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IV Concurso Literario PRIMER PREMIO
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Tiraime a la mar Autora: Eva María Alonso Ruisánchez.
- El día que la palme, tiraime a la mar.
Lo dijo en un volumen lo bastante alto para que su mujer lo oyera desde la
cocina. Le dio un suave codazo a Samuel y señaló con la barbilla en
dirección al pasillo, por donde ya se oían acercarse los pasos de Manolita,
que traía la bandeja del café.
- ¡Eso ni tochu, Tinín! Díjetelo mil veces y te lo digo mil una: el día que la
palmes, como dices tú, vas pa’l cementeriu y esperas allá, tranquilín, a que
llegue yo. O espero yo por ti…
- ¡Ay, no, probina…! A mí el cura díjome “hasta que la muerte vos separe”,
¡y ni un día más! Tú vete onde quieras, pero a mí tirai’me a la mar.
- ¡Eso! ¡Pa’ la mar! ¡Como el besugu que fuiste to’la vida! Además, mira tú
qué tochura –y dio ahora… Eso fue por oílo po’la tele, que ahora a to’ los
famosos dayos por decir que los tiren a la mar. ¡La virgen! De aquí a unos
años, cuando tragues agua ‘tarás tragando la pata d’algunu!
- Pero bueno, Manolita… - Samuel interrumpió, divertido, la discusión del
matrimonio- La voluntá de un difuntu tendrás que respetala, digo yo…
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- ¡Ni voluntá ni na’! Además, ¿qué más ‘y dará, si ya va a estar muertu?
¡Bastante se va a enterar esti ya!
Manolita sonreía y gesticulaba exageradamente, tratando de darle
comicidad a una conversación tan siniestra, pero en el fondo detestaba
hablar de estas cosas. Solía pensar que, de alguna manera, bromear con la
muerte, las herencias y los entierros significaba tentar al destino.
- Sí me entero, sí…
- ¡Calla tú!
Samuel inició un segundo intento, aún a riesgo de que le mandara callar a
él también. Ni siquiera sabía si lo que pretendía era provocar a Manolita o
hacerla entrar en razón.
- Pues más a mi favor: si no se va a enterar, en el nichu no va a estar ni más
a gustu ni menos a gustu…
- Por eso mismu: lu meto pa’l nichu y a gustu quédome yo. ¡Y puntu!
- ¿Veslo, Samuelín? Esta quier gobername hasta después de muertu.
- Ya lo veo, ya…
- Mira, Samuel, ahora hablando en seriu –dijo Manolita ignorando el
comentario de su marido- Si algún día falta Tinín, Dios no lo quiera, y
marcha primeru que yo, quisiera tenelu aquí cerquina, saber yo ‘onde está
pa’, si me apetez un día ir a contai les mis cosines, o a llevai flores o a
limpiai la lápida,igual que limpio la de mamina to’ los domingos de haz doce
años pa’ ca.
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- Osea, que va a date qué hacer de vivu, ¡y de muertu tamién! – Samuel
lanzó una sonrisa cómplice a su amigo, al tiempo que sacaba un cigarrillo
del paquete. Golpeó un par de veces el filtro contra la mesa antes de
encenderlo y continuó. – Yo na’ más que digo que les voluntades son
sagrades, Manoli, y hay que cumpliles.
- Pues pa’ mí sagrada e’ la cristiana sepultura y na’ más. Un muertu enterráu
como Dios manda va pa’l cielu, y el que queda sin enterrar lu lleva el
demoniu…
Durante unos segundos se heló el aire de la habitación, y el silencio sólo fue
roto por el ruido de la cucharilla con la que Tino removía su café.
- ¡Meca, Samuelín, ya metí la pata! Perdóname, anda, no me di cuenta… -
Manolita apoyó su mano en el brazo de Samuel, acariciándolo con dulzura
en un gesto de arrepentimiento, y buscó inútilmente su mirada, que se
quedó fija y perdida por un instante. El hombre,aún callado, se acarició el
mentón produciendo un ruido seco y áspero; al día siguiente tenía cita con
el médico, tendría que afeitarse. Fue entonces cuando volvió los ojos hacia
su amiga y correspondió su gesto apretando fuertemente el dorso de su
mano.
- No pasó nada, Manoli. No te preocupes, muyer.
- Bueno, hala, ya está. No pasó nada, -intervino Tino, todavía ruborizado-
acaba el cafetín y vamos a dar una vuelta, que está el día pa’ ello.
La casa de Tino y Manolita parecía coronar el pueblo, sola, y tan alta que
podías verla desde los cuatro puntos de la villa. Rodeando la loma, por la
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carretera vieja, y cogiendo después la cuesta del cementerio, el coche
llegaba prácticamente a la puerta de la casa, pero si el día estaba
despejado, Samuel prefería ir caminando por la parte oeste, subiendo una
pendiente tan endemoniada que cortaba la respiración y le obligaba a
detenerse a mitad de camino a recuperar el resuello. De cualquier modo,
este descanso necesario lo aprovechaba para contemplar la mar, las
mareas, las lanchas que entraban, y la mayoría de los días pronosticaba el
tiempo sólo con mirar el horizonte desde allí. En cinco minutos, con el pulso
normalizado, retomaba el camino hacia casa de Tinín, donde tomaban
juntos el café de después de comer. Si el día se prestaba, los dos amigos
bajaban de nuevo la cuesta y daban un paseo por el muelle; si el día venía
malo, Manolita encendía la estufa y jugaban a la brisca hasta la hora de
cenar.
El sol iluminaba con fuerza pero hacía meses que no calentaba, y la brisa
fría del mar no ayudaba a entrar en calor. El cielo despejado de las últimas
semanas provocaba heladas muy severas tan pronto como caía la noche,
así que los coches amanecían cada día cubiertos por una fina capa de
escarcha, y los huesos de Samuel doloridos y atormentado por el reuma.
- ¿Vas coju, Samuel? Parez que llevas la pata a rastru…
- Na’, home, los huesos. Con esti fríu llevo unos días levantándome de la
cama como si me hubieran dau una somanta ‘palos.
- ¡Coño! Vete al médicu, ho…
- No, ya… si tengo hora pa’ mañana, pero voy a por recetes na’ más. Ya me
dijo él que esto mal remediu tien: abrigáse, apretar el culo y esperar el buen
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tiempu, y no hay más. Pero, chico, llevo desde’l día d’añu nuevu con unos
dolores que veo a Jesucristo.
-¿Quiés parar un pocu n’el chigre d’esti rapaz y siéntaste?
- ¡No, home, no! No haz falta.
- Venga, va. Tomamos aquí un chupu y luego ya tiramos otru pocu.
- ¡Cago’n ros, Tinín! Entonces di que e’ po’l alpiste, y no po’la pata mía! – se
rió Samuel, dándole una palmada en la espalda a Tino, que se sintió
cazado.- ¡Venga! Tira pa’l bar, jumatán!
“La Barquera” era un local pequeño, recién reformado en cervecería. Javier,
el anterior dueño, se lo había traspasado un par de años atrás a una pareja
joven. Los clientes más antiguos de la tasca de Javier, los de “vinu y
pinchu”, desconfiaron al principio de la nueva gestión, al ver que poco a
poco iban deshaciéndose de los hules de las mesas, de los calendarios
amarillentos de la pared y del matamoscas eléctrico, y sustituyéndolos por
mesas modernas de madera, pósters de motos y coches de F1 y hasta un
extractor de humos. No obstante era agradable tomarse la cerveza del
mediodía en un vaso limpio, aunque fuera alemana y de una marca extraña,
que ninguno de ellos sabía pronunciar bien. De este modo, y a fuerza de
obsequiar a los parroquianos con tapas de chorizo del bueno, David y
Lorena consiguieron mantener a la antigua clientela, al tiempo que
captaban otra nueva: estudiantes, chavalería y matrimonios con críos que
ocupaban la terraza durante las horas de sol. Esa tarde había dos chicas en
una mesa, dos cajeras de un supermercado cercano, que cada día
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tomaban el café allí antes de empezar su turno, y al fondo, tres habituales
de la barra: Juan “el mudu”, Enrique “el de la rula” y Gasparín.
- ¿Onde irán Zipi y Zape? – les recibió Enrique.
- Pues íbamos a ver lo que había entrau hoy, pero el de la rula e’ un pocu
mangante y ya tien’ cerrau.
Enrique era el encargado de la lonja del pescado. Cada mañana recibía los
barcos, clasificaba las piezas y las rulaba, y después distribuía a las
pescaderías, tarea que solía ocuparle hasta ya entrada la tarde.
- Cerré porque no entró nada, Tinín. Lleva to’la semana sin entrar nada.
- ¿Nada de nada, ho?
- Nada. Puxarra tou.
- ¿Y de angula? – preguntó Samuel.
- De angula menos toavía.
- ¡Lorenina! – Tino llamó a la camarera, pero fue David quién le respondió
desde el almacén.
- Lorenina no está, estoy yo.
- Pues sal pa’ ca y pon’llos un vasu a estos paisanos y dos chupitinos pa’
esti y pa’ mí.
- ¿De miel o de herba?
- Pa’ mí de miel.
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- Pa’ mí de herba. ¿Tomas un vasu, Juan?
Juan rechazó la invitación cerrando los ojos y negando con la cabeza. Juan
no era mudo de verdad, simplemente no le gustaba hablar con nadie, y las
raras veces que lo hacía, una tos atronadora que le acompañaba desde
años, hacía abandonar la conversación a uno u otro contertulio.
- ¿Qué angula queréis que salga, si ya no hay quién vaya a pescala? –
Gaspar retomó el hilo de la conversación - ¿Vos acordáis cuando íbamos
nosotros y volvíamos pa’ casa con cuatro o cinco kilos to’ los días? Y eso
que íbamos a cuerpu, como quien diz, con el ceazu escacharráu y el
carburu, na’ más. Ahora pasan los rapaces con neopreno de eso, unes
botes de agua de la virgen y linternes en la cabeza y tou, pero amigo, como
caigan cuatro gotes dan la vuelta pa’ la cama. ¡No nos llovió a nosotros por
arriba ‘la cabeza ni nada! Y sonando aquella mar, que te respigabas
enteru…
- ¡No digas tochures, Gasparín! – David se sintió lo suficientemente aludido
como para intervenir – La gente ya no va a angula porque no hay angula, y
no va a estar unu moyándose y pasando fríu pa’ pescar cincuenta gramos.
¡Total! Lo que te van a dar por ello, vas ‘gastalo después en la farmacia.
- Tien razón el guaje, Gaspar –dijo Samuel- La gente toavía sal apescar,
pero de onde no hay no se puede sacar. Porque, oye, ahí tienes a Enrique
que lo sabe mejor que yo, licencies se dan a punta’ pala…
- Cincuenta y dos esti añu. –corroboró Enrique.
- ¿Veslo?
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- Lo que –y pasa a Gaspar e’ que piensa que toavía e’ como haz cuarenta
años, que quedabas fartucu de comer angula to’los días y les que te
sobraban les tirabas a les pites.
- No me toques los cojones, Tinín.Ya sé yo de sobra que no sal lo mismu de
antes, ni pa’ allá va, pero que los guajes de ahora son una panda
‘holgazanes, tamién te lo digo.
- Eso dícesmelo a mí luego, Gaspar, de la que cierre el chigre a la una o a
les dos de la mañana, con una riñonada de la de su madre… ¡Chsssst! Y
ojito: mañana a les nueve aquí otra vez como un clavu.
Gaspar, consciente de lo injusto que había sido en sus comentarios, intentó
congraciarse con el chaval. Al fin y al cabo, no le convenía a estas alturas
convertirse en persona non grata en “La Barquera”.
- A ver, hiju, yo no digo que’l chigre no sea jodíu, claro que lo e’, y además
hay que valer pa’ ello. Lo que yo digo e’ que, pa’ mi parecer, no hay peor
trabayu que la mar; ni la obra, ni la mina, ni nada. Y estos tres pueden
decítelo igual que yo. Y ya no te hablo de les condiciones ni del esfuerzu,
háblote del miedu cuando está la mar mala, que a la mínima vien un golpe
grande y te traga la lancha. Y el otru miedu: que si no pescas, no comes.
- Ya, Gasparín, ahí doyte la razón –dijo Enrique- y yo, ahora que estoy “en
tierra”, dígote que no vuelvo pa’ la mar ni a tiros, pero acordaivos tamién
que a nosotros nos cogieron unos años muy buenos, que no había día que
no vinieras pa’ casa con la lancha llena. Y yo, después de tou, estuve
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menos años, pero vosotros tres que pescasteis to’ la vida, llenásteis el bolsu
muy guapamente.
- Sí, eso digo yo. ¡Qué guapu e’ quejáse con el bolsu llenu y la casa puesta!
–se apresuró a decir David con una forzada mueca de indignación, pero
secretamente agradecido a Enrique por ponerle en bandeja un argumento
tan bueno. Fue entonces cuando Samuel apuró su licor y dejó el vaso vacío
sobre la barra con un fuerte golpe. Miró a David a los ojos y le espetó
fríamente:
- A ti te daba yo hasta la última perra que tengo si fueras capaz de aguantar
tou lo que aguanté yo a cuenta ‘la puta mar.
A continuación, volvió la vista hacia su amigo y le dijo:
- Yo voy a dar una vuelta, Tino. ¿Vienes o quedas?
- Voy, voy, espera. ¿Llega con esto, Davicín? – Tino dejó sobre la barra un
billete de cinco euros.
- Llega y sobra, Tinín.
- Bueno, pues échalo pa’l bote. – Tino se apresuró para alcanzar a Samuel,
que ya salía por la puerta del bar.
Dentro se respiraba un regusto amargo, una calma tensa a la que sólo eran
ajenas las chicas del supermercado, que seguían con su animada charla.
David, con los ojos muy abiertos, se atrevió a romper el silencio que
mantenían Enrique y Gaspar.
- ¿Y a esti qué –y pica, ho? ¿Yo qué –y dije?
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- Na, hiju, no fuiste tú. E’ Samuel, que tá amargau, y cada vez que sal’ el
tema de la mar ponse como una potra. – contestó Gaspar.
- ¿Amargau? ¡Pero si vive como Dios en casa Cristo! ¿Qué más querrá?
- No tan como Dios, David. – Enrique rompió una lanza por Samuel- Lo que
lleva sufríu esti hombre no lo sabemos ningunu.
- ¿Por qué, Enrique? Fiju que ya metí la pata…
- Mira, David, voy a contátelo pa’ que no pienses que e’ mal paisanu, pero a
él no –y saques el tema, porque e’ capaz de no parate más aquí. –David,
con curiosidad, aceptó asintiendo con la cabeza.- Samuel llevaba desde
críu saliendo a la mar. Empezó con el padre, y en unos años compraron una
lancha muy curiosa y tou. Que no yos iba mal, vaya… Luego al padre entroi
un cáncer y murió al pocu. Samuel, pa’ aquella ya se había casau y tenía un
guaje pequeñu,, pero buenu, él quedóse con la lancha y siguió saliendo a
la mar a diariu, y estuvo así una pila de años. El casu e’ que él salía a
pescar, y en vez de tirar pa’ casa cuando volvía, quedaba haciendo
aparejos, o nanses, o arreglando cosines de la lancha, y la mayoría de les
veces no terminaba hasta la hora ‘cenar. Y claro, esto, después de cinco,
seis, siete años… Pues la muyer quedó hasta’l gorru y lióse con otru
paisanu, y al final acabó marchando con él pa’ León o pa’ no sé dónde.
Total, que Samuel cogió un día, plantose en casa d’ellos y dijoi a la muyer
que ella podía hacer lo que –y diera la gana, pero que’l guaje volvía con él
pa’ Asturies. La muyer tampocu creas que –y puso muchu impedimentu, así
que’l probe Samuel vióse de golpe aquí solu y con un guaje que no debía
tener ni diez añinos. Buenu, pues él sacólu pa’lante como pudo; lu metió
otra vez en la escuela y lu llevaba más limpiu y más curiosu que la patena.
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- ¿Y cómo se arreglaba pa’ seguir yendo a la mar con el guaje a cuestes? –
interrumpió David.
- Pues la mayoría de les veces bajaba Manolita, la muyer de Tino, a dai el
desayunu al críu y llevalu a la escuela, y cuando salía, ya había llegau
Samuel de la mar y quedaba con él to’la tarde, Cuando el rapaz ya fue más
grandín, empezó a salir con el padre en la lancha y acabó trabayando con
él. Pero claro, empezaron a hacer perres a’sgaya, el chaval ya era mozu,
empezó a salir, a alternar con rapazones y, buenu, que empezó a drogase.
Al par de años ya no salía a la mar ni nada, y andaba por ahí que daba
pena velu, hechu un cadáver u pinchándose to’l día.
- Coño, y si no salía ya con el padre, ¿ de onde sacaba les perres pa’
drogase?
- Pues cuando el padre cerró el grifu, el rapaz, Álvaro se llamaba…
¿llamábase Álvaro, Gaspar?
- Sí, Álvaro.
- Pues cuando el padre cerró el grifu, empezó a salir solu a percebes.
Sacaba un par de saques y los vendía por ahí, po’los chigres, a cuatro
perrones, y así tenía pa’ ir tirando.
- ¿Y Samuel qué decía?
- ¿Qué iba a decir, David? Peleó con él tou lo que pudo. Quiso internálu en
un centro de esos y tou, pero no hubo manera. Echábalu de casa, pero a
los dos días dábai pena y salía a buscalu. Na’, no pudo con él.
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- Osea, que el chaval murió de la droga…
- Sí y no. Pasó que una de les veces que quedó sin un duru y salió a
percebes, no se sabe si iba colocau como una mona o que calculó mal, se
ve que lu llevó la marea y nunca más se supo de él. Encontraron la moto pa’
la parte de Llanes, aparcada en una zona que por lo vistu está llena de
cueves a tope de percebes, pero claro, están llenes porque nadie se atreve
a entrar a por ellos.
- ¿Y no lu encontraron?
- Nada, ni rastru. Como si lu hubiera tragáu la tierra.
- Joer… Probe Samuel. ¿Y cuántu va de aquello? ¿Haz muchu?
- Pues no haz tantu, no… ¿Cuántu irá de aquello, Gaspar?
- Hará… no sé… nueve o diez años.
- ¿Y qué fue de la lancha, entonces? Yo nunca –y la vi. – David estaba
impresionado con la historia de Samuel.
- La lancha vendióla después de un tiempu porque nunca más quiso salir a
la mar. El casu e’ que precisamente el día que desapareció el rapaz, venía
Samuel de Gijón, con un remolque que –y había dejau yo, de buscar un
bote que había comprau pa’l guaje. Siempre nos decía que –y quería
comprar unu pa’ que saliera a pescar a caña por aquí cerquina,pa’ que se
dejara de caleyar y andar jugándola por les cueves a cuenta’ los percebes.
Tenía una ilusión con aquel bote, el probe… Pero no llegó a tiempu, mira tú
cómo son les coses…
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- Joer, pues me dejáis de palu; no tenía ni idea. – David se pasó la mano
por el pelo, intentando recordar cada conversación mantenida con Samuel
para sopesar cuántas veces había hecho un comentario desafortunado, o
dicho sin querer algo que le hubiera molestado.
- Buenu, pues pa’ eso te lo contamos, pa’ que procures no sacai el tema.
- ¿Pa’ eso te lo contamos? – Gaspar hizo un gesto de comillas con los
dedos- ¡Si tou lo hablas tú, charrán!
- Eso e’ verdá. – sentenció Juan el mudu, segundos antes de obsequiar a
los presentes con un ensordecedor ataque de tos.
El paseo del muelle transcurría a lo largo de la ría y la bahía, terminando en
un mirador a la mar abierta. Cuando las olas y el viento lo permitían, se
llenaba de jubilados y aficionados a la pesca a caña, que se apostaban en
el mirador disfrutando de la espléndida vista y la brisa del mar. Aquella
tarde no eran más de seis o siete hombres, pero al llegar el fin de semana
el número de cañas fácilmente se triplicaba. Turistas y domingueros de
segunda residencia, sobre todo de Oviedo y del País Vasco que, aun
después de varios años, seguían ajenos a las burlas y las chanzas que los
locales vertían sobre ellos. “Ahí vien el de Oviedo a dai un bañín a los
merucos…”, “Ya vien el vascu de la pescadería, de comprar lo que –y va a
decir a la muyer que pescó…”
- ¿Sacas algo, Saúl? – Tino y Samuel se acercaron, vociferando, a un
habitual del muro del mirador.- Ya puedes sacar algo curiosu o te
empadronamos en Bilbao.
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Las bromas, de lunes a viernes, se podían decir en voz alta; durante el fin
de semana se convertían en susurros y risillas maliciosas. Un Samuel
visiblemente más relajado que minutos antes en el bar, apoyó los brazos en
el muro y miró a los lejos.
- Está la mar como un platu ¿eh? Está guapa, guapa.
- Sí, sí. Guapa, guapísima, pero no da nada. –contestó Saúl con una mueca
de aburrimiento.- Les lanches que salieron hoy volvieron con una mano
alante y otra atrás.
- Ya nos lo contó Enrique, ya. –dijo Tino al tiempo que levantaba la tapa de
la cesta de Saúl, comprobando que, efectivamente, estaba vacía.
- ¿Y vosotros dos, ¿qué? Ya no salís nada con la caña… ¿La vendísteis o
qué?
- ¿Y a qué quieres que vengamos? ¿A hacer el tochu, como tú? –le espetó
Tino cerrando la cesta de nuevo.
- ¡Coño! Samuel tien el bote ahí, muertu risa. Lu cogéis y subís pa’l ríu, que
p’arriba igual sal algo.
- El bote está bien onde está. –Samuel desdeñó la sugerencia de Saúl sin
desviar la mirada del horizonte.- Además está tou desguazau.
El aire cada vez era más frío y la conversación más incómoda para Samuel,
quién, dando dos palmadas en el muro, la dio por zanjada y propuso
emprender la vuelta. Apenas habían empezado a deshacer el camino
cuando Tino se atrevió a hablar.
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- Pues no e’ mala idea la de Saúl, ¿eh, Samuel? Podíamos arreglar el bote
entre los dos. –Samuel guardó silencio- Total, tan mal no va a estar; lu
sacamos un pocu a secar, lu pintamos curiosu y fuera. Ya está.
Aunque Samuel callaba, Tino veía en sus ojos que estaba sopesando la
propuesta, así que se animó a seguir hablando.
- Ya sé yo de sobra que no te haz gracia coger el bote, Samuel, pero e’ que
e’ una tochura tenelu ahí amarrau, pudriendo. Nos ponemos ya a ello y pa’
la primavera ya podíamos…
- ¡Que no, Tino, coño! –interrumpió Samuel bruscamente- Yo no quiero bote,
¿quiéreslu tú? Pues lu coges, pintas-y flores si quieres y quedaste con él,
pero a mí dejaime en paz con el putu bote!
Tino se metió las manos en los bolsillos, volvió la vista hacia la ría y no
contestó. Y así recorrieron el camino de vuelta, hasta el pie de la cuesta que
subía a casa de Tino, envueltos en un silencio incómodo.
- Buenu, Samuel. ‘Ta mañana. –se despidió Tino, lacónico.
- Espera, ho, ¿onde vas? Súbote yo en coche, que se está poniendo feu.
- No, home, no. Subo por aquí caminando.
- Tino, coño, no seas neciu. Súbote yo en un momentu.
- ¿Neciu yo? No me jorobes, Samuelín… ‘Ta mañana.
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La mañana siguiente se presentó con su correspondiente capa de
escarcha. Apenas había amanecido cuando Samuel se levantó de la cama.
Tenía cita con el médico temprano, a las nueve, y necesitaba tiempo para
afeitarse y asearse bien. Siempre que tenía que ir al centro de salud,
aunque sólo tuviera que recoger unas recetas como aquel día, Samuel se
lavaba concienzudamente, se recortaba las uñas de pies y manos, se
limpiaba las orejas con un bastoncillo de algodón y se afeitaba a cuchilla.
Echó un rápido vistazo al armario y escogió una camisa a cuadros y un
pantalón vaquero. Buscó en el cajón unos calcetines negros y se sentó en
la cama para ponérselos, pero durante unos minutos permaneció con los
pies desnudos sobre la baldosa, y los calcetines hechos una bola, entre las
manos. Dejó la mente en blanco, sintiendo la tensión de los músculos de un
cuerpo que aún no se ha puesto del todo en marcha. Desde luego no había
pasado buena noche, y la mañana no tenía aspecto de ser muy diferente,
dado que se había levantado con la misma sensación en el estómago con
la que se había ido a la cama la noche anterior. La imagen de Tino se le
vino de pronto a la cabeza y la presión del estómago se agudizó. “¡Bah!”,
dijo para sí mismo. Negó con la cabeza y siguió calzándose. Consiguió
borrar a Tino de su mente, pero no la sensación de malestar.
En la cocina, puso la cafetera al fuego y encendió el primer cigarrillo del
día, mientras esperaba a que subiera el café. Necio. Le había llamado
“necio”, aunque indirectamente. Y el dolor le volvió a pinchar el estómago.
Enseguida el café empezó a gorgojear y se sirvió una taza, que acompañó
con el segundo cigarro del día. Permaneció de pie y se acercó a la ventana
de la cocina, desde donde veía la plaza de la iglesia. Eran más de las ocho
y ya se empezaban a ver algunas personas por la calle, aunque los
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ultramarinos y la sidrería de enfrente aún estaban cerrados. Samuel, dando
sorbitos a la taza, miró al cielo buscando alguna nube, pero la mañana ya
clareaba en azul, anunciando otro día de sol y frío. Necio. Se preguntaba si
debía ir después de comer a casa de Tino, como cada día; pretender que
nada había pasado y olvidarlo todo, pero el orgullo que siempre había
llevado por bandera le hizo abandonar la idea tan pronto como había
llegado a su cabeza. Necio. Terminó el café de un trago, se puso el anorak
y salió de casa.
Por el camino de la carretera apenas se tardaba diez minutos en llegar a
pie al centro de salud desde la plaza de la iglesia, de modo que aún no
eran las nueve cuando Samuel se sentó en la sala de espera, y poco más
tarde cuando salía por la puerta con las recetas en el bolsillo. Hizo el
trayecto de vuelta por el camino de la ría, que era mucho más largo que el
de la carretera, y la opción preferida de los jubilados y aquellos que, como
él, no tenían prisa por llegar a ningún sitio. Rebasada la entrada del puente
que atravesaba la ría, Samuel se sentó en un banco del paseo. El puerto
deportivo permanecía vacío durante casi todo el invierno, y aquella mañana
sólo se veían algunos botes y lanchas de motor amarradas en el muro de la
escollera en la orilla opuesta. Samuel tardó en darse cuenta, pero cuando lo
vio entrecerró los ojos para fijar la mirada, y no le cupo la menos duda de lo
que estaba presenciando. Sin pararse a pensarlo, se levantó del banco y
atravesó el puente casi corriendo para llegar a la otra orilla tan rápido como
pudo. Llegó al final del puente ahogado por la prisa y los nervios y, sin tan
siquiera llegar a las escaleras que bajaban al muelle, empezó a vociferar.
- ¡Tinín! ¿Qué coño haces? ¡Deja eso ahí ahora mismu!
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Tino miró hacia arriba y vio a su amigo, que se dirigía a él como un miura,
bajando las escaleras de dos en dos. Samuel le había pillado con las
manos en la masa, pero ya no tenía sentido dar marcha atrás, así que
continuó tirando con fuerza del cabo amarrado al bote y acercándolo a la
rampa de la escollera.
- ¡Que dejes el bote, te digo!- Samuel llegó resoplando a la altura de Tino y
empezó a forcejear con él para tratar de quitarle la maroma de las manos.
- Oye, ¿no me dijiste ayer que cogiera el bote y que –y pintara flores? ¡Pues
a eso voy!
Samuel se dio cuenta de que la gente que pasaba por su lado fingía
ignorarlos, pero a los pocos metros volvían la cabeza y murmuraban, así
que soltó la cuerda y bajó la voz.
- Tino, deja el bote. Por favor te lo pido.
- ¡Que no lu dejo, ho! ¡Que e’ una pena que tenelu aquí parau, pudriendo!
- Mira, Tino, lo que te digo… ¡Bah! –Samuel amagó una especie de
amenaza, pero al encontrarse con la mirada desafiante de Tino, dejó la
frase sin terminar y se encaminó de nuevo hacia las escaleras que subían al
puente.- Luego el neciu seré yo… -dijo entre dientes, dirigiéndose a nadie.
Tino se paró a observar cómo su amigo se alejaba, albergando la
esperanza de que en cualquier momento se detuviera y diese media vuelta
para disculparse y ayudarle a sacar la embarcación del agua, pero la
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esperanza era tan minúscula que al instante se evaporó de su cabeza.
Samuel era terco, profundamente orgulloso y nunca pedía perdón porque,
según él, siempre llevaba la razón en todo. De repente, el plan que había
urdido la noche anterior, sacar el bote, reemplazar las tablas rotas, pintarlo
y repararlo hasta que pareciese nuevo, le pareció inútil. Hasta ese momento
se le había dibujado una sonrisa cada vez que se imaginaba a sí mismo
remando por la bahía con el bote de Samuel, que ahora sería el bote de
Tinín, paseándose triunfal ante los ojos de su ex amigo, que corroído por la
envidia le vería desde el muelle. También se imaginaba que iba a casa de
Samuel con una bolsa llena de lubinas, que le regalaba de manera
desinteresada, alegando con un deje de superioridad, que se las ofrecía en
agradecimiento por haberle regalado el bote, cuando en realidad lo hacía
sólo por hacerle rabiar. Pero ahora su fantasía ya no le parecía divertida, ni
la venganza tan satisfactoria. La idea, en un principio, era compartir las
tardes río arriba, río abajo, con Samuel; así que realizar todo ese trabajo
para salir a pescar solo no tenía ningún sentido. Después de todo tenía un
brazo dolorido por el esfuerzo de tirar del bote, y sintiéndose un poco
ridículo, volvió a atar el cabo en una anilla del muro. Arrancó su viejo coche
y regresó a casa por la carretera del cementerio.
Aquella tarde, después de comer, Samuel se acercó al bar de David, pero
antes de entrar escudriñó la bahía, encontrándose la barca de nuevo en el
agua.
- Lo que tiés que hacer e’ llamalu y pedile perdón.- dijo Manolita.
- Eso, y además de cornudu, apaleau…
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Tino nunca había sido terco, pero el incidente con Samuel le había herido
en lo más profundo. A su manera de entender, descolgar el teléfono y
llamarle significaba dar el primer paso para convertirse en un pelele. Tenía
la sensación de ser siempre el que se mordía la lengua para no discutir, el
que cambiaba de parecer para no polemizar y el que modificaba los planes
para no molestar. Pero esta vez, el motivo que les había llevado a estar
varios días sin hablarse era bien diferente: Tino sólo pretendía hacer algo
bueno por su amigo, ilusionarle, trabajar con él mano a mano, distraerle, y
en definitiva, enfrentarle de una vez al fantasma de su hijo. ¿Tenía que pedir
perdón por eso? Esta vez no. Al fin y al cabo era Samuel quién más tenía
que perder; si le perdía a él como amigo se quedaría prácticamente solo.
En cambio Tino tenía a Manolita, “… y a Enrique, y a Gaspar, y a to’los del
chigre, que pa’ mí que a él nunca lu pudieron ver ni en pintura…”-pensó
Tino- “Eres tú el que va a quedar solu, Samuelín, no yo.”
- Si yo ya sé lo que quiés decir, Tinín,pero me parez que no merez la pena
estar así por una tochra. Fiju que él tamién está pasándolo mal, y tou por
esta castronada que vos dio.
- Pues si tan mal lo está pasando, que venga él a hacer les paces, porque
yo estoy muy a gustu como estoy.
- Sí, claru. Tú estarás muy a gustu, pero llevas desde anteayer sin bajar al
pueblu con tal de no cruzate con él. –sentenció Manolita, levantándose de
la mesa para recoger los platos.- ¿Quiés un descafeinau?
Desde el día de la discusión entre Samuel y su marido, Manolita no había
vuelto a hacer café. Opinaba que era un derroche preparar la cafetera
entera, tan grande, sólo para ellos dos, así que había comprado una caja
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de café instantáneo, en sobrecitos individuales. “¡Y lo bien que nos va a
venir pa’ la tensión!”- había asegurado. Manolita llevó los platos a la pila y
puso la leche en el fuego. Fuera hacía un día precioso de calor, así que
abrió la ventana para disfrutar de un sol espléndido mientras fregaba los
dos platos, los dos vasos y los dos tenedores. “Hubiese sido maravilloso
tener hijos”. En esas ensoñaciones estaba cuando algo llamó su atención al
otro lado de la ventana, en el inicio del camino empinado que subía a su
casa. Cerró el grifo de la pila, se secó las manos en el delantal y preparó la
cafetera grande. Corrió de nuevo a la ventana y volvió a mirar fuera,
ilusionada. Cuando el café terminó de subir llevó la cafetera al comedor y la
colocó sobre el salvamanteles, sin pronunciar palabra, pero con una sonrisa
pícara. Tino desvió por un momento la vista del televisor y miró con recelo a
su mujer.
-¿Pero no ibas a hacer descafeinau?
- Pues no, hoy no, -contestó Manolita – que está Samuel subiendo por la
cuesta pa’ cá.
Y dicho esto regresó a la cocina, ampliando la sonrisa, a buscar la leche y
los pocillos. Tino intentó no inmutarse y clavó los ojos de nuevo en el
televisor, tratando de seguir prestándole atención a las noticias, pero su
mente estaba en otro sitio y no pudo evitar revolverse en la silla. Notó que le
sudaban las manos y los nervios le atenazaban el estómago, pero al mismo
tiempo notaba en la boca un delicioso regusto a victoria. En los escasos
minutos que le restaban antes de que Samuel apareciese, intentó decidir
qué talante adoptar, si el del amigo herido, el del conocido indiferente o el
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del padre del hijo pródigo que perdona y recibe con los brazos abiertos.
Aún no lo había decidido cuando le oyó bramar desde fuera.
- ¡Ábreme, Manoli!
Tino escuchó cómo Manolita se apresuraba hacia la puerta dando una
especie de saltitos, pero ni siquiera la miró. Permaneció con los ojos fijos en
la pantalla, con una pierna cruzada sobre la otra y la cabeza apoyada en un
puño.
-¡Ay, Samuelín! ¡Cómo me alegro de vete! –le recibió la mujer.
- Yo tamién a ti, Manoli. ¿Está Tinín? – le contestó Samuel, limpiándose las
suelas en el felpudo.
- Sí, pasa. Está ahí en el comedor. Tábamos esperándote pa’ tomar el
cafetín. E’ que taba fregando los cacharros y vite por la ventana subiendo la
cuesta. ¿O ya lu tomaste?
- No, no lu tomé toavía, Manoli.
- Buenu, pues pasa pa’l comedor, que yo voy por el azúcar y lu tomas ahora
mismu.
Samuel, que llevaba una bolsa de plástico en cada mano, no pudo dejar de
notar lo contenta y sobrexcitada que estaba Manolita, y se alegró de haber
decidido subir. Se acercó al comedor y pegó tres golpecitos con los
nudillos en el marco de la puerta.
- ¿Se puede?
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Tino perpetró una antinatural mueca de sorpresa.
- ¡Home, Samuel! Pasa, ho.
Samuel dejó las dos bolsas en el suelo junto a la mesita de la tele y se sentó
en su sitio de siempre, enfrente de Tino.
-¿Qué tal? ¿Tou bien? –preguntó Samuel.
- Sí, tou bien. ¿Y tú? –respondió Tino, apenas sin mirarle.
- E’ que como haz un par de días que no te veo, pensaba que estarías malu
o algo.
Tino carraspeó y se revolvió otra vez en la silla, esforzándose por no
parecer nervioso.
- Buenu, sí… Anduve con algo de catarru, pero nada, ya pasó. Ya estoy
perfetamente.
Manolita llegó con el azucarero y un plato con pastas.
- Sí, Tinín estuvo un par de días un pocu… fastidiau. Justu estábamos
hablando antes que qué milagru pa’ ti que no hubieras llamau pa’
preguntar. –dijo la mujer, tomando asiento en la mesa. Tino, intrigado con
las bolsas, las miraba de soslayo intentando adivinar lo que guardaban.
- Ya, e’ que anduve un pocu liau. Pero buenu, ya que te veo mejor, digo yo
que no te dará más bajar conmigo ahora hasta´l muelle. Después de tomar
el café, digo. –dijo Samuel, ligeramente ruborizado.
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- Sí, buenu, bajaremos. –contestó Tino, sospechando las intenciones de su
amigo. Con el corazón acelerado por la alegría, quiso seguir remoloneando
un poco más. -¿Pero pa’ qué me quieres, ho?
- Pues pa’ ver si me ayudabas con una cosuca, pero sin compromisu, ¿eh?
Si no ties nada que hacer… -dijo Samuel.
- No, home, no. No tengo nada que hacer. Tú dirás. –contestó Tino con un
falso gesto de expectación.
Samuel señaló las bolsas con la barbilla.
- E’ que pasé hoy por la mañana por la ferretería y compré unes cosines,
unes lijes y unos clavos, pa’ ver si me echabas una mano con el bote. Pa’
arreglalu y pintalu, y eso.
Era patente que aquella situación no estaba resultando fácil para Samuel,
que se secaba discretamente el sudor que le empezaba a perlar la frente, y
jugueteaba con la cucharilla del café. A Tino se le pasó por la cabeza
declinar la propuesta de Samuel, recriminándole su mal carácter y su
prepotencia, a fin de darle un baño de humildad, pero descartó la idea en
cuanto cruzó la mirada con su mujer, que le suplicaba sin palabras una
última oportunidad para Samuel.
-¿Llevas tables? –preguntó por fin, dándose por derrotado.
- No, pensaba pedíseles ahora al bajar a Juanjo el carpinteru. –contestó
Samuel, aliviado al comprobar que su buen amigo no tenía intención de
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hacer leña del árbol caído, como había supuesto que pasaría. “Tengo que
dejar de pensar tan mal de la gente.” –pensó.
Bajando la cuesta hacia el puerto, nadie hubiera sospechado que entre
aquellos dos hombres hubiese existido jamás ni la más mínima discusión.
Risueños y con la amistad recién recuperada, intacta, llegaron hasta el
muelle del puerto deportivo entre bromas, como si los rencores se hubieran
borrado de un plumazo.
-¡Meca! ¡Si ya sacaste el bote pa’fuera! –dijo Tino sorprendido- Menos mal,
porque el otru día por pocu desguazo un brazu tirando de él. ¿Sacástelu tú
solu?
- No, ayudáronme unos rapaces, a sacalu y a dai vuelta. –respondió
Samuel. -Gracies a Dios que quisiste venir a ayudame, porque si no soy
capaz de metei fuegu con tal de no volver a echalu pa’l agua.
Tino se rió con la ocurrencia de Samuel y dejó una de las bolsas sobre el
bote, que estaba colocado bocabajo en lo alto de la rampa. Se pasó la
manga de la chaqueta por la frente y resopló.
- Pues sí que tenemos trabayu aquí, Samuelín.
- ¡Ay, amigu! Pues fuiste tú el que se empeñó en arreglalu, así que ahora no
me jorobes. Como si echamos los años aquí, pero lu arreglamos.
- ¡Que sí, que sí, ho! Na’ más te digo que aquí hay trabayu p’adelante. –Tino
cayó en la cuenta de que ambos se movían aún por terreno farragoso, y
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que debía andarse con pies de plomo si no quería que los reproches, a flor
de piel, salieran a relucir.
- Pues, ¡hala! –Samuel rebuscó en una de las bolsas, sacó dos espátulas y
le tendió una a Tino. -¡A rascar pintura!
Los días todavía eran cortos y las horas de luz no llegaban mucho más allá
de las seis, así que aquella tarde no pudieron más que levantar la pintura
vieja de media barca.
-¿Dejaremoslo por hoy, Samuel?
- Sí, pero mañana hay que estar aquí, como muy tarde, a les nueve.
El siguiente día resultó más provechoso. A mediodía tomaron un descanso
para comer los bocadillos que Manolita les había preparado. Sentados en el
suelo, examinaban el bote en silencio.
- Hoy sí que habrá que ir a ver si encontramos a Juanjo, Hay que encargai
les tables ya. –sugirió Tino, casi al tiempo que le daba un gran mordisco al
bocadillo.
- Primero habrá que arrancar lo podre, –le contestó Samuel- no vaya a ser
que les encarguemos y después quedemos cortos.
Samuel no se había imaginado en ningún momento que el proyecto del bote
iba a llegar a absorberle tanto. Lo que en principio había sido una simple
maniobra de acercamiento a Tino, una manera solapada de disculparse
con él, se convirtió en una ilusión tan grande que ocupaba todas las horas
del día, e incluso de la noche, cuando estudiaba cuáles eran los materiales
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más adecuados, las herramientas más idóneas, y terminaba imaginando las
excursiones por la ría que pronto empezaría a realizar con Tino. Incluso
podrían convencer a Manolita para dar un paseo, ella que nunca se había
subido en barca porque le daba miedo. Tenía la impresión de que acababa
de caer dormido cuando el interfono le despertó con su irritante pitido
agudo.
-¿Quién? –le preguntó al aparato.
- ¿Quién va a ser? ¡Baja ya, mangante!
- Mecago’n ros, Tinín… .susurró Samuel, con los ojos aún a media asta-
¿Pero qué hora e’?
- Les nueve menos diez. Espabílate, anda.
Estaba claro que la emoción y el esfuerzo del día anterior habían agotado a
Samuel, ya poco acostumbrado al trabajo físico, y habían hecho que se le
pegaran las sábanas. En menos de diez minutos se lavó la cara y se puso
la ropa del día anterior que, como cada noche, había dejado dispuesta en
la silla del dormitorio.
En las dos jornadas posteriores las horas invertidas parecían dar su fruto.
Los dos hombres se sentaron con el sol a sus espaldas a comer el
bocadillo, contemplando su obra con orgullo.
- Ya tien otra pinta, ¿eh? –dijo Samuel sonriendo, sin quitar la vista del bote.
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- Hum. –Tino emitió un gruñido a modo de afirmación. Tenía la boca llena.
Terminó de masticar el bocado y añadió: - Tengo ganes de acabar ya pa’
pintalu. ¿De qué color lu pintaremos? –preguntó mirando a Samuel, con un
ojo cerrado para evitar la claridad.
- No sé, del que quieras. De roju, por ejemplu. –respondió Samuel.
- ¿De roju? – Tino miró a Samuel levantando una ceja, con una mueca de
incredulidad. –A mí gústame más en azul.
Los dos miraron de nuevo hacia el bote.
-¿Entonces, pa’ qué preguntas?
Fue el timbre del teléfono lo que despertóa Samuel la mañana siguiente.
Abrió un ojo y comprobó, por la luz que entraba por la ventana, que se
había vuelto a quedar dormido y llegaba tarde. “Será Tinín pa poneme a
parir, y con razón.” Estiró el brazo para alcanzar el teléfono móvil y,
sorprendido, se incorporó en la cama al ver que la pantalla indicaba
“Enrique el de la rula”.
-¿Dígame?
- Samuel, soy Enrique. –Enrique hizo una pausa- Oye… Que murió Tinín.
Samuel notó un latigazo dentro de su cabeza, y a continuación una especie
de zumbido en los oídos. Comenzó a temblar de frío.
- Samuel…
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Podía oír a voz de Enrique al otro lado de la línea, pero no fue capaz de
contestarle.
- Samuel… -Enrique volvió a insistir- Samuel, lo siento muchu… Lo siento
muchu, Samuelín. –y finalmente colgó el teléfono, antes de que la emoción
le impidiera hablar también a él.
Ya había dos coches a la puerta de la casa cuando llegó Samuel. Aparcó
junto a ellos y empujó la verja del jardín. Se sentía mareado pero sereno, o
al menos aparentaba estarlo. Supuso que lo último que necesitaría Manolita
en ese momento era otra plañidera en su casa y en su estado. La puerta de
la casa estaba cerrada. Antes de llamar se detuvo a respirar hondo, a
mentalizarse de que debía hacer lo imposible para controlar la emoción.
“Hay que ser fuerte, Samuel.” Dentro de la casa no se oía nada, ni una voz,
ni un paso. Pulsó el timbre, y una chica de apenas treinta años le recibió
con un abrazo cariñoso, rompiendo a llorar.
-¡Samuel!
- Hola, vida. –Samuel correspondió el abrazo de la chica, apretándola fuerte
contra el pecho. –Te acompaño en el sentimientu, vidina.
Elena se secó las lágrimas con el dorso de la mano.
- Pasa, que está aquí mi hermana con la tía Manoli, y está también Don
Pascual.
- ¿Cómo está tu tía? –preguntó Samuel antes de pasar a la salita.
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- Está un poco ida. Apenas dice una palabra, la pobre. Supongo que será
normal, pero aún así quisimos llamar a Don Pascual.
La mano temblorosa de Samuel empujó la puerta y vio a Manolita hundida
en el sillón. No se movió. Sólo giró sus ojos hacia él, sus ojos vacíos.
Cristina, la otra sobrina de Tino, un par de años más joven que Elena, se
levantó del sofá. Algo menos afectada que su hermana, le dio dos besos a
Samuel.
- Hola, Samuel. Gracias por venir. –le dijo.
“No, Cristina, gracies a ti, que tuvo que morir tu tíu pa’ que te acordaras de
él.” Sin mostrar en lo más mínimo la indignación que le produjeron las
palabras de la muchacha, apartó de su mente cualquier reproche.
- Lo siento muchu, Cristi. Te acompaño n’el sentimientu.
Cristina se sentó de nuevo en el sofá junto a su hermana, y la habitación
quedó otra vez sumida en el silencio. Samuel arrastró los pasos hacia
Manolita, que no había dejado de mirarle.
- Manoli…- fue lo único que logró pronunciar antes de romperse en mil
pedazos. Tomó las manos de la viuda y las apretó entre las suyas. – Manoli,
¿qué pasó? –dijo ya entre sollozos. Manolita se puso de pie trabajosamente
y se fundió con el hombre en un abrazo, uniéndose a su llanto
estremecedor.
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A medida que se acercaba el mediodía, la casa se iba llenando de gente
que presentaba sus condolencias a la viuda. Samuel, algo más recuperado,
pidió a Elena que le acompañara al pasillo.
- Elenina, voy a llevar a llevar a tu tía pa’ la cocina pa’ que descanse un
pocu de tantu xaréu. ¿Quedas tú con la gente en la salita?
- Sí, no te preocupes. Ya les recibo yo.
- ¿’Onde tienes al maridu y a les críes?
- Están todavía en Oviedo. Llegarán más tarde con el marido de Cristina.
- Buenu, entonces quedas tú con la gente, ¿eh, vida?- le dijo samuel con
cariño.- Al que pregunte por ella –y dices que se echó un pocu a
descansar, ¿vale?
Samuel condujo a Manolita hacia la cocina, sujetándola por un brazo, y
preparó tila para los dos. La mujer iba poco a poco regresando a la
realidad y agradeció la calma y la paz de la cocina.
- Menos mal que viniste, Samuelín. Gracies por venir tan prontu.- dijo
lánguidamente.
- No digas tochures, muyer. ¿Cómo no iba a venir?
Manolita alargó el brazo y apretó la mano de Samuel, dedicándole una débil
sonrisa.
- Cómo te quería Tinín…
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- Lo mismu que yo a él. –se secó una lágrima traidora y al fin se atrevió a
preguntarlo: -¿Qué –y pasó, Manoli?
La mujer negó con la cabeza, encogiéndose de hombros.
-No sé. Anoche llegó del muelle y cenó normal, un filete con patatines que –
y había hechu yo. Lo únicu, que marchó tempranu pa’ la cama porque
decía que –y dolía muchu un brazu, de andar lijando y martillando. Al pocu
fui yo tamién pa’ la cama mía, pero al ir a acostame pareciome… no sé…
dióme como un respingu, y dábame la sensación que no respiraba. Fuíme
pa’ onde la cama de él y… na’…ya no estaba, ya había marchau. –los ojos
de Manolita volvieron a inundarse y se cubrió la cara con las manos. – Dijo
Don Pascual que el probe no se enteró siquiera, que se –y paró…
Fue lo último que pudo decir antes de romper a llorar de nuevo. Samuel se
acercó a ella y se agachó para abrazarla.
- Ssssh… Ya está, ya no hables más.
Lejos de querer interrumpirles, Elena abrió la puerta despacio y susurró:
- Tita, está aquí el hombre de la funeraria.
- Voy ahora, vida. Dí que salgo ahora mismu. ¿Vienes conmigo a hablar con
él? –le dijo a Samuel, apretándole otra vez la mano.
Manolita, Samuel y el encargado de la funeraria pasaron a la habitación del
matrimonio, donde yacía Tino. Samuel, que en un principio hubiera
preferido no verle, se sintió extrañamente reconfortado. No parecía un
cadáver. Parecía Tinín, vivo, sólo que tenía los ojos cerrados. De hecho,
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daba la impresión de que estaba oyéndoles hablar, aguantando la risa. “En
cualquier momentu se levantará de golpe y nos dirá ‘¡Buh!’”. A veces
Samuel se avergonzaba de sus propios pensamientos inoportunos.
-¿Tienen quién les amortaje el cuerpo? –preguntó Elías, el funerario.
- Sí, yo. –contestó Samuel, y Manolita le devolvió una mirada agradecida.
- Celestino Suárez del Valle, ¿no es así? –Elías iba tomando notas al tiempo
que preguntaba- ¿Algún sobrenombre por el que le reconozcan mejor?
- Tinín. El de la cuesta.
- Bien. ¿Familiares a incluir en la esquela?
Esta vez fue Manolita la que habló.
- Esposa, Manuela Quesada Vega; hermano, fallecido, Antón Suárez del
Valle; sobrinas, Elena y Cristina Suárez Álvarez, y amigo, Samuel Blanco
Blanco.
Samuel notó un cosquilleo en la nariz.
- ¿Amigo? ¿Na’ más? –preguntó el funerario sorprendido.
- …Y na’ menos.- respondió la mujer.
- Bueno… ¿Van a celebrar funeral?
- Sí, claro. –dijo Manolita, sorprendida por la pregunta.
- De acuerdo. Entonces, a falta de confirmación del párroco, correspondería
funeral a las doce del mediodía y posterior entierro.
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- Está bien. ¿Necesita usted…?
- Esto… Manolita, -interrumpió Samuel- Tenemos que decidir primeru eso
de… ya sabes… Por favor, caballero, ¿podía dejanos solos un momentín?
- Desde luego. –dijo el funerario cerrando su carpeta.
Aguardaron a que Elías cerrara la puerta tras de sí.
- Manolita, ties que respetar la voluntá de Tino.
- ¿Tú crees que estoy yo ahora pa’ discutir eso, Samuel? Dejaime en paz,
por favor vos lo pido, ¿o te parez que no tengo yo ya bastante encima?
- ¿Y cuándo vamos a discutilo, Manoli? ¿Mañana? ¿Pasau? –dijo Samuel,
más acalorado de lo que había pretendido.
Manolita se sentó en una de las camas, al lado de la que yacía Tino, y
comenzó a llorar en silencio, con unas lágrimas que caían como pequeñas
piedras sobre su falda.
- No voy a hacey eso al mi hombre, al mi Tinín. Quemalu y tiralu a la mar,
como si fueran confetis. –el llanto la sofocaba y cada vez le costaba más
hablar. -No me pidas eso, Samuel. Yo na’ más que quiero saber ‘onde está
pa’ ir a velu. Va a ser lo que me quede, na’ más que eso… -la voz de la
mujer se fue apagando hasta que sólo pudo llorar.
- No te lo pido yo, Manolita. Pidiótelo Tinín. –dijo Samuel, sentándose junto a
ella, que seguía deshaciéndose en lágrimas. –Mira, Manoli, si Tino sabe que
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te lo conté, mátame, pero voy a contátelo. –ella le miró con recelo- Ties
razón que lo de la mar e’ una tochura. A Tino la mar tirabai del pijo. Él me lo
dijo a mí una vez. Lo que –y daba miedu… miedu no, agobiu, e’ lo del
nichu. Díjome que no aguantaba imaginase emparedáu allí, y que lu
comiera la gusanera –mintió Samuel.
- Pero los bichos no suben al nichu. –acertó a decir Manolita, sin dar crédito
a lo que oía.
-E’ igual. Dabai pánicu, Manoli. Tú no lu viste cómo lo contaba, que sudaba
y tou.
- A mí nunca me contó nada d’eso.
- ¡Porque –y daba vergüenza! Y a parte pa’ no reñir contigo, con les
cabezonáes que te dan.
Manolita lo meditó un momento. Estaba conmocionada. Samuel no estaba
orgulloso de lo que estaba haciendo, pero la ocasión lo requería.
Tratándose de la última voluntad de su amigo hubiese mentido a quién
fuera. Hubiese hecho lo que fuera.
-Samuel –dijo finalmente Manolita –déjame sola con Tinín.
El hombre, temblando de ansiedad y remordimiento, se dirigió a la salita
para reunirse con los demás.
- Señor Elías, dice mi tía que vaya a verla. –le dijo Elena al funerario.
Apenas cinco minutos después, aquel perfecto desconocido del traje
negro, salió del cuarto y se dirigió a Samuel.
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- Señor Blanco, puede pasar ya a amortajar a su amigo. Yo voy ahora a
imprimir las esquelas, las mando a pegar y ya subo con el féretro. ¿De
acuerdo?
- Muy bien. Ta’ luego entonces.
Samuel regresó al dormitorio, pero ya no había nadie. Sólo Tinín y él. En la
cama contigua, un traje gris, una camisa blanca, unos calcetines y unos
zapatos negros.
Las dos horas siguientes fueron un ir y venir de amigos y habituales de los
velatorios. Hacía un calor inusual para el mes de febrero, y el cansancio
que causan las emociones pesaba como una losa. Con la llegada de la caja
se formó un pequeño revuelo, que irritó aún más a Samuel. “La gente son
peor que ganáu…”, estaba pensando, cuando el funerario se acercó para
entregarle una esquela. “Para la puerta de la casa”, había dicho, y salió de
nuevo a la calle para, ayudado por un mozo, cargar la caja y meterla
dentro. Samuel, con el corazón en un puño, leyó la esquela:
Funeral de cuerpo presente en la Iglesia Parroquial y posterior traslado
a Gijón para su incineración.
Samuel tragó saliva e hizo un último esfuerzo para no llorar. De dolor. De
alivio. Levantó la vista del papel y encontró los ojos de Manolita.
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- Hablé con esti rapaz de la funeraria y díjome que se podía incinerar
primero y luegu meter les cenices n’el nichu. Yo tengo dónde llevái flores y
él ya no pasa miedu por los gusanos. –dijo Manolita. Se mordió el labio y se
alejó para que no la viera desmoronarse otra vez.
Había pasado más de un mes y el clima seguía siendo extrañamente cálido
para la época. Hacía años que no se recordaba un inicio de la primavera
tan soleado. Samuel llevó el coche hasta el muelle y sacó del maletero una
lata grande de pintura azul oscuro, una caja de metal y una bolsa de
herramientas. El bote seguía allí, tal y como lo habían dejado el día que faltó
Tinín. Samuel sacó de la bolsa un destornillador, con el que hizo palanca
para abrir la lata de pintura. A continuación destapó la caja con sumo
cuidado, protegiéndola del viento con su cuerpo, respiró profundo y vertió
las cenizas que contenía dentro del bote de pintura. Removió la mezcla con
un palo de madera mientras tarareaba una canción que solía cantar con
Tino en las verbenas, cuando ya llevaban una sidra de más. Necesitaba
cantar para distraerse, para no pensar si lo que estaba haciendo era un
acto de buena fé o una monstruosidad. Las cenizas se disolvieron en un
abrir y cerrar de ojos. Cogió una brocha grande y la empapó de azul. Pensó
en Manolita. Quizás en ese preciso momento estaría rezándole a un nicho
prácticamente vacío, que sólo contenía una urna rellena con un puñado de
harina blanca. Conocía demasiado bien a aquella mujer como para saber
que jamás se atrevería a levantar la tapa de porcelana y comprobar en qué
se había convertido su amor.
Pegó el primer brochazo y sintió que se ahogaba. Tarareó más alto, pero no
le sirvió para aplacar el dolor. Siguió pintando y cantando, y se secaba las
lágrimas con la manga de la camisa a medida que le iban rodando por la
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barba. “Querías ir pa’ la mar y yo te llevo, Tinín. Y puedes ir tranquilu, que
ya me ocupé yo de que ningunu que trague agua te vaya a tragar una
pata”.