sangre de mi alma

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Ejemplar gratuito Regina Basurto S A N G R E D E M I A L M A

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Una novela de Regina Basurto

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Regina Basurto

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Sangre de mi almaRegina Basurto

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Sangre de mi AlmaD.R. © Regina Basurto

Primera Edición, 2013

Edición, Cuidado y Diseño:Javier [email protected]

Ilustración portada:Jon Martindale

ISBN: En trámite

El presente folleto es una muestra de la novela Sangre de mi alma pronto a la venta, queda prohibida la reproducción parcial o total por cualquier medio con fines lucrativos.

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¿Tan mala soy o tan mala madre fue? Sé que debería es-tar llorando por su muerte pero las lágrimas no quieren salir de mis ojos. Sé que debería dedicarle algunas gotas saladas, la respeté como madre, pero no entiendo que le pasa a mi cuerpo ni a mi alma.

No hay quejas que dar. Supongo que ninguna mujer está destinada 100% a ser madre. Siempre estuvo allí para mí, gracias a ella soy lo que soy, pero… nos faltaba algo. ¿Falta de interés? Si su amor siempre estuvo ahí. La acompañé en sus últimos días, nos dijimos adiós. Sólo espero, que desde donde esté no me tenga rencor por haber sido una hija tan distante, porque yo no le tengo ni uno.

Cómo me incomodan este tipo de eventos. Al último funeral en el que estuve, y que de hecho acompañé a mis padres, fue el de la muerte de mi abuela Eugenia. Una anciana que apenas y recuerdo. Llena de cicatrices de la vida, manchas y arrugas, en una silla de ruedas desde donde sólo se le vio sonreír mientras dormía. Es así como la recuerdo. Y nada más.

Este sillón negro parece ser de piel, pero la parte de las posaderas se siente demasiado liso y delgado, proba-blemente de tantas personas que vienen a sentarse aquí

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a velar a su muerto. Más allá del ataúd gris, más allá de las hortensias y claveles blancos que hay alrededor de mi madre, hay unas puertas color café claro, grandes, abiertas de par en par, por donde entra la gente uni-formada toda de negro. Parejas con bastones, mujeres agarradas del brazo de otra mujer más joven, hombres panzones y mujeres encanadas, gente que apenas visi-taba a mi madre cuando vivía y que ahora le llora.

¿La habrán conocido bien?, ¿sabrán quién fue mi ma-dre?, unas personas que no reconozco más allá de las arrugas me saludan. O ¿será que yo no la conocía tan bien como para no reconocer a su gente?

En la entrada de la funeraria, sobre una pantalla que anuncia los nombres de los muertos, aparece el suyo, “Cecilia Soriano de Vera”. No sé por qué pero leo los demás como si esperara encontrar a algún conocido.

Una mano sobre mi hombro me distrae. Es mi tía, hermana de mi madre a la que nunca aprendí a tenerle afecto. Una regordeta de estatura baja con una boca grotesca, grande; de labios delgados como una línea de acero, dientes en estado de pudrición que se asomaban pintados por el labial barato.

–Yo quería mucho a tu madre y aunque no lo creas te quiero mucho a ti también– me dice la tía de más de 70 años que esconde su mirada tras unos anteojos oscuros, no puedo ver la honestidad de sus palabras.

La recuerdo como la entrometida, y criticona de las decisiones que tomó mi madre, en particular la de ha-berme tenido. No había duda del reproche, nunca lo

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ocultó, recuerdo que gritaba: “¡No es posible Cecilia!”.No sé qué decirle, pero un “gracias”, seguido de un

abrazo ligero y una media vuelta bastan por ahora. Si mi Pá viera esto, estaría orgulloso de mi madurez. Pude haberle dicho algo que por nada me arrepentiría.

Mi Pá ha de estar por llegar. Sirve que me echo un cigarro afuera de éste espectáculo mientras lo espero. En el instante que entra el humo a mis pulmones, mis músculos se relajan Lo malo, es el olor de mis dedos al finalizar y seguro el aliento también tiene un olor des-agradable, pero no tengo a quien prestar mis labios, así que no me importa, se los prestaré a este cigarro.

En medio del humo, una figura débil y borrosa a lo lejos se empieza a dibujar , se dirige con lentitud a la habitación funeraria. Ni con todo el humo y la lejanía podría dudar que esa silueta es mi papá. Lo quiero tan-to que siento como si él fuera el que me cargó en su vientre por nueve meses.

Sé que ya me vio y antes de saludarlo espero esa son-risa tan distintiva de él. Esa sonrisa blanca que resalta su piel morena, brillar a sus ojos, y que en conjunto, en-vía un mensaje que dice: Eres lo más bello que he visto.

No dudo en abrazarlo con todo y me perfume a ci-garro.

Cómo me hubiera gustado hacerlo como cuando era niña, era nuestro juego. Corría hacia él por la espalda y lanzando mis dos piernas a sus costados me le trepaba y con mis brazos lo agarraba del cuello y le besaba sus mejillas, así hasta que le dejaba la cara llena de caramelo.

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Dejamos de hacerlo cuando mi olor a cigarro ya era muy obvio, sabía que a él le disgustaba. Recuerdo la vez que me descubrió en el sótano fumar. Tendría 14 años cuando me encontró con un Capri encendido en la mano. La tos de novata me delató. Mi padre, con fuerza me tomó del brazo y me jaló hasta la cocina donde a gritos me regañó. De las pocas veces que he escuchado su voz llena de tanto enojo.

Ahora un simple abrazo y un “hola Pá”. Dudo que sus tres piernas y su débil espalda puedan aguantar mis 60 kilos alrededor de su cintura.

–Hola hermosa, Rafaela mía.–Hola Pá ¿Cómo te sientes?–Bien, creo que era lo que ya tocaba.–No he podido llorar– le confesé mientras lo ayuda-

ba a subir las escaleras hacia la habitación con olor a humano viejo y flores blancas –¿eso es malo de mi par-te, que no pueda dedicarle unas lágrimas a mi mamá?

Me contestó con un simple “mh”, un ruido que le salía del pecho y no de la garganta. No supe bien que quería decir pero justo cuando iba a justificar mi senti-miento, me dijo sin convencerme:

–No es malo, simplemente no has asimilado que ya se fue– me vio de reojo y tomando aire dijo –Bien, vamos a enfrentar a tu familia, ¿me ayudas con la cor-bata?– y del bolsillo de su saco sale una larga tira de tela color negra con olor a años y con las mismas arrugas que las suyas.

Era mi madre quien se la ponía cuando las tenía que

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usar, yo me sentaba sobre el mueble del lavabo en el baño, con la espalda hacia el espejo y veía a los dos parados enfrente de cada uno. Él la veía a la cara y ella veía fijamente al nudo que suavemente hacía. Ahora que lo recuerdo me gustaba esa escena, verlos así de cerca, así de confidentes. Un cuadro familiar inusual.

Ya en la habitación llena de caras que parecen des-consoladas, un murmullo de silencios nos recibe. Llevo a mi padre a un sillón mucho más cómodo y a la vez lejano de mis tías. Pero antes de sentarse me pide que lo lleve hasta el ataúd de mi madre.

Con lentitud segura llegamos al casquete cerrado. Pone su mano encima de la tapa y le dedica unas pa-labras que no logro escuchar. Con la cabeza agacha-da sólo veo como sus labios se mueven. Me es difícil comprenderlos aunque ellos ya tenían varios años de separados yo sé que nunca se dejaron de amar. Nunca supe qué fue lo que los separó, lo que sí sé es que fui yo quien los mantenía unidos, ya que el día que me salí de la casa, ese también fue el día en que ellos comenzaron a separarse.

De repente una de mis tías se para en medio del sa-lón e interrumpiendo el saludo que le hacía papá a mi madre, exclama:

–Quiero comenzar el rosario, por favor, los que gus-ten rezar con nosotros acérquense y hagamos un círcu-lo para iluminar a mi hermana hacia el cielo– instruye mi tía con voz mandona.

Por más que mi padre y yo creamos en Dios, nunca

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fuimos devotos a la iglesia, era mi madre la que nos hacía ir, de niña, a misa de niños, todos los domingos a las 12pm, ya de grande, íbamos sin falta los sábados en la noche. “Para evitar tumultos, porque ir a la igle-sia, Rafaela, es ir a agradecer a Dios y no a husmear o criticar al vecino todos los domingos” decía. Son de las pocas cosas a las que yo, a la fecha, concuerdo con ella.

Por eso aborrezco que armen un circo de la muerte de mi madre. Mejor me llevo a mi Pá a los jardines verdes con rosales color verde marchitado, él se deja llevar.

–¿Por qué pondrán rosas en las funerarias? ¿Para qué dar vida que duele en un lugar donde lo único que hay es muerte?– pregunta mi padre. Me parece tan extra-ño escuchar preguntas filosóficas que vengan de él. Un hombre siempre tan cuadrado, tan ingeniero.

–Buena pregunta. No sé. ¿Un recordatorio que la vida duele? – le contesté con una risa irónica corta y ridícula.

–Mh– vuelve a contestar con ese sonidito.En una de las bancas incómodas de los jardines, dis-

traigo a mi padre con una pregunta que me urge ha-cerle.

–El abogado me pidió que fuera a recoger cualquier objeto que me quisiera quedar de la casa. La verdad es que no pienso pelearme con mis tías que seguramente van a querer todo. Así que no se qué hacer.

–Mh– contesta, a veces me gustaría pedirle que dejará de hacer eso, pero comprendo sus años –si no quieres

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verlas, ni pelearte ve después de que ellas vayan.–¡Buena idea Pa!– le digo mientras le beso su mejilla

vacía.Sonríe y me voltea ver.–Te tengo que pedir algo Rafaela mía– me dice con

esa voz tan dulce de padre de cuando quieren algo, una cerveza del refri, que les rasques la espalda, que le acer-ques las chanclas.

–¿Que pasó Pa? ¿Qué necesitas?–En mi despacho, hay unas cajas. Son cosas mías que

dejé en la casa después de que nos separamos. Dentro de esas cajas debe de haber algo muy preciado para mí.

–¿Qué es Pa?– pregunté en el silencio que se escucha entre sus palabras. Creo que es para agarrar aire. Su respiración ha sido más corta, tal y como si le doliera respirar.

–Una cajita de madera, grabada con un nombre que-mado.

En estos momentos es cuando me hubiera gustado te-ner hermanas. Así no tendría que guardar, tirar y hacer la limpieza de todas las pertenencias que mi madre dejó atrás. Tendré que hacer esto yo sola.

Sentí un golpe de nostalgia cuando entré a la casa color mamey de dos pisos, el patio delantero con todo tipo de flores bien cuidadas por las manos delicadas de mi madre hacían que las ventanas con herrería blanca resaltaran mucho más, flores que han perdido su her-mosura al marchitarse poco a poco. Una casita más del

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puerto de Veracruz. Obscura por dentro, con la puerta principal siempre abierta para que corra la brisa.

No ha cambiado desde que yo me salí. Las ‘huele de noche’ siguen allí perfumando la entrada a la casa, a lado de los tulipanes mexicanos, siempre con más hojas que flores. Sólo una mujer de paciencia como mi madre podría tratar de cuidar a tantas caprichosas a la vez.

Me fui del nido en muy buenos términos, así que vol-ver a la casa de mis padres no me fue difícil. Lo que sí sentí fue un pesar de tener que encargarme de todas las cosas personales que dejaron atrás. Mi madre en sus últimos días ya había dado órdenes de tirar algunas cosas, y las arpías de sus hermanas ya se habían dado a la tarea de llevarse algunas otras, pero lo hicieron, antes de que ella muriera, cuando ya estaba en su lecho de muerte sin poder defender su espacio. “Este armario le pertenencia a mi madre” decía una. “Este espejo de tocador es de nuestra bisabuela”, “estas figuras Iadró tú no las entenderías”, decían con sus típicas vocecitas de víctima sin importarles lo que yo pudiera opinar.

Ahora que veo la casa semi vacía, sé que me hicieron un favor, yo no sabría qué hacer con todos estos mue-bles en el apartamentito que comparto con Marcelino en el DF. Seguro él estaría más contento con estas re-liquias que yo.

El despacho de mi Pá era el cuarto de limpieza, se ins-taló ahí porque fue el único lugar donde él se sentía en su mundo sin la invasión del decorado kitch de mi madre. Ella nunca hubiera entrado aquí para redecorarlo, tirar

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cajas o revisarlas. Bien sabía que era el espacio privado de su esposo y así lo respetaba, rara vez entró. Por eso no me extrañó que mis tías no hayan entrado a saquear.

Una fuerte bofetada de olor a humedad vieja me gol-pea con los recuerdos guardados obscurecidos por las cortinas pesadas que obstruyeron por tantos años la luz. Cruzo la habitación hacia ellas para dejar entrar un poco de iluminación , al moverlas se despega el polvo y el eco de mis estornudos recorren la casa vacía. El “despacho” sigue igual: Los marcos de fotografía sobre los mismos papeles; la marca de la última taza de café a lado de la vieja pantalla de plasma; la silla de piel alisada por su uso, y sobre el escritorio la placa que anunciaba con letras grabadas, “ING. PEDRO VERA”. Mis ye-mas buscan a mi padre en cada objeto que acarician, toda mi concentración para verlo allí sentado, con esa mirada pesada por arriba de sus lentes, pero no aparece.

Lo que sí ha cambiado es la cantidad de cajas que hay en el despacho. Pensar en que tengo que abrirlas y descubrirlas todas hace que me pesen las manos. Algu-nas están etiquetadas con la letra de mi madre, quizás cuando Pá se salió de la casa guardó algunas cosas y ahí las aventó. Otras, con la de mi padre, pero era la letra lúcida y no la temblorosa que ahora tiene por el Parkinson.

Cajas grandes, cajas medianas, cajas dentro de cajas, no sabría por dónde empezar. Alisto la bolsa grande de basura que traigo para la depuración, hubiera traído más. Mi piel rechaza la sensación de mis uñas contra

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el cartón, un frío falso incómodo que recorre toda mi espina hasta el bello de la nuca.

Sin remedio decido abrir primero una etiquetada por mi padre. Saco papeles viejos, revistas amarillentas. Tiro cosas que sé que no las usará más. Continúo con la caja de a lado, siempre en mente el encargo de mi viejo padre. Con disgusto abro la otra y la otra, aguan-tando la desagradable sensación. Folders con papeles, USB’s, CD’s, archivos viejos, mapas. Otra caja, la jalo y la acomodo para abrirla y poder meter mis manos. Nada nuevo, saco y saco años acumulados de mi pa-dre, meto las manos hasta el fondo donde encuentro la cajita de madera con un nombre que no reconozco. Escrito en letras quemadas: “MIGUEL”.

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Victoria no podía dejar de ver las fotos de Miguel en su perfil de Facebook. No sabía en qué momento se había puesto tan… hermoso. Se habían dejado de ver hace más de seis años pero esos momentos instantáneos ella los guardaba en un rincón lejano y obscuro de su mente y su corazón.

Un click, tras otro click, tras otro, click, click, click, hasta que las fotos se terminaron. Le siguió un profundo suspiro y cerró los ojos. Como si esa fuera la contraseña para sacar del lejano y obscuro rincón los recuerdos guardados de Miguel, y así po-der verlos como una película. Miguel.

Victoria se levantó del escritorio para ir al espejo grande de su cuarto, le gustaba ir a mirarse, a pensar, a verse y admirar su tez color miel.

Sabía que su carácter desbocado atraía a más gente de lo que su madre quisiera, pero eran sus ojos almendrados color verde que terminaban por hacer voltear a los hombres y uno que otro celo de mujer.

Sabía muy bien cómo manejar sus atributos para conseguir lo que quisiera. Desde que comenzó a hablar, practicó el mo-dus operandi con su padre hasta volverse toda una experta. Era la hija única de la señora Berta y don Agustín que llegó para darle sentido al matrimonio de los señores que ya habían co-menzado a aceptar su derrota ante la infertilidad.

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Cuando su padre murió, doña Berta tuvo que trabajar des-de su adolescencia para poder pagar sus estudios. Su madre con dos hijos más, no podía ayudarle por lo que doña Berta no tuvo otra opción más que trabajar hasta tener lo suficien-te. Eran esas épocas, donde la mujer empezaba a tener más opciones para desarrollarse como profesionistas y ya no sólo como secretarias o maestras.

Un día decidida, fue a una aerolínea y esperó que sus pier-nas alargadas y sus 63 centímetros de cintura fueran sufi-cientes para poder trabajar de sobrecargo. Y lo fueron. Re-gresó de la entrevista con su nuevo uniforme dentro de una bolsa transparente de plástico. Orgullosa, bajó del camión, co-rrió hacia su madre que estaba malabareando a su hermana Eugenia de 6 años y Javier de 10. Le mostró su contrato y su mascada de seda brillosa con logos de alas. Sólo le sonrió y le deseó suerte, no pudo hacer o decir más, porque Eugenia ya estaba llorando.

Después de 5 años de aterrizajes y despegues, de levanta-das a las 5 de la mañana, un día en Brasil y otros en México, Berta Mercader decidió retirarse de su ya puesto de sobrecar-go mayor. Pero su retirada resultó en un sentimiento agridulce. Había de comenzar un nuevo viaje junto al ingeniero que fue pasajero en el vuelo Ciudad de México-Monterrey.

Allí, Berta conoció a Agustín Cruz. Un delgado y blanco ape-nas-convertido a-hombre de ojos verdes y preocupados, de 23 años de edad. Agustín, no sólo estaba nervioso por su pri-mer viaje en avión, sino también porque iba rumbo a su primer trabajo como ingeniero a una compañía acerera.

Berta lo vio desde que ascendían. Con sus años de experiencia

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ella ya había aprendido a escuchar las miradas de sus pa-sajeros. Y en este caso a Agustín le oía un nervio que podría confundirse con miedo. Por eso, después del despegue y en cuanto el Capitán dio permiso de desabrocharse el cinturón y prender sus cigarros, Berta le llevó un vaso con agua y un en-cendedor para el cigarrillo de Agustín.

Él de inmediato sintió calma y paz dentro de la sonrisa de Berta. Como buen hombre recto y calculador que era, después de ese vuelo supo que en 5 años iría a casarse con la sobre-cargo que olió y calmó sus nervios.

La ya doña Berta, una vez casada quiso tener sus tres hijos que desde niña imaginaba, pero en el primer año no llegaron, ni en el segundo, ni tercero, y así pasaron los años.

Triste y derrotada comenzó a hundirse en su nuevo trabajo al igual que don Agustín, hasta que 6 años después, su sole-dad en pareja ya había sido suficiente. Comenzaron a intentar e intentar. Hacer el amor dejó de ser placentero y fue más obli-gatorio y monótono. Al punto en el que el estrés los comenzó a separar.

Una leyenda era el de crecer a un bebé fuera del vientre. La tecnología que al día de hoy existe, no era tan accesible. La opción de adoptar a un bebé se convirtió en un tema cada vez más recurrente. En la búsqueda de agencias encontraron que adoptar a niños indígenas de la Sierra Tarahumara no era tan difícil, por momentos pensaron que eso los llenaría de una plenitud que estaba ausente de sus vidas.

Al regresar de Chihuahua para entrevistar a las posibles ma-dres de su hijo adoptivo, la señora Berta no conciliaba el sueño, con dificultad apenas dormía tres horas, lo que la despertaba

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era la sensación de la bilis subir por el esófago, se convirtió en rutina su carrera mañanera al escusado.

“Hazte la prueba de embarazo Vida” le dijo don Agustín a Ber-ta, mientras la veía agachada en la taza del baño.

Nueve meses después nacía su claro de luna, su Victoria. Sus padres supieron que siempre querría llamar la atención desde que anunció, con llantos estrepitosos, su llegada a este mundo.

Cuatro años después, cuando Victoria quiso de cumpleaños una casa de árbol color rosa, se le construyó. Cinco años más, y Victoria fue llevada a su primer crucero. Seis después, su padre le concedió la fiesta de 15 años y un brilloso Beetle con-vertible. Siete años después, Victoria conseguiría lo que ella se propusiera. Así la señora Berta y don Agustín educaron a su única hija. Y ahora Victoria quería a Miguel.

Cuando volvió a ver su foto de perfil con aquella sonrisa, Vic-toria sintió como si le dedicara unas bellas palabras. Sintió un impulso enorme y sin pensarlo llevó el cursor hacia “nuevo mensaje”, sin darse cuenta ya escribía la primera carta que cambiaría su vida.

Sus dedos no paraban sobre el teclado , sentía como si tu-vieran fuego las yemas, los ojos no los podía separar de la pantalla, no podía ya retener sus sentimientos.

Con el aire apretándole el pecho y la cabeza ligera, Victoria pensaba que ésta no era la mejor manera, pero ir a verlo has-ta Veracruz le resultaba más complicado, no tenía forma de saber si él seguía viviendo allí. Sabía que sus papás vivían allí, pero podría estar estudiando la carrera en otra ciudad.

Eso es lo malo del Facebook, no te dice todo lo que quieres

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saber, reprochaba Victoria, y sacudiendo la cabeza se volvió a en-focar en la pantalla para poder escribir lo que tenía que decirle.

“Ni se te ocurra Victoria” recordaba las enérgicas palabras de doña Bertha, al decirle por primera vez que estaba “guapí-simo”, en una cena hace 10 años.

Aunque la verdad no eran estas las preocupaciones que le importaban a Victoria, había una más grande que le hacía la mano izquierda más pesada.

Volvió a sacudir la cabeza para alejar ese sentimiento y siguió escribiendo su correo como si fuera una carta escrita a mano.

No sé ni cómo comenzar este mail, diría ¿cómo has estado? Pero viendo tus fotos en tu perfil de Facebook, se puede ver que muy bien…

“¿Sonaré muy acechadora?” se preguntó Victoria. “No voy a pensar mucho en el correo. No quiero sobre analizarlo, sólo tengo que asegurarme que las palabras que le esté diciendo sean las que yo quiero.”

Victoria tenía el tiempo contado. Y si había algo que odia-ba era arrepentirse de no hacer algo. Su vida estaba a punto de cambiar y a lo mejor no podría volverle a hablar así a otro hombre. Sabía que ésta era su única oportunidad de decirle a su amor platónico, que hacía tanto no veía, lo que sentía.

Sé que no nos hemos visto en mucho tiempo ni platicado para nada pero tengo algo que decirte.

Continuó escribiendo Victoria rápido, pero cuidando que en sus palabras no hubiera duda de sus intenciones.

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Creo que hubiera sido mejor de frente pero no veo la oportunidad de volverte a ver pronto, y ya no puedo más.

Te lo voy a decir así como lo sienten mis palabras… Me encantas, siempre me has encantado y creo que siempre me vas a encantar…

No estoy buscando que me respondas, te tenía que decir estas palabras.

Si te he molestado, esa no era mi intención. Si te causé pleitos con tu novia, ¡tampoco! Pero más importante es que quiero que sepas que si te incomodé… te entiendo y te pido perdón, pero así lo siento… sien-to que te amo pero me da miedo decírtelo.

Saludos

Y así Victoria terminó de escribirle. Esa noche soñó cómo na-daban en un una alberca infinita que en el horizonte se unía al mar, un mar café grisáceo. Dentro de la alberca, la piel morena de Miguel resaltaba en lo azul del agua clorada. Ellos sumer-gidos en el agua de esa alberca limpia nadaban. Victoria veía cómo su brazo se estiraba para tocar su mano cuadrada, lue-go su brazo ejercitado, hasta tener sus brazos alrededor de él. Ya entrelazados, Victoria lo veía a los ojos y le sonreía, se acer-có a besarlo y sintió su lengua templada dentro de su boca. Abrió los ojos y vio cómo su cabello flotaba enmarcando sus caras unidas. Disfrutaba de ese beso justo cuando a Miguel le entró la necesidad de respirar. Comenzó a subir desesperado por aire, pero por más que agitaba las piernas y los brazos no lograba salir a la superficie. Victoria no entendía por qué él ne-cesitaba ir por aire y ella no.

La silueta de su Miguel se alejaba de ella nadando rumbo a una superficie inalcanzable, tan lejana como el sol que se veía

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desde la profundidad. Victoria trató de seguirlo pero ya era muy tarde, él era el que se acercaba ahora, iba de caída, pesado y sin vida hacia el fondo. Gritó dentro del agua y empezó a sen-tir cómo ella también comenzaba a ahogarse, eso fue lo que la despertó del sueño.

Agitada, limpió el sudor de su frente, se sentó y acomodó las sabanas que tenía enredadas en las piernas. Se volvió a acostar sobre su cama tamaño matrimonial y ya cómoda, in-tentó analizar su sueño, pero era tal su cansancio del día que su mente volvió a perderse en su inconsciente. A la mañana siguiente el sueño tan vívido no fue más que una imagen difu-sa no recordada.

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Salió del antro con sus amigos a las 4am y lo primero que Miguel quiso hacer fue meterse a la cama. Al llegar a su casa atravesó el umbral obscuro de su puerta, aplicó la maña de levantarla un poco de la manija para que la madera hinchada no raspara contra el piso y anunciara a todos en alto volumen estereofónico su llegada. Sube con cuidado las escaleras que pasan por la habitación de sus padres. Se quitó la ropa que olía a una terrible combinación de ron barato y cigarro; y ya sin ropa, se sentó a la orilla de su cama y sonrió al recordar las estupideces que hiceron él y sus amigos en la alocada noche.

Aún siente la música en sus oídos, un zumbido que vibra más en el silencio. Se tiró sobre su cama y se quedó mirando el techo alocado que no paraba de girar sobre él, además es-cuchaba todos los tercos sonidos imperceptibles de un puerto que descansaba, trató de dormir lo que restaba de la noche antes de que el día lo levantara pero sus sentidos seguían en el desmadre de alcoholes baratos y mujeres calientes. Le ex-trañaba que su cuerpo cansado no quisiera relajarse y perder-se en la nada de su sueño.

Volteó a ver la pared. Un escritorio hecho a la medida de su cuarto, lleno de cicatrices de su niñez; calcomanías de Dragon Ball, del “Cuauh” y demás que venían de premio en las bolsas de Sabritas, que alguna vez intentó coleccionar.

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Colgado de su tan preciado escritorio hay otro tesoro, su corcho lleno de fotos. La mayoría con estos mismos cabro-nes con los que acababa de salir, las imágenes de esa noche llegaron a su mente y sonrió. Una lucecita que parpadeaba le arrebató de sus recuerdos, era la computadora que indicaba que no la habían apagado, “de seguro Fabiola”. A Miguel le mo-lestaba tanto que su hermana la usara pero también entendía que era la única computadora en casa. Fabiola, aunque cinco años más grande que él, siempre tuvo actitudes de inmadu-rez, que hacían parecer a Miguel como el hermano mayor, ya que siempre lo buscaba en los momentos difíciles en los que vivió, mucho del cariño que le tenía era por ser la madre de su sobrina Paola. “Que tuvo con el pendejo de Iván”, pensó torciendo los ojos al recordar el momento cuando decidió no hacerse cargo de su hija y dejarle toda la responsabilidad a su hermana. Miguel sabía que Fabiola no tenía el mejor carácter y sólo un hombre valiente se quedaría a su lado.

Cuando nació, Paola fue la luz que llegó a iluminar la existen-cia de todos; sus padres descubrieron el amor de abuelos, su hermana el amor de madre y él un amor que nunca se ima-ginó tener de tío.

Se acercó a la laptop para apagarla, pero un sentimiento le cruzó como brisa de mar a través de su pecho. Una brisa que reconoce, repentina y corta, con olor a sal, la misma que le acompaña por las mañanas cuando corre sus rutinarios 5km. Sintió una extraña necesidad de checar su correo.

Los segundos que tarda en hacer reaccionar a su computa-dora, distraen la mirada de Miguel hacia su corcho.

Impresos están los recuerdos de cuando se fue a Canadá

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becado a aprender francés, pero donde sólo aprendió a tomar buenos vinos y quesos Gourmets con aquellas amistades que hizo de todas partes de Latinoamérica y sólo practicó el buen español y mal español; cuando fue a Estados Unidos con las mejores amigas de su mamá, y sus extrovertidas hijas, Susan y Bridgette. “¡Que qué bien salen en estas fotos!” se fijó Miguel.

Observó que todavía había mucho espacio para el próximo viaje que emprendiera…

La pantalla iluminó su cara avisándole que ya podía ingresar sus datos. Con rapidez y casi inconscientes, sus dedos teclea-ron su nombre de usuario y contraseña.

Sale la barra de descarga, y segundos después salen sus correos: cinco sin leer. Algo extraño ya que acababa de checar-los antes de ir al antro…

Interjet! Ganáte un viaje!, “¡a la basura!”Banamex te invita a que te vayas al Mundial en Brasil, “basura”Tienes dos notificaciones en Facebook!, “seguro que son de hace

rato”. Lo abrió y “¡Damián besándose con aquella señorona!” soltó una carcajada al ver de nuevo el momento. Siempre, es bueno salir con ellos, sus amigos de secundaría y preparato-ria y ahora de universidad.

Con las manos detrás de la nuca y recargado sobre su si-lla, divagó hasta los momentos en que los conoció. A Damian desde la secundaria. Al padre de Miguel le estaba yendo mejor en las oficinas del gobierno en las que trabaja, unos ingenie-ros que lo habían conocido gracias a un pariente lo jalaron para hacer chambitas, y después de años demostrarse digno, comenzaron los “inges”, como los llamaban, a darle más res-ponsabilidades.

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Lo primero que hicieron los padres de Miguel fue cambiar a su hermana y a él de una escuela pública a un colegio parti-cular. No fue difícil el cambio para él, pertenecer a la gente de allí. Se cree buen y fiel amigo, tal y como su padre siempre le enseñó a ser.

El primer día de clases, a diferencia de su hermana que has-ta corte de cabello exigió, Miguel estaba tranquilo. Era un niño de 12 años que entraba en una escuela donde sabía que los niños jugarían fut con balones del mundial Corea-Japón, o don-de las maestras no dejarían tanta tarea, donde podría ir a casa de sus amigos porque sería más seguro. Entrando al salón recuerda haber visto su butaca vacía entre dos niños ya sen-tados, la maestra, una señora Yucateca de nombre Miss Tere, le invitó con el brazo a sentarse mientras cantaba “Veracruz” a todo pulmón Miguel pasó avergonzado y delante de él, estaba Damián ya sentado, volteó a verlo, torciendo sus grandes ojos claros y le dijo:

–Más vale que te aprendas sus canciones porque nos hace cantarlas todas las mañanas.

Damián, de madre española y padre alvaradeño, es decir, de Alvarado, Veracruz, era el anzuelo para conquistar a las muje-res, con sus ojos azules y sus pestañas de palmeras las hacia caer de inmediato. “Y la señora de treinta y tantos años, no fue la excepción,” pensó Miguel al ver la pantalla de su laptop que volvió a hibernar. Mueve el cuadro del cursor y lee el siguiente nombre: Victoria Cruz

–¿En verdad es La Victoria que yo conozco?– se preguntó incré-dulo –

Se acercó a la pantalla como si eso fuera a aclarar lo que sus

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ojos veían. Estaba confundido por la combinación de alcohol con adrenalina.

El cursor con mente propia dio “click”. Comenzó a leer, su cuerpo se aceleró y las manos le empezaron a sudar. Como una droga, no puede dejar de leer las líneas que le ha escrito Victoria. Miguel dejó de respirar y para cuando terminó de leer-lo, sus pulmones todavía tardaron en reaccionar.

“¡Tengo que contestarle!” se convenció Miguel, como si ne-cesitara alguna otra justificación para hacerlo. Si no se había comunicado con ella antes no era porque no pensara en ella, o porque no tenía su contacto, con la facilidad de las redes so-ciales, no había pretexto para no estar en contacto con alguien, es mas, uno decide con quien comunicarse. Cuando abrió su perfil en Facebook, la primera solicitud de amistad que recibió fue de Victoria Cruz. Miguel aún sin saber bien cómo funcio-naba esta nueva red social, aceptó la solicitud. Tan sólo ver su nombre, su corazón exigía saber más de ella.

Ya habían tenido poco y corto contacto por medio de correos electrónicos. Miguel recordó que la última vez que se escri-bieron fue cuando ella estaba de intercambio universitario en España. Ella le escribió para saludarlo y él le contestó para ale-grarle su momento de soledad. Pero nunca se habían dicho así de claro estas palabras tan específicas… tan ciertas.

Su corazón empezó a tropezar dentro de su pecho muscu-loso. Sin saber ni siquiera cómo comenzar, llevó la minúscula flecha blanca por encima del botón “Responder” y enseguida sonó un “click”.

Fue lo último que escuchó Miguel antes de ahogarse en las palabras que le escribió a su Victoria, a quien recordaba por los labios esa tiernos y acaramelados que besó cuando eran niños.

Page 28: Sangre de mi alma

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