la criatura empezó a menearse sin sen-tido.

—¡Luchad contra mí! —exigió el hombrea los restantes monstruos mientras fijaba los piesen el fangal del suelo.

Los abismales saltaron para acorralarlo,pero el humano luchaba como un verdadero de-monio y los atacantes se vieron barridos como lashojas secas de los árboles por el viento otoñal.

Rondador relinchó al fondo de la cavernae intentó zafarse de las maneas, pues estaba en-

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trenado para luchar al lado de su amo. Rojer seacercó al garañón para calmarlo y miró confuso ala Herborista.

—No puede luchar contra todos —dijoLeesha—, en el barro no.

En esos mismos momentos, el fango cubríaya los trazos de algunos grafos.

—Pretende hacerse matar —dedujo la san-adora.

—¿Y qué podríamos hacer? —preguntó elJuglar.

—¡Aléjalos con tu violín! —chilló ella.

Rojer negó con la cabeza.

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—El viento y los truenos ahogarán elsonido.

—No podemos cruzarnos de brazos y dejarque se mate —le increpó Leesha.

—Tienes razón —convino Rojer.

En dos zancadas se plantó junto a las armasde El Protegido y tomó una lanza liviana y un es-cudo de grafos. Leesha corrió a detenerlo nadamás comprender los propósitos del joven, peroéste salió de la caverna antes de que ella pudieradarle alcance y corrió a ocupar un sitio al lado delhombre tatuado.

Un demonio de las llamas le escupió unallamarada al joven, pero la lluvia la apagó y sequedó corta. Entonces, el abismal se lanzó a porRojer, quien alzó el escudo de grafos y rechazó laembestida antes de centrar su atención delante de

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él, razón por la cual no vio a otro congénere delas llamas situado detrás de él hasta que fue de-masiado tarde: cuando el engendro lo acometió,El Protegido aferró en el aire, a mitad de salto, almonstruo de casi un metro de altura y lo lanzó le-jos. La carne de la criatura chisporroteó mientrasestuvo en contacto con las manos del luchadortatuado.

—¡Vuelve dentro! —le ordenó el hombre.

—No sin ti —le replicó Rojer, que tenía elempapado pelo rojo pegado a la cara y entrecer-raba los ojos para combatir el soplo del viento ylas punzadas de la lluvia. Aun así, le plantó caraa El Protegido con determinación y no retrocedióni un milímetro.

Dos demonios del bosque fueron a por el-los, pero el hombre tatuado se dejó caer al barroy tiró de las piernas de su compañero para der-

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ribarlo. Las afiladas garras acuchillaron el airecerca del Juglar. El Protegido se sirvió de lospuños para hacer retroceder a las criaturas, peroel número de los abismales era cada vez mayor,pues acudían atraídos por los destellos y el fragorde la pelea. Eran demasiados para hacerles frente.

El Protegido miró a Rojer, tendido en elbarrizal, y la locura desapareció de sus ojos. Leofreció una mano al Juglar y éste la aceptó.Luego, veloces como rayos, los dos regresaron ala cueva.

—¿En qué estabais pensando vosotrosdos? —inquirió Leesha mientras anudaba la úl-tima de las vendas.

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Rojer y El Protegido no contestaron mien-tras ella los reprendía; ambos se habían arrel-lanado junto al fuego, cubiertos por mantas. Ellase marchó al cabo de un rato y les preparó uncaldo de verduras. Se lo entregó sin decir nada.

—Gracias —dijo Rojer en voz baja. Eranlas primeras palabras que había pronunciadodesde su vuelta a la caverna.

—Sigo enfadada contigo —dijo Leesha sinmirarlo a los ojos—. Me mentiste.

—No lo hice —protestó.

—Me ocultaste cosas, es lo mismo —rep-licó la sanadora.

Rojer la contempló durante un tiempo.

—¿Por qué te fuiste de Hoya de Leñadores?

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—¿Qué...? No cambies de tema.

—Si esa gente te importa tanto como paraque estés dispuesta a arriesgarte a cualquier cosay a soportarlo todo para regresar, ¿por qué temarchaste? —la presionó él.

—Mis estudios... —comenzó a decir ella.

Rojer negó con la cabeza.

—Si soy experto en algo, es en huir de losproblemas, Leesha. Es algo más que eso.

—No creo que sea de tu incumbencia—contestó ella.

—Entonces, ¿por qué estoy aguardando aque pase la tormenta en una gruta situada en me-dio de la nada y rodeado de abismales?

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Leesha lo miró durante un buen rato, yluego suspiró, ya sin ganas de discutir más.

—Supongo que os enteraréis pronto —dijola sanadora—. La gente de Hoya de Leñadores noes muy buena en eso de guardar secretos.

Ella se lo contó todo, a pesar de que notenía intención de hacerlo, pero la fría y húmedacaverna se convirtió en una suerte de confesion-ario religioso, y no fue capaz de callarse una vezque empezó a hablar de su madre, de Gared, delos rumores, de su huida con Bruna, de su vidacomo una paria. El Protegido se inclinó haciadelante y abrió la boca para interrumpirla antela mención del fuego líquido infernal de Bruna,pero luego se lo pensó mejor y se volvió a re-clinarse sobre la pared.

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—Estando así las cosas, había albergado laesperanza de quedarme en Angiers, pero pareceque el Creador tiene otro plan para mí.

—Te mereces algo mejor —aseguró El Pro-tegido.

Leesha asintió y lo miró.

—¿Por qué has salido ahí fuera? —pregun-tó en voz baja y señaló con el mentón a la bocade la cueva.

El interpelado se arrellanó y fijó la miradaen sus rodillas.

—Rompí un juramento.

—¿Eso es todo?

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Él alzó los ojos y la miró, y por una vez novio los tatuajes que le perfilaban el rostro, sinoesos ojos suyos que la taladraban.

—Juré no darles nada jamás, ni siquierapara salvar mi vida —explicó—, y a cambio leshe entregado la única cosa que me hacía humano.

—No les has dado nada —intervino Ro-jer—, Fui yo quien se llevó el círculo de protec-ción.

Las manos de Leesha se crisparon en tornoa su cuenco, pero no despegó los labios.

—Yo lo hice posible, pues conocía tus sen-timientos —replicó el hombre tatuado, negandocon la cabeza—. Entregártelos a ti era dárselos aellos.

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—Ellos habrían seguido siendo un azote delos caminos. El mundo está mejor sin ellos —ase-guró Rojer.

El Protegido asintió.

—Ya, pero eso no es excusa parahabérselos dado a los demonios. Podía haberlesquitado el círculo e incluso haberlos matado caraa cara, a plena luz del día.

—Así que te plantaste ahí fuera esta nochepor la culpabilidad —concluyó la Herborista—.¿Y por qué lo has hecho antes? ¿Qué razón haypara lanzar esa guerra contra los abismales?

—Por si no te has dado cuenta, los abis-males llevan en guerra contra nosotros desdehace siglos. ¿Tan extraño resulta plantarles cara?

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—Entonces, ¿te consideras el Liberador?—quiso saber Leesha.

El Protegido torció el gesto.

—Aguardar la venida del Liberador hasupuesto trescientos años de consecuencias de-sastrosas para la humanidad. Es un mito y no va avenir. Va siendo hora de que la gente se dé cuentay que todos se defiendan por sí solos.

—Los mitos tienen poder, no los descartestan deprisa —terció Rojer.

—¿Desde cuándo eres un hombre de fe?—inquirió Leesha.

—Creo en la esperanza —precisó eljoven—. He sido Juglar toda mi vida, y si heaprendido algo en veintitrés años, es que las his-

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torias que reclaman, las que calan hondo, son lasque ofrecen esperanza.

—Veinte —saltó Leesha.

—¿Qué...?

—Me dijiste que tenías veinte años.

—¿Ah, sí?

—Ni siquiera los has cumplido, ¿a que sí?

—Los tengo.

—No soy estúpida, Rojer. Te llevo viendodesde hace tres meses y en ese tiempo has crecidomás de dos centímetros. Nadie con veinte añoscrece tanto. ¿Cuántos años tienes? ¿Dieciséis?

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—Diecisiete —gruñó Rojer, que inclinó elcuenco, derramando el caldo restante—. ¿Ya es-tás contenta...? Tenías razón cuando le decías aJizell que podías ser mi madre.

Leesha lo fulminó con la mirada y abrió laboca para soltarle una réplica dura, pero la cerróde nuevo y en vez de eso, dijo:

—Lo siento.

—¿Y tú qué, Protegido? —le preguntó Ro-jer, volviéndose hacia el hombre tatuado—. ¿Vasa añadir a tu lista de razones para que no viajecontigo la de que soy «demasiado joven»?

—Me convertí en Enviado a los diecisieteaños —repuso el interpelado—, y ya viajaba porlos caminos antes de esa edad.

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—¿Cuántos años tiene El Protegido?—preguntó Rojer.

—El Protegido nació en el desierto krasi-ano hace cuatro veranos.

—¿Y el hombre que hay debajo de los gra-fos? —inquirió la sanadora—. ¿Cuántos añostenía al morir?

—Lo de menos es cuántos veranos tenía.Era un chico estúpido e ingenuo con sueños de-masiado grandes para su propio bien.

—¿Por eso murió? —quiso saber Leesha.

—Lo mataron por eso, sí.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó ella.

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El Protegido permaneció en silencio dur-ante mucho tiempo.

—Arlen —acabó por contestar—, sellamaba Arlen.

29

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A la luz del alba

332 d.R.

Había dejado de llover cuando despertó,pero densos nubarrones grises flotaban pesada-mente en el cielo, augurando en breve otroaguacero. El Protegido miró al interior de lacueva. Los grafos de los párpados y alrededor delos ojos lo ayudaban a ver fácilmente en la os-

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curidad. Distinguió dos caballos y la silueta delmuchacho dormido. Leesha, sin embargo, habíadesaparecido.

Todavía era temprano y no había más ilu-minación que la de la falsa luz antes del amane-cer. La mayor parte de los demonios se había re-tirado al Abismo hacía mucho, pero uno jamáspodía estar seguro con semejantes nubarrones.Se puso de pie y se arrancó los vendajes que lehabía colocado Leesha la noche anterior. Todaslas heridas estaban curadas.

El rastro de la Herborista era fácil de seguiren aquel denso barrizal. La encontró no muy lejosde allí, arrodillada sobre el suelo, recogiendohierbas. Se había subido las faldas hasta la alturade las rodillas y la visión de sus suaves muslosblancos le hizo enrojecer. Estaba hermosísima ala luz del alba.

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—No deberías estar aquí fuera —la cen-suró—. No es seguro: el sol todavía no se haalzado.

Leesha lo miró, sonrió y alzó una ceja.

—¿Estás en posición de darme leccionessobre no ponerme en peligro? Además—prosiguió cuando él no le dio réplica alguna—,¿qué demonio puede hacerme daño estando túaquí?

El Protegido se encogió de hombros y seacuclilló junto a ella.

—¿Es opio? —preguntó.

Leesha asintió, alzando una planta de hojasásperas con gruesos brotes en forma de racimo.

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—Relaja los músculos y produce unasensación de euforia cuando lo fumas en pipa.Combinado con duranta, puedo usarlo para pre-parar una poción somnífera capaz de amodorrar aun león enfurecido.

—¿Funcionaría eso con un demonio?—preguntó El Protegido.

Ella le puso mala cara.

—¿Nunca piensas en otra cosa?

Él pareció incómodo.

—No des por hecho que me conoces. Matoabismales, sí, y por eso he visto lugares queningún hombre vivo recuerda. ¿Sabes que podríarecitarte poesía que he traducido del rusk antiguo,pintar para ti los murales de la antigua Sol de

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Anoch o hablarte de máquinas del mundo antiguocapaces de hacer el trabajo de veinte hombres?

Enmudeció cuando Leesha le puso unamano en el hombro.

—Lo siento —se disculpó—, me equi-voqué al juzgarte. Algo sé del peso de custodiarel conocimiento del mundo antiguo.

—No me has molestado.

—No por eso deja de estar mal —repusoella—, y para responder a tu pregunta, te digo laverdad: no lo sé. Los abismales comen y cagan,y en teoría no hay razón para que no puedadragárseles. Mi mentora decía que Las Herboris-tas de antaño infligieron un gran número de bajasen la Guerra de los Demonios. Me queda un pocode duranta, así que puedo preparar la poción

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cuando lleguemos a Hoya de Leñadores, si qui-eres...

El Protegido asintió con avidez.

—¿Podrías prepararme otra cosa más?

Leesha suspiró.

—Me preguntaba cuándo ibas a pedírmelo.No voy a preparar fuego líquido infernal para ti.

—¿Por qué no?

—Porque no pueden confiarse los secretosdel fuego a los hombres —replicó Leesha,volviéndose para encararse con él—. Lo usarás site lo doy, aunque eso signifique prenderle fuegoa medio mundo.

El Protegido la miró, pero no le contestó.

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—De todos modos, ¿para qué lo necesitas?Ya tienes poderes muy superiores a los quepueden crearse con cuatro hierbas y algunas sus-tancias químicas.

—Sólo soy un hombre... —comenzó él,pero la Herborista lo cortó.

—Mierda de demonio, tus heridas se cier-ran en cuestión de minutos y eres capaz de cor-rer todo el día a la velocidad de un caballo sinni siquiera cambiar el ritmo de la respiración. Tequitas de encima a los demonios del bosque comosi fueran niños y ves de noche como si fuera me-diodía. No eres un cualquiera.

Él esbozó una sonrisa.

—No se te escapa ni una.

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Lo dijo de un modo que a Leesha le en-traron escalofríos.

—¿Siempre has sido así?

El hombre tatuado negó con la cabeza.

—Es cosa de los grafos. Producen... reac-ciones. ¿Conoces la palabra?

Ella asintió con un cabeceo.

—Figura en los libros de ciencia del mundoantiguo.

El Protegido gruñó.

—Los abismales son criaturas mágicas. Losgrafos de defensa los privan de una parte de esamagia y la usan para crear una barrera. Cuantomás fuerte es el demonio, más fuerte es la fuerza

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que lo repele. Los grafos de combate funcionande un modo similar, debilitan su caparazón altiempo que fortalecen el golpe. Los objetos inan-imados no soportan la carga mucho tiempo y éstadesaparece luego, pero yo absorbo una minús-cula fracción de esa fuerza cada vez que recibo oasesto un golpe.

—Cuando rocé tu piel la primera nochesentí el hormigueo —comentó Leesha.

El Protegido asintió.

—Cuando me tatué los grafos, no fue miapariencia lo único que pasó a ser... inhumano.

Leesha negó la cabeza y tomó el rostro delhombre entre las manos.

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—No es el cuerpo lo que nos hace humanos—susurró—. Puedes recuperar tu humanidad,basta con que lo desees.

Ella se acercó más y lo besó con suavidad.

Él se puso rígido en un primer momento,pero luego pasó la sorpresa y le devolvió el beso.Ella cerró los ojos y le ofreció la boca entre-abierta mientras acariciaba con las manos la pielsuave de su cabeza afeitada. Ella no notó los gra-fos, sólo su calidez y sus cicatrices.

«Ambos tenemos cicatrices —pensóella—, salvo que las suyas están visibles a todo elmundo.»

Ella se reclinó hacia atrás y lo atrajo haciasí.

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—Nos vamos a cubrir de barro —le ad-virtió él.

—Ya estamos pringados de barro —con-testó la sanadora mientras reposaba sobre la es-palda con el cuerpo tatuado encima del suyo.

La circulación de la sangre por sus venaslo martilleó en los oídos cuando él la besó. Lee-sha recorrió con los dedos los músculos firmesde Arlen y abrió las piernas, y colocó las caderasentre las de él.

«Dejemos que ésta sea mi primera vez—pensó—. Aquellos hombres han muerto, ya noestán, y él también puede borrar la marca que de-jaron en mí. Hago esto porque es mi elección.»

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Pero estaba asustada. «Jizell tenía razón—pensó—, nunca debí haber esperado tanto. Nosé qué hacer. Todos creen que sé qué hacer y noes así, y él espera de mí que lo sepa pues soy unaHerborista...»

«Ay, Creador, ¿y si no soy capaz de com-placerlo? —dijo para sus adentros, preocu-pada—. ¿Y si se lo cuenta a alguien?»

Se sacó la idea de la cabeza. «Él nunca va adecirlo. Por eso ha de ser él. Tiene que serlo. Escomo yo, un paria. Recorre el mismo camino.»

Le desabrochó la cogulla y se deshizo deltaparrabos que llevaba debajo. Él gimió cuandoella tomó el miembro en su mano y tiró de él.

«Sabe que era virgen —se recordó a símisma mientras se subía las faldas—. Él tiene

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una erección y yo estoy húmeda, ¿qué más hayque saber?»

—¿Y qué ocurre si te dejo embarazada?—preguntó con un hilo de voz.

—Espero que lo hagas —le contestó en otrosusurro, atrayéndolo hasta tenerlo dentro de ella.

«¿Qué más hay que saber?», pensó Leeshade nuevo, y arqueó la espalda a causa del placer.

La sorpresa lo abrumó cuando ella lo besó.Acababa de admirar sus muslos hacía unos mo-mentos, pero ni en sueños habría imaginado queella podría compartir su atracción, ni ella ni nin-guna otra mujer.

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Se envaró durante unos momentos, sequedó paralizado, pero su cuerpo tomó la inici-ativa como siempre hacía en momentos de ne-cesidad. La estrechó en un abrazo casi aplastantey respondió a su beso con avidez.

¿Cuánto había pasado desde el últimobeso? ¿Cuánto había llovido desde la noche enque regresaba a casa en compañía de Mery dandoun paseo y le había soltado que ella jamás sería laesposa de un Enviado?

Leesha le quitó las ropas, y él supo que laHerborista tenía la intención de llevar las cosasmás lejos de lo que él nunca había ido. El miedo,un sentimiento casi desconocido para él, le pusoel corazón en un puño. No tenía ni idea de cómocomplacer a una mujer. ¿Esperaba Leesha queél tuviera la experiencia que a ella le faltaba?¿Contaba con que su destreza en el campo de

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batalla se viera correspondida en las lides amat-orias?

Tal vez sucediera así, pues su cuerpo con-tinuaba actuando por iniciativa propia, al margende sus pensamientos desbocados, siguiendo losinstintos arraigados en todo ser vivo desde elalba de los tiempos. Los mismos instintos que lohabían llamado a luchar.

Mas aquello no era una batalla, era algomás.

«¿Es ella la elegida?» La idea reverberó ensu mente.

¿Por qué ella y no Renna? Estaría casadohacía casi quince años de no haber sido él quienera y ya tendría una prole numerosa. Le vino ala mente, y no por primera vez, una imagen re-creada de cómo podría ser ahora Renna, en el

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pleno esplendor de su madurez como mujer, suyay sólo suya.

¿Por qué ella y no Mery? Mery, a quien hu-biera desposado de haber consentido convertirseen la esposa de un Enviado. Él se habría atado aMiln por amor, tal y como había hecho Ragen.Le habría ido mejor si se hubiera casado con lahija del Pastor. Ahora lo veía. Ragen estaba en locierto. Él tenía a Elissa...

Mientras le quitaba a Leesha la parte de ar-riba del vestido, descubriendo sus suaves senos,le vino a la mente una imagen de Elissa: la de lavez que le vio sacar el pecho para amamantar aMarya, y por un momento deseó ocupar la posi-ción de la niña y ser él quien mamara. Luego, sehabía avergonzado mucho de ese anhelo, pero laimagen permanecía fresca en su mente.

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¿Era Leesha la mujer que le reservaba eldestino? ¿Existía algo semejante? La simple ideale habría hecho resoplar hacía una hora, peroahora la miraba, tan hermosa y tan dispuesta, tancomprensiva acerca de su naturaleza. Ella sabríaentenderlo si se mostraba un tanto tosco, si nosabía dónde o cómo acariciar. Un suelo embar-rado a la luz del alba no era el mejor tálamo nup-cial, pero en ese momento le pareció mejor que elcolchón de plumas de la mansión de Ragen.

Pero la duda lo corroía.

Una cosa era jugársela por las nochescuando no tenía nada que perder ni a nadie que lollorase. Las lágrimas vertidas por él no llenaríanuna simple botella, pero ¿podría asumir tales ries-gos si Leesha lo estaba esperando en un refugioseguro? ¿Abandonaría la lucha y se convertiríaen alguien similar a su padre? ¿Se acostumbraría

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a esconderse hasta el punto de no ser capaz deaguantar a pie firme ni por los suyos?

«Los hijos necesitan a su padre», le habíaoído decir a Elissa.

—¿Y qué ocurre si te dejo embarazada?—preguntó con un hilo de voz entre besos, sinsaber cuál quería que fuera la respuesta de Lee-sha.

—Espero que lo hagas —le contestó en otrosusurro. La mujer tiró de él, amenazando condestrozar todo su mundo, pero ella le ofrecía algomás, y él se agarró a ello. Entonces entró en ellay se sintió completo.

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Durante un momento no hubo en elmundo otra cosa que la cadencia del pulso y elroce de piel contra piel. Los cuerpos de ambosresolvieron la tarea en cuanto sus mentes se de-jaron ir. La ropa de él acabó apartada y el vestidode ella se quedó arrugado en torno a la cintura.Se retorcieron y jadearon en el barro pensando eluno en el otro...

... hasta el ataque del demonio del bosque.

El abismal los había rondado en el silencio,atraído por sus resoplidos. El amanecer era in-minente y el odiado sol iba a alzarse enseguida, losabía, pero la visión de tanta carne desnuda avivósu apetito y saltó con la intención de regresar alAbismo con sangre caliente en las garras y carnefresca en las fauces.

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El demonio golpeó con saña la espalda ex-puesta de El Protegido. Los grafos chisporro-tearon, arrojando hacia atrás al atacante yhaciendo chocar las cabezas de los amantes.

El ágil monstruo no se desanimó y se re-cobró con rapidez. Fijó las patas en el suelo y securvó para saltar de nuevo. Leesha chilló, perosu compañero se revolvió y atrapó los cuartosdelanteros de la bestia y luego aprovechó lapropia inercia del abismal para pivotar sobre símismo y lanzarlo al barro.

El Protegido no vaciló. Se alejó de la mujera fin de aprovechar la ventaja. Estaba desnudo,pero eso no significaba nada. Había luchado sinropa desde que se grabó el primer grafo en lacarne.

Dio una vuelta completa sobre sí mismo eimpactó con las plantas de los pies en las fauces

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del monstruo, pero el barro había cubierto losgrafos, por lo cual la magia no hizo efecto, perola fuerza pura de su cuerpo mejorado causó unestrago similar al de una coz de Rondador Noc-turno. El abismal retrocedió dando tumbos y elhombre avanzó con un aullido, sabedor del dañoque podía causar el demonio si le daba ocasión derecuperarse.

El abismal era grande para los de su es-pecie, pues medía dos metros y medio y aventa-jaba en fuerza a El Protegido, que le propinópuñetazos, patadas y codazos, pero el barro inter-rumpía el trazo de casi todas sus defensas, por locual sus golpes no tenían efecto duradero y esapiel rugosa tan similar a la corteza de árbol lerasgaba la piel.

El monstruo se revolvió, dando talescoletazos al estómago del humano que le sacó el

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aire del cuerpo y lo derribó. Leesha volvió a chil-lar, y ese ruido desvió la atención del abismal,que se abalanzó sobre ella profiriendo un chillido.

El Protegido se incorporó con dificultad yfue a por la criatura; consiguió agarrarlo por unode los cuartos traseros e impidió así que pudieraalcanzar a la mujer; luego, tiró con fuerza parahacerle caer. Los dos forcejearon como posesosen el barrizal, pero al final el humano logró en-ganchar la pierna por debajo de la axila yalrededor del cuello del demonio y empezó a ap-retar con la otra extremidad. Además, le aferróuna de las patas delanteras con ambas manos a finde evitar que se alzara.

El abismal se removió y lo arañó con su za-rpa, pero no tenía escapatoria ahora que el hu-mano podía apalancado. Rodaron por el suelo un-os momentos más, enganchados uno en torno al

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otro, antes de que el sol asomara sobre el ho-rizonte y encontrara una brecha en la capa denubles. El demonio se debatió aún con más fuerzacuando su piel áspera empezó a humear. El Pro-tegido endureció aún más la llave.

«Unos segundos más y...»

Pero entonces acaeció algo inesperado. Elmundo circundante pareció tornarse fuliginoso einsustancial mientras notaba una poderosa atrac-ción desde la tierra. Él y el monstruo empezarona hundirse.

Se abrió un camino a sus sentidos y elAbismo lo llamó.

El pavor y la repulsión lo invadieroncuando el ser lo arrastró hacia abajo. El demoniotodavía era sólido bajo su presa a pesar de que lo

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demás se había convertido en una simple sombra.Alzó la vista y vio desvanecerse el preciado sol.

Se aferró a la visión del astro rey como a unclavo ardiendo y reaseguró su presa en torno alcuello del rival al tiempo que tiraba de la pata deldemonio para arrastrarlo hacia la luz de arriba. Elabismal se revolvió de forma enloquecida, pero elterror insufló nuevas fuerzas al humano, que alzóa la criatura de vuelta a la superficie con un gritoinarticulado de determinación.

El bienaventurado y refulgente sol estuvoahí para recibirlos: El Protegido volvió a sentirsesólido y el abismal estalló en llamas. La criaturalo arañó desde el suelo, pero Arlen se apresuró asujetarlo.

Sangraba por todas partes cuando al finalsoltó aquel amasijo churruscado. Leesha corrió asu lado, pero él la apartó, todavía con el vértigo

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del horror en el cuerpo. ¿Qué era él, que podíahallar un camino para bajar al Abismo? ¿Se habíaconvertido en un abismal? ¿Qué clase de mon-struo sería un hijo nacido de su semilla?

—Estás herido —objetó ella, acudiendootra vez a su lado.

—Me curaré —contestó, apartándola.

El frío tono monocorde de El Protegidohabía regresado para sustituir a la voz suave yamorosa de hacía apenas unos minutos, y eracierto: los cortes pequeños y los rasguños ya seestaban sanando.

—Pero, ¿y qué hay de...? —protestó Lee-sha.

—Hice mi elección hace tiempo, y elegíla noche —replicó El Protegido—. Por un mo-

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mento pensé que podía recuperarlo, pero ya nohay vuelta atrás —concluyó, sacudiendo lacabeza.

Recogió su cogulla y se dirigió a un frío ar-royo próximo donde se lavó las heridas.

—¡Engendro del infierno! —gritó Leeshadetrás de él—. ¡Tú y tu maldita obsesión!

30

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La plaga

332 d.R.

Rojer seguía dormido cuando ellos re-gresaron a la cueva. Se cambiaron las ropas man-chadas de barro, uno de espaldas al otro, y luego,mientras El Protegido ensillaba los caballos, Lee-

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sha despertó al Juglar. Desayunaron en silenciounos bocados de comida fría y se pusieron encamino antes de que el sol hubiera terminado deasomar. Rojer montó en la yegua de Leesha, de-trás de ella, mientras que el hombre tatuado ibasolo a lomos del garañón. Unas nubes espesas en-capotaban el cielo, anunciando nuevos aguaceros.

—¿No deberíamos habernos cruzado yacon el Enviado que viaja al norte? —inquirió Ro-jer.

—Tienes razón —contestó Leesha, quienmiró hacia detrás y hacia delante, estudiando elcamino con gesto de preocupación.

El Protegido se encogió de hombros.

—Llegaremos a Hoya de Leñadorescuando el sol esté en su cénit. Os veré entrar allíy continuaré mi camino.

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La Herborista asintió.

—Me parece lo mejor —convino.

—¿Así, sin más? —preguntó Rojer.

El hombre tatuado ladeó la cabeza.

—¿Esperabas otra cosa, Juglar?

—¿Después de todo lo que hemos pasado?¡Por la Noche, sí! —saltó Rojer.

—Lamento decepcionarte, pero tengo asun-tos pendientes —replicó El Protegido.

—El Creador te ha prohibido pasar unanoche sin matar algo —murmuró la sanadora.

—Pero ¿y qué hay de lo que discutimos?—lo presionó el Juglar—. ¿Viajo contigo?

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—¡Rojer! —gritó Leesha.

—He decidido que no es una buena idea—replicó el hombre tatuado, lanzando unamirada de refilón a la mujer—. Tu música no mesirve si no puede matar demonios. A la larga, es-taré mejor sin ti.

—No podría estar más de acuerdo —com-pletó Leesha.

El Juglar la fulminó con la mirada y ellase puso colorada. Él merecía algo mejor, y lasanadora lo sabía, pero no estaba en condicionesde ofrecerle consuelo ni una explicación cuandousaba toda su entereza en contener las lágrimas.

Ella sabía para qué vivía El Protegido, ypor mucho que esperase otra cosa, también habíasido consciente de que tal vez su corazón no es-tuviera abierto durante mucho tiempo, pero aun

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así ¡había deseado vivir ese momento! Habíaquerido hallarse a salvo en sus brazos y sentirledentro de ella. Si él la hubiera dejado em-barazada, ella habría tenido el niño sin cuestion-arse quién era el padre, pero ahora, tenía sufi-cientes reservas de balaustia para hacer lo que de-bía.

La hostilidad entre ellos resultaba palpablemientras trotaban en silencio. Antes de que pas-ara mucho tiempo doblaron un recodo del caminoy pudieron obtener el primer atisbo de Hoya deLeñadores.

Pudieron ver que la aldehuela era un po-blado en ruinas incluso desde la distancia.

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Rojer se sujetó con más fuerza para nocaer con tanto sube y baja. Leesha había empren-dido un galope furioso en cuanto vio el humo,seguida por El Protegido. Los incendios del lugartodavía ardían a pesar de la humedad imperantey vomitaban columnas de grasoso humo negro.El pueblo estaba devastado y Rojer se encontróreviviendo la destrucción de Pontón. Respiró deforma entrecortada y echó mano a su bolsillosecreto antes de recordar que su talismán se habíaroto y estaba perdido. La yegua se encabritó y éldebió echar mano a la cintura de Leesha para nocaer.

Los supervivientes erraban perdidos; vistosde lejos, parecían hormigas.

—¿Por qué no apagan los fuegos? —pre-guntó la sanadora, pero Rojer se limitó a sujetarsey no le contestó.

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Sofrenaron a las monturas cuando llegarona la aldehuela, donde se quedaron petrificados alapreciar la magnitud de la devastación.

—Algunos edificios han debido arder dur-ante varios días —observó el hombre tatuado,cabeceando en dirección a los restos de lo queantaño había sido una casa acogedora.

Lo cierto era que muchos edificios habíanquedado reducidos a ruinas calcinadas apenashumeantes y otras ya sólo eran cenizas frías. Lataberna de Smitt, el único inmueble del pueblocon dos plantas, se había venido abajo. Todavíapodían verse arder algunas vigas. Otras viviendashabían perdido el tejado o paredes enteras.

Leesha se fijó en los rostros manchadosy surcados de lágrimas conforme se adentrabanmás y más en el villorrio. Ella reconoció esossemblantes, pero todos parecían demasiado ocu-

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pados con su propia pena para advertir el paso delpequeño grupo. Se mordió el labio para contenerel llanto.

Los hoyenses habían depositado loscadáveres en el centro del pueblo. A Leesha sele encogió el corazón cuando vio un mínimo decien cuerpos, algunos de ellos ni siquiera cubier-tos por una manta. El pobre Niklas. Saira y sumadre. El Pastor Michel. Steave. Niños a quienesno había llegado a conocer y ancianos a los queconocía de toda la vida. Algunos estaban quema-dos y otros despedazados, pero la mayoría nopresentaba marca alguna. Eran las víctimas de ladisentería.

Mairy se arrodilló junto a la pila decadáveres y sollozó junto a un pequeño fardo.Leesha sintió un nudo en la garganta y sin sabermuy bien cómo, se las arregló para desmontar y

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aproximarse. Puso una mano sobre el hombro desu amiga.

—¿Leesha? —preguntó Mairy con in-credulidad. Se levantó y estrechó con fuerza a laHerborista entre sus brazos sin dejar de llorar deforma incontrolable—. Es Elga —chilló, refirién-dose a su hija menor, una niña que todavía nohabía cumplido los dos años—. Ha... ha muerto.

Leesha la apretó con fuerza y la arrullócon dulces sonidos, pues le fallaron las palabras.Otros vecinos fueron advirtiendo su presenciamientras Mairy daba rienda suelta a su pesar.

—Leesha, ha venido Leesha. Gracias alCreador.

Al final, Mairy recobró algo de enterezay se echó hacia atrás, y tomó el astroso mandil

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lleno de manchas para llevárselo a la cara y en-jugar sus lágrimas.

—¿Qué ha sucedido? —inquirió Leeshacon voz dulce.

Mairy la miró con ojos muy abiertos y denuevo llenos de lágrimas. Se estremeció, incapazde hablar.

—La plaga —contestó una voz muy famil-iar.

Al volverse, Leesha vio acercarse a Jona,apoyándose con fuerza sobre un bastón. Habíapracticado un corte en sus ropas de clérigo paradejar espacio a una pierna cuya parte inferiorestaba entablillada y envuelta en un apretadovendaje con manchas de sangre. Ella lo abrazóal tiempo que lanzaba una mirada elocuente a lapierna.

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—Una tibia rota —comentó, restándole im-portancia con un ademán de la mano—. Vika seencargó de ello. —Se le nubló el rostro—. Fueuna de las últimas cosas que hizo antes de venirseabajo.

Leesha abrió los ojos a causa de la sorpresa.

—¿Está muerta? —preguntó, anonadada.

Jona sacudió la cabeza.

—Todavía no, por ahora, pero ha contraídola enfermedad y delira de fiebre. No le quedamucho. —Miró en derredor—. Tal vez no nosquede mucho a ninguno de nosotros —apostillóen voz baja, para ser oído únicamente por la re-cién llegada—. Me temo que has elegido un mo-mento aciago para regresar, Leesha, pero tal vezsea ése el plan de Creador. Si hubiera esperado

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un día más, quizá no habría nadie en casa pararecibirte.

Los ojos de la Herborista se aceraron.

—¡No quiero oír otra tontería semejante!—lo reprendió ella—. ¿Dónde está Vika? —Lee-sha dio la vuelta sobre sí misma, haciéndosecargo de los presentes entre el gentío—. Por elCreador, ¿dónde están todos?

—En el Templo. Todos los enfermos estánallí. Quienes se han recuperado o los bienaven-turados que no han contraído aún la enfermedadse encargan de recoger a los muertos y velarlos.

—En tal caso, ahí es adónde vamos —rep-licó ella, poniéndose debajo del brazo de Jonapara sostenerle mientras caminaba—. Ahora,cuéntame— lo todo, dime qué ha ocurrido.

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Jona asintió. Estaba pálido y bañado en su-dor, y tenía los ojos hundidos. Resultaba evidenteque había perdido mucha sangre. Se sobreponíaal dolor gracias a un gran empeño. Tras ellos, Ro-jer y El Protegido los siguieron en silencio, juntocon los demás lugareños que habían presenciadola llegada de Leesha.

—La plaga se declaró hace meses—comenzó Jona—, pero Vika y Darsy dijeronque sólo era un resfriado y le prestaron poca aten-ción. Varios vecinos contrajeron la enfermedad;los más fuertes y los jóvenes se recuperaron ensu mayoría con facilidad, mientras que los demásguardaron cama durante semanas, y algunosacabaron muriendo. Aun así, parecía una enfer-medad corriente, hasta que se recrudeció. Gentesaludable enfermaba enseguida y de la noche a lamañana se vieron reducidos a la debilidad y el de-lirio.

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»Los incendios empezaron entonces. Lagente se desmayaba en sus casas con los candilesy las lámparas en la mano, o se quedaban demasi-ado débiles para atender sus grafos, un verdaderoproblema cuando tu padre y casi todos los demásProtectores estaban enfermos en cama, en espe-cial con todo el humo y las cenizas flotando en elaire y ocultando las protecciones. Lucharon con-tra los incendios lo mejor posible, pero más y másiban cayendo enfermos, y ya no había suficientesmanos.

»Smitt reunió a los supervivientes en los es-casos edificios protegidos que estaban lejos de lasllamas con la esperanza de que el número ofreci-era cierta seguridad, pero eso únicamente sirviópara que el brote se extendiera con mayor rap-idez. Saira se desmayó durante la tormenta de es-ta misma noche y derribó una lámpara de aceiteal caer, dando inicio a un incendio que devoró la

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posada en un abrir y cerrar de ojos. Los ocupantesdebieron salir huyendo a la noche y...

El Pastor se atragantó y Leesha le pasó lamano por la espalda. No necesitaba oír más. Sehacía una idea muy clara de lo que sucedió a con-tinuación.

El Templo era el único edificio de Hoyade Leñadores construido íntegramente de piedra,razón por la cual había soportado la lluvia depavesas y chispas y ahora se erguía desafianteante las ruinas. Leesha profirió un jadeo entre-cortado nada más cruzar las grandes puertas de laentrada. Habían retirado los bancos de la iglesiapara hacer sitio y los jergones cubrían hasta el úl-timo centímetro de la nave, a excepción del es-trecho espacio de separación entre unos y otros.Doscientos enfermos gimientes yacían bañadosen sudor y braceaban inquietos; otros, también

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débiles y aquejados por el mal, acudían a sujetar-los. Vio a Smitt desmayado sobre un jergón y aVika, no muy lejos de él. Y también a otros doshijos de Mairy, y a otros niños, demasiados, perono a su padre.

Cuando entraron los buscó con la miradauna mujer demacrada y ojerosa con aspecto dehaber encanecido de forma prematura, pero Lee-sha identificó la compacta silueta.

—Gracias al Creador —dijo Darsy nadamás verla.

Leesha abandonó el costado del Pastor y sele acercó con paso apresurado para hablar conella. Tras unos minutos de conversación, volviócon Jona.

—¿Sigue en pie la choza de Bruna?—quiso saber Leesha.

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—Hasta donde yo sé, sí —contestó él, en-cogiéndose de hombros—. Nadie ha estado allídesde su defunción, hará cosa de unas dos sem-anas.

Ella asintió. La cabaña de Bruna estaba re-tirada del pueblo propiamente dicho y escudadapor hileras de árboles. Era improbable que elhollín hubiera roto la protección de los grafos.

—Necesitaré acudir allí para equiparme—anunció la sanadora mientras volvía a salir alexterior.

Volvía a chispear y el cielo había cobradouna tonalidad gris deprimente y desesperanzada.

Rojer y El Protegido se hallaban a la en-trada, junto a un grupo de hoyenses.

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—Eres tú —exclamó Brianne, y corrió aabrazar a la recién llegada.

Evin permanecía detrás, no muy lejos, conuna niña en brazos. Junto a él estaba Callen, muycrecido a pesar de no haber cumplido los diezaños.

Leesha le devolvió el abrazo con muchoafecto.

—¿Alguien ha visto a mi padre?

—Está en casa, donde deberías estar tú—contestó una voz.

Al darse la vuelta, Leesha vio acercarse asu madre con Gared pisándole los talones. Leeshano sabía si sentir alivio o temor cuando la vio.

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—¿Vas a saludar a todos, salvo a tu famil-ia? —inquirió Elona.

—Mamá, yo sólo... —comenzó la sanad-ora, pero su progenitora la interrumpió.

—Sólo esto, sólo lo otro... —le espetóElona—. Cuando te conviene, siempre tienes unaexcusa para dar la espalda a los de tu sangre. Tupobre padre está a las puertas de la muerte, y teencuentro aquí...

—¿Quién está con él? —la interrumpióLeesha.

—Sus aprendices —respondió Elona.

Leesha asintió.

—Hemos de traerlo aquí con los demás—anunció.

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—¡No pienso hacer tal cosa! —chillóElona—. ¿Cómo va a cambiar la comodidad deuna cama de plumas por un jergón de paja infest-ado de pulgas en una sala donde cunde la plaga?—Agarró a Leesha por el brazo—. Eres su hija yvas a venir a verlo ahora.

—¿Acaso crees que no lo sé? —replicóLeesha, zafándose de su madre. No hizo esfuerzoalguno por secarse las lágrimas que le corrían porlas mejillas—. ¿En qué te crees que pensé cuandolo dejé todo y me fui de Angiers? Pero él no esel único habitante del pueblo, madre, y no puedoabandonar a todos los demás para atender a unhombre, ni aunque sea mi padre.

—Toda esta gente está muerta, y eres unaboba si crees lo contrario —le espetó Elona, le-vantando un coro de exclamaciones entre los con-gregados. La mujer señaló los muros de piedra

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del templo—. ¿Acaso creéis que esos grafos deahí contendrán a los abismales esta noche? —in-quirió, llamando la atención de todos los demáshacia la piedra renegrida a causa del humo y laceniza. Apenas había un trazo visible. Elona seacercó a su hija y en voz baja agregó—: Nuestracasa está lejos de las demás. Tal vez sea la últimabien protegida de todo Hoya de Leñadores. Nopuede albergar a todos, pero puede salvarnos ¡sies que vienes!

Leesha le cruzó la cara. El bofetón desequi-libró a Elona y la hizo caer sobre el barro, dondepermaneció sentada, muda de asombro, y se llevóla mano a la mejilla enrojecida. Gared parecíadispuesto a correr hacia Leesha y llevársela, peroella lo detuvo con una fría mirada.

—¡No voy a esconderme y abandonar amis amigos a los abismales! —bramó—. Encon-

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traremos una forma de proteger el Templo.Vamos a quedarnos aquí, ¡juntos! Y si los demo-nios vienen e intentan llevarse a mis niños, poseolos secretos del fuego que los harán arder a todosen este mundo.

«Mis niños —pensó Leesha en el repentinosilencio subsiguiente—. ¿Me he convertido enBruna?» Ella miró en derredor y se fijó en lossemblantes asustados cubiertos de hollín; yentonces comprendió por vez primera que, enlo que respectaba a aquellas personas, ella eraBruna. Ella era la Herborista de Hoya deLeñadores ahora. A veces, eso significaba aportarsalud, pero otras...

Otras, implicaba usar un poquito de pimi-enta en los ojos o quemar al demonio del bosqueque se te metía en el patio.

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El Protegido se adelantó. La gentecuchicheó al verlo, pues hasta ese momento apen-as habían reparado en esa figura espectral vestidacon cogulla y de rostro oculto por la capucha.

—No vais a enfrentaros sólo a los demo-nios del bosque —anunció—. Los demonios delas llamas estarán encantados de quemaros y losdel viento sobrevolarán por encima. La devast-ación de vuestro pueblo podría atraer incluso ademonios de las rocas, procedentes de lasmontañas. Estarán a la espera de que se ponga elsol.

—¡Vamos a morir todos! —gritó Ande.

Leesha percibió que el pánico cundía entrela gente.

—¿Y a ti qué te importa? —se encaró conel hombre tatuado—. Has mantenido tu promesa,

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ya nos has visto entrar aquí. Monta ese engendrodel Abismo que es tu caballo y sigue tu camino.¡Déjanos librados a nuestro destino!

Pero El Protegido negó con la cabeza.

—Hice el juramento de no darles nada alos abismales y no pienso romperlo de nuevo.Me condenaré yo mismo al Abismo antes de en-tregarles Hoya de Leñadores.

Se volvió hacia la gente y se echó hacia at-rás la capucha. Hubo exclamaciones de sorpresay alarma, pero dejó de cundir el pánico y El Pro-tegido aprovechó el momento.

—Pienso quedarme y resistir a los abis-males cuando acudan al Templo esta noche. Mequedaré y lucharé —declaró. Hubo una exclama-ción y un destello colectivo de comprensión enlos ojos de muchos aldeanos, pues incluso allí

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había oído los cuentos sobre el matademoniostatuado—. ¿Alguno de vosotros va a quedarseconmigo? —preguntó.

Los hombres se miraron unos a otros,llenos de dudas, mientras las mujeres los aferra-ban por los brazos y les imploraban con la miradaque no hicieran ni dijeran ninguna tontería.

—¿Y qué podemos hacer, excepto dejarque nos descuarticen? —clamó Ande—. ¡Nadapuede matar a un demonio!

—Te equivocas —aseguró El Protegido, yanduvo dando grandes zancadas hasta situarse alcostado de Rondador Nocturno, de cuyo lomo ex-trajo un fardo envuelto—. Es posible matar in-cluso a un demonio de las rocas —aseguró mien-tras desenvolvía un objeto largo y curvo queluego arrojó sobre el suelo enlodado, a los pies delos lugareños.

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El liso objeto, de un feo color marrón am-arillento, similar al de un diente podrido, medíacasi un metro de largo desde la base quebradahasta la punta afilada. Un rayo de sol atravesóel cielo encapotado e incidió en él mientras eraobjeto de todas las miradas. La pieza empezó ahumear a lo largo de toda su extensión a pesar deestar en el lodo y chisporrotear cuando le alcan-zaban las frías gotas de la llovizna.

El cuerno del abismal estalló en llamas alcabo de unos momentos.

—Es posible acabar con cualquier demonio—gritó El Protegido mientras tomaba una lanzadel arzón de su caballo y la lanzaba contra elcuerno en llamas. Se produjo un resplandor y elcuerno explotó en un estallido de chispas, comolos petardos de feria.

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—Creador misericordioso... —rezó Jona,dibujando un grafo en el aire. Muchos de lospresentes se persignaron imitando la forma delgrafo.

El Protegido se cruzó de brazos.

—Soy capaz de fabricar armas que hagandaño a los abismales, pero no valen de nada sinlos brazos que han de empuñarlas, por eso, pre-gunto de nuevo, ¿quién va a quedarse conmigo?

Reinó el silencio durante un buen rato antesde que alguien dijera:

—Yo me quedaré.

El hombre tatuado se volvió y se llevó unasorpresa al ver acercarse a Rojer, que se pusojunto a él.

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—Y yo —anunció Yon el Gris mientrasdaba un paso al frente. Necesitaba apoyarse sobreel bastón para andar, pero había una férrea de-terminación en sus ojos—. Los he visto venir yllevársenos uno tras otro durante más de setentaaños. Si ésta ha de ser mi última noche, entoncesescupiré al ojo de un abismal antes del fin.

Los demás lugareños permanecieron estu-pefactos, pero entonces se adelantó Gared.

—Gared, idiota, ¿qué haces? —inquirióElona, aferrándolo por el brazo, pero el gigantese libró de su mano y extendió la mano hacia lalanza de grafos clavada en el barro.

La miró fijamente, estudiando los grafos in-scritos a lo largo de su superficie.

—Anoche descuartizaron a mi viejo —dijoen voz baja y enfadada. Aferró el arma y miró

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a los ojos de El Protegido—. Voy a cobrarme ladeuda.

Sus palabras espolearon a otros, y uno poruno o en grupo, algunos movidos por el miedo yotros impelidos por la ira, y muchos más impulsa-dos por la desesperación, los hoyenses se alzaronpara acudir al encuentro de la noche venidera.

—Necios —bufó Elona, y se marchó hechaun basilisco.

—No necesitas hacerlo —le aseguró Lee-sha, con los brazos entrelazados en torno a lacintura del hombre tatuado mientras el garañóncabalgaba hacia la cabaña de Bruna.

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—¿De qué vale una maldita obsesión si noayuda a la gente? —replicó él.

—Esta mañana estaba enfadada. No quisedecir eso.

—Querías decirlo —le aseguró El Pro-tegido—, y estabas en lo cierto. Me he ocupadotanto del enemigo contra el cual me enfrentabaque me he olvidado de por qué luchaba. El únicoanhelo de mi vida ha sido matar monstruos, pero¿de qué sirve aniquilar abismales en la espesurasi no presto atención a los que cazan hombres to-das las noches?

Se detuvieron al llegar a la cabaña. Elhombre tatuado bajó de un salto y ofreció unamano a su acompañante. Ella sonrió y le dejó ay-udarla a desmontar.

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—La casa sigue intacta. Todo cuanto ne-cesitamos está dentro.

Nada más entrar, Leesha se dirigió haciadonde estaban los utensilios de Bruna, pero la fa-miliaridad del lugar la alcanzó con fuerza cuandocomprendió que jamás volvería a ver a su maes-tra, tampoco oiría sus maldiciones ni podría re-procharle que escupiera en el suelo, ni podría be-ber de su sabiduría ni reír ante sus salidas obscen-as. Aquella parte de su vida había terminado.

Pero no había tiempo para las lágrimas, demodo que la mujer dejó a un lado los sentimien-tos y se dirigió a la botica, de donde recogió jar-ras y botellas, metiendo algunas en los bolsillosde su mandil y entregando otras a El Protegido,quien las envolvía en silencio antes de cargarlasen las alforjas de Rondador Nocturno.

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—No veo por qué me necesitas para esto—le reprochó—. Debería estar haciendo armas.Nos quedan pocas horas.

Ella le entregó el último frasco de hierbas,y en cuanto estuvo todo convenientemente colo-cado lo condujo al centro de la estancia, desdedonde retiró la alfombra para mostrarle unatrampilla. El Protegido la abrió para ella, rev-elando unos escalones de madera que se hundíanen la oscuridad.

—¿Cojo una vela?

—Ni se te ocurra —gritó Leesha.

El hombre tatuado se encogió de hombros.

—Yo veo bastante bien en la oscuridad.

—Disculpa, no pretendía ser tan brusca.

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La Herborista rebuscó en sus múltiplesbolsillos hasta localizar dos pequeños viales cer-rados con tapón. Vertió el contenido de uno enel otro y agitó el vial hasta obtener un suavebrillo. Sostuvo en alto el frasquito e inició eldescenso de los escalones mohosos hasta entraren la polvorienta bodega. Las paredes eran detierra apelmazada y había grafos pintados en lospuntales. El pequeño espacio estaba atestado decajones de almacenaje, baldas de frascos y botel-las y grandes barriles.

Leesha se dirigió a un estante y levantó unacaja de pajuelas de azufre.

—El fuego hiere a los demonios del bosque—musitó—, pero ¿qué efecto hará un disolventefuerte?

—No lo sé —repuso El Protegido.

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Leesha le lanzó la caja y se puso de rodillaspara hurgar entre las botellas de un anaquel bajo.

—Vamos a averiguarlo —dijo ella mientraspasaba hacia atrás una gran botella de vidrio llenade un líquido claro cuyo tapón, también de cristal,estaba fuertemente sujeto a la boca del recipientecon red de fino alambre.

—Grasa y aceite para hacerles resbalar—murmuró ella, todavía revolviendo entre losfrascos—, y arden con fuerza incluso bajo la llu-via.

Leesha le entregó a su acompañante un parde jarras de conserva selladas con cera.

A esto le siguieron nuevos objetos: palostronadores, normalmente usados para arrancar to-cones rebeldes, y la caja de petardos de feria

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de Bruna, llena de tracas, bengalas y cohetesvoladores.

Por último, ella se dirigió al fondo de la bo-dega, donde había un gran barril de agua.

—Ábrelo con suavidad —le indicó alhombre tatuado.

Él lo hizo de ese modo, encontrando cuatrojarritas de cerámica meciéndose en el agua. Sevolvió hacia Leesha y la miró con curiosidad.

—Eso es fuego líquido infernal.

Los veloces cascos protegidos del garañónlos condujeron a la casa del padre de Leesha encuestión de minutos. Allí, la sanadora se vio ab-

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rumada por la nostalgia, pero de nuevo no se de-jó dominar por los sentimientos. ¿Cuántas horasfaltaban para el crepúsculo? No muchas, eso se-guro.

Los niños y los ancianos habían comenzadoa llegar, reuniéndose en el patio. Brianne y Mairylos habían puesto a trabajar en la recogida deútiles. Mairy tenía los ojos vacíos mientras vigil-aba a los niños. No había sido fácil convencerlade que abandonara a sus dos hijos en el Templo,aunque al fin había prevalecido la razón. Su padrese quedaba allí, y los otros hijos iban a necesitara su madre si todo salía mal.

Elona salió en tromba de la casa en cuantollegaron ellos.

—¿Lo de convertir mi casa en un establo hasido cosa tuya?

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Leesha pasó junto a ella, flanqueada por ElProtegido, y no dejó a Elona otra alternativa quecorrer tras ellos cuando entraron en la casa.

—Sí, Madre, ha sido idea mía —con-testó—. Quizá no dispongamos de espacio paratodos, pero los niños y los ancianos que hastaahora han logrado evitar el contagio se quedarána salvo aquí, pase lo que pase.

—¡No pienso tolerarlo!

Leesha se giró en redondo para encararsecon ella.

—¡No tienes elección! —gritó—. Estabasen lo cierto cuando decías que nuestra casa esla única que tiene unas protecciones fuertes, porlo que puedes sufrir aquí, en una casa atestada,o salir a pelear con los demás, pero válgame el

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Creador, los jóvenes y los viejos permaneceránprotegidos por los grafos de padre esta noche.

Elona la fulminó con la mirada.

—No me hablarías de ese modo si tu padreestuviera sano.

—Él mismo los habría invitado si no es-tuviera enfermo —replicó Leesha, sin achantarseun ápice. Luego, centró su atención en el hombretatuado—. La papelera está detrás de esas puer-tas. Allí están las herramientas de trazar grafosde mi padre y tendrás espacio para trabajar. Loschavales están reuniendo todas las armas delpueblo para traértelas.

El Protegido asintió y se desvaneció en latienda sin despegar los labios.

—¿De dónde rayos has sacado a ese...?

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—Nos salvó de los demonios del camino—respondió Leesha mientras se dirigía a la hab-itación de su padre.

—No sé yo si eso va a hacer algún bien—la previno Elona, poniendo una mano en la pu-erta—. Darsy la comadrona anda diciendo queahora está en manos del Creador.

—Tonterías —replicó Leesha.

Entró en el dormitorio y acudió de inme-diato junto al lecho de su progenitor, que estabapálido y bañado en sudor, pero ella no se arredró.Le puso una mano en la frente y le acarició lagarganta, las muñecas y el pecho con sus sens-ibles dedos. Mientras lo reconocía, le formuló asu madre preguntas relacionadas con los síntomasdel enfermo: cómo, cuándo se habían manifest-ado y qué pruebas habían hecho ella y la comad-rona Darsy.

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Elona se retorció las manos, pero respondiólo mejor posible.

—Hay muchos otros en peor estado que él—observó Leesha—. Papá es más fuerte de loque tú le concedes.

Por una vez, Elona no tuvo ninguna réplicadenigrante.

—Voy a prepararle una poción. Deberá to-marla cada tres horas con regularidad.

Tomó un pergamino y comenzó a escribirlas instrucciones a toda prisa.

—¿No vas a quedarte con él? —preguntóElona.

Leesha sacudió la cabeza.

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—Hay cerca de doscientas personas en elTemplo que necesitan mi ayuda, mamá, y muchasestán peor que papá.

—Tienen a Darsy para que los atienda—argüyó la madre.

—Darsy parece que no ha dormido desdeque se desató el brote —replicó Leesha—. Estáde pie y dormida, y lo que es más, no me fío desus curas contra esta enfermedad. Si te quedascon papá y sigues mis instrucciones, lo más prob-able es que al alba él esté mejor que la mayoríade los enfermos de Hoya de Leñadores.

—¿Leesha? —gimió el doliente—. ¿Erestú?

La sanadora corrió junto a su progenitor, sesentó al borde de la cama y le tomó la mano.

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—Sí, papá, soy yo —contestó ella con ojoslagrimosos.

—Has venido —susurró Erny. Sus labiosse curvaron cuando esbozó una morosa sonrisa.Estrechó la mano de su hija sin fuerza—. Sabíaque lo harías.

—Por supuesto que he venido.

—Pero debes irte —observó él, con un sus-piro. Él le palmeó la mano cuando Leesha no re-spondió—. He oído tus palabras. Ve y haz cuantosea necesario. El simple hecho de verte me ha in-suflado nuevas fuerzas.

Leesha estuvo a punto de sollozar, y loocultó como si fuera una risa antes de besar lafrente de Erny.

—¿Tan mal pinta la cosa? —susurró él.

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—Un montón de gente va a morir estanoche —contestó Leesha.

Erny le apretó las manos con más fuerza.

—Entonces, ve, no hay mayor necesidadque ésa. Te quiero y me enorgullezco de ti.

—Te quiero, papá —dijo Leesha.

Lo abrazó con fuerza, se enjugó las lágrim-as de los ojos y salió de la estancia.

Rojer dio unas volteretas por el pequeñopasillo central del improvisado dispensario mien-tras hacía una pantomima sobre el osado rescateque había llevado a cabo El Protegido unasnoches antes.

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—Pero entonces —continuó— se interpusoentre nosotros el mayor demonio de las rocas quehabía visto en mi vida.

Se subió a lo alto de la mesa con un brincoy alargó los brazos en el aire, indicando mediantegestos que ni aun así era capaz de hacer justicia ala corpulencia de la criatura.

—Medía cuatro metros y medio, tenía di-entes grandes como una lanza y una cola enforma de cuerno capaz de aplastar a un caballo.Leesha y yo nos detuvimos en seco, pero ¿hizoeso vacilar a El Protegido? ¡No! Continuó cam-inando, tranquilo como si fuera una mañana cu-alquiera de Séptimo, y miró al monstruo a losojos.

Rojer disfrutó de los ojos abiertos que veíaa su alrededor; luego, vaciló, dejando queaumentara un tenso silencio antes de chillar:

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—¡Bum! —Dio una palmada y todos sal-taron del susto—. Así de fácil, el caballo de ElProtegido, negro como la noche y con aspecto dedemonio, atravesó la espalda del demonio con loscuernos.

—¿Tenía cuernos el caballo? —preguntóun anciano, alcanzando una ceja de pelo en-trecano tan grueso que su continuo movimiento lehacía parecer la cola de una ardilla.

—Ya lo creo —confirmó el Juglar mientrasalargaba los dedos detrás de las orejas para im-itarlos, lo cual provocó algunas risas—, llevabaunos cuernos muy grandes de metal relucienteatados a la brida. Eran puntiagudos y llevaban in-scritos grafos de poder. Es el mejor caballo quepodéis ver, ya lo creo. Pisoteó al monstruo conlos grafos de los cascos, que resonaban comotruenos, y mientras el noble bruto golpeaba al

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abismal nosotros corríamos al círculo para pon-ernos a salvo.

—¿Y qué fue del caballo? —inquirió unchiquillo.

—Salió galopando entre los abismales encuanto oyó el silbido de El Protegido —dijomientras batía palmas para imitar el golpeteo delos cascos contra el suelo y reforzar la historia—,y saltó por encima de las protecciones parameterse en el círculo.

La historia dejó fascinados a los oyentes,haciendo que se olvidaran por un rato de la en-fermedad y la noche inminente, y aún más: Rojersabía que les había dado esperanza, la esperanzade que Leesha fuera capaz de curarlos y El Pro-tegido pudiera protegerlos.

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Le habría encantado poder dársela a élmismo.

Leesha había hecho que los muchachoslimpiaran las cubas que usaba su padre para hacerpasta de papel. Ahora las utilizaba para prepararpociones en unas cantidades que jamás había in-tentado. Enseguida se le acabaron todas las re-servas de Bruna y hubo que informar a Brianne,que diseminó a los muchachos por los campos enbusca de apio de monte y otras hierbas.

A menudo lanzaba miradas a los rayos delsol que se colaba por la ventana, observandocómo su trazo se alargaba por el suelo a medidaque estaba más bajo. El día se acababa.

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No muy lejos, El Protegido trabajaba consimilar velocidad. Movía las manos con delicadaprecisión mientras pintaba grafos en hachas, pi-cos, martillos, flechas y piedras para hondas. Lospequeños le traían cualquier herramienta suscept-ible de poder usarse como arma y las recogíanen cuanto se secaba la pintura, apilándolas en lascarretas situadas en el exterior de la casa.

Alguien acudía a entregar un mensaje cadapoco rato, a Leesha o a El Protegido. Ellos ledaban instrucciones a toda prisa y despedían almensajero para volver a su trabajo.

Cuando faltaban un par de horas para elanochecer, condujeron las carretas bajo una lluviacontinua hasta llegar al templo. Los vecinosabandonaron sus quehaceres nada más verlos yacudieron enseguida para ayudar a Leesha en ladescarga de sus pociones. Sólo unos pocos se

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aproximaron a El Protegido para ayudarlo adescargar la otra carreta, pero bastó una miradade éste para que se alejaran.

Leesha acudió a él con una pesada jarra depiedra.

—Opio y duranta —lo informó mientras sela entregaba—. Mézclalos con la comida de tresvacas y vigila que se la tomen toda.

El Protegido tomó la jarra y asintió.

El hombre tatuado la tomó por el brazocuando iba a entrar en el Templo y le dijo:

—Toma esto.

Y le ofreció una de sus propias lanzas, unarma de metro y medio de longitud hecha de livi-ana madera de fresno. Los grafos de poder es-

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taban grabados en la punta, provista de un filoaguzado, y también los había defensivos en el as-til de lisa madera lacada y en la contera metálica.

Leesha lo miró dubitativa, pero no hizoademán de tomarla.

—¿Y qué pretendes que haga yo con eso?Soy una Herbó...

—No te pongas a recitarme ahora el jura-mento de las Herboristas —la interrumpió elhombre tatuado mientras le ponía el arma en lasmanos—. Ese dispensario tuyo está muy pocoprotegido y si nuestra línea falla, tal vez estalanza sea lo único que se interponga entre losabismales y tus enfermos. Entonces, ¿qué va aexigirte tu juramento?

Leesha torció el gesto, pero aceptó el armay buscó algo más en él, pero El Protegido estaba

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con la guardia en alto y ella no era capaz de leerleel corazón. Deseaba soltar la lanza y abrazarlo,pero no soportaría otro rechazo por su parte.

—Esto..., buena suerte —consiguió articu-lar la sanadora.

El hombre tatuado asintió.

—Te deseo lo mismo.

Se volvió para prestarle atención al conten-ido de la carreta. Leesha lo miró fijamente, sin-tiendo unas ganas locas de ponerse a gritar.

El Protegido relajó los músculos cuandoLeesha estuvo lejos. Había necesitado toda sufuerza de voluntad para darle la espalda, pero

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ninguno de ellos podía permitirse el lujo de otranoche de equívocos.

Centró su atención en la inmediata batallay apartó de su mente a la Herborista. El librosagrado de los krasianos, el Evejah, contenía ref-erencias a las conquistas de Kaji, el primer Lib-erador, y él lo había estudiado con detenimientomientras aprendía el idioma.

Krasia se había consagrado a la filosofía dela guerra de Kaji y durante siglos sus guerreroshabían luchado contra los abismales todas lasnoches. Cuatro eran las leyes divinas que regíanla batalla. «Actúa con unidad y bajo un lid-erazgo.» «Elige el momento y el lugar donde vasa presentar batalla.» «Adáptate a lo que escapa atu control y prepara lo demás.» «Sorprende al en-emigo atacando como no se lo espera, encuentray explota sus debilidades.»

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Un guerrero krasiano aprendía desde lacuna que el camino hacia la salvación pasaba pormatar alagai. Ninguno de ellos vacilaba cuandoJardir les pedía que abandonaran la seguridad desus protecciones. Peleaban y morían con la cer-teza de que servían a Everam y de que iban a serrecompensados en la otra vida.

El Protegido temía que los hoyenses careci-eran de esa unidad de propósito y no se compro-metieran en la pelea, pero pensó que tal vez loshabía subestimado cuando los vio ir de un ladopara otro y prepararse. Incluso en Arroyo Tibbettodos acudían y aguantaban al lado de sus veci-nos cuando las cosas se ponían difíciles. Eso eralo que permitía que las aldehuelas siguieran vivasy prosperaran a pesar de la ausencia de muroscon grafos. Si conseguía mantenerlos ocupados yque no desesperaran cuando aparecieran los de-monios, tal vez lucharían todos a una.

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De lo contrario, esa noche iban a morir to-dos los ocupantes del Templo.

La fuerza de la resistencia krasiana debíamucho a la segunda ley de Kaji, la elección delterreno, tanto o más que a sus propios comba-tientes. El laberinto de Fuerte Krasia estaba cuid-adosamente diseñado para conceder ciertas pro-tecciones a los dal'Sharum y canalizar laembestida de los demonios a lugares donde loshombres llevaban ventaja.

Una cara del Templo daba al bosque, dondeejercían su predominio los demonios del bosquey otras dos a las calles en ruinas y derruidas delpueblo. Había demasiados lugares donde los abis-males podían ocultarse o parapetarse, pero detrásde los adoquines de la entrada principal se hallabala plaza mayor. Quizá tuvieran una oportunidadsi eran capaces de atraer allí a los demonios.

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La lluvia había formado una capa aceitosasobre los grafos de los toscos muros del Temploy ellos no habían logrado limpiarla, por lo quehabían cerrado a cal y canto las grandes puertasy las ventanas con planchas de madera y clavospara luego trazar con tiza grafos encima de lamadera. La entrada se limitaba a una pequeñaentrada lateral cuyos umbrales de piedra teníanbuenos grafos de protección. A los atacantes ibaa resultarles más fácil atravesar la pared.

La misma presencia de humanos despro-tegidos en la noche actuaría como un imán paralos abismales. No obstante, El Protegido se habíatomado la molestia de mantener a los asaltanteslejos de los flancos y de los edificios para crearun camino más accesible que los llevaría a atacardesde el extremo opuesto de la plaza. En su dir-ección, los aldeanos habían ubicado obstáculosalrededor de las demás caras del Templo, espar-

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ciendo al azar postes de protección donde él habíatallado grafos de confusión a fin de que cualquierdemonio que pasara junto a ellos con el propósitode atacar las paredes del edificio se olvidara dedicha intención y se viera atraído de forma inev-itable por el alboroto de la plaza mayor.

Junto a la plaza, en un lateral, se hallaba elredil diurno del Pastor. Era pequeño, pero con-taba con unos postes de protección nuevos. Unospocos animales errando dispersos alrededor delos hombres ofrecerían un mínimo refugio.

Habían excavado trincheras al otro lado dela plaza y las habían rellenado con agua lodosa afin de propiciar que los demonios de las llamasoptasen por un camino más sencillo. El aceite fa-cilitado por Leesha formaba una mancha fangosaen el agua.

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Los habitantes del villorrio habían llevadoa cabo muy bien la tercera ley de Kaji, la pre-paración. La plaza se había vuelto muy resbalad-iza a causa de la lluvia constante, que había form-ado una fina película de barro sobre la dura tierraapelmazada. Los círculos de Enviado de Arlenestaban ubicados en el campo de batalla donde élhabía ordenado, como apostaderos y lugar de re-tirada, y habían excavado también un pozo hondoal que luego habían cubierto con una lona cu-bierta de lodo. Además, utilizaron escobas paraextender sobre los adoquines una espesa capa debrasa.

Y en cuanto a la cuarta regla, la de atacar alenemigo de un modo inesperado, se cumplía porsí sola.

Los abismales no esperaban ningún tipo deataque.

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—Hice lo que pidió —dijo un hombre quese aproximaba mientras El Protegido evaluaba elterreno.

—¿Qué...?

—Soy Benn, señor, el marido de Mairy—dijo el hombre, y como El Protegido no diomuestras de reconocerlo, aclaró—: El soplador devidrio.

Y al fin chispeó un atisbo de reconocimi-ento en los ojos de El Protegido.

—En tal caso, veámoslo.

Benn extrajo un frasquito de vidrio.

—Es fino, tal y como pidió usted, y frágil.

El hombre tatuado asintió.

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—¿Cuántos han tenido tiempo de hacer us-ted y sus aprendices?

—Tres docenas —contestó Benn—.¿Puedo preguntar para qué los quiere?

El interpelado negó con la cabeza.

—Pronto lo verá. Tráigalos y consígame al-gunos trapos.

El siguiente en aproximarse fue Rojer.

—He visto la lanza de Leesha. Vengo a porla mía —anunció.

El Protegido sacudió la cabeza, negándose.

—Tú no vas a luchar. Vas a quedarte dentrocon los enfermos.

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Rojer lo miró fijamente.

—Pero le dijiste a Leesha...

—Entregarte una lanza es privarte de tufuerza —lo atajó el hombre tatuado—. Tu músicase perdería en el bullicio de la noche, pero dentroresultará más eficaz que una docena de lanzas. Silos abismales logran abrir brecha, cuento contigopara que los contengas hasta que yo llegue.

El Juglar puso cara de pocos amigos, peroasintió y se dirigió de regreso al templo.

Pero otros ya estaban esperando para quelos atendiera El Protegido. Éste escuchó el in-forme de sus progresos y les asignó tareas quefueron a cumplir de forma inmediata. Los hoy-enses iban encorvados, pero se movían muy de-prisa, como liebres listas para salir huyendo encualquier momento.

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En cuanto se hubo librado de todos, Stefnyacudió a él, furibunda, al frente de un grupo demujeres enojadas.

—¿Qué es eso de que va a enviarnos a lacabaña de Bruna? —inquirió la mujer.

—Allí las protecciones son fuertes. No hayespacio para ustedes en el Templo ni en la casafamiliar de Leesha.

—Eso no nos preocupa. Vamos a luchar—aseguró Stefny.

El Protegido la estudió con la mirada. Ste-fny era una pequeña, de poco más de metro y me-dio, delgada como un junco y con los cincuentaaños bien cumplidos, hasta el punto de tener unapiel rugosa y fina, como el cuero muy gastado.La aventajaría en estatura hasta el demonio delbosque más pequeño.

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Pero la mirada de sus ojos le dijo que esono importaba. Ella estaba dispuesta a luchar sinimportarle lo que él dijera. Los krasianos no per-mitían luchar a sus mujeres, pero ése era su fallo.No pensaba dar una negativa a nadie dispuesto aresistir al caer la noche. Retiró una lanza de sucarreta y se la entregó.

—Os encontraremos un lugar —prometió.

La mujer se quedó desconcertada, pues es-peraba una buena bronca. Aceptó el arma, asintióy se fue. Las demás féminas aguardaron su turnoy él le entregó una lanza a cada una.

Los hombres acudieron de inmediato al verque El Protegido repartía armas. Los leñadoresrecuperaron sus propias hachas y contemplaronlos grafos recién pintados con muchas reservas,pues hasta la fecha ningún hachazo había perfor-ado la piel pétrea de un abismal.

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—No voy a necesitarla —aseguró Gared,devolviéndole la lanza a El Protegido—. No seme da muy allá mover un palo, pero sé blandir mihacha.

Uno de los leñadores se presentó con unaniña de unos trece años.

—Me llamo Flinn, señor —se presentó eltalador—. A veces, mi hija Wonda me acompañamientras voy de caza. No voy a exponerla a la in-temperie por la noche, pero podrá comprobar quépuntería tiene si le deja usted empuñar un arcodetrás de las protecciones.

El Protegido miró a la adolescente, alta ypoco agraciada. Había salido a su padre en fuerzay corpulencia. Arlen se acercó a Rondador Noc-turno y descolgó su arco y las flechas de puntagruesa.

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—Esta noche no voy a necesitar esto —ledijo a la muchacha al tiempo que le indicaba unaventana alta en la cúspide del tejado—. Pruebaa hacer palanca para separar los tablones de esaventana y dispara desde allí.

Wonda tomó el arco y se marchó a la car-rera. Su padre hizo la venia al hombre tatuado yse alejó caminando hacia atrás.

El Pastor Jona salió a su encuentro con lapierna a rastras.

—Deberías estar dentro y sin utilizar esapierna —dijo El Protegido.

El clérigo asintió.

—Yo sólo quería echarle un vistazo a lasdefensas.

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—Deberían resistir —afirmó el hombretatuado con más confianza de la que realmentesentía.

—Lo harán —replicó Jona—. El Creadorno va a dejar Su Casa sin socorro. Por eso lo haenviado.

—Yo no soy el Liberador —replicó Arlencon gesto crispado—. Nadie me ha enviado yno hay nada garantizado para la batalla de estanoche.

Jona sonrió con indulgencia, tal y comohace un adulto ante la ignorancia de un niño.

—En tal caso, ¿es una coincidencia queapareciera en el momento de nuestro mayorapuro? —inquirió—. No me corresponde a mí de-cir si es o no el Liberador, pero está aquí, comouno más de nosotros, porque el Creador lo ha

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puesto aquí, y Él tiene un motivo para todo lo quehace.

—¿Y qué razón tenía para acabar con me-dio pueblo por esa epidemia? —quiso saber ElProtegido.

—No pretendo ver el camino, pero de todosmodos sé que está ahí. Un día, todos nos daremosla vuelta y lo veremos, y nos preguntaremoscómo es que no lo encontrábamos.

Cuando Leesha entró en el Templo vio aDarsy acuclillada con gesto agotado junto a Vika.Intentaba bajarle la fiebre poniéndole un trapomojado en la frente.

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Leesha se dirigió directamente hacia ella yle quitó el trapo de entre las manos.

—Duerme algo —le aconsejó al ver laenorme fatiga en los ojos de la mujer—. El solse pondrá enseguida y entonces vamos a necesitartodas nuestras fuerzas. Descansa mientras pue-das.

Darsy rehusó con un cabeceo.

—Descansaré cuando me descuarticen losabismales, pero trabajaré hasta ese momento.

Leesha lo sopesó durante unos instantes yluego asintió. Se llevó la mano a un bolsillo y ex-trajo una viscosa sustancia negra envuelta en pa-pel encerado.

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—Mastica esto. Mañana te sentirás morir,pero te mantendrá despierta toda la noche —leaseguró.

Darsy asintió y se llevó a la boca esa sus-tancia masticable mientras Leesha se inclinabapara examinar a Vika. Aquélla llevaba una botacolgada al cuello, le quitó el tapón mientras pedíaa Darsy:

—Ayúdala a incorporarse un poco.

La mujer cumplió su petición y levantó aVika lo bastante para que Leesha pudiera admin-istrarle la poción. La enferma tosió un poco, peroDarsy le masajeó el cuello y la ayudó a tragar elbrebaje hasta que Leesha quedó satisfecha.

La Herborista se levantó y estudió con lamirada la en apariencia infinita multitud de cuer-pos tendidos. Había clasificado a los pacientes

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basándose en las prioridades de atención y habíaasistido a los más graves antes de irse a la cabañade Bruna, pero allí había aún muchos enfermoscuyas heridas debía suturar, huesos rotos que fijary heridas que limpiar, por no mencionar las do-cenas de contagiados inconscientes a quienes de-bía administrar sus pociones por la fuerza.

Confiaba en poder atajar la epidemia con eltiempo. Quizá la enfermedad hubiera ido demasi-ado lejos en algunos casos, que morirían o pade-cerían secuelas permanentes, pero la mayoría delos niños se recobrarían.

Si seguían con vida al día siguiente.

Congregó a los voluntarios, distribuyóentre ellos las medicinas y los instruyó acerca delo que esperaba de ellos cuando empezaran a lleg-ar los heridos del exterior.

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Rojer vigiló el trabajo de Leesha y los de-más, se sintió un cobarde mientras afinaba el vi-olín. En su fuero interno sabía que El Protegidoestaba en lo cierto: debía ayudar con su puntofuerte, como siempre había dicho Arrick, peropermanecer a salvo detrás de unos muros depiedra no le hacía sentirse más valiente quequienes mantenían el tipo fuera.

La idea de soltar el violín para tomar unaherramienta le había parecido repulsiva no hacíamucho, pero ya se había cansado de escondersemientras otros daban la vida por él.

Si vivía para contarlo, imaginaba que Labatalla de la Hoya de Leñadores sería una histor-ia destinada a perdurar de una generación a otra,pero ¿y qué contaría sobre su participación? To-

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car el violín desde una posición segura a duraspenas merecía una línea, y menos aún un verso.

31

La batalla de la Hoya de Leñadores

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332 d.R.

Los leñadores ocupaban las posiciones devanguardia en la plaza.

Habían desarrollado brazos fuertes y hom-bros anchos tras toda una vida de talar árboles yrecoger leña, pero algunos, como Yon el Gris, yano estaban en la plenitud de sus fuerzas y otros,como Linder, el hijo de Ren, todavía no habíanllegado a la flor de la vida. Todos echaron mano a

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los mangos húmedos de sus hachas en cuanto os-cureció el cielo y se apretujaron dentro de uno delos círculos portátiles.

Habían situado en el centro de la plaza, de-trás de los leñadores, a las tres vacas más gordasde Hoya de Leñadores, que dormían de pie des-pués de haber ingerido la comida mezclada con ladroga de Leesha.

Detrás de las vacas estaba el círculo demayor diámetro. Sus ocupantes no podían rival-izar en musculatura con los leñadores, pero losaventajaban en número. La mitad eran mujeres,y algunas no tendrían más de quince años. Per-manecían con expresiones serias junto a sus es-posos, padres, hermanos e hijos. Merrem, la cor-pulenta esposa de Dug el carnicero, empuñaba uncuchillo de matarife y parecía de lo más predis-puesta a usarlo.

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El pozo tapado se hallaba tras ellos, e in-mediatamente detrás de éste se hallaba el tercercírculo, justo en frente de las grandes puertas delTemplo, donde aguantaban a pie firme y lanza enristre Stefny y quienes eran demasiado ancianaso estaban demasiado débiles para correr por elfirme resbaladizo de la plaza.

Los pertrechados con armas de corto al-cance también llevaban escudos redondos, queno eran más que tapas de barriles con grafos debloqueo pintados de cualquier modo sobre lamadera. El Protegido sólo había trazado uno decada clase y los demás eran copias bastante acept-ables.

Al borde de las vallas del redil diurno, de-trás de los postes de protección, se apostaba la ar-tillería: niños de apenas diez años armados conhondas y arcos. Unos pocos adultos habían reci-

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bido los preciados palos tronadores o uno de losfinos frasquitos de Benn, rellenos con el trapoempapado. Los niños pequeños vestían ropa concapuchas para protegerse de la lluvia y sosteníanlinternas para iluminar las armas. Quienes sehabían negado a luchar entremezclados con losanimales, al amparo de la protección que teníandetrás, resguardaban de la lluvia los artefactospirotécnicos de Bruna.

Unos cuantos, como Ande, se habíanechado atrás en su promesa de luchar y se habíanretirado detrás de las protecciones tras soportarlas mofas de sus compañeros. Cuando El Pro-tegido cabalgó por la plaza a lomos de RondadorNocturno, vio que otros contemplaban el redilcon añoranza y tenían el miedo grabado en lossemblantes.

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Se levantaron gritos cuando se alzaron losprimeros abismales y flaqueó la determinaciónde muchos, que dieron un paso atrás. El terroramenazó con derrotarlos antes incluso de empez-ar la batalla. Unos cuantos consejos del hombretatuado sobre dónde y cómo asestar el golpe eranpoca cosa frente al peso de toda una vida demiedo.

El Protegido percibió el temblor de Benn.No era la lluvia la causante de la mojadura de supantalón, que al estar empapado se le pegaba almuslo y delataba el movimiento continuo de éstea causa de un tic. Desmontó y se plantó ante elsoplador de vidrio.

—¿Por qué estás aquí fuera, Benn? —pre-guntó, alzando el volumen para ser oído por to-dos.

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—Por mis hijas —contestó el interpelado,señalando en dirección al Templo con un ladeode cabeza. Sostenía la lanza con pulso tan pocofirme que parecía que se le iba a escapar de lasmanos.

El Protegido asintió. La mayoría de los allípresentes estaba allí para proteger a sus seresqueridos, inermes en el edificio de piedra. De locontrario, se habrían metido todos en el corral.Señaló con un gesto a los abismales que empeza-ban a materializarse en la plaza.

—¿Los temes? —preguntó con voz aúnmás alta.

—S-sí —consiguió responder Benn.

Las lágrimas de sus mejillas se entre-mezclaban con las gotas de lluvia. Una miradabastó para ver que otros también asentían.

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El Protegido se despojó de sus ropas. Nin-guno de los presentes lo había visto sin ellasantes, y todos abrieron unos ojos como platosmientras observaban los grafos tatuados en cadacentímetro de su piel.

—Observa —le dijo a Benn, pero en realid-ad la orden iba referida a todos.

Salió del círculo con andar firme y se acer-có a un abismal en proceso de solidificación. Eraun demonio del bosque de unos dos metros. Elhombre tatuado se volvió y miró a los ojos almayor número posible de lugareños, y en cuantovio que lo contemplaban con suma atención,gritó:

—¿A esto le tenéis miedo?

Se volvió de repente y le dio una manotadaal abismal en plena mandíbula, tumbando al de-

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monio en medio de una lluvia de chispazos justocuando acaba de materializarse. La criatura aullóde dolor, pero se recobró de inmediato, y seapoyó sobre su cola, aprestándose a saltar. Losallí presentes se quedaron boquiabiertos sin apar-tar los ojos de la escena, convencidos de que ElProtegido iba a morir.

El ser arremetió, pero el humano se libróde una sandalia y giró sobre sí mismo para pon-erse al alcance del abismal y patearlo. Sonó comoun trueno cuando el talón protegido impactó enel pecho blindado de la bestia y el demonio saliódando vueltas otra vez, con el tórax abrasado yrenegrido.

Un congénere más pequeño se lanzó contrael luchador tatuado mientras rondaba a su presa,pero éste lo atrapó de una pata y giró sobre símismo para ponerse a la espalda de su agresor y

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hundirle los grafos de los pulgares en los ojos.Saltaron chispas en medio de una vaharada dehumo y el abismal chilló, alejándose a trompi-cones y llevándose las garras a la cara.

Cuando el demonio pequeño empezó a dartumbos a ciegas, el hombre retomó la lucha conel primer enemigo, que le lanzó un ataque frontal,pero el luchador de los tatuajes pivotó sobre símismo y empleó la inercia del demonio contraél, agarrándolo cuando pasaba desequilibrado y leinmovilizó la cabeza con los brazos llenos de gra-fos para luego apretar, ignorando los fútiles inten-tos del demonio para sacárselo de encima. Arlenesperó a que aumentase la intensidad de la reac-ción y finalmente el cráneo de la criatura se hun-dió en medio de un estallido de magia, y amboscayeron al barro.

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El resto de los demonios mantuvo las dis-tancias cuando El Protegido se alzó junto alcadáver, aunque sisearon mientras buscaban unsigno de debilidad. El hombre tatuado les rugió ylos más cercanos a él retrocedieron un paso.

—Tú no debes temerlos, Ben, soplador devidrio —gritó El Protegido con un vozarrón sim-ilar a un huracán—, son ellos quienes han detemerte a ti.

Ninguno de los hoyenses profirió sonido al-guno, pero muchos cayeron de rodillas y dibu-jaron grafos en el aire delante de ellos.

El hombre tatuado caminó de vuelta junto aBenn, que había dejado de temblar.

—Recuerda esto la próxima vez que temetan el miedo en el cuerpo —le dijo, usando lasropas para limpiarse el barro de los grafos.

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—El Liberador —susurró Benn, y los de-más comenzaron a murmurar lo mismo.

El Protegido sacudió la cabeza con fiereza,despidiendo agua lluvia.

—¡Tú eres el Liberador! —bramó,golpeándolo con dureza en el pecho—. ¡Y tú!—chilló, dándose la vuelta para tirar con rudezade un hombre arrodillado a sus pies—. ¡Todosvosotros sois liberadores! —aulló, abarcando conlos brazos a cuantos permanecían al descubiertoen la noche—. Si los abismales temen a un Lib-erador, ¡hagámosles temblar ante un centenar deellos!

Agitó el puño, y los lugareños rugieron.

Por el momento, el espectáculo manteníaa raya a los demonios recién corporeizados, queiban y venían soltando gruñidos, pero ese deam-

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bular se ralentizó y uno tras otro se pusieron encuclillas y los músculos de las patas se dilataronmientras apisonaban el suelo.

El Protegido se volvió hacia el flancoizquierdo y los grafos de los ojos le permitieronhoradar la oscuridad: los demonios de las llamasevitaban la trinchera llena de agua, pero los de-monios del bosque se aproximaban por esa vía,sin tener cuidado de no mojarse.

—Prended —gritó, señalando a la trincheracon el pulgar.

Benn encendió una pajuela de azufre con elpulgar mientras con la palma protegía la llamitadel viento y la lluvia hasta prender la mecha deuna bengala. Cuando la mecha siseó y chisporro-teó, Benn la desenrolló y la lanzó hacia la trinch-era.

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La mecha se consumió cuando había recor-rido la mitad de su trayectoria y un chorro defuego explotó de un extremo a otro de la bengala.El tubo envuelto en grueso papel comenzó a girarrápidamente en un cegador molinete, emitiendoun penetrante zumbido cuando impactó sobre elaceite acumulado en el lodo de la trinchera.

Los demonios del bosque aullaron cuandoel agua estalló en llamas bajo sus patas. Se cayer-on de espaldas y golpearon el fuego con pánico,chapoteando en el agua y extendiendo más el in-cendio.

Los demonios de las llamas gritaron degozo cuando se vieron saltando en el fuego,olvidándose del agua que había debajo. El Pro-tegido sonrió al oír sus gritos cuando el agua en-tró en ebullición.

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El parpadeo del fuego llenó la plaza y loshumanos soltaron gritos ahogados al ver eltamaño de los atacantes. Los demonios del vientocortaron el aire, pues eran ágiles a pesar de lalluvia y la ventisca. Los ágiles demonios de lasllamas pasaron con rapidez. El fulgor rojo desus ojos y bocas contorneó la silueta maciza delos demonios de las rocas que merodeaban enlas primeras filas de la nutrida concurrencia, yde los demonios del bosque, de los cuales habíamuchos.

—Es como si los árboles del bosque se hu-bieran rebelado contra los leñadores —observóYon el Gris, asombrado.

Muchos compañeros asintieron con pavor.

—Todavía no he encontrado a uno que nohaya acabado por talar —refunfuñó Gared, afer-rando el hacha para ponerse manos a la obra. La

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baladronada cundió en las filas de leñadores y losdemás se crecieron.

Los abismales se abrieron paso pronto yembistieron contra los leñadores con las garraspor delante, aunque las protecciones del círculolos detuvieron en seco. Los hombres se pre-pararon para descargar las hachas.

—¡Aguardad! —bramó El Protegido—.Acordaos del plan.

Los hombres se controlaron y dejaron quelos asaltantes martillearan las protecciones envano. Los abismales fueron alrededor del círculoen busca de una debilidad, y pronto no pudo versea los leñadores, rodeados de una marea de pielessimilares a cortezas de árbol.

El primero en localizar las vacas fue un de-monio de las llamas de tamaño no superior a un

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gato. Se lanzó dando un chillido sobre el lomode uno de los animales, en cuya carne hundió lasgarras bien hondo. El animal despertó y baló dedolor cuando el pequeño agresor le arrancó untrozo de piel con los dientes.

El sonido atrajo la atención de otros con-géneres, que se olvidaron de los hombres y cay-eron sobre los rumiantes en una explosión devísceras cuando los hicieron trizas, levantandosurtidores de sangre que empaparon el suelo. In-cluso algún demonio del viento cayó en picadopara tomar un trozo de carne antes de retornar alcielo.

Las vacas fueron devoradas en un abrir ycerrar de ojos, aunque ninguno de los abismalespareció quedar satisfecho, por lo cual avanzaronhacia el siguiente círculo y atacaron las protec-

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ciones del mismo, saturando el aire de chispazosde magia.

—¡Aguardad! —repitió El Protegido alpercibir cómo se tensaba la gente a su alrededor.

Sostuvo en alto la lanza y la echó hacia at-rás mientras observaba con atención a los demo-nios. Permaneció a la espera.

Y entonces lo vio: un demonio dio untraspié y perdió el equilibrio.

—¡Ahora! —rugió mientras abandonaba elcírculo de un salto y alanceaba la testuz de un de-monio.

Los hoyenses profirieron un grito primi-genio y se lanzaron a la carga, cayendo sobrelos abismales drogados con frenesí, tajando y at-ravesando su carne. Los demonios aullaron, pero

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estaban lentos de reflejos por culpa de la pociónde Leesha. Los humanos trabajaron en equipospequeños, tal y como se les había instruido: unoatraía la atención de un demonio y los otros loatacaban por la espalda. Las armas con grafos decombate centelleaban sin parar, y esta vez el airese llenó de geiseres de icor.

La batalla se desarrollaba con fiereza entrelos círculos y lejos de las llamas de los fuegospirotécnicos. Los monstruos drogados sucumbi-eron con rapidez, pero sus compañeros no se sin-tieron intimidados por los hombres armados. Al-gunos equipos se disgregaron y ciertos hacherosretrocedieron a trompicones, dando a los demo-nios una abertura por la cual lanzar unaembestida.

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—¡Ahora, leñadores! —bramó El Pro-tegido mientras empalaba a un demonio de lasllamas con la lanza.

Con las espaldas cubiertas, Gared y los suy-os salieron de su anillo entre gritos y cayeronsobre la espalda de los abismales que acosabanal grupo de Arlen. El pellejo de los demonios delbosque era duro como la corteza nudosa y gruesade un árbol viejo, pero los leñadores se pasabantodo el día descortezando y talando troncos, ylos grafos de sus hachas les proporcionaban unafuerza todavía mayor.

Gared fue el primero en sentir la sacudidacuando hundió el arma en la magia del demonio,usando su propio poder contra ellos. El es-tremecimiento subió por el mango del hacha yle provocó un hormigueo en el brazo mientrassentía un estremecimiento de éxtasis por todo el

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cuerpo. Decapitó limpiamente a otro monstruo yaulló, cargando contra el siguiente de la línea.

Atrapados entre ambas líneas, los agresoresse llevaron una buena lluvia de golpes. Siglosde dominación les habían enseñado que no de-bían temer a los humanos cuando luchaban, porlo cual no estaban preparados para esa resisten-cia. Wonda disparaba el arco con letal eficaciadesde su posición en la ventana del altillo delcoro. Cada una de sus flechas con punta de grafose hundía en la carne de un monstruo, que sedesplomaba como alcanzado por un relámpago.

Empero, el olor de la sangre saturó el airey los gritos de dolor pudieron oírse a varios kiló-metros a la redonda. Los aullidos de los abis-males sonaron a lo lejos, anunciando la llegadainminente de refuerzos, mientras que los hu-manos no contaban con ninguno.

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No pasó mucho tiempo antes de que se re-cobraran los atacantes, y pocos humanos teníanla expectativa de aguantar un combate de igual aigual con un demonio del bosque ni aunque losmismos no contaran con un revestimiento impen-etrable. La fuerza del más pequeño de los abis-males estaba más cerca de Gared que la de unhombre normal.

Merrem cargó contra un demonio de las lla-mas del tamaño de un perro grande. Anteponía elescudo para protegerse y había echado hacia atrásel brazo, lista para lanzar un golpe con el cuchillode matarife, ya renegrido por el icor de demonio.

El abismal chilló y le lanzó un fogonazo.Ella alzó el escudo para detenerlo, pero el grafopintado en la madera no tenía poder alguno sobreel fuego y los listones saltaron en llamas. Merremchilló al notar la quemazón de la llamarada. Se

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agachó y se retorció para apagar las llamas en elbarro, momento que el monstruo aprovechó paralanzarse sobre ella, pero Dug, su esposo, estabaallí para recibirlo. El corpulento carnicero le ab-rió las tripas como a un cerdo, pero él mismo fuequien se puso a berrear cuando el ascua líquida dela sangre del abismal le cayó sobre el mandil decuero y le prendió fuego.

Un demonio del bosque se puso a gataspara colarse por debajo del arco del hacha de Ev-in y echársele encima cuando estaba despreven-ido y lo empujó al suelo. Él gritó cuando viovenir las fauces, pero entonces se oyó un ladridoy sus perros lobos cayeron sobre el costado de suadversario, permitiéndole que se recobrara paracortar al abismal, no sin que antes éste destriparaa uno de sus gigantescos perros. Evin gritó de ra-bia y con mirada enloquecida tumbó a hachazos aotro, para girarse e ir a por un nuevo enemigo.

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Entonces, se consumió el fuego líquido in-fernal en la trinchera y los demonios del bosque,detenidos por las llamas hasta ese momento,pudieron avanzar de nuevo.

—¡Los palos tronadores! —gritó El Pro-tegido después de que Rondador Nocturno hubi-era pisoteado a un demonio de las rocas bajo suscascos.

Al oír la orden, los miembros más veter-anos del cuerpo de artillería sacaron la media do-cena de ejemplares disponibles de un arma tanpreciosa como volátil. Bruna se había mostradomuy cicatera a la hora de fabricarlos a fin deevitar un uso excesivo de armas tan poderosas.

Las mechas destellaron y lanzaron las car-gas contra los demonios que se acercaban. Lospalos tronadores se habían vuelto resbaladizos acausa de la lluvia y a uno de los artilleros se le

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escapó el arma; se agachó enseguida a sacarla delbarro para quitarla de allí, pero no lo bastante de-prisa. El palo tronador se le escapó de las manosy estalló en una bola de fuego que los hizo ped-azos a él y a su lamparero. La sacudida lanzó alsuelo a cuantos estaban en el redil, haciéndolosgritar de dolor.

Uno de los palos tronadores explotó entredos demonios del bosque, ambos salieron despe-didos y muy mal parados: uno quedó tumbado in-móvil con la piel de corteza en llamas y el otrotuvo la suerte de que el barro extinguiera las lla-mas, se retorció y se apoyó sobre una pata, pug-nando por levantarse: la magia empezaba a san-arle las heridas.

Otro palo tronador fue directo a un demo-nio de las rocas de dos metros y medio, el cual lo

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atrapó con una garra y se inclinó para estudiar decerca el curioso objeto justo cuando estalló.

Cuando se disipó el humo, el demonio per-maneció inalterable y continuó su acercamientohacia los lugareños de la plaza. Wonda le disparótres flechas que hicieron blanco, lo cual sólo sir-vió para que siguiera adelante con el doble de ra-bia.

Gared le salió al paso antes de que alcanza-ra a los demás y devolvió el aullido de la bestiacon otro propio. El fornido talador se agachó paraesquivar el primer puñetazo y le hundió el hachaen el esternón, disfrutando de la corriente de ma-gia que le corrió por los brazos. El demonio sevino abajo por fin y el leñador se le subió encimaa fin de liberar el arma, incrustada en el gruesocaparazón del monstruo.

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Un demonio del viento se lanzó en picadohacia Finn con las garras ganchudas por delante yprácticamente lo partió en dos. Wonda profirió ungrito desde la ventana del altillo del coro y abatióal abismal de un flechazo en la espalda, pero eldaño ya estaba hecho y su padre se derrumbó.

Un demonio del bosque descabezó a Rende un golpazo, lanzando la cabeza lejos de sucuerpo. El hacha del decapitado se hundió enel barro en el preciso momento en que su hijoLinder cortaba el brazo del demonio homicida.

Cerca del redil, en el flanco derecho, Yon elGris recibió un golpe de refilón, lo suficiente paraderribar al anciano. El abismal se le echó encimamientras el hombre intentaba levantarse del sueloenfangado, pero Ande abandonó la protección delredil con un grito sofocado, recogió el hacha deRen y la hundió en la espalda de la criatura.

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Otros olvidaron el miedo y siguieron suejemplo, alejándose de la seguridad del corralpara recoger las armas de los caídos o llevar alos heridos hasta un lugar seguro. Keet metió unatela en el último de los frasquitos, la encendió yla arrojó al rostro de un demonio del bosque paraproteger a sus hermanas mientras arrastraban a unhombre hasta el corral. El monstruo estalló en lla-mas, pero el júbilo duró poco: un demonio de lasllamas saltó por encima del abismal inmolado ydisfrutó de esa pira entre gritos de júbilo. Keet sedio media vuelta y echó a correr, pero la criaturasaltó sobre su espalda y lo derribó.

El Protegido se multiplicaba para estar entodos los puntos del campo de batalla, matandodemonios a lanzazos, golpes con los pies o conlas manos desnudas. Rondador Nocturno semantenía siempre cerca de él, repartiendo golpescon los cascos y los cuernos. Juntos irrumpían en

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lo más arduo de la pelea para diezmar a los abis-males y dejarlos convertidos en presas de los de-más humanos. Perdió la cuenta de a cuántos de-monios impidió asestar un golpe mortal, permi-tiendo a sus víctimas ponerse en pie de nuevo yregresar a la lucha.

Un grupo de abismales salieron dando tum-bos de la línea central y pasaron el segundo cír-culo en medio del caos para ir a pisar la lona delpozo, cayendo al fondo del mismo, donde habíaestacas con grafos grabados. La mayoría sufrióuna muerte atroz, empalados en aquella letal ma-gia, pero uno de ellos logró sortear las estacas yconsiguió subir por las paredes del pozo con lasgarras, pero antes de que pudiera incorporarse ala lucha o darse a la fuga recibió en la cabeza unporrazo con un hacha protegida.

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Pero los abismales seguían viniendo yeludían fácilmente el pozo una vez que quedó aldescubierto. El Protegido se revolvió al oír unchillido y vio que se libraba una lucha sin cuar-tel ante las grandes puertas del Templo. Los abis-males olisqueaban la enfermedad y la debilid-ad del interior y estaban como locos por hallaruna brecha y desatar una escabechina ahora quela omnipresente lluvia había borrado los grafosdibujados con tiza.

En cierto modo, la espesa capa de grasa ar-rojada sobre los adoquines de la entrada ralent-izaba el avance de los abismales y más de uno secayó sobre la cola o patinó hasta estrellarse contralas protecciones del tercer círculo, pero arquearonlas garras y pisaron con fuerza para poder con-tinuar.

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Las mujeres de las puertas aprovechaban laprotección de su círculo para salir y dar lanzadasantes de volver a esa posición resguardada, perola punta del arma de Stefny se enganchó en la pielrugosa de un demonio y ella se vio lanzada haciadelante con la mala suerte de que el pie de ar-rastre se trabó con la cuerda del círculo portátil.Los grafos se desalinearon en un instante y la redde protección se vino abajo.

El Protegido se movió lo más deprisa pos-ible y salvó de un salto los tres metros y mediode la boca del pozo, pero no iba a poder evitarla matanza por muy rápido que se moviera, ycadáveres despiezados ya estaban volando por losaires con sangriento desenfreno cuando él emb-istió repartiendo golpes a lo loco.

Cuando la melé se deshizo, el hombre tatu-ado permaneció jadeante junto a un reducido

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grupo de mujeres supervivientes, y mil-agrosamente, Stefny figuraba entre ellas. Estabacubierta de icor, aunque no por ello parecía estarherida y en sus ojos ardía una férrea determ-inación.

Cargó contra el grupo un enorme demoniodel bosque y todos a una aguantaron a pie firme,pero el abismal se acuclilló antes de estar al al-cance de las lanzas y saltó por encima de losdefensores hasta encaramarse limpiamente en elmuro de piedra del templo, donde le resultó fácilintroducir las garras en los huecos existentesentre las piedras y trepar antes de que El Pro-tegido pudiera agarrar el oscilante rabo. Ésteavisó a Wonda.

—¡Cuidado! —gritó.

Pero la muchacha estaba tan concentradaen apuntar el arco que no lo oyó hasta que fue

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demasiado tarde. El demonio la atrapó entre susgarras y la lanzó por encima de su cabeza como sino fuera más que un incordio. El Protegido echó acorrer y patinó con las rodillas sobre la grasa y elbarro a fin de poder recoger el cuerpo desmade-jado y cubierto de sangre antes de que impactaracontra el suelo, pero mientras lo hacía, el abismalse colaba por la ventana abierta y se metía en elTemplo.

El Protegido se apresuró hacia la entradalateral, pero derrapó hasta frenar en seco nadamás doblar la esquina: le impedían el paso unadocena de abismales parados delante de los gra-fos de la puerta. Se lanzó en medio de ellos conun rugido, aun a sabiendas de que jamás lograríallegar a tiempo.

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Los muros de piedra reverberaban con losgritos de dolor y los alaridos de los demonios,que estaban a las puertas del templo, angustiandoa cuantos estaban dentro. Algunos lloraban sintapujos, otros se balanceaban lentamente adelantey atrás, estremecidos de miedo, y otros delirabany se retorcían.

Leesha hizo lo imposible por calmarlos:habló con suavidad a los más razonables y drogóal resto para impedir que se arrancaran los puntoso se hirieran en un acceso de rabia inducida porla fiebre.

—Estoy en condiciones de luchar —insis-tió Smitt, arrastrando a Rojer por el suelo mien-tras el pobre Juglar intentaba retenerlo en vano.

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—¡No estás bien y te matarán si sales ahífuera! —gritó la sanadora, acudiendo a todaprisa.

Empapó un trozo de tela con el contenidode una botellita mientras acudía; los efluvios lotumbarían enseguida si le ponía el lienzo en lacara.

—Mi Stefny está ahí fuera, y mi hijo, y mishijas —se lamentó el posadero.

Leesha alargó la mano con el trapo, pero élla cogió por la brazo y la apartó violentamente.Se tropezó con Rojer y los dos se fueron al suelo,pero al final llegó hasta la barra de las puertas dela entrada.

—¡Smitt, no! ¡Los dejarás entrar y nosmatarán a todos!

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Pero el posadero, que era presa del delirio,desoyó su aviso y aferró la tranca de la puerta conambas manos y empezó a levantarla.

Darsy lo aferró por el hombro y le hizo gir-ar para poder atizarle un puñetazo en el mentón.Rodó sobre sí mismo a consecuencia del golpe yse desplomó sobre el suelo.

—A veces, las soluciones directas funcion-an mejor que las hierbas y las agujas —le dijoDarsy a Leesha, sacudiendo la mano para quitarseel cosquilleo.

—Ahora veo por qué Bruna tenía un bastón—convino Leesha.

Cada una se pasó un brazo del posadero porencima de los hombros y tiraron de él para volvera dejarlo en su jergón.

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—Es como si intentaran entrar todos los de-monios del Abismo —musitó Darsy.

Se oyó un estrépito en lo alto y el grito deWonda a continuación. De inmediato, saltó hechaastillas la barandilla del altillo del coro y las vigasde madera se precipitaron al suelo en medio deun gran estruendo, matando al desdichado que es-taba tumbado inmediatamente debajo e hiriendoa otro hombre. Se levantó una gran polvareda yen medio de la misma se dejó caer al suelo unagran forma que aulló cuando aterrizó encima deotra paciente y le abrió la garganta antes de quesupiera qué la había golpeado.

El demonio del bosque se irguió cuan altoera, enorme, terrible. Leesha creyó que se le para-ba el corazón. Ella y Darsy se quedaron heladas,con Smitt colgando como un peso muerto entreellas. Había apoyado la lanza de El Protegido

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contra una pared y ahora estaba lejos de su al-cance, y de todos modos, dudaba mucho quefuera capaz de demorar a aquella bestia en el casode pudiera empuñarla. Las piernas se le hicierongelatina cuando gritó la criatura.

Pero entonces apareció Rojer y se interpusoentre ellos y el intruso. Éste soltó un bufido yal muchacho se le hizo un nudo en la garganta.Todos los instintos le decían que diera mediavuelta y pusiera pies en polvorosa, pero en vezde eso, él colocó el violín debajo del mentón ypuso el arco sobre las cuerdas, interpretando unamelodía cautivadora de profunda tristeza.

El abismal siseó al Juglar y le enseñó los di-entes, largos y afilados como trinchantes, pero eljoven no cesó su interpretación y el demonio delbosque se quedó quieto y ladeó la cabeza, mirán-dolo fijamente y con abierta curiosidad.

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Al cabo de unos momentos, Rojer inició unbamboleo y el demonio lo imitó sin apartar losojos del violín.

Envalentonado, Rojer dio un pasito a laizquierda.

El abismal lo imitó.

Luego dio otro a la derecha y la criaturahizo otro tanto.

Rojer continuó igual, haciendo que el lentocamino del demonio del bosque adoptara unaforma de arco amplio. La extasiada criatura con-tinuó girando conforme lo hacía el Juglar, hastaque acabó alejándose de los aterrados pacientes.

Para entonces, Leesha ya había dejado alposadero en el suelo y había recuperado la lanza.Parecía poco más que una astilla en comparación

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con el tamaño del abismal, pero avanzó de todosmodos, sabedora de que no iba a tener una opor-tunidad mejor. Apretó los dientes y cargó hastahundir la lanza de grafos en la espalda del mon-struo con todas sus fuerzas.

Se produjo un fogonazo y ella recibió unadescarga de éxtasis cuando la magia le subió porlos brazos. Luego, se sintió arrojada hacia atrás.Observó que el demonio gritaba y se revolvíaen un intento de sacarse el arma refulgente queseguía clavada en su espalda. Rojer se hizo a unlado cuando el abismal impactó contra los por-tones en su estertor final, rompiéndolos cuandocayó muerto.

Los asediantes aullaron de gozo y se pre-cipitaron por la abertura, donde se encontraroncon la música de Rojer. El violín ya no inter-pretaba la melodía suave e hipnótica de antes,

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sino una sucesión de agudos chirridos. Los asalt-antes se taparon los oídos con las garras y retro-cedieron dando traspiés.

La puerta lateral se abrió de golpe.

—¡Leesha!

La Herborista se volvió y vio irrumpir en lasala a El Protegido, cubierto de sangre propia eicor demoníaco, que de forma enloquecida bus-caba algo con la mirada. Descubrió al demoniomuerto en el suelo y se giró para mirarla a losojos. El alivio de Arlen era evidente.

Ella quiso arrojarse a sus brazos, pero élse dio la vuelta y se precipitó hacia las puertasrotas, donde sólo Rojer defendía la entrada, puessu música mantenía a raya a los monstruos conla misma seguridad que una red de protección.El Protegido apartó el cadáver del demonio del

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bosque, arrancó la lanza de su espalda y se la de-volvió a Leesha antes de perderse en la noche.

Leesha lanzó una mirada hacia la carniceríade la plaza y se le encogió el corazón. Sus niñosyacían muertos o agonizantes en el barro por do-cenas, y ahora se recrudecía la batalla.

—¡Darsy! —llamó a voces.

La mujer se apresuró a acudir a su lado yjuntas se adentraron corriendo en la noche paraarrastrar dentro a una herida.

Wonda yacía jadeante sobre el suelocuando Leesha llegó hasta ella. Tenía las ropasensangrentadas y rasgadas allí donde el demoniola había aferrado con las garras. Un demonio delbosque se les echó encima cuando ella y Darsyse inclinaban para cogerla entre las dos. Leeshasacó un vial de un bolsillo del mandil y se lo ar-

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rojó. El fino cristal se hizo añicos al chocar con-tra el rostro del monstruo, que profirió un alaridocuando el disolvente le corroyó los ojos. Las dosHerboristas corrieron al templo con su carga.

Depositaron dentro a la muchacha y Leeshagritó órdenes a uno de los asistentes antes de salircorriendo de nuevo. Rojer permaneció en la en-trada. Los chirridos del violín formaban un murode sonidos que mantenía expedito el camino, pro-tegiendo a Leesha y a los demás mientras llev-aban al interior del edificio a los heridos.

La batalla sufrió muchos altibajos a lolargo de la noche y dejó a los hombres tan ex-haustos que les faltaron fuerzas para regresar ar-rastrando los pies a los círculos de protección oacogerse a la del templo para recuperar el aliento

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o beber un trago de agua; hubo un momento enque no se vio a demonio alguno y otro despuésen que sufrieron el ataque de una manada pro-cedente de algún sitio a varios kilómetros y quehabía acudido corriendo.

Dejó de llover en algún momento, peronadie logró recordar a ciencia cierta cuándo ocur-rió eso, pues estaban demasiado atareados repe-liendo al enemigo y socorriendo a los heridos.Los leñadores formaron un muro humano ante laspuertas del Templo mientras Rojer deambulabapor la plaza, alejando a los demonios con el violínmientras se rescataba a los heridos.

El barro de la plaza mayor era un bati-burrillo hediondo de barro, sangre humana e icorde demonio para cuando las primeras luces del al-ba se insinuaron en el horizonte. Había cadáveresy miembros amputados dispersos por todas

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partes. Muchos se llevaron un gran susto cuandola luz del sol incidió en los demonios caídos yprendió fuego a los demonios que ardieron comofuego líquido infernal por toda la plaza. El solpuso fin a la batalla, incinerando a los pocos de-monios que aún se removían.

El Protegido contempló los rostros de lossupervivientes. Eran la mitad de sus comba-tientes, y le sorprendió la entereza y determ-inación que vio en ellos. Parecía imposible queesas mismas gentes hubieran estado tan aterradasy entregadas hacía menos de un día. Tal vezhabían muerto muchos hoyenses durante lanoche, pero ahora eran más fuertes que nunca.

—El Creador sea loado —dijo el PastorJona mientras se adentraba cojeando en la plaza.Dibujó sus grafos en el aire mientras los demo-nios ardían a la luz del día. Se encaminó hacia El

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Protegido y se detuvo ante él—. Y todo ha sidogracias a usted.

El hombre tatuado negó con la cabeza.

—No, lo hicisteis vosotros, todos vosotros.

Jona asintió.

—Lo hicimos nosotros, sí, pero sólo porquetú viniste y nos mostraste el camino. ¿Aún puedesdudarlo?

El luchador de los tatuajes torció el gesto.

—Reclamar esta victoria como propia leresta valor al sacrificio de cuantos han muertodurante la noche. Guárdate tus profecías, Pastor.Esta gente no las necesita.

Jona hizo una profunda reverencia.

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—Sea como gustes —repuso, pero El Pro-tegido tuvo la sensación de que no se había cer-rado aquel asunto.

32

Hoya a secas

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332-333 d.R.

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Leesha saludó con la mano a Rojer y a ElProtegido cuando subieron por el sendero a lomosde sus monturas. La sanadora devolvió el pincelal cuenco depositado sobre el porche cuando des-montaron.

—Aprendes deprisa —comentó el hombretatuado, acercándose a estudiar los grafos pintadossobre la barandilla—. Éstos de aquí mantendrían araya a una horda de abismales.

—¿Deprisa? Eso es quedarse corto —saltóRojer—. Hace un mes no distinguía entre un de-monio del viento y uno de las llamas.

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—Tienes razón —concedió el hombre tatu-ado—. Conozco tanto Protectores con cinco añosde experiencia como Enviados cuyas líneas noson tan pulcras como éstas.

Leesha sonrió.

—Siempre he sido rápida en eso de estudi-ar, y tú y mi padre sois buenos profesores. Sólome gustaría haberme tomado la molestia deaprender antes.

El Protegido se encogió de hombros.

—Ojalá todos pudiéramos volver atrás y to-mar las decisiones en función de lo que ha de su-ceder.

—Creo que hubiera vivido toda mi vida deforma diferente —convino Rojer.

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Leesha rió y los condujo al interior de lacabaña.

—La comida está casi lista —dijo mientrasse acercaba al fuego—. ¿Cómo ha ido la reunióndel concejo municipal? —preguntó mientras re-volvía la humeante olla.

—Idiotas —refunfuñó El Protegido.

Ella volvió a reír.

—¿Tan bien...?

—El concejo ha aprobado cambiar elnombre de la aldea a Hoya del Liberador —le ex-plicó el Juglar.

—Sólo es un nombre —terció Leesha,uniéndose a ellos en la mesa y sirviendo té.

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—No es el nombre lo que me incordia, sinoel concepto —replicó El Protegido—. He logradoque los hoyenses dejen de llamarme Liberador ala cara, pero lo siguen susurrando a mis espaldas.

—Habría sido más fácil si te hubieras lim-itado a aceptarlo —repuso Rojer—. Es imposiblefrenar semejante historia. A estas alturas, los Jug-lares al norte del desierto de Krasia no cuentanotra cosa.

El hombre tatuado sacudió la cabeza.

—No voy a mentir y pretender ser quien nosoy para hacerme la vida más llevadera, de haberquerido eso... —La voz se le fue apagando.

—¿Qué tal van las reparaciones? —pregun-tó Leesha para atraer su atención cuando los ojosde Arlen se volvieron distantes.

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Rojer sonrió.

—Todos los días parece haber una casanueva ahora que todos los hoyenses se han recu-perado gracias a tus curas. Pronto podrás mudartea una aldea como el Creador manda.

Ella negó con la cabeza.

—Esta choza es cuanto me queda de Bruna.Ahora es mi hogar.

—A esta distancia de la aldea, vas a estarfuera del alcance de los grafos de bloqueo —leprevino El Protegido.

Leesha hizo un gesto de indiferencia.

—Comprendo por qué has diseñado lasnuevas calles para que tengan la forma de un

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grafo, pero estar fuera de su alcance tambiéntiene ciertos beneficios.

—¿Ah, sí? —preguntó Arlen, enarcandouna ceja tatuada.

—¿Qué beneficio puede haber en vivir enuna tierra donde los demonios campen a sus an-chas? —quiso saber Rojer.

Leesha dio un sorbo al té.

—Mamá también se niega a trasladarse alpueblo —les informó—. Dice que entre tus nue-vos grafos y los leñadores corriendo detrás decada demonio que se menea, es una molestia in-necesaria.

El Protegido puso cara de contrariedad.

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—Da la impresión de que los demonios es-tán intimidados, lo sé, pero si las historias delas Guerras de los Demonios nos enseñan algoes que no permanecen así por mucho tiempo.Regresarán en masa, y quiero que Hoya deLeñadores esté preparada.

—Hoya del Liberador —lo corrigió Rojer,sonriendo burlón al ver el gesto torcido de El Pro-tegido.

—Contigo aquí, así será —repuso Leesha.

Ella ignoraba a Rojer y mientras dabasorbos al té no perdía de vista al hombre tatuadopor encima del borde de la taza. La dejó sobre lamesa cuando le vio vacilar.

—Te vas a ir. ¿Cuándo?

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—Cuando la Hoya esté lista —contestó él,sin molestarse en negar la conclusión de la Her-borista—. He desperdiciado años acaparandografos que podrían hacer de las Ciudades Libresuna realidad, y no sólo un nombre. Debo ir a cadaciudad y a cada aldea de Thesa para ver si tien-en lo necesario para mantener el ánimo cuando sehaga de noche.

Leesha asintió.

—Queremos ayudarte —repuso ella.

—Y lo hacéis. Sé que la aldea estará seguramientras yo estoy lejos si tú cuidas de ella.

—Vas a necesitar algo más que eso, vas anecesitar a alguien que enseñe a otras Herboristasa hacer fuegos de artificio, y venenos, y a sanarheridas de abismal.

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—Podrías poner todo eso por escrito —leofreció él.

—¿Y entregar a un hombre los secretos delfuego? Ni en sueños.

—De todos modos, yo no puedo escribir laslecciones de violín ni aunque supiera leer y es-cribir.

El hombre tatuado vaciló, pero al final negócon la cabeza.

—Vosotros dos sólo me retrasaríais. Voy apasarme semanas en tierra salvaje y os falta es-tómago para eso.

—¿Que me falta estómago? —inquirióLeesha—. Cierra los postigos, Rojer.

Los dos hombres la miraron con curiosidad.

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—Hazlo —ordenó la Herborista.

El Juglar se levantó para cumplir la orden.La choza se sumió en la penumbra en cuanto dejóde entrar la luz del sol. Para entonces, ella ya sehabía puesto a agitar un frasquito de reactivos quela bañaban con su luz fosforescente.

—Abre la trampilla.

El Protegido levantó la trampa de entradaa la bodega donde habían encontrado el fuegolíquido infernal. El olor a productos químicos sat-uraba el aire que salía por el acceso.

Leesha abrió la marcha hacia la oscuridadcon el vial en alto. Se acercó a un candelabro dela pared y vertió unas sustancias en un tarro decristal, pero los grafos de los párpados permitíana El Protegido ver en la oscuridad con la misma

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claridad que a pleno sol, por lo cual vio el conten-ido de la sala antes de que la iluminara la luz.

Habían colocado pesadas mesas de maderaen la bodega y allí, despatarrados ante sus ojos,había una docena de abismales en diferentes esta-dos de disección.

—¡Por el Creador! —jadeó Rojer, ahogán-dose.

El Juglar subió escaleras arriba y desde allíle oyeron respirar en busca de aire.

—Bueno, tal vez Rojer todavía no tenga es-tómago —concedió Leesha, mirando a su acom-pañante—, pero ¿sabías que ellos tenían dos? Dosestómagos, quiero decir. Uno encima del otro,como los bulbos de un reloj de arena.

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Ella tomó un instrumento y retiró varias ca-pas de carne de demonio para ilustrar su afirma-ción.

—Tienen un corazón descentrado, abajo ala derecha, pero hay un acceso entre la tercera y lacuarta costilla. Todo hombre dispuesto a matarlosdebería saberlo.

El Protegido observó con asombro y luegovolvió a mirar a Leesha como si la viera porprimera vez.

—¿Cómo has conseguido estos...?

—Se lo comenté a los leñadores que en-viaste de patrulla hasta aquí y ellos estuvieronfelices de traerme unos especímenes. Por cierto,estos demonios no tienen órganos sexuales, escomo si estuvieran castrados todos.

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—¿Y cómo es eso posible? —inquirió él,mirándola con asombro.

—No es algo inusual entre los insectos. Enlas colmenas, las obreras, sexualmente atrofiadas,se encargan del trabajo y la defensa, y las castassexualmente desarrolladas ejercen el control.

—¿Colmenas...? ¿Te refieres al Abismo?—quiso saber el hombre tatuado.

Leesha se encogió de hombros y las arrugaspoblaron la frente de El Protegido cuando se pusopensativo.

—En las tumbas de Sol de Anoch habíapinturas con representaciones de la PrimeraGuerra de los Demonios, y en ellas figurabanrazas de abismales que no he visto jamás.

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—No me sorprende —repuso ella—.Sabemos muy poco sobre ellos.

Ella alargó los brazos y le tomó las manos.

—Toda mi vida he tenido la sensación deestar esperando algo más grande que hacer pre-parados para el resfriado y asistir a los partos.Ésta es mi oportunidad de causar un impacto pos-itivo en algo más que un puñado de personas.¿Crees que hay una guerra en ciernes? Rojer y yopodemos ayudarte a ganarla.

El Protegido asintió, y le devolvió elapretón de manos.

—Tienes razón. La Hoya sobrevivió esaprimera noche gracias a tu papel y al de Rojermás que al mío. Sería un idiota si no aceptaravuestra ayuda.

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Leesha se adelantó y buscó el rostro de Ar-len dentro de la capucha. Su mano estaba fría encomparación con la mejilla del hombre, que seladeó al contacto.

—Hay espacio para dos en esta cabaña—susurró.

Arlen abrió los ojos y ella percibió que seponía tenso.

—¿Por qué eso te aterra más que enfrent-arte a los demonios? ¿Tan repulsiva soy?

Él negó con la cabeza.

—Por supuesto que no.

—Entonces, ¿qué? No voy a apartarte de tuguerra.

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El Protegido permaneció callado duranteun tiempo.

—Dos no tardarían en ser tres —dijo al fin,y soltó las manos de la Herborista.

—¿Y tan malo es eso? —preguntó Leesha.

El Protegido respiró hondo y se alejó hastaotra mesa, evitando la mirada de la sanadora.

—Aquel amanecer... cuando... cuandopeleé con el demonio...

—Me acuerdo —lo apremió ella al ver queno seguía hablando.

—El demonio intentó escaparse, bajando alcentro, al Abismo.

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—E intentó arrastrarte consigo. Vi cómolos dos os volvíais fuliginosos y empezabais adeslizaras bajo el suelo. Me quedé aterrada.

El Protegido asintió.

—El camino hacia el Abismo se abrió paramí, me llamaba, tiraba de mí.

—¿Y qué relación guarda eso con noso-tros?

—Que no era cosa de ese demonio, sinomía. Yo tomé el control de la transición y arrastréal abismal de vuelta, bajo el sol, e incluso ahorasiento la llamada del Abismo. Si no me con-trolase, podría deslizarme hasta las honduras in-fernales como los demás abismales.

—Los grafos... —comenzó Leesha.

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—No es eso —refutó él, meneando lacabeza—. Te lo estoy diciendo: soy yo, he absor-bido demasiado de esa magia suya con el pasode los años, y ya ni siquiera soy humano. ¿Quiénsabe la clase de monstruo que saldría de mi simi-ente?

Leesha acudió junto a él y le tomó el rostroentre las manos, como había hecho la mañana enque hicieron el amor.

—Eres un buen hombre —le dijo con losojos llenos de lágrimas—, y con independenciade lo que pueda haberte hecho la magia, no hacambiado eso. Nada más importa.

Ella se inclinó hacia él para besarlo, pero elhombre había endurecido su corazón hacia la san-adora y la apartó.

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—Me importa a mí. No puedo estar contigoni con nadie hasta saber qué soy.

—Entonces, voy a descubrir qué eres, lojuro.

—Leesha, tú no puedes...

—No me digas lo que no puedo hacer —leespetó ella—. Me he pasado toda la vida oyendoeso de labios de otros.

Él alzó las manos en señal de claudicación.

—Lo siento —se disculpó.

Leesha se sorbió la nariz y cerró las manosen torno a las de él.

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—No has de sentirlo. Ésta es una condiciónpara hacer un diagnóstico y curarte, como cu-alquier otro.

—No estoy enfermo —le recordó él.

Ella le miró con tristeza.

—Yo lo sé, pero parece que tú no.

Lejos, en el desierto krasiano, hubo unaperturbación en la línea del horizonte antes deque aparecieran hileras de miles de hombresataviados con holgados atavíos negros que loscubrían hasta el rostro para protegerlos de la pun-zante arena. La vanguardia estaba compuesta pordos grupos a caballo. El más reducido cabalgabaa lomo de caballos ligeros y rápidos mientras que

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el más grande lo hacía sobre camellos, animalesmás fuertes y acostumbrados a caminar por eldesierto. Columnas de hombres a pie seguían alos jinetes, y éstos a su vez eran seguidos poruna recua de carretas con víveres tan larga que noparecía acabar nunca. Cada guerrero empuñabauna lanza donde había grabado un intrincado dis-eño de grafos.

A la cabeza de la hueste, avanzaba unhombre vestido todo de blanco, a lomos de uncorcel de pelaje lustroso del mismo color. Lahorda que avanzaba tras él se detuvo y permane-ció en silencio para contemplar las ruinas de Solde Anoch.

A diferencia de las lanzas de madera conuna punta de acero que empuñaban sus guerreros,este hombre llevaba un arma antigua hecha demetal antiguo y brillante. Él era Ahmann asu

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Hoshkamin am'Jardir, pero su pueblo no habíausado ese nombre en años.

Todos le llamaban Shar'Dama ka, el Lib-erador.

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ÍNDICE

PRIMERA PARTE

Arroyo Tibbet

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16 Afectos 275

TERCERA PARTE

Krasia

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23 El renacimiento 348

24 Agujas y tinta 354

CUARTA PARTE

Hoya de Leñadores