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Sur y Norte José de PiérolaSurCopyright © Grupo Editorial Norma, 2008 – Copyright © José de Piérola, 2008En el vientre de la nocheLos borceguíes de Ubilluz se hundieron en el fango produciendo un zangoloteo sordo al que ninguno de los dos prestó atención. En medio de aquella noche sin luna, lejos de Lima, todas las sombras parecían bestias al acecho, y no hacía falta tener la conciencia sucia, ni los huevos bien puestos, para sentir esa mezcla confusa de miedo y determinación

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Sur y NorteJosé de Piérola

Sur

En el vientre de la noche

Los borceguíes de Ubilluz se hundieron en el fango pro-duciendo un zangoloteo sordo al que ninguno de los dos prestó atención. En medio de aquella noche sin luna, lejos de Lima, todas las sombras parecían bestias al acecho, y no hacía falta tener la conciencia sucia, ni los huevos bien puestos, para sentir esa mezcla confusa de miedo y deter-minación ciega. El indio jijuna que caminaba frente a él era sólo una respiración pausada, una silueta sin rostro, un ser sin nombre; uno más. Todo había ocurrido muy rápido, con demasiados gritos, demasiada euforia para prestar atención. Todos eran medio cholos, medio indios, pelo negro, labios gruesos, pómulos salientes, uno que otro pelo ensortijado. Con la distancia de los meses sería el mismo rostro de indio típico que Ubilluz ya no recono-cería aunque se le plantara al frente en carne y hueso con su humanidad acezante y vengadora. Al indio no parecía preocuparle su suerte, como si siempre hubiera estado preparado para esa noche. Maldita tranquilidad, carajo, como si estuviéramos haciendo una ronda. Ubilluz se fro-tó la nariz como un boxeador que entra en combate. Qué rico eres, Papi, cuando te agarras la nariz, pareces un actor de cine. Voy a quedarme en el cuartel esta noche, Negra,

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tenemos comisión. ¿Quién me va a calentar, entonces, ah? Mañana tempranito te caliento, Negrita: te caliento rico. Mentiroso.

Tanteando con los pies, como si lo hiciera todas las noches, el indio bajó la pendiente sin perder el equilibrio, silencioso, el rostro indefinido en la oscuridad de la noche oscura, la cara de indio, los pómulos salientes, el pelo ne-gro e hirsuto, carajo. Indio ilustrado, Ubilluz, ¿qué le pare-ce? Lo único que nos faltaba, mi capitán. Sí, Ubilluz, pero le vamos a volar la iluminación de un solo cuete. Ubilluz odió el barro que se le había metido en el borceguí. Cuando saltó de la camioneta para entrar a la vivienda universita-ria, había dado un mal paso que le desconchó la punta del borceguí contra un fierro que algún maldito había dejado incrustado en el cemento de la vereda. Si movía el dedo gordo sentía un zangoloteo barroso que se colaba por entre los dedos de los pies.

Ubilluz se detuvo. El indio jijuna, como si hubiera re-cibido una orden, también se detuvo, dio media vuelta y miró a alguna parte, pero no a Ubilluz. En la oscuridad de la noche todavía se puede distinguir el blanco de los ojos cuando alguien nos mira de frente. Maldita oscuridad. Sin perder de vista la silueta del indio, Ubilluz examinó con los pies hasta que su borceguí chocó con una forma definitiva y afilada clavada en el suelo barroso. Qué noche tan negra, carajo. Estaban a media hora de Lima; sin embargo, esa ca-ñada abandonada parecía estar en plena puna. Entonces, ¿vas a venir mañana temprano, Papi? Mañana tempranito, Negrita, para tomar desayuno, para calentarte rico, voy a traer tamalitos, ¿qué te parece? Mentiroso.

—¿Empiezo a tirar pala? —preguntó el indio con voz tranquila y modulada que pareció venir de una radio. Cara-

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jo, indio ilustrado y con voz de otro. Ubilluz hubiera dado cualquier cosa por tener una voz así, en lugar de la voz gan-gosa que lo hacía quedar tan mal cuando quería palabrear a una mamacita rica.

—Date vuelta —dijo Ubilluz. Despacio para que el indio con voz de otro lo entendiera. Ay, Papi, cuando me hablas bajito, me das cosquillitas en la oreja. ¿Y cómo se va a llamar, Ubilluz? Depende, pues, mi capitán. Si es hombre no le vaya a poner Ernesto. No, mi capitán, ¿cómo se le ocurre? ¿Si es hombrecito le ponemos tu nombre, Papi? Sí, Negrita.

El indio con voz de otro estiró las manos para que Ubilluz le quitara las esposas. El maldito no temblaba, ni tenía las manos frías, sino manos calientes y húmedas de indio. Ubilluz jaló la llave de la cadena, soltó las esposas, metió uno de los aros bajo la correa de su pantalón. El indio con voz de otro estaba ahí, quieto, sin decir nada, respiran-do con la mayor tranquilidad del mundo.

—No intentes nada, carajo, ya sabes —Ubilluz levan-tó su akm. El guardamano estaba helado. El seguro sonó nítido como el mecanismo de un reloj, pero el indio no se inmutó. Se agachó, tomó la pala y la levantó en un solo mo-vimiento. Ubilluz retrocedió un paso. El dedo le bailó sobre el gatillo, presionó, sintió la resistencia del mecanismo.

—No te asustes —dijo el indio con voz de otro, como si el gramputa no entendiera lo que le iba a pasar, como si la historia fuera al revés—. Prefiero que sea instantáneo.

Se encorvó y empezó a cavar. La hoja de la pala se cla-vaba en la tierra, chocaba con guijarros, desgarraba raíces, producía escalofríos. Sí, mi capitán, macho como su padre, carajo. ¿Entonces lo bautizamos? Lo que quieras, Negrita, lo que quieras, ahora tú eres mi reina. La tierra caía a un

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costado con un ruido húmedo y apagado, como si el indio con voz de otro estuviera arrojándola a otro espacio, a otro tiempo, a otra historia. Seguía trabajando en silencio. Cada golpe de pala era más firme que el anterior, la descarga en el suelo coincidía con un gemido apagado que dejaba adivi-nar su esfuerzo. ¿Y si te salieras del ejército para que ya no te llamen así, de improviso? ¿Qué tienes en la cabeza, Ne-gra, cómo se te ocurre? Pide tu baja, mi papá te da trabajo, cuántas veces te ha ofrecido. Déjame pensarlo.

El indio con voz de otro se detuvo, clavó la pala en el suelo, apoyó las manos sobre el mango. Los ojos de Ubilluz se habían acostumbrado a la oscuridad. El pelo del indio no era lacio sino ensortijado y por alguna razón maldita de las coincidencias estaba completamente vestido, ni siquie-ra se había quitado la camisa. Los indios duermen vestidos, pues, Ubilluz, ¿no sabía? No, mi capitán. En unos minu-tos, a pesar de ser una piltrafa, el indio había cavado por lo menos veinte centímetros. Todavía faltaba un metro. Des-pués, subir la cuesta hasta la carretera, despertar al capitán Basurto, volver al cuartel, llegar de madrugada, bañarse, dormir, levantarse, afeitarse, tomarse un buen desayuno. ¿Cómo está mi engreído? Te ha extrañado, Papi, no hemos podido dormir en toda la noche. No te preocupes, Negrita, tengo dos días de franco, te llevo a donde quieras, tú eres mi reina. Mentiroso.

—¿Tienes un cigarro? —preguntó el indio con voz de otro.

Ubilluz se sorprendió. Carajo, ¿por qué mierda habla-ba con tanta naturalidad, como si fueran compadres, como si estuvieran preparando una pachamanca? Sólo faltaba que le dijera que no había cariño en esa casa, que le pidiera un trago, que le preguntara por la familia. Ubilluz, no me

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joda, no quiero volver a verlo con esa chata. No, mi capitán, era para el frío nomás. Es la última, ¿entendido? Entendi-do, mi capitán. Ubilluz sacó una cajetilla del bolsillo de su camisa y avanzó un paso, el akm en ristre, el dedo sobre el gatillo. El indio con voz de otro estiró la mano, sacó un cigarro, devolvió la cajetilla. Ubilluz también sacó un ciga-rro antes de guardarla. Se buscó los pantalones, pero, en algún momento, tal vez cuando volvían a la camioneta, se le había caído el encendedor. La mierda, un encendedor del ejército en el jardín de la vivienda universitaria. ¿Se le cayó algo, Ubilluz? No, mi capitán. El indio con voz de otro en-cendió un fósforo. La luz amarilla le iluminó el rostro tosta-do de pómulos salientes, labios delgados y pelo ensortijado. Luego de prender su cigarro estiró los fósforos. Ubilluz los recibió estirando el brazo como si los separara un abismo. ¿Lo vas a pensar, Papi? Lo voy a pensar, Negrita. ¿No sería lindo que no te mandaran a esas comisiones que me dan tanto miedo? Sí, sería lindo, lindísimo, lindisisísimo. Ubi-lluz encendió su cigarro. El humo dulce y pesado le calentó la garganta. El indio con voz de otro fumaba muy despacio, el maldito, como si estuviera esperando el microbús. La brasa de su cigarro, roja como un carboncito minúsculo, se volvía amarilla, le iluminaba los pómulos, luego se volvía roja otra vez. Recién en ese momento Ubilluz, tal vez por contraste, pudo oler la tierra húmeda penetrándole todo el cuerpo. Ay, que rico, huele a tierra mojada, Papi. Así es la sierra, Negrita, aire puro, muy rico, riquísimo.

—¿Casado? —preguntó el indio con voz de otro.Ubilluz no dijo nada. Jamás hable con un prisionero, a

menos que sea un interrogatorio, a menos que sea para ob-tener información, a menos que le haya regalado un buen patadón en los huevos, ¿entiende? Sí, mi capitán. Nunca

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deje que esos jijunagramputas lo palabreen. Sí, mi capitán. Entonces, ¿vas a pedir tu baja? Sí, Negrita, voy a pedir mi baja, ésta es la última. ¿Ubilluz? Sí, mi capitán. ¿Qué carajo está haciendo? Nada, mi capitán. ¿Tiene una chata de ron en el bolsillo? Es para el frío, mi capitán.

—Yo sí, soy casado —dijo el indio—. Pero no vivo con mi mujer, ella vive con mis suegros, en Lince, con nuestra hija.

El maldito hablaba como si nada, como si estuvieran en la cola del pan, de pantuflas, legañoso, con una bata de felpa amarrada en la cintura. No había miedo en su voz, ni preocupación, ni nada, como si no supiera lo que le iba a pasar. ¿Qué hace, Ubilluz, por qué mierda habla con el prisionero?

—Mejor cállate y sigue.—¿Puedo acabar mi pucho?—Acaba, pero chitón nomás —dijo Ubilluz apuntán-

dole.El indio se encogió de hombros. Siguió fumando en

silencio. El carboncito del cigarro se hizo amarillo, rojo, amarillo, rojo. Cada vez que chupaba el cigarro miraba a la distancia, como si esperara refuerzos que no llegarían nun-ca. Ubilluz tiró su pucho a medio fumar y lo aplastó con el borceguí. La tierra húmeda era una mantequilla. El viento frío volvió a cortarle la garganta.

—Toda mi vida la he pasado hablando —dijo el in-dio—. Hablando, fumando, leyendo, fumando, escribien-do, fumando… y de vez en cuando tomándome un trago, ¿por qué no?

—¿Te vas a callar, carajo? —preguntó Ubilluz acari-ciando el gatillo.

—¿Qué más te da? —el indio hizo una pausa—. El úl-

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timo pucho, el último trago, la última conversación. ¿No tengo derecho, acaso?

¿Qué mierda pasa, Ubilluz? Nada, mi capitán. Toda la noche lo he visto como nerviosón, ¿tiene dudas? No, mi ca-pitán, todo está claro. Mentiroso. Nunca, nunca se entabla conversación con el prisionero, ¿está claro? Sí, está claro, clarísimo, clarisisímo, mi capitán, mi teniente, mi coronel, mi general.

—Mejor sigue trabajando —dijo Ubilluz.El hombre tiró el pucho pero no lo aplastó. El carbon-

cito rojo quedó parpadeando sobre la tierra mojada. Ubi-lluz olió la tierra caliente, el vaporcito minúsculo que se elevó con la brasa del pucho. El hombre tomó la pala y em-pezó a trabajar otra vez. La pala volvió a clavarse en la tierra llevándose de encuentro pedazos de metal que al chocar con la hoja producían un sonido agudo y cortante que es-carapelaba el cuerpo. Carajo, ya debía estar acostumbrado, Ubilluz, esto es cosa de hombres. Sí, mi capitán. Tenemos que tomarnos una foto los tres, ¿no, Papi? Sí, Negrita, una foto los tres juntitos, para que se acuerde cuando sea gran-de. Pero, sin uniforme, ¿no? De civil, Negrita, de civil.

—Mi hija tiene cinco años —entre palada y palada, el hombre hablaba en voz baja, muy controlada, como los lo-cutores de la radio—. Se llama Ariel. Se lo puso mi esposa, a ella le encanta la literatura.

—Puta que tú no entiendes, ¿no? —dijo Ubilluz con la boca seca, la mano bailando en el gatillo del AKM—. ¿Por qué no te apuras? ¿No te das cuenta que es peor para ti?

—A mí también me gusta la literatura, pero ya no ten-go tiempo, ahora tengo que leer otras cosas —la pala seguía hollando la tierra, tirando la tierra mojada junto al foso—. Ustedes ya saben qué leo y qué escribo.

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—Ni sé, ni me interesa.—Cuando le dije que viniera conmigo a la vivienda

universitaria, ella se negó. No es porque no te quiera, me dijo. Es por Ariel, tiene muchos amiguitos por aquí, además mi mamá se queda con ella cuando voy a traba-jar.

Ubilluz sintió que la lengua se le pegaba al paladar. El carboncito del pucho que tiró el hombre todavía seguía allí, como si estuviera en un cenicero, parpadeando, toda-vía oliendo a humo dulzón y tibio. Cada vez que fumaba, Ubilluz sentía ganas de echarse un traguito: tabaco siempre llama a ron. Se aguantó un rato, pero el frío que entraba por el hueco del borceguí le secaba la garganta sin piedad. Sacó la chata del bolsillo de su camisa, y sin alejar el dedo del gatillo, empezó la dif ícil maniobra de destaparla sin dejar de apuntar.

—Hace un mes que no la veo —dijo el hombre todavía en voz baja, bien modulada, sin dejar de cavar—. Me que-dé en la universidad. Pero, eso sí, la he llamado todos los días. Mis suegros tienen teléfono. Estuvimos viviendo con ellos por un tiempo. Son muy buena gente, no creen en la política. Si supieran a qué me dedico les daría un infarto, pobres viejos.

Ubilluz logró destapar la chata. Un airecito helado en-frió el barro que tenía en el borceguí. Tomó un trago largo, sin alejar el dedo del gatillo, mirando de reojo al hombre que seguía cavando. El calorcito picante del ron le llegó hasta las tripas, lo calentó, se sintió mejor, como si ya hu-biera llegado a casa, como si ya se hubiera metido a la cama con su mujer, como si ya le hubiera dado un beso al Mochi-to. ¿Ay, Papi, por qué me despiertas? Es que me gusta olerte antes de dormir, Negrita, palabra, es sólo eso. Mentiroso.

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Ubilluz se limpió la boca con el puño de la camisa y estiró la mano ofreciéndole la chata.

—Tómate un trago —dijo.El hombre clavó la pala en la tierra, hizo un gesto

como si se estuviera limpiando el sudor de la frente, es-tiró la mano caliente, sudorosa y agarró la chata. El dedo de Ubilluz bailó nervioso sobre el metal helado del gatillo. Oyó dos tragos grandes que el hombre se puso entre pecho y espalda antes de devolverle la chata. La recibió con cuida-do, tomó otro trago, de costado, sin perderlo de vista. Lue-go empezó la dif ícil maniobra de taparla sin alejar el dedo del gatillo. La silueta del hombre se inclinó y empezó a tra-bajar otra vez. La tierra húmeda olía bien. ¿Vamos a venir siempre a Huancayo? Siempre, Negrita, siempre. Ubilluz aspiró profundo sin dejar de apuntar. El aire hasta parecía más puro esa noche. ¿Qué mierda hace, Ubilluz? Nada, mi capitán. ¿Qué se le ha perdido? Nada, mi capitán. Entonces suba a la camioneta, nos vamos. Sí, mi capitán. Mentiroso.

—Creo que Ariel va a ser pintora —dijo el hombre como si le estuviera hablando a su hija—. Mi mujer dice que el otro día, cuando volvió del trabajo, mi suegra estaba enojadísima porque Ariel había hecho un dibujo en la pa-red de la sala.

—Yo también soy casado —dijo Ubilluz como si fuera otro, como si estuviera sentado en el bar de la capitanía del puerto, en el bar de Bertoloto, o en cualquier bulín de la Victoria. ¿Así que casado, no, Ubilluz? Sí, mi capitán. An-tes no me daba miedo, Papi, pero ahora que estoy encinta ya no quiero que te manden a esas comisiones, te puede pasar algo. ¿Qué me va a pasar?, nuestro trabajo es de in-te-li-gen-cia, ¿ves esta frente? Ay, Papi, igual me da miedo. Inteligencia, Negrita, inteligencia. Mentiroso.

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—Ariel había dibujado una paloma volando hacia una luna en cuarto menguante, y estrellas, montones de estre-llas. Mi mujer me dijo que Ariel las había señalado muy orgullosa.

—Tenemos un hijo, se llama Ernesto.—Alrededor de las estrellas había dibujado una bola

inmensa, llena de rayitas azules —el hombre siguió ca-vando, la pala siguió enterrándose en la tierra, atravesan-do guijarros y encontrándose con clavos, pero Ubilluz ya no tuvo escalofríos—. Eso le había dado más cólera a mi suegra.

—Sólo tiene ocho meses —Ubilluz movió la cabeza—. En cualquier momento camina el bandido.

—Mi mujer le preguntó que qué era esa bola azul.—Se llama Ernesto, pero para mí es mi Mochito. No le

digas así, me dice mi mujer, se va a acomplejar, va a pensar que es por otra cosa.

Ubilluz no dejaba de vigilar al hombre. De vez en cuan-do su índice se desprendía del gatillo y parecía perderse en el aire. Entonces tenía que volver a acariciar el metal helado y preciso, tenía que volver a sentir la presión ligera, la re-sistencia del mecanismo para sentirse tranquilo. No jale el gatillo, Ubilluz. No, mi capitán. Acarícielo, como si fuera la teta de su mujercita. Sí, mi capitán. Papi, tengo que decirte algo. ¿Qué pasa, Negrita? Estoy encinta. El pucho que el hombre había tirado al suelo todavía brillaba con una brasa diminuta y roja. El hombre ya había cavado casi un metro. Estaba dentro de la fosa hasta las rodillas, a punto de ser tragado por la tierra, pero su voz todavía llegaba armonio-sa, viril, bien vocalizada: voz de locutor, carajo.

—Ariel le dijo que esa bola azul era el vientre de la noche.

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—Le digo Mochito porque así me decía mi viejo cuan-do yo era chico.

—Antes de ayer le había comprado una caja de colores para llevársela el domingo —el hombre lanzó un suspiro.

—Se murió mi viejo antes de verme con el uniforme con el que tanto soñó. Es una vaina, carajo, la vida es una vaina. Si no fuera por ustedes estaría en mi cama, calienti-to, con mi mujer.

—Si no fuera por ustedes, Ariel habría tenido su caja de colores.

Un viento helado se clavó en la garganta de Ubilluz. La noche pareció más negra que nunca. No te preocupes, Papi, le vamos a llevar flores. Sí, carajo, pero no me vio con el uniforme, ¿no entiendes? ¿Y de qué nos sirve el unifor-me? Hubo un silencio transparente como una capa de hielo, pero no duró mucho, unos pasos bajaban por la ladera de la colina, resbalándose en el barro, hollando la tierra mojada, acercándose más y más. Ubilluz no tuvo que voltear para saber quién era. Empuñó bien su akm, apuntó a la silueta del hombre que apenas se veía en medio de la oscuridad de la fosa. Ya no hablaba, ya no le contaba sobre su hija llamada Ariel, era una estatua de piedra negra en medio de las tinieblas.

—¿Qué mierda pasa aquí, Ubilluz?—Cumpliendo mis órdenes, mi capitán.—¿Y esas voces?—¿Cuáles voces, mi capitán?El capitán Basurto se acercó. Olió la cara de Ubilluz

como huele un mastín su presa. Ubilluz no tuvo que mirarlo para saber que sus ojos brillaban como los de un demonio y que su boca se había fruncido y temblaba en un extremo. Prométeme, Papi, que no pasa de este mes, que pides tu

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baja, que le hablas a mi papá. Te lo prometo, Negrita, te lo prometo. El carboncito rojo del pucho que el hombre había fumado se apagó. El capitán Basurto chasqueó la lengua.

—¿Ha estado chupando, Ubilluz?—No, mi capitán, digo… sí, mi capitán.—¿Dónde está?—En mi bolsillo derecho, mi capitán.Ubilluz sintió las manos cuadradas y duras del capitán

Basurto sacando la chata de ron de su bolsillo. Oyó la tapa girar sobre el vidrio, luego dos tragos largos perdiéndose en la garganta angular del capitán seguidos por un chasquido de lengua. El sonido de la tapa metálica volvió a enroscarse en el pico de la botella.

—Se la secó, Ubilluz, usted es un jodido —el capitán Basurto volvió a meterle la botella vacía en el bolsillo de la camisa. Ubilluz seguía apuntando.

—Ya, de una vez, despáchelo —dijo el capitán Basur-to. El dedo de Ubilluz se había quedado apoyado sobre el gatillo pero no se movía. Dedo de mierda, no se movía un milímetro, se había congelado con el frío de la noche. El capitán insistió—: ¿Qué espera, Ubilluz?

Ubilluz apuntaba, pero el dedo, como si fuera de otra mano, de otro cuerpo, no presionaba el gatillo. Estaba ahí, inmóvil, congelado. Maldito dedo. La estatua de piedra ne-gra lo miraba. Aun en la oscuridad de la noche se puede saber si alguien nos mira por el blanco de los ojos. ¿Me lo prometes, Papi? Te lo prometo, Negrita, palabra de hom-bre. Mentiroso.

—Apúrese, carajo, no tenemos toda la noche —dijo el capitán Basurto. Hablaba con su voz firme de siempre, pero no gritaba, más bien acercaba los labios a la oreja helada de Ubilluz. Pero éste, como si la estatua de piedra negra lo

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hubiera hipnotizando, no pudo apretar el gatillo. El capitán continuó—: La mierda, esto es insubordinación, Ubilluz, ¿qué cosa cree?

El capitán Basurto hizo un movimiento brusco. Ubi-lluz adivinó que su brazo había bajado a la altura de su cin-tura, que había hecho saltar la tapa de su cartuchera, que había sacado su pistola. Te lo prometo, negrita, después de ésta pido mi baja. Ubilluz había visto más de una vez cómo el capitán apuntaba a la cabeza, quitaba el seguro y dispa-raba un solo tiro en la frente. Respiró aliviado por no tener que mover el dedo. Miró al hombre. El capitán Basurto lo despacharía. Te lo prometo, Negrita.

En ese momento sintió una cosa helada y dura en la sien.

—Dispare, carajo, o disparo yo —dijo el capitán Ba-surto. Ubilluz sintió la vibración del resorte en la sien cuan-do el capitán, sin dejar de apoyar la pistola, quitó el segu-ro. ¿Va a ser como las otras veces, Papi? No, Negrita, esta vez sí, es la última. Hazlo por Ernestito. Sí, Negrita, por el Mochito. El capitán continuó—: Ésta es la última llamada Ubilluz, a la siguiente disparo.

Ubilluz apuntó a la estatua de piedra negra que lo se-guía mirando. Tomó una bocanada de aire. Su dedo buscó el gatillo y lo jaló a fondo.