sin familia - héctor malot

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5 1 FAMILIA POBRE Los primeros años de mi infancia los pasé junto a una mujer que me llenaba de cariño y ternura. Me mimaba, me hacía dormir en sus brazos, me consolaba en mis primeras penitas, me cantaba dulces canciones, me cuidaba y con mucha ternura guiaba mis pri- meros pasos en la vida. Me sentí orgulloso, cuando, al llegar a una edad suficiente, me enseñó a llevar a pastar la vaca por la orilla del camino. Me sentí grande y responsable. Pero igual seguía cuidándome, y si me sor- prendía alguna lluvia de verano, corría en mi busca para abrigarme y evitar que me enfermara. Estaba convencido de que esa amorosa mujer era mi madre. Una madre igual a la que tenían todos los otros niños de la aldea. Pero un día, cuando ya tenía unos ocho años, supe que yo no era un hijo nacido de su vientre, que era un niño adoptado. No pue- do expresar lo que en ese momento sentí: tristeza, rabia, inquietud, rencor tal vez. Acaso todo eso. Vivíamos en una aldea en un pobre villorrio de la región central de Francia. Sus tierras eran infértiles y el agua era escasa. Aunque la gente era esforzada y trabajadora, sólo lograban pocos cultivos. Había muchas dunas azotadas por el viento y cubiertas sólo de pequeños arbustos. Jamás vi un hombre en mi casa hasta esa edad. Mi madre no era viuda. Su marido, cantero de profesión, se había ido a París en busca de trabajo y no había vuelto desde hacía varios años. No porque quisieran vivir separados. La necesidad lo había llevado a París para reunir el dinero que le permitiera volver a su casa con algunos ahorros para la vejez. De vez en cuando algún compañero de trabajo llegaba hasta la aldea con un recado para mi madre:

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FAMILIA POBRE Los primeros años de mi infancia los pasé junto a una mujer que me llenaba de cariño y ternura. Me mimaba, me hacía dormir en sus brazos, me consolaba en mis primeras penitas, me cantaba dulces canciones, me cuidaba y con mucha ternura guiaba mis pri-meros pasos en la vida. Me sentí orgulloso, cuando, al llegar a una edad suficiente, me enseñó a llevar a pastar la vaca por la orilla del camino. Me sentí grande y responsable. Pero igual seguía cuidándome, y si me sor-prendía alguna lluvia de verano, corría en mi busca para abrigarme y evitar que me enfermara. Estaba convencido de que esa amorosa mujer era mi madre. Una madre igual a la que tenían todos los otros niños de la aldea. Pero un día, cuando ya tenía unos ocho años, supe que yo no era un hijo nacido de su vientre, que era un niño adoptado. No pue-do expresar lo que en ese momento sentí: tristeza, rabia, inquietud, rencor tal vez. Acaso todo eso. Vivíamos en una aldea en un pobre villorrio de la región central de Francia. Sus tierras eran infértiles y el agua era escasa. Aunque la gente era esforzada y trabajadora, sólo lograban pocos cultivos. Había muchas dunas azotadas por el viento y cubiertas sólo de pequeños arbustos. Jamás vi un hombre en mi casa hasta esa edad. Mi madre no era viuda. Su marido, cantero de profesión, se había ido a París en busca de trabajo y no había vuelto desde hacía varios años. No porque quisieran vivir separados. La necesidad lo había llevado a París para reunir el dinero que le permitiera volver a su casa con algunos ahorros para la vejez. De vez en cuando algún compañero de trabajo llegaba hasta la aldea con un recado para mi madre:

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-Señora Barberin -le decía-, su marido está bien. Tiene bastante trabajo y me ha encargado traerle este dinero. Estas breves noticias ponían muy contenta a mamá Barberin, como yo la llamaba. Un día, llamó a nuestra puerta uno de estos mensajeros desco-nocidos. Venía sucio, cansado y con aspecto de enfermo. Dijo traer noticias de París, pero el tono de su voz asustó a mamá Barberin. -¡Dios mío! ¿Le ha sucedido alguna desgracia a mi marido? -preguntó. -Sí. Pero no se alarme tanto. No ha muerto. Sólo está herido. Se encuentra en el hospital, fui su vecino de cama y él me pidió que pasara a verla. Mamá Barberin le pidió más detalles al desconocido. Él le contó que su marido había sufrido un accidente en el trabajo. Había que-dado atrapado al derrumbarse unos andamios. Estaba mal herido, probablemente quedaría inválido. Pero, además, los jefes de la obra no le pagarían indemnización: demostraron que Barberin no debía encontrarse en ese momento en el lugar del accidente y, por lo tanto, no tenían obligación de pagarle nada. Una demanda judi-cial costaba muy caro. Fue grande el desconsuelo de Mamá Barberin. Por un momento pensó ir a ver a su marido, pero el viaje a París era largo y caro. No podía hacerlo. Al día siguiente la acompañé a la aldea para hablar con el cura párroco. Este le aconsejó esperar, escribiría al capellán del hospi-tal. Así supimos que Barberin estaba mejor; sin embargo, prefería que su mujer no fuera a verlo. Necesitaba todo el dinero posible para entablar la demanda judicial. Pasaron semanas y meses, y las únicas noticias del herido eran unas breves misivas que llegaban de cuando en cuando. En todas pedía dinero. Siempre más dinero, y con mucha urgencia, porque el proceso seguía adelante. En una de estas cartas ordenó a ma-má que vendiera la vaca. ¡Vender la vaca...! ¡Pero si una vaca es casi todo el sustento

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para los campesinos pobres...! Con una vaca nunca se pasa ham-bre: la leche, la mantequilla, los quesos, aseguran la alimentación de toda la familia, incluso se pude vender el excedente. Además, nuestra vaca era mucho más todavía: era mansa y simpática, una verdadera amiga. Porque las vacas no son tan tontas como se sue-le creer. La nuestra era además inteligente y afectuosa. ¡En fin...! Con mucha pena tuvimos que venderla. Cuando el comprador se la llevó a la fuerza, mugía tristemente por el camino como si fuera despidiéndose. Nos quedamos muy tristes. Tuvimos que cerrar la puerta de la casa para no seguir escuchando sus bramidos y, aunque yo no quería, me puse a llorar... No hubo más leche ni mantequilla en nuestra casa. Por la ma-ñana comíamos pan seco, y por la tarde, papas con sal. No había nada más. El hambre se dejó sentir. Antes de que esto sucediera, mamá Barberin me hacía buñue-los con almíbar todos los domingos. Para mí no había nada tan de-licioso como esos buñuelos fritos en mantequilla que se deshacían en la boca como una espuma dulce. Aunque yo nada decía para no afligirla, mamá Barberin sabía cuánto echaba de menos sus bu-ñuelos. Un domingo en la tarde la encontré afanada en esos preparati-vos que yo conocía muy bien. Le había pedido a una vecina un po-co de leche, harina y mantequilla y la masa ya estaba hecha. Sólo faltaba poner los buñuelos en la sartén. Cuando la mantequilla de-rretida comenzó a crepitar, se me hacía agua la boca. Precisamente en ese momento se abrió bruscamente la puerta. Me volví y me encontré frente a un hombre, que avanzaba apo-yándose en un bastón. -¡Vaya, vaya! Conque están de fiesta aquí... -dijo con voz agria. -¡Dios mío! -exclamó mamá Barberin, soltando la sartén-. Eres tú, Jerónimo... Y con suavidad, me acercó hacia él diciéndome: -¡Es tu padre...!

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NIÑO ABANDONADO

Cuando lleno de timidez me acerqué para abrazar a ese hom-bre, él me apartó con la punta de su bastón. -¿Qué hace éste aquí? -dijo-. No era así el acuerdo que tenía-mos... Turbada, mamá Barberin se apresuró a pedirle que se sentara. Sin duda vendría cansado, y ella le ofreció unos buñuelos para ce-nar. Pero Barberin respondió con un gesto despectivo. -No son buñuelos lo que necesita comer un hombre que ha ca-minado diez kilómetros a pie -dijo con aspereza. Buscó con la mirada el jamón o el tocino que antes colgaban de las vigas. Pero en casa nada había. Solamente descubrió una cuel-ga de cebollas que cogió con su bastón. -Con esto y mantequilla me harás una buena sopa. "¡Adiós mis buñuelos!" -pensé desolado-, mientras miraba de reojo a este padre desconocido. Yo había imaginado que un padre era igual que una madre, pero de voz ronca. El aspecto y los mo-dales de éste me aterrorizaron. Era un hombre de unos cincuenta años, de mirada dura, con un hombro caído a consecuencias del accidente, lo que hacía su aspecto aún más hosco. Además, me había rechazado con el bastón cuando yo había querido abrazarlo. Mamá Barberin jamás habría hecho eso. Al contrario: cuando yo corría hacia ella me cogía cariñosa y alegremente en sus brazos. La voz de mi padre me sacó de mis cavilaciones. -Tú, pon el servicio en la mesa en vez de quedarte ahí pasmado mirando. Rápidamente obedecí, y después me fui al rincón más alejado de la habitación, hasta que la cena estuvo servida. Apenas probé la sopa. Estaba tan asustado que no podía comer. -Este niño, ¿siempre come tan poco? -preguntó Barberin. -No -contestó mi madre-. Generalmente tiene muy buen apetito. -¡Vaya! Si al menos comiera poco, ésa sería una ventaja -

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comentó ásperamente el hombre. Luego añadió dirigiéndose a mí-: -Ya que no tienes hambre, vete a la cama y duérmete en segui-da, porque si no... ¡ya verás! Me apresuré a obedecer. Pero una cosa es acostarse y otra muy distinta es dormir. Uno no se duerme porque se lo hayan or-denado. Uno se duerme porque tiene sueño y está tranquilo. Y yo no estaba tranquilo. Tenía miedo de la amenaza de mi padre, así es que me quedé inmóvil e hice como si estuviera dormido. No sé cuánto tiempo pasé así. Me sentía confundido y triste. De pronto escuché unos pasos que cojeaban y comprendí que era Barberin que se acercaba. -Déjalo tranquilo -oí decir a mamá-. Siempre se duerme en cuanto se acuesta. Podemos hablar sin temor a que nos oiga. Tal vez hubiera debido decirle a mamá que no estaba dormido, pero tenía demasiado miedo para hacerlo, y permanecí inmóvil. -¿Qué ha sido de tu demanda? -preguntó mamá. -Ha fracasado, respondió Barberin con amargura-. Eso significa que hemos perdido todo nuestro dinero. Que estoy inválido para el resto de mi vida y que estamos en la miseria. Y por añadidura, te-nemos a este chuiquillo aquí. ¿Por qué no lo llevaste al orfelinato, como te lo ordené? -¡No fui capaz...! -dijo mamá Barberin con voz quebrada- Yo lo he criado y lo quiero como si fuera mi propio hijo... -Bueno, pero no es tuyo... -Cuando tú me dijiste que me deshiciera de él, estaba enfermo. Tosía que daba pena verlo. Y, acuérdate, fue así como se murió nuestro pequeño Nicolás. Llevarlo al orfelinato habría sido matarlo. Después pasó el tiempo y lo fui dejando, y dejando, para más ade-lante. Es demasiado duro para mí y también para el niño. - Pero ahora tendrá que ir al asilo -declaró Barberin con ener-gía. Mamá se echó a llorar: -Jerónimo, ¡no hagas eso! -suplicó-. ¿Cómo has cambiado tan-to? ¿Cómo puedes ser tan implacable? Pero el hombre permaneció inconmovible.

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-No tenemos dinero para alimentar niños ajenos. Y éste no es ni siquiera un campesino: es delicado y sin musculatura. El día de mañana no servirá para el trabajo. -¿Y qué les dirás a sus padres si lo reclaman alguna vez? -¿Sus padres? En ocho años ya lo habrían encontrado si hubie-ran querido. Ha sido una tontería mía creer que porque lo encontré vestido con ropa fina sus padres intentarían buscarlo. A lo mejor han muerto. Y, por lo demás, si vienen, les diremos que se dirijan al orfelinato -terminó diciendo, y se preparó para salir. Anunció que iba a visitar a un amigo y que al día siguiente me entregaría en la municipalidad. Yo escuchaba aterrado... En cuanto Barberin cerró la puerta, me senté en la cama y llorando llamé a mamá. Ella acudió de in-mediato y trató de calmarme, pero sus ojos también se llenaron de lágrimas. -Mi niño querido -me dijo, cuando pudo tranquilizarse-. Yo debía habértelo dicho antes pero no tuve valor. Te quiero tanto que ter-miné por convencerme de que soy tu madre; pero no es así... Mamá Barberín se seco las lágrimas que corrían por sus meji-llas y agrego: -Tu verdadera madre vive en alguna parte... No sabemos dón-de... Hace muchos años, una madrugada, cuando Jerónimo iba a su trabajo en París, oyó gritar a una guagua. Extrañado, buscó y te encontró en la vereda bajo unos arbustos. La calle estaba desier-ta... No había nadie... Tú dabas unos gritos muy fuertes y Jerónimo te recogió y te llevó a la policía. Allí te examinaron bien y buscaron a alguien que te alimentara. Luego de un silencio, mi madre continuó su relato: -Eras un niño sano, bien criado y vestido con ropas muy finas, a las que les habían arrancado todas las marcas. La policía dedujo que no eras un niño abandonado sino que te habían robado a tus padres. Por eso determinaron que mientras éstos no aparecieran, debían en-viarte al orfelinato, salvo que alguien te adoptara temporalmente. Entonces Jerónimo ofreció hacerse cargo de ti. Teníamos un hijo de tu misma edad y no sería problema para mí criarlos a los dos.

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Te trajo a casa y fuiste otro hijo. Unos meses después mi pequeño murió. Con mayor fuerza me aferré a ti y llegué a olvidar que no eras mío. Desgraciadamente Jerónimo no lo ha olvidado, y como tus padres no han aparecido quiere llevarte al orfelinato -terminó contando mamá Barberín. Al escuchar la palabra “orfelinato”, me abracé a mi madre adop-tiva, llorando sin consuelo. Pero ella trató de tranquilizarme. No creía que su marido fuera capaz de cumplir su amenaza. Me dijo que no era un hombre malo. Estaba agriado con todo lo que le había sucedido, pero ella me defendería y nadie lograría separar-me de su lado. Con esta promesa por consuelo, intenté dormir. No fue fácil, porque me trastornaba la idea de que esta mujer tan dulce, tan ca-riñosa y tan buena no era mi madre. Pero, a pesar de mi pena, el sueño llegó antes de que Barberin hubiera regresado.

3 EL SIGNOR VITALIS

Al día siguiente desperté asustado. Me levanté rápidamente y corrí fuera de la casa. Todo estaba en calma. Mamá hacía su tra-bajo habitual y Barberin no me dijo una sola palabra. Transcurrió así toda la mañana y yo empecé a creer que el peligro había des-aparecido. Pero, hacia el mediodía mi padre adoptivo se preparó para salir y me ordenó que lo siguiera. Aterrorizado miré a mamá. Ella, con un gesto tranquilizador, me impulsó a obedecerle. Emprendimos el camino hacia la aldea, que quedaba como a una hora de marcha. Barberin no me dirigió la palabra en todo el trayecto. En medio de este silencio, por un momento creí que se había olvidado de mí y comencé a quedarme atrás. A pesar del gesto tranquilo de mi madre, yo no me sentía seguro en compañía de este hombre. Pensaba que si me distanciaba de él podría pre-sentárseme alguna ocasión de huir y ocultarme. Probablemente, Barberin sospechó mis intenciones, porque de

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pronto esperó a que lo alcanzara y me tomó de la mano con rude-za. Así entramos en la aldea. Cuando pasábamos ante el café del pueblo, un hombre que estaba en la puerta llamó a mi padre y lo invitó a entrar. Este aceptó y yo respiré aliviado, pues no me pare-cía que un café fuese un lugar peligroso. Mientras ellos se senta-ban a charlar en una mesa, me fui a un rincón junto a la chimenea y observé a los parroquianos. En una mesa vecina había un personaje muy extraño. Vestía una chaqueta de cuero de cordero sin curtir que no tenía mangas, unas polainas altas de lana y un gorro puntiagudo adornado con plumas verdes y rojas. Tenía una enorme barba blanca y sus cabe-llos largos, también blancos, caían sobre sus hombros. Cerca de él, inmóviles, había tres perros echados: uno era grande y blanco, otro negro y más pequeño, y la tercera, que era una perrita, tenía una expresión singularmente dulce en la mirada. El perro blanco llevaba en la cabeza un pequeño gorro de policía, atado bajo el hocico. Yo miraba a estos personajes mientras Barberin charlaba con su amigo. Le contó que me llevaba a la municipalidad para solicitar al alcalde que el hospicio le pagara una cantidad mensual por mi mantención. Así supe que mamá Barberin había intercedido por mí y comprendí por qué me había dicho que siguiera a su marido. Si se llegaba a esta solución, yo no tenía nada que temer porque no me separaría de ella. En ese momento el viejo de la barba blanca me señaló con el dedo. -¿Es éste el niño que le crea problemas? -preguntó. -El mismo -dijo Barberin. -No creo que el hospicio pague por tener niños en casa. -Pero sería justo que lo hiciera. No es mi hijo y lo estoy alimen-tando. -Hay muchas cosas justas que no se hacen -reflexionó el viejo-. Le contestarán que si usted lo adoptó se comprometió a mantener-lo. No pierda el tiempo, amigo -añadió tras un instante de vacila-

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ción-. Si quiere librarse del niño y ganarse unos pesos, pida una botella de vino y vamos a conversar. Cuando el viejo se levantó para acercarse a la mesa de mi pa-dre, vi algo que parecía moverse bajo la piel de su chaqueta. Qui-zás era otro perro que abrigaba contra su pecho. Ambos se pusieron a conversar mientras yo oía angustiado. Barberin daba largas explicaciones acerca de la situación en que se encontraba, y de por qué no podía continuar alimentándome. Pero el viejo lo interrumpió. -Los motivos que usted tiene no me importan- le dijo-. Lo con-creto es que quiere deshacerse del niño. Pues bien, si es así, yo puedo hacerme cargo de él. -¡Dárselo! -exclamó mi padre-. Eso es imposible. -¿Por qué? -Porque es un niño sano, fuerte y hermoso. Remi, acércate- lla-mó mi padre. Me aproximé temblando. -¡Vamos, chico! No me tengas miedo- dijo el viejo con bondad. -Mire usted -decía mientras tanto mi padre adoptivo, palpándo-me piernas y brazos-, es un chico robusto. -Me parece hermoso, sí; pero es un niño más bien débil -respondió el viejo. -¡No, no! Mire usted qué músculos tiene -discutía mi padre. Yo habría podido decirle a mi padre que la noche anterior él mismo había afirmado que yo no tenía buenos músculos. Pero de haberlo hecho seguramente me habría llevado una buena bofeta-da. La discusión continuó durante largo rato. Ahora el viejo ofrecía llevarme con él a cambio de veinte francos anuales, pero Barberin consideraba que ese precio era muy bajo. -Piense usted -dijo- que sus padres pueden aparecer cualquier día, y el que tenga al niño se llevará una buena recompensa. -En ese caso -argumentaba el otro-, nos podríamos repartir la recompensa, porque los padres se dirigirán a usted y no a mí, a quien no conocen. Pero estoy seguro de que usted ya no espera

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que los padres aparezcan. Por eso quiere deshacerse de él. Entonces Barberin, sin ocultar su curiosidad, preguntó al des-conocido para qué me quería. -Para que me haga compañía -contestó éste, con acento algo burlón-. Ya estoy viejo y en las tardes a veces me pongo triste. El chico me distraerá. Además entrará a formar parte de la Compaña del signor Vitalis. -¿Qué es esa compañía? -El signor Vitalis soy yo, y los integrantes de mi Compañía están aquí y pueden presentar algunos números para ustedes. El viejo se abrió la chaqueta y apareció un ser increíble. No era un perro como yo había pensado. Tenía cara humana, con la nariz chata y su pequeño cuerpo estaba completamente cubierto de pe-los negros. Vestía una blusa roja con galones dorados. Espantado, yo creí que estaba frente a un niño monstruo, pero Barberin se echó a reír. -¡Qué mono tan feo! -comentó. Efectivamente, era un mono, un animal que yo jamás había vis-to hasta entonces. En tanto, los perros, a una señal del señor Vitalis, se habían ali-neado ante nosotros. El amo les ordenó saludar. Entonces el mono nos envió a cada uno un beso con la mano, y los perros se pararon sobre las patas traseras e hicieron una gran reverencia. -El que lleva sombrero se llama Capi, es decir, Capitano, en ita-liano -explicó el viejo-. El es el jefe y los demás le obedecen. El negro se llama Zerbino, y la perrita, es la pequeña Dolce. Y éste -añadió señalando al mono- es el signor Valentín. En seguida, el señor Vitalis le dijo a Capi que por favor nos indi-cara qué hora era. Capi se aproximó a su dueño y le hurgó en los bolsillos hasta que sacó de allí un gran reloj de plata. Lo miró y dio dos fuertes ladridos, seguidos de tres más suaves. -Gracias, signor Capi -dijo amablemente el viejo-. Efectivamen-te, son las dos y tres cuartos. Y ahora invite usted a bailar al la sig-nora Dolce. Capi, siempre parado en dos patas, se inclinó en una graciosa

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reverencia ante la perrita y juntos hicieron la parodia de una ele-gante danza de salón. Los animales continuaron así durante largo rato, presentando números tan admirables como graciosos. Yo estaba tan asombra-do que casi había olvidado mi pena. Pero en ese momento el sig-nor Vitalis se acordó de mí. -Para aprender este arte, los animales necesitan tener inteli-gencia -dijo-. Y si el niño también es inteligente comprenderá que conmigo va a viajar, a conocer otros países y a vivir siempre en li-bertad, en vez de vivir encerrado en un asilo. Ahora bien, si es ton-to se echará a llorar y en ese caso no lo llevaré conmigo porque no necesito niños llorones. Ciertamente, el viejo tenía razón. De las dos posibilidades la mejor era irme con él. Pero yo quería quedarme al lado de mamá. -¡Por favor, señor Vitalis! -supliqué llorando-, déjeme volver a mi casa... Capi me interrumpió con un fuerte ladrido. Había saltado sobre la mesa en la cual estaba sentado Valentín. Sin que nadie se diera cuenta, el mono había cogido el vaso de su amo y bebía tranqui-lamente. Pero Capi, siempre atento, lo vigilaba y dio la alarma para impedírselo. El señor Vitalis puso orden inmediatamente. -Signor Valentín -dijo con severidad-: es usted un goloso y un bellaco. En castigo, vaya a ese rincón y quédese de cara a la pa-red. Y usted, signor Capi, ha sido un perro fiel -añadió-. Déme la pata para estrechársela en señal de agradecimiento. El mono obedeció lanzando pequeños aullidos de protesta, mientras el perro, orgulloso, tendía su larga pata a su amo. Se reanudó el regateo. Vitalis ofrecía treinta francos y Barberin pedía cuarenta... De pronto el viejo dijo que yo debía estar aburrido y me manda-ron a jugar al patio. Salí, pero me quedé inmóvil y esperé durante más de una hora, hasta que apareció mi padre adoptivo y, tranqui-lamente, me indicó que volvíamos a casa. Al oírlo casi salté de alegría. ¡A casa! ¡Volvería a ver a mamá!

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Seguramente el negocio había fracasado. El regreso a casa lo hicimos en el más completo silencio, al igual que durante el viaje hacia la aldea. Pero poco antes de llegar, Barberin me cogió firmemente de una oreja y me dijo: -Ten mucho cuidado. Si le dices a tu madre una sola palabra de lo que ha pasado hoy, lo pagarás muy caro.

4 ARRANCADO DE MI HOGAR

Apenas llegamos a casa, mamá preguntó ansiosa qué había di-cho el alcalde. -No lo vimos -respondió Barberin-. Me entretuve en el café con algunos amigos, y cuando salí ya era tarde. Iremos mañana. Con esta respuesta me tranquilicé y quedé convencido de que el negocio de mi venta había fracasado. Si hubiera estado a solas con mamá, yo le habría contado todo lo que había oído en el café, a pesar de las amenazas de Barberin. Pero éste desconfiaba y no se separó un momento de nosotros. Me fui a la cama y me dormí pensando en que al día siguiente le contaría todo a mamá, pero cuando desperté ella no estaba en casa. Barberin me dijo que había ido a hacer unas compras a la al-dea. Esto me pareció bastante raro, pues mamá no acostumbraba a salir sin despedirse de mí. Tuve un extraño presentimiento y me escapé al jardín para no estar a solas con ese hombre que me ins-piraba tanto miedo. A mí me gustaba el trabajo de la tierra, igual que a todos los ni-ños que han vivido en el campo. En nuestro jardín había un poco de todo: flores, hortalizas, frutales. Yo tenía un rincón en el que cul-tivaba flores silvestres, helechos que había traído del bosque y otras pequeñas plantas. Pero a lo que le prestaba mayor atención era a unas papas casi desconocidas en nuestra región. Se llama-ban topinambours, y me las habían regalado en la aldea. Mi entu-siasmo era muy grande porque yo las tenía de sorpresa para ma-

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má Barberin: se los regalaría cuando los topinambours crecieran, así ella podría variar la comida, que en los últimos tiempos era tan poco variada. Pensando en la alegría que le daría a mamá con esta sorpresa, no había día en que yo no fuera a regar o desmalezar mi jardín. Y en eso estaba cuando oí la voz de Barberin que me llamaba. Acudí de inmediato y, al entrar en la casa, vi a Vitalis con sus perros. Me quedé estupefacto, paralizado, era lo que menos esperaba. Pero luego de un momento, casi sin pesarlo, sollozando me eché a los pies del viejo. -¡Por favor, señor! -le supliqué-. No me lleve de aquí... No me lleve del lado de mi madre... -Vamos, niño- dijo con dulzura el viejo-. No serás desgraciado conmigo. Jamás les pego a los niños, tu vida será muy entretenida. ¿Por qué lloras tanto? -¡Mamá Barberin! -dije entre sollozos. Mi padre adoptivo intervino con dureza. -En todo caso aquí no te quedarás: o te vas con este señor o te vas al hospicio. ¡Elige! -¡No, no! -gritaba yo-. Mamá, mamá Barberin... Barberin montó en cólera y me amenazó con el bastón, pero el viejo lo detuvo: -El niño se aferra a su madre- dijo-. Eso indica sus buenos sen-timientos. No va a castigarlo usted por algo así. -Si usted lo compadece va a aullar más fuerte -replicó Barberin con hostilidad. Sacando una bolsa donde guardaba el dinero Vitalis lo inte-rrumpió: -¡Basta! Terminemos de una vez. Le pasó los cuarenta francos a mi padre y éste le entregó un atado con mis pobres ropas. -Tengo prisa, porque la jornada de hoy será larga - dijo Vitalis, dando por cerrado el negocio –.¿Cómo dijo usted que se llama el niño? -Remi.

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-Vamos, Remi, toma tu ropa y camina adelante. ¡Capi! En mar-cha. Me cogió con fuerza el puño y tuve que seguirlo. Cruzamos la puerta. Me di cuenta de que salía para siempre de mi casa, de que me despedía de mamá Barberin. Con los ojos llenos de lágrimas miré hacia el camino. No había nadie a quien pedir socorro. -Vamos, Remi -volvió a decir Vitalis. El camino subía haciendo curvas rodeando la montaña. A cada vuelta volvía a divisar, en el valle, la casa que había sido mi hogar. Se veía cada vez más pequeña, pero siempre nítida con sus árbo-les y su jardín. Al llegar por fin a la cima, pedí a Vitalis que me permitiera des-cansar y me senté a la orilla del camino. El viejo hizo una señal a Capi, y éste vino de inmediato, como un perro guardián, a sentarse cerca de mí. Comprendí que me estaba cuidando y que si intenta-ba huir me saltaría encima. Con infinita tristeza miré hacia mi casa por última vez. Todo es-taba en su lugar, el pequeño gallinero, el peral, la carretilla con que yo jugaba, el humo de la chimenea que se elevaba directo hacia el cielo... Distinguí a lo lejos una silueta que avanzaba por el camino desde la aldea. La cofia blanca y la larga falda azul eran inconfun-dibles para mí: era mamá Barberin. Caminaba apresurada; cruzó el jardincillo y entró en la casa. Pero al instante volvió a salir y corrió hacia el camino. Entonces no pude más y grité con todas mis fuer-zas: -¡Mamáaa...! ¡Mamá Barberin...! -¡Te has vuelto loco, pequeño! -exclamó Vitalis a mis espaldas. Y al acercarse a mí pudo comprender mi angustia. -¡Pobre niño! -murmuró en voz baja. Me cogió de la mano y agregó: -Ya es tiempo de ponerse otra vez en camino. Mamá Barberin, por supuesto no pudo oírme, y yo, tan lejos y tan cerca de ella, desde la cumbre del cerro me di cuenta de que me buscaba con desesperación. Luego el camino comenzó el descenso y ya no vi más a mi

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mamá, ni mi casa, ni mi jardín. Eso que había sido todo en mi vida, quedaba atrás quizás para siempre.

5 UN AMIGO

Muy pronto pude comprobar que Vitalis era en verdad un muy buen hombre. Me llevaba de la mano y me conversaba afectuosamente mien-tras descendíamos por la ladera opuesta de la montaña. -Comprendo que te sientas triste. Llora todo lo que quieras, si eso alivia tu pena. Piensa qué sería de ti si te quedaras allá. La se-ñora Barberin, a la que tanto quieres porque fue buena contigo, no es tu verdadera madre y habría tenido que ceder a las exigencias de su marido y enviarte al orfelinato. Él, por su parte, no es tan ma-lo como tú piensas. Lo que ocurre es que se encuentra inválido y en la miseria. A menudo la vida es muy difícil, querido Remi, mu-chas veces no se puede hacer lo que uno quisiera, sino lo que las circunstancias le imponen. Yo comprendía eso, pero igual no podía consolarme de perder a mamá. -Remi -repetía el viejo con voz cariñosa- trataré de que conmigo no seas desgraciado. Por muchas horas caminamos a través de una monótona llanu-ra cubierta de arbustos. Con Valentín en sus hombros, Vitalis mar-chaba con rapidez, mientras los tres perros lo seguían al trote. Pa-recía que estaban acostumbrados a ese ritmo, pues ninguno se mostraba cansado. En cambio, yo estaba agotado y Vitalis se dio cuenta de ello. -Caminar con zuecos es muy cansador -dijo, mirando mis pies calzados a la usanza del campo-. Cuando lleguemos a Ussel te compraré un par de zapatos. Me sentí deslumbrado. ¡Zapatos para mí! Siempre había soña-do con tenerlos, pero mamá Barberin no podía comprármelos. En la aldea solamente los hijos del alcalde y del dueño de la posada

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usaban zapatos. -¿Está muy lejos Ussel? -pregunté con entusiasmo. -¡Cómo se ve que te alegra la idea de comprarte zapatos! -dijo Vitalis, riendo-. Ya verás: te prometo comprarte unos buenos zapa-tos y, además, pantalones de terciopelo, una chaqueta y una gorra. ¡Vamos! Anímate, que aún tenemos que caminar otras seis leguas. De pronto el cielo se cubrió de nubes y poco después se des-cargó sobre nosotros una lluvia fina y persistente. Valentín se es-condió en el pecho del amo. Vitalis estaba protegido por su cha-queta de piel de cordero y los perros se sacudían de cuando en cuando. Pero yo estuve completamente empapado en pocos minu-tos. Esa noche no pudimos llegar a Ussel. Preocupado de que pudiera enfermarme, Vitalis decidió que buscáramos alojamiento en la aldea próxima. No fue fácil. En va-rias casas nos cerraron las puertas, hasta que, por fin, un campe-sino nos permitió dormir en su granero. Una vez bajo techo, Vitalis sacó un trozo de pan que yo comí pensando en la sopa caliente de mamá Barberin. En esta ocasión pude comprobar por primera vez en qué forma mi amo mantenía la disciplina de su tropa. Mientras vagábamos por la aldea en busca de alojamiento, Zer-bino había entrado por la puerta trasera a una vivienda, y salió de ella al galope con una marraqueta en el hocico. Vitalis lo vio y le gritó: -¡Esta noche verás, Zerbino! Yo ya me había olvidado del incidente, pero ahora, mientras el mono y los tres perros, sentados en fila, esperaban su trozo de pan, Vitalis dijo en forma autoritaria: -¡El ladrón, fuera de la fila! Que se vaya a un rincón a dormir sin comer. Encogido de vergüenza, Zerbino obedeció y se fue a un rincón. De vez en cuando lanzaba un aullido, mientras los demás comía-mos nuestro trozo de pan. Estaba mojado y tiritaba de frío. Vitalis me hizo cambiar de ca-misa y me prestó ropa de lana. Debíamos dormir en la paja, sin fra-

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zadas ni sábanas y cuando me acosté, él me cubrió con bastante paja limpia y seca, pero no era suficiente. Yo echaba de menos mi cama abrigada y me sentía demasiado solo y triste. Hasta enton-ces nunca me había dormido sin que mamá me diera las buenas noches con un beso. Estaba intranquilo, no podía dejar de pensar en que en adelan-te, quizás siempre fuera así. Caminar y caminar, sin descanso; dormir en los graneros, sin tener cama propia, ni tomar una sopa caliente antes de dormir... Todo me parecía como una pesadilla te-rrible. No podía evitar las lágrimas. De repente una sombra se acercó y sentí un aliento tibio que rozaba mi cara. Extendí la mano y encontré el pelaje áspero de Capi que se echó junto a mí y me lamió la mano. Luego se quedó muy quieto. Me abracé a él y olvidé el frío y la tristeza. Ya no estaba solo. Tenía un amigo.

6 MI PRIMERA FUNCIÓN

Muy temprano, apenas aclaró nos pusimos en camino. El cielo estaba limpio, de un hermoso azul, los pájaros cantaban y los pe-rros corrían alegremente. De vez en cuando Capi se acercaba a mí, se paraba en dos patas y daba dos o tres ladridos para darme ánimo y valor. Capi era un perro muy inteligente, solamente le faltaba hablar. Pero ni siquiera lo necesitaba. En sus ojos y en los movimientos de su cola había tanta expresión que se hacía entender con toda faci-lidad. Marchábamos hacia Ussel. Jamás había salido de la aldea y tenía mucha curiosidad por ver una ciudad. Pero la verdad es que Ussel, con sus estrechas calles antiguas, no me deslumbró. Lo úni-co que me interesaba en ese momento era encontrar una zapate-ría. Caminamos por diversas callejuelas hasta que encontramos un almacén donde vendían las mercaderías más variadas. No era una

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tienda elegante, pero de ahí salí calzado con unos gruesos zapatos de cuero que me hicieron muy feliz. Además Vitalis me compró una chaqueta de terciopelo, unos pantalones de lana y un sombrero de fieltro. Todas eran prendas viejas y usadas, pero eso no me impor-taba. Yo estaba muy agradecido de la generosidad de mi amo. Vitalis decidió que había que arreglar mi vestimenta y en cuanto llegamos a la posada emprendió con ella una transformación que me desconcertó un poco. Acortó mis pantalones a la altura de las rodillas. Me colocó medias blancas de lana sujetas con cintas rojas cruzadas. Adornó el sombrero con otras cintas de colores y con unas flores de trapo. -Somos artistas -me explicó-. Por lo tanto debemos vestirnos en forma diferente a los demás para llamar la atención de la gente. Con este argumento me convenció y cuando me miré al espejo con mi nuevo atuendo, me encontré deslumbrante. Mi satisfacción no escapó al resto de la comparsa: Capi lanzó unos ladridos de alegría, y como era gracioso, empezó a remedarme ante el espejo. Sin duda se reía de mí, y no fue ésta la única vez que lo hizo. Vitalis dijo que deberíamos ponernos a trabajar inmediatamente para aprender una comedia que representaríamos todos. La comedia se llamaba El sirviente del señor Valentín. Su ar-gumento era muy simple: Valentín era un general inglés y Capi su sirviente. Pero éste era muy viejo y el general deseaba tener un nuevo asistente. El propio Capi tendría que buscarlo. Este ya no sería un perro, sino un joven campesino llamado Remi. Yo tendría que representar a este campesino, tan ignorante, tor-pe y obtuso, que su conducta se convertía en la desesperación del perro y el mono. Ensayamos todo el día, y al final mi amo se manifestó muy sa-tisfecho conmigo. Yo estaba bastante asustado con la idea de ac-tuar en público, pero Vitalis afirmó que justamente eran mi timidez y mi torpeza las que hacían que mi papel fuera más natural, y que más adelante, cuando ya me sintiera más seguro, debería procurar no olvidar este comportamiento. Me parecía admirable la paciencia de Vitalis para enseñar a sus

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animales. Jamás los trataba mal o los golpeaba. El aprendizaje lo hacían por simple repetición, bajo sus órdenes firmes pero suaves y afectuosas. Ni una sola vez se enojó ni levantó la voz. Cuando le manifesté lo que pensaba, sonrió en forma bondadosa y dijo: -Con la violencia no se obtiene ninguna ventaja, querido niño. En cambio se consigue mucho con la persuasión. Si yo les pegara a mis animales, éstos estarían asustados y embrutecidos. En cam-bio, tienen iniciativa e inteligencia porque los he enseñado con bondad. Todos los integrantes de la comparsa durmieron tranquilos esa noche; todos menos yo que no podía dormir. Estaba aterrado ante la idea de enfrentarme al público. Al día siguiente, a una hora adecuada, abandonamos la posa-da en un cortejo: Vitalis, tocando un pífano, abría la marcha; le se-guía Capi, sobre el cual iba montado Valentín vestido con un uni-forme rojo con galones dorados; a respetuosa distancia caminaban Zerbino y Dolce y yo cerraba el cortejo. La música del pífano y la curiosa figura del mono atraían a la gente que se unió a nosotros en la calle. Cuando llegamos a la pla-za, ya llevábamos un gran acompañamiento de chiquillos que reían y aplaudían, de mujeres, de campesinos y de gente del pueblo. El escenario consistía en un cuadrilátero formado por un largo cordel amarrado a cuatro árboles. Nosotros nos colocamos dentro de ese espacio, con el público alrededor. Primero se presentaron los perros, con su habilidad caracterís-tica. Pero yo estaba demasiado nervioso para prestarles atención. Luego Capi tomó un platillo en el hocico y, caminando en dos pa-tas, recorrió al "distinguido público". Toda la gente le echaba algu-na moneda, pero si alguien se negaba, Capi, tranquilamente, deja-ba el platillo en el suelo, fuera del alcance de todos, y, parado en dos patas, golpeaba el bolsillo de ese espectador mientras ladraba insistentemente. Estallaban las carcajadas y las bromas del público, admirado del ingenio del perro, el reacio, puesto en evidencia, no tenía más remedio que entregar alguna moneda. Finalmente, Capi le llevó al

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amo el platillo repleto de dinero. En la segunda parte, Vitalis anunció solemnemente la presenta-ción de su comedia: El sirviente del señor Valentin. En verdad la comedia era una pantomima, puesto que sólo estaría representada por gestos: dos de los protagonistas, Capi y Valentín, por supuesto no sabían hablar, y el tercero, que era yo, sería también incapaz de articular una sola palabra. Sin embargo, para hacer más compren-sible el argumento, Vitalis daba las explicaciones necesarias. Mientras éste relataba que el general inglés esperaba a un nue-vo sirviente, Valentín se paseaba a grandes pasos por el recinto, fumando un cigarrillo, con aire de gran preocupación. En el momento indicado, entré con Capi que me empujaba con una pata por la espalda. El mono, al verme, puso cara de disgusto y dio vueltas alrededor de mí, examinándome de pies a cabeza. Finalmente se encogió de hombros ante las carcajadas del público: evidentemente yo le parecía poco listo. Sin embargo, ordenó a Ca-pi que me sirviera de comer. Me pusieron por delante una pequeña mesa con un plato, cubiertos y una servilleta. No sabía qué hacer con ésta. La desplegué, mirándola por todos lados y, finalmente, me soné las narices. Al general le dio un ataque de risa que le hacía apretarse el estómago, y Capi, desolado, se dejó caer al sue-lo con las patas hacia arriba. La actitud de ambos me indicaba a las claras que me había equivocado. Continué pensando para qué podría servir la servilleta, y se me iluminó la cara cuando descubrí su uso: me la amarré al cuello y le hice un nudo de corbata. El mono se revolcaba riéndose y el perro aullaba de desespera-ción. El argumento continuó así con diversos equívocos, hasta que el general, exasperado, me arrancó a tirones de la silla, se sentó él a la mesa y se comió mi almuerzo. A esa altura de la función, el regocijo del público subía de pun-to. Valentín actuaba con una gracia y desenvoltura extraordinarias. Se sentó con aires de gran señor, comió con elegancia y bebió brindando amablemente con los presentes. Cuando hubo termina-do, con gran delicadeza se limpió la boca con la servilleta, la dobló

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y la dejó sobre la mesa. La actuación del mono produjo un efecto irresistible entre los espectadores. Estalló una salva de aplausos, y la segunda vuelta del platillo de Capi cosechó más monedas que la primera. De regreso en la posada me sentía satisfecho. Vitalis me felicitó por mi actuación. Yo me sentí muy orgulloso de merecer sus elo-gios.

7 APRENDI A LEER

Todos los artistas de la Compañía del signor Vitalis, sin duda, estaban dotados de gran talento. Pero tenían un repertorio poco variado. Por lo tanto, teníamos que viajar constantemente para cambiar de público. Generalmente hacíamos una representación en cada aldea, y en las ciudades más grandes nos quedábamos unos pocos días. Recorrimos los montes y los valles de casi todo el sur de Fran-cia. Íbamos caminando, de pueblo en pueblo, en la dirección que mejor nos parecía mejor. Al aproximarnos a alguna aldea, yo tenía la misión de preparar a los animales poniéndoles sus trajes y som-breros. Esto era sencillo con los perros, y muy difícil con el mono, que se escabullía, se subía a los árboles y tenía mil argucias para escaparse. Pero con paciencia y la ayuda del inteligente Capi siempre terminaba por resignarse a vestir su traje de general. Una vez preparada la comparsa, Vitalis sacaba su pífano y en-trábamos desfilando a la aldea. Si nos seguía suficiente cantidad de público dábamos una representación; si no, pasábamos de lar-go y partíamos nuevamente al en busca de otro auditorio. Vitalis siempre sabía hacia dónde íbamos y me explicaba las características de la región y de las ciudades más importantes. Yo me admiraba de que supiera tanto y le pregunté si ya había estado allí antes. -Es la primera vez, -me contestó-, pero todo lo que sé lo he leí-

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do en un libro que llevo siempre. Se quedó pensativo y luego agregó: -Tú no sabes leer, ¿verdad? ¿Te gustaría aprender? -¡Claro que me gustaría! -le dije-, mamá Barberin quiso man-darme a la escuela. Pero sólo pude ir unos meses y no alcancé a aprender. Vitalis prometió enseñarme. No teníamos ningún libro adecua-do, pero él ya pensaría cómo hacerlo. Un día recogió del suelo una tabla larga, bien cepillada, que es-taba tirada a la orilla del camino. -Este será tu libro de lectura- me dijo. Lo miré sin comprender. Cuando hicimos un alto para descansar, sacó las herramientas que siempre llevaba consigo, y dividió la tabla en pequeños cubos de madera. En cada uno de ellos dibujó pacientemente una letra, y con ese sencillo alfabeto empezó mi aprendizaje. No me fue fácil aprender. Al contrario. Me costó mucho y había días en que mi cabeza parecía más dura que la de Capi o Valentín, pero la paciencia de mi amo era inagotable. Mi escuela era tan original como irregular. Cada día debíamos hacer una larga jornada para ganar algún dinero. Teníamos que repetir constantemente los ensayos para que los animales no olvi-daran sus números. Nosotros mismos debíamos preparar nuestras comidas y las de los perros y el mono. Así, sólo en los escasos ra-tos libres Vitalis se dedicaba a enseñarme a formar palabras con los trocitos de madera que yo llevaba en los bolsillos de mi traje. Al cabo de largos meses, pude leer en el libro de geografía de mi amo, y mi orgullo fue tan grande y profundo como mi felicidad. -Ahora que sabes leer la escritura- me dijo un día Vitalis-, tal vez te gustaría aprender a leer la música. -Y si aprendo a leer la música, ¿podré cantar como usted? -pregunté entusiasmado. -¿Te gustaría cantar como yo? -Es lo que más me gustaría en el mundo -me apresuré a con-testarle-. Cuando usted canta, no sé qué me sucede: siento deseos

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de llorar y de reír... No puedo explicarlo... Me callé porque me pareció ver que sus ojos brillaban como si estuvieran llenos de lágrimas. Le pregunté si había dicho algo que le entristeciera. -No, Remi -me dijo afectuosamente-. Al contrario. Me recuerdas mi juventud, mis buenos tiempos. No te preocupes. Te enseñaré a cantar y a lo mejor tú también harás reír y llorar a la gente. Se quedó callado y me pareció que no quería seguir hablando. No pude entender por qué. Sólo mucho más tarde logré compren-der su actitud de entonces. Se iniciaron mis clases de solfeo, con el mismo procedimiento que las de lectura. Así, al aire libre y al azar de los caminos, el buen viejo me enseñó todo lo que él sabía y me preparó para la vi-da. También procuraba que yo sacara provecho de nuestros viajes, y siempre que teníamos tiempo libre en alguna ciudad, me decía que fuera a recorrerla y que le contara todo lo que me llamaba la atención. -Aunque no pretendo saberlo todo, hay muchas cosas que pue-do enseñarte -me dijo un día-. No siempre he sido director de una compañía de animales sabios, en mi larga vida he aprendido mu-chas cosas. -¿Dónde las aprendió?- le pregunté yo. -De eso ya hablaremos después- me dijo-. Por ahora basta con que sepas que he ocupado en el mundo un puesto más alto que el que ahora tengo. Piensa también que en la vida hay muchos altos y bajos; y así como tú ocupas un lugar bajo en la sociedad, con tu esfuerzo puedes subir hasta llegar a uno muy alto. Procura apren-der lo que te enseño y escucha mis consejos. Cuando seas gran- de recordarás con cariño al pobre músico ambulante, ese a quien tuviste tanto miedo cuando te arrancó de los brazos de tu madre adoptiva. No sé por qué, Remi, tengo el presentimiento de que este encuentro conmigo será para ti un azar feliz. Los consejos del buen viejo me llevaban a reflexionar, sus pa-labras me intrigaban tanto como sus silencios. Pero no me atrevía

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a preguntarle nada más. Una tarde, después de cruzar un campo árida, llegamos a un pueblo que se llama Bastide-Murat y nos alojamos en el granero de la posada. Mientras conversábamos antes de dormir, Vitalis me di-jo: -En esta aldea nació un hombre que, después de haber sido mozo de las caballerizas, llegó a ser rey: se llamaba Murat. Por eso han dado su nombre al pueblo. Yo lo conocí y conversé mu-chas veces con él. -¿Usted lo conoció cuando era mozo? -le pregunté. -No. Al contrario. Lo conocí cuando era rey de Nápoles- me contestó riendo. -¿Usted ha conocido a un rey? -pregunté yo estupefacto. Mi asombro era tan grande, que Vitalis estalló en carcajadas. La noche era tibia y estábamos sentados a la luz de la luna, ante la puerta del granero. -¿Tienes sueño -me dijo- o quieres conocer la historia del rey Murat? -¡Cuénteme la historia del rey! Me contó, con todo detalle, la historia del oficial de Napoleón que había llegado a ser rey de Nápoles. Vitalis hablaba a media voz, la luz de la luna sus cabellos blancos. Me parecía estar escu-chando un cuento de hadas. Y, sin embargo, todo era cierto. Murat había vivido esa vida de increíbles aventuras y había llegado a ser rey. Y mi amo lo había conocido. Ese rey había hablado con él. Yo sentía que en la vida de mi maestro había un gran misterio. Me habría gustado saber qué había hecho Vitalis en su juventud y cómo es que había llegado a la situación en que ahora se encon-traba.

8 VITALIS EN PRISIÓN

En los Pirineos Atlánticos, al sur de Francia se encuentra la lo-

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calidad de Pau. Allí pasamos todo un invierno, descansamos de las grandes caminatas, seguidos siempre por una multitud de niños que no se aburrían de nuestras representaciones. Vitalis me com-pró un arpa y empecé con ella a dar mis primeros conciertos en público. Pau me dejó un buen recuerdo. Llegamos a Pau después de recorrer infinidad de aldeas y villo-rrios. Ahora no podría identificarlos. Sólo conservo el recuerdo de algunas grandes ciudades. Especialmente Bordeaux, que fue la primera gran ciudad que conocí. Me dejó asombrado el bullicio, el tráfico de los coches y el movimiento de los barcos en el río. Al terminar en Pau la temporada buena, retomamos nuestra vi-da errante. Caminamos durante muchos días por valles y colinas, viendo siempre a nuestra derecha las grandes cumbres azules y nevadas de los Pirineos. Llegamos a una ciudad grande que mi amo me dijo ser Toulou-se. Buscamos un modesto alojamiento y como siempre nuestra primera ocupación fue recorrer las calles en busca de un sitio ade-cuado para nuestras exhibiciones. Lo encontramos en una espa-ciosa avenida del Jardín Botánico, e iniciamos nuestra actuación con un numeroso público. Pero, el guardián del Jardín quiso expulsarnos, sin mayores ra-zones, seguramente porque no le gustaban los perros o los músi-cos ambulantes. Tal vez debimos haber obedecido. Pero mi amo tenía ideas muy especiales. Aunque era un simple empresario de perros amaestra-dos, tenía su orgullo y un sentimiento muy claro de sus derechos. Convencido de que no hacía mal a nadie y que no existía ninguna ley que impidiera nuestras exhibiciones se negó a obedecer. Co-menzó entonces una discusión interminable. Sin perder el control de sí mismo, Vitalis replicaba, exagerando su amabilidad italiana, en un tono un poquito burlesco. -¿El ilustrísimo señor representante de la autoridad -preguntaba, saludando al guardia con una gran reverencia -podría, tal vez, mostrarme el reglamento dictado por la susodicha autori-dad, según el cual se prohíbe a los humildes saltimbanquis, como

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nosotros, ejercer en público sus modestas funciones? El agente replicaba ásperamente que había que obedecer y no discutir más. -Con toda seguridad -replicaba Vitalis-; eso es también lo que yo pretendo, y prometo conformarme a sus órdenes, siempre y cuando su señoría me muestre el decreto en virtud del cual me ex-pulsa de este lugar. La intervención del guardia, que, sin duda, actuaba por cuenta propia, había provocado también reacciones en el público. -¡Déjelo terminar! -gritaban algunos. -No está molestando a nadie y los niños se divierten... El guardia estaba enfurecido. Mi amo exageraba su amabilidad, y yo, cada vez más asustado, me había refugiado en un rincón con los animales. Estos parecían algo desconcertados por la interrup-ción, especialmente Valentín que no podía estar quieto mucho rato. De pronto Valentín comenzó a pasearse y a hacer morisquetas detrás del representante de la autoridad, lo que desató las risas del público. Cada vez más animado, el mono siguió tras el guardia bur-lándose abiertamente de él. Asustado de su audacia, lo llamé para detenerlo justo en el momento en que el policía se volvió y vio al mono imitándole en forma grotesca. Ofuscado por la cólera, creyó que yo lo había incitado y, pasando sobre los cordeles, se precipitó hacia mí y me golpeó con tanta fuerza en la cara que me hizo tam-balear. Aún no me había repuesto de la impresión cuando Vitalis se interpuso entre los dos sujetando al policía por el puño. Durante un segundo los dos hombres se midieron con la vista: el agente es-taba ciego de rabia; Vitalis, sereno y firme. Finalmente el agente se desasió con un empujón brutal y gol-peó a mi amo, éste le replicó vigorosamente. Pero la lucha no pasó más adelante. Vitalis comprendió que tenía que entregarse. -¿Qué va a hacer conmigo? -preguntó. -Detenerlo -dijo el guardia-. Sígame al puesto de policía. -¿Por qué golpeó al niño? Usted no tiene derecho a hacer eso. -No me discuta y vamos... -Vuelve a la posada -dijo Vitalis dirigiéndose a mí- Espera allí

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que yo te haré llegar noticias mías. Los perros quisieron seguirlo, pero yo los llamé, y juntos nos alejamos mientras oíamos las discusiones de la gente. -El viejo tiene razón. No tenía derecho a golpear al chico. -No. Ha estado mal porque se ha reído del policía. -Lo peor ha sido golpearlo. No se librará de la cárcel. Muy triste y cabizbajo, llegué al albergue Hacía mucho tiempo que el miedo que Vitalis me había inspirado en el primer momento se había cambiado en un afecto profundo. Estábamos siempre jun-tos. Vivíamos la misma vida de la mañana a la noche. Me había enseñado a leer, a escribir, a cantar y a conocer los números. Había compartido conmigo su comida, y en las noches frías, su manta. Un padre no habría sido más cariñoso con su hijo de lo que él había sido conmigo. Yo lo quería y sabía que él también me que-ría. Toda clase de temores e incertidumbres confundían mis pen-samientos. No sabía cuándo volvería a verlo. Tampoco tenía claro acerca de lo que podría hacer yo al estar solo. Pasé así dos días de angustia en la posada, hasta que al tercer día me llegó un men-saje de mi amo. En él me decía que el sábado debería presentarse ante el juez en audiencia pública, y me pedía que yo asistiera para poder verme. Y añadía: "Me he dejado llevar por la cólera y éste ha sido un grave error que me costará caro. Pero es demasiado tarde para arrepentirse. Ven a la audiencia. Allí aprenderás algo nuevo". Pregunté por los tribunales de justicia y el sábado a la hora in-dicada estaba allí. Juzgaron y condenaron primero a otras personas: eran ladro-nes, borrachos y estafadores. Luego entró Vitalis entre dos guar-dias y el juez empezó a interrogarlo. He olvidado la mayor parte de sus respuestas porque yo estaba demasiado impresionado, pero sí recuerdo que reconoció haber dado un puñetazo al agente, indig-nado porque éste me había golpeado a mí. -¿El niño es suyo? -le preguntó el juez. -No, señor juez. Pero lo quiero como si fuera hijo mío, y al ver

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que lo golpeaban me dejé llevar por la cólera, sin pensar quién era el que lo había hecho. Después del interrogatorio de Vitalis, declararon el agente y los testigos. Mientras tanto mi amo recorría la sala con la mirada. Yo estaba tan intimidado que me había sentado oculto en un rincón, pero comprendí que me buscaba y avancé hasta que pudiera ver-me. Me descubrió y sus ojos se iluminaron; por mi parte, no pude evitar que los míos se llenaran de lágrimas. Cuando terminaron todas las declaraciones, el juez le dio nue-vamente la palabra al inculpado. -Para mí no pido nada -declaró tranquilamente Vitalis-. Para quien sí pido la benevolencia del tribunal es para el niño que me acompaña, y por él solicito que se nos tenga separados el menor tiempo posible. Creí que lo pondrían en libertad, pero no fue así: el juez lo sen-tenció a dos meses de prisión. ¡Dos meses! ¿Qué sería de mí? Con tremenda desolación, vi que Vitalis abandonaba la sala en-tre dos guardias y que la puerta del tribunal se cerraba tras él.

9 NAVEGANDO POR EL RÍO

Llorando emprendí camino a la posada. Encontré al posadero y traté de convencerle de que me permitiera esperar ahí hasta la li-beración de mi amo. Le dije que estaba seguro de que éste le pa-garía todo lo que le debíamos. Pero el hombre no quiso oír hablar del asunto. Debía marcharme de inmediato con mis animales a otra parte. Me hizo ver que sabía muy bien que Vitalis saldría de la prisión sin un centavo y que le sería muy difícil reunir el dinero para pagar dos meses de pensión de toda su compañía. Lo único que obtuve de él fue la promesa de guardarme las cartas de Vitalis, es-taba seguro de que me escribiría. Mientras tanto yo intentaría ga-narme la vida solo y más adelante volvería para saber noticias de

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mi amo. La bolsa con sus pertenencias quedaría en la posada co-mo prenda de la cuenta pendiente. Con mi arpa, mi ropa y las pocas cosas que tenía, me fui a bus-car a los animales al corral. Salí de la ciudad como si huyera: lle-vaba a Valentín en los brazos y los tres perros me seguían pega-dos a mis talones. Temía encontrarme con otro guardia e ir a parar yo también a la cárcel. Teníamos hambre. Ya era más de mediodía y ninguno de noso-tros había comido. Tan sólo tenía doce centavos en el bolsillo que me alcanzarían para comprar kilo y medio de pan. Decidí que ese día compraría un kilo, lo que era poquísimo para los animales y pa-ra mí, pero tenía que ser previsor y guardar algunas monedas para el día siguiente, por si las cosas se presentaban demasiado mal. Nos instalamos tranquilos en pleno campo, bajo un árbol y re-partí el pan entre todos, dándole el trozo más pequeño a Valentín, que necesitaba menos comida que nosotros. Después de pensar un rato, decidí dirigirme hacia una aldea que se divisaba a lo lejos. Al acercarnos más vi que su aspecto era muy pobre, pero de todos modos quise tentar suerte. Preparé a los perros y al mono con sus tenidas habituales y me puse a la cabeza del cortejo. Nos faltaban la prestancia de Vitalis y su sonoro pífano, sin embargo, hice un gran esfuerzo por parecer seguro de mí mis-mo. En una pequeña plazoleta, donde la gente iba a sacar agua de la fuente, decidí dar mi primera representación solo. Cogí el arpa y canté una hermosa canción napolitana que Vitalis me había ense-ñado. Luego inicié un vals para que Zerbino y Dolce bailaran. Nadie se acercaba. Algunas mujeres nos miraban desde las puertas de sus casas. Yo cantaba cada vez más fuerte y los perros giraban y giraban al compás de la música... Por fin, un niño muy pequeño se acercó con pasos vacilantes: era el primero. Pero tam-bién fue el único. Su madre lo llamó y el chico se alejó. Durante lar-go rato continuamos solos. De pronto, un hombre se aproximó a grandes pasos y me preguntó con aspereza: -¿Qué haces aquí?

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-Ya lo ve, señor, estoy cantando... -No tienes permiso para cantar en lugares públicos. Yo soy el guardabosque. Lárgate de aquí, mendigo... No esperé que agregara más, y salí escapando. No estaba dis-puesto a discutir con guardabosques ni con policías. Además me ofendió profundamente llamándome mendigo, porque yo nunca había pedido limosna. Estaba otra vez en campo abierto, seguido por los perros que trotaban con la cabeza gacha. Era evidente que comprendían lo que había acontecido. Ya se había puesto el sol y habíamos caminamos largo rato. Ahora el problema era encontrar un lugar donde dormir. Felizmente estábamos en verano y podríamos dormir al aire libre. No fue fácil hallar un lugar adecuado. Nos adentramos en un bosque en el que había unas rocas grandes que nos sirvieron de refugio. Mientras preparaba el alojamiento, los perros ladraban con impaciencia dán-dome a entender que tenían hambre. Valentín, por su parte, se gol-peaba el estómago con gestos muy expresivos. Le hice comprender que tendríamos que dormir sin comer, al fin parecieron resignarse. Envolví a Valentín con mi chaqueta porque no quería que pasara frío y me acosté a su lado en un montón de hojas secas. Los perros se tendieron algo más lejos. Ya estaba completamente oscuro. El silencio era total: ni pája-ros, ni animales, ni vehículos por la carretera. Me sentí solo y des-amparado... Recordé a mamá Barberin y al pobre Vitalis... y, sin poder evitarlo, me eché a llorar. Pronto sentí que Capi se acercaba y me lamía el rostro. Había venido a consolarme como aquella vez en el granero. E igual que entonces, lo abracé y, reconfortado por su fidelidad, me dormí has-ta el alba. Cuando desperté, el sol brillaba entre los árboles. A lo lejos se oía un repicar de campanas. Esto me animó. Tenía que haber una iglesia cerca y, por lo tanto, un pueblo o a lo menos una aldea. Es-taba dispuesto a tentar suerte otra vez. Me lavé en un arroyuelo, preparé a mis animales y me dirigí hacia el lugar de donde prove-

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nía el sonido de las campanas. Era demasiado temprano para presentar nuestros números, pe-ro aprovecharía para comprar un poco de pan con mis últimas mo-nedas. Llegué al pueblo y me dirigí a la calle principal en busca de una panadería. De repente sentí detrás de mí unos gritos. Me volví y vi a Zerbino que huía con un trozo de carne en el hocico, y detrás co-rría una mujer enfurecida. No necesité explicaciones para com-prender lo sucedido: el perro había entrado a robar a una casa. -¡Al ladrón! -gritaba furiosa la mujer-, ¡deténganlos a todos! Con verdadero pánico huí velozmente seguido por los perros Si me alcanzaban, la mujer exigiría que le pagara el valor de la carne, y no tenía dinero para hacerlo. Corrimos y corrimos desesperadamente sin detenernos hasta encontrarnos a pleno campo. Aunque ya nadie nos seguía, mi mie-do era tan grande que eché a correr de nuevo hasta que llegamos a orillas del canal del Mediodía. Estábamos en medio de un her-moso campo cubierto de bosques y arbustos. Antes de sentarme a descansar, consideré que mi primera obli-gación era castigar al culpable. Llamé a Zerbino, pero éste se de-tuvo un instante y luego huyó. Sabía muy bien lo que le esperaba. Ordené a Capi que fuera a buscarlo y esperé. Transcurrió una media hora y Capi volvió solo, abatido, con la lengua afuera y una oreja ensangrentada. Era evidente que los dos perros se habían peleado y Capi no había logrado imponerse. Mi tropa comenzaba a desalentarse. Dolce estaba inquieta y Valentín se golpeaba furiosamente su estómago vacío. Yo estaba seguro de que todos le encontraban la razón a Zerbino y temía perder mi autoridad frente a ellos. No sabía qué hacer. No podía alejarme de allí, pues tenía que recuperar a Zerbino. Lo conocía muy bien y sabía que, pasado el primer impulso de rebeldía, volvería con nosotros. Entonces, decidí esperar con paciencia. Pasaron varias horas y Zerbino no aparecía. Lo llamé a gritos, le silbé, pero todo fue inútil. Había saciado su hambre y segura-

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mente estaría durmiendo debajo de algún matorral. Se me presentaba un problema muy serio. Por un lado, necesi-taba ganar algún dinero con mucha urgencia para poder aplacar el hambre, y, por otro lado, no podía abandonar al perro rebelde. Si yo perdía a un miembro de su compañía, no sabría qué explicación dar a mi amo cuando saliera de la prisión. Pensé que por lo menos debía esperar hasta el atardecer, y mientras tanto tratar de distraer al resto de la compañía. Vitalis me había contado alguna vez que en la guerra, cuando un regimiento llega cansado de una larga caminata, la banda toca marchas milita-res, y los soldados se alegran con la música y olvidando su fatiga. Quise hacer lo mismo. Cogí el arpa y empecé a tocar aires de danza. Los perros, habituados a la música, comenzaron a bailar, desganados al comienzo, pero después con más entusiasmo. En esto estaba cuando me sobresaltó una voz infantil que daba gritos de entusiasmo a mis espaldas. Me volví estupefacto. En el canal se había detenido una embarcación tirada por caba-llos. No era un barco de carga como los que navegaban corriente-mente por el río. Tenía sobre la cubierta una pequeña galería ce-rrada con vidrieras, llena de plantas y flores. De pie, junto a la bor-da, nos miraba una señora de aspecto distinguido y un poco triste. A su lado, tendido en una cama, estaba el niño que había gritado celebrando nuestro número de bailes. Superada mi sorpresa, hice una reverencia de agradecimiento y el niño me preguntó si podía tocar más canciones. Yo no deseaba otra cosa. La Providencia me había enviado un público inesperado a este lugar solitario. Cogí el arpa y toqué un vals. Luego Valentín hizo uno de sus números, y así continuamos con nuestro repertorio. En un momen-to en que todos los animales bailaban juntos, Zerbino surgió de en-tre unos matorrales y descaradamente se incorporó a la danza, como si nada hubiera sucedido. Yo no había dejado de observar al chico del barco mientras di-rigía a mis artistas. Tenía aproximadamente mi edad, era rubio,

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con grandes ojos bondadosos. No se movía del lecho, parecía que era inválido. Al terminar nuestra exhibición, la señora me preguntó cuánto debía pagarme. Le contesté que lo dejaba a su voluntad. El niño pidió entonces que subiéramos a bordo para vernos más de cerca. Acepté encantado y un marinero tendió un pequeño puente por el cual pasamos todos a la cubierta del barco. -Mi hijo Arturo está maravillado con usted y sus actores - me di-jo la señora. Nos sentamos en la cubierta y madre e hijo comenzaron a hacerme preguntas: quién había amaestrado a mis animales, cómo vivíamos, por qué me encontraba solo, etc. Al principio vacilé en contestar, pero la señora me pareció tan buena y tan amable, que terminé por contarles lo que me había ocurrido. Fácilmente comprendieron que teníamos mucha hambre, y la señora dio orden que nos sirvieran algo de comer. Nos trajeron chocolate caliente con panes y pasteles. Senté a los animales en fila para servirles ordenadamente, mientras yo también saciaba el apetito que me roía el estómago. Tengo la impresión de que ellos quedaron asombrados de la cantidad de comida que nosotros devoramos. -¡Pobre pequeño! -dijo la madre a media voz, llenando nueva-mente mi taza de chocolate. -¿Y qué habrían comido si no nos hubieran encontrado? -preguntó Arturo. -Nada -contesté yo. -¿Y mañana dónde vas a comer? -No lo sé. Puede que Dios nos mande otras personas tan gene-rosas como ustedes. Entonces Arturo se volvió hacia su madre y entabló con ella una larga conversación en un idioma que yo no conocía. Discutía con vehemencia pidiendo algo, y la señora reflexionaba. Al fin pareció decidirse y se volvió hacia mí. -Mi hijo quiere que se queden con nosotros por un tiempo. ¿Es posible?

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-¿En este barco? -pregunté, sin poder creer lo que oía. -Sí -contestó ella-, en este barco. Mi hijo está enfermo y deberá permanecer mucho tiempo inmóvil. Para distraerlo, he hecho equi-par este barco en el cual recorremos Francia. Usted acompañará a mi hijo, y sus animales serán para él una gran diversión. Me pres-tará un gran servicio si acepta, y a usted tal vez le convenga, por-que durante ese tiempo no tendrá que pensar en actuar en público, lo que para un niño pequeño no es fácil. Eso de vivir en un barco, y con una familia tan amable, era co-mo un sueño. Ya no tendría que preocuparme más en qué iba a comer y dónde iba a dormir cada día. Me parecía que no podía ser algo real. Cogí impulsivamente la mano de la señora y se la besé. Ella, conmovida, repitió en voz baja: -¡Pobre pequeño! La señora hizo una seña al marinero, y los caballos se pusieron en marcha. Para celebrar este encuentro, cogí el arpa y comencé a cantar mi hermosa canción napolitana.

10 GRANDES AMIGOS

El barco tenía un hermoso nombre, se llamaba Cisne. Mi prime-ra noche a bordo fue algo inolvidable. Designaron para mí un cuar-tito muy pequeño, cómodo, bonito, limpio y alegre. Nada faltaba en él. Dormí solo... y al extender mis miembros en el lecho sentí un bienestar que todavía recuerdo. Dormir entre sábanas finas, abri-gado y en una cama blanda, era un enorme placer. Pero, además, dormir sin temor a la intemperie, a las sombras y a la soledad de los últimos días, me parecía una fantasía. A pesar de todo, me levanté al amanecer. Quería ver cómo se habían portado mis comediantes, a los que había instalado en un rincón de la galería. Los perros corrieron a saludarme con grandes muestras de alegría. Valentín, en cambio, abrió un ojo y se puso a

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roncar ruidosamente. Yo sabía perfectamente qué significaba esta comedia. El mono era muy susceptible, y cuando algo le parecía mal se amurraba du-rante horas enteras. Este sueño fingido significaba que estaba mo-lesto conmigo porque no lo había llevado a dormir a mi cama. Lo acaricié para consolarlo, lo tomé en brazos y salté a tierra con toda mi comparsa. Nos fuimos a correr y a jugar entre los árbo-les. Cuando vimos que preparaban los caballos para arrastrar el barco, regresamos rápidamente a bordo. Desayuné con Arturo y la señora Milligan. Les di de comer a los animales, y éstos comenzaron a prepararse creyendo que habría una nueva función. Pero la señora Milligan me dijo que en las ma-ñanas Arturo tenía que estudiar y que me alejara con ellos para no distraerle. Desde un rincón de la cubierta, mirábamos fascinados el paisa-je que desfilaba ante nuestra vista. Era tan variado lo que veíamos, que no tuvimos ocasión de aburrirnos. Se podía contemplar duran-te horas: bosques, praderas con animales, riachuelos y colinas que alternaban con aldeas y casas de campesinos. Todo esto, en tanto, los caballos que nos tiraban trotaban alegremente por los caminos que orillaban el canal. Mientras yo contemplaba el espectáculo, la señora Milligan to-maba las lecciones a su hijo. A pesar de la enfermedad de Arturo, su madre era exigente con él. Después de un rato, aburrido el niño o deseoso de jugar con nosotros, dijo que no quería estudiar más. Su madre, molesta, lo reprendió con severidad y le dijo que, aunque estuviera enfermo, tenía que cumplir sus deberes como cualquier niño. -No estás enfermo de la cabeza -le dijo- y no voy a consentir que, con el pretexto de que no puedes caminar, te conviertas en un ignorante. Ahora vas a estudiar solo y yo regresaré dentro de una hora a tomarte la lección. Se marchó y Arturo cogió el libro para estudiar. Yo había escu-chado y el tema no me parecía interesante. Pero veía que Arturo

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se distraía con frecuencia; dejaba el libro a un lado y miraba me-lancólicamente el paisaje. Me acerqué a él y le pregunté si podía ayudarle. Aceptó con gusto y empezamos a leer juntos un libro de literatu-ra francesa. Yo había ejercitado mucho la memoria con las leccio-nes que me había dado Vitalis. También me había enseñado algu-nas técnicas para retener las materias. Comprendí que Arturo tenía dificultad para memorizar, porque repetía las frases en forma me-cánica. Le expliqué cómo estudiaba yo. Ejercitando la imaginación, pronto logré que tomara mayor interés y que la lección se convirtie-ra en un juego para él. Cuando la señora Milligan regresó, frunció el ceño al vernos juntos; creyó que habíamos desobedecido sus órdenes. Pero Artu-ro la llamó alegremente y le dijo: -¡Mamá! ¡Ven y tómame la lección! Remi me ha enseñado a es-tudiar como él lo hace y resulta mucho más fácil. Arturo contestó correctamente todas las preguntas, dejando sorprendida a su madre. Cuando el interrogatorio terminó, la seño-ra Milligan besó a su hijo y me dijo sonriendo con cariño: -Eres un niño muy bueno. Mi relación con ellos mejoró más aún, desde ese momento. La víspera era simplemente un músico y un maestro de perros sabios que podía entretener a Arturo. A partir de entonces, pasé a ser un amigo. Ambos nos hicimos amigos. Más tarde supe que la señora Milligan estaba sinceramente agradecida, porque su gran preocupación eran la apatía de Arturo y su absoluta falta de interés por el estudio. Poco a poco, fui conociendo mejor a mis nuevos amigos, supe mucho más sobre ellos. Eran ingleses y pertenecían a una familia noble y muy rica. La señora Milligan había enviudado y Arturo había tenido siempre mala salud. Su madre vivía sólo para cuidar-lo, tanto, que los médicos consideraban que el niño sobrevivía úni-camente gracias a sus desvelos. Arturo sufría de una enfermedad a los huesos desde algunos meses atrás. Se encontraban en Francia porque le habían reco-

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mendado baños termales, pero no se notaba mejoría alguna. Los médicos aconsejaron también mantenerlo sin caminar durante un largo tiempo. Aseguraban que éste se recuperaría por completo, a condición de permanecer inmóvil durante muchos meses. Ante esta situación, la señora Milligan decidió acondicionar un barco como vivienda para que Arturo, pudiera distraerse sin tener que moverse, recorriendo los ríos y canales de Francia. Así com-pletaría su período de reposo sin aburrirse y, de paso, viajaría y aprendería cosas nuevas. Se habían embarcado hacía un mes en Bordeaux, y después de remontar el río Garona entraron en el ca-nal del Mediodía, donde yo los encontré. Desde allí pensaban na-vegar por los canales que bordean el Mediterráneo, en seguida el Ródano y el Saona, y más adelante otros canales, hasta alcanzar el Loira y el Sena. Era, sin duda, un viaje muy hermoso. El enfermo no se movía de su lecho mientras el paisaje desfilaba ante él. Además, como el pequeño barco tenía toda clase de comodidades, no había que buscar alojamiento ni preocuparse de llegar a alguna ciudad. Cuando se hacía de noche, se detenían, atracaban a la ori-lla del canal, los caballos descansaban y todo el mundo dormía. Me parece que los días que pasé a bordo del Cisne fueron los mejores de mi infancia. Arturo me había tomado mucho cariño y llegamos a ser grandes amigos. Jamás había entre nosotros pe-leas ni desacuerdos. Yo me sentía tan a gusto con ellos como si los hubiera conocido desde siempre. Esto se debía, sin duda, a que mis cortos años me impedían comprender la distancia social que nos separaba. Pero se debía también a la bondad de la señora Milligan, quien me trataba como si yo fuera un hijo. Por mi parte yo la admiraba y sentía crecer día a día mi cariño hacia ella. Pero me inquietaba la profunda tristeza de su mirada. No sólo era la mala salud de su hijo lo que la afligía. Supe que, además de su marido, ella había perdido también a su hijo mayor, de manera que este ni-ño inválido era lo único que le quedaba en la vida. A pesar de su callada tristeza, la señora Milligan era para mí una compañía inapreciable. Su conversación era cordial y afectuo-sa y siempre se interesaba por los demás. Recuerdo especialmen-

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te las veladas en que ella nos leía libros o nos relataba historias tan maravillosas que siempre nos parecía que la hora de ir a dormir llegaba demasiado pronto. A veces sentía que envidiaba a Arturo a pesar de su enferme-dad, porque tener una madre como la señora Milligan era dema-siada felicidad. En cambio, yo primero había perdido a mamá Bar-berin y después a Vitalis. Sin embargo reconocía que en los momentos en que me encon-traba solo y desamparado, la Providencia me había enviado a esta mujer que me había acogido con una inmensa bondad. No tenía padres ni hermanos, pero había encontrado unos buenos amigos y me sentía feliz. Feliz como nadie en el mundo.

11 DOLOROSA SEPARACIÓN

Se aproximaba la fecha en que mi amo debía salir de la prisión y nos encontrábamos muy lejos de Toulouse. Yo debería estar allí el día en que Vitalis recuperara la libertad. Mi cariño por él no había disminuido, pero, por otro lado, me llenaba de tristeza la idea de abandonar el Cisne. Debía despedirme de la cama mullida, de los exquisitos pasteles y de las cálidas veladas, para volver a mar-char sin descanso por los caminos, a comer pan seco y a dormir en los graneros. Pero lo peor no era eso; lo peor de todo era alejarme de mis nuevos amigos: de Arturo y de su madre. Me sentía cada día más triste y le confié mi preocupación a la señora Milligan. Cuando Arturo lo supo, puso el grito en el cielo: no quería oír hablar de mi partida. Les expliqué que no era dueño de mi persona, que mis padres me habían arrendado a mi amo, y mi obligación era seguirle y estar a su servicio. No había explicado a Arturo y a su madre que mis padres eran sólo adoptivos. Me pare-cía una vergüenza no tener verdaderos padres como todos los ni-ños. Ser un niño abandonado era para mí algo tan doloroso, que decidí ocultarlo.

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Arturo insistía en forma cada vez más exigente que no quería separarse de mí y por evitarle ese dolor, la señora Milligan me pre-guntó si yo desearía quedarme para siempre con ellos como com-pañero de su hijo. Sentí remordimientos y pena por Vitalis, pero contesté que sí. Entonces la señora Milligan me propuso: -No regreses a Toulouse. Le escribiré a Vitalis y le enviaré dine-ro para que se reúna con nosotros en Cette. Allí conversaré con él: le ofreceré una indemnización, después les escribiré a tus padres solicitándoles autorización para que te quedes con nosotros. Yo vacilaba entre la felicidad y el miedo. Si este arreglo resulta-ba podía ser muy feliz. Pero escribir a mis padres era descubrir esa verdad que no sé bien por qué me avergonzaba tanto. Quizás por-que tenía dudas de que pudieran seguir queriéndome igual que hasta ahora, cuando Arturo y su madre se enterasen de que mis padres eran desconocidos. Pensé que tenía que armarme de paciencia, aguardar los acon-tecimientos y disimular lo más posible mi angustia. Si Vitalis no quería cederme, mi secreto no sería descubierto. Me sentía tan abrumado..., quería que mis amigos conservaran un buen recuerdo mío si tenía que separarme de ellos para siempre. Esperé con ansias la respuesta de Vitalis. Finalmente llegó. En su carta, él aceptaba la invitación de la señora Milligan y anunciaba su arribo para el día sábado en el tren de las dos de la tarde. Puntualmente a la hora en que debía llegar el tren, yo estaba en la estación con toda mi tropa. Es indescriptible la alegría de los pe-rros y del mono cuando vieron a su amo. Vitalis me besó con un cariño que me conmovió y me avergon-zó al mismo tiempo. Lo encontré envejecido y pálido a causa de su estada en la prisión. -Sí -me contestó cuando se lo dije-, la prisión es como una en-fermedad. Pero ahora estoy libre y todo marchará mejor. Apresuradamente le conté con lujo de detalles mi encuentro con la señora Milligan y su hijo y lo buenos que habían sido conmigo. También le hablé de los maravillosos días pasados en el Cisne, pe-

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ro no me atreví a decirle una palabra de la proposición que iba a recibir. En Cette, la señora Milligan había dejado por unos días el barco y se alojaba en un hotel. Cuando llegamos, Vitalis me dijo en forma perentoria: -Quédate aquí con los animales. Yo subiré a conversar con esa señora. Eso me sorprendió mucho y hasta me sentí contrariado, pero Vitalis tenía una manera de dar órdenes que no se podía objetar. Mientras permanecía esperando, especulaba acerca de las razo-nes que tendría Vitalis para que yo no presenciara la conversación entre ellos. Salí de dudas cuando Vitalis volvió al cabo de un largo rato, y me dijo apresuradamente: -Anda a despedirte de la señora y de su hijo. Nos vamos dentro de diez minutos. Quedé tan aturdido que no me moví, pero él me repitió la orden con dureza: -¡Muévete! ¿Qué haces parado ahí como un estúpido? Vitalis jamás me había tratado así. Sorprendido y asustado subí las escaleras como un autómata. Arriba encontré a Arturo que llo-raba sin consuelo. -Ese hombre es un malvado... -decía sollozando. La señora Milligan le corrigió con suavidad: -No es un malvado. Me ha parecido un hombre honrado y no puedo contradecir sus argumentos. Dice que te quiere como a su propio hijo y que le es imposible separarse de ti. Las razones que ha dado para justificar su negativa me han impresionado. Me dijo lo siguiente: "El duro aprendizaje de la vida que Remi ha adquirido a mi lado será más útil para él que la vida fácil y llena de agrado que llevará con ustedes. No es verdaderamente su hijo, señora, y en cambio puede ser mío". -Pero no es su padre -repetía, obstinado, Arturo. -Es su amo, y sus padres se lo han entregado. Por eso -añadió la señora Milligan-, nos queda un solo recurso Remi: yo puedo diri-girme a tus padres, para llegar a un arreglo con ellos. ¿Es en Cha-

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vannon donde viven, verdad? -¡Oh, no, señora Milligan! No haga eso -exclamé yo echándome a llorar. –No hay otro medio -contestó ella desconcertada. -¡No haga eso, se lo suplico! -repetí yo, y ya no pensé en otra cosa sino en irme de allí cuanto antes. Acongojado y con cariño abracé fuertemente a Arturo que llora-ba sin consuelo, besé precipitadamente la mano de su madre y salí corriendo de la habitación como si fuera huyendo. De esta manera con un gran desgarro en el alma, abandoné a mi primer amigo y a su madre, para seguir mi vida de aventuras junto a Vitalis, a quien también quería mucho y a quien tanto le de-bía.

12 LOBOS Y NIEVE

Con el arpa y mi atado de ropa al hombro, comenzaron nueva-mente para mí las largas caminatas tras mi amo. Cansado y ham-briento, con sol o con lluvia, recorríamos caminos polvorientos o cubiertos de barro. Tuve que empezar otra vez a hacer el idiota en las plazas públicas, a cantar, a reír o a llorar para divertir al "distin-guido público". Claro es que todo eso lo había hecho antes, pero ahora me pa-recía muy diferente. Sentía un desgano, un cansancio y un aburri-miento que antes no conocía. Es que uno se acostumbra al bienes-tar con demasiada facilidad. El recuerdo del Cisne no me abando-naba. Cuando dormíamos en el granero o en el corral de una sucia posada, yo pensaba en mi cuartito a bordo con su cama mullida y sus sábanas finas. Constantemente me preguntaba si sería posible que nunca más en la vida volviera a jugar con Arturo y que nunca más escuchara la voz afectuosa de la señora Milligan. Ante esta sola idea se me hacía un nudo en la garganta y sentía deseos de llorar.

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La actitud de Vitalis era mi único consuelo. Siempre había sido bueno conmigo, pero ahora me trataba con mucho más cariño. A veces hubiera querido hablar con él y contarle lo que me pa-saba... la tristeza que sentía. Pero nunca me atreví. Le tenía de-masiado respeto y jamás había habido familiaridad entre nosotros. En medio de mis reflexiones yo hacía una comparación que me pa-recía sorprendente. Cuando tuve que irme con Vitalis, no conocía más que a mamá Barberin y a sus escasas amistades de la aldea. El viejo músico ambulante me parecía igual a cualquier otro. Ahora que había vivido en el ambiente del barco, con Arturo y su madre, encontraba un parecido inexplicable entre Vitalis y la señora Milli-gan. Pero no era un parecido físico sino algo muy diferente. Había algo en el modo de ser de ambos que los hacía semejantes: se im-ponían de la misma forma, su manera de ser y sus modales distin-guidos eran iguales. Todo esto que venía a mi mente no dejaba de ser raro y absurdo, puesto que la señora Milligan era una aristócra-ta y Vitalis un simple maestro de perros sabios. Sin embargo, yo los veía así y mis cavilaciones eran infinitas. Durante los primeros días el viejo no me habló para nada del Cisne y ni de mis nuevos amigos. Pero más adelante el tema sur-gió espontáneamente en nuestras conversaciones y él escuchaba en silencio todo lo que yo le contaba. -Querías mucho a esa señora, ¿verdad? -me dijo un día-. Tie-nes razón. Fue buena contigo y debes estarle agradecido. Luego agregó murmurando a media voz, como hablando para sí mismo: -¡Había que hacerlo! Ese "había que hacerlo" se refería al hecho de haberme sepa-rado de ellos. Pero lo decía con pena, como si lo lamentara. En-tonces se me ocurrió que tal vez Vitalis hubiera cambiado de idea y que si nos volviéramos a encontrar con el Cisne ahora aceptaría el proyecto de dejarme con la señora Milligan y Arturo. Esto no era algo descabellado. Ellos iban a remontar el Ródano y nosotros recorríamos las ciudades ribereñas del mismo río. Esta idea se fue convirtiendo para mí en una obsesión. Vivía mirando

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con esperanzas hacia los canales y ríos que cruzaban nuestra ru-ta. En todas las ciudades que atravesábamos Arles, Tarascon, Avignon, Montélimar o Vienne, mi primera visita era a los muelles, donde buscaba con la mirada inquieta la silueta del Cisne. A es-condidas de mi amo, preguntaba a los marineros si lo habían visto pasar. Todos me miraban con cierto asombro y me respondían ne-gativamente. Mis esperanzas estuvieron puestas en este encuentro durante varias semanas. Pero fue en vano. El Cisne no apareció. En Cha-lon se perdieron mis últimas ilusiones. Allí nos separamos de la ru-ta que bordea los canales y nos internamos por otros caminos. Había terminado el verano y comenzaba el frío. Mayor era mi tristeza. Al salir de Dijon se dejó caer una lluvia helada que calaba los huesos. El pobre Valentín se escondía bajo la chaqueta de Vi-talis, más triste y malhumorado que yo. Sin embargo, había que caminar sin descanso. Mi amo tenía prisa porque quería llegar a París antes del invierno. Allí podríamos pasar una larga temporada hasta que terminara la estación fría. En otras circunstancias habríamos podido irnos en tren. Pero los largos días en la prisión habían arruinado a Vitalis, y las representaciones que tuvimos después nos dejaron resultados tan mediocres que apenas nos daban para comer. En Dijon, mi amo me compró una piel de corde-ro como la suya, pero para hacerlo y para adquirir otros objetos in-dispensables en nuestra vida ambulante, tuvo que vender su reloj de plata. El famoso reloj en el que Capi sabía decir la hora. Esto me dio una idea clara de la pobreza en que se encontraba, aunque él nunca se quejaba. Había que resignarse a llegar a pie hasta París. Hubo varios días de tiempo húmedo y lluvioso. Después el cli-ma cambió bruscamente, y un violento viento norte empezó a azo-tarnos la cara mientras caminábamos. Esto era para nada agrada-ble, pero a mí me pareció mejor que la lluvia. Sin embargo, Vitalis se veía preocupado. Antes que se dejara caer la noche, llegamos a una posada don-

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de mi amo decidió descansar y dormir. -Duérmete en seguida -me dijo-. Saldremos de madrugada por-que quiero llegar a Troyes antes de que empiece a nevar. Me levanté muy temprano, parecía que aún era de noche, pues el cielo estaba cubierto de nubes negras. -En el lugar de ustedes, yo no me iría -nos dijo el posadero al vernos-, va a empezar a nevar. -Tengo prisa -le contestó Vitalis-. Son sólo treinta kilómetros y creo que podemos hacerlos antes de que caiga la nieve. Nos pusimos en camino. Marchamos sumidos en el mutismo. Había un silencio absoluto: nadie en los caminos, nadie en los campos. Ni pájaros, ni anima-les, ni hombres. Sólo algunas urracas gritaban en forma siniestra a nuestro paso, como si quisieran advertirnos de un mal presagio. Una sola vez oímos venir en la lejanía el bullicio de gritos discor-dantes: era una gran bandada de gansos salvajes que emigraban hacia el Mediodía en busca de regiones cálidas. Pronto empezaron a caer los primeros copos de nieve. En poco rato la tierra estuvo cubierta de un manto blanco. Para mí el espec-táculo era hermoso y me olvidé algo del frío. No sentía temor, por-que no sabía lo que era una tormenta de nieve. Pero muy luego ya no fueron copos los que caían, sino una masa de nieve que nos cegaba, que nos impedía ver a un metro delante de nosotros. Vitalis estaba preocupado. Miraba constantemente hacia el lado izquierdo, y me dijo que buscaba un refugio donde abrigarnos, por-que sería imposible llegar a Troyes. Caminábamos sin descanso sobre la nieve blanda y afortuna-damente el viento había cesado. Los perros ya no corrían alegre-mente como de costumbre. Caminaban con la cabeza gacha, pe-gados a nuestros talones como pidiéndonos abrigo. Después de andar varias horas, nos adentramos en un bosque. A poco caminar entre los árboles, Vitalis me señaló con la mano lo que buscaba: en un claro había una choza hecha de troncos y que no tenía puerta. Llegar hasta ese refugio con mucha dificultad, porque la nieve

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nos llegaba ya a las rodillas y cubría por igual senderos, hoyos o ramas caídas. Pero el alivio de encontrar un lugar para guarecer-nos era muy grande: aunque no tenía puerta y el suelo estaba húmedo, en su interior había un fogón y leña acumulada para hacer fuego. Hicimos arder una alegre hoguera y Valentín asomó su cabeza fuera de la chaqueta de mi amo, donde se había cobija-do, y saltó al suelo para ser el primero en colocarse cerca del calor. Mientras secábamos nuestras ropas, Vitalis sacó sus provisio-nes. Llevaba un enorme pan y un buen trozo de queso que a todos nos abrió el apetito. Pero solamente nos repartió la mitad de esa porción, con gran descontento de los perros, que quedaron con hambre. -No conozco este camino -me dijo a manera de explicación-. No sé a qué distancia estamos de Troyes, ni tampoco sabemos cuán-tos días durará la tormenta de nieve. Hay que guardar provisiones para mañana. Cuando los perros se convencieron de que no habría más cena, se acostaron en el suelo a dormir. Decidí hacer lo mismo. Estaba rendido de cansancio y no desperté hasta el día siguiente cuando empezaba a amanecer. Salí. Alrededor de la choza todo era blanco y en el silencio se oían crujir las ramas de los árboles desgajadas por el peso de la nieve. El cielo estaba plomizo, pero había dejado de nevar. Pensé que pronto nos pondríamos en camino. Pero Vitalis con más expe-riencia que yo, dijo: -No debemos movernos de aquí. Empezará a nevar otra vez. Y, efectivamente, así sucedió. Debimos permanecer todo el día en el interior de nuestro refugio, agradeciendo a Dios el calor del fuego, aunque tuviéramos el estómago vacío. Al anochecer mi amo nos repartió a todos la última porción de comida. Los perros quedaron hambrientos otra vez, pero en lugar de reclamar como el día anterior, Capi fue a oler el saco de provi-siones de Vitalis, lo tanteó con una pata y con un suspiro de resig-nación se fue tranquilamente a dormir. Los demás lo imitaron. Seguían cayendo los gruesos copos de nieve. Parecía que ya

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nunca más dejaría de nevar. El frío había arreciado, y Vitalis, que seguramente había velado la noche anterior mientras yo dormía, me dijo que haríamos turnos. -Duerme tú primero. Cuando sea necesario te despertaré para poder dormir un poco. No podemos dejar apagarse el fuego, por-que si cesa de nevar el frío será aún mayor. Cuando Vitalis me despertó, efectivamente había dejado de ne-var y el frío era intensísimo. Mientras mi amo dormía, yo salí a la puerta a mirar la noche. Todo estaba inmóvil, helado y silencioso. Zerbino, inquieto, me había seguido y quiso salir; yo lo detuve pero obedeció de mala gana. Volví junto al fuego y me senté a mirar las llamas. Pensé que estaba descansado y que velar no me sería difícil, pero me quedé dormido sin darme cuenta. Un furioso ladrido me hizo despertar sobresaltado. La hoguera se había extinguido. Todo estaba oscuro. Mi amo también despertó. En la puerta Capi ladraba desesperadamente. Afuera le contestaron unos aullidos extraños y un gemido. Creí re-conocer a Dolce. Vitalis había logrado hacer arder una rama, y con ella, a manera de antorcha, iluminó la habitación. Ni Dolce ni Zerbino estaban en su lugar. Sin duda el perro había realizado su capricho de salir, y la perrita lo había seguido. -Vamos a ver -dijo Vitalis. Un aullido feroz rompió el silencio. -¡Los lobos...! -exclamó mi amo. Se me erizaron los cabellos. En la aldea había oído muchas ve-ces historias aterradoras de lobos. Salimos al bosque mientras Capi nos seguía, husmeando en el suelo las huellas de sus compañeros. Llegamos hasta un lugar en que la nieve, pisoteada y revuelta, mostraba huellas de lucha. No pudimos aventurarnos más lejos porque la oscuridad era completa. Vitalis silbó y llamó a los perros con su poderosa voz. Pero sólo le respondió el silencio. -¡Pobre Zerbino! ¡Pobre Dolce! -me dijo en voz baja, y agregó-:

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¿Por qué los dejaste salir? Yo no contesté. No tenía qué iba a decirle -Nada hay que podamos hacer -ante mi silencio, añadió-: Si no contestaron a mi llamado es que están muy lejos... Volvamos, no podemos exponernos a que los lobos nos ataquen a nosotros tam-bién. Abrumados por la desgracia regresamos a la cabaña. A mí me dolía especialmente la responsabilidad que tenía en todo esto: si no me hubiera dormido, los perros no habrían salido ni habrían si-do víctimas de los lobos. En nuestro refugio nos esperaba una nueva sorpresa: Valentín había desaparecido. Lo buscamos en vano por todos los rincones. Vitalis recordaba que, cuando él despertó, estaba durmiendo a su lado. Pero, sin duda, había huido al encontrarse solo, aterrorizado por los aullidos de los lobos. Encendimos una nueva antorcha y buscamos en los árboles próximos a la cabaña, todo fue inútil. Estaba demasiado oscuro, y Valentín tampoco acudió a los llamados de su amo. -Hay que esperar que amanezca -decidió Vitalis. Y entramos los dos a la cabaña. El se sentó ante el fuego con la cabeza entre las manos. No dijo una sola palabra. Hubiese preferido que se enojara conmigo antes que verlo así, tan triste y abatido. Las horas transcurrieron con una lentitud exasperante. Por fin amaneció y el cielo se tiñó de una luz rosada que presagiaba buen tiempo. En cuanto hubo claridad suficiente salimos de la cabaña y reanudamos nuestra búsqueda. Mientras nos preocupábamos de las huellas en el suelo, nos interrumpieron los alegres ladridos de Capi que miraba hacia la copa de un árbol. Allá arriba, aferrado a una rama, estaba el pequeño Valentín. Friolento como era, el po-brecito debía estar helado. Mi amo lo llamó con cariño pero no se movió. Me ofrecí para subir a buscarlo. No era una empresa fácil por-que con la nieve las ramas estaban resbaladizas, pero yo sabía trepar a los árboles como todos los niños de campo. Después de que alcancé la primera rama, lo demás fue fácil.

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Pero Valentín, al ver que yo me aproximaba, saltó a una rama más alta. Lo seguí con paciencia, y cuando comprendió que no podía escapar, se descolgó de rama en rama, hasta caer en los brazos de Vitalis y desapareció dentro de su chaqueta. Algo más tranqui-los seguimos las huellas de los perros. En el lugar en que éstas se perdían se veían señas de cuerpos arrastrados y más adelante la nieve estaba teñida de sangre. Ya no había nada más que hacer. Ahora nuestra mayor preocupación era lograr que el pobre Va-lentín se recuperara del intenso frío que había sufrido. Lo coloca-mos ante el fuego con las manos y las patitas por delante como a los niños, pero desgraciadamente no podíamos darle una buena bebida caliente. Mientras lo cuidábamos, nuestros pensamientos volvían una y otra vez a los perros. No podíamos imaginarnos lo que haríamos de ahora en adelante sin nuestros fieles amigos y camaradas.

13 MUERTE DE VALENTIN

Ahora brillaba el sol, el cielo estaba despejado, límpida la at-mósfera y los campos totalmente nevados. El bosque, lívido y triste del día anterior deslumbraba ahora con su brillante blancura. El mono, pobrecito, seguía temblando de frío, aunque Vitalis lo abrigaba contra su pecho. -Debemos llegar a alguna ciudad- dijo mi amo-; de lo contrario Valentín se nos va a morir aquí. Rápidamente recogimos nuestro equipaje y nos pusimos en camino. Capi aullaba en forma lastimera. No quería marcharse. Mi-raba incesantemente hacia atrás, hacia el lugar en que habían des-aparecido sus compañeros. La marcha fue difícil porque nos hundíamos en la nieve. Un campesino que encontramos en la ruta, nos dijo que a una hora de camino había una ciudad. Esto nos dio ánimo y seguimos adelante hasta divisar los techos blancos de las primeras casas. En nuestros viajes siempre alojábamos en albergues pobres

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donde pagábamos muy poco. Pero esta vez Vitalis se dirigió a una buena posada. Se presentó con sus aires de gran señor, y aunque el posadero echó una mirada desconfiada a nuestras vestimentas, terminó por arrendarnos una espléndida habitación con una gran chimenea. Vitalis me hizo acostar y puso al mono a mi lado para que estu-viera abrigado. Pero Valentín ya no tiritaba: ahora ardía de fiebre. El pobre animal, siempre rebelde y travieso, ahora se había vuelto obediente y sumiso. Nos miraba interrogante con sus pe-queños ojos brillantes. De vez en cuando sacaba un brazo de entre las sábanas y nos lo señalaba. No entendí este gesto pero Vitalis me lo explicó: antes que yo me uniera a la compañía, Valentín había estado una vez enfermo y el veterinario le puso una inyec-ción que lo había mejorado. Por eso nos ofrecía el brazo para que lo inyectaran nuevamente. Vitalis decidió traer a un médico. Le parecía que en una aldea como ésa no habría buenos veterinarios, y no quería arriesgar la vida de su mono en manos de algún ignorante. Como no le faltaba audacia fue a buscar a un facultativo y lo llevó al hotel sin decirle quién era el enfermo. Este, al verme en cama, creyó que era yo, pero cuando lo desengañamos y le mostramos al pequeño Valen-tín, se enojó mucho y quiso marcharse. Pero mi amo sabía ser amable y convincente cuando quería. Finalmente, el doctor examinó a ese paciente un tanto original. El diagnóstico fue grave: Valentín tenía neumonía. Indicó algunos medicamentos, cataplasmas y bebidas calientes, y se marchó. Pronto se presentó una tos asfixiante que sacudía todo el cuerpo del pobre enfermito. A mí me quedaban cinco centavos. Los gasté en comprar ca-ramelos que a Valentín le gustaban mucho. Cuando le venía un acceso de tos, le daba un caramelo para consolarlo. Pero el reme-dio resultó peor que la enfermedad, porque el inteligente mono pronto se dio cuenta y empezó a fingir accesos de tos para que yo le diera dulces, con lo cual irritaba aún más sus bronquios conges-tionados.

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Vitalis, que jamás se quejaba de pobreza, me había dicho que el posadero le había exigido el pago por adelantado, y ahora le quedaban sólo dos francos. Había que intentar ganar algún dinero. Como por el frío no era posible hacer una exhibición al aire li-bre, mi amo gastó su último dinero en arrendar un local próximo a la posada; y un pregonero, a tambor batiente, anunciaba por el ve-cindario la presentación de un perro sabio "célebre en el mundo entero"-éste era Capi- y de un niño que "cantaba en forma prodi-giosa", que era yo. La propaganda de mi amo me pareció demasiado arriesgada. Capi merecía ser famoso, pero yo no era ningún prodigio. Además, nuestra representación sin Zerbino, Dolce ni Valentín sería muy pobre. Pero había que intentarlo todo para ganar algún dinero. Al vernos hacer los preparativos, nuestros inteligentes animales comprendieron que se anunciaba una representación. Capi ladró alegremente, y el pobre Valentín quiso levantarse. Lo volvimos a meter a la cama, pero él insistía, rogándonos con las manos juntas y explicándonos con gestos que le pusiéramos su traje rojo con ga-lones dorados. Tuvimos que dejarlo solo. Le echamos leña al fuego, cerramos la habitación con llave para que no se escapara y nos fuimos. Des-de afuera lo oímos gemir y lamentarse porque no lo llevábamos con nosotros. En el camino, Vitalis me recomendó que pusiera toda mi alma y mi entusiasmo en las canciones que iba a interpretar. Necesitába-mos urgentemente ganar cuarenta francos para pagar el tratamien-to de Valentín. A la entrada del local esperamos el regreso del pregonero que recorría el barrio con su tambor. Llegó acompañado de una multi-tud de chiquillos. Pero éstos no eran la clientela que nos convenía, porque, aunque siempre aplaudían con entusiasmo, no tenían di-nero. El recinto se llenó a medias y empezamos la representación. Canté lo mejor que pude, y, para ser sincero, recogí unos aplausos más bien escasos. Capi tuvo más éxito en todas sus habilidades

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de perro sabio, y pasó el platillo entre el público, con todos los tru-cos que sabía para conmover a las personas que cerraban el bolsi-llo. Cuando le llevó el platillo a mi amo, pudimos comprobar a sim-ple vista que el dinero recogido no era mucho. Entonces Vitalis se levantó y anunció que él cantaría algunas canciones. Aunque había sido mi profesor, yo nunca había oído a Vitalis cantar en público. Tampoco era yo un crítico que tuviera conoci-mientos de música. Sin embargo, recuerdo que su voz me emocio-nó tanto que tuve que ocultar mis lágrimas. A través de mis ojos empañados vi, en la primera fila, a una se-ñora que escuchaba también con honda emoción. Su aspecto, muy diferente del resto del público, era el de una persona elegante y distinguida. Al terminar las canciones de mi amo, el público lo ovacionó, y Capi inició una nueva ronda con el platillo. Ante mi sorpresa, la se-ñora de la primera fila no le dio dinero. Cuando el perro volvía hacia el escenario, ella me hizo una seña y me acerqué. Me expli-có que deseaba hablar con Vitalis. Fui a llamarlo. Mi amo parecía extrañado de esta solicitud y no quería ir. Al fin, como yo le insistie-ra, se acercó a la señora y la saludó con cierta reserva. -Perdóneme por haberlo molestado -dijo ella, amablemente-. No puedo marcharme sin felicitarlo. Soy música y puedo apreciar el gran talento que usted tiene. Y miraba a mi amo con insistente curiosidad. -Soy un simple empresario de animales sabios, señora -replicó éste-.¿Qué talento puedo tener? Lo que ocurre -dijo después de una vacilación- es que fui durante mucho tiempo el criado de un gran cantante y aprendí a imitarlo. Eso es todo. Ella lo miró largamente y se despidió con gentileza, agrade-ciéndole una vez más la emoción que la había hecho vivir. Hizo un amable saludo y dejó caer una moneda de oro en el platillo de Ca-pi. ¡Estábamos salvados! Recogimos nuestras pertenencias y re-gresamos rápidamente a la posada. Entré el primero en la habita-

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ción oscura y avivé el fuego semiapagado de la chimenea. Me sor-prendió no ver a Valentín. Luego de una mirada más atenta, lo en-contré tendido en su cama, vestido con su uniforme de general in-glés. Parecía dormido, pero lo toqué y estaba frío. Detrás de mí, Vi-talis se tiró desconsolado sobre la cama. -¡Está muerto! -exclamó con voz desolada-. Esto tenía que su-ceder. Me siento culpable de haberte sacado del lado de la señora Milligan. Este es mi castigo: Zerbino, Dolce y ahora Valentín. Temo mucho que el futuro sea aún peor...

14 EN PARIS

Aún nos encontrábamos bastante lejos de París. Nos pusimos en camino nuevamente a través de interminables carreteras cubier-tas de barro y de nieve. Vitalis caminaba delante de mí con la cabeza gacha, yo le se-guía y Capi se pegaba a mis talones. Marchamos así durante horas, sin hablar una sola palabra. ¡Qué tristes fueron esas largas jornadas! El silencio me resultaba terriblemente doloroso. Hubiese queri-do desahogarme hablando con alguien,. Pero Vitalis, con su in-mensa tristeza, me contestaba apenas, sin siquiera volverse para mirarme. Sólo Capi se me acercaba para que lo acariciara, y me lamía las manos Era mi único amigo, mi único consuelo. Tampoco encontraba distracción alguna en la soledad de los caminos. Todo era nieve. Todo era desolación por esos campos extensos. No había sol, ni campesinos que trabajaran la tierra, ni animales, ni gente en la ruta. Marchábamos sin cesar contra el viento helado que nos daba en la cara, con los pies mojados y el estómago vacío. Dormíamos en el patio o en el corral de alguna granja. A veces un campesino de buen corazón nos permitía ordeñar alguna oveja que tenía mucha leche, y Vitalis me la daba a mí para calmar mi

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hambre incesante. A medida que avanzábamos, las aldeas fueron haciéndose más concurridas, y empezamos a ver movimiento por la carretera. La gran ciudad ya estaba cerca. Entonces Vitalis se aproximó a mí y poniéndome la mano en el hombro dijo con voz grave: -Dentro de unas horas estaremos en París y allí nuestra vida va a cambiar, Remi... Yo lo miré con ansiedad. -En París nos vamos a separar. Sentí que el mundo se hundía bajo mis pies, pero de mis labios temblorosos no salió pregunta alguna. -¡Pobre pequeño! -añadió-. Eres un niño bueno y valiente. Tal vez te parezca raro lo que te voy a decir, pero has sido un apoyo para mí. Estoy viejo, me ha ido mal, tú has sido mi único consuelo, y sin embargo debo separarme de ti. -Pero usted... ¿no me va a abandonar en París? -No, por cierto. No pienso abandonarte. ¿Cómo podría hacerte algo así? Cuando me negué a entregarte a la señora Milligan con-traje una obligación seria contigo: la de educarte y de hacer de ti un hombre bueno y capaz de desenvolverte bien en la vida. Pero tú ves: me ha perseguido la mala suerte. Casi todos mis artistas han muerto y soy demasiado orgulloso para pedir limosna en la calle. Por eso he tomado una decisión: hasta el fin del invierno te entre-garé en arriendo a un "patrón". Este te llevará con otros niños a to-car el arpa y a cantar en las calles, y te dará de comer. Mientras tanto yo daré lecciones de música. Conozco aquí a muchos italia-nos y no me faltará trabajo, pero lo principal es que yo me dedicaré a enseñar a dos perros que reemplacen a Zerbino y a Dolce. Esta-remos un tiempo separados, mi pequeño Remi... Pero no para siempre. En la primavera ya tendré preparados a mis nuevos artis-tas, y los dos nos pondremos otra vez en camino. Entonces todo marchará bien otra vez. Te llevaré a Alemania y a Inglaterra, por-que viajar es la mejor manera de instruirse. Ya verás como estos meses se pasan pronto y volveremos a ser felices. Lo único que te

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pido ahora es paciencia y valor... Parecía que lo que Vitalis me decía era razonable y que era la única solución que nos quedaba. Pero yo estaba demasiado afligi-do para razonar. Me asustaba la idea de cambiar de amo. No po-día imaginar que éste fuera tan bueno conmigo como había sido Vitalis. También pensaba que mi destino era cruel. Siempre había tenido que separarme de las personas a quienes quería: Mamá Barberin, la señora Milligan y Arturo, ahora, Vitalis... No tenía pa-dre, ni madre..., ni hogar como los demás niños... Quizás tendría que estar siempre solo... Estas inquietudes acudían a mi cerebro, pero no podía comuni-cárselas a Vitalis. La tristeza de mi amo era muy grande y yo no quería aumentarla. Por lo demás, él se había alejado otra vez y caminaba delante de mí, como si hubiera querido evitar oír mis pa-labras. Caminamos así durante algunas horas hasta que el campo se cubrió de viviendas, y nos encontramos en una calle interminable. Por todas partes había nieve sucia, barro y basuras. Las casas me parecían oscuras y horribles. -¿Dónde estamos? -le pregunté a Vitalis. -En París -me contestó. Aquí, tendría que pasar el invierno separado de Vitalis y de Capi en esta ciudad, que yo tanto había anhelado conocer, y que ahora me causaba horror.

15 EXPLOTADOR DE NIÑOS

A medida que nos adentrábamos en la ciudad, me pareció que ésta fue mejorando un poco su aspecto. Las calles eran más am-plias, las casas mejores y las gentes parecían menos miserables. Pero cuando doblamos por una callejuela, nos encontramos otra vez en un barrio pobre y sucio. La diferencia era que aquí andaba tanta gente en las calles, que Vitalis me tomó de la mano para no perdernos.

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Al llegar a una esquina doblamos nuevamente y en ella vi escri-to: calle de Lourcine. Pronto nos encontramos frente a un edificio de varios pisos, sórdido y sucio como los demás. Vitalis preguntó si estaba Garofoli en casa, y le contestaron que debía subir a pregun-tar al cuarto piso. El interior del inmueble era lúgubre, oscuro y ma-loliente. Al final de la escalera mi amo golpeó una puerta que estaba en-treabierta. Como nadie le contestara, entramos. Era una gran sala con techo de buhardilla, en la que se veían alineadas doce camas. Todo era sucio y destartalado, las paredes estaban desconchadas o cubiertas de dibujos y letreros torpes. La ropa de las camas era de un color indefinible, y los vidrios sucios apenas dejaban pasar la luz. -¿Está Garofoli en casa?- volvió a preguntar mi amo, sin ver a nadie. -No, señor- le contestó una voz infantil-, no volverá hasta dentro de dos horas. Buscamos con la vista y encontramos un niño de aspecto ex-traño. Tenía una cabeza demasiado grande, desproporcionada pa-ra su cuerpo débil y raquítico. Parecía un ser casi deforme, pero tenía en la mirada una expresión dulce y bondadosa que lo hacía atrayente. Nos dio todas las explicaciones: se encontraba solo en casa, pero su amo volvería a la hora de almuerzo. Podíamos dejar-le recado. Vitalis decidió que él volvería a la hora indicada y que yo, mien-tras tanto, podía quedarme con el niño para descansar. Estaba muy fatigado por las caminatas incesantes de los últimos días, pe-ro me daba miedo quedarme allí. Sin embargo, las órdenes de Vi-talis eran siempre tajantes y tuve que obedecer. -No tengas miedo- me dijo tranquilizándome-. Yo volveré sin fal-ta. Al quedarnos solos, el chico me preguntó si también era italia-no. Le contesté que no, que era francés. Luego se dirigió al otro extremo de la sala donde ardía el fuego de una chimenea. En ella había una enorme olla que me pareció extraña. Me acerqué y vi

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que tenía un tubo para la salida del vapor y que la tapa estaba ce-rrada con un candado. El chico me explicó que esta cerradura era para evitar que él pudiera comer, y como yo lo mirara cada vez más sorprendido, me dijo. -Tú crees, tal vez, que soy demasiado comedor. Pero no es eso, lo que pasa es que tengo mucha hambre. Cada vez más alarmado, le pedí que me contara cómo era su vida ahí y cuál era el régimen a que estaban sometidos los niños. Me contó toda su historia. Se llamaba Matías y su familia vivía en Italia, en Luca. Su padre había muerto, y su madre, viuda con seis hijos, se encontró en la mayor miseria. Entonces Garofoli, que era su tío, le propuso a ella que le entregara a uno de sus hijos. La pobre madre no quería separarse de ninguno, pero su situación era tan dura, que decidió entregar a Matías que era el mayor. Este se separó llorando de su familia, especialmente le causaba dolor de-jar a Cristina, su hermana menor, a la que quería entrañablemen-te. Garofoli reunió doce niños, en Italia, y se marchó con ellos a París. Ahí los seleccionó para diferentes trabajos. Los más fuertes fueron colocados como ayudantes de deshollinadores y plomeros. A algunos les enseñó a tocar el acordeón. Otros debían mostrar en las calles ratones blancos y otros animales curiosos. Todos tenían que llevarle al amo, por las tardes, el producto de su trabajo. Pero Garofoli les fijaba a cada uno una cuota que había que cumplir bajo la amenaza de ser castigado. A Matías le asignó como obligación reunir diariamente tres francos. -Tres francos es mucho dinero- me explicaba Matías-. Yo hacía lo posible por juntarlos, porque el castigo era un latigazo por cada diez centavos que me faltaran. Los latigazos de Garofoli duelen de veras y casi nunca lograba reunir el dinero. Algunos de mis com-pañeros traían los tres francos, sin ninguna dificultad. Pero es por-que tienen más gracia que yo. A un niño feo nadie quiere darle li-mosna. Me llevé así muchos golpes, pero al final Garofoli se abu-rrió y decidió cambiar de táctica: a cambio del dinero que me falta-

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ba empezó a suprimirme la comida. Al cabo de unas semanas de este régimen me enflaquecí y estaba cada vez más pálido. Enton-ces ocurrió que la gente empezó a tenerme lástima. No me daban dinero, sino algún pan y a veces una sopa caliente, así mi vida no era tan penosa. Por desgracia Garofoli me sorprendió un día comiendo en casa de la verdulera, y montó en cólera. Entonces decidió que yo no sal-dría más a la calle. Me quedaría aquí preparando la comida de los demás. Y para que no pudiera remediar mi hambre cogiendo algo de la olla, inventó el sistema que tú ves. Yo estaba mudo de estupor y de angustia ante la idea de lo que me esperaba. Pero Matías parecía resignado a su suerte. -¿Estoy pálido? -me preguntó-. No tengo espejo aquí para ver-me, pero Garofoli me da tan poco de comer que seguramente debo tener mal aspecto. Yo quise tranquilizarlo y le dije que no. -¡Qué lástima! -me contestó-. Si uno se enferma hay dos solu-ciones: o uno se muere o lo llevan al hospital. Si me muero, en el cielo me encontraré con el buen Dios y seré feliz. Además, estoy seguro que desde allá Él me permitirá ver a mamá, a mis herma-nos y a mi hermanita Cristina. Yo rezaré por ellos y les ayudaré a ser felices. Si no me muero, y me llevan al hospital, también allí se-ré más feliz que aquí. Una vez ya me llevaron al Hospital de Santa Eugenia. Hay un médico joven que es muy simpático. Y las religio-sas son todas buenas; te tratan con cariño, te cuidan y te dan bien de comer. ¡Ojalá me enfermara para poder volver allí! El pobre me miraba con sus enormes ojos hundidos en la carita pálida y demacrada. Yo tenía deseos de llorar. -Ya hemos charlado demasiado- añadió Matías-. Va a volver Garofoli, y si el almuerzo no está listo me va a castigar. Se puso a preparar la mesa. Pronto empezaron a llegar los ni-ños. Algunos traían un violín o un acordeón que colgaban en un clavo en la pared. Otros traían las jaulas con sus animales. Uno de ellos trajo, además, un atado de leña: explicó que no había alcan-zado a reunir el dinero, pero había encontrado esta leña, y tal vez

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por ella Garofoli le perdonara los latigazos. Más tarde se oyeron los pasos del amo y Garofoli entró en la habitación. Era un hombrecillo de aspecto nervioso. Me miró de soslayo con unos ojos malignos. Matías le explicó quién era yo. -¡Ah! -dijo por todo comentario-. Vitalis está en París. Entretanto, algunos de los niños se habían acercado a él. Uno le cogió el sombrero, otro le colocó un sillón cerca del fuego y un tercero le encendió el cigarrillo. -Antes que nada veamos las cuentas, mis queridos ángeles -dijo el hombre con voz burlona. Matías le pasó una libreta vieja y sucia, y cada niño se aproxi-maba a entregar el dinero que Garofoli anotaba. Hubo cinco de ellos que no habían alcanzado a enterar su cuota. -Cinco pequeños ladrones, que me roban- se lamentó-. Tendrán que pagar las consecuencias. Algunos de los chicos intentaron tímidamente disculparse. El que había llevado el atado de leña se lo entregó y le pidió que se lo recibiera a cambio del dinero. -Anda a la panadería -replicó Garofoli- y pregunta si te dan pan a cambio de estos palos. ¡Déjense de truhanerías, chicos! -añadió-. Ustedes saben muy bien cuáles son las normas de la casa. En seguida se dirigió al chico que le había encendido el cigarri-llo. -Ricardo, mi niño querido, coge el látigo y hazlo como de cos-tumbre- le dijo-. Ya sabes que tengo el corazón sensible y no me gusta mirar. Pero por el sonido yo sabré si los latigazos son fuer-tes. Y nada de gritos: por cada grito que oiga el culpable recibirá otro golpe. Se volvió tranquilamente hacia la chimenea, mientras yo, es-condido en un rincón, me estremecía de indignación. Ese era el hombre que iba a ser mi amo. No era posible. ¡Ahora comprendía por qué Matías soñaba con morirse o con ir al hospital! Todo era preferible al horror que yo estaba viendo. El primer chasquido del látigo me llenó los ojos de lágrimas. Fe-lizmente no alcancé a oír más. En ese momento se abrió la puerta

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y Vitalis entró. Una mirada le bastó para darse cuenta. Furioso se abalanzó sobre Ricardo y le arrebató el látigo. -¡Esto es una vergüenza! -gritó dirigiéndose a Garofoli-. Eres un cobarde y un miserable. Debo denunciarte a la policía por torturar a estos niños. A Garofoli se le encendió la mirada de ira, pero mantuvo la cal-ma. -Escúchame, Vitalis -dijo en un tono burlesco –, no eres tú el más indicado para amenazarme, porque yo, por mi parte, también podría hablar. Por cierto, no iría a decirle nada a la policía porque el asunto tuyo no es policial. Pero basta con que diga un nombre para que despierte la curiosidad pública, y eso a ti no te conviene. Vitalis estaba pálido de indignación. Pero lo único que hizo fue decirme con voz sorda: -Ven conmigo. Al salir, Garofoli le gritó burlón. -Sin ofenderte, mi viejo... ¿Querías hablar algo conmigo? Vitalis no contestó y bajó las escaleras llevándome de la mano. Tenía la sensación de haber escapado del infierno. Me invadía una inmensa alegría y gratitud hacia mi amo. Lo habría abrazado y be-sado, pero no me atreví.

16 LAS CANTERAS DE GENTILLY

Vitalis iba silencioso y no me soltaba la mano mientras caminá-bamos por las calles llenas de gente. Pero en cuanto nos encon-tramos en un lugar tranquilo, se sentó en la solera. Estaba cabizba-jo. Se veía abatido. -¿Tienes hambre? -me preguntó. -No he comido nada en todo el día, salvo ese pedazo de pan que usted me dio al desayuno. -¡Mi pobre niño! Además tendrás que acostarte sin cenar. Y Dios quiera que encontremos dónde dormir.

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-¿Usted tal vez pensaba que podríamos dormir donde Garofoli? -le pregunté. -Contaba con que tú alojarías ahí, y como me habría dado por ti unos veinte francos, habría podido arreglármelas mientras encuen-tro trabajo. Pero después de lo que vi no podía dejarte en sus ma-nos. Vitalis permaneció sentado así durante largo rato, mientras Capi y yo esperábamos sin decir palabra. Empezaba a anochecer, el frío se hacía cada vez más intenso y el viento norte nos calaba los huesos. Al fin se levantó y dijo con decisión: -Vamos a las canteras de Gentilly. Otras veces he dormido allí. Caminamos por callejuelas oscuras, casi a tientas, entre mon-tones de nieve sucia y charcos helados en los que resbalábamos. Esta penosa marcha me parecía interminable. Calles y más calles, algunas torcidas y serpenteantes y, luego, otra vez anchas vías destartaladas. Las casas empezaron a distanciarse, y a ratos ca-minábamos a campo abierto. Vitalis continuaba en silencio. Yo lo veía encorvado, y su mano en la mía, en vez de estar fría, era ardiente y temblaba. -Usted está enfermo -le dije angustiado. -Me temo que sí -dijo-. En todo caso estoy muy cansado. Hoy habría necesitado una buena cama, una cena y una habitación ca-liente. Pero ése es un sueño inalcanzable. No importa. ¡Adelante, hijos míos! Esa frase era característica de él, y siempre nos la decía, a los perros y a mí, con un tono de entusiasmo. Pero hoy su voz era tris-te. Seguimos la marcha, ya en pleno campo. Hasta ahora Vitalis parecía seguro de su ruta. Pero, pasado un rato, me preguntó si veía un bosquecillo a la izquierda. Yo no veía nada. Titubeó y deci-dió seguir adelante. Pasados cinco minutos volvió a preguntarme lo mismo. La oscuridad era profunda pero yo no veía ninguna silueta de árboles. Parecía que estábamos en una gran llanura. -¿Hay zanjas a los lados del camino? -preguntó Vitalis, que te-nía la vista nublada por la fiebre.

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-No hay nada. -Entonces nos hemos equivocado. Volvamos atrás. Cuando veas un camino que sale hacia la izquierda, al lado de un espino, avísame. Yo tenía miedo y no podía más de cansancio. Le pedí que des-cansáramos un momento, pero me dijo que si lo hacíamos no se-ríamos capaces de volver a levantarnos y moriríamos de frío. Desandamos el camino avanzando a duras penas con el viento en la cara. En las tinieblas vi de pronto brillar una débil luz, y se lo dije a Vitalis: debía ser una casa donde podríamos pedir albergue. Pero él me desengañó. -Si estuviéramos en el campo podríamos pedir hospitalidad, pe-ro no en los alrededores de París. Aquí nadie le abre la puerta en la noche a dos desconocidos. Seguimos avanzando en la oscuridad y al cabo de cinco minu-tos vi el espino y el camino que salía a mano izquierda. -Estamos salvados -me dijo Vitalis-. Las canteras están a cinco minutos de aquí. Fíjate bien en el grupo de árboles. La esperanza me dio energías y seguí avanzando. Ahora era yo el que llevaba a mi pobre amo casi a la rastra. Muy cerca vi el bosquecillo y las zanjas al lado del camino. To-do coincidía. Entonces Vitalis me indicó que buscara a mano dere-cha la entrada a las canteras. Pero lo único que encontré fue una larga muralla. Vitalis no podía convencerse, y él mismo, como un ciego, palpó el muro de ladrillos. Capi, que no comprendía lo que hacíamos y ladraba con impaciencia. Hubo un largo silencio. -¿No deberemos buscar más allá?- le pregunté. -No -dijo Vitalis con voz apagada-. Es aquí, pero han tapiado la entrada a las canteras. -¿Y qué haremos entonces? -No lo sé. Morir aquí. -¡Oh! No, por Dios. -Sí, claro. Tú eres joven. Tienes razón, hay que vivir. Vamos

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andando. Cuando yo ya no pueda más, caeré al suelo como un caballo viejo. -¿Y a dónde vamos? -A París. Pidamos auxilio a algún policía que nos llevará al cuar-tel. Es algo que no me gusta, pero tengo que hacerlo por ti. No quiero que mueras de frío, mi pequeño Remi. ¡Ten ánimo! ¡Vamos andando! Echamos a andar de regreso a París. Yo había perdido la no-ción del tiempo, pero creo que era más de medianoche. No había estrellas y el viento helado levantaba torbellinos de nieve que nos cegaban. Cuando llegamos a las primeras casas se las veía todas oscu-ras. Seguramente sus moradores dormían tranquilos en sus lechos tibios. Tal vez si hubieran sabido el frío que nosotros teníamos, nos habrían abierto la puerta, pero no podían saberlo. Yo pensaba que si pudiéramos caminar un poco más rápido en-traríamos en calor, pero esto era imposible. Vitalis marchaba ape-nas, respirando penosamente. Lo interrogué, pero me indicó por señas que prefería no hablar. Por fin, en una calle rodeada de casas con huertos, se detuvo. Comprendí que no podía más y le pregunté si no quería que gol-peáramos alguna puerta. -Es inútil -me dijo-. No te abrirían. Miró a su alrededor y vio un jardincillo donde había grandes montones de estiércol cubiertos con paja. -Vamos allí -decidió-. El estiércol nos protegerá del viento y po-demos cubrirnos con paja. Se dejó caer al suelo y yo reuní toda la paja que pude para cu-brirnos. -Abrázate a mí -añadió Vitalis-, y que Capi te cubra para que te dé algo de su calor. El sabía bien lo que era el frío y creo que tenía con- ciencia del peligro que corríamos, pero no sé si se daba cuenta de lo enfermo que estaba. En todo caso, me abrazó y me besó. Era la segunda vez en la vida que lo hacía y sería también la última.

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Yo perdí la conciencia rápidamente. Un poco de frío le impide a la gente dormir, pero un frío grande es todo lo contrario: produce un sopor irresistible. Intenté velar pero no pude. Lo último que sentí fue la respiración angustiosa de Vitalis a mi lado. Pensé en mamá Barberin y tuve deseos de llorar: si moría ahí nunca más volvería a verla. De repente me pareció encontrarme en el jardincillo de Cha-vannon, brillaba el sol y a mi alrededor cantaban los pájaros. Luego me vi en el Cisne: Arturo dormía a mi lado y oí la voz de la señora Milligan que preguntaba por mí. No recuerdo más. Había perdido la conciencia.

17 EL MISTERIO DE VITALIS

Al despertarme, estaba acostado en una habitación desconoci-da, iluminada por el fuego de una chimenea. Un hombre y cuatro niños me rodeaban, entre ellos una pequeña de cinco o seis años que me miraba con grandes ojos expresivos. -¿Vitalis? -fue la primera pregunta que vino a mis labios. -¿Es tu padre, verdad? -me dijo el hombre con una vacilación en la voz. -No. No es mi padre sino mi amo. Pero, ¿dónde está y dónde está Capi? Al saber que no era mi padre, el hombre me confesó sencilla-mente la verdad: a las cuatro de la mañana, cuando ellos se levan-taron para ir al mercado, nos encontraron acostados en el jardín de su casa. Intentaron despertarnos, pero, fuera de Capi que se puso a ladrar, nosotros no nos movimos. Alarmados, nos levantaron del suelo y comprobaron que Vitalis estaba muerto. Yo había sobrevi-vido gracias al calor que me daba el perro echado encima de mí, pero había perdido el conocimiento. Me acostaron al calor del fue-go, en la cama de uno de los niños, y después de haber dormido seis horas, acababa de despertar. Habían avisado a la policía y ésta se había llevado el cuerpo del

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pobre Vitalis. Capi había seguido el vehículo que llevaba el cadá-ver de su amo, dando aullidos lastimeros. A pesar de que traté de dominarme, mis ojos se llenaron lágri-mas. Vitalis no era mi padre, pero yo lo quería como si lo fuera. Había sido siempre bueno conmigo. Y ahora sí que estaba solo en el mundo. Estaba apenado y confundido. Como si comprendiera mi soledad y mi desamparo, la menor de las niñas se aproximó y me acarició tímidamente una mano. Sin hablar le dirigió una mirada a su padre, como reprochándole la pena que me había causado. -Sí, mi pequeña Lisa -le dijo éste con ternura-. Hemos tenido que decírselo. Peor era que se lo hubieran dicho en el cuartel de policía. Y ahora -añadió- dejemos descansar a este pequeño. Está muy débil y lo mejor que puede hacer es dormir. Salieron todos de la habitación y me quedé solo. Pero no podía dormir. Vi mi arpa cerca de la cama y pensé que tendría que vestirme e irme de allí. Tenía las piernas débiles y me dolía la cabeza, pero me sentía capaz de caminar. Me levanté y me dirigí a la habitación del lado, donde la familia estaba almor-zando. El olor de la comida me produjo un espasmo de hambre. Casi me desvanecí. El padre, al ver mi aspecto, no quiso dejarme marchar y me hizo sentar cerca de ellos junto al hogar. Guardé silencio. Vitalis me había enseñado a no mendigar y habría sido incapaz de pedir un pedazo de pan si no me lo ofrecí-an. Pero de nuevo fue la pequeña Lisa la que adivinó mis pensa-mientos. Se paró de la mesa y vino hacia mí con su plato de sopa. -Acéptalo -me dijo su padre, al verme dudar-. Y si quieres pue-des repetirte. Entonces no me hice de rogar y devoré la sopa caliente. Al ver el apetito con que comía, me interrogaron, y entonces les conté que en todo el día anterior no habíamos probado ni un bocado y que hacía muchos días que no comíamos lo suficiente. Terminada la sopa sentí que las fuerzas me volvían y cogí mi atado y mi arpa para marcharme, después de dar las gracias. El padre me miraba pensativo.

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-¿Qué piensas hacer en París? -Cantar y tocar el arpa. -¿Tienes algún conocido? -Ninguno. -¿Dónde vas a dormir? - No lo sé. -La noche de ayer debió darte una lección, hijo mío. ¿Por qué no regresas donde tu familia? Debes tener padres y hermanos en algún lugar de Francia. Entonces les conté que no tenía a nadie en el mundo y que el marido de mi nodriza me había vendido a Vitalis. Mientras yo conversaba, Lisa había cogido mi arpa y me pidió, por señas, que tocara. Lo hice y la pequeña se puso a danzar, gi-rando alegremente por toda la habitación. Después canté para ella la vieja canción napolitana que me había enseñado mi amo. Ella aplaudía con entusiasmo y le rogaba por gestos a su padre que no me dejara ir. Este reflexionó y después me propuso lo siguiente: -Si quieres quedarte con nosotros, aquí, por lo menos tendrás asegurada la comida y una buena cama. No somos ricos y no pue-do ofrecerte una vida ociosa. A cambio de la hospitalidad deberás trabajar igual que mis hijos: madrugar, cavar la tierra, regar y ga-narte el pan con el sudor de tu frente. Pero tendrás una vida tran-quila y, si eres bueno, serás uno más en nuestra familia. Ante esta inesperada propuesta quedé atónito. Sorprendido. No sabía qué pensar. Es como si mi mente hubiera quedado en blan-co. Pronto reaccioné y me di cuenta de nuevo que mi situación en ese momento era angustiosa. Había perdido al hombre que había hecho para mí las veces de padre. No tenía a nadie en el mundo. Y he aquí que, de pronto, este hombre desconocido pero de rostro franco y honrado me ofrecía una familia. ¡Una familia! El sueño de toda mi vida. Muchas veces había imaginado encontrar a mi padre y a mi madre. Pero nunca había pensado en los hermanos. Y aquí había cuatro hermanos que me

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esperaban. Y la pequeña Lisa sería mi hermanita menor. Sin pensarlo más, descolgué el arpa que llevaba al hombro y di-je que me quedaba. El padre me sonrió con cordialidad. -Me alegro de tu decisión -dijo-. Siempre serás libre, y si alguna vez quieres marcharte, puedes hacerlo. Pero, al menos, lo harás como las golondrinas y los ruiseñores: elegirás la buena estación para ponerte en camino. Así me incorporé a la familia, y, en pocas palabras, ellos me contaron su sencilla historia. El padre se llamaba Pedro Acquin. Estefanía era la hija mayor; luego venían dos chicos llamados Alexis y Benjamín; la menor era Lisa y cuando ésta nació, la madre había fallecido. Desde entonces Estefanía la reemplazaba en el trabajo del hogar. En vez de ir a la escuela, ella había aprendido a cocinar, a lavar, a planchar y a cuidar de sus hermanos menores. Tenía entonces catorce años y era dulce y amable, aunque su ex-presión era un poco triste. El padre mimaba especialmente a la pequeña Lisa. Esta había estado gravemente enferma el año anterior y desde entonces había perdido el uso de la palabra. Oía perfectamente y como era muy inteligente se hacía entender de todos, pero, además, se hacía querer por su carácter alegre y generoso. Todos los niños querían conversar conmigo a la vez, tratando alegremente, de po-nerme al día del diario acontecer en el hogar y de los mil y un deta-lles de la vida de cada cual. En eso estábamos, muy entretenidos, cuando sentimos un la-drido quejumbroso. -¡Es Capi! -grité yo y corrí hacia la puerta. El pobre se lanzó encima de mí, gemía y me lamía la cara y las manos. Estaba temblando. Yo miré anhelante hacia el dueño de casa, y éste comprendió. -Capi también puede quedarse -dijo inmediatamente. Como si lo hubiera comprendido, el perro se paró en dos patas e hizo una gran reverencia con una mano en el pecho. Los niños se echaron a reír y quisieron conocer todas sus habilidades. Pero Capi se negó. Me cogió de la chaqueta y me tiraba con fuerza

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hacia afuera. -Quiere llevarte donde su amo -observó Pedro pensativo-, y después de todo quizás es mejor que vayamos. La policía querría interrogarte, y no lo hicieron esta mañana esperando que estuvie-ras mejor. Entonces decidimos, ir de inmediato a la comisaría. Allí me hicieron toda clase de preguntas sobre mí y sobre Vitalis. Yo conté lo que sabía de mi vida, y el comisario me preguntó qué pensaba hacer. Acquin se adelantó a decirle que quería hacerse cargo de mí, siempre que la policía lo autorizara. -Por supuesto que lo autorizo -dijo el comisario- y lo felicito por esta buena acción. Luego me preguntaron sobre Vitalis, y ahí yo no podía respon-der bien, sabía muy poco, y lo que sabía me parecía un misterio en el que había reflexionado muchas veces. Recordé las enigmáticas amenazas de Garofoli. El gran asombro de esa señora al oír cantar a mi amo. Yo no sabía si tenía derecho a revelar estos detalles que Vitalis había querido ocultar mientras vivió. Estaba lleno de dudas. Pero esta última duda iba a resolverse sola. Un comisario de policía tiene experiencia y sabe preguntar. Sin que yo me diera cuenta, pronto había sabido por mí todo lo que yo podía decirle. -Tendrás que acompañarnos donde ese Garofoli, que segura-mente identifica a tu amo -me dijo-. ¿Podrás reconocer su casa si te llevamos a la calle Lourcine? Le dije que sí, y nos pusimos en camino, Acquin, el comisario y yo. Cuando llegamos a la gran habitación busqué con la mirada a Matías, pero no lo vi. Seguramente ya lo habían llevado al hospital. En cambio Garofoli estaba, y palideció al ver al agente de policía, pero al explicarle éste de qué se trataba, se tranquilizó. -¡Vaya! Ha muerto el pobre viejo -dijo, y cuando le preguntaron sobre su identidad, explicó: Vitalis se llamaba en realidad Carlo Balzani, y si ustedes hubieran vivido en Italia hace treinta o cuaren-ta años habrían conocido ese nombre. Carlo Balzani fue el tenor más famoso de su época. Cantó óperas en los mejores teatros de

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Roma, Nápoles y Milán. Era el rey de los artistas y tuvo una in-mensa popularidad. Pero un día comenzó a perder la voz y su ca-rrera terminó. Balzani era orgulloso y no quiso decaer después de haber sido siempre el primero. Se ocultó y desapareció, hasta que el público lo olvidó. Cambió de nombre y ejerció distintos oficios en los que le fue mal, hasta que terminó de músico ambulante y em-presario de perros amaestrados. En medio de su pobreza era muy orgulloso, y se habría muerto de vergüenza si el público hubiera sabido que el gran Carlo Balzani había llegado a ser Vitalis. Por una simple casualidad yo llegué a saber su secreto. Eso es todo. Sentí una inmensa emoción al oír la explicación del misterio de la vida de mi amo. ¡Cuánto dolor y cuánta sabiduría había encerra-dos en su vida!

18 VIDA FAMILIAR

No pude asistir a los funerales de mi amo a la mañana siguien-te. No pude levantarme. Durante la noche me había subido la fie-bre y tenía una tos tan angustiosa que me hacía recordar a Valen-tín. Llamaron al médico y éste diagnosticó una neumonía. Dijo que lo mejor que se podía hacer era llevarme al hospital. Pero Acquin se negó. -Si Dios ha querido que caiga enfermo en la puerta de nuestra casa -dijo-, es aquí donde vamos a cuidarlo. Y así fue. Mi enfermedad fue larga y dolorosa. Estefanía fue mi enfermera y me cuidó día y noche sin descanso, como lo habría hecho una hermanita de la caridad. Junto a ella, todos los herma-nos se turnaban para acompañarme, y cuando los mayores esta-ban ocupados en su trabajo, era Lisa la que se instalaba a mi lado como un pequeño ángel guardián. Al fin la gravedad pasó, pero como había quedado muy débil tu-ve que esperar el comienzo de la primavera para poder salir de la casa. Entonces nos íbamos de la mano con Lisa, a caminar por las

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orillas de los riachuelos que corren entre las praderas verdes de la Glaciere. La primavera fue muy hermosa aquel año y guardo un recuerdo imborrable de esos paseos bajo el sol tibio que me hacía revivir. Lisa era para mí la mejor compañera. Me había habituado a su silencio expresivo y no necesitábamos palabras para comprender-nos. Rápidamente recuperé las fuerzas, lo que me llenaba de ale-gría. Tenía prisa por empezar a trabajar, para pagarles a los Ac-quin todo lo que habían hecho por mí. Primero me encargué de algunas tareas sencillas, que no exigí-an mucha fuerza: cada mañana debía levantar las cubiertas de vi-drio de los invernaderos en que se cultivaban las flores y luego ba-jarlas en las tardes. A mediodía debía cubrirlas con un poco de pa-ja para protegerlas del sol excesivo. Era la época de los primeros alelíes y nuestro jardín se cubrió de interminables hileras de hermosos colores: rojo, blanco y viole-ta. No sabía con qué empeño trabajaban las familias de los horte-lanos y jardineros en las proximidades de París, aunque había vis-to trabajar a la gente en mi aldea en tareas más rústicas. Todos los Acquin cultivaban la tierra; junto al padre preparaban abonos, hací-an los almácigos y regaban millares de flores. Hasta la pequeña Li-sa tenía una tarea: animar con un látigo a una vieja yegua que gi-raba incansablemente junto al pozo, para extraer el agua para re-gar. Acquin con sus dos hijos se marchaban al amanecer al merca-do a vender sus flores en un carricoche. A medida que fui recuperando mis fuerzas, pude también hacerme cargo de otras faenas más pesadas. Pasaba el día, igual que Alexis y Benjamín, cavando la tierra o acarreando enormes re-gaderas. Me sentía muy satisfecho. Tenía un hogar, una vida tran-quila, y los Acquin eran para mí verdaderos hermanos. Si algunas veces reñíamos, como todos los niños, ésos eran incidentes pasa-jeros que no tenían mayores consecuencias. Los domingos jugábamos y nos divertíamos mucho. Los chicos

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me pedían generalmente que cantara o tocara el arpa, y ellos bai-laban. Después yo hacía actuar a Capi y éste desplegaba todo su ingenio para entretener al "distinguido público" que lo celebraba con alegres carcajadas. A pesar de su modesto trabajo Pedro Acquin, no era un hombre ignorante. Había sido empleado del Jardín Botánico y había apro-vechado esa época para leer y aprender acerca del cuidado de la flores y de muchas otras cosas. Cuando se dio cuenta de que a mí me gustaban los libros me prestó todos los que tenía. Había mu-chos libros de historia natural y de viajes, que yo leía por las no-ches antes de dormirme. Al hacerlo no podía dejar de pensar en las primeras lecciones de Vitalis, que me había enseñado a leer, y lo recordaba con mucha gratitud. Transcurrieron dos años felices para mí. Aprendí un oficio, me sentía útil, y mi vida en París tenía muchas ventajas. Conocí la ciu-dad, admiré sus monumentos, sus iglesias y sus palacios. Com-probé que era una ciudad hermosísima y muy distinta del hacina-miento de viviendas miserables que yo había visto en los primeros momentos, a mi llegada a la capital de Francia. Con la convivencia familiar, mi cariño por la pequeña Lisa se fue ahondando cada vez más. Le enseñe a tocar el arpa, y, a veces, cuando tenía libros sencillos, adecuados para su edad, se los leía en voz alta, mientras ella me escuchaba sin quitarme la vista de encima. Me habría gustado mucho enseñarle también a cantar, pero eso era imposible por ahora, a pesar de que los médicos habían dicho que con el tiempo recuperaría la palabra. Le gustaba mucho mi canción napolitana. Cuando yo la canta-ba, me miraba con a sus grandes ojos llenos de lágrimas y me de-cía con un gesto: "¡Algún día...!", dándome a entender que ella es-peraba poder cantar también. Acariciaba la idea de que siempre viviría con la familia Acquin, acogido por ellos como hijo y hermano. Sin embargo, sobre noso-tros se dejó caer una verdadera catástrofe que nuevamente cam-bió el curso de mi existencia. Parecía ser mi destino que cada vez

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que yo encontraba tranquilidad y me ilusionaba con una felicidad permanente, ocurría algo que me quitaba todo y me arrojaba otra vez a la vida errante.

19 VINO LA DEBACLE

“Soy demasiado feliz..., parece que no fuera cierto lo que estoy viviendo..., quizás un día despierte de este sueño y vuelva a esa triste realidad que ha sido toda mi vida anterior...” Muchas veces me sorprendí pensando de esa manera tan ne-gativa, pero pronto desechaba tales ideas. Mi realidad en esos días era que integraba una familia tranquila que se dedicaba serena-mente al cultivo de las flores. Tenía cariño, comida y un techo se-guro. No podía esperar más de la vida. Cultivábamos alelíes. Era un trabajo gratificante y relativamente fácil. No sólo obteníamos una gran cantidad de hermosas flores, sino además Acquin las colocaba en el mercado en el momento de mayor precio. Esto coincidía con los inicios de la temporada o con algunas festividades de santos. Acquin era un gran especialis-ta, con una experiencia de muchos años, por lo cual lograba obte-ner una excelente producción y los mejores precios. Este buen re-sultado era la consecuencia de un trabajo constante, minucioso y abrumador, en el que participaba alegremente toda la familia. Para ese año la temporada se anunciaba excelente. La flora-ción venía temprano y el padre hacía alegres planes calculando los beneficios que le reportaría la dura labor de tantos meses. En el último tiempo habíamos trabajado mucho, incluso los días festivos. Acquin, para compensar nuestros esfuerzos, decidió que el domingo siguiente sería un día de paseo y descanso. Todos iríamos a la casa de una familia amiga que vivía en Arcueil. A las cuatro de la tarde Acquin cerró con llave la puerta de su casa y todos, cantando, nos pusimos en camino. Yo llevaba a Lisa de la mano y Capi corría delante de nosotros ladrando alegremen-

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te. En Arcueil había otros niños, entre la comida y los juegos nos entretuvimos toda la tarde y el tiempo pasó rápidamente. Por eso nos sorprendió cuando el padre vino a buscarnos, diciendo que había que regresar pronto. Nosotros protestamos, pero el padre nos señaló el cielo: se había cubierto de espesas nubes negras y empezaba a levantarse un viento frío. -Pronto tendremos tormenta -dijo Acquin-, y si el viento golpea, se quebrarán los vidrios de los bastidores del invernadero que que-daron levantados. ¡Vamos, regresemos rápido!. No necesitamos más razones, comprendimos de inmediato. No hubo mayor resistencia.. Nos despedimos de nuestros amigos y nos pusimos en camino. No estábamos demasiado lejos, pero a pie significaba un buen rato de marcha. Acquin decidió que él, con Alexis y Benjamín caminarían más rápido; Estefanía y yo acompa-ñaríamos a Lisa, que por su corta edad andaba más lento. Los vi-mos alejarse casi corriendo y tratamos de seguirlos con cierta an-siedad, olvidados de las risas y juegos de hacía poco rato. El cielo se puso negro y las ráfagas de viento, cada vez más violentas, empezaron a levantar nubes de polvo. Se sintió el es-truendo de los primeros truenos. La tormenta se aproximaba rápi-damente. Nos preguntábamos angustiados si ellos alcanzarían a llegar a tiempo para evitar los destrozos. Mientras tanto nosotros avanzábamos casi corriendo, arrastrando de las manitos a la pobre Lisa que apenas podía seguirnos. En medio de los relámpagos y de los truenos, oímos de pronto un ruido formidable: parecía el galope de millares de caballos. Era el granizo. Cayó sobre nosotros como una avalancha y tuvimos que dejar de correr y refugiarnos en un portal. Una masa compacta de pedruscos blancos cayó sobre la tierra, con una violencia en-sordecedora. De las casas que nos rodeaban nos llegaba el ruido de vidrios quebrados. Estefanía miraba el cielo con el rostro contraído por la angustia. Yo hubiera querido decirle algo, pero el fragor de la tormenta no nos permitía oír. La terrible avalancha no duró más de diez minutos

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y luego las nubes se alejaron hacia el centro de París. Pero a nuestro alrededor reinaba la desolación: vidrios, tejas, fragmentos de yeso y una capa de granizo que nos llegaba hasta los tobillos. Yo cogí en brazos a la pequeña Lisa y seguimos marchando peno-samente. -Dicen que el granizo cae sólo en algunas partes - dije por con-solar a las chicas. -No -me contestó Estefanía-, estamos demasiado cerca de casa para que no haya caído allí también. Y aunque papá ya hubiera lle-gado, no creo que haya podido hacer algo ante este desastre. ¡Dios mío!, ésta va a ser nuestra ruina... No hablamos una palabra más hasta llegar a casa. Cuando en-tramos al jardín no vimos sino desolación. Todo estaba roto. Los vidrios, el granizo y las flores eran una sola masa informe que cu-bría el suelo. No veíamos al padre por ninguna parte. Entramos, al fin, al in-vernadero. No quedaba un solo vidrio. Acquin, profundamente aba-tido estaba sentado en un piso. Al aproximarnos, tomó a Lisa en sus brazos y se echó a llorar como un niño. La tormenta había desbaratado el trabajo de muchos años de toda la familia. Pero esto no era todo. Pronto supe que las conse-cuencias del desastre serían aún peores. Acquin había comprado el jardín a un propietario de los alrede-dores, quien le había facilitado además el capital para empezar a trabajar. Era mucho el dinero invertido porque habían tenido que construir los invernaderos y comprar grandes cantidades de vidrio para los cultivos de invierno. De esto hacía ya diez años. Acquin había contraído una deuda que debería devolver en el plazo de quince años. Hasta ahora todo había ido bien, pero el incumpli-miento del pago de un año significaba perder la propiedad. El anti-guo dueño no esperaba otra cosa para anular el negocio y quedar-se con el terreno y las cuotas ya recibidas. En el fondo, su negocio consistía en eso: vendía con muchas facilidades, pero los riesgos que corrían los hortelanos y jardineros le permitían, muchas veces, recuperar sus tierras y quedarse con el dinero de sus víctimas.

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Pasaron unos meses desesperanzados y tristes antes que se produjera el triste desenlace. Como no habíamos podido rehacer nuestros invernaderos, cultivamos solamente algunas legumbres y flores resistentes al frío. Un día apareció en la puerta de la casa un señor vestido de ne-gro: era el funcionario judicial encargado de notificar al padre que debía devolver la propiedad. Después de ese día, volvió muchas veces. Nosotros estábamos generalmente solos. Acquin, desesperado, corría de las oficinas de los abogados al juzgado, tratando de evitar la catástrofe. Una tarde volvió más abrumado que de costumbre. -Niños -nos anunció-: todo ha terminado. Nosotros lo rodeamos y Lisa se abrazó de él llorando. -He sido condenado a pagar la deuda de inmediato -nos expli-có-. Todo lo que hay en casa será vendido. Y como esto no es su-ficiente, tengo que ir a la cárcel por cinco años. Como no tengo más dinero, debo pagar la deuda con mi libertad. Al oír esto todos nos echamos a llorar. El intentó consolarnos. Nos dijo que la cárcel por deudas no era tan terrible. Lo que le preocupaba era qué sería de sus hijos duran-te estos cinco años que venían por delante. Para resolverlo le había escrito a su hermana Catalina, que, seguramente, estaba por llegar a París. Catalina era una mujer enérgica y capaz. Conocía a mucha gente en la ciudad y siempre tenía soluciones para todo. Cuando ella llegara se decidiría qué hacer. Sin embargo, Catalina no alcanzó a llegar antes de que lo lleva-ran a la cárcel. Cuando vinieron a buscarlo, nos besó a todos por última vez, tomó en sus brazos a Lisa, que lloraba sin consuelo, y le pidió al policía que se fueran en seguida para abreviar esta dura despedida. Después puso la mano de Lisa en la de Estefanía y sa-lió de la casa sin mirar atrás. Catalina llegó esa misma tarde. Nos encontró reunidos en la cocina, donde habíamos permanecido todo el día sin movernos. Incluso Estefanía, siempre tan valiente, parecía aniquilada.

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Efectivamente, la tía de los Acquin era una mujer de carácter. Puso orden en la casa, nos dio ánimos y luego salió. Había sido antes nodriza en casa de un conocido notario de París y fue a verlo para pedirle consejo. Se entrevistó con el padre en la cárcel y por la noche volvió a casa con su decisión tomada. En primer lugar, los hermanos no podían quedarse solos en París, pues eran demasia-do jóvenes y Lisa aún muy pequeña. Por lo tanto, ellos deberían repartirse entre diversos parientes: ella se llevaría a Lisa, a Dreuzy, en la región de Morvan, donde vivía. Alexis iría donde un tío que trabajaba en las minas de Varses. Benjamín, donde otro tío que era jardinero en San Quintín, y Estefanía donde una tía que vivía en Esnandes, junto al mar. -¿Y yo? -pregunté al ver que la tía Catalina no me había men-cionado. -Tú no eres de la familia. -Sí -gritaron todos los chicos-, es de nuestra familia. Con sus dos manitos juntas en actitud de ruego, Lisa se acercó a la tía a implorarle por mí. -Mi pobre pequeña -le contestó ésta-. Tú quieres que lo lleve-mos con nosotras. Pero esto no es posible. Somos gente pobre. El pan se hace poco para los hijos. Mi marido no aceptaría que yo le llevara además a un extraño. Tú eres mi sobrina. Eso es muy dis-tinto. Comprendí de inmediato que lo que tía Catalina decía era ver-dad: aunque nos quisiéramos como hermanos yo no era miembro de la familia y les hice ver a los chicos que ella tenía razón. La tía nos mandó a acostarnos porque la partida sería al día si-guiente. En el dormitorio, todos los chicos rodearon mi cama y Lisa se abrazó de mí llorando. Estefanía me dijo que ella sabía de un jardinero vecino que necesitaba a un ayudante: lo arreglaría todo para que pudiera quedarme allí a trabajar. Pero yo tenía otra idea. -Te lo agradezco mucho- le dije-, pero tengo un proyecto mejor. Si me quedo en París no volveremos a vernos. Voy a ponerme mi traje de saltimbanqui y a descolgar mi arpa. Con Capi ganaremos

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dinero en las plazas públicas, e iremos de San Quintín a Varses, de Varses a Esnandes, de Esnandes a Dreuzy. Así los veré a to-dos, y ustedes sabrán por mí noticias de cada uno. Con estas palabras, la alegría apareció en todos los rostros. La idea de volver a vernos nos hizo olvidar un poco el presente y es-tuvimos hasta muy tarde hablando y haciendo proyectos para el fu-turo. Al día siguiente, a las ocho de la mañana, ante la puerta, estaba el coche que llevaría a los chicos a despedirse de su padre encar-celado, y después a la estación. Se marchaban juntos con la tía y ella se encargaría, de ir a dejar a cada uno donde los demás pa-rientes. Antes de despedirnos, cada uno de los hermanos me entrega-ron un recuerdo: Estefanía, una cajita con tijeras, agujas e hilo, ya que -según me dijo- ya no podría coserme ella los botones como lo había hecho hasta entonces. Benjamín me regaló su cortaplumas y Alexis una moneda de un franco, que era todo lo que tenía. En cuanto a Lisa, fue a coger un botón de rosa del viejo rosal del jar-dín y me lo entregó con sus grandes ojos llenos de lágrimas. Llegó el momento del adiós. Todos subieron al coche. Llamé a Capi que llegó ladrando ale-gremente. Al verme con mi mochila y el arpa, comprendió que nos íbamos otra vez por los caminos, y eso para él era ser libre, diver-tirse, correr y jugar, en lugar de vivir encerrado en un jardín como había permanecido estos dos años. Yo apenas prestaba atención a sus manifestaciones de entu-siasmo. Estaba como aturdido. El coche se puso en marcha y me quedé mirando la manito de Lisa que me hacía adiós a través de los vidrios hasta que el vehículo dobló la esquina. Me volví hacia Capi que me miraba alerta. -¡Vamos, Capi!- exclamé. Me contestó con un alegre ladrido y echamos a andar. El sol brillaba y el día estaba tibio. Recordé esa noche oscura y helada, en la que, hacía ya dos años, Vitalis y yo caímos muertos de fatiga en este mismo lugar.

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Ahora solitarios, Capi y yo debíamos volver a nuestra vida errante por esos caminos de Dios... En esos dos años felices, que me habían devuelto el optimismo y el valor, yo había crecido algo y me sentía un poco más maduro. Además, ahora tenía una impor-tante misión: volver a ver a los hermanos Acquin y servir de vínculo entre ellos.

20 NUEVA COMPAÑÍA

La mayoría de los niños a la edad que yo tenía en esa época, sueñan con hacer lo que quieren, que nadie los mande, que nadie los guíe. Se creen capaces de resolver solos los problemas que la vida les va presentado.... Creen que la experiencia de los adultos es un obstáculo para ellos. Pero la realidad es muy distinta. Para mí era todo lo contrario. Era dueño de mí mismo. Podía hacer y deshacer lo que se me ocurriese. Podía elegir cualquier camino. No había nadie que me guiara, que me aconsejara. Sin embargo, me daba cuenta de cuánto necesitaba yo que alguien me dirigiera. La diferencia está en que los niños que sueñan con ser dueños de su vida no han pasado por las terribles experiencias que yo había vivido y no saben lo que es estar solo en el mundo, sin tener alguien que ayude a resolver las dudas e incertidumbres, a advertir riesgos, a elegir el mejor camino. Yo tenía una ventaja: mi dura vida me había enseñado a ser prudente y agradecido. Resolví que primero iría a la cárcel a despedirme de Acquin, a agradecerle todo lo que le debía y a pedirle consejo. Para llegar a la prisión tenía que atravesar gran parte de París, lo que no me atrevía a hacer llevando a Capi suelto. Si por mala suerte me encontraba a un policía como el de Toulouse, podíamos pasarlo muy mal los dos. Por lo tanto, saqué de mi mochila una cuerda y amarré a Capi. Este pareció profundamente ofendido, pe-

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ro no tuvo más remedio que resignarse y caminar junto a mí. Tuve que vencer muchos obstáculos para entrar a la cárcel, pe-ro al fin lo logré y me encontré en el locutorio, donde llegó Pedro Acquin, conducido por un guardia. Me abrazó conmovido y me dijo que había reñido a la tía Catalina por no haberme llevado. Me dijo que él me estaba esperando, porque sabía que yo no me marcha-ría sin despedirme. Hablamos de mi futuro y me advirtió que veía con mucho temor mi decisión de retomar mi vida de músico ambulante. Me dijo tam-bién que consideraba incierta la posibilidad de que yo pudiera ga-nar dinero en la forma que esperaba. El consideraba más prudente que me empleara de jardinero como me había propuesto Estefa-nía. Pero yo estaba firme en mi decisión: reconocía que había tenido suerte en encontrar personas como Vitalis o como él, pero ahora quería ser independiente. Acquin me observaba con atención y después me dijo, pensati-vo: -Tú siempre contabas que, cuando aún no sabías quién había sido Vitalis, te llamaba la atención su aire de gran señor. Estoy por decirte que a mí me sucede igual: tu decisión y tu confianza en ti mismo me asombran. Después de todo, quizá sea mejor que hagas lo que piensas. Eres un niño valiente y estoy seguro de que Dios te ayudará. Habíamos conversado largo rato y llegó la hora de despedirnos. Entonces Acquin sacó de su bolsillo lo único que le quedaba: su viejo reloj. -Es para ti -me dijo-. No quiero que te vayas sin un recuerdo mío. Me negaba a aceptarlo porque pensaba que a él le haría falta. Pero me dijo con tristeza: -Al contrario. Aquí el tiempo es tan largo que es mejor no con-tarlo. Me abrazó con profundo cariño, y sin saber cómo me encontré en la calle de nuevo. Estuve un rato como aturdido, dominado por

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la tristeza y sin tomar ninguna determinación, hasta que Capi em-pezó a ladrar con impaciencia. Entonces reaccioné y recordé que ya había elegido mi ruta: saldría por Fontainebleau hacia el sur. Tomé esa dirección y caminé largo rato por calles desconocidas. Una media hora después me encontré frente a la iglesia de Saint Médard. Recuerdo que miré la fachada del templo y, pegado contra el muro, cerca de la puerta, vi a un niño cuyo rostro me pareció co-nocido. Tenía la cabeza grande, era pálido y miraba con ojos asus-tados. -¡Es Matías! -exclamé. Era el mismo de la casa de Garofoli. Casi no había crecido en estos dos años. Me acerqué a saludarlo y me re- conoció. Le pre-gunté si estaba siempre donde Garofoli. -No -me dijo, mirando a todos lados como si temiera que lo oye-ran-. Garofoli está en la prisión. Alguien lo denunció y lo detuvieron por golpear a los niños. -¿Y los demás, dónde están? -No sé nada -me contó-. Yo no estaba allí. Después de que tú estuviste en casa, Garofoli se aburrió conmigo y me arrendó al cir-co Gassot, donde permanecí dos años. Pero ahora me despidieron y cuando volví donde Garofoli, hacía dos días que se lo habían lle-vado y la casa estaba cerrada. No sé qué hacer... -¿Tienes tu violín? -Sí, gracias a Dios. Es mi único consuelo, pero no me atrevo a tocarlo en la calle. -Apuesto a que no has comido- le dije. -Es cierto. Ayer comí el último trozo de pan que tenía. Fui a una panadería de la vecindad y le traje un pan grande que el pobre Matías devoró ansioso ante mis ojos. Cuando terminó de comer, me sonrió agradecido y me preguntó por mi vida. Le conté en forma breve lo que me había acontecido en esos dos último años y cuando le expliqué mis proyectos, me pidió que lo incorporara a mi "compañía". -Pero si somos solamente Capi y yo. Nadie más. -Bueno. Conmigo seremos tres -me dijo-. En el circo aprendí a

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hacer contorsiones y malabarismos. Sé tocar el violín y la flauta y también puedo cantar. ¡Por favor...! - me suplicó-. Te prometo que te obedeceré en todo. Si hago algo mal tendrás derecho a pegar-me... Pero no me abandones. ¡Pobre Matías! Me conmovieron su desamparo y su humildad. Y después de todo, ¿por qué no? Juntos podríamos ayudarnos y nos iría mejor que separados. -Conforme -le contesté-. Vente conmigo. Pero no como servi-dor, sino como amigo. Compartiremos todo: nuestros escasos bie-nes y también nuestros problemas. Matías se puso a saltar de alegría. Cogió su violín y me siguió. Un cuarto de hora después estábamos en las afueras de París, rumbo al sur. No sabíamos con certeza hacia dónde iríamos. En el fondo, al tomar ese camino tenía un secreto deseo: volver a ver a mamá Barberin a quien nunca olvidaba. No le había escrito por miedo a su marido, porque si él sabía que Vitalis había muerto, era capaz de recuperarme para venderme a otro amo. Por eso, en el camino, iba madurando mi proyecto: llegaría a la aldea y me es-condería en las proximidades de la casa. Enviaría a Matías a hablar con mamá, y si se encontraba sola correría a abrazarla; si estaba Barberin, en cambio, le mandaría un mensaje para que ella fuera a verme a algún lugar oculto. Mientras reflexionaba acerca de estos proyectos, llegó la hora de hacer un alto para descansar. Aproveché ese tiempo para de-terminar, con la ayuda del viejo mapa de Vitalis, el camino que íbamos a seguir. Lo importante en ese momento era elegir un tra-yecto donde pudiéramos ganar dinero. Así, estudiando el mapa, tracé la ruta por Corbeil, Fontainebleau, Montargis, Gien, Bourges, Saint Amand y Montlucon. Me pareció que por esta vía, con un po-co de suerte, llegaríamos a Chavannon, la aldea de mi madre, sin morirnos de hambre en el camino. Matías, que seguía atentamente mi recorrido por el mapa, me dijo con un acento en el que había cierta envidia y admiración. -¡Quién fuera como tú!

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-¿Por qué? -Porque sabes leer. -¿Tú no sabes? -No. -Pues bien, Matías: yo te enseñaré a leer -le dije, resuelto a hacer por él lo que Vitalis había hecho por mí. Más adelante pondríamos en práctica este acuerdo. Por lo pronto, me ocupé de otro asunto que me parecía urgente: adaptar mi vestimenta a mis nuevas funciones. Mis pantalones de músico ambulante ahora me quedaban estrechos y cortos, y los que usaba en ese momento eran unos que me había regalado Acquin y que me quedaban largos. Saqué el costurero de Estefanía, corté los pantalones a la altura de la rodilla y los cosí como había visto hacer a Vitalis. Mientras tanto Matías había sacado su violín para hacerme una demostración. Me quedé admirado. Tocaba muy bien y con mucho sentimiento. Le pregunté si sabía música y me dijo que no; había aprendido solamente oyendo a otras personas. Desde entonces quedó resuelto que yo sería también su profesor de música. La habilidad de Matías me dio ánimos y decidí organizar una representación en la primera aldea que encontráramos. Nos pusimos en camino. Media hora después llegábamos a un caserío campesino. En una de las primeras granjas vimos un gran portón abierto hacia un patio donde había mucha gente. Todos eran aldeanos vestidos con sus trajes de fiesta. Las mujeres lleva-ban bonitos corseletes adornados con cintas de colores. Averi-guamos que celebraban una boda. Me quedé pensando un momento... una boda... una fiesta... somos músicos... Y me atreví a hablar con uno de los invitados: -Si desean música para animar la fiesta, nosotros tocamos el arpa y el violín y estamos a disposición de ustedes. El campesino corrió a avisar al dueño de casa, y éste aceptó encantado. Nos hicieron subir arriba de una carreta, a manera de escenario, y preparamos nuestros instrumentos. Matías tenía muy buen oído y nos pusimos de acuerdo para to-

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car juntos. Los valses, cuadrillas y contradanzas se sucedieron sin parar, mientras los aldeanos bailaban felices. Más tarde alguien le pasó a Matías una flauta y nuestro repertorio varió. Pero los cam-pesinos eran más incansables para bailar que nosotros para tocar; al final yo me encontraba agotado y Matías, pálido, seguía soplan-do su flauta junto a mí. Afortunadamente la novia se dio cuenta de nuestro estado y de-cidió terminar la danza diciendo a sus invitados que los pequeños músicos estaban cansados. -Ahora cada uno tiene que echar la mano a la bolsa- dijo ale-gremente. -Si usted me permite -le dije-, tengo un recaudador que hará es-te trabajo, y entregué mi gorra a Capi. El perro se esmeró en hacer todas sus habilidades: reverencias y mano en el corazón ante cada moneda y golpes en el bolsillo de los que no hacían su aporte. Con esto, el asombro y el regocijo de los aldeanos subieron de punto y yo veía caer y caer monedas de plata en mi gorra. La novia puso el punto final regalando una mo-neda de cinco francos. ¡Qué gran éxito...! ¡Qué alegría la nuestra...! Pero esto no fue todo. Nos invitaron a comer y a dormir en la granja. Bien comidos y bien dormidos nos marchamos al día siguiente, después de agradecer a los dueños de casa su generosa hospita-lidad. Llevábamos con nosotros un capital de veintiocho francos. Así llegamos a Corbeil, donde decidí hacer algunas inversiones. Compré cintas rojas para mis medias blancas y adornos de fanta-sía para nuestros sombreros. Le compré a Matías una flauta y una mochila, de tal manera que en adelante repartimos nuestro equipo y cada uno llevaba una parte. En la plaza dimos otra función y cuando salimos de allí, tenía-mos treinta francos en el bolsillo, además de las compras hechas. Nuestra compañía era todo un éxito. Con Matías nos entendíamos bien y yo me convencía cada vez más de que asociarnos había sido una gran idea.

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Le pregunté cómo se encontraba él, y me contestó: -Es la primera vez que soy feliz, desde que tuve que abandonar a mi familia. Estimulado por del éxito obtenido en nuestra primera presenta-ción, comencé a idear proyectos un poco más ambiciosos. En todo caso seguiría hacia el sur con la idea de ir a ver a mamá Barberin. Pero no quería llegar con las manos vacías. Tenía que llevarle un regalo. El regalo que ambicionaba era nada menos que una vaca. Pen-saba en la enorme felicidad que sería para ella si yo le llevara una vaca para reemplazar aquella que tuvo que vender cuando su ma-rido cayó al hospital. Soñaba despierto con este proyecto por delante. Me imaginaba llegando al lado de mi madre, Matías, yo... y nuestra vaca atada a una cuerda. Yo me escondería cerca de la casa y Matías entraría saludando amablemente a la dueña de casa diciéndole: "Señora Barberin, vengo a dejarle esta vaca de parte del príncipe...". "¿Qué príncipe?”, diría ella, "debe haber algún error...". Entonces yo apa-recería y me arrojandome a sus brazos. "No hay error, mamá, soy yo que he comprado esta vaca para ti". Entonces encerraríamos la vaca en el establo, la ordeñaríamos y mamá Barberin, loca de ale-gría, encendería la cocina para celebrar con buñuelos nuestra lle-gada. Este hermoso sueño me obsesionaba. Pero había un detalle que yo ignoraba: no sabía cuánto podría costar una vaca. En nuestra vida ambulante encontrábamos toda clase de gente y no sería difícil averiguar esto. Así fue como un día, en una posa-da, conocimos a un comerciante en animales y le consulté por el precio de una buena vaca. Al principio se rió de mí y me preguntó si tenía que ser una vaca sabia como mi perro, pero después me tomó en serio y me informó que podría costarme alrededor de ciento cincuenta francos. Era una suma muy alta, pero no imposible. Si nos seguía yendo bien, con un poco de orden y de economía, podríamos reunir esa suma. Pero necesitábamos tiempo, y si seguíamos directo a Cha-vannon, mis ahorros no serían suficientes. Era preferible dar un ro-

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deo, recorrer más pueblos y postergar por algunos meses el cum-plimiento de mi sueño. En el punto en que nos encontrábamos había otra alternativa que no nos alejaba mucho de nuestro destino. Podíamos ir antes a Varses, donde estaba Alexis. Se lo propuse a Matías y éste aceptó encantado. -Por supuesto -dijo entusiasmado-. ¡Vamos a Varses! Además, me gustaría mucho conocer las minas.

21 EN UNA MINA DE CARBÓN

Varses nos quedaba a unos quinientos kilómetros caminando en línea recta. Pero, además, nosotros íbamos dando rodeos para entrar en todos los villorrios y aldeas a dar representaciones. De modo que creo que anduvimos cerca de mil kilómetros, lo que nos tomó mucho tiempo. Cuando llegamos a los alrededores de Varses habían transcu-rrido tres meses. Pero había sido un tiempo muy bien aprovecha-do: teníamos ciento veintiocho francos de economía. Nos faltaba muy poco dinero para poder comprar la vaca que le regalaría a mamá Barberin. Varses es una región árida y de escasa vegetación. Su riqueza está en las minas de carbón que son numerosas. Pronto llegamos al pueblo que no era más bonito que las planicies que dejábamos atrás. No se veían jardines ni avenidas. Las calles y las casas es-taban cubiertas de una capa de polvillo negro. De las altas chime-neas brotaba continuamente una nube de humo espeso que enra-recía la atmósfera. Todo lo que nos rodeaba nos pareció triste y feo. Lo único que yo sabía era que el tío de Alexis se llamaba Gas-par y que trabajaba en la mina de Truyere. Pregunté por él y nos indicaron la dirección. Llegamos a una callejuela en pendiente, y en la puerta de la casa indicada había una mujer que charlaba con

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sus vecinos, y le pregunté por Alexis. Ella, que era la mujer de tío Gaspar, nos dijo que él trabajaba en la mina con su marido y que ambos regresaban a las seis de la tarde. Decidimos ir a esperar a Alexis a la salida de la mina. Nos insta-lamos en la entrada del túnel por donde nos dijeron que subirían los mineros. Poco después de las seis empezamos a ver unas dé-biles lucecitas que asomaban, y los primeros mineros aparecieron con sus trajes especiales, sus lámparas y sus rostros cubiertos de carbón y de sudor. Salían por centenares y venían tan tiznados que nos parecían todos iguales. Sólo cuando Alexis me saltó al cuello, pude recono-cerle. -Es Remi -dijo en seguida, dirigiéndose a un hombre alto y ma-cizo, que lo seguía-. Este me saludó con mucha cordialidad y dijo que hacía tiempo que me esperaban. Entonces les presenté a Ma-tías y les conté cómo habíamos venido trabajando juntos hasta aquí. -El camino es largo desde París a Varses -dijo el tío Gaspar, riéndose-, y tus piernas son cortas. No me extraña que hayas tar-dado tres meses en llegar. En seguida nos convidó a su casa y nos dijo que comeríamos y dormiríamos allí. Efectivamente, era un verdadero hermano de Ac-quin: franco, alegre y generoso. Con él me sentí tan a gusto como en nuestro hogar en París. Además de la alegría de ver a Alexis, para nosotros esta invita-ción era una fiesta. Hacía mucho tiempo que no comíamos una ce-na caliente. En la ruta nos alimentábamos con el pan indispensable y a veces alguna salchicha, lo que resultaba muy poco variado. Es cierto que en el último tiempo nos había ido bien y habríamos po-dido cenar de vez en cuando en alguna posada barata. Pero te-níamos el propósito de economizar el dinero para la vaca de mamá Barberin, y Matías, de puro bondadoso, estaba tan empeñado co-mo yo en la realización de ese proyecto. Por la noche nos acostamos los tres juntos, y mientras Matías se dormía, Alexis y yo conversamos durante largas horas. Yo le

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contaba todas mis experiencias del camino; y él, su nueva vida de minero, de la que se sentía muy orgulloso. El tío Gaspar trabajaba en el tercer nivel de la mina, a una pro-fundidad considerable. Extraía el carbón con sus herramientas y Alexis echaba los trozos en un carrito. Cuando éste estaba lleno, debía empujar el carro hasta la entrada del pozo y vaciarlo en unos enormes recipientes, que eran ascendidos después, mediante bombas, a la superficie. Todo lo que Alexis me contó, despertó en mí una gran curiosi-dad. El oficio de minero era duro y, además, peligroso: yo había oído hablar del gas grisú y de las inundaciones que a veces oca-sionaban grandes tragedias. Pero nada de esto intimidaba a mi amigo, que se sentía feliz de haber aprendido un nuevo oficio y de trabajar junto a hombres mayores que él. Al día siguiente le pregunté al tío Gaspar si nosotros podíamos bajar a la mina para conocerla. Pero me contestó que no se podía. La compañía prohibía descender a nadie que no fuera funcionario de la empresa. Sin embargo a los pocos días de estar en Varses ocurrió un pe-queño accidente, que me permitió satisfacer mi curiosidad. El tío Gaspar volvió con Alexis a casa antes de la hora acostumbrada. Venían del hospital, porque el muchacho se había apretado una mano con el mecanismo del carrito y tenía varios dedos heridos. No era nada grave, pero el médico le prescribió unos días de des-canso, hasta que las heridas cicatrizaran. Este inconveniente perjudicaría al tío, porque los mineros que tenían un colaborador que les ayudara, obtenían mejores rendi-mientos, y naturalmente recibían una mejor remuneración, ya que se les pagaba por la cantidad de carbón extraído. En vista de esta situación, yo me ofrecí para reemplazar a Alexis, hasta que éste pudiera volver al trabajo. Así pagaría, además, la hospitalidad que me daban. El tío Gaspar aceptó encantado y al día siguiente bajé con él a la mina, no sin que éste me advirtiera de que tuviera cuidado, por-que el descenso por una pendiente estrecha y resbaladiza era pe-

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ligroso. Yo no necesitaba demasiadas recomendaciones. Estaba sobre-cogido por la impresión de encontrarme bajo tierra, y no me des-pegué un momento del lado del tío Gaspar. Este me enseñó a hacer mi trabajo y al cabo de algunas horas ya había aprendido a cargar y a manejar el carrito con rapidez. No sentí mucho cansancio, porque en el jardín de Pedro Acquin había aprendido a trabajar duro y mis músculos eran fuertes a pe-sar de mi poca edad. El tío declaró esa noche que yo podía llegar a ser un excelente minero y me propuso que, si quería quedarme en Varses, él podía buscarme un trabajo permanente. Le agradecí, pero no acepté su proposición. Me había habitua-do a la libertad de mi vida errante, al aire libre, al sol y a los cami-nos siempre cambiantes. Vivir todo el día en la oscuridad de la mi-na me parecía terriblemente triste. Así, trabajé como minero hasta que Alexis pudo retomar su ofi-cio y, entonces, les anuncié que me marcharía. Matías se alegró mucho de mi decisión. Mientras yo había tra-bajado en la mina habíamos acordado que él y Capi recorrerían las aldeas de los alrededores para ganar algún dinero. En esta expe-riencia que hizo sin mí le había ido tan bien que ganó dieciocho francos más. Matías ya no era el niño tímido y enfermizo que yo había cono-cido donde Garofoli. El aire puro, la vida sana y, sobre todo, la amistad que había entre los dos, habían mejorado su salud física y moral. Ahora era un muchacho alegre, sano y risueño. En lo que se refiere a nuestra profesión de músicos ambulantes, él tenía mu-chas más condiciones que yo. Sabía tocar varios instrumentos y tenía algo de la actitud de Vitalis: la amabilidad italiana para con-quistarse la simpatía del público. Si hubiera querido, Matías habría podido perfectamente ganar-se la vida sin mí. Sin embargo, cuando supo que nos marchába-mos, me confesó que en esos días en que yo estaba en la mina había sufrido pensando que yo pudiera quedarme allí para siem-pre.

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Una mañana temprano, tomamos nuestro sencillo equipaje, nos despedimos muy agradecidos de Alexis, del tío Gaspar y su mujer, y partimos a recorrer los caminos que nos llevaran a nuevas al-deas.

22 LECCIÓN DE MÚSICA

Aunque en mi vida ya había tenido que despedirme muchas ve-ces de gente que había llegado a querer, no podía acostumbrarme a ello. Y despedirme de Alexis y del tío Gaspar dejó otra herida en mi alma. Pero la alegría de encontrarnos otra vez al sol y al aire libre lo-gró atenuar mi pena. Capi corría como un loco y saltaba feliz, como siempre que reiniciábamos nuestra vida errante. Organizamos nuevamente nuestro itinerario y nuestras activi-dades diarias. Reanudamos las clases de lectura y de música que yo le daba, que se habían visto interrumpidas durante nuestra es-tada en el pueblo minero. Matías avanzaba en forma un tanto irregular en el aprendizaje de la lectura. Le costaba bastante y yo seguramente no era un pro-fesor muy diestro. No sé si mi método no era el más adecuado, o si mi discípulo no tenía muchas aptitudes. El hecho era que yo solía perder la paciencia y lo trataba mal. Pero Matías, siempre alegre y sonriente, no perdía la calma y desarmaba mi mal humor con un chiste. En cambio, en música era algo muy diferente: hacía progresos tan asombrosos que pronto ya no tuve nada que enseñarle. Ade-más tenía el oído muy fino y un verdadero sentido musical, de ma-nera que la teoría que aprendió le ayudó a ampliar rápidamente su repertorio y mejorar la ejecución en forma notable. Me asombraba escucharlo tocar violín. También me parecía que su voz era hermosa. Cantábamos a dúo las canciones napoli-tanas que Vitalis me había enseñado y pudimos apreciar que el

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éxito ante el público era mucho mayor. Para Matías la música era una verdadera pasión. Cuando aprendió todo lo que yo podía enseñarle, empezó a plantearme preguntas a las que yo no podía responder, lo que mortificaba mi amor propio de “maestro”. Sin embargo, me convencí de que su in-terés sobrepasaba mis conocimientos y le propuse que comprára-mos un buen libro de teoría musical. Discutimos esta posibilidad y al final decidimos consultar primero a algún auténtico profesor de música en cuanto se nos presentara una oportunidad. Pocos días después de partir de Varses, llegamos a Mende, que es algo más que una aldea. Le pregunté a la dueña de la po-sada si ella conocía en la ciudad a un profesor de música y nos in-dicó al señor Espinassous, que, según nos dijo, era considerado una verdadera notabilidad. Fuimos a la dirección que nos dio y, ante nuestra sorpresa, nos encontramos en una peluquería, cuya única particularidad era que tenía algunos instrumentos musicales colgados en las paredes. Preguntamos por el señor Espinassous y el peluquero que aten-día a un cliente nos contestó amablemente. -Soy yo. Pensé en marcharme, pero Matías me pidió que esperaría por-que quería cortarse el pelo. Al principio no entendí su maniobra, pero cuando se sentó en el sillón y Espinassous empezó a trabajar, mi amigo, después de decirle que sabía que él era un gran músico, empezó a hacerle preguntas sobre el tema. Efectivamente, el pelu-quero se las contestó y ambos nos dimos cuenta de que sabía mu-cho. Matías, entusiasmado, preguntaba y preguntaba, y el peluque-ro, manejando diestramente sus tijeras, contestaba también con entusiasmo porque, como todos los artistas, era un apasionado por su arte. Entonces comprendí que el astuto de Matías iba a sacar una clase de música sin pagar más que el valor de un corte de pelo. Pero eso no fue todo. Pronto el señor Espinassous empezó, a su turno, a hacernos preguntas, y cuando supo cómo nos ganába-mos la vida y cómo había aprendido Matías lo poco que sabía, nos

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manifestó una abierta simpatía. -¡Vaya!, qué chicos más listos -dijo-. Son ustedes un par de dia-blillos simpáticos. Luego pidió a Matías que tocara el violín, y cuando éste ejecutó un vals, quedó extasiado. Después le prestó un clarinete, y la habi-lidad de mi amigo lo conquistó definitivamente. -Tus aptitudes musicales son prodigiosas. Si quieres quedarte conmigo te enseñaré todo lo que yo sé y haré de ti un gran músico. Sin duda el señor Espinassous habría sido un gran maestro pa-ra Matías. Era mucho lo que sabía. Nos explicó que la música era su verdadera vocación y que trabajaba como peluquero para ga-narse la vida. Yo esperaba con un poco de angustia la resolución de Matías. Para él era una gran oportunidad, pero para mí significaría perder a un amigo y un excelente camarada. Sin embargo, le dije a media voz. -Decide pensando solamente en ti, Matías. Pero éste contestó sin vacilar. -¡Muchas gracias, señor! Sin embargo, no puedo aceptar. No quiero separarme de mi amigo Remi. Espinassous insistió e incluso prometió que cuando Matías hubiese aprendido todo lo que él podía enseñarle, se encargaría de mandarlo al Conservatorio de Música de Toulouse y después a París. Pero mi amigo insistió en su negativa, con palabras corteses como las que él sabía emplear. El músico buscó en sus cajones un tratado de teoría musical y se lo regaló con una dedicatoria que decía: Para Matías: que cuan-do llegue a ser un gran artista se acuerde del peluquero de Mende. Así terminó nuestra lección de música. Nos fuimos de la ciudad y, efectivamente, ninguno de los dos olvidamos nunca al peluquero de Mende. Matías iba muy contento. Había aprendido mucho y te-nía un libro que para él era un tesoro. Y yo me sentía feliz porque continuaba con mi amigo. Para él, la propuesta del músico podía significar una profesión que le permitiera conquistar la seguridad y

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el éxito. Sin embargo, había renunciado a todo eso para compartir mi vida aventurera y errante. Era la mayor prueba de amistad po-día darme. -¿Sabes? -le dije, cuando ya nos encontramos caminando jun-tos a campo abierto-, siento en mi corazón que la amistad entre nosotros será hasta la muerte. - Eso yo ya lo sabía antes que tú -me contestó con una amplia sonrisa socarrona.

23 UNA VACA PARA MAMA

Continuamos nuestro camino de acuerdo al plan de ruta que nos habíamos fijado. Atravesábamos las regiones de Lozere y Au-vergne, poco exitosas para una actividad como la nuestra. Son tie-rras pobres donde los campesinos no disponen de dinero para gastar en diversiones. Un día llegamos a un lugar donde esperábamos tener mejor suerte: eran los baños termales de la Bourboule y Mont-Dore, que habitualmente eran visitados por una gran cantidad de veranean-tes. Nuestros cálculos resultaron correctos. Había muchas familias con niños que se extasiaban con las habilidades de Capi. Todos disponían de tiempo libre y se mostraban generosos al momento de las propinas. Nuestro éxito, hay que reconocerlo, se debió en su mayor parte a Matías. No sólo despertaba entusiasmo por el sentimiento con que tocaba el violín, sino que, además, sabía conocer y tratar al público. Parecía adivinar lo que cada uno quería oír, y, de acuerdo a su intuición, programábamos nuestro repertorio con notable aceptación del público. En pocos días ganamos sesenta y ocho francos. Sumados a los ciento cuarenta y seis que teníamos economizados, significaba que nuestra fortuna era ya de doscientos catorce francos.

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Había llegado la hora de dirigirnos a Chavannon. En el camino pasaríamos por Ussel donde hay una feria importante de ganado y podríamos comprar "la vaca del príncipe". Mientras caminábamos íbamos meditando acerca de la forma de concretar nuestro proyecto y empezamos a descubrir las dificul-tades que éste tenía. Una de ellas era saber cómo comprar una buena vaca. Yo era incapaz de conocer a simple vista las cualida-des de un animal, y Matías las conocía aún menos que yo. Ade-más, sabíamos que hay campesinos muy diestros en "maquillar" los animales que llevan a la feria, disimulando sus defectos. Si nos engañaban y nos vendían una vaca vieja o enferma, perderíamos el dinero que con tantos sacrificios habíamos logrado reunir. Después de dar muchas vueltas acerca del asunto, decidimos pagar los servicios de un veterinario que nos asesorara. Es cierto, éste era un nuevo gasto, pero valía la pena hacerlo para no correr el riesgo de cometer un error irremediable. Tranqui-lizados con esta idea, hicimos en dos días el trayecto que hay en-tre Mont-Dore y Ussel. En Ussel me sentí nuevamente en mi tierra. Fue donde por pri-mera vez me presenté en público en la comedia El sirviente del sig-nor Valentin. Antes de ir a la posada quise ver la plazuela donde hicimos la representación. Me trajo muchos gratos recuerdos... Me vino a la memoria la imagen del pequeño Valentín, tan gallardo que se veía con su uniforme de general inglés... Mi querido Vitalis, tan bueno como ser humano..., me enseñó tantas y tantas cosas... En ese entonces no podía imaginar siquiera que de los seis comedian-tes que éramos, volveríamos a ese lugar sólo Capi y yo... Me pare-cía que de repente aparecería la figura gallarda de mi amo, con su barba blanca y su gesto animoso y optimista diciendo: "¡Adelante, mis niños!" Al notar mi nostalgia, Matías me alejó de allí y nos dirigimos a la posada que yo ya conocía. Después de dejar nuestros bártulos nos pusimos a buscar un veterinario. Cuando dimos con él, primero se rió de nuestra consulta. Luego nos interrogó, y al saber que teníamos dinero, y que yo quería re-

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galarle esta vaca a mi madre adoptiva, me dijo. -Eres un buen chico. Mañana te acompañaré a la feria y te pro-meto elegir una buena vaca. Nosotros le preguntamos cuánto cobraría por sus servicios, pe-ro nos dijo que lo haría gratis. Definitivamente nos había tomado simpatía. En vista de su bondad, Matías resolvió que en la noche le daríamos una serenata para agradecerle. -Averiguamos la dirección de su casa y a las nueve en punto estábamos allí con nuestros instrumentos. Al oír la música, el vete-rinario salió sonriendo a la puerta y nos hizo entrar a su casa. Te-nía varios niños, de modo que tuvimos que hacer actuar también a Capi, que, como siempre, se conquistó al público infantil. Se orga-nizó una alegre velada que, acompañada de una buena cena, fue para nosotros una verdadera fiesta. Al día siguiente nos levantamos muy temprano y nos dirigimos a la feria. A mí me saltaba el corazón de alegría al pensar que iba a cumplir mi sueño tan largamente acariciado. Cuando llegamos al recinto nos aturdió el bullicio: campesinos que pregonaban sus productos, vacunos que mugían, corderos que balaban, carretones ruidosos que transitaban sobre el empe-drado... Nos encontramos con nuestro amigo el veterinario y juntos re-corrimos los corrales. ¡Qué cantidad de vacas bonitas! Cada una me parecía mejor que la otra. Nuestro asesor guardaba silencio, pero de pronto se detuvo delante de una de pelo rojo, algo peque-ña pero muy bien plantada. -Esta es una vaca del Rouergue -dijo-. Es justamente lo que te conviene, chico: dan mucha leche y no son demasiado comedoras. La examinó con ojo diestro y le preguntó al campesino que la llevaba cuánto valía. -Trescientos francos -contestó éste. "¡Adiós, mi vaca!", pensé. Pero el veterinario no se inmutó. Le ofreció ciento cincuenta francos y entre los dos se entabló un rega-teo interminable. Cada uno cedía un poco, pero no llegaban a po-nerse de acuerdo, hasta que el campesino no quiso bajar más el

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precio y nuestro amigo dijo: -Vamos a ver otras. Entonces el hombre cedió y transamos la compra en doscientos diez francos. Gastábamos todos nuestros ahorros y nos quedaban sólo cuatro francos en el bolsillo, pero acepté encantado. Sólo que al ir a coger la vaca empezaron a aparecer otros detalles: el lazo para llevarla, las maneas para ordeñarla, el saco para el heno, y... nuestros últimos francos desaparecieron. Salimos del recinto de la feria tirando nuestra vaca, con los bol-sillos vacíos y el corazón rebosante de alegría. Le agradecimos al veterinario toda su ayuda y nos despedimos de él. Llevamos el animal a los corrales de la posada donde dor-míamos, y a toda prisa nos fuimos al barrio de los cafés a intentar ganar algún dinero otra vez. Para aprovechar mejor el tiempo, nos separamos: Matías se fue con su violín y yo con mi arpa. A la tarde cuando nos encontramos, entre los dos juntamos siete francos y medio: no podíamos quejarnos. Además, cuando llegamos a la po-sada, la posadera había hecho ordeñar nuestra vaca y nos dio so-pa de leche. Nunca habíamos comido una sopa tan rica: Matías encontró que tenía perfume de flor de naranjo y que era todavía mejor que la leche que a él le habían dado en el hospital. Antes de dormirme pensé con gratitud en la generosidad de Matías. Sin su ayuda jamás habría podido reunir una suma tan grande de dinero, y aunque él no conocía a mamá Barberin pare-cía tan contento como yo de poder hacerle este regalo. Había que ponerse en camino hacia Chavannon, de modo que al día siguiente nos levantamos al amanecer e iniciamos nuestra jornada. Pero para no cansar a nuestra vaca ni llegar de noche, decidimos ir con calma y dormir en la aldea vecina, en el mismo lu-gar en que alojamos con Vitalis cuando dejé mi casa. A mediodía nos encontrábamos en un lugar en que había mu-cha hierba y la vaca se puso a comer tranquilamente. Era un ani-mal tan manso que lo dejamos pastar a gusto mientras nosotros almorzábamos. Terminamos de comer antes que ella, entonces, para darle tiempo, estuvimos jugando un rato a las bolitas y des-

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pués hicimos un concurso de saltos. Cuando hubo transcurrido un tiempo que consideramos suficiente, nos acercamos a la vaca para cogerla. Ella, al vernos, se puso a comer más de prisa como si to-davía tuviera mucha hambre. Decidimos esperarla un poco más mientras la contemplábamos. De pronto Matías dijo: -Démosle un concierto. En el circo donde yo trabajé había una vaca a la que le gustaba mucho la música. Y diciendo esto arrancó a su flauta los primeros acordes de una alegre fanfarria. La vaca se sobresaltó y se lanzó a correr arrancando de noso-tros. Capi, que se había considerado siempre el jefe de la tropa, corrió tras ella ladrando para tratar de detenerla. Fue peor. La vaca se echó a galopar más rápido por la carretera y nosotros también corríamos detrás. Fue en vano, le silbábamos, la llamábamos a gri-tos, pero la vaca seguía corriendo desaforada. La perseguimos casi dos kilómetros y Matías se echaba maldi-ciones por la idea “genial” que había tenido. Después de tanto correr, Capi con la lengua afuera y nosotros rendidos por el cansancio, divisamos las primeras casas de la al-dea donde pensábamos dormir. En la calle había gente, y al ver venir al animal corriendo, lo detuvieron y le cogieron el lazo. Noso-tros respiramos aliviados. Dejamos de correr porque ya íbamos sin aliento, nos acercamos a los aldeanos dispuestos a agradecerles el servicio de habernos cogido la vaca. Pero nos encontramos ro-deados de un círculo de miradas desconfiadas y preguntas hosti-les. -¿Quiénes son ustedes? -¿De dónde vienen? Nosotros contestamos tranquilamente de dónde veníamos y dónde habíamos comprado nuestra vaca. Pero no nos creyeron. -Lo más probable es que sea una vaca robada - apuntó un hombre. -Está claro -añadió otro-. Por eso el animal se les ha escapa-do... Ante el barullo que se armó, llegó al lugar un gendarme. Oyó la

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discusión y nuestras protestas de inocencia, pero decidió que, para aclarar el asunto, la vaca iría a los corrales municipales y nosotros a prisión. Quise protestar, pero recordé el incidente de Vitalis con el poli-cía de Toulouse y decidí que era mejor obedecer y resignarse. Nos llevaron hasta la cárcel del pueblo en medio de un cortejo de gente que nos acusaba y nos injuriaba. Nosotros no habíamos cometido ningún delito ni hecho mal a nadie. Creo que a los dos nos costó retener las lágrimas, pero hasta que estuvimos solos en la celda no dijimos una sola palabra. Entonces Matías se acercó a mí. -Yo tengo la culpa de esta desgracia -dijo, echándose a llorar-, porque tuve una idea estúpida. -Si tú hiciste la tontería -le contesté-, yo te dejé hacerla. Esta-mos iguales. Para consolarlo le aseguré que creía que la situación no era tan grave. Teníamos testigos de que habíamos comprado la vaca en la feria de Ussel, y los hechos tendrían que aclararse en la investiga-ción que, sin duda, habría. Pero a Matías le había entrado un pesimismo negro. -Después dirán que hemos robado el dinero -se la- mentaba-. Además, ¿quién va a ordeñar la vaca mientras tanto? No le darán de comer y se va a morir de hambre Traté en vano de quitarle de la cabeza estas ideas lúgubres. Pasaron así varias horas, hasta que oímos ruido de puertas y candados, y apareció el carcelero con un señor de barba blanca, de aspecto importante. -De pie, bribonzuelos -dijo el carcelero-. Contesten a las pre-guntas del señor juez de policía. El juez tenía un aspecto bondadoso que a mí me dio esperan-zas. Pero ordenó que se llevaran a Matías para interrogarnos por separado. Me quedé solo con él y me preguntó de dónde había-mos sacado la vaca. Le conté que la habíamos comprado en la fe-ria de Ussel y le di el nombre del veterinario que nos ayudó. -Esto será comprobado -me contestó con gravedad, y en segui-da me preguntó qué pensábamos hacer con la vaca. Le dije que

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era para regalársela a mi madre adoptiva que vivía en Chavannon. -¿Cuál es el nombre de ella? -Barberin, señor juez. -¿Es la mujer de un cantero que quedó inválido en un accidente en París? -me preguntó. -Sí, señor juez -contesté yo, dichoso al ver que conocía a mamá Barberin. -Esto también será verificado. Ahí se terminó mi alegría: si el juez interrogaba a mamá Barbe-rin, mi entrada triunfal y la gran sorpresa que iba a darle, se esfu-maban. Al ver mi decepción, el juez me apremió con más pregun-tas. Entonces le conté lo que había sido mi vida, y la intención que tenía de aparecer de sorpresa en mi antiguo hogar con la vaca de regalo. Conversamos largamente y me escuchó con benevolencia. Le pregunté qué sabía de los Barberin, y me dijo que él estaba nuevamente en París, lo que me dio una gran alegría. Finalmente me atreví a insinuarle que, a lo mejor, el testimonio del veterinario de Ussel era suficiente para probar nuestra inocencia. Guardó silencio un momento y, terminado el interrogatorio, me dejó solo para hacer lo mismo con Matías. Yo esperé tranquila-mente. No tenía ningún temor porque sabía que había dicho la verdad y él haría lo mismo, de manera que nuestras respuestas iban a coincidir. Al cabo de un rato oí pasos y apareció el juez con Matías, a quien reintegraban a la celda. -Pediré información a Ussel -nos dijo el juez, antes de despedir-se-, y si, como espero, se confirma el relato de ustedes, les haré poner en libertad y se les devolverá la vaca. En cuanto nos quedamos solos, le conté a Matías la gran noti-cia: el marido de mamá Barberin estaba en París. Nada se oponía, por lo tanto, a nuestra llegada triunfal con "la vaca del príncipe". Después del interrogatorio, la actitud de nuestro carcelero cam-bió por completo. No sólo fue mucho más amable sino que, al atar-decer, nos llevó dos grandes vasos de leche de nuestra vaca, y por la noche una buena cena caliente.

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Antes de dormirnos comentamos con Matías que -después de todo- la cárcel no era ese lugar tan terrible que nosotros imaginá-bamos.

24 BUÑUELOS OTRA VEZ

Por la mañana del día siguiente vino a nuestra celda el juez de policía acompañado del veterinario. Este último no sólo había dado testimonio en favor nuestro, sino que quiso acudir personalmente a sacarnos de la prisión. Cogimos nuestras mochilas y nos acompa-ñaron a buscar nuestra vaca al establo municipal. El juez nos entregó un papel timbrado y nos dijo: -Ustedes son unos buenos chicos. Pero no es prudente andar por los caminos sin documentos. Aquí tienen un certificado firmado por el alcalde, que les servirá de salvoconducto, en caso necesa-rio. Les agradecimos la bondad que habían tenido con nosotros y nos despedimos con un cordial apretón de manos, como viejos amigos. Seguidos de Capi y llevando triunfalmente nuestra vaca, cruza-mos con la frente alta la aldea donde nos habían insultado y encar-celado tan injustamente. Recorriendo las calles de la aldea, reconocí el negocio de co-mestibles donde Zerbino había robado una vez un trozo de pan. Entonces se me ocurrió una idea: llevar harina, mantequilla y hue-vos para que mamá Barberin nos hiciera buñuelos. Se lo dije a Ma-tías, y sin pensarlo dos veces entramos a comprar. Ahora sí que todo estaba listo para llegar triunfalmente a mi an-tiguo hogar. Los últimos kilómetros se me hicieron interminables. Sin querer andaba cada vez más rápido, arrastrando la vaca ahora amarrada prudentemente con el lazo. A medida que nos acercábamos a la cumbre del cerro desde el cual se veía la casa de mamá Barberin,

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mi ansiedad crecía. Para desahogarme le contaba a Matías todos los detalles que recordaba. -Ya al verás bajar la cuesta, qué bonitos son estos campos. En el jardín hay un castaño enorme que da sombra... y un peral en el que yo me subía a comer unas peras exquisitas. Matías, que también sentía nostalgia de su tierra natal, comen-zó a evocar sus campos de Luca. -Si vinieras alguna vez, Remi, ya verías también cuántas cosas bonitas podría mostrarte. Y conocerías a mi hermana Cristina... -Iremos, Matías -le dije-. Tú has sido bueno y me has acompa-ñado a mi casa. Después de que visitemos a Estefanía, a Lisa y a Benjamín, iremos también a tu casa, en Italia. Le daremos un abra-zo a tu madre, y si Cristina es todavía tan pequeña, yo la llevaré en brazos. Ya verás... Con estos proyectos, a los dos se nos llenaba el alma de ilusio-nes... Ya habíamos llegado a la cima del cerro. De un brinco me trepé a un parapeto sobre el camino y divisé abajo la casa, mi casa. Es-taba todo igual, la brisa movía suavemente los árboles del jardín y de la chimenea se elevaba un hilo de humo azulado. -Mamá Barberin está allí -dije emocionado-. ¡Apresurémonos!. -¡Cuánto me alegro por ti, querido amigo! -me dijo Matías. Capi, contagiado con nuestra emoción, saltaba y quería lamer-me la cara. Empezamos a bajar por el camino lo más rápido que pudimos. Cuando llegábamos a una de las últimas vueltas del camino, vimos de pronto aparecer la cofia blanca de mamá Barberin. Salió, abrió la puerta del jardín y tomó el camino hacia la aldea. Nos quedamos desconcertados un momento. Yo estuve a punto de gritarle, pero me contuve: no quería renunciar a mi sorpresa. Como conocía sus costumbres, sabía que no cerraba jamás la puerta con llave. En el campo todos se conocen y no es necesaria esta precaución. Por lo tanto, decidí que mientras ella andaba fue-ra, nosotros nos instalaríamos en la casa: la vaca en el establo, yo en el rincón de la chimenea donde siempre me sentaba y Matías

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con Capi se esconderían debajo de la cama cuando la sintiéramos venir. Así, cuando ella entrara, sería como si hubiéramos vuelto al tiempo pasado. Seguimos este plan al pie de la letra. Lo único no previsto y que nos dio un poco de trabajo, fue desocupar el establo que estaba lleno de leña y de trastos viejos, pero mamá Barberin tardó bastan-te y tuvimos tiempo de poner todo en orden. Cuando escuchamos sonar la cancela del jardín, Matías cogió a Capi y se metió con él debajo de la cama. Yo me senté en mi rin-cón. Me había recogido los cabellos largos debajo de la gorra y tra-té de hacerme pequeñito para parecerme lo más posible al niño que era cuando me fui. Cuando mamá Barberin entró... se sintió sobrecogida La miré sin decir una sola palabra. -¡Dios mío! -gritó-. Es Remi..., ¡mi pequeño...! Corrí hacia ella y largamente nos abrazamos llorando. -¡Mi niño, mi niño querido...! -decía contemplándome profunda-mente conmovida- ¡Cómo has crecido! ¡Qué grande y qué fuerte estás! Un ladrido ahogado que provenía de debajo de la cama me hizo volver en mí. Hice salir a Matías y a Capi y le expliqué a mamá que eran mis amigos y mis socios. -Capi: saluda a la madre de tu amo -le ordené. Capi, parado en dos patas, hizo una gran reverencia ante ella, de tal manera que mamá Barberin se echó a reír y enjugó sus lá-grimas. Entonces nos sentamos y empecé a preguntarle por todo lo que había sucedido desde mi partida. Me dijo que Barberin, tal como yo ya sabía, estaba en París. -Ha ido por un asunto que te concierne a ti, mi pequeño -dijo-. Pero ya te contaré después. "Por mí", pensé;" ¿qué puede tener que ver conmigo un viaje de Barberin a París?". Pero comprendí que ella no quería hablar de-lante de Matías y no insistí. Pero antes de seguir conversando, teníamos que cumplir la se-gunda parte de nuestro programa. Para esto le pregunté a mamá

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Barberin si el establo seguía vacío. Ella se lamentó: su pobre vaca le había hecho mucha falta y era imposible pensar en tener otra. Entonces le propuse que fuéramos al patio para mostrarle a Matías el lugar de mis juegos infantiles. Salimos, y al llegar al esta-blo mamá Barberin gritó despavorida. -¡Una vaca! ¡Hay una vaca en el establo! Matías y yo estallamos en carcajadas. Pero ella no podía en-tender: nos miraba asombrada y miraba a su alrededor buscando dónde podría estar el dueño del animal. Le aseguramos que era su vaca; que la habíamos comprado con nuestros ahorros para regalársela. -Siempre fuiste tan buena conmigo, cuando yo era un niño abandonado -añadí-, que no podía volver a verte sin traer algo pa-ra agradecerte todo el cariño que me diste. Emocionada, nos abrazó a los dos y luego sacó la vaca para examinarla. Entonces sus exclamaciones de alegría se multiplica-ron: ¡qué bonita era y qué fina! ¡Tenía buenas ubres y se dejaba acariciar como si ya la conociera! Nosotros pusimos fin a su extasiada alegría, diciéndole que te-níamos hambre y que habíamos traído huevos, harina y mantequi-lla para celebrar con buñuelos nuestra llegada. Inmediatamente mamá Barberin fue a buscar un balde y ordeñó la vaca, y nosotros nos fuimos a la cocina a hacer los preparativos. Mientras hacía la masa, ella me preguntó por qué nunca le había escrito. Le expliqué que cuando Vitalis murió tenía miedo de que Barberin fuera a buscarme para arrendarme otra vez. Y yo no quería volver a tener ningún amo. Ella se quedó pensativa y des-pués me preguntó más detalles sobre Vitalis y su muerte. Cuando se empezaron a freír los buñuelos, Matías sacó su vio-lín para acompañar la "música" de la fritura -según decía. Después nos desquitamos del hambre de tantas jornadas. Co-mimos hasta hartarnos y le dimos su ración a Capi, con gran es-cándalo de mamá Barberin, que jamás había visto a un perro co-mer buñuelos. Pero nosotros le dijimos que Capi no era un perro cualquiera: era un sabio, y, además, nos había ayudado a ganar el

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dinero con que compramos la vaca, de manera que tenía derecho a participar en el festín. Cuando nos comimos toda la fuente, Matías dijo que él iría a dar de comer a la vaca. Así, con delicadeza, me dejó con mamá Barberin, para que habláramos a solas. Entonces ella me contó el motivo del viaje de Barberin a París: hacía aproximadamente un mes se presentó en casa un hombre desconocido que preguntó por él. Su acento era extranjero y pare-cía un caballero. Le había preguntado si era él el obrero que años atrás había encontrado a un bebé abandonado en la avenida Bre-teuil, en París. Cuando Barberin contestó afirmativamente, el visi-tante pidió hablar a solas con él. Mi madre adoptiva no supo más detalles de la conversación. Barberin era un hombre de pocas pa-labras y sólo le informó que el extranjero estaba encargado de en-contrarme. Por eso decidió ir a París en busca de Vitalis para recu-perarme. El músico le había dejado la dirección de un tal Garofoli, en la calle Lourcine. El misterioso visitante le había dado cien fran-cos para el viaje y, además, le había prometido una buena recom-pensa si me encontraban. Mamá Barberin deducía de todo esto que mis padres eran ricos. -Ya ves -me dijo- como los pañales finos que traías cuando te encontraron no han mentido. Yo estaba conmocionado por la noticia. -¡Matías! -grité, saliendo al patio-. Mis padres me buscan. Ten-go una familia. Una verdadera familia.

25 NUEVO CAMBIO EN MI DESTINO

Durante todos estos años había soñado muchas veces con vol-ver a dormir en mi cama, en mi hogar de niño. Sin embargo, esa noche apenas pude pegar los ojos. Los acontecimientos del día y sobre todo la noticia que mamá Barberin me había dado, me so-breexcitaron y no me dejaron dormir.

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Mis pensamientos se entrecruzaban y me confundían. Conocer a mis verdaderos padres... Ver sus rostros... Quizás tendría her-manos... Encontrarme con ellos... Cambiaría mi vida... Mi imaginación volaba de un punto a otro, pero no podía evitar que en mis sentimientos se mezclara una vaga angustia: la de sa-ber que el dueño de la clave del misterio era Barberin. Sólo la idea de tener que encontrarme con él otra vez me producía desasosie-go. Yo sabía muy bien el interés que lo llevaba. Si me había reco-gido y educado, no era por caridad, sino por la esperanza de coger algún día una buena recompensa. Esta realidad me molestaba: él sería el que se beneficiaría con los agradecimientos y el premio que darían mis padres, y no mamá Barberin, que me había querido y educado como a un hijo. Menos aún alcanzarían a Vitalis que me había dado las herramientas para enfrentar la vida y, que por des-gracia, ya había fallecido. Me tranquilicé un poco pensando que cuando fuera mayor y si era rico me ocuparía de recompensar a mamá Barberin como ella se lo merecía. Me agobiaba la decisión que debía tomar. Mi madre adoptiva me aconsejaba ir a París a tratar de encontrar a su marido. Muerto Vitalis, éste no tendría ninguna posibilidad de dar conmigo, y yo, en cambio, podía ir a buscarlo en alguna de las direcciones donde se alojaba, y que ella conocía. Esto era muy razonable. Pero significaba renunciar a esos días de descanso y de alegría que había pensado pasar en mi antiguo hogar, con Matías y junto a mamá Barberin. En cierto modo quería volver a ser un niño despreocupado, aunque fuera por un corto tiempo. Pero ahora había que ponerse en camino hacia París. Era necesario, pero también tenía presente la promesa de visi-tar a los hermanos Acquin. Me había propuesto que después de algunos días en Chavannon, me dirigiría a Esnandes a visitar a Es-tefanía, y desde ahí, a Dreuzy, a ver a Lisa. Tenía que cumplir mi promesa. Al día siguiente, a la hora del desayuno, mamá Barberin, Matías y yo discutimos el problema. Mi madre adoptiva insistía en que nos

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fuéramos a París cuanto antes. Pero Matías no estaba de acuerdo: -Creo que tus nuevos parientes no pueden hacerte olvidar a los que hasta hoy han sido tu familia. El padre Acquin te recogió medio muerto ante la puerta de su casa; te dio un hogar durante dos años; sus hijos fueron para ti verdaderos hermanos. Esperan tu vi-sita. No es justo que ahora los abandones por unos padres que hasta hoy no conoces ni se habían ocupado de ti... -No digas eso -le corrigió mamá Barberin-. Los padres de Remi no lo abandonaron. Todo hace pensar que les fue robado y que to-do este tiempo, infructuosamente, lo han buscado y han llorado por él. Finalmente pudimos conciliar las dos posiciones. Para ir donde Estefanía, en Esnandes, a orillas del mar, tendríamos que alejarnos mucho de París. En cambio, en el camino podíamos pa-sar por Dreuzy a ver a Lisa, sin alejarnos demasiado de nuestra ru-ta. Además, Estefanía sabía leer y escribir y me propuse mandarle una carta explicándole mi situación. Si no visitaba a Lisa, la pobre-cita, que todavía no sabía leer ni escribir, creería que ya la había olvidado. Estuvimos de acuerdo con Matías y decidimos partir al día si-guiente. La despedida de mamá Barberin fue triste; pero esta vez no era una separación tan incierta. Le prometí volver a verla con mis pa-dres cuando los hubiera encontrado, y si ellos eran ricos, como pa-recía, le llevaríamos toda clase de regalos. -No puedes hacerme más feliz de lo que me has hecho con la vaca que me trajiste, mi pequeño Remi -me contestó-. Ella vale pa-ra mí más que todas las riquezas del mundo. Cuando estuvimos solos en la carretera, con Capi que corría alegremente adelante, observé que Matías estaba apenado desde el día anterior. Así se lo manifesté. Tuvimos una larga conversa-ción: me confesó que se alegraba por mí de la noticia recibida, pe-ro que para él era triste porque no le cabía dudas de que tendría-mos que separarnos. Le rebatí con vehemencia: era más que un hermano para mí. Le debía mucho. Yo hablaría con mis padres y

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éstos comprenderían que no era posible que me separara de él. Estaba seguro de que ellos accederían a que Matías viviera con nosotros para siempre. Pero mi amigo pensaba que esas ideas eran sólo sueños. La única conclusión a que llegamos fue comprobar, una vez más, la profunda amistad que nos unía. Como siempre, nuestro trayecto incluía representaciones de pueblo en pueblo. Aunque ya habíamos comprado la vaca para mamá Barberin, yo no quería llegar donde Lisa con las manos va-cías. Decidí llevarle una muñeca, y para eso había que reunir algún dinero con nuestra música y las habilidades de Capi. Claro es que una muñeca es mucho más barata que una vaca y no nos costó gran esfuerzo reunir la cantidad necesaria. La adqui-rimos en Decize y desde ahí nos dirigimos a Chatillon, donde to-mamos la orilla del canal que nos llevaría a Dreuzy. Caminábamos bordeando el agua por senderos cubiertos de árboles. Yo recordaba esos días, ya lejanos, a bordo del Cisne. Recordaba a Arturo y a la señora Milligan. Había sido muy feliz a su lado y me habían dejado recuerdos maravillosos. Seguramente ya habían regresado a Inglaterra y nunca más volvería a verlos. Una tarde, ya al oscurecer, divisamos las primeras casas de Dreuzy. Yo no necesitaba preguntar la dirección de Lisa, porque sabía que su tío era el cuidador de la esclusa del canal. Seguimos caminando por la ribera y muy pronto divisamos la casa. Había luces encendidas y por la ventana pudimos ver a los tíos y a Lisa sentados a la mesa. Hice señas a Matías y a Capi para que guardaran silencio. Saqué mi arpa y empecé a tocar mi can-ción napolitana. Lisa levantó la cabeza vivamente. Se puso de pie y corrió a abrir la puerta. Antes de que yo alcanzara a soltar el ins-trumento se había abrazado de mí, loca de alegría. Los tíos nos recibieron con mucho cariño. Pusieron dos cubier-tos más a la mesa y nos invitaron a cenar con ellos. Entonces yo les pedí disculpas por haber invitado a otra perso-na a cenar. Acerqué una silla y en ella senté a la muñeca que lle-vaba escondida en mi mochila. Todavía recuerdo su carita de

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asombro y la felicidad que reflejaban los expresivos ojos de Lisa. Ella no necesitaba palabras para demostrar sus sentimientos.

26 OTRA VEZ EN PARÍS

Me habría quedado muchos días con Lisa, pero era necesario llegar pronto a París. Teníamos tantas cosas que contarnos, y no era fácil hacerlo por señas, que era el único lenguaje que ella podía emplear. En el po-co tiempo que estuvimos juntos, pude darme cuenta de que los tíos la querían mucho. La mimaban y la trataban como a una verdadera hija. Por lo demás, la vida a orillas del canal, en pleno campo, era plácido y muy agradable. Tuvimos que separarnos. Por mi parte, le había contado que iba a París a reunirme con mi familia, y traté de explicarle que estaba lleno de ilusiones. -Vendré a buscarte en un coche tirado por cuatro caballos -le di-je a modo de consuelo. Nos separamos, esperando volver a vernos muy pronto. Al re-tomar nuestro camino tuvimos un desacuerdo con Matías. Yo era partidario de ir lo más rápido posible y detenernos sólo lo indispen-sable para ganar dinero para comer. Pensaba que si íbamos al en-cuentro de mis padres y ellos eran ricos, nosotros no necesitába-mos ganar más. Pero Matías era previsor. -Debemos trabajar igual que siempre -me decía-. Puede ser que tardemos en encontrar a Barberin. -No nos demoraremos más de dos horas -discutía yo-. Todas las direcciones que llevo están cerca. -¿Y si mientras tanto él se ha vuelto a Chavannon? Tendríamos que escribirle y esperar la respuesta. ¿De qué viviríamos durante ese tiempo? El invierno se aproxima otra vez, y ya sabes que en París no es fácil vivir. ¿Has olvidado, acaso, las canteras de Genti-

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lly? -No, por cierto -repliqué, sobrecogido por el recuerdo-. Ese argumento me decidió a seguir los consejos de mi amigo. Nos fuimos, pues, por las aldeas, haciendo nuestras represen-taciones como de costumbre. Sin embargo, yo ya no cantaba con el entusiasmo y la emoción con que lo hacía antes, y Matías me lo reprochaba. -Si sigues así, cuando seas rico vas a ser un ocioso. Con nuestra música de un pueblo a otro, llegamos al camino de Corbeil que conduce a París. En Villejuif recordamos la boda de los aldeanos donde obtuvimos nuestro primer éxito. Fuimos a la granja, y los jóvenes recién casados nos recibieron con gran albo-rozo y nos invitaron a cenar y a dormir. Al día siguiente nos dirigimos a París, de donde habíamos sali-do seis meses antes. A medida que nos aproximábamos, veía a Matías cada vez más silencioso. Yo cavilaba si sería la idea de la separación lo que lo atormentaba, a pesar de todo lo que había in-sistido en que nuestra amistad no la podría romper nada ni nadie. Finalmente le pregunté qué le sucedía, y me dijo que, además de la idea de que tuviéramos que separarnos, tenía miedo de caer en las manos de Garofoli. -La calle Mouffetard, donde tenemos que ir a buscar a Barberin, está muy cerca de la calle Lourcine, donde él vive -me dijo-. Si ha salido ya de la prisión, y por casualidad llego a encontrarme con él, se apoderará de mí nuevamente. Es mi tío y no tengo cómo defen-derme de él. Me horroriza la sola idea de volver con ese explota-dor. Los temores de Matías eran justificados. París es muy grande y no es fácil dar con una persona. Pero era más prudente que él no fuera al barrio en que vivía Garofoli. Así, le propuse que nos sepa-ráramos mientras yo buscaba a Barberin. Nos pusimos de acuerdo que a las siete de la tarde, nos reuniríamos frente a la iglesia de Notre Dame. Nos separamos en la Plaza de Italia. Estábamos tan emociona-dos, como si no fuéramos a vernos en mucho tiempo. Tomé el ca-

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mino de la calle Mouffetard, tratando de darme valor. Sin Matías y sin Capi, que se había ido con él, me sentía perdido en las calles de París. Llevaba tres direcciones, todas más o menos próximas. En la primera me fue mal, pues me contestaron que hacía mucho tiempo que no veían a Barberin. En la segunda no tuve más éxito: cuatro años antes había estado allí por última vez. Algo angustiado me dirigí a la última de las casas indicadas por mamá Barberin Era una pensión sórdida, donde un viejo atendía a sus pensionistas en el comedor. Ante mi pregunta, me miró con cu-riosidad, pero movió la cabeza negativamente. -Barberin estuvo alojado aquí, pero se fue -me dijo. -¿Sabe usted a dónde? -No. No nos dejó su nueva dirección. Me sentí desorientado. No sabía qué hacer ni adónde ir. Seguramente en mi cara se reflejó la angustia, porque un pa-rroquiano, desde una mesa próxima, me preguntó: -¿Por qué buscas a Barberin, niño? Yo no podía contar allí toda mi historia, de manera que me limi-té a contestarle: -Vengo de su casa, en Chavannon. Su esposa le manda un re-cado conmigo, y me dio esta dirección. ¿Sabe usted por casuali-dad dónde estará ahora? El hombre me miró y pensó, sin duda, que yo era un muchacho honesto y que seguramente decía la verdad. -Sí -me dijo-. Por lo menos sé dónde vivía hasta hace tres se-manas: en el hotel de Cantal, en la calle Austerlitz. Respiré y salí, no sin agradecer al parroquiano su información. Pero antes de dirigirme a la calle Austerlitz pensé que podía apro-vechar para averiguar algo de Garofoli. Tal vez éste siguiera en la prisión y eso tranquilizaría a Matías. Fui, por lo tanto, a la calle Lourcine. Allí un viejo que vivía en el primer piso me informó que, efectivamente, Garofoli aún no regresaba. Tenía para tres meses más de cárcel. Contento con esta noticia, me dirigí hacia el pasaje de Austerlitz. Como siempre, temía encontrarme con Barberin. Tal vez ese

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miedo fuera injustificado. Es cierto que él no fue bondadoso con-migo, pero si no me hubiera recogido, habría muerto de frío esa noche en la avenida Breteuil. Yo recordaba con resentimiento su decisión de venderme, pero comprendía que lo había hecho impulsado por la miseria en que se encontraba y, después de todo, me había entregado a Vitalis que fue para mí un guía, un verdadero padre. Lo mejor era olvidar mis aprensiones y mostrarme cordial y deferente con él. En medio de estas reflexiones llegué al hotel de Cantal, que no era un verdadero hotel, sino un albergue bastante miserable. En la portería había una vieja sorda, a la que tuve que repetirle mi pregunta. -¡Barberin! -exclamó- ¡Ay, Dios...! ¿Será usted el niño...? -añadió mirándome en forma curiosa. -¿Cuál niño? -El que él buscaba. El corazón me dio un vuelco. "Buscaba", había dicho. ¿Qué sig-nificaba esa frase en tiempo pasado? -Sí. Yo soy -contesté con un hilo de voz-. ¿Dónde está Barbe-rin? Tuve que repetir mi pregunta porque la vieja no escuchaba. -¡Ah! -volvió a lamentarse-. Ha muerto, el pobre. Hace ocho dí-as, en el hospital de San Antonio. Creí que un rayo caía sobre mí. ¡Barberin muerto..! Era el único que podía conducirme hasta mi familia. -¿Así es que usted era el niño? -repetía otra vez la vieja. -¡Pobre Barberin! ¡Qué mala suerte! Al oírle decir esto me aferré a una última esperanza. -¿Qué le oyó decir usted? -le pregunté-. ¿Sabe algo de mi fami-lia? Pero la pobre mujer nada sabía. Barberin le había hablado va-gamente de un niño al que él había educado y que ahora su familia lo buscaba. Pero no le había dado ningún dato concreto. Era des-confiado, le asustaba hablar demasiado y que alguien pudiera lle-var, antes que él, las noticias de mi paradero a mis padres, con lo

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cual él perdería la recompensa que codiciaba. La única información concreta que la mujer pudo darme fue que Barberin recibió una carta que se refería a mí. Ella no la leyó, ni tampoco estaba entre sus papeles, cuando avisaron del hospital que había muerto. Entonces reaccioné de mi estupor y pensé en mamá Barberin. La mujer me dijo que seguramente ella ya sabía la noticia de la muerte de su marido porque se le había mandado un aviso. Por largo rato permanecí en silencio. Al final me dirigí a la puer-ta como un sonámbulo. La vieja me interpeló: -¿A dónde va usted? -A buscar a un amigo. -¡Ah! Tiene amigos en París. -Uno solo. Un niño de mi edad. Hemos llegado juntos esta ma-ñana. La pobre mujer parecía apiadada. Me preguntó si teníamos dónde dormir. París, de noche, era peligroso para dos niños de nuestra edad. Como yo no le contestara, añadió: -Si no tienen otro lugar mejor, vengan a dormir aquí. Mi hotel es pobre pero es honorable. Además, piense que si su familia lo bus-ca, al no tener noticias de Barberin lo probable es que vengan aquí. Ese argumento me decidió. El "hotel" era una pensión sucia y miserable, pero eso significaba que nos costaría muy poco dinero. Entonces recordé cómo Matías me había exigido que trabajáramos en el camino. Sin esa prudencia suya, ahora nos encontraríamos en París con Barberin muerto y sin recursos. Me puse de acuerdo con la mujer por el precio de dos camas, y le prometí que volveríamos. Después vagué por las calles mientras llegaba la hora de reunirme con Matías. Me sentía abatido. Se habían desvanecido mis sueños. Todos los proyectos de los últimos días desembocaban en la soledad y el vacío. Siempre era lo mismo. Cada vez que me aferraba a alguien, cada vez que creía encontrar cariño y un hogar estable, el sueño se esfumaba ante mis ojos y me encontraba otra vez solo en el

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mundo. En toda mi vida, me había sentido tan cansado, tan abrumado. Todo me parecía lúgubre. París, la ciudad de las luces, era para mí un lugar de tinieblas. Vagué durante horas por innumerables calles sin ver lo que me rodeaba. Mi único consuelo era volver a encontrarme con Matías. ¡Qué habría sido de mí en esos momentos sin su apoyo y su amis-tad...! Se me hicieron largas las horas... y antes de las siete me dirigí al puente que enfrenta a la catedral de Notre Dame. Luego de unos minutos ante el gran pórtico y sentí unos ladridos bulliciosos: Capi me saltó encima y detrás llegó Matías corriendo. ¡Qué alegría vol-ver a encontrarnos! En pocas palabras le conté a mi amigo las malas noticias que había recibido. Pero Matías no se dejó desanimar. Me consoló y me dijo que no estaba todo perdido. -Este tropiezo no será sino un atraso de unos días. Así como tus padres dieron con Barberin, darán también contigo. La vieja tiene razón: vamos al hotel de Cantal y esperemos allí. Habló con tanta seguridad que yo recuperé la confianza. Lo que Matías pensaba era cierto: sólo debía esperar. Ya más tranquilo, le conté las noticias de Garofoli. -¡Tres meses más de cárcel...! Entonces no corro ningún peligro -exclamó Matías, saltando de alegría en medio de la calle. En el hotel de Cantal comimos unos trozos de pan que aún nos quedaban y dormimos en una buhardilla oscura e incómoda. Pero ya no estaba triste. El optimismo de Matías me había reconfortado. Tenía razón. Era cuestión de tener paciencia y esperar.

27 EN LONDRES

Al otro día, apenas me desperté, me puse a escribir una larga carta a mamá Barberin. En ella le contaba todo lo sucedido y trata-

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ba de consolarla por la muerte de su marido. Además, le pedía que si por casualidad mi familia la buscaba a ella, me avisara de inme-diato a la dirección del hotel de Cantal, donde yo esperaría noti-cias. Despachada la carta, fui a visitar en la cárcel a Acquin, el jardi-nero, para llevarle noticias de Lisa y de Alexis. Matías me acompa-ñó, porque quería conocer por dentro la prisión de París. Partimos juntos, llevando también a Capi. No tuve tantas dificultades como la primera vez y obtuve permiso para ver al prisionero. Acquin me abrazó con profunda alergría y moción. Escuchó atentamente el largo relato que le hice de mis viajes y de los días que había pasado junto a sus dos hijos. Le quise contar también qué acontecimientos me habían impedido hasta ahora visitar a Es-tefanía y a Benjamín. Pero él me interrumpió porque él ya estaba al tanto de todo y estaba impaciente por saber si ya había encontrado a mi familia. Le contesté que no. Cuando terminé mi relato, él, a su vez, me contó que Barberin lo había visitado, pues buscando a Vi-talis dio con Garofoli en la cárcel. Este le informó que yo trabajaba con Acquin. Fue hasta su casa y ahí supo que él estaba preso por deudas. Me relató detalladamente toda la conversación que Barberin había tenido con él, pero ésta no proyectó ninguna luz que pudiera orientarnos en nuestra búsqueda. Como siempre, Barberin guar-daba el secreto para que nadie pudiera disputarle la recompensa, y ahora ese secreto se había ido con él a la tumba. Sin embargo, Acquin -igual que Matías- era optimista. -Así como tus padres dieron con Barberin, darán también conti-go -me aseguró. Salí reconfortado por sus palabras y contento de haber ido a verle y de haberle llevado noticias de los suyos. Con Matías nos peguntamos acerca de lo que haríamos mien-tras esperábamos el encuentro con mi familia. Él concluyó que lo principal era trabajar para ganar algún dinero. En París esto no era fácil, pero mi amigo me aseguró que conocía algunos lugares ade-cuados y que no nos iría mal cantando y tocando juntos el arpa y el

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violín. Así lo hicimos, efectivamente, ganamos algunos francos, lo que nos permitía comer, pagar la pensión todos los días y seguir espe-rando sin mayores problemas. Muy pronto llegaron noticias a tra-vés de una carta de mamá Barberin. Me contaba que desde el hospital le habían avisado la muerte de su marido; pero pocos días antes ella recibió una carta de él, la que me enviaba porque conte-nía datos importantes para mí. La leí temblando de emoción. Decía así: "Querida esposa: "Estoy en el hospital, tan grave que creo que no me voy a recu-perar. No tengo fuerzas sino para decirte lo más urgente: si yo muero, debes escribir a Greth and Galley, Green-Square, Lincolns-Inn, Londres. Es una oficina de abogados encargada de la bús-queda de Remi. En la carta les dirás que tú eres la única que pue-des darles noticias del paradero del niño. Para saber de éste, tie-nes que dirigirte al jardinero Pedro Acquin, en la cárcel de Clichy, en París. Pídele al señor cura que escriba todas las cartas, y no te fíes de nadie más. Espero que el dinero que obtengas te sirva para asegu-rar tu vejez. "Te abraza por última vez tu JERONIMO" Cuando terminé de leer la carta, Matías se levantó de un salto. -¡A Londres! -gritó; y añadió, regocijado-: Puesto que son abo-gados de Londres los que te buscan, significa que eres inglés. Yo estaba estupefacto: ser inglés era algo que jamás me había imaginado. Pero pronto pensé que era de la misma nacionalidad que Arturo y que la señora Milligan, y eso, no sé por qué, me llenó de alegría. Nos pusimos a trazar nuestros planes. Yo era partidario de es-cribir primero a los abogados, pero Matías insistió en que fuéramos a Inglaterra. Cruzar el canal de la Mancha no era tan caro, y una vez en Londres todo sería fácil. Su entusiasmo me contagió y deci-dimos el viaje.

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Matías hablaba un poco de inglés. En el circo Gassot, donde había trabajado, había dos clowns ingleses que lo trataban amisto-samente y le enseñaron algo de su idioma. Vitalis también me había dado algunas lecciones, pero ahora lamentaba no haber puesto más interés en ellas. Sin embargo, sumando nuestros es-casos conocimientos, estábamos seguros que no sería tan difícil darnos a entender. Decidimos partir al día siguiente, y antes fuimos a despedirnos del señor Acquin. Pero esta despedida no fue triste. -Volveré muy pronto- le dije. Nos pusimos en camino y tardamos ocho días en llegar de Pa-rís a Boulogne, donde nos embarcaríamos. De paso dimos algunas representaciones para que no nos faltaran recursos, y al llegar a nuestro destino habíamos reunido treinta y dos francos, cantidad más que suficiente para pagar nuestros pasajes. Tomamos un barco que zarpaba a las cuatro de la mañana. Media hora antes estábamos instalados a bordo, entre jarcias, po-leas y cajas de mercadería. Yo le había hablado mucho a Matías de lo maravilloso que era navegar, porque recordaba los días pasados en el Cisne. Pero cru-zar el canal de la Mancha fue algo muy distinto: había mar gruesa y el barco se zarandeaba entre olas enormes. Matías se mareó en forma terrible. Pero el viaje era corto, y al amanecer divisamos los acantilados blancos de la costa inglesa. Poco después las aguas se serenaron y nos encontramos remontando apaciblemente el curso del Támesis. Estábamos en Inglaterra. En el río navegaban millares de embarcaciones y las casas de las orillas eran pintorescas. Pero pronto nos cubrió una espesa ne-blina y no pudimos ver nada más. Desembarcamos en medio de un gran gentío. Después de al-gunas averiguaciones nos dirigimos hacia Green Square. No recuerdo cuánto rato caminamos pero me parece que fueron largas horas. Sólo está claro en mi memoria el momento en que vimos el estudio de los abogados con una gran placa de bronce:

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Greth and Galley. Entramos. Matías se dirigió a uno de los empleados que atendía en la antesala. Oí las palabras boy, family y Barberin, pero me tem-blaban las rodillas y apenas me daba cuenta de lo que sucedía a mi alrededor. Nos hicieron esperar un rato, y, al fin, una puerta se abrió y nos indicaron que pasáramos a una oficina Adentro había dos señores que nos observaron con atención. -¿Cuál de ustedes es el niño que fue educado por Barberin? -preguntó en francés uno de ellos. Al oír hablar francés yo reaccioné y me adelanté. -Yo, señor. -¿Dónde está Barberin? -Ha muerto. Hubo un breve silencio. -¿Cómo han llegado ustedes hasta aquí? ¿Barberin les indicó nuestra dirección? Le expliqué, lo más brevemente que pude, mi historia. Mientras hablaba, el abogado tomaba notas y me observaba de una manera molesta. Tenía una mirada dura y una sonrisa antipática. Me hizo después varias preguntas, a las que contesté con toda sinceridad. Entre otras cosas me preguntó por Matías, y yo le expliqué que era mi mejor amigo, mi camarada y casi mi hermano. -Muy bien: compañero de aventuras, entonces- dijo con displi-cencia. Pero yo, a mi vez, ardía en deseos de hacer preguntas. -¿Dónde vive mi familia, señor? -le dije. -Aquí, en Londres. -Entonces, ¿podré verlos pronto? -Por cierto. Dentro de un rato. Yo haré que lo acompañen a su casa. -¿Tengo padre y madre? -Naturalmente. Y también hermanos y hermanas -Señor... -dije, y traté de hilvanar una frase de gratitud. Pero él me cortó la palabra: había llamado, y se dirigió en inglés al orde-

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nanza que entró, dándole, sin duda, instrucciones de acompañar-nos. -¡Ah!, me olvidaba -dijo el abogado en el momento de despedir-nos-, el apellido de su familia es Driscoll. Así se llama su padre. Aunque no era un hombre amable ni cordial, yo tenía deseos de abrazarlo y de agradecerle por haberme entregado tan buenas nuevas.

28 DESENCANTO

Nos acompañó un hombrecillo flaco y arrugado, que se puso a caminar delante de nosotros. En lugar de hablarnos, de vez en cuando se volvía y nos decía: pst, pst..., como si llamara a los pe-rros. Tomó un coche y discutió largamente con el cochero. Al fin nos pusimos en camino y rodamos mucho rato por anchas avenidas primero, y luego, por calles pequeñas y estrechas. Sentía un nudo en la garganta al pensar que dentro de un rato abrazaría a mi padre, a mi madre y a mis hermanos. Pero a pesar de mi nerviosismo tenía curiosidad por conocer Londres, la capital de mi patria. Sin embargo, la neblina apenas dejaba ver. En pleno día los faroles encendidos brillaban con un halo nebuloso a su al-rededor. Después de mucho rato de camino le pedí a Matías que le pre-guntara a nuestro acompañante si faltaba mucho para llegar. Matí-as, desconcertado, me transmitió la respuesta: el empleado le había contestado que no conocía ese barrio de ladrones. Nos mi-ramos con inquietud. Le pregunté si estaba seguro de su inglés, y Matías me dijo que sí. Pensé que quizás mis padres vivían en el campo y que, para salir de la ciudad, teníamos que cruzar los su-burbios. Por más que avanzábamos nada anunciaba la campiña. A nuestro alrededor sólo se veían viviendas miserables y calles lle-nas de barro.

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Al fin el coche se detuvo, y entre el empleado y el cochero se entabló una discusión. Por lo que entendimos, el primero se nega-ba a continuar y nuestro acompañante no lo pudo convencer. Tuvimos que descender del coche y seguir el camino a pie. Nuestro acompañante entró a una taberna y le preguntó algo al dueño. Yo estaba cada vez más inquieto. De la calle en que está-bamos, torcimos hacia una callejuela miserable, con casas de plan-chas de latón y chiquillos semi-desnudos. Después de largo rato encontramos a un policía y éste nos acompañó. Se detuvo en otra sucia callejuela, ante un patio lleno de charcos de barro, y dijo que ése era Red Lion Court. En seguida golpeó a la puerta de una especie de hangar que había al fondo. Yo estaba tan aterrorizado que apenas veía a mí alrededor. ¿Sería posible que ésa fuera la vivienda de mi familia? Matías me cogió la mano con fuerza. Sin duda, estaba tan afligido como yo. Cuando la puerta se abrió, entramos a la casa tomados de la mano. Mi confusión era tan grande que no supe cómo ni cuándo se fueron el empleado y el policía. Solamente recuerdo que me en-contré en una vasta habitación con una estufa, delante de la cual se sentaba un viejo de cabellos blancos. Frente a una mesa esta-ban sentados un hombre y una mujer. El tendría unos cuarenta años, y su mirada era inteligente pero dura. La mujer, más joven, era rubia y de aspecto indolente. Cuatro niños, dos chicos y dos chicas, completaban el grupo familiar. El mayor tendría unos once o doce años, y la más pequeña, que se arrastraba por el suelo, apenas alcanzaría a los tres. El empleado de Greth and Galley debe haber dado una larga explicación que yo no recuerdo. Sólo tengo presente el momento en que el hombre se dirigió a mí en francés y me dijo. -Ven a darme un abrazo, hijo mío. Lo hice en forma mecánica. -Abraza a tu madre. Traté de ser efusivo y me acerqué a besarla. Ella se dejó abra-zar, sin corresponder ni siquiera con un movimiento afectuoso, y le dijo a mi padre algo que no entendí. En seguida, abracé a mis cua-

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tro hermanos y al abuelo. Mientras iba de uno a otro, me sentía indignado conmigo mis-mo. Había soñado muchas veces con este momento, pero al en-contrar por fin a mi padre, a mi madre y mis hermanos, no experi-mentara ninguna alegría. De mi corazón no brotaba ningún senti-miento. Era extraño. De pronto pensé que tal vez era la desilusión de saber que eran pobres la que me impedía sentirme feliz, y esta posibilidad me lle-nó de vergüenza. Haciendo un esfuerzo, quise abrazar de nuevo a mi madre, pe-ro ella pareció no entender mi gesto y me miró extrañada. Com-prendí que era la indiferencia de ellos la que me helaba. Pero no había mucho tiempo para reflexionar. Mi padre me había preguntado quién era Matías, y yo me esforcé en contarle todo lo que éste significaba para mí. -Entonces -dijo él-, este chico ha querido venir a conocer Ingla-terra. -Justamente -contestó Matías, cortándome la palabra. Mi padre vio que yo tiritaba de frío y me dijo que me sentara cerca del fuego para conversar. Lo hice así, pero el abuelo escupió cerca de mis piernas obligándome a recogerlas. -No le hagas caso -dijo mi padre-. El viejo tiene la maña de es-cupir si alguien le tapa el fuego, pero no te preocupes por él. Me pareció chocante que se expresara así del abuelo, pero me quedé callado. -Tendrás curiosidad -añadió mi padre- por saber cómo te per-dimos y cómo te hemos vuelto a encontrar. Yo te contaré la histo-ria: Tú eres el mayor de nuestros hijos. Para casarme con tu madre yo rompí con una muchacha que había sido novia mía antes. Mi decisión la volvió loca de rabia y de celos. Por vengarse te robó cuando tú tenías seis meses y te llevó a París donde te abandonó. Nosotros te buscamos en vano en Inglaterra, sin imaginar que hubieran podido llevarte tan lejos. Jamás te encontramos y termi-namos por pensar que habías muerto. Pero hace tres meses, esa mujer, sintiéndose muy enferma, reveló la verdad. Fui en seguida a

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Francia, y en el cuartel de policía del distrito correspondiente a la avenida Breteuil, donde habías sido abandonado, me informaron que te había adoptado un cantero que vivía en Chavannon. Así tomé contacto con Barberin, y como él te había arrendado a Vitalis, le di dinero para que te buscara en Francia y me avisara si te en-contraba. Le dejé la dirección de mis abogados porque nosotros vi-vimos en Londres, solamente en invierno. Somos comerciantes ambulantes y en las épocas de buen tiempo recorremos Inglaterra y Escocia vendiendo nuestra mercadería. Así es, hijo mío, como has vuelto a tu familia. Quizás ahora te sientas confundido; no nos conoces y no hablas bien el inglés; pero pronto te acostumbrarás. Sí. Sin duda me acostumbraría. Pero muchos sueños se de-rrumbaban dentro de mí. Los pañales finos de mi infancia habían mentido: mi familia no era rica y eso significaba que no podría re-compensar a mamá Barberin. Que no podría pagar las deudas del señor Acquin. Que no podría hacer feliz a Lisa... "No importa", pensé, intentando sobreponerme; "tengo una fa-milia. Tengo un padre y una madre. Eso es lo que buscaba. Debo sentirme contento". Mientras mi padre me contaba esa historia, los demás prepara-ron la mesa. Nos sentamos a cenar. Sirvieron un gran trozo de car-ne con papas, que estaba sabroso. A mí nadie me había enseñado buenos modales, pero me asombré de ver a mis hermanos meter los dedos en el plato y pasar la lengua por la salsa, sin que mis padres les reprocharan esta mala educación. Después de comida creí que iba a haber una larga velada junto al fuego. Pero mi padre dijo que esperaba a algunos amigos y que lo mejor sería que nos fuéramos a acostar. Iluminó el camino con un candil y salimos al patio. Al fondo, bajo un cobertizo, había dos grandes carros de los que usan los vende-dores ambulantes. Abrió uno de ellos y vimos en él dos camas. -Esos lechos son para ustedes. Que duerman bien- dijo y se marchó. ¡Qué diferente a lo que yo había soñado fue el encuentro con mi familia!

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29 ¡QUÉ PADRES...!

Con Matías nos dimos las buenas noches sin comentarios, ape-nas se marchó mi padre dejándonos el candil. Nos acostamos sin charlar como habitualmente lo hacíamos. Yo no tenía ganas de hablar y mi amigo respetó mi silencio. Ninguno de los dos pudo dormir. Yo no logré conciliar el sueño y él fingió que dormía, según me confesó después. Estaba confuso. Tenía miedo. Un miedo vago, no sabía bien a qué, pero raro en mí que había pasado tantas penurias y que esta-ba acostumbrado a dormir a la intemperie o refugiado en lugares inciertos. Esta sensación de angustia, casi de terror, se apoderó de mí y me impidió descansar. Las horas transcurrieron lentas, intermina-bles, una tras otra. No supe qué hora era cuando oí de pronto unos golpes detrás de nuestro carromato. Capi, que dormía junto a mí, quiso gruñir, pero yo le tapé el hocico y lo obligué a guardar silen-cio. Una vaga luz, que venía de afuera, aclaró el interior del carro-mato y me di cuenta que a nuestra cabecera había una pequeña ventana por donde se podía mirar hacia el exterior. Por una rendija de la cortinilla vi venir a mi padre, que se dirigió al lugar de donde había provenido el ruido, y abrió una puerta trasera que daba a una calle lateral. Vi que dos hombres, cargados con pesados sacos, entraron al patio. Mi padre les hizo un gesto de silencio y les señaló con el de-do el carricoche en que estábamos nosotros. Supuse que no que-ría despertarnos y, agradecido de su solicitud, estuve a punto de asomarme para decirle que no dormíamos, pero algo me contuvo. De pronto apareció mi madre y entre los dos ayudaron a los hombres a vaciar los enormes sacos. Uno de ellos contenía nume-rosas piezas de tela; el otro, prendas de ropa, medias, calcetines y

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objetos diversos. Como mi padre me había dicho que ellos eran comerciantes ambulantes pensé que estos hombres venían a venderles merca-derías. Pero la hora me parecía extraña y más me intrigó aún lo que hacía mi madre: a cada prenda de ropa que le entregaban, ella le cortaba la etiqueta, que guardaba en su bolsillo. No comprendí qué objeto podía tener desprender la marca de todas las piezas que recibía. Pero no tenía mucho tiempo para reflexionar. Oí a mi padre hablar en voz baja con sus visitantes y entendí claramente la palabra policeman. Cuando el recuento de las piezas terminó, mi padre pagó y los hombres se marcharon sin hacer ruido. Entonces, entre ambos, con mi madre, hicieron grandes paquetes con la mercadería recibi-da. Ella trajo una escoba y barrió cuidadosamente el suelo de un rincón del patio. Apareció la losa que cubría una trampa; la levanta-ron y mi padre descendió por ella llevando la mercadería. Cuando ésta estuvo toda guardada, repusieron la tapa en su lugar y la cu-brieron cuidadosamente con arena y paja. Luego ambos entraron otra vez en la casa y todo quedó a oscuras. El corazón me latía hasta querer romperme el pecho. Ahora sa-bía por qué tenía miedo. Me pregunté si Matías habría visto lo que yo acababa de ver. Me pareció oírlo removerse en la cama, pero ninguno de los dos dijo una sola palabra. Agotado por estas impresiones me dormí casi al amanecer y desperté pronto con el ruido de la cerradura. Era uno de mis hermanos que había venido a abrir el carrico-che, que mi padre había cerrado por fuera. Nos levantamos y fui-mos a desayunar. En la sala encontramos al abuelo y los chicos, pero mis padres no estaban. Pregunté por ellos y el viejo nos dijo que mi padre estaría fuera todo el día y que mi madre dormía. Se-gún me dijo Matías, que entendía mejor el inglés que yo, éste había agregado que podíamos irnos a pasear por Londres, sin per-der tiempo. "Hay que vivir a costa de los imbéciles" dijo, y se llevó expresivamente la mano al bolsillo, mientras Matías me traducía. Salimos y durante un rato nos paseamos por las callejas mise-

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rables del barrio, sin atrevernos a alejarnos mucho. Al cabo de un rato regresamos y yo vi a mi madre sentada, con la cabeza apoya-da sobre la mesa. Creyendo que se sentía mal corrí hacia ella para darle un beso y preguntarle si estaba enferma. Me miró con la mi-rada vaga, sin reconocerme, un tufo de aguardiente me hizo retro-ceder. -Gin -dijo mi abuelo, mirándome con una risa sardónica. -Vamos -dije a Matías, con los ojos llenos de lágrimas. Ya en la calle, algo más repuesto de mi impresión, le propuse que buscáramos un lugar donde poder conversar tranquilos. Cami-namos durante largo rato seguidos por Capi, hasta que divisamos un pequeño parque y fuimos a sentarnos bajo los árboles. En ese momento mi angustia estalló y lloré largo rato junto a Matías, que intentaba en vano consolarme. Cuando me repuse, le dije que él debía irse. Quería alejarlo cuanto antes de mi hogar. Pero Matías se negó firmemente. -No te abandonaré jamás -me dijo. Le pregunté si había visto algo de lo que había ocurrido la no-che anterior. Efectivamente, Matías lo había visto y oído todo, y, además, comprendió mejor que yo la conversación de mi padre con los hombres. Este les había hecho reproches por haber gol-peado tan fuerte en la puerta de calle, y ellos se excusaban dicien-do que necesitaban ocultarse rápidamente porque unos policías los seguían. -Ya ves, Matías -le dije con tristeza-, debes irte de aquí. -En ese caso debemos irnos los dos -me replicó. -Yo no puedo irme. Ellos son mis padres, y por terrible que sea tendré que quedarme a su lado. -Entonces me quedaré contigo -respondió con firmeza-. Siem-pre pensé que te acompañaría hasta el momento en que te viera incorporado a tu familia. Cuando tú estuvieras feliz, rodeado de los tuyos, yo me marcharía. Pensaba viajar a Italia a ver a mi madre y a Cristina, e intentaría ganarme la vida allá. Pero como eres des-graciado, me quedaré contigo, pase lo que pase. -Prefiero que te marches -insistí-. Tengo miedo por ti...

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-Yo también tengo miedo por ti... -me interrumpió- Tengo miedo de que aprendas a cortar las etiquetas de las prendas de ropa. -¡Oh, Matías!, cállate- exclamé rojo de vergüenza. -Creo que haríamos mejor en volver donde mamá Barberin- in-sistió éste. -No tengo derecho. Son mis padres, Matías. -¿Tus padres? ¿Quién prueba eso? -preguntó éste de pronto-. Lo único que podría ser cierto es que ellos perdieron un niño de la misma edad tuya. Eso es todo. Pensé que mi amigo iba muy lejos en su afán de consolarme y quise hacerlo volver a la realidad: todos los de talles coincidían, hasta la avenida Breteuil, donde yo fui hallado. Pero Matías se mantuvo inflexible. -¿Por qué no pueden haberse encontrado dos bebés en la ave-nida Breteuil? -decía-. Ten en cuenta algo que es muy extraño: tú no te pareces en nada a ninguno de ellos. Eres moreno y ellos son rubios. Además, explícame cómo pudo Driscoll gastar tanto dinero para encontrarte: ir a Francia, pagar abogados, pagarle a Barberin, etc., cuando es evidente que no tiene recursos. Hay algo muy raro en todo esto. Te propongo una solución: quedémonos los dos y tra-bajemos aquí mientras tanto. Pero escríbele a mamá Barberin y di-le que te mande una descripción exacta de cómo era la ropa que llevabas cuando te encontraron. Cuando tengas la respuesta, inter-rogaremos a tus padres a ver qué nos dicen. A lo mejor entonces empezamos a aclarar este embrollo. -¿Y si te pegan, Matías? -le pregunté yo, con tristeza-. Tú no has olvidado los golpes que recibiste donde Garofoli, ¿verdad? -No importa: los golpes que se reciben por un amigo no duelen.

30 PERVERSION DE CAPI

Cuando Matías y yo nos decidimos a volver a casa, comenzaba ya a anochecer. Nadie nos dijo nada. Pero después de la cena mi

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padre quiso saber en detalle cómo nos ganábamos la vida antes de llegar a Inglaterra. Entonces Matías y yo cogimos nuestros instrumentos, tocamos y cantamos, y hay que reconocer que tuvimos un notable éxito. En seguida mostramos las habilidades de Capi, que, como siempre, provocaron la alegría y la admiración de los niños. Yo estaba orgulloso de Capi y les aseguré que era un perro tan inteligente que en poco tiempo se le podía enseñar cualquier cosa. -Este perro vale una fortuna -aseguró mi padre, y añadió en in-glés una frase que hizo reírse a los demás. En seguida nos propu-so que para ganar algún dinero, desde el día siguiente Matías y yo empezáramos a tocar y a cantar en las calles de Londres. -Estamos en buena temporada -dijo-; se aproxima la Navidad. Yo iré con ustedes la primera vez y les indicaré las mejores calles; pero, para sacar más provecho -añadió-, mientras ustedes hacen sus presentaciones musicales, Capi irá con tus hermanos Allen y Ned y actuarán en otros barrios. Así las ganancias serán dobles. Yo protesté que Capi sólo trabajaba conmigo, pero mi padre fue inflexible. -Es un perro inteligente -afirmó-, y así como te ha obedecido a ti aprenderá a obedecer a Allen y a Ned. Y, por lo demás -agregó, cortando mis objeciones-, lo he decidido así, y en mi casa, cuando yo doy una orden, hay que obedecer. Tú también deberás someter-te. No contesté nada, pero pensé con amargura que a todos mis desengaños se añadía ahora una pena más: separarme de Capi. No hubo ni una palabra más. Mi padre nos mandó a acostarnos, pero esa noche no nos encerró con llave. Al otro día tuve que convencer a Capi de que siguiera a Allen y a Ned, amarrado con una cuerda. El pobre me miraba con sus grandes ojos tristes y tironeaba del cordel hacia donde estaba yo, sin decidirse a dejarme, pero, al fin, tuvo que resignarse y obede-cer. Nosotros salimos con mi padre, y éste nos guió hasta los ba-rrios elegantes de Londres, donde pasamos el día tocando y can-tando. Efectivamente, ganamos bastante dinero y regresamos tar-

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de a casa. Capi me saltó encima y me lamió la cara. Fue tal mi alegría de verle que esa noche lo hice dormir en mi cama, y no po-dría decir cuál de los dos era el más feliz al encontrarnos juntos. Este sistema de vida siguió durante varias semanas. Por la noche, entregábamos a mi padre el producto de la jornada y nos dormía-mos rendidos de cansancio, porque Londres es una ciudad muy grande y debíamos caminar mucho para llegar a nuestro destino. Una noche mi padre nos dijo que Allen y Ned se quedarían en casa al día siguiente, porque tenían que ayudarle a él en un trabajo y que nosotros podíamos salir con Capi. Partimos muy contentos de estar otra vez reunidos los tres. Había niebla y el perro no se apartaba de nosotros. Pero de pronto, en una calle donde había establecimientos comerciales, se nos perdió. La neblina era tan intensa que no se veía a pocos pasos de distancia. Inquieto, llamé a Capi silbando. Este apareció corriendo: en el hocico traía un par de calcetines y me saltó encima, loco de alegría, para hacerme entrega de su trofeo. Me quedé estupefacto. Pero Matías me cogió imperiosamente del brazo y me dijo. -Camina aprisa, pero sin correr. Me hizo doblar una esquina y al cabo de unos minutos me explicó: -Entre el gentío, un hombre gritó: “¿Dónde está el ladrón?", y el ladrón era Capi, como tú comprenderás. Le han enseñado a robar, y sin esta bendita niebla habríamos sido cogidos. Yo sentí que la rabia me cegaba: habían convertido en un la-drón a Capi, el noble Capi, siempre tan honrado. Cuando llegamos a casa esa noche no pude contenerme. Arro-jé sobre la mesa los calcetines y dije enfurecido: -Estos calcetines los ha robado Capi. Han hecho de él un la-drón. Supongo -añadí con ironía- que lo harían por jugar. Mi padre me miró tranquilamente. -Dime, por favor: y si no fuera por jugar, ¿qué harías tú? - Por mucho que lo quiera, le ataría una piedra en el cuello y lo arrojaría al Támesis -contesté. Mi padre me traspasó con la mira-da, pero yo no bajé los ojos. Después pareció serenarse y dijo: -Bueno, seguramente lo han hecho por jugar. De ahora en ade-

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lante, tú saldrás con Capi para evitar que esto se repita.

31 ¿NIÑO ROBADO?

Desde ese día mis hermanos me trataron con franca hostilidad. Hasta entonces ninguno de ellos me había dado jamás la menor muestra de afecto, salvo la pequeña Kate, cuyo cariño era intere-sado, porque yo, con frecuencia, le llevaba dulces y caramelos, los otros, me trataban con absoluta indiferencia. Me sentía defraudado. Se habían desvanecido mis sueños. Se habían frustrado mis ansias de cariño. Eran tal la frialdad y la mala voluntad en torno mío, que a veces pensaba en que, tal vez, Matí-as tenía razón y éstos no eran mis verdaderos hermanos. Mi amigo se afirmaba cada vez más en esta idea y esperaba con marcada inquietud la carta de mamá Barberin. Yo le había pe-dido que me la dirigiera al correo y todos los días íbamos a ver si me había llegado su respuesta. Por fin, una tarde, encontramos su carta. Mi madre adoptiva se manifestaba muy sorprendida de lo que le había contado acerca de mis padres y de la pobreza en que vivían. En seguida me daba una detallada descripción de la ropa con que me habían encontrado y que ella guardaba cuidadosamente en sus baúles: hablaba de "un gorro de encajes, un trajecito tejido con lana blanca muy fina, zapa-titos también tejidos y con borlas de seda, una capa de franela con capuchón, toda forrada en pieles y bordada en seda, pero sin nin-guna marca, pues se veía que habían sido cortadas para impedir la identificación". Agregaba que si necesitaba alguna de estas pren-das, ella podía enviármela y terminaba su carta agradeciendo nue-vamente la vaca y hablando maravillas de ella. Pero sus palabras finales me hicieron sentir más desamparado aún: "Estoy segura de que tus padres y hermanos van a quererte como tú te mereces". ¡Pobre mamá Barberin! Si supiera lo que eran real- mente mi familia y mi hogar.

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Pero Matías me sacudió de mi tristeza: lo que urgía ahora era interrogar a mi padre. -¿Y si no se acuerda de los detalles? -pregunté yo, escéptico. -Ningún padre se olvida de las vestimentas de un niño que ha perdido y ha buscado durante años -me dijo Matías en forma cate-górica. Pensé que tenía razón, y esa noche, después de la cena, me di maña para llevar la conversación al tema de mi robo cuando niño. Con la mayor naturalidad posible le pregunté cómo iba yo vestido. Mi padre me clavó de inmediato una mirada penetrante y me pare-ció ver en sus ojos un brillo de cólera. Pero se contuvo y me dijo tranquilamente: -Lo que más sirvió para identificarte fue justamente la descrip-ción de tu ropa: era un traje blanco tejido a mano, un gorro de en-cajes, zapatos blancos también tejidos y una pelliza con capuchón forrada por fuera en franela bordada en seda. Todo iba marcado con las iniciales F.D., Francis Driscoll, que es tu verdadero nombre. Pero la mujer que te robó cortó las marcas. También sirvió para demostrar tu identidad el acta de bautismo que yo tenía. Si quieres te la muestro -añadió sin dejar de mirarme con fijeza. Ya sin esperanzas, hice un último esfuerzo. -Por favor -dije-, si no es molestia. Fue a un cajón. Revolvió papeles y, finalmente, me trajo el do-cumento que Matías tradujo: decía efectivamente que yo era hijo de Patrick Driscoll y de Margaret Grange, su mujer. No había nada que hacer. Lo único que procuré fue ocultar la tristeza que me abrumaba. Aunque no quisiera aceptarlo yo era efectivamente hijo de una familia de ladrones. Sin embargo, Matías no se dio por vencido. -Todas las explicaciones de tu padre están muy bien hilvanadas -me dijo, cuando fuimos a acostarnos-, pero hay algo que es inex-plicable, ¿cómo Patrick Driscoll, un modesto comerciante ambulan-te que jamás fue rico, vestía a su niño con encajes y sedas caras? -Justamente porque era comerciante, esas vestimentas tal vez no le costaban tan caras -repliqué yo.

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Pero Matías sacudió la cabeza. -No es eso. Tengo metida en la cabeza la idea de tú no eres el hijo de Patrick Driscoll. Eres el niño que Patrick Driscoll se robó. Y se metió a la cama sin aguardar mi respuesta.

32 NOTICIAS DE ARTURO

Consideraba que mi deber era respetar a mis padres y trataba de apartar de mi mente todo lo que pudiera distanciarme de ellos. Si yo hubiera estado en la situación de Matías tal vez me habría permitido esas suposiciones fantásticas. Era innegable que en la historia de mi vida había datos extraños que no concordaban. Pero yo no podía dejar volar mi imaginación. Debo reconocer que esto era difícil. Y Matías no hacía nada por ayudarme. Al contrario. Continuamente me apremiaba con sus pre-guntas: ¿por qué no te pareces a nadie de la familia Driscoll?; ¿por qué tus hermanos no te quieren? ; ¿no ves que te tratan como a un perro sarnoso?; ¿crees que alguno de ellos tuvo alguna vez vesti-dos de encajes?; ¿de dónde sacó Driscoll el dinero que le dio a Barberin? En fin, preguntas como estas y otras por el estilo, se re-petían una y otra vez y me hacían dudar. Agobiado y cansado, yo replicaba en algunas ocasiones: -¿Y para qué iba la familia Driscoll a gastar dinero en buscarme, si yo no soy hijo suyo? Matías tampoco sabía contestar esto. Nuestras discusiones no servían para nada, como no fuera para hacerme sentir más desgraciado. Pensaba con frecuencia en la amarga ironía de mi vida: había llorado antes muchas veces al pensar que no tenía una familia como los demás niños, y ahora llo-raba con desesperación justamente porque la tenía. Con estas penas a cuestas, teníamos que salir todos los días a la calle a tocar, a cantar y a hacer reír a la gente. Cuando recuerdo esa oscura época de Londres, todavía siento

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angustia. Los únicos días un poco menos tristes eran los domingos. No teníamos que trabajar, y los tres, Matías, Capi y yo salíamos a va-gar libremente por las calles. Uno de estos domingos, justamente cuando íbamos a salir, mi padre me ordenó quedarme en casa. -Tengo que hacer un trabajo -me dijo y tú me vas a ayudar. Obedecí sin replicar. Vi irse a Matías con Capi. Mi madre salió con los otros chicos y el abuelo se fue a dormir en el cuarto de arri-ba, de manera que quedamos solos con mi padre. Pero éste no ini-ció ningún trabajo. Transcurrió así algo más de una hora, hasta que alguien golpeó a la puerta. Mi padre abrió, y entró en la habitación un señor alto que no se parecía en nada a los amigos que generalmente lo visitaban. Este era un verdadero señor. Distinguido, bien vestido, tenía una mirada inteligente pero también una sonrisa siniestra. Saludó con amabilidad a mi padre y ambos se pusieron a hablar aparte en inglés. De vez en cuando el visitante me miraba como examinándome con curiosidad. Después, señalándome, dijo en francés: -¿Este es el muchacho del que usted me había hablado? Pare-ce sano y robusto. Se acercó a mí y me preguntó qué enfermedades había tenido: yo le dije que solamente la pulmonía que había cogido en París la noche en que murió Vitalis. En seguida me examinó como si fuera médico: me tomó el pulso, me puso el oído en la espalda, me pre-guntó si no me cansaba mucho, si respiraba con facilidad, etc. Después se marchó y mi padre lo acompañó afuera. Quedé intrigado. Pensé tantas cosas... Me parecía extraño que me hubiera examinado como si fuera médico en circunstancias que yo no estaba enfermo. Tal vez era alguien que quería tomarme como empleado y se interesaba por conocer mi estado de salud antes de decidirse. Esta última idea me asustó. Si mi familia me obligaba a em-plearme, esto significaría separarme de Matías y de Capi.

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El regreso de mi padre interrumpió mis reflexiones. Me dijo que no iba a realizar el trabajo planeado, pero que tenía que salir y yo quedaba en libertad de hacer cualquier cosa. Pero no sentía de-seos de hacer nada. Estaba solo y además llovía. Además ese in-terrogatorio inexplicable me inquietaba y entristecía aún más. De-cidí ir a dormir. Me sorprendí mucho al encontrar a Matías en nuestro carroma-to. Cuando me vio se apresuró a hacerme un gesto de silencio. -Salgamos por la puerta de atrás -me dijo en voz baja-. Nadie debe saber que yo estaba aquí en el coche. En un instante estuvimos en la calle, seguidos de Capi. Matías me contó que al no poder salir conmigo, se fue al carromato a dor-mir. -Pero no me dormí -dijo muy excitado -y sin querer he oído todo lo que tu padre habló con ese señor.¿Sabes quién es? Es mister James Milligan, tío de tu amigo Arturo. Me quedé estupefacto. -Déjame que te repita palabra por palabra todo lo que hablaron -continuó-. Al salir de la casa ese señor le decía a tu padre: "Sólido como una roca. Esa noche de tormenta a la intemperie le habría costado la vida a cualquiera y él escapó con una simple pulmonía". Naturalmente agucé el oído al ver que se trataba de ti, pero en se-guida cambiaron de conversación. Tu padre preguntó: "Y su sobri-no, ¿cómo está?". "Mucho mejor", respondió el señor Milligan. "Hay que reconocer que su madre es extraordinariamente abnegada y que nuevamente sus cuidados lo han salvado". Me sobresalté al oír este nombre y presté mayor atención. Tu padre dijo: "Si ese niño está mejor, todas las precauciones son inútiles...". "Tal vez por ahora", contestó el caballero, "pero es muy difícil que Arturo sobre-viva. Sería un milagro y yo no creo en los milagros. Por eso quiero asegurarme: desaparecidos los hijos de mi hermano mayor, según nuestras leyes, seré yo, James Milligan, el heredero del título y, con él, de toda la fortuna". Y tu padre dijo entonces: "Puede estar tranquilo, señor. En lo que a mí se refiere, yo respondo". Entonces el caballero dijo: "Confío en usted; en el momento oportuno decidi-

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remos qué hacer". Mientras escuchaba a Matías, un torbellino de ideas giraba en mi cabeza. Me parecía increíble que un pariente de Arturo y de la señora Milligan visitara la casa de mi padre. A la vez me parecía maravilloso que Arturo experimentara una mejoría. Debía encon-trarlo. Mi primer impulso fue preguntarle a mi padre dónde vivía el tío de mi amigo, el señor Milligan, e ir donde él a pedirle la direc-ción para visitarlo. Pero en seguida reaccioné y comprendí que es-to era una locura: no podía pedirle esa información a este hombre, que sólo esperaba con impaciencia la muerte de su sobrino. Por lo demás, esa conversación era algo grave: nadie debería saber que Matías la había escuchado. En ese momento debía contentarme con saber que Arturo esta-ba bien. Esta noticia era para mí un motivo de gran alegría.

33 OTROS PLANES

Los dos con Matías especulamos largamente sobre esta nueva situación. Fueron inacabables las interpretaciones y conjeturas. Era difícil sacar conclusiones claras acerca de la visita del tío de Arturo. Era indudable que ese gentleman de sonrisa antipática, era un bellaco despiadado. Pero no podíamos comprender, por ejemplo, qué clase de negocios tenía con mi padre. A veces pensaba que el escaso conocimiento del inglés, pudiera haber llevado a Matías a una interpretación errónea de la conversación que escuchó. Había muchos puntos oscuros que nos impedían desentrañar el misterio. Pero Matías afirmaba estar completamente seguro de lo que había oído, y era verdad que en los meses que llevaba en Londres, había progresado muchísimo, igual que yo, en la comprensión del idioma. Era extraño para Matías, por ejemplo, haber escuchado que el señor Milligan hablara de "los hijos de mi hermano mayor", cuando me había oído decir que Arturo era hijo único. Pero yo le aclaré que a bordo del Cisne me contaron que el otro hijo de la señora Mi-

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lligan había muerto. -¿Quién te contó eso? ¿Cómo murió? -me preguntó Matías, que siempre exigía precisiones y detalles. -Fue un marinero que quería mucho a la señora Milligan. Pero no sé detalles. Un día en que me hablaba del marido de ella, al que también había servido, solamente me dijo: "¡Pobre señora! Ha per-dido también a su hijo mayor!". -Perdido... pero no te dijo muerto. ¿No podrá ser que hayas en-tendido mal y que el hijo mayor esté vivo? - respondió Matías que siempre se dejaba llevar por su gran imaginación. -No sé. No enredes más las cosas con tu fantasía -le repliqué-. Ya tenemos bastantes misterios alrededor nuestro. Pero cuando a Matías se le metía una idea en la cabeza, no era fácil sacársela. A los pocos días me dijo: -¡Tengo unas ganas de que encuentres a la señora Milligan, Remi...! -¿Por qué? -Porque fue buena contigo... y porque tengo una idea... -Dímela. -No, porque si no resulta verdadera es una idea estúpida. No le pregunté más. En mi confusión también asomaba a veces una tímida idea que no me atrevía siquiera a confesarme a mí mis-mo. De tantas divagaciones nuestras, surgió una determinación: en-contrar a toda costa a la señora Milligan e informarla de las malas intenciones de su cuñado. Para lograrlo elaboramos el siguiente plan: los dos pensábamos que si éste había venido una vez a casa de mi padre, seguramente volvería una segunda vez. Entonces Matías, a quien Milligan no conocía, lo seguiría hasta su casa. Allí buscaría algún pretexto para entrar en conversación con sus em-pleados y así tratar de averiguar la dirección de Arturo y de su ma-dre. Este plan no habría sido muy factible si no hubiéramos estado cantando en las calles, pero ahora estábamos en diciembre y se

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aproximaba la Navidad. Con ese motivo salíamos a cantar al atar-decer hasta la medianoche, porque a esas horas recogíamos más dinero. Decidimos renunciar a nuestros paseos en las horas libres del día, para quedarnos en casa, por si el señor Milligan se presen-taba de nuevo. En los agitados días de los preparativos de la Navidad londi-nense nosotros no éramos los únicos músicos callejeros: había es-coceses con sus gaitas, saltimbanquis, titiriteros y bandas de ne-gros que tocaban diversos instrumentos. Un día, con gran sorpresa mía, vi a un enorme negro que se acercaba, con una ancha sonrisa, a saludar a Matías. La alegría con que los dos se abrazaron testimoniaba una cor-dial amistad. -Es Bob -me dijo Matías, presentándomelo-. Mi amigo Bob, del Circo Gassot: él me enseñó a hablar inglés. Conversaron muy poco los dos, porque Bob debía seguir a su banda, pero se citaron para encontrarse el domingo. Así comenzó una sincera amistad que para nosotros fue muy útil. Bob era gene-roso y nos ayudaba en lo que podía: nos dio buenos datos, nos ayudó a ganar dinero y a veces nos proponía que nos asociára-mos: él era un excelente acróbata y sabía muchos números de cir-co. Decía que los cuatro con Capi podíamos formar una compañía que obtendría mucho éxito. Pero, a pesar de que mi vida era cada vez más triste, me sentía obligado a permanecer junto a mi familia, y no acepté sus proposiciones. Llegó la víspera de Navidad. Dimos innumerables serenatas en las calles, ante las vitrinas deslumbrantes de luces, de juguetes y golosinas. Cantamos hermosas canciones en las puertas de los hogares donde los niños esperaban maravillados la llegada de los regalos. Mirábamos desde la oscuridad de las calles heladas los prepa-rativos de esa fiesta que unía a todas las familias en que existía un cariño verdadero, tanto en las grandes mansiones como en las ca-sas más humildes y pobres. Era una Navidad feliz para todos.

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NUEVAMENTE EN LA CÁRCEL

El señor Milligan no había vuelto a casa de mi padre. Como las fiestas habían pasado, comenzamos nuevamente a salir a trabajar durante el día, de manera que las probabilidades de encontrarnos con él eran ahora mucho menores. Matías había preguntado a su amigo Bob cómo podríamos ave-riguar la dirección de la señora Milligan o la de su cuñado. Pero Bob le dijo que era muy difícil hacerlo sin tener otros datos, porque éste era un apellido bastante común en Inglaterra. Nuestras discusiones con Matías recomenzaron. -Volvamos a Francia -me proponía éste. -Ahora menos que nunca -decía yo-. Eso significaría renunciar a encontrar a Arturo y a su madre. -¿Cómo sabes? Bien pueden estar ellos en Francia, puesto que a Arturo le hacía bien el clima. -Francia no es el único lugar donde hay buen clima -replicaba yo. Matías insistía, hasta que un día me confesó. -Tengo miedo. Te pido que nos vayamos porque tengo el pre-sentimiento de que nos sucederá algo muy malo. Le sugerí que se fuera él, pero no quiso. -Si no voy contigo, no me iré -decidió, y las cosas siguieron igual. El tiempo transcurría en forma lenta y monótona, pero al fin los días empezaron a alargarse y llegó la primavera. Mi familia comen-zó a hacer sus preparativos para abandonar Londres. Se arregla-ron los carromatos, se sacaron montones de paquetes con ropa de la trampa subterránea y vimos llegar dos caballos salidos quién sabe de dónde. Mi padre decidió que nosotros dos iríamos con ellos, y que se-guiríamos dedicados a la música, puesto que con nuestros concier-tos ganábamos bastante dinero.

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De modo que nos encontramos otra vez en la vida libre de los grandes caminos. Sin la alegría de antes, claro, cuando éramos dueños de nosotros mismos. Cuando los carros llegaban a una aldea, mi padre y mis herma-nos pregonaban a gritos las ventajas de su mercadería y los al-deanos acudían a comprar. Vendían todo barato, efectivamente. Pero un día yo oí decir a alguien entre el público: -Sin duda son mercaderías robadas. Le conté a Matías, y me contestó: -Ya te había dicho que tarde o temprano esto terminaría en una catástrofe: todos iremos a parar a la cárcel junto con mister Dris-coll... -¿Por qué? -protesté yo-. Nosotros nos ganamos la vida honra-damente con nuestra música. -Pero estamos asociados con gente que no se gana la suya honradamente -replicó Matías. Tenía razón, y este argumento suyo aumentó mi inquietud. Em-pecé a considerar seriamente la posibilidad de huir, pero le pedí que me diera algunos días para reflexionar. –-Apúrate -me dijo sentenciosamente-. Me parece oler el peli-gro... Después de varios días y llegamos con nuestros carricoches a una ciudad en la que se celebraba una gran feria. Había un enor-me gentío, y la noche de nuestra llegada mi padre nos dijo que al día siguiente tendríamos que salir sin Capi: tenía miedo de que le robaran y quería dejarlo de guardia atado a los carros. Me molestaba separarme de Capi, pero las órdenes de mi pa-dre no se podían discutir y, además, el argumento que me dio me pareció justificado. Así, pues, al día siguiente salimos los dos con Matías y nues-tros instrumentos a recorrer las calles. Ellos irían por su cuenta a vender su mercadería Mi padre nos dijo que por la noche nos re-uniéramos todos en la Posada de la Encina Grande, un albergue destartalado, situado en pleno campo, donde había dejado sus ca-rros.

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En la feria nos encontramos con Bob y sus amigos. Nos invita-ron a trabajar juntos. Aceptamos y pasamos un buen día en com-pañía de ellos. Ganamos bastante dinero y tocamos sin parar de la mañana a la noche. Cuando ya nos preparábamos para regresar a casa y desmontaban el tinglado en que hacían sus números, un pesado tablón le cayó a Matías en un pie. Creí que se lo había quebrado, pero, felizmente, no fue así. Lo atendieron, le vendaron la herida y no tuvo mayores consecuencias. Pero no podía caminar y la Posada de la Encina Grande quedaba muy lejos. Por lo tanto, decidimos que yo regresaría solo y que Matías alojaría con Bob en el recinto de la feria. Crucé solo toda la ciudad para volver a reunirme con mi familia. Iba triste y más preocupado que de costumbre porque me sentía desamparado sin Matías. Cuando llegué a la posada todo estaba oscuro. No vi los carros por ninguna parte. Alarmado llamé a la puerta y después de un largo rato el viejo posadero entreabrió, y por una rendija, me dijo, en un susurro: -Los carros se han marchado. Su padre le dejó dicho que se di-rigían a Lewis y, que si es necesario caminen toda la noche para alcanzarlo. ¡Buen viaje! -y me cerró la puerta en las narices. Me quedé estupefacto. Yo no sabía dónde estaba Lewis, y no pensaba abandonar a Matías. Así, después de un momento de re-flexión, decidí regresar a la ciudad. Rendido de cansancio, cerca de la medianoche, llegué al recin-to donde acampaba la banda de Bob. Les conté lo que me había sucedido y dormí con ellos el resto de la noche. Al otro día me levanté temprano y estaba ayudándo a Bob a en-cender una fogata para el desayuno cuando sentí un ladrido incon-fundible. -¡Capi! -dije, buscándolo con la mirada. Llegó delante de mí, aullando de alegría. Pero con él venía un policía que lo retenía con una cadena. -¿Este perro es suyo, verdad? -me dijo secamente. -Sí, señor. -Pues bien: queda usted detenido -y me cogió con fuerza del

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brazo. Bob intervino para defenderme: yo nada había hecho, no podí-an detenerme sin motivo alguno. Pero el policía se explicó. -Anoche un hombre y un muchacho han entrado en la iglesia de Saint George para robar. Llevaban a este perro para que les avisa-ra en caso de ser sorprendidos. Fue lo que sucedió y ellos alcanza-ron a huir pero no a llevarse al perro. Por eso he empezado a reco-rrer las calles con él: estaba seguro de que me ayudaría a recono-cer a sus amos, los ladrones. Yo no contesté a esta explicación. Estaba abrumado y no tenía nada qué decir. Era claro que mi padre quería a Capi para que montara guardia, pero no ante los carros sino ante la puerta de la iglesia, mientras él cometía una fechoría. Matías y Bob salieron de la tienda e intentaron convencer al po-licía de mi inocencia. Fue en vano: todos eran testigos de que yo estaba con ellos mientras se había cometido el robo. Pero el poli-cía fue inflexible. -Eso lo explicarán ustedes al juez como testigos. Era inútil intentar resistir y me dispuse a seguirlo. Es inolvidable el abrazo angustiado con que mi amigo se aferró de mí cuando nos despedimos. No pude dejar de pensar cuánta razón tenía Matías... Debía haber hecho caso de sus advertencias. Ahora era demasia-do tarde. El guardia me condujo a la prisión de la ciudad, donde me ence-rraron en una celda. Era la segunda vez que me sucedía esto, pero ahora me pareció mil veces peor que la anterior: aquella vez que nos acusaron de haber robado nuestra vaca, yo estaba absoluta-mente seguro de mi inocencia; pero ahora me sentía cómplice in-voluntario de los robos de mi familia y me abrumaba la vergüenza, aun cuando yo no hubiera cometido delito. La celda estaba provista de gruesos muros de piedra, una puer-ta de hierro y una pequeña ventana con barrotes también de hierro. Me asomé por la ventana y vi un patio largo y estrecho, cercado a su vez por una alta muralla. Los gruesos barrotes: estaban sólida-

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mente embutidos en la piedra. Seguramente nadie escaparía ja-más de una prisión así. Me eché sobre un camastro en un rincón y me puse a meditar en mi triste situación. Tendría que comparecer ante el juez, pero ignoraba cuándo. De todas formas pensé que lo mejor era prepa-rarme para contestar a las preguntas que me harían. Tenía que pensar cómo demostrar mi inocencia. En el grupo de Bob eran mu-chos los testigos que podían decir que yo estaba con ellos a la hora en que, según el policía, se había cometido el robo; por ese lado, no tenía nada que temer. Pero había un punto que me pre-ocupaba: si era franco y honrado en mis declaraciones, debía acu-sar a mi familia. Continué hundido en mis reflexiones pensando en todas las preguntas y respuestas posibles para no delatar involun-tariamente a mis padres y hermanos. Aunque fueran ladrones, no me parecía digno acusarlos. Cuando el carcelero me trajo la comida le pregunté cuándo me presentaría ante el juez. Este me informó que dentro de uno o dos días me llevarían a la capital del distrito para comparecer ante un tribunal y ser juzgado. Esto me preocupó aún más: seguramente la medida se debía a la gravedad del delito de que se me acusaba. Además significaría estar mucho más solo. Sin embargo, estaba seguro de que Matías y Bob no me abandonarían; pero, pensaba que ellos nada podrían hacer en las circunstancias en que me encontraba. Hacia el atardecer, el sonido de una flauta me arrancó de mis tristes meditaciones. Reconocí inmediatamente la música de Matí-as. Abrí la ventana y pronto se unieron a su concierto el acordeón de Bob y otros instrumentos: habían venido a darme una serenata. Yo escuchaba a mis amigos, agradecido de su recuerdo, cuando de pronto se hizo un silencio y oí la voz de Matías: -Mañana, al amanecer... -gritó, y la serenata se reanudó con más bríos, ahogando su voz. “¡Mañana al amanecer!” No podía imaginar qué significaba eso. Quizás habrían descubierto algún medio de liberarme. Me parecía casi imposible. Sin embargo, involuntariamente, me aferré a esa

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esperanza y decidí estar alerta al amanecer. Me preparé para dormir antes que de costumbre, a fin de estar despierto muy temprano. Pero decir que dormí sería una exagera-ción. Con los nervios tensos, estuve pendiente de la campana de un lejano reloj que marcaba las horas. Cuando empezaron a palidecer las estrellas, me levanté y abrí la pequeña ventana. Esperé aferrado a los barrotes temblando de nervios y de frío. Mi corazón saltaba con fuerza. A medida que amanecía, una blanca neblina se levantaba des-de la tierra como un velo. Yo miraba ansiosamente hacia el vacío. De pronto me pareció escuchar algo así como el ruido de un ras-guño contra el murallón de afuera. Luego apareció una cabeza so-bre el muro. A pesar de la escasa visibilidad reconocí a Bob. Me hizo un signo de silencio y sacó un largo tubo de metal brillante. Sopló en él con fuerza y una bolita pasó entre los barrotes de mi ventana. Y Bob desapareció inmediatamente. Me precipité a recoger la bolita. Venía envuelta en un papel muy fino. Todavía había muy poca luz y no alcanzaba a leer su conteni-do. Tuve que esperar una media hora, mientras ardía de curiosidad y de impaciencia. Al fin pude descifrar el mensaje. Decía así: "Mañana en la tarde serás trasladado en tren a la prisión del condado. Te acompañará un policía. Trata de sentarte cerca de la puerta. Cuarenta y cinco minutos después de la partida de la esta-ción, notarás que el convoy disminuye la marcha para pasar un cruce de caminos. Abre la puerta y lánzate tratando de caer de pie. Trepa en seguida por el terraplén de la izquierda. Nosotros esta-remos ahí con un coche y un buen caballo para huir contigo. No tengas miedo. Todo está arreglado y dos días después estaremos en Francia". Estaba salvado, gracias a mis buenos amigos Matías y Bob. Ellos no me habían abandonado. Aunque parecía absurda, tenía razón al aferrarme a la esperanza de escaparme. Muchas veces leí y releí el mensaje, después me lo tragué. No quería correr ningún riesgo. En medio de mi alegría me acordé de

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Capi. Nada sabía qué había sido de él. No podía perderlo para siempre. Pero pronto rechacé esta idea. Estaba seguro de que Ma-tías y Bob lo tenían con ellos, o se las arreglarían para recuperarlo. No podía creer que fueran a salvarme a mí y a abandonar a Capi en Inglaterra. Con este pensamiento me tranquilicé y me dormí hasta la hora del desayuno. Animado por la esperanza, el día de prisión que me quedaba me pareció corto. Me imaginaba libre y soñaba que pronto volvería a recorrer los caminos de Francia junto a Matías. En la noche dor-mí como un bendito y al día siguiente recibí la visita del policía que debía acompañarme. Con satisfacción comprobé que era un hom-bre ya mayor y no parecía muy ágil. Después del mediodía me die-ron orden de prepararme y me reuní con él para dirigirnos a la es-tación de ferrocarril. Subimos los dos a un compartimiento vacío. Nadie más iría con nosotros, de manera que fue fácil para mí sentarme con toda natu-ralidad al lado de la puerta. El policía entabló conversación y me dio algunos consejos. -Tengo bastante experiencia, muchacho -me dijo-, y puedo asegurarte que con la justicia es inútil tratar de ser astuto. Lo mejor que puedes hacer es confesar toda la verdad. Así todos te tratarán mejor... Comprendí que intentar hacerle creer en mi inocencia era tiem-po perdido. En cambio me convenía más conquistar su confianza. Lo escuché en silencio y me limité a asentir con la cabeza. Me habló largo rato diciéndome que comprendía que yo no iba a confiar en él sin conocerlo, pero que tal vez en la cárcel, si re-flexionaba, iba a comprender que él había tenido razón. -Es bueno que sepas mi nombre por si quieres hablar conmigo entonces -añadió-: me llamo Dolphin.¿Te acordarás de mí, ver-dad? -Sí, señor. Gracias -respondí procurando parecer amable. Luego quedamos en silencio. El tren marchaba a gran velocidad y yo le pedí, con el mayor respeto, permiso para mirar el paisaje.

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Me lo concedió, pero me dijo que a él no le gustaba la proximidad de la puerta porque se colaba por ella una corriente de aire helado. Entonces, confiado en mi docilidad, se fue a sentar en el otro ex-tremo del compartimiento. Hasta aquí todo marchaba bien. Yo parecía abstraído en el pai-saje que volaba ante mis ojos. Transcurrió el tiempo calculado y la máquina disminuyó la marcha. Llegó el ansiado momento: abrí con violencia la puerta y salté. Alcancé a sentir que tocaba la platafor-ma con las manos pero el golpe me lanzó lejos y perdí el conoci-miento. Al recuperar la conciencia sentí la vibración de unas ruedas y creí estar otra vez en el tren. Abrí los ojos: estaba acostado en un lecho de paja. Sentí unos langüetazos en la mano y vi ante mí un perro amarillo muy feo, que me miraba con unos ojos conocidos... Detrás de él estaba Matías. -Estás salvado -me dijo, inclinándose para abrazarme. -¿Dónde estamos? -De viaje. Bob conduce el coche. -Perdí el conocimiento... -Sí. Te golpeaste al caer y cuando te encontramos estabas sin sentido en el suelo. Pasamos un momento terrible porque te creí-amos muerto. Pero pronto vimos que solamente estabas aturdido. Te trajimos hasta aquí y partimos en seguida. El tren no se detuvo, de manera que tu guardia debe estar bastante lejos en este mo-mento. Yo escuchaba atónito y poco a poco recobraba conciencia del momento que vivía. -¿A dónde nos dirigimos? -pregunté inquieto. -A Littlehampton: un pequeño puerto sobre el canal de la Man-cha, donde Bob tiene un hermano que es dueño de un barquito de carga. El nos espera para llevarnos a Francia. ¿Sabes, Remi? -añadió Matías-, si nos salvamos, y estoy seguro de que nos salva-remos, se lo deberemos a Bob: él ha planeado toda la fuga y ha costeado los gastos. ¡Qué gran amigo ha sido! -¿Y este perro amarillo? -pregunté, todavía semiatontado.

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Matías se echó a reír. -¡Pero si es Capi! Se lo robamos al agente de policía, sin que éste supiera cómo. Fue fácil porque Capi puso todo de su parte. Y Bob tuvo también la idea de teñirlo para que no lo reconocieran. A todo esto el coche detuvo su marcha y Bob bajó del pescante para saludarme. Le agradecí emocionado todo lo que había hecho por mí. Hizo un gesto como si esto no tuviera importancia. -Hay que disfrazar este carricoche -nos dijo-. No podemos co-rrer el peligro de que se haya dado aviso y al- guíen nos reconozca en la barrera. Los caminos en Inglaterra no son libres como en Francia. En ciertos lugares hay barreras, en las que se paga un peaje para continuar el viaje. Para pasar la próxima barrera, Bob bajó la cu-bierta del coche, lo transformó por completo, y nos hizo ocultarnos debajo de la tela, disimulados entre cajas y maletas. De esta manera hicimos sin novedad el camino que nos sepa-raba de Littlehampton. Mientras tanto yo reflexionaba acerca de mi situación. Me sentía feliz de estar libre, pero, por otra parte, el hecho de haber huido me molestaba: me parecía que era como una confesión de culpabili-dad. Sin embargo, pensé, no me quedaba otra solución: de ningu-na manera habría logrado, como yo quería, demostrar mi inocencia sin delatar a mi familia. Además, tarde o temprano, serían descu-biertos sus oscuros manejos, y yo me hundiría de vergüenza. Ma-tías tenía razón: lo mejor era huir, huir lo más pronto y lejos posi-ble... El coche volaba por los caminos y pronto sentimos la caracte-rística brisa del mar. Ya llegábamos. Bob dejó el coche oculto entre unos árboles y bajó a pie al pue-blo. Matías y yo temblábamos, no sé si de miedo, de frío o de an-siedad... La espera se nos hizo angustiosamente larga, pero al fin sentimos pasos y vimos venir a Bob con otra persona. Era su her-mano. -Vamos a embarcarnos inmediatamente -dijo éste. -Yo me quedo -dijo Bob y nos tendió su mano franca y vigorosa.

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Le expresé mi gratitud una vez más, pero él me dijo alegremen-te: -No hablemos de eso, chico. Todos debemos ayudarnos: hoy por ti, mañana por mí... Subió al coche para alejarse al galope. Nosotros seguimos con nuestros bultos al capitán del barquito quien después de instalarnos a bordo en una pequeña cabina, nos dijo: -Quédense aquí y no hagan ruido. Partiremos dentro de dos horas.

35 ENCUENTRO CON MI MADRE

Nuestra ropa había quedado en el carro de los Driscoll, de mo-do que lo primero que hicimos al desembarcar en Francia fue com-prarnos algunas prendas. Felizmente, Matías, siempre previsor -había ahorrado algunos francos y pudimos hacer los gastos más indispensables. Yo compré, además, un nuevo mapa de Francia, para poder determinar qué ruta tomaríamos. A Matías se le había metido entre ceja y ceja que la señora Mi-lligan debía estar en Francia. Para encontrarla tendríamos que re-correr los caminos vecinos a los ríos y a los canales. Acepté su idea. Después de todo, las intuiciones de mi amigo habían resultado acertadas y merecían ser tomadas en cuenta. No era algo descabellado el buscar al Cisne por todos los ríos de Francia: como se trataba de un barco de placer y no de una barca-za de carga, era fácil identificarlo en cualquier lugar por el que hubiera pasado. Si lográbamos encontrarla, le contaríamos a la señora Milligan el peligro que corría su hijo por parte de su cuñado. Considerába-mos que entonces habríamos cumplido nuestro deber. Luego pen-saba dedicarme a visitar al señor Acquin y a sus hijos, especial-mente a Lisa, a quien añoraba volver a ver. A medida que los días de Londres quedaban atrás, empecé a

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recordarlos como una pesadilla incomprensible. Alejado de los Driscoll, crecía en mí el rechazo que había sentido por ellos y que, por lo demás, era recíproco. Mi reacción era explicable por la mala vida que ellos llevaban y por las vergüenzas que sufrí por su culpa. Pero, además, cada vez que tocábamos el tema, Matías me rema-chaba: -Nadie me quita esto de la cabeza: tú eres un niño robado por mister Driscoll. Recurrentemente nos perdíamos en mil argumentos y conjetu-ras, y siempre volvíamos al misterio indescifrable de la visita del señor Milligan y sus enigmáticas palabras. Mientras estas divagaciones llenaban nuestras veladas de ni-ños vagabundos, debíamos ganarnos la vida porque nuestros aho-rros se terminaban. Hicimos en varias jornadas el trayecto que nos llevó hasta el curso del Sena y desde allí procuramos no separar-nos de las riberas fluviales. En todas partes, en las ciudades y en las numerosas esclusas donde hay siempre personal de guardia, interrogábamos a marine-ros, cargadores o escluseros. Pero ninguno de ellos había visto un barco con las características del Cisne. Transcurrió más de un mes, al cabo del cual llegamos a Cha-renton, donde debíamos elegir entre el curso del Sena o del Marne. Pero nuestras dudas desaparecieron allí mismo: por primera vez unos marineros nos dijeron que habían visto, hacía dos meses, un barco que, por la descripción, parecía ser el Cisne. Esto nos llenó de regocijo y Matías se puso a tocar y a cantar solo en el muelle. Sin embargo, la noticia era apenas una débil es-peranza y el barco nos llevaba dos meses de ventaja. En dos me-ses pueden pasar tantas cosas. Decidimos apresurarnos y seguir el curso del Sena sin descan-so. Esto significaba que ganábamos muy poco dinero y debíamos reducir los gastos al máximo. Comíamos solamente pan y huevos duros y como era verano, dormíamos a campo raso. Capi nos seguía con aire de mudo reproche porque él era un ar-tista consciente de su deber y no comprendía nuestras apresura-

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das y descuidadas presentaciones en público. Desde entonces tuvimos noticias del Cisne en todas las esclu-sas Ya no teníamos ninguna duda de que íbamos tras sus huellas. De acuerdo a las informaciones que nos procuraban, el barco había abandonado el Sena para tomar el río Yonne. Luego debería internarse por alguno de los canales, y ahí se jugaría mi suerte: si elegían seguir por el canal Nivernés, pasarían por Dreuzy. Fue jus-tamente lo que sucedió. Siguiendo este recorrido, podríamos pasar a ver a Lisa. Sólo de pensarlo, mi corazón rebosaba de alegría. Cuando llegamos Dreuzy nos abrió la puerta un desconocido. Le preguntamos por la familia de tía Catalina y nos dijo que había sucedido una desgracia: el marido había muerto en un accidente, en la esclusa. De esto hacía varios meses, según nos explicó el hombre, que dijo ser el nuevo esclusero. Quedé anonadado al ver la mala suerte que perseguía a la po-bre Lisa, pero insistí en preguntar dónde estarían ahora la viuda y su sobrina. El hombre nos contó que la tía Catalina había estado allí hasta hacía poco tiempo, sin saber qué hacer, porque una fami-lia a la que ella había servido anteriormente, quería llevársela a Egipto como niñera. Estaba justamente buscando con quién dejar a su sobrina cuando había pasado por allí un barco de paseo con una señora inglesa. Esta se había interesado por la pobre viuda y le había ofrecido llevarse a la niña, educarla y hacerla ver por bue-nos médicos que le devolvieran la voz. Naturalmente, la tía había aceptado y así se habían separado las dos. Creía estar soñando. Era increíble que Lisa estuviera a bordo del Cisne, con la señora Milligan... Ahora más que nunca debía al-canzar el barco. Seguimos caminando con mayor tesón. En algunos tramos pu-dimos acortar camino de manera que ahora ellos nos llevaban so-lamente tres semanas de ventaja. En el trayecto nos daban nuevos detalles sobre el barco: un marinero nos contó que el niño enfermo se paseaba algunas veces por la cubierta. Esta noticia me emocionó profundamente: Arturo continuaba su mejoría y comenzaba a caminar, tal como lo habían

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anunciado los médicos. Esta interminable persecución nos llevó por toda Francia. Al fi-nal estábamos, los tres con Capi, hambrientos y rendidos de can-sancio, pero seguíamos avanzando sin desmayar. Así llegamos hasta el Ródano, y allí un marinero nos contó que había conversa-do con un tripulante del Cisne, y que éste le dijo que remontarían el Ródano, porque la señora deseaba pasar el verano en Suiza. Sin perder tiempo, iniciamos este recorrido y... cuando llegamos a Seyssel reconocí de lejos la silueta del barco. Me estremecía un gran alborozo, pero cuando nos acercamos vimos que estaba vacío. Un marinero que lo cuidaba nos informó que la señora Milligan lo había dejado allí porque más arriba el río no es navegable. Ella pasaría el verano en Vevey, a orillas del lago de Ginebra, y regresaría en el otoño. Bueno, ¡adelante, hasta Vevey! No íbamos a abandonar nuestra empresa cuando ya estábamos tan cerca. Compramos un mapa de Suiza y cuatro días después, rendidos de hambre y cansancio, es-tábamos en Vevey. Ya era tiempo: teníamos los zapatos con las suelas rotas y en el bolsillo nos quedaban unos pocos centavos. Pero nuestra búsqueda no había terminado como nosotros creí-amos. Yo me imaginaba que Vevey era una pequeña aldea y que esa misma tarde encontraríamos a mis amigos. Pero nos encon-tramos con una gran ciudad dispersa a orillas del lago, que se une a otras muchas, con una interminable sucesión de mansiones y casas de campo. Pasaron varios días y no encontrábamos a la señora Milligan. No sólo había muchos veraneantes sino que, además, muchos de ellos eran ingleses. Así, ante nuestra pregunta, repetida innumera-bles veces a los comerciantes y a los cocheros, acerca de una se-ñora inglesa con un hijo inválido, todos se encogían de hombros. Entonces, decidimos cantar a todo pulmón en las calles. Así nos oirían desde el interior de las casas y tal vez alguna ventana se abriría de pronto para dejarme ver la mirada radiante de Lisa o de mi amigo Arturo. Además, de esta manera podríamos ganar al-gún dinero que necesitábamos urgentemente para poder comer.

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Los veraneantes son siempre personas generosas, y los de Ve-vey lo eran especialmente. Las monedas llovían en el platillo de Capi, y si hubiéramos tenido que comprar una vaca o una muñeca, como antes, habríamos estado felices. Pero ahora no se trataba de comprar nada, y aunque agradecíamos mucho lo que recibíamos, el objeto de nuestros conciertos era otro. Transcurrieron varios días, recorriendo las calles principales donde se encontraban los grandes hoteles. Después nos alejamos del centro para bordear las orillas del lago. Pero allí fallábamos, porque había muchas mansiones amuralladas y rodeadas de gran-des parques. Por mucho que cantáramos muy fuerte en la vereda, nuestra voz no llegaba a oídos de sus moradores. Una tarde, cantábamos nuestras canciones acompañadas de arpa y violín justamente ante una de esas casas señoriales. Lo hacíamos más para los paseantes que para sus habitantes que probablemente no alcanzaban a oírnos. Inicié mi querida canción napolitana, y a la primera estrofa una vocecita extraña me acom-pañó en la canción desde detrás de la tapia. Me detuve, no pude continuar... y Matías me preguntó descon-certado: -¿Quién es? ¿Arturo? No. Yo conocía muy bien la voz de Arturo. La débil vocecita vol-vió a cantar, y Capi empezó a ladrar loco de alegría. Entonces yo me trepé a la rama de un gran árbol que daba hacia la calle, y al otro lado vi a Lisa. -¡Lisa! -grité-, al fin te encontramos. Pero, ¿quién cantaba? -Yo- dijo ella. Lisa podía hablar. Siempre oí decir a los médicos que ella, pro-bablemente, bajo impacto de una gran emoción, podría recuperar la palabra. Pero yo no creía que pudiera cumplirse ese pronóstico. Y había sido al oírme cantar a mí, que se había producido el mila-gro... Sin embargo, no había tiempo para entregarse a tanta alegría. -Dime dónde está la señora Milligan -le dije-, necesito hablar con ella en forma urgente.

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Pero Lisa aún no podía expresarse con facilidad y recurrió al lenguaje de las señas. Sin embargo, antes de que lograra explicar-se, vi venir por el parque a Arturo, en silla de ruedas, a su madre y... al señor Milligan. Dejé a Lisa estupefacta y salté a tierra antes de que me vieran. Matías, más sereno que yo, me hizo ir a un bosquecillo de cas-taños que había por allí cerca y nos sentamos a reflexionar. Yo quería esperar hasta el día siguiente, vigilando el lugar: si veíamos marcharse al señor Milligan aprovecharíamos para visitar a la mamá de Arturo y contarle lo que sabíamos. Pero Matías no quiso esperar. -El tío puede intentar matar a Arturo en cualquier momento. Puede hacerlo hoy mismo. Piensa en la responsabilidad que eso significaría para nosotros -me dijo-. Lo mejor es que yo vaya en seguida a hablar con la señora Milligan. Su cuñado no me conoce, de manera que no corro ningún riesgo. Me pareció que tenía razón y acepté su proposición. Esperé más de una hora recostado en el pasto. Había logrado serenarme y esperaba, confiado en Dios, que todo saldría bien. De pronto vi venir a Matías con la señora Milligan. Corrí hacia ella y quise besarle la mano. Pero ella me abrazó y me besó con profundo cariño. -¡Pobre niño querido! -dijo con ternura. Después me despejó la frente con una caricia y dijo como para sí misma. -¡Sí!¡Sí! Como siempre que alguien me demostraba un poco de ternura, yo sentía que mis ojos se llenaban de lágrimas. Me esforzaba por dominarme, pero jamás en mi vida había sentido una caricia que me llegara tan adentro del corazón. Cuando ella salió de su abstracción, me dijo, sin dejar de mi-rarme a los ojos: -Mi niño: tu amigo me ha comunicado noticias muy importantes y muy serias para todos nosotros. Quisiera, sin embargo, oír de tus propios labios los detalles de la visita que mi cuñado hizo al señor Driscoll.

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Yo le relaté entonces, minuciosamente, todo lo que había suce-dido y le repetí, palabra por palabra, lo que yo y Matías habíamos oído. Mientras me escuchaba, sus ojos, clavados en los míos, pa-recían despedir destellos. Cuando terminé guardó silencio unos instantes, y, al fin, pareció resolver algo. -Lo que hay que hacer es igualmente grave para ti que para no-sotros, mi pequeño. En consecuencia, tenemos que actuar con prudencia y consultar a otras personas para que nos aconsejen. Esto tardará algunos días, pero mientras tanto quiero que te sien-tas no sólo como un amigo sino también como un hermano de mi hijo Arturo. Les voy a pedir, a ti y a tu amigo Matías, que dejen su vida de niños vagabundos. Vayan ambos, dentro de dos horas, al hotel de los Alpes. Yo habré dejado todo dispuesto para que los reciban allí y mañana iré a visitarlos. ¿Están de acuerdo? Nosotros aceptamos encantados y nos despedimos de ella, agradeciéndole su generosidad. Me volvió a besar con ternura y se alejó. No podía contener mi emoción. El cariño profundo que ella me demostraba despertaba en mí los sueños más fantásticos... ¿Y si fuera cierto lo que sospechaba Matías? Pero no, no podía dejarme llevar así por las ilusiones. Lo que ocurría era que un niño abando-nado, como yo, se trastorna ante la menor muestra de cariño. Matías me sacó de mis reflexiones con sus comentarios. -¡Ah!, qué señora tan encantadora -decía-. Una gran señora, y tan sencilla... tan buena. -¿Viste a Arturo? -le pregunté. -Solamente de lejos, porque solicité conversar con ella a solas. Pero tenía aspecto de ser un excelente chico. Yo le pedía más detalles de esa conversación entre los dos, pe-ro Matías no precisó mucho. Me dijo que le había repetido todo lo que yo ya sabía y que ella no había hecho comentarios sino que había querido venir inmediatamente a hablar conmigo. Dejamos transcurrir así las dos horas que nos había indicado y nos dirigimos al hotel de los Alpes. Este era un hotel señorial y lu-

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joso, y más de alguien miró con extrañeza nuestras vestimentas de músicos ambulantes. Pero teníamos una habitación reservada y nos condujeron a ella El único inconveniente fue que Capi no fue admitido en el lujoso alojamiento nuestro. Para él había una cómo-da perrera, donde fuimos a dejarlo; la solución no le gustó, eviden-temente, pero era un perro obediente y se sometió a mis órdenes. Por la noche nos llevaron hasta nuestra habitación una cena suntuosa, que comimos con todo el apetito acumulado en el último tiempo. Al día siguiente por la mañana llegó a vernos la señora Milligan, acompañada de un sastre que nos probó y nos dejó toda la ropa fi-na que necesitábamos para vestir con una elegancia que nunca en la vida hubiéramos imaginado. Transcurrió una semana paseando por el lago, haciendo excur-siones y descansando de nuestra vida errante. La señora Milligan nos visitaba a diario y su actitud era siempre la misma: me trataba con cariño y con reserva, mientras su mirada penetrante me obser-vaba incesantemente. Pero en ningún momento me propuso que la acompañara a su casa a ver a Arturo, lo que a mí me tenía un poco desconcertado. En cambio, sí, me dio la gran alegría de contarme que Lisa había continuado hablando después de nuestro encuentro y que progresaba notoriamente. Por fin, un día, en vez de la señora Milligan, llegó a buscarnos su cochero, con orden de llevarnos a su casa. Nos instalamos en el coche, incluso Capi, que se acomodó en-tre mis piernas. Yo me sentía emocionado y algo asustado, pero trataba de no pensar en nada. Tenía una sensación extraña. Al llegar a la casa, Lisa y Arturo se arrojaron a mis brazos, locos de alegría. La señora Milligan me besó con hondo cariño y me dijo: -Ha llegado, al fin, la hora, hijo mío, de aclarar tu situación y de que ocupes el lugar que te corresponde... Pero no siguió hablando. Se hizo un raro silencio y, al cabo de un instante, se abrió una puerta. ¡No podía creer lo que veían mis ojos..! ¡Mamá Barberin! Mamá Barberin que traía entre sus manos un traje infantil con bordados,

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pieles y encajes. No alcanzó a dejar su carga sobre la mesa, cuan-do yo ya había saltado a sus brazos. Me volví en seguida hacia la señora Milligan y mis ojos interro-gantes se encontraron con los de ella, llenos de lágrimas. -Tengo una impagable deuda de gratitud con esta buena mujer -me dijo-. Le debo los desvelos y el cariño que te prodigó durante tu infancia y la alegría que hoy me ha dado al traerme estas ropas con las que yo misma te había vestido el día que te robaron de nuestro hogar. Me abrazó estrechamente, con una ternura desbordante. Se repuso en seguida y llamó a un criado, al que le dijo que avi-sara al señor Milligan que lo necesitaba. Debió leer el miedo en mis ojos, porque me aseguró con voz firme : -No tienes nada que temer. Al contrario. Dame la mano y espe-ra aquí a mi lado para que oigas la conversación que vamos a te-ner. El señor Milligan entró. Al verme, la fingida sonrisa que insinua-ban sus labios se trocó instantáneamente en una mueca de espan-to. -Te he hecho llamar -le dijo mi madre, sin darle tiempo de repo-nerse- para presentarte a mi hijo mayor, aunque sé que tú lo cono-ces, puesto que fuiste a informarte de su salud a la casa del hom-bre que lo había robado... -No entiendo qué significa esto... -murmuró Milligan con la voz estrangulada. -Ese hombre – continuó mi madre en forma imperturbable -está hoy preso en Inglaterra, por el robo cometido en una iglesia. Mi abogado ha podido hablar con él y le ha entregado una confesión escrita que si quieres puedes leer aquí, y le alargó un sobre volu-minoso que había sobre la mesa. Ahí figuran todos los detalles del robo: las instrucciones que había recibido, el abandono del niño en la avenida Breteuil, la precaución de cortar las iniciales marcadas en su ropa. Pero Milligan no recogió el sobre. Lívido de rabia se dirigió hacia la puerta y desde allí dijo, con una voz que intentaba ser

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amenazante: -Los tribunales decidirán acerca de la identidad de este niño. -Recurre tú a los tribunales, si lo deseas -replicó mi madre con calma-. Yo no lo haré porque no deseo arrastrar ante la justicia al hermano de mi marido. Este salió dando un portazo, mientras yo sentía sobre mis hom-bros la presión afectuosa de las manos de mi madre que me prote-gían. Matías, que había presenciado gozoso toda esta escena, se acercó entonces a abrazarme, y me dijo: -Dile a tu madre que yo guardé muy bien su secreto. -¿Entonces, tú sabías? -Sí -contestó mi madre, en lugar de él-. Cuando Matías vino a hablar conmigo de tu parte, tuve la certeza plena de que tú eras mi hijo. Esa conversación extraña entre mi cuñado y Driscoll, que a ustedes les hizo cavilar tanto, era para mí clarísima. Pero no podía correr ningún riesgo: no tenía derecho a llamarte hijo mío hasta no haber reunido pruebas irrefutables y haber hecho las gestiones le-gales que eran necesarias. Había que esperar algunos días y Ma-tías ha guardado fielmente el secreto.

36 EN FAMILIA

Hoy, en mi hermoso castillo señorial, en Milligan Park, Inglate-rra, termino de escribir estos recuerdos. Ya han transcurrido varios años. No he olvidado, ni olvidaré ja-más a ese miserable niño abandonado que tocaba música en las calles de aldeas y ciudades y que durmió tantas noches a la intem-perie. Tampoco podré olvidar a quienes en tan duras circunstan-cias me enseñaron a enfrentar los momentos difíciles de mi vida. Aquí, en este castillo que los turistas admiran, vivo con mi ma-dre, mi hermano Arturo, mi mujer y... mi hijo. Mi hijo que acaba de nacer. Ayer lo bautizamos. Con este moti-

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vo hubo una gran fiesta familiar, en la que no sólo participaron nuestras numerosas amistades, sino también todos los amigos que algún día, en mi vida errante, me tendieron su mano. Sólo Vitalis estuvo ausente. Hubiera querido que compartiera conmigo el feliz fin de esta historia. Para mi querido maestro van mis profundos agradecimientos. Creo que si estuviera con noso-tros, se sentiría tan feliz como yo. Con su sonoro pífano habría animado la fiesta y nos habría dicho con su voz alegre: "¡Adelante, mis niños!" Habría tenido una vejez honorable que le habría permi-tido levantar con orgullo su noble cabeza blanca. Pero si la muerte no me ha permitido esa satisfacción, al menos he podido levantar, en el cementerio de Montparnasse, un monumento digno de él. En estas memorias quedará para mis hijos el testimonio de mi gratitud. Si en los peligros de mi existencia errante no caí muy bajo, lo debo, a mi querido y viejo maestro, al ejemplo constante de rectitud que siempre me dio. En los preparativos de la fiesta de ayer, me ayudó con entu-siasmo y alegría mi hermano Arturo, convertido hoy en un mucha-cho sano, alegre y vigoroso. Matías, violinista de la Orquesta Sinfónica de Viena, dejando de lado importantes compromisos, también estuvo aquí con nosotros junto a su hermana Cristina. Las predicciones de monsieur Espi-nassous, el músico-peluquero de Mende, se han cumplido: Matías ha llegado a ser un gran artista. Recientemente leí un artículo en el Times en el que se elogiaba entusiastamente al virtuoso violinista. Cristina, una muchacha italiana, bellísima, sencilla y encantado-ra, ha cautivado el corazón de Arturo. El posible casamiento de Arturo con Cristina, al igual que lo fue el mío, no son alianzas de las que suelen llamarse brillantes por el rango social o la riqueza. Sólo obedecen al mandato del amor puro y desinteresado. Mi matrimonio ha sido inmensamente feliz por el amor y la bon-dad de mi mujer, y estoy seguro de que Arturo ha hecho una elec-ción semejante. He conversado esto con mi madre y sé que tengo asegurado ya su beneplácito para el día en que éste le anuncie su

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próxima boda. En cuanto a mí, tal vez ustedes sospecharán quién es mi mujer. Es Lisa, mi primer amor de niño y de adolescente. Con sus enormes ojos todavía infantiles, Lisa se ha convertido en una mujer encantadora. Mi madre la quiere mucho y su presen-cia ha contribuido notablemente a la alegría en nuestra familia. Cuando Lisa vio llegar a su viejo padre con su hermana Estefa-nía, palmoteaba de felicidad, como una niña. Acquin tiene ahora un jardín propio en las afueras de París, y trabaja todavía con el vigor de un hombre joven. Estefanía vive con él para cuidarlo y atenderlo. Alexis es ingeniero de minas y ha ve-nido desde Varses con el tío Gaspar, que está jubilado. Benjamín se ha convertido en un botánico célebre por sus expediciones cien-tíficas, y ayer nos entretuvo con las narraciones de sus viajes por el Amazonas y las Antillas. Bob dirige, aquí en Inglaterra, una orquesta de música popular, y, por supuesto, también participó en nuestra fiesta, acompañado de su hermano, capitán de la marina mercante. Al dirigirnos a la iglesia para la ceremonia del bautismo, quien llevaba a mi hijo en brazos, llena de orgullo, era mamá Barberin. Hacía años que yo insistía en que se viniera a vivir con nosotros, pero no quería dejar su vida de aldeana en Chavannon. Sólo cuan-do supo el nacimiento del pequeño, vendió sus posesiones y se vi-no. -Una niñera vieja -nos dijo alegremente a mi mujer y a mí- tiene dos ventajas: la experiencia y la paciencia. Por eso desde hoy me quedaré aquí para cuidar al niño. Al terminar la alegre fiesta del bautismo, Matías tomó un violín. No el fino instrumento de sus conciertos profesionales, sino el viejo violín callejero de nuestra infancia. Yo descolgué mi arpa arrumba-da en el desván, y ambos dimos un concierto. Para culminar, can-tamos los dos aquella vieja canción napolitana que Lisa no oye ja-más sin que sus ojos brillen de emoción. Al escuchar la música, Capi apareció en el salón. Intentó parar-se en dos patas y saludar al "distinguido público", pero está viejo y

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ya no es capaz de estas acrobacias. Para consolarlo, yo le pasé un platillo y dio, como siempre, la vuelta a la concurrencia, aunque no en dos, sino en cuatro patas, para recoger la colecta. Cuando me trajo el platillo, en éste brillaban numerosas monedas de oro. ¡Qué éxito! ¡Cómo habríamos sido de felices con todo ese dine-ro en nuestra infancia de músicos callejeros! Esto me dio una idea, y, dirigiéndome a mis invitados, les pro-puse: -Este dinero será la cuota inicial destinada a fundar un hogar para los niños que cantan en las calles. Mi madre y yo tomamos el compromiso de llevar adelante la obra. Matías se inclinó caballero-samente ante ella y le dijo: -Querida señora, permítame tomar parte en su obra, ofreciéndo-le el producto íntegro del primer concierto que daré próximamente en Londres. Así nos hemos puesto todos a trazar con entusiasmo los planos de este hogar que algún día dará refugio a los pobres niños que, como nosotros un día, recorren las calles alegrando a la gente con su humilde música callejera. 1. Una familia pobre ....................................................... 5 2. Niño abandonado ....................................................... 9 3. El signor Vitalis .......................................................... 13

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4. Arrancado de mi hogar .............................................. 20 5. Un amigo .................................................................... 24 6. Mi primera función ..................................................... 27 7. Aprendí a leer ............................................................ 32 8. Vitalis en prisión ......................................................... 37 9. Navegando por el río ................................................. 42 10. Grandes amigos ......................................................... 50 11. Dolorosa separación .................................................. 56 12. Lobos y nieve ............................................................. 60 13. Muerte de Valentín ..................................................... 69 14. En París ..................................................................... 74 15. Explotador de niños ................................................... 78 16. La canteras de Gentilly .............................................. 84 17. El misterio de Vitalis ................................................... 89 18. Vida familiar ................................................................ 96 19. Vino la debacle .......................................................... 100 20. Nueva compañía ........................................................ 109 21. En una mina de carbón .............................................. 118 22. Lecciones de música ................................................. 123 23. Una vaca para mamá .................................................. 128 24. Buñuelos otra vez ...................................................... 137 25. Nuevo cambio en mi destino ..................................... 144 26. Otra vez en París ....................................................... 148 27. En Londres ................................................................. 156 28. Desencanto ................................................................ 162 29. ¡Qué padres...! ........................................................... 167 30. Perversión de Capi .................................................... 172 31. ¿Niño robado? ........................................................... 176 32. Noticias de Arturo ...................................................... 179 33. Otros planes .............................................................. 184 34. Nuevamente en la cárcel ........................................... 187 35. Encuentro con mi madre ........................................... 200 36. En familia .................................................................. 213