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Los Cuadernos de Viaje TUNICIA: EL TEMBLOR DE LO GENUINO Luis Antonio de Villena T unicia es un lugar de cruce. Y con ra- zón se piensa que todo amalgamiento es el principio de una turbación. En el suelo de Túnez estuvieron los cartagi- neses (que eran nicios), Roma después, y el Islam, con árabes y turcos. Es decir que Túnez centra, como Grecia pero en la otra orilla, la his- toria del Mediterráneo. La gozosa (o trágica) consión que el Mediterráneo representa. Yo confieso haber sido en Tunicia un turista culto, con cierta añoranza de un pasado -no re- moto- donde en aquellas playas se había dado cita la sofisticación y el ansia de primitivismo o más llanamente de sorpresa jubilosa ante otra cultura. Habiendo ya estado en Marruecos, creí entender que Túnez -más sabio y refinado- po- día representar un punto aún más importante o acendrado en el conocimiento sureño de lo nor- teaicano. Me pareció entender que ahí estaba uno de los pilares de nuestra propia cultura, y que Tunicia debía ser como un Al-Andalus, pe- ro en vivo. (Y una cultura viva es lo que, en el ndo, siempre se desea o se añora). El entre- cruzamiento cultural de Al-Andalus y su sota- dismo sexual (Burton dixit) eron parte de mi magnetismo; ya he dicho que el otro era más snob. En el excitante período de entreguerras, Tu- nicia -protectorado ancés- había sido el pun- to elegido por un turismo de élite, que buscaba la soledad, el exotismo, el sol, y la scinación de cuanto encierra la palabra cuerpo, o sea, tam- bién libertad moral. Esos viajes que descubrían los paraísos helenizantes del Mediterráneo sur, los habían iniciado ingleses y alemanes a fines del siglo XIX. (Alguna vez he dicho, y no es boutade, que el diterráneo es un invento del rte). Tales viajeros, refinados y primitivistas a un tiempo, íntimos buscadores de belleza y de una reactualización del mundo griego a partir de sus restos o islotes más puros, habían descubier- to Capri, Taormina (el udo de los barones teu- tónicos) y después la costa tunecina... Norman Douglas, viajero y escritor inglés a quien Antho- ny Burgess califica de impúdico o lascivo en Po- deres terrenales, e uno de los primeros explo- radores de esa Tunicia sagrada y en olvido. Des- pués la nómina se e ampliando: André Gide, Jean Cocteau, Montherlant y un extraño esteta rumano del que poco se sabe: Georges Sebas- tian. Este hombre (de medios, suponemos) que tuvo el buen gusto de no dejar más estela que su 70 propio vivir, su propia leyenda, construyó una espléndida vivienda (arábigo-romana) en Hammamet, junto a una playa dulcísima, y ahí vivió el escándalo que al fin es todo esteticismo en un mundo tan brutal como el nuestro. (La vi- lla de Sebastian, por cierto, es hoy Casa Munici- pal de cultura, lo que, aunque bienintencionado, no deja de ser sorprendente). Bien, ni en Ham- mamet, ni en Sousse -ni tampoco en Capri o en Taormina- quedan sino levísimos restos del es- plendor exquisito de aquellos viajeros, pero par- te de mi interés por Tunicia -lo confieso- vino de su recuerdo. Sin embargo en Tunicia se siguen descubrien- do (más allá de cierto habitual y nórdico turis- mo) las mismas cosas. Por ejemplo, la plenitud de un mundo romano que podía ser cualquier cosa menos epigonal. Cartago -lejos de los pú- nicos- e una de las grandes metrópolis del

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Los Cuadernos de Viaje

TUNICIA:

EL TEMBLOR

DE LO GENUINO

Luis Antonio de Villena

Tunicia es un lugar de cruce. Y con ra­zón se piensa que todo amalgamiento es el principio de una turbación. En el suelo de Túnez estuvieron los cartagi­

neses (que eran fenicios), Roma después, y el Islam, con árabes y turcos. Es decir que Túnez centra, como Grecia pero en la otra orilla, la his­toria del Mediterráneo. La gozosa ( o trágica) confusión que el Mediterráneo representa.

Y o confieso haber sido en Tunicia un turista culto, con cierta añoranza de un pasado -no re­moto- donde en aquellas playas se había dado cita la sofisticación y el ansia de primitivismo o más llanamente de sorpresa jubilosa ante otra cultura. Habiendo ya estado en Marruecos, creí entender que Túnez -más sabio y refinado- po­día representar un punto aún más importante o acendrado en el conocimiento sureño de lo nor­teafricano. Me pareció entender que ahí estaba uno de los pilares de nuestra propia cultura, y que Tunicia debía ser como un Al-Andalus, pe­ro en vivo. (Y una cultura viva es lo que, en el fondo, siempre se desea o se añora). El entre­cruzamiento cultural de Al-Andalus y su sota­dismo sexual (Burton dixit) fueron parte de mi magnetismo; ya he dicho que el otro era más snob.

En el excitante período de entreguerras, Tu­nicia -protectorado francés- había sido el pun­to elegido por un turismo de élite, que buscaba la soledad, el exotismo, el sol, y la fascinación de cuanto encierra la palabra cuerpo, o sea, tam­bién libertad moral. Esos viajes que descubrían los paraísos helenizantes del Mediterráneo sur, los habían iniciado ingleses y alemanes a fines del siglo XIX. (Alguna vez he dicho, y no es boutade, que el Mediterráneo es un invento del Norte). Tales viajeros, refinados y primitivistas a un tiempo, íntimos buscadores de belleza y de una reactualización del mundo griego a partir de sus restos o islotes más puros, habían descubier­to Capri, Taormina (el feudo de los barones teu­tónicos) y después la costa tunecina ... Norman Douglas, viajero y escritor inglés a quien Antho­ny Burgess califica de impúdico o lascivo en Po­deres terrenales, fue uno de los primeros explo­radores de esa Tunicia sagrada y en olvido. Des­pués la nómina se fue ampliando: André Gide, Jean Cocteau, Montherlant y un extraño esteta rumano del que poco se sabe: Georges Sebas­tian. Este hombre (de medios, suponemos) que tuvo el buen gusto de no dejar más estela que su

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propio vivir, su propia leyenda, construyó una espléndida vivienda (arábigo-romana) en Hammamet, junto a una playa dulcísima, y ahí vivió el escándalo que al fin es todo esteticismo en un mundo tan brutal como el nuestro. (La vi­lla de Sebastian, por cierto, es hoy Casa Munici­pal de cultura, lo que, aunque bienintencionado, no deja de ser sorprendente). Bien, ni en Ham­mamet, ni en Sousse -ni tampoco en Capri o en Taormina- quedan sino levísimos restos del es­plendor exquisito de aquellos viajeros, pero par­te de mi interés por Tunicia -lo confieso- vino de su recuerdo.

Sin embargo en Tunicia se siguen descubrien­do (más allá de cierto habitual y nórdico turis­mo) las mismas cosas. Por ejemplo, la plenitud de un mundo romano que podía ser cualquier cosa menos epigonal. Cartago -lejos de los pú­nicos- fue una de las grandes metrópolis del

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Mediterráneo latino, y sus mal excavadas ruinas (junto a la ciudad de Túnez, de la que es Cartha­ge un elegante suburbio) aún impresionan. Ade­más se recorren todavía, adivinando fragmentos entre la tierra, como si fuéramos de los primeros en descubrirlas. Seduce Cartago (la misma que atenazó al joven San Agustín, de la que dice en sus Confesiones: Vine a Cartago donde el calde­rón de amores ilícitos saltaba y hervía alrededor de mi) y los mosaicos fascinantes del museo del Bardo. lNo ha de tener una profunda raíz clási­ca, esta tierra en cuyo suelo vivieron esas per­fectas teselas mitológicas o vitalísimas? Pero in­dudablemente la gran sensación romana de Tu­nicia se produce en El-Jem. Gide relata en El in­moralista ese choque extraño, sin dar el nombre exacto del lugar. Yo recuerdo un mediodía muy caluroso del mes de junio, en que la carretera que nos conducía desde Sousse, parecía quedar

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repentinamente cortada por la mole maravillosa y casi perfectamente conservada de un gigantes­co anfiteatro romano. Es como si en medio del desierto -del inicio desértico- se alzase un coli­seo tan imponente como el de Roma. El efecto es surrealista, un cuadro de Paul Delvaux. Co­mo florecido en la llanura caliginosa, el segundo anfiteatro más grande del mundo latino vive en un paraje africano de casuchas planas y pobres. Allí hubo una próspera y pequeña ciudad roma­na -Thysdrus- que vivía del comercio con nu­midios y beréberes ... lEs real entonces ese gran coliseo de piedra con 36 m. de alto y 124 de an­chura, que sólo correspondería a una importante ciudad, quizá Cartago? lQué hace aquí, al borde del desierto, esta hermosa masa pétrea? Pudié­ramos decir que es el gesto, el alarde de una gran civilización a punto de catástrofe. Acosados por sus enemigos beréberes los habitantes de la pe­queña ciudad decidieron demostrarles su forta­leza, su potencia -es como decir, la de su cultu­ra- construyendo una gran obra pública, que en cierta medida representa el lujo que toda impor­tante civilización comporta. Era en los días seni­les de Gordiano I, cuando el emperador rondaba los ochenta años.

Claro que también -desde el punto de vista de las apetecidas raíces culturales, y hablo de las más hondas- podríamos detenernos en la Gran Mezquita de Kairouan (la más antigua del Norte de Africa, y lugar santo del Islam) o en la parte vieja de la ciudad de Sousse, con su antiguo mo­nasterio de piedra dorada y el sugeridor laberin­to de su medina, más pequeña, pero comparable a la colosal de Túnez. Sin embargo el viaje cultu­ral -característico e imprescindible en Tunicia­ha de verse continuamente salpimentado por el resplandor de la sensualidad o más abiertamente del sexo. (No olvidemos esa expresión a medias triste, esperanzada y liberadora, que acuñó en Tánger el novelista William Bourroughs: Turis­mo sexual). La mirada sensualizada y el tacto sensual son básicos para entender Tunicia, si uno no está anclado en inaccesibles alcázares de pureza. Se puede acudir a un hammam, recorrer el paseo junto a una playa o simplemente entrar en una de esas tiendas de bazar o zoco en las que hay de todo y el regateo es norma: Acecha­rá, jubilosa, en casi cualquier parte, la pantera olivácea de la sensorialidad, la frescura de una carne ardiente que no considera a la lujuria pe­

cado. El viajero contará infinitos lances de belle­za y seducción -masculinas, más singularmen­te- y si el oyente desconoce la plaza, si nunca estuvo, creerá inevitable -y por muchos detalles que le demos- que exageramos. (Supongo que los grandes amantes de Túnez, escritores y este­tas, han contado siempre -y cantado- este te­ma).

Tunicia es -aparte de sus leyes, en su vivir natural- un país esencialmente liberal y toleran­te. Uno de los pocos países árabes donde no es difícil hallar alcohol, o donde las mezquitas tam-

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poco son bastiones infranqueables. Y ello dejan­do a un lado la mentada y fácil sensualidad, pro­pia además de una geografía cálida. Sin embargo el integrismo islámico posee también su red. Re­cuerdo que una noche, en Sousse, hablé con un grupo de muchachos -gentiles y agradables, sin duda- cuyas ideas motrices y de fondo eran cla­ramente integristas y antigubernamentales. Es curioso, el Islam (y en esto Tunicia también nos evoca Al-Andalus) ha pasado -en cuanto a tole­rancia en las costumbres- por bajíos y crestas: Un viento suave y cálido, como en los reinos taifas, o el adusto rigor de los almorávides, como un seco y áspero terral. Y es evidente que el florecimiento cultural del Islam ha coincidido con los primeros períodos: Como el que aún se nota en Tunicia, sin que ello suponga extranje­ría ninguna, aunque sea visible la no lejana hue­lla francesa. Cenar con rojo (y buen) vino de la tierra, penetrar respetuosamente en el patio con fuente de una mezquita -no en la sala de plega­ria- o considerar practicando que el placer de una piel ajazminada es culto, no me parecen cosas contrarias al Islam, en ningún modo. Pen­semos que en él se ha escrito (Al-Mutamid Ibn Abbad):

Se quitaba la túnica del tierno talle y era como un capullo que se enciende en flor: la noche pasaba, escanciándome de su mirada, de su copa a veces, a veces de su boca ...

Quizá un ingrediente más para la sensualidadtunecina, sea la luz. Hace falta haber estado allí un mediodía o mañana de hacia el fin de la pri­mavera, para poder comprender la lumínica ma­ravilla a que hago referencia. Transparente y como interiormente esclarecido, el aire se trans­forma en un poliedro cristalino, en una fulgente claridad translúcida, -en una suerte de brillo na­tural que casi podemos convertir -espirituala mente- en imagen de la dicha. Ha sido en Sous­se y en Sidi Bou Said ( ese pueblo exactísima­mente azul y blanco) junto al mar, donde este espectáculo de la luz -que no es espectáculo­me ha resultado más fascinante: En verdad nada ocurre, pero es todo tan brillador, tan mineral, tan transformado por la fuerza y ligereza solar, que el ánimo asciende a una plenitud, en la que intuimos algún vago atisbo místico.

Tunicia es una mezcla, un mestizaje qué se resuelve en armonía: La raíz clásica y la vida is­lámica. Lo exótico y lo europeo. El adivinado rigor muslim y una tolerancia -también musul­mana- que se transforma en sexo y en calidez de la piel, como forma vital de Una cultura. Túnez es asimismo el recuerdo ( convertible hoy) de unos visitantes divinamente snobs y eli­tistas, entre los que fi$urarori P_aul Klee · o Elsa Sehiaparalli, que tuvo una villa en·Hammamet, junto a la del rumano Sebastian y a la de los mi­llonarios Henson ... Sofisticación y primitivismo, significan también posibilidad -desde la óptica nuestra, europea- de cambio y de huida. Para

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mi -esencialmente- Tunicia ha sido ( quizá asi­mismo huyendo) el encuentro con formas del placer físico -y no hablo sólo de sexo- unidas plenamente a una cultura vivible y viva.

Concluiré recomendando dos libros -distan­tes en el tiempo- que hablan de Tunicia: Foun­tains in the sand -Fuentes en la arena- de Nor­man Douglas, se editó en 1912. El autor -ya mencionado- fue célebre creador de libros de viaje novelados, de novelas y libros de opinión, y de una vida, intensa (Douglas murió en Capri en 1952 con ochenta y cuatro años) y frecuente­mente escandalosa por sus aficiones a la más ex­trema juventud.

Fountains in the sand podría arrogarse el privi­legio de ser el texto europeo descubridor de Tu­nicia, y aún más singularmente de su región más cálida y sureña, la ciudad de Gafsa y los desier­tos y oasis circundantes -un paraje mágico-que incluye los poblados aledaños de Nefta y Tozeur. .. Escrito en forma novelada, como rela­to de un viajero que va narrándonos sus impre-siones y también las vidas y lances de los perso­najes con quienes se cruza, Fountains in the sandes un libro ameno, lírico a ratos, y en el que el exotismo -y cuanto conlleva- se pinta como tentador y primordial paraíso.

El otro libro al que me he referido ha sido es­crito por una novelista policial, también anglosa­jona: Patricia Highsmith. Publicada original­mente en 1969 -y traducida al castellano hace un par de años- The tremar of forgery (El tem­blor de la falsificación) es una de las más seduc­toras novelas de la autora. Su argumento sólo vagamente es policíaco -aunque sí hay un cri­men por medio- pero el clima de Tunicia, y esencialmente de Hammamet, es el verdadero protagonista del relato. Casi plagiando a Somer­set Maugham la novela -psicológica, llena de sutiles matices y sobreentendidos- podría ha­betse titulado La caída de lf oward lngham. Este es un escritor que llega a Túnez para preparar el guión de una película, pero mientras espera al director -que no llegará- va quedando atrapado por la atmósfera, el exotismo, el cambio, ese contraste de cultura y moral que es Tunicia, lo que le producirá una crisis de identidad y un de­rrumbe, creador de otra parte. Por cierto, que la Highsmith menciona Fountains in the sand, qui­zá para avalar que es la rara combinación de sen­sualidad, calor y diferencia -la red tunecina- lo que atrapa a su personaje y es materia del libro. Pero me cumple a mí recomendar estos textos y no narrarlos.

Por lo demás Túnez está ahí: Cruce, clasicis­mo, Islam, sensualidad, lujuria, tolerancia, élite y primitivistno. En suma, el «otro» Me- � di!emmeo, que a ta postre vi�ne a ser �l -� � mismo. �